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Anselm Jappe

(Transcrito a Word LDCM)

Lo que para unos era “esa gran luz al Este” (tal como decía al hablar de la
década de 1920, el escritor francés Jules Romain, que, por otro lado, no era
comunista) era para otros el “Imperio del Mal”. Evidentemente, la tentativa
de construir en el país más grande del mundo una sociedad totalmente
nueva suscitó juicios muy diferentes. Sus defensores retroactivos son ahora
pocos (¡pero existen!). Las condenas de la experiencia soviética
pronunciadas desde el punto de vista liberal, o digamos simplemente
“burgués”, elaboraron desde el principio la lista de los crímenes y las
fechorías cometidos durante dicha experiencia. Estas condenas raramente
eran falsas; por el contrario, al parecer, durante mucho tiempo, incluso el
ámbito burgués desconocía, o no podía imaginarse, toda la extensión de los
horrores cometidos bajo el estalinismo. Sin embargo, por justas que fueran
dichas denuncias en el plano factual, no se puede por menos señalar que
estaban motivadas en general por el rechazo de la idea misma de un cambio
social incisivo: no se rechazaba la revolución traicionada, sino la propia
revolución; no se rechazaba la realización sangrienta de la utopía, sino la
utopía como tal; no se rechazaban los costes humanos de una sociedad de
iguales, sino el deseo mismo de alcanzarla, incluso el simple hecho de
concebirla. Para los historiadores burgueses, lo criminal era la intención, no
solo su realización. De este modo, llegan con satisfacción a la conclusión
de que toda tentativa de construir una sociedad diferente a la sociedad
capitalista solo puede conducir a la dictadura y a los baños de sangre.

Si nos desplazamos hacia la izquierda radical, lo que se pone en duda no es


la idea de una sociedad comunista como tal. La gran cuestión que se
plantea es más bien saber por qué el resultado fue tan distinto del proyecto
inicial. En qué punto la revolución, que se presupone “pura” en el momento
de la toma del Palacio de Invierno, salió mal: es (o era) una de las
preguntas preferidas de la izquierda no estalinista. ¿Con la fundación de la
Checa? ¿Con la prohibición de la oposición dentro del partido Comunista?
¿Con el aplastamiento de la revuelta de Kronstad? ¿Con la muerte de
Lenin? ¿Con el inicio de la NEP (Nueva Política Económica) o, por el
contrario, con su final? ¿Con la exclusión de Trotski del Politburó? etc. Así
pues, estamos en el registro de la “Revolución traicionada”, bien por Stalin,
bien ya por el propio Lenin.

O, ¿quizá el principio del error residía en el hecho de que la revolución esta


dirigida por los bolcheviques y no por los anarquistas, o los revolucionarios
sociales, o los mencheviques, o los liberales, o los entornos inspirados por
la religión? La pregunta no es tan vana como pudiera parecer; otros
caminos hacia la revolución hubieran sido posibles, sobre todo en lo
relativo al papel de los campesinos. Se acaba de volver a publicar en
Francia dos libros interesantes sobre esta cuestión: los últimos escritos de
León Trotski, en los que hace un llamamiento a una revolución llevada para
y por los campaesinos1, y un estudio de la década de 1970, de Chantal de
Crisenoy, que muestra el desprecio que Lenin siempre tuvo hacia los
mujiks2.

Reinaba la misma incertidumbre sobre la cuestión qué era efectivamente la


Unión Soviética, si no era la sociedad comunista que pretendía ser. Los
trotskistas tenían una respuesta: era un “régimen obrero degenerado”.
Según esta teoría, la base de la sociedad soviética, su modo de producción,
era indiscutiblemente socialista –porque existía la propiedad colectiva de os
medios de producción–, pero una clase burocrática se había apoderado del
Estado obrero y explotaba a los proletarios en beneficio propio. Por lo tanto
era necesario derribar a esa nueva clase parásita para volver al carácter
comunista de aquella sociedad.

Más tarde, el grupo francés Socialisme ou Barbarie, guiado por Cornelius


Castoriadis y Claude Lefort, matizó este análisis en la década de 1950. Para
ellos, La URSS no era un “régimen obrero degenerado” que podía volver a
ser encarrilado, sino un “capitalismo de Estado”, en el que la clase
burocrática había sustituido a la burguesía como explotador del
proletariado. El concepto de “capitalismo de Estado” ha sido, por otra
parte, utilizado en gran medida por otros autores.

Otros, como el orientalista alemán Karl Wittfogel, que pasó del Partido
Comunista al macartismo, identificaban la URSS con lo que Marx
denominaba el “modo asiático de producción” y veían en él una forma de
“despotismo” comparado con el antiguo Egipto o la antigua China.
Quisiera proponer aquí otra lectura de la historia de la Rusia soviética. Se
basa esencialmente en los análisis de Robert Kurz contenidos sobre todo en
su primer libro, El colapso de la modernización, publicado en 1991 en
Alemania (pocos meses antes de la disolución definitiva de la URSS) y
traducido recientemente al castellano. Recuerdo que Kurz ha sido el autor
más importante de la “crítica del valor”, elaborada a partir de 1987 por la
revistas alemanas Krisis y luego Exit!, y retomada desde entonces en otros
países.

Kurz parte de la idea de que ambos sistemas, el capitalismo y el supuesto


“socialismo”, o “socialismo real”, tenían amplios cimientos comunes y que
ese terreno común había empezado a resquebrajarse en la década de 1980:
la modernidad basada en el trabajo en su doble naturaleza, abstracto y
concreto, el valor creado por el trabajo abstracto y el dinero en el que el
valor se representa. La experiencia soviética era, si hacemos abstracción de
las justificaciones ideológicas, una “modernización de reajuste”, el
esfuerzo de un país atrasado según los criterios capitalistas, para subsanar
su retraso e implantar en él la misma industrialización que en los países
donde el capitalismo desarrollado existía ya desde hacía un siglo o un siglo
y medio. Sin embargo, este régimen de transición hacia la modernidad no
completó su camino y tuvo que abandonar el escenario mundial después de
setenta y cuatro años. No era tanto una alternativa fracasada, o vencida por
el imperialismo occidental, tal como una cierta izquierda quiere seguir
creyendo, sino que se trataba de un fósil de la época “heroica” del capital y
de la tentativa de alcanzar con medios alternativos el mismo fin:
transformar una sociedad tradicional en una sociedad en la que las
relaciones sociales pasarán por el dinero y la mercancía. Sin embargo, esta
derrota de la Unión Soviética y de sus satélites no constituye una victoria
de Occidente, de su economía de mercado y de su democracia: el colapso
de la URSS no era más que la primera etapa de una crisis fundamental de la
modernidad capitalista en su conjunto que acabará por alcanzar igualmente
a los supuestos vencedores. Esto es lo que Kurz afirmó en 1991 y los que
los acontecimientos sucesivos han corroborado en lo esencial, aunque el
agotamiento de la dinámica capitalista occidental avanzaremos rápidamente
de lo que Kurz había previsto.

Lo que caracterizaba de manera más visible a la Unión Soviética era la


ausencia de un mercado generalizado, así como el poder absoluto del
Estado. Para los observadores occidentales resultaba fácil, en cambio,
identificar e mercado con la libertad y un Estado demasiado fuerte con la
opresión. Sin embargo, esta visión olvidaba que la violencia de Estado
también jugó un pale importante en Occidente cuando se trató de crear las
bases de un régimen capitalista –es el proceso que Marx denominó la
“acumulación primitiva” entre los siglos XVI y XVIII–. El mercantilismo
era de sus formas, La Revolución francesa era otra forma de violencia de
Estado al servicio de la implantación de la sociedad burguesa. Para vencer
a una sociedad agraria y feudal, el Estado tenía que mostrase mucho más
brutal de lo que más tarde fue el Estado social de la época keynesiana. La
finalidad inmediata de dicha implantación de los rudimentos del
capitalismo, a partir del siglo XVI, era financiar las guerras entre los
estados. El instrumento principal era forzar, por todos los medios, el trabajo
a las poblaciones, y en las peores condiciones. El Estado se colocaba como
el sujeto absoluto de la sociedad y de la economía –tal como hizo más tarde
el socialismo real–. La violencia del Estado siempre ha sido la comadrona
de cada nueva etapa de la instalación del sistema fetichista del dinero; El
Estado y el mercado nunca han constituido en Occidente principios
antitéticos. Como mucho, el Estado se ha retirado al fondo del escenario en
los periodos en los que el mercado parecía bastante fuerte para funcionar
por sí solo, como fue el caso durante gran parte del siglo XIX, sobre todo
en un país como Inglaterra. Entonces los teóricos del liberalismo podían
afirmar que el Estado debe intervenir lo menos posible en la vida
económica y laisser faire a la “mano invisible”. En realidad, siempre se ha
visto, en cuanto surgen problemas, la burguesía no tiene escrúpulo alguno
para llamar al Estado, incluso en el plano económico. El marxismo
tradicional ha querido creer sin embargo –erróneamente- que el Estado y el
capitalismo se oponen por esencia y ha preconizado una extensión del
papel del Estado, por ejemplo pidiendo la nacionalización de industrias, o,
como caso extremo, la estatización de la total de la sociedad –como en la
Unión Soviética–. Los occidentales, ante los distintos totalitarismos, se
escandalizaban entonces y ven en ello la prueba de que su modelo de
sociedad es superior. En realidad, lo que observan en los totalitarismos es
su propio pasado, la protoforma de la sociedad contemporánea, de la que
tan orgullosos se sienten.

A principios del siglo XX, el régimen mundial de competencia estaba ya


bien establecido: los primeros que desarrollaron una economía capitalista –
Inglaterra, Francia, Estados Unidos–, así como sus primeros imitadores –
Alemania, Italia, Japón–, ya se habían repartido el mercado mundial. Cada
esfuerzo de modernización en la periferia solo podía ser entonces un
reajuste para subsanar el retraso, con un punto de partida muy desfavorable.
Cuanto más tarde entraba un país en el mercado mundial, más fuerte tenía
que ser el papel del Estado para evitar que la economía naciente de dicho
país fuera aplastada de inmediato por la competencia extranjera. De este
modo, el Estado era más fuerte en Alemania en el siglo XIX que en
Inglaterra en el siglo XVIII y todavía tenía que ser más fuerte en Rusia en
el siglo XX.

Los revolucionarios rusos pensaban que podrían utilizar el Estado para


fines socialistas. En su escrito El Estado y Revolución, a la vigilia de la
Revolución de Octubre, Lenin señala en el servicio de correos alemán un
modelo a imitar para la construcción del socialismo: bastaría liberar a dicho
organismo de los “parásitos” capitalistas. A continuación, se ponía de lado,
explícitamente, el concepto de “capitalismo de Estado” y de la economía de
guerra alemana, simplemente poniendo la “gestión proletaria” en el lugar
de la burguesía. No puede haber socialismo sin técnica capitalista y sin la
ciencia moderna, repetía a menudo: es necesario que docenas de millones
de personas respeten unas normas muy estrictas en la producción y
distribución. Seque admiraba el taylorismo y el trabajo en cadena, y que
para él resultaba evidente que había que sacrificar a los campesinos –es
decir, a la gran mayoría de la población rusa– en aras de las exigencias de
la industrialización.

En efecto, Lenin pasa por alto totalmente la crítica marxista de la forma


social; en él no encontramos referencia alguna a la categoría de trabajo
abstracto. Reduce el marxismo a una forma de sociologismo, en el que las
clases sociales constituyen el último cimiento: desea suprimir a los
capitalistas, no al capital.

El comunismo era, por lo tanto, una ideología para legitimar una


modernización forzada, una modernización burguesa de reajuste. Se trataba
de repetir las revoluciones burguesas, sobre la francesa (en su fase
jacobina), pero en condiciones distintas, más de un siglo después.

Es inútil querer atribuir esta evolución a las decisiones “erróneas” o


“acertadas” de sujetos conscientes. Por otra parte, los disidentes comunistas
no tenían ninguna alternativa real que ofrecer. En Occidente, por el
contrario, el sistema capitalista no necesitaba ninguna revolución para
alcanzar la siguiente etapa de su desarrollo. Los diferentes grados de
evolución capitalista en Occidente y Rusia explican así el cisma del
movimiento obrero entre socialdemócratas y comunistas.

Kurz recusa la tesis, ya mencionada, del “despotismo asiático” para


explicar las particularidades de la experiencia soviética: sus elementos
tiránicos procedían directamente de occidente. En la modernidad, las
burocracias no sirven más que para ejecutar las leyes del dinero y no tienen
la autonomía que poseían en Egipto o en China. Lenin combatía más bien
los restos del orientalismo y se ponía de lado del Pedro el Grande: hay que
aprender de los alemanes. Además, los bolcheviques retomaban elementos
de la modernización estatal ya iniciada bajo régimen zarista.

El economista Preobrazhenski lanza en la década de 1920 el concepto de


“acumulación primitiva socialista”. ¿Acumulación de qué?, hay que
preguntarse. De capital, inevitablemente. Este aparece entonces como algo
neutro, de lo que se pueden apoderar tanto los capitalistas como los
proletarios –como es entonces el caso de las otras categorías capitalistas–.

El propio Stalin lo decía: para disponer de las inversiones necesarias para la


industrialización, la URSS no podía recurrir a la explotación de las
colonias, ni a préstamos en el extranjero. Había que encontrar los recursos
en el interior. Así pues, era inevitable transformar sin piedad el material
humano en productores de riqueza abstracta, es decir, de dinero y valor
añadido. Se trataba de multiplicar el dinero a través de su valorización
mediante el trabajo. La Unión Soviética nunca fue más allá del principio
capitalista según el cual el trabajo no sirve para satisfacer necesidades y
deseos, sino que constituye un fin en sí mismo tautológico: baste con
pensar en el famoso Stajánov.

Durante una época determinada, el estatismo parecía sin embargo constituir


la última palabra de la historia tanto en el Oeste como en el Este. Este
análisis era compartido tanto por aquellos que aclamaban esta tendencia (en
cuanto que planificación beneficiosa para poner término por fin a la
anarquía del mercado), como por aquellas que temían el Estado autoritario
y el totalitarismo, como en el caso de los teóricos de la Escuela de
Fráncfort, que, hacia 1940, constataban la convergencia siniestra entre los
regímenes económicos del totalitarismo soviético, del nazismo y del New
Deal estadounidense.

Sin embargo, dicho momento estatal no iba a durar para siempre en


Occidente. Así pues, se asistía a un regreso gradual del mercado y del
liberalismo después de la Segunda Guerra Mundial. El estatismo soviético,
por el contrario, fruto del esfuerzo de reajuste, comportaba una gran
diferencia con el estatismo occidental: estatismo y monetarismo ya no se
turnaban, ya no eran fases que se sucedían una a otra. El momento estatal
era el único que quedaba. La Unión Soviética era por lo tanto más
absolutista que el absolutismo europeo del siglo XVII que había generado
el estatismo, y permanecía más en el estado de la economía de guerra que
en el de la economía de guerra alemana de la Primera Guerra Mundial, que
era su modelo. La sociedad soviética se petrificaba durante largos decenios.

En Occidente, el Estado nunca tuvo un control total del mercado; para


Keynes, por ejemplo, el Estado tenía sobre todo la función de “volver a
poner en marcha “la economía tras periodos de confusión. Este movimiento
oscilatorio entre Estado y mercado daba cierta flexibilidad al capitalismo
occidental, ausente en la Unión Soviética, fijada para siempre en la etapa
estática y de la economía de guerra.

Esta es la paradoja fundamental de la URSS: ser una economía mercantil


en la que no había competencia. Para evitar ser aplastada por la
competencia exterior, que hubiera convertido a Rusia en una periferia
pobre, era necesario suspender la competencia interior y dejar que el
Estado decidiera dónde debían utilizarse los recursos disponibles. Sin
embargo, junto a la competencia también se suspendió el mecanismo de
distribución del valor añadido según el nivel de la productividad y, por lo
tanto, finalmente el aumento de dicho nivel. Era el precio a pagar por una
modernización con retraso, una necesidad histórica si Rusia quería resistir a
los países “desarrollados”. No se trataba de un simple “error” que se
hubiera podido evitar con una mayor reflexión, ni únicamente el fruto de
las intenciones malvadas de una clase burocrática que quiso construir un
sistema a su conveniencia. Al principio, hubo efectivamente éxitos
económicos notables, gracias a la industrialización brutal del país y a la
conversión forzada de las masas campesinas en obreros.
El milagro económico en el Occidente de después de la segunda guerra
mundial, debido a la racionalización, a la utilización de la ciencia y a la
automatización, era fruto de la “presión muda de la competencia” que
empuja continuamente a sustituir el trabajo vivo por las tecnologías. En el
Este, por el contrario, solo se conocía el aumento del valor añadido
extensivo y no del valor añadido intensivo. La fuerza (¡en un momento
determinado existió la pena de muerte en la URSS para todas aquellas
personas que llegaran tarde al trabajo!) y los llamamientos morales
demostraron ser insuficientes. La abolición de la competencia, útil al
principio, se volvió en contra de este sistema después. No se había abolido
el capital, sino su dinámica interna. Y el capital seguía presente porque el
gasto de trabajo abstracto seguía existiendo. En Occidente disminuía
permanentemente la necesidad del trabajo vivo a causa de la productividad
aumentada; en el Este, por el contrario, permanecía la idolatría del trabajo.

Allí donde existe una separación entre productores, que no se interesan por
el valor de uso de sus productos, sino solamente por la posibilidad de
venderlos, y los consumidores, que, por el contrario, deben interesarse por
el valor de uso, únicamente la competencia introduce un mínimo de
racionalidad, es decir, que corrige parcialmente la irracionalidad de dicho
mecanismo. En la URSS, la indiferencia de la mercancía hacia su valor de
uso llegó a alcanzar, en ausencia del mecanismo de la competencia, altas
cotas, con el fenómeno conocido del despilfarro y de la ineficiencia
extrema. El irracionalismo de la economía mercantil era allí aún más
evidente que en Occidente.

El socialismo se agotaba en la tentativa imposible de “planificar” o


“dirigir” las categorías fetichista de la economía, que son por definición
ciegas. Fueron creadas por el ser humano, pero de forma inconsciente y “a
sus espaldas”. Existen “precios políticos” incluso en Occidente –pensemos
en la agricultura subvencionada–, pero siempre están limitados por el
mercado. Su ausencia en la URSS provocaba que siguieran existiendo los
precios, pero sin que tuvieran ese mínimo de utilidad que poseen en una
economía capitalista.

Sin embargo, esto no significa en absoluto el triunfo de la economía de


mercado occidental, que constituiría el “modelo bueno” que bastaría con
aplicar en todas partes para obtener los mismo resultados. Por el contrario,
la que también está en crisis, a partir de la década de 1970, es la sociedad
mercantil global, precisamente debido al agotamiento progresivo de su
base: la transformación de trabajo vivo en valor y, por lo tanto, en dinero.
El colapso de los países denominados “socialistas” no era sino el derrumbe
del “eslabón más débil” (parodiando a Lenin) de la sociedad mercantil
mundial. No murió la alternativa al capitalismo, sino su versión menos
eficaz, y dicha muerte solo es el preludio del fin gradual de la economía
capitalista, incluso en sus versiones más “eficaces”. Los que se
consideraban “vencedores” en 1991, en realidad, solo estaban
contemplando su propio futuro en el derrumbe de sus adversarios. Es en
todo el mundo donde el dinero y el trabajo, la mercancía y el valor ya no
pueden garantizar la cohesión de la sociedad ni la reproducción material.
La experiencia del “socialismo real” quedará quizá únicamente como una
nota a pie de página del proceso de la modernización capitalista o como el
recuerdo de una rama muerta de dicha modernización.

La experiencia soviética muestra así que la abolición de la propiedad


privada de los medios de producción y del mercado no es suficiente para
conseguir una sociedad comunista: siempre se quedó dentro del marco de
una sociedad mercantil basada en el dinero y el trabajo abstracto.

Hay que señalar naturalmente una cosa: la descripción de la realidad


soviética dada aquí no mide las disfunciones “socialistas” tomando como
parámetro la economía de mercado occidental como “sistema que
funciona”. Más bien señala en esas disfunciones formas extremas y, a
menudo, grotescas, contradicciones de base que existen igualmente en
Occidente y que provocarán también una crisis sistémica.

Cuando Kurz cita los numerosos problemas existentes en los países


socialistas, como, por ejemplo, el despilfarro y la falta de productos de
consumo necesarios, no saca la conclusión de los liberales, para los cuales
estos problemas eran la consecuencia del carácter “socialista” de esa
economía que no recompensa suficientemente el “interés individual”. Por
el contrario, Kurz demuestra que esas disfunciones derivan directamente
del esfuerzo por implantar, en la periferia del mercado mundial, una
sociedad mercantil.

Así pues, la experiencia soviética no nos enseña nada positivo. No existe


nada a lo que los movimientos de emancipación contemporáneos puedan
conectarse; pueden solo aprender de ella lo que hay que evitar. Pero ¿qué
hay a propósito de la palabra comunismo? ¿Se puede utilizar todavía para
designar una sociedad poscapitalista o bien el término está mancillado para
siempre? Sin duda conserva una carga provocadora. El término
“revolución” se ha vuelto, en efecto, casi inutilizable tras décadas de abuso
en la publicidad, el periodismo y la política burguesa. Todo es
“revolucionario” hoy en día, incluso un nuevo teléfono móvil o un aumento
de los impuestos. En cambio, casi nadie quiere ya comprometerse con el
término “comunismo”, y esta mala reputación podría incluso hacer que
pareciera simpático. La palabra “comunismo” puede también ser
revitalizada a través de la evocación de los commons, y así ser devuelta a su
raíz etimológica: la posesión colectiva de las bases de la reproducción
social y la prevalencia del interés común sobre las aspiraciones egoístas.

¿Cuál sería entonces la definición mínima de dicha reconsideración


positiva del comunismo? Es más que probable que la primera respuesta que
se le ocurriría a casi todo el mundo fuera: propiedad colectiva de los
medios de producción y de los recursos (donde propiedad colectiva no
significa necesariamente propiedad el Estado –al menos sobre este punto
una parte de la izquierda– [¡aunque no toda la izquierda!] se ha vuelto más
moderada), y, añadiremos, sería necesaria una de “democracia radical” para
asegurar la participación de todos en la gestión de dichos medios y
garantizar una distribución equitativa de sus frutos.

Examinemos un poco más en detalle esta definición.

La propiedad colectiva de los medios de producción es sin duda una


“condición necesaria” para tener una sociedad comunista. Pero no es una
“condición suficiente”, tal como se dice en lógica.

La cuestión de la propiedad privada o colectiva de los medios de


producción casi siempre ha monopolizado la atención del movimiento
obrero, en todas sus variantes. Sin embargo, es menos central de lo que se
pensaba. Tiene que ver con la superficie jurídica del capitalismo y se limita
la esfera de la circulación. La experiencia soviética ha demostrado que una
simple transformación del título de propiedad a organismos colectivos no
mejora necesariamente las condiciones de vida de los obreros, ni la calidad
de la producción, ni asegura un respeto de la naturaleza, etc. La izquierda
radical ha afirmado incansablemente que este fracaso se debía al control de
la burocracia sobre la producción, mientras que una verdadera autogestión
en manos de consejos obreros hubiera dado resultados distintos. En
realidad, no hay nada más incierto, porque el verdadero problema se sitúa a
otro nivel, tal como ahora trataré de explicar en pocas palabras.

Una sociedad mercantil es una sociedad fundada sobre la mercancía y el


valor, el dinero y el trabajo. El lado abstracto del trabajo, su reducción a
una simple cantidad de tiempo, prevalece sobre su lado concreto. Hay que
recordar siempre que el trabajo abstracto y el trabajo concreto no son dos
tipos distintos de trabajo, sino que cada trabajo, en una sociedad
capitalista, es al mismo tiempo abstracto y concreto, porque produce un
valor de uso –objeto o servicio– y representa, por otro lado, una cantidad d
energía humana medida por el tiempo sin tener en cuenta el contenido. En
este modo de producción, cada uno está aislado al inicio, no existe un lazo
social a priori. El lazo social solo se constituye a posteriori, a través del
intercambio de mercancías y de las cantidades de trabajo abstracto que
“contienen” en forma de valor y, por lo tanto de dinero. No es el
intercambio en el mercado lo que muestra si el trabajo que el individuo, o
la unidad de producción, ha invertido en la producción es “válido” o no. Si
una mercancía no encuentra comprador, es como si el trabajo invertido para
su producción no hubiera existido nunca. El lazo social reside, pues, en la
capacidad del trabajo de cada uno de “realizarse” en el mercado. Pero, por
supuesto, no es el lado concreto del trabajo, es decir, el valor de uso que ha
creado, lo que debe realizarse, sino el lado abstracto –y este lado abstracto
es una pura cantidad sin cualidad, indiferente a su contenido, a sus
consecuencias, a las condiciones de su producción–. Por lo tanto, este lado
es asocial. En una sociedad mercantil, los individuos solo se encuentran
como portadores de cantidades determinadas de esa sustancia asocial. La
sociabilidad se basa entonces en la ausencia de sociabilidad. Donde, como
dice Marx en los Grundrisse, el dinero es el lazo social que los individuos
llevan siempre en el bolsillo.

Así pues, este lazo social carece de contenido propio. Su esencia es la


abstracción, el trabajo reducido a pura cantidad de tiempo. Sin embargo,
cada mercancía debe tener un valor de uso cualquiera –pero este no es más
que un revestimiento, una funda intercambiable–. El valor es indiferente a
la cuestión, tanto si se encarna en una bomba como en un juguete –solo
cuenta la cantidad de valor y, sobre todo, de valor añadido, que contiene la
mercancía–. A menudo se acusa a la maldad del capitalismo de que, en su
afán de beneficio, prefiere invertir en bombas en lugar de en juguetes, pero
en realidad el capitalismo es un negocio de buena o mala voluntad. Es un
sistema anónimo en el que los sujetos verdaderos no son los individuos con
su voluntad consciente, ni las clases sociales, sino el valor en cuanto que
“sujeto autómata”, tal como dice Marx. Por este motivo Marx habla de
“fetichismo de la mercancía”: los seres humanos han transferido su poder
social a las mercancías que han fabricado y de las que después creen
depender. Este proceso inconsciente es análogo a lo que sucede con la
alienación religiosa.

En una sociedad así, ninguna decisión consciente sobre los asuntos


comunes resulta posible. Cada actor solo sobrevive ciegamente a su propio
interés y sería inútil oponerle una crítica moral. Esto significa también que
ni siquiera los capitalistas gobiernan realmente la sociedad capitalista: son
simplemente los “suboficiales” del capital, tal como los denominaba Marx.
El capitalismo es por su naturaleza un proceso incontrolable. El que
domina es el capital, no los capitalistas –y el capital es una relación social.
No solo, como siempre han dicho los marxistas, en el sentido de una
relación de explotación, sino también en el sentido de una transformación
incesante de trabajo en capital y de capital en trabajo. Capital y trabajo no
son dos entidades opuestas y antagonistas, sino más bien dos estadios
diferentes del mismo proceso de valoración de la misma sustancia
abstracta.

El primer criterio para una sociedad “comunista”, en el sentido de una


sociedad que regula “en común” sus asuntos, sería instalar una sociabilidad
directa entre sus miembros, en lugar de la sociabilidad indirecta actual, en
la que los individuos solo tienen relaciones entre sí a través de las
categorías fetichistas autonomizadas, como el dinero o el Estado, y que se
erigen ante ellos como seres independientes. El trabajo no puede constituir,
tal como preconiza e marxismo tradicional, la basa de una sociedad
comunista, sino que debe ser reconducido a su forma se simple medio. Hay
que partir de las necesidades y deseos y decidir cómo satisfacerlos con un
mínimo de esfuerzo, en lugar de realizar el máximo de trabajo y ver a
continuación qué pude hacerse con sus resultados. Así pues, es necesaria
una forma de “planificación”, pero de un tipo muy distinto al de las
planificaciones que se han conocido y que, sobre todo, no se convierta en
un privilegio de un grupo social explícito.

En una sociedad comunista, no habrá intercambios entre actores aislados y


anónimos. Cada cual contribuirá, según sus capacidades, al éxito de la obra
común y cada cual participará en la distribución de sus frutos, pero sin que
haya “intercambio” entre aquel o aquella que se ha ocupado del huerto y
aquel o aquella que haya enseñado el alfabeto a los niños. El individuo
recibe una parte de los resultados según criterios establecidos en común y
no como recompensa de la cantidad exacta de tiempo que haya dedicado al
trabajo. Marx lo dice en sus Crítica del programa de Gotha (1875): “En el
seno de un orden social comunitario, fundado sobre la propiedad común de
los medios de producción, los productores no intercambian sus productos;
así mismo, el trabajo incorporado en los productos no aparece tampoco
aquí como valor de dichos productos, como una cualidad real poseída por
ellos, ya que a partir de entonces, al contrario de lo que sucede en la
sociedad capitalista, los trabajos del individuo ya no se convierten en parte
integrante del trabajo de la comunidad mediante un rodeo, sino que se
integran directamente”.

En realidad, ni siquiera habría “trabajo” en una sociedad comunista. No


porque cualquier esfuerzo vaya a desaparecer, o porque las máquinas vayan
a hacerlo todo en nuestro lugar, sino porque la diferencia entre “trabajo” y
otras formas de actividad humana es una invención moderna, desconocida
en otras sociedades. Tal como decían Marx y Engels en La ideología
alemana: “En una sociedad comunista, ya no habría pintores, sino como
mucho hombres que, entre otras cosas, también pintarían”.

Actualmente, el concepto de comunismo se encuentra a menudo


combinado –de forma muy distinta a las concepciones de Lenin– con el de
“democracia radical”. Por supuesto, ¿Quién iba a estar en contra de la
democracia? Sin embargo, conviene recordar que la democracia solo tiene
sentido allí donde los individuos son realmente libres de tomar sus
decisiones, sobre todo en relación con la producción misma, y donde las
decisiones no se limitan a la mejor manera de ejecutar presupuestos que,
como tales, se consideran no “negociables” y que aparecen como
“naturales”, tomando la forma de las “leyes del mercado”, de los
“imperativos tecnológicos”, de la “reserva de financiabilidad”, de las
“exigencias de rentabilidad”, etc. Mientras se permanezca dentro de una
sociedad fetichista mercantil, la voluntad de los individuos es, ella misma,
una expresión de las pseudonecesidades mercantiles, y cada individuo
desea, sobre todo y lógicamente, poseer la mayor cantidad posible de
dinero. En la izquierda, se considera de buen grado la “política” como lo
contrario de la economía y se aplaude la posibilidad de militar la
arbitrariedad de los mercados a través de las imposiciones políticas. Si un
gobierno de izquierdas alcanza el poder y no consigue domesticar la
economía con medidas políticas, se le tilda de traidor, o se mencionan los
poderes más o menos ocultos de las finanzas internacionales. Esta actitud
sirve para no ver que es el propio sistema capitalista el que no es
reformable y el que no permite ya ajustes “políticos”, tal como ocurría a
veces durante su fase ascendente, es decir, hasta la década de 1960
aproximadamente. El capitalismo, por decirlo una vez más, no consiste solo
en la clase de los capitalistas y en su voluntad de dominar y explotar;
consiste esencialmente en el capital como forma global de las relaciones
sociales y esto significa que en las sociedades “desarrolladas” todo el
mundo participa en ello, incluso si no es siempre en el mismo grado. Una
sociedad comunista cono constituiría, pues, en el triunfo de una parte de la
sociedad actual –sea el proletariado cásico, nuevas formas de proletariado,
el “pueblo”, la “multitud”, los “subalternos”, etc.–, sino en la intervención
de relaciones totalmente nuevas, lo cual no excluye retomar ciertos
elementos de las sociedades precapitalistas.

¿Socialismo o barbarie? Esta es siempre la vieja cuestión. Durante mucho


tiempo, las fuerzas revolucionarias luchaban contra un régimen capitalista
que parecía casi inamovible. Pero estaban seguras de que tras el final del
capitalismo llegaría necesariamente el socialismo o el comunismo y que el
“deseo de comunismo” era incluso uno de los resortes más poderosos de la
lucha contra el capitalismo. Actualmente, la situación se ha invertido. El
capitalismo se sabotea a sí mismo mejor de lo que sus adversarios hubieran
podido hacer en el pasado. La sustitución del trabajo vivo por tecnologías
es un proceso inexorable, a causa de la competencia entre capitalistas, pero
hace disminuir y, finalmente, desaparecer la sustancia del valor creada
únicamente por el trabajo vivo, no por las máquinas. Y sin valor, ya no hay
valor añadido y, finalmente, ya no hay acumulación de capital. El gran
éxito histórico del capitalismo occidental, el aumento permanente de la
productividad, ha acabado por ahogar dicho capitalismo. Solo existe el
crecimiento gigantesco de los mercados financieros y del crédito que
enmascara todavía la falta de rentabilidad del sistema mercantil. La
consecuencia: el capital tiene cada vez menos necesidad de fuerza de
trabajo y, por lo tanto, de seres humanos. Más allá de la explotación, que
evidentemente sigue existiendo, llega otra catástrofe para una parte cada
vez mayor de la humanidad: ser superfluo, no servir ya para nada. El
capitalismo está condenado a desaparecer, pero no existe garantía alguna de
que algo mejor vaya a sustituirlo. Puede ser que tras de si solo deje tierra
quemada. La tarea de todas las fuerzas que se reconocen en el proyecto de
emancipación social consiste entonces en encontrar alternativas, preparase
para el poscapitalismo. Poco importa que se le denomine comunismo,
anarquía, sociedad emancipada o con otros nombres.

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