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El ayuno y la limosna, version solidaridad”.

LUIS GONZALEZ-CARVAJAL, Prof. de Teología. Seminario Metropolitano. Madrid.

Sal Terrae Febrero 1989

¿Tiene sentido todavía ayunar y dar limosna?

No descubro nada nuevo si digo que la limosna tiene hoy muy mala imagen. Un personaje de Dostoyevski resumía así sus reservas
frente a ella:

«El placer de la limosna es un placer altivo e inmoral, un deleitarse el rico en su riqueza y poder, y en la comparación de
lo que él significa con respecto a lo que significa el mendigo. Así, la limosna corrompe tanto al que la da como al que la recibe, y
además no logra su fin, porque sólo consigue aumentar la mendicidad»’.

En cuanto al ayuno, resulta sencillamente escandaloso para nuestra cultura postmoderna, con su neurasténica preocupación por la
salud. Cada vez hay más gente obsesionada por la terapia personal o de grupo, los ejercidos corporales y los masajes, la dietética macro -
biótica y las vitaminofilias, etc.
Soy consciente, pues, de que el tema que me ha correspondido de sarrollar en estas páginas es impopular, pero pensé que merecía la
pena aceptar el encargo, porque, en mí opinión, detrás del ayuno y la limosna existe un núcleo irrenunciable para la fe cristiana del que no
podríamos prescindir sin empobrecemos.
De hecho, un dato innegable es que los cristianos del siglo 1 —que tenían todavía fresco el recuerdo del Maestro— practicaban el
ayuno (cfr. Hech 13,13; 14,23). Aunque sólo fuera por eso, deberíamos ser muy cautos antes de encerrar esas prácticas en el baúl de los re -
cuerdos. El ayuno. y la limosna serán buenos o malos dependiendo de cómo y por qué los practiquemos.

No ayunamos para expiar los pecados

Creo que, durante mucho tiempo, tanto el ayuno como otras prácticas penitenciales que han sido frecuentes en el pasado (cilicios,
disciplinas...) se entendieron como actos expiatorios por los pecados de la humanidad que se unían al sacrificio expiatorio del Calvario. En
mi opinión, hoy deberíamos abandonar esa interpretación. Como es sabido, las teorías de la satisfacción vicaria o de la sustitución penal
suscitan a los teólogos actuales no pocas reservas como explicaciones de la redención. A diferencia de Otros pueblos, en Israel nunca se
había considerado la sangre humana como, sangre sacrificial y expiatoria. En el templo se ofrecía tan sólo la sangre de animales. Sería
impensable que la muerte de Cristo suponga retroceder a un primitivismo que Israel había superado ya. Otra cosa es que —en sentido
figurado y analógico- pueda decir el Nuevo Testamento que Jesús ofreció su sangre a Dios.
En contra de lo que pensaba San Anselmo, Dios no exige para perdonar una expiación o reparación previa. En los evangelios pode -
mos obsevar repetidas veces que Jesús ofrecía a los pecadores un perdón inmerecido y gratuito, que debía ir seguido —eso sí— de una
conversión personal. Los pecadores, ante Jesús, descubrían lo que jamás se habrían atrevido a soñar: que Dios les aceptaba a pesar de que
sus manos estaban vacías.

Del ayuno judío al ayuno cristiano

Naturalmente, ese descubrimiento motivaba en los cristianos, frente a las prácticas penitenciales, una actitud novedosa que causa ba
cierto escándalo a los judíos fervorosos. De hecho, sabemos que los escribas reprocharon a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuen -
temente y recitan oraciones, igual que los de los fariseos, pero los tuyos comen y beben». El Maestro defendió a los suyos: «¿Podéis aca so
hacer ayunar a los invitados a una boda mientras el esposo está con ellos?» (Lc 5,33-34 y par.). El sentido de las palabras de Jesús resulta
muy claro si recordamos que el banquete de bodas es quizás el símbolo más frecuente del Reino de Dios: «La boda ha comenzado, el esposo
ha salido a recibir, la alegría de la boda se oye en una gran extensión por el país, los invitados se reclinan para el banquete nupcial... ¿Quien
podría ayunar ahora?».
Es verdad que luego continuó: «Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán en aquellos días». Pero no
olvidemos que el cristianismo existe precisamente gracias a que no fueron capaces de quitamos para siempre a Cristo. Al tercer día resu cité.
Por eso la tristeza y el ayuno que —de acuerdo con la previsión de Jesús— se inician el Viernes Santo tienen que acabarse en seguida: con
la Vigilia Pascual.
Es curioso que hoy la Iglesia no manda ayunar el Sábado Santo —que sería el único día del año con «ayuno de institución divina»—,
aunque el ayuno de los viernes se hace por ser el día en que «nos quita ron al esposo». Durante los primeros siglos, en cambio, sí que se
guardaba rigurosamente el ayuno del Sábado Santo, según consta por numerosos documentos. La «Tradición Apostólica» de Hipólito, por
ejemplo, apenas encuentra razones que justifiquen excepciones al gran ayuno: incluso a las embarazadas y a los enfermos les dice que, si no
pueden ayunar los dos días seguidos, lo hagan al menos un día entero contentándose con pan y agua (núm. 33».

El ayuno, por tanto, no es un acto expiatorio, sino una expresión de desolación al comprobar que el género humano ha querido quitar
de en medio al mejor de sus hijos; desolación que expresamos también manteniendo cerradas a cal y canto las iglesias durante el Sábado
Santo.
En la muerte de Jesús se concentra, además toda la historia passionis de la humanidad. Hay quienes se preguntan cómo se puede reir
en nuestro mundo si en Centroamérica se asesina al pueblo, en la India siguen muriendo de hambre los niños y entre nosotros hay casi tres
millones de hombres sin trabajo. Mediante al ayuno expresamos nuestra solidaridad con tantas víctimas inocentes de la maldad humana
como existen hoy.
Pero también, al interrumpir el ayuno para celebrar gozosos la resurrección de Cristo, queremos anunciar en medio de este mundo
sangrante que hay motivos para conservar viva la esperanza: los verdugos no van a triunfar definitivamente sobre sus víctimas.

Del ayuno a la limosna

Naturalmente, si al ayunar nos hacemos solidarios del sufrimiento de la humanidad, nuestro ayuno debe contribuir a aliviar ese
sufrimiento. San Juan Crisóstomo decía de forma rotunda:

«Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros (...) Así pues, por más que te
pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente, si no haces bien a
otros, no haces nada grande»’.

La forma más directa de conseguir que nuestro ayuno alivie la necesidad de los demás es entregarles lo que hemos dejado de consu -
mir. Los Santos Padres eran constantes en afirmar que el ayuno debía ir unido a la limosna. Con lógica irrefutable afirmaban que, si nos
quedamos con el fruto de nuestras economías, no engrosaremos las filas de los virtuosos, sino las de los tacaños:

«Quien no ayuna para el pobre engaña a Dios. El que ayuna y no distribuye su alimento, sino que lo guarda, demuestra
que ayuna por codicia, no por Cristo. Así pues, hermanos, cuando ayunemos, coloquemos nuestro sustento en manos del pobre».
«El ayuno sin la limosna (...) se ha de atribuir más a la avaricia que a la abstinencia».

Ninguna de estas afirmaciones debería sorprendernos, puesto que todos los años leemos en la eucaristía del viernes después de ce-
niza un texto muy expresivo del Tercer Isaías:

«El ayuno que yo quiero es éste —oráculo del Señor—: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos,
partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al
que ves desnudo y no apartarte de tu semejante» (Is 58,6-7).

En definitiva: el ayuno que Dios quiere es... que no tengan que ayunar los pobres.

De la limosna a la comunicación de bienes

Llegados aquí, cabría preguntar: ¿y no daría lo mismo entregar la limosna sin ayunar? La respuesta es, sin duda, negativa. Ayunar
para poder auxiliar a otro nos recuerda una verdad olvidada que expresaré con palabras de Juan Pablo II: Estamos «llamados a aliviar la
miseria de los que sufren, cerca o lejos, no sólo con lo ‘superfluo’, sino con lo ‘necesario’» 10. El ejemplo supremo, naturalmente, nos lo da
Cristo, que «se hizo pobre a fin de que nos enriqueciéramos con su pobreza» (2 Cor 8,9).
Nosotros estamos acostumbrados a considerar que la limosna sólo transfiere pequeñas cantidades de unos bolsillos a otros. En cam-
bio, los escolásticos —partiendo del convencimiento de que lo superfluo de los ricos pertenece a los pobres- afirmaban que, ante todo, es de
justicia desprendernos de todo lo superfluo. Y añadían que ni siquiera con eso terminan nuestras obligaciones, porque la caridad, que va
más allá de la justicia, nos invita a desprendernos también de una parte de lo necesario para compartir con quienes no tienen siquiera lo
imprescindible. He aquí un par de ejemplos:

«Pueden ser socorridos los pobres de dos maneras: o bien de lo superfluo, lo que es de justicia (...) ya que lo superfluo es
de los pobres, y propio de la justicia es devolver a cada uno lo suyo, o bien
podemos socorrerles sustrayéndonos lo que es necesario».
«Dar limosna de lo superfluo es de precepto, lo mismo que darla al que está en necesidad extrema. Hacer otras limosnas
es de consejo, igual que se dan consejos acerca de cualquier otro bien mejor».

Precisamente porque hoy la palabra «limosna» hace pensar en desprendimientos simbólicos, habría quizá que preferir expresiones
que suenen más fuertes. Por ejemplo, «comunicación de bienes». Nos gusta tanto engañamos a nosotros mismos que nunca está de más
suprimir las ocasiones que ofrece para ello el lenguaje.
Y, hablando de engañarnos a nosotros mismos, parece evidente que el mejor ejemplo de esa conducta hipócrita es creer que
cumplimos con la abstinencia cuando nos privamos de carne, pero la sustituimos por otros alimentos que, lejos de representar una privación
económica, suponen un dispendio mayor. Por desgracia, debe de tratarse de un vicio muy antiguo, porque ya San Agustín lo denuncio:

«Hay por ahí quienes observan la cuaresma antes regalada que religiosamente, y se dan más a la invención de manjares
nuevos que a reprimir pasiones viejas. Se hacen con múltiples y costosas provisiones de todo género de frutos, hasta dar con los
platos más variados y suculentos; y, rehuyendo tocar las ollas donde se coció la carne, para no mancillarse, abrevan sus cuerpos
en los más refinados placeres del sentido...

De la comunicación de bienes al don de uno mismo.

Hasta aquí hemos hablado únicamente de la entrega a los demás de nuestras obras, aunque, ciertamente, cuando llegamos a des -
prendernos también de lo necesario, empezamos a dar algo de nosotros mismos. Pero ahora querría plantear ese don de nosotros mismos de
forma más directa. Para ello me voy a remitir a un autor muy poco conocido: Raúl el Ardoroso (f 1200). Es un teólogo de París al que sólo
muy recientemente empiezan a prestar atención los medievalistas’.
En el Speculum universale, redactado con toda probabilidad en la última década del siglo XII, desarrolla una variante de limosna,
que no se encuentra en otros autores, a la que da el nombre de «eleemosyna negotialis». La fórmula es difícil de traducir, porque en la Edad
Media «negotium» era una noción muy amplia que —por oposición al ocio— abarcaba cualquier clase de actividad; y, de he cho, se aplicaba
a cosas tan dispares como el proceso productivo, la unión amorosa o la reflexión teológica.
Pero entenderemos en seguida a qué se refería Raúl el Ardoroso si escuchamos sus mismas palabras:’

«A cada uno se ha confiado un talento; es menester hacerlo fructificar cumpliendo las tareas exigidas por las necesidades
de. nuestros hermanos. Uno posee dinero y sabe administrarlo. Que preste a los indigentes y conceda plazo a los deudores
necesitados (...) Que dé a los hijos de los pobres la posibilidad de aprender un oficio (incluso el latín!, dice nuestro autor). (...)
Otro es un hombre de buen criterio. Podrá aconsejar a quien no acierta a dirigir sus negocios. (...) El que sabe hablar debe poner
gratuitamente su elocuencia al servicio de los huérfanos, de las viudas y de los pobres. El que ha recibido la digna función de
juez, debe ejercerla en favor del derecho de los pobres (Llegado aquí, Raúl constata con amar gura que no es ésa la práctica
habitual. Los jueces de su tiempo sólo velan por los intereses de los ricos, de los que esperan algún re galo). (..~) El hombre que
tiene posibilidades intelectuales debe poner su saber al servicio de los ignorantes: debe instruirlos. (...) Y si alguien no ha recibido
ninguna de esas cualidades, puede todavía, a pesar de ello, poner al servicio de los indigentes su competencia profesional: así el
albañil que construye casas para los que carecen de alojamiento apropiado»’.

Después de leer esa descripción, pienso que lo que Raúl el Ardoroso llamaba «eleemosyna negotialis» hoy podríamos traducirlo por
«voluntariado social»: grupos de solidaridad con emigrantes extranjeros, educadores de calle, equipos de Caritas, etc.
¡Dichosos quienes se decidan a asumir compromisos semejantes, porque —además de la ayuda directa que prestan a sus hermanos
serán, en medio de nuestro mundo competitivo y pragmático, portadores de una «cultura de la gratuidad»!

Luis González-Carvajal

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