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La utopía y la esperanza en la celebración

Jesús Burgaleta

Utopías y esperanza cristiana. Verbo Divino

1. «No nos dejes caer en la tentación»


Una de las tentaciones de la liturgia consiste en confundir el deseo humano con el poder de Dios y el poder con su realización aquí y
ahora en los sacramentos, sin captar el modo como Dios actúa en la realidad humana. Dios interviene gratuita y libremente y, además,
respeta escrupulosamente la libertad de la persona.

Así, se puede confundir peligrosamente la proclamación del propósito de Dios con su realización, la meta con el camino, el ideal con
su plasmación en el presente.

En la liturgia del bautismo de niños somos capaces de proclamar sin matices que «este recik nacido es hijo de Dios», aunque no tenga
capacidad para asumir personalmente «ese ser hijo» y sin tener en cuenta que la filiación depende también de la libre aceptación del don de
Dios.

Hay ministros de la celebración de la Penitencia o de la Eucaristía que invitan engañosamente a recibir el perdón o la comunión,
aunque no se esté en ellos, induciendo a creer que porque se celebra ya se vive.

Contemplamos liturgias que celebran tan precipitadamente la resurrección en el mismo lecho caliente de la muerte, que una y otra
quedan desvirtuadas, vanalizadas y trituradas por la superficialidad más escandalosa.

2. La acción correctiva de la misma liturgia:


es realista aunque utópica

Frente a esta tentación, la misma liturgia produce anticuerpos, a fin de corregir los comportamientos alienantes. La liturgia también es
realista.

La celebración se asoma al futuro; pero se asoma al futuro —Adviento— año tras año. Con ello nos advierte que estamos en el cauce
fluyente de una historia siempre torpe, en la que nada se realiza en plenitud y que, ante el constante fracaso, y a pesar de ello, es preciso
estar siempre atentos a la voz de la esperanza.

Cada año, y en todo momento, se proclama y celebra la «memoria passionis»: en la Pascua, la Eucaristía, en todo sacramento, cada vez
que se comparte la solidaridad y el com-padecimiento con los crucificados por la violencia del mundo.

La liturgia no cesa de convocar a celebrar cada domingo la comunión; esa comida-viático que nos re cuerda que somos peregrinos con
pocas fuerzas para recorrer el camino.

En todo momento somos llamados a celebrar la conversión continua, trayéndonos a la memoria que, aunque estemos restaurados en la
raíz, la vida es un rosario de sombras y de fallos de los que somos responsables.

La liturgia tiene escaleras para que podamos descender de la contemplación y la alabanza a esta otra experiencia expresada por la
queja, el lamento, la petición; sentimientos que brotan del corazón desconcertado y débil de la realidad humana.

3. Naturaleza y estructura de la celebración

La tentación que ronda a la liturgia surge de su misma naturaleza y estructura. Por eso, la pastoral de la esperanza y la utopía ha de
tener en cuenta la naturaleza y estructura de la celebración, para poder ayudar a vivir la esperanza cristiana sin alienaciones y sin desen -
cantos. Para ello la comunidad celebrante y sus servidores han de tener en cuenta:

— Que la liturgia es «una acción con trasfondo»


Es la celebración de una «memoria» que nos llega narrada en la estructura literaria de los mitos. Estos mitos, por ser relatos simbólicos
de los acontecimientos fundantes, son historias epifánicas, llenas de brillantez, colorido, fantasiar, «utopía» —como corresponde a los mitos
de los orígenes o de la edad de oro—. Estos escritos o tradiciones orales son como el estallido de toda potencialidad: en ellos está
condensado el origen y la meta, el principio y el final, la simiente y la plenitud del desarrollo. De este modo, abren la conciencia, incitan,
concitan, llaman, atraen, ponen en movimiento y facilitan la adhesión.

Toda acción litúrgica debe saber que el increíble mosaico del ábside, desbordante de colorido y belleza, guarda muy poca relación,
aunque tenga alguna, con la prosaica realidad de la nave en la que se remueve peno samente el pueblo que celebra. ¡El modo cómo se narra
lo que aconteció «en aquel tiempo» es muy distinto al modo como sucede hoy!

— Que la liturgia es «una acción con altavoz»

Celebrar, por definición, es realizar una acción potenciada, destacada, subrayada, subida de tono.

Toda comunidad celebrante sabe que su ideal es «ser cuerpo entregado» y «destino compartido», como ese pan eucaristizado que se
parte y esa copa derramada que se entrega. Pero, todo el mundo ha de saber también que la vida de los discípulos está muy lejos de la
perfección y la claridad con que en la Eucaristía se celebra el sacramento del cuerpo entregado.

No se puede pensar que se vive del mismo modo como se celebra. El altavoz de la acción litúrgica debe resonar con potencia, pero
cuando llega al oído de la comunidad se ha de poner la sordina, no sea cosa que desanime al ver la distancia entre lo que hace y lo que vive
o se engañe creyendo que lo vive tal y como lo hace.

La acción litúrgica añade siempre un «plus» sobre la realidad de los que celebran. «Plus» que es muy provechoso porque ayuda a
potenciar y profundizar el don sobreabundante del Dios en la vida.

— Que la liturgia es «una acción con horizonte»

La celebración ofrece en bandeja «la primicia de la gloria futura». Es una acción abierta a la esperan za, pendiente de la plenitud
anunciada, vigilante ante el futuro. La liturgia tiene una ventana abierta al amanecer; sueña con la siega; otea continuamente esa última línea
del mar que está detrás del horizonte.

En la celebración el anhelante clamor —maranatha— y el anuncio —he aquí que vengo pronto a hacer todo nuevo— se unen en una
sola acción. Pero, sin equivocarse: el futuro es siempre futuro. Y del futuro sólo se reciben «primicias», es decir, esperanza; como la espe -
ranza cristiana es: posibilidad de ir realizando en el presente el futuro que continuamente se espera y cuya plenitud es siempre un don.

Así es como la liturgia es, sin alienar, maestra de utopía, sacramentum sanatologicum, signa prognostica (Sto. Tomás, III, q. 6O, a.4, in
c), retablo de esperanza, panteón abierto en el centro de su cúpula a lo infinito de Dios.

4. «Y líbranos del mal»


El riesgo de alienación de la esperanza y la utopía que celebran la liturgia es no tener conciencia de su naturaleza y quedarse prendido
en la claridad de la narración de la memoria; extasiarse, como si ya estuviera logrado, en la potencia de su acción o permanecer en la
contemplación de un cuadro escatológico tan lejano o inaccesible como irreal.

El peligro de la liturgia es la irrealidad; su tentación convertirse en una liturgia celeste; su corrección pasto ral: celebrar la liturgia
terrestre.

Unir la liturgia «gloriae» a la liturgia «passionis», celebrar con esperanza la liturgia del camino, de la fe en búsqueda, de los casi
ciegos que imploran, de la lucha por la liberación de los inhumana y antidivinamente crucifica dos. Teniendo en cuenta que la «gloria»
resplandece en la misma «passionis», que la utopía florece en la carne del mundo. En el pozo de la vida, tan oscura, es donde se vislumbra el
resplandor del «lucero de la mañana».
No, a la liturgia de los ángeles; sí, a la liturgia de los hombres. No, a la liturgia de alas abatidas en adoración; sí, a la liturgia de los pies
cansados, pesados y heridos —¡esos pies con alas!—. Esa liturgia de los paralíticos que comienzan a andar, de los samaritanos que están
atendiendo al herido, de los que comparten su pan y su tierra con la cananea, el extranjero y los ex cluidos de la ciudad. Una liturgia de
sangre, sudor y lágrimas que sea capaz a la vez de entrever la ansiada Jerusalén —ciudad de paz!— y sentarse a la vera del camino para
narrarse historias interminables.

Una liturgia en la que la gloria del Dios y de los hombres resplandezca en el barro.

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