Ensayo de corte existencial, escrito fenomenológico,
conato especulativo con que se busca definir, con creciente precisión, un aspecto amenazante del aquí y ahora de quien escribe –el de la técnica–, prosa informal, notas a la carrera, y para uso de la cátedra, de un curso de verano dictado en una universidad española, artículo dominical en los diarios argentinos, objeto de plagio en la prensa trasandina, la Meditación de la técnica, de José Ortega y Gasset, se propone como un texto de intencionalidad múltiple, desleída o proteiforme pero cuya publicidad el mismo autor puede justificar en una sola línea: en ella creo que hay, toscas o aún balbucientes, ideas que pueden ser de importancia.
Según lo declara, entonces, lo que Ortega se propone
en su meditación es pensar el momento en que esa cosa tan rara, la técnica, surgió en el mundo. Adopta así la premisa explícita del extrañamiento necesario para la reflexión filosófica, y se impone la voluntad expresa de pensar lo originario, en tanto que podría contener, en gérmen, el sentido del fenómeno que hoy, en el apogeo de su desarrollo, puede parecer incomprensible. Es manifiesto, sin embargo, que ese extrañamiento que ahora quiere mostrarse como voluntario, antes que una mera conveniencia metodológica es una perplejidad natural que ha nacido de las circunstancias –ambientales, históricas–, y que una cosa está relacionada con la otra: Ortega dicta su curso en el año treinta y tres –el del ascenso de Hitler al poder– y lo publica bajo la forma de libro en el año treinta y nueve –en que comienza la guerra. Está pensando en el fenómeno de la técnica, entonces, durante ese período final e incierto –de militarización, de acopio de recursos bélicos, de desarrollos más o menos secretos y letales– entre las dos guerras. El mundo (no) se recupera todavía de una matanza generalizada, mientras ya ve anunciarse otra en el horizonte, y toda esa fatalidad pasada y porvenir parece misteriosamente animada por la técnica. De modo que la actitud filosófica recomendada consistirá en remontarse al origen del fenómeno para captar su esencia, como si en aquel origen se anunciara o se prefigurara el sentido de lo que ocurre hoy, aparentemente incomprensible.
Ya referimos las eventualidades que abonan la presión
de las circunstancias. En principio, lo dijimos, la meditación informa un curso de verano, como si la urgencia del tema exigiera pensar durante el receso estival. Al comenzar el curso, además, Ortega se queja de la ausencia del tema en los programas universitarios –una falta que él, con su escrito, vendría a subsanar. Las clases transcriptas son publicadas por el diario La Nación de Buenos Aires –segmentadas mecánicamente, explica Ortega, y en el adverbio acaso haya un principio de censura contra la negligencia de los editores argentinos, pero también el matiz de una producción y difusión en serie de ideas que apuntan a combatir el fenómeno de la producción técnica, en paralelo. El último indicio es la piratería: Ortega explica que si finalmente se ha decidido a publicar sus clases en forma de libro eso se debe a que en Chile alguien ya las ha publicado en ese formato sin su consentimiento. Todo parece hablar, entonces, de un interés real por el fenómeno mundial de la técnica, aunque quizás algo cargado en la tinta de la vanidad filosófica, siempre preocupada por construirse una centralidad.
Pero, ¿no hay algo ingenuo en la valoración, explícita
en el prólogo de Ortega, de la publicación de sus clases por parte del diario La Nación de Buenos Aires? ¿Quiénes leían sus notas por entonces? ¿Cómo imaginamos a los lectores dominicales de la tribuna de doctrina? Lejanos y acomodados, en la calma inaudita de sus estancias proverbiales o de sus departamentos europeos, entregados a la lectura de un profesor español al que (no) conocían bien para comentar luego, en sociedad, aquellas ideas tan interesantes sobre la técnica, ese fenómeno paradójico que ahora auspiciaba la muerte general en Europa. Es decir, allá, muy lejos. La técnica, que les permitía viajar regularmente a Europa, ahora se los impedía. Imaginamos, es verdad, una lectura algo frívola, desmarcada de las honduras existenciales que el filósofo querría dar a su reflexión, pero menos imputable a los lectores individuales que a una lejanía geográfica y de clase.
Volvamos al texto. Ortega quiere, entonces, pensar el
preciso pasaje de un mundo atécnico a uno técnico. Pensar, digamos, en la condición de posibilidad de esa transformación. ¿Qué tuvo que haber ocurrido –es decir, ¿qué es lo que no pudo no haber ocurrido: cuál fue la condición necesaria?– el día en que un homínido frotó por primera vez dos palitos junto a la yesca para inventar, de una vez y para siempre, la técnica de encender el fuego? El acierto de la meditación orteguiana, desde nuestro punto de vista, es doble: a la vez de contenido y formal.
De contenido, porque la respuesta conecta con la
estructura de la conciencia humana –con el origen de la negación, en términos de Sartre– y puede, desde allí, sortear todo un mundo de fáciles tentaciones argumentales. Ortega, que no incurre en él, nos lo hace saber llamando indignos de su tema a todos los libros – alemanes– que leyó sobre el asunto. ¿De qué modo lo hace? Dirá, desde el principio, que la técnica no apunta a satisfacer necesidades orgánicas, sino a no tener que satisfacerlas. No se trata de lo que sí, sino más bien de lo que no. Puesto que la satisfacción natural de las necesidades orgánicas supone el ejercicio de una serie de actividades que el hombre no siente como propias – que no lo constituyen, dice Ortega– la técnica apunta, antes que a otra cosa, a evitarlas.
Es decir, descubre, desde el principio, un elemento de
negación en el acto técnico que le abre un mundo de posibilidades argumentales y que, desde nuestro punto de vista, constituye el verdadero acierto de su meditación. Es, ni más ni menos, que el elemento de negación propio de la conciencia humana, siempre a distancia del mundo. Pero enseguida Ortega da un segundo golpe argumental: la técnica es lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, dice, puesto que es la adaptación del medio al sujeto; un movimiento contrario a todos los biológicos. Y algo después, da el tercero: la técnica es producción de superfluidad, hoy y en la época paleolítica.
Todos los elementos de su argumentación ya han sido
desplegados. Bajo esos tres golpes campea la definición que sostiene el conjunto: la técnica es satisfacción de necesidades humanas. Ortega desdobla las necesidades humanas en las del estar –necesarias– y las del ser – superfluas. Invierte las cargas en el caso del hombre – el hombre es el ser para quien lo superfluo es necesario– y recupera así la estructura de la argumentación banal que supo evitar al principio, pero ahora restituida a su verdadera complejidad con el desdoblamiento de la idea de necesidad humana.
Así, la técnica sería negación y posibilidad: en los
pigmentos que descubre el pintor rupestre se engendra la posibilidad de ser Picasso. Antes, sin embargo, ese mismo pintor de cuevas debió superar su vida animal inventando la técnica de encender el fuego.
El acierto de Ortega, ya lo dijimos, es haber captado
desde el principio de su meditación el elemento negativo propio de la técnica. La técnica, ab initio, no es ingenua afirmación del mundo, es antes negación y rechazo de ese mundo que esencializa la conciencia, que la amenaza, que le cercena sus posibilidades de ser, en tanto que la obliga a satisafcer unas necesidades bien determinadas para seguir estando en él. Para sostenerse en el mundo, la conciencia humana debe entregarse a unas tareas que no le son propias, que no podría vivir como propias, en tanto que ella misma no es adaptación, sino rechazo de lo dado y proyección hacia posibilidades siempre nuevas. La situación paradójica de la conciencia originaria en el mundo es, entonces, la de tener que aceptar, para seguir siendo posibilidad, unas actividades que no le permiten ser (posibilidad). Es claro que la condición de posiblidad del ser es el estar. Pero aceptar el estar es, al mismo tiempo, no poder ser. O mejor, aceptar el estar es, para el hombre, aceptar un ser –el natural, el dado por el entorno–, que obtura las posibilidades de ser algún otro, de ser alguien, de ser hombre; o también, que obtura la posibilidad de darse el ser a través de unos quehaceres que el hombre se inventa a sí mismo. Aceptar el estar es renunciar a la posibilidad de ser dios, que es la posibilidad más propia del hombre: el ser en-sí para-sí de Sartre, la elección (libre) de la propia contingencia (determinada).
Pero hay más: porque incluso quien renunciara a ser
hombre aceptando, con las actividades del estar, un ser dado, el ser natural del entorno, correría el riesgo de perderlo todo, aun el mero estar, en tanto que la satisfacción de las necesidades orgánicas supone el aprovechamiento de unos recursos que la naturaleza podría negar. En esa negación contingente de los recursos, que podría impedirle seguir estando, el hombre vive a la naturaleza como lo otro, como lo que no es él –vive el frío como problema, dice Ortega, en tanto que el frío extremo, y la falta de calor fortuito, el que se encuentra ahí sin más, lo amenzan con hacerlo dejar de estar. Despunta entonces la pregunta existencial originaria: ¿cómo hacer para seguir estando en el mundo sin obturar las posibilidades de ser (hombre)? Amanece la conciencia del mundo: amanece el mundo. La respuesta es: rechazando el ser que el entorno impone –y en ese rechazo, rechazar las zozobras, las amenazas, las faltas, la angustia, en una palabra, la esencialización mal vivida– y proyectando nuevas formas de ser. La respuesta es: reformando la naturaleza. La respuesta es la técnica.
Hablamos, también, de un acierto formal. Es que el
pasaje por distintas meditaciones sobre el mismo tema parece ahondar la comprensión del fenómeno, con algo de superación dialéctica, en el sentido de que, en cada pasaje, Ortega parece lograr pensar mejor la esencia de la técnica: reformadora, superflua, habilitadora de posibilidades nuevas.
Ser conciente de algo, en estos términos, es ya no
poder ser aquello de lo que se conciente. Es haber perdido la posibilidad de la identificación sin falla. Es, en todo caso, serlo en la forma proyectada del poder serlo. Y la técnica es el golpe doble que permite separarse del ser para ser. La técnica es rechazo del ser dado y, al mismo tiempo, despliegue del ser proyectado. La técnica es supresora de las necesidades del estar y habilitadora de las posibilidades del ser. Por momentos, en el texto de Ortega, el fenómeno de la técnica parece coextensible a la conciencia humana. Una conciencia a distancia del mundo, que puede, en consecuencia, captar el mundo como algo distinto de sí misma, que puede pensarse como ser extranatural, un expatriado ontológico, es decir, un ser conciente (del) mundo. Es difícil no recordar aquí a Rodolfo Kusch y su metafísica desdoblada, del ser y del estar, entre Europa y América. ¿Es, entonces, un europeo el que medita sobre la técnica? ¿O es verdaderamente universal la reflexión de Ortega? Kusch creería que no. Que esos modos de ser (conciente) que se revelan a través de un hacer técnico que transforma el mundo son menos estructuras de la conciencia humana que modos de ser culturales. Y de ahí las soluciones técnicas, aparentemente más limitadas, de los pueblos originarios de América. Es que su ser era su estar. O mejor, su ser estaba más cerca de su estar. Sabían estar en el espacio geográfico que ocupaban: no necesitaba transformarlo para ser.
Algo dice Ortega acerca del detenimento de la técnica:
si el fénómeno hubiera consistido sólo en una de sus partes, esto es, en satisfacer mejor las necesidades orgánicas, entonces las soluciones técnicas se habrían detenido hace tiempo, puesto que lo orgánico supone cantidades fijas para cada especie –de alimento o de calor, por ejemplo. Una vez alcanzadas esas soluciones nos habríamos entregado a la reproducción indefinida del mismo esquema de actos técnicos. Eso no ha ocurrido: ¿por qué? Porque la técnica corre en realidad detrás de la satisfacción de algo ilimitado: los proyectos de ser del hombre.
Otra vez: ¿de ser hombre o de ser europeo? Podemos
señalar otro pasaje que abona a la diferencia. Dice Ortega que el hombre que se convence a fondo y por completo de que deberá contentarse con el mero estar en el mundo, se suicida. Es claro que podrían pensarse ejemplos diversos que llenaran de contenido la afirmación abstracta de Ortega. Pero a nosotros el pasaje nos recordó al Conde de Montecristo, el personaje de Alejandro Dumas.
En su cárcel injusta, Edmundo Dantes es un ser natural
del entorno. Es un preso, uno más, uno cualquiera. Es, si se quiere, una cosa: el entorno, finalmente, ha podido con él, lo ha esencializado. Y una vez que se convence, a fondo y por completo, de que nunca podrá obtener bienestar, esto es, superfluidad, esto es, ser proyectado, efectivamente, intenta suicidarse. (Claro que a fondo y por completo es una expresión problemática. ¿De qué estamos convencidos, nosotros, a fondo y por completo? Eso no quita que Dantés, efectivamente, haya sucumbido al entorno y que ya no quiera estar en él).
Intenta suicidarse, entonces. Y si sale de ahí es gracias
al abate Faría, y a la contingencia de verlo aparecer en su celda por error. Y el abate, ¿cómo ha logrado mantenerse vivo? La respuesta es indudable: a través de la técnica. Una visita a la celda de Faría vale por una visita al museo de la técnica carcelaria. Con los exiguos medios que el entorno le ha prestado, el abate ha sabido mantener a raya a ese entorno, lo ha transformado, ha reformado sus propias condiciones de vida y, lo que es más notable aún, a través de esa misma técnica ha proyectado un nuevo ser: ha escrito –en unas camisas viejas, tratadas con una preparación que da al lienzo la tersura de un pergamino, con unas plumas hechas con los cartílagos de las grandes merluzas que se sirven en los días de vigilia, mojadas en una tinta hecha de hollín y vino– su Tratado sobre la posibilidad de una monarquía general en Italia. Y el tratado lo ha convertido en el intelectual reformista que el abate siempre ha querido ser. Falta que el mundo se entere, desde luego, pero eso ya ocurrirá.
¿Aclara algo nuestro ejemplo? Ilumina, creemos, el tipo
de hombre en el que acaso piensa Ortega. Es, notablemente, un hombre europeo. Es, notablemente, un hombre solo. Si para ser el Conde de Montecristo hay que dejar, primero, de ser Edmundo Dantés, la posibilidad de la proyección de ser, que implica antes la del rechazo del ser dado por el entorno, está dada por las soluciones técnicas, a las que en nuestro ejemplo se accede a través del ejemplo del otro: el otro, entonces, es mera indicación del modo en que la técnica puede liberarnos.
En efecto, en la meditación de Ortega está
escamoteado el problema del otro, y, en ese sentido, está sustraído el problema del futuro de la técnica, el de los desafíos que presentará a las sociedades a partir de su desarrollo: justamente, el fenómeno del que partió la meditación.
En conclusión, si para Ortega la técnica es golpe doble,
supresora de las necesidades del estar y habilitadora de las posibilidades del ser, y las necesidades del estar son las propias del animal, que es lo que es, mientras que las posibilidades del ser, esto es, el aspecto superfluo de las necesidades humanas, es lo propio del hombre, que no es lo que es, o que es lo que no es, lo que está implícito en su meditación es que para poder no ser hay que dejar, primero, de ser. Para que la conciencia fuera humana, esto es, para que fuera nada, o también, para que estuviera a la distancia de la nada del mundo, hubo que abandonar primero la animalidad. Y el hito que señala el desprendimiento de la conciencia es la técnica.
Por eso, también, las metáforas que aparecen en el
texto son dobles: la técnica es como Marta y María, nos dice, es como vivir y navegar: pares ordenados que están en una relación de necesidad –sin el trabajo de Marta no habría la escucha de María, sin la vida no habría navegación– pero en los que el acento existencial está puesto en el término superfluo, en el segundo hemistiquio, en el que cifra el sentido: la vida humana es escucha, es navegación. Es decir, es siempre superfluidad, superación de las condiciones objetivas del estar.
Claro que esa valoración no es absoluta: es relativa a
alguien. En nuestro ejemplo, las conciencias implícitas son las de Jesús y Pompeyo. Es para Jesús que la vida es escucha, porque él se elige profeta; es para Pompeyo que la vida es navegación, porque él se elige navegante: aienautai. La valoración implícita en la elección libre del segundo hemistiquio es relativa; la valoración implícita en la superación del primero es absoluta. Por eso mismo, dice Ortega, la técnica de un mundo de poetas y la de un mundo de comerciantes tendrían un tronco común: el que habilitaría la superación de la vida animal, la posibilidad de hacer migrar el acento desde el primer hemistiquio hacia algún otro lado.
La técnica es la manifestación de una negación que
aparece en el mundo por primera vez. La técnica sería la hipóstasis mundana de esa negación. Por primera vez, un ser niega a otro. Por primera vez, un ser pone a otro ser a distancia de sí. Por primera vez hay un sí que es afirmación como distancia, que es identificación negada.
Se nos dirá que esa negación del mundo por parte de la
conciencia es una proyección, por parte de la conciencia, de la negación primera, la que el mundo ejerció sobre el homínido cuando le escatimó el fuego, o los frutos, o el calor. Sería un mecanismo especular de defensa. Pero ya se ve que no tiene sentido establecer aquí ninguna cronología: una negación vale por la otra. Sólo quien es conciente del mundo siente que el mundo lo amenaza. Sólo quien se siente amenazado por el mundo es conciente de él.
El de homínido sería entonces un término encubridor,
esencialmente ambiguo, con el que nos estaríamos referiendo a lo inconcebible: la aparición de la conciencia. Sería un ser natural del entorno –un animal– que, sin embargo, no estaría empastado en su ser. El entorno natural, ¿explica la aparición de la conciencia? En cierto sentido, nada explica la aparición de la conciencia. En otro, tal vez, lo que la naturaleza no explica es la aparición de la conciencia humana, pero sí la de la animal, en tanto que conocemos sus manifestaciones exteriores. Puesto que ahí están los animales con su tipo particular de conciencia, de algún modo la aparición de esa conciencia debe poder explicarse por el entorno. Se nos dirá que lo mismo cabe para el hombre: puesto que ahí está… Y sin embargo, en este segundo sentido, lo que distinguiría, justamente, una conciencia de otra es que una puede ser explicada por la naturaleza, mientras que la otra no. En nuestro caso, a contramano de la intuición, habría mundo porque hay, antes, conciencia.
Y el mundo, en este sentido, habría empezado con la
técnica. El comienzo del mundo, que es negación, estaría señalado por un hito singular: el primer acto técnico.