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SINI, Carlo: Semiótica y filosofía. Hachette, Buenos Aires 1985.

Selección del
capítulo II.

II 1

NIETZSCHE

1. Verdad y lenguaje

El tema del lenguaje no se hace explícito muy a menudo en los escritos de


Nietzsche; sin embargo, circula en las profundidades de su obra con una
persistencia significativa y peculiar. No nos es posible agotar aquí esta afirmación
en toda su extensión de modo que vamos a conformamos con algunas
puntualizaciones breves.
Vamos a tomar como punto de partida ese “método genealógico” que suele
atribuirse a la segunda etapa (que se inicia precisamente en el año 1876) del
pensamiento de Nietzsche y que en realidad se hace ya presente en El origen de la
tragedia, de 1872 y en otros escritos menores del mismo periodo. Decimos que se
hace presente en el sentido de que es ya un método operativo y en acción.
Sostenemos la tesis de que 1. la fuerza que exige el empleo del método
genealógico funciona a la manera de un cúneo subterráneo que “horada” la piel
schopenhaueriana-wagneriana del joven Nietzsche dejando al descubierto esa piel
más profunda que Rhode ya no reconocía (a su manera, es decir, desde afuera, y
con razón) como nietzscheana; 2. que este método genealógico se relaciona
esencial e íntimamente con el problema del lenguaje, entendido éste como el lugar
probable de manifestación de la verdad.
En el tercer capítulo de El origen de lo tragedia, la formulación ante literam del
método genealógico (entendido como “destrucción”) se inicia de la siguiente
manera:
“Debemos derribar piedra por piedra el edificio estético de la civilización apolínea
hasta que nos sea posible ver sobre qué cimientos se ha construido”. Al cabo de esa
destrucción, Nietzsche puede escribir:
“He aquí que la montaña encantada del Olimpo se abre a nuestros ojos,
mostrándonos sus raíces”.
¿Cuáles son esas raíces? No viene al caso volver a formular aquí la cuestión, tan
conocida como complicada, de las relaciones entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
categorías a las que Nietzsche volverá significativamente durante los últimos
meses de su carrera de pensador. Sólo nos interesa decir enseguida y del modo más
rápido posible, cuál era el descubrimiento que se estaba realizando a través de esa
contraposición-inclusión entre apolíneo y dionisíaco. El mismo Nietzsche nos lo
explicita en Ensayo de una autocrítica, escrito que, en la edición de 1886, intercaló
antes de El origen de la tragedia:

“Hoy diría que lo que entonces logré captar, algo terrible y peligroso, un problema
con dos cuernos, aun cuando no fuera necesariamente un toro, pero en todo caso,
sin duda, un problema nuevo, era el problema mismo de la ciencia, la ciencia
considerada por primera vez como un asunto problemático y cuestionable […] la
ciencia misma, toda nuestra ciencia, ¿qué significa, en el fondo, si la consideramos
como síntoma de la vida? ¿Cuál es su objetivo, y, lo que es peor todavía, de dónde
viene toda la ciencia? ¿Cómo? ¿El impulso que nos lleva a la ciencia no será, tal

1
Sini, C.: Semiótica y filosofía, Buenos Aires, Hachette, 1985, capítulo II.
vez, otra cosa que el miedo y la necesidad de salvamos del pesimismo? ¿Una sutil
defensa contra… la verdad? ¿Y, en términos morales, algo semejante a la cobardía
y la falsedad? ¿O si adoptamos términos inmorales, una simple astucia? ¡Oh,
Sócrates! ¿Era éste, tal vez, tu secreto? ¡Oh, misterioso ironista! ¿Fue acaso ésta tu
ironía?...

En esta obra, Nietzsche ve en el socratismo, como se sabe, el fenómeno del


nacimiento del espíritu científico, no solamente dentro de la civilización griega
sino, en la historia del mundo. Sócrates es el símbolo del hombre teórico. Este
hombre ha reducido lo apolíneo a la lógica y lo dionisíaco a las ‘pasiones”. Las
pasiones constituyen algo destinado a ser controlado por el logos, por el
razonamiento. Nace aquí el dualismo platónico, y luego cristiano, entre razón y
sensibilidad, alma y cuerpo; de este dualismo surge el gran problema filosófico del
conocimiento concebido como un problema intelectual o conceptual. En el fondo
del ideal teorético se instala entonces un optimismo característico:
la fe inquebrantable en que el pensamiento, guiado por el hilo conductor de la
causalidad llega hasta los últimos abismos del ser y en que el pensamiento no sólo es
capaz de conocer el ser sino además incluso de corregirlo.
Todo esto es para Nietzsche una ‘profunda ilusión’ y un ‘sublime delirio
metafísico’. En su trabajo de excavación, la ciencia no logra nunca cumplir con su
cometido, sino que se resuelve más bien en “búsqueda”. Una vida sin búsqueda,
dice Sócrates ante el tribunal, no es una vida digna de ser vivida, y Lessing “el más
honesto de todos los hombres teoréticos”, afirmó que, más que la verdad en sí
misma, le importaba la búsqueda de la verdad. Se revela así, el secreto profundo de
la ciencia que consiste en tender incesantemente a sus propios límites; pero cuando
los ha alcanzado, cuando llega a la frontera donde lo racional agota su propio
empuje y se niega a sí mismo, encuentra allí el arte y el pensamiento mítico, es
decir, aquello de donde salió y que lo sostiene todavía, oscuramente.
Pero no puede negarse, sin embargo, que el nacimiento del hombre teorético marcó
un hito importante y profundo; se echó entonces una “red de pensamiento” que
pretendió abarcar toda la tierra y hasta “incluir en sus leyes un sistema solar
entero”, de modo que, “si se contempla la altura maravillosa de la pirámide de la
ciencia moderna, no puede uno negarse a reconocer que fue Sócrates el verdadero
punto de partida y el eje de la llamada historia universal. Con Sócrates, la
civilización mítica perece y se inicia la civilización histórica, es decir, la historia de
Occidente, que coincide con la historia de la metafísica y, por consiguiente, con la
de la ciencia y la técnica. Esta total revolución en los intereses humanos, que en
1800 llegó a interesar todo el planeta tierra a causa de la difusión e imposición del
industrialismo capitalista, es el núcleo de la historia universal, en un sentido que
Nietzsche se encargará de explicitar cada vez más para sí mismo a lo largo de sus
obras futuras.
No nos interesa exponer aquí la solución a la crisis del “hombre teorético” que
Nietzsche propone en E1 origen de la tragedia (la solución “estética” inspirada en
el wagnerianismo) sobre todo porque Nietzsche, como se sabe, abandonará y
renegará de esa solución a partir de 1876. Nos interesa, en cambio, la
contraposición entre cultura antigua (pre-socrática) y cultura moderna, que
Nietzsche esboza en el fragmento sobre La filosofía en la época trágica de los
griegos (primavera de 1873). El tema del lenguaje surge justamente en esa
contraposición y ocupa un lugar central. El lenguaje filosófico, antes de su
degeneración científica con Sócrates y Platón (la dialéctica), repudia el intelecto
que calcula, mide y avanza a base de sutiles distinciones, como paso lento y
circunspecto, preocupado siempre por la solidez de sus argumentos. El lenguaje
filosófico con su comprensión global, con su capacidad de intuir al vuelo
semejanzas y analogías, lo supera siempre. Con ágiles pies, la filosofía lanza
piedras para vadear el río y llega a la orilla a saltos veloces, aún cuando las piedras
que lanzó se hundan inmediatamente después de su paso. Este modo de proceder
es, indudablemente, un “filosofar indemostrable” pero esto no es un defecto sino
una cualidad, antes que nada por la fuerza y el impulso que ese proceder ejerce
sobre la cultura y la vida, y en segundo lugar, porque su cometido no reside en la
verdad ‘a cualquier precio sino en el descubrimiento del valor, “de las cosas dignas
de ser sabidas, de los conocimientos más grandes y más importantes”. La filosofía
presocrática frena así el impulso del conocimiento y le confiere unidad y finalidad.
El “pathos cognoscitivo” coincide en ella con el “pathos estético”; el conjunto de la
cultura es el que retiene desde adentro la pulsión de conocer, la cual debe
desarrollar una acción fecunda y vivificante, debe apuntar a la bella armonía de
vida y cultura. Es ésta su “verdad”, la única digna de querer alcanzarse. De lo
contrario la ciencia se hunde bajo el saber, en la avidez ciega de querer conocerlo
todo a cualquier precio”. “Esto es grande”, dice la filosofía, “y eleva de ese modo
al hombre por encima del deseo ciego y desenfrenado de su instinto de
conocimiento. Por intermedio de la idea de grandeza, pone coto a este instinto”.
Esto implica inevitablemente por otra parte, que el lenguaje filosófico sea un
lenguaje metafórico (“transposición metafórica completamente infiel”).
Nietzsche analiza las consecuencias de lo antedicho sobre todo en notas que
estaban destinadas, en aquellos meses, a un curso de retórica en la Universidad de
Basilea. La retórica, el arte griego por excelencia, nos permite, en efecto,
comprender profundamente la naturaleza no solamente del hombre griego sino del
fenómeno humano en general. La retórica es una tekné, no una ciencia, pero es
también lo que posibilita el lenguaje de la ciencia, al cual proporciona contenidos
implícitos, inadvertidos y olvidados (“hay una mitología filosófica escondida en el
lenguaje”, escribirá Nietzsche en El viajero y su sombra). E incluso antes de ser
una tekné, la retórica es una dynamis, una “fuerza” y más exactamente, una “fuerza
de persuasión”:
La fuerza que Aristóteles llama retórica, que es la fuerza de poner a la luz y de
hacer ver en cada cosa lo que impresiona y es eficaz, esa fuerza es al mismo tiempo
la esencia del lenguaje; esta esencia se refiere tan poco como la retórica a lo
verdadero, a la esencia de las cosas; no quiere instruir sino transmitir a los otros
una emoción y un aprendizaje subjetivos.
En efecto, el lenguaje no ha surgido en función de la verdad, o con el fin de
esclarecer la verdad. Deriva de la fuerza retórica originaria, fuerza que apunta a la
persuasión, al hacer valer (y por lo tanto a los valores) y no a lo verdadero. Por otra
parte, el hombre mismo (que coincide en su más íntima esencia y naturaleza con el
instinto metafórico del lenguaje no ha sido hecho para el conocimiento”, como se
lee en el Libro de los filósofos, al que pertenece el fragmento sobre la filosofía
presocrática citado antes. La ciencia es ilusoria porque sus conceptos son
“nombres” e incluso nombres de dioses enmascarados, nombres de divinidades
perdidas y olvidadas. La ciencia “quisiera conocer” pero en el fondo no hace otra
cosa que persuadir, a su vez, aunque de un modo oculto e inconsciente: tenemos
aquí una alegoría inconfesada y en sí misma alegórica en la medida en que
justamente la ciencia es una divinidad femenina, tal vez la industriosa Atenas
salida ya armada del cerebro de Zeus.
Estos análisis de Nietzsche llegan hasta poner en tela de juicio los fundamentos
sobre los que se había edificado El origen de la tragedia. Retórica y lenguaje no
son, en efecto, aspectos particulares del ser humano sino, como ya señalamos, lo
que constituye al hombre de manera originaria. Ahora bien:
Lo que caracteriza al hombre es, pues, una “transposición” (Uebertragung) o
“transferencia”, que es a la vez una simulación (Verstellung), entendida como
perversión-transposición de la representación (Vorstellung). Hay que agregar que
la representación misma es una transposición, un reenvío infinito y sin límite.
Como dice Lacoue-Labarthe, el lenguaje se basa en un desvío originario e
irreductible, al que intenta violentar haciendo idéntico lo no-idéntico,
introduciendo una analogía2. Si nos referimos al lenguaje escrito, nos encontrarnos
con otro desvío ulterior, el que va del sonido al signo escrito, que son
heterogéneos.
Pero lo importante es que el análisis que hemos realizado hasta ahora no concierne
solamente el lenguaje conceptual, el lenguaje científico-dialéctico, sino al lenguaje
en su totalidad. El lenguaje originario, en general todo el lenguaje hablado, es una
abstracción y un olvido. Esto hace que las relaciones entre arte y filosofía, entre
mito y ciencia, se vuelvan menos nítidas. Filosofía y ciencia se presentarían así
como abstracciones que se han delimitado dentro del ámbito del lenguaje mítico-
retórico; pero el lenguaje (mítico o científico) es por esencia retórico, y por lo
tanto, analógico, metafórico, mitológico, en una palabra, estético (artístico): pero
los poetas —podemos recordar a Hesíodo, que decía esto— “mienten demasiado”.
El arte mismo, como saber dionisíaco, es algo mentiroso y disfrazado. La
metafísica del arte que se expresa en El origen de la tragedia es, pues, una
metafísica de la ilusión.
El problema del lenguaje relacionado con el de la verdad vuelve a aparecer en el
ensayo del verano de 1873, De la verdad y la mentira en un sentido extramoral,
ensayo con el cual damos por terminado el breve examen de estos años cruciales
que prepararon en Nietzsche la ‘crisis’ de 1876. El análisis de Nietzsche se refiere
sobre todo a la naturaleza del intelecto y al valor del conocimiento. “El intelecto
como medio para conservar al individuo desarrolla sus fuerzas principales en la
ficción”. En general, Nietzsche tiende a desvalorizar completamente la esfera de la
consciencia, a la cual concibe como una fantasmagoría, como un sueño ilusorio. La
consciencia es un lugar de apariencias, un espacio de ilusiones (tanto durante el
sueño como en el estado de vigilia), una zona engañosa de luz que oculta la vida
verdadera y profunda. El hombre, “encerrado’’ en su consciencia, permanece lejos
del entrevero de sus entrañas, del rápido flujo de su sangre, de los
estremecimientos complejos de sus fibras. El hombre se ignora a sí mismo, ignora
su realidad fisiológica y el fondo pasional de su ser.
La naturaleza nos ha robado la llave y ay de aquél que llevado por
una fatal curiosidad, logre alguna vez mirar a través de una hendija de la celda de la
conciencia, afuera y hacia abajo, y que tenga un día el presentimiento de que el
hombre está suspendido, en medio de sus sueños, sobre algo despiadado, ávido,
insaciable, y, por así decir, encaramado sobre la espalda de un tigre.
Si el intelecto, según esto, existe al servicio de la sobrevivencia y no de la verdad,
¿cómo nace entonces la pretensión a la verdad? Que esa pretensión se origine en
un impulso “honesto y puro” es impensable. Como instrumento de conservación, el
intelecto es en sus orígenes una ficción, una astucia destinada a que los demás
individuos no lo sometan a sus fuerzas. La pretensión a la verdad surge, más bien,
de un pacto social entre los hombres; en ese pacto,
se establece lo que sólo después se convendrá en llamar “verdad’; en otras palabras
se encuentra una designación de las cosas que sea válida y capaz de vincular a

2
Ibídem, p. 194.
todos entre sí bajo un denominador común; la legislación del lenguaje proporciona,
de esa manera, las primeras leyes de la verdad. Es éste y no otro el origen de donde
nace luego la oposición entre verdad y mentira.
De este modo, la verdad y la mentira vienen a ser valores sociales; no se relacionan
con el “conocimiento puro” (por el cual los hombres no tienen ningún interés) sino
con la necesidad práctica de no ser engañados por los semejantes o por los demás
miembros de la sociedad. Por otro lado, verdad y mentira corresponden al uso
correcto de las convenciones lingüísticas, las cuajes no han surgido tampoco con la
finalidad de conocer, sino para establecer un acuerdo en la acción social.
¿Qué es, entonces, lo que llamamos “verdad”?
Una entidad mudable inconstante hecha de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en suma, un conjunto de relaciones humanas que se han
potenciado poética y retóricamente, que han sido transpuestas y embellecidas, y
que luego de un prolongado uso, se presentan a un pueblo con una apariencia de
solidez, de normatividad y poder de cohesión social; las verdades son ilusiones,
cuya naturaleza ilusoria se olvidado, son metáforas que se han gastado y han
perdido toda tuerza sensible, son monedas donde las imágenes se han borrado y
que se toman entonces por mero metal, no ya por monedas. Hasta hoy no sabemos
de dónde proviene el impulso hacia la verdad; en efecto, hasta ahora no hemos
oído hablar más que de la obligación que impone la sociedad en cuanto a que esa
verdad exista, y que no consiste en otra cosa que en usar las metáforas usuales:
usar las metáforas usuales es equivalente a ser verídicos. La expresión moral de
esto es la siguiente. Hasta ahora, hemos oído hablar solamente de la obligación de
mentir de acuerdo a una convención adquirida, o sea, de mentir como es preciso
mentir a una multitud en un estilo capaz de ser entendido por todos por igual.
Sobre la base de esta imposición social, el hombre, diferenciándose en esto de los
animales, construye sus castillos conceptuales, que no por ser, sin duda,
extraordinarios y admirables son “verdaderos”. Como “residuo de una metáfora”,
el concepto se origina en “la transposición artística de un estímulo nervioso en
imágenes”. Podríamos decir que el concepto es un poiein, un “hacer” (en general,
un “hacer abstracción”), y no un conocer. Se define este hacer como una
“metamorfosis del mundo del hombre”, como humanización del mundo, como un
esfuerzo por “comprender el mundo como una cosa humana”. El mundo en su
totalidad se configura, de esa manera, poco a poco como “el eco repetido
infinitamente de un sueño originario, o sea, del hombre, como el reflejo agrandado
de una imagen primordial, es decir, del hombre”. Si la palabra, en su sustancia más
genuina, es grito, sonido músico-pasional, este primer grito es ya una metáfora
poética que tiende a asimilar antropomórficamente el mundo. De aquí proviene el
error inicial: en el proceso que va del grito hasta el lenguaje articulado y el
concepto, el hombre cree que tiene las cosas “inmediatamente delante de sí, como
objetos puros”; pero olvida de ese modo que “las metáforas originarias de la
intuición siguen siendo siempre metáforas, a pesar de lo cual las toma por las cosas
en sí mismas”.
Toda la historia de la humanidad se presenta así como una creación estética. El
hombre es un “sujeto artísticamente creador” que ignora todavía que lo es: cree en
sus metáforas, en los sueños de su conciencia, y sólo a este precio “puede vivir con
cierta calma, seguridad y coherencia”. La historia humana es idéntica al impulso de
crear palabras y conceptos. Esto ocurre de dos modos: en primer lugar, por medio
del mito y el arte; luego (“en épocas posteriores”) por medio de la ciencia.
Nietzsche dibuja así dos tipos de hombre o de humanidad: el hombre intuitivo y el
hombre racional, a los cuales sólo responden diferentes tipos de cultura o
civilización. Se da por sentado que ninguno de los dos se acerca más que el otro a
la verdad, ya que ambos están capturados en el juego originario e inconsciente de
las metáforas. Más bien habría que decir que reaccionan de modos diferentes a los
problemas de la vida y les dan soluciones antitéticas. No interesa aquí recordar
cuáles son esas soluciones. Lo que importa es que tanto el hombre intuitivo como
el racional “desean dominar la vida”; hombres del impulso metafórico, a ambos los
mueve desde lo más profundo lo que Nietzsche llamará más adelante “la voluntad
de poder”. Los medios (el arte y la ciencia) son antitéticos pero la finalidad es la
misma; tanto el arte como la ciencia son metáforas, autoengaños, proyecciones
antropomórficas. Si bien es cierto que el hombre racional es doblemente
metafórico (sus conceptos son abstracciones de nombres de dioses olvidados,
metáforas de metáforas), también es cierto que el hombre intuitivo ignora tanto
como el racional que “es un sujeto artísticamente creador”. Ambos creen en sus
respectivas metáforas, ignorando que sean metáforas.
La crítica del lenguaje como “presunta ciencia” constituye un momento esencial de
este proceso. La ilusión primordial de la metafísica reside en el lenguaje; la
metafísica cree que, por medio del lenguaje, puede “hacer salir al mundo entero de
sus goznes y adueñarse de él”; el hombre
creía realmente que el conocimiento del mundo se encerraba en su lenguaje. El
creador del lenguaje no tenía la humildad de creer que él no hacía más que dar
denominaciones a las cosas; se imaginaba, cambio, que con las palabras expresaba
el más alto saber sobre las cosas; en realidad, el lenguaje es el primer escalón en el
camino esforzado que lleva a la ciencia.3
Pero veamos ahora de qué manera se articula este tema en Más allá del bien y del
mal. ¿Cuáles son los fundamentos de la metafísica y de toda filosofía dogmática?

…una simple superstición popular que se remonta a épocas inmemorables (como el


supuesto de que hay un alma, o la superstición del sujeto y el yo, que todavía hoy
no dejan de crear confusiones), quizás algún juego de palabras, una seducción de la
gramática o una generalización audaz de datos que son de hecho mucho más
limitados, muy personales, muy humanos, demasiado humanos4.
Léase, además, el aforismo 20 sobre la “filosofía de la gramática” y el aforismo 17
sobre la “superstición de los lógicos”5, donde se aclara ulteriormente el vínculo que
une el lenguaje con la superstición del sujeto: no es el sujeto o el yo el que piensa;
es un ello el que piensa (más exactamente, que es pensado); pero el ello “contiene
ya una interpretación del proceso y no se integra en el proceso mismo. En este
punto se termina sacando las conclusiones obedeciendo en realidad a la costumbre
gramatical...”.
3
Humano, demasiado humano, p. 11.
4
Prefacio de junio de 1885, p. 3.
5
“En lo que respecta a la superstición de los lógicos: no me cansaré de subrayar una y otra vez un
hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan a disgusto, - a saber, que un
pensamiento viene cuando “él” quiere, y no cuando “yo” quiero; de modo que es un falseamiento
de la realidad efectiva decir: el sujeto “yo” es la condición del predicado “pienso”. Ello piensa: pero
que ese “ello” sea precisamente aquel antiguo y famoso “yo”, eso es, hablando de modo suave,
nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una “certeza inmediata”. En
definitiva, decir “ello piensa” es ya decir demasiado: ya ese “ello” contiene una interpretación del
proceso y no forma parte del mismo. Se razona aquí según la rutina gramatical que dice “pensar es
una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe, en consecuencia-”. Más o menos de
acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo atomismo, además de la “fuerza” que actúa, aquel
pedacito de materia en que la fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas
acabaron aprendiendo a pasarse sin ese “residuo terrestre”, y acaso algún día se habituará la gente,
también los lógicos, a pasarse sin aquel pequeño “ello” (a que ha quedado reducido, al volatilizarse
el honesto y viejo yo)” (Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, aforismo 17).
El célebre motivo de la máscara6 se entrelaza continuamente con el problema de la
voluntad de verdad y lleva implícito, como veremos, el problema mismo del
lenguaje y la interpretación. “Todo lo que es profundo ama la máscara” (af. 40);
pero, ¿qué significa “profundo”? ¿Cuál es el fondo, o mejor dicho, el fondo sin
fondo, al que se alude en esta frase? Por un lado, la máscara oculta una “virtud”: la
virtud del hombre del conocimiento, del “experimentador”; la máscara oculta una
peligrosa curiosidad”, una “versatilidad” y un “arte del disfraz” que nacen de “las
más intimas tendencias” de la misma voluntad de conocer. Pero, ¿es ésta realmente
una virtud? ¿No es más bien, como observa Nietzsche, “casi una fe”, o sea, la
última expresión de ese mundo “decadente” basado en valores morales, de esa
“tranquila conciencia” filistea, de esa metafísica apolíneo-socrática cuya
“destrucción” y “alteración” el dionisíaco Nietzsche quiere proclamar y que, de
hecho, declara? Por otro lado, la máscara oculta una ambigüedad y una
contradicción (Nietzsche es muy consciente de ello), ya que ¿la voluntad de
destruir todas las máscaras no es también, a su vez, una máscara? ¿Y qué tipo de
máscara? ¿La de Edipo o la de la Esfinge? ¿La de Apolo o la de Dionisios? “En
toda voluntad de conocimiento hay siempre una gota de crueldad” (af. 229).
Crueldad que se opone al espíritu multiforme de la vida, a la “eventual voluntad
del espíritu de dejarse engañar”, a la “multiformidad misma de las máscaras” y al
goce narcisista que se despliega en ellas.
En contra de esta voluntad de apariencia, de simplificación, de máscaras, de
manto, en resumen, de superficie —ya que toda superficie no es más que un
manto encubridor— se yergue esa sublime inclinación del hombre del
conocimiento, que capta y quiere captar las cosas en su profundidad, en su
multiformidad, en sus raíces: esta suerte de crueldad de la conciencia y del goce
intelectual que cualquier pensador apasionado reconocerá en sí mismo, siempre
que haya temperado y aguzado durante todo el tiempo necesario —como es
inevitable-, su propia mirada para consigo mismo y que se haya acostumbrado a
una rigurosa disciplina así como a un lenguaje riguroso El que así hubiere hecho
se dirá: “Algo cruel hay en el impulso de mi espíritu” ¡por lo cual las gentes
virtuosas y amables tratarán de disuadirlo! (af. 230)
Pero no solamente hay crueldad; la redacción provisoria de este aforismo es más
explícita al respecto. “El conocimiento, escribe Nietzsche, es una misión dura y
casi cruel. El que trabaja teniendo esa misión como meta tendrá un enemigo en sí
mismo y en sus semejantes”. Pero no es todo. Hay que añadir la pregunta que está
destinada a perturbar luego: “¿Y por qué ese hombre trabaja con ese fin?... Un
hombre semejante es un problema” (p. 404). La parte final del aforismo en su
redacción definitiva habla de este “problema”, aunque de un modo bastante
atenuado:
¿Por qué conocer, en general? Todos se lo preguntarán. Y nosotros que estamos sin
cesar al acecho, nosotros que nos hemos hecho esta pregunta cien veces, no hemos
encontrado ni encontramos ninguna respuesta mejor.
Es aquí donde una gran ola de sospecha paralizante se apodera de la voluntad de
verdad. ¿Qué quiere realmente la voluntad de verdad?
Yo no creo que un “instinto de conocimiento” sea el padre de la filosofía sino más
bien que un instinto diferente, en este caso como en otros, se ha servido del
conocimiento (o del conocimiento equivocado) solamente como de un instrumento
(af. 6).
Toda la “Voluntad de saber” de la historia de la filosofía y de la ciencia ha
germinado sobre “la base de una voluntad mucho más poderosa, esto es, la

6
Este motivo es el hilo conductor del libro de G. Vattimo, II soggetto e la maschera. Nietzsche e il
problema della liberazione, Milano, Bompiani, 1974.
voluntad de no saber, la voluntad de la incertidumbre, de la no verdad” (af. 24). El
nuevo filósofo, que ha comprendido esto, debe evitar el “martirio”, debe cuidarse
de sufrir “por amor a la verdad” [. . .] El martirio del filósofo, su “holocausto por la
verdad”, nos hace ver con toda claridad todo lo que hay en él de demagógico y de
histriónico; y ya que hasta hoy se lo ha contemplado solamente como una
curiosidad artística, puede resultar comprensible que respecto de muchos filósofos
se despierte el peligroso deseo de contemplarlos de una vez por todas también en su
degeneración (degenerados en la figura del “mártir” y rebajados al nivel de
histriones y tribunos). Pero si se tiene ese deseo, hay que ser claro en cuanto a qué
habremos de ver; y no veremos otra cosa que una representación satírica, una farsa
representada después de haber corrido el telón, la permanente demostración de que
la larga y verdadera tragedia ha terminado, siempre que admitamos que toda
filosofía haya sido, en su origen, una tragedia (af. 25).
Se trata, pues, del fin de la tragedia del conocimiento.
Yo mismo, de un tiempo a esta parte, he cambiado mis ideas respecto del problema
de los engañadores y los engañados (ya se trate de un engaño convenido por
anticipado o de un engaño que tome de sorpresa); he aprendido a valorarlos de otro
modo, y tengo listas por lo menos un par de pistolas en la cintura para defenderme
del ciego furor que acomete a los filósofos cuando sospechan que pueden ser
engañados. ¿Y por qué esto no podría ocurrir? (Que la verdad tenga un valor mayor
que la apariencia no es sino un prejuicio moral, más aún, no existe afirmación peor
demostrada que ésa. Tengan a bien, pues, confesarse a sí mismos lo siguiente que
no habría el menor signo de vida si no fuera por la existencia de valoraciones e
ilusiones falsas, y que si, para seguir el virtuoso entusiasmo y las estupideces de
algunos filósofos, se quisiera suprimir completamente del medio el “mundo
aparente” (¡y bien!, puesto que ustedes son capaces de hacerlo), tampoco quedaría
más nada en este caso, de vuestra “verdad”. ¿Hay acaso algo que pueda obligarnos
a admitir que existe una antítesis substancial entre “verdadero” y “falso”? ¿No
bastaría quizá con reconocer que existen diversos grados de ilusoriedad?... (af. 34).
Al fin de cuentas
Una cosa podría ser verdadera aun cuando fuera dañina y peligrosa en grado
extremo: podría incluso ser posible que la constitución intrínseca de la existencia
implicara que no pueda conocérsela a fondo sin perecer, de tal modo que el vigor
de un espíritu podría medirse justamente en base a la dosis de verdad que haya
logrado soportar o, más claramente, en base al grado de necesidad que haya tenido
de sujetarla, disimularla, endulzarla, atenuarla y falsificarla (af. 39).
Se deduce de esto que la exaltación del conocimiento “por amor al conocimiento”
no es nada más que “la última trampa que nos tiende la moral”, en su negación
decadente de la vida. “‘Allí donde está el árbol del conocimiento está siempre el
paraíso’, así dicen las serpientes más viejas y las más jóvenes”, reza la sentencia
152 de Más allá del bien y del mal.
Una doble consecuencia parece resultar de estos interrogantes y de esta búsqueda
oscilante. La voluntad de verdad tiene dos caras: una de ellas representa la
“crueldad” de los filósofos para consigo mismos y para con las innumerables
máscaras de la vida; no es otra cosa que un aspecto ulterior del gran engaño
metafísico y moral que nació con Platón y se potenció con el cristianismo,
culminando en la décadence y el nihilismo contemporáneos. Pero su otra cara en la
medida en que la voluntad de verdad rige un saber que se funda de hecho en el no
saber, en el no querer saber, implica la creación de nuevas máscaras y por lo tanto
de nuevos “valores” (cf. af. 2ll). El filósofo, es un creador de valores, “valores que
se han vuelto dominantes y que ‘han podido adoptar durante un tiempo el nombre
de ‘verdad’ […] Los verdaderos filósofos (Nietzsche piensa en los presocráticos y
también en él mismo) son aquellos que gobiernan y legislan”.
Después de haber dado término a Más allá del bien y del mal y al Prefacio a la
reedición de sus obras (durante el verano de 1886), Nietzsche compone el quinto
libro (Nosotros que no tenemos miedo) que habrá de agregar a la reedición de La
Gaya Ciencia. Vuelve a aparecer aquí el tema de la voluntad de verdad, que ocupa
el centro de sus intereses. De nuevo y con insistencia, quiere explicar la naturaleza
esencial del problema que se encierra en ese tema:
“¿Es necesaria la ciencia?” Para que esta pregunta haya podido formularse, es
necesario que haya tenido ya antes una respuesta no solamente afirmativa sino
afirmativa hasta el punto de que se exprese este principio, esta fe, esta convicción:
“Nada es más necesario que la verdad; en comparación con ella, todo lo demás
posee un valor puramente secundario”. ¿Qué es, pues, esta incondicionada voluntad
de verdad? ¿Es la voluntad de no dejamos engañar? ¿Es la voluntad de no
engañar? En efecto, la voluntad de verdad puede interpretarse también de este
modo, siempre que bajo la generalización “yo no quiero engañar” se entienda y se
incluya el caso singular “yo no quiero engañarme”. Pero ¿Por qué no habríamos de
engañar? ¿Por qué no habríamos de dejamos engañar? […] ¿Qué sabéis vosotros a
priori acerca de la existencia para poder decidir si es más ventajoso desconfiar
completamente o ser absolutamente crédulos? […] “No quiero engañarme ni
siquiera a mí mismo”: con esta fórmula entramos en el ámbito de la moral.
Hagamos, en efecto, solamente esta pregunta de fondo: “¿Por qué no quieres
engañar?”, sobre todo si tenemos en cuenta que debería existir la apariencia
— ¡y existe!—, que la vida está hecha de apariencia, quiero decir, de error, engaño,
hipocresía, ceguera, autoceguera, o que por otro lado comprobamos que la forma
más grande de la vida se nos ha hecho siempre visible a través de los hombres más
pérfidos y desprejuiciados. Una intención semejante, interpretada con
benevolencia, podría ser una quijotada, la pequeña insensatez de un entusiasta; pero
también podría ser algo peor, es decir, un principio de destructivo, hostil a la
vida… “Voluntad de verdad” podría equivaler también a una oculta voluntad de
muerte [. . .] ¡Y bien! Se habrá comprendido adónde quiero llegar, es decir, que hay
siempre una fe metafísica sobre la que descansa nuestra fe en la ciencia; que
también nosotros, hombres del conocimiento de hoy, nosotros, ateos y
antimetafísicos, seguimos sacando nuestro fuego de aquel brasero alumbrado por
una fe milenaria, esa fe cristiana que era también la fe de Platón, para la cual Dios
es verdad y la verdad es divina… Pero, ¿cómo es esto posible, si se evidencia como
cada vez más indigno de crédito, si nada ya se manifiesta como divino salvo el
error, la ceguera, la mentira, si Dios ha sido nuestra más larga mentira? (af.
344).

La voluntad de verdad sería, pues, una oculta voluntad de muerte. ¿Nada más que
eso o algo más? Sí, es algo más. Hemos visto que Nietzsche oscila, insatisfecho,
entre muchas posibilidades ambiguas. Sigue preguntándose cuál es el origen de
nuestro concepto de conocimiento. ¿No se origina en el deseo de reducir lo
desconocido a lo conocido, lo que es inquietante, insólito, problemático, a algo que
sea para nosotros habitual y familiar? ¿No es ésa la causa profunda de nuestra
necesidad de conocer? Y entonces, ¿no sería el instinto del miedo el que regiría
nuestro deseo de conocer? (af. 355).
Pero ¿qué sentido puede tener este instinto si “el error es el supuesto del
conocimiento”? “¿Cómo es posible, en general, alguna especie de verdad, si tiene
que apoyarse en la no verdad fundamental del conocer?” En los esbozos destinados
a componer el quinto libro de La Gaya Ciencia la respuesta, que se ha anticipado
ya en otros textos, se hace perentoria: la voluntad de verdad no es más que un
instrumento de la voluntad de poder. La lucha con la moral parece incluso estar
superada: “Todos los instintos y las fuerzas que la moral ataba son para mí
esencialmente iguales a los que ella rechaza y reprueba; la justicia, por ejemplo, se
me presenta como voluntad de poder, la voluntad de verdad como un instrumento
de la voluntad de poder”. Es así que todas las máscaras multiformes parecen
reducirse a la última, a la voluntad de poder.
Pero lo que nos interesa en todo esto es que esta evolución implica o, mejor dicho,
justifica la aceptación sin reservas de una hermenéutica infinita, de una
interpretación infinita cuyo vehículo es el lenguaje, el signo lingüístico. En un
fragmento póstumo que data de esos años leemos: “¿Qué puede ser el
conocimiento? ‘Interpretación’, no ‘explicación’”. Leemos además, en otro
borrador de La Gaya Ciencia:

El origen de nuestros juicios de valor: nuestras necesidades. No habría que ir a


buscar el origen de lo que creemos que son nuestros “conocimientos” solamente en
modos antiguos de valoración, con lo cual se confirmaría que éstos pertenecen a
nuestro ser más profundo […] El mundo visto, sentido e interpretado de tal modo
que la vida orgánica se mantenga en esta perspectiva de interpretación. El hombre
no es solamente un individuo sino también la vida orgánica toda que sigue su
camino en una dirección determinada. El hecho de que él subsista prueba que
también ha subsistido un modo de interpretar (aunque éste siga siempre
elaborándose), que el sistema de interpretación no ha cambiado. “Adaptación”.
Nuestra “insatisfacción”, nuestro “ideal”, etcétera, son quizá una consecuencia de
esa parte de interpretación que hemos incorporado en nosotros, desde nuestro
propio punto de vista.

El aforismo 374 de La Goya Ciencia (Nuestro nuevo “infinito” que pertenece por
supuesto también al libro quinto) nos dice la conclusión final:
“El mundo se ha vuelto para nosotros, una vez mas, ‘infinito’, en la medida en que
no podemos evitar la posibilidad de que encierre en sí interpretaciones infinitas”.
Pero entonces, ¿qué hacer con los “hechos”, los hechos que la ciencia reivindica
con tanta tenacidad?

No, en realidad no existen hechos, sólo existen interpretaciones. No podemos


comprobar ningún hecho “en sí”, es quizá absurdo pretender algo parecido. “Todo
es subjetivo”, decís vosotros; pero esto es ya una interpretación, el ‘Sujeto’ no es
algo dado solamente es algo que la imaginación ha añadido, una cosa agregada con
ulterioridad. ¿Es necesario, al fin y al cabo, imaginar todavía un intérprete detrás de
la interpretación? Esto es un invento, una pura hipótesis. El mundo es cognoscible
en la medida en que la palabra “conocimiento” tenga algún sentido; pero el mundo
es interpretable de modos diversos, no tiene un sentido detrás de sí, sino
innumerables sentidos. “Perspectivismo”.

2. “Nuestro nuevo infinito”

Las palabras del “hombre loco” (La Gaya Ciencia, af. 125) han sido estímulo para
que eruditos y lectores de Nietzsche hicieran las más variadas interpretaciones.
Esas palabras, que anuncian la muerte de Dios, de ese Dios “que todos hemos
contribuido a matar”, se colocan, en efecto, en un epicentro ideal que divide el
itinerario creativo de Nietzsche en dos partes: la que es anterior a esa
proclamación, y todo lo que sigue a ésta. Aceptar como tal este epicentro ideal
invalida en amplia medida el problema del llamado “cambio de frente” del
Nietzsche de la ‘época iluminista’ en relación al Nietzsche joven,
schopenhauereano y wagneriano. En realidad, un desarrollo homogéneo y
coherente vincula al primero y al último Nietzsche, pasando por la proclama de la
muerte de Dios que hace de puente y que unifica en un presente el pasado y el
futuro. Esta unidad de sentido y de destino no se reduce, por otra parte, a la
biografía personal de Nietzsche (no tiene sentido, como ya observó Heidegger,
identificar esa unidad de sentido con el hecho casual del “ateísmo” personal de
Nietzsche), ni a la historia de una “enfermedad” (la etapa juvenil), de una
“convalecencia” (la etapa iluminista) y de una “curación” (la etapa madura
constituye, como vimos, su ambigua catástrofe) lo que se reproduce en este
itinerario, como en miniatura, es el destino total de una cultura y una civilización,
de nuestra civilización, de modo que, una vez más, Heidegger tiene razón en decir,
como ya vimos antes, que la lucha de Nietzsche contra Wagner, a condición de
entenderla adecuadamente, significa un hito decisivo para el hombre
contemporáneo. La proclama de la muerte de Dios funciona, así, como una bisagra
entre el comienzo y el final de la parábola nietzscheana, apareciendo en efecto en
esa obra-eje que es, en la producción de Nietzsche, La Gaya Ciencia.
Sin embargo, no hay intérprete de Nietzsche que no haya notado que la proclama
de la muerte de Dios del aforismo 125 de La Gaya Ciencia (preparado y anticipado
por el aforismo 108 con el que se inicia el libro tercero, esencial, de esta obra,
aforismo en que se afirma ya que Dios ha muerto, sí, pero que su “sombra”
permanece todavía sobre la tierra y es preciso combatirla aún) va acompañada e
incluso precedida por un grito enigmático y paradójico con el que el hombre loco
da comienzo a su espectáculo; ese grito viene a advertir a los hombres que están en
el mercado y luego a los que están en las iglesias, que Dios ha muerto; pero a la
vez se presenta de otro modo, ya que grita: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”, ¿Por
qué buscaría todavía a Dios aquél que viene a revelamos su muerte? ¿Qué se oculta
detrás de esta contradicción que no es, por cierto, casual? Esta es la pregunta que,
mejor que ninguna otra, puede llevarnos al centro de otro aforismo crucial, el 374
del quinto libro, que, como ya sabemos, afirma: ‘el mundo se ha vuelto para
nosotros, una vez más, ‘infinito’. La muerte de Dios y “nuestro nuevo infinito” son
así los términos de una relación que nos va a iluminar para que nos sea posible
encontrar una huella esencial, o un camino, en medio de la ingens sylva de la obra
nietzscheana. Este camino no es en absoluto desconocido para nosotros, ya que nos
llevará, como veremos, de la semiótica hasta la cosmología, haciéndonos recorrer
un itinerario que hemos hecho ya en compañía de Peirce. Sin embargo, aunque la
dirección de la huella tenga algunas afinidades, el paisaje que se divisa atrás es
profundamente diferente (pese a algunas analogías sorprendentes), ha cambiado
hasta el punto de volverse incognoscible. Pero esta diferencia misma no es casual,
ni se reduce a la distancia que media entre las biografías de dos pensadores de
personalidad y formación tan ajenas; en efecto, sería posible demostrar (cosa que
no entra dentro de nuestros propósitos) que también aquí está en juego una
distancia más sustancial que de cierta manera dibuja, sin que pretenda agotarlo, el
horizonte total, de nuestra cultura y de sus problemas7.
Pero lo que debemos observar ahora sobre todo es un orden, eficacia y espíritu de
síntesis: nos proponemos encontrar la punta de este embrollado hilo de Ariadna,
para orientamos en un territorio tan laberíntico.
Volvamos a recorrer, aunque rápidamente, desde el comienzo, el pensamiento de
Nietzsche a partir de El origen de la tragedia (producto, a su vez, de muchos años
fecundos de formación y de varios ensayos e intentos). Preguntémonos
nuevamente: ¿cuál es el problema que incita en lo profundo la búsqueda del joven
Nietzsche? Responderemos que ya entonces se trata de un problema de
7
Una comparación entre Nietzsche y Peirce debería mostrar que las dos “almas” de la filosofía
contemporánea (el alma fenomenolóco-existencial-hermenéutica y el alma neoempirista, dejando
de lado la orientación dialéctico-marxista, que exigiría otro tipo de discurso) no son tan lejanas
como se piensa en general en cuanto a sus orígenes y el horizonte de sus problemas. Este discurso
es ya actual en lo que se refiere a la relación Heidegger-Wittenstein (cf. los ensayos de K. Apel,
dedicados también en abundancia a Peirce, recopilados en Comunitá e comunicazione, trad. it. de
G. Vattimo, Torino. Rosenberg & Sellier, 1977).
“interpretación”. Nietzsche no se preocupa por reconstruir eruditamente un
momento de la cultura griega (el origen de la tragedia): su problema es, más bien,
hermenéutico en todo el sentido de la palabra. ¿Cómo hay que interpretar el mundo
griego, empezando por Homero? Es éste el problema que estimula al joven
Nietzsche. Su indagación no se agota en el mero ámbito filológico: interpretar el
mundo griego significa interpretar nuestras propias raíces, nuestro origen, y por
ende, también nuestro destino. Su interpretación tiene como eje, como ya sabemos,
la distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco, y esta distinción corresponde a la
relación interpretación-vida. Esta relación resulta esencial para comprender todo el
pensamiento de Nietzsche y gran parte del pensamiento contemporáneo 8. Aunque
Nietzsche esté lejos todavía de comprender con claridad el verdadero sentido de su
itinerario, es innegable, sin embargo, que detrás de la imagen de Apolo se oculta el
descubrimiento del concepto de lo hermenéutico y que detrás le la imagen de
Dionisios descubre, asimismo, el concepto de lo vital. Apolo es el intérprete de los
sueños; es la luz que ilumina y manifiesta y a la vez obnubila y oculta, justamente
porque ilumina y pone de manifiesto. Apolo es el que guía, el que inspira la
interpretación ofreciéndola luego a la jerarquía resplandeciente de los dioses
olímpicos (a los entes del ser en su totalidad): pero al mismo tiempo es el que hace
correr el riesgo de la interpretación a los mortales que lo escuchan; es él el que da
respuestas y explicaciones, pero, al hacerlo, arrastra al mortal consigo, lo implica,
y con su ojo solar totalmente abierto (alethés) los fascina y deslumbra.
Dionisios, en cambio, en su ciclo incesante, en su perpetuo nacer y perecer, es el
dios de la vida multiforme y escondida. Representa la vida que se hace a pedazos,
multiplicándose en los entes infinitos, devorada por Cronos y encontrando
nuevamente su unidad, reabsorbiéndose en su totalidad siempre renaciente.
Dionisios es el enigma del devenir, es la primera forma que adquiere la
interpretación nietzscheana de Heráclito, con la cual se inicia la separación
respecto de Schopenhauer.
Estas dos figuras, estos dos momentos, encuentran su “milagrosa” fusión en la
tragedia griega; ésta es, por lo tanto una síntesis armoniosa (aunque a punto de
disolverse como ya vimos) de vida e interpretación y en cuanto tal marca el pasaje
de la naturaleza a la cultura9. Antes de su decadencia socrática y de su caída en el
nihilismo, el hombre griego es, por lo tanto, el hombre que interpreta la vida en
clave estético-trágica. Pero el advenimiento del socratismo quiebra el equilibrio
entre lo apolíneo y lo dionisíaco rompiendo el vínculo que los unía. La tragedia
muere y, con ella, perece también el confiado abandono estético a la fatalidad
repetitiva de la vida. El mito del hombre “esclavo” de Dionisios 10 es remplazado
por el mito del “humanismo”, del hombre movido por la “voluntad de verdad”, del
hombre empeñado en dominar la vida (en dominar “moralmente” sus pasiones),
del hombre que apunta a adueñarse de la tierra mediante el deus ex machina

8
Para el concepto de “vida”, cf. H. G. Gadamer, Veritá e metodo, pp. 26-98.
9
Para el problema de este pasaje en la cultura de la sofística, cf. el tercer subtítulo (Heráclito en la
encrucijada) del quinto capitulo de esta obra.
10
Los sátiros de la tragedia, según Nietzsche, encarnan este mito. Los sátiros del coro representan
el hombre “natural”, no en el sentido de un hombre que hubiera precedido al hombre civilizado sino
en el que lo eternamente humano (en el sentido dionisíaco) que acompaña subterráneamente a la
civilización (que es, a su vez, el nomos apolíneo). Los sátiros del coro, dice Nietzsche, “viven por
así decir de un modo indestructible detrás de toda civilización y, para vergüenza de todo nuevo
cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen siendo eternamente los
mismos”. Por eso, el sátiro “nada tiene en común con el mono. Al contrario, es el prototipo del
hombre. . (La nascita de la tragedia, pp. 96-7).
euripideano y alejandrino, mediante el optimismo progresista de la lógica y de la
ciencia; potenciado hasta el infinito, el hombre se convertirá en Dios; he aquí el
mito que se impone a modo de destino a la civilización occidental después de su
revolución socrática.
A partir de entonces, Nietzsche se dedica a analizar apasionada y polémicamente la
cultura moderna nacida del socratismo. A esta cultura opone la filosofía
presocrática entendida como filosofía de la salud y la plenitud vitales 11. El
fenómeno de la vida es un fenómeno de equilibrio entre dos extremos, al modo de
una cuerda tendida entre dos abismos: hay una vitalidad que es incremento
creativo, y por otro lado existe lo contrario, es decir, el exceso que se autodestruye
y arrastra consigo la decadencia. De un modo similar, el concepto de cultura
presenta dos aspectos. La cultura es positiva en la medida en que sirve a la vida, en
la medida en que el hombre interpreta para vivir y no vive para interpretar. Pero la
cultura se destruye a sí misma destruye la vida si cae en el exceso, si una
legislación superior del “valor no controla el impulso que lleva a conocerlo todo, a
medir todo de acuerdo a sus parámetros (a los del hombre teorético), a adueñarse
de todo, a comunicarlo y traducirlo todo en mera información. La filosofía
presocrática pone un límite al intelecto que calcula cual es el límite de las cosas
dignas de ser conocidas”; mantiene un dominio sobre el instinto de conocimiento,
así como la tragedia que le es coetánea, imponiendo el limite (peras), la norma
(nomos) y el cánon de la belleza, sublima y redime el impulso tiránico de la vida
ignorante de sus límites (apeiron) y le arrebata su exceso dionisíaco.
Del mismo modo deberíamos interpretar el llamado “manifiesto del
antihistoricismo” incluido en la segunda de las consideraciones intempestivas; en
este escrito, la relación cultura-vida se especifica y se define como relación entre
historia y vida, entre espíritu histórico y espíritu vital. Nietzsche concibe el
historicismo como una ilustración típica de una cultura decadente, de una cultura
que vive para interpretar y no al revés. Pero el historicismo, por otra parte, no es
sino el último producto de la metafísica socrático-platónica, el fin de la filosofía
occidental, que ha eliminado el espíritu trágico reemplazándolo por el progreso de
la razón “indagadora” y del humanismo victorioso.
Pero Nietzsche empieza, a partir de este punto, a preguntarse si la distinción y
contraposición entre dionisíaco y socrático no es tal vez demasiado simple, si no
oculta otras cuestiones quizá más importantes. La “filosofía de la sospecha” de
Nietzsche se atreve primero a “desacralizar” la filosofía socrática y luego se vuelve
contra sí misma. Esta autocrítica se expresa con mucha claridad en el breve ensayo
de 1873: De la verdad y la mentira en un sentido extramoral. Nietzsche se
pregunta en este escrito qué significa “interpretar”, y se lo pregunta en conexión
con el problema del lenguaje: ¿qué tipo de animal es el hombre en tanto habla, en
tanto está dotado de lenguaje y por lo tanto de capacidad hermenéutica,

11
Es significativo que Nietzsche sostenga en este punto una posición que está en las antípodas de la
del joven Hegel, quien sostenía, como se sabe, que “la filosofía se hace necesaria” justamente en las
épocas de “división” y de “trabajo”. “Si la filosofía ha sido alguna vez benéfica, salvadora,
preservadora, esto ha ocurrido entre los sanos; en cuanto a los enfermos, no ha hecho más que
enfermarlos más aún. Si alguna vez un pueblo mostró signos de descomposición, si, con inerte
tensión, se aferró a sus miembros aislados, nunca fue la filosofía la que pudo reintegrarlos con
fuerza al todo”. Y además, ¿dónde encontraríamos un ejemplo que nos mostrara la debilidad de un
pueblo al cual la filosofía habría devuelto su salud perdida?” (La filosofía nell’età tragica dei
Greci, trad. de F. Masini, Padova, Liviana, 1970, p. 44). Esta posición de Nietzsche ilustra
adecuadamente el carácter antidialéctico de su pensamiento.
interpretativa (Nietzsche dice la capacidad o fuerza “retórica”)? El interés de
Nietzsche se desplaza del arte y filosofía griegos hacia la retórica. El resultado de
su indagación es que la retórica, la interpretación, es el modo de ser del hombre en
general, y no solamente del hombre griego. No hay un solo hombre que no
interprete ya que el hombre es por naturaleza “retórico”. Dicho de otra manera
vivir e interpretar son idénticos, para el hombre. Pero además, en este pequeño
ensayo, Nietzsche comienza a plantear el problema en términos no antropológicos
sino cosmológicos en el sentido de que la vida en su totalidad es una fuerza de
interpretación; en la medida en que es devenir, la vida como transfiguración es la
vida que interpreta y que se autointerpreta. La transformación de la vida viene a ser
su interpretarse. Se deduce de esto que Apolo y Dionisios tienden a confundirse, no
ya como dos fuerzas o a la manera de dos actitudes sino como dos máscaras
pertenecientes a un solo dios. Si Dionisios es el dios de lo vital y Apolo representa
lo hermenéutico, Apolo es la máscara con la que Dionisios se nos presenta
siempre. Esto es lo mismo que decir que Dionisios no se nos presenta nunca en
otra forma que no sea la autointerpretación, o sea, con una de las infinitas máscaras
apolíneas del devenir vital. El manifestarse y germinar continuos de la vida en
múltiples aspectos indica que la vida es siempre “un punto de vista sobre la vida” y
nunca una vida universal “en sí”. Estos puntos de vista son, por así decir, las
autointerpretaciones apolíneas que da Dionisios de sí mismo; pero entonces
tenemos que agregar que la misma distinción entre apolíneo y dionisíaco es, a su
vez, una astucia ulterior de la vida, otra técnica (tekné) de interpretación. De esta
manera, la vida como devenir heraclíteo es esencialmente un “juego cósmico”, un
juego “divino”; este juego penetra como un “fuego siempre encendido”, bajo la
apariencia de tierra, agua y nubes y en un recorrido infinito y circular todas las
máscaras de la existencia, las recorre, las consume, las transfigura y propone otras
nuevas (y al mismo tiempo viejas).

Entre estas múltiples máscaras, Nietzsche percibe dos que se le presentan como
típicas del devenir histórico del hombre tal como podemos conocerlo hasta ahora;
se trata de la máscara del hombre intuitivo (del hombre mítico) y la del hombre
racional (del hombre científico). El problema no reside ya en contraponer entre sí
estas dos máscaras, ni en reivindicar la validez de una sobre la otra, ya que
sabemos desde ahora que ambas mienten. Pero, ¿cómo y porqué? O bien: ¿estas
máscaras “interpretan” en base a qué “valores”, de acuerdo a qué “puntos de
vista”? Comienza aquí el proyecto nietzscheano de una gran fenomenología del
hombre intuitivo y del hombre racional, del hombre antiguo y moderno. Esta
fenomenología se propone desenmascarar el arte y la ciencia, la religión y la moral,
con el fin de poner al descubierto las “raíces” y los “valores”; más precisamente, se
trata de una genealogía y la genealogía es un nuevo filosofar “histórico-
arqueológico”. La genealogía de la historia universal pregunta: ¿cuáles son los
principios en base a los cuales se inició y se desarrolló la interpretación? En todos
los campos, y cualquiera sea el modo de ser del hombre, es éste ahora el problema
capital. Es necesario, por así decir, atrapar a la hermenéutica en plena acción, hace
falta descubrir los principios en base a los cuales la vida se autointerpreta, hace
falta establecer el inventario de todas las máscaras y desenmascararlas en su propia
condición de máscaras, en su modo de enmascarar. ¿Qué oculta cualquier máscara?
¿De qué manera una máscara se convierte en un “valor”? ¿Qué hay detrás de todo
valor? ¿Qué es lo ve se revela y al mismo tiempo se oculta detrás de las raíces del
arte, la religión y la ciencia?
La conclusión natural de la genealogía nietzscheana reside en la “transmutación de
todos los valores”. Transmutar todos los valores significa hacer revelar ante sí
misma la fuerza interpretativa de la vida, o sea, desentrañar la naturaleza última del
hombre, su naturaleza hermenéutica para volver a colocarla en un nuevo horizonte
de libertad. Así el “espíritu libre” de las obras “iluministas” no es otra cosa que la
anticipación del “superhombre”, del “transformado”. Además, el mismo espíritu
libre es el que pregunta: ¿no se pueden invertir todos los valores? ¿Si el bien fuera
el mal? ¿Si Dios fuera nada más que “un invento y una sutileza del diablo”? Dentro
de la esta parábola el nuevo “filosofar histórico” y por ende la genealogía 12,
entendida como filosofía de la “sospecha” llega a su consecuencia extrema y más
importante en la medida en que anuncia justamente la “muerte de Dios” y, por
consiguiente, del fundamento último de todo valor que quiera proponerse en
términos absolutos, o sea, como heterogéneo respecto al “sentido de la tierra”, que
es juego cósmico e infinito devenir hermenéutico.

“Creo —escribió Nietzsche— que nadie como yo ha escrutado el mundo con una
sospecha tan profunda y no solamente como ocasional abogado del diablo sino,
para hablar en términos teológicos, asumiéndose hasta tal punto como enemigo y
acusador de Dios.
En resumen, “el hombre moral no se acerca más que el hombre físico al mundo
inteligible; porque el mundo inteligible no existe”.

La proclama de la muerte de Dios y de la inexistencia de un mundo inteligible de


valores absolutos y “superiores” va acompañada por un conjunto de cuestiones de
gran alcance que nos van a ocupar enseguida. Empecemos por acotar que el
aforismo del “hombre loco” del tercer libro de La Gaya Ciencia no se presenta en
forma aislada sino que mantiene un vínculo profundo con los aforismos anteriores
y los que le siguen. No podemos hacer aquí un análisis detallado del tercer libro de
Lo Gaya Ciencia; pero es indispensable recordar que el aforismo 125 (“El hombre
loco” encuentra en el aforismo inmediatamente anterior una suerte de
“introducción” subrepticia y de “desarrollo” implícito. Este aforismo se titula,
significativamente, “En el horizonte de lo infinito”, y dice:

¡Hemos dejado la tierra y hemos subido a bordo! Hemos roto los puentes a nuestras
espaldas, pero esto no es todo: hemos roto la tierra detrás de nosotros. ¡Y bien!
¡pequeña nave, mira hacia adelante! El océano se extiende a cada uno de tus
costados; es verdad que no siempre brama, su gran extensión parece a veces seda,
oro y sueño de la bondad. Pero van a llegar momentos en que sabrás que es infinito
y que no hay nada más temible que lo infinito. ¡Oh, este pobre pájaro que se sintió
libre alguna vez y que ahora choca con las paredes de esta jaula! ¡Ay de ti, si
llegara a invadirte la nostalgia de la tierra, como si allí hubiera existido más
libertad, y descubrieras que ya no existe ‘tierra’ alguna!

El aforismo 289 del cuarto libro (“¡Embarcaos!”) nos dirá cuál es la nave sobre la
que Nietzsche se ha embarcado; allí se invoca una “nueva justicia” necesaria, un
nuevo “mandato” y “nuevos filósofos”: “¡Existe otra manera de descubrir, y no
solamente una! ¡Embarcáos, filósofos!” Zarathustra, precisamente, va a narrar la
12
En Ecce homo (6, p. 337 de ed. italiana), Nietzsche advierte expresamente que el filosofar
histórico, el “conocimiento histórico” que é1 defendiera en Humano, demasiado humano debe
entenderse como “transmutación de todos los valores”, o sea, como genealogía. Para el tema de la
genealogía, véase M. Foucault, “Nietzsche, la genealogia e la storia”, in Microfísica del podere,
trad. it. de A. Fontana y P. Pasquino, Tormo, Einaudi, 1977, el texto original se encuentra en el
volumen colectivo Homage à Jean Hyppolite, Paris, P.U.F., 1971.
visión misteriosa del eterno retorno13 a bordo de una nave como ésta, timoneada
por los “temerarios de la búsqueda y la aventura”, él, que es amigo “de todos
aquellos que hacen largos viajes y a quienes disgusta no vivir peligrosamente”.

“No hay nada más temible que lo infinito”, advierte el aforismo 124, e
inmediatamente después el “hombre loco” aclara la naturaleza de este terror y el
sentido de este peligro: ¿matando a Dios, no hemos cerrado todos los horizontes?

¿Qué hemos hecho cuando desatamos esta tierra de la cadena que la unía al sol?
¿Adónde va ahora? ¿Adónde vamos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No es la
nuestra una eterna caída? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, en todas
direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando quizá como
a través de una nada infinita?

(Pero el pájaro de la sabiduría dirá a Zarathustra en el momento de la última


liberación: “¡He aquí que no hay ni arriba ni abajo! ¡Toma impulso y vuela, en
círculo, hacia adelante, hacia atrás, tú que eres liviano!”)14.

Se adivina ya de qué “infinito” se trata; es el “nuestro nuevo infinito” del aforismo


374 del quinto libro, donde se dice que el “carácter perspectivo de la existencia”
nos obliga a reconocer que “el mundo se ha vuelto para nosotros ‘infinito’, una vez
más, en la medida en que no podemos evitar la posibilidad de que encierre en sí
interpretaciones infinitas”. Pero Nietzsche completa aún más este pensamiento:
Un gran escalofrío se apodera nuevamente de nosotros; pero ¿a quién le quedarían
todavía ganas de divinizar de un modo inmediato, a la manera antigua, este mundo
monstruoso e ignorado? ¿O de adorar quizá, también a la manera antigua, esta cosa
desconocida como si fuera “aquél que es desconocido”? ¡Ah! este algo
desconocido encierra demasiadas posibilidades no divinas de interpretación,
demasiada brujería, simplezas, interpretaciones extravagantes: toda nuestra
interpretación humana, demasiado humana, que ya conocemos…15
.
Está en juego aquí el gran tema de la “sombra de Dios”, con el que se inicia, como
recordábamos antes, el tercer libro de La Gaya Ciencia16.
La sombra de Dios equivale en general al hecho de que en el hombre permanece la
“necesidad metafísica”; designa asimismo la permanencia de valoraciones
“humanas, demasiado humanas” en todas las manifestaciones de la vida (Dios ha
13
Cf. Cosí parlò Zarathustra, III, La visione e l’enigma, 11-25.
14
Così parlò Zarathustra, III, I sette sigilli [Los siete sellos], 7, 5-7. Se sabe que el “Hombre loco”
se denominaba primero, en un borrador, “Zarathustra”. Cf. La gaia scienza, nota de los editores, p.
544.
15
Nietzsche polemiza en este pasaje con los adoradores de lo desconocido cf. Genealogía de la
moral, 25, pp. 360-1. Este “divinizar a la manera antigua” se vincula con el motivo de la “sombra
de Dios” de que hablaremos ahora en el texto. Por otra parte, el aforismo 125 debía terminar (a
juzgar por un segundo borrador que Nietzsche descartó luego) del modo siguiente: “Si seguimos
viviendo y bebiendo la luz, en apariencia como hemos vivido siempre, ¿no será al modo del brillo y
el centelleo de los astros que se han extinguido? No vemos todavía nuestra muerte y nuestras
cenizas; de ese modo, nos hacemos ilusiones, y nos inclinamos a creer que nosotros mismos somos
la luz y la vida; pero no es más que la vieja vida pasada, la humanidad pasada y el Dios anterior que
nos tocan todavía de lejos con sus rayos y su calor — ¡también la luz requiere tiempo, también la
muerte y las cenizas necesitan su tiempo! Por último, nosotros que todavía vivimos, ¿qué es nuestra
luz si la comparamos con las generaciones pasadas? ¿Es acaso algo más que la luz cenicienta que
recibe la luna de la tierra iluminada?” (La gaia scienza, pp. 544-5).
16
“Nuevas batallas. Después de la muerte de Buda, se continuó señalando con el dedo durante
siglos su sombra en una caverna, una caverna inmensa y horrible […]” (La gaia scienza, p. 117).
muerto, sin embargo teniendo en cuenta la naturaleza de los hombres, van a
persistir todavía por milenios cavernas donde se señalará su sombra con el dedo.
¡Y nosotros debemos vencer también su sombra!”). Esta lucha se especifica, en los
primeros aforismos del tercer libro de La Gaya Ciencia, en algunos momentos
fundamentales; el primero de éstos lo constituye la cosmología (aforismo 109:
“¡Seamos vigilantes!”), le siguen el origen del conocimiento, el origen del
pensamiento lógico, de la relación causa-efecto, etcétera. El vínculo teología-
cosmología es, por cierto, el más importante, y además el más antiguo. Si Dios ha
muerto, también caen todas las cosmologías tradicionales (que Nietzsche enumera
en detalle. El universo no es ni mecánico ni finalista, ni libre ni necesario, no está
privado de sensibilidad y razón ni al revés. Conceptos como los de “finalidad” y
“azar” no son compatibles con el universo, y nuestros juicios estéticos y morales
no lo afectan. Lo viviente es por sí sólo una variante del reino de lo inanimado,
y una variante bastante escasa; el mismo orden astral en que vivimos parece
ser una excepción y es arbitrario recurrir a supuestas “leyes naturales”, sean
las que fueren. Por último,
cuidémonos de pensar que el mundo crea continuamente cosas nuevas.
No existen sustancias eternamente durables: la materia es un error, ni más ni menos
que el dios de los eléatas. Pero ¿cuándo llegará el momento en que dejemos de
vivir con circunspección y al acecho? ¿Cuándo dejarán de ofuscamos estas sombras
de Dios? ¿Cuándo terminaremos de divinizar la naturaleza de una vez por todas?
¿Cuándo empezaremos a naturalizarnos, nosotros, hombres, junto a la pura
naturaleza, nuevamente reencontrada, nuevamente redimida?

La conclusión del aforismo nos da algunas indicaciones positivas de extraordinaria


importancia, que volveremos a tratar. Entretanto, observemos que la
“naturalización” del hombre se hace posible ante todo si se reconocen los cuatro
errores que se enunciaron en el aforismo 115. Estos cuatro errores consisten en que
el hombre es incapaz de verse a sí mismo de un modo completo (es decir,
genealógicamente); se originan, además, en el hecho de que lo hombres se
atribuyen cualidades imaginarias, de que se colocan en una falsa localización
jerárquica respecto del animal y de la naturaleza, y por último, de que establecen
continuamente y al azar tablas de valores a las que consideran como eternas e
incondicionadas. Tomar conciencia de estos cuatro errores y eliminarlos implica,
además, excluir el “humanismo”, la “humanidad y la dignidad del hombre”.
Para vencer, pues, a las “sombras de Dios”, para desgarrar el velo de los antiguos
errores, debemos acceder al sentido último del “nuevo infinito”, a la comprensión
en sus raíces de lo que significa no poder evitar la posibilidad de que el mundo
encierre en sí interpretaciones infinitas. No es, por cierto, un indicio casual del
destino de un pensamiento (y de las consecuencias “destinadas” en él, como diría
Peirce) el que el ensayo de l873, De la verdad y mentira en un sentido extramoral,
donde se le impone a Nietzsche en primer plano el problema de la interpretación y
del lenguaje, se inicie justamente con una “pequeña fábula” cosmológica17. Por
otra parte, la idea del nuevo infinito cosmológico (consecuencias del nuevo infinito
de las interpretaciones, pero también su anticipación) empieza a hacer su camino

17
“En un rincón remoto del universo esplendente y extendido a través de infinitos sistemas solares,
había tina vez un astro; sobre é1, animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Fue aquí el
momento de mayor arrogancia y el más mentiroso de la “historia del mundo”; pero todo eso duró
solamente un minuto, después de que la naturaleza respiró unas cuantas veces, el astro se entumeció
y los animales inteligentes debieron morir.” (De 1a verdad y mentira en un sentido extramoral,
primer párrafo).
desde el tiempo de Copérnico (“De Copérnico en adelante, escribe Nietzsche, el
hombre gira en torno al centro de una X”).
¿No data quizá de Copérnico en adelante (leemos en Genealogía de la moral, 25, p. 359)
un proceso de autodisminucíón del hombre, de voluntad de volverse pequeño, que es
imposible de detener? ¡Ay! la fe en su dignidad, en su unicidad, en su condición de
irremplazable en la escala jerárquica de los seres, ha desaparecido; se ha vuelto animal,
animal, sin metáfora, sin traición ni reserva, él que en su fe de una época era casi Dios
(“hijo de Dios”, “Hombre-Dios”)… de Copérnico en adelante, se diría que el hombre ha
terminado arriba de un plano inclinado —desde entonces va rodando siempre con mayor
rapidez y alejándose del punto central—. ¿Dónde? ¿en la nada? ¿en la “aguda experiencia
de su propia nada”?

Esta experiencia copérnico-freudiana del hombre contemporáneo, la experiencia de


no sentirse ya contenido en el seno de la antigua madre Gea, de haber perdido un
centro de identidad propia, corresponde a la experiencia auroral de “otro mundo
que es preciso descubrir”, más aún, de “no solamente uno”, experiencia que sólo se
hace posible gracias a “la nueva pasión del conocimiento”: “Que el conocimiento
quiera ser algo más que un medio, esto es algo nuevo en la historia del
conocimiento18. Querer ser algo más que un medio significa, para el conocimiento,
liberarse de la necesidad metafísica de la ambición de adoptar valores “humanos,
demasiado humanos” como si fueran verdades absolutas e incondicionadas,
significa adoptar un único criterio: la “perspectiva”. La ciencia nos impulsa a
tomar esta nueva actitud (aun cuando ella misma no se libere de la “necesidad
metafísica” cuando pretende absolutizar su discurso),19 para la cual no estamos
todavía preparados. En una nota de fines del año 1881, Nietzsche escribe: ***

¡Cuan fríos y extraños son todavía para nosotros los mundos descubiertos por la
ciencia! ¡Qué diferente, por ejemplo, es el cuerpo tal como lo sentimos, vemos,
palpamos, tememos o admiramos, y el “cuerpo” que nos enseña a ver el anatomista!
La planta, los alimentos, el bosque y todo lo que nos muestra la ciencia, todo ello es
un mundo absolutamente desconocido, descubierto recién, nuevo, que presenta la
más extrema contradicción con nuestra sensación. Sin embargo, la “verdad” debe
encadenarse gradualmente en nuestro sueño; una vez por todas, debemos soñar cosas
más verdaderas…20
“Soñar cosas más verdaderas” no significa salir del sueño. Sin que utilicemos
metáforas, esto significaría que hay que superar la condición hermenéutica del
hombre e incluso el carácter perspectivo que gobierna toda manifestación de la
vida. Todas las civilizaciones, ha escrito Nietzsche, son grandes sueños; el tema
del sueño (que surge nuevamente y no por casualidad en el ensayo de 1873)21 se
desarrolla luego de un modo altamente significativo en Humano, demasiado
humano, para reaparecer de vez en cuando en las obras ulteriores. El sueño es, en
general, el error que hace posible la vida, que la acrecienta y la mantiene. El sueño
es la fuerza misma de la interpretación que se ha sedimentado en el pasado
histórico y prehistórico del hombre, esa fuerza que ha ido construyendo durante
milenios el depósito de todos los valores humanos y de todas las humanas

18
La gaya ciencia, 123. Por supuesto, es significativo que este aforismo (”El conocimiento es algo
más que un medio”) vaya seguido inmediatamente por los dos aforismos cruciales (“En el horizonte
de lo infinito” y “El hombre loco”).
19
Cf. La Gaya Ciencia, aforismo 373 (“Ciencia’ como prejuicio”). El aforismo que sigue es, como
ya sabemos, “Nuestro nuevo ‘infinito”.
20
Vol. V, tomo II, p. 447.
21
Cf. Su veritá e menzogna in senso extramorale, p. 369.
realizaciones, y al mismo tiempo es la raíz de todos los errores y prejuicios. “Soñar
cosas más verdaderas” significa, por lo tanto,
comprender qué es lo que, en un juicio de valor, pertenece a la perspectiva, es decir, el
desplazamiento, la deformación y la aparente teleología de los horizontes y cualquier otra cosa que
forme parte de la perspectiva; comprender además cuál es la dosis de estupidez en la confrontación
de los valores opuestos y toda la pérdida intelectual con que se paga todo pro y todo contra.
Significa, además, “comprender la necesaria injusticia de todo pro y de todo
contra, la injusticia como algo inseparable de la vida, la vida misma como
condicionada por la perspectiva y por la injusticia” 22. La lógica onírica, que
Nietzsche analiza en el aforismo 13 de Humano, demasiado human,. es la que ha
alimentado a la metafísica y la que ha inspirado la interpretación “neumática” de la
naturaleza (Humano, demasiado humano, af. 8); ésta es la lógica (ilógica en sus
fundamentos y basada solamente en una “fe”) que ha nutrido el orgullo del
astrólogo, al igual que esa otra pretensión, no menos afín que es la soberbia del
hombre moral; primero pretende que “las estrellas del cielo giran alrededor del
destino del hombre”, el segundo cree que la esencia de las cosas coincide con
aquello que tiene valor para él.
Sin embargo, el hombre no puede renunciar a la ligera a todo lo que constituye la
sustancia de sus juicios de valor, sobre todo porque ha “incorporado” el error, la
perspectiva y el sueño; hasta sus sensaciones “interpretan”. Hasta lo que se le
presenta como placer o como dolor viene a ser el producto de su “intelecto
interpretante”. Sin embargo, el hombre puede darse cuenta de ello, después de esa
conversión, va a pertenecer (como anuncia el “hombre loco”) “a una historia más
alta de cuantas historias hayan existido hasta ahora”. Empezará entonces a “soñar
cosas más verdaderas”, justamente a causa de la muerte de Dios. Este asesinato,
que destroza el sueño y las sombras del pasado, devuelve al hombre a la “pura
naturaleza”, o sea a una naturaleza purificada del pecado, del sentido ‘de la culpa y
de las morbosas fantasías idólatras. Al mismo tiempo, ese asesinato “naturaliza” al
hombre y lo conduce, más allá de la pantalla exterior de los grandes sueños
históricos, a una relación dionisíaca con el devenir de las cosas. Esa relación no
será ya “humana, demasiado humana”, sino por el contrario “más que humana”. El
hombre, que se ha desarrollado al azar hasta ahora como las plantas y los animales,
podrá decidir, en el futuro, cómo va a desarrollarse. Esta es la gran posibilidad que
se abre ante el “superhombre”: el que ha “devenido”, habiendo partido de la
muerte de Dios y habiendo atravesado el tiempo necesario para comprender esa
proclama; el que es un “transformado”, o sea, un “liberado” del “azar gigante”, 23 el
que ha hecho del azar, del “así fue” un “así quise que fuera”. Por todas estas
razones, la proclama de la muerte de Dios se coloca a mitad de camino en el
itinerario de Nietzsche, e incluso en el centro de ese itinerario más extenso que
lleva, según Nietzsche, del hombre al que él llamó superhombre.
Pero ¿hemos dado una respuesta a la paradoja de nuestro punto de partida? ¿por
qué el “hombre loco” busca a Dios? ¿Tenemos en nuestras manos, ahora, una
respuesta a esta pregunta inquietante?
22
Prefazione de 1886 a Humano, demasiado humano, p. 9. Para la “injusticia” de toda
‘perspectiva”, cf. también la segunda de las Consideraciones intempestivas, De lo utilidad y el daño
de los estudios históricos para la vida.
23
Como se sabe, Zarathustra dice a sus discípulos que ellos tienen el deber de “dar un sentido a la
tierra”: “Combatimos todavía palmo a palmo con el azar gigante, y el absurdo, el sin-sentido ha
dominado hasta ahora sobre la humanidad entera” (Della virtù che dona, 24-26). El adivino
predicará luego la doctrina de la “horrenda casualidad”. Pero a todo ello Zarathustra terminará por
oponer, como veremos, el “azar” entendido como “divino”. Este cambio sólo es posible en virtud
de la comprensión del “eterno retomo” como amor fati.
Habiendo vuelto por última vez a su caverna, Zarathustra se dispone a esperar,
melancólico y a la vez impaciente. ¿Qué espera Zarathustra y a quién?
Había comenzado su camino al alba, antes de la salida del sol, y había vuelto su
mirada y su pensamiento al cielo de la aurora: “Oh cielo puro por encima de mí!
¡Insondable abismo de luz! ¡Al contemplarte, deseos divinos me estremecen! […]
Tu belleza oculta al dios; es así como tú ocultas tus estrellas”. Debajo de nosotros,
había dicho Zarathustra, “se levantan las nieblas brumosas de la obligación, la
finalidad y la culpa”; al igual que “insidiosos felinos”, las nieblas quieren impedir
que surja lo que Zarathustra y el cielo tienen en común, es decir, “el inmenso e
ilimitado ‘decir sí y amén”.
Yo —había dicho Zarathustra— soy el que bendice y dice sí, para que tú me
envuelvas, ¡tú, todo pureza y luminosidad, abismo de luz! (...) Esta es mi bendición:
detenerme bajo cada cosa como bajo el propio cielo, como si fuera mi techo redondo,
mi campana azul y mi eterna certeza; ¡feliz el que así bendice! Porque todas las cosas
son benditas allí donde nace lo eterno y más allá del bien y del mal; bien y mal no
son más que sombras intermedias, húmedas tribulaciones y perezosas nubes. Es la
mía una verdadera bendición, y no una blasfemia, cuando enseño: “¡por sobre todas
las cosas que existen, está el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo accidente, el cielo
arrogancia”. “Por azar”: he aquí la nobleza más antigua del mundo, que yo he
devuelto a todas las cosas, purificándolas de su sujeción a la finalidad. Yo he puesto
las cosas, cuando enseñé que, por encima y por entre medio de ellas, no existe
“voluntad eterna” alguna… que quiera nada! En el lugar ocupado por esa voluntad,
yo puse esta arrogancia y esta locura, cuando dije: “En cada cosa, lo único que es
imposible es la racionalidad”! Hay, es verdad, un poco de razón, un germen de
sabiduría esparcido entre estrella y estrella, este fermento se mezcla en todas las
cosas; pero la sabiduría forma parte de todas las cosas, justamente por amor a la
locura! Un poco de sabiduría es posible, lo acepto; pero en todas las cosas he
encontrado esta certeza feliz: que sobre los pies del azar, ellas prefieren danzar. ¡Oh,
cielo puro y alto por encima de mi! Esta es para mi tu pereza, que no hay una araña
eterna ni telas de araña eternas, que tú eres para mí la pista de baile de divinos
azares, que tú eres para mí la mesa que los dioses han preparado para dados divinos y
para divinos jugadores.24

Así había hablado Zarathustra, y, al llegar a su casa, se le entreabrieron “todas las


palabras del ser, saltando afuera de los cofres que las contenían”. De vuelta a su
casa, Zarathustra ve que todas las cosas acuden amorosamente a su discurso, y
puede hablar así a todas las cosas: “todo el ser quiere ahora
transformarse en palabras, y todo el devenir quiere aprender la palabra de
mí’’.25
Nos damos cuenta, por fin, qué espera Zarathustra cuando ha regresado a su casa:
espera su redención, su declinación; al caer, quiere dar a los hombres el más rico
de sus dones…
Esto —dice— lo he aprendido del sol, que sobreabunda en riqueza cuando se pone;
haciéndose de inagotables tesoros, colma al mar de oro, ¡de medo que hasta el más
pobre pescador rema con remos de oro! Yo vi esto, en verdad, una vez, y me
embriagué con lágrimas al contemplarlo26.
¿Qué quiere dar Zarathustra? ¿Y qué vio una vez? Responder a esta pregunta
implica también responder a quién espera, ‘‘lleno de divinos deseos’’, bajo la
campana azul del cielo (y de su propia alma) que “oculta al dios”. Zarathustra lo
dirá, como es su costumbre por medio de alusiones y enigmas pero Nietzsche lo

24
Antes de a salida del sol, 73-l 09.
25
La vuelta a casa, 62.64.
26
De las tablas viejas y nuevas, 29-34.
había declarado abiertamente en el cuarto libro de La Gaya Ciencia, en el aforismo
337 que se titula ‘‘La ‘humanidad’ del porvenir’’.27
Zarathustra, pues, espera. Su alma (“campa azul”, “límite de los límites”, “cordón
umbilical del tiempo”, destino) desborda como una viña madura; conserva “por
debajo de ella mares mugientes” y espera, llena de sufrimiento a causa de su propia
plenitud y sonriendo para no descargar en llanto su “melancolía purpúrea” su
tormento y deseo infinito del “viñador” y de la “hoz del viñador”. “Si no quieres
llorar, dice Zarathustra a su alma, entonces deberás cantar”. Y agrega:
cantar un canto aullante hasta que todos los mares enmudezcan, para escuchar tu
jadeo, hasta que, sobre los mudos mares anhelantes flote la pequeña nave
maravillosa de oro alrededor de la cual saltan estremeciéndose todas las
extravagantes cosas buenas y malas, y además, muchos animales grandes y
pequeños y todo cuanto tenga pies ligeros y extraños como para poder caminar
sobre senderos de azul violeta hacia la maravilla de oro, la pequeña nave libre y su
señor; pero éste es el viñador, que espera con su hoz de diamante, tu gran
liberador, alma mía, el sin nombre, al que sólo cantos futuros podrán atribuir un
nombre! Porque, en verdad tu respiración tiene ya el perfume de canto futuro.28
Después de haber narrado a sus compañeros la célebre visión del pastor ahogado
por la serpiente, de la que el pastor se libera cortándole la cabeza de un mordisco.
Zarathustra sobre la nave de los “temerarios de la búsqueda y la aventura” les
había preguntado: “¿qué vi semejante a esto? ¿y quien es aquél que no podrá dejar
de venir un día?”. A estas dos preguntas, debemos responder que la primera, el
qué, concierne a la teoría del eterno retorno, y que el quién alude al superhombre.
Pero, más profundamente deberíamos decir también que quién debe venir, para
Zarathustra y para que se cumpla su caída, es más bien el viñador con su pequeña
hoz de diamante. Es aquí donde el largo rodeo de nuestro discurso encuentra su fin.
No nos sorprenderá que el hilo de Ariadna que habíamos seguido desde un
principio a través de un laberinto nos lleva, ahora que llegamos al final, a
Dionisios. Pero el modo como el camino concluye es asombroso y nos deja
estupefactos. El retomo de Dionisios en la tercera parte del Zarathustra es en efecto
la más alta revelación de la palabra de Nietzsche, su más gran “don”, que él
expresa en una síntesis perfecta e inseparable entre imágenes y pensamientos, que
nos parece que no ha sido nunca igualada. Todos los símbolos dionisíacos de la
vida, de la plenitud, del entusiasmo, del oro de la vida, de la pequeña hoz de
diamante, de la muerte se emplean aquí para describir al viñador en torno al cual
27
‘La humanidad del ponenir’. Si miro la época presente con la mirada propia de una época pasada,
no puedo encontrar en el hombre de hoy nada que sea más característico que esa específica virtud y
enfermedad que se llama “sentido histórico”. Esa virtud es un germen que puede dar lugar a algo
totalmente nuevo y desconocido para la historia; si se otorgara a este germen algunos siglos más, y
pudiera germinar, surgiría al final un fruto admirable, dotado de un perfume igualmente
maravilloso, que haría que nuestra vieja tierra fuese más agradable para habitar que cuanto pueda
haberlo sido hasta ahora. A partir del presente nosotros empezamos a crear, anillo por anillo, la
cadena de un sentimiento que será poderoso en el porvenir; nos damos cuenta apenas de lo que
hacemos […] cargar todo esto sobre el alma de cada uno, lo más antiguo y lo más nuevo, las
pérdidas, las esperanzas, las conquistas, las victorias de la humanidad, poseer por fin todo esto en
una sola alma y condensarlo en un único sentimiento… esto debería tener como resultado una
feticidad que el hombre no ha conocido jamás hasta ahora:
la felicidad de un dios colmado de potencia y de amor, de lágrimas y de risa, una felicidad que, al
igual que el sol al crepúsculo no se cansa de expandir dones de su inextinguible riqueza y los
esparce en el mar y que, como el sol, sólo entonces se siente absolutamente rica, cuando el más
pobre pescador rema con un remo de oro. Este sentimiento divino se llamaría entonces...
humanidad” (pp. 196-7).
28
El gran soplo, 78-92.
danzan todas las cosas de la “naturaleza pura” (los entes del ser en su totalidad): el
viñador es el dios de la muerte y el nuevo nacimiento, el dios de la quiebra del
devenir y de su constante recomposición, el dios de a tragedia y de la comedia, más
allá del dolor y la alegría, de mal y del bien: el dios del juego cósmico que con
inocente arrogancia “echa aquí y allá los pedazos del juego”: su “reino de niño’’ es
una tarea infinita hecha de castillos de arena29.
Pero la palabra “Dionisios’’ no se pronuncia. El ‘‘dios”, oculto por la campana
azul del alma-cielo, que hace su súbita aparición al modo de una visión de luz,
sobre el horizonte de un mar infinito y profundo, es el “sin nombre”. Sólo ‘‘cantos
futuros’’ de los que Zarathustra tiene sólo un presentimiento y un “perfume”
podrán decir ese nombre. El retorno de Dionisios no es, pues lo mismo que
Dionisios, no es el Dionisios de las obras de juventud. En una nota de 1881,
Nietzsche escribió:
Durante un tiempo pensé que nuestra existencia era el sueño artístico de un dios,
que todos nuestros pensamientos y sentimientos eran en el fondo inventos suyos
que él imaginaba al crear su drama, que, tal vez, un pensamiento suyo era el que
nos hacía creer a nosotros en el contenido de las frases ‘‘yo pensaría’’ o ‘‘yo
actuaría”. La regularidad de la naturaleza sería comprensible como regularidad de
sus representaciones; mejor dicho, sería suficiente que él nos pensara como seres
que sienten la naturaleza como la sentimos nosotros. No es un dios feliz sino más
bien, precisamente, un dios artista.
Así pensaba Nietzsche en una época, cuando la metafísica estética de la juventud le
ocultaba lo que se escondía detrás de esa metafísica, pero que estaba destinado a
manifestarse con tanta fuerza en plena luz; el carácter infinitamente hermenéutico
de la existencia y del hombre, “nuestro nuevo infinito”, Zarathustra lo repetirá una
vez más, después de haber anunciado la llegada del viñador, cuya visión percibe en
el fondo del ojo de la vida (“sobre aguas nocturnas […] una pequeña barca de oro
que se balancea, que a veces surgía a la superficie, otras veces tragaba agua, otras
veces volvía a relucir’’: Lo segunda canción de baile, 4-6). En Los siete sellos, al
final de la obra30, Zarathustra puede sentarse a la mesa divina de la tierra para jugar
a los dados con los dioses… porque la tierra es una mesa divina anhelante de
nuevas palabras creadoras y de que se tiren los dados divinos”. Le llega aquí “un
“sop1o del soplo creador y de esa celeste necesidad que es capaz de imponerse a la
casualidad y de danzar en una ronda de estrellas”. Entonces, Zarathustra puede
buscar de nuevo “las nuevas palabras creadoras’’, todas las palabras del ser y del
devenir, que quieran aprender de él la palabra; puede nuevamente, impulsar las
naves hacia tierras que no han sido descubiertas todavía’’ para llegar, quizá, allí
donde el más pobre entre los pescadores rema con remos de oro. Ahora, por última
vez, puede apostrofar a su alma:
La orilla desaparece, ¡he aquí que mi última cadena se ha cortado! El sin-fin brama a
mi alrededor, allá lejos resplandece para mi el espacio y el tiempo. ¡Arriba! ¡Coraje,
viejo corazón! (5, 7-1l).
El espacio, el tiempo y el sin-fin indican el itinerario del nuevo infinito
hermenéutico y cosmológico. Cuando Nietzsche se pone en camino para “nuevos
cantos’’, en realidad “se encamina hacia el lenguaje”, hacia el enigma
el signo y su reenvío infinito. Sabemos ahora, cuál era el dios que buscaba el
‘‘hombre loco’’ con ayuda de la luz de una débil linterna alumbrada en “la clara
29
Este nombre no es, por lo tanto, “humanidad”, como sugería el aforismo 337 de La Gaya Ciencia.
30
O como la obra hubiera debido terminar si Nietzsche, como se sabe, no hubiera añadido luego
una “cuarta y última parte “, donde sólo los dos últimos capítulos (El canto del noctámbulo y El
signo) retornan, a mi parecer, el tono y la altura de las tres primeras partes del Zarathustra.
luz de la mañana’’, sin embargo, ‘‘Profundo es el mundo, y más profundo que en
los pensamientos diurnos”.

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