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La canción de los hacinados

Jhon Walter Torres Meza

A mis padres: Janeth Meza y Ancízar Torres,


por no creer en imposibles.

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ÍNDICE

La canción de los hacinados............................................................................................ 4

Corazón asesino ............................................................................................................. 13

La lujuria del hijo del telegrafista ................................................................................ 25

Conan, el destructor de vaginas ................................................................................. 30

Orgasmo cibernético...................................................................................................... 38

La ciudad de la furia ..................................................................................................... 47

Mi amada imposible .................................................................................................... 51

Jazmín desnuda ............................................................................................................. 57

El secreto del Cristo negro ............................................................................................ 68

Carta al cielo ................................................................................................................. 81

Balas en cruz .................................................................................................................. 85

Cuarenta minutos para llegar a casa ........................................................................... 93

Un poema antes de morir .............................................................................................. 96

El sueño de Andrómeda .............................................................................................. 102

2
Muerte al tiempo .......................................................................................................... 107

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La canción de los hacinados

Entre las cosas hay una de la que no se arrepiente


nadie en la tierra. Esa cosa es haber sido valiente.

Milonga de Jacinto Chiclana


Jorge Luis Borges.

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Un vacío de muerte se respira en el pequeño cuarto. Gustavo se sienta en una de las dos
planchas de cemento pegadas a la pared. Si tuviera un arma se mataría. Lloró por lo
miserable de su vida, porque desde la niñez la puta pobreza no lo abandona, volvía para
hacerlo sentir una mierda que no puede pagar la renta y la educación de su única hija. Las
paredes parecen salpicadas de sangre y un olor de otro mundo flota en el aire. El guardia
abre las rejas y entra un hombre bajo. No mira los ojos de Gustavo, como un ave que
entiende que no volverá a volar, baja la cabeza y se acuesta en el frío rincón. La esposa de
Gustavo había pagado el derecho a la celda con el dinero obtenido del único acto ilícito de
su marido. Es de noche. Se escuchan murmullos y quejidos, y llantos, y gritos. Gustavo se
tapa los oídos. La oscuridad parece más negra en aquel lugar. El llanto del nuevo
compañero es bajo pero abre una herida abismal en el pecho de Gustavo. No puede creerlo,
las lágrimas corren por su mejilla, como si el llanto de aquel preso fuera el suyo. En ese
momento se asustó al pensar que en la cárcel el dolor se compartía. «Quizá aquí todos
somos iguales» pensó y le pidió a Dios que perdonara sus errores.

En la oficina principal del centro penitenciario se encuentra el Presidente. El Director de la


cárcel le dio su silla en un acto sumiso hacia el máximo jefe de Estado.

—Los de la rama judicial quieren que los directores de la cárcel entremos al paro
Presidente. Debemos encontrar una solución. Algunas celdas han sido desocupadas pero no
tenemos espacio. No sé qué voy hacer con tanto recluso, los familiares se quejan, es más,
ponen demandas, solo que usted sabe, nadie las atiende.

—No se queje tanto ¿Sabe cuál es el problema de la gente colombiana? —dijo y buscó en
los ojos de su inferior la inquietud —pues los colombianos. Todos se quejan pero los
únicos que realmente hacemos y no nos quejamos somos los políticos. Espere tranquilo,
voy a pensar en una pronta solución. Por el momento siéntase contento, esta prisión es la de
menos personal. Eso sí, a todos los presos me los recibe, a todos. No olvide manejar lo de
los precios de las celdas, envíe los informes —el rostro del Presidente cambió —además

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con ese dinero hacemos el trabajo. Ah, y una última cosa; que no pase por su cabeza lo de
apoyar la protesta.

A la mañana siguiente el guardia abre la reja. Entra un hombre alto, con mirada desafiante,
tiene pequeños aros en las cejas y las orejas. Se tira a la plancha de encima que el segundo
prisionero no quiso tomar, pues lleva veinticuatro horas acurrucado en la esquina del
cuarto, seguro está loco o muerto. Gustavo observa llegar varios reclusos al corredor. Siente
inseguridad por el nuevo compañero —Soy Samuel Pistola— le dice el hombre de arriba —
qué tiene en esa bolsa— sin esperar la respuesta, baja y la abre. Saca dos cobijas, una
almohada y se tira a su nueva cama sin ninguna preocupación. Una vez arriba enciende un
pequeño radio donde escucha una salsa del grupo musical Latin Brothers:

“Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos. Dame, si puedes, la libertad y recursos
para salir de esta celda”.

Con el ritmo de la música muchos prisioneros de las celdas cercanas saltan de alegría.
Todos acompañan el coro de la canción. Gustavo cree enloquecer, no quiso ni sabe pelear
por las sábanas que Patricia, su mujer, lavó con tanto cariño para que no sintiera frío. Ahora
volvía a llorar, quiso retener la respiración para matarse él mismo y no arrastrar más a su
familia pero no lo consiguió « ¿Cómo hacía la gente para tener el valor de quitarse la
vida?» pensó y de nuevo escuchó el coro de la canción, ahora le sonaba a burla, como si la
vida estuviera aliada con la muerte para hacer su existencia miserable.

Los días pasan y el tiempo termina por eufemizar las calamidades de la vida. El prisionero
del rincón se llama Camilo, duerme a los pies de Gustavo. Persona de bien, o no tan malo.
Le contó a sus compañeros que está allí porque en la empresa donde laboraba el patrón lo
acusó de robo. Cuando la policía allanó su casa encontraron quinientos mil. El robo fue por
diez millones, el resto del dinero lo tomó su compañero que hasta el sol de hoy no aparece.
Camilo no tiene familia, nunca la tuvo, a los dieciocho años salió de un orfanato y llevaba
cinco meses en el restaurante donde, según dice, era un desgraciado pues el patrón lo
hijueputeaba sin motivo y llevaba tres sueldos atrasados, nunca supo por qué la policía
sabía con seguridad su participación en el robo.

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Samuel Pistola no dice nada, de los tres es el más joven. Tiene dientes blancos y rostro
alargado, sin una mácula en la piel blanca, hace mucho ejercicio, como si fuera un atleta y
no un asesino en serie de 19 años con más de veinte muertos encima. Gustavo les contó el
motivo de su encierro. En su casa de barro y esterilla, ubicada a las orillas del río Cauca,
había guardado un arsenal de unos guerrilleros por cien mil pesos. Trepó al techo las armas
para que nadie sospechara pero esa misma noche unos policías tumbaron la puerta de
madera y entraron. Un soldado con malicia indígena sacudió una guadua y del techo
cayeron las armas, con la mala fortuna de romper la virgencita de porcelana del comedor.

Los tres presos habían pagado el derecho a la celda donde se encontraban. Camilo con un
poco de plata ahorrada, Gustavo con el dinero de los guerrilleros y Samuel Pistola con algo
de la caleta que está enterrada en el patio de su casa al lado de dos cadáveres que no fueron
llorados por ningún cristiano. Los prisioneros no se volvieron amigos, se confabularon
contra el silencio. Fueron cómplices de sueños y atrocidades fallidas, porque en la cárcel
somos el mismo ser humano perdido.

Es día de visitas. Patricia ha ido con su hija. Se levantó a las dos de la mañana para hacer la
interminable fila. En la entrada, una guardia que pareciera ser lesbiana tocó sus partes
íntimas antes de permitirle ingresar. Gustavo está demacrado, tiene los ojos hundidos, no la
mira a los ojos. Camina a su lado y recuerda las advertencias de su esposa de no aceptar
tratos con rufianes, pero claro, él siempre la creyó un poco ingenua y bruta, ahora, desearía
que se abriera la tierra y lo tragara. Gustavo observa que una joven hermosa besa a Samuel
Pistola; Camilo, en cambio, camina solo, deambula por el patio ahogado en sí mismo.

—Tengo dos meses de embarazo, Gustavo —le dice y lo toma de la mano —míreme que le
estoy hablando—. El preso deja escapar una sonrisa falsa.

—Venda la nevera mija, eso nos da una esperita

—La vendí hace quince días ¿Usted cree que con qué íbamos a comer?—. Gustavo quiso
morirse, baja la cabeza. —Pero no se preocupe mi amor, nosotras estamos bien. Además
nos está ayudando don Freddy, el político. Le cuento que a los presos los están dejando
salir con un collar, se los ponen en la muñeca, es como un relojito, si viera lo bonito—.

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Siguieron caminando, hora tras hora, como si el pequeño patio, atestado de gente, fuera
infinito.

El único lugar en que el hombre debe desatar su furia y dejar salir al demonio que nos
acompaña, es en la cárcel. A la celda de los tres prisioneros llega el Tuerto. Tiene un ojo
cerrado. Según rumores, había picado con motosierra a ocho personas que mantuvo
secuestradas. Samuel Pistola, Camilo y Gustavo, tienen sus camas aseguradas. Los tres se
unieron para defender el territorio por el que habían pagado. El Tuerto quiere darles a
conocer quién manda, escupe a sus pies en señal de rechazo, mantiene un silencio
espeluznante. Samuel Pistola, el único de los tres compañeros que puede enfrentarlo, tiene
un cuchillo bajo la almohada, piensa utilizarlo al menor movimiento brusco del Tuerto.

En la noche Gustavo siente una fría mano que pasa por su lado, escucha el llamado de
auxilio de Camilo. No logra ver nada. Cae al suelo de un fuerte golpe. Samuel Pistola
insulta y penetra un cuerpo en la oscuridad. Los gritos de Camilo enloquecen a Gustavo que
quiere defenderlo pero no ve nada, como si la oscuridad se los tragara. Con las primeras
luces se divisa el cuerpo del Tuerto que yace sobre el asfalto. Su único ojo reposa sobre el
abdomen. Los guardias se sorprenden al ver el cóncavo orificio y las cincuenta heridas de
cuchillo sobre el cuerpo del recluso. Camilo se encuentra herido. Los uniformados no lo
llevan a la enfermería. En la cárcel colombiana la cura del preso es la muerte.

Han pasado ocho días desde la muerte del Tuerto. Camilo huele a queso. A la celda han
llegado diez prisioneros más. Todos duermen sentados, pues el espacio es reducido y al
acostarse podrían untarse de mierda. La cama de arriba la sigue conservando Samuel
Pistola; abajo duerme Gustavo y Camilo. Los presos nuevos llevan dos días y quieren matar
a Camilo para evitar una epidemia. Le pidieron autorización a Samuel Pistola que ahora es
el jefe del cuarto y uno de los líderes de la cárcel. Al parecer el joven tiene buenos
contactos, pues todos lo respetan y esperan con júbilo el momento en que pone la canción,
siempre a las tres de la tarde:

“[…] ya me encuentro tan amargado pagando una larga pena, la máxima del juzgado, de
rodillas te prometo, que al vicio no vuelvo más, yo seré honrado y honesto me voy a
regenerar”…

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Samuel ha decidido hablar con Gustavo. Su amigo debe escoger entre dejar que los otros
prisioneros maten a Camilo o hacerlo él mismo para no causarle sufrimiento. El olor a
podrido se ha vuelto insoportable. En las noches las ratas comen algo de su pierna. Gustavo
no dejará que nadie lo toque, aunque sea un cobarde, ha llegado el momento de sacar
valentía, quizá el miedo lo impulse a ello, quizá el miedo sea lo único que lo salve.

El jefe de Estado tiene una mirada de asesino. En seis años de gobierno había empleado el
método para otros asuntos, pensaba que era lo mejor para su país.

— ¿Sabía usted que estamos llenos de maricones?

—No señor —contesta el Director de la cárcel.

—Nadie es capaz de hacer nada. Usted y yo llevamos trabajando mucho tiempo en esto y
quiero decirle algo. No es justo que los demás ciudadanos de bien tengamos que sostener a
estos criminales, que el Estado tenga que pagarles techo y comida ¿Está de acuerdo
conmigo sí o no?

—Sí, claro; señor Presidente.

—Ahora, en esta prisión tenemos hasta violadores de niños, tipos que trafican con órganos
¿No le parece a usted que algunos seres humanos deben morir, es justo lo que hicieron? Y
tras de eso los tenemos que mantener aquí, gratis, comiendo y durmiendo como si fueran
gente de bien. Dígame, Director: ¿cuánta plata le cuesta a la cárcel mantener a estos
delincuentes al mes?

—Aproximadamente seis mil millones

—Imagínese. Algunos en este país me juzgan por cosas que no saben, claro, jamás
comprenderán que las leyes colombianas son muy frágiles, aquí todo el mundo se las salta y
mi obligación es hacerlas cumplir—. El Presidente calla, meditabundo. —He dado la orden,
en el transcurso de la próxima semana realizarán el trabajo.

—Pero señor, ¿no le parece que es una decisión muy extrema?

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—No. Tenemos hacinamiento no lo olvide. Esto no solamente se hace en la cárcel. En las
calles también ¿Usted se imagina si no se hiciera cuántos indigentes andarían en Bogotá?
Todavía tendríamos El cartucho, lleno de ladrones, viciosos y gente que no le sirve para
nada a la sociedad. ¿Sabe algo, Director? Muchas veces juzgué la Alemania de Hitler, pero
ahora la comprendo—. Hubo un silencio sepulcral. El Director iba a retirarse del recinto. —
Quizá, después de esto me toque despedirlo, alguien tiene que pagar los platos rotos, pero
no se preocupe, nada malo le pasará. Ya sabe, solo hable con los guardias para que mis
hombres puedan entrar.

Gustavo puso una almohada en la cara de Camilo, apretó fuerte mientras una lágrima sucia
resbalaba por su mejilla. Una quietud y una abismal herida en el alma lo detuvieron. El
cadáver inerte parecía sonreír. Envidió la suerte de su amigo. La muerte se burlaba una vez
más de su vida. Ahora quedaban en la celda doce prisioneros y un muerto. Camilo fue
tirado al lado de los barrotes para que los guardias lo sacaran. Oso, un prisionero nuevo,
mira a Gustavo con desprecio, igual que los perros y los murciélagos, huele la cobardía de
los hombres. Está cansado de dormir en el suelo. El joven Samuel no lo asusta, aunque los
demás lo respetan, él solo finge. Tiene un cuchillo, lo consiguió en otro patio. Sabe que el
trozo de metal impondrá su hombría.

¿Cuánto tiempo ha pasado? Las horas, los minutos y los segundos devoran a los
condenados. Una hora transcurre en años. Como si la nada existiera, como un sueño que se
repite constantemente y el preso colgara de un péndulo sin eje. Gustavo recibió en la
mañana una carta. Dice que en pocos días saldrá en libertad condicional. Ese día Samuel
Pistola lo ha llamado aparte, tiene el rostro adusto y la mirada profunda de matón.

—Usted sabe, hermano, que me cae bien, pero ya no puedo defenderlo más—. Gustavo
baja la cabeza como siempre—. Le voy a decir la verdad, esos malparidos desde que
llegaron se lo quieren comer. Esa gente es brava, no son cualquier pelagatos, uno de ellos
es el jefe de sicarios de una banda muy brava. No he dejado que le hagan nada, pero ya no
los puedo detener. A usted no lo han bajado de esa cama, no le quitan la comida, y lo
respetan en este puto encierro por mí. Pero la verdad es que ya no puedo hacer nada.

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Estamos aglutinados, necesitamos espacio. Ya somos doce en una habitación para dos. Hoy
en la noche lo violan, luego lo van a sacar al corredor— Gustavo lo mira perdido y llora, no
por el cuarto sino por sentir que es incapaz de defenderse, por creer que en Samuel Pistola
tenía un amigo —mire le voy a dar esto. Es buena, guárdela muy bien, Gustavito; que Dios
lo bendiga—.

Cae la noche y el silencio cubre el encierro de los hacinados. Gustavo aprieta un puñal.
Esta vez no reposa en su cama, otros ocupan su lugar, sabe que vendrán por él. El sudor
escurre lento por el cuerpo cansado. Escucha que se ponen de pie y observa la luz de una
vela.

—Bueno Gustavito, le llegó la hora, tranquilo quédese quietico, no tiene por qué sufrir,
luego de esto va a dormir muy bien. Ayúdeme Zancudo, que no ponga resistencia—. El
miedo lo invade y quiere morir, su brazo tiembla. Siente una mano fría sobre el cuello y sin
pensarlo hunde el filo del puñal en su enemigo, repite una y otra vez la acción.

— ¡Este hijueputa mató al Oso! —Grita Zancudo y se abalanza sobre él.

—Vengan hijueputas, vénganse todos que no tengo miedo —grita Gustavo que decidido y
poseído, con ganas de morir y de matar, atraviesa el cuerpo de Zancudo. Está bañado en
sangre, llora de ira, de miedo y de valor. Los demás lo observan con el destello de la vela.

—Estás de macho malparido ¡Carrancho saque las puñaletas y ayúdeme que ya me cansó
este mariquita!

Dos hombres rodean a Gustavo. Los demás prisioneros se divierten. Samuel Pistola observa
con admiración la valentía de su compañero, sabe que se encuentra en desventaja. Empuña
un cuchillo. Gustavo quiere hacerse matar, pero antes intentará llevarse alguno al infierno.
Le hacen lances y lo hieren. Samuel Pistola observa la sangre de su amigo y un demonio en
su pecho rompe las cadenas. Por la espalda apuñala a uno, el otro, sin saber que ocurre,
recibe una cuchillada de Gustavo. Todos en la prisión gritan de alegría, como los antiguos
romanos, reclaman sangre. Los demás presos de la celda entran a la trifulca. Samuel Pistola
mata sin compasión, es para lo único que ha servido en la vida. Desde la escuela, cuando
los profesores le comenzaron a temer, descubrió su talento: herir y matar a sus enemigos.

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Gustavo, poseído por una ira incontrolable, hunde su metal en más de un cuerpo. Al final
todo termina y la desgastada vela alumbra los cuerpos inertes. Los dos reclusos se abrazan.
Gustavo llora, por un momento el infierno le sonrió.

Esa mañana sopla un aire cálido. La canción de los hacinados suena más fuerte que nunca,
todos repiten la letra:

“Virgen de las Mercedes patrona de los reclusos mi madre está que se muere, que por mí
ya sufre mucho. Siii, ¿quién le dará de beber?, oyeee, ¿quién le dará de comer?...”

Gustavo y Samuel Pistola ocupan una sola celda. El hacinamiento ya es en los corredores y
los demás cuartos. Ahora los presos los miran con respeto y temen la mirada esquizoide de
Samuel. En la mañana los guardias alzaron los cadáveres, llevaban ocho días pudriéndose
y los zancudos podían llegar hasta la oficina del Director. Gustavo se despide de Samuel.
Lleva una extraña pulsera en la muñeca. Es el día de la libertad. Sabe que no es el mismo.
Matar lo ha cambiado, como si hubiera hecho un rito arcaico, la sangre del enemigo ha
purificado su interior. Sonríe al recordar el valor que tuvo. Avanza seguro y se abre paso
por el corredor atestado de presos. Observa que al acercarse a la puerta de salida entran
varios uniformados con máscaras que ocultan sus rostros, llevan armas de largo alcance. La
puerta del corredor se cierra tras él y escucha disparos ahogados, no tan fuertes. Los gritos
de los presos se vuelven insoportables. El miedo lo invade, quiere correr.

—Cálmese señor, están lavando y requisando a los presos, puede irse, recuerde las
recomendaciones—. Un guardia empuja a Gustavo a la calle, mientras se escuchan los
gemidos y el llanto de los condenados. El sol alumbra fuerte. El hombre, ahora libre,
camina lento. A lo lejos divisa a su mujer. Está allí, con su hija del brazo. Gustavo ríe, sabe
que ha ganado algo, no sabe qué, pero lo sabe.

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Corazón asesino

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Asesinó al dueño del hostal de dos cuchilladas en el pecho. Hace días lo tenía planeado.
Robó el dinero que el abusador guardaba en su billetera y lo que pudo esconder en el
abultado vientre. Tuvo el cuidado de cerrar con delicadeza. Afuera una viuda la observaba,
Magdala le sonrió con malevolencia y la mujer se santiguó. Varias personas vieron la
sangre de sus brazos e imaginaron lo que pasaba. Nadie se atrevió a decir algo. Magdala,
con el caminar de quien se cree superior, avanzó por el corredor. Antes de salir del hostal
escuchó el grito desgarrador de una mujer. A su mente vino el recuerdo de las puñaladas y
la sangre de su víctima. Magdala rio fuerte, tanto que las personas que escucharon su
carcajada juraron que era el diablo.

Juan nació en medio de una tormenta. La madre lo tuvo sin ayuda de comadrona que la
socorriera. En un establo, al lado de un alazán y un perro rabioso, con un aguacero
torrencial, vino al mundo que no lloró como los otros niños. La madre secó la sangre del
pequeño, quizá estuviera muerto, pero el niño con unos ojos negros y abismales, que
parecían un agujero del espacio, la observaba. Desde ese día Magdala, una puta asesina, el
terror de las mujeres casadas, sintió deseos de vivir.

El triunfo de la vida sobre la muerte le dio una oportunidad. Con el nacimiento de Juan la
mujer se sintió otra, como si hubiera realizado un rito, sus huesos y cada átomo de su
sangre se renovaron. Por el pequeño juró emprender una nueva vida. Con los ahorros que
guardaba compró una pequeña casa a las afueras del pueblo. Los hombres del lugar que le
temían y la amaban en silencio, extrañaron su cuerpo exquisito. Las mujeres hicieron fiesta
cuando supieron que Magdala no recorría las calles en busca de hombres y de víctimas.
Dicen los viejos que no había hombre capaz de resistirse a sus encantos. Los que no morían
en sus manos sufrían delirios de amor por sus besos salvajes.

El niño creció fuerte, con el carácter, la valentía y la hijueputés de su madre. En la escuela


vi por primera vez sus ojos abismales. No disfrutaba la compañía de nadie, ni jugaba como
los demás niños. Se sentaba en un pequeño kiosco y leía una revista de Kalimán. Nos
volvimos amigos o a lo menos compañeros cuando Palacios, el niño más temido del salón,
me partió un pupitre en la espalda. Sus amigos me golpeaban en el suelo y Juan intervino

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dando trompadas a diestra y siniestra. Todos se paralizaron al sentir su fuerza de toro. Juan
tumbó a Palacios, y si la profesora y los demás compañeros no se lo quitan, hubiera
cometido su primer crimen. A partir de ese momento lo admiré. Su firmeza y resolución
eran los de un asesino. En los días siguientes le traje galletas y me hice a su lado. Quizá lo
único que siempre compartimos fue el silencio. En la adultez nos sentábamos en dos viejas
mecedoras sin decir nada, como si el silencio de su rostro metálico y mi alma lúgubre
dijeran todo lo necesario. El niño fue apodado Juan sin Miedo. En la escuela rompió cien
narices e hizo fama de boxeador. El profesor Jaime nunca logró olvidarlo. Una tarde, en
que Juan y algunos compañeros recibimos azotes en las manos por comportarnos mal en
misa, Juan sin Miedo, con un garrote descomunal oculto en las espaldas nos vengó. El
profesor confiado del niño silencioso de trece años, no tuvo ninguna precaución al
acercarse. Juan sin Miedo lo emprendió a garrotazos haciéndolo correr diez cuadras. Desde
ese día los profesores de la escuela no volvieron a maltratar físicamente a ningún
estudiante. Magdala nunca corrigió a su hijo, se sentía orgullosa de haber traído al mundo
una parte de su alma. Quiso que Juan fuera alegre y se divirtiera. Lo sacaba de casa para
que conociera amigos, sin embargo, el niño era solitario. No le gustaba hablar con nadie,
me buscaba y luego de un apretón de manos, se abstraía en un mutismo voluntario.

A los catorce años la vida de Juan cambió. Su madre le dijo que el teniente de la policía
del pueblo era su padre. Ella lo había visto esa mañana en compañía de su esposa y una
joven rubia de unos 23 años. Magdala, inigualable en belleza los miró a los ojos. El teniente
supuso que la prostituta retirada le causaría un escándalo, así que le dijo que respetara la
autoridad, que se quitara del camino porque pasaría una familia decente. Magdala, al
escuchar las palabras y observar que la mujer que lo acompañaba la miraba como a una
mierda, le dieron ganas de matarlos, sus ojos negros brillaron, si tuviera el cuchillo
escondido en la falda de seguro habría terminado con la honorable familia. Juan sin Miedo,
luego de escuchar a su madre le preguntó qué debería hacer. Magdala lo besó y dijo que
nada, que continuara alimentando el ganado.

La vida del campo, las gallinas y las vacas, consiguieron calmar el espíritu indomable de
Magdala. Su hijo la transformó en una nueva mujer, sin embargo, un rencor crecía en
alguna parte de sus huesos, no podía olvidar el insulto del teniente y su esposa. Una

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mañana, después de vender una res en la galería, lo encontró de nuevo. El teniente esta vez
la enfrentó y le dijo a manera de burla que su hijo era un bastardo. Magdala tomó rápido el
cuchillo y si dos policías que cuidaban al teniente no la sujetan, lo habría enviado al otro
mundo.

Hasta ese día Juan sin Miedo estuvo tranquilo, su demonio interior dormía, luego no hubo
poder humano capaz de detenerlo. El cadáver de Magdala lo encontraron tres gallinazos.
Todos los habitantes del pueblo comentaron su muerte, no creían lo que pasaba. Juan sin
Miedo, sin una lágrima en el rostro, ahogado en sí mismo, enterró a su madre. El único que
lo acompañó fue Palacios, el compañero al que casi mata por mi culpa. Los dos niños
llevaron el ataúd en una carreta. Quise ir pero mi madre me retuvo. Las personas solo
miraban y se santiguaban. Después del entierro Juan sin Miedo se fue del pueblo, se iba en
compañía de Palacios y un tío. Antes de marcharse le entregué unas revistas y un libro sin
abrir que papá me había regalado. La mirada perdida y esquizoide de Juan asomó una
lágrima.

Juan mató su primer hombre a los quince años. De una cuchillada lo atravesó. El crimen lo
había ordenado León María Lozano, El Cóndor, jefe máximo de los asesinos del Partido
Conservador, que desde entonces vio en el joven a un criminal desalmado. En todo el Valle
del Cauca, Juan sin Miedo, hizo fama de matón. Donde los demás pájaros no se atrevían a
llegar, el joven irrumpía y miraba la muerte de frente, como solo aquellos que desean morir
pueden hacerlo.

¿A cuántos hombres mató Juan sin Miedo? Don Joaquín dijo que a más de cien. Lo cierto
es que una mañana, con un sol inclemente, volvió al pueblo. Las personas que lo conocían
y los curiosos se ocultaron. Una señora que salía de misa se persignó y juró que era el
diablo. Juan sin Miedo avanzó lento por las calles polvorientas. El olor de las casas y el aire
le recordaron a su madre. Lo primero que hizo fue entrar a la carnicería de don Tiberio y
descargarle dos tiros, las balas entraron por el mismo orificio. Al salir no había un cristiano
capaz de mirarlo. Algunos decían que era la reencarnación de Magdala o de Lucifer. Al día
siguiente, encontraron a Ómar González descuartizado. Un pescador halló los restos en la
orilla del río Cauca. Nunca antes las calles del pueblo se vieron tan desiertas. Cuando nos
cruzamos me dio un apretón de manos y posó sobre mis ojos lúgubres su mirada

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esquizoide, sentí temor y felicidad de verlo. No hablamos, solo lo vi marcharse y
desaparecer en la distancia.

Juan sin Miedo mató a veinte hombres del Partido Liberal. En el pueblo todos le temían.
Dos hombres lo acompañaban, entre ellos Palacios, su compañero de infancia. Ahora
llevaba una cicatriz que empezaba desde la frente y descendía hasta el labio. Les decían los
Pájaros y asesinaban sin piedad. La vida de Juan sin Miedo, igual que la de su madre,
cambió cuando don Joaquín, que en ese entonces tenía 65 años se acercó a su casa. El viejo
que ya se sentía cansado de vivir se atrevió a decirle lo que nadie fue capaz.

—Mire, Juan, hoy vengo a contarle lo que ese hijueputa teniente de la policía nos hizo a
ambos. Yo ya estoy muy viejo pero usted está joven y heredó la valentía de su madre.

Juan se acercó al hombre con una sonrisa fingida, recordaba que su madre trabajaba con él
cuando vendía las vacas en la plaza. Escuchó una vocecita diciéndole al oído que lo invitara
a pasar y lo matara.

—Téngase duro porque le voy a decir la verdad. Usted sabe que fui muy amigo de su
madre, quizá el único que tuvo. Mire le voy a contar, el que mató a su madre fue el
teniente. Yo he querido cobrar venganza pero nunca he sido capaz, ya solo espero la
muerte, mijo.

Juan rio fuerte, tanto, que don Joaquín salió corriendo del lugar. El joven cargó el Smith &
Wesson cañón corto con seis balas relucientes. Al salir de la casa le dijo a Palacios y al
Pájaro que tenía bajo su mando, que no lo siguieran. Encontró al teniente sentado en el
parque. Sabía que era su padre, pensó en disparar desde la distancia pero quiso matarlo de
cerca, humillarlo con la mirada. Cuando lo tuvo a dos metros, una mujer con sus mismos
ojos se atravesó en el camino. Su belleza y encanto sobrenatural lo detuvieron. Escuchó que
le dijo “padre” al policía. Entonces supo que la criatura celestial que observaba era su
media hermana. Se confundió. Por primera vez dudaba. La vocecita le dijo que los matara a
ambos. Tomó a la mujer del brazo y la jaló. El teniente quiso reaccionar pero Juan le dio
un golpe y cayó de bruces. Las personas se ocultaron. Ella no opuso resistencia al repentino
secuestro del bandolero. Juan sin Miedo llegó a su casa y le desgarró el vestido. La mujer

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detalló, aunque sentía miedo, que su secuestrador era muy joven, apenas si tendría 18 años,
ella, en cambio, tenía veintiocho bien vividos.

—Usted quién se cree que es malparido mocoso, yo soy mayor que usted. Usted quiere mi
cuerpo, pues listo, hágale si es capaz. Si me hubiera dicho lo que quería no hubiera tenido
que traerme a la fuerza —trató de intimidarlo.

Ante la desnudez impoluta de la mujer, Juan no respondió. Su ombligo era el centro de la


vida y de la muerte. Arriba de él reposaban las formas perfectas de las tetas y el rostro de
un ángel. Abajo, una abertura exquisita anunciaba las llamas del infierno. Juan quiso
descender hasta quemarse.

—Qué, ¿se va a quedar ahí parado?, hágale pues maricón.

La mujer se sintió atraída ante el cambio de personalidad y la belleza enigmática del joven.
Juan recobró el valor y se desnudó para sumergirse en los secretos del mar, navegó en sus
aguas tibias como nunca antes marinero alguno lo hizo. Al terminar se dio cuenta que era
su esclavo. Tania, así se llamaba la mujer. Poseía piel de porcelana y cabello dorado, sus
ojos marítimos cambiaban de color cuando hacía el amor. Se enamoró del joven pistolero.
Ambos se amaron casi hasta morir. Cabalgaron desnudos cuatro horas seguidas, al final
durmieron en la paz de sus cuerpos.

Juan devolvió a Tania con el sol y los habitantes del pueblo de testigos. Todos presenciaron
el hecho. Tania caminaba orgullosa al lado del joven, estaba segura de no volver a pensar
en otro hombre. Le había dicho que hablaría con su padre para ser su esposa. Aunque Juan,
guiado por la demencia del amor, le dijo que se fueran juntos, ella no lo aceptó, pensaba
arreglar las cosas por las buenas. El teniente, ese mismo día, después de escuchar la locura
de su hija, le dijo que no había problema, sin embargo, en la noche, con ayuda de tres
policías, la sacó dopada del pueblo rumbo a Bogotá.

Juan, en compañía de Palacios y su otro asesino, buscaron a la mujer y al teniente por cielo
y tierra. El joven juró recorrer el mundo entero y matar a quien fuera necesario por
encontrarla. Los días pasaron y Juan se desesperaba. Palacios y su compañero lo
abandonaron y viajaron a Tuluá para informar al Cóndor la locura de Juan sin Miedo que

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moría por no hallar a su amada; le contaron que no era tan guapo como decían, pues no
había nacido hombre alguno, por genio o valiente que fuera, que no cayera dominado ante
el encanto de una mujer. Después de nueve meses, dos días y quince horas, Juan sin Miedo,
gracias a una persona importante del Partido Conservador, la encontró. Estaba en la sala de
parto de un hospital. Juan entró a la fuerza, dispuesto a partirle la madre a quien fuera
necesario para llevársela. Dos guardias, dos enfermeras y un médico albino se lo
impidieron.

—Si se la lleva se va a morir hijo, está embarazada. El papá de la señora está en la otra sala,
si quiere hable con él, pero por el momento no puedo permitirle pasar, estoy a punto de
proceder con la paciente.

Juan sin Miedo se quedó atónito. Un hijo vendría al mundo, no sabía si era suyo. Se asomó
por el cristal de la sala y entonces la vio. Ella, como si escuchara los pensamientos del
joven, tocó su vientre y dijo en un susurro:

—Es tuyo.

Un frío recorrió el cuerpo de Juan. Las horas pasaron lentas. Luego, el médico anunció lo
inevitable. El teniente, que por la noticia no percató la presencia de Juan, maldijo su suerte.

—El bebé está bien, sin embargo la madre sufrió una complicación y ya no nos acompaña,
lo siento. Ah, pero eso sí, el niño es muy saludable y especial. Tendremos que ponerlo a
control, es bastante especial.

Juan escuchó cada sílaba del médico. Quiso llorar pero sus ojos no tenían agua.

— ¿Dónde está el niño? Me lo llevo inmediatamente —dijo el teniente.

Juan recobró valor y sacó el arma para hacerle saber a los presentes quién era. Decidido, le
metió un balazo en la cabeza al teniente y si los guardias no huyen, seguro los hubiera
matado. Llevaba ocho días sin bañarse y tenía el aspecto de un maniático. Con el Smith &
Wesson a la vista y el niño cargado en su brazo izquierdo, salió del hospital con ganas de
matar al que se le atravesara. Cuando llegó a casa, la misma donde alguna vez Magdala lo
crió, puso al niño desnudo en la cama. El pequeño cuerpo y los ojos profundos iguales a los

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suyos lo asombraron. Se acostó a su lado y durmió tranquilo. La noche encadenó su ira en
algún lugar de lo negro.

El sonido del corazón lo despertó. El pequeño seguía a su lado sin hacer el menor ruido.
Juan supo que tenía hambre porque habría la boca, sin embargo, no escuchaba su llanto.
Afuera oyó unas pisadas. Quitó el seguro del arma y por el agujero de la puerta pudo ver a
sus dos asesinos. Palacios, acompañado de otro Pájaro, lucían ansiosos. Uno de ellos lo
llamó. Juan le dijo que entrara. Lo esperó oculto detrás de la puerta. El niño no hizo más
movimientos gesticulares, se calmó, como si supiera que en ese momento se jugaba su vida.
De una cuchillada en la nuca, Juan sin Miedo, atravesó a su enemigo. Un poco de sangre
salpicó la cara del pequeño. Juan, por primera vez, pensó en la muerte. Si llegaba a morir el
niño quedaría solo.

—Salí pues, malparido —gritó Palacios―. Juan dudó un momento. Le hizo la señal de la
cruz al niño y salió disparando con valor. Tenía una puntería precisa y sobrenatural, que
heredó de su madre.

Los cuerpos sin vida de Palacios y su acompañante, los encontraron en el parque colgados
de un viejo árbol. La gente se asustó al verlos, pues no tenían ojos. Juan sabía que vendrían
más Pájaros del Partido Conservador a buscarlo. La única salida era cortar el problema de
raíz. Dejó el niño con don Joaquín, le dijo que si no regresaba en dos días lo criara como
suyo. Cargó el arma y antes de partir besó al pequeño. El olor olvidado de su madre retornó
en el cuerpo del niño. Años después me confesó don Joaquín que creyó que esa era la
última vez que vería a Juan.

Al Cóndor, jefe de sicarios del Partido Conservador, lo encontraron muerto en mitad de una
calle desierta. Tenía dos balas en la frente. El cuerpo lo trasladaron a Tuluá y la ciudad
estuvo de fiesta. Los Liberales nunca antes celebraron tanto. Juan sin Miedo regresó y don
Joaquín se lo dijo:

—El niño es sordomudo y parece especial. Eso sí, tiene los mismos ojos negros de
Magdala.

Juan levantó al pequeño como un trofeo. En ese momento supo que existía.

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El Mudo, como lo llamaron todos, nació con síndrome de Down. Caminaba lento y recibía
con una sonrisa a las personas que iban a comprar leche y huevos a la casa de su padre.
Juan sin Miedo no se preocupó por conseguir dinero. Con lo que tenía compró algunas
vacas y gallinas. La vida del campo y la compañía de su hijo bastaron para brindarle la
calma que algún día tuvo. Con la muerte del Cóndor nadie intentó buscarlo. Recuerdo el día
de su visita. Lucía un traje de corbata y sombrero. Los años nos cambiaron, noté que su
cuerpo aún seguía rígido. Conservaba sus brazos de oso y la quijada de boxeador. Nos
sentamos en el jardín y contemplamos la muerte de la tarde.

—Aún tengo el libro, lo he leído muchas veces —me dijo antes de irse.

Años después recordé sus palabras y creí comprender su extraña personalidad.

La vida es amante de la muerte. Se encuentran en sueños. El tiempo los separa, a veces


poco, a veces mucho. Los años volvieron a Juan otra persona. Se volvió cristiano y fiel
cumplidor de la palabra de Dios. Con las muchas iglesias que llegaron al pueblo, los
creyentes integraron comunidades religiosas. El conflicto entre Liberales y Conservadores
se redujo a su mínima expresión. Sin embargo, el narcotráfico comenzó en Colombia como
un nido de arrieras y con él miles de muertos. Los ideales políticos y colectivos se
perdieron, en su lugar quedó el anhelo al poder individual. Se formaron grupos guerrilleros,
igual o peor a los asesinos del gobierno. Los jóvenes comenzaron a fumar marihuana y
cocaína. Entonces, Colombia fue la tierra de nadie.

El Mudo enfrentó un mundo distinto al de Juan, que a sus sesenta años, pedía a Dios que le
diera larga vida para cuidar de su hijo. Una tarde, en que celebraban ochenta años de la
fundación del municipio, unos hombres montados a caballo dispararon al azar. En medio de
la borrachera los jinetes no sabían a dónde apuntaban. El Mudo caminaba sonriente, llevaba
los huevos a la tienda de Pacho cuando una bala lo tumbó. Los huevos se partieron y la
gente se aglomeró alrededor del Mudo. Juan sin Miedo, sin creerlo, se hizo paso entre la
multitud. Lo cargó sin llorar y caminó a su casa. Nadie dijo nada. Todos lo vieron avanzar
por esa calle que fue testigo de sus crímenes. Al día siguiente ambos cargamos a su hijo al
cementerio. Recordé la vez en que lo vi con la mirada perdida llevando a su madre a
enterrar. Juan caminó con la seguridad de siempre mientras alrededor escuchamos la

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música y los murmullos de la gente. Al echar la última palada Juan no se despidió de su
hijo ni de mí, había enterrado su alma. Lo demás lo supe por don Joaquín, que parecía
descendiente de Matusalén y ajustaba un poco más de cien años.

Un día, después del entierro, un hombre tocó la puerta de Juan. Decía venir de parte del
Cojo, que según él, era el dueño del pueblo. Le entregó dinero y en nombre de su patrón se
disculpó por la tragedia involuntaria de su hijo:

—Mi viejo, fue un accidente, un infeliz accidente que acabó con la suerte del mudito.
Créame, cuando le digo que el patrón está muy avergonzado, pocas veces hace cosas como
esta.

«Mátalo, éntralo y mátalo». La vocecita en el interior de Juan había despertado de su


letargo y le hablaba. Juan sin Miedo lo invitó a pasar. Lo atacó de frente. Con la agilidad de
un matarife clavó el puñal en su garganta. Arrastró el cadáver al patio y cortó sus
extremidades. Lo hizo como en los buenos tiempos cuando sembraba terror en el Partido
Liberal. La vocecita no dijo nada más y Juan se detuvo. Se duchó, se puso el viejo traje y el
sombrero. Sacó el arma. Lucía inmortal en el estuche. Juan se sintió de nuevo amo de la
vida ajena y amante de la muerte. Empacó el cuerpo de su víctima en una bolsa y la echó
junto a la basura. Luego se fue en busca del Cojo. Iba resuelto a partirle la madre al
hijueputa dueño del pueblo.

Lo encontró en una cantina. Dos hombres lo acompañaban. Supo que era él por la
descripción que le dio don Joaquín. Los ancianos que lo vieron de nuevo, recordaron la
época de la violencia. Juan sin Miedo se sintió extraño, como si fuera otro, sin embargo la
vocecita le dio el ánimo que necesitaba. El Cojo, que era un hombre veterano de cuarenta
años, les dijo a sus escoltas que lo detuvieran antes de llegar a su presencia.

—Alto viejo ¿A qué viene a este bar?, está cerrado, es propiedad privada.

Juan, que hablaba poco, se animó y no se detuvo.

—Vengo a hablar con el señor Cojo. Tranquilos, soy un pobre viejo.

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—Señor, que se detenga… viejo marica que pare —le gritó el joven, que ese día cumplía
veinte años.

Juan sin Miedo conservaba la puntería de matón e incrustó un balazo en su frente. El otro
no tuvo tiempo de reaccionar. Recibió dos disparos que destrozaron su rostro. El Cojo no
creía lo que pasaba. Estaba desarmado. Sintió terror. Juan traía en la mirada al diablo. Le
dio un tiro en el abdomen y sacó un hacha que llevaba oculta en la espalda. Todos en el
pueblo escucharon los gemidos del Cojo pero nadie hizo nada. Juan sin Miedo desmembró
el cuerpo y luego, bañado en sangre, tiró las partes al andén. Caminó seguro, con el arma en
la mano, con ganas de matar a quien se atravesara. Las personas sintieron la ira en su
respiración y se escondieron.

Juan sin Miedo entró por última vez a su casa y se santiguó. Antes de irse, lo encontré de
casualidad en el camino, y vi en sus ojos un abismo negro.

—Le devuelvo el libro que un día me regaló. Yo siempre he creído en Dios. Quizá él me
perdone —dijo, y se marchó por aquella calle que ha sido testigo de miles de muertos. Si
pudiera hablar, gritaría el dolor de aquellos que reposan bajo el asfalto.

Al atardecer me sentí más solo que nunca. Comprendí que no volvería a ver a mi
compañero de infancia y al único hombre que fue capaz de darse trompadas por
defenderme. Tomé el libro que me dejó, y al leer la primera página, me di cuenta que lo
admiraba, que ese hombre de mirada sombría, exaltaba la poesía y la violencia. Al leer la
primera página, experimenté un sentimiento revuelto de duda y compasión:

“Mis deseos son una modesta choza, un techo de paja; pero buena cama, buena
mesa, manteca y leche bien fresca, unas flores ante la ventana, algunos árboles
hermosos ante la puerta, y si el buen Dios quiere hacerme completamente feliz, me
concederá la alegría de ver colgados de estos árboles a unos seis o siete de mis
enemigos. Con el corazón enternecido les perdonaré antes de su muerte todas las
iniquidades que me hicieron sufrir en vida. Es cierto: se debe perdonar a los
enemigos, pero no antes de su ejecución”. Heinrich Heine.

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No sé hasta donde el poeta alemán Heinrich Heine habrá inspirado a mi amigo, pero cuando
vi la caravana que marchaba a enterrar al Cojo, me alegré de que Juan sin Miedo lo hubiera
descuartizado.

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La lujuria del hijo del telegrafista

A Edgar Collazos, que inventaba las historias lujuriosas del autor del Quijote
latinoamericano.

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Al vicio de lujuria se dio tanto que lícito
el placer lo fue en sus leyes para ocultar su vida reprobable.
Dante Alighieri.

Miró el vaso de agua que puso la enfermera sobre la pequeña mesa de madera y quiso
regársela sobre la blusa que apretaba los pechos duros. En sus buenos años se alimentó de
ellos, sentía, cada vez que los besaba, la esencia de la poesía, aquella que lo llevó a vivir
como un personaje inventado en un mundo real.

A lo lejos escuchó la voz de su esposa, quiso que le diera agua, pero las palabras no le
obedecían. Le pareció irónico que el lenguaje, el arma infalible para todas las adversidades
de su vida, ahora lo abandonaba. La mano trémula tampoco obedecía la orden.

―Tranquilo, ya le voy a dar agua, sé que está sediento, señor —le dijo la enfermera que
cerró la puerta al llegar—. Usted es muy travieso, señor; no puede beber mis senos, solo el
agua. Quietico, eso, tome suave, muy suave.

Se quedó boca arriba, el vaso lo sostenía la mujer de blanco. Ella se abotonó la blusa que
segundos antes habían dejado libre una masa perfecta que el enfermo buscó como recién
nacido. Los ojos saltones de gallero decidido se clavaron de nuevo en sus senos. Buscó en
su memoria, en las novelas y cuentos que alguna vez, en un pasado perdido había escrito, y
no logró recobrar una imagen erótica que lo hiciera sudar y llorar como cuando escribía
hora tras hora en el incontable papel blanco. Ahora su vida era ese papel que naufragaba en
la nada. «El papel en blanco se traga mi alma, bajo su nada esconde las lágrimas de las
palabras de aquel que denunció La soledad de América Latina» dijo en un lenguaje interior.
Hablaba para sí mismo, los demás ya no lo escuchaban, cuando entraban y lo veían se
lamentaban de perder a un hombre tan ilustre, quizá el único que haya tenido Colombia. La
enfermera lo cubrió con un largo cobertor. Después, como siempre lo hacía, sacó Del amor
y otros demonios y se dispuso a leer en voz alta uno de sus capítulos. El enfermo se alegró,
su ánimo cambiaba con la enfermera que se acostaba a su lado a leer mientras él olía su

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cuerpo selvático. Recostaba la cara sobre el hombro de la mujer y acariciaba el perfume que
siempre lo mantuvo vivo.

—Usted es un gran escritor, no olvide que es un premio nobel de literatura —le dijo la
enfermera y lo abrazó.

«Ya no me importa quién fui, ni quién soy, al final no somos nada o como escribió
Conrad: en el mar todos somos iguales, solo que ahora el mar inundó la vida», pensó con
nostalgia el enfermo.

Sus ojos de hielo la miraron. Si estuviera con buena salud inventaría un verso al instante
para conquistarla, o un chiste que le hiciera mostrar los blancos dientes. A su mente vino un
recuerdo lúcido que había ocurrido hace 32 años en el Grand Hôtel de la ciudad de
Estocolmo el día 11 de diciembre de 1982, en horas de la noche, en un clima extraño que
alteraba su cuerpo de hombre del caribe.

La había visto antes, el 21 de octubre, era latina, no recordaba su nombre, pero le atrajo su
parecido a Nigromanta, su amante insaciable, que le hizo descubrir las delicias del amor y
le enseñó el secreto para subir a una mujer al cielo. Aquella noche su piel bronceada le
recordó la costa colombiana, las caderas y las piernas que descendían en forma de embudo
por un vestido negro le hicieron creer que aquella mujer, como las de sus novelas, no era de
este mundo. Se acercó a su mesa y le entregó un papel carmesí con olor a perfume
primaveral.

—Quién es esa. No la había visto antes—. Le preguntó su esposa que detalló el atrevido
escote que exhibía unas enormes nalgas. La mujer del vestido le había susurrado algo a su
hombre, podría jurar que le metió la lengua al oído.

—Es una persona que conozco hace tiempo; somos amigos, es una reportera mexicana,
muy importante, por cierto —le dijo.

Apenas la recordaba o la confundía, pero aquella cara trigueña de clima tropical y ojos de
leopardo le hizo comprender en su magnitud la belleza de la mujer amerindia. Las risas y
los comentarios que hacían los amigos en la mesa ahogaron las réplicas de su esposa.

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Con disimulo, por debajo de la mesa desdobló el papel: «Ven al baño, necesitamos hablar»
decía la nota con una letra prolija. Descifrar dónde quedaba el baño era un misterio en el
inmenso salón. Hizo señas a un mesero para que lo orientara. Al levantarse sintió que su
respiración aumentaba. Su mujer quiso acompañarlo, pero logró evadirla. Por un momento
imaginó que la nota era una broma, un miedo casi paraliza sus pies, sin embargo, supo que
no podría detenerse. El baño era amplio, con un enorme salón para los espejos y una hilera
de lavamanos. Se alegró de no ver a la mujer. Fue una locura abandonar a su esposa y a sus
amigos en una noche tan importante por algo tan raro. Iba a salir y una dulce voz lo detuvo
al instante.

— ¿Te quieres ir? Eso es descortés, y más viniendo de un hombre tan ilustre.

—Descortés es tener una reina aquí, en el baño de hombres —lo dijo al instante con la
rapidez mental que siempre tuvo. Ella se acercó a él y lo besó en la boca. Fue un beso
huracanado donde aumentaron las respiraciones.

—Perdóneme pero lo necesito, no diga nada; solo hágame sentir mujer.

Pensó que la mujer estaba loca. Quiso escapar pero un miedo delicioso lo retuvo. El olor a
flor salvaje de aquel cuerpo lo atrapó. Hace días que no disfrutaba los placeres de la carne.
Desde que su fama de escritor aumentó había dormido con un centenar de estudiantes,
reporteras y profesoras de literatura. De algo sirve la fama, decía para sí mismo al terminar
de hacerles el amor y regalarles un libro autografiado que ellas guardarían hasta el final de
sus vidas. La mujer lo empujó y entraron al baño.

La esposa, que esperaba en la mesa, y conocía a su marido como a ella misma, decidió ir
por su hombre. El baño inmenso de paredes pulidas la hizo pensar en la estrechez de su
casa. Escuchó al fondo unos gemidos de muerte y de placer.

— ¿Mijo cómo está, le pasa algo? —La esposa logró asustar y detener a su marido pero la
mujer que lo acompañaba continuó lento en una lujuria incontrolable. El escritor quiso
pararla a la fuerza y ella lo mordió en frenesí mientras empujaba su cuerpo para hundirse en
sí misma y batallaba como serpiente que quiere asfixiar a su víctima.

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— ¿Dónde está? —gritó la mujer con una voz de trueno. Un hombre rubio que salía del
baño se asombró al verla. Ella comenzó a abrir las puertas en busca de su marido. Los
gemidos de la mujer oculta se hicieron más intensos. El escritor creyó morir en su vientre
exquisito, en aquella tortura de placer que lo encadenaba para recordarle que era un hombre
terrenal, amante de los vallenatos y las mujeres que inspiraban el secreto de sus historias.

—No me importa si eres premio nobel, o quién creas que eres, pero te hago un escándalo
que lo escuchen desde la Patagonia hasta la China, malparido —gritó la mujer iracunda.

Abrió las puertas de los baños sin encontrar a nadie. Cansada y aliviada no supo si llorar o
reír. En la mesa su marido la esperaba. La recibió con su risa inmortal, capaz de conmover
el ánimo más huraño. Ella quiso besarlo y olerlo para comprobar sus dudas, pero el marido
con cautela le ofreció una copa —brindo por mi esposa y mi familia que siempre me han
acompañado; sin esta mujer no sería nada —dijo y todos los presentes aplaudieron. A unas
diez mesas de distancia lo observaba su lujuria. Se lamía los labios. El escritor sonrió al
recordar su escape a rastras por el piso de los baños. Abrió el papel que ella le había
entregado antes de marcharse «Ojos de perro azul» decía, con la misma letra prolija de
antes. Esta vez rio fuerte y clavó la mirada en aquella mujer que siempre fue un misterio y
se perdió en el laberinto de su memoria.

—Señor, no por favor, ya lo dejé. Ya me voy, tengo que llamar a su mujer para que venga a
cuidarlo—. La enfermera se abotonó la blusa y guardó los abultados senos que lo dejaron
soñar y vivir. Su mujer entró al cuarto y dijo algo. El escritor en medio de la nada, perdido
y derrotado por los años sonrió en silencio al recordar la masa tierna de la enfermera.

Ahora cuando la vida se había llevado todo lo que fue, sólo eso lo reconfortaba, quizá la
literatura está allí, en un cuerpo capaz de evocar un recuerdo y un sueño.

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Conan, el destructor de vaginas

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Caminaba con la seguridad de la belleza. Las jóvenes salían de los salones para verlo. El
cabello largo y las dos candongas le daban un aire de rockero rebelde. En grado once sus
compañeros lo envidiaban, no solo por su cuerpo atlético y mentón griego, sino por la
forma de convencer a los profesores de su inteligencia y buen comportamiento. Cuando lo
sorprendían copiando las respuestas del examen, ponía su cara de ángel. Las cejas pobladas,
los ojos cafés y el rostro blanco e impoluto, lograban conmover y ablandar hasta Horacio,
el temido rector del colegio. Era un veterano en el amor y en la guerra. A sus 19 años, un
poco atrasado para estar en grado once, había hecho el amor 156 veces y roto 150 narices.
Llevaba el registro en su cuaderno de notas y cada vez que aumentaba decía: otra víctima
de Conan, el destructor de vaginas. El apodo lo adquirió gracias a Martina, una joven a la
que llamaban Motosierra porque no dejaba palo parado. Una tarde en que sus padres
salieron, ella lo llamó. Después de una orgía de dos horas, Martina, cansada de placer
contempló a su amante, le pareció un guerrero griego, como Aquiles o Héctor, aquellos
héroes homéricos que mencionaba su profesor. Conan, dijo, y buscó la vieja película de su
papá. Cuando Juan Carlos despertó, la cinta del héroe medieval protagonizada por el joven
actor Arnold Schwarzenegger rodaba:

—Eres mi Conan, le dijo, —el destructor de vaginas—, y de nuevo subió sobre él, rápido e
indomable, como una yegua salvaje en campo abierto.

Francisco tenía dieciséis años y las mejores calificaciones del colegio Santos de Dios. El
profesor de matemáticas decía que era el único hombre en medio de gorilas. Con una
rapidez sorprendente realizaba multiplicaciones de varias cifras, como si tuviera una
calculadora en el cerebro. Conoció a Conan cuando entró al baño en horas de clase y
escuchó unos gritos de placer. La puerta se abrió y Camila, una joven de rostro blanco y
dientes perfectos, se ponía la blusa. Nunca olvidaría el color rosado de sus senos.

—Usted no ha visto nada, ¿no Enano pecoso?, ya sabe —le dijo Conan que se subía los
pantalones. Francisco lo envidió, supo que las matemáticas y la habilidad mental no
conquistan a las mujeres, bastaba con tener una cara bonita y un cuerpo atlético para
seducirlas, por desgracia no contaba con ello. En la niñez los demás se lo hicieron creer a la

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fuerza. Sus compañeritas de la escuela lo apartaban por su rostro albino lleno de pecas.
Cuando ingresó al colegio su vientre aumentó de manera considerable, algunos le decían
que esperaba un hijo. Su baja estatura le hizo merecedor del apodo Enano pecoso. Desde el
día en que vio a Conan con aquella delicia trató de ser su amigo. Le entregó las tareas de la
semana y llevaba unas galletas más para su compañero. Conan lo aceptó por conveniencia,
en el colegio se sentía superior. Sabía que su única arma era la apariencia. En el hogar todo
cambiaba. Al llegar solo escuchaba el movimiento brusco de las ratas. Su madre siempre lo
trató con indiferencia, con un rechazo que nunca explicó. Trabajaba en una casa de ricos
donde ganaba una limosna. A veces comía, otras tomaba abundante agua para llenar un
vacío en el estómago ocasionado por la falta de alimento y por la ausencia del cariño
maternal. En el cuarto sucio una soledad gigantesca lo inundaba. Quizá por ello se refugió
en los brazos de Carmen, una mujer de cincuenta años que le enseñó los secretos íntimos
del éxtasis y la lujuria. Le dibujó en una hoja su vagina y con la maestría de una guerrera
que ha sobrevivido a miles de batallas, le dijo donde poner la lengua y realizar movimientos
circulares. Conan aprendió las artes del placer y las utilizó de forma prolija. En el colegio y
en la calle ganó la fama de amante perfecto, de hombre que podía dar placer a cualquier
mujer. Todas las jóvenes de grado noveno, diez y once, experimentaron el sabor exquisito
de su lengua. La fama y la gloria de Conan, el destructor de vaginas, igual que un canto
medieval, se propagó por el colegio y la ciudad.

La profesora María Fernanda entró al colegio Santos de Dios al terminar el tercer periodo,
faltaba uno para la finalización del año lectivo 2013. Sus anchas caderas, ojos grandes,
labios de negra y una cintura delgada que moldeaba el volcán de sus piernas llamaron la
atención de todos los profesores y estudiantes del colegio. Sus labios carnosos y rojos
atrajeron al rector Horacio y le hicieron olvidar el rechazo por los negros. De inmediato la
aceptó como reemplazo del profesor ausente. En una tarde lluviosa la profesora leyó las
notas definitivas. Juan Carlos Múnera, que a pesar de su limitada inteligencia lograba ganar
las materias, fue reprobado. La negra culona, como la apodaron, no cayó en las redes
seductoras de Conan. La única forma de recuperar la materia consistía en hacer un trabajo
de veinte páginas, leer y sustentar una novela de trescientas y ganar un examen de
morfología del verbo. Un trabajo casi imposible de realizar en ocho días. Después de
terminada la clase, Francisco y dos admiradoras de Conan. Estéphany, una rubia de tetas

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grandes y ojos verdes; y Anastasia, una mulata de gafas grandes a la que llamaban Virgen
de pueblo, se reunieron para ayudar a Conan. El destructor de vaginas quería graduarse. En
la primaria había reprobado dos años y recordaba la experiencia del fracaso. Soñaba con
mostrarle el diploma a su madre y marcharse para siempre de la casa. Le gritaría que nunca
la necesitó, que gracias a su lengua compraba la comida y vestía con las mejores marcas.
Los cuatro estudiantes se dieron cita en casa de Francisco. Conan envidió el beso que la
madre del Enano pecoso le propinó en las dos mejillas al llegar a casa. Trabajaron con
ahínco para lograr recuperar la materia. Cuando las dos jóvenes se marcharon, Francisco le
contó el plan que tenía diseñado

—Conan tengo que contarle algo, hermano estoy enamorado de Estéphany. Ayúdeme, yo
sé que usted es bueno en eso. Mire tengo un plan, mañana que nos volvamos a reunir mi
mamá va a salir, allí voy aprovechar la oportunidad y me lo voy a declarar, necesito que se
vaya un rato con la Anastasia, pero entonces dígale algo bonito de mí y mire cómo está el
terreno, qué le parece el plan.

Conan contuvo la risa. Le extrañó que Francisco planeara conquistar a Estéphany, era la
primera vez que lo escuchaba hablar de mujeres. Ella le parecía una rubia deliciosa, digna
de cabalgar en sus piernas y sentir su orgullo, no la había llevado a la cama porque solo
pensaba en graduarse, además Carmenza, su vieja amante, lo tenía vigilado, solo lo
compartía con unas amigas veteranas de cuarenta años que pagaban una abundante cantidad
de dinero por sus servicios.

—Claro, no se preocupe, mañana hablo con ella.

Al día siguiente Conan trató de ayudarle, pero Estéphany, hipnotizada por sus ojos cafés, lo
calló de un beso. En la reunión el plan de Francisco fracasó. Su madre tuvo que salir de
imprevisto, y aunque el joven dijo que lo dejara, que su trabajo era esencial para el grupo,
lo llevó casi a rastras para ganar tiempo en la interminable fila del banco mientras ella hacía
otras labores. Los tres jóvenes se quedaron solos en la enorme casa. Robaron algunas
salchichas de la nevera y rieron por el atrevimiento. Estéphany le dijo a Conan y Anastasia
que sería relajante leer el libro en la cama de la mamá de su amigo. —Es muy grande, tiene
un oso en el centro, la vi cuando la señora abrió para pintarse —dijo la joven y tomó a

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Conan del brazo arrastrándolo a la habitación. La idea era loca hasta para Conan. Las dos
amigas lo tiraron al colchón y se abalanzaron sobre él. En la cama Conan recordó que era el
destructor, su instinto animal hizo que en vez de jugar comenzara a besarlas. Primero a
Estéphany y luego a Anastasia que esperaba con ansiedad. Los tres se desvistieron y
olvidaron el espacio y el tiempo. Hubo besos, caricias, contorsiones y gritos de placer.
Nunca antes Conan tuvo a dos a la vez. Ellas probaron el sabor de un hombre, la sal de sus
músculos y la fuerza de toro que las penetró hasta que una humedad interior estalló en sus
piernas. Francisco y su madre entraron y vieron la escena. Un pintor de desnudos hubiera
realizado el mejor de los cuadros. Las jóvenes, con sus senos firmes reposaban encima de
Conan. Francisco odió la belleza angelical de su amigo. La primera reacción de la madre
fue nombrar al todo poderoso. Los adolescentes, casi desnudos, abandonaron la casa. El
olor de los cuerpos flotó en la habitación por muchos meses.

El año lectivo en el Colegio Santos de Dios estaba por terminar y Conan aún no ganaba la
materia de Castellano. Todo parecía indicar que su grado se aplazaría. El destructor de
vaginas, después de meditarlo con detenimiento, se dio cuenta que no era el fin del mundo.
Se podría graduar a destiempo aunque sin ceremonia. Planeaba viajar al extranjero. Gracias
a las amigas de Carmen tenía ahorrado algún dinero y lo pensaba invertir en un viaje a
Europa. Sabía que salir del país y ubicarse en el extranjero era difícil, sin embargo, estaba
seguro que su belleza y encanto amerindio podrían funcionar de la mejor manera en el viejo
continente. Confiaba en su atractivo físico, en su rostro seductor y ojos de domador de
serpientes. Faltaba una semana cuando la profesora María Fernanda le entregó en persona
una nota con la siguiente descripción:

Carrera 5 nro. 8—56. Vaya a las 8:00 p. m. Hablaremos sobre su nota, quizá la
pueda aprobar.

Esa noche la profesora María Fernanda, que hasta entonces se había resistido a la belleza y
encanto sobrenatural de Conan, comprobó que la fama de su lengua era cierta, que con él
las mujeres morían lentamente ahogadas de placer.

La felicidad de Conan cuando vio el boletín con las notas sobresalientes fue inmensa. Al fin
la vida premiaba su esfuerzo. Carmen para celebrar le hizo una cena especial y le obsequió

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el anillo de grado antes de la fecha. Los dos amantes, Carmen de 55 y Conan de 19 años, se
juraron amor eterno. Él encontró en ella la protección de su madre, aquel cariño maternal
que siempre necesitó.

Los dos últimos días de clase en el Colegio Santos de Dios hicieron historia. Aún se
escuchan rumores de lo sucedido y uno que otro pervertido conserva el video que circuló en
celulares y algunas redes sociales. La profesora María Fernanda, después de probar la
lengua del joven más bello que había visto, no lograba olvidarlo. En horas de descanso
pudo acercársele y le dijo al oído que lo esperaba en treinta minutos en el baño del segundo
piso para comentarle un asunto importante. Conan, intrigado por la noticia, se fugó de la
clase de matemáticas y fue al encuentro. La profesora miraba su reloj impaciente hasta que
vio su figura atlética en el corredor desierto. Le indicó que entrara al baño y allí, mojada y
poseída de lujuria se quitó la ropa y desvistió al joven. Conan correspondió por instinto, era
la primera vez que lo hacía con una profesora dentro del colegio. Todo fue rápido, la
profesora en frenesí gritó fuerte, tanto, que los niños de primaria pensaron que alguien se
moría. Cuando salieron y regresaron a sus labores, el video ya andaba en las redes. Lo
había filmado Francisco, que desde el día en que su amigo lo traicionó, supo que a las
jóvenes de su edad solo les interesa la belleza física, que las palabras de su madre que
decía: —Lo importante es la personalidad, lo que llevamos por dentro— eran mentira,
palabras de alguien que nunca había hecho el amor en secundaria, que sería apodado El
enano pecoso y no besaría los labios tiernos de una adolescente. El despido de la profesora
María Fernanda y de Conan fue inmediato, dos horas después de salir del baño los citaron
en rectoría. No hubo nada que discutir, ni poder humano que hiciera cambiar al rector
Horacio de su decisión. Salieron por esa puerta, sin mirarse, la Culona, como llamaban a la
profesora María Fernanda, y Conan, el destructor de vaginas que sentía el peso del mundo.
Las mujeres y algunos hombres lloraron al ver al prospecto más apuesto del mundo
marcharse del colegio. Todos sabían que nunca más verían a alguien de su belleza caminar
por aquellos pasillos, ni culear en los baños donde Conan hizo morir de placer a 158
jóvenes y una profesora.

Conan quiso morir de tristeza. Su expulsión del colegio lo deprimió tanto que las lágrimas
en lugar de brotar de sus ojos se sembraron en su alma. Carmen lo consoló diciendo que

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podría repetir el año en la nocturna. Conan la escuchaba mientras un dolor en el cuerpo
comenzaba a crecer. Quizá sea por la pérdida del año, se dijo, al sentir un tirón en el
estómago. Carmen, después de cuidarlo quince días y observar que el joven se quejaba de
un fuerte dolor en el vientre, decidió llevarlo al hospital. El joven luego de varios
exámenes de sangre, materia fecal y orina, fue abandonado a su suerte por la mujer que lo
amó como ninguna otra. Conan caminó a casa por inercia, sin pensar, sin existir. Abrió la
puerta de su casa y estaba sucia, un ratón se escabulló. La madre de Conan dormía en su
cama, lo extraño era la hora, se acercaban las dos de la tarde. El joven puso su mano
delicadamente en la frente de la mujer que lo trajo al mundo. Un frío tétrico hizo que
pensara en la enfermedad que ahora padecía, el rostro de la muerte por medio de su madre
le sonrió con malevolencia.

Al entierro no asistió nadie, el sepulturero para consolarlo dijo que la ciudad celebraba 150
años, quizá por ello la gente no iba en estos días al cementerio. Conan gastó los ahorros en
el ataúd. Al regresar a casa, mirándose el miembro que había hecho gozar a tantas mujeres,
cayó en un agujero interior donde el silencio y la soledad de su casa sucia opacaron su
belleza sobrenatural.

El sonido del teléfono lo sacó de la penumbra. Creyó escuchar la voz de Carmen, la única
capaz de consolarlo, pero en su lugar una voz joven la reemplazaba.

—Hola Conan, supimos lo de su mamá. Sabemos que es una gran pérdida, Anastacia y yo
vamos a ir a su casa, llegamos dentro de una hora —en su somnolencia quiso decir que no
pero la joven no le dio tiempo —chao, chao, nos vemos ahora, se me acabaron los minutos.

Sacó el sobre arrugado de su bolsillo. El papel con el nombre de la clínica más costosa de la
ciudad decía que era portador del V.I.H. SIDA. Carmen fue la primera en recibir el
resultado, y en darse cuenta de que también era portadora de la enfermedad. Sin decirle
nada le entregó la prueba y se alejó del hombre más bello que había tenido en la vida.
Conan rasgó el resultado, aseó la casa como nunca antes y se puso su mejor ropa. Las dos
jóvenes llegaron puntuales y sonrientes, lucían la belleza fresca de la juventud. Conan las
recibió con su encanto de domador, luego les dio lo que buscaban. Durante dos horas las

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quiso matar de placer. Sus cuerpos se gastaron, se bañaron en sudor, los tres fueron uno y
sus bocas lamieron y bebieron el agua de la vida.

Conan, aunque quiso, no pudo morirse en la desnudez de las jóvenes. Cuando se


marcharon, anduvo perdido en la ciudad. El olor de las calles era igual al de las mujeres que
tuvo, húmedo y distante. Llegó a un puente, la altura lo atrajo por inercia, como si aquel
lugar elevadizo lo esperara. Algunas personas le gritaron algo incomprensible. Los
automóviles se detuvieron, el pavimento dejó de respirar y los citadinos curiosos miraron
con asombro. Un hombre atrevido quiso salvarlo pero el joven se entregó al vacío. El agua
del río, como una de sus amantes que abría las piernas, esperó para ser penetrada. Conan
sintió un abismo cálido, un descenso penetrante, una bajada tibia que lo liberó de su
pesadez y lo inundó en el líquido de la muerte.

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Orgasmo cibernético

Lázaro, levántate y camina, no necesitas el cuerpo.

Jhon Walter Torres Meza

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Yudi cerró los ojos y fingió un orgasmo, gritó de placer para que el jinete que la
cabalgaba se sintiera más hombre y se excitara. Al final, el anciano, envuelto en el ardid, le
dio un tierno beso acompañado de los billetes prometidos.

—Van unos demás mi niña, espero tengas una linda noche—, le dijo.

Yudi vio salir su frágil figura y se quedó con el olor de sus huesos y el aliento de baúl que
traía en los labios desde hace treinta años. Bernardo la había conocido en la flor de la vida.
El día de su cumpleaños número catorce su madre lo llevó a la casa y lo presentó como
Bernardo Arango, carnicero de alcurnia del municipio. El hombre de cuarenta abriles y
manos gruesas le sonrió con timidez. El trato estaba hecho. Una ternera sería entregada en
el transcurso de un mes. Todos los días la madre podría ir por la porción indicada y dar de
comer a sus cinco hijas. Yudi era la mayor y trabajaba a las afueras del pueblo en un cultivo
de algodón. Cuando llegaba lavaba sus dedos frágiles que sangraban por el contacto con la
planta que al parecer quería proteger aquella nube blanca que adornaba su cabeza. La
madre llevó a Yudi al cuarto.

—No se preocupe mi amor, este hombre es muy bueno. Yo sé de esto más que nadie mija.
Le voy a confesar algo, tengo un don para saber quién es buena gente y quién no. Él lo
único que quiere es hacerle alguna cosita. Tranquila, además es para que podamos comer,
la verdad casi que estamos aguantando hambre.

La joven movió la cabeza afirmativamente y aceptó las órdenes de su madre. Recordó el


beso dulce con Jorge, el carretillero, que en su cabello negro la llevó a recorrer las calles
polvorientas y sintió el rígido animal en sus piernas y el viento que acariciaba su pelo con
el paso firme del cuadrúpedo. Al final, el joven atrevido la abrazó fuerte y selló sus labios
con los suyos. La madre observó desde la distancia y supo que su hija comenzaba a ser
mujer. Bernardo, quien ya la tenía en la mira dos años antes, le hizo la proposición a la
madre. Ahora llegaba el momento soñado.

—Desnúdese, quítese toda la ropa, le dijo en un tono bajo y la joven obedeció. La tez de
leche iluminó el cuarto. Bernardo notó su nerviosismo y el corazón agitado de un ave que
quería salir. Le acarició los pezones firmes y le dio un beso en la cara de porcelana.

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—No se preocupe, tengo dedos curadores, usted está muy niña, luego lo haremos con más
calma, le dijo en el delicado lóbulo. Esta semana hablamos, no le diga nada a su mamá.
Tranquila, vístase.

Bernardo se despidió de la madre y al anochecer pensó en Yudi. Le atraían las mujeres


jóvenes. A su lado reposaba su esposa con la que llevaba treinta años de casado. En el
plenilunio Bernardo tuvo un sueño húmedo con Yudi. Desde niño admiró la belleza de un
seno y los ojos del diablo que tienen las mujeres lujuriosas. La primera relación la tuvo a
los trece años con Patricia, la vecina, que le enseñó amar de la buena manera, a no abusar
de una mujer; con calma le develó los secretos íntimos y los laberintos ocultos del cuerpo
donde estalla el orgasmo al contacto con la lengua y los dedos. Se sintió tranquilo de una
aprovecharse de la criatura y olió sus manos que conservaban el sabor del seno.

La madre de Yudi murió de repente en una tarde donde los gallinazos dieron seis vueltas a
la manzana. Las niñas quedaron al cuidado de la hermana mayor. Yudi trabajó con esfuerzo
los primeros meses y con ayuda de Bernardo le dio de comer a sus hermanas. Después
Yudi comprendió el valor de su cuerpo. Le mostraba su desnudez a Bernardo y sentía la
mano dura y temblorosa que la exploraba en los lugares ocultos de la piel. Cierto día tomó
la decisión. Dejó a sus hermanas al cuidado de una negra y se fue a trabajar al bar de doña
Clemencia, una vieja de tetas grandes, experta en los placeres de la vida. Ella misma en sus
buenos años fue la mejor de las putas.

—Llevo un kilometraje de vergas desde el Valle del Cauca hasta la alta Guajira—, solía
decir cuando contaba a las mujeres jóvenes sus aventuras épicas con hombres de todas las
latitudes del país. Yudi había sido a aconsejada por Clemencia para que empezara la labor.

—Esta es una tarea digna mija, le dijo, el trabajo de la mujer moderna de 1985, se va
acordar de mí. Mire eso abre las piernas y listo. Eso sí cuando termine se toma un vaso de
agua que voy a dejar en la mesita de noche y orina con fuerza para que no la vayan a dejar
preñada, le garantizo que si hace lo que le digo nunca va a tener una criatura mija eso es
muy duro y hasta ahí le llega la dicha. Yudi comenzó así su tarea de puta y los hombres del
pueblo disfrutaron sus senos maduros y pagaron con creces la tarifa que Clemencia puso
por disfrutar de una virgen, la virgen de los derrotados solía decir a aquellos hombres tristes

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de la época que se ahogaban en aguardiente queriendo morir en el licor o bajo un puñal en
una gresca. Ahora, en el presente las cosas eran diferentes. El dinero que Yudi ahorró en
sus buenos años lo gastó celebrando algunas de las bodas de sus hermanas ingratas que se
fueron del pueblo y no volvieron a llamar y menos a visitarla para no avergonzarse de su
hermana, la puta, que con el sudor de sus senos trató de sacarlas adelante. Los clientes
preferían a las jovencitas de quince años y Yudi con 44 bien cumplidos era el plato de
segunda mesa. Lo que tal vez no le dijo Clemencia fue que los hombres de cantina las
prefieren jóvenes para olvidar, aunque sea por pocas horas, la vejez y la muerte que los
abruma. Yudi sonrió con nostalgia al observar a Bernardo salir. Ahora escasamente le
quedaba dinero para comer y tenía que aguantar los besos de algunos ancianos con hedores
apestosos que las jóvenes de quince rechazaban. Aquella noche salió del bar con una herida
existencial — ¡Qué está pasando, se me fue la vida!— gritó, asustada de su futuro sin
rumbo. En la calle vacía por donde caminaba un ratón se escurrió en el asfalto. Un hombre
de chaqueta negra yacía boca arriba. Yudi lo ayudó a levantar y reconoció de inmediato a
Bernardo.

—Párese qué hace ahí Bernardito —. El anciano la miró con ojos tristes.

—Tranquila mi niña, es que estoy un poco cansado. Suélteme, no necesito su ayuda.

Yudi llevó al anciano hasta su casa y lo acostó en la cama. En las paredes había fotos de la
que alguna vez fue su compañera. La mujer observó el desorden y las enormes redes de
araña que seguro se fabricaron sin la premura del tiempo y la interrupción humana.

—Quédese por favor mi niña, a lo menos esta noche, la necesito —le suplicó el anciano.
Yudi no dijo nada y lo cubrió con la gruesa manta. Aquella noche, cuando el anciano
reposaba en un sueño profundo, decidió dormir en la habitación continua y se sintió
tranquila y conforme, como si fuera una reliquia que resiste con serenidad ante al tiempo.

Al amanecer Yudi aseó la casa, quiso preparar huevos revueltos pero en la paupérrima
cocina solo habitaban frascos vacíos y terrones de azúcar. Hizo entonces un tinto que el
anciano halagó como el mejor que había probado en la vida. Al marcharse Bernardo la
detuvo:

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—Le voy a decir algo que siempre he querido. Si no se lo dije antes fue por Dora, mi
antigua mujer, véngase a vivir aquí conmigo, esta casa es mía, no tiene que pagar arriendo
y pues tranquila que yo voy a la galería cada ocho días y trabajo en la carnicería de mi
ahijado y allí me gano mis pesos. Es más, le confieso, con eso es que le he pagado allá en el
bar.

—Qué irónica la vida Bernardito, usted pidiendo algo de carne cuando tuvo una carnicería
de las más grandes del pueblo.

—Usted sabe mi niña que la Dora cuando descubrió que estaba enamorado de usted me
obligó a venderla y pues ya ve como es la vida. Escuche bien lo que le digo mi niña,
véngase para aquí, mire que usted puede dormir en la habitación de enseguida. Además yo
ya estoy viejo y cuando muera —el anciano se arrodilló —le juro que le dejo mi casa, yo no
tengo familiares y todo mundo sabe de nuestra relación—. Yudi se sintió atraída por la
oferta

—Y qué vamos a comer Bernardito.

—Tranquila mi niña que yo me encargo de eso.

Esa misma tarde Yudi trasteó con su cama, su viejo televisor y los vestidos que guardaba
con esmero para las noches de conquista. Durmió con la esperanza de heredar algún día la
casa y con la plena seguridad de apostarle al futuro y no al presente como siempre lo hizo.
Pensó en ahorrar dinero ahora que no tendría el gasto de la renta. “En algunos años tendré
casa y dinero ahorrado, me iré de viaje a Bogotá como siempre quise” pensó acostada en la
cama y durmió arrullándose con los ronquidos de Bernardo.

Los días en Gato Pardo, el primer bar de putas que había llegado al municipio gracias a
Clemencia, eran de júbilo y fiesta para las quinceañeras. Los hombres que llegaban de la
montaña cambiaban su dinero por tragos y besos. El show de striptease lo realizaban las
jóvenes de mejores cuerpos. La nieta de Clemencia era ahora la dueña, y Yudi, que años
atrás fue la sensación de todo el Valle del Cauca, se la pasaba sentada observando las
borracheras y las riñas de los hombres.

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—Yudi quiero hablar con usted —le dijo la joven dueña que había heredado la malicia
indígena de su abuela.

—Mire usted sabe que la aprecio mucho, lleva muchos aquí y fue amiga de mi abuela, pero
la verdad es que no puedo seguir dándole la cuota semanal.

—Cómo que no, pero si es la más barata de todas.

—Sí, pero usted hace quince días no produce nada. Los únicos que venían por usted eran
Ciro y Bernardo. Ciro, por si no sabía, hace ocho días lo enterraron, el pobre viejo tenía
cáncer; y pues Bernardo está viviendo con usted. Mire Yudi la verdad hasta hoy le doy
entrada a esta casa.

— ¿Casa? Pero si esto es un puteadero. Guárdese las buenas palabras y la decencia.


Tranquila ya mismo me voy.

Yudi salió del bar y recordó las canciones, el sudor a sal de los hombres, su cuerpo desnudo
frente al espejo y la cama tibia que presenció sus llantos y guardó sus orgasmos de placer
durante años.

Bernardo había caído en una rara enfermedad, casi no se levantaba de la cama. Yudi lo
cuidó con esmero y gastó en él los pocos ahorros que conservaba. Los alimentos eran
costosos y con dificultad comían una vez al día. El silencio y el acostarse a dormir
temprano despertaron en ella la belleza de tiempos pasados. Solo que por primera vez se la
guardaba para sí misma. Una tarde, en la galería, cuando pedía rebaja por una libra de papa,
una joven conocida la abordó.

—Hola Yudi, como está de bonita, vea camine la invito a tomar caldito de pajarilla y le
comento algo, le tengo una propuesta —le dijo la joven que reía amistosamente. Marisol,
así se llamaba, había conocido a Yudi años atrás en Gato Pardo.

—Mire se trata de follar por internet. El negocio es así de simple. Yo pongo todo,
computadora, sonido, cámara, contactos, todo. Usted lo único que tiene que hacer es
empelotarse y meterse el dedo. Lo que el tipo le diga.

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—Pues no sé Marisol. A mí esas cosas como de máquinas no me gustan. Soy una puta de
las antiguas, de las que les gusta sentir la verga y moverse como yegua desbocada— le
contestó Yudi que saboreaba el caldo.

—No sea pendeja mija. Este es el negocio del futuro. Es más le voy a contar algo. Usted es
mi primera puta cibernética, así las llamo, cómo le parece el nombre, bonito, ¿no?, lo cierto
es que voy a montar una agencia de putas por chat. Vea, vaya hoy a las cinco y ensaya.
Tome esta tarjeta aquí está la dirección.

Yudi se preparó para lo que sabía. Se puso el vestido azul con estrellitas brillantes pegado
al cuerpo. Aún conservaba la figura de la cintura y la tela se pegaba a sus anchas caderas.
Se pintó los labios de rojo vivo, se roció la colonia de flores y besó con ternura a Bernardo
que reposaba en la cama desde hace ocho días.

—Tranquilo. Te voy a confesar algo, ya nunca más volveré al Gato Pardo ni a ningún otro
bar, seré sola tuya —le dijo al oído.

—Mi niña lo único que deseo es que seas feliz. Yo ya no puedo complacerte —respondió el
viejo con dificultad.

—Ya me has complacido suficiente amor mío.

El computador estaba en un cuarto ordenado donde entraba mucha luz. Marisol hizo que
Yudi se despintara, le dio ropa formal y le tomó algunas fotos para crear el perfil.

—Tiene que verse natural, para que piensen que usted es una mujer de casa. Esto es muy
fácil Yudi. Yo le digo cuando tenga que empezar a empelotarse—. Le dijo la joven que
puso música electrónica de fondo.

Yudi se acostó mirando la cámara de un computador que de repente mostró a un anciano


oriental de ojos rasgados que le hizo señas para que exhibiera los senos. Marisol, después
de hacer algunas transacciones bancarias, la autorizó y Yudi comenzó su trabajo. Se
desvistió y con sus dedos largos recorrió su vientre y el pubis que no lograba lubricar al
contacto. Yudi nunca se había masturbado, siempre tuvo un pene en auxilio, y la sensación

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no fue agradable. Al otro lado de la pantalla el oriental lograba una eyaculación y emitía
gritos incomprensibles para los oídos vallecaucanos de Yudi.

—Listo. No es más. Mire Yudi coja estos treinta mil. Es lo que prácticamente usted se
ganaba en Gato Pardo en una semana. Si la necesito más tarde la busco y si no, viene
mañana a esta hora. Mire yo sé cómo se manejan las cosas, aquí en Colombia como puta
usted ya está vieja, nadie la va a voltear a mirar. Ahora, en el extranjero usted todavía
puede levantarse viejos, mire este señor, quedó tramado con usted.

Yudi se fue contenta y con el dinero compró pollo asado y gaseosa. Levantó a Bernardo a la
fuerza y disfrutaron de una cena apacible. Aquella semana los ingresos de la mujer
aumentaron considerablemente. Gastaba poco en comida y el restante del dinero lo
ahorraba. El negocio de Marisol creció en poco tiempo. De tener una puta cibernética,
como las llamaba, pasó a unas treinta, y la empresa iba con buenos vientos. Yudi se
masturbó ante alemanes, franceses, españoles, nigerianos y de todos los continentes. Nunca
antes soñó con tal hazaña. Una tarde incipiente, cuando llevaba tres meses, Marisol la
despidió:

—Es que la verdad amiga desde que empecé con estas muchachitas me va muy bien, mire
yo porque hago trampa de perfil y a última hora cambio la imagen de una niña por la suya,
pero todas las prefieren jovencitas, lo siento mami. Aquí le regalo una bonificación por
haberme colaborado. Usted debería pensar en hacer otra cosa, ponga alguna venta de
comidas o lo que sea.

Yudi se sintió devastada. El pueblo y ella eran distintos. La música, que tiempo atrás
escuchaba se sepultó con los antiguos bares y las putas de su época. Se le vino la idea de
comprar un computador, aquella máquina mágica que la podría hacer ganar dinero, pero
apenas si podía leer y escribir su nombre. En la casa Bernardo la esperaba levantado para
que viera que su salud se recuperaba. La mujer llegó en silencio y se desnudó ante él como
siempre lo hizo. El anciano comenzó el ritual de los dedos que se sumergían en las aguas
del placer. Yudi extrañaba el contacto, el miembro en sus piernas, hace meses que no tenía
sexo, le dio risa al recordar los hombres que pagaban por verla fingir un orgasmo. Desvistió
al anciano y tomó aquella parte del músculo que le dio de comer en tantos años.

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—Yudi por favor no, déjeme —le dijo Bernardo sin poder detener el frenesí de la mujer.
—Tranquilo, déjese que es solo un momentico no más.

Yudi se dio placer, se olvidó por completo del mundo, a su cabeza vinieron las imágenes
de los hombres extranjeros masturbándose, “idiotas” pensó, “no saben lo que es esto”. Solo
un estallido de agua y de sudor en medio de las piernas la detuvo. Al final notó que
Bernardo estaba rígido y en su cara se dibujaba una sonrisa. Yudi llamó a la funeraria y
luego empacó sus cosas. Tomó el dinero que guardaba en el baúl y se alejó sintiendo el
peso de los años. Quizá en alguna parte alguien necesite una puta física o virtual, se animó
y avanzó lento por una avenida que no recordaba y parecía interminable.

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La ciudad de la furia

“Me verás volar, por la ciudad de la furia,


donde nadie sabe de mí, y yo soy parte de todos”.

En la ciudad de la furia. Soda Stéreo (1989).

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La ciudad olía a pitos, a puñales, a ladrones, a intelectuales, a muertos. Observaba la fila
interminable de vehículos. Una leve brizna cayó sobre ellos. Estiven, el niño que sostenía,
lloró al sentir las gélidas goteras. Tuvo que arrastrar a Mario que dormía de pie, hacia el
andén de una oficina. La secretaria cerró la puerta con temor. Es mejor prevenir, dijo la
joven oficinista. Pilar le mentó un madrazo que se ahogó en el sonido del agua. La lluvia
ahora caía como si quisiera derrumbar los edificios babilónicos de la ciudad. Un perro con
mirada triste acompañó a Pilar y a sus dos hijos. Tenía una herida en el cuello. La mujer se
asombró al verse refractada en la cabeza del canino. Sus ojos, su nariz, el rostro alargado y
el semblante de derrotado y muerto de hambre eran los mismos. El bus de la ruta tardaba en
llegar. A pesar de la incomodidad quería dormir. Eran las cuatro de la tarde. La fila había
durado dos horas. El aguacero le hizo recordar a Mario, su único amor. Una tarde, ella
quiso dejarlo, esperaba su primer hijo y su joven esposo se encontraba desempleado. En la
casa comían una vez al día.

—El amor no soporta la pobreza Mario, me voy a donde mi papá, a la ciudad. Mire como
estamos de flacos Mario, me da pena pero me voy, tengo todo empacado, ya llamé a mi
papá, me está esperando. Usted sabe que lo quiero, pero esta situación no me la aguanto.
Chao Mario.

Dijo y salió decidida en medio de un aguacero torrencial como el de ahora. Abordó la


buseta y por la ventanilla vio a su esposo que la perseguía en bicicleta. El bus, que había
llegado a Colombia por el puerto Buenaventura cuarenta años antes, avanzaba a ritmo de
caballo agonizante. Mario no dejó de seguirla, cuando ella lo miró alejarse y perderse sintió
que el alma se le iba. Pilar no aguantó y detuvo el vehículo. Al bajar su esposo lloraba. Ella
lo besó y juró en silencio amarlo por siempre a pesar de la adversidad. Juntos llegaron a la
ciudad con sueños e ilusiones provincianas que el tiempo y el asfalto derrumbaron por
completo. La lluvia, que no era la misma del pueblo de Mario, presenció sus desdichas y la
hambruna que vivieron en una ciudad moderna.

Ahora Pilar esperaba la buseta, hastiada de todo. Al llegar a casa fritaría un huevo para los
niños, su esposo y ella aguantarían hasta el día siguiente. A lo lejos, en medio del
torrencial, se divisó el vehículo de transporte. Las gélidas goteras caían sin piedad sobre los
tres pasajeros que esperaban para subir. El chofer traía unas ojeras de muerto y un fuerte

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dolor de cabeza. Pilar con dificultad abordó la buseta. Sonaba una canción de Soda Stéreo
que se ahogaba entre la lluvia torrencial. La mujer trató de abrirse paso entre la multitud. Su
cuerpo chocaba contra los desconocidos. Sintió que le tocaron las nalgas y los senos,
además un hombre morboso le sobo el miembro en las abultadas nalgas. Una mano
desconocida revisó sus bolsillos. Estiven, el niño que sostenía lloró fuerte. Pilar caminó en
medio de la aglomeración y se detuvo en mitad del vehículo. Con dificultad lograba tomar a
Mario de la mano. Su pequeño niño lloró de nuevo. Luchaba para no dejarse caer y
sostenerse cada vez que la buseta paraba por un pasajero. Transcurrieron cuarenta minutos
y vio por la ventana la calle de su barrio. Reconoció a la señora que fritaba las empanadas y
recordó que le debía dinero. Era el momento de bajarse. Su respiración aumentó. Trató de
salir pero no pudo moverse. Gritó al chofer para que se detuviera y el ruido de la música,
las voces de las personas y un aguacero infernal no permitieron que el conductor escuchara.
De pronto se dio cuenta que no tenía a Mario. No supo qué hacer. La lluvia seguía como si
quisiera acabar el mundo. Trató de hacerse camino a la fuerza y una enorme espalda la
detuvo. Un nido de hormigas empezó a caminar en su cabeza. Sintió como los diminutos
animales penetraron su cuero cabelludo. Los brazos y sus pies no respondieron. La mujer
cayó arrodillada de forma vertical. Moverse e inclinarse para un lado era imposible en
semejante espacio. Pilar se perdió en sí misma. Olvidó a sus hijos, la parada que hacía la
buseta y la pobreza con su cara de muerte que pretendía terminar con su vida.

La luz trajo consigo la realidad de la existencia. Pilar reposaba en el hospital. Observó con
dificultad una señora que lloraba porque decía tener un dolor estomacal. Una camilla pasó
por su lado y un hombre la observó, traía los intestinos por fuera y una enfermera trataba de
no dejarlos caer al piso. Pilar sintió algo en el cuerpo que no era normal. Las extremidades
no le obedecían con la naturaleza de siempre. Sus manos y brazos estaban recogidos, quiso
enderezarlos a la fuerza pero fue imposible. Llamó a alguien y sus palabras no salieron
normales, las vocales y consonantes sonaban raro, como si el habla se le hubiera atrofiado.
Cansada de gritar se bajó de la camilla y sus pies desfallecieron. Creyó enloquecer. En el
piso frío recobró fuerza y con dificultad, apoyada en la camilla logró pararse. Avanzó por el
pequeño salón sosteniéndose en la pared hasta una ventana y la inmensa ciudad le mostró
su furia. Automóviles en calles infinitas avanzaban o se perdían en el laberinto de cemento.
Las personas iban de un lugar a otro sin detenerse. Pilar, en el vidrio del mirador, observó

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que su rostro se inclinaba contra su voluntad para un lado. Una enfermera que pasó por el
pasillo le dijo que su esposo llevaba esperándola 24 horas y quería verla. Cuando Mario,
acompañado de sus dos pequeños entró a la habitación, Pilar tenía la ventana abierta y
parecía querer saltar.

—Pilar, qué hace mija, ya estoy aquí, no se preocupe.

Las palabras de Mario la retuvieron. Por un momento lo dudó, luego todo fue claro. Sus
dos niños y su esposo esperaban que fuera a su encuentro. Ella lloró, con lágrimas le dijo a
sus hijos que los amaba. Mario parecía más flaco que de costumbre y la suciedad de su
familia se percibía con notoriedad en el pequeño cuarto.

—Ya entendí lo que pasó en el bus amor. Fue un derrame Pilar pero se va a recuperar, ven
mi amor acérquese, háblame.

Pilar le respondió con un gesto que lo odiaba, quiso gritarle hijueputa te hizo falta hombría
para sacar a tu familia adelante, pero su voz salía con intermitencias en un sonido
incomprensible.

—Pilar qué hace, venga, cierre esa ventana acérquese—. Mario adivinó lo que pensaba su
esposa y puso al niño pequeño en la camilla y alcanzó a tomar a la mujer del brazo.

—Qué está haciendo mija, entre, mire que tenemos que luchar por estos hijos, tranquila que
usted se va aliviar, tiene que cuidar a los niños.

Pilar trataba de zafarse con fuerza. Unas enfermeras entraron a la habitación. El grupo
ahora era mayor. Pilar, con su último esfuerzo mordió a Mario y se lanzó del décimo piso
del hospital. En el aire las hormigas volvieron a recorrer su cabeza; solo que ahora a Pilar
no le importaba nada.

Tres horas después, cuando el trancón de automóviles era interminable, levantaron el


cuerpo. Dicen los curiosos que el rostro de Pilar dibujaba una sonrisa envidiable.

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Mi amada imposible

A Gleiber Sepúlveda, compañero de batallas perdidas y sueños imposibles.

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Parecía muerta, no sé si de placer o de la borrachera. El sueño se regocijaba con su cuerpo
desnudo. Abrí las ventanas para ver y retener en mi memoria sus senos de leche, las piernas
largas que retorcí para hundirme en su interior y tratar de matarla y matarme en su mar tibio
y violento. Con ella pasé la mejor noche de mi rutinaria vida. Su figura blanca e impoluta
reposaba en aquella cama y brillaba como una lujosa joya ante mis ojos pobres.

La conocí en una tarde lluviosa en que terminé de leer una novela de un hombre triste que
deambulaba por el mundo y escuchaba tangos de Gardel en una melancolía infinita. Con
ganas de distraerme y tratar de conseguir alguna amiga visité rostros y perfiles.
Entusiasmado con mi cuenta en Facebook observé una cantidad de mujeres sensuales. Las
historias líquidas de la gente pasaban de forma mediática. Leí tonterías para no aburrirme.
Observé a mi tía en España con dos perras negras y a mi amigo Wálter con el escritor
Fernando Cruz Kronfly. Entonces la vi. Una mariposa reposaba en su pecho y sus ojos
negros soltaron poemas sin palabras que entendí en el silencio. Envié la solicitud y al día
siguiente aceptó. Con emoción le escribí. Rachel, esa era su nombre, digno de algún título
de un cuento por su sonoridad. Nos contamos historias. Ella las suyas, seguro reales. Las
mías por el contrario fueron inventadas. Me dijo que también había estudiado literatura, así
que compartimos temas en común. Le conté que me gustaba escribir y colgué de su muro
todo poema que me pareció indicado. Luego de dos meses escribiéndonos decidí invitarla a
comer. Viajaría a la ciudad de Pereira por sus ojos salvajes. Pensé que la tecnología de
verdad acortaba distancias y nos unía virtualmente. Aquella red que en aquellos días me
parecía mágica, había logrado que conociera a una mujer de otro mundo.

La esperé en el restaurante acordado. Tomé una copa de vino y un calor inusitado subió a
mi cabeza. Apareció por una puerta lateral y avanzó lento. Unos aros largos de guacamaya
caían sobre sus lóbulos perfectos. Sonrió antes de llegar y sus blancos dientes brillaron.

—Mucho gusto, Rachel —dijo y clavó en mis pupilas sus ojos abismales.

Al principio tartamudee por los nervios. Traté de ser delicado en mis movimientos y usé las
palabras precisas para intentar ser cortés y lucir inteligente. Pedí pollo para comer y utilicé
el tenedor y el cuchillo como si fuera de alta alcurnia. Un puto muslo cayó de mi plato al
clavar el cuchillo, quise que se abriera la tierra y me tragara. Rachel me miró seria y luego

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no paró de reír. Me uní al sonido contagioso de su burla. Al final fuimos cómplices de mi
torpeza. Después de unas copas de vino recité algunos poemas que sabía de memoria. Dije
que era un conquistador clásico y presumí de los miles de libros que no había leído. Intenté
parecer intelectual y alardee de la Maestría en Literatura que cursaba:

—solo me falta la tesis, es una investigación supremamente importante.

Ella inteligente y sagaz llevaba por buen camino mis mentiras. Decidimos ir al cine. En las
sillas quise poner mi brazo en su hombro, pero ella, con un movimiento fingido, se agachó
por algo al suelo. Desde ese momento supe que debía ir despacio. Vimos la peor película
bíblica que se haya en toda la historia del cine. Moisés, el mito antiguo llevado a una nueva
versión fue un total fracaso. En medio de la cinta ambos nos quedamos dormidos hasta que
Moisés abrió el mar y fue la mejor escena de la película. Cuando salimos la invité a tomar
un trago, eran alrededor de las doce. Nuestro itinerario lo habíamos planeado por Facebook,
así que todo estaba acordado. Caminamos por las calles de Pereira. La ciudad con sus
gamines, maricas y putas nos observaba en cada cuadra. A su lado me sentía tranquilo,
como si en ella estuviera todo lo que buscaba. Cuando avanzábamos su cuerpo se ceñía a
un vestido largo y blanco que ondeaba en el aire y dejaba adivinar unas caderas anchas y
nalgas firmes. Después de unos veinte minutos entramos a un bar donde se escuchaba Rock
clásico. El lugar se encontraba atestado de gente. Nos sentamos en una pequeña mesa y
ordené una cerveza, ella por el contrario, pidió media botella de ron. Es para calentar la
noche, dijo, y yo conteste, claro, yo tomaré de las dos cosas, la cerveza es porque tengo
mucha sed. Después que bebí mi cerveza y el primer trago, supe que estaba prendido.
Rachel parecía más contenta y ahora reía fuerte. Tres mujeres de otra mesa que al parecer
eran sus amigas se acercaron. Desde ese momento mis expectativas con Rachel cambiaron.
Noté que hablaba al oído con otra mujer que besaba con ternura su lóbulo.

—Y usted cómo se llama —me preguntó una de las mujeres como para que no observara lo
que sucedía con mi chica, bueno si puedo decir mía.

—Gleiber.

—Y, ¿a qué se dedica?

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—Usted tiene como pinta de gay —me dijo la otra mujer. Y observé que Rachel ahora
bebía más. Las dos mujeres que hablaban conmigo comenzaron a reír en frenesí. Quise
responderle que más gay era la puta de la madre que la había parido pero me contuve. En
realidad nunca he sido capaz de ofender a una mujer.

—No me preste atención que estamos borrachas y trabadas. Más bien prendamos esto y
metámonos los plones.

Las mujeres encendieron un largo cigarro que supuse era marihuana. Rachel ahora parecía
otra. Besaba apasionadamente a una joven de 22 años. Ambas se veían sensuales envueltas
en sus lenguas. Me sentí desdichado y solitario. Pensé en lo absurdo de las relaciones
interpersonales por internet. En cierta oportunidad había escuchado en las noticias que por
Facebook las personas cambiaban su perfil, ponían rostros de jóvenes o ancianos y en
realidad eran violadores o asesinos. La soledad y mi introversión lograron seducirme a
conocer a esta hermosa lesbiana por internet. Después de varias canecas que tomaron las
mujeres y de cinco cervezas que bebí, ya no me importaba lo que pasara con mi
acompañante. Lo mejor de sentirse ebrio es la sensación de felicidad. Después de todo me
resigné. Igual me excitaba observar a Rachel hambrienta de deseo con su amante. Sus
labios carnosos se deslizaban por el cuello felino y una mano la recorría en busca de su
humedad.

—Bueno me da pena pero debo irme. Fue un placer conocerlo. Mañana le escribo. Muchas
gracias por todo —me dijo Rachel y se levantó de su asiento con las tres mujeres que ni si
quiera me miraron. Me dieron ganas de llorar, quizá fueron las cervezas, sin embargo, en
aquel momento observé de frente el rostro metálico de la soledad. Rachel y sus amigas
avanzaron mientras tomaba la última cerveza. Después de media hora decidí marcharme
pero dos meseros me cogieron del brazo y dijeron que no podía irme sin cancelar la cuenta.
Protesté porque las cervezas las había pagado cuando las pedía. Me cobraron entonces el
trago que las putas lesbianas tomaron a mi nombre sin compasión. Casi me quedo sin
dinero para regresar a casa. Molesto y con el bolsillo de un pordiosero salí del bar. Caminé
lento por las calles sucias y observé a un gamín que fumaba. En cada esquina una puta y un
travesti me sonreían, parecían burlarse de mi cita. Al pasar por la plaza Bolívar sucedió lo
impensable. Rachel era maltratada físicamente por la mujer que la sacó del bar. Las otras

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dos que la acompañaban gritaban insultos. Pensé en ignorar la escena. Pero recordé unos
versos inmortales de Borges: “Entre las cosas hay una de la que no se arrepiente nadie en
la tierra. Esa cosa es haber sido valiente”. Decidí interceder y rápido tomé a Rachel del
brazo. La mujer soltó su cabello y me miró desafiante:

—Ve malparido marica no te metas que a esta puta me la levanto—. Las otras dos mujeres
se le acercaron.

—Bueno déjenla quieta o no respondo— dije y Rachel se hizo a mis espaldas.

— ¡Ah sí! Estás de muy guapito defendiendo la princesita. Vamos a ver qué tan barón sos
malparido.

Estaba listo para enfrentarla. Era el momento de mostrar mi hombría. Aunque nunca he
maltratado a una mujer esta sería la primera vez. Una navaja destelló con las luces de la
plaza. La mujer hizo una especie de lanzamientos en el aire. La muerte me mostró sus ojos
fríos, y yo claro, tomé a Rachel del brazo y corrimos tanto como pudimos. Al final los
pasos de las mujeres lesbianas y asesinas se perdieron en el asfalto. Noté que Rachel
sollozaba.

—Tengo mucha pena con usted. Muchas gracias por lo que hizo.

—Tranquila no es nada. Corrí para no hacerles daño. Nunca lastimaría a una mujer, además
es mejor prevenir.

Rachel sonrió y luego me tomó de la mano. Ambos caminamos en la noche y el sereno se


complació secando las lágrimas de aquella furtiva mujer.

Después de caminar e ignorar a los maricas y a las putas de cada esquina, Rachel dijo que
se quedaría conmigo en el hotel.

—Bueno es que después de todo lo que ha hecho por mí, no me gustaría dejarlo solo.

Me puse nervioso y feliz. Lamenté no haber pagado un hotel más caro y digno de su
presencia. Rumbo al hotel le recité algunos poemas de Benedetti y de Neruda. Las palabras
que no recordaba al final de los versos las inventaba con facilidad. Rachel, eso creo, quedó

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maravillada con mi memoria. Entramos al hotel y mis nervios crecían. Mi acompañante se
acostó, no se quitó una sola prenda pero sus senos boca arriba lucharon contra la gravedad.
Yo, por el contrario, me quité el pantalón y me puse mi vieja pantaloneta y mi camisa roja
del Chapulín. Ella rio y entonces comprendí que era una mujer descomplicada y sincera, de
esas que la naturaleza bendice con rostro y cuerpo perfecto. Observamos televisión y nos
vimos El Padrino de Francis Coppola. Luego, cuando apagamos las luces, sentí su brazo
tierno. Busqué sus labios para salvarme del silencio, para sentir también mi piel en sus
manos y mi cuerpo en su cuerpo. Supe que existimos gracias a los demás. Ella, cálida y
dulce, quizá por compasión y lástima, me abrazó y me cobijó en su húmedo abdomen.
Cabalgó desnuda como nunca antes había sentido mujer alguna. Al final quise morir en su
vientre. Quizá lo hice por algunas horas porque dormí en la calma de quien se despide del
mundo tranquilo.

Cuando despertamos alrededor de las diez de la mañana, la acompañé para abordar el taxi.
No se despidió, su comportamiento ahora era frío y distante. Creo que tenía vergüenza por
lo sucedido. Me dio un beso en la mejilla y dijo que no la llamara, que se comunicaría
conmigo y escribiría por Facebook. Al regresar al cuarto encontré en la cama un pendiente
suyo de guacamaya. Rachel me eliminó de sus contactos y nunca más supe de ella. El
pendiente huérfano aún reposa en la mesa de mi escritorio. Observo mil caras de mujeres en
Facebook y sé que allí, detrás de sus hermosos rostros y cuerpos de silicona, se esconden
mundos insondables e historias ocultas dignas de una noche eterna, como la que pasé con
Rachel, una mujer lesbiana que me acogió entre sus piernas, mi amada imposible.

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Jazmín desnuda

A Sandra Lorena Gil y Lina María.

En sus cuerpos siempre sentí un olor a jazmín.

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En las noches de verano, un olor a jazmín se esparcía por el cuarto y acariciaba el cuerpo
desnudo del escritor frustrado, de aquel soñador de palabras derrotado por el tiempo y el
olvido. La planta que irradiaba el olor era una rara belleza, sus hojas brillaban con el reflejo
de la luna. Era una planta silvestre, de monte, de las que no crecen prisioneras en materas,
su espíritu era salvaje e indomable. Rodrigo la había recibido como pago de un ensayo de
veinte páginas sobre Don Quijote. —Tome, mi mamá con mucho cariño le envía este regalo
—le dijo la joven después de recibir el trabajo; Rodrigo sonrió con desgana. Al principio la
plantó en una matera pequeña, al pasar tres meses, tuvo que comprar la más grande del
vivero, pues resultó que no le habían regalado una planta sino un árbol. La dueña del vivero
le explicó:

—Joven pero es que esto no es una mata de adorno, esto es un palo enorme, crece como un
gigante. Si quiere le vendo algo bonito, ese palo siémbrelo a orillas de un río, necesita
mucha agua y aire, porque si no se le muere en un momentico.

Rodrigo no quería desprenderse de la planta.

— ¿Cómo se llama esta mata señora?

La vendedora, al ver que no le prestaba atención, le dio la espalda y antes de perderse por
un corredor lleno de materas, le gritó: —Esa mierda es un Jazmín Noche.

Rodrigo la llevó a casa. Con las manos desnudas presionó la tierra alrededor de la planta. El
olor lo envolvía. Aquella noche durmió feliz con su compañera. Soñó que él también se
sembraba y crecía en una tierra tibia que desde tiempos inmemoriales lo esperaba.

Rodrigo era profesor de Literatura, o a lo menos eso decía su diploma. Nunca había
enseñado. A sus treinta y tres años vivía de escribir ensayos que los estudiantes de literatura
y otras carreras le pagaban. Aunque obtuvo el mejor promedio de calificación de la
facultad, en los colegios no le daban empleo. Cuando los rectores o empresarios veían su
aspecto lo rechazaban. Rodrigo tenía un aire melancólico, medía 1.73, su rostro, aunque
simpático, era triste, como la cara de los niños que han llorado; tenía el cabello largo y una
barba que ocultaba unos pómulos hundidos. Vestía siempre con una camisa estampada de

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Marilyn Monroe, desde muy joven, la figura de la rubia lo había cautivado; sus grandes
gafas, con aumento de doble cristal, lo hacían lucir despistado, y cuando la gente lo miraba
a los ojos bajaba la vista para no reír con el reflejo de cuatro ojos. Siempre alardeaba, con
quien no lo conocía, de su premiación en un concurso importante en Medellín. —Hace
poco gané un concurso de cuento. Soy escritor. Me encuentro escribiendo una novela, por
eso no estoy trabajando. Me gusta mucho investigar —decía arqueando las cejas para lucir
intelectual, para que el estudiante lo contratara. En realidad no había ganado, ocupó el
tercer puesto en un concurso desconocido y paupérrimo que habían organizado en Medellín
por los derechos humanos. Le habían dado el tercer lugar porque solo se inscribieron cinco
personas; ningún escritor de respeto participaría, es decir, Rodrigo entre cinco
desgraciados con ganas de adquirir fama en el mundo de las letras, era el número tres.

La planta creció prisionera, resignada a la matera que reducía su espacio. Rodrigo la regaba
en las mañanas. En las noches acariciaba sus hojas, besaba sus pequeñas flores blancas que
abriéndose al espacio anunciaban que estaba viva, que era una belleza silvestre, libre, que
había crecido por un capricho del destino en un apartamento privada del sol al lado de un
melancólico. Cualquier planta normal hubiera muerto, pero esta ocultaba un secreto.

Rodrigo escribía por impotencia, por querer suicidarse y no tener el valor de hacerlo. —El
suicidio es para valientes, ningún cobarde se atrevería a explorar el desconocido y
misterioso mundo de la muerte. La muerte es una salida, un derecho innato que tiene el ser
humano para explorar las complejidades de la psique —hablaba en voz alta y escribía en su
computadora. Hacía malabar mental para dar coherencia a sus ideas y sentimientos
confusos. En esos momentos de melancolía, miraba la planta que en un rincón del
apartamento se imponía alta y esbelta. Rodrigo olió su perfume y embrujado por sus pétalos
la besó. Fue un beso cálido. Las mejillas de Rodrigo deslizaron húmedas lágrimas; el olor a
jazmín se hizo fuerte, y envolvió con su delicada fragancia el cuello del que empezaría
hacer su amante.

Como los profesores de literatura, en la ciudad donde vive Rodrigo, se mueren de hambre,
deben dedicarse a otras labores para sobrevivir. Rodrigo, después de buscar en la sección de
clasificados del Diario, encontró una vacante donde seguro le darían empleo. Aquella tarde
decidió no ponerse la camisa de Monroe, se afeitó y trató de lucir como una persona

59
decente. Al mirarse al espejo intentó una sonrisa, convenciéndose a sí mismo de su buen
aspecto. Intentó quitarse las gafas, pero sin los lentes quedaba ciego. La vacante que se
ofrecía era de mesero, el clasificado mostraba lo siguiente:

Se necesita mesera (o) con buena presentación para trabajar en prestigioso Bar de
la ciudad. Interesados dirigirse con hoja de vida a la Carrera 7 N. 33— o4. En
horas de la tarde.

Rodrigo a las dos de la tarde estaba en la dirección. El sitio era un bar de mala muerte. Las
puertas cerradas irradiaban un olor a orín fétido, era la única persona que esperaba la
vacante. A la media hora la puerta se abrió; una mujer de unos setenta años, con aretes
largos y los labios pintados de un rojo vivo, le dijo:

—Usted ha venido por el empleo ¿Cierto?

—Sí señora. Me gustaría mucho trabajar en su negocio. Soy una persona muy responsable
y muy colaboradora.

—Pues esperemos que así sea ¿Trajo la hoja de vida?

Rodrigo le entregó un folder con todos sus datos, la copia del diploma de Licenciado en
Literatura estaba ubicada en primer lugar .

—Vaya si tenemos todo un licenciado, un profesor. Este trabajo apenas es para usted, a mí
me gusta trabajar con gente decente. El trabajo es para los fines de semana. Venga mañana
viernes a las 6:00 p. m. La hora de salida no se la digo, porque nunca se sabe en estos
negocios, veinte mil el turno, buena plata. No ponga esa cara de bobo y váyase a su casa.

Rodrigo salió resignado y con el olor a orín impregnado en la ropa. Al día siguiente, a las
seis en punto de la tarde estaba en el bar, su nombre le atrajo: El Oasis. Un letrero
iluminado mostraba a cinco mujeres desnudas con cuerpos perfectos. «Estas mujeres son la
estética nietzscheana» pensó Rodrigo, absorto en el sensual letrero. Al entrar entró se abrió
paso en medio de las sillas, en la barra lo esperaba la mujer de la tarde anterior.

—Bienvenido Rodrigo. Su única función es limpiar las mesas; por cobrar y atender no se
preocupe que las niñas lo hacen —le dijo señalando algunos travestis que se sentaban en las

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piernas de los borrachos. Rodrigo por un momento quiso salir corriendo. La abuela, como
la llamaban todos, le sonrió

—Bueno joven estas son sus compañeras. Espero le vaya muy bien. Muchachas por favor,
sólo pónganlo a limpiar las mesas, ustedes me cobran la plata— gritó la abuela. Fue así
como Rodrigo empezó una de las muchas noches que pasaría en El Oasis.

La música de cantina sonaba con insoportable volumen, las peleas, las tocadas de nalga que
le daban los borrachos, el olor a marihuana y aguardiente con orín, no causaron la renuncia
de Rodrigo. Se resignó, como todo frustrado que termina haciendo lo que no le gusta. Sus
compañeras travestis le hacían bromas que soportaba con una sonrisa irónica. Su trabajo era
sencillo, sólo recogía las botellas vacías de las mesas y limpiaba de vez en cuando. En El
Oasis, además de vender aguardiente, había mujeres que prestaban el servicio de
trabajadoras sexuales, ese era el nombre que le asignaban a su profesión las prostitutas;
venían los viernes en las tardes y se hospedaban en los tres cuartos paupérrimos del bar, se
hacían llamar la Niña, la Pinta y la Santamaría. Cuando Rodrigo les preguntó por sus
apodos, la Santamaría respondió:

—Pues mijo porque ese era el nombre de las tres calaveras, o sea el nombre de tres
mujeres. Las embarcaciones eran mujeres que trajeron alegría al nuevo mundo. Usted no es
el único profe Rodri, antes de ser trabajadora sexual yo alcancé hacer un semestre en la
Universidad Nacional en Bogotá, que es la mejor del país, no como esa cochinada donde
usted estudió. Mire como es la vida, usted estudió y está aquí limpiando mesas y yo no
estudie y también estoy aquí ¿No es irónica la vida Rodri?

Rodrigo volvió a sonreír. Las mujeres en el bar aprendieron a soportar su presencia. Se


preocupaban por él cuando eran las siete y no había llegado. La abuela incluso le llevaba
comida. Rodrigo empezó a comprender que aquellas personas apreciaban la otredad, que
aunque El Oasis era un circo de extraños personajes, lo apreciaban y se sentía parte de la
familia que nunca tuvo, pensó con una risa que le hacía brotar lágrimas, que en ese lugar
olvidado, donde sólo entraban hombres tristes con más de cincuenta años (pues un joven
jamás se acostaría con la Niña, la Pinta o la Santamaría) y derrotados por la modernidad,
había encontrado lo más parecido a un hogar.

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La planta no lo volvió a sentir en las noches. Su perfume embrujado se perdía en el
silencio. Rodrigo llegaba a las seis de la mañana. Cansado, se tiraba en la cama y caía en un
profundo sopor. El Jazmín extrañaba sus manos y besos. Se empezó a marchitar porque le
hacían falta las caricias. Cierto día a las dos de la tarde, sonó el celular. Al otro lado de la
línea se escuchaba la voz de una mujer:

— ¿Señor Rodrigo?

—Sí con él.

—Necesito contratarlo para escribir un ensayo. Es bastante difícil pero sé que usted maneja
el tema. Es sobre Jung, el psicoanalista de las profundidades de lo inconsciente. Sé que
usted en la ciudad es el único que lo ha leído detenidamente. Es más sé que usted hizo su
tesis de grado sobre su teoría.

—¿Cómo se dio cuenta señora?

—He investigado mucho su vida señor Rodrigo. Sé que es un gran escritor sólo que no ha
tenido una verdadera oportunidad que le permita abrirse campo en el mundo de las letras.
Le pagaré muy bien su trabajo.

Un sueño olvidado despertó el ánimo de Rodrigo. De inmediato alardeó:

—Conozco mejor que nadie a Carl Gustav Jung, lo he leído y releído muchas veces. Es
verdad lo que dice señorita: soy escritor. Lo último que elaboré es un libro de ensayos sobre
el suicidio. Es muy trascendental, se lo mostraré con gusto.

En realidad Rodrigo sólo había leído dos libros de Jung. En la facultad aceptaron su tesis
sobre Jung y la literatura porque no conocían al autor. Rodrigo presumía de su profundo
dominio del tema, como todos los aparentes intelectuales de la Universidad lo desconocían,
se inventaba lo que quería y nadie lo refutaba. La llamada lo entusiasmó.

— ¿Cuándo nos vemos entonces señorita?

—Si le parece bien hoy a las 7:00 p. m., en la cafetería de la Universidad.

—De acuerdo señorita, allí estaré sin falta.

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Era martes y Rodrigo como no trabajaba los principios de semana pudo asistir. A las 6:30
p. m., en una banca de la cafetería, con su ensayo sobre el suicidio y una copia de la tesis,
Rodrigo esperaba impaciente. A las 7:00 p. m., una mujer rubia, con grandes gafas de doble
cristal, alta, con un vestido largo de cuello cerrado y con un parecido a Marilyn Monroe, se
sentó a su lado.

—Escritor Rodrigo, mi nombre es Mary. Es un placer conocerlo.

Rodrigo olió un tenue perfume a jazmín, por un momento recordó su planta. Durante tres
horas hablaron de literatura, de los cuentos inéditos de Rodrigo (que según él, eran dignos
del premio Planeta), del libro de ensayos sobre el suicidio, de su tesis; Rodrigo decía una
cantidad de mentiras que su acompañante aceptaba sin protestar.

—El problema de los concursos señorita Mary, es que cuando los realizan ya tienen
ganadores. Lo hacen como para cumplir un protocolo pero en verdad son una falsa. En esto
de la literatura y la escritura hay que tener mucha rosca, porque uno se va quedando como
en el olvido. Si no vea usted, tenemos en la actualidad una enorme cantidad de
escritorzuelos ganando premios por historias de tetas y siliconas, eso la verdad no tiene
presentación. Y yo aquí escribiendo cuentos con ontología y en la completa marginalidad
¿No le parece que la buena literatura ya no vale señorita?

—Tiene toda la razón escritor Rodrigo. Permítame decirle que me ha dejado anonadada con
su amplio conocimiento y cultura general. Le voy a pagar un millón de pesos por el ensayo
de Jung. En él debe decir toda su teoría y argumentarla coherentemente en relación con la
literatura. Mire le voy a dar quinientos mil por adelantado y también este escrito donde dice
específicamente lo que quiero que haga.

Rodrigo miró el dinero entusiasmado.

—No se preocupe, dentro de un mes lo tengo listo. Soy un experto en lo que hago. Le
puedo asegurar que soy el mejor lector y escritor de esta ciudad.

Fueron los últimos en irse de la cafetería. Abordaron el mismo taxi. Mary le explicó que
vivía cerca a su casa. Rodrigo, sentado a su lado olió de nuevo la fragancia a jazmín.
Cuando el taxi se detuvo ambos bajaron. El olor a jazmín se hizo fuerte, tanto, que Rodrigo

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se sintió mareado y no pudo sostenerse. Mary lo tomó del brazo y lo llevó a su casa. Al
llegar introdujo las manos en su bolsillo y sacó la llave para abrir. Él no sabía lo que
pasaba, veía borroso, las imágenes eran extrañas. La mujer lo acostó en la cama.

—Tranquilo mi escritor nada va a pasarle.

—Mary me siento un poco mal, gracias por traerme ¿Qué hace mujer?, déjeme quieto por
favor.

—Nada malo mi amor, sólo te acaricio y te beso como lo hiciste conmigo.

Rodrigo somnoliento la veía entre sombras. Mary lo desnudó y lamió su cuerpo hasta gastar
su piel. La fragancia de jazmín los envolvió en una orgía que Mary quiso hacer perpetua.

Al despertar, Rodrigo sintió un leve dolor en los músculos. La planta reposaba en los pies
de la cama. El olor a jazmín había desaparecido dejando el recuerdo del cuerpo blanco y los
senos rosados de Mary. El reloj marcaba las 5:00 p. m. El Oasis lo esperaba. La abuela le
había dicho que una nueva trabajadora sexual empezaría esa noche y que haría un show de
striptease. Rodrigo, que ahora contaba con quinientos mil pesos para la futura
investigación, pensó en despedirse de El Oasis en un par de turnos. Esa noche, cuando vio a
la striptease, imaginó que un ángel había descendido al infierno para librarlo del dolor de la
vida. Era una creatura de rasgos finos y cuerpo de botella. La mujer más sensual y atractiva
que nuestro escritor hubiera visto. La función empezó como de costumbre a las 12:00 de la
media noche. La joven de aproximadamente veinte años, bailó como una musa, su
desnudez epifánica iluminó El Oasis. Nunca el bar de la abuela había tenido tanta gente.
Los hombres se amontonaban y se peleaban por verla. Aquella noche, después de la
función, cuando Rodrigo salió con la luz del alba e impregnado del olor a aguardiente con
orín, ella lo esperaba. La mujer vestía un saco largo.

—Hola. Que pena molestarlo

Rodrigo anonadado la miró

—Perdone por ser tan confianzuda. Lo que pasa es que es mi primera noche en esta ciudad
y no quiero amanecer aquí. Las calaveras me dijeron que usted vivía solo y pues, pensé que

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quizá pudiera darme posada. Ellas me dijeron que es usted muy buena persona, además es
profesor y según ellas, muy respetuoso. Para serle sincera ellas también piensan que usted
es como marica—, la mujer lo dijo con gracia y ambos rieron.

—Cla…claro, no hay ningún problema—. Rodrigo tartamudeó.

Mesero y bailarina abordaron el primer bus de la mañana. En el camino no hablaron, ella


se recostó sobre el hombro flaco de su acompañante, él sintió un leve perfume y con sus
manos temblorosas le acarició el cabello. En el apartamento Rodrigo no supo qué hacer,
pensó que tal vez ella quería sexo, se imaginó por un momento el espectacular cuerpo
desnudo, el vientre delgado —¿Le pasa algo? Si lo incomodo tranquilo, yo me voy—. La
joven lo sacó de sus sueños

—No. Por favor quédese—. Suplicó Rodrigo.

—Bueno, acostémonos porque tengo mucho sueño, estoy rendida.

La joven se puso una pequeña pijama. Con las luces que se filtraban por la ventana se vio
su figura perfecta, la trasparencia de la tela mostraba los senos firmes, piernas largas y
delicadas. El pequeño apartamento de Rodrigo no podía contener su belleza. Las paredes
feas, la cama vieja, la estrechez y hasta el mismo Rodrigo parecían indignos de su
presencia. Él la observó, se lamentó de no tener una cámara fotográfica y conservar la
imagen por siempre.

—Pues como veo que sólo tiene una cama yo me acuesto al rincón y usted a la orilla, chao,
hasta mañana —rio —perdón hasta más tardecito.

Rodrigo iba acostarse a su lado cuando tropezó con la matera, tambaleándose cayó encima
de la joven —Perdón, disculpe—. Ella no dijo nada. Rodrigo imaginó que dormía. Miró a
su costado y se sorprendió de ver la planta, hace días que no la tocaba. Se preguntó si la
había puesto en ese sitio. Cerró los ojos. La mano delgada y blanca de la joven lo abrazó.
Pudo sentir su piel y senos calientes. Ella lo besó suave en los labios —Me encantas—.
Rodrigo quiso meter sus manos en medio de las piernas y explorarla —Por favor no —
contestó la joven —yo quiero que lo de nosotros sea una cosa seria. Durmámonos y

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después vemos—. En ese momento sonó el celular. Al otro lado de la línea se escuchaba
Mary:

—Maestro Rodrigo, lo he pensado mucho, necesito verlo de inmediato. Conseguí un apoyo


para publicar algunas de sus obras. Lo necesito ya, es urgente

Rodrigo no supo que decir: —Ahora estoy un poco cansado. La verdad estoy como
enfermo— La joven que dormía a su lado besó las orejas de Rodrigo y tomó el teléfono —
Señora en estos momentos estamos ocupados follando, chao—. Colgó el teléfono. Rodrigo
quiso hacerle el amor, pero la mujer lo contuvo —Esperemos un poco por favor—.
Rodrigo, decepcionado y feliz de compartir la cama con tan bella mujer, se acostó en su
regazo y cayó en un sueño de muerto.

A veces es mejor soñar, los sueños construyen la realidad del mundo. Cuando Rodrigo
despertó, la joven ya no estaba, ni tampoco su ropa, ni sus libros, ni sus ollas viejas, ni los
cajones donde había guardado los quinientos mil pesos que le dio Beatriz, nada, hasta las
sábanas en que durmieron faltaban. Rodrigo sólo encontró la planta, que en medio de la
sala se imponía majestuosa. Pensó en llamar a la abuela a preguntarle por la joven, pero no
tenía una moneda. Se sentó en la sala deshabitada y sonrió con desgana al recordar que ni si
quiera sabía el nombre de la joven. El olor a jazmín esparció su fragancia en el aire
consolándolo, diciéndole aquí estoy. Rodrigo quiso llorar pero ahogó las lágrimas. Por
alguna extraña razón la planta ya no era de su agrado. Cerró los ojos decepcionado,
pensando en lo idiota que había sido, deseó dormir o morir para olvidar todo. El frío de la
sala lo despertó en la oscuridad, entre sombras le pareció ver que la planta tenía una figura
humana, que lo mecía en sus brazos. Rodrigo en la realidad o en el sueño gritó fuerte, sintió
miedo; el sudor bañaba su rostro. En frenesí tomó un cuchillo de la cocina y se propuso
matar a su única compañera. Fue una lucha consigo mismo. En la penumbra cortó las
grandes hojas, intentó dañar el tronco, pero era imposible por lo grueso. Unas manos frías
lo tomaron. El terror se apoderó de Rodrigo. Fue consciente de que alguien, un ser vivo,
luchaba contra él. Con dificultad logró encender el bombillo.

—Escritor Rodrigo ¿No me recuerda?, Soy yo, Beatriz, la que trató de ayudarlo— le dijo
una figura salvaje. La planta tenía el rostro de Beatriz, el aspecto de un árbol, su cuerpo era

66
verde. Rodrigo vio en sus ojos amarillos un demonio encadenado, paralizado no podía
moverse. La planta lo desnudó y abrió su tronco —Formarás parte de mí, seremos uno solo,
ahora no podrás acercarte a otra mi infiel amado —le dijo la creatura. El cuerpo fue
absorbido en su totalidad. Rodrigo entró a una caverna verdosa, su respiración se ahogó en
silencio y pudo oler por última vez el delicado perfume de jazmín que ahora entraba por sus
poros.

La abuela y las tres calaveras después de haber buscado a Rodrigo por una semana y
denunciado en la fiscalía su desaparición, decidieron ir a su casa. Una de las tres calaveras,
con experiencia de ladrona, abrió la puerta con facilidad. Al entrar, lo primero y lo único
que vieron fue la planta, que ya no era una planta sino un árbol, en su tronco se dibujaba la
figura de un hombre y una mujer entrelazados, desnudos, en una orgía perpetua. Como no
había nada más en la casa, la abuela que era amante de las plantas, decidió llevarse el árbol;
pagó un camión pequeño que lo llevara a El Oasis.

El árbol, al que las calaveras lograron adornar pintando tetas y penes, se exhibe en las
noches en el salón de striptease de El Oasis. Las mujeres bailan a su alrededor y el olor a
jazmín impregna los cuerpos desnudos y se expande a los hombres, que al sentir la
fragancia escuchan el llamado de natura.

67
El secreto del Cristo negro1

El último rostro, es el rostro con que te recibe la


muerte.

—De un manuscrito anónimo de la Biblioteca

del Monasterio del Monte Athos, siglo XI.


Álvaro Mutis

1
Quiero mencionar que este cuento es producto del asesinato real de los sacerdotes: Bernardo Echeverry de 69
años y Héctor Fabio Cabrera de 27. Ambos fueron brutalmente torturados. Hoy, cuando corrijo una vez más
las líneas de este suceso, pienso en la violencia descarnada que nos rodea; ni los curas, hijos de Dios,
pudieron salvarse de la cantidad de muertos que el Valle del Cauca ha visto por estas calles de silencio y de
cobardes.

68
1

El último rostro que observó fue el de su amante. Chinga, con lágrimas en los ojos lo acostó
en la cama. Aquel lecho fue testigo de su primer beso. En el pasado sus cuerpos desnudos
se cansaron de placer en una orgía que el sacerdote calificó de bendita. Puso el Cristo al
lado del amante. Lo besó en los labios y sintió el calor húmedo de siempre. Eran las tres de
la madrugada del día 28 de septiembre del 2013. Chinga y Mincho estaban en la casa de
Dios.

—Las viejas rezanderas —dijo Mincho— madrugan mucho, mejor vámonos, de pronto nos
encuentran

—Espere un momento—. Chinga rezó un padrenuestro por su eterno descanso y con la


sábana impoluta secó la sangre del crucifijo.

La puerta la tiraron a las 6:00 a. m. Dos agentes de policía entraron armados. Doña
Magdalena, a pesar de la prohibición, siguió a los uniformados. La sangre dejaba una huella
significativa desde la entrada hasta el cuarto, como si los hubieran arrastrado.

— ¡Cristo misericordioso!—, gritó doña Magdalena, después de observar los cuerpos en la


cama

—Parece un santo Rodríguez, mire su cara, es como si estuviera dormido.

Aquel día, el municipio de Roldanillo, Valle del Cauca, fue el pueblo más popular de
Colombia. Los ortodoxos lloraron el crimen de sus sacerdotes más queridos. El Cristo que
encontraron al lado del padre Bernardo Echeverry, era negro. En la tarde, Doña Magdalena
juró frente a sus amigas que el rostro del cura era alegre, como si estuviera contento de
partir al más allá, seguro dijo, mi diosito quiso llevárselo.

—El caso tiene que resolverse como sea y rápido.

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—Sí señor. Usted sabe que la Policía está trabajando en eso.

—No sea mentiroso conmigo. Usted sabe que la Policía no hace ni mierda. Yo ya di la
orden a todos los sapos. Oiga, quiero que usted mismo se ponga a cargo de esto. Usted me
responde o va morir mucha gente. Nosotros podemos ser lo que sea, pero los hombres de
Dios hay que respetarlos, esto nunca se había visto, parece que en verdad se fuera acabar el
mundo. Lo que pasó fue peor que los hombres que picamos con motosierra. Ya sabe, tiene
la orden y me tiene que responder.

Leonardo Mejía salió de la casa del Tío preocupado. Los hombres de la Dijín se burlaban
de él. Aunque pertenecían a la Policía y oficialmente Leonardo era teniente de la Dirección
Central de Policía Judicial e Inteligencia, todos le obedecían al Tío. Por alguna razón el jefe
del bajo mundo quería que Leonardo se ocupara personalmente del caso. «Dios nos castiga
por nuestros pecados» pensó, mientras subía al auto.

—Quiubo Teniente, qué le dijo —le preguntó su compañero que llevaba un año de servicio
a su lado.

—Dígame la verdad Mario, ¿usted trabaja para la Policía o para el Tío?

—Teniente para la Policía, obvio. Nunca dude de la palabra de un pastuso, somos los más
honorables de Colombia, usted ya sabe Teniente, los que tenemos mejor puestas las güevas
—dijo y se tocó los testículos para reafirmar lo dicho.

Aquella noche Leonardo soñó con Jesús crucificado. Estaba en la iglesia frente al altar y
observó que un cristo de color negro botaba sangre de sus heridas. Abrió sus ojos
penetrantes «Eres un pecador Leonardo, pronto pagarás, pagarás». Le dijo. Se bajó de la
cruz y apretó el cuello del policía. Un dolor en el pecho y un gemido que rompió el silencio
lo despertaron de la pesadilla. A su lado dormía Sonia, una joven de veinte años y senos
duros. La había conocido en un bar, una noche de melancolía en que tomaba cerveza y
escuchaba tangos de Gardel. Ella se sentó a su lado y le pidió un trago. Leonardo la ignoró.
En sus noches de tristeza la mejor compañera era la nada.

—Tenés como el periodo, estás sensible, pero tranquilo, no te voy a dejar solo—, le dijo.
Después de diez cervezas lo acompañó a su casa. A la mañana siguiente Leonardo la

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encontró a su lado. Dormía desnuda y su cabello suelto caía sobre sus senos y su cuerpo
delgado. Las mejillas rosadas y cejas pobladas le daban un aire infantil « ¿Cómo conocí a
esta?, el trago me va a matar» reflexionó y desde ese día comenzó su extraña relación. Él
quería protegerla. A sus cuarenta años pensó en brindarle un futuro digno. Ella lo amó
desde la primera vez. En sus ojos sintió la atracción del tango. Supo, por alguna razón, que
ese hombre alto, con sombrero negro, pantalones de tela, saco y corbata, como salido de
una película de los años setenta, era el mejor partido que la vida podía ofrecerle.

—Qué le pasa amor, cómo se siente— le preguntó la joven que despertó con el gemido de
Leonardo.

—Nada, no es nada, abráseme, abráseme—. Aquella noche Leonardo durmió entre sus
brazos. Ella, como si fuera su hijo, lo calmó con una canción de cuna, su voz se ahogó en
medio de una tormenta.

— ¡Teniente, Teniente, le habla Mario!, tengo noticias sobre alias Mincho, ya sé donde
está, qué dice, ¿procedemos?

—Con quién está usted Mario.

—Solo, Teniente, recuerde que usted dijo que me cuidara, que los compañeros trabajan
para el Tío. Usted sabe que soy fiel, soy pastuso, ya le he dicho que somos los únicos en
Colombia fieles, capaces hasta de denunciar a Bolívar, que fue un cobarde hijueputa
violador de niñas…

—Sí, sí, la historia ya me la sé, me la ha contado cien veces, dónde está.

—Por la galería Teniente, a lo que le dicen por aquí el mantequero.

—Listo, no le diga nada a nadie, espéreme que ya salgo para allá.

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Leonardo revisó su arma y sacó del cajón un proveedor —no —dijo, —mejor llevo dos, por
si las moscas.

En el burdel la música estridente ahogó los oídos de Leonardo. Mario lo seguía. Cruzaron
varios corredores. Un hombre con olor a cerdo les preguntó qué se les ofrecía, Mario
mostró su arma y una placa con el logo de la Policía. —Debe estar en alguna de estas
habitaciones Teniente —afirmó Mario acercándose a dos puertas de madera.

—Deje miro—. Leonardo incrustó dos alambres por la cerradura y la puerta abrió al
instante. Una mujer rubia cabalgaba desnuda sobre un cuerpo obeso. Cerraron rápido la
puerta e ignoraron los hijueputazos de la rubia

—Señores ustedes no tienen derecho de venir aquí a requisar todo. Yo puedo arreglar lo de
mi permiso, díganme cuánto quieren.

Los policías ignoraron al hombre del olor a cerdo y abrieron la siguiente puerta. — ¡Es él
Teniente! Al que buscamos. Manos arriba, es la policía—. Mincho, de rodillas, hacía lo que
más le gustaba. Cuando miró a los dos hombres supo a que venían. Su amigo íntimo
lamentó haber aguantado tanto tiempo la eyaculación.

Es muy sencillo nos dice dónde está su compañero y le colaboramos

—No lo sé señor Policía. Si me paga pues se lo busco, no ve que yo también lo necesito.

—Malparido. Vamos a ver si con un balazo en la pierna se acuerda.

Los dos policías golpearon fuerte a Mincho. Mario, cada vez que le pegaba, le decía que
cobraba venganza por Dios. Mincho, con el rostro irreconocible, fue procesado y enviado a
la cárcel La Modelo de Bogotá. Cuando entró a prisión su muerte ya había sido pagada por
el Tío. El dragoneante del patio ocho fue el que entregó el cuchillo al verdugo.

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Los dos agentes de la Dijín esperaron dentro del viejo Renault a que Chinga apareciera.
Mincho les dio la dirección exacta después de escuchar el disparo al aire de Mario. En la
comuna ocho de la ciudad de Tuluá flotaba un aire sepulcral.

—Señor y entonces se llevaron rapidito al Mincho para el otro lado.

—Claro, usted sabe que con el Tío no se juega. Ya estaba pagado en la cárcel. Yo no sé a
qué horas este tipo se volvió el jefe de todo el mundo ¿Cuánto les paga?

—Se lo juro que no sé. Hay que poner cuidado. Le voy a confesar algo Teniente, le digo la
verdad, escuché que se lo llevan a usted también, lo van a matar.

—Eso están con ese cuento hace mucho. Además es mentira. Por si las moscas me
mantengo listo, vamos a ver qué pasa, usted sabe que también las tengo bien puestas.
Bueno y ya pedí traslado pero nada que me lo dan, después de aclarar este caso, me retiro,
estoy cansado de esta mierda, tengo unos pesos y con eso monto un negocio y vivo
tranquilo.

—Pero mucho cuidado. Se lo digo como amigo, se lo van a llevar. Dicen los muchachos
que el Tío tiene el Cristo negro que encontraron cuando mataron a los sacerdotes, juró que
a todos los que tengan algo que ver con la muerte de los curas se los van a llevar

—Y yo qué mierda tengo que ver con los asesinatos de esos curas. Oiga y ¿Cuál puto
Cristo?

— ¿Se acuerda del Cristo que había al lado de uno de los sacerdotes? Pues después que
usted dio la orden de hacer el levantamiento, uno de los muchachos encontró el cristo,
dicen que es de color negro. Lo cierto fue que al mariconcito este le pareció muy extraño
por el color porque está pintado por partes, y le dio por llevárselo al Tío. Desde entonces el
Tío, según dicen las malas lenguas, lo lleva a todas partes, parece que lo protege y le ayuda
a coronar viajes al otro lado, como si fuera un amuleto o algo así.

Leonardo pensaba en la locura del Tío, cuando un joven de mirada triste, nariz fina y tez
canela, bajó de un taxi. Según los retratos hablados de los informantes, el joven de

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aproximadamente 16 años que acababa de entrar a la casa era Chinga. Los dos policías
bajaron y Leonardo incrustó el alambre en la cerradura; la puerta cedió al instante. Chinga
quiso escapar, pero Mario, apuntándole a la cabeza, lo detuvo.

—Por favor ya no me peguen, déjenme ir. Yo no he hecho nada malo.

—La verdad, cuéntenos la verdad, mire que hizo un pecado contra Dios, y se tiene que
pagar con sangre.

Chinga escupió la sangre que salía de su boca y trataba de ahogarlo. La carga de culpa que
lo arrastraba desde el día del crimen lo obligó a confesar

—Sí lo confieso, yo lo maté, lo maté, pero él se lo buscó, me humilló, dijo que ya tenía otro
mejor que yo, supuestamente un enviado de Dios, como él.

Leonardo y Mario desataron al joven y le limpiaron el rostro.

—Tranquilo jovencito, nada malo le va a pasar. Sólo cuente cómo fueron las cosas y ya. Lo
que pasó no tiene reversa, ahora es mejor que se relaje. Cuente y seguro que le
colaboramos.

El joven pensó que Dios lo castigaba. Vencido por sus captores y remordimiento comenzó
a relatar

—Fui el novio de Bernardo durante muchos años. Lo conocí cuando cumplí los doce y me
fui a confesar. El que escuchó mis pecados fue el cura Bernardo, desde ese momento me
cautivó su tono de voz, su barba gruesa de hombre macho. En verdad lo maté porque lo
amaba como a nadie más en el mundo.

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La voz de Chinga fue interrumpida por fuertes golpes en la puerta. Leonardo y Mario
sacaron sus armas.

— ¡Son ellos Teniente, los hombres del Tío!, creo que vienen por el pelado ¿Qué hacemos?

—Espere, no abra.

— ¡Qué van hacerme, qué van hacerme! —Gritó Chinga asustado.

—Nada, nada.

Los golpes sonaron con más intensidad. Leonardo supo que los hombres del Tío, es decir,
sus propios hombres, derribarían la puerta.

— ¿Por qué colocó usted un Cristo negro al lado del sacerdote Bernardo?

— ¿Cuál Cristo, usted está loco? ¡Auxilio, auxilio, Policía! —gritó fuerte.

Mario se apresuró a abrir y entraron sus compañeros.

—Tenemos que llevárnoslo Teniente. Las órdenes vienen de arriba.

—Hay que llevarlo a una correccional— dijo Leonardo

—Sí, pero nadie puede interrogarlo, esas son las órdenes.

Leonardo no quiso preguntar quién daba las órdenes. Antes de llevárselo, el joven gritó
triunfante:

—No era negro jefe, quedó de ese color cuando se lo hundí.

Los periódicos locales publicaron la captura de los presuntos asesinos de los sacerdotes de
Roldanillo. Sin embargo, la Policía fue cuidosa en el informe de los hechos. En las calles se
decía que los verdaderos causantes del crimen, que además se robaron los diezmos de la
semana, continuaban libres. Leonardo dio el siguiente informe a la prensa y medios
televisivos que reclamaban una explicación sobre el caso:

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El día 28 de septiembre en la parroquia de San Sebastián, Roldanillo, Valle del Cauca, a las
06: 00 horas, se encontró el cadáver de los siguientes sacerdotes: Bernardo Echeverry de 69
años y Héctor Fabio Cabrera de 27. El primero nacido en Cartago y el segundo en Zarzal.
La policía y la Dijín han realizado las investigaciones pertinentes, ofreciendo hasta una
recompensa de $10.000.000 millones de pesos a la persona que colabore con la justicia.
Afortunadamente se logra la captura de dos sospechosos el día 01 de abril. Los susodichos
se encuentran en estos momentos a disposición de la Fiscalía. Es todo lo que ha ocurrido,
gracias.

Montó sobre él como un caballo libre por el campo. Leonardo sintió la saliva azucarada de
su boca.

—Te amo, eres lo mejor que me ha pasado en la puta vida— le dijo y ella se detuvo en el
acto. Una fina gotera de sudor descendió por sus senos hasta el ombligo. Le sonrió y sintió
una cascada que caía de su interior, con un movimiento brusco gritó: —Dios—.

Leonardo había pasado los últimos días preocupado. Aunque logró la captura de los
asesinos del crimen sacerdotal y el pueblo reconocía el buen desempeño de la Policía,
Mario le había dicho que el Tío aún no se calmaba. Esa mañana le hizo el amor a Sonia
como nunca antes. Cuando la vio dormir en posición fetal, con la tanga y los senos rosados,
le dieron unas ganas incontrolables de penetrarla; ella, que nunca le negó el placer de la
carne, quiso quebrar con su abertura el miembro del hombre de su vida.

Se escucharon golpes en la puerta. Leonardo sacó su arma. Los presentimientos y las


angustias de sus últimos días venían a buscarlo.

— ¿Qué es lo que pasa mi amor, por qué saca esa pistola?

— No se preocupe por nada. Mire guarde la tarjeta de crédito, aquí hay plata. En el banco
tengo unos ahorros, usted es la única que puede reclamarlos.

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—Leonardo déjese de pendejadas. Pues no abra—. De nuevo se escucharon los golpes.
Leonardo se deslizó por la sala y miró a Mario por la ventana. Su amigo parecía nervioso.
Desde un automóvil con vidrios negros dos hombres los observaban.

El Teniente abrió la puerta.

—Teniente, usted sabe que no tengo nada que ver. Es la orden, tiene que ir usted y su
mujer. La han estado vigilando, sabe que está aquí —le dijo Mario y rápidamente le quitó el
arma a su superior. Leonardo no opuso resistencia.

Sonia escuchó la conversación. Leonardo, después de hablar con Mario y recordarle que él
era pastuso y siempre dijo que no se dejaba corromper pues tenía las pelotas más grandes
que los demás colombianos, entendió que la huida era imposible. Si Mario permitía que
escaparan, los del auto que esperaban afuera, entrarían a buscarlo y los matarían. Entró de
nuevo a la casa y Sonia le dijo que no se preocupara, que lo sabía y juntos enfrentarían
hasta la misma muerte. Intentó detenerla pero la mujer con resolución firme aseguró que no
nadie podría apartarla de su lado.

Sonia y Leonardo entraron al carro de Mario tomados de la mano. Salieron del pueblo y se
dirigieron por un camino pedregoso. El auto de vidrios negros los seguía. El policía
lamentó haber involucrado a Sonia, se culpó por no haberse marchado cuando supo que el
Tío pensaba matarlo. Sonrió para sí, al darse que la única persona que logró darle sentido a
su vida era la joven que lo acompañaba, que ahora mismo empuñaba su mano y era
consciente que iba al encuentro con la muerte.

Sonia miraba los árboles sin hojas y los potreros con vacas escuálidas por la ventanilla.
Aunque sabía el peligro en que se hallaban, se sentía contenta de estar al lado de su
hombre. Recordó su niñez donde también estuvo al borde de la muerte y su carácter fuerte
de yegua indomable la había sacado triunfadora. A los trece años clavó una tijera en el
brazo de una niña, en el colegio la apodaron la Sin mente. Luego, tiempo después que la
corrieron del colegio y la calle fue su única casa, en una disputa a cuchillo, con una agilidad
sorprendente hirió a una negra en el vientre. Se recostó sobre el hombro de Leonardo,
gracias a él era otra mujer, el Virgilio que le ayudó en el infierno, nunca amó más a nadie
que a este hombre con leves canas y mirada tranquila.

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Llegaron a una pequeña finca y un perro enjuto aulló rompiendo el silencio sepulcral. Del
carro que los seguía bajaron dos hombres e hicieron señas para que entraran. Leonardo
miró que Mario lloraba. —Tranquilo, no fue su culpa —le dijo y entró a la casa sin soltar
de la mano a su amada.

Los dos sicarios y Mario esperaron afuera. Adentro el Tío reposaba en una mecedora. En
una pequeña mesa Leonardo vio el Cristo negro, una veladora lo alumbraba. Los recién
llegados se pararon frente al Tío. Sonia calculó que era un hombre de unos sesenta años, sin
embargo, ni un pelo blanco se asomaba en el cabello indio. Le llamó la atención el Cristo
que estaba a su lado, era pequeño y tenía una mancha negra que le cubría el cuerpo.
Mentalmente le rezó un padrenuestro para que le perdonara los pecados, salvarle la vida de
seguro era imposible.

—Ha llegado el momento de ajustar cuentas. Le voy a decir porqué está aquí, usted no ha
respetado mi autoridad. La Policía la mando soy yo, no usted gran malparido ¿Cree que
puede venir aquí a mi pueblo y no pasar un reporte, ni alguna cosa? Se equivocó. Mucha
gente que tenía amenazada por las vacunas resultaron ayudadas por Policía de otra parte.
Por eso lo mandé a llamar con su putica, para arreglar asuntos.

El Tío sacó un revólver. Leonardo hizo de escudo humano y cubrió a la joven. Le dijo al
Tío que siempre había obedecido, que por favor no le hiciera nada a su compañera. Sonia,
que a sus veinte años no conocía el significado del temor, esquivó a Leonardo y avanzó
hacia su verdugo. Se escucharon dos tiros, dos gritos desgarradores. El tiempo pareció
perderse en el espacio de la acción. Leonardo, aturdido por los disparos y el humo de las
balas, por un momento no supo de sí.

— ¡Leonardo se encuentra bien!, —era la voz de Sonia que herida yacía en el suelo. El Tío,
con el Cristo negro incrustado en la garganta reposaba a su lado. Afuera sonaron dos tiros
más. Leonardo sentía la mano tibia de la joven, le dio un tierno beso. Las lágrimas bañaron
su rostro. Sonia no alcanzó a decirle lo que tanto hubiera querido, sin embargo, sus ojos
abismales le revelaron sus deseos, le agradecieron los años a su lado, le dijeron a Leonardo
que si su vida tuvo algún sentido fue para besar sus labios. La soledad, con su letal arma de

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silencio, hirió a Leonardo de muerte. Después de unos minutos Mario entró a la casa. Traía
la pistola en la mano. El Teniente deseó que le disparara.

—Teniente, no se preocupe, lamento lo sucedido con su esposa, maté a los dos malparidos
¡Vámonos, vámonos!, puede venir la Policía.

Leonardo cayó al suelo. Antes de perder el conocimiento observó el Cristo negro que
incrustado en el cuello del Tío no dejó escapar una gota de sangre.

El 01 de noviembre de 2014, el teniente de la Dijín: Leonardo Mejía, escribió el siguiente


informe para la Dirección Central de Policía Judicial e Inteligencia sobre el caso 1035.

Según las investigaciones sobre el hecho y el asesinato de los susodichos sacerdotes:


Bernardo Echeverry y Héctor Fabio Cabrera, hallados muertos en la Casa cural de
Roldanillo, Valle del Cauca, el día 27 de septiembre de 2014, se capturan dos hombres:
Félix Alberto, alias Mincho de 47 años y Daniel Rojas, alias Chinga de 16 años. Se
realizaron las pesquisas correspondientes y se llega a la conclusión que fue un crimen
pasional. Alias Chinga fue el amante de Bernardo Echeverry y lo asesinó por celos. Los dos
asesinos entraron a la ceremonia de la misa y luego esperaron escondidos en la iglesia.
Cuando las personas se marcharon del recinto, los criminales salieron de su escondite y
pasaron a la Casa cural. El sacerdote Héctor Fabio tenía tres heridas de arma blanca en el
estómago; por su parte, Bernardo Echeverry sólo tenía una delgada abertura en el cuello,
como si hubiera sido perforada con una fina hoja. Alias Chinga confesó que lo mató con un
pequeño Cristo, jura que cuando lo sacó y lo puso al lado de su amante, cambió de blanco a
negro, lo cierto es que el sacerdote tenía el Cristo clavado en la garganta.

Leonardo escribió su último informe y renunció a la Policía. El general Rodolfo Palomino


cambió la versión de los hechos. Algunos hombres del Tío buscaron a Leonardo para

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ajustar cuentas, pero no lo encontraron. Mario conserva el Cristo en la cabecera de la cama,
según él, mientras lo conserve no habrá poder humano capaz de asesinarlo.

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Carta al cielo

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Un sol dorado del mes de agosto ríe con la tarde, las lomas juegan con el viento y mecen
en los aires sus pastos y flores silvestres. Una multitud, extasiada con la altura, goza al ver
sus cometas alcanzar el cielo, como si en aquel papel sus cuerpos ascendieran al paraíso.
Un lánguido niño mira con tristeza a las personas y observa el hilo de una madeja que sube
un objeto de larga cola. Raúl, un niño de doce años, flaco, trigueño y de ojos cafés, con una
ausencia insípida en el alma, mira a los jóvenes reír elevando sus cometas; quisiera tener
una, daría todo por ella, contempla aquel bello instante donde un juguete infantil se eleva
para hacernos creer que estamos cerca del firmamento. Raúl lleva pantalones cortos, camisa
rota, cara sucia, pies descalzos y en la mirada, una melancolía que para un niño es
imposible soportar. Vive en un barrio llamado Colombia; su casa está vacía; hace dos días
que su madre murió, no comprende por qué, extraña su angelical rostro, sus manos blancas
y puras, envejecidas y maltratadas de tanto lavar y planchar. Siente en el aire un olor
materno. Recuerda los momentos que pasaron juntos, ella trabajaba en la tienda de don
Francisco, un viejo gordo y de grueso bigote, con su salario compraba el mercado y
preparaba unos fríjoles exquisitos; Raúl siempre comía dos platos, el delicioso olor
impregnaba la casa. Sus ojos deslizan unas lágrimas saladas y recuerda lo que debe hacer,
lo que tiene que hacer. A su lado derecho encuentra un niño menor de aproximadamente
nueve años, con una larga sonrisa y una camisa azul que muestra la risa del Tío Sam. Raúl
corre rápido en su dirección y arrebata su cometa, se aleja empuñando el hilo y cuando cree
que está sólo, saca de su bolsillo un sobre arrugado con letras poco legibles y lo envuelve a
la madeja, con la fuerza de su brazo, como queriendo lanzar el hilo al infinito, arroja el
torno al aire libre. A lo lejos, mira Raúl cómo el objeto de larga cola lleva una carta escrita
para su madre. El viento, mensajero de sueños sopla fuerte y la tarde pintada de color oro
abre entre las nubes un portal donde los ángeles nos observan.

Una fría y enorme mano toma al niño del brazo y lo lleva al cuartel de policía donde la ley
del barrio Colombia condena a diario a miles de ladrones. El comandante Octavio Meza,
con una mirada sombría lo interroga:

—A ver mijo ¿Por qué hizo eso? Pero si apenas sos un mocoso de nueve años y ya robás,
¿Dónde vivís, cómo te llamás?

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El niño contesta con rabia y vergüenza

—Mi nombre es Raúl López. Vivo en el barrio Colombia, no soy ningún ladrón, mi mamá
me enseñó que robar es malo y trabajar es una bendición pues así ganamos el pan.
—Pues parece que no aprendió nada, porque usted está aquí por robar la cometa de un
inocente niño, y a ver ¿Dónde está su mamá?

Raúl deja escapar una lágrima y contesta sin titubear. Observa fijo y con un espíritu altivo
al comandante.

—Mi mamá se marchó hace dos días, se fue sin despedirse y quedé sólo en el mundo pues
no tengo papá ni familiar alguno, solo don Francisco, el de la tienda, me ayudó a enterrar a
mi mamá. Ella, estoy seguro, está en el cielo.

El comandante Octavio con una repentina conmiseración piensa y dice:

—Mijo ¿Y qué decía esa carta?


—Esa carta era mi despedida y sé lo que decía de memoria:

OCTUBRE 15 – 1969

Hoy el mundo parece ser extraño.


Al levantarme, miré tu cama y no estabas,
me dieron ganas de llorar, pero recordé que decías
que pasaría y que fuera fuerte. Don Pedro
me trajo comida en un porta y dijo
que madrugara a trabajar el lunes.
Te extraño tanto, saqué los billetes debajo del colchón
y los guardé en el baúl, los utilizaré como tú dijiste,

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cuando ya no tenga nada que comer.
No siento hambre, ni ganas de estudiar; todo
fue tan rápido, cuando llegué de la escuela
ya no estabas, no te despediste. Quisiera escribir
algo que leyeras y supieras cuanto te quiero
y que vacío me siento.
El cielo será hermoso, pues al verlo siempre pensaré en ti.
Esta carta va en una cometa que sé la recibirás allá en el cielo.
Te quiero.

Tu hijo Raúl López

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Balas en cruz

A mi hermana Jénnifer Torres que entusiasmada me contó la historia.

A Maribel Orozco, in memoriam

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Los muertos no mueren, se ocultan en el recuerdo, se develan en las sombras.
Jhon Walter Torres Meza

—El destino está escrito, no se podrá casar, le aseguro que algo va ocurrir. Créame
jovencita lo mejor es que cancele la boda, nosotros sólo somos piezas de un universo
cósmico que nos controla.

—Pues yo la verdad doña Florinda no sé qué creer, pero le aseguro que estoy muy
enamorada y desde hace tiempo vengo alistando todo para el matrimonio. Vine a esta
consulta porque mi mamá cree mucho en agüeros y todas esas cosas. Hasta luego y muchas
gracias.

—Son diez mil pesos mija.

— ¿Diez mil pesos? Pero si nos demoramos apenas cinco minutos y no me adivinó nada,
sólo dijo que no me iba a poder casar y la historia del matrimonio yo misma se la conté.

La anciana sonrió sacándose de la boca el grueso tabaco, en sus mejillas se dibujaron


múltiples arrugas.

—Lo que le digo es verdad, no digo muchas cosas pero todas son ciertas, ahora hágame el
favor y me paga porque si no me toca llamar al negro Seferino.

—Tranquila, no es para tanto, tome.

La joven tiró el billete y salió rápido del lugar. No creía para nada en las palabras de la
anciana, sin embargo, un insípido presentimiento la hizo sonreír con desgana.

Le apodaban Tati por la cantidad de tatuajes que tenía. Cuando hacía el amor con su novia,
en su pecho velludo se resaltaba la imagen de un Cristo crucificado. En la espalda, la

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Virgen del Carmen era su protectora, y en los brazos, el arcángel San Miguel empuñaba
fuerte una larga espada. Con 19 años había matado ocho hombres, su reputación de
peligroso sicario crecía en la organización criminal a la que todos llamaban los Machos.

Aquella tarde, en aquel pueblo, cuyo nombre me abstengo de mencionar pero es igual a
todos los pueblos de Colombia, Don Diego tuvo una entrevista con Tati.

—Bueno mijito y cómo está la familia.

—Bien Don Diego, bien gracias.

—La familia del hombre vive para la salida el Alisal, por el matadero viejo señor—
interrumpió Buldog y sus ojos se centraron fijos en Tati.

—Bueno mijo, lo importante es que sabemos que toda su familia está bien. Usted sabe que
yo he sido un padre para todos estos muchachos y a usted sí que lo he ayudado mucho.

—Sí señor, yo sé.

—Le tengo un trabajito, algo sencillo, pero necesito que sea hoy. Para mañana es tarde. Así
le toque trasnocharse o buscarlo donde sea. Mire, lea el nombre a ver si sabe quién es.

—Sí señor, claro.

—Bueno mijo no se hable más, venga mañana. Que Dios me lo guarde.

—Señor, ¿y será que puedo decirle a Buldog que me preste unos dos?, es que el hombre no
anda solo.

—Mijo cuando yo le diga que no se hable más, no se habla más ¿Me entiende?

—Sí señor, hoy tiene listo el trabajo.

Tati se retiró del salón con el nombre de la víctima en la memoria. Al llegar a casa sacó los
dos proveedores de reserva, metió las balas una por una marcándolas con una pequeña cruz
y rezó en voz baja lo que Florinda le había enseñado. Se dio cuenta que las cosas se podrían
complicar, el comandante de la Policía nunca andaba solo. Miró el reloj y marcaba las 2:00
p. m., aún podría consultar a la bruja.

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— ¿Cómo me queda el vestido Leidy, me veo bien?

—A mí me parece que queda hermosa ¿Usted qué piensa misia Consuelo?

—Sí mija, está muy linda, lo que me tiene pensativa es lo que le dijo la vieja Florinda, mire
que esa señora nunca se equivoca. Dicen las malas lenguas que tiene pacto con el Diablo.

—Mamá no empecemos con esas cosas, mire que mañana me caso. Más bien arregle bien
bonita la casa que hoy viene mi prometido, su futuro yerno, el padre de sus nietos.

—Mucho cuidado. Si no se va hoy de aquí lo matan.

—Pero quién, quién es el hijueputa, dígame el nombre.

—El diablo tiene muchos nombres Comandante, entre ellos el suyo y el mío.

—Pero no me puedo ir, tengo bajo mi mando muchos hombres, quién putas va a mandar en
este pueblo.

—En este pueblo sólo manda el destino Comandante.

—Pues entonces tiene que hacer algo. Sepa una cosa Florinda si me llega a pasar algo usted
es la primera que se muere.

—Yo hace rato que estoy muerta Comandante.

Eran las 3:00 p.m., cuando Tati llegó donde Florinda

—Mijo ese trabajo está muy difícil, ese tipo tiene muchos espíritus que lo cuidan.
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—Vieja pero voy es con toda. Necesito es que me haga el rezo de siempre, ya tengo las
balas en cruz.

—Se lo voy hacer mijo, pero al que usted le va hacer el trabajo tiene el cuerpo cerrado.
Escúcheme bien—. La anciana lo miró fijo —va a tener una sola oportunidad, cuando lo
vea mátelo, porque si no al que van a matar es a usted. Recuerde, tiene una sola
oportunidad.

—Vieja no le había contado pero mañana me caso.

—Yo eso lo sé hace rato mijo. Su matrimonio va hacer hermoso, único en este pueblo, el
más bello que se haya visto.

Tati rio

—Oiga, usted se las sabe todas. El matrimonio no va hacer en este pueblo, me voy a ir.
Sabe que vieja hágame pues el rezo que yo le pago bien, no perdamos más el tiempo.

El joven se desnudó y la anciana untó en su cuerpo una grasa viscosa. Recitó una extraña
letanía que parecía venir de un vernáculo milenario.

Tati, con dos pistolas en la cintura, esperó al Comandante aquella noche en su auto pero
nunca llegó. Cuando los primeros rayos del sol asomaron, el reloj marcaba las 6:00 de la
mañana.

— ¿Qué ha pasado, se sabe algo?

—No señor, hasta el momento nada. Deme la orden patrón a mí ese pelado siempre me
generó desconfianza.

—Esperemos a que se comunique. Si a las doce no lo tiene, mándele dos de los muchachos.

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—Leidy qué le habrá pasado, lo llamo y no contesta ¿Qué hago?

—Nada, aliste todo, usted sabe el trabajo que tiene y no puede estarse comunicando a toda
hora porque es peligroso.

Tati estacionó su auto frente a la estación policial. Sabía que estaba retrasado pero aún
podría cumplir la misión del jefe. Observó llegar dos patrullas de policía y en una de ellas
al hombre que buscaba.

Un chaleco antibalas debajo del uniforme cubría el pecho del Comandante, aunque
desconfiaba de las palabras de la anciana, sabía por experiencia propia que acertaba en sus
augurios. Reforzó su seguridad personal y lo acompañaban diez hombres. Había dado orden
de captura contra unas bandas del sicariato organizado en el pueblo, ahora sabía el porqué
lo querían asesinar.

Tati no pudo hacer nada contra él, estaba muy escoltado, pensó en llamar a su prometida,
eran las 12:00 m., y el matrimonio sería a las 6:00 p. m.

—El carro es un Mazda color azul blanco. Recorran todo el pueblo que al hijueputa nos lo
cargamos, es un torcido.

—Hola mi amor, ayer lo estuve esperando toda la noche ¿Por qué no apareció?

—He estado muy ocupado amor. Escuche bien lo que lo voy a decir, vaya al matrimonio
solo con su mamá y Leidy, apenas nos casemos nos vamos. Alístese ya. Me espera en el
parque, mucho cuidado, que nadie la vea, de pronto me están buscando.

—Pero mi amor cómo así, no me diga esas cosas que me da miedo.

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—Usted sabe como son estas cosas, no se preocupe, váyase y me espera, no importa que
sea temprano, súbase al bus calladita, yo tengo plata, tranquila que no pasa nada.

El Comandante, con una crisis de nervios, decidió abandonar por unos días el pueblo;
redactó a sus superiores una urgencia familiar y se trasladó a un municipio cercano a dos
horas de distancia.

Tati no cumplió su tarea, por más que buscó a su hombre no pudo encontrarlo. Eran las
4:00 p.m. Cuando salió del pueblo, llevaba puesto el traje de matrimonio y diez millones de
pesos que había ahorrado para la boda. Se tranquilizó al recordar las palabras de la anciana:
«su matrimonio va hacer hermoso». No se percató que a sus espaldas una camioneta con
vidrios oscuros lo seguía.

—Mija yo creo que lo mejor es que no se case, usted sabe que ese muchacho está metido en
cosas raras. Hágame ese favor, recuerde lo que le dijo Florinda, tengo un presentimiento de
madre.

—Mamá por favor no más. Además no se preocupe, apenas se termine el matrimonio me


voy a ir.

—Maribel entremos a la iglesia, mire que ya faltan quince para las seis.

—Ya sé Leidy, pero voy a esperar porque quiero entrar con Julián, además mire para
adentro, no hay personas, es más, aquí nadie nos conoce.

Tati aceleró el vehículo a 120 km/h y llegó a la iglesia faltando cinco para las seis. Su
amada esperaba en un pequeño parque frente a la capilla. Ella lo vio en el auto y todas sus
preocupaciones se desvanecieron, el día que siempre había soñado al fin llegaba. Su vestido
blanco se veía iluminado. Iba a cruzar la calle junto con su amiga y su madre, cuando
observó detrás del carro de su novio una mujer con un manto negro, la impresionó la
mirada profunda y las arrugas marcadas de aquel rostro que le dijo que no podría casarse.

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El Comandante, vestido de civil y con licencia para descansar quince días se dirigió a la
iglesia. En ese pueblo donde nadie lo conocía sus nervios se tranquilizaron. Tati lo observó
caminando con calma, recordó las palabras de la anciana «Es una sola oportunidad, sino al
que van a matar es a usted», sin dudar bajó del auto con el arma en la mano y detonó, al
frente de la iglesia, cuatro balas que acabaron con la vida del policía. Maribel observó la
escena lentamente. Su amado asesinaba un hombre que traía la mirada perdida y
despreocupada. Sus nervios se alteraron, no tuvo fuerzas para continuar y antes de caer al
suelo su madre y su amiga lograron sostenerla. Una muchedumbre rodeo el cadáver inerte
del Comandante. Tati intentó acercarse a su prometida pero la multitud no lo dejaba. En ese
momento se percató de la presencia de hombres que trabajaban para su jefe. Con sigilo se
escondió detrás de un santo de la iglesia. Buldog, contento por la muerte del Comandante,
iba a marcharse con sus hombres, cuando entre la gente una mujer en el suelo llamó su
atención, era la novia del traidor que buscaban, parecía la bella durmiente. Sin pensarlo le
disparó. Las personas gritaron y corrieron como locas hacia el templo. Cuando después de
treinta minutos Tati salió del escondite, su prometida aún continuaba sostenida por la madre
y la amiga, al acercarse vio la huella de una herida en la frente que sangraba poco, era la
bala del sicario que al parecer no quiso dañar el rostro joven y hermoso de su amada.

Nunca hubo novia más hermosa que Maribel Orozco. La trasladaron a su pueblo natal y le
pusieron el mismo vestido blanco que lucía la tarde de la boda. Se veía imponente, sin una
mácula en su traje. Tati estaba en la primera fila de la iglesia. El cuerpo de su novia
reposaba en un ataúd en medio del recinto. Su amiga la había maquillado de la mejor
manera, tal como ella quería. El sacerdote dio el mismo sermón sobre la ola de violencia
que azotaba a todos los pueblos del norte del Valle y que los feligreses ya sabían de
memoria. Cuando el novio marchaba hacia el cementerio y sostenía una de las cuatro partes
del féretro, vio, bajo un hábito negro, el rostro de la mujer que adivinó su futuro; sus ojos
oscuros y profundos lo atemorizaron, algo que ni al borde de la muerte había sentido. Sus
piernas se doblaron y se creyó caer pero recuperó fuerzas para llevar a su amada a casarse
con la muerte.

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Cuarenta minutos para llegar a casa

A mi padre, Ancízar Torres, que compró su regalo de niño Dios.

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El auto era negro con llantas grandes, la última creación de los expertos en juguetes.
Ancízar lo había visto desde febrero. Sabía que costaba bastantes centavos. Puso la mano
en el cristal limpio. El vendedor salió y clavó en él una mirada de desprecio.

Ancízar abordó la buseta a las cinco en punto de la tarde como lo hacía los últimos tres
años de su vida. —Dura cuarenta minutos hijo, sólo cuarenta minutos —le dijo Abelardo, el
barbado chofer que conducía la buseta, o la chiva, como la llamaban algunos desde que
construyeron carreteras en el norte del Valle del Cauca.

Ella lo miró. Ancízar, tímido ante su presencia, observó sus ojos grandes y cafés que
revelaban el secreto de la existencia. El maquillaje azul oscuro y un lunar negro cerca al
labio le daban un aire de gitana. Le atraía aquella extraña mujer. Siempre era su compañera
los sábados de regreso. La buseta se detuvo en la entrada a la finca. Se despidieron en
silencio, como si fueran cómplices de algún secreto.

William lo esperaba en la mecedora. Con sus ojos cansados miró al joven compañero que
la vida le había regalado. Después de tener doce hermanos, siete hombres y cinco mujeres,
el único de apellido Vallejo que vivía, era Ancízar, a quién los matones conservadores no
lograron asesinar.

—Tío vendí todas las escobas. Mañana viene el niño Dios, comeremos muy bien.

El anciano sonrió. Hace años que no hablaba, se comunicaba con la expresión del rostro y
leves movimientos de cabeza. Ancízar había aprendido a leer en sus canas profundas el
sufrimiento de una vida que deseaba irse.

La mañana del 24 de diciembre de 1970, amaneció con un sol radiante. La pequeña finca o
casa con patio grande para ser más exactos, estaba fría por la ausencia de un habitante.
Ancízar lo supo porque no olió el chocolate en la mañana. Cavó un agujero en el solar y lo
enterró junto a su madre, su padre y los tíos que no conoció. Si sus familiares lo vieran,
dirían que a pesar de sus catorce años ya era un hombre, se sorprenderían al ver que en su
rostro no había una sola lágrima. Fue al cuarto de su tío y sacó las monedas de la guadua.
Sabía que era la noche del niño Dios.

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— ¡Esta vez sí lo tendré! —gritó fuerte y el silencio de la casa fue su testigo. Se bañó y se
puso el traje para ir a misa: pantalón hasta la rodilla y camisa blanca. Sin zapatos, porque
sólo los usaba para la escuela. Abordó la buseta y Abelardo lo saludó con la risa simple y
sincera de sus muchos años. Al llegar bajó corriendo del bus y se detuvo en la vitrina donde
el juguete se imponía.

—Cuesta diez pesos —le dijo el hombre del mostrador y miró sus pies descalzos.

—Tome señor —contestó Ancízar con una voz que no era la suya.

El juguete estaba delicadamente empacado. La bolsa brillante dejaba ver el reluciente auto.
El niño lo destapó mientras esperaba a Abelardo. Recorrió con él montañas, lo sumergió en
el mar y lo hizo volar en su imaginación infinita. Lo observaba y lo olía encantado. Se dio
cuenta que por su mejilla corrían lágrimas. Respiró profundo y trató de calmarse para
abordar la buseta. La mujer de siempre estaba allí. Supo que ella lo miraba. Trató de ocultar
el juguete debajo de su camisa.

—Hola, hace tiempo que quería hablarle —Le dijo la mujer con tono melódico. La miró. Se
parecía a la Virgen que veía los domingos en la iglesia, sólo que esta tenía maquillaje y un
lunar pintado de negro. —Qué es lo que tiene dentro de la camisa.

—Nada, es un juguete para mi hermanito —ella sonrió.

Las vacas adornaban los verdes pastos del camino. Ancízar sintió la mano cálida de la
mujer en sus piernas. Quiso hablarle pero no pudo.

—Tranquilo, no tiene que decir nada, yo sé que es lo que piensa papito rico—. Lo abrazó e
introdujo su mano en el interior del pantalón. Ancízar, con la vista fija en las vacas, subió
con la Virgen al cielo. Abelardo detuvo la buseta en la entrada a la finca. Cuando el joven
bajaba le dijo lo de siempre pero con un tono particular:

—Duró cuarenta minutos hijo, cuarenta minutos.

Aquella noche, bajo la luz de una vela, Ancízar trató de jugar con su carro, esta vez no
logró hacerlo volar, supo que los autos no vuelan, se creyó estúpido de pensar semejante
idea.

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Un poema antes de morir

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La mano delgada masajeaba su pubis y en la abertura de sus piernas sentía una humedad
interior que le daba alas a su cuerpo. Nunca pensó que pudiera brindarse tanto placer. Lo
hacía en horas de la noche o a la madrugada, cuando las enfermeras y los doctores no se
encontraban cerca. Tenía un cáncer terminal en el hígado. Lo había heredado de su madre.
Los médicos luchaban por controlarlo. Froilán, su único amigo, el día de su cumpleaños le
obsequió un libro. Sandra lo leyó tantas veces que terminó por aprenderse muchos diálogos.
Memoria de mis putas tristes, así se llamaba, la historia le encantaba. Se veía representada
en un personaje de trece años llamado Delgadina. La única diferencia era que Delgadina
siempre dormía cuando llegaba su envejecido amante; ella, por el contrario, hubiera
preferido despertarse y tener relaciones sexuales con el anciano, deseaba, más que nada en
el mundo, sentir el cuerpo de un hombre, tocar aquel músculo escondido e inhiesto. En las
noches calurosas soñaba que abría las piernas y un cuerpo duro exploraba su interior.

Froilán tenía catorce años. Usaba gafas de aumento para su estrabismo y miopía avanzada.
Su madre lo esperaba a la salida del colegio y lo llevaba a la clínica donde trabajaba ocho
horas continuas. Una tarde, Sandra lo vio por la ventana sentado en la cafetería. Su figura le
pareció graciosa. Era delgado, albino, con muchas pecas en el rostro, vestía uniforme
escolar de corbata y se peinaba para un lado. Ella se acercó y le preguntó el nombre. Desde
ese día comenzó su amistad. Froilán la visitaba y paseaban en los pasillos del centro médico
o en el pequeño parque donde las encargadas de la rehabilitación sacaban a sus pacientes en
las mañanas.

Los dos jóvenes se contaban historias y compartían juntos las tardes. Froilán, aunque nunca
le preguntó, sabía la grave enfermedad de su amiga. «Tiene cáncer. Sea muy cuidadoso con
lo que le dice, acuérdese que las niñas se tratan con mucho respeto» le había dicho su
madre, que era médica cirujana del centro de rehabilitación. Sandra encontró en Froilán la
confianza de la compañía. Le dijo las cosas que su psicóloga hubiera querido escuchar, lo
que sentía al oír los llantos del padre cada vez que la visitaba, la falta que le hacía tener una
madre o algún hermano con quien conversar.

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Froilán reprimía un llanto que estallaba en la alcoba de su casa. Miraba sus ojos rasgados y
le prestaba atención como si escuchara a su profesor favorito de literatura. Le contó las
novelas que había leído como si fuera un personaje de ellas: Veinte mil leguas de viaje
submarino, La isla misteriosa, Los viajes de Gulliver, El principito, entre otras. Pensaba en
Sandra con un poco de lástima y temor. Desde los ocho años su madre lo llevaba a la
clínica y sabía por experiencia que los enfermos de cáncer pocas veces se salvaban.

Vivieron su amistad sin sentir el paso del tiempo y el espacio que los rodeaba. Sus risas
alegres se rebelaban ante el destino. Una tarde, sentados en una pequeña banca del patio de
la clínica, Sandra le contó a Froilán su deseo más ferviente.

— Quiero hacer el amor, así como en las películas que dan tarde de la noche donde las
personas se desnudan —el joven se ruborizó.

—Pero eso no es hacer el amor, eso es tener sexo.

—Entonces eso es lo que quiero ¿Usted alguna vez lo ha hecho? —Preguntó Sandra.

—No, cómo se le ocurre, mi mamá se muere —rio.

—Bueno a mí alguna vez me gustaría hacerlo. Claro, tiene que ser con un hombre muy
apuesto, musculoso y lindo, como esos de ojos azules que presentan en las novelas.

—Pero igual debe ponerse preservativo. En la clase de educación sexual nos han enseñado.
Cuando me consiga alguna novia también lo pienso hacer. Cambiemos de tema, le voy a
contar el mito de Orfeo y Eurídice que leímos en la clase de literatura.

—Me gustaría más que me contara una historia de amor o de sexo como usted le dice.

—El problema es que no sé ninguna de sexo. Pero voy a ver si me puedo conseguir unas
revistas de caricaturas que muestran mujeres y hombres desnudos, mis amigos las ven
mucho.

—Bueno cuénteme entonces el mito o lo que sea.

La semana siguiente Froilán le compró una revista de caricaturas a un compañero de clase y


la llevó a su amiga. Sandra dijo que la vería cuando estuviera sola. Esa noche acarició

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suave su cuerpo. Las imágenes mostraban dibujos de hombres y mujeres en una orgía
perpetua. Supo, de alguna manera compleja para su corta edad, que el acto sexual es un
triunfo de la vida sobre la muerte.

El tiempo reveló lo inevitable. Los médicos le dijeron al padre que el cáncer de su hija era
incurable, explicaron que por más que lo combatían con distintos medicamentos, el virus se
volvía inmune. Froilán pudo ver como su amiga cambió de apariencia. Su cabello negro y
largo había sido cortado, de 52 kilos bajó a 45. A pesar de la situación los ojos de Sandra
brillaban con intensidad. Sabía, aunque su padre y los médicos lo ocultaban, que su vida se
terminaba.

Al final de un día, en que el cielo se teñía de rojo y amarillo, por una extraña razón, Sandra
supo que era la última vez que contemplaba un atardecer. Froilán permanecía a su lado.
Últimamente hablaban poco, solo se acompañaban. El verse y sentirse juntos bastaba para
comunicarse. La joven tomó a su amigo de la mano y le dijo lo que tanto anhelaba.

—Quiero que tengamos sexo Froilán. Por favor. Usted no es mi tipo de hombre —rio —
pero igual, lo quiero mucho y es mi mejor amigo.

Froilán miró sus ojos profundos que lo invitaban a descubrir un misterio. Desde el día que
Sandra le dijo que soñaba con tener relaciones con un hombre, todas las noches pensaba en
ella. En vez de leer hasta tarde, como era su costumbre, encendía el televisor y buscaba el
canal donde siempre una chica rubia lo hacía con su jefe. Nunca mostraban la vagina o el
pene, sólo los senos grandes de la secretaria. Ahora, con la proposición de su amiga sintió
un miedo atrayente, la necesidad de escapar y de ser un prisionero de su cuerpo, de sus
deseos.

—Bueno si es lo que usted quiere yo le ayudo− contestó Froilán con timidez.

—Usted es muy bobo, debería alegrarse —la joven rio y luego beso delicadamente los
labios de su amigo. Froilán sintió un sabor azucarado. —Tiene que ser hoy, esta tarde, es un
día muy especial.

—Pero no sé si hoy esté preparado —dijo el joven con temor.

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—Tranquilo, no necesitamos prepararnos.

Sandra tomó a su amigo del brazo y lo llevó a la habitación de reposo.

— ¿Y si llega alguna enfermera o mi mamá me necesita?

—A esta hora no. Siempre pasan a las nueve y su mamá sale a las diez. Siéntese en la cama
un momentico, voy al baño a organizarme y ya salgo.

Froilán esperó con nervios. Aunque en los últimos días pensaba en Sandra, nunca imaginó
que harían el amor. Recordó las conversaciones sobre sexo de sus compañeros de colegio y
le pareció escuchar al profesor de educación sexual: «No olviden usar preservativos
muchachos, es muy importante». Como nunca había tenido alguna experiencia, no cargaba
ninguno. Miró la puerta de salida con el cerrojo y pensó en escapar pero supo que no
podría.

—Perdona si me demoré ¿Tú me extrañaste? — Era la primera vez que lo tuteaba. Froilán
la vio hermosa. Lucía un vestido azul agua marina y unos aros con la figura de un pez
adornaban su lóbulo —Me puse este vestido y estos aros que son de ir a pasear con mi
papá—. Sus ojos grises se veían profundos y llamativos, como si en ellos se ocultara la
respuesta a todas las dudas del universo. A pesar de la delgadez, su belleza no se opacaba,
el cabello corto le daba un aire de hippy. Ella se sentó en la cama y rio al detallar el aspecto
de su amigo, siempre usaba la camisa por dentro del pantalón. Sus zapatos de cuero
brillaban y las gafas con cristal grueso lo hacían lucir un niño estudioso e inteligente, como
le decía su mamá con orgullo.

—Bueno yo primero me desvisto y luego tú —le dijo Sandra.

Se quitó el vestido y mostró su piel canela. El sostén cayó al suelo, sus senos pequeños y
redondos sintieron el aire del cuarto. Impoluta le tendió la mano y los deseos encadenados y
reprimidos del joven despertaron. Froilán, como un atleta que logra ganar una carrera,
abrazó fuerte el trofeo de la desnudez. Sus cuerpos crearon un lugar sin espacio y sin
tiempo. Cada uno se vio en los ojos del otro y se encontró así mismo. Cuando terminaron
no dijeron nada. Las palabras eran pobres para expresar el lenguaje de los cuerpos. Al

100
marcharse Froilán la besó en la boca y ella sonrió, el sabor a frutas de sus labios quedaría
en el recuerdo del joven por siempre.

Aquella noche fue la primera vez que Froilán escribió un poema. Recordó las palabras de
su profesor «Inspiración, los poetas griegos eran tocados por las musas de la poesía». Sintió
aquella energía arcaica que guiaba a los escritores griegos. Al día siguiente, cuando fue a
visitar a su amiga, la habitación estaba cerrada. Sabía lo que significaba. Se dirigió al
pequeño parque donde se sentaba a su lado y cerró los ojos. Las lágrimas corrieron por su
blanca mejilla; mientras en una visión poética, la vio correr desnuda y alegre, riendo porque
al final había ganado su batalla contra la muerte.

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El sueño de Andrómeda2

2
El presente cuento fue premiado con una mención especial en el concurso nacional de Cuento Eutiquio Leal,
celebrado en la ciudad de Bogotá el 09 de diciembre de 2014.

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Cuando se miró al espejo, una mujer encadenada lo observaba. Sus rasgos finos develaban
una hermosa creatura. Tomó el labial de su hermana y de un rojo vivo pintó sus labios.
Ensayó su mejor sonrisa y besó al adolescente que refractaba la imagen.

La música lo volvía leve, con ella olvidaba su prisión y se liberaba. Aprendió a bailar
observando los videos de Michael Jackson, Thriller era su favorito. Se sabía todos los pasos
y en el concurso intercolegial de porristas, enseñó todos los movimientos a sus compañeras,
gracias a él habían ganado el primer lugar. Su hermana melliza se llamaba Flor, tenía 15
años y el mejor rostro de la familia Toro. Cuando eran bebés la gente los confundía. Julián
siempre quiso tener las muñecas de su hermana. Envidió la cocinita con los pequeños platos
y vasos que en navidad le habían regalado. Él recibió un carro grande de color negro con el
que nunca jugó. Doña Marina, su madre, aún conserva el juguete en el cuarto de los
reblujos.

En la adolescencia, la realidad la construyen los sueños. Julián soñaba con llamarse Juliana
y llegar a ser la mejor bailarina del mundo. Ganaría muchos concursos, entre ellos el
Campeonato Mundial de Salsa que se celebra en la ciudad de Cali. Cursaba el décimo año
de secundaria. En el grupo de teatro del colegio iban a representar el mito de Perseo. El
profesor, en una tarde lluviosa, narró su historia:

—Perseo, ayudado por su padre, derrota a un monstruo llamado Medusa que tenía en el
cabello venenosas serpientes y lo que miraba se convertía en roca. Perseo quería rescatar a
Andrómeda, una mujer hermosa que iba a ser sacrificada a un titán del mar. Para lograrlo,
el héroe corta la cabeza de Medusa y transforma al titán en roca—. Desde que escuchó el
relato le fascinó, leyó una y otra vez el mito. El personaje que más le gustaba era
Andrómeda. La imaginó a la orilla del mar, atada con grandes cadenas, en espera de su
destino fatal o de un héroe que pudiera cambiar la historia. Julián solicitó al profesor de
teatro actuar en la obra. El casting para representar a los personajes era un lunes, faltaban
dos días, tiempo suficiente para pedir el papel de Andrómeda.

« ¿Puede un ser humano cambiar su sexo?, ¿dónde encontraré un Perseo que rompa mis
cadenas?», se preguntó, llorando en la habitación después de saber que su hermana Flor, la

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joven más bella del colegio, ensayaba para pedir el papel de Andrómeda. El único
personaje que le dieron fue el del titán, debía salir al público con una máscara terrorífica y
atacar a Andrómeda. El papel de Perseo lo haría Felipe, un joven con cara bonita y ojos
azules, del cual su hermana estaba enamorada.

Aquellos días fueron difíciles para Julián. Iba al colegio en las mañanas y en las tardes
regresaba para ensayar la obra de teatro. La relación consigo mismo y con los demás se
hizo dificultosa. No entendía por qué le daban ganas de ponerse la ropa interior de su
hermana y de usar su maquillaje. Cierta noche, Flor notó que faltaban en el ropero sus
tangas pequeñitas de color blanco. Eran sus preferidas y las buscó por cielo y tierra.
Empujó la puerta del cuarto de Julián para preguntar si por casualidad las había visto y miró
a la persona más parecida a ella con sus tangas puestas, Julián bailaba una danza árabe.

— ¡Eres marica! ¡Mamá Julián es marica venga para que vea! —gritó.

—No llame a mi mamá, sólo estaba ensayando con esto puesto. Vea aquí las tiene. No diga
nada por favor hermanita, perdóneme, no la llame.

— ¿Usted cree que va hacer mujer? Malparido marica, pues le tocó ser hombre. Mire como
me dañó las tangas ¡Mamá venga rápido!

— ¿Qué es lo que pasa aquí, usted por qué está desnudo?—dijo la madre al entrar al cuarto.

—Mamá, resulta que Julián es marica. Mire se puso mis tangas y hace rato viene usando
mis cosas. Es marica mamá, solo que le da pena decirlo.

Julián se cubrió el rostro y lloró, mientras su madre lo insultaba. Le dijo palabras tan
ofensivas que las recordaría hasta la noche de su muerte.

La memoria jamás olvida las palabras que nos hieren, las esconde y las revela para
atormentarnos. Los meses pasaron lentos e iban mostrando un Julián diferente. Desde la
disputa con su madre, no hablaba casi con nadie. Alejó a sus viejos amigos que en el
colegio tenían fama de maricas por miedo a que su hermana le contara algo a su madre.
Seguía ensayando el papel de titán para la obra. Su mayor distracción era bailar. Se ponía
los audífonos y miraba los videos de Michael Jackson, realizaba todos los pasos del Rey del

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pop. En las noches soñaba con irse de la casa y empezar una nueva vida. Tenía una tía en la
ciudad que era dueña de un supermercado, alguna vez que fue a visitarlos, le dijo que en
vacaciones o cuando terminara la secundaria podría ir y trabajar con ella. Siempre la quiso,
era la única familiar que tenía por parte de su padre, a él, jamás lo conoció.

Un miércoles en la tarde, tomó la decisión después que su madre les viera puesto a él y a su
hermana los trajes para la obra. Flor lucía atractiva con una pequeña falda que mostraba el
culo. Julián tenía un traje negro ajustado que le apretaba los testículos y una máscara de
monstruo. Cuando las dos mujeres lo vieron no pararon de reír. El joven, al escuchar sus
carcajadas, las hijueputeó en silencio. Esa misma tarde llamó a su tía y le dijo que deseaba
vivir con ella. Con una seguridad que lo sorprendió, le contó los sentimientos confusos que
lo embargaban, sus deseos reprimidos de usar labial y ponerse las tangas de su hermana.
Lloró sin avergonzarse y se liberó de su pesadez. La tía lo escuchó en silencio y al final rio,
rio tanto que Julián pensó en colgar. —No te preocupes mi amor, aquí puedes venir y
quedarte. Además en el supermercado no vas a trabajar con el culo, ¿o sí? —dijo y el
mundo de Julián volvió a ser color de rosa.

El día de la presentación de la obra llegó, y Julián estaba listo para hacer historia. Daría una
sorpresa tan grande que los estudiantes, los profesores, su madre y sobre todo su hermana
no olvidarían jamás. Cuando abrieron el telón salió Flor con la pequeña falda que mostraba
el culo y una blusa corta que dejaba entrever unos senos maduros y firmes. Perseo lucía una
túnica blanca y sobre la cabeza una corona de laureles. Comenzaron los diálogos y el
corazón de Julián latía fuerte. El profesor tocó su hombro indicándole la hora de actuar. El
escenario estaba lleno. Julián vio por los agujeros de la máscara a su madre, que junto con
muchas personas sonrieron a su entrada. Se paró justo en frente de la tarima. Perseo y
Andrómeda se le acercaron siguiendo los diálogos de la escena, pero Julián tenía su propio
acto. Se comenzó a desvestir y la gente enmudeció al observar su cuerpo delgado cubierto
solo por las tangas blancas de su hermana. El aliento de su madre y de Flor se detuvo. El
profesor de teatro se quedó mudo. El auditorio se congeló en el asombro. Después de
quitarse la horrible máscara miró desafiante a su madre y al público. Con una mano tocó su
pene e hizo el movimiento pélvico de Michel Jackson. Luego se detuvo —Soltarse de las
cadenas, liberarse, ese era el sueño de Andrómeda —gritó con toda la potencia de su voz.

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Sus palabras enmudecieron el auditorio. El primero en aplaudir fue el profesor que salió
detrás del escenario. Las personas lo siguieron batiendo las palmas en júbilo con tanta
fuerza que en el teatro aún se escucha el eco de los aplausos. La madre de Julián vio a su
hijo avanzar en medio de una multitud eufórica que lo felicitaba. El joven caminaba seguro
y sonriente, luciendo con orgullo las tangas que ahora le pertenecían.

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Muerte al tiempo3

3
El presente cuento fue premiado con el tercer puesto en el Concurso de Cuento Los Derechos Humanos “De
la pesadilla a la esperanza”, celebrado en la ciudad de Medellín el 21 de abril de 2008, convocado por el
grupo académico de las “Jornadas Jesús María Valle Jaramillo, por la defensa de los derechos humanos y
contra la impunidad.

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El tiempo aunque infinito, es corto para los hombres.
Quién pudiera contra él, si es el oráculo del cosmos.

Jhon Walter torres Meza

Don Mario no lograba conciliar el sueño. El insomnio trastornó sus deseos de dormir.
Naufragaba perdido en la cama, quería caer al mar de lo inconsciente y olvidarse de sí
mismo. Sintió una rara angustia, algo que nunca había experimentado. Abrió los ojos y la
oscuridad inundaba todo alrededor. El silencio era absoluto y la soledad golpeó su alma con
el gélido viento de la tristeza. Rápido se puso en pie y encendió la bombilla, la luz lo
tranquilizó y sus ojos se centraron fijos en un cuadro de su hijo que colgaba de la blanca
pared, —la imagen de un joven con risa torcida se imponía en el marco—, recordó como
había logrado sacar a su hijo adelante, juntos pasaron muchas tristezas y alegrías en el
camino de sus vidas, lo amaba como a nadie en el mundo, solo que nunca se lo decía. Su
orgullo caníbal se tragaba su humildad. Daniel era su nombre, don Mario lo echó de su casa
cuando descubrió que era homosexual. En su melancolía lo extrañó, daría lo que fuera por
verlo. La foto se cayó y los vidrios volaron en el aire, don Mario pudo ver lentamente caer
los fragmentos al piso como los años de su vida. Un vacío amargo y una ausencia insípida
penetraron su ánimo. Su pulso aceleró de repente. Se dejó caer en el suave colchón sin
sentir el peso del cuerpo. El aire a sus pulmones empezó a faltar, quiso inhalar oxígeno,
pero no bombeaba su corazón, sus ojos no vieron más la luz. En medio de su agonía
escuchó que golpeaban la puerta

—Papá abre, ¡soy Daniel!

La voz amada de su hijo conmovió su amor filial, quiso gritar que lo amaba como a nadie
en el mundo, pero la muerte ahogó el sonido de su voz, robándole sin piedad las palabras
que don Mario se llevó al mundo de los muertos.

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