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El Vinculo Docente Alumno
El Vinculo Docente Alumno
Concepto de vínculo
No se concibe la educación sin el educador y el educando, porque ella es, en todos los
casos, una relación, una actividad fundamentalmente social y creadora de vínculos. El aprendizaje,
en cambio, puede ser realizado con otros o no, pero es una actividad, en última instancia,
individual. El saber del que cada uno se apropia, que cada uno construye, siempre es personal,
aunque en el proceso de construcción se trabaje cooperativamente.
La palabra “vínculo” proviene del latín y significa atar, ligar, unir a personas u objetos.
Los vínculos entre las personas se crean en el proceso de convivir, de vivir juntos. La interacción
reiterada que se produce al compartir un tiempo y un espacio comunes genera lazos entre las
personas, que pueden tener matices afectivos de distinto tipo: amor, odio, temor, respeto, rivalidad,
etc.
En nuestro país, un psicoanalista, el Dr. Enrique Pichon Riviere, desarrolló una teoría del
vínculo que ha tenido una gran influencia en la psicología nacional. Seguiremos su pensamiento en
este texto, a grandes rasgos.
La construcción de un vínculo psicológico requiere de la convivencia que me permita
conocer al otro. El vínculo implica un componente cognitivo y necesito tener suficientes
experiencias con el otro como para tener algún conocimiento de su persona. También implica un
componente afectivo: los sentimientos que voy fomando hacia ese otro con el que me encuentro
con frecuencia.
No formo un vínculo con una persona que en la calle me pide una dirección. Interactúo con
ella en forma pasajera y pronto me olvido de ella. Pero si ocurre que vivimos cerca y nos
encontramos reiteradamente, nos reconocemos, nos saludamos con una sonrisa o un gesto.
Tenemos un vínculo incipiente que comienza con el reconocimiento mutuo; podremos o no
avanzar hasta desarrollar algún grado de confianza e intimidad si resulta que compartimos otros
momenos que nos permiten conocernos más. El extraño puede llegar a ser un “entraño”, alguien
que me resulta entrañable, que está incorporado en mi interior.
Aún esos vínculos iniciales tienen, además de un componente cognitivo, un componente
afectivo. El extraño me resulta agradable o desagradable, atractivo o repulsivo, confiable o
temible. Sobre esa polaridad afectiva elemental, mis sucesivos encuentros con esa persona irán
tejiendo la trama de mis afectos hacia él o ella.
Para construir un vínculo duradero con otro necesito tener una representación interna de él
o de ella, una imagen de cómo es, cómo actúa, qué siente, que piensa. Y, por sobre todo, necesito
tener en cuenta cómo este otro actúa, siente y piensa en relación conmigo. Vale decir que la
representación mía del otro, incluye una representación de cómo el otro me representa a mí. (ver el
documento sobre personalidad, concepto de identidad yoica).
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Estar vinculado, entonces, implica tener al otro internalizado, tenerlo como un objeto
interno con el que interactúo mentalmente.1 Ante una situación de mi vida puedo pensar, por
ejemplo, en lo que mi amiga me aconsejaría. O puedo prever cuál será la reacción de mi madre si
hago tal o cual cosa. O puedo recordar los buenos momentos que pasé en el último encuentro con
mis compañeros de escuela.
Las interacciones observables (las conductas manifiestas en relación con los demás) de un
sujeto con otros dependen de los vínculos que hayan construido entre sí en la historia de su
relación.
Podemos definir a un vínculo psicológico como un sistema subjetivo, que es un
subsistema del sistema vincular total del sujeto; éste, a su vez, es un subsistema de la
personalidad. El vínculo está integrado por varios elementos cognitivos: autorepresentación,
representación del otro, representación de la relación, junto con los afectos concomitantes a
cada uno de ellos.
Señalemos que mi autorepresentación dentro del vínculo incluye mi percepción de mí
mismo y mi percepción de la percepción que el otro tiene de mí. En distintos vínculos, por lo
tanto, mi representación de mí mismo varía: en cada uno de ellos soy “yo” integrado con el “yo”
que creo ser para el otro. Por esta razón, nuevos vínculos pueden convocar en nosotros aspectos de
nuestra persona no desarrollados.
Un maestro, por ejemplo, que “ve con buenos ojos” a un chico rotulado como mal alumno,
que le hace saber que espera buenas cosas de él, tendrá un efecto productivo de un nuevo aspecto
del yo de ese chico. Este vínculo le permite al niño ser alguien más que “el mal alumno”; ahora es
tanbién “alguien de quien se espera algo bueno”.
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El primer vínculo que construímos en la familia es con nuestra madre o su sustituta y con
nuestro padre. Es un vínculo denominado parento-filial, y su modalidad relacional es la
dependencia, en sus dos variantes: satisfacción de necesitades y establecimiento de normas. El
segundo vínculo es el fraternal, con nuestros hermanos (o si no los hay, con los primos, amiguitos,
compañeros de guardería). El vínculo fraternal tiene dos modalidades; cooperaciòn o
interdependencia, por una parte; competencia o rivalidad, por la otra.
Estos dos vínculos originales tendrán su influencia y podrán ser transferidos; el vínculo
parento-filial a relaciones complementarias, donde hay una diferencia jerárquica; el vínculo
fraterno, a relaciones simétricas o con pares (ver documento sobre Comunicación).
Transferencia y contratransferencia
Los vínculos tienen aspectos conscientes y aspectos inconscientes. Una parte de estos
aspectos inconscientes se debe a la transferencia masiva de los primeros vínculos sobre los nuevos.
Aquí ya no hablamos de seguir un modelo, sino de proyección. Para nuestro pensamiento
inconsciente, el nuevo vínculo no se parece, sino que “es” el vínculo anterior.
En la teoría psicoanalítica, se denomina “transferencia” a esa proyección de objetos
internos y de la relación correspondiente sobre nuevos vínculos con otras personas.
Esa transferencia implica una superposición de nuestro pasado en nuestro presente, con
efectos distorsionadores, como si tuviéramos una foto sobreimpresa en otra. Así, vivimos las
situaciones actuales como si fueran aquéllas que vivimos antes, nos representamos a nosotros
mismos como aquéllos que fuimos y al otro como aquél o aquélla que estuvo antes.
Supongamos, por ejemplo, que una chica está iniciando una relación con un chico y que
este chico tenga algunas características parecidas a las del padre de la chica. Ella puede
confundirse y percibir al novio como idéntico al padre y a ella como a la niña que fue, y no como
la adulta que es. Esta confusión, que resulta del proceso de transferencia puede generar serios
conflictos en la relación.
Los procesos de transferencia vinculares inducen al otro a actuar como el objeto interno
que se le “sobreimpone”. El muchacho, por ejemplo, ante las acciones infantiles de la chica, puede
sentirse tentado a actuar como su padre. Esta actuación de acuerdo a las expectativas imaginarias
que el otro nos deposita se denomina “contratransferencia”.
Los niños pequeños que han tenido pocas experiencias de construcción de vínculos fuera
de su ámbito familiar, pueden transferir el vínculo con la madre al vínculo con la maestra. Esto no
es alarmante; sí sería preocupante que la maestra se confunda y contratransferencialmente se vea a
sí misma en el lugar de madre. Si la maestra se mantiene en su rol, ayudará al niño a clarificarse y
construir un nuevo vínculo, parecido, pero distinto del que tiene con su mamá.
Los roles son las conductas que un grupo social asigna a las personas que tienen una
función y ocupan un deteminado lugar o status en la estructura social. Estas conductas son
determinadas por la tradición cultural y varían según el contexto socio-histórico. Muchos roles
tienen asignados algunas conductas iguales, sin que esto implique que los roles sean idénticos. Tal
es el caso de las conductas de “cuidado” que puede realizar una madre, una enfermera, una
maestra o cualquier adulto ante un niño en peligro. Si uno encuentra un chiquito llorando en la
calle, por ejemplo, no se transforma en su madre por el hecho de acercarse, consolarlo y tratar de
ayudarlo.
En el caso del rol materno y del de maestra de niños pequeños, hay muchas conductas en
común, pero esto no significa en modo alguno que la maestra sea una madre. Aún en los casos en
que la maestra deba enseñar saberes que el imaginario social docente supone (suposición no
siempre correcta) que deberían haber sido enseñados en la familia, la maestra no se convierte en
madre. Es simplemente una maestra que está mediando y que encuentra al niño en el punto de su
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desarrollo real, para acompañarlo en la zona de desarrollo potencial hasta que logre por sí mismo
las nuevas funciones.
Por otra parte, la misma conducta contextualizada por vínculos diferentes, adquiere
distintos significados. Así, que la maestra le limpie la nariz a un niñito, significa algo diferente
para éste, que si lo hace su mamá. Tal vea a la mamá “no la registra” ya que es una conducta
habitual a la que está acostumbrado. Que sea la maestra, en cambio, puede significarle una señal
de afecto especial. O puede asustarlo, o avergonzarlo. Nuestras intenciones, al actuar de cierta
manera, no determinan unilateralmente el significado que el otro otorgará a nuestra conducta.
Muchas veces, las madres, que comprenden perfectamente la diferencia entre los vínculos
de madre y maestra, le piden a ésta que le dé un consejo determinado a su hija, “por que yo se lo
digo, pero no me hace caso”. O a la inversa, a veces se sorprenden cuando el hijo repite como
“palabra santa” algo que dijo la maestra y que ella le había dicho incontables veces, sin que él le
prestara atención. Lo dicho, lo aconsejado es lo mismo, pero el contexto vincular es diferente y,
por ello, el efecto intersubjetivo es distinto.
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Cuando un maestro experimenta el vínculo con un alumno como intolerable, deberá
esforzarse por autoanalizarse al respecto. Tal vez, haya aspectos inconscientes de este vínculo que
deba revisar.
La teoría psicoanalítica ha llamado la atención a un proceso muy frecuente de proyección
de aspectos personales rechazados y negados en uno mismo en otra persona. Así, por ejemplo si yo
tiendo a maquinar y conspirar contra otros, pero no me doy cuenta de que lo hago, puedo creer que
todos los que me rodean son conspiradores y manipuladores por lo que debo cuidarme de ellos.
Es por esto que, cuando un vínculo docente-alumno resulta irritante, más allá de lo
razonable, debemos autoexaminar qué nos está diciendo sobre nosotros mismos. Con frecuencia
descubrimos que lo que no soportamos en el alumno es algo que no soportamos en nosotros. Si
podemos aceptar nuestras posibles falencias con mayor tolerancia, podremos llegar a ser mejores
personas y, además, extender nuestra tolerancia al alumno que nos “problematiza”.
Pero también es posible que sea el alumno quien esté transfiriendo vínculos anteriores. Por
ejemplo, la agresividad del niño hacia el maestro podría deberse a un vínculo agresivo con la
madre, que el niño proyecta sobre su vínculo con el docente. También aquí, es importante
reflexionar sobre lo que está pasando. Quizá haya acciones de nuestra parte que realmente generan
agresividad en el alumno. Si yo lo grito, por ejemplo, si le digo que es un maleducado, o cualquier
otra acción agresiva, ¿no tendrá fundamentos el niño para agredirme también? Si yo no lo respeto,
¿por qué habría de respetarme? ¿Sólo porque soy más grande? ¿Sólo porque soy el maestro? Por lo
tanto, no podemos simplemente descalificar el mensaje que el chico nos da con su conducta
violenta diciendo: “Es así”; “Su familia es así”. Puede ser verdad, pero antes, debemos
preguntarnos cómo contribuimos nosotros a generar o mantener la violencia del alumno.
En los casos de vínculos problemáticos debemos tratar también de identificar las conductas
que nos molestan y separarlas de la persona del niño. El niño está en la escuela para aprender y
nosotros para enseñar. Por lo tanto, si hay conductas inadecuadas es tarea del maestro enseñar
otras mejores. Pero esto no se podrá hacer si uno confunde la conducta con el niño. Un chico que
habla gritando, por ejemplo, no es un “gritón” al que podemos justificadamente rechazar. Los
gritos no nos gustan; no, el niño. Luego, tendremos que desarrollar un plan de cambio de conducta
para que deje de gritar.
Cuando nos proponemos modificar conductas, que relacionadas con la convivencia y no
sólo con el aprendizaje académico, deberemos decidir si esas conductas son indeseables desde el
punto de vista de las reglas y normas sociales o si son indeseables desde mi punto de vista
personal.
Por ejemplo, si un niño maltrata a los compañeros, su conducta es indeseable socialmente.
Si, en cambio, me entristece que otro niño “pase raspando”, sin esforzarse demasiado ni emplear
todo su potencial, su conducta es indeseable para mí como maestro. Seguramente no siempre nos
resultará fácil distinguir entre un tipo de conductas y el otro. Pero es importante intentarlo, ya que
las intervenciones educativas serán diferentes en cada caso.
Ambos niños de los ejemplos necesitan ser educados. Pero en el primer caso el cambio de
conducta es obligatorio; en el segundo, es optativo. Los recursos pueden ser parecidos o no, pero
el abordaje que el maestro haga de la situación será claramente diferente. En el primer caso el
maestro debe plantear la necesidad del cambio de conducta; en el segundo caso, debe plantear
la posibilidad del mismo, sin traspasar el umbral de la subjetividad del niño.
Tal vez, la reflexión sobre la situación nos lleve a la conclusión de que somos nosotros
mismos, como docentes, quienes necesitamos cambiar: por ejemplo ser más tolerantes, o más
pacientes, o más motivadores, etc.
Tampoco es fácil para el maestro en una situación conflictiva, descubrir la diferencia entre
educar (influir para modificar al alumno) y educarse (encontrar la forma de modificarse a sí
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mismo). El diálogo con colegas, directivos, expertos en psicología, pedagogía, etc. podrán ayudar
a “descentrar” la mirada y verse a uno mismo de modo más objetivo.
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se vinculan como tales con otro sujeto: el maestro. Cada uno tiene necesidades educativas
especiales2 y el maestro debe responder a ellas.
En todo caso, podemos exigir igualdades de tipo legal y ético: igualdad de derechos,
igualdad de satisfacción de necesidades básicas, igualdad de oportunidades, etc. Pero cumplir con
estas exigencias requiere precisamente construir vínculos diferentes. Todos los niños tienen
derecho a la salud, por ejemplo. Pero lograr que este derecho se ejerza efectivamente requiere
vínculos muy diferentes con los desnutridos y con los obesos.
Actividad de aprendizaje
• Al finalizar su trabajo con este texto le sugiero que reflexione sobre las
particularidades de sus vínculos iniciales y se plantee cuáles de ellas le parecen positivas
para la construcción de sus vínculos con sus alumnos y cuáles le parecen negativas. Intente
fundamentar sus razones psicológicamente.
• Haga una lista de las características que harían que Ud. pensara que un alumno es
“desastroso”, “insoportable”, “imbancable”. Piense a continuación si tienen relación con
características que Ud. no tolera en Ud. misma/o; piense también en qué vínculo importante
Ud. aprendió a rechazar esas características.
• A continuación, transforme las características insoportables de sus alumnos
imaginarios en conductas concretas que podrían modificarse. Por ejemplo, si Ud. no tolera
chicos “sucios”, piense en conductas posibles por las cuales Ud. le pondría ese rótulo: no se
lava las manos, tiene las uñas sucias, el pelo tiene olor, la ropa está manchada, etc.
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El término “necesidades educativas especiales” se utiliza en el discurso pedagógico actual para designar a los sujetos
que tienen alguna discapacidad funcional. En mi opinión es un eufemismo poco feliz; todos tenemos tales necesidades
“especiales” por que todos somos “especiales”.
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Vínculo docente-alumno
Historia Historia
personal personal
Historia de
interacciones
docente- grupo-
alumno
Saber a
enseñar
Contexto (sist.fliar,
pares, institucional,
Interacciones
comunitario, vinculares:
sociohistórico)