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Fragmento: La Estrella de la Redención, Franz Rosenzwig.

(p115-124)

ASIA: EL HÉROE NO-TRÁGICO

India El antiguo héroe trágico no es sino el sí-mismo metaético. Por ello, lo trágico sólo
ha estado vivo allí donde la Antigüedad ha recorrido todo el camino hasta producir esta imagen
humana. India y China, que se detuvieron por el camino antes de llegar a la meta, no
alcanzaron lo trágico ni en las obras del arte dramático ni en la forma previa del relato popular.
L a India no ha llegado nunca a la obstinada igualdad del sí-mismo en todos los caracteres. El
hombre de la India se queda parado en el carácter. No hay mundo más rígido en sus
caracteres que el de la poesía de la India. Tampoco hay un ideal de humanidad que siga
estando tan apegado como el indio a todas las articulaciones del carácter natural. No es que
valga una particular ley de vida para cada sexo o para cada casta, sino también para cada
edad. Lo supremo es que el hombre obedezca a esta ley de su particularidad. No todos tienen
el derecho o hasta el deber de ser, por ejemplo, santos; muy al contrario, al hombre que aún no
ha fundado una familia le está prohibido. Hasta la santidad es aquí una particularidad entre las
demás, mientras que lo heroico es la necesidad de vivir, que es universal e igualmente interior
para cada uno. Y otra vez sucede que es la ascesis, que llega en Buda a su cima, la que va
más atrás de esta particularidad del carácter. El perfecto está liberado de todo, menos de su
propia perfección. Todas las condiciones del carácter han ido desapareciendo: no están
vigentes ya ni la edad, ni la casta, ni el sexo; pero ha permanecido el carácter uno e
incondicionado, el redimido de toda condición, o sea, precisamente, el carácter del redimido.
Pues esto sigue siendo aún carácter. El Liberado o Redimido está separado de lo no liberado;
pero tal separación es completamente diferente de la que separa unos caracteres de otros,
porque está, tras esas separaciones condicionadas, como la única que es incondicionada. Así,
el Liberado es el carácter en el instante de su surgimiento de la nada, o, mejor dicho, en el de
su entrada en la nada. Entre el Liberado y la Nada ya no hay realmente otra cosa que el
suplemento de individualidad de que está provisto el carácter, mientras vive, a consecuencia de
la participación de todo lo vivo en el mundo. La muerte, que hace que este trozo de
individualidad vuelva a refluir al mundo, quita esta última pared que aún separaba de la Nada al
Liberado, y hasta desnuda a éste del carácter de haber sido liberado.

China

Lo que India da en demasía al carácter y a la particularidad, China lo hace demasiado


poco. Mientras que el mundo es aquí rico en individualidad y sobreabunda en ella, el hombre,
en la medida en que no es tomado como parte del mundo —como, en cierto modo, desde fuera
—, o sea el hombre interior, carece de todo carácter. El concepto del Sabio, tal como lo
encama clásicamente Confucio, esquiva toda posible particularidad del carácter. El Sabio es el
que en verdad carece de carácter, el hombre medio. Hay que decir, en honor del género
humano, que en ninguna otra parte más que aquí, en China, pudo llegar a ser ejemplo clásico
de lo humano un hombre tan aburrido como Confucio. Lo que caracteriza al hombre chino es
algo totalmente distinto del carácter: una pureza del sentimiento enteramente elemental. El
sentimiento carece en China de toda relación con el carácter, y, en cierto modo, también de
toda relación con su portador. Es algo puramente objetivo. Es en el instante en que es sentido,
y es porque es sentido. Ninguna lírica de ningún otro pueblo es hasta este punto un puro
espejo del mundo visible y del sentimiento impersonal, emancipado del yo del poeta y hasta
filtrado de toda adherencia que de él pudiera quedarle. Hay versos del gran Litaipé que ningún
traductor se atreve a trasladar prescindiendo de la palabra «yo» y que, sin embargo, en el texto
primitivo, según lo permite la índole peculiar de la lengua. china, se hallan sin alusión a ninguna
personalidad y como, por así decir, en la forma del neutro «ello». La pureza del sentimiento
absolutamente instantáneo, ¿qué es sino la voluntad a la que no se ha consentido tomar
cuerpo en un carácter y permanece como efusión, como pura efusión sin sustrato alguno? Más
atrás de esta pureza e inalterabilidad del sentimiento fue, otra vez, el gran sabio que superó en
China a China misma: Laotsé. El sentimiento, por elemental y desprovisto de todo carácter que
sea, tiene contenido; luego sigue siendo visible y expresable; sigue siendo nombrable. Pero de
Laotsé se dice que quería no tener nombre. Esta ocultación del símismo es lo que prescribe al
Perfecto: que no sea notado, que nadie dé fe de él, que deje ir las cosas. Como el fundamento
originario, también el hombre debe estar más allá del hacer y del no-hacer. No mira fuera por la
ventana, y por ello ve el cielo; haciendo el no-hacer, colabora al hacer de todos.

Idealismo Primitivo

Así, pues, igual que lo fueron la negación perfecta de Dios y la perfecta recusación del
mundo, también es doble la perfecta disolución del sí-mismo: Buda lo supera y Laotsé lo
recata. Todo ello tiene, efectivamente, que ser doble, porque los Dioses vivos no se dejan
negar, el mundo configurado no se deja recusar, el sí-mismo obstinado no se deja apagar. Las
fuerzas de la aniquilación y el deshacimiento sólo tienen poder sobre los meros elementos,
sobre las mitades que aún no se han reunido en la unidad de la figura. En la auto-superación y
el auto-encubrimiento tiene siempre lugar el apagarse del sí-mismo: el único apagarse que
lleva justamente al lado de la plena Nada del sí-mismo sin desaparecer en ella. Pues en esa
superación y ese encubrimiento sigue siendo, a pesar de todo, el hombre el que supera y
encubre. Junto a la angustia ante Dios y la ilusión del mundo aparece la tercera de las fuerzas
elementales de la prehistoria: la arrogancia del mago, que sólo sabe esquivar el poder del
destino sobre el sí-mismo por la fuerza o la astucia, y así se ahorra la obstinación del héroe. Y
de nuevo la India y la China han mostrado en esto los dos únicos caminos por los que puede
siempre el hombre escapar a su sí-mismo cuando no alcanza el valor de llegar a ser el hombre
trágico. Aunque tal cosa valga estrictamente para esas dos cimas últimas de la arrogancia del
hombre primitivo que son el Liberado budista y el Perfecto de Laotsé, desde el punto de vista
histórico ni el suelo de la India ni el de China han criado la planta de lo trágico. En el primer
caso, lo condicionado de la particularidad del carácter, en el segundo, la impersonalidad del
sentimiento, más la separación respectiva de ambos, todo esto no permitió el brote de lo
trágico. Pues su nacimiento presupone el injerto de una voluntad con una esencia en la unidad
estable de la obstinación. En aquellos suelos, en vez de al héroe trágico se llega, a lo sumo, a
la situación conmovedora. En lo conmovedor, el sí-mismo se ahoga en su desdicha. En lo
trágico, la desdicha pierde todo poder independiente y toda independiente significación:
pertenece a los elementos de la particularidad sobre los que imprime el sello de su obstinación
el sí-mismo. Ese sello siempre igual: sifractus illabatur orbis, ¡que mi alma muera con los
filisteos!*.

EL HÉROE TRÁGICO

Guilgamesh

Antes de la obstinación trágica de Sansón y de Saúl, el Oriente Próximo antiquísimo ha


expuesto el tipo originario del héroe trágico en aquella figura que está en la frontera de lo divino
y lo humano: en Guilgamesh. La trayectoria de la vida de Guilgamesh pasa por los tres puntos
fijos: el principio es el despertar del símismo humano en el encuentro con Eros; sigue luego la
línea recta del viaje rico en actos, que termina brutalmente en el acontecimiento último y
decisivo de! encuentro con Thánatos. Este encuentro se halla potentemente objetivado al no
tratarse inmediatamente de la muerte propia saliéndole al paso al héroe, sino de la muerte del
amigo. Pero en ella experimenta el héroe el temor a la muerte en general. La lengua, en tal
encuentro, le rehúsa sus servicios: «no puede gritar, no puede callar»; pero tampoco se
somete. Toda su existencia se convierte en el soportar este solo encuentro. Su vida adquiere
como único contenido la muerte, la muerte propia que él ha visto en la muerte del amigo. Da
igual que al final también venga a buscarlo a él la muerte: lo propio suyo ya ha quedado para
entonces tras él. La muerte, la muerte propia se ha tornado el acontecimiento dominante de su
vida. El ha entrado en la esfera en que el mundo, con su alternancia de gritos y de silencio,
extraña de sí al hombre: en la esfera del puro y altivo mutismo, del sí-mismo.

La Tragedia Ática

Pues tal es la marca del sí-mismo, el sello de su grandeza y, también, el hito de su


grandeza: que calla. El héroe trágico sólo tiene un lenguaje que le sea perfectamente
adecuado: el silencio. Así es desde un principio. Justamente, lo trágico se ha creado la forma
artística del drama para poder exhibir el silencio. En la poesía narrativa, el silencio es la regla;
la poesía dramática, en cambio, sólo conoce el hablar, y es por su medio como en ella el
silencio se vuelve elocuente. Callando rompe el héroe los puentes que le unen con Dios y con
el mundo, y se eleva desde la vega de la personalidad —la cual se delimita frente a otros y se
individualiza hablando— a la helada soledad del sí-mismo. El sí-mismo no sabe de nada fuera
de él: está absolutamente solo. ¿Cómo manifestará esta soledad suya, esta rígida obstinación
en él mismo, si no es callando? Y así lo hace en la tragedia de Esquilo, como no dejaron de
notar sus contemporáneos. Lo heroico es mudo. Cuando los grandes silencios de los
personajes de Esquilo, que se prolongan un acto entero del drama, ya no se encuentran en los
trágicos posteriores, esta ganancia de «naturalidad» se adquiere al precio de una pérdida
mayor en fuerza trágica. No es, en absoluto, que los héroes mudos de Esquilo conquisten en
Sófocles y Eurípides lenguaje, el lenguaje de su mismidad trágica. No es que aprendan a
hablar: sólo aprenden a entrar en debate. Lo que hay entonces es una proliferación de ese arte
de la disputa del diálogo dramático que a nosotros nos sabe hoy a cosa horrendamente glacial.
Estos diálogos exponen a la medida del entendimiento, volviéndolo a todas partes en una
discusión interminable, el contenido de la situación trágica; y, así, lo propiamente trágico, el sí-
mismo que se obstina más allá de todas las situaciones, se pierde de vista, hasta que uno de
esos monólogos líricos a los que da siempre ocasión la existencia del coro, trae otra vez lo
trágico al centro del drama. La inmensa importancia de estas partes lírico-musicales en la
economía de la totalidad del drama estriba precisamente en que los áticos no encontraban en
lo propiamente dramático —el diálogo— la forma de traer a expresión lo trágico heroico. Pues
lo heroico es voluntad, y el diálogo ático, para emplear la expresión del más antiguo teórico, el
propio Aristóteles, es dianoético, o sea, discusión a la medida del entendimiento.

Este límite del drama ático no es, por cierto, una mera limitación técnica. Es que el sí-
mismo sólo puede callar. Puede, en todo caso, intentar exteriorizarse lírico-monológicamente,
aunque esta exteriorización, precisamente por serlo, ya no le es enteramente apropiada. El sí-
mismo no se exterioriza: está enterrado en sí. En cuanto entra en diálogo, deja de ser sí-
mismo. Sólo es sí-mismomientras está solo. En el diálogo pierde hasta el primer impulso hacia
el lenguaje que había ya tomado en el monólogo. El diálogo no produce una relación entre dos
voluntades, porque cada una de estas voluntades sólo puede querer su aislamiento. Sucede
así que el drama ático no conoce la pieza maestra técnica del drama moderno: la escena de la
persuasión, en la que una voluntad doblega y pasa a guiar a otra voluntad; la escena en que,
por ejemplo, «se corteja a las mujeres, sea cual sea el humor en que se esté». Y también es
esto lo que explica en última instancia, tanto desde el punto de vista técnico como desde el
espiritual, el hecho, tantas veces puesto de relieve, de que a la dramaturgia antigua le es ajena
la escena de amor. A lo sumo, el amor puede aparecer monológicamente como un anhelo no
cumplido. La desgracia de los sentimientos de Fedra que no son correspondidos es posible
llevarla a la escena antigua; la dicha de Julieta en el dar y el poseer que crecen con la
reciprocidad, no. No hay puente que lleve de la voluntad del sí-mismo trágico a algún fuera, así
sea este fuera otra voluntad. Su voluntad concentra hacia dentro todos los ímpetus, como
obstinación dirigida al propio carácter.

Esta ausencia de puentes y vínculos, este estar en exclusiva vuelto hacia dentro del sí-
mismo, es también lo que vierte sobre lo divino y lo mundano esa peculiar oscuridad en la que
se mueve el héroe trágico. No entiende lo que le sucede, y es consciente de no poderlo
entender. No intenta penetrar en el enigmático gobierno de los Dioses. Las preguntas de Job
acerca de la culpa y el destino pueden ser planteadas por los poetas, pero los héroes mismos,
a diferencia de Job, no caen en la idea siquiera de hacerlas. Si las plantearan, tendrían que
romper su silencio. Pero esto significaría salir de las murallas de su mismidad, y, antes de
hacer tal cosa, prefieren sufrir en silencio y subir las gradas de la íntima exaltación del sí-
mismo. Como Edipo, cuya muerte deja sin resolver el enigma de su vida y, sin embargo,
precisamente porque lo deja intacto, encierra por completo al héroe en su sí-mismo y ahí lo
fortifica.

Este es, en general, el sentido de que el héroe sucumba. En la tragedia se suscita con
facilidad la apariencia de que la caída del hombre singular tenía que restablecer no sé qué
equilibrio de las cosas, que había sido perturbado. Pero tal apariencia sólo se apoya en la
contradicción entre el carácter trágico y la fábula dramática. El drama necesita, para su propia
subsistencia como obra de arte, las dos mitades de esta contradicción. Pero lo propiamente
trágico se borra así. El héroe tiene como tal que sucumbir únicamente porque su caída le hace
posible la más alta condición de héroe, que es la mismificación más cerrada de su sí-mismo. El
héroe ansia la soledad de la caída porque no hay mayor soledad que ésta de sucumbir. Por
eso mismo, propiamente el héroe no muere. La muerte clausura en él, por así decirlo, los
temporália de la individualidad. El carácter que se ha abierto paso hasta el sí-mismo heroico es
inmortal. La eternidad apenas le basta para que resuene su silencio.

Psyché

Inmortalidad. Con esto hemos tocado un anhelo último del símismo. No la personalidad,
sino el sí-mismo exige para sí eternidad. La personalidad se conforma con la eternidad de las
relaciones en las que entra y en las que se disuelve. El sí-mismo carece de relaciones. No
puede entablar ninguna. Permanece siempre él mismo. Y, así, es consciente de ser eterno. Su
inmortalidad es no poder morir. Todas las doctrinas antiguas sobre la inmortalidad vienen a
parar a este no poder morir del sí-mismo absuelto de toda relación. La dificultad sólo estriba, en
la teoría, en que hay que encontrarle a este no poder morir un portador natural, un algo que no
pueda morir. Así nace la psicología antigua. La psyché tiene que ser este algo natural que, ya
naturalmente, sea incapaz de muerte. Y, así, se la separa en la teoría del cuerpo, y se la
convierte en portadora del sí-mismo. Pero este encadenar al sí-mismo con un portador que, en
última instancia, sólo es natural —con el alma, convierte a la inmortalidad en una posesión
sumamente precaria. Se afirma que el alma no puede morir; pero como está entretejida en la
naturaleza, el no poder morir se vuelve incansable capacidad de transformación. El alma no
muere, pero viaja por los cuerpos. Con la inmortalidad, pues, se le hace al sí-mismo también el
regalo de las Danaidas de la transmigración del alma, con lo que la inmortalidad queda vaciada
de valor precisamente en lo que hace al sí-mismo. Pues el sí-mismo, cuando anhela
inmortalidad obstinándose en la ilimitación de su esencia pasajera, ansia una inmortalidad sin
cambio ni transmigración: ansia, exige auto-conservación. En cambio, al encadenarlo con el
«alma», con el «alma» en el sentido antiguo de la palabra, que explícitamente no designa al
todo íntegro del hombre, sino sólo a una parte —a la que no puede morir—, se le cumple al sí-
mismo su exigencia tan sólo como un sarcasmo. El sí-mismo permanece él mismo, pero pasa
por las figuras más irreconocibles, pues ninguna de tales figuras se vuelve posesión suya. El
conserva también sólo de nombre lo propio suyo, el carácter, la índole peculiar. En su paso por
tales figuras, en verdad no le queda de todo ello nada que sea reconocible. Sigue siendo sí-
mismo únicamente en su mutismo perfecto y su perfecta carencia de relaciones, que conserva
a través de sus transformaciones. Sigue siempre siendo el sí-mismo singular, solitario y sin
lenguaje. A esta carencia de lenguaje sería, justamente, a lo que habría que renunciar si el sí-
mismo solitario hubiera de convertirse en alma hablante; pero alma, en este caso, en un
sentido distinto, en el que la palabra mienta un todo integral dei hombre más allá de la
oposición de «cueipo y alma». Si el sí-mismo llegara a ser alma en este sentido, también le
sería cierta una inmortalidad de nuevo sentido, y el pensamiento fantasmal de la migración del
alma perdería su fuerza. Pero partiendo del sí-mismo tal como hasta aquí lo conocemos, no
cabe representarse cómo podría suceder tal cosa: cómo podría soltársele al sí-mismo la lengua
y abrírsele el oído. Desde el B -B sumido en sí no hay camino que parta al aire libre lleno de
sonidos, sino que todos los caminos llevan hacia dentro, cada vez más hondo en el silencio de
lo íntimo.

Conceptos Estéticos Fundamentals: Enjundia

Hay, sin embargo, un mundo en el que este silencio es ya lenguaje; no, por cierto,
lenguaje del alma, pero, con todo, lenguaje. Un lenguaje de antes del lenguaje; lenguaje de lo
inexpresado, de lo inexpresable. Así como lo mítico de la teología metafísica fundaba, en la
excluyente clausura de la forma externa, el reino de lo bello; así como lo plástico de la
cosmología metalógica fundaba, en el cierre sobre sí misma de la forma interna, la obra de
arte; así también lo trágico de la psicología metaética, en el elocuente silencio del Sí-mismo,
pone el fundamento de la comprensión sin palabras, sobre el cual puede llegar a ser una
realidad el arte. Lo que lo llena, llamémosle su enjundia, es lo que aquí surge. Esta enjundia es
lo que lanza un puente entre el artista y el espectador, y, también, entre el artista como hombre
vivo y el artista que pone en el mundo su obra a través y más allá de su propia vitalidad. Esta
enjundia no es el mundo, pues el mundo es, sí, común a todos, pero lo es de tal modo que
cada uno tiene en él su participación individual, su particular punto de vista. Esto que llena, esta
enjundia, tiene que ser algo inmediatamente igual, algo que no se repartan ios hombres, como
el mundo común, sino que en todos sea igual. Y ello sólo es lo humano absolutamente, el Sí-
mismo. El sí-mismo es lo que está condenado en el hombre al silencio y, sin embargo, es
entendido al instante en todas partes. Sólo necesita hacerse visible, exponerse, para suscitar
en cualquier otro su mismidad. El no se da cuenta de tal cosa, porque sigue exiliado en la
ausencia trágica de sonidos; permanece rígido, inmóvil, en su interior. Pero en el que lo ve
despiertan, según la fórmula de Aristóteles, llena de vislumbres profundas, el temor y la
compasión. Ellos despuntan, en efecto, en el contemplador, y se dirigen al punto a su propio
interior, y lo convierten en sí-mismo. Si se suscitaran en el héroe, dejaría él de ser un sí-mismo
mudo; phobos y éleos se revelarían veneración y amor, el alma adquiriría lenguaje; y la palabra
recién regalada iría de alma a alma. Pero aquí no hay nada de este reunirse los unos con los
otros. Todo sigue mudo. El héroe, que despierta en otros temor y compasión, permanece
siendo un sí-mismo rígido, sin movimiento. Y en el espectador repercuten en seguida hacia su
interior y lo hacen, también a él, un sí-mismo encerrado en sí. Todos permanecen solos para sí;
todos están siendo sí-mismos. No surge comunidad alguna. Pero sí, en cambio, algo común
que los llena, una común enjundia. Los sí-mismos no se encuentran, pero, a pesar de ello, en
todos suena la misma nota: el sentimiento del propio símismo. Esta transmisión sin palabras de
lo igual tiene lugar aun cuando no hay todavía puente alguno que lleve de un hombre a otro
hombre. No tiene lugar de alma a alma. Aún no hay reino alguno de las almas. Ocurre entre sí-
mismo y sí-mismo, de un silencio a otro silencio.

Este es el mundo del arte. Un mundo de muda comprensión que no es un mundo, que
no es un nexo real, vivo en cualquier sentido en que se recorta, de habla que va y viene; pero
que sí es, sin embargo, capaz, en cualquiera de sus puntos, de ser vivificado por instantes.
Ningún sonido rompe este silencio, pero en cada momento puede cada uno sentir en él lo más
íntimo del otro. Es la igualdad de lo humano la que aquí actúa como enjundia de la obra de
arte, antes de toda unidad real de lo humano. Ya antes de toda lengua humana real, el aite,
como lenguaje de lo inexpresable, crea la primera comprensión muda, imprescindible en todo
tiempo, por debajo y junto al lenguaje propiamente tal. El silencio del héroe trágico calla en todo
arte y es entendido en todo arte sin ninguna palabra. El sí-mismo no habla, pero es escuchado.
El sí-mismo es visto. El puro mirar callado realiza en cada espectador el giro hacia el propio
dentro. E l arte no es un mundo real, pues los hilos que en él se trazan de hombre a hombre
sólo corren entre ellos en ciertos instantes: sólo en los breves momentos de la contemplación
inmediata, y sólo en el lugar de esta contemplación. El sí-mismo no se vivifica al ser percibido.
La vida que suscita en el espectador no despierta a la vida a lo contemplado, sino que gira, en
el propio espectador, de inmediato hacia dentro. El reino del arte ofrece el suelo en que, por
doquier, puede crecer el sí-mismo; pero cada sí-mismo es un sí-mismo siempre enteramente
solitario, aislado, singular. El arte jamás crea una pluralidad real de mismidades, aunque
produce por doquier la posibilidad para el despertar de los sí-mismos. Pero el sí-mismo que
despierta sólo sabe de sí. Dicho en otros términos: en el mundo de apariencias del arte, el sí-
mismo permanece siempre sí-mismo: no llega a ser alma.

El Hombre Solitario

¿Cómo podría llegar a ser alma? Alma significaría salir fuera de este estar cerrado en sí
vuelto sobre sí. ¿Cómo podría salir el símismo? ¿Quién podría llamarlo? Él es sordo. ¿Qué
podría atraerlo con su aspecto? Él es ciego. ¿Qué iba él a hacer fuera? Es mudo. Vive
totalmente hacia dentro. La flauta mágica del arte podía tan sólo hacer el milagro de que
resonara en los Separados la nota igual de la enjundia humana. Pero ¡qué limitada era esa
magia! El mundo así surgido ¡cómo seguía siendo un mundo de apariencias, un mundo de
meras posibilidades! Sonaba la misma nota y era escuchada, sin embargo, por doquier
únicamente en el propio interior. Nadie sentía lo humano como lo humano en otros, sino que
todos lo sentían sólo inmediatamente en el propio sí-mismo. El sí-mismo carecía todavía de
mirada que viera más allá de sus muros: el mundo entero quedaba fuera. Si lo tenía en él, no lo
tenía a título de mundo, sino nada más que a título de posesión propia. La humanidad de la que
sabía era únicamente la que había entre sus cuatro paredes. Permanecía siendo para sí el
único otro que veía, y cualquier otro que hubiera de ser visto por él tenía que entrar en este su
espacio visual y renunciar a ser visto como otro. Los órdenes éticos del mundo perdían así, en
este espacio visual del sí-mismo que sólo pensaba en sí, todo su sentido propio: pasaban a no
ser más que el contenido de su autocontemplación. Luego él tenía que seguir siendo lo que
era: lo sustraído al mundo entero —como si hubiera sido elevado por encima de él—; lo que se
aferra con rígida obstinación a su propio interior y no es capaz de ver lo ajeno a sí más que allá
en lo propio y, por tanto, nada más que como propio; lo que almacena todo orden ético como
su ethos propio. Así, el símismo era y seguía siendo el señor de su ethos: lo metaético.

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