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El retablo barroco

(C) Alfonso Rodríguez G. de Ceballos

El retablo (del latín retro-tabulum: tabla que se coloca detrás) remonta su origen a la
costumbre litúrgica de poner reliquias de los santos sobre los altares.

Cuando éstas se agotaron, hubo que contentarse con colocar imágenes, primero en
forma de dípticos y trípticos de marfil. Posteriormente, al encontrarse el ara del altar
repleta de los utensilios para la celebración de la misa, la figura del santo, de Cristo
o de la Virgen se pintó sobre una tabla que se situó delante del altar (frontal o
antependium) hasta que, cuando el sacerdote se colocó para celebrar de espaldas
al pueblo no dejando ver el frontal, aquella se comenzó a ubicar detrás y por encima
del altar a fin de hacerla plenamente visible. De esta manera surgió el retablo. Este
evolucionó hasta convertirse a finales de la Edad Media en una gigantesca máquina
de alabastro, piedra, mármol o madera que albergaba ciclos completos de la vida de
Cristo, de la Virgen y de los santos y que ocupaba toda la cabecera de la iglesia.

Como si no fuera suficiente el de la cabecera, se multiplicaron por el crucero, las


naves y las capillas. Todas las paredes de las iglesias llegaron a tapizarse de
retablos no solamente en los templos que se construían de nueva planta sino
incluso en aquellos de tiempos remotos, como el Románico y el Gótico, que de esta
manera perdían su fisonomía original para cobrar otra enteramente nueva.

con la vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus


imágenes confería a los templos españoles de la época, casi siempre de muros
rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y
expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban
así un ilusionismo muy característico del Barroco, en que la dicotomía entre fondo y
figura, entre superficie y realidad quedaba sólo engañosamente resuelta.

Alfonso Rodríguez G. de Ceballos

El retablo era primordialmente una obra de naturaleza proteica, significación de los


materiales y materialización de los significados, marco de las imágenes y encuadre
de los hechos, esculpidos y pintados, a medio camino entre el documento y la
documentación, el retablo era primordialmente un espacio límite.

Fabricado generalmente de madera, nunca en materiales de cantería, el retablo solo


quedaba del color original del material empleado cuando los presupuestos no
permitían su dorado, el estofado de las esculturas o la policromía del conjunto, pues
el que los clientes de los retablos fuesen, como es lógico, las entidades religiosas de
diversa índole, no implicaba que los caudales fuesen infinitos pues aunque
raramente los particulares concertaban la hechura de un retablo, a no ser que
estuviese concebido para su propia capilla funeraria o para una fundación piadosa
por él costeada, estos particulares eran un pilar fundamental para sufragar los
trabajos. Obispados, cabildos eclesiásticos, comités parroquiales, comunidades de
religiosos y numerosas hermandades y cofradías hacían fuerza común para el
desarrollo del retablo en cuestión. Estos colectivos eran los encargados de contratar
ante escribano público el retablo, estipulando las condiciones técnicas y artísticas a
que debía someterse el contratante. Sobre el contrato, además de dibujada la traza
o diseño general en el que se esbozaba las partes de pintura, relieve, escultura y
talla a desarrollar, ya se especificaban incluso el transporte de los materiales o su
corte en piezas. Las condiciones establecidas por el autor de la traza o diseño
desgraciadamente no coincidía siempre con el adjudicatario de su ejecución, pues
ésta muchas veces era subastada y asignada, por consiguiente, al postor que se
comprometiese a realizarla al menor precio: el ensamblador.

Las trazas eran dibujadas preferentemente por arquitectos de oficio o maestros


especializados en el retablo. Más tarde se emprendió el camino contrario: los
escultores, pintores, entalladores, adornistas e incluso orfebres acapararon el
diseño del retablo menoscabando su sustancia arquitectónica a favor de lo
escenográfico, pictórico y decorativo. A las órdenes del cliente que encargaba el
retablo, el ensamblador no sólo debía poseer conocimientos sobre los textos
sagrados y arquitectura sino que debía estar versado en carpintería o iconografía y
química, un multidisciplinar saber hacer y hacer saber que además de ahorrar
gastos dadas las enormes y múltiples dimensiones de un retablo, necesitaba
armonizar bajo su control y supervisión de un taller. En este sentido un ensamblador
recordaría a los actuales directores de cine. En el caso de que el ensamblador no
fuese también imaginero por ejemplo, los relieves y estatuas de bulto eran
subcontratadas a un escultor profesional que se comprometía a realizarlas conforme
a los temas y asuntos y con el orden establecido por el cliente o por el experto
iconógrafo que lo asistía, habitualmente el ensamblador. Hechando mano de los
especialistas subcontratados pertinentes en caso de necesidad, una vez concluidas
las molduras o perfiles convenientes, que encajadas unas en otras y debidamente
encoladas y fijadas constituirían el retablo propiamente dicho, se trasladaban los
componentes al templo donde debía ser instaladas desde una pieza contigua a la
iglesia o en un recinto del convento cedido para el trabajo. Procediendo a su
montaje mediante andamios que corrían generalmente por cuenta del cliente,
ocupando todo el alto y ancho de la cabecera de la iglesia, ya se trabajaba en las
imágenes desde el recinto anexo temporal, pintadas o esculpidas.

Alternadas imágenes pintadas y de bulto e incluso con relieves en el banco u otros


lugares, los retablos crecían en complejidad, no sólo a causa de la integración en
ellos de todas las artes sino desde el punto de vista iconográfico. Las escenas
narrativas de los relieves y las pinturas, generalmente al óleo, ocupando los pisos y
calles, se esparcen por otras zonas del retablo como el banco, los netos y
pedestales de las columnas y los entrepisos. Las estatuas o imágenes de bulto se
situaban en las hornacinas, a veces delante de las columnas y en los intercolumnios
y, desde luego, en el nicho central o camarín, donde iba la imagen principal, titular
de la iglesia o patrona de la localidad donde ésta radicaba.

El retablo, de tipo didáctico y catequético, aunque no había nacido con la Reforma y


la Contrareforma ya que en las postrimerías de la Eda Media se acostumbraba a
adornar los altares con paneles dorados y escupidos y flores, después del Concilio
de Trento sí que objetivó la subjetivización de la Eucaristía y las Reliquias e
Imágenes. Curiosamente, mientras los retablos comportaban multitud de escenas
en que se narraban los ciclos más o menos completos de la vida y milagros de
Cristo, la Virgen era venerada bajo diferentes advocaciones locales o como
determinada patrona de una ciudad, pueblo o comarca, lo que no dejaba de dividir a
la Virgen María en diferentes personificaciones, paganismo: no existe una Virgen del
Carnen y una de Monserrat. Las imágenes para vestir, maniquís con el rostro y
manos talladas y el resto recubierto de lujosos vestidos, telas y joyas representan a
una única y misma mujer judía.
Cristo, circuncidado como era menester en el pueblo judío, tampoco era negro, o
japonés.

Pese a que los sínodos diocesanos se declararon unánimemente contra tales


imágenes a causa del peligro que encerraban de profanidad y fetichismo, en todas
las regiones y provincias españolas se impuso la voluntad popular, asimilando los
recursos propios de la escena y de la técnica teatrales para la representación de las
imágenes de Cristo o la Virgen María, para intensificar su efectismo y emotividad
atrayendo de esta manera hacia lo religioso y lo sagrado al nuevo público.

...

Nota: De Cristo se escogían preferentemente las escenas de su infancia pasando


por alto su vida pública para terminar con su pasión, es decir, de la encarnación del
Hijo de Dios que asumió en plenitud la naturaleza humana a la reconciliación de la
humanidad con Dios en virtud de los sufrimientos y la muerte de su Hijo, pasando
por las principales festividades litúrgicas, las llamadas cuatro Pascuas, la de
Navidad, la de Epifanía, la de Pentecostés y la de la Ascensión. De la Virgen María,
como modelo ideal de la humanidad redimida por su Hijo, se escogieron
particularmente los hechos narrados por el evangelista san Lucas que culminaban
en el misterio de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos, cualidad cifrada y
sintetizada en el misterio de su Concepción Inmaculada. De los santos debido a la
negación del culto por parte de erasmistas, alumbrados y protestantes sirvió de
acicate para que se representasen con frecuencia en los retablos su vida y sus
milagros; la primera era ofrecida a los fieles como modelo a seguir y los segundos
como prueba y señal de su eficaz intercesión ante la divinidad. Los santos
mayormente efigiados fueron en primer lugar los que lo habían sido desde antiguo:
los Apóstoles en cuanto fundamento y cimiento de la iglesia; los Evangelistas como
primeros pregoneros del mensaje de Jesucristo; los Padres de la Iglesia, tanto latina
como griega, como portavoces de la tradición eclesiástica. Finalmente, acabaron por
imponerse nuevas devociones acomodadas al sentir y a la mentalidad colectiva de
la época, así la del patriarca san José o la de los fundadores de las modernas
órdenes religiosas como san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Jesús o san Juan
de Dios, los mártires… los ángeles en general, Miguel, Rafael y Gabriel, o el ángel
custodio en particular, de cuerpo entero o reducidos a la cabeza y alas, serían el
comodín más frecuentemente usado en los remates y áticos de los retablos y para
rellenar los vacíos de los retablos junto con las personificaciones de las virtudes
teologales: Fe, Esperanza y Caridad, y de las cardinales: Justicia, Prudencia,
Fortaleza y Templanza…

(sobre Alfonso Rodríguez G. de Ceballos)

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