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Sartre Explicacion de El Extranjero
Sartre Explicacion de El Extranjero
Apenas salido de las prensa, L’Étranger de Albert Camus obtuvo el éxito más
grande. Se repetía que era “el mejor libro desde el armisticio”. Entre la
producción literaria de la época esa novela era ella misma una extranjera. Nos
llegaba del otro lado de la línea, del otro lado del mar; nos hablaba del sol, en
esta desabrida primavera sin carbón, no como de una maravilla exótica, sino
con la familiaridad cansada de quienes han gozado demasiado de él; no se
preocupaba de sepultar una vez más y con sus propias manos al viejo régimen
ni de imbuirnos la sensación de nuestra indignidad; al leerla se recordaba que
había habido en otro tiempo obras que pretendían valer por sí mismas y no
probar nada. Pero, como contrapartida de ese carácter gratuito, la novela era
bastante ambigua: ¿cómo había que entender a ese personaje que, al día
siguiente de la muerte de su madre, “se bañaba, iniciaba una aventura
amorosa irregular e iba a reír ante una película cómica”, que mataba a un
árabe “a causa del sol” y que, la víspera de su ejecución, afirmando que “había
sido dichoso y lo seguía siendo”, deseaba muchos espectadores alrededor del
cadalso para que “lo acogieran con gritos de odio”? Unos decían: “Es un tonto,
un pobre tipo”; otros, mejor inspirados: “Es un inocente”. Pero quedaba por
comprender el sentido de esa inocencia.
Pero el señor Camus, sin duda alguna, nos concedería de buena gana todo eso.
En su opinión, su originalidad consiste en ir hasta el fin de sus ideas. Para él no
se trata, en efecto, de coleccionar máximas pesimistas. Es cierto que lo
absurdo no está en el hombre ni en el mundo, si se los toma aparte; pero como
la característica esencial del hombre es “estar en el mundo”, lo absurdo, para
terminar, se identifica por completo con la condición humana. Por lo tanto no
es ante todo el objeto de una simple noción: es una iluminación desolada la
que nos lo revela. “Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de
fábrica, la comida, el sueño lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado
con el mismo ritmo…”[4] y luego, de pronto, los decorados se desploman y
alcanzamos una lucidez sin esperanza. Entonces, si sabemos rechazar la ayuda
engañosa de las religiones o de las filosofías existenciales, nos atenemos a
algunas evidencias esenciales: el mundo es un caos, una “divina equivalencia
que nace de la anarquía”; no hay día siguiente, puesto que se muere, “…en un
universo privado repentinamente de ilusiones y de luces el hombre se siente
extraño. Es un exilio sin remedio, pues está privado de los recuentos de una
patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida”[5]. Es que, en efecto,
el hombre no es el mundo: “Si yo fuese un árbol entre los árboles…, esta vida
tendría un sentido, o más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría
parte de este mundo. Yo sería este mundo, al que me opongo ahora, con toda
mi conciencia… Esta razón tan irrisoria es la que me opone a toda la
creación”[6]. Así se explica ya en parte el título de nuestra novela: el extranjero
es el hombre frente al mundo. El señor Camus muy bien habría podido elegir
también para titular a su obra el nombre de una obra de Georges Gissing: Né
en exil (Nacido en el exilio). El extranjero es también el hombre entre los
hombres. “Hay días en que… se encuentra extraña a la mujer que se había
amado”[7]. Soy en fin yo mismo con relación a mí mismo, es decir, el hombre
de la naturaleza con relación al espíritu: “El extraño que, en ciertos segundos,
viene a nuestro encuentro en un espejo”[8].
Así, el choque que habéis sentido al abrir el libro y leer: “Pensé que era un
domingo más, que mamá estaba ya enterrada, que iba a reanudar mi trabajo y
que, en suma, nada había cambiado”[10] era deseado: es el resultado de
vuestro primer encuentro con lo absurdo. Pero esperabais sin duda que al
continuar la lectura de la obra veríais que se disipaba vuestro malestar, que
todo se aclaraba poco a poco, se fundaba en razón, se explicaba. Vuestra
esperanza ha sufrido una decepción: L’Étranger no es un libro que explica: el
hombre absurdo no explica, describe. Tampoco es un libro que demuestra. El
señor Camus se limita a proponer y no se preocupa de justificar lo que es, por
principio, injustificable. El mito de Sísifo nos va a enseñar la manera como hay
que acoger la novela de nuestro autor. En él encontramos, en efecto, la teoría
de la novela absurda. Aunque lo absurdo de la condición humana sea su único
tema, no es una novela de tesis, no emana de un pensamiento “satisfecho” y
que tiende a suministrar sus documentos justificativos; es, al contrario, el
producto de un pensamiento “limitado, mortal y rebelde”. Demuestra por sí
misma la inutilidad de la razón razonadora: “El hecho de que (los grandes
novelistas) hayan preferido escribir en imágenes más bien que con
razonamientos revela cierto pensamiento que les es común, convencido de la
inutilidad de todo principio de explicación y del mensaje docente de la
apariencia sénsible”[11]. Así el mero hecho de entregar su mensaje en forma
novelesca revela en el señor Camus una humildad orgullosa. No se trata de
resignación, sino del reconocimiento rebelde de los límites del pensamiento
humano. Es cierto que ha considerado su deber dar de su mensaje novelesco
una traducción filosófica que es precisamente el “Mito de Sísifo” y más
adelante veremos qué es lo que hay que pensar de ese doblaje. Pero la
existencia de esta traducción no altera, en todo caso, el carácter gratuito de la
novela. En efecto, el creador absurdo ha perdido inclusive la ilusión de que su
obra es necesaria. Quiere, al contrario, que percibamos perpetuamente su
contingencia. Desea que se escriba en exergo: “Habría podido no existir”, como
Gide quería que se escribiese al final de Les faux-monnayeurs: “Se podría
continuarla”. Habría podido no existir: como esa piedra, como ese curso de
agua, como ese rostro; es un presente que se da, sencillamente, como todos
los presentes del mundo. No tiene ni siquiera esa necesidad subjetiva que los
artistas reclaman de buena gana para sus obras cuando dicen: “No podía dejar
de escribirla, pues tenía que librarme de ella”. Volvemos a encontrar aquí,
pasado por la criba del sol clásico, un tema del terrorismo superrealista: la obra
de arte no es sino una hoja arrancada de una vida. La expresa, ciertamente,
pero habría podido no expresarla. Y, por otra parte, todo es equivalente:
escribir Los poseídos o beber un café con leche. El señor Camus no exige, por
lo tanto, del lector esa solicitud atenta que exigen los escritores que “han
sacrificado su vida a su arte”. L’Étranger es una hoja de su vida. Y como la vida
más absurda debe ser la vida más estéril, su novela quiere ser de una
esterilidad magnífica. El arte es una generosidad inútil. No nos asustemos
demasiado: bajo las paradojas del señor Camus vuelvo a encontrar algunas
observaciones muy juiciosas de Kant con respecto a la “finalidad sin fin” de lo
bello. De todas maneras, L’Étranger está ahí, arrancado de una vida,
injustificado, estéril, instantáneo, abandonado ya por su autor, y abandonado
por otros presentes. Así es como debemos tomarlo: como una comunión brusca
de dos hombres, el autor y el lector, en lo absurdo, más allá de las razones.
Sin embargo, no habría que ver en L’Étranger una obra enteramente gratuita.
El señor Camus distingue, lo hemos dicho, entre el sentimiento y la noción de
lo absurdo. Dice a este respecto: “Como las grandes obras, los sentimientos
profundos declaran siempre más de lo que dicen conscientemente… Los
grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o
miserable”[18]. Y añade un poco más adelante: “La sensación de lo absurdo no
es lo mismo que la noción de lo absurdo. La fundamenta y nada más. No se
resume en ella sino durante el breve instante en que juzga al universo”[19]. Se
podría decir que El mito de Sísifo aspira a darnos esa noción y que L’Étranger
quiere inspirarnos ese sentimiento. El orden de aparición de las dos obras
parece confirmar esta hipótesis. L’Étranger, que se publicó primeramente, nos
sumerge sin comentarios en el “clima” de lo absurdo; luego viene el ensayo
para aclarar el paisaje. Ahora bien, lo absurdo es el divorcio, el desacuñe.
L’Étranger será, por lo tanto, una novela del desacuñe, del divorcio, del
extrañamiento. De ahí su construcción hábil; por una parte el flujo cotidiano y
amorfo de la realidad vivida; por otra parte la recomposición edificante de esa
realidad por la razón humana y el razonamiento. Se trata de que el lector,
puesto al principio en presencia de la realidad pura, la vuelva a encontrar, sin
reconocerla, en su transposición racional. De ahí nacerá la sensación de lo
absurdo, es decir, de la impotencia en que nos hallamos de pensar con
nuestros conceptos, con nuestras palabras, los acontecimientos del mundo.
Meursault encierra a su madre, toma una querida, comete un crimen. Estos
diferentes hechos serán relatados en su proceso por los testigos y agrupados y
explicados por el fiscal. Meursault tendrá la impresión de que se habla de otra
persona. Todo está construido para producir de pronto la explosión de Marie,
quién, habiendo hecho en la barra de los testigos un relato compuesto según
las reglas humanas, estalla en sollozos y dice “que no era eso, que había otra
cosa, que la obligaban a decir lo contrario de lo que pensaba”. Esos juegos de
espejo son utilizados corrientemente desde Les faux-monnayeurs. No está en
eso la originalidad del señor Camus. Pero el problema que debe resolver le va a
imponer una forma original: para que sintamos el desacuñe entre las
conclusiones del fiscal y las verdaderas circunstancias del homicidio, para que
conservemos al cerrar el libro la impresión de una justicia absurda que jamás
podrá comprender ni siquiera alcanzar los hechos que se propone castigar, es
necesario que primeramente nos hayamos puesto en contacto con la realidad o
con una de esas circunstancias. Pero para establecer ese contacto el señor
Camus, como el fiscal, sólo dispone de palabras y conceptos; tiene que
describir con palabras, reuniendo pensamientos, el mundo anterior a las
palabras. La primera parte de L’Étranger podría titularse, como un libro
reciente, Traducido del silencio. Nos encontramos aquí con un mal común a
muchos escritores contemporáneos y cuyas primeras manifestaciones veo en
Jules Renard; yo lo llamaré: la obsesión del silencio. El señor Paulhan vería en
ello ciertamente un efecto del terrorismo literario. Ha tomado mil formas,
desde la escritura automática de los superrealistas hasta el famoso “teatro del
silencio” de J. J. Bernard. Es que el silencio, como dice Heidegger, es el modo
auténtico de la palabra. Sólo calla quien puede hablar. El señor Camus habla
mucho y en El mito de Sísifo inclusive charla. Y sin embargo nos confía su amor
al silencio. Cita la frase de Kierkegaard: “El más seguro de los mutismos no
consiste en callar, sino en hablar”[20] y añade por su cuenta que “un hombre
es más un hombre por las cosas que calla que por las cosas que dice”… Así, en
L’Étranger se ha propuesto callarse. ¿Pero cómo se puede callar con palabras?
¿Cómo se puede expresar con conceptos la sucesión impensable y
desordenada de los presentes? Esta empresa implica el recurso a una técnica
nueva.
¿Qué técnica es ésa? Me habían dicho: “Es Kafka escrito por Hemingway”.
Confieso que no he encontrado a Kafka. Las consideraciones del señor Camus
son todas terrestres. Kafka es el novelista de la trascendencia imposible; el
universo está para él cargado con signos que no comprendemos; hay un revés
del decorado. Para el señor Camus el drama humano es, al contrario, la
ausencia de toda trascendencia: “Yo no sé si este mundo tiene un sentido que
está fuera de mi alcance. Pero sé que no conozco ese sentido y que por el
momento me es imposible conocerlo. ¿Qué significa para mí una significación
fuera de mi condición? Yo no puedo comprender más que en términos
humanos. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo”. Para él no
se trata, por lo tanto, de encontrar disposiciones de palabras que hagan
suponer un orden inhumano e indescifrable: lo inhumano es simplemente el
desorden, lo mecánico. En él nada hay de sospechoso, de inquietante, de
sugerido. L’Étranger nos ofrece una sucesión de opiniones luminosas. Si
desconciertan es únicamente por su número y por la falta de un lazo que las
una. Las mañanas, los crepúsculos claros, las tardes implacables son sus horas
favoritas; el verano perpetuo de Argel es su estación preferida. La noche
apenas tiene lugar en su universo. Si habla de ella es en estos términos: “Me
desperté con estrellas en el rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí.
Olores de noches, de tierra y de sal refrescaban mis sienes. La maravillosa paz
de este estío dormido entraba en mí como una marea”[21]. Quien ha escrito
estas líneas está todo lo lejos posible de las angustias de un Kafka. Se halla
muy tranquilo en el centro del desorden; la ceguedad obstinada de la
naturaleza le irrita sin duda, pero le tranquiliza. Su elemento irracional no es
sino un negativo: el hombre absurdo es un humanista, no conoce más que los
bienes de este mundo.
Examinemos más de cerca la trama del relato y nos daremos cuenta mejor de
sus procedimientos. “También los hombres segregan lo inhumano —escribe el
señor Camus—. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos,
su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto los rodea”[23]. He
aquí, por lo tanto, lo que hay que expresar ante todo: L’Étranger debe
ponernos ex abrupto “en estado de malestar ante la inhumanidad del hombre”.
¿Pero cuáles son las ocasiones singulares que pueden provocar en nosotros ese
malestar? El mito de Sísifo nos da un ejemplo de ellas: “Un hombre habla por
teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin
sentido: uno se pregunta por qué vive”[24]. Quedamos informados, casi
demasiado, pues el ejemplo revela cierto prejuicio del autor. En efecto, el gesto
del hombre que telefonea y al que no oís no es sino relativamente absurdo: es
que pertenece a un circuito truncado. Abrid la puerta, aplicad el oído al
auricular y el circuito queda restablecido, la actividad humana vuelve a adquirir
su sentido. Habría que decir, por lo tanto, si se obrara de buena fe, que no hay
sino absurdos relativos y sólo con referencia a “racionales absolutos”. Pero no
se trata de buena fe, sino de arte; el procedimiento del señor Camus es muy
rebuscado: entre los personajes de que habla y el lector va a intercalar un
tabique de vidrio. ¿Qué hay más inepto, en efecto, que hombres detrás de un
vidrio? Éste parece dejar que pase todo y sólo intercepta una cosa: el sentido
de sus gestos. Falta elegir el vidrio: será la conciencia del Extraño. Es, en
efecto, transparente; vemos todo lo que ella ve. Sólo que se la ha construido
de tal modo que es transparente para las cosas y opaca para los significados.
“Desde ese momento todo sucedió muy rápidamente. Los hombres avanzaron
hacia el ataúd con un paño. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo
salimos. Delante de la puerta se hallaba una dama a la que yo no conocía: ‘El
señor Meursault’, dijo el director. No percibí el nombre de la dama y comprendí
solamente que era enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa su rostro
huesoso y largo. Luego nos alineamos para dejar que pasara el cadáver”[25].
Unos hombres bailan tras un vidrio. Entre ellos y el lector han interpuesto una
conciencia, casi nada, una pura translucidez, una pasividad pura que registra
todos los hechos. Pero se ha realizado la jugarreta: precisamente porque es
pasiva, la conciencia no registra sino los hechos. El lector no se ha dado cuenta
de esa interposición. ¿Pero cuál es el postulado que implica este género de
relato? En suma, de lo que era organización melódica se ha hecho una adición
de elementos invariantes; se pretende que la sucesión de los movimientos es
rigurosamente idéntica al acto tomado como totalidad. ¿No nos las tenemos
que haber aquí con el postulado analítico, que pretende que toda realidad es
reducible a una suma de elementos? Ahora bien, si el análisis es el instrumento
de la ciencia, es también el instrumento del humorismo. Si quiero describir un
partido de rugby y escribo: “Vi a unos adultos en calzoncillos que se peleaban y
se arrojaban a tierra para hacer pasar una pelota de cuero entre dos postes de
madera”, hago la suma de lo que he visto, pero deliberadamente no tengo en
cuenta su sentido: hago humorismo. El relato del señor Camus es analítico y
humorístico. Miente —como todo artista— porque pretende restituir la
experiencia desnuda y filtra socarronamente todas las relaciones significativas,
que pertenecen también a la experiencia. Es lo que hizo en otro tiempo Hume
cuando declaró que no descubría en la experiencia sino impresiones aisladas.
Es lo que hacen todavía al presente los neo-realistas americanos cuando
niegan que haya entre los fenómenos algo más que relaciones externas. Contra
ellos la filosofía contemporánea ha establecido que los significados eran
también datos inmediatos. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Bástenos
señalar que el universo del hombre absurdo es el mundo analítico de los neo-
realistas. El procedimiento ha hecho sus pruebas literariamente: es el de
L’ingénu o de Micromégas; es el de Gulliver. Pues el siglo XVIII tuvo también
sus extranjeros, en general “buenos salvajes” que, transportados a una
civilización desconocida, percibían los hechos antes de comprender su sentido.
¿El efecto de ese cambio de lugar no consistía, precisamente, en provocar en el
lector la sensación de lo absurdo? El señor Camus parece recordarlo en muchas
ocasiones, sobre todo cuando nos muestra a su protagonista reflexionando
sobre los motivos de su encarcelamiento[26].
Ni vista ni conocida:
En estas condiciones se puede hablar de un todo que sería la novela del señor
Camus. Todas las frases de su libro son equivalentes, como son equivalentes
todas las experiencias del hombre absurdo; cada una se plantea por sí misma y
rechaza a las otras a la nada; pero por lo mismo, salvo en los raros momentos
en que el autor, infiel a su principio, hace poesía, ninguna se destaca sobre el
fondo de las otras. Los diálogos mismos forman parte integral del relato; el
diálogo, en efecto, es el momento de la explicación, de la significación; darle
un lugar privilegiado sería admitir que las significaciones existen. El señor
Camus lo pule, lo resume, lo reproduce con frecuencia en estilo indirecto, le
niega todo privilegio tipográfico, de modo que las frases pronunciadas
aparecen como acontecimientos semejantes a los otros, espejean durante un
instante y desaparecen, como un relámpago de calor, como un sonido, como
un olor. Por eso, cuando se inicia la lectura del libro no parece que uno se
encuentra en presencia de una novela, sino más bien de una melopea
monótona, del canto gangoso de un árabe. Se puede creer entonces que el
libro se parecerá a uno de esos aires de que habla Courteline, que “se van y
nunca vuelven” y que se interrumpen de pronto sin que se sepa por qué. Pero
poco a poco la obra se organiza por sí sola bajo los ojos del lector y revela la
sólida infraestructura que la sostiene. No hay un detalle inútil, uno solo que no
sea tomado de nuevo más adelante y lanzado a la contienda; y cuando
cerramos el libro comprendemos que no podía comenzar de otro modo, que no
podía tener otro fin: en este mundo que se nos quiere dar como absurdo y del
que se ha extirpado cuidadosamente la causalidad, el menor incidente tiene
importancia, no hay uno solo que no contribuya a conducir al protagonista
hacia el crimen y la pena de muerte. L’Étranger es una obra clásica, una obra
de orden, compuesta a propósito de lo absurdo y contra lo absurdo. ¿Es
enteramente lo que deseaba el autor? No lo sé; la que doy es la opinión del
lector.
¿Y cómo se puede clasificar esta obra seca y neta, tan compuesta bajo su
desorden aparente, tan “humana”, tan poco secreta tan luego como se posee
la clave? No podríamos llamarla un relato: el relato explica y coordina al mismo
tiempo que narra, substituye con el orden causal el encadenamiento
cronológico. El señor Camus la llama “novela”. Sin embargo, la novela exige
una duración continua, un devenir, la presencia manifiesta de la irreversibilidad
del tiempo. No sin vacilar daría yo ese nombre a esta sucesión de presentes
inertes que deja entrever por debajo la economía mecánica de una pieza
armada o en ese caso sería, a la manera de Zadig y de Candide, una novela
corta de moralista, con un discreto sabor de sátira y retratos irónicos[29] que,
a pesar del aporte de los existencialistas alemanes y de los novelistas
norteamericanos, sigue pareciéndose mucho, en realidad, a un cuento de
Voltaire.
Febrero de 1943.
NOTAS
[20] El mito de Sísifo, pág. 29. Piénsese también en la teoría del lenguaje de
Brice Parain y en su concepción del silencio.
[22] L’Étranger, pág. 128. Véase también págs. 81-82, 158-159, etc.