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VIERNES O
LA VIDA SALVAJE
MICHEL TOURNIER
TRADUCCIÓN DE MERCEDES PASTOR

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Colección Planeta Lector

Diseño de colección: departamento de diseño Grupo Planeta


Título original: Vendredi ou la vie sauvage

© del texto: Flammarion, 1971


© Editorial Noguer, S.A., 1981
© de la traducción: Mercedes Pastor
© 2012, Editorial Planeta Colombiana S. A.

Calle 73 N.º 7-60, Bogotá

ISBN 13: 978-958-42-3121-5


ISBN 10: 958-42-3121-9

Primera impresión: enero de 2013


Segunda impresión: septiembre de 2013
Tercera impresión: enero de 2014
Cuarta impresión: agosto de 2014
Quinta impresión: enero de 2016
Sexta impresión: febrero de 2017
Séptima impresión: junio de 2019

Impreso por: Carvajal Soluciones de Comunicación S.A.S.

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de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
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del editor.

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MICHEL TOURNIER (biografía)
(París, 1924) Ejerció como fotógrafo y periodista antes de
dedicarse plenamente a la escritura. Autor de obra claramen-
te filosófica, ha recibido innumerables galardones literarios,
de entre los que destacan el prestigioso Premio Goncourt y
el Gran Premio de la Novela de la Academia Francesa. En la
actualidad, está considerado uno de los escritores más impor-
tantes en esa lengua.

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ÍNDICE

Capítulo 1 .......................................................13
Capítulo 2 ......................................................19
Capítulo 3 ..................................................... 23
Capítulo 4... .................................................. 27
Capítulo 5.......................................................31
Capítulo 6... .................................................. 35
Capítulo 7... ................................................... 43
Capítulo 8... ...................................................51
Capítulo 9... .................................................. 55
Capítulo 10... .................................................61
Capítulo 11... ................................................. 65
Capítulo 12... ..................................................71
Capítulo 13.....................................................75
Capítulo 14... ................................................. 83

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Capítulo 15... ................................................. 87
Capítulo 16.................................................... 89
Capítulo 17... ................................................. 93
Capítulo 18... ................................................. 97
Capítulo 19...................................................101
Capítulo 20... .............................................. 105
Capítulo 21... ............................................... 109
Capítulo 22... ............................................... 113
Capítulo 23... ............................................... 117
Capítulo 24... ............................................... 119
Capítulo 25... .............................................. 123
Capítulo 26... .............................................. 129
Capítulo 27...................................................137
Capítulo 28... ............................................... 141
Capítulo 29... ...............................................147
Capítulo 30... ...............................................157

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Para Laurent

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Era el atardecer del 29 de septiembre de 1759. De pronto


el cielo se ennegreció en la región del archipiélago de
Juan Fernández, situado a unos 600 kilómetros de las
costas de Chile. La tripulación del Virginia se reunió en el
puente para contemplar las pequeñas llamas que se
encendían en los extremos de los mástiles y de las vergas
del navío. Eran los fuegos de San Telmo, fenómeno debi-
do a la electricidad atmosférica y que, además, anuncia
una fuerte tormenta. Por suerte, el Virginia, en el que via-
jaba Robinsón, no tenía por qué temer ni aun las más
violentas tempestades. Era una galeota holandesa, un
barco más bien redondo, con una arboladura bastante
baja y, por lo tanto, pesado y poco rápido, pero de una
estabilidad extraordinaria, incluso con mal tiempo.
Debido a esto, cuando, ya puesto el sol, el capitán Deys-
sel vio que una ráfaga de viento hacía estallar, como si
fuera un balón, una de las velas, ordenó a sus hombres
que plegaran las otras y las arriaran hasta que el tempo-

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ral amainase. El único peligro posible eran los escollos o
los bancos de arena, pero el mapa no los señalaba, y todo
indicaba que el Virginia podía navegar, a merced del
temporal, cientos de millas sin tropezar con nada.
Así pues, el capitán y Robinsón jugaban tranquila-
mente a las cartas mientras arriba soplaba el huracán.
Mediaba el siglo XVIII, época en la que muchos europeos
—sobre todo ingleses— se instalaban en América para
hacer fortuna. Robinsón había dejado a su mujer y a sus
hijos en York para dedicarse a explorar América del Sur
y tratar de establecer intercambios comerciales lucrati-
vos entre su patria y Chile. Una semana antes, el Virginia
había dado la vuelta al continente americano, rodean-
do valientemente el terrible Cabo de Hornos. Ahora
subía hacia Valparaíso, en donde Robinsón pretendía
desembarcar.
—¿No cree usted que esta tempestad retrasará mi
llegada a Chile? —preguntó al capitán mientras baraja-
ba las cartas.
El capitán lo miró y esbozó una sonrisa irónica mien-
tras acariciaba un vaso de ginebra, su alcohol preferido.
Con mucha más experiencia que Robinsón, se burlaba a
veces de la impaciencia del muchacho.
—Cuando se emprende un viaje como el que usted
hace —le dijo, después de aspirar de su pipa una boca-
nada de humo—, se sale cuando uno quiere, pero se lle-
ga cuando lo quiere Dios.
Después, destapando un barrilito de madera donde
guardaba el tabaco, metió dentro su larga pipa de barro.
—Así —explicó— está al abrigo de los golpes y se
impregna del olor dulzón del tabaco.

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Volvió a cerrar el barrilito del tabaco y, perezosa-
mente, se retrepó en la silla.
—Ésta es —añadió— la ventaja de las tempestades,
la de liberarnos de toda preocupación. Contra los ele-
mentos desatados no hay nada que hacer más que en-
tregarse al destino.
En ese momento, el farol que colgaba de una cadena
e iluminaba el camarote trazó un violento arco y se estre-
lló contra el techo. Antes de que se hiciera la oscuridad
total, Robinsón tuvo tiempo de ver que el capitán salía
despedido por encima de la mesa y caía de cabeza.
Robinsón se levantó y, al dirigirse hacia la puerta, una
corriente de aire le hizo comprender que esa puerta ya no
existía. Lo más terrible, después del cabeceo y del balan-
ceo que duraban desde hacía días, era que el navío no se
movía en absoluto. Habían encallado en un banco de

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arena o en algún arrecife. A la tenue luz de la luna llena
barrida por las nubes, Robinsón distinguió en el puente
a un grupo de hombres que luchaban por echar al agua
un bote salvavidas. Al dirigirse hacia ellos para ayudar-
les, un choque sacudió con violencia el navío. En segui-
da una ola gigantesca se desplomó sobre el puente
barriendo todo lo que en él había, hombres y material.
Cuando recobró el conocimiento, Robinsón yacía
boca abajo sobre la arena. Una ola rompió en la playa,
aún mojada, y le lamió los pies. Robinsón se dio la vuel-
ta y quedó tumbado de espaldas. Unas gaviotas blan-
cas y negras evolucionaban en el cielo, azul ya, después
de la tempestad. Robinsón se sentó con trabajo y sintió
un fuerte dolor en el hombro izquierdo. La playa estaba
alfombrada de peces muertos, de conchas rotas y de
algas negras arrojadas por las olas. Al oeste, un acanti-
lado rocoso entraba en el mar y se prolongaba en una
cadena de arrecifes. Ahí mismo se erguía la silueta del
Virginia con sus mástiles tronchados y las jarcias flotan-
do al viento.
Robinsón se levantó. Dio algunos pasos. No estaba
herido, pero le dolía el hombro magullado. Como el sol
empezaba a quemar, se hizo una especie de gorro enro-
llando en torno a su cabeza unas hojas muy grandes
que crecían junto a la orilla. Después tomó una rama,
que le serviría de bastón, y desapareció en el bosque.
Los troncos de los árboles caídos formaban con los
matorrales y los bejucos que colgaban de las ramas altas
unas marañas intransitables, de suerte que Robinsón
trepaba a cuatro patas para poder avanzar. No se oía
ruido alguno ni se veía ningún animal. Por eso Robin-

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són se extrañó al distinguir a unos cien pasos la silueta
de un macho cabrío salvaje, muy peludo, que se erguía
inmóvil y le observaba. Robinsón, soltando su bastón,
demasiado frágil, asió un tronco recio que podía servir-
le de maza. Ya cerca del macho, éste bajó la cabeza y
rezongó sordamente. Creyendo Robinsón que el macho
iba a lanzarse contra él, levantó la maza y con todas sus
fuerzas la dejó caer entre los cuernos del animal. Éste
dobló las rodillas y cayó de costado.
Después de varias horas de marcha trabajosa, Ro-
binsón llegó a un macizo de rocas apiñadas en desor-
den. Descubrió la entrada de una cueva, medio oculta
entre las ramas y la sombra de un cedro gigantesco.
Sólo avanzó un paso, porque era demasiado profunda
para explorarla ese día. Prefirió escalar las rocas con el
fin de abarcar un panorama más amplio. Así, de pie, en
la cima de la roca más alta, comprobó que el mar cerca-
ba por todos lados la tierra en la que se encontraba y
que no se veía traza alguna de habitantes: estaba en una
isla desierta. Se explicó entonces la inmovilidad del
macho cabrío, que él había matado. Los animales salva-
jes que nunca han visto al hombre no huyen de él si se
les acerca, al contrario, lo observan con curiosidad.
Robinsón se sentía agotado por la tristeza y el can-
sancio. Al pie de una roca, descubrió una especie de
piña salvaje que cortó con su navaja y se comió. Des-
pués se tumbó junto a una piedra y se quedó dormido.

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