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HUASIPUNGO – JORGE ICAZA CORONEL

Allá, donde el río tiene riberas y se arrastra en el valle como una sábana lodosa,
encontraron los cadáveres, la basura que flotaba sobre la creciente apaciguada. Metiéronse
en el barro hasta la cintura extrayendo a los ahogados en medio de la gritería de llanto. En
los rostros de los recogidos se había plasmado la tragedia de su muerte, los ojos abiertos
en actitud de espanto —tal vez fue el último gesto de terror ante las aguas—. Después de
quedar absortos unos instantes cada deudo tuvo lágrimas para llorar hasta la noche.
El grupo de indios que acompañaba al Cabascango es el único que no se ha dejado arrastrar
camino abajo. Ninguno se ha atrevido a moverse, parecen cadáveres de pie. El José Tixi,
el Melchor Achig, el Leonardo Taco, y el mismo Cabascango no daban crédito a los ojos.
—¡No! —exclamó alguien….
Dios ha sabido vengarse quitándoles los trapos, los piojos, los guaguas anémicas y el
mísero husasipungo.
Por él, por el Cabascango, han tenido que sufrir el castigo mil inocencias.
—¡Pur vus, caraju! —exclama el Taxi arremangándose el poncho.
—Pur vus…
—Sí.
—¡Sí!
Una sola voz de diez hombres que por fin han hallado hacia donde dirigir sus despechos,
exclama: —Si, caraju…
HUASIPUNGO – JORGE ICAZA CORONEL

El cadáver se pudrió allí, no hubo quien le recoja. Era un cadáver maldito; además los
gallinazos sólo dejaron los huesos pelados cuando el cadáver se puso fétido.
La aldea y el valle se poblaron de comentarios.
—Castigo de Dios —exclamo el cura.
—Castigo de Dios —afirman los viejos.
—Palpablito está el castigo de Dios —comenta el Jacinto.
—Cus taita Dius nu’ay pindijadas —confirman los indios.
—Castigo de taita Diosito —murmura supersticioso el tuerto Rodrígez.
—¡Castigo!
—¡Castigo del cielo! —dice don Alfonso frotándose las manos lleno de satisfacción.
Sólo el mayordomo no se atreve a decir nada, y cuando le preguntan si era castigo,
responde incrédulo:
—Así será…
HUASIPUNGO – JORGE ICAZA CORONEL

Salió disparado el mayordomo, don Alfonso al sentirse solo fue presa de un miedo que
crecía conforme la figura del Policarpio se alejaba de la casa. Entonces, como si hubiera
visto que los indios entraran por la puerta en son de guerra, se dirigió al velador, sacó una
pistola y poniéndose en guardia ante la puerta, amenazó:
—¡Ya, carajo!
Felizmente nadie asomó ni las narices y tuvo que guardarse el arma. Con malestar que
sube del estómago se echa de bruces sobre la cama agarrándose a la visión de las escenas
macabras que comprueban lo salvaje de los instintos indios: visiones que en vez de
aplastar su temor venían a robustecerlo. El crimen del Cabascango, fresco todavía, abrió
el telón para mostrarle un escenario repleto de espanto. A don Víctor, el latifundista de las
patillas de prócer, solamente porque el buen señor desvió las aguas del pueblo para llevar
a su hacienda y producir sequía en los huasipungos, le despellejaron las manos y los pies,
obligándole a caminar sobre un sendero de cascajo, hasta que caiga desmayado, hasta que
pida perdón, hasta que se quede muerto. A don Jorge que le echaron en una paila de miel
hirviendo, cocinándose vivo, solamente porque este santo hombre tenía la costumbre de
coger a las longas de seis, siete y ocho años y desflorarlas. ¡Qué salvajes! Con estos
recuerdos, don Alfonso se sentía en peligro…

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