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Hace unos años, Charles Simic escribió una lista de siete consejos
destinados a los jóvenes poetas. Esos consejos constituyen además una
buena definición de la poesía de Simic. El primero de los consejos decía:
“No les cuentes a los lectores lo que ya saben sobre la vida”. Para
ejemplificar este consejo con un poema de Simic, creo que se podría elegir
un poema en prosa de su libro El mundo no se acaba y otros poemas que,
en mi opinión, ejemplifica el primero de los consejos: el poeta trabaja con
escenarios y objetos cotidianos que sin embargo significan otra cosa.
“En un bosque de interrogantes no eras mayor que un asterisco.
¡Ah, la estación de las lloviznas! Alguien hizo sonar el cuerno de caza.
El diccionario decía que tú eras un signo que indicaba una omisión;
luego cambiaba de tema bruscamente y hablaba de “asterismos”,
lo cual se supone que tiene que ver con cristales que muestran
una figura luminosa semejante a una estrella. No te creíste ni una
palabra.
Los interrogantes tenían dedicatorias de amor grabadas en sus troncos,
así no mirarías hacia arriba y no te fijarías en las cuerdas.
Cuerdas grasientas con lazos corredizos para niños”.
El mundo no se acaba y otros poemas recibió en 1990 el premio Pulitzer.
Las dos terceras partes del libro son poemas en prosa. Es tal vez la obra
más libre de Simic y la más representativa de su creación poética.
“Es uno de mis libros preferidos”, me dice Simic mientras caminamos
hacia la Mezquita. “Nunca tuve intención de escribir ese libro. A lo largo
de los años fueron acumulándose en mis cuadernos de notas entradas
escritas en diferentes momentos que, en un principio, no guardaban
relación entre sí”.
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No es de extrañar, por tanto, que el consejo número tres que les da a los
jóvenes poetas tenga que ver con la economía expresiva: “Algunos de los
más grandes poemas que se han escrito son sonetos o poemas con no
muchos más versos, así que no escribas más de lo necesario”. Mientras
hablo con Simic pienso en uno de sus poemas más breves:
La voz a las tres de la madrugada
¿Quién ha puesto risas enlatadas
en la escena de mi crucifixión?
Es uno de los poemas más perturbadores de Simic. Uno de los momentos
destacados en sus recitales. Simic no recuerda cuántos recitales ha podido
dar al cabo de su vida. Cientos. Dice que le gustan. Ha dado ya uno en
Cosmopoética y participará también en el recital de clausura. La próxima
semana viajará a Madrid donde impartirá una charla y ofrecerá una lectura
en la Residencia de Estudiantes, los últimos actos de su estancia en España,
país en el que nunca había estado.
“Como te comentaba antes, algunos poemas han sufrido correcciones tras
haber pasado la prueba de ser recitados en voz alta. Correcciones que no
tienen que ver sólo con reducir el número de versos, claro. No existe eco
mejor para comprobar la musicalidad del poema que el proporcionado por
un recital. Se escuchan los poemas en voz alta semanas o tal vez meses
después de haberlos escrito. Durante el proceso de corrección uno está
demasiado cerca y demasiado dentro del poema y algunas de las cacofonías
no le suenan tan mal”.
Simic dice que, en algunos casos, tras meses de búsqueda de un solución
rítmica y expresiva, sólo ha logrado encontrarla tras haberlo recitado el
borrador casi definitivo de un poema ante un auditorio. Obviamente, ese
trabajo de sonoridad no sólo se puede comprobar en un recital, lo
importante, como señala Simic en su quinto consejo a los jóvenes poetas,
es que esa prueba de resistencia estructural de un poema se lleve a cabo en
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voz alta: “Recita las palabras que has escrito en voz alta para decidir qué
palabra será la siguiente”.
También recomienda a los jóvenes poetas en su consejo número seis que no
acepten todo lo que su “inspiración” les dicte en esos inexplicables
momentos de fluidez mental en los que puede llegar a sentirse que uno se
limita a transcribir un poema “perfecto”: “Lo que estás escribiendo es un
borrador al que necesitarás realizar pequeños ajustes, tal vez durante meses,
e incluso durante años”.
En ocasiones, esos ajustes no son tan pequeños. Simic me recuerda la
anécdota que cuenta en sus memorias, tituladas Una mosca en la sopa,
publicadas hace unos meses en España por la editorial Vaso Roto.
En el invierno de 1962, Simic se encontraba sirviendo en el Ejército
americano, destinado en un cuartel situado a las afueras de un pequeño
pueblo francés. Le había pedido a su padre que le enviara desde Estados
Unidos una carpeta donde guardaba todos sus poemas escritos hasta
entonces. La misma noche en la que le llegó la carpeta se sentó en su catre
y se puso a leer. El resto de sus compañeros de barracón sacaban brillo a
los zapatos, jugaban a las cartas o escuchaban la radio mientras él leía su
poesía completa.
“Quizá al haber permanecido tanto tiempo apartado de ellos y al
encontrarme en unas circunstancias tan distintas pude juzgarlos con
claridad. Reconocí las influencias obvias y los errores de estilo. Había unas
doscientas páginas. Las hice pedazos rápidamente y las tiré a la basura. Me
avergonzaba de esos poemas. Quería escribir poesía, pero no como esa”,
señala Simic en sus memorias.
“Sí, podríamos decir que aquella decisión implicó una seria de ajustes
bastante drásticos en mi poesía completa”, bromea Simic.
Unos días después de nuestra conversación en Córdoba, durante la charla
que mantuvo con el poeta Luis Muñoz sobre sus memorias en la Residencia
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“No supongas que eres el único que sufre en el mundo”, escribe Simic en
su segundo consejo a los jóvenes poetas.
En algunos de sus poemas se puede entrever todo el horror que se vivió en
Europa durante los años de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra.
Pero siempre con ese tono, entre resignado y lúcido, con el que Simic
parece contemplar las cosas negativas de esta vida.
Guerra
El dedo tembloroso de una mujer
recorre la lista de bajas
en la tarde de la primera nevada.
La casa es fría y la lista es larga.
Todos nuestros nombres están incluidos.
“A estas alturas de siglo la historia de mi vida”, escribe Simic en el primer
párrafo de sus memorias, “no parece tener nada de particular. Son tantas las
personas desplazadas, tan dispares los destinos individuales y colectivos
que han tenido que afrontar que sinceramente resulta imposible, para mí o
para cualquier otro, afirmar que alguien posee un estatus especial en virtud
de su condición de víctima. Sobre todo, si se tiene en cuenta que lo que me
sucedió a mí hace cincuenta años sigue ocurriendo en la actualidad en
Ruanda, en Bosnia, en Afganistán, en Kosovo, entre los kurdos, humillados
hasta la saciedad, y en muchos otros lugares. Cincuenta años atrás eran el
fascismo y el comunismo los que amargaban la vida a la gente. Ahora son
el nacionalismo y el fundamentalismo”
En otro de sus libros, Simic ha escrito: “Una de las ventajas de haber
crecido en un lugar donde uno podía ver hombres ahorcados en los postes
de las farolas mientras iba camino de la escuela es que procuras quejarte lo
menos posible de la vida conforme te vas haciendo mayor”.
En relación con lo anterior, le pregunto a Simic si el sentido del humor es
una de las alternativas con las que contamos a la hora de observar cuanto
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Hampshire hace apenas menos de una semana, aún se veían restos de nieve
en los campos.
La mujer de Simic, Helen, me dice que en New Hampshire llevan una vida
tranquila. Tal vez demasiado, aunque tiene sus ventajas. Fue el lugar
perfecto para criar a sus hijos y ahora ya se han acostumbrado a contemplar
el paso de las estaciones desde su casa de campo situada a la orilla de un
lago. Helen reconoce, sin embargo, que no termina de acostumbrarse a
tener que depender del coche para todo. Nada que ver con Nueva York, la
ciudad favorita de ambos, en la que poseen una casa y que visitan siempre
que pueden.
Incluso antes de llegar al país siendo un niño, los Estados Unidos en
general y Nueva York en concreto eran para Simic la patria del cine más
notable y de la música blues y jazz, que aún escucha con pasión. Hablamos
de Armstrong, de las grandes big bands, como de la Count Basie o Duke
Ellington. También de blues men primitivos como Robert Johnson o
Charlie Patton. Muchas noches de su juventud, cuando era un pintor
bohemio escaso de efectivo, transcurrieron en los clubes neoyorkinos
donde tocaban las grandes figuras del bebop, como Thelonious Monk.
Algunos poemas de Simic parecen compuestos como canciones bop,
reinterpretaciones de viejas tonadas estándares con un lenguaje
completamente nuevo que, sin embargo, no olvida de dónde viene y qué
pretende expresar. Le pregunto hasta qué punto cree que el jazz ha influido
en su escritura. Simic me dice que seguramente le haya influido, aunque no
sabría decir hasta qué punto y en qué modo.
En su séptimo consejo a los jóvenes poetas, Simic escribió: “Recuerda que
al escribir un poema estás construyendo una máquina del tiempo, un
vehículo que permitirá a otros viajar por su propia mente, así que no te
sorprendas si no te resulta fácil lograr que todas las piezas de ese
mecanismo funcionen correctamente”.
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En sus memorias recuerda las dificultades que tuvo que afrontar cuando
era joven mientras intentaba encontrar una voz propia: “Mis poemas se
publicaban a un ritmo muy lento. Todos los días encontraba en el buzón
una nota de rechazo. Recuerdo que en una de ellas el editor me envió una
nota personal que decía así: ‘Querido señor Simic, es obvio que es usted un
joven inteligente. ¿Por qué pierde el tiempo escribiendo sobre cerdos y
cucarachas?’”.
“El poema que me gustaría escribir es un imposible. Una piedra que flote
en el agua”, ha escrito Simic. Le pregunto al poeta norteamericano si tras
varias décadas de oficio se siente más seguro a la hora de escribir un
poema, si cree que los años de práctica le permiten controlar los resortes
que permiten lograr un buen resultado. “No creo que en este sentido sea
muy distinto a otros creadores, el oficio puede ayudar a sentirse menos
inseguro, pero es una especie de engaño que creemos para no reconocer
que nada de lo que hayas escrito antes te puede ayudar a escribir un
siguiente poema que sea tan bueno como pretendes”, comenta Simic. Le
digo a Simic que recuerdo haber leído una frase suya en la que decía que
cuando escribe pretende crear algo que aún no existe pero que tras su
creación parezca haber existido siempre. “¿He escrito yo eso?”, pregunta
Simic y suelta una carcajada. “Bueno, si escribí eso, tal vez se podría
considerar de mal gusto si me contradijera, ¿no?”, concluye con una
sonrisa.
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