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URIARTE. Ser Presbítero en El Seno de Nuestra Cultura PDF
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SER PRESBÍTERO
EN EL SENO DE NUESTRA CULTURA 1
Juan María Uriarte
Obispo de San Sebastián
1
Charla dirigida a los Delegados para el Clero de las diócesis de España.
SER PRESBÍTEROS EN EL SENO DE NUESTRA CULTURA
INTRODUCCIÓN
1. El porqué de esta reflexión
2. La óptica y los pasos de mi exposición
I. UNA CULTURA IMPREGNADA DE NARCISISMO
1. Apuntes descriptivos
2. Repercusiones en la vida presbiteral
II. UNA CULTURA QUE PRIVILEGIA LA INDIVIDUALIDAD
1. Notas descriptivas
2. La individualidad en los presbíteros
3. Elogio de la fidelidad
III. UNA CULTURA QUE PROMUEVE LA LIBERACIÓN SEXUAL
1. la «explosión sexual»
2. El erotismo ambiental
3. La vida célibe en este contexto
IV. UNA CULTURA QUE DEBILITA EL SENTIDO DE LA PERTENENCIA
1. El sentido de pertenencia
2. La crisis del sentido de pertenencia
3. Pertenencia y vida presbiteral
V. UNA CULTURA QUE ACENTÚA LA SATISFACCIÓN DE LOS DESEOS
1. Descripción del rasgo cultural
2. Incidencia en la vida de los sacerdotes
VI. UNA CULTURA QUE NO CONSOLIDA «LA CONFIANZA BÁSICA»
1. Un déficit paradójico
2. Confianza básica y vida del presbítero
VII. UNA CULTURA CON «DIOS AL MARGEN»
1. Algunos caracteres de este rasgo cultural
2. Los presbíteros «ante Dios»
CONCLUSIÓN
2
SER PRESBÍTEROS EN EL SENO DE NUESTRA CULTURA
INTRODUCCIÓN
1. El porqué de esta reflexión
No es ninguna desmesura afirmar que, en la época actual, estamos asistiendo a una
mutación histórica en el sentido riguroso de la expresión. La transformación cultural
que estamos viviendo afecta notablemente a la Iglesia. Así lo ve, por ejemplo, la
Conferencia Episcopal de Francia: «la crisis que atraviesa hoy en día la Iglesia se debe
en buena medida a la repercusión en la Iglesia misma y en la vida de sus miembros de
un conjunto de cambios sociales y culturales rápidos y profundos que tienen una
dimensión mundial»2. La correlación de fuerzas entre la Iglesia y la sociedad ha
cambiado de signo. Para bien y para mal, el influjo de las corrientes culturales
predominantes sobre la comunidad cristiana y sus miembros se ha intensificado
sobremanera. En cambio, la influencia de ésta sobre la sociedad se ha debilitado
sensiblemente. Podemos decir con verdad que somos una iglesia debilitada en una
sociedad poderosa que configura en buena medida la mente y la sensibilidad de los
creyentes, condiciona su percepción de los valores y la gestación de sus opciones y
modifica las condiciones mismas de nuestro encuentro con el Dios de Jesucristo.
Presbíteros, religiosos y obispos no pertenecemos a una galaxia diferente. En un grado
u otro registramos en nuestra propia existencia el mismo impacto y percibimos
idéntica dificultad para transmitir a nuestra sociedad los valores del Evangelio. Sería
injusto calificar tal impacto como globalmente negativo. La cultura que nos impregna y
envuelve alberga dentro de sí valores y contravalores. PDV destaca «su ambivalencia y
su carácter en ocasiones contradictorio». Incluso nos advierte que no es justo rechazar
en bloque los mismos factores negativos «porque en cada uno de ellos puede
esconderse algún valor que espera ser descubierto y reconducido a su plena verdad»3.
2
Conferencia Episcopal de Francia: «Proponer la fe en la sociedad actual», En Ecclesia, nn. 2835-36,
pág. 125.
3
PDV 10.
3
La actitud evangélica ante la nueva cultura no puede ser, en consecuencia, ni
cerradamente resistente ni ingenuamente condescendiente. Determinados aspectos
de la cultura actual constituyen para los creyentes una provocación positiva que nos
ayuda a descubrir incluso virtualidades adormecidas de nuestro propio mensaje. La
cerrazón nos vuelve ciegos y sordos a esta interpelación saludable. La
condescendencia ingenua va empobreciendo por dentro nuestra sustancia creyente y
restándole capacidad interpeladora ante la sociedad. Solo una actitud de
discernimiento que sabe distinguir el trigo de la avena y ésta de la cizaña se nos revela
lúcida y evangélica. Pablo supo decírnoslo clara y escuetamente: «examinadlo todo y
quedaos con lo bueno»4.
2. La óptica y los pasos de mi exposición
Mi reflexión de hoy pretende situarse, siquiera de manera modesta y tosca, en el
registro del discernimiento. Para discernir, hay que describir. Quiero, por tanto,
moverme en el área descriptiva. Otras intervenciones autorizadas nos ayudarán a
comprender con mayor profundidad la cultura predominante y a responder
operativamente a ella desde nuestra condición de presbíteros.
No seré en absoluto exhaustivo en la enumeración ni en la descripción de estos rasgos
culturales. Más bien seré conciso. Este auditorio tiene de ellos una idea suficiente. Más
me emplearé en describir el impacto favorable y desfavorable que tales rasgos pueden
y suelen provocar en los presbíteros.
En sintonía con esta óptica, el itinerario va a ser sumamente sencillo. Iremos
recorriendo uno a uno los factores culturales elegidos y recogiendo las diferentes
repercusiones de dichos rasgos en la mentalidad, sensibilidad y comportamiento de los
sacerdotes.
I. UNA CULTURA IMPREGNADA DE NARCISISMO
4
1 Tes 5, 21.
4
Según analistas acreditados, toda cultura segrega, entre otros más saludables, un tipo
de personalidad que, al interiorizar algunos de sus elementos destacados, subraya
particularmente las desviaciones de aquella cultura. A principios de siglo cobra relieve
la personalidad histérica, estudiada por el psicoanálisis. La época de la guerra europea
del año 39, propicia la gestación de la personalidad autoritaria, que tiene su auge en el
régimen nazi. En la posguerra emerge con fuerza la personalidad depresiva,
caracterizada por el oscurecimiento del sentido y el debilitamiento de la voluntad de
vivir. En la actual sociedad postindustrial y posmoderna, florece la personalidad
narcisista.
1. Apuntes descriptivos
En la opinión pública prevalece una visión muy negativa del narcisismo. No es
exactamente ésta la posición de una importante corriente psicoanalítica. No es que
esta corriente no reconozca los excesos y deformaciones patológicas del narcisismo en
la sociedad actual. Pero sostiene con fundamento que el genuino narcisismo (llamado
primario) es necesario para estructurar un «yo» sólido que sea capaz de regular, por
un lado los impulsos eróticos y agresivos, humanizándolos, y por el otro las exigencias
rigoristas y culpabilizadoras, igualmente impulsivas, que amenazan la libertad y la
alegría de vivir. Este «yo» no es ni pura razón ni pura voluntad. Es también afecto y
amor a sí mismo. Es un «yo libidinal» en la terminología técnica. En este sentido
podemos reconocer que el «yo» tiene un fuerte componente narcísico. Si fuera pura
razón o pura voluntad no sería capaz de mantener a raya los impulsos y exigencias
antedichos. Las ciencias humanas han «recuperado» este narcisismo genuino bajo la
rúbrica de la autoestima, necesaria para la propia salud psíquica y para entablar
relaciones no dependientes ni posesivas5.
Todo va bien hasta aquí. Pero es innegable que en nuestra cultura actual este
narcisismo originario se ha desbordado caudalosamente. El amor narcísico se ha
curvado intensamente sobre sí mismo y ha perdido vigor y frescor para abrirse a un
amor a otras personas, comunidades y causas. Ha degenerado en «narcisismo
secundario». Quien lo padece es un perpetuo mendigo de amor, de aprecio, de elogio,
de admiración acrítica. Un mendigo perpetuamente insatisfecho. Siempre considera
5
LAPLANCHE-PONTALIS: «Diccionario del Psicoanálisis». Barna 1971. Ed. Labor, págs. 238-242.
5
insuficiente y deficiente el amor que recibe. Ata a las personas a sí mismo, porque
teme perderlas. Teme perderlas porque en el fondo duda de que sea digno de su
amor.
Si la personalidad narcisista se sitúa así en el registro del deseo, se sitúa análogamente
en el registro del proyecto. Para compensar este déficit de seguridad en sí mismo y
deslumbrar a los demás, busca con encendida intensidad su propia realización
personal. Solo cuenta su proyecto... o su sueño. Los vínculos de solidaridad con otras
personas o con la comunidad no tienen peso vital para él.
2. Repercusiones en la vida presbiteral
Hay que comenzar diciendo que una gran parte de nuestro clero tiene una autoestima
sana y suficiente para no incurrir significativamente en este narcisismo desbordado. Su
sanidad mental y su oficio pastoral cultivan en él una actitud oblativa, que es
justamente la contrapuesta. Su autoestima es suficiente para no vivir en estado de
aflicción a causa de la devaluación social del sacerdocio. Casi todos podemos adolecer
de algún ribete un tanto desmesurado. Pero el conjunto de la persona está en su sitio.
Un grupo más afectado por esta desviación son los sacerdotes excesivamente
sensibles. Toleran con mucho dolor las tensiones inevitables en la vida pastoral, las
desatenciones o indelicadezas de los sacerdotes, el olvido de los responsables
diocesanos, las dificultades evangelizadoras Sufren intensamente cuando alguna
iniciativa pastoral no ha tenido el eco que esperaban. Echan de menos los gestos de
aprecio, confianza y valoración de sus superiores. En el fondo, su autoestima es baja.
Cada decepción les rebaja dicha autoestima. Cada gesto de aprecio les conforta y les
consuela. Son muy agradecidos a estos gestos. Los necesitan como agua de mayo.
Este grupo no debe confundirse con aquel otro formado por los perpetuamente
insatisfechos que siempre se sienten insuficientemente apreciados para lo que creen
valer. A. Cencini los retrata admirablemente: «D. Narciso, sacerdote emprendedor, que
intenta reflejarse en todo lo que hace, vive con la sospecha continua de que la vida le
exige demasiado sin recompensarle adecuadamente. Siente a la Iglesia, a la diócesis, a
la parroquia, a la comunidad religiosa, más como madrastra que como madre. Cree
6
que el obispo o sus superiores no lo valoran bastante. Ve aquella parroquia o aquel
cargo particular como un traje demasiado estrecho para sus posibilidades.
Naturalmente, si algo no funciona, la culpa es siempre de la estructura o de los otros.
Los demás abusan de él mientras él apenas recibe algo de ellos. Al seguir mirándose
siempre en lo que él hace, corre el riesgo de ahogarse, como Narciso, en su propio
estanque»6.
Realizar estudios brillantes en lugares renombrados, ocupar puestos relevantes,
adquirir notoriedad social, buscar protagonismo donde sea, son algunas de sus
ambiciones, maquilladas a veces de nobles ideales.
No lo olvidemos. Incluso en estos casos que aparentemente muestran una autoestima
exagerada, late la duda fundamental: ¿merezco de verdad ser amado y valorado?
II. UNA CULTURA QUE PRIVILEGIA LA INDIVIDUALIDAD
1. Notas descriptivas
La valoración del individuo es una de las grandes conquistas de la modernidad. Un ser
humano no es un número. Tiene su singularidad irrepetible y su derecho a un proyecto
personal. La matriz cristiana de la cultura europea ha favorecido la emergencia de esta
mentalidad hoy fuertemente arraigada en generaciones jóvenes y adultas. Ha
favorecido la autorrealización y la dicha de muchas personas. Ha propiciado el respeto
a la intimidad y a la libre decisión. Ha marginado patrones de conducta autoritaria.
En general, este justo aprecio de la individualidad no ha sido equilibrado por otros
valores importantes. Por ejemplo, la solidaridad ha quedado debilitada por la
exaltación de la individualidad. El espíritu competitivo se ha tornado en muchas
ocasiones competencia desleal. Los mismos vínculos familiares se han aflojado. En
suma: el riesgo real de nuestra cultura consiste en que el aprecio de la individualidad
degenere en individualismo. Un riesgo que es más que una amenaza. Es una realidad.
6
CENCINI, MOLARI, FAVALE, DIANICH: «El presbítero en la iglesia de hoy». Madrid, 1994, edit.
Atenas, pág. 28.
7
Si la cultura de la individualidad no quiere quedar atrapada en el individualismo, es
preciso que sea complementado por la «cultura del vínculo» (X. Lacroix)7. Ser persona
consiste en ser libre y, al mismo tiempo, estar ligado.
En el límite, el individualista acaba rechazando todo aquello que no le vale, no le sirve,
no le gusta. No se compromete con nada ni con nadie. Su concepto de libertad queda
esencialmente mutilado: es pura libertad «de»; no libertad «para». «Usar y tirar» se
convierte en la filosofía práctica del individualismo. La aplica no solo a los objetos, sino
también a las personas.
El individualista no quiere adquirir compromisos: le atan. Su resistencia a los
compromisos se torna verdadera alergia cuando se trata de compromisos perpetuos y
definitivos. Si hay una palabra que aborrece, es la fidelidad. Para el individualista, nos
encadena al pasado y nos impide crear un futuro diferente. Es incompatible con la vida
humana en la que el cambio es un elemento esencial. Pretender ser fieles es un acto
de orgullo que sobrevalora las propias fuerzas. Es incluso inmoral, porque el ser
humano ha de ser fiel a sí mismo y elegir en cada momento lo que le realiza como
persona.
2. La individualidad en los presbíteros
La cultura de la individualidad ha modificado positivamente muchos aspectos de la
vida presbiteral. La relación de antaño, medrosa, dependiente, exenta de diálogo con
los responsables diocesanos y con el obispo, se ha tornado, generalmente, un
intercambio más confiado y más libre, aunque aún hay en este punto un camino que
recorrer. La libertad de bastantes sacerdotes a solas con el obispo es aún limitada. La
apertura es a veces más calculada que confiada, sobre todo en ciertas generaciones.
La atención de la diócesis a la situación de cada presbítero en su salud, en su
formación, en su espiritualidad, en sus condiciones materiales de vida, en su
satisfacción personal, es hoy notablemente más cuidada que hace 25 años. El diálogo
previo a un cambio de destino y la consideración otorgada a las razones del presbítero
7
LACROIX, X.: «Enjeux autour de la famille». Études, 1995.
8
son una realidad en muchas diócesis, aunque los destinos serán siempre fuente de
tensión y momento delicado.
Las aptitudes singulares de un sacerdote para los estudios u otras capacidades son hoy
más tenidas en cuenta.
El mismo sacerdote cultiva y ha de cultivar su individualidad, sus cualidades, sus
aficiones, sus amistades, sus espacios de vida privada, (que necesita como cualquier
ser humano), su descanso semanal, la relación con su propia familia. Una vida
entregada ha de ser rejuvenecida no solo por la oración, sino también en todos estos
«espacios ecológicos».
Pero los presbíteros no somos inmunes a la malformación de la individualidad llamada
individualismo. Subsiste en bastantes la dificultad de enrolarse en proyectos pastorales
compartidos. El deseo de ser protagonistas y la resistencia a renunciar a una parte de
«mi» proyecto para construir «nuestro proyecto», dan cuenta de esta dificultad. La
tendencia de bastantes a tomar decisiones en solitario sin consultar a los órganos
colegiados de la parroquia no es tampoco inexistente. Es cierto que la tradición
heredada no nos ayuda demasiado en este empeño. Pero sí debería movilizarnos la
viva conciencia de que nuestra misión es co‐misión. Hace pensar, asimismo, que la
calurosa invitación conciliar a «alguna forma de vida común»8 tenga hoy un eco menor
que en otros tiempos. Cuando se hace realidad, cuaja con frecuencia en una vida
comunitaria bastante pobre en contenido, en la que no es mucho ni lo más valioso lo
que se comparte. No observo en este punto una disposición más abierta y positiva en
las jóvenes generaciones sacerdotales. Somos todavía muchos demasiado solitarios y
demasiado poco comunitarios.
El individualismo puede tener también su reflejo en el nivel de disponibilidad
reclamado por nuestra consagración a la diócesis y por la consiguiente obediencia
prometida al obispo. Es cierto que el obispo debe ser respetuoso y receptivo ante las
razones e incluso ante las dificultades afectivas que el sacerdote le manifieste a la hora
del cambio o de destino. Pero algunos nombramientos resultan demasiado costosos y
dejan heridas que delatan una disponibilidad limitada. La ironía y el ingenio clerical ha
8
CONCILIO VATICANO II, P.O. 8.
9
alumbrado un dicho manifiestamente exagerado, pero no exento de todo realismo:
«antes se hacían 60 nombramientos en un día; hoy hacen falta 60 días para hacer un
nombramiento».
3. Elogio de la fidelidad
Individualismo y fidelidad se aborrecen mutuamente. Entre individualidad y fidelidad,
en cambio, existe una gran coherencia.
El compromiso para toda la vida es una de las dimensiones de la existencia presbiteral.
Tal compromiso es una de las dimensiones de la existencia presbiteral. Reclama una
fidelidad que, lejos de ser una obstinada perseverancia, es «el amor que resiste al
desgaste del tiempo» (Rovira)9.
Una de las heridas del postconcilio ha sido (está siendo) la pérdida de sangre
presbiteral que ha sufrido la Iglesia. No es mi propósito emitir aquí valoración alguna al
respecto. El área de la fidelidad no se limita a este capítulo doloroso.
La experiencia me dice que en nuestros presbiterios nos encontramos con toda una
gama de actitudes relativas a este punto. Felizmente, está viva en bastantes
sacerdotes una admirable fidelidad evangélica que se caracteriza por ser agradecida,
modesta, concreta y misericordiosa. Más numerosos son aquellos que mantienen una
sólida fidelidad fundamental, aunque se haya desdibujado en ellos el aliento vivo de
seguir creciendo evangélicamente. Existe, asimismo, la fidelidad intermitente,
inestable, en la que se alternan arranques de fidelidad y fases de infidelidad. No es tan
infrecuente la fidelidad mediocre o tibia, trabajada por una mezcla de ilusión
decreciente y escepticismo creciente. Conocemos también la fidelidad mecánica que
cumple externamente pero ha perdido la motivación y el aliento interior. Es también
real en algunos la instalación crónica en una doble vida. un tabique entre el personaje
que guarda celosamente una apariencia de honorabilidad y la persona que vive un
naufragio espiritual.
9
ROVIRAS, J. : «Fidelidad», en «Diccionario teológico de la vida consagrada». Madrid, 1992,
Publicaciones Claretianas, págs. 695-711.
10
La fidelidad en el ministerio ha sido siempre una noble aspiración y una tarea espiritual
delicada. Hoy resulta más delicada todavía. El individualismo ya señalado la ha hecho
más problemática. La «cultura del contrato» (Lévy Strauss) la ha empobrecido al
querer convertirla en algo rescindible. La movilidad y las mutaciones de la vida en la
que el cambio de rumbo se ha naturalizado, le han afectado sensiblemente. La
fidelidad es, junto a la solidaridad y la libertad, fundamento de una convivencia
humana. Hecha de confianza, de amor y de compromiso, posee una gran dignidad
antropológica y espiritual.
III. UNA CULTURA QUE PROMUEVE LA LIBERACIÓN SEXUAL
1. La «explosión sexual»
Así la denomina A. Berge en su libro «La sexualité aujourd’hi»10. La liberación sexual es
una de las señas de identidad de nuestra cultura. Según algunos, «es la única
revolución que ha triunfado». No vamos a describirla con detenimiento. Solo vamos a
enumerar sus etapas principales. Primero aconteció la ruptura entre la sexualidad y el
matrimonio. No podía ser éste el único espacio legítimo para ejercitar la relación
sexual. Reducirla esa área restringida favorecería la obsesión y la consiguiente
violencia sexual. Más tarde se produjo la disociación entre la sexualidad y la
procreación. El perfeccionamiento de los métodos anticonceptivos fue determinante.
Quedaba un tercer paso: la disociación entre sexualidad y amor. El intercambio sexual
se separa del compromiso del amor y deja de ser expresión del amor. Tal vez es
necesario hoy aludir a una fase ulterior: la vida y relación sexual no es patrimonio
connatural de dos géneros sexuales diferentes. Tan connatural es la relación
homosexual como la heterosexual.
Ciertamente, la liberación de mentalidades y comportamientos sexuales ha barrido
determinados tabúes represivos, ha ensanchado criterios éticos demasiado estrechos,
ha generado naturalidad en la relación entre los sexos. Podemos, con todo,
preguntarnos si no ha sido para muchos portadora de una nueva esclavitud: una
banalización de la vida sexual y una necesidad de colmar con la multiplicación de
10
Ed. Castermann.
11
experiencias el vacío creado por un intercambio sexual «plano», carente de
profundidad antropológica y de comunicación humana.
2. El erotismo ambiental
Uno de los grandes efectos de la explosión sexual de nuestros tiempos es el fenómeno
social del erotismo ambiental. Circula en la atmósfera humana una multitud ingente de
estímulos eróticos que mantienen desde muy temprano a muchos humanos en una
«alerta sexual» casi permanente y, por tanto, en una excitabilidad sexual desmedida.
Las imágenes eróticas se multiplican en la calle, en la TV, en Internet. Los modos de
producirse y de vestir y el lenguaje entre personas sexuadas contribuyen a esta «esfera
erótica» que nos envuelve. La publicidad pretende erotizar los objetos deseables que
nos invita a adquirir vinculándolos a un fuerte estímulo erótico.
La multiplicidad de estímulos «digeridos» crea con frecuencia una «fijación erótica»
que es una verdadera adicción. Esta adicción provoca regresiones psíquicas a estadios
arcaicos de la evolución sexual y facilita conductas compulsivas que propician la
violencia en la relación sexual. Tal vez la multiplicación del maltrato y la violencia de
género tengan algo que ver con el fenómeno que describimos. La «liberación sexual»
sin puertas genera una «liberación de la agresividad». Por higiene psíquica y por
sensibilidad moral, deberíamos poner los filtros al alcance de nuestra mano para evitar
esta invasión envilecedora.
El erotismo ambiental no se reduce a sobreestimular las pulsiones sexuales. Concentra
además, en torno a ellas, toda una constelación de energías psíquicas que, si no
estuvieran polarizadas en torno a lo sexual y succionadas por él, podrían invertirse
saludable y productivamente en proyectos sociales, en realizaciones estéticas, en
rendimiento laboral, en compromiso religioso.
Vivir en un ambiente erótico cagado acaba transformando incluso los mismos criterios
morales que han de regir la vida sexual. Del rigorismo pasado se transita al
permisivismo que acaba, en muchos casos, legitimando «todo lo que nos pide el
cuerpo».
12
3. La vida célibe en este contexto
No es extraño que en esta atmósfera pervivan y se acentúen viejas ideas que,
resucitadas en su día por W. Reich11, sostienen que el celibato es una situación
antinatural que, por serlo, provoca en quienes lo practican la denostada trilogía:
tristeza, rareza, dureza.
¿Cómo resuena en el interior de un célibe todo este fragor del erotismo circundante?
¿Produce algunos efectos en sus criterios morales, en su valoración del celibato, en su
comportamiento?
La experiencia no tan limitada de un trato de cierta profundidad con muchos
sacerdotes me sitúa muy enfrente de muchas publicaciones que, sin rigor, con morbo y
con ambición publicitaria, construyen panoramas desoladores que rayan la
maledicencia. Mi experiencia tampoco es coincidente con la aproximación demasiado
gruesa de G. Mauco: «un tercio de sacerdotes cae y se levanta; un tercio cae y no se
levanta; un tercio no cae, sino permanece en pie». Según mi convicción, en las actuales
circunstancias erotizantes un porcentaje nada insignificante de presbíteros viven su
celibato con generosidad incluso elegante. En otro porcentaje mayor, el celibato es un
intento honesto y un logro aceptable. Otro grupo nada desdeñable vive su condición
célibe con una notable tasa de ansiedad e insatisfacción y con alternancias en su
conducta. Existe, en fin, un grupo menor de presbíteros que «han tirado la toalla» y se
encuentran más o menos incómodamente instalados en la doble vida.
Un sacerdote o seminarista tempranamente inmerso en un ambiente erótico,
experimenta mayores dificultades para la continencia sexual, presupuesto necesario
de una existencia célibe. No puedo aducir estudios rigurosos; pero tengo la fundada
impresión de que, por ejemplo, liberarse de la servidumbre autoerótica resulta hoy a
las generaciones presbiterales, sobre todo jóvenes, más costoso que en épocas
anteriores.
El intercambio entre hombre y mujer se ha naturalizado notablemente. Este fenómeno
permite a los mismos sacerdotes unos modos de relación no regidos por el rudo
11
Ref. en su obra «La función del orgasmo», y “La revolución sexual”
13
principio agustiniano: «cum feminis, sermo brevis et rigidus». Tales modos son más
sanos que los rigores de antaño. Pero espontáneamente propician situaciones en las
que la soledad y la intimidad pueden encender los resortes de la ternura, el sexo e
incluso el amor. Las viejas reservas deben ser sustituidas por una elemental cautela.
Cabe asimismo un corrimiento progresivo en nuestros mismos criterios morales acerca
de determinados deslices incoherentes con una opción célibe. Creo que, si no la
calificación moral misma, sí puede perder enteros la importancia vital que les
atribuimos. No se trata de volver a escrúpulos del pasado. Sí de aquilatar los criterios
morales para no incurrir en el permisivismo. Y en este asunto, siempre será verdad
aquella afirmación de Jon Sobrino. «no se puede ser célibe sin vivir con pasión el
ministerio». Añado con plena convicción: “sin adherirnos vitalmente a Jesucristo”
Se han liberalizado las costumbres, pero no se ha liberado todavía suficientemente la
palabra que comunica transparentemente nuestras vivencias, nuestras tentaciones,
nuestros traspiés. Hemos avanzado a la hora de adquirir una más adecuada visión
antropológica, teológica, espiritual y pedagógica del celibato. A pesar de ello, «nos
enfrentamos más bien en solitario y no demasiado equipados a las sucesivas
evoluciones y crisis que van produciendo en nosotros el desarrollo y los cambios de
nuestra sexualidad y afectividad»12. La transparencia ante un testigo cercano,
respetuoso, libre y capaz de una escucha cualificada, resulta saludable para todos y
necesaria para muchos.
IV. UNA CULTURA QUE DEBILITA EL SENTIDO DE PERTENENCIA
Para los analistas de nuestra cultura (p.ej. para P. Berger), uno de los fenómenos
destacados es la fragmentación y el debilitamiento del sentido de pertenencia.
1. El sentido de pertenencia
A. Maslow, un gran psicólogo humanista, incluye el sentido de pertenencia entre las
seis necesidades vitales básicas de la persona. No le falta razón: la pertenencia es un
12
GARCÍA, J.A., SJ : «En torno a la formación: cinco hipótesis de trabajo». Sal Terrae, dic. 1990.
14
componente de la identidad. Uno no sabe quién es mientras no sabe a quién y a qué
pertenece. Los estudios realizados con niños criados en un ambiente sexualmente
promiscuo en el que no tienen clara referencia de quiénes son sus padres, resultan
desoladores: la confusión y el marasmo son dominantes. Si queremos mantener entera
nuestra salud psíquica, nuestras cinco o seis pertenencias básicas tienen que ser muy
claras y muy sentidas: la familia, la comunidad humana próxima, el ámbito
sociocultural del que formamos parte, la comunidad eclesial eucarística local y
universal, la humanidad, Dios. Los creyentes no podemos olvidar además que la
pertenencia es una dimensión fundamental del la comunión, alma de la comunidad
eclesial.
Estos son los caracteres principales del sentido de pertenencia. Es adhesión a un grupo
con el que nos sentimos solidarios en su historia, en sus grandezas y miserias. Es
empatía para con los componentes del grupo al que pertenecemos. Es un sentimiento
recíproco: aquellos a quienes pertenezco me pertenecen también a mí. Se alimenta de
experiencias comunitarias reales y simbólicas de comunión. Convivir, concelebrar,
colaborar y compartir son los cuatro verbos generadores del sentido de pertenencia.
2. La crisis del sentido de pertenencia
La vida parcelada y fragmentada crea una multitud de pertenencias muy débiles y
debilita asimismo las pertenencias fuertes. Es normal que esto suceda si vivo en una
familia, trabajo en otro barrio, me divierto en otras latitudes, tengo mi grupo natural
en otro lugar, celebro mi fe donde por las circunstancias mejor me viene, paso
temporadas de viaje o de vacación con otras personas diferentes.
En una lectura de mayor profundidad, algunos especialistas emparentan esta crisis con
el auge de la individualidad. Según ellos, esta tendencia al desapego sería una reacción
defensiva del individuo frente a la tentación de omnipresencia del grupo y de la
institución. Las primeras pertenencias que se resienten son las que nos ligan a
comunidades o colectivos más amplios con los cuales la relación de la persona es
menos intensa y más institucional. El sujeto humano, particularmente el hombre y la
mujer de nuestros días, se adhiere más fácilmente a microgrupos más próximos en los
que encuentra acogida y afectividad. Es más débil y quebradiza su adhesión a grupos
15
que le trascienden espacial y temporalmente. El desapego institucional es hoy un
fenómeno frecuente y creciente. La adhesión a las instituciones muy amplias tiende a
ser precaria; la confianza depositada en ellas es, con frecuencia, débil. El carácter frío y
lejano de las grandes instituciones favorece el desenganche vital de las personas. Así
puede explicarse en parte la alta valoración actual de la familia. Tal vez es exagerada,
pero apunta en buena dirección la reflexión de Susan Sontag: «La familia es el último
reducto de calor en un mundo helado».
3. Pertenencia y vida presbiteral
Afirmar que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial, religiosa, diocesana y
universal no es un patrimonio sólido en nuestros presbiterios, sería contrario a la
verdad y abiertamente injusto. Probablemente no existirá en el mundo de las grandes
instituciones cívicas una adhesión más sólida que ésta. Mantener, con todo, que la
crisis de pertenencia no está afectando sino muy periféricamente a nuestros
presbiterios sería ingenuidad o miedo a la verdad.
Es bien conocida la retracción que experimentan respecto de la vida diocesana
bastantes sacerdotes a partir de su jubilación y, sobre todo, a partir de su ancianidad
efectiva. Según los expertos en gerontología, las tres crisis de las personas mayores
afectan a su identidad, a su autonomía y a su sentido de pertenencia13. El caso es
sensiblemente más suave en los sacerdotes que en los ancianos de su generación. Pero
también entre nosotros, bastantes sacerdotes se sienten un tanto al margen de la
corriente de la vida eclesial. Esta marginalidad, favorecida por la propia dinámica del
anciano y tal vez en algunos casos por nuestro descuido a la hora de informarles y
motivarles, provoca por su parte cierto desentendimiento y una regresión hacia su
mundo interior.
Pero la crisis del sentido de pertenencia se extiende también a otras generaciones. La
polarización del presbítero en su comunidad parroquial y la distancia psíquica respecto
de otras pertenencias eclesiológicamente muy consistentes como la iglesia local, no es
un fenómeno residual. Según mi limitada experiencia, las generaciones más jóvenes no
parecen escapar a este mismo movimiento. Tampoco las generaciones intermedias son
13
LAFOREST : «Introducción a la gerontología». Barcelona 1991. Herder.
16
del todo ajenas a él, aunque creo que en muchas diócesis son ellas las que llevan el
peso mayor de la responsabilidad por la totalidad diocesana. Tal vez esta débil
implicación en lo diocesano, en sus proyectos globales, en sus celebraciones, sea algo
que no se deba solamente a la polaridad parroquial. Una mejor teología de la iglesia
local favorece la implicación, pero no crea sin más sentimientos de pertenencia.
Tenemos que discernir qué es, en este punto, cultural y qué es debido a deficiencias
formativas pasadas o presentes y a carencias de reciprocidad y atención
individualizada por parte de la diócesis.
No quiero eludir una expresión de esta crisis que afecta a la relación de bastantes
presbíteros con la Iglesia en niveles nacionales más amplios y con la misma Iglesia
universal. Es innegable que la figura del Sucesor de Pedro es, en el nivel real y
simbólico, generador necesario y eficaz de un sólido sentimiento de pertenencia
eclesial. La comparación con otras confesiones cristianas evidencia la hondura y el
valor inestimable del servicio del Primado. Observo, con todo, en bastantes sacerdotes
y muchos cristianos, una insatisfacción, un sufrimiento y una tensión de voltaje
bastante alto respecto a estructuras eclesiales más amplias en las que creen intuir
posiciones defensivas y políticamente escoradas. La misma Curia vaticana no se
sustrae a una sospecha de orientación involutiva. Esta percepción, exagerada y
deformada por algunos Medios de Comunicación Social, llega a rebajar notablemente
el crédito moral de los pastores no solo ante la sociedad sino ante los mismos fieles.
Hace sufrir mucho a sacerdotes que estiman que la situación creada no es una simple
crisis de sentido de pertenencia sino que está propiciada también por centralismos
eclesiales no exentos de ideología.
El sentido de pertenencia puede ser exclusivo y no inclusivo en algunos sacerdotes.
Una sensibilidad sacerdotal debe articular bien sus pertenencias eclesiales y seculares.
Quienes viven muy pendientes de la Iglesia y de sus vicisitudes (a veces también de las
intrascendentes) y bastante indiferentes a los avatares de la sociedad, muestran un
sentido de pertenencia más «eclesiástico» que eclesial. No hemos de ser mundanos,
pero sí seculares. Aquellos otros que viven muy atentos a los movimientos de la
sociedad y son poco sensibles a los intentos y tropiezos de nuestra Iglesia, están lejos
de reconocer suficientemente a esta comunidad «santa y necesitada de purificación»
(LG 8), que ha recibido la misión de ser sacramento del Reino de Dios.
17
Puede también orientarse, en fin, el sentimiento de pertenencia del sacerdote hacia
grupos eclesialmente legítimos, ejemplares en muchos aspectos, que le ofrecen un
espacio cálido de fe y de acogida. Cuando esta orientación debilita o difumina el
sentido de pertenencia parroquial o diocesana, está desplazando de manera no
correcta su adhesión preferente, que debe centrarse en la parroquia, en la diócesis, en
la Iglesia universal.
V. UNA CULTURA QUE ACENTÚA LA SATISFACCIÓN DE LOS DESEOS
1. El rasgo cultural
En los últimos 40 años, el nivel de vida ha experimentado entre nosotros un
incremento casi exponencial. Hemos pasado de tiempos de estrechez y obligada
austeridad a años de abundancia, por desgracia no accesible a todos los ciudadanos. El
progreso técnico ha modificado muy notablemente los hábitos de vida de la gente en
el comer, en el vestir, en la vivienda, en los viajes, en las vacaciones. Posibilitados por
este progreso técnico, producir y consumir se han convertido en dos grandes tractores
de la vida social.
Lejos de ser un mal, una vida relativamente holgada que permite la satisfacción de
necesidades y deseos materiales y culturales es una meta deseable. Sucede, sin
embargo que la dinámica provocada por el binomio «producir‐consumir» se ha
revelado insaciable. Producir para consumir y consumir para producir, nos ha
conducido a la espiral de producir más para consumir más y consumir más para
producir más. Así lo postula el sistema económico vigente que necesita trabajadores
denodados y consumidores acendrados. El afán obsesivo por producir y el ansia
compulsiva de consumir (el consumismo) son, en realidad, dos salidas diferentes y
falsas al vacío de sentido de la vida humana.
La Real Academia define el consumismo como «actitud de consumo repetido e
indiscriminado de bienes en general materiales y no absolutamente necesarios». Esta
calificación mesurada resulta demasiado neutra para los analistas sociales, a la vista de
18
los estragos que produce tal actitud. El consumismo es «la fiebre por consumir».
Esclaviza a las personas, creando en ellas verdaderas adicciones. El consumista vive
obsesionado por adquirir vestidos, vehículos, aparatos musicales, bebidas,
espectáculos, viajes. Para el consumista, «el mundo es una gran manzana, una gran
botella, un gran pecho. Nosotros somos los lactantes, los eternamente expectantes, los
eternamente decepcionados» (Eric Fromm). La sensibilidad para con las necesidades y
sufrimientos de los demás queda acallada y neutralizada por la urgencia de nuestro
deseo. Para el consumista, el Tercer Mundo, por ejemplo, no existe.
Dos efectos perniciosos genera el consumismo en el deseo humano. El primero es la
creciente incapacidad para diferir la satisfacción. En cuanto nace el deseo, brota la
compulsión por obtener inmediatamente su objeto. El deseo humano no vive un
proceso de elaboración y de maduración. En consecuencia, la calidad de la satisfacción
obtenida es mucho más pobre. Al consumista le sucede como al prostático, que
experimenta una imperiosa necesidad de evacuación y extrae de ella una muy limitada
satisfacción. El consumista se cansa pronto de los objetos adquiridos. Necesita cambiar
en cuanto percibe la salida al mercado de una nueva marca. El segundo efecto
pernicioso es la escasa tolerancia a la frustración de nuestros deseos, previsiones y
expectativas. Cualquier privación inesperada lo descompone y le vuelve agresivo. Hace
un drama de sus carencias y le es muy costoso neutralizar el vacío que le dejan. Así se
explica el fenómeno de que muchos viven tanto más insatisfechos cuanto más bienes
poseen.
2. Incidencias en la vida presbiteral
Las economías presbiterales, por lo general, no dan para mucho. Nuestros hermanos y
sobrinos viven, con mucha frecuencia, más holgados que nosotros. A veces
«heredamos» de ellos prendas y objetos todavía en buen uso. Además la voluntad de
no esclavizarnos y la llamada evangélica a vivir al nivel de la gente humilde nos
inmuniza a muchos ante la persistente tentación consumista. PDV propone a los
presbíteros la pobreza no solo «como una forma de existencia que les conforma más
manifiestamente a Cristo»14, sino también como una actitud que «prepara al sacerdote
para estar al lado de los más pobres y hacerse solidario con sus esfuerzos por una
14
PDV 17.
19
sociedad más justa y como un signo concreto de la insumisión a la tiranía del mundo
contemporáneo que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material»15.
Estamos llamados a un modo alternativo de vivir que produce libertad y alegría y que,
por sí mismo, denuncia mansa e intrépidamente un consumismo que produce
insensibilidad, esclavitud e idolatría. Pero se nos plantea cómo vivir estos valores «en
la cultura de la satisfacción» (Galbraith).
Siempre habremos de estar atentos para que ningún hábito de consumismo se nos
cuele por las rendijas de nuestra vida. No en todos los casos nuestro tenor de vida se
acerca en la medida suficiente y perceptible al nivel de la gente modesta que vive
alcanzada de recursos. También nosotros podemos ser un tanto esclavos de
«necesidades innecesarias». En algunas de nuestras casas pueden quizás sobrar
aparatos técnicos. En nuestro diario vivir son tal vez excesivos los kilómetros
innecesarios de nuestro automóvil. Nuestras vacaciones, cada vez más «ecuménicas»,
requerirían acaso una revisión con criterios evangélicos (que no son lo mismo que los
criterios rigoristas). Pudiera ser que nuestra cartilla de ahorro fuera en algunos casos
más abultada que la requerida por una prudente previsión coherente con el Evangelio
de la pobreza. A pesar de nuestras modestas percepciones y de que la tendencia
cultural no orienta al ahorro, la pasión por acumular no es del todo ajena a todos los
sacerdotes.
La pasión por el dinero es una pasión fría que «metaliza» el corazón y lo hace más
insensible a Dios y a los pobres.
VI. UNA CULTURA QUE NO CONSOLIDA LA «CONFIANZA BÁSICA»
1. Un déficit paradójico
Las altas metas logradas por el hombre en el conocimiento y dominio del mundo y en
la consecución de la salud y el bienestar, provocan en él un sentimiento colectivo de
autosuficiencia. A primera vista, este sentimiento colectivo debería reforzar su
15
PDV 30.
20
seguridad subjetiva y existencial. Paradójicamente no parece ser este el efecto
producido por tantos éxitos humanos. Prometeo tiene los pies de barro. Psicoanalistas
de renombre mundial creen descubrir en el fondo de las actuales generaciones un
déficit de «confianza básica»16, una inseguridad radical, «una extraña combinación de
intensa ambición y de fantasías grandiosas, sentimientos de inferioridad, excesiva
dependencia de la aprobación, insatisfacción respecto de sí mismo»17. Me atrevo a
añadir: la sensación de no estar asentados en un fundamento firme y el temor (tal vez
el miedo) a un futuro incierto. Parece faltarles un punto de apoyo originario y una
plataforma de proyección hacia el futuro. La inseguridad propia y la dificultad de
confiar en los otros y en el Otro van emparejadas en este síndrome de la desconfianza
básica.
No tengo ni espacio ni competencia para analizar con detalle las causas de este déficit
vital tan importante. Pero sí la suficiente experiencia para detectar las raíces
tempranas de este déficit. Winnicot se inclina por señalar fallas de calado en la
relación arcaica con la madre. La crisis de estabilidad de la pareja pasa sin duda esta
pesada factura a los hijos nacidos de ésta. Los niños que gozan de estabilidad familiar
tienen una seguridad vital mayor. Me pregunto, no sin fundamento, si la fe en Dios,
sólida y sentida, no ha ofrecido a muchos una persuasión de estar asentados,
acompañados, acogidos. El déficit de esta experiencia en las generaciones nuevas y
adultas agrava la carencia señalada.
Podemos entrever razonablemente algunos de los efectos de esta falla en la
cimentación de la persona. La falta de confianza básica puede erosionar la mutua
confianza de la pareja y afectar así a la estabilidad del amor compartido. Puede
deteriorar otras relaciones humanas, tiñéndolas de actitudes suspicaces o
hipersensibles. Puede dificultar la entrega confiada a Dios.
2. Confianza básica y vida presbiteral
El firme anclaje en Dios que tantas vidas sacerdotales profesan, es y debe ser una
fuente de seguridad básica. Pero no compensa del todo otras carencias tempranas que
16
ERIKSON : «Infanzia e societá». Roma, 1967.
17
KERNBERG, B. : «Conditions and Pathological Narcissisme» (citado por A. Cencini en «Por amor,
con amor, en el amor», pág. 162).
21
pudieran anidar en algunos sacerdotes. Varios síntomas podrían delatar estas
carencias. Uno sería la ansiedad intensa y un tanto crónica que acompaña a bastantes
sacerdotes en su vida y trabajo. En una primera aproximación está provocada por la
incertidumbre de conseguir aquel objetivo que deseamos obtener. Pero una
aproximación más honda y más certera revela algo de la inseguridad existencial que
antes hemos descrito. A la persona ansiosa le cuesta mantener su paz interior. Su
ansiedad se refleja en la prisa, muchas veces inmotivada, que se apodera de él. La prisa
le vuelve impaciente. El insomnio es su pesadilla.
Un segundo síntoma sería la hiper‐responsabilidad. El hiper‐responsable no se fía de
que las cosas se harán si él se desentiende de ellas. Por eso le cuesta mucho
«desconectar». La responsabilidad «le persigue». Le conduce además a la
hiperactividad que pone nerviosos a él y a sus colaboradores. Le quita el sosiego para
escuchar a la gente... y a Dios. Más al fondo, debajo del hiper‐responsable subyace una
persona tocada por la antedicha inseguridad existencial. La hiper‐responsabilidad es,
ante todo, la patología de los responsable existencialmente inseguros.
Llegar hasta el fondo de la inseguridad existencial es una tarea muy ardua en la que se
afanan, con resultados modestos, cuando es muy profunda, algunos especialistas. La
profundización en la experiencia creyente, sobre todo en la confianza en Dios «a fondo
perdido», significa un notable alivio. Puesto que esta inseguridad es, en gran medida,
de naturaleza afectiva, se presta a ser confortada a través de una relación rica en
familiaridad y explícita a la hora de mostrarles aprecio real por su persona y su trabajo.
He aquí una tarea especialmente indicada para Delegados y Obispos.
VII. UNA CULTURA CON «DIOS AL MARGEN»
«Last, no least», la cultura predominante se caracteriza por dejar a Dios
«respetuosamente aparte» (De Lubac). A veces no tan respetuosamente. Hoy la
economía, el saber, la política, las instituciones, el ocio, la misma ética, se han
emancipado de la tutela religiosa y se rigen, al menos metodológicamente, por el
criterio «etsi Deus non daretur» (como si Dios no existiera). En general, no niegan
22
explícitamente la realidad de Dios, pero tampoco lo necesitan para sus formulaciones
teóricas ni para su desenvolvimiento práctico.
Esta posición «metodológica» ha sido traducida, en la cultura de la gente corriente, en
una actitud real. Tal actitud ha pasado a la sangre de buena parte de la sociedad
europea. Un porcentaje apreciable y creciente de ciudadanos es religiosamente
indiferente. Según todas las apariencias y todos los sondeos, Dios no les preocupa en
absoluto. «La indiferencia no constituye una situación intermedia entre el creyente y el
ateo, sino la forma más radical del alejamiento de Dios»18. Un porcentaje todavía
mayor, que se considera creyente y mantiene alguna práctica religiosa, ha «desalojado
a Dios» de áreas importantes de su vida laboral, lúdica, familiar, económica, sexual. No
viven «ante Dios» (Bonhoeffer). Para ser objetivos, hemos de reconocer con alegría
que para otra porción estimable de la ciudadanía «Dios sigue siendo Dios»: da sentido
a su vida, motiva su comportamiento moral, comunica sintonía con los excluidos,
infunde esperanza, es fuente de alegría y consuelo en la tribulación. Su fe procura
honestamente, aunque no sin deficiencias, aceptarlo como Dios en todas las áreas de
la vida.
Al mismo tiempo, mientras las Iglesias viven en época de apretura, la Religión pervive,
según una sólida convicción de los analistas, que ha sido sorpresiva incluso para ellos
mismos. Se da por descontado que va a seguir perviviendo, en este mundo
secularizado, tanto en su formato institucional en las Iglesias como en multitud de
«nuevos movimientos religiosos» que muestran una gran vitalidad aunque están
surcadas por muchas ambigüedades y contaminaciones. A pesar de estas últimas, el
«revivir religioso» parece expresar una resistencia y una protesta del corazón humano
ante un clima cultural asfixiante, empeñado en explicar, dominar y parcelar la realidad
del mundo y desacostumbrado a contemplarlo como un todo, de respetarlo y de
preguntarse por su origen y su destino. Los «nuevos movimientos religiosos»
revelarían la apertura básica e indeleble de los humanos a Algo o Alguien que nos
desborda.
¿No hay contradicción entre el «eclipse de Dios» (M. Buber) arriba descrito y el
renacer religioso ahora apuntado? Creo que son dos fenómenos simultáneos. La
18
VELASCO, J.M.: «La misión evangelizadora hoy». San Sebastián, 2002, Ed. Idatz, pág. 66.
23
increencia y la indiferencia siguen avanzando implacablemente, sobre todo en las
nuevas generaciones. La religión continúa emergiendo aquí y allí en formas variadas.
Todavía, al menos entre nosotros, la onda irreligiosa es ampliamente mayoritaria y
más perceptible. Es arriesgado aventurar, en este y otros muchos asuntos, el mapa del
futuro. «El futuro de la Iglesia y del cristianismo depende primariamente de Dios y no
del hombre. Dios puede, por tanto, confundir las mejores y más fundadas predicciones,
como ha sucedido frecuentemente en la historia» (Van der Pol).
2. Los presbíteros «ante Dios»
Los presbíteros estamos concernidos por este fenómeno desde muchos flancos. La
indiferencia creciente interpela nuestra esperanza pastoral e induce la tentación de
preguntarnos si no estaremos entrando en una época post‐religiosa. El alivio
producido por el revivir de la Religión queda acidulado por el hecho cierto de que
muchos que viven este despertar no se orientan hacia la fe en Jesús ni menos a la
comunidad eclesial. A más de un sacerdote le cuesta aceptar que haya dedicado su
vida entera a suscitar la fe para encontrarse... con ésto. Y más de uno lleva el tiro
debajo del ala en forma de decepción y de sensación de infecundidad.
Muchos son los sacerdotes con recursos nacidos de su fe, de su espiritualidad y del
conocimiento del corazón humano para sobreponerse a esta dura prueba. Saben por
su fe que la voluntad salvífica de Dios es perenne y está plenamente vigente. Su
espiritualidad, cultivada durante largos años, ha ido aclimatando en su interior el
movimiento de entrega confiada a Dios no solo de su presente y futuro personal, sino
del presente y futuro de la comunidad eclesial. Saben de quién se han fiado (cfr. 2 Tim
1, 12). Su experiencia humana les hace decir con Rahner: «el hombre y la mujer de hoy
son diferentes, pero son humanos»19.
Pero la cultura que margina a Dios es como una niebla baja que nos penetra hasta los
huesos. El creyente de todos los tiempos ha mantenido en su interior una dialéctica
con el ateo potencial que lleva dentro de sí. «Dónde te buscaré», decía San Anselmo ya
en el siglo XI. Hoy esta dialéctica se vuelve más apremiante. Muchas realidades que
19
RAHNER, K.: «El hombre actual y la religión», en «Escritos de Teología», t. 6, Taurus, Madrid 1969,
págs. 15-23.
24
evocaban casi espontáneamente a Dios, parecen haberse vuelto opacas a la mirada del
hombre actual. El hombre y la mujer de nuestros días descubre mucho más fácilmente
en el mundo el rostro del hombre que la huella de Dios.
El sacerdote no es un simple espectador preocupado, afligido, esperanzado de este
panorama. Él mismo está también habitado por esta sensibilidad. Se siente tendido
«entre el silencio de Dios y la extrañeza del mundo» (Olegario Glez. de Cardedal). La
pregunta de San Anselmo: «¿dónde estás?», se reformula (apenas me atrevo a decirlo)
en esta otra: «¿estás?» Mircea Elíade20 sostiene que la gran diferencia entre el hombre
antiguo y el hombre moderno radica en que, para el antiguo, Dios era más cercano que
las cosechas, los ríos, la tormenta, la tribu. En cambio, el hombre moderno tiene
dificultad para percibir y sentir a Dios como real. Somos hombres de este tiempo. El
presbítero está habitado por las dos sensibilidades: la que siente familiar a Dios y la
que lo siente extraño. Aquí radica su escisión fundamental.
Los presbíteros que gestionan bien esta «escisión» entre su fe y las corrientes
culturales dominantes que también se alojan dentro de él, van accediendo, por la
gracia del Espíritu, a una adhesión más aquilatada a Dios, a una exigente purificación
de su imagen, que nos ha sido revelada en Jesucristo, el Señor. Saben, por intuición,
que la oración es un camino indeclinable para que Dios sea Dios en su vida cada vez
con mayor hondura. Son acendradamente fieles a esa lucha diaria de la oración
individual, que les prepara para la oración comunitaria y litúrgica. Los encuentros
diarios con diversas personas y los acontecimientos de cada jornada van haciéndose
para ellos un lugar cada vez más transparente de encuentro con el Señor. El trato con
los sufrientes se torna espacio privilegiado de esta transparencia.
Si no aprendemos a gestionar esta escisión, nuestra postura vital puede resentirse y
convertirse en un híbrido de cultura y fe que, como todo híbrido, resulta infecundo. La
impregnación cultural llevará de ordinario las de ganar sobre la fe, que irá quedando
como un residuo resistente, pero residuo. Poco a poco podemos sorprendernos como
«secularizados por dentro». El riesgo no es imaginario. La Conferencia Episcopal de
20
«Lo sagrado y lo profano».
25
España nos avisaba acerca de él en el Plan Pastoral 2002‐200521. La tarea de obispos y
delegados consiste en ayudar a procesar bien esta delicada operación.
* * * *
La radiografía elemental de nuestra realidad presbiteral, leída en la atmósfera cultural
envolvente de nuestro tiempo, nos prepara ‐así lo espero‐ para comprender en
profundidad, gracias a la reflexión de Ángel Cordovilla, la escisión antropológica que el
sacerdote experimenta dentro de este contexto cultural y el momento de gracia que
ella propicia . Mi intervención y la suya nos ayudarán a comprobar la pertinencia del
hilo conductor de la conferencia del P. Fernández Martos, que sitúa al sacerdote como
«puente entre las dos orillas», la de la cultura y la de la fe, y formula las pautas
espirituales que esa situación hace necesarias. Esperamos lleguéis a percibir la ligazón
existente entre los temas desplegados por los tres ponentes. Nuestra única intención
consiste en que el conjunto articulado de las conferencias os dé alguna luz para la
tarea que con vuestros obispos y en su nombre realizáis entre vuestros sacerdotes.
† Juan María Uriarte
Obispo de San Sebastián
21
«Plan Pastoral 2000-2005», en Ecclesia, n. 3087, pág. 195.
26