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Edición:

Primera. Noviembre de 2014

ISBN: 978-84-15295-71-6

© 2014, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl


Armado y composición: Suipacha, Prov. de Buenos Aires, Argentina.
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Tacuarí 540. Tel. (+54 11) 4331-1565
(C1071AAL), Buenos Aires.
colección

Antropología,
estudios culturales
y relaciones de poder
dirigida por Sergio Caggiano y Fernanda Figurelli

La colección se propone recoger y difundir trabajos que


aporten al vasto campo de estudios del poder desde
la antropología y los estudios culturales. El horizonte
problemático que la orienta se estructura en torno a una
concepción relacional del poder, que lo entiende como
un ejercicio productivo y abierto a la dinámica histórica,
sin formas y contenidos predefinidos. Orientarse por una
concepción relacional conlleva sostener el desafío de
superar la división entre lo macro y lo micro, indagando
cómo las configuraciones de poder se entretejen
dinámicamente desde los intercambios cotidianos. Conlleva
también el interés por múltiples escalas de análisis y por
las complejas conexiones y articulaciones entre ellas,
por el modo en que lo global y lo local se producen a
partir de relaciones sociales concretas. Recogiendo líneas
de indagación de la tradición antropológica y de los
estudios culturales, también ocupa un lugar destacado
dentro del horizonte problemático de esta colección el
análisis de categorías y clasificaciones sociales con las que
organizamos nuestros mundos heterogéneos.

La colección se abre a distintas áreas y tipos de trabajo:


investigaciones empíricas o bibliográficas que revisan
aportes o limitaciones en los estudios del poder y
procuran una mirada original para su comprensión,
que abordan los procesos de producción y reproducción
de diferencias y desigualdades en torno a distintas
dimensiones como clase social, género, etnicidad,
nacionalidad, edad, etc., que indagan las relaciones de
poder involucradas en las categorías de percepción del
mundo o que problematizan las formas de poder ligadas
a las propias prácticas de investigación y formación en
nuestros campos disciplinares, entre otras.
�ndice

9 Introducción
por Silvina Merenson y Débora Betrisey

21 I. Antropologías disidentes
por Eduardo Restrepo

35 II. Mentes indígenas y ecúmene antropológico


por Alcida Rita Ramos

57
III. La creación de espacios para la revilitación
cultural. La investigación antropológica en la
globalización
por June Nash

71
IV. Acerca del posicionamiento: investigación
activista, crítica cultural o activismo crítico
por Laura Kropff

93 V. En busca de la antropología perdida.


Reflexiones sobre una antropología renegada
en Colombia
por Colectivo Estudiantil Rexistiendo

117 VI. Más allá de la violencia: acompañando a las


“pandillas” en dos barrios de Perú
por Matías Viotti Barbalato
137 VII. ¿Quién decide qué investigar? A propósito de las
representaciones sociales sobre las mujeres en
los grupos armados peruanos
por Marta Romero-Delgado

157 VIII. Escuchar en la “intervención”, desoír en la


“investigación”. Notas sobre la implementación
de políticas públicas en una zona rural de
Uruguay
por Silvina Merenson

169 IX. La etnografía en las prácticas empresariales de


licenciamiento ambiental en Brasil
por Deborah Bronz

187 X. Reflexiones sobre la aplicación de la


antropología social en el I+D+i de las empresas
transnacionales: el caso de Fagor Hometek
por Inès Dinant, Begoña Pecharromán Ferrer y
Ana Rodríguez Ruano

207 Acerca de los autores y las autoras


9

Introducción
Silvina Merenson y Débora Betrisey

E
l tí�tulo que hemos dado a esta compilación –Antropo-
logías contemporáneas– puede tomarse como un giño
cómplice hacia la imagen que habitualmente suele aso-
ciarse con el trabajo antropológico: un hombre o una
mujer que solitariamente y en tierras remotas convive por largos
periodos de tiempo con exóticos “nativos” registrando en una li-
breta sus costumbres, creencias y rituales para luego describir
minuciosamente la diversidad de lo humano, siempre apelando
al “relativismo cultural” para batallar contra cualquier forma de
“etnocentrismo”.
Posiblemente algo de este imaginario “aventurero y román-
tico” forme parte del mito fundacional de la disciplina, también
portadora del peso de la empresa colonial. Pero hoy, bastante poco
parecidos a Indiana Jones, los y las antropólogas desarrollamos
nuestra profesión en los más variados ámbitos, espacios y paí�ses
del planeta. Con distintos posicionamientos sociales, culturales y
polí�ticos, hay antropólogos trabajando a miles de kilómetros de
sus hogares y hay quienes lo hacen a unas pocas calles de su es-
critorio; hay quienes hacen trabajo de campo en el seno de comu-
nidades indí�genas, pero también quienes trabajan con miembros
de familias aristocráticas, sectores más empobrecidos o las clases
medias de las más diversas sociedades. Con nuestros enfoques,
técnicas y método, también haciendo uso del género narrativo
que nos identifica –la etnografí�a–, pueden encontrarnos partici-
pando activamente de un ritual religioso, cocinando en una fiesta
10 Silvina Merenson y Débora Betrisey

popular, entrevistando ciudadanos durante un acto electoral, ob-


servando los modos en que las personas emplean determinado
producto que será lanzado al mercado, gestionando proyectos
estatales o dinamizando las actividades de ONGs. En algunos ca-
sos el objetivo podrá ser la producción de textos académicos, en
otros la producción de informes y recomendaciones para la toma
de decisión de empresas y organismos transnacionales, consul-
toras, organizaciones de la sociedad civil y esferas del Estado y,
en otros casos, las múltiples combinaciones de ambas opciones.
Posiblemente no haya ningún otro rasgo tan destacable de
las “antropologí�as contemporáneas” como la heterogeneidad
y amplitud que puede hallarse a la hora de observar su campo
de acción. En los últimos años el proyecto antropológico, sinte-
tizado por Esteban Krotz en “la pregunta por la igualdad en la
diversidad y de la diversidad en la igualdad” (1994: 6) y al que
generalmente buscamos responder a partir de tres acciones:
“mirar, oí�r y escribir” (Cardoso de Oliveira, 2000: 17), ha ganado
terreno, productividad y creatividad más allá de los centros y las
instituciones académicas. Sin embargo, para que ello sea posible,
fueron necesarios una serie de debates que se sucedieron tras
“el regreso a casa” de la disciplina en el contexto postcolonial
(Hymes, 1969). Entre ellos, una perspectiva crí�tica en torno a
la producción del conocimiento antropológico y su papel fren-
te a los problemas del mundo contemporáneo, la distribución
geopolí�tica y asimétrica de la legitimidad del conocimiento y
los posicionamientos ético-polí�ticos del investigador. En lo que
sigue intentaremos reseñar muy brevemente estas discusiones
a los fines de guiar al lector no especializado y de enmarcar los
artí�culos que integran esta compilación, procurando advertir los
diálogos que pueden establecerse entre ellos.
Durante el proceso de descolonización, la conformación de
nuevos estados nacionales, la intervención de Estados Unidos en
paí�ses latinoamericanos y el sureste asiático (guerra de Vietnam)
o el resurgir de movilizaciones sociales, polí�ticas y civiles, se con-
virtió en tarea prioritaria para los antropólogos que revisaron las
tradiciones teóricas y metodológicas “clásicas” bajo una atenta
mirada crí�tica. Una obra sintetizadora de las inquietudes de ese
momento es la ya citada Reinventing Anthropology (Reinventar
la antropologí�a) publicada por Dell Hymes en 1969. En ella se
destaca, entre otros temas, la importancia de asumir compro-
misos con la realidad social estudiada por el antropólogo, el es-
Introducción 11

tudio antropológico del imperialismo y las “clases altas”, como


así� también la atención a las experiencias surgidas del quehacer
antropológico desde una perspectiva crí�tica y reflexiva. Cuatro
años después Talal Asad (1973) editó en Inglaterra Anthropology
and the Colonial Encounter (La antropologí�a y el encuentro colo-
nial). En ella se cuestiona la complicidad de los antropólogos con
el poder colonial, las implicaciones de la relación de poder entre
el investigador y los “informantes” que atraviesa el proceso de
producción del conocimiento y la perspectiva cultural e histórica
hegemónica de Occidente en la reproducción de las relaciones
estructurales de desigualdad entre el mundo europeo y no eu-
ropeo. En torno de este último punto gira el argumento central
de Orientalism (Orientalismo), de Edward Said (1990) que, como
han señalado Marcus y Fischer (1999) representó una crí�tica
frontal respecto a las modalidades de escritura que Occidente
ha utilizado para representar a sus otros.
Contemporáneas de estas reflexiones, aunque posiblemente
menos divulgadas y conocidas, son las discusiones sobre el co-
lonialismo intelectual de las “ciencias sociales metropolitanas”
impulsadas por Rodolfo Stavenhagen desde México o la “investiga-
ción de acción participativa” propuesta por el sociólogo colombia-
no Orlando Fals Borda. Ambas intervenciones señalaron el rumbo
de un intenso proceso analí�tico respecto de las relaciones entre
“poder y saber”, entre “conocimiento y dominación”, que abarcó en
sus distintas traducciones a las instituciones académicas y el cam-
po intelectual, abriendo importantes grietas en el pensamiento
antropológico hegemónico, caracterizado por su “etnocentrismo
anglocéntrico”, aun en los sectores de antropólogos más progre-
sistas (Naroztky, 2010).
La contextualidad radical (Grossberg, 2009) que es parte de
las propuestas reseñadas hasta aquí�, que excedieron y exceden a
la antropologí�a, apuntan a comprender que todas las categorí�as
y teorí�as sociales han sido elaboradas en contextos históricos es-
pecí�ficos y situados. Ya en los años 1980, el programa del Grupo
de Estudios Subalternos y su llamado a “provincializar Europa”
(Chakrabarty, 2008), es decir a advertir que el pensamiento y la
experiencia de este continente son a la vez fundamentales e in-
adecuados para pensar otros espacios territoriales, polí�ticos, cul-
turales y simbólicos, podrí�a considerarse parte del mismo marco
interpretativo. Vale aclarar que éste no pretende el rechazo de las
categorí�as de las ciencias sociales, sino la introducción dentro del
12 Silvina Merenson y Débora Betrisey

espacio de las historias europeas particulares sedimentadas en


esas categorí�as, “otro pensamiento teórico y normativo consagra-
do en otras prácticas de vida existentes” (Chakrabarty, 2008: 50).
Hoy, los llamados de atención sobre los “etnocentrismos teó-
ricos” y “categoriales” estructuran buena parte de la teorí�a an-
tropológica contemporánea y su distribución en las instituciones
académicas (Grimson, Merenson y Noel, 2011: 18). La distinción
entre antropologí�as “metropolitanas” y “periféricas” (Cardoso de
Oliveira, 1999), que ya no necesariamente obedece a la distinción
geopolí�tica del conocimiento entre “norte” y “sur” (Krotz, 1997),
permitió a otros investigadores como Enrique Dussel (2000),
Aní�bal Quijano (2000), Gustavo Lis Ribeiro (2003) y Arturo Esco-
bar (2003) señalar las desigualdades y las relaciones asimétricas
que se juegan en la producción de lo que es considerado “cono-
cimiento”, con sus consabidas reglas de autoridad y legitimidad
para determinarlo. En este sendero se inscribe la elaboración
conceptual del proyecto de las “antropologí�as del mundo” que
permite a Eduardo Restrepo indagar en lo que aquí� denomina
“antropologí�as subalternizadas”. Este término, “acuñado para
dar cuenta precisamente del hecho de que en cualquier estable-
cimiento antropológico en particular o en el sistema mundo de
la antropologí�a en general encontramos unas tradiciones, auto-
res, formas de argumentación, lenguajes, conceptos, prácticas
que hegemonizan lo que aparece como antropologí�a y, por tanto,
marginan otras modalidades de hacer antropologí�a que pueden
incluso desconocerse como antropológicas”, visibiliza lo que el
autor llama “antropologí�as disidentes”, aquellas que desafí�an el
sentido común disciplinario o lo convenido como “lo propiamente
antropológico” (Restrepo, en este volumen).
La revisión de muchos de los supuestos y postulados que has-
ta el momento han entronizado determinados saberes, episte-
mologí�as y modos de hacer antropologí�a que propone Eduardo
Restrepo, podrí�a considerarse el punto de partida de la apuesta
de Alcida Rita Ramos. Su artí�culo, que sostiene un contrapunto
sumamente sugerente entre los modos de producir conocimiento
indí�gena y antropológico, repasa nociones claves de la epistemo-
logí�a occidental, como “comunidad” y “espí�ritu”. Al demostrar que
“no hay incompatibilidades inexorables entre teorí�as indí�genas y
teorí�as occidentales” (Ramos, en este volumen) la autora critica
la distinción lévi-straussiana –pensamiento salvaje/pensamien-
to domesticado– para proponer una “antropologí�a ecuménica”
Introducción 13

colaborativa, “abierta a todas las voces”, que coloque en un pie


de igualdad intelectual a quienes suelen ser considerados “otros”,
“informantes” o “nativos”.
Difí�cilmente puedan comprenderse las inflexiones teóricas
que mencionamos hasta aquí� sin considerar los debates en torno
al posicionamiento del investigador en el trabajo de campo. En
paí�ses como México, Brasil, Argentina o Perú, existe una estrecha
y larga relación entre la producción teórica de los antropólogos
y el compromiso con las sociedades estudiadas (Jimeno, 2005).
En estos contextos, de importante tradición en lo que se conoce
como “estudios étnicos”, fue Cardoso de Oliveira (2001: 76-77)
quien planteó la figura del antropólogo como ciudadano de paí�-
ses que reproducen mecanismos de dominación y explotación
heredados históricamente, donde el antropólogo “acaba ocu-
pando un sitio en la etnia dominante, cuya postración ética sólo
disminuye cuando actúa –en el mundo académico o fuera de él–
como intérprete y defensor de las minorí�as étnicas”. Se trata de
un trabajo reflexivo que se extiende más allá de la actuación con
las minorí�as étnicas y plantea un análisis sobre las actitudes que
limitan las predisposiciones y capacidades de asumir compromi-
sos con la realidad social estudiada; las contradicciones sobre las
prácticas antropológicas fuera del ámbito académico impulsadas
por determinadas orientaciones metodológicas que suprimen el
tiempo de trabajo de campo; y la relación del antropólogo con los
“otros”, buscando un trabajo más equitativo y colaborativo entre
ambos (Ramos, 2011).
Desde 1980, varios de los rasgos que hasta entonces caracte-
rizaban al rol del antropólogo en el terreno, fueron dejando paso
a la problematización de su persona en el proceso de producción
de conocimiento. El concepto de “reflexividad”, justamente, vino
a señalar “la conciencia del investigador sobre su persona y los
condicionamientos sociales y polí�ticos. Género, edad, pertenencia
étnica, clase social y afiliación polí�tica suelen reconocerse como
parte del proceso de conocimiento vis-a-vis los pobladores” (Gu-
ber, 2001: 48). Esta práctica reflexiva no debe confundirse, como
advierte Naroztky (2010: 247), con la simple superación del po-
sicionamiento social y polí�tico del antropólogo, “para estar por
encima de la miseria del mundo y sus bajezas polí�tica”, sino que
es un aspecto fundamental para sustentar el compromiso ético
y polí�tico de la propia práctica profesional.
14 Silvina Merenson y Débora Betrisey

Si la antropologí�a clásica, aprendida en las enseñanzas teóri-


cas y etnográficas de Alfred Radcliffe-Brown (1975) y Bronislaw
Malinowski (1990) referenciaba al investigador en sus propósitos
cientí�ficos (aquellos que le permití�an recolectar datos para descri-
bir las lógicas de funcionamiento de las sociedades en todas sus
partes desde “el punto de vista del nativo”), los movimientos de
liberación y descolonización, así� como los debates que siguieron
al abordaje etnográfico de las propias sociedades, motorizaron
una serie de reflexiones en torno al compromiso polí�tico y la éti-
ca profesional. El recorrido crí�tico por más de cincuenta años de
trabajo de campo que reseña June Nash en su artí�culo, testimonia
este desplazamiento. La participación activa y el compromiso vo-
luntario en instancias que van desde la integración de tribunales
y comisiones internacionales a las ONGs locales, constituyen para
la autora “una parte tan esencial de la investigación antropológi-
ca, como el trabajo de campo” (Nash, en este volumen). En este
compromiso, basado en un diálogo radicalmente plural e inter-
cultural con nuestros interlocutores, también se juega el futuro
de la antropologí�a, que “no se mide solamente por el éxito de las
construcciones teóricas, sino también por las estrategias para
mantener la variedad y la riqueza que hemos considerado como
algo dado, y por la inclusión de los métodos y los objetivos que
aplicamos a la misma” (Nash, en este volumen).
Como puede derivarse de los artí�culos reunidos en esta compi-
lación, existen diversas formas de concebir y nominar la relación
entre la investigación y los posicionamientos ético-polí�ticos que,
en todos los casos, está í�ntimamente vinculada a los modos de
pensar la disciplina, su enseñanza en las distintas tradiciones e
instituciones académicas y su ejercicio en el marco de sistemas
cientí�ficos particulares. El artí�culo de Laura Kropff explora y da
cuenta de esa heterogeneidad en el contexto particular argentino
que va de las consecuencias de las polí�ticas neoliberales aplicadas
en la década de 1990 y la salida de la crisis de 2001, al proceso
de recuperación en la primera década de este siglo. A partir de
su trabajo de campo en el norte de la Patagonia argentina con
jóvenes mapuche y su experiencia como estudiante en una uni-
versidad del “sur” y como becaria-visitante en una del “norte”,
la autora enhebra la implicación polí�tica del investigador con la
disponibilidad asimétrica de recursos y condiciones económicas
de producción. Al trazar las distinciones entre la “investigación
activista”, la “crí�tica cultural” y el “activismo crí�tico” la autora
Introducción 15

revisita la antigua distinción entre “investigación” e “interven-


ción” para concluir que “muchas de las crí�ticas a la investigación
académica suponen la ficción de que la academia es una entidad
autónoma con respecto a los procesos sociopolí�ticos de los que
forma parte” (Kropff, en este volumen). En este punto, la conclu-
sión de la autora tensa la reseña que ofrece el artí�culo de Colec-
tivo Rexistiendo para el proceso de institucionalización de las
ciencias sociales en Colombia, la marginalización de determina-
das formas de hacer antropologí�a (vinculadas a las demandas y
denuncias de las comunidades indí�genas en este paí�s) y la des-
jerarquización de la relación sujeto/objeto en la producción de
conocimiento. La experiencia de este colectivo en torno a lo que
denominan “investigación comprometida”, que implica “trabajar
en diálogo, colaboración y alianza con aquellas personas que lu-
chan por mejorar sus vidas; encarnando la responsabilidad de
que los resultados de la investigación sean reconocidos por los
sujetos de investigación como propios y valorados en sus propios
términos” (Colectivo Rexistiendo, en este volumen) merece aquí�
algunas explicaciones.
Ya sea de modo implí�cito o explí�cito, los compromisos ético-
polí�ticos con que los antropólogos decidimos trabajar en el cam-
po no pueden sino configurarse en un intercambio heterogéneo
con muchos y distintos actores. Como indica Alcida Rita Ramos
(1994), es habitual que estos compromisos, particularmente
cuando se trata de abordar a los subalternos, se confundan con
su idealización como sujetos puros, en función de alguna noción
de pureza extraí�da de manuales descontextualizados. En reali-
dad, existen distintas concepciones acerca de las relaciones entre
investigación cultural y los posicionamientos del investigador,
pero lo que no debemos perder de vista es que tanto su negación
como su trivialización conducen a mistificaciones asimétricas
en su contenido, igualmente perjudiciales (Grimson, 2011). Por
otra parte, como apunta Pablo Semán, “que existan dominación
y hegemoní�a no quiere decir que el análisis social deba hacerse
exclusivamente desde el lado en que ésta se produce (…) Los focos
subordinados y subalternos no dejan de ser realidades y tampoco
se agotan en la subalternidad” (Semán, 2006: 25). Presentarlos
desde la carencia, subyugados por la pobreza y la miseria, no
solo parcializa una realidad que es mucho más compleja, también
reproduce “una representación que los dominadores tienen de
los dominados (…) en la cual se apoyan para legitimar su domi-
16 Silvina Merenson y Débora Betrisey

nación” (Sigaud, 1995: 174). En este terreno, posiblemente nin-


guna otra disciplina como la antropologí�a social pueda apelar a
herramientas como el relativismo cultural –que no es una licencia
moral, sino una productiva operación metodológica– a la hora de
indagar en las agencias de los actores, evitando así� “efectos de
teorí�a” que incluyen, claro está, a aquellos que se derivan de la
perspectiva “militante”.
El artí�culo de Matí�as Viotti, basado en su trabajo junto a un
grupo de jóvenes en la ciudad de Lima, “denominados por el
discurso hegemónico ‘pandilleros’”, expone todas las tensiones,
avatares y contradicciones que conlleva la opción por una “an-
tropologí�a militante” (Hale, 2006) en un contexto de violencia y
exclusión social. Al abordar las dimensiones socio-polí�ticas de lo
que es considerado “cambio”, el autor muestra la complejidad de
las experiencias de estos jóvenes y los ví�nculos con sus propias
experiencias y expectativas como antropólogo, en el marco del
“derecho a la reparación social después de las heridas de la vio-
lencia polí�tica” (Viotti, en este volumen). Sobre las sedimentacio-
nes de esta última cuestión alerta el artí�culo de Marta Romero, a
partir de lo que sucede con las representaciones de género en el
contexto de la violencia polí�tica en Perú entre 1980 y 2000. Los
modos de pensar, categorizar y definir tanto el conflicto como
a las mujeres que integraron los grupos armados son en este
artí�culo el puntapié de una serie de reflexiones respecto de los
múltiples actores y discursos que intervienen en la conformación
de las agendas de investigación. Qué es “violencia”, quién puede
ser considerado/a “ví�ctima”, quién “terrorista” y cómo en ello se
distribuye una heteronormatividad forjada entre otros actores
por el Estado, los medios de comunicación, los organismos in-
ternacionales y algunas de las intervenciones desde las ciencias
sociales, permite a la autora sugerir la necesidad de vigilar el uso
que se hace de determinados términos, cuando no se consideran
“los procesos históricos, polí�ticos y sociales y los mecanismos de
poder que operan en todo momento” (Romero, en este volumen)
perpetuando las desigualdades.
En un contexto menos extremo, aunque con implicancias se-
mejantes en cuanto al poder y las condiciones de nominación y
clasificación, el artí�culo de Silvina Merenson expone las disputas
y los consensos categoriales que siguió la labor colaborativa desa-
rrollada por un grupo de trabajadores rurales autodenominados
“peludos” y de “profesionales”, en post del diseño y la aplicación
Introducción 17

de una serie de “polí�ticas públicas” impulsadas tras la primera


victoria electoral a nivel nacional de la coalición de izquierda
Frente Amplio en Uruguay. Los modos que asumió la traducción
de dicho proceso en la producción académica que en ese marco
retomó la “cuestión rural” le permiten a la autora formular una
serie de interrogantes relativos a los lenguajes y mecanismos que
validan la distinción entre “investigación” e “intervención”; distin-
ción que, entre otras cuestiones, pierde de vista que las disputas
y consensos provistos por el marco de la intervención, muchas
veces “son parte crucial del proceso que se analiza en libros y
revistas académicas” (Merenson, en este volumen).
Al comienzo de estas páginas decí�amos que la antropologí�a
social ha logrado demostrar su productividad en los más diversos
ámbitos laborales. En el presente, la cada vez menos “academiza-
ción” de la antropologí�a (Stocking, 2002) producto de la presión
de las polí�ticas neoliberales que se ensañan con la educación
pública al imponer medidas que limitan los puestos de trabajo
universitarios, obliga a los antropólogos “académicos”, que casi
siempre se han mantenido distantes de las aplicaciones en con-
textos no académicos de la disciplina, a autodefinirse como un
colectivo unificado que practica una “ciencia” de “interés público”
cuyo valor y validez depende de probar su eficiencia instrumental
en diversos ámbitos sociales. Esto reabre viejas tensiones entre
antropólogos “académicos” y “aplicados”, pero también pone en
evidencia nuevas formas de dominación y poder, donde “con-
ceptos como ‘eficiencia’, ‘productividad’, ‘competitividad’, ‘ges-
tión’, etc., se consideran ahora los más idóneos para orientar la
producción del conocimiento” (Naroztky, 2010: 254). Todos ellos
valores que, sin pretender justificaciones, suelen condicionar y
limitar la capacidad de asumir compromisos éticos y polí�ticos
en nuestra práctica profesional o de desarrollar trabajos de “an-
tropologí�a aplicada”.
Con el nombre de “antropologí�a aplicada”, más allá de las crí�-
ticas que podrí�an caber a esta nominación –¿acaso hay alguna
antropologí�a que no lo sea?–, se buscó identificar el empleo de
las técnicas y el método antropológico en el diagnóstico y la re-
solución de problemas, para diferenciar esta labor del trabajo
realizado por quienes, desde la academia y los centros univer-
sitarios, se dedican a la “ciencia básica”, en pos de la producción
de conocimiento como último objetivo (San Román, 1984). Sin
embargo, está claro que no deberí�a haber una frontera rí�gida
18 Silvina Merenson y Débora Betrisey

o infranqueable entre ambas, tal como proponen varios de los


textos reunidos aquí�. El artí�culo de Deborah Bronz extrema esta
posición y da cuenta de ella a partir de una serie de interrogantes
derivados de su doble condición de experta (de una empresa con-
sultora de licenciamiento ambiental de grandes emprendimientos
industriales) y de alumna (de un programa de posgrado en an-
tropologí�a social) en Rio de Janeiro, Brasil. Los complejos cruces
entre la ética profesional, el contexto de producción de los datos
y los posibles usos de los resultados de la investigación guí�an sus
reflexiones en torno a los alcances y las fronteras de la disciplina.
La autora sugiere entonces que “las cuestiones éticas y polí�ticas
que se le presentan al antropólogo en situaciones de intervención
(…) imposibilitan la reproducción de los modelos canónicos de
observación y descripción etnográfica, e imponen nuevos desa-
fí�os metodológicos” (Bronz, en este volumen). En este sentido,
el artí�culo de Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez
podrí�a pensarse como una respuesta posible a los desafí�os se-
ñalados por Deborah Bronz. En este artí�culo, las autoras ofrecen
una “descripción densa” del proceso de recí�proca adaptación y
negociación con el mundo empresarial a fin de colaborar en las
tareas de innovación y desarrollo de servicios y productos elec-
trodomésticos de una “empresa social” con sede en el Paí�s Vasco
y alcance internacional. La revisión de preconceptos respecto de
lo que es considerado “dato de utilidad”, la adecuación de técnicas
y enfoques de investigación, la flexibilización de los tiempos y la
búsqueda de un “lenguaje común entre las palabras y los núme-
ros” (Inès Dinant et al., en este volumen), entre otras cuestiones,
componen el ejercicio reflexivo de las autoras. En un contexto en
el que las escuelas, institutos y departamentos de antropologí�a,
tanto en Europa como en América Latina, muestran serias defi-
ciencias en la tarea de formar profesionales con competencias
extra-académicas, el “proceso de innovación de la disciplina” que
demandan las autoras, queda planteado.
Esta compilación reúne diez artí�culos producidos por antro-
pólogas y antropólogos pertenecientes a distintas generaciones,
cuyas formaciones y trayectorias profesionales son sumamente
diversas entre sí� y tienen lugar en campos tan variados como el
académico, el empresarial o el de las organizaciones de la socie-
dad civil. Creemos que en esta heterogeneidad radica una de las
principales contribuciones de este volumen que pretende esta-
blecer una perspectiva crí�tica sobre algunas de las temáticas que
atravesaron a la antropologí�a social en las últimas décadas. Entre
Introducción 19

ellas, como nos propusimos resumir hasta aquí�, las condiciones


que intervienen en la configuración del habitus disciplinar, las
diversas formas de implicación del antropólogo en el trabajo de
campo y la aplicación en el ejercicio de la profesión de las técni-
cas que caracterizan al método antropológico.
Antropologías contemporáneas. Saberes, ejercicios y reflexiones
es el resultado del encuentro y el esfuerzo colectivo de colegas
de tres continentes que, tanto en sus convergencias como en sus
desacuerdos, esperan contribuir con sus preguntas e ideas –sin
“recetas” ni “certezas”– a una serie de debates necesarios para
seguir pensando las sociedades –y la disciplina– que habitamos.

Bibliografí�a

Cardoso de Oliveira, R. (1999) “Periph- tropologí�a Ahora. Debates sobre la


eral Anthropologies versus central alteridad. Buenos Aires, Siglo XXI.
Anthropologies”. Journal of Latin
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estudios culturales: contextualidad,
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21

I. Antropologí�as disidentes
Eduardo Restrepo

“Sabemos mucho de las historias oficiales,


pero casi nada de las disidencias”
Lisset Pérez (2010: 407).

Introducción

H
ace un poco más de diez años, antropólogos en diferen-
tes paí�ses empezamos a establecer un diálogo sobre lo
que llamamos “antropologí�as del mundo”. Nos convocó
un malestar compartido ante ciertas prácticas discipli-
narias que invisibilizaban múltiples tradiciones, autores y formas
de hacer antropologí�a. Para dar cuenta de esta asimétrica situa-
ción, nos embarcamos en lecturas inspiradoras de muchos otros
colegas que habí�an escrito sobre esto y, con base en sus aportes,
sugerimos una serie de conceptos y se adelantaron algunos estu-
dios en aras de comprender mejor las caracterí�sticas y efectos de
estas relaciones de poder en y entre las distintas antropologí�as.1
Cabe resaltar que la elaboración conceptual del proyecto de
las antropologí�as del mundo fue el resultado de un intenso de-
bate durante los primeros años entre un grupo de antropólogos
situados en Europa, Estados Unidos y América Latina. Aunque
una parte importante de este debate se realizó a través del correo
electrónico, fueron de gran importancia una serie de reuniones
adelantadas en diferentes lugares (Argentina, Colombia, Estados
Unidos e Italia). Varias publicaciones colectivas o individuales,
entre las que cabe resaltar cinco números de una revista electró-

1. Este artí�culo fue publicado en Cuadernos de Antropología Social (35): 55-69.


Agradecemos a dicha revista poder reproducirlo en esta edición.
22 Eduardo Restrepo

nica y el libro editado por Gustavo Lins Ribeiro y Arturo Escobar,


abordan diferentes aspectos de la conceptualización resultante
del proyecto de las antropologí�as del mundo. También amerita
mencionarse una serie de cursos en pregrado y postgrado dicta-
dos por diferentes participantes del proyecto en universidades
de distintos paí�ses.2
Antropologí�as subalternizadas es una categorí�a elaborada en
el marco del proyecto de antropologí�as del mundo. Con esta no-
ción de antropologí�as subalternizadas se busca conceptualizar
las relaciones de asimetrí�a entre (y al interior) de los diferentes
establecimientos antropológicos en el mundo. La problemática
de la asimetrí�a refiere a que en el campo de la antropologí�a hay
unas tradiciones, conceptos, autores, formas de argumentación,
lenguajes, prácticas, etc., que son visibles y que definen lo que
aparece como la historia o identidad disciplinaria, mientras que
otras modalidades de hacer antropologí�a permanecen como mar-
ginales, si es que aparecen de alguna manera. Para decirlo en otras
palabras: unas antropologí�as aparecen como “la antropologí�a”,
mientras que otras antropologí�as aparecen a lo sumo como notas
a pie de página o inflexiones de “la antropologí�a”.
Esta problemática ha sido abordada por varios colegas en
América Latina, mucho antes de que apareciera el proyecto de
antropologí�as del mundo, sugiriendo la categorí�a de antropologí�as
subalternizadas.3 Hacia los años noventa, el antropólogo brasi-
leño Roberto Cardoso de Oliveira (2007) propuso la distinción
entre antropologí�as metropolitanas o centrales y antropologí�as
periféricas. Las primeras serí�an las antropologí�as originarias,
mientras que las periféricas eran el resultado del trasplante e in-
digenización de aquellas antropologí�as originarias en otros paí�ses
y regiones. Las antropologí�as metropolitanas o centrales aporta-
rí�an una matriz paradigmática que las antropologí�as periféricas
habí�an acentuado de manera singular produciéndose diferentes
estilos de antropologí�as.4 La noción de Cardoso de antropologí�as

2. Para mayor detalle sobre las caracterí�sticas y trayectoria de este proyecto,


puede consultarse la siguiente página de la internet: [www.ram-wan.net].
3. En América Latina, se encuentran como antecedentes importantes las dis-
cusiones sobre el colonialismo intelectual de las “ciencias sociales metro­
politanas” que habí�a adelantado Rodolfo Stavenhagen en México o el soció-
logo colombiano Orlando Fals Borda en los años setenta.
4. Otros autores y en diferentes partes del mundo han abordado estas discu-
siones desde la década del setenta. Para una revisión con cierto detalle de
algunos de los más destacados, ver Narotzky (2011).
I. Antropologí�as Disidentes 23

centrales y periféricas apunta más a diferenciar históricamen-


te la constitución de la antropologí�a como disciplina que a dar
cuenta de unas relaciones de poder estructuradas en un sistema
mundo (a la Walleistein).
Sin duda, el antropólogo latinoamericano que más ha pensa-
do la asimetrí�a entre las antropologí�as existentes en el mundo es
Esteban Krotz. A comienzos de los años noventa, Krotz acuña el
concepto de “antropologí�as del sur” para indicar precisamente
el silenciamiento estructural de algunas antropologí�as no sólo
para los antropólogos y las antropologí�as del norte, sino también
para los propios colegas en el sur (Krotz, 1993, 1996). Además
de esta invisibilidad, las antropologí�as del sur son caracterizadas
porque los estudios antropológicos son realizados en el mismo
paí�s del antropólogo, en unas condiciones de funcionamiento
del sistema universitario muy particulares y ante unas alterida-
des estudiadas que son concebidas como parte de misma nación
(Krotz, 1993: 8-10).5
Krotz (s.f.) plantea que el surgimiento de la antropologí�a en
México debe ser pensado desde un “proceso de difusión” de las
“antropologí�as originarias” o “primeras” que no se puede redu-
cir a imposición e imitación. Por eso considera a la antropologí�a
mexicana como una “antropologí�a segunda”. Así�, las potenciali-
dades epistémicas y polí�ticas de las antropologí�as del sur no se
pueden derivar mecánicamente de su contexto de origen, ya que
el contexto de apropiación las ha transformado de tal forma que
puede llegar a contraponerse a las articulaciones epistémicas y
polí�ticas para y desde las que fue producido.
Como ya fue indicado, antropologí�as subalternizadas es uno
de los conceptos que se propone desde el proyecto de antropolo-
gí�as del mundo. Asociado a otra serie de conceptos, como los de
antropologí�as hegemónicas, sistema mundo de la antropologí�a
y establecimiento antropológico, con antropologí�as subalterni-
zadas se busca hacer una serie de énfasis teóricos que comple-
mentarí�an el de antropologí�as del sur de Krotz y el de estilos
antropológicos de Cardoso de Oliveira. Al pensar en términos de
antropologí�as subalternizadas se está en sintoní�a con la noción
de antropologí�as del sur de Krotz al resaltar la dimensión geopo-
lí�tica y estructural de las relaciones de poder entre los distintos

5. Estas caracterí�sticas apuntan a una situación de co-ciudadaní�a en palabras


de Jimeno (2005) o de una particular posición epistémica y polí�tica frente a
las poblaciones que estudia en palabras de Cardoso ([1993] 2004, 1996).
24 Eduardo Restrepo

establecimientos antropológicos. Para Krotz (s.f.), antropologí�as


del sur no son simplemente las antropologí�as que se producen
en los paí�ses del sur. En algunos paí�ses del norte (por ejemplo,
en Japón) nos encontrarí�amos con un establecimiento y tradicio-
nes antropológicas silenciadas que hacen parte de la caracteri-
zación de las antropologí�as del sur. De la misma manera que en
el norte global se articulan y reproducen ciertos sures así� como
en el sur global se reproducen espacios, poblaciones y prácticas
pertenecientes al norte, se puede heurí�sticamente considerar la
existencia de antropologí�as del sur que coexisten con las antro-
pologí�as del norte tanto en los paí�ses del norte como en los del
sur global (y antropologí�as del norte articuladas en los paí�ses del
sur). De ahí� que Krotz (s.f.) distinga entre “antropologí�as en el
sur” de “antropologí�as del sur”, siendo estas últimas las que son
apropiadas y transformadas en ciertos aspectos significativos de
la “lógica norteña” de las antropologí�as originarias o primeras.
El concepto de antropologí�as subalternizadas fue acuñado
para dar cuenta precisamente del hecho de que en cualquier es-
tablecimiento antropológico en particular o en el sistema mun-
do de la antropologí�a en general encontramos unas tradiciones,
autores, formas de argumentación, lenguajes, conceptos, prácti-
cas que hegemonizan lo que aparece como antropologí�a y, por
tanto, marginan otras modalidades de hacer antropologí�a que
pueden incluso desconocerse como antropológicas. La idea no es
entonces que las antropologí�as de los paí�ses del sur sean simple-
mente subalternizadas en su totalidad versus las antropologí�as
de ciertos paí�ses del norte que serí�an solo hegemónicas. En un
establecimiento antropológico como el colombiano, el mexicano
o el argentino, habrí�a siempre al mismo tiempo antropologí�as
hegemónicas y antropologí�as subalternizadas; así� como en el es-
tablecimiento antropológico como el estadounidense, el británico
o el francés también podemos encontrar una serie de antropo-
logí�as subalternizadas. Esto no niega el hecho que en términos
del sistema mundo de la antropologí�a, establecimientos como el
colombiano tienda a aparecer como subalternizado con respecto
al estadounidense por ejemplo. Ni tampoco desconoce el hecho
de que las antropologí�as hegemónicas articuladas en los estable-
cimientos metropolitanos se amarran por diferentes mecanismos
a las hegemónicas de los establecimientos periféricos.
Como es evidente a esta altura de la argumentación, la noción
de antropologí�as subalternizadas se constituye de manera doble-
mente relacional: al interior de un establecimiento antropológico
I. Antropologí�as Disidentes 25

y con respecto al sistema mundo de la antropologí�a. Supone, por


tanto, la categorí�a de antropologí�as hegemónicas y las de esta-
blecimiento antropológico y sistema mundo de la antropologí�a.
La noción de hegemoní�a la retomamos de cierta lectura gram-
sciana que establece una distinción entre coerción, consenso y
consentimiento.6 Por hegemoní�a no entendemos una simple do-
minación por coerción, es decir, mediante la fuerza. Hegemoní�a
no es imposición mediante coerción, pero tampoco puro conven-
cimiento mediante consensos ideológicos. Los convencimientos
mediante consensos ideológicos suponen una borradura de las
diferencias, subsumiéndose en una particular visión del mundo.
La hegemoní�a, en cambio, es consentimiento como un efecto de
un equilibrio inestable y en permanente disputa que reconfigura
los sujetos y el terreno mismo de lo que se disputa. Por eso la
hegemoní�a apela al sentido común en las múltiples y dispersas
disputas que articula a través de la sociedad civil.
Para el caso de las antropologí�as, por tanto, cuando conside-
ramos a una antropologí�a como hegemónica no estamos pen-
sando en que es aquella que se impone mediante la fuerza, ni
tampoco que necesariamente implica un absoluto y ciego con-
senso. Por el contrario, la noción de antropologí�as hegemónicas
resalta el carácter múltiple, inacabado y multiacentual de las
relaciones de poder que se encuentran en juego en un estableci-
miento antropológico dado así� como en el sistema mundo de la
antropologí�a. Esta noción de antropologí�as hegemónicas, como
vimos, subraya que en su proceso de constitución siempre se
subalternizan otras modalidades de hacer e imaginar la antro-
pologí�a; no niega sino que supone los disensos y un particular
despliegue de las diferencias. Lo que se encuentra en juego con
las antropologí�as hegemónicas es la disputa por la fijación de un
sentido común disciplinario. De ahí� que su pretensión sea la na-
turalización y canonización de su propia contingencia.

Establecimientos antropológicos y sistema mundo de la


antropologí�a

A lo largo de la argumentación he referido sin mayor elabo-


ración los conceptos de establecimiento antropológico y sistema
mundo de la antropologí�a. Lo de establecimiento antropológico

6. Para una ampliación de esta distinción ver Grossberg (2004).


26 Eduardo Restrepo

tiene mucho más fuerza en inglés: anthropological establishment.


Se puede partir por afirmar que con este concepto queremos
resaltar la dimensión institucionalizada y espacializada de la
empresa antropológica. Ninguna antropologí�a existe en el va-
cí�o, como algunos epistemólogos de las idealidades disciplina-
rias parecen suponer. Las antropologí�as realmente existentes,
al igual que los cuerpos y subjetividades de quienes aparecen
como antropólogos, suponen unos particulares ensamblajes de
relaciones institucionalizadas. Estos ensamblajes se articulan en
diferentes escalas: la formación del estado-nación es una de las es-
calas históricamente más relevantes, pero también se encuentran
ensamblajes mas locales hasta los más regionales o el planetario.
De particular relevancia para los ensamblajes antropológi-
cos es la escala del Estado-nación que ha troquelado histórica-
mente agendas diferenciales tanto como condiciones de ejerci-
cio en sus particulares inscripciones de los proyectos polí�ticos
de imaginación e intervención de la nación y sus otros (Segato,
2007). Lo que Cardoso de Oliveira denominaba estilo de las an-
tropologí�as periféricas (o lo que, siguiendo al primero Teresa
Caldeira –2007– denomina antropologí�as con acento), serí�a la
constatación empí�rica de unas inflexiones en la práctica antro-
pológica que gravitan, con mayor o menor fuerza, en torno a las
formaciones del Estado-nación. Ahora bien, las relaciones entre
esta escala del Estado-nación y otras posibles escalas de los es-
tablecimientos antropológicos no son generalizables ya que en
algunos establecimientos antropológicos de Estado-nación pue-
den ser muy fuertes o virtualmente inexistentes las influencias
de establecimientos locales, como las de establecimientos supra
Estado-nacionales.
Con el concepto de sistema mundo de la antropologí�a se
enfatiza una aproximación inspirada en la noción de sistema
mundo de Wallerstein, donde las categorí�as de centro y perife-
ria son pensadas de manera estructural. A diferencia de Cardo-
so de Oliveira, que utiliza los conceptos de centro y periferia de
forma descriptiva para distinguir históricamente entre las an-
tropologí�as originarias de las que se constituyen después por su
influencia, cuando se piensa en sistema mundo de la antropologí�a
los conceptos de centro y periferia suponen que son mutuamente
constituidos en una estructura global de asimetrí�as. En términos
del sistema mundo de la antropologí�a, algunas de estas antropo-
logí�as ocupan un lugar periférico mientras que otras se sitúan en
I. Antropologí�as Disidentes 27

los centros. Estas diferentes posiciones estructurales ponen en


evidencia la geopolí�tica del conocimiento que configura el campo
de la antropologí�a a escala global.7

Desplazamientos

Antes de pasar a la discusión de la categorí�a de antropologí�as


disidentes, se hace pertinente evidenciar un par de planteamien-
tos estrechamente relacionados que se han mantenido implí�citos
hasta ahora y que fueron cruciales en el proyecto de antropologí�as
del mundo. Con el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot
([2003] 2010) consideramos que hay que realizar un desplaza-
miento analí�tico de las estrategias definicionales que pretenden
otorgar una identidad normativa y trascendente a la antropo-
logí�a hacia una estrategia historizadora y etnográfica de lo que
han sido efectivamente las antropologí�as realmente existentes.
La antropologí�a es, como bien lo subraya Trouillot ([2003] 2010:
1), lo que los antropólogos hacen. Lo que se hace a nombre de
la antropologí�a y por quienes aparecen como antropólogos (a
los ojos de sus colegas como de “la sociedad” en su conjunto) en
contextos institucionales concretos es lo que constituirí�a la an-
tropologí�a. Pensar en prácticas situadas como criterio para de-
finir lo antropológico, antes que en identidades trascendentales
(garantizadas por la comunalidad de un “objeto”, por los anclajes
de unos “héroes culturales” o por la especificidad supuesta de
una metodologí�a), no es tan sencillo como uno supondrí�a. Un jo-
ven y efusivo colega, que en otros ámbitos de su práctica antro-
pológica parece ser competente, al escuchar este planteamiento
ha respondido burlonamente que de ello se deriva que comprar
ví�veres en el supermercado es antropologí�a porque él hace eso
todas las semanas… Otro colega con mucho más recorrido y con
interesantes trabajos sobre la historia de la antropologí�a en el

7. Para una ampliación de esta categorí�a de sistema mundo de la antropologí�a,


además de la introducción al libro colectivo de Antropologías del mundo por
Ribeiro y Escobar (2008), puede consultarse el texto de Kuwayama (2004).
Ahora bien, esta noción de sistema mundo de la antropologí�a se puede ras-
trear hasta comienzos de los años ochenta. En la introducción de Gerholm y
Hannerz (1982), de la revista Ethnos, se sugerí�a un enfoque sistémico de las
relaciones de desigualdad entre las antropologí�as metropolitanas y periféricas,
además de ofrecer una serie de cuestionamientos sobre las relaciones de
poder en la denominada “antropologí�a internacional” y las inscripciones
nacionales de la antropologí�a.
28 Eduardo Restrepo

paí�s, mostraba su incomodidad frente al planteamiento con el


argumento que no estaba dispuesto a aceptar que todo lo que
los antropólogos hicieran como antropologí�a debí�a ser conside-
rado como tal.
Ante estas posiciones, no deja de sorprenderme cuán fácilmen-
te lo que hemos aprendido en un poco más de un siglo de labor
antropológica institucionalizada y que solemos aplicar con gran
fluidez en el análisis de los más disimiles problemas y contex-
tos socio-culturales, súbitamente desaparece cuando volvemos
nuestra mirada hacia la antropologí�a. Pareciera que nos cuesta
más que de costumbre que antropologicemos lo que aparece ante
nuestros ojos como antropologí�a. Nuestras propias prácticas dis-
ciplinarias se constituyen en un punto ciego que solo podemos
imaginar apelando a identidades esenciales, a normativas e idea-
les definiciones que nos permiten dormir bien por las noches.
Independientemente de que nos guste o no, de que deberí�a
ser así� o no deberí�a serlo, de que incluso nos demos cuenta de
ello, en las narrativas mí�ticas que a menudo reproducimos las an-
tropologí�as realmente existentes no todas han estado felizmente
atadas a un objeto (la cultura o la alteridad radical de occiden-
te), no todas se definen por un encuadre metodológico (como la
etnografí�a) ni responden de la misma manera a ciertos héroes
culturales (Lévi-Strauss, Boas, Geertz…). A mí� no me gusta, por
ejemplo, que en Colombia se considere que la arqueologí�a es
una rama de la antropologí�a, y puedo hasta ofrecer una serie de
argumentos para sustentar por qué no deberí�a ser considerada
como antropologí�a,8 pero es un hecho que en el establecimiento
antropológico colombiano la arqueologí�a hace parte de las prác-
ticas de los antropólogos como tales y, por tanto, de lo que cons-
tituye la antropologí�a en ese contexto. En otros establecimientos
(en la gran mayorí�a, por lo demás), la arqueologí�a no hace par-
te de las prácticas de los antropólogos pues se ha establecido
institucional y disciplinariamente una distinción entre ambas.

8. Honestamente pienso que en el establecimiento colombiano ganarí�amos un


montón si rompemos con la inercia del modelo boasiano que nos ha impli-
cado un maridaje a la fuerza con la arqueologí�a, pero escapa a los propósitos
de este trabajo presentar tal argumentación. Baste con decir que si bien uno
podrí�a estar de acuerdo con el conocido planteamiento de que la arqueolo-
gí�a es antropologí�a o no es nada, de esto no se deriva que la antropologí�a
tenga que pasar por la arqueologí�a ni, mucho menos, que en la formación de
un antropólogo sea necesario asumir la arqueologí�a como un componente
pedagógica y teóricamente necesario de la antropologí�a.
I. Antropologí�as Disidentes 29

En el caso contrario, a mí� me puede gustar mucho y considerar


que la antropologí�a debería estar definida por el estudio de las
sociedades indí�genas (o por la pregunta por la diferencia, el des-
centramiento del etnocentrismo o por la aproximación etnográfi-
ca a las preguntas, pongan lo que les provoque), pero histórica y
etnográficamente los antropólogos y las antropologí�as realmente
existentes no se circunscriben necesariamente a mis deseos o a
las definiciones normalizantes que me interpelan.
No se puede confundir el plano del deber ser o mi propia
concepción normativa (que seguramente podré autorizar con los
héroes culturales de rigor) con lo que hace en nombre de la an-
tropologí�a una gente que se imagina y son imaginados por otros
como antropólogos. No confundir el plano de lo que se hace, con
el de lo que se piensa que se hace y el de lo que se deberí�a hacer…
¿no es esa una de las enseñanzas que aplicamos cuando aborda-
mos otros asuntos del mundo? ¿No hemos argumentado hasta
el cansancio en los más diversos estudios que cualquier práctica
es contextual y situada, independientemente de que los sujetos
la consideren una identidad transcendente?
Ahora bien, afirmar que la antropologí�a es lo que los antro­
pólogos hacen en cuanto tales no es una clausura a disputar lo
que la antropologí�a deberí�a ser. No me anima el relativismo de
que cualquier cosa que se haga como antropologí�a es igualmente
relevante epistémica ni polí�ticamente. Pero no puedo confundir
el plano ontológico con el polí�tico o el epistémico. El deber ser
es del plano de la disputa polí�tica y epistémica, que sin lugar a
dudas constituye lo que somos, pero que no podemos confundir
con todo lo que somos como antropólogos en diferentes estable-
cimientos antropológicos.
Además del cuestionamiento a una concepción esencialista y
normativa de la antropologí�a, este desplazamiento analí�tico ha-
cia las prácticas tiene el efecto de la pluralización en la concep-
tualización de la disciplina antropológica. En sentido estricto no
se podrí�a hablar adecuadamente de la antropologí�a en singular,
sino de antropologí�as en plural. Más que un simple gesto gra-
matical, hablar de antropologí�as en vez que de antropologí�a es
una indicación de que los cerramientos que hacen aparecer a la
antropologí�a como una unicidad deben ser considerados en sus
efectos obliterantes de otras prácticas.
30 Eduardo Restrepo

Antropologí�as disidentes

El reciente artí�culo de la antropóloga colombiana Andrea Lis-


set Pérez analiza ciertos momentos de la historia de la antropo-
logí�a en Colombia a partir de tres grandes disidencias. Además
de sus contribuciones con el análisis empí�rico, ella propone la
comprensión de las disidencias como los “caminos diferenciados”
que suponen un cuestionamiento de la ortodoxia antropológica:
“(…) enfatizo en lo que denominé como ‘disidencias’, entendi­
das como caminos diferenciados de hacer antropologí�a que en
su época cuestionaron la ortodoxia de la disciplina (…)” (Pérez,
2010: 402). Para ella, estas disidencias pueden aparecer como
resistencias o desobediencias situadas a la ortodoxia: “(…) pode-
mos entender las disidencias en la antropologí�a como formas de
resistencias y desobediencias a la ortodoxia, siempre relativas y
dependientes de los lugares donde se sitúe el sujeto, de su locus
de enunciación (…)” (Pérez, 2010: 411).
Finalmente, ella subraya que las disidencias en antropologí�a
se asocian con cuestionamientos del orden social y normativo,
por lo cual son a menudo objeto de borramiento de la memoria
canónica disciplinaria:
(…) las disidencias cuestionan los órdenes sociales, las reglas y
las lega­lidades establecidas, y aunque por momentos aparezcan
con fuerza en los escenarios sociales de disputa (…), estas pers-
pectivas tienden a ser minimizadas y excluidas de la me­moria y
de la tradición del pensamiento antropológico. Es el precio histó-
rico que se paga por salir de lo considerado como “conveniente”.
(Pérez, 2010: 412).
Como lo indicaba en el pasaje que utilicé de epí�grafe de este
artí�culo, las disidencias son a menudo arrojadas al olvido o a su
incomprensión. El argumento sobre las antropologí�as disidentes
que estoy elaborando acá se encuentra muy cerca de estos plan-
teamientos de Lisset Pérez, por lo que considero su artí�culo como
un importante mojón en esta conceptualización.
Con el concepto de antropologí�as disidentes, que se encuentra
aún en proceso de gestación, busco afinar el análisis sobre una
dimensión de las relaciones de poder en el campo antropológico
que, si bien es sugerida por las anteriores conceptualizaciones
crí�ticas, todaví�a requiere de mayor elaboración. Lo primero que
me gustarí�a subrayar es que el concepto de las antropologí�as di-
sidentes no pretende reemplazar las anteriores elaboraciones,
I. Antropologí�as Disidentes 31

sino complementarlas profundizando sobre aspectos que ahora


me parece que ameritan trabajarse con más detenimiento.
De manera general, con antropologí�as disidentes quiero se-
ñalar aquellas formas de concebir y hacer antropologí�a que esca-
pan, en momentos determinados y para contextos especí�ficos, a
las concepciones y prácticas de la antropologí�a que se han cons-
tituido como el sentido común disciplinario, que han devenido
como lo propiamente antropológico. Desde las perspectivas más
disciplinarizantes que constituyen los establecimientos antropo-
lógicos concretos, las antropologí�as disidentes suelen aparecen
en el lugar de la “desviación”, de la “anomalia”, de lo no todaví�a
o no suficientemente antropológico. Son expresiones disí�miles,
irreductibles y en ocasiones irritantes al aparato disciplinante. No
son pocas las antropologí�as disidentes que se constituyen precisa-
mente en contraposición o como otro de los aparatos de captura
disciplinarizantes que operan en los diferentes establecimientos
antropológicos, tanto en los centrales como en los periféricos.
Algunas de estas antropologí�as disidentes están predicadas
en una relación con el conocimiento y la labor antropológica que
no se agota en la formulación de registros etnográficos o elabo-
raciones teóricas consignadas en artí�culos, libros, disertaciones
doctorales y ponencias cuya audiencia predominante son una
comunidad antropológica en centros académicos. Son antropo-
logí�as que, por sus prácticas y formas de articulación, a menudo
no son reconocidas como antropologí�a desde muchas de las an-
tropologí�as hegemónicas y algunas de las subalternizadas. Las
antropologí�as disidentes apuntan hacia lo que, hace ya casi diez
años, con Arturo Escobar considerábamos como “antropologí�as
de otro modo” (anthropologies otherwise). En aquel momento,
diferenciábamos entre antropologí�as dominantes de las otras
antropologí�as y las antropologí�as de otro modo. Las otras antro-
pologí�as y las antropologí�as de otro modo pueden inscribirse en
lo que hemos venido denominando en este artí�culo antropologí�as
subalternizadas. No obstante, las antropologí�as de otro modo se
diferenciaban de otras antropologí�as en que difí�cilmente apa-
recí�an como antropologí�a para la mirada de las antropologí�as
dominantes. De ahí� que el concepto de antropologí�as disidentes
pueda dar cuenta mejor de esa condición de extrañamiento radical
ante las miradas más convencionales y canónicas de la disciplina.
La de antropologí�as disidentes aportarí�a a afinar la mirada so-
bre unas antropologí�as que suelen no ser consideradas ni siquiera
32 Eduardo Restrepo

como tales, que suelen estar en el margen, en contra y a pesar


de las prácticas de instauración disciplinarizantes que definen
los distintos establecimientos antropológicos. Antes que otras
antropologí�as, son antropologí�as de otra manera (para recurrir
a la expresión que mencionaba antes).
El concepto de antropologí�as disidentes pretende escapar
de los riesgos de reduccionismo relacionalista9 que podí�an más
fácilmente inducir los conceptos de antropologí�as subalterniza-
das/antropologí�as hegemónicas. Antropologí�as disidentes es un
esfuerzo por comprender las disí�miles antropologí�as también
en sus positividades y singularidades, y no sólo como efectos de
las relaciones de poder que entre ellas o al interior de ellas se
establecen. Ahora bien, con estos planteamientos no deben en-
tenderse en el sentido de que estas relaciones no existen o que
no tienen un poder estructurante, sino que hay aspectos que no
son explicados satisfactoriamente desde esa perspectiva.
En términos teóricos, lo de antropologí�a disidente se inspira en
algunos planteamientos de la teorí�a queer. Es importante señalar
que las posibilidades analí�ticas y polí�ticas de la teorí�a queer no
se circunscriben al ámbito de las sexualidades no heteronorma-
tivas ni a evidenciar el heterosexismo como dispositivo de con-
figuración de anormalidades. Al contrario, esta teorí�a permite
adelantar una crí�tica radical de los dispositivos de normalización
que sedimentalizan identidades proscribiendo ciertas posiciones
de sujeto y subjetividades que devienen abyectos. Como bien lo
plantea Concepción Ortega “esta crí�tica se traduce en un rechazo
a toda imposición normativa que implique esencialismo, censura
o exclusión” (2008: 48). La dimensión epistémica derivada de la
teorí�a queer también tiene fuertes implicaciones transversales
mucho más allá de las discusiones de la hetero-normatividad (cfr.
Kosofsky Sedgwich, 1998).
Como lo muestra el artí�culo de Tom Boellstorff (2007), la teo-
rí�a queer ha inspirado una serie de investigaciones y de transfor-
maciones en los estudios de género y sexualidades en la antropo-

9. Por reduccionismo relacionalista entiendo el confundir la relacionalidad del


mundo con que el mundo es solo relación. Es una reducción a la relación. Me
explico: la fecundidad teórica del primer enunciado ha sido evidenciada en
las más disí�miles teorí�as del siglo XX, pero la afirmación de que el mundo es
sólo relación pude llevar a desconocer materialidades y singularidades que
están más acá o más allá de las relaciones como principio de inteligibilidad
o de existencia.
I. Antropologí�as Disidentes 33

logí�a. No obstante, la potencialidad disruptiva de la teorí�a queer en


cuanto a los dispositivos de normalización no ha sido explorado
para examinar las relaciones que se establecen entre las disimi-
les modalidades de hacer antropologí�a ni para problematizar
las identidades normativas que suelen operar en las concepcio-
nes de la antropologí�a y en las subjetividades que encarnan no
pocos antropólogos. Desde esta perspectiva, con antropologí�as
disidentes se evidencian aquellas prácticas que suelen aparecer
como “desviantes” que pueden socavar las antropologí�as de ma-
nual, es decir, las concepciones y actitudes normativas frente a la
antropologí�a. El deseo de manual de ofrecer una definición nor-
mativa de “la antropologí�a” es implosionado cuando se piensa en
términos de antropologí�as disidentes. Interrupción, irrupción y
subversión de los sentidos comunes disciplinarios, de las defini-
ciones sedimentadas, de las autoridades y los cánones, esto es lo
que se podrí�a concebir con la noción de antropologí�as disidentes.

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35

II. Mentes indí�genas y ecúmene


antropológico*
Alcida Rita Ramos

Siempre me sorprendo con las grandes


dificultades que tienen los pueblos de culturas
nativas cuando intentan sensibilizar a los
forasteros sobre sus valores tradicionales.
También me pregunto por qué hay tanta falta
de comunicación intercultural (…) y, sobre
todo, cómo se puede crear una voluntad
colectiva e individual para esa comunicación.
(Georges E. Sioui, 1992: xxi)

Iniciando: Lecciones indí�genas

C
omienzo con una especie de testimonio personal sobre
algunas cuestiones que siempre me han acompañado y
producido asombro, y de las que apenas hasta hace poco
tiempo tuve plena consciencia para tratarlas con la aten-
ción que merecen. Tanto durante mi estadí�a entre los Sanumá1
como en varias otras ocasiones, por ejemplo, eventos polí�ticos en
Brasilia, siempre me llamaron la atención algunas caracterí�sticas
del estilo de comunicación indí�gena, entre ellas, el uso de la re-
petición y la paciencia extrema para oí�r. Ya fuera en la intimidad
de las aldeas, en la impersonalidad de los fórums polí�ticos o en la
formalidad de los encuentros académicos, percibí� en estos rasgos
la idiosincrasia que distingue el modo indí�gena de comunicarse, y
el cual pasé a admirar aunque sin la competencia y perseverancia
indispensables para emularlo de forma sostenida. Fue necesa-
rio volcarme a los asuntos de las epistemologí�as transculturales
y de las polí�ticas de la diferencia para que esas impresiones se
transformaran en objeto de reflexión antropológica. El valor de
la repetición, el ejercicio incondicional de la atención solí�cita, los

*. Traducción: Luis Cayón.


1. Subgrupo Yanomami del norte de Brasil con el cual desarrollé una prolongada
investigación de campo en 1968, 1970, 1973, 1974, 1990, 1991, 1992 y 2005,
financiada en parte por el Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e
Tecnológico (CNPq), y que tuvo como resultado tres libros y diversos artí�culos.
36 Alcida Rita Ramos

modos de transmisión de conocimientos y los estilos de argumen-


tación pasaron a constituir términos de comparación con nuestro
modo académico de expresar y comunicar, decantado en lo que
Lévi-Strauss denominó pensamiento domesticado, en contraste
con el pensamiento salvaje.2
De esa forma, comencé a desarrollar una preocupación teó-
rica y metodológica sobre los modos de aprehender y transmitir
conocimiento a partir de impresiones sensoriales. En el campo,
pasé a apreciar las ventajas de la imitación como forma de sedi-
mentar el aprendizaje, de la repetición como manera de instilar y
destilar el conocimiento, y de la escucha atenta y paciente como
modo de maximizar la capacidad de aprehensión de significados.
Al comparar estos rasgos distintivamente indí�genas con la manera
académica de proceder, no pude evitar la conclusión de que nues-
tro sistema de aprendizaje y de aprehensión de significados es,
de forma irremediable, rehén de malentendidos. La intolerancia
a la repetición, la impaciencia para oí�r y la exaltación a la creati-
vidad, menospreciando a la imitación, nos llevan a enfrentar uno
de los mayores problemas de nuestra profesión y de tantas otras:
interpretaciones parciales o simplemente erróneas de lo que de-
cimos y escribimos. Aprendimos con la teorí�a de la comunicación
que el dato nuevo, inesperado, es el que transporta información.
No obstante, si llevamos esta proposición hasta las últimas con-
secuencias, en el sentido de la teorí�a de la comunicación, comu-
nicar es no comprender porque, en sintoní�a con la mecánica de
nuestro cerebro, es pasando el mismo mensaje repetidamente
por los neurotransmisores que éste queda registrado de manera
adecuada. El conocimiento, hecho de informaciones, es resultado
de mensajes reiterados con insistencia, a ejemplo de la técnica de
aprendizaje lingüí�stico conocida como drill (ejercicios repetitivos).
La repetición es, por lo tanto, la manera más eficaz de hacernos
entender. Decir la misma cosa varias veces de maneras diversas
es proteger de malentendidos nuestra intención de significar. Al
contrario del modo indí�gena de comunicación, ya sea oral o es-
crito, el mundo académico prohí�be repetir, lo cual genera cons-
tantes quejas de autores cuyos escritos son leí�dos a contrapelo
de su intención. El historiador estadounidense Donald L. Fixico,

2. Traducir pensée sauvage como pensamiento salvaje es ser injusto con Lévi-
Strauss. Serí�a más apropiado y fidedigno decir pensamiento silvestre, en el
sentido de no ser cultivado en la escuela y de no estar imbuido de un ethos
cientí�fico.
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 37

indí�gena perteneciente a múltiples etnias, le da a la repetición el


nombre de método circular, y lo define como
Una filosofí�a circular que focaliza en un único punto y usa ejem-
plos familiares para ilustrarlo o explicarlo. Garantiza que todos
comprendan y que todo sea tomado en cuenta, aumentando así�
la posibilidad de armoní�a y equilibrio dentro de la comunidad y
con todo lo demás. (Fixico, 2003: 15-16).
Algo semejante ocurre con oí�r. La paciencia de los oyentes
indí�genas contrasta de manera flagrante con la agitación que
con frecuencia nos asalta al oí�r una conferencia, un debate, una
argumentación. Oí�mos con la expectativa de interponernos y de
presentar nuestra versión del asunto. Interrupciones ruidosas
pueden ser tomadas hasta como medida del éxito del evento.
A veces, los argumentos se sobreponen y corren como lí�neas
paralelas que, posiblemente, no se encuentren ni en el infinito.
Podemos decir que eso es “falta de educación”, una provocación
a la etiqueta, pero ocurre con mayor frecuencia de la que tal vez
nos gustarí�a. De cualquier modo, sea raro o común, ese tipo de
impertinencia no es parte del universo indí�gena.
Shawn Wilson, de la etnia Cree de Canadá, afirma que, por ser
relacional, la investigación deberí�a ser considerada como cere-
monia (Wilson, 2008). Yo adicionarí�a que, cuando observamos
la comunicación practicada por indí�genas, ésta también, siendo
relacional, es ceremonia. Ser ceremonioso no es apenas ser formal,
seguir un rito de pompa y circunstancia, sino también ser cortés,
pulido y respetuoso con el interlocutor en cualquier contexto. Si
la intercomunicación siempre fuera tratada como ceremonia, ésta
asegurarí�a que una etiqueta de la interacción pueda superar los
percances advenidos de la comprensión involuntariamente incom-
pleta o distorsionada, de la mala interpretación intencional y del
irrespeto generado por la ignorancia, muchas veces, cultivada. Tal
vez la inhibición de muchos indí�genas para expresarse en medios
no indí�genas resulte del recelo de ser atropellados por nuestra
prisa para hablar y oí�r, por el descuido con la quintaesencia de la
comunicación plena, que es la repetición, mucho más compatible
con los ritmos de aprendizaje del cerebro humano. Pensar que la
repetición es una necesidad de la comunicación oral y que, adultos
y alfabetizados, ya no necesitamos más de ella es un error, como
38 Alcida Rita Ramos

lo prueban las disculpas frecuentes: “Ah, yo no quise decir eso,


mi intención no era esa, fui malinterpretada”.3
La problemática de la comunicación intercultural se hace más
evidente en el contexto de la educación indí�gena: son dos siste-
mas de transmisión de conocimientos que no deberí�an anularse
mutuamente, sino que, en la práctica, aún no fueron asimilados
de manera apropiada por los proyectos de la llamada educación
intercultural, sean públicos o privados, ni, mucho menos, por la
mayorí�a de educadores no indí�genas. Es lo que expresa, sin es-
conder una gran frustración, el trabajo de Gersem Luciano, de la
etnia Baniwa del Vaupés brasilero. Veamos uno de sus ejemplos
sobre lo inadecuado que es aplicar los rudimentos que tienen
ciertos actores externos sobre el mundo indí�gena:
Muchas iniciativas bien intencionadas de constitución de escuelas
de payés [chamanes], por ejemplo, nunca tuvieron éxito porque
fueron intentos de escolarizar cuestiones que no son para ser de
la escuela, pues no pueden ser colectivizadas ni dejadas bajo la
responsabilidad de un profesor. (Luciano, 2011: 197).
Más adelante, continúa:
[La] dificultad de la escuela indí�gena para definir su papel y fun-
ción social –si es formar profesionalmente a un buen ciudadano
brasilero o a un buen indí�gena– ha generado modelos adminis-
trativos y pedagógicos que operan a la orilla de una escuela o de
un proceso educativo “falaz” con metodologí�as y epistemologí�as
parciales e ineficientes. (Luciano, 2011: 254).
Gersem Baniwa va más lejos en su crí�tica profunda al mode-
lo escolar aplicado a los pueblos indí�genas: “La idea de intercul-
turalidad es bastante confusa, poco clara y de difí�cil aplicación
en la práctica pedagógica y consecuentemente en la vida de las
personas” (Luciano, 2011: 259).
Cuando pasamos a la comparación de los mundos indí�gena
y no indí�gena, verificamos que el primero nos presenta la serie
de lecciones arriba citadas, las cuales sirven de telón de fondo
para cotejar nuestras propias premisas sobre la eficacia de los
recursos de la comunicación humana. Y no me refiero apenas a la
comunicación oral, sino también escrita, como veremos adelante.

3. En un libro inquietante, Nicholas Carr (2011) desmenuza las consecuencias


generadas por los medios electrónicos de comunicación que al abrir el cerebro
a estí�mulos infinitos y telegráficos lo cierran a la reflexión, la ponderación y,
en última instancia, a la tranquilidad que conduce a la sabidurí�a.
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 39

Esas y otras lecciones indí�genas me han inspirado para iniciar


una jornada que trace los caminos del conocimiento indí�gena y
antropológico, y aquellos prospectos que nos abren para pensar
en una antropologí�a englobante, ecuménica en el sentido de estar
abierta a todas las voces. Así�, este artí�culo está dedicado a una
problemática que he venido abordando: hasta dónde es deseable
y necesario acoger a las teorí�as indí�genas en el seno de la antro-
pologí�a académica para crear un nuevo horizonte transcultural
que podamos llamar plenamente antropologí�a ecuménica (Ramos,
2008, 2011). Para ello, evoco algunos, entre muchos, miembros
de la intelectualidad indí�gena mundial que exponen propuestas
relevantes para esta discusión, pues desafí�an premisas arraigadas
en la academia occidental, recordándonos, al mismo tiempo, que
Occidente –o un cierto Occidente–, principalmente en algunas
vertientes de la filosofí�a y de la fí�sica moderna, no está tan dis-
tante como se piensa. Pretendo explorar equivalencias y contras-
tes para demostrar que no hay incompatibilidades inexorables
entre teorí�as indí�genas y teorí�as occidentales, y cuánto la teorí�a
antropológica tiene a ganar al abrazar, en igualdad de condicio-
nes intelectuales, a aquellos pensadores que, abusivamente, han
sido llamados “Otros”.

Esbozo de una antropologí�a ecuménica

Un análisis detenido de textos indí�genas nos mostrarí�a que la


repetición es una caracterí�stica común. Buena parte de los textos
escogidos fue escrita en inglés, justamente, la lengua occidental tal
vez más refractaria a la repetición, en especial en su forma escrita,
si la comparamos, por ejemplo, con el francés, el portugués o el
español. Un volumen colectivo titulado Reinventing the enemy’s
language, compuesto por más de cien textos escritos por mujeres
indí�genas de Estados Unidos, Canadá y Hawai, propone inundar la
lengua inglesa con conceptos e imágenes indí�genas. El medio –la
lengua inglesa– es sometido intencionalmente a intervenciones
(como ciertos artistas plásticos y músicos intervienen en obras
preexistentes) para llamar la atención de los lectores hacia el
contenido descrito. La intención es dejar exudar la oralidad en la
escritura, por ejemplo con el uso de la primera persona del sin-
gular, la conexión directa con los lectores y la imaginerí�a propia:
En los sistemas educacionales euro-americanos aprendemos es-
trategias literarias, gramáticas y técnicas que difieren mucho de
40 Alcida Rita Ramos

las construcciones tribales que son culturalmente especí�ficas.


Entonces nos llegan a la consciencia las nuevas invenciones lite-
rarias, mediando entre tiempos y espacios literales y metafóricos.
(Harjo y Bird, 1997: 28).
Aquí�, dirí�a Marshall McLuhan (1967), el medio es parte del
mensaje. Impregnar una lengua contraria a las repeticiones y
floreados como el inglés es, en sí� misma, una afirmación de li-
bertad. Lo que esas mujeres anhelan es, precisamente, utilizar
los estereotipos de los hablantes occidentales de inglés para de-
volver el insulto, por así� decir, y aseverar “una tenacidad nati-
va para persistir [a pesar de todo]” (Harjo y Bird, 1997: 30). El
movimiento polí�tico indí�gena, que tomó proporciones globales
desde la década de 1970 y que desembocó en la aprobación de
la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los
Pueblos Indí�genas en 2007, abrió el camino para que escritores
indí�genas encontraran una oferta editorial que antes les estaba
cerrada. Editoriales sensibilizadas empezaron a publicar trabajos
indí�genas que no tení�an acceso a las grandes editoriales, princi-
palmente, las universitarias.
Vimos que las formas de adquirir y transmitir conocimiento
separan los mundos indí�genas y no indí�genas: imitar, repetir, oí�r,
relacionar versus informar, enseñar, mostrar eficiencia, destacar-
se. Veamos entonces lo que los acerca.

Spirit, esprit, Geist

Uno de los temas más recurrentes en los escritos indí�genas,


principalmente en Norteamérica, es la espiritualidad. Conscien-
te de la ausencia de resonancia de ese concepto en la academia,
Shawn Wilson advierte que, debido a la falta de ese aspecto hu-
mano entre los no indí�genas, es necesario hacer un esfuerzo es-
pecial para explicarlo: “la espiritualidad no está separada pues
es una parte integral y entrañada en el todo que es la visión del
mundo indí�gena” (Wilson, 2008: 89). Para él, “la espiritualidad
es el sentido interior de la conexión con el universo”, siendo que
la religión serí�a “la manifestación exterior de la espiritualidad”
(p. 91). Por su parte, Gregory Cajete, de la etnia Tewa (Pueblo)
del suroeste norteamericano, afirma que espí�ritu y espirituali-
dad no tienen nada a ver con religión, sino con la búsqueda de la
verdad o las verdades: “La ciencia nativa, en sus niveles más altos
de expresión, es un sistema de caminos para llegar a esa verdad
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 41

perpetuamente en movimiento, o ‘espí�ritu’” (Cajete, 2000: 19).


Al descartar la conexión del espí�ritu con la religión, Cajete insis-
te que en su lengua no hay palabra ni concepto para esta última.
En lugar de eso, vincula la espiritualidad a la fenomenologí�a de
Merleau-Ponty y le da a Lucien Lévy-Bruhl la credibilidad que
sus colegas nunca le dieron (p. 27). A su vez, Margaret Kovach,
de la etnia Cree de Canadá, quien también incluye el componen-
te de la espiritualidad en su análisis de metodologí�as indí�genas,
afirma que “los investigadores indí�genas muchas veces oyen el
llamado de la fenomenologí�a de Heidegger” (Kovach, 2009: 30).
En un registro afí�n a la fenomenologí�a, podemos citar al her-
meneuta alemán Hans-Georg Gadamer, principalmente, cuando
expone cuatro conceptos humanistas que deben ser rescatados
del olvido racionalista. Esos conceptos son: Bildung, í�ntimamente
asociado a la idea de cultura, designa el modo propiamente hu-
mano de desarrollar talentos y capacidades naturales” (Gadamer,
1975: 11); sentido común, que “no significa apenas una facultad
general de todos los hombres, sino el sentido que funda la comu-
nidad” (p. 21); juicio (o juzgamiento), “que significa juzgar lo que
es cierto y equivocado y una preocupación con el ‘bien común’”
(p. 31); y gusto, noción más relacionada, originalmente, con la
moral que con la estética. “En su naturaleza esencial, el gusto
no es un fenómeno privado sino social de primer orden” (p. 34)
(…) “En última instancia, todas las decisiones morales requieren
gusto” (p. 37), lo cual es admirablemente ilustrado por los análi-
sis de Keith Basso sobre los Apache occidentales (Basso, 1996).
Tomando ese hilo conductor, significativamente apuntado por
Cajete, podemos evocar autores occidentales como Blaise Pascal
del siglo XVII, quien nos legó la distinción entre esprit de géomé-
trie y esprit de finesse. Mientras el primero se refiere a principios
concretos, lógicos, racionales, distantes del sentido común, el se-
gundo apunta hacia principios compartidos por todos, relativos a
sentimientos, al sentido de justicia, a la comprensión y expresión.
Pascal percibió que la ciencia positiva occidental no abarca una
dimensión de conocimiento importante. Esa dimensión excluida
es, justamente, aquella que equivale a la espiritualidad indí�gena.4

4. Notemos que, en el contexto académico, el término francés esprit muchas


veces es traducido al inglés como mind. La reluctancia anglicana de usar spi-
rit en el discurso cientí�fico revela la incapacidad o repudio de contaminar
ese discurso con lo que podrí�a ser tomado como misticismo. No obstante,
encontramos en internet una referencia al “espí�ritu del principio de incer-
42 Alcida Rita Ramos

Fue también en ese “espí�ritu” que Montesquieu creó su Espíritu de


las Leyes y que Bachelard discurrió sobre La formation de l’esprit
scientifique. Además, recordemos el concepto esprit de corps,
relacional por excelencia, comandando la solidaridad de aquello
que Linda Tuhiwai Smith, intelectual Maori de Nueva Zelandia,
llamó “comunidades de interés” (Tuhiwai Smith, 1999: 191).
En otra tradición europea, existe la noción Geist, como en Zeit-
geist, Volkgeist o Geisteswissenschaften, con objetos diferentes pero
con connotaciones semejantes. Zeitgeist, el espí�ritu del tiempo,
evoca una totalidad temporal con una tonalidad social y cultural
propia, compuesta de manifestaciones que van mucho más allá de
las conquistas cientí�ficas. Volkgeist se refiere al espí�ritu común de
un pueblo, mientras que Geisteswissenschaften, inicialmente una
traducción del término Ciencias Morales, de John Stuart Mill, pasó
a designar áreas del conocimiento más cercanas de las nociones
de significado y comprensión (Verstehen). En resumen, la teorí�a
indí�gena del espí�ritu tiene, en tesis, una clara contrapartida en la
historia intelectual de Europa. Siendo así�, cabe indagar sobre la
necesidad apuntada por Shawn Wilson de explicitar tan estoica-
mente la idea indí�gena de espiritualidad. Por lo tanto, la laguna
de conocimiento es más imaginada que real e intensamente in-
fundida por el estilo anglo-sajón de expresión escrita.
Para Cajete, espí�ritu corresponde a una verdad mutable:
Como el nacimiento de un bebé o un rayo conectando el cielo y la
tierra durante una fracción de segundo, esos son los momentos
infinitos, tanto del caos como del orden. Son esos los preceptos de
la ciencia nativa, pues la verdad no está en un punto fijo sino en un
punto de equilibrio en constante cambio, creado perpetuamente
y perpetuamente nuevo. (Cajete, 2000: 19).
Una vez más, se evoca el principio de lo imponderable, de lo
mutable, de lo no controlable. El papel de la metáfora es central
en esas operaciones mentales. En la ciencia nativa, afirma Cajete,
“la mente metafórica es la facilitadora del proceso creativo; ella
inventa, integra y aplica los niveles profundos de la percepción
e intuición humanas a la tarea de vivir” (p. 29). Encontramos en
la metáfora otro puente entre el estilo indí�gena y el occidental.

tidumbre” de Heisenberg. La cándida combinación de “espí�ritu” con un so-


fisticado principio de la mecánica cuántica revela, al menos en el ámbito de
la popularización de la ciencia, una disposición de aliar lo imponderable, lo
inmensurable al genio de la cientificidad occidental.
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 43

Pero antes de abordar ese punto, abro un paréntesis para aclarar


un aspecto importante acerca del problema de generalizar sobre
lo que denomino “estilo”.
Cuando digo indígena no me refiero a una substancia cultural
única para todos los pueblos no occidentales y cuando digo occi-
dental no tengo en mente un bloque uniforme no indí�gena, puesto
que reconozco plenamente que dentro de cada uno de esos in-
mensos y difusos continentes conceptuales hay una variedad tan
grande como la que hay entre ambos. Sin embargo, en el “mundo
indí�gena”, que cubre tanto el Nuevo como el Viejo Mundo, es clara-
mente discernible un substrato común, con caracterí�sticas locales
propias, que se distingue del universo, digamos, judeo-cristiano, y
que Lévi-Strauss escudriñó a través del análisis estructural de los
mitos, limitándose al dominio de la oralidad. Dirigiéndonos hacia
la producción escrita de miembros de esos diseminados “pueblos
indí�genas”, encontramos igualmente ese substrato que, a pesar
de estar infiltrado por sistemas escolares occidentales, exhibe
trazos comunes. A su vez, el occidente monolí�tico es igualmente
una quimera, si no por otras razones, al menos por el lenguaje
cuyo largo y complejo proceso histórico llevó al surgimiento de
una diversidad tal que llega a la ininteligibilidad mutua entre las
llamadas lenguas indo-europeas. No obstante, por debajo de esas
diferencias, hay un substrato de occidentalidad reconocible. La
influencia de los idiomas de los colonizadores sobre los pueblos
autóctonos no fue pequeña, pero tampoco fue tan grande como
para llegar al punto de nublar modos de expresión preexistentes,
o sea, aquellos que llamo estilo indí�gena.
Volvamos a la cuestión de la metáfora. George Lakoff y Mark
Johnson (2003 [1980]) se empeñaron en demostrar la necesidad
estructural que tienen las lenguas, como el inglés que les sirve de
ejemplo, de utilizar metáforas, ya sea en el cotidiano o en la aca-
demia. Más que ser un simple tropo, la metáfora es básica para la
comunicación, o sea, “el sistema conceptual humano está estruc-
turado y definido metafóricamente” (p. 6). Ellos sustentan tam-
bién que “la verdad es siempre relativa a un sistema conceptual,
que cualquier sistema conceptual humano es mayoritariamente
de naturaleza metafórica y que, por lo tanto, no existe verdad
que sea totalmente objetiva, incondicional o absoluta” (p. 185).
Si para un norteamericano tiempo es dinero, para un brasilero
la inflación se come el salario y para un colombiano estar arrui-
nado es estar en la olla, para un bororo de la Amazoní�a brasilera
44 Alcida Rita Ramos

un papagayo es un hombre de cierto clan (Crocker, 1977), para


un kaluli de Nueva Guinea un determinado pájaro es un ancestro
(Feld, 1982), mientras que para un apache occidental el escara-
bajo es un hombre blanco (Basso, 1976: 99). La hermética capa
que cubre las metáforas en una lengua poco o nada conocida es
responsable por muchas torpezas cuando se trata de traducirlas.
Metáforas elaboradas se traducen literalmente y, muchas veces,
llevan al ridí�culo. Complejidades se reducen a banalidades que
acaban siendo transformadas en estereotipos. La densidad in-
telectual contenida en metáforas inaccesibles a la aprehensión
inmediata pasa por un aplastamiento de sentido y se transforma
en infantilidad, simplemente, porque la traducción es incompe-
tente o malintencionada. Uno de los grandes problemas que los
pueblos indí�genas enfrentan es la apropiación desinformada y
ligera de sus ideas y ceremonias por extraños deslumbrados por
la supuesta mí�stica indí�gena. Seguidores del movimiento New
Age han contribuido de esa forma para sembrar el descrédito
sobre sistemas de creencias, de curación, etc. Como dicen Lakoff
y Johnson, las metáforas son una parte esencial del pensamiento
de un grupo humano especí�fico y no apenas figuras de lenguaje.
Todaví�a hay controversias sobre “si las metáforas ilustran
una cognición o si la cognición tal vez sea moldeada por las me-
táforas” (de Man, 1978: 14). A su vez, Paul Ricoeur afirma que
“hay una analogía estructural entre los componentes cognitivos,
imaginativos y emocionales del acto metafórico pleno y que el
proceso metafórico retira su concreción y completitud de esa
analogí�a estructural y de ese funcionamiento complementario”
(Ricoeur, 1978: 157; énfasis en el original). Esto quiere decir que
conceptos densos relativos, por ejemplo, al significado de la vida,
a la mecánica celeste, a la cadena ecológica de cierta región, están
contenidos en metáforas cuya inteligibilidad inmediata, super-
ficial, opera como un trompe l’oeil, una ilusión óptica, mientras
su significado profundo está fuera del alcance de los forasteros
y, con frecuencia, hasta de los antropólogos no indí�genas. Ejem-
plo de esa complejidad comunicativa es la historia educacional
de los hawaianos. Al dominar la tecnologí�a de la escritura, ellos
pasaron a producir textos con múltiples capas de significado, en
los cuales apenas la dimensión más banal estaba destinada a los
misioneros norteamericanos (Silva, 2004). En este sentido, entre
varios otros, las auto-etnografí�as presentan una posibilidad real
de llegar a traducciones que hagan justicia a la riqueza discursiva
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 45

de esos pueblos. É� sta no es más una posibilidad apenas teórica:


“Existe una nueva situación en la que hay sujetos indí�genas es-
tudiándose a sí� mismos como sujetos que piensan y producen
conocimiento” (Luciano, 2011: 105).

Community, comunalidad, terroir

La idea de que el locus del conocimiento humano es la comu-


nidad está muy difundida en los escritos indí�genas. También está
igualmente difundida la afirmación de que el conocimiento indí�-
gena siempre es relacional. Gregory Cajete, para quien la “comu-
nidad siempre fue el foco común de la intención y atención de la
psicologí�a social de cada persona nativa” (2000: 98-99), vincula
el pertenecer a una comunidad con el desarrollo del sentido de
responsabilidad para con el mundo, énfasis también dado por
Shawn Wilson. Es en la imitación y en la observación de los proce-
sos de la naturaleza que la comunidad aprende a ser responsable
en sus relaciones. “Fue primero observando y después haciendo
que los niños nativos aprendieron la naturaleza de los recursos
alimenticios, de la comunidad y de las relaciones de vida” (Cajete,
2000: 101). Margaret Kovach comienza su análisis de las episte-
mologí�as indí�genas afirmando que la práctica histórica surge de
la noción de lugar (2009: 64).
Etnógrafo diligente y sensible, Keith Basso se sumergió en
la densidad del sentido de lugar entre los Apache occidentales,
quienes crearon un idioma social calcado en su paisaje: “Un único
topónimo puede hacer el trabajo comunicativo de una saga entera
o una narrativa histórica” (1996: 89). El ví�nculo entre comunidad
y lugar se manifiesta en innumerables contextos y temporalida-
des. En este sentido, la dí�ada comunidad-lugar es indisociable y
un verdadero hecho social total, a la Mauss.
Por el contraste entre su vida en la aldea y en un internado
misionero, Gersem Baniwa pone en una cápsula la aparente in-
conmensurabilidad de esos dos mundos:
La vida en la aldea me habí�a enseñado a evitar y combatir esas
vilezas de las personas, principalmente por ocasión de los ritos de
iniciación, de los ritos de dabucurí�5 y de las actividades colectivas.
En la aldea casi todo era compartido en familia y dentro de la co-

5. N.T. Dabucurí es el nombre regional dado a los rituales de intercambio de


comida en el noroeste amazónico.
46 Alcida Rita Ramos

munidad, al contrario de la misión, donde la comida, el pan, que


aunque producido por alumnos indí�genas no podí�an comerlo. Don-
de la casa de los curas era construida por los indí�genas, pero ellos
no tení�an acceso, ni podí�an disponer de ella en caso de necesidad.
Todo eso, desde el principio, me despertó una fuerte sensación de
injusticia, de desigualdad. (Luciano, 2011: 17).
Las vilezas a las que Gersem Baniwa se refiere son nada me-
nos que “la disputa, la competencia, la injusticia, la desigualdad,
la violencia, la falta de solidaridad, la falta de hospitalidad, el in-
dividualismo y el egoí�smo” (p. 17). Es como si el internado fuera
la vida en la aldea retratada en negativo: lo claro se vuelve oscuro,
lo oscuro se vuelve claro. No obstante, ese doloroso aprendiza-
je operó el efecto dialéctico de transformar al joven indí�gena en
un pensador crí�tico y competente. Antí�tesis de la comunidad, el
internado proporcionó el elemento clave para crear la sí�ntesis
del intelectual indí�gena articulado con los dos mundos. Ese ele-
mento clave es la educación. No es por azar que tantos indí�genas
se especializaran en educación, como Gregory Cajete, Margaret
Kovach, Linda Tuhiwai Smith, para mencionar apenas a autores
aquí� citados.
Esta última, en su influyente libro Decolonizing methodolo-
gies: Research and indigenous peoples, enumera veinticinco pro-
yectos de investigación que reflejan un modo propio de conducir
una investigación. “Los métodos pasan a ser los medios y proce-
dimientos por los cuales son dirigidos los problemas centrales
de investigación. Muchas veces, las metodologí�as indí�genas son
una mezcla de abordajes ya existentes y prácticas indí�genas”
(Tuhiwai Smith, 1999: 143). Es una combinación del entrena-
miento académico de los investigadores con el entendimiento
del sentido común de las propias comunidades objeto de la in-
vestigación. Aunque desafí�e la paciencia del lector, creo que vale
la pena enumerar esos veinticinco proyectos porque ilustran las
preocupaciones intelectuales indí�genas, siempre inmersas en
problemáticas que afectan directamente a las comunidades y sus
miembros. Los proyectos abordan los siguientes tópicos: reivin-
dicación, testimonios, narrativas, celebración de la sobrevivencia,
recuerdos, género, indigenizar, intervenir, revitalizar, conectar,
leer, escribir, representar, vislumbrar, encuadrar, restaurar, retor-
nar, democratizar, crear redes, nombrar, proteger, crear, negociar,
descubrir y compartir. “Para los investigadores indí�genas”, aclara
la autora sobre el último tópico, “compartir trata de desmitificar
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 47

el conocimiento y la información, y hablarle a la comunidad en


un lenguaje claro” (Tuhiwai Smith, 1999: 161).
La educación formal, muchas veces pensada como un mal ne-
cesario, fue la que también le posibilitó al antropólogo mexicano
Floriberto Dí�az transitar en dos tipos de cultura, la materna mixe
y la nacional mexicana. Su libro, publicado póstumamente, Escri-
to (Dí�az, 2007), tiene como subtí�tulo Comunalidad, energía viva
del pensamiento mixe. La comunalidad tiene un papel central en
la larga jornada de Dí�az por las 435 páginas de sus escritos, que
estaban dispersos antes de ser organizados en un único volumen.
Comunalidad, a ejemplo del spirit anglo-sajón y del esprit fran-
cés, es aquello que le da sentido a la comunidad. En su retórica
ní�tida y directa, Dí�az propaga y congrega las afirmaciones de sus
semejantes, tanto del Norte como del Sur:
[N]o se entiende una comunidad indí�gena solamente como un con-
junto de casas con personas, sino personas con historia, pasada,
presente y futura, que no sólo se pueden definir concretamente,
fí�sicamente, sino también espiritualmente en relación con la na-
turaleza toda. Pero lo que podemos apreciar de la comunidad es lo
más visible, lo tangible, lo fenoménico. (…) [El] espacio en el cual
las personas realizan acciones de recreación y de transformación
de la naturaleza, en tanto que la relación primera es la de la Tierra
con la gente, a través del trabajo. (Dí�az, 2007: 39).
El concepto de comunalidad viene para explicar “la esencia de
lo fenoménico. (…) [La] comunalidad define la inmanencia de la
comunidad” (p. 39). Dí�az prosigue aclarando que “la comunali-
dad expresa principios y verdades universales en lo que respecta
a la sociedad indí�gena” y enfatiza que no se opone a la sociedad
occidental sino que apenas es diferente. “Para entender cada uno
de sus elementos hay que tener en cuenta ciertas nociones: lo co-
munal, lo colectivo, la complementariedad y la integralidad” (p.
40). Comunalidad es donde “me siento y me paro”. Es “la porción
de la Tierra que ocupa la comunidad a la que pertenezco para
poder ser yo” (p. 41).
Tal vez este último enunciado sea el que más se aplica a la
noción francesa terroir. Normalmente asociado a vinos de cali-
dad, este concepto también es embriagante por otras razones.
Se refiere a porciones de tierra de alta cualidad “bajo la acción
de una colectividad social congregada por relaciones familiares
y culturales y por tradiciones de defensa común y de solidaridad
48 Alcida Rita Ramos

en la explotación de sus productos”.6 La porción de tierra a la que


pertenezco para poder ser yo en comunidad expresa elegante y
poéticamente el “espí�ritu francés”. Comunidades enteras –así� en
Francia como en México– muestran orgullosas sus productos en
ferias a lo largo y ancho del paí�s, se identifican con ellos, respetan
los lí�mites de otras comunidades, tanto en términos territoria-
les como en términos de especialización, y son respetadas por
ellas. La noción terroir denota comunidades identificadas por la
sutilidad de sonidos y aromas que les son propios.7 A través de
ésta, a ejemplo del México Profundo identificado por el antro-
pólogo Guillermo Bonfil Batalla (1990), podrí�amos llegar a una
Francia Profunda, así� como podrí�amos desvelar una América
Profunda, congregando a todas sus comunidades indí�genas, con
su espiritualidad y comunalidad. Tenemos aquí� una conjugación
intercultural, inter-civilizacional e intemporal de conceptos afi-
nes que parecen hablarse mutuamente: espí�ritu, comunalidad,
lugar. Serí�an como los pilares naturales que sustentan un puente
sobre las aguas turbulentas de los desencuentros culturales y de
los conflictos polí�ticos.

Holismo indí�gena, holismo occidental

El conjunto de consideraciones hechas hasta aquí� señala el


carácter holí�stico del pensar indí�gena: relaciones viscerales con
la colectividad, humana y no humana, con la tierra, con la espi-
ritualidad (inmanencia, en los términos de Dí�az, verdad, según
Cajete). Estas caracterí�sticas han sido proverbialmente atribui-
das a los pueblos indí�genas y reconocidas por ellos mismos. En-
tonces, la pregunta es si estas caracterí�sticas son exclusivas del
mundo indí�gena. La respuesta parecer ser un enfático no. Tanto
en el Occi­dente antiguo como en el contemporáneo, encontramos
insti­gadoras semejanzas con el universo cognitivo indí�gena. Por
ejemplo, ramas no positivistas de la ciencia occidental, como la
mecánica cuántica y la teorí�a del caos, sugieren que algunos puen-
tes pueden ser tendidos entre ellas y el conocimiento indí�gena.
Lo inmensurable y lo imprevisible de ciertos experimentos de la

6. Información tomada de: [http://pt.wikipedia.org/wiki/Terroir] (con acceso


en 14/12/2012).
7. Agradezco a la socióloga de la Universidad de Brasilia, Dra. Christiane Girard
por haberme enseñado el sentido profundo de terroir.
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 49

fí�sica contemporánea tienen el efecto de conducir a los investi-


gadores a preguntas e inquietudes no muy distantes de las que
encontramos en los textos indí�genas.
En otro registro, hay una gran discusión que busca desmitificar
el origen occidental (léase europeo) de grandes proezas comercia-
les, polí�ticas, filosóficas y cientí�ficas (Abu-Lughod, 1989; Goody,
2008, 2011). Como periferia de Asia, principalmente antes de la
era cristiana, Europa se benefició de innumerables descubrimien-
tos del, por ella llamado, Oriente.8 “No obstante, esas conquistas
fueron constantemente subestimadas en la comparación con
los griegos, cuya posición siempre fue vista a partir de la pers-
pectiva de la posterior dominación europea del mundo, esto es,
teleológicamente” (Goody, 2008: 45). Uno de los ejemplos más
atronadores de ese “robo de la historia” fue la apropiación del
cero, cuya invención es atribuida a los hindúes y de los algoritmos
arábicos (provenientes de la India, a pesar del nombre). Sin ellos,
la ciencia occidental habrí�a sido una quimera irrealizable, pues
sin cero y con los incómodos algoritmos romanos difí�cilmente se
compondrí�an ecuaciones simples y complejas, y mucho menos
computadores. Hoy, esos vetustos caracteres romanos hacen poco
más que adornar algunos de nuestros prefacios. Ni siquiera el
decantado capitalismo es tan occidental como se pretende: “Los
orí�genes de la modernidad y del capitalismo son más amplios y se
encuentran no apenas en el conocimiento árabe, sino también en
los influyentes préstamos de India y de China” (Goody, 2011: 11).
La misma soberbia que le niega creatividad al resto del mundo
también menosprecia otras expresiones filosóficas y cientí�ficas
aplicándoles motes como “orientales”, “pre-capitalistas” o “pri-
mitivas”. Entonces, ¿cómo pensaba Europa antes de convertirse
en hegemónica en el Viejo Mundo? El filósofo alemán Paul Feye-
rabend (1975) nos ayuda a entender, trazando una historia del
pensamiento occidental que él divide en Cosmologí�a A (“arcai-
ca”) y Cosmologí�a B (“racional”). Al proponer una “epistemolo-
gí�a anarquista”, Feyerabend rechaza el racionalismo de la ciencia
convencional y afirma que la proliferación de teorí�as es apenas
benéfica para la propia ciencia. Crí�tico severo de la racionalidad
dogmática de ciertas vertientes cientí�ficas, él busca elementos en
ciencias humanas como la lingüí�stica y la antropologí�a, en figu-

8. Ver la discusión de Said (1979) sobre la invención de Oriente por parte de


Europa.
50 Alcida Rita Ramos

ras como Benjamin Whorf, E.E. Evans-Pritchard y Robin Horton


para refutar la omnisciencia y la eficacia social de la academia.
Al describir las caracterí�sticas de la Cosmologí�a A vigente en
la Antigüedad Clásica, Feyerabend se refiere a lo que denomina
“agregado paratáctico”, o sea, el conjunto de recursos de adquisi-
ción y transmisión de conocimiento que privilegia lo real, lo pal-
pable, lo visible, lo inmediatamente aprendido por los sentidos
y la relación entre elementos. Un ejemplo es la manera pictórica
de representar a un hombre vivo y a un hombre muerto. Siendo
exactamente la misma figura, sólo es posible determinar su es-
tado por la relación que la figura tiene con los elementos que la
rodean. El artista arcaico, dice él,
Trata la superficie sobre la cual pinta como un escritor trata un
pedazo de papiro; es una superficie real para ser vista como una
superficie real (…) y las marcas que él dibuja son comparables a
las líneas de un dibujo o a las letras de una palabra. Son sí�mbolos
que informan al lector sobre la estructura del objeto, de sus par-
tes, de la manera como éstas se relacionan entre sí�. (1975: 262;
énfasis en el original).
A partir de los siglos VII y V (aquí� todaví�a somos fieles a los
algoritmos romanos) antes de Cristo, ocurre una transformación
drástica que afectará el futuro de la ciencia y de la percepción
occidentales. Surge la perspectiva en la pintura y la separación
entre esencia y apariencia, entre sabidurí�a y conocimiento ver-
dadero. Diferentemente de lo “arcaico”, el nuevo artista, usando
la perspectiva, “toma la superficie y las marcas que pone sobre
ella como estímulos que deflagran la ilusión de una disposición de
objetos tridimensionales” (1975: 263; énfasis en el original). Fe-
yerabend prosigue: “el concepto de objeto cambió de un concepto
de agregado de partes perceptibles de igual importancia para el
concepto de una esencia imperceptible subyacente a una multi-
plicidad de fenómenos engañosos” (1975: 264). El más vistoso
espécimen moderno de esa Cosmologí�a B tal vez sea Magritte, que
pintó una pipa y, sardónicamente, le dio el famoso tí�tulo: “Esto no
es una pipa”, a lo que Michel Foucault añade: “En ninguna parte
hay pipa alguna” (Foucault, 1981: 43). O sea, no hay que confun-
dir la representación con el objeto representado.
Al criticar los rumbos de la racionalidad positiva de la cien-
cia moderna, Feyerabend emula el trabajo antropológico por su
capacidad de revelar sistemas de conocimiento alternativos y
más compatibles con la comprensión del mundo, y lamenta que
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 51

la academia moderna rechace en tono áspero la posibilidad de


atribuir estatus de ciencia a las formas no occidentales de cono-
cimiento, en especial, de los pueblos indí�genas. Al fin y al cabo,
dice Feyerabend, lo que queda de tanta racionalización no son
los métodos ni las teorí�as, sino
Juicios estéticos, juicios de gusto, prejuicios metafí�sicos, deseos
religiosos, en resumen, lo que queda son nuestros deseos subje-
tivos: la ciencia en su grado más general y avanzado devuelve al
individuo una libertad que él parece perder al entrar en sus partes
más pedestres. (p. 285).
O sea, la pequeña ciencia reprime, la alta ciencia libera.

Concluyendo: voces indí�genas en el ecúmene antropológico

Apuntar las grandes diferencias entre los modos de conocer y


de propagar conocimiento entre pueblos indí�genas y occidentales
no es ninguna novedad, pues es la forma privilegiada que la an-
tropologí�a tiene para fomentar el relativismo cultural y el respeto
por lo diverso. Lo que sorprende es constatar los puntos de con-
vergencia entre ellos. En la historia de la humanidad, se discierne
una clara bifurcación de modelos de conocimiento, habiéndose
asumido que una lí�nea, la occidental, produjo de manera lineal
y única una ciencia calcada en la racionalidad y la abstracción,
en el positivismo, si se quiere, y otra, la no occidental, condujo
al misticismo, al holismo, a la experiencia inmediata, a la pensée
sauvage, si se prefiere. No obstante, no sólo de racionalismo vivió
y vive el conocimiento de Occidente.
Todaví�a, evocando a Feyerabend, es necesario recordar que
no habrí�a pensamiento domesticado, o sea ciencia, ni alta ni baja,
si no fuera por la creatividad de la pensée sauvage. “En todos
los tiempos, el ser humano abordó su medio circundante con
los sentidos bien abiertos y una inteligencia fértil; en todos los
tiempos, hizo descubrimientos increí�bles; en todos los tiempos,
podemos aprender con sus ideas” (1975: 307). ¿Qué ideas son
esas? Es una larga lista:
Tribus primitivas tienen clasificaciones más detalladas de animales
y plantas que la zoologí�a y la botánica cientí�ficas contemporáneas,
conocen remedios cuya eficacia deja pasmados a los médicos (…),
resuelven problemas difí�ciles de maneras que hasta ahora no son
bien comprendidas (construcción de pirámides, navegación poli-
nesia), tuvieron una astronomí�a altamente desarrollada y cono-
52 Alcida Rita Ramos

cida internacionalmente en la vieja Edad de Piedra, astronomí�a


esa que era factualmente adecuada y emocionalmente satisfac-
toria, resolvía problemas físicos y sociales (…), era comprobada
por medios simples e ingeniosos (…). Hubo la domesticación de
animales, la invención de la agricultura rotativa, nuevos tipos de
plantas fueron creados y mantenidos en estado puro para evitar
la fertilización cruzada, tenemos invenciones quí�micas, tenemos
el arte más extraordinario comparable a las mejores realizaciones
actuales. (1975: 306-307; énfasis en el original).
De la pluma de un fí�sico contemporáneo tales realizaciones
adquieren una potencia aún mayor, tal vez por la propia sorpre-
sa del autor, que ya no es más la nuestra desde la antropologí�a.
Al ponderar sobre todas estas consideraciones, no es implausi-
ble vislumbrar una especie de meta-ciencia que englobe todas las
manifestaciones del saber, académicas o no, occidentales o no, o
dicho de mejor manera, conocidas y por conocer. Serí�a algo como
una cacofoní�a disciplinada, una multiglosia subyacente a todas
las formas de conocimiento humano, potencialmente comparti-
da, aunque muchas veces renegada. De hecho, parece que sobre
esa resistencia fue que se fundó la ciencia moderna. La ascensión
del racionalismo en la Grecia antigua, afirma Feyerabend, “es un
ejemplo fascinante de la tentativa de trascender, desvalorizar y
descartar formas complejas de pensamiento y experiencia” (1987:
65). Tales formas consistí�an en
ontologí�as sutilmente articuladas que incluí�an espí�ritus, batallas,
ideas, dioses, arcoí�ris, dolores, minerales, planetas, animales, festi-
vidades, justicia, destino, enfermedad, divorcios, el cielo, la muerte,
el miedo –y así� por delante. Cada entidad se comporta de manera
compleja y propia que, aunque siga un modelo, revela constante-
mente nuevos y sorprendentes elementos y, por lo tanto, no pue-
den ser capturados en una fórmula. (1987: 64).
Tal es la complejidad y riqueza que el estrecho racionalismo
cientí�fico abandona por no ser “cientí�fico”.
De todo esto se concluye que las diferencias proverbiales en-
tre el pensamiento indí�gena y el pensamiento cientí�fico occiden-
tal no son así� tan grandes y que un acoplamiento antropológico,
en lugar de resultar en algún hí�brido estéril, llevarí�a a un nuevo
nivel de conocimiento y comprensión. Esta conclusión desauto-
riza la distinción lévi-straussiana entre pensamiento silvestre y
pensamiento domesticado, pues no hay pensamiento que no sea,
siempre ya, producto de una fina domesticación.
II. Mentes indí�genas y ecúmene antropológico 53

Benjamin Whorf, ingeniero y lingüista norteamericano, que


es conocido por haber creado junto a Edward Sapir la hipótesis
Sapir-Whorf, afirma en conformidad con ésta que el lenguaje es
el que moldea el pensamiento y no al revés (Whorf, 1956). Pen-
samos porque hablamos y hablamos porque fuimos instruidos
para hablar de acuerdo con el código cultural que nos correspon-
de. Estudioso de la lengua hopi, Whorf se dio cuenta de que los
conceptos de tiempo y espacio, como nosotros los conocemos,
no hací�an parte de ella. Sin embargo,
La lengua hopi es capaz de describir correctamente, en un senti-
do pragmático u operacional, todos los fenómenos observables
del universo. (…) Así� como es posible que haya cualquier número
de otras geometrí�as no euclidianas que perfectamente logren en-
tender configuraciones del espacio, también es posible que haya
descripciones del universo, todas igualmente válidas, que no con-
tengan nuestros contrastes familiares de tiempo y espacio. (Whorf,
1956: 58).
Como vimos en la discusión sobre metáfora, tanto en hopi
como en inglés y en cualquier otra lengua, la estructura lingüí�stica
es la que moldea las formas de pensar y conocer. La cuestión del
pensamiento y del proceso de pensar es cultural, involucrando,
en especial, “un agregado coheso de fenómenos culturales que
llamamos lengua” (Whorf, 1956: 65). Por lo tanto, pensar es un
producto de la domesticación del cerebro. A partir de allí�, nada
más en la expresión humana es silvestre, independientemente
de si nos sentamos o no en los pupitres de la escuela por secula
seculorum.
La antropologí�a serí�a sabia si sedujera a la intelectualidad
indí�gena para que se sume a sus filas, para emprender un pro-
grama de revitalización, inyectando nuevas teorí�as, temáticas,
abordajes y sensibilidades en una disciplina que ya se ve cami-
no a la decrepitud. Resta saber si tal propuesta de revitalización
atrae el interés de los indí�genas, si ellos están dispuestos a dar
aún más de sí� después de pasar más de quinientos años haciendo,
exactamente, eso: sobrevivencia y renovación, en una infinidad
de experimentos en resiliencia y domesticación de la virulencia
invasora, frente a ese flagelo que vino del Viejo Mundo para aso-
larlos en tiempos de conquista y que, por señal, aún no terminó.
Llevemos esta idea hasta las últimas consecuencias. Pregun-
témonos si el resultado de esa conjunción de saberes o ecúmene
antropológico no harí�a innecesaria la antropologí�a como hoy la
54 Alcida Rita Ramos

conocemos. ¿Una antropologí�a totalmente ecuménica no serí�a,


al final de cuentas, una contradicción de términos? O, ¿serí�a una
dimensión post-antropológica de conocimientos entrecruzados?
Construir puentes de significado atravesando innumerables áreas
de cognición y emotividad tal vez haga dispensable el mantener
una disciplina que surgió, precisamente, por falta de esos y de
otros puentes. Habiendo cumplido su designio, la vieja antropo-
logí�a podrí�a tener un desenlace digno de Misión Imposible.

Agradecimientos

Soy grata a José Pimenta y a Luis Cayón por la lectura gene-


rosa que hicieron de la primera versión de este texto. Expreso
mi gratitud a Christiane Girard por su sensible percepción de la
persona que existe detrás de la escritura. Agradezco especialmen-
te a Wilson Trajano Filho por las sugerencias, siempre justas y
animadoras, que instigaron mi imaginación.

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57

III. La creación de espacios


para la revitalización cultural.
La investigación antropológica
en la globalización*1
June Nash

Introducción

L
a base paradigmática del trabajo de campo etnográfico
es una respuesta a los cambios en los mundos en que vi-
vimos, así� como a los cambios en los modos en los que la
ciencia se construye desde la academia. Hace medio siglo,
cuando comencé la investigación de campo para mi tesis doctoral,
nos veí�amos a nosotros mismos como observadores con un interés
cientí�fico por las más variadas formas de ser humanos. Nos aden-
trábamos en el campo no para juzgar, ni tampoco para rescatar a
pueblos en peligro, sino para registrar sus modos de adaptarse a
su entorno o su incapacidad para ello. Estábamos fuera de su sis-
tema de intercambio, donde la reciprocidad desde cada lado hací�a
peligrar las condiciones para un encuentro “de laboratorio”. Una
regla tácita prohibí�a el pago por la información, pues ello implica-
ba la mercantilización del conocimiento. Tampoco era aceptable
introducir programas que fueran considerados una violación de
la regla fundamental del relativismo cultural, según la cual uno
solo puede juzgar la conducta de acuerdo con un determinado
sistema cultural. � sta era la premisa para el rechazo por parte de
la Asociación Antropológica Americana en la Convención de las
Naciones Unidas sobre Derechos Humanos en 1946.

*. Traducción: Zenón Luis-Martí�nez y Débora Betrisey.


58 June Nash

Nuestra investigación a mediados del siglo XX estuvo definida


por los antropólogos sociales que operaban en el Imperio Británi-
co, Alfred Radcliffe-Brown y Bronislaw Malinowski, promotores
del paradigma funcionalista. El trabajo de campo fue restringido
a culturas acotadas definidas como tribus en Asia y Á� frica, y más
tarde como comunidades en América Latina. La autoridad colonial
y las relaciones entre occidentales y sociedad tribal se mantení�an
fuera de los lí�mites que enmarcaban a la etnografí�a. El énfasis se
poní�a en aquello que hací�a funcionar a las sociedades, excluyendo
el siempre presente pero ignorado conflicto que caracterizaba a la
sociedad colonial. Cuando acompañé a mi esposo, Manning Nash,
a estudiar a los mayas en el altiplano occidental de Guatemala
entre 1953 y 1954, no estábamos preparados para incorporar
nuestra experiencia durante el instigamiento norteamericano al
gobierno democrático del presidente Jacobo Arbenz Guzmán. A
pesar de que el gobierno tí�tere de Castillo Armas amenazó con
enviarnos de regreso como norteamericanos simpatizantes pro-
comunistas porque habí�amos hecho amistad con los trabajadores
sindicados, esto no fue parte del marco etnográfico de la mono-
grafí�a publicada por Manning Nash (1956).1
Llevé a cabo la investigación doctoral en el año 1957 como
parte del equipo que trabajaba con Sol Tax en el territorio de ha-
bla tzeltal, al este de San Cristóbal de las Casas, la capital colonial
de Chiapas. Al igual que otros estudiantes, utilicé el modelo de
investigación funcionalista malinoswkiano durante mi primer
encuentro de campo con los mayas de habla tzeltal en Amatenan-
go del Valle, en Chiapas en 1957. Cada uno de nosotros trabajó
con una gran autonomí�a en las que denominábamos comunida-
des corporativas cerradas. Fui asignada a Amatenango del Valle,
una aldea dedicada a la producción de cerámica situada a 7600
pies de altura en la Autoví�a Panamericana. Alfonso Villa Rojas,
un antiguo alumno y colega de Robert Redfield y de Sol Tax, nos
ayudó a orientarnos en nuestros lugares en su rol como director
del Instituto Nacional Indí�gena.
Pronto me di cuenta que dos antropólogos mexicanos que
habí�an estado trabajando en Amatenango recibieron órdenes
de las autoridades locales para irse del pueblo. Yo no sabí�a por
qué, hasta que recibí� una inesperada visita del alcalde con dos

1. Escribí� sobre esta experiencia tiempo después, cuando Smith y Abigale Adams
llevaron a cabo una conferencia sobre el quincuagésimo aniversario del golpe
de Estado guatemalteco.
III. La creación de espacios para la revilitación cultural 59

de sus oficiales. Después de dos rondas del “posh” destilado en


el pueblo que habí�an traí�do con ellos, pregunté a qué debí�a el
honor de semejante visita. El alcalde respondió, “hemos venido
a comunicarle que estamos de acuerdo en que usted se quede
en Tz’ontahal (el nombre tzeltal del pueblo principal)”. Después
de otras dos rondas pregunté con cautela por qué habí�an toma-
do esa decisión, y me respondieron: “Nunca nos habí�a dicho que
vení�a usted a civilizarnos”.
Aprendí� dos principios básicos para sobrevivir entre ellos: 1)
estaba viviendo en una comunidad cerrada y corporativa, mu-
cho más real que lo que crí�ticos posteriores de ese concepto han
admitido, y 2) esta gente no querí�a ningún programa traí�do por
foráneos –ni siquiera aquellos de los propios mejicanos– “para
mejorar sus vidas”. Por lo menos hasta mi llegada, los nativos de
este pueblo eran capaces de practicar la autonomí�a dentro de
los lí�mites de su municipio. Más allá de estas fronteras defini-
das por la colonia española, los indí�genas tení�an pocos derechos
ciudadanos.
La propuesta del paradigma funcionalista nos sirvió en un área
donde solamente unos pocos etnógrafos habí�an residido.2 Entre
mis experiencias más iluminadoras en el lugar de mi primer tra-
bajo de campo puedo destacar las siguientes. No podrí�a tener un
piso de cemento en la casa donde planeaba vivir en Amatenango
del Valle. Solo después de una larga discusión con mi futuro casero
entendí� que esto estaba prohibido, ya que la tierra de debajo de la
cama de los ocupantes debí�a ser depositada en su tumba, o de lo
contrario su alma no descansarí�a. Cuando su hija y futuro yerno
iban a ocupar la casa cuando yo dejaba libre, el casero no quiso
que ellos se enfrentaran al dilema de la pérdida de su alma al no
poder exhumar el suelo. Más tarde, después de haberme mudado
a la casa yo tení�a una letrina de cemento en el patio como prueba
de las prácticas sanitarias del Instituto Nacional Indí�gena. Poco
después, me enteré de que era el blanco de las bromas de los ve-
cinos, ya que consideraban que almacenaba los excrementos, y

2. Saler, un etnólogo alemán que habí�a precedido a Tax, tomó como unidad
etnográfica el dialecto lingüí�stico. Esto ocultó quinientos años de prácticas
coloniales españolas en el tratamiento de los municipios, comparables a los
condados en los Estados Unidos como unidad de gobierno. Las muchas prác-
ticas tradicionales que se habí�an desarrollado en cada una de las distintas co-
munidades de Chiapas se habrí�an perdido, al igual que las acciones que cada
una utilizó para adaptase al gobierno colonial y durante la independencia.
60 June Nash

que impedí�a que los pollos y los perros compartieran los granos
de maí�z evacuados.
Junto a estas lecciones de supervivencia en mi primer trabajo
de campo también entendí� los valores que subyacen a las conduc-
tas. Al principio estaba horrorizada de que los niños no fuesen a
la escuela que se introdujo en Chiapas en la década de los años
cuarenta, y de que solamente los muchachos que eran enviados a
un internado de las tierras bajas de Ocosingo pudiesen aprender
a leer y escribir. Aprendí� a darme cuenta de que es así� como los
indí�genas preservaban su modo de vida, resistiendo a las insti-
tuciones gubernamentales que sistemáticamente destruí�an su
cultura. Las muchachas se convertí�an en repositorios de cultura,
ya que permanecí�an al margen de la escuela, monolingües y anal-
fabetas. Esto no cambió hasta que un oficial retirado del ejército
se convirtió en director de la escuela local. Insistió para que los
padres llevaran a los niños a la escuela, y la mayorí�a aceptó, ya
que tení�a un formidable aire autoritario y un arsenal de viejos
rifles del ejército a la entrada de la escuela.
El mantenimiento de las tradiciones culturales se basaba tam-
bién en la defensa de su economí�a de subsistencia. Amatenango
ganó más tierra cuando comenzó a hacerse efectivo el artí�culo
de la constitución de 1917 sobre la reforma agraria en los años
treinta. A diferencia de Chamula, donde los hombres se veí�an obli-
gados a buscar trabajo en las plantaciones costeras, los ejidos pro-
ducto de la reforma agraria eran suficientes para las necesidades
diarias, y solamente los hombres jóvenes que estaban ahorrando
dinero para los costos de sus compromisos de boda y también
aquellos que habí�an asumido la carga de las celebraciones de los
santos, buscaban trabajo asalariado. Además, las mujeres gana-
ban dinero con la venta de la cerámica. Hombres y mujeres por
igual rechazaban comprar cualquier otro bien de consumo que
no fuese material para elaborar trajes tradicionales, y que se con-
seguí�a en los pueblos vecinos. Hasta los años setenta no habí�an
tenido acceso a créditos bancarios. Cuando estaba terminando
mi trabajo de campo en 1967 el gobierno comenzaba a ofrecer
créditos a través del Banco Nacional de México, promoviendo así�
la adquisición de fertilizantes petroquí�micos introducidos por la
compañí�a petrolí�fera Petróleos Mexicanos (Nash, 1970).
Cuando regresé a visitar Amatenango dos décadas después me
encontré con que los cambios que se habí�an iniciado durante mi
primera estancia habí�an erosionado las bases para la autonomí�a.
III. La creación de espacios para la revilitación cultural 61

Todas las casas nuevas se habí�an construido con bloques de ce-


mento y tejados de metal o tejas. Muchas de las casas del centro
del pueblo tení�an agua corriente potable de rí�os de la montaña,
electricidad, y varios camiones propiedad de miembros de la co-
munidad estaban aparcados en las aceras de las casa. Me enteré
que dos hombres jóvenes que habí�an desafiado a las autoridades
tradicionales por introducir dichos cambios en la década de los
sesenta, habí�an sido asesinados en ese intervalo de tiempo, tal
vez por envida, como han dicho sus vecinos y con toda probabi-
lidad porque habí�an intentado poner en marcha algunas de las
innovaciones que yo vi en 1982. Una mujer que yo habí�a conocido
cuando era una joven prometida también la habí�an matado. Ha-
bí�a organizado una cooperativa de mujeres que desafió el papel
masculino en la comercialización de las artesaní�as de cerámica
que sus esposas elaboraban. Selló su destino cuando denunció a
su rival polí�tico por el uso fraudulento de fondos públicos cuando
inició su campaña electoral por la alcaldí�a en 1980.
Todaví�a a finales de la década de los ochenta, cuando volví�
con estudiantes para hacer un estudio del cambio en la región,
una nueva fuerza de reivindicación étnica estaba arrasando las
áreas indí�genas. En 1974 la diócesis de San Cristóbal de las Ca-
sas organizó una convención indí�gena que atrajo a hombres y
mujeres jóvenes de los municipios que habí�an sido los bastiones
de la resistencia. Esto estimuló una ola de autodeterminación en
sectores sociales más amplios que alentaban el cambio mediante
el cual los indí�genas iban definiendo sus propios fines para el de-
sarrollo y el cambio. El propio progreso se iba redefiniendo por
parte de jóvenes indí�genas que buscaban adquirir la lengua y las
destrezas educativas que les permitiesen reconfigurar un Estado
multicultural. Comenzaban a plantear una crí�tica a las institucio-
nes del Estado que habí�an estigmatizado su propia cultura, como
el propio Instituto Nacional Indí�gena (INI) (Nash, 2001).
En Amatenango la transformación estaba llenando de vitalidad
a mujeres y hombres por igual. Un antropólogo mexicano estaba
trabajando con alfareros para organizar una cooperativa de ven-
ta de cerámicas que era visitada por turistas, por compradores
mayoristas de museos y almacenes privados. Y más gratificante
para mí� fue saber que un joven amatenanguero de nombre Ra-
món Bautista que estaba cursando su grado en antropologí�a de
la Universidad de Chiapas (UNACH), estaba también organizando
un museo en el pueblo.
62 June Nash

Claramente el control por parte de las autoridades tradiciona-


les se fracturó, pero no se destruyó. Cuando el hechicero curan-
dero murió en 1981, nadie lo sustituyó. La venta de cerámica de
las mujeres se extendió más allá de los pueblos vecinos a otras
ciudades del Estado y de la nación, y elaboraban vasijas ornamen-
tales y figuras de animales que no se permití�an antes. Su estatus
estaba cambiando a la vez que su producción comenzaba a valo-
rarse en otros mercados, lo cual les permití�a adquirir mayor po-
der en la toma de decisiones. Pero el cambio también tuvo como
resultado un aumento de la violencia doméstica.
Durante las décadas después de mi regreso a trabajar en
Chiapas en 1989 me di cuenta de la necesidad de cambiar mi
modelo de trabajo de campo. Los pobladores indí�genas que ha-
bí�an colonizado la selva Lacandona y el crecimiento demográfico
en las tierras altas de Chiapas durante mis treinta años de ausen-
cia se habí�an convertido en el centro de rebelión Zapatista en la
década de los noventa. La gente no solamente toleró la novedad,
sino que me pidieron asesoramiento sobre temas médicos y de
mercado. La mayorí�a de hombres y mujeres hablaban tanto el
español como el tzeltal. Estaban al tanto de los acontecimientos
mundiales a través de la televisión, ahora propiedad de decenas
de familias de Amatenango. Camiones, tractores y autobuses ha-
bí�an casi reemplazado al trasporte de caballos y animales. Ramón
Bautista, el estudiante de antropologí�a de Amatenango de la Uni-
versidad de Chiapas, buscó activamente mi apoyo y asesoramiento
para la organización del museo. Me pidió que relatara la historia
del cambio en Amatenango, en la primera reunión pública en
el que revela el plan, en 2007. Llegué al auditorio del ejido, o la
comisión de reforma por la tierra, donde estaba programado el
acto, y tuvimos que esperar a las copas que suelen concluir este
tipo de encuentros para tener claro que el alcalde no apoyaba el
proyecto del museo.
Al año siguiente, cuando se avecinaba la crisis financiera mun-
dial en el año 2008, mi joven colega me pidió que presentase una
charla con diapositivas. Habí�a un nuevo alcalde, por primera vez
un hombre que no era de la cabecera, o centro del pueblo. Como
otras personas de las aldeas de los municipios indí�genas, era
menos reacio al mundo exterior que los que viví�an en el centro.
Una hora después de la charla el proyecto tení�a fecha. Concluí� mi
charla, diciendo que Amatenango era un ejemplo para el mundo
de cómo una producción doméstica casi autosuficiente de maí�z
III. La creación de espacios para la revilitación cultural 63

y cerámica permití�a a los jóvenes permanecer en un pueblo en


tiempos de crisis financiera. El alcalde dio por finalizado el en-
cuentro alabando el papel de los antropólogos por llamar la aten-
ción sobre Amatenango y su notable tradición cerámica.

Cambiando las prácticas del trabajo de campo

Las percepciones de los antropólogos sobre el mundo que


estudiamos han cambiado, y con ello la manera de hacer trabajo
de campo. Hay muchas dimensiones del paradigma emergente
sobre el trabajo de campo en la globalización que el antropólogo
incorpora en su estudio. Yo he identificado los siguientes cambios
a partir de mi experiencia de trabajo de campo y de mi lectura
de las etnografí�as más recientes. Estos son: 1) el viraje desde el
observador objetivo hacia el participante activista; 2) el cambio
de foco desde la práctica normativa a la inclusión de la fractura
social y la rebelión; y 3) un énfasis especial en la creación de es-
pacios para el diálogo y los intercambios culturales con las per-
sonas que estudiamos.

1) Desde el observador objetivo al participante activista

Mi propio sentido de la importancia del activismo en el tra-


bajo de campo procede de mi compromiso en tres delegaciones.
La primera experiencia fue cuando me pidieron organizar una
sesión de antropólogos interesados en América Latina para el
Tribunal Bertrand Russell en 1980. Me sumé a colegas que ha-
bí�an trabajado después de que los Estados Unidos instigasen los
golpes de Estados en Guatemala en 1954 y en Chile en 1973. La
segunda delegación en la que participé fue organizada por CISPES
en 1982 para ir a El Salvador y Nicaragua a entrevistar a funcio-
narios gubernamentales, lí�deres cí�vicos, militares y educadores
sobre las guerras instigadas por el gobierno de Reagan. El tercer
evento fue en junio de 1996, cuando se me permitió sumarme al
diálogo en San Andrés Larraí�nzar con la Comisión para el Acuer-
do y la Paz tras el levantamiento Zapatista. Finalmente, en 2003
cuando ingresé en una Comisión de expertos de América Latina
y Estados Unidos para presenciar el juicio de los responsables
militares acusados por el asesinato de Myrna Mack, una joven
antropóloga guatemalteca asesinada mientras estaba investigan-
do en las aldeas donde habí�an ocurridos las masacres.
64 June Nash

En cada uno de estos puestos aprendí� sobre los lí�mites de la


condición humana. En el Tribunal de Bertrand Russell estaba im-
presionada con la gama de testimonios proporcionados por los
participantes, muchos de los cuales testificaron sobre la tortura
y la violencia en sus paí�ses a raí�z de algunos episodios más des-
garradores de la historia del continente. En el segundo episodio
aprendí� más sobre las acciones de los Estados Unidos en paí�ses
como América Central que las que habí�a imaginado de mis expe-
riencias en Guatemala en 1953-4. Aunque habí�a visto la moviliza-
ción de tropas, las masacres que siguieron a la administración de
Reagan y durante la administración de Eisenhower superan todo
lo que habí�a leí�do en los medios de comunicación. En el tercer
cometido, en San Andrés Larrainzar en Chiapas, estaba impre-
sionada con la creciente conciencia indí�gena y la determinación
por encontrar un lugar a su gobierno autónomo en un entorno
genocida. En el último cometido en Guatemala, donde asistí� a
las audiencias de un oficial militar del ejército acusado de la res-
ponsabilidad por el asesinato de Myrna Mack, tomé conciencia
del constante peligro que corrí�an todos aquellos que intentaban
devolver a su paí�s un estado de justicia. Nuestra delegación visitó
aquellos lugares en los que se iban recopilando pruebas de abuso
de los derechos humanos. Antropólogos fí�sicos y antropólogos
culturales de Europa y otros paí�ses latinoamericanos, que se su-
maron a los colegas guatemaltecos, examinaron, clasificaron y
catalogaron cajas llenas de restos de ví�ctimas del genocidio, y
otros entrevistaron a los supervivientes de aquellos actos que
habí�an sellado su destino.
Fue entonces cuando consideré estos compromisos volunta-
rios como parte de mi vida profesional. Cada año desde entonces
estoy más convencida de que son parte tan esencial de la investi-
gación antropológica como lo es el trabajo de campo patrocinado
por agencias de investigación.

2) Del funcionalismo a las narraciones de terror y violencia

El enfoque antropológico funcionalista fue criticado fuerte-


mente por estudiosos de Latinoamérica, quienes impugnaron
el sello normativo del indigenismo. En Chiapas el proyecto de
Harvard, dirigido por Evon Vogt, se convirtió en sinónimo de esta
práctica normativa (Hewitt de Alcántara, 1984). Mi estudio sobre
el homicidio en Amatenango en la década de los sesenta me ha-
III. La creación de espacios para la revilitación cultural 65

bí�a convertido en una outsider en estos cí�rculos antropológicos


(Nash, 1960, 1970). En la década de los noventa, la mayorí�a de los
antropólogos respondieron favorablemente a la insurgencia gene-
ralizada que movilizaba no sólo a los pueblos zapatista, sino tam-
bién a las bases católicas a través de la diócesis de San Cristóbal.
El trabajo de campo en estos lugares, que algunos consideran
de ruptura social y otros de revitalización social, ha expandido
los horizontes de estudio. Nuestra anterior experiencia nos da
una perspectiva histórica para observar los procesos de cambio
como parte intrí�nseca del nuevo paradigma.
Dada la importancia de la integración global, es importante
para nosotros favorecer el intercambio de ideas e información
en tiempos de crisis social en un nivel más profundo de carácter
humanista, con el fin de superar los obstáculos ideológicos. El
impacto polí�tico de estos intercambios puede ser enorme, so-
bre todo cuando se tiene en cuenta el peligro en el que muchos
compañeros trabajan.
Las redes académicas pueden intervenir cuando su vida y su
trabajo se ven amenazados. Esto me llamó la atención, en par-
ticular, cuando colegas chilenos y guatemaltecos visitaron los
campus universitario de Estados Unidos en la década de los se-
tenta y ochenta. La violencia y el terror que ellos registraban tres
décadas atrás se encuentran extendidos en la actualidad. Estos
encuentros y narraciones del terror y la violencia de estudiosos e
investigadores internacionales que viven en paí�ses en estado de
sitio, están dando forma a las nuevas prácticas de la antropologí�a.
Su experiencia de campo ha dado lugar a representaciones ví�vidas
de descripciones históricamente fundadas en Guatemala y otros
campos de exterminio (Carmack, 1983; Lutz and Nonini, 2003;
Manz, 2004; Warren, 1993). La antologí�a de las investigaciones
antropológicas editadas por Nancy Schepper-Hughes y Philip-
pe Bourgeois (2004) proporciona un marco para considerar el
lado oscuro de la historia humana explorado por antropólogos.
Antropólogos ecologistas están sacando a la luz la violencia a
las poblaciones y la vida silvestre desde los atolones de coral de
las islas del Pací�fico hasta la reducción de la selva del Amazonas,
México y América Central. Dove (en Dove y Carpenter, 2007) ha
reunido muchos estudios ecológicos recientes que no solo enri-
quecen nuestro conocimiento de las poblaciones en situaciones
de estrés, sino también contribuyen a la teorí�a y el método.
66 June Nash

3) Creando espacios para la superviviencia cultural

Un cambio especialmente bienvenido ha tenido lugar cuando


los antropólogos sociales, arqueólogos, antropólogos fí�sicos y
lingüistas han comenzado a participar en la creación de espacios
para ampliar nuestra perspectiva sobre la inteligencia humana y
el potencial de la convivencia pluricultural. En estos foros inter-
nacionales se está inventando, discutiendo y difundiendo la base
paradigmática de la globalización multicultural.
La contribución que están haciendo los antropólogos consiste
en traer la experiencia que nosotros desarrollamos en el estudio
de la cultura a la práctica en los circuitos globales. La expansión
de lugares de comercio desde 1972 ha sido una actividad perma-
nente de Cultural Survival, organización con sede en Cambridge
creada por David Maybury-Lewis. Entre los que continúan esta
tradición en América latina se encuentran Ronald Nigh y Nemesio
D. Rodriguez (1995), quienes escribieron sobre la conservación
de los bosques y campos en Chiapas; Christine Eber, quien ayuda
a llevar los productos de las mujeres tejedoras de Chenalhó a Es-
tados Unidos; Jeanne Simonelli y Duncan Earle, quienes ayudan a
comercializar los productos de las cooperativas mayas de miel y
a los cultivadores de café y tejedores de la selva Lacandona; Kate
O’Donnel, quien trae los productos tradicionales de la cooperativa
K’inal Antzetik a todos los lugares de reunión de los antropólogos.
Asesores de museos han reconocido el valor y la rentabilidad de
la compra de productos artesanales tradicionales en las tiendas
minoristas. Los museos mexicanos, en particular, han promovi-
do la producción artesanal durante medio siglo a través de sus
puntos de venta en los museos nacionales y regionales. Betty
Duggan fomenta esto en su obra en los museos norteamericanos.
En lugar de desesperarse por la pérdida de nuestro objeto de
estudio con la disminución de la diversidad cultural, un número
de lingüistas sociales han abierto centros para la recuperación de
las narraciones literarias y narrativas orales. Louanna Furbee ha
desarrollado un centro en Comitán, Chiapas, donde ha ayudado
a organizar el Tojolobal Language Documentation Center (TLDC).
Ella formó a cinco jóvenes tojolobal con limitadas oportunidades
educativas en lingüí�stica básica y en documentación de archivos
digitales, preparándolos para enseñar la alfabetización en la len-
gua materna y crear programas de revitalización. Ellos a su vez
han formado a estudiantes adolescentes indí�genas en varias co-
III. La creación de espacios para la revilitación cultural 67

munidades. En cuatro de esas comunidades se formaron y equi-


paron centros comunitarios de documentación que trabajan en
colaboración con el TLDC. El centro pasará a ser dirigido por los
participantes tojolobales en pocos años (Furbee, 2011).
Jan Rus y Diane Rus (2012) han contribuido a la literatura tzo-
tzil con el Taller Tzotzil, patrocinado por el Instituto de Asesoria
Antropológica para la Región Maya, dirigido por Andrés Aubrey.
El Taller está dedicado a la documentación de la lengua tzotzil y
la historia de la descolonización de los y las autores mayances.
Los documentos amplí�an nuestro entendimiento de la historia
indí�gena con estas narraciones y relaciones en las propias pala-
bras de los protagonistas.
Otro centro de crecimiento innovador para la expresión e in-
tercambio cultural ha sido la formación de escritores y grupos
de performance. Hace más de veinte años Robert Laughlin ayudó
a organizar el Sna Tz’ibajom, con dramaturgos y actores tzotzil.
Miriam Laughlin ha patrocinado el Fomento de la Mujer Maya, un
grupo de mujeres tzotziles también dedicadas a escribir teatro,
actuar y promover otras prácticas culturales. Estos antropólogos
activistas llevan el conocimiento y la creatividad de la perfor-
mance que promueven a un público más amplio que asegura la
vitalidad de las lenguas y el campo de la antropologí�a, ayudando
a establecer lugares en los cuales los pueblos indí�genas trabajan
de forma creativa.

Conclusión

Este enfoque activista nos recuerda lo que motivó a aden­


trarnos en una disciplina que tiene como su leitmotif la condi-
ción holí�stica que influye sobre la supervivencia humana, animal
y medioambiental. Las respuestas creativas a un nuevo entorno
de investigación van más allá de la formulación de teorí�as abs-
tractas para diseñar estrategias que mantengan y reinventen el
propio campo. El futuro de la antropologí�a no se mide solamente
por el éxito de las construcciones teóricas, sino también por las
estrategias para mantener la variedad y la riqueza que hemos
considerado como algo dado, y por la inclusión de los métodos
y los objetivos que aplicamos a la misma. Ya sea porque estemos
examinando espacios de terror y de violencia revelada en las na-
rraciones de aquellos que la han vivido, o exhumando cadáveres
de fosas para determinar la fuente de las balas y determinar el
68 June Nash

número de mujeres, hombres y niños, ampliamos el conocimiento


de lo que somos como especie humana en los rastros de la con-
dición humana que de otro modo podrí�an ser ocultados en las
historias. El enfoque multidisciplinar es una premisa necesaria
que guí�a a los centros de investigación que están trabajando con
el pasado y con estados permanentes de desesperación.
Las transformaciones provocadas por la globalización son hoy
una parte central de la disciplina. Ahora más que nunca tenemos
que confiar en las habilidades y conocimientos de los cuatro cam-
pos que tradicionalmente eran parte de la disciplina, y también
de la experiencia de las instituciones mundiales de la medicina,
el derecho y la religión para analizar y reconstruir las fuerzas
puestas en movimiento por los procesos globales. A principio
de la era post-colonial, hace cincuenta años, cuando comencé el
trabajo de campo, nos dimos cuenta que ya no podí�amos confiar
en la policí�a colonial para reunir a nuestros informantes como
nuestros predecesores podí�an hacerlo. Gluckman (1964) fue uno
de los primeros etnólogos que insistió en prestar atención a las
estructuras de poder en los marcos coloniales y post-coloniales.
En el trabajo con las ví�ctimas del trauma se ha hecho cada vez
más importante cultivar relaciones de confianza e igualdad. Esto
significa participar plenamente, no solo en la vida cotidiana, sino
también en los riesgos a los que nuestros informantes se enfren-
tan diariamente.
En el paradigma emergente del trabajo de campo los antro­
pólogos están dando un paso adelante en la creación de espacios
para un intercambio de pareceres que conduzca hacia la compre-
sión mutua. Como investigadores comprometidos no solamente
tenemos que observar y participar en un proceso continuo de
cambio, sino también contribuir a las condiciones para la super-
vivencia y la creatividad de las personas a las que estudiamos.

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71

IV. Acerca del posicionamiento:


investigación activista, crí�tica
cultural o activismo crí�tico
Laura Kropff

Introducción

L
a reflexión en torno al ví�nculo que los investigadores cons-
truyen con sus interlocutores en la trama de relaciones
que constituye el campo, tiene una larga tradición en la
antropologí�a. La polí�tica de esa relación se convirtió en
un tema central de discusión a partir de los debates acerca del
lugar de la antropologí�a en el proceso colonial producidos desde
de la década de 1960 (un texto clásico al respecto es Asad, 1973).
La intención aquí� es retomar una de las muchas aristas de esa
reflexión que es la que indaga acerca del compromiso polí�tico de
los investigadores. Si algo aprendimos en el debate, es que no es
posible pensar la antropologí�a por fuera del contexto geopolí�ti-
co en el que se produce. El punto de vista del investigador está
siempre situado y configura la práctica de construcción de cono-
cimiento en múltiples niveles.
En ese sentido, Rosana Guber se detuvo en el análisis de la
polisemia que el término compromiso ha tenido desde los ini-
cios del desarrollo de la antropologí�a social en Argentina en la
década de 1960 y trazó dos lí�neas fundacionales que condensan
sentidos. Una de ellas asume que el compromiso tiene que ver
con la rigurosidad metodológica y teórica, mientras que la otra
entiende que el compromiso implica orientar la práctica de pro-
ducción de conocimiento a la transformación revolucionaria de la
72 Laura Kropff

sociedad y, en ese sentido, pone en cuestión la relación asimétrica


implicada en el trabajo de campo. Según esta segunda interpreta-
ción, el antropólogo debe estar comprometido con los objetivos
polí�ticos de sus investigados (Guber, 2008). Estas dos grandes
definiciones han sido puestas en acto, reproducidas, cuestiona-
das o rearticuladas en diferentes momentos de la antropologí�a
argentina. La idea aquí� es ponerlas nuevamente en tensión para
pensar la práctica disciplinar en la primera década del siglo XXI.
Para ello, anclaré la reflexión en el proceso concreto de investi-
gación de mi tesis doctoral.
La primera década del siglo XXI se puede caracterizar como
un momento histórico atravesado por la crisis, producto de las
polí�ticas neoliberales aplicadas en la década de 1990 y por el de-
sarrollo de estrategias para revertir sus consecuencias. La salida
de esa crisis implicó polí�ticas de desendeudamiento y aumento
de la inversión pública. Entre otras medidas, se incluyó un impor-
tante aumento de la inversión en educación, ciencia y tecnologí�a
que modificó sustancialmente las condiciones de trabajo de los
investigadores.1 Sin embargo, el cambio de rumbo en la polí�tica
educativa y cientí�fica no tuvo efectos instantáneos. Entre 2001
y 2007, años en los que realicé mi investigación, las condiciones
eran aún el catastrófico resultado de los recortes y el vaciamien-
to. Se trató, además, de un momento en el que el debate acerca
de la investigación comprometida, la relación entre la academia
y los movimientos sociales, etc., ganó espacio en distintos foros.
En función de desarrollar este análisis presentaré, en primer
lugar, el caso sobre el que basé mi investigación para trazar la
trama de relaciones que constituyó el campo. En segundo lugar,
introduciré el contexto académico en el que se produjo la tesis
para explicitar las condiciones de trabajo en las que se desarrolló.
Finalmente, abordaré la discusión acerca del compromiso polí�ti-
co de la investigación en torno a diferentes categorí�as desde las
que puede pensarse.

1. En 2006 se promulgó la Ley de Financiamiento Educativo que preveí�a un


aumento del porcentaje del Producto Bruto Interno destinado a educación,
ciencia y tecnologí�a del 4% al 6% con un 60% de aportes de la nación y un
40% de aportes de las provincias. Entre otras transformaciones que fueron
efecto de esta ley, se incrementó la cantidad de becarios e investigadores del
Consejo Nacional de Investigaciones Cientí�ficas y Técnicas (CONICET).
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 73

El anclaje en el campo

Desde el año 1997, realizo trabajo de campo etnográfico en el


norte de la Patagonia argentina. En mi tesis de licenciatura (2001)
analicé los procesos de rearticulación identitaria producidos por
migrantes chilenos y de las zonas rurales que se asentaron en la
década de 1980 en los barrios periféricos de la ciudad de Barilo-
che, provincia de Rí�o Negro. En el contexto de esa investigación
abordé marginalmente la experiencia de grupos de jóvenes que
comenzaban a reivindicarse como mapuche.2 Muchos de los pa-
dres de estos jóvenes eran migrantes que provení�an de zonas
rurales y que habí�an atravesado situaciones de fuerte discrimi-
nación asociada a la identificación étnica. El resultado de estas
situaciones fue la elaboración de prácticas de desmarcación para
lograr insertarse en ambientes urbanos altamente discriminato-
rios. A diferencia de sus padres, a fines del siglo XX y principios
del XXI los jóvenes comenzaron a tener cada vez más visibilidad
pública y a introducir su discurso y su planteo identitario en di-
ferentes circuitos juveniles de la ciudad.
En el año 2001 realicé una pasantí�a docente en la Universidad
Nacional del Comahue y viví� durante ocho meses en la ciudad de
Cipolletti, provincia de Rí�o Negro, lo que me permitió un acerca-
miento a las organizaciones mapuche de la zona del Alto Valle.
A fines de ese año se realizó el Censo Nacional de Población y
Vivienda que incorporó por primera vez una variable indí�gena
en la cédula censal (ver Fernández Bravo et al., 2000; González
et. al., 2000). Esta situación convocó a algunas organizaciones a
realizar una Campaña de Autoafirmación. En la ciudad de Gene-
ral Roca se conformó un Equipo de Producción Radial integrado
por estudiantes universitarios mapuche. Este equipo se dedicó a
producir micro-programas de radio que circularon por diferen-
tes emisoras de las provincias de Rí�o Negro y Neuquén. Participé
activamente asesorando esa Campaña y, a partir de ese trabajo,
comencé a participar de otras actividades que involucraban a jó-
venes mapuche3 de diferentes ciudades de la provincia.

2. El Pueblo Mapuche es un pueblo originario que fue autónomo hasta la dé-


cada de 1880. En esa década, su territorio fue ocupado militarmente por los
Estados nacionales de Chile y Argentina.
3. La escritura del término “mapuche” sin marcas de plural o singular responde
a una decisión polí�tica autoral, en tanto se trata de un término en mapuzugun
cuyo uso, en este artí�culo, no está españolizado. Si lo usara como un gentili-
74 Laura Kropff

Los grupos y las propuestas de activismo se multiplicaron en


la primera década del siglo XXI, dando lugar a la emergencia de un
planteo definido como joven en el ámbito del activismo mapuche.
Ese planteo –que incluí�a nuevas modalidades de intervención en
el espacio público y también una discusión programática– tuvo
incidencia en los procesos de demanda y de organización. Funda-
mentalmente, la agenda joven se centró en incorporar las trayec-
torias y experiencias urbanas dentro de la definición hegemónica
de lo mapuche. La incorporación se expresó tanto en los discursos
como en estéticas que combinaban elementos provenientes de
circuitos juveniles urbanos con marcaciones étnicas. Entre otros
elementos, proliferó la utilización de algunos neologismos poé-
ticos como mapurbe y mapunky. Por las particularidades de este
movimiento, orienté mi proyecto de tesis doctoral a analizar los
procesos identitarios de los jóvenes mapuche, teniendo en cuen-
ta la doble articulación étnica y etaria y sus efectos en términos
de prácticas polí�ticas.
Los jóvenes mapuche de Rí�o Negro construyeron su posicio-
namiento en diálogo con diferentes agencias que los interpelaban
desde el campo indí�gena, desde el Estado y desde la sociedad civil.
A partir de ese posicionamiento, generaron espacios con carac-
terí�sticas sui generis en cuanto a sus dinámicas organizacionales,
sus estrategias de intervención en la arena pública y sus argu-
mentaciones en la discusión al interior del movimiento mapuche.
Asimismo, definieron su posición generacional a partir de la re-
interpretación crí�tica de sus propias historias familiares (inser-
tándose en una trayectoria genealógica a la vez que inscribiendo
esa genealogí�a) y de su condición como jóvenes de la periferia
urbana (auto-adscribiéndose en términos de grado de edad y de
clase). Desde esa posición interpelaron también a otros jóvenes
introduciendo la discusión acerca de la cuestión mapuche en
espacios de participación polí�tica juvenil y también en circuitos
vinculados a la música heavy-metal y punk, que incluyen bares,
recitales y programas de radio, entre otros (Kropff, 2011).
Entre los años 2001 y 2003 participé de discusiones y de acti-
vidades coordinadas por grupos diferentes de jóvenes mapuche
con sede en las ciudades rionegrinas de Bariloche y General Roca.
Los grupos no constituí�an organizaciones sino núcleos que tení�an

cio del español, estarí�a optando por responder a un criterio aparentemente


neutral que es, en realidad, fruto de una polí�tica lingüí�stica sedimentada.
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 75

dinámicas de agregación y desagregación muy fluidas además de


prácticas de desplazamiento constante, sobre todo en las provin-
cias del norte de la Patagonia. En estos desplazamientos, los jó-
venes establecieron relaciones con organizaciones mapuche que
trabajaban en comunidades y parajes rurales de las provincias de
Rí�o Negro y Chubut donde, a su vez, algunos tení�an familia. De este
modo fueron construyendo un circuito de traslados que atravesó
la Patagonia norte y, en algunos casos, los llevó también a Chile.
Además de ese circuito mapuche, estos jóvenes participaban de
circuitos juveniles que incluí�an recitales, bares, encuentros uni-
versitarios, etc. Durante los primeros años, desarrollé mi trabajo
de campo acompañándolos en sus desplazamientos a través de
estos circuitos y participando de algunos proyectos especí�ficos.
Paralelamente a la realización del recorte analí�tico del pro-
blema sobre el que estaba investigando, desde los primeros mo-
mentos fui construyendo un campo para la investigación que
implicó mi vinculación a la vez como investigadora y como ac-
tivista. A través de mi participación en diferentes proyectos
e instancias de discusión fui integrando una red de activistas
mapuche y no mapuche, que incluyó investigadores, artistas y
comunicadores. Esta red, que en un principio estaba conformada
casi exclusivamente por mujeres mapuche jóvenes, se autode-
nominó en el año 2003 “Campaña de Autoafirmación Mapuche
Wefkvletuyiñ(estamos resurgiendo)”.4 La Campaña se conformó
como un espacio de reflexión y producción en el que mi rol, ade-
más de aportar elementos provenientes del ámbito académico,
tuvo que ver con la organización de la logí�stica de las activida-
des. La Campaña desarrolló un proyecto de teatro, una publica-
ción gráfica orientada a la juventud urbana (el “MapUrbe’zine”),
un proyecto de radio que produjo micro-programas, un área de
producción audiovisual y un área de investigación periodí�stica
y académica.
En el marco del área de investigación que yo coordiné, rea-
lizamos seminarios de discusión bibliográfica y experiencias de
investigación de campo, de investigación en archivos y de escri-

4. En el marco de un subsidio colectivo de investigación otorgado por el Insti-


tuto Hemisférico de Performance y Polí�tica de la Universidad de Nueva York,
elaboramos un sitio web que contiene textos, fotografí�a, materiales de audio
y audiovisuales producidos por Wefkvletuyiñ. El sitio pertenece a la colección
de web-cuadernos del Instituto: [hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/index.
htm].
76 Laura Kropff

tura en colaboración. La construcción del doble rol de investi-


gadora y activista a lo largo de los años constituyó un desafí�o
teórico, metodológico, ético y polí�tico. No es posible entender
las implicaciones de ese desafí�o en términos abstractos. Es ne-
cesario, entonces, contextualizar.

Contextos: la academia del tupper y la del queso gruyere

En primer lugar, la investigación se produjo en el contex-


to particular de la academia antropológica argentina y, más
especí�ficamente, porteña de la primera década del siglo XXI. Se
trataba de una escuela antropológica enmarcada en una polí�tica
educativa que seguí�a defendiendo la universidad pública y gra-
tuita aunque hubiera navegado más de una década de recortes
presupuestarios y aplicación resistida de polí�ticas educativas
neoliberales. En ese escenario se configuraron tanto el marco
estructural del trabajo del investigador como la práctica de in-
vestigación en colaboración con personas que no pertenecen al
ámbito académico y la definición conceptual de la práctica de la
investigación entramada con la intervención polí�tica. Para in-
troducir esas discusiones, voy a comenzar con dos situaciones
etnográficas.
En el año 2006 tuve la oportunidad de hacer una pasantí�a de
investigación en la Universidad de Nueva York (NYU) y, en ese
contexto, pude asistir a conferencias de reconocidos investiga-
dores de la academia norteamericana. Sin embargo, hubo una
de las conferencias a la no pude asistir aunque lo intenté: la con-
ferencia que dio Judith Butler en NYU. Estaba yo en la fila para
entrar frente a Washington Square en Manhattan (bajo la lluvia)
cuando los empleados de seguridad de la universidad cerraron
las puertas. Aparentemente todas las sillas estaban ocupadas.
Por los vidrios transparentes podí�amos ver todo el espacio que
habí�a, tanto para sentarse en el suelo como para escuchar para-
dos. La fila daba vuelta a la esquina y no se moví�a. De repente
vimos llegar un patrullero. Los empleados de seguridad habí�an
llamado a la policí�a para dispersar a la gente de la fila. Adentro,
Butler hablaba de las fotos de Abu Grahib.
La gente desplegó sus celulares y comenzó a abandonar la fila
lentamente. Yo no. No habí�a pasado la media hora correspondien-
te y en mi memoria habí�a una sucesión de recitales cuyas puertas
se abrí�an a las masas luego de media hora de espera. También
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 77

estaba en mi memoria el discurso que Fidel Castro acabó dando


en las escaleras de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires (UBA) en mayo de 2003. Por supuesto que éste no
era ni un recital ni un discurso polí�tico, pero en mi registro per-
sonal de asistencia a eventos –en el “repertorio”, como dirí�a Diana
Taylor (2003) que tengo asociado a este tipo de performances– se
encontraba la certeza de que cuando la audiencia es numerosa, las
puertas se abren. Estaba segura de que en algún momento Butler
iba a decir algo así� como “dejen entrar a los pibes”. Entonces me
di cuenta de que esa práctica estaba en realidad asociada al con-
cepto de que escuchar las ideas de los intelectuales es un derecho
de la población. No podí�a creer que la gente se fuera de la fila,
amedrentada por la presencia policial. Como resultado de ese ra-
leo, fui avanzando hasta llegar a la puerta. Al lado mí�o habí�a otros
dos chicos indignados. Resultó que eran argentinos también. No
lo podí�amos creer. Estábamos parados ante una puerta de vidrio
que funcionaba como una ficción material que nos separaba de
las ideas constructivistas crí�ticas de Butler. Y, para volverla aún
más material, estaba “la yuta”(policí�a), of course.
Me acordé entonces de otra situación que se produjo cuando
Slavoj Zizek, amigo de Butler, vino a dar una charla a la Facultad de
Filosofí�a y Letras de la UBA en 2005. El aula que le habí�an asigna-
do era demasiado chica y la audiencia era masiva. Nos mudamos
todos al aula magna de la Facultad y eso era un amasijo de gente
en los pasillos. Tampoco entrábamos en el aula magna y Zizek
terminó hablando en el patio. La gente colgaba de las ventanas.
Tampoco pude escuchar nada y me senté en el fondo a mirar ese
espectáculo bizarro. Indignada también por la falta de previsión
y la improvisación. Una falta de respeto, pensé, para la población
que tiene derecho a escuchar a los intelectuales.
Las situaciones tienen varios aspectos en común: se trata de
dos intelectuales promovidos por la academia y la industria edi-
torial norteamericana, a veces escriben juntos, tienen una con-
vocatoria grande, etc. Pero el aspecto común relevante para mi
argumentación es que en ninguno de los casos pude escuchar la
charla. Los principios que operaron para impedir que escuche la
charla en cada situación fueron distintos. En NYU prevaleció el
temor a que alguien demandara a la universidad (a la empresa)
por saturar de gente una de sus aulas generando un eventual ac-
cidente. Eso fue aceptado porque (además de la naturalización
de la vigilancia e intrusión en la vida privada y los cuerpos de las
78 Laura Kropff

personas implementada por el gobierno norteamericano) la gente


está acostumbrada a que la educación es un privilegio otorgado
a quienes pueden pagar las altas cuotas y, por lo tanto, acceder
al conocimiento-mercancí�a y ese concepto se protege con guar-
dias de seguridad, tarjetas magnéticas y eventuales presencias
policiales. En la UBA prevaleció el principio de que la educación
es un derecho y la universidad debe tener sus puertas siempre
abiertas. Sin embargo, ese principio estaba socavado por polí�ticas
de recorte presupuestario que no permití�an contar con los espa-
cios apropiados y los requerimientos técnicos que la producción
y difusión del conocimiento académico requerí�an.
Mis fracasos al intentar escuchar las charlas de Butler y Zizek
me inspiraron dos imágenes contrastantes. Por un lado, el estilo
académico norteamericano hegemónico basado en la idea de que
el conocimiento es un privilegio pago, una mercancí�a de la elite,
ilustrado como un tupper hermético (se suele usar una metáfora
más elegante: la torre de marfil). Por otro lado, nuestra acade-
mia argentina como un queso gruyere con agujeros que habí�a-
mos visto crecer y que, aunque todaví�a sostení�a el concepto de
que la educación es un derecho, se lo habí�a estado comiendo por
dentro a través de polí�ticas de recorte presupuestario y prácticas
concretas de descuido y de corrupción. Por supuesto que estos
principios no se reproducí�an como normativas puras en ningu-
na de las dos academias que constituí�an (y constituyen) arenas
complejas de negociación. Para dar solamente dos ejemplos: las
universidades públicas disputan los principios impuestos de la
educación como mercancí�a en Estados Unidos y, en Argentina, la
centralización de la oferta académica y las universidades priva-
das con altos presupuestos y acceso a la discusión de los circuitos
internacionales, disputan también la idea de que la educación de
excelencia es un derecho de todos.
En las clases a las que pude asistir como oyente en NYU, los
estudiantes de doctorado se preguntaban ¿cómo “llegar” a la
sociedad, cómo tener algún efecto sobre ese mundo “exterior”?,
mientras desplegaban sus laptops en la mesa para tomar no-
tas en la clase y bajar cosas de la red de Internet wireless para
aportar a la discusión. En la UBA, por esos años, sofocados por
la mugre y estresados por el escaso acceso a recursos técnicos y
la desactualización de nuestra biblioteca, en condiciones labora-
les pésimas (muchos de nosotros trabajando gratis, perdón, ad
honorem) nos preguntábamos ¿cómo “vamos” a salir adelante?
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 79

Nuestra universidad pública y gratuita, obviamente inmersa en


la realidad del paí�s, y “nosotros” (trabajadores, activistas, ciu-
dadanos) que podemos hacer efectivo el derecho a la educación
(cada vez más homogéneamente de clase media-alta), ¿cómo
podemos aportar a cambiar la situación injusta y desigual en la
que todos vivimos? Al mismo tiempo nos preguntábamos cómo
producir conocimiento académico en el marco de crisis sociales
y polí�ticas y, a partir de esa pregunta, experimentamos y creamos
diferentes estrategias todos los dí�as.
Es a partir de condiciones materiales especí�ficas que hacemos
antropologí�a y son esas condiciones materiales las que determi-
nan las técnicas que podemos aplicar. Por ejemplo, en la primera
década del siglo XXI en la UBA, hací�amos trabajo de campo con
grabadores de cinta, sin laptops ni cámaras digitales, mientras
en otras partes del mundo esta tecnologí�a ya estaba incorporada.
Más allá de lo que nuestros intereses académicos proponí�an, los
subsidios restringidos para transporte y viáticos desde ya nos
impedí�an (y no siguen impidiendo) siquiera concebir la posibi-
lidad de hacer trabajo de campo “fuera de casa” (Peirano, 1998),
lo que contribuí�a a que nuestra agenda de discusión estuviera
mayoritariamente aplicada a casos del paí�s, dejando los proble-
mas del mundo en la agenda de las academias centrales.
También en parte por condiciones materiales, nuestra apro-
ximación a la discusión teórica (con bibliotecas desactualizadas,
sin acceso a revistas internacionales y sin conexión a buscado-
res de Internet) le aportaba a nuestra producción caracterí�sticas
particulares. Por un lado, la relación entre director y estudian-
te reproducí�a el artesanado medieval. Habí�a que tener suerte y
encontrar un “maestro” que pudiera proveer las “herramientas”
teóricas especí�ficas que necesitábamos. Los artí�culos circulaban
en copias que se conseguí�an en ciertas fotocopiadoras que guar-
daban las “cajas” de los seminarios. Habí�a que manejar con mu-
cho cuidado la relación con el que atendí�a la fotocopiadora para
que nos permitiera acceder a las “cajas viejas”.
Por otra parte, este sistema también nos volví�a “kamikazes”
de la teorí�a. Cuando encontrábamos un artí�culo inspirador lo uti-
lizábamos sin saber bien cuál era la discusión general en la que
estaba inserto (ya que nunca conseguí�amos las publicaciones
completas). La dificultad para acceder a las publicaciones inter-
nacionales nos hací�a utilizar mucho la producción local y recrear
una arena propia de discusión (aunque mi pasantí�a en NYU me
80 Laura Kropff

garantizó seis meses de acceso legal a JSTOR que también tuvieron


sus consecuencias en mi tesis doctoral). Así� hací�amos antropolo-
gí�a en la Universidad de Buenos Aires a principios del siglo XXI.
Cuando Gustavo Lins Ribeiro y Arturo Escobar (2006) intro-
ducen lo que ellos denominan “la perspectiva de las antropologí�as
del mundo”, sostienen que es necesario asumir la diversidad de
la antropologí�a en un momento de incremento del intercambio
internacional del conocimiento y la emergencia de nuevas tec-
nologí�as de la información. Los autores enmarcan el proyecto
de “antropologí�as del mundo” en la tradición autocrí�tica inicia-
da a partir de los procesos de descolonización en la década de
1960 y lo promueven a partir de cuatro principios: (1) que la
globalización abre oportunidades heterodoxas para el mundo
académico; (2) que es posible crear una comunidad transnacio-
nal democrática y heteroglósica; (3) que “escribimos desde un
punto de vista que no pertenece al de alguna nación particular”
(Lins Ribeiro y Escobar, 2006: 17), y (4) que lo único que hace
que unas antropologí�as sean dominantes son las relaciones des-
iguales de poder que establecen intercambios desiguales entre los
centros hegemónicos y los lugares no hegemónicos. A partir de
estos principios los autores proponen “aceptar la diversidad epis-
témica como un proyecto universal” y para eso sugieren adoptar
el neologismo diversalidad “que refleja una tensión constructiva
entre la antropologí�a como un universal y como una multiplici-
dad” (Lins Ribeiro y Escobar, 2006: 19). Además, hacen diferentes
propuestas para generar una red de intercambio y estrategias de
publicación que incluyan un trabajo especial de traducción para
luchar contra el intercambio desigual de la información y la teo-
rí�a que genera asimetrí�as entre lo que llaman “provincialismo
metropolitano” y “cosmopolitismo provincial”.
El provincialismo metropolitano es la ignorancia que los antro­
pólogos de los centros hegemónicos tienen acerca de la producción
de conocimiento antropológico en sitios no hegemónicos. El cosmo-
politismo provincial refiere al muy a menudo exhaustivo conocimien-
to que la gente de los sitios no hegemónicos tiene de la producción
de los centros hegemónicos. (Lins Ribeiro y Escobar, 2006: 30).
Sin embargo, el hecho de que las producciones “periféricas”
no sean leí�das en los “centros” es solamente una de las caracte-
rí�sticas del acceso diferencial a los circuitos de circulación de in-
formación. Lo que me parece más preocupante aún, en términos
generales, es que los (tan emergentes) adelantos técnicos no son
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 81

igualmente accesibles para todo el mundo. Y no son igualmente


accesibles porque lo que genera heterogeneidades al interior de
la antropologí�a no tiene que ver solamente con una diversidad
de epistemologí�as y de agendas sino con una desigualdad de re-
cursos. En ese sentido, hay que complementar la afirmación de
Lins Ribeiro y Escobar de que es necesario que las diferentes
antropologí�as “sean más conscientes de las condiciones sociales,
epistemológicas y polí�ticas de su propia producción” (Lins Ribeiro
y Escobar, 2006: 22) con un énfasis especí�fico en las condiciones
económicas de dicha producción.
En ese sentido, quizás mi propio caso ilustre esa reflexión.
Realicé mi investigación doctoral entre 2002 y 2007 gracias a una
beca de la UBA y otra del CONICET (Consejo Nacional de Investi-
gaciones Cientí�ficas y Técnicas) cobrando entre 300 y 600 dólares
por mes. Para poder participar de un congreso internacional en
esos años, digamos en Méjico DF, tendrí�a que haber pagado un
pasaje de mil dólares más la cuota de inscripción y los viáticos.
El proyecto colectivo de investigación en el que se enmarcaba mi
trabajo podí�a destinar a viajes y viáticos (que incluyen congresos
y trabajo de campo) un máximo de alrededor de cuatrocientos
treinta dólares por año. La consecuencia de esto fue priorizar
el uso de ese dinero para cubrir al menos una parte de los gas-
tos de trabajo de campo anual (porque para poder cubrir los
gastos totales tení�amos que recurrir a nuestros sueldos). ¿Qué
posibilidad real tení�a, como estudiante de doctorado, de asistir
a un congreso internacional de antropologí�a para debatir agen-
das que aporten a la diversalidad de la disciplina? Quise poder
comparar esta realidad con la de un estudiante de doctorado en
Estados Unidos, pero estando allá fue muy difí�cil lograr saber
cuánto dinero destinan las universidades a la participación de
sus alumnos en congresos internacionales. Además descubrí� que
preguntarle a alguien cuánto gana es de muy mala educación en
Estados Unidos (y me pregunto si existe alguna relación entre
esa pauta moral y “el espí�ritu del capitalismo”). Un investigador
de carrera que recién ingresaba al sistema CONICET en mi paí�s
estaba cobrando alrededor de ochocientos dólares en 2007, de
modo que tampoco para los investigadores formados participar
del debate internacional era una opción.5 A menos que quienes se

5. Esa condición ha cambiado notablemente durante la gestión de Cristina


Fernández como presidenta de la nación. En el año 2012 un investigador
que recién ingresa a la carrera de investigación del CONICET está cobrando
cerca de dos mil dólares.
82 Laura Kropff

encontraban en las academias centrales (que, por lo tanto, con-


taban con mayores recursos) nos invitaran; o sea, que nuestros
postulados fueran “decibles” en esas arenas de discusión según
su perspectiva.
Entonces, no dirí�a que considero que mi tesis fue escrita desde
una antropologí�a “de la nación” en el sentido en que Lins Ribeiro
y Escobar lo definen, como una investigación puesta al servicio
de las ideologí�as de unidad o diversidad nacional imperantes. Sin
embargo, tampoco dirí�a que la escribí� “desde un punto de vista
que no pertenece al de alguna nación particular” en un sentido
transnacional, porque escribir es una compleja performance a
la vez constituida y constituyente de lo social y el punto de vista
emerge de las negociaciones complejas que como agentes y como
sujetos afectivos establecemos con las maquinarias hegemónicas
de diferenciación, estratificación y territorialización (Grossberg
1992, 1993), negociaciones que configuran nuestras trayectorias
(Ramos, 2010).
Al retomar entonces la discusión propuesta por Lins-Ribeiro
y Escobar, me interesa ver las diferencias en términos de la ma-
terialidad del proceso de trabajo. El acceso a recursos produce
efectos en las formas de producción de conocimiento: no es lo
mismo la agenda de investigación y discusión teórica que emerge
del sistema de artesanado medieval que describí� antes (con su uso
kamikaze de la teorí�a incluido), que la que emerge de la utilización
sistemática de buscadores como JSTOR (con sus consecuentes
resultados textuales en términos, por ejemplo, de la polí�tica de
citado y apelación a la autoridad). Es necesario complementar la
discusión sobre la necesidad de pluralidad epistemológica con un
análisis de los recursos que sostienen el esquema centro/perife-
ria en el campo de la antropologí�a (y de la academia en general).
También es necesario generar un debate en torno a los capi-
tales que financian el trabajo de los antropólogos en relación con
los procesos polí�ticos en los que participan. No es lo mismo una
polí�tica cientí�fica como la Argentina, que sigue sosteniéndose fun-
damentalmente con los aportes del Estado, que el conocimiento
que se produce a partir de proyectos a término presentados ante
fundaciones, organizaciones no gubernamentales, corporaciones,
etc. Hay profundos dilemas polí�ticos que provienen de trabajar
con fuentes de financiamiento diferentes y es necesario abordar-
los en una discusión abierta. Si esas condiciones de producción
del conocimiento antropológico no se explicitan, no se revisan
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 83

crí�ticamente y no se someten a discusión, las “antropologí�as del


mundo” seguirán bajo el dominio de agendas hegemónicas re-
vestidas de diversalidad.6

Investigación activista, crí�tica cultural o activismo crí�tico

En el marco de esa “academia del queso gruyere” en la que


estaba inserta, el compromiso polí�tico y el trabajo conjunto con
activistas mapuche que no pertenecí�an necesariamente al ámbi-
to académico adquirió caracterí�sticas particulares. En referencia
al compromiso polí�tico, Lins Ribeiro y Escobar sostienen que:
“Cuando se reduce la presión de conceptos tales como ‘informan-
tes’ y ‘observación participante’, podrí�a decirse que la práctica
hegemónica comienza a debilitarse” (Lins Ribeiro y Escobar, 2006:
39) porque las barreras entre “otros” y “nosotros” se debilitan y
el control sobre los “para qué” del conocimiento comienzan a ex-
plicitarse. El universal desmarcado se convierte en un particular
explí�cito y el juego del poder se hace visible. En este sentido, los
autores acaban haciendo una propuesta que comparto:
Lo que requiere ser ampliamente indagado son las condiciones bajo
las cuales los antropólogos podrí�an tener éxito en el desarrollo de
una práctica más lúcida vinculando el ejercicio del poder con la
producción de verdad en las situaciones de la vida real de dominio
y explotación. (Lins Ribeiro y Escobar, 2006: 41).
En una lí�nea similar, Charles Hale (2006) propone una discu-
sión en el campo de lo que se considera antropologí�a compro-
metida en la academia norteamericana. Si bien su discusión se
enmarca en un contexto de producción de conocimiento profun-
damente diferente al de la academia argentina (en términos de
recursos, de geopolí�tica y de agenda) algunas de las aristas de este

6. En un artí�culo escrito en conjunto con Claudia Briones, Lorena Cañuqueo y


Miguel Leuman (2007), nos preguntábamos sobre el modo en que la neoli-
beralización de culturas supuestamente no neoliberales como la académica
y las indí�genas nos impone nuevas lógicas, conceptos, roles, subjetividades y
agendas. La pregunta sobre quién es nuestro empleador y para quién traba-
jamos se vuelve fundamental, tanto para los dirigentes indí�genas como para
los antropólogos. La cuestión de la circulación de recursos no puede estar
opacada en la discusión sobre los compromisos polí�ticos en nuestro trabajo.
Tampoco podemos pensar que las condiciones que afectan a la gente con la
que trabajamos son necesariamente diferentes a las que nos afectan a noso-
tros porque todos estamos formando parte del reordenamiento mundial y
las lógicas generales nos atraviesan.
84 Laura Kropff

debate resultan sugerentes. El argumento de Hale parte de definir


la “investigación activista” en contraste con la “crí�tica cultural”.
Entiendo como investigación activista al método a través del cual
afirmamos un alineamiento polí�tico con un grupo organizado de
personas en lucha y permitimos un diálogo con ellos para dar
forma a cada fase del proceso, desde la concepción del tema y la
recolección de datos hasta la verificación y diseminación de los
resultados. (…) En este contexto, me refiero a la crí�tica cultural
como una aproximación a la investigación y a la escritura en la cual
el alineamiento polí�tico se manifiesta a través del contenido del
conocimiento producido, no a través de la relación establecida con
un grupo organizado de personas en lucha. (Hale, 2006: 97-98).
Para Hale, las contradicciones entre las demandas del ámbi-
to académico y los condicionamientos del proceso polí�tico en el
cual se enmarca la investigación activista dificultan el desarrollo
de la investigación. Sin embargo, también señala que esas mis-
mas contradicciones generan un tipo de aproximación particular
que desafí�a los términos del análisis y que es productiva para la
innovación teórica y la discusión metodológica. Por su parte, la
crí�tica cultural busca la sofisticación analí�tica para deconstruir el
poder, pero su propósito no es lograr transformaciones concretas
en contextos especí�ficos (lo que Hale denomina “polí�tica prácti-
ca”), entonces no tiene ninguna preocupación metodológica en
ese sentido. La crí�tica que desde este lugar se le hace a la inves-
tigación activista tiene que ver menos con cuestiones relaciona-
das con la objetividad como con la simplicidad teórica y la poca
capacidad problematizadora (Hale, 2006).
Esta esquematización que Hale realiza sirve como punto de
partida para pensar varias cosas. En primer lugar, la crí�tica cul-
tural parece estar leyendo la investigación activista sólo a partir
de uno de sus aspectos, el que refiere a su participación en ámbi-
tos académicos formales. Sin embargo, la investigación activista
está lejos de constituir una práctica poco sofisticada. Se trata de
una combinación sui generis de performances académicas (con-
ferencias, congresos, clases, etc.), que incluyen la producción y
manipulación de objetos relacionados con ese ámbito (libros,
ponencias, etc.), y de performances que se producen en ámbitos
extra-académicos más o menos formales o formalizados (charlas,
talleres, seminarios de formación) o informales (reuniones de
discusión, diagnóstico de coyuntura, planificación y participación
en actividades e intervenciones de diferente í�ndole y evaluacio-
nes). Por lo tanto, la evaluación de los efectos o de la performati-
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 85

vidad de la producción de conocimiento en esa multiplicidad de


ámbitos requiere una mirada que no privilegie una sola de estas
prácticas (entendiendo el resto como actividades secundarias de
“extensión” o “transferencia”) sino que tenga la capacidad de des-
centrarse para ingresar en su complejidad como práctica social.
En segundo lugar, en relación con mi investigación doctoral,
lo que Hale define como investigación activista no da cuenta del
modo en que concibo la producción de conocimiento académico
en el marco del proceso polí�tico particular en el que trabajé. En
mi caso, no se trataba de comprometerme como investigadora con
los intereses de grupos organizados, sino de organizar proyectos
de intervención polí�tica en conjunto con otros activistas que no
necesariamente pertenecen al ámbito académico. Complemen-
tariamente, se trataba de producir conocimiento académico en
función de fortalecer esos proyectos.
En nuestro trabajo activista en Wefkvletuyiñ mi tarea fue,
fundamentalmente, el aporte de actualización teórica y sofistica-
ción analí�tica en función de realizar una intervención más efec-
tiva en contextos particulares. En este sentido, la demanda de la
“polí�tica práctica” perseguí�a la complejidad y no la simplicidad
y el reduccionismo. Asimismo, esta práctica requerí�a ductilidad
expresiva para poder producir documentos no académicos (es-
critos, de audio, audiovisuales) sin perder complejidad analí�tica.
Por estas razones me parece más adecuado definir la práctica
como activismo crí�tico que definirla como investigación activista.
En tercer lugar, tanto el activismo crí�tico como la investigación
activista demandan la participación del investigador en proyectos
colectivos de trabajo. Esto genera una dinámica de producción de
conocimiento muy diferente a la del investigador solitario, cuyo
trabajo consiste eminentemente en la producción de documentos
escritos individuales. Si bien ese trabajo incluye el diálogo con
“otros” concretos durante el trabajo de campo y con la producción
escrita de “otros” autores, además del intercambio con “otros”
investigadores en conferencias y congresos, la responsabilidad es,
en última instancia, individual y no existe realmente la idea de que
“nosotros” estamos produciendo conocimiento colectivamente
más allá de las nociones de interdiscursividad e intertextualidad.
Los proyectos colectivos de investigación activista y, sobre todo,
de activismo crí�tico, no son espacios homogéneos ni modelizables
sino instancias particulares, con dinámicas de funcionamiento
que son heterogéneas y conflictivas en las que los términos de
relación se negocian y disputan de modos especí�ficos. Quizás lo
86 Laura Kropff

que tienen en común es únicamente el posicionamiento o footing


(Goffman, 1981) en la primera persona del plural.
En una versión argentina (y porteña) de la discusión sobre
la relación entre investigación y polí�tica, el Colectivo Situacio-
nes (2003) propone el proyecto de “investigación militante” que
se plantea en contraste con la “investigación académica”. Según
este proyecto, la investigación militante “se aleja” de los ámbitos
de investigación académica porque la investigación académica
“está sometida a dispositivos alienantes que separan al investi-
gador del sentido mismo de su actividad: se debe acomodar el
trabajo a determinadas reglas, temas y conclusiones” (Colectivo
Situaciones, 2003: 2). Desde mi punto de vista el movimiento es
inverso: como activistas nos acercamos al conocimiento acadé-
mico que nos provee de un corpus sistematizado de discusiones.
Esas discusiones están codificadas en sus propios términos, es
cierto, pero todos los saberes están codificados en sus propios
términos, incluso “los saberes subalternos, dispersos y ocultos”
con los que el proyecto de investigación militante del Colectivo
Situaciones pretende “establecer un ví�nculo positivo”. En ese
sentido, si es necesario alejarse de algo (en este caso, de la aca-
demia) es porque se proviene de allí�, y si es necesario establecer
un ví�nculo con los saberes subalternos es porque no nos consi-
deramos ya vinculados.
El Colectivo Situaciones diferencia también su propuesta de
la figura del “militante polí�tico”. Según su definición, el militante
polí�tico está “saturado de sentidos ideológicos y modelos sobre
el mundo” a lo que la investigación militante opondrí�a un cúmu-
lo de preguntas. Es quizás el hecho de que la figura del militante
esté cargada de sentidos sedimentados en la trayectoria especí�-
fica que tuvo y tiene en la Argentina, lo que nos hací�a sentir, a
los miembros de Wefkvletuyiñ, que no podí�amos definir nuestro
trabajo a partir de ella. Se convertí�a, para nosotros, en una ca-
tegorí�a alienante de la que no podí�amos ni querí�amos hacernos
cargo. Tení�a además, una marca generacional que nos conmoví�a
y nos movilizaba pero que no sentí�amos que nos perteneciera.7
Es verdad que la palabra activista nos llegaba a partir de los pro-
cesos de los movimientos sociales norteamericanos (y, como me
hizo notar mi amigo y compañero Daniel Lang-Levitsky, uno de

7. La re-semantización de la palabra “militancia” en los últimos años nos hizo


tomar otras posiciones al respecto pero ésta era la situación en el momento
de mi investigación doctoral.
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 87

los mayores efectos históricos del macarthysmo fue eliminar las


palabras rojas del lenguaje) pero su poca utilización en nuestro
contexto local nos daba más libertad para resignificarla.
Por último, el Colectivo Situaciones distingue otras dos figuras
de las que se separa: el “intelectual comprometido” y el “humani-
tario de las ONGs”. El primero se equipara al “asesor”, un profe-
sional que pretende que las experiencias sociales “den un salto”
para convertirse en “polí�tica seria”. En ese sentido, el intelectual
promoverí�a que las prácticas se acercaran a los textos como mo-
delos del mundo, mientras que el militante investigador buscarí�a
“en las prácticas las pistas emergentes de la nueva sociabilidad”
(Colectivo Situaciones, 2003: 3). Sin embargo, lo más problemá-
tico en mi opinión, no es que el intelectual se considere, como
parte de la intelligentzia, por encima de la práctica, sino que se
considere por fuera de ella.8 En este sentido, para el Colectivo Si-
tuaciones, el militante humanitario también se configura a partir
de mecanismos manipuladores:
Los mecanismos desatados por el humanitarismo solidario no
sólo dan por cerrada toda creación posible sino que, además, na-
turalizan –con sus misericordiosos recursos de la beneficencia y
su lenguaje sobre la exclusión– la objetualidad victimizante que
separa a cada cual de sus posibilidades subjetivas y productivas.
(Colectivo Situaciones, 2003: 5).
La propuesta de investigación militante tiene algunos aspec-
tos que quizás la vuelven poco aprehensible para mí�, pero tiene
otros que me sirven para definir la práctica de mi investigación
doctoral. Al incluir mi trabajo dentro de un proyecto de activismo
crí�tico, estoy hablando de un proceso que tuvo también lo que el
Colectivo Situaciones describe como un carácter práctico, o sea
que se basó en la elaboración de hipótesis prácticas situadas. Se
trató también de lo que ellos definen como “un procedimiento
efectivo” porque “su desarrollo es ya resultado”. Pero quizás la
coincidencia más profunda está en que se trata de una experiencia
colectiva, donde el modo en que esa colectividad se “compone”
(para usar términos del Colectivo Situaciones) está permanente-

8. Esta idea de exterioridad persiste en el esfuerzo que el Colectivo Situaciones


hace por encontrar el anclaje situacional que acerque su proyecto de inves-
tigación militante a la práctica social.
88 Laura Kropff

mente revisado.9 En un ambiente que promueve permanentemen-


te la fragmentación, desarrollar una práctica colectiva autónoma
es ya una acción de resistencia.
En el ámbito académico, sobre todo en el área de las humani-
dades (ya que las ciencias naturales tienen otras dinámicas), la
tendencia a la producción de conocimiento en términos indivi-
duales se manifiesta, entre otras formas, a través de las prácticas
institucionales. En el contexto de la Universidad de Buenos Aires,
hay polí�ticas institucionales que promueven la conformación de
equipos de investigadores a través del programa de Ciencia y
Técnica. Sin embargo, este programa cuenta con fondos limitados
que únicamente alcanzan para financiar parcialmente las inves-
tigaciones. Las condiciones infraestructurales de la Universidad
–y de la Facultad de Filosofí�a y Letras en particular– no permiten
establecer espacios cotidianos de intercambio colectivo. Como
resultado, los investigadores trabajan generalmente en sus casas
y las reuniones con los colegas son esporádicas.
A pesar de producirse en el contexto de esta dinámica indivi-
dualizante, mi tesis doctoral se desarrolló también en el marco
de un esfuerzo para crear un espacio de trabajo que realmente
funcionara con una dinámica colectiva. Se trata del Grupo de Es-
tudios en Aboriginalidad Provincias y Nación (GEAPRONA), diri-
gido por la Dra. Claudia Briones, que incluye investigadores que
trabajan en diferentes provincias y en relación con diferentes or-
ganizaciones indí�genas. El GEAPRONA articula varios proyectos
colectivos de trabajo, algunos de los cuales se pueden enmarcar
en lo que Hale denomina como investigación activista porque
se alinean con los intereses de grupos organizados en lucha.En
este sentido, algunos de sus miembros realizan peritajes en fun-
ción de los argumentos legales que defienden los derechos de
diferentes comunidades indí�genas en casos de demanda judicial
contra terratenientes particulares o empresas multinacionales.
Asimismo, se responde a las demandas de organizaciones que
requieren cursos, seminarios o talleres en los que se divulgan
conocimientos producidos en el ámbito académico. A esto se

9. “A diferencia de los ‘acuerdos’ y de las ‘alianzas’ (estratégicos o tácticos,


parciales o totales) fundados en coincidencias textuales, la composición
es más o menos inexplicable, y va más allá de todo lo que se pueda decir
de ella. De hecho –al menos mientras dura–, es mucho más intensa que
todo compromiso meramente polí�tico o ideológico” (Colectivo Situaciones,
2003: 6).
IV. Acerca del posicionamiento: investigación activista... 89

suma la participación en medios de comunicación local, regional


o nacional cuando se necesita hacer público el análisis de alguna
situación puntual o cuando se presenta un debate ante el cual se
puede hacer un aporte desde la academia.
Estas múltiples situaciones en las que la relación con comu-
nidades y organizaciones nos coloca generan la profundización
de nuestro propio debate sobre los modos de construir el lugar
del profesional ante los medios de comunicación, los funciona-
rios estatales que desarrollan y aplican polí�ticas públicas y el
poder judicial. Estos debates tienen aspectos polí�ticos y éticos
fundamentales, pero también se relacionan con el ejercicio de
ductilidad en la escritura y con las diferentes retóricas que es
necesario desarrollar ante estas audiencias particulares sin que
esto implique renunciar a la consistencia teórica.
En definitiva, mi investigación incluyó ideas que fueron pen-
sadas y discutidas fundamentalmente en dos proyectos colectivos
de trabajo. El proyecto de activismo crí�tico de Wefkvletuyiñ y el
proyecto de investigación (académica y activista) del GEAPRONA.
Como consecuencia, el posicionamiento utilizado en la escritura
varí�a entre la primera persona del singular y del plural, hacien-
do referencia a colectivos diferentes que se han entrecruzado (y
aún se entrecruzan) en distintas instancias de este proceso de
producción de conocimiento. Estos espacios colectivos de trabajo
se “compusieron” a partir de trayectorias especí�ficas. Mientras el
GEAPRONA se fue configurando en el marco de la polí�tica cientí�-
fica de la UBA, Wefkvletuyiñ tiene una trayectoria que emerge de
afinidades personales que se fueron consolidando en el ámbito
organizacional mapuche.

Conclusiones

En este artí�culo utilicé mi experiencia de investigación doc-


toral para retomar una vieja discusión teórica, metodológica,
ética y polí�tica de la antropologí�a: la relación entre investigación
e intervención. La experiencia situó la discusión en la primera
década del siglo XXI y la trama de relaciones se instaló en el trán-
sito entre ámbitos académicos, vida cotidiana y práctica polí�tica
recorriendo la provincia de Rí�o Negro y las ciudades de Buenos
Aires y Nueva York.
Esta estrategia etnográfica que, siguiendo la propuesta de
George Marcus, se podrí�a denominar multi-situada (Marcus,
90 Laura Kropff

2001), apuntó a producir dos desplazamientos. El primero de


ellos tiene que ver con el intento de subrayar la importancia de
revisar la asimetrí�a en las condiciones materiales de producción
de conocimiento en el marco de la discusión sobre la geopolí�tica
académica: en tanto investigadores, nuestra práctica no es inde-
pendiente de esas condiciones.
El segundo desplazamiento pretende reconstruir las trayec-
torias de los sujetos y colectivos que investigan sin considerar,
necesariamente, la academia como el punto de partida sino como
uno de los escenarios en un tránsito. No es la condición de inves-
tigador la que necesariamente define nuestras experiencias del
mundo, nuestras identidades y nuestra capacidad de agencia. Se
trata, en todo caso, de uno de los caminos que elegimos recorrer
y que se encuentra habilitado para nosotros.
Es desde estos desplazamientos que revisé la discusión sobre
la investigación comprometida revisando alcances y limitaciones
de diferentes propuestas a la luz de mi experiencia. No repetiré
aquí� lo expuesto antes, pero quisiera destacar que muchas de las
crí�ticas a la investigación académica suponen la ficción de que
la academia es una entidad autónoma con respecto a los proce-
sos sociopolí�ticos de los que forma parte. En ese sentido, al dar
la autonomí�a por supuesta, las crí�ticas no hacen otra cosa que
reforzar esa ficción.

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93

� perdida.
V. En busca de la antropología
Refelexiones sobre una
antropología� renegada en Colombia
Colectivo Estudiantil Rexistiendo

Introducción

L
os sistemas de clasificación que distinguen entre antro-
pologí�as «metropolitanas» y «periféricas» (Cardoso de
Oliveira, 2000) o entre “antropologí�as del norte” y “antro-
pologí�as del sur” (Krotz, 1993, 2011) ponen el acento en
las caracterí�sticas territoriales y geopolí�ticas de la producción del
conocimiento antropológico. Otras formas de nombrar la antro-
pologí�a, con apellido incluido, desví�an dicho énfasis para ponerlo
en la acción: antropologí�a activista, antropologí�a militante, an-
tropologí�a comprometida, antropologí�a colaborativa, entre otras,
cuya existencia define también la figura de su par de oposición.
Ninguna de estas formas, sin embargo, pierde de vista un movi-
miento que es de doble ví�a: el contexto y la realidad especí�fica
modelan y definen los desarrollos teóricos y metodológicos de la
antropologí�a y, a la vez, dichas formas particulares de hacer an-
tropologí�a producen también esas realidades y contextos. Todas
estos modos de nombrar, de clasificar y de hacer sitúan en primer
plano el papel del poder y los contextos diversos y disí�miles en los
que éste se despliega y ejerce. Aun cuando los variados epí�tetos
atribuidos parecen designar caracterí�sticas intrí�nsecas y esen-
ciales a la antropologí�a, es importante recordar que sus formas
diversas son un producto social e histórico.
94 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

La relación entre cierto tipo de antropologí�a y la forma de


nombrar a la “población” con la que trabaja aún no han sido su-
ficientemente estudiadas. Tampoco es nuestra intención pro-
fundizar en ello en esta oportunidad. Pero sí� llama la atención,
por ejemplo, el hecho de que algunas academias, tanto latinoa-
mericanas como noratlánticas aluden al término “informan-
tes” para nombrar a las personas con las que las antropólogas y
antropólogos se vinculan en el trabajo de campo, mientras que
en Colombia esa misma palabra ha sido desterrada del senti-
do común compartido entre quienes hacemos parte de la “co-
munidad” antropológica. En estas latitudes, el objeto de estu-
dio devino en sujeto mediante un esfuerzo por transformar una
relación históricamente desigual. Dicho esfuerzo, sin embargo,
sigue siendo sólo eso y los artilugios retóricos del uso de pala-
bras como “sujeto”, “interlocutor”, “compañero” o “compañera”,
aunque suenan polí�ticamente correctos, no han logrado superar
la relación sujeto/objeto. Estas denominaciones evidencian el
tipo de relación que algunos antropólogos buscamos construir
con quienes trabajamos en el proceso conjunto de producción de
conocimiento. Vale la pena trascender esta apuesta para llevarla
a un plano más concreto.
El ejercicio profesional de la antropologí�a, tanto en Colom-
bia como en otros paí�ses latinoamericanos, fue acusado de estar
atrapado en un dogmatismo marxista en la década del ochen-
ta del siglo pasado. De manera paralela, varias antropólogas y
antropólogos cuestionaron las formas de representación de la
antropologí�a y su complicidad con el colonialismo, exigiendo la
visibilización de otros actores y dinámicas sociales, orientando
a la antropologí�a hacia temas urbanos y los movimientos socia-
les emergentes.
Otro momento que encontramos determinante en la conso-
lidación de dicha crí�tica tuvo lugar unas décadas después, en el
año 2000. En la introducción de Antropologías transeúntes, libro
publicado por el Instituto Colombiano de Antropologí�a e Historia
como parte de una serie de trabajos titulados Antropología en la
Modernidad, los antropólogos colombianos Marí�a Teresa Uribe y
Eduardo Restrepo cuestionaron la denominada “indiologización”
de la antropologí�a colombiana (Uribe y Restrepo, 2000). Esta crí�-
tica hací�a referencia a que la antropologí�a colombiana, como ellos
la nombraron, destacando su “carácter nacional”, habí�a descui-
dado otros temas de interés como los estudios urbanos, afrodes-
V. En busca de la antropologí�a perdida 95

cendientes y campesinos por estar concentrada en los pueblos


indí�genas. También se apuntaba un cuestionamiento sobre una
mirada “esencialista” que hasta ese momento primaba en la disci-
plina. Según los autores, los antropólogos colombianos se habí�an
encargado de construir discursos e imágenes de culturas como
entidades homogéneas y aisladas que contení�an un conjunto de
rasgos diacrí�ticos esenciales que debí�an ser desentrañados. No
habrí�a lugar para debatir aquí� los supuestos desde los cuales
parten estos autores. Lo que sí� interesa señalar es su propuesta,
casi programática, respecto del rumbo que deberí�a seguir la an-
tropologí�a colombiana: el de visibilizar los procesos de construc-
ción de alteridades y mismidades. Esta propuesta, centrada en la
discusión sobre la identidad social (indí�gena, negra, de clase o de
género) como una diferencia “construida” y no “natural”, resalta-
ba también el carácter polí�tico de dicha construcción. La crí�tica
no fue exclusiva de este grupo de académicos y, mucho menos,
de la antropologí�a hecha en Colombia. Sin embargo, a través de
ésta, los autores acusaron a la literatura antropológica produci-
da durante el siglo XX en Colombia de representar a los pueblos
indí�genas como entes estáticos. Supusieron, además, que esta
mirada “esencial” reproducí�a la dominación colonial impuesta
sobre los pueblos indí�genas. Quienes defendí�an una antropolo-
gí�a comprometida con la transformación de la relación entre los
pueblos indí�genas y el Estado nación colombiano, señalaron el
carácter distorsionado de dicha representación (Uribe y Restrepo,
2000). Este llamado, sumado a la apertura a diferentes campos
de interés por parte de la antropologí�a en Colombia y a la pro-
gresiva institucionalización de las organizaciones indí�genas que
viraron su relación con investigadores y activistas, resultó en una
disminución y marginalización del trabajo con pueblos indí�genas
entre las y los antropólogos. Incluso, en ciertos sectores académi-
cos y universitarios, dicho trabajo suele ser considerado polí�tica
e intelectualmente anacrónico.
La investigación acción participativa de Orlando Fals Borda,
que influyó en el trabajo de quienes fueron llamados en la historia
de la antropologí�a en Colombia como “solidarios”, continúa siendo
reconocida como una propuesta que dio base a nuevas formas de
hacer investigación en la academia y en la relación entre ésta y
los movimientos populares (Fals Borda y Anisur, 1996). Sin em-
bargo, aunque su importancia es reconocida, en la práctica ha
96 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

sido reemplazada, principalmente, por metodologí�as de trabajo


influenciadas por las antropologí�as europeas y norteamericana.
Es posible que las reformas a la estructura del sistema de
educación superior en los últimos años, que ha obligado a las
academias en Colombia a adoptar postgrados y, especialmente,
doctorados, haya marginado las apuestas de algunos de los aca-
démicos que nunca accedieron a tí�tulos de postgrado, pues el
sistema de educación superior no imponí�a tales jerarquí�as. Es
posible, también, que esta influencia europea y norteamericana
sea el resultado de la necesidad de algunos académicos de for-
marse fuera de Colombia cuando aún no habí�an sido creados los
programas de doctorado en el paí�s, mientras que éstos ya estaban
posicionados a nivel internacional y empezaban a imponerse en
estas latitudes como una condición para el desempeño académico
y como única ví�a posible para acceder a una carrera académica.
Aun cuando el estudio de las dinámicas de tal influencia está
pendiente, lo que planteamos aquí� es sólo una hipótesis para el
debate que no tiene el propósito de oponerse a las teorí�as euro-
peas y norteamericanas por su origen geográfico. Tampoco bus-
camos defender la idea de que “nosotros creamos esto antes”.
Todo lo contrario. Nuestra intención es entender cómo dichas
propuestas teóricas, metodológicas y polí�ticas fueron sepulta-
das tan pronto, apuntando a destacar la validez e importancia
de sus apuestas y sugiriendo su pertinencia en la búsqueda de
la transformación de esta sociedad en una más justa, equitativa,
pluralista e incluyente.
En este trabajo analizaremos, desde una perspectiva histórica,
los presupuestos que legitiman ciertas formas de hacer antro-
pologí�a en Colombia que han sido marginalizadas de la práctica
disciplinaria después de su surgimiento en la efervescencia de las
décadas del sesenta y del setenta. Dicho análisis lo haremos te-
niendo como telón de fondo y foco permanente de contrastación,
la experiencia reciente de investigación de un Colectivo de traba-
jo compuesto por jóvenes antropólogos y antropólogas, quienes
dialogan con las mencionadas formas de hacer antropologí�a en
las condiciones sociales, económicas y polí�ticas actuales.
Para ahondar en ello, en primer lugar, examinamos el proce-
so de institucionalización de las ciencias sociales en Colombia,
situándolo en un contexto polí�tico internacional signado por los
procesos de descolonización. Especí�ficamente, profundizamos en
las condiciones sociales, económicas y polí�ticas que pusieron en
V. En busca de la antropologí�a perdida 97

tensión formas disí�miles de producir y ejercer la antropologí�a en


Colombia. Al enfatizar en dichas antropologí�as alternativas que
surgieron como resultado de la solidaridad de algunas antropó-
logas y antropólogos con las reivindicaciones y luchas de los pue-
blos indí�genas frente al Estado colombiano, mostramos la manera
como fueron condenadas a ocupar un lugar marginal. En esta ví�a,
finalmente, apuntamos a entretejer nuestra reciente experiencia
como Colectivo Estudiantil Rexistiendo, entendiéndonos como un
grupo de antropólogas y antropólogos directamente interpela-
dos por los campos de fuerza que estructuran las relaciones con
las comunidades con las que trabajamos y que parecen implan-
tarse como base de una legitimidad disciplinar anclada en un
academicismo global. Esto explica nuestra apuesta por hacer de
la antropologí�a y de las ciencias sociales instrumentos necesarios
y dispuestos para la transformación y emancipación social, cuya
base deberí�a estar anclada en la construcción de conocimiento
colectivo como principio teórico y metodológico.

¿Antropologí�a colombiana o una forma históricamente


marginalizada de hacer antropologí�a en Colombia?

En sus inicios, la antropologí�a en Colombia, impulsada por los


discí�pulos del americanista Paul Rivet, siguió una lí�nea de pen-
samiento influenciada por el indigenismo mexicano que atribuí�a
gran importancia a la reflexión sobre la construcción de un esta-
do libre de la imposición ideológica europea, pero inspirada en
las formas de organización social de las que se suponí�an grandes
civilizaciones indí�genas decaí�das con la colonización. Existí�a, así�,
una preocupación por impugnar las tesis racistas de los lí�deres
polí�ticos colombianos que suponí�an que la raza era determinante
para las posibilidades del “progreso” económico, polí�tico y social
en Colombia. Bajo ese principio era posible y necesario reducir la
influencia de la herencia indí�gena en la “raza” colombiana (Pineda
Camacho, 1984). Se argumentaba entonces que los pueblos indí�-
genas debí�an ser incorporados a un proyecto de construcción de
una nación justa, progresista y democrática y que la resolución
de la “cuestión indí�gena” sólo podrí�a alcanzarse unificando sus
demandas con otros sectores oprimidos y marginalizados por la
sociedad nacional con quienes compartí�an problemas comunes y,
en consecuencia, reivindicaciones económicas, sociales y polí�ticas
98 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

que contribuirí�an a crear nuevas relaciones sociales y culturales


(Friede, 1973; Correa, 2006).
Esta corriente de pensamiento impulsó la redefinición del tra-
bajo antropológico. Propuso que éste debí�a incidir en las trans-
formaciones sociales y le demandó que posicionara sus acciones
y los resultados de su trabajo en consonancia con los problemas
sociales y los cambios que estos problemas suponí�an. De este
modo se abrió la discusión sobre la condición de poder que atra-
viesa a los y las investigadoras y se cuestionó la “neutralidad” de
las ciencias sociales (Correa, 2006) visibilizando la tensión entre
“lo polí�tico” y “lo cientí�fico”. Aquellos investigadores que optaron
por metodologí�as alternativas fueron acusados de carecer de ob-
jetividad, rigor y de violar los principios del positivismo. Desde
la investigación comprometida se respondió a estas crí�ticas al
señalar que, por una parte, el positivismo es una apologí�a para
el razonamiento imperial occidental, que la “objetividad” es una
cortina de humo para alinearse con los poderosos y, finalmen-
te, que el rigor metodológico es una fetichización de datos que
carecen de escrutinio crí�tico, de categorí�as y preceptos sociales
subyacentes (Hale, 2008). Además, un sector de la academia ha
resaltado las afinidades ideológicas nocivas del positivismo para
la reproducción de capitalismo racial y patriarcal. En esta lí�nea,
la “objetividad” ha sido consistentemente apelada para mantener
excluidos a los sectores subalternos de posiciones académicas en
universidades de todo el mundo (Hale, 2008); el caso colombiano
no es la excepción.
En Colombia, algunos trabajos poco conocidos han explicado
que entre las décadas de 1960 y 1970 la tensión entre la movili-
zación estudiantil, obrera, campesina e indí�gena y la persecución
a las mismas mediante mecanismos impuestos por los gobiernos
de la alianza bipartidista autodenominada “Frente Nacional”,1 in-
cidió en la circulación de debates polí�ticos inspirados en buena
parte por las demandas de aquellos movimientos sociales, pero
también de las teorí�as inspiradas en el marxismo (LeBot, 1985;
Jimeno, 2000; Caviedes, 2000, 2002). En esa época, al ritmo del
proceso de institucionalización de las ciencias sociales en el con-

1. El Frente Nacional fue una coalición polí�tica y electoral entre los partidos
liberal y conservador que estuvo vigente entre 1958 y 1974. Crearon un
acuerdo en el que ambos partidos se alternarí�an la presidencia de la Repú-
blica de Colombia con una idéntica cantidad de parlamentarios liberales y
conservadores en el Congreso.
V. En busca de la antropologí�a perdida 99

tinente latinoamericano, resultado de un contexto polí�tico inter-


nacional signado por los procesos de descolonización y del diá-
logo con otros continentes periféricos (Lander, 1999), también
se incrementaron los programas de formación universitaria en
antropologí�a en las universidades colombianas. Partí�cipes de
la riqueza de la producción intelectual sobre la dependencia, el
colonialismo interno, la heterogeneidad estructural, la pedagogía
del oprimido, la investigación-acción, el colonialismo intelectual,
el imperialismo y la liberación, tanto profesores como estudian-
tes esgrimieron crí�ticas a la instrumentalización de la antropo-
logí�a por parte de las instituciones del Estado (Correa, 2006)
propiciando lo que serí�a la marca distintiva de la antropologí�a
latinoamericana: el nexo entre la producción de conocimiento
y el compromiso social y polí�tico (Ramos, 1990; Lander, 1999).
Las primeras carreras universitarias de antropologí�a en Co-
lombia, surgidas en la década de 1960 (tanto en la Universidad
de los Andes como en la Universidad Nacional de Colombia), fue-
ron influenciadas por el impulso del pensamiento inspirado en el
marxismo. La tensión por las implicaciones polí�ticas del trabajo
antropológico y la crí�tica contra la complicidad entre la antropolo-
gí�a y el colonialismo, se expresó en el rechazo de los movimientos
estudiantiles a la influencia norteamericana que promoví�a polí�-
ticas de control de la economí�a y la polí�tica latinoamericana en
estrategias como la “Alianza para el Progreso” (Jimeno, 2000). Un
contrapunto creciente entre el gobierno nacional y los movimien-
tos estudiantiles encendió con fuerza una postura crí�tica cercana
al marxismo tanto en la movilización como en la reflexión y la
teorí�a social. En un tenso pulso, los movimientos estudiantiles
levantaron demandas ante las nacientes carreras de antropolo-
gí�a y sociologí�a, exigiendo que la teorí�a social estuviese cercana
a las preocupaciones polí�ticas del momento (Vasco Uribe, 1994).
Así�, la oscilación entre la neutralidad cientí�fica y la participa-
ción activa, entre la investigación y su aplicación, sentó las ba-
ses de la problemática relación entre la exclusividad de la cien-
cia y las implicaciones de la producción de conocimiento. Dicha
disyuntiva, siempre presente y nunca resuelta, se manifestarí�a
en los diversos y variados intentos por transgredirla que surgie-
ron por parte de grupos de intelectuales y no intelectuales que
se vieron interpelados por la efervescencia social, económica y
polí�tica del momento. Uno de los primeros intentos en este sen-
tido fue el proyecto de un grupo de intelectuales organizados en
100 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

la “Rosca de investigación social”, un colectivo que intentó apoyar


procesos de organización campesina tanto en la región andina
como en la Costa Atlántica. Sus postulados cuestionaron la pre-
misa investigativa según la cual los objetivos de la investigación
estarí�an dados por necesidades académicas, por preguntas de-
rivadas de trabajos académicos previos. Supusieron, en cambio,
que los objetivos de la investigación debí�an ser compatibles con
el proyecto de la organización social campesina, enmarcado en
sus luchas por la reforma agraria y la redistribución de la pro-
piedad agraria (Caviedes, 2000).
Parte de los resultados de estos trabajos se materializaron en
la obra del sociólogo Orlando Fals Borda sobre la Costa Atlántica.
Esta perspectiva inspiró también el trabajo de Ví�ctor Daniel Bo-
nilla, quien apoyó la creación del Consejo Regional Indí�gena del
Cauca (CRIC)2 y las recuperaciones de los resguardos3 indí�genas
andinos a principios de la década del setenta. Bonilla reunió a
su alrededor un grupo de intelectuales y académicos preocupa-
dos por la transformación de la realidad de las comunidades in-
dí�genas, el cual se llamó a sí� mismo “Comité de Solidaridad con
los Pueblos indí�genas”. Este Comité, conformado por personas
provenientes de diferentes disciplinas (antropologí�a, filosofí�a,
sociologí�a, entre otras), sostení�a que la realidad de los pueblos
indí�genas y los esfuerzos por su transformación no podí�an redu-
cirse a una representación lastimera que limitaba su existencia a
un asunto de pobreza. En contraste, sus miembros afirmaron que

2. Esta organización regional surgió el 24 de febrero de 1971 como una inicia-


tiva de los pueblos indí�genas del departamento del Cauca para afianzar su
permanencia cultural y recuperar los territorios usurpados por los terrate-
nientes. En un comienzo, agrupó siete cabildos de las comunidades Nasa y
Guambiana. En la actualidad, reúne ciento quince cabildos y once asociacio-
nes zonales locales de ocho pueblos indí�genas. Como organización pionera
ha tenido una fuerte influencia dentro del movimiento indí�gena en Colombia
desde su fundación.
3. El resguardo es una figura polí�tica y territorial comunal de origen colonial
creada para afrontar el fuerte descenso demográfico de las poblaciones in-
dí�genas asegurando, a su vez, el control social y económico de dichas pobla-
ciones y de los territorios que habitaban. Dicha figura se ha transformado
históricamente en la medida en que ha sido resignificada y reapropiada por
los propios indí�genas (Rappaport, 2000). Durante la época republicana, el
Estado colombiano mantuvo la existencia de los resguardos, aunque desde
finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, se dictaron varias normas
para asegurar la disolución de la propiedad colectiva de la tierra que éstos
suponí�an. Sin embargo, muchos resguardos siguieron existiendo, aun cuando
debilitados por el avance continuo de los latifundios (Friede, 1973 [1944]).
V. En busca de la antropologí�a perdida 101

la situación de los pueblos indí�genas era el resultado de una rela-


ción económica de explotación por parte de la sociedad nacional
hacia las comunidades indí�genas y que ello conducí�a a la subordi-
nación y dominación polí�tica de tales pueblos (Caviedes, 2000).
Sin embargo, las apuestas de Bonilla no nacieron en el vací�o
ni fueron el producto de un momento de lucidez intelectual. Por
el contrario, surgieron como resultado de su acompañamiento y
solidaridad con las reivindicaciones y luchas de los pueblos indí�-
genas frente al Estado colombiano. Durante la década del seten-
ta, los pueblos indí�genas de la región andina que demandaron la
recuperación de sus territorios tradicionales, afirmaron que se
negaban a seguir siendo considerados “razas” diferentes y em-
prendieron la búsqueda de su reconocimiento como “pueblos”,
es decir, como formas de organización social ligadas a procesos
de producción económica, con capacidad de decisión polí�tica en
sus territorios (Vasco Uribe, 2002; Caviedes, 2002).
Desde una ví�a diferente, también el antropólogo Horacio Ca-
lle4 criticó el quehacer antropológico y su compromiso con la
objetividad cientí�fica, logrando influenciar con su postura a una
generación creciente de intelectuales comprometidos con la trans-
formación social. Desde su punto de vista, las herramientas tra-
dicionales de la antropologí�a suponí�an un distanciamiento entre
los antropólogos y antropólogas frente a las comunidades con las
que trabajaban. Para él, el lenguaje académico también creaba
una distancia con la sociedad nacional, a la cual la antropologí�a
buscaba interpelar, incluidos los antropólogos.
Dichas posturas, con matices diferentes, suponí�an que la pro-
ducción antropológica, incluso aquella planteada desde posturas
crí�ticas, caí�a en la autocomplacencia de un lenguaje académico
que no generaba cambios en la sociedad y que pasaba por alto la
situación de marginación y explotación vivida por campesinos,
indí�genas y otros sectores sociales, para sentirse satisfecha sólo
con la celebración de una vanidad académica expresada y medi-

4. Horacio Calle Restrepo es Economista de la Universidad de Antioquia y tie-


ne un postgrado en Antropologí�a en Sauserg Lionoil University. También es
Sociólogo de Rosbell y de la Universidad de Chicago, con especialidad en
Antropologí�a psicoanalí�tica. Ha sido profesor de la Universidad Nacional y
de la Universidad de los Andes. Se ha desempeñado en el área de la investi-
gación durante doce años con los pueblos amazónicos. Actualmente ejerce
la docencia en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.
102 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

da en publicaciones y conferencias.5 La influencia de las crí�ticas


de Calle y la participación de Bonilla en los procesos de organi-
zación social indí�gena tuvieron diferentes pesos. Ambas postu-
ras impactaron significativamente sobre algunos investigadores
colombianos. Sin embargo, serí�a excesivo decir que definieron a
la antropologí�a hecha en Colombia, pues la influencia norteame-
ricana siguió pesando en la literatura y la academia, también la
francesaque tuvo un influjo importante.
Aun cuando Calle trabajó tanto en la región andina como en
la región amazónica, sus crí�ticas influyeron significativamente a
las y los antropólogos que trabajaron en esta última región. Bo-
nilla, por su parte, a pesar de no ser antropólogo, se rodeó de un
grupo de antropólogos y sociólogos quienes, a su vez, trabaja-
ron con organizaciones campesinas e indí�genas en la región del
Cauca, en el suroccidente colombiano, donde su quehacer buscó
contribuir al fortalecimiento del naciente Consejo Regional In-
dí�gena del Cauca (CRIC) y el Movimiento de gobernadores Indí�-
genas en Marcha. Este último, más adelante, se convertirí�a en el
Movimiento de Autoridades Indí�genas del Suroccidente. Ambas
organizaciones encabezaron la lucha indí�gena por la recuperación
de los resguardos en las décadas de 1970 y 1980 (Vasco Uribe,
2002; Caviedes, 2002).
Entre quienes se vincularon con Ví�ctor Daniel Bonilla, pode-
mos mencionar al antropólogo Luis Guillermo Vasco6, quien tuvo
un lugar significativo en la antropologí�a colombiana. Junto a ellos,
también participaron otros intelectuales: lingüistas, abogados y
sociólogos, entre los que cabe destacar el trabajo de Marí�a Teresa
Findji, Tulio Rojas, Á� lvaro Velasco y Dumer Mamián. Si bien estos
fueron los intelectuales más visibles, el “Comité de Solidaridad
con los Pueblos indí�genas” también estaba conformado por per-
sonas de diferentes sectores sociales, no siempre intelectuales
(Caviedes, 2002). Los llamados “solidarios” intentaron convertir
su experiencia de acompañamiento al movimiento indí�gena en
una propuesta crí�tica de trabajo académico, basada en fuertes
cuestionamientos a la teorí�a y las metodologí�as de trabajo fun-
dadas en la antropologí�a norteamericana y europea.

5. Calle, H., en entrevista realizada por el Colectivo Rexistiendo el 5/10/2007.


6. Antropólogo egresado de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de
ésta y otras instituciones. Ha trabajado y acompañado los procesos de varios
pueblos y organizaciones indí�genas en Colombia, particularmente guambia-
nos y emberas.
V. En busca de la antropologí�a perdida 103

Durante el II Congreso de Antropologí�a en Colombia, celebra-


do en 1980 en la ciudad de Medellí�n, los “solidarios” presentaron
sus propuestas en cuatro ponencias. La primera de ellas, leí�da
por Marí�a Teresa Findji, sugirió que la relación entre los pueblos
indí�genas y la sociedad nacional no consistí�a en una diferencia
cultural, sino en una relación de jerarquí�as, por la cual los pueblos
indí�genas eran representados como inferiores para justificar la
explotación económica en la que se encontraban sometidos. Esta
diferencia, y su consecuente explotación, era, según Findji, una de
las bases fundacionales de la nación colombiana (Findji, 1983). A
su vez, el abogado Á� lvaro Velasco sostuvo que dicha desigualdad
podí�a resolverse a través de una transformación de la estructura
social, polí�tica y económica sobre la cual se fundaba el Estado,
aceptando el principio de la autonomí�a en el reconocimiento de
los pueblos indí�genas como parte de éste (Velasco, 1983). Vasco
(1983) también condujo estas reflexiones hacia una crí�tica al uso
del método etnográfico en el trabajo de campo. Sugirió entonces
que para tener la posibilidad de romper con la relación de supe-
rioridad de los antropólogos y antropólogas con las comunidades
con las cuales trabajan (indí�genas, campesinas, etc.) era necesaria
una reflexión y un conocimiento de doble ví�a, así� como un debate
entre los pueblos indí�genas y otros sectores sociales no indí�genas.
Un debate, no siempre sencillo, en el que los diferentes sectores
sociales pusieran en discusión sus propuestas y sus demandas
hacia una sociedad más igualitaria. Sólo si el proyecto polí�tico
de los intelectuales (antropólogos o de otro tipo) fuese compa-
tible con aquel de los pueblos indí�genas, serí�a posible un trabajo
conjunto entre indí�genas y antropólogos (Vasco Uribe, 1983).
Finalmente, en aquel simposio, Bonilla expuso los resultados
de las metodologí�as de trabajo de los “solidarios” con los pueblos
indí�genas para reconstruir sus territorios coloniales y la historia
de las luchas indí�genas de la región del Cauca. Así�, mostró la ma-
nera en la cual las luchas y la movilización por la recuperación de
los territorios indí�genas se fortaleció con el conocimiento con-
junto construido entre indí�genas e intelectuales (Bonilla, 1983).
Un aspecto que identificó la apuesta polí�tica de los solidarios
fue que el conocimiento producido en conjunto con las comuni-
dades y sectores populares involucrados en las investigaciones
debí�a servir para la transformación de las relaciones de opre-
sión en la que estos sectores estaban imbuidos. Por lo tanto, el
conocimiento escrito que resultaba de tales investigaciones ser-
104 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

ví�a como insumo para los procesos de lucha y reivindicación en


los cuales estaban embarcados unos y otros. Sin embargo, pese
a estos y otros esfuerzos, el interés del “Comité de solidaridad”
no fue lograr un reconocimiento intelectual. Tal vez por ello, los
textos académicos que produjeron tuvieron alcances modestos.
En realidad, además de las ponencias presentadas en dicho con-
greso, han sido pocos los intentos por recopilar las experien-
cias de trabajo de los “solidarios”, especialmente sus propuestas
metodológicas y epistemológicas. Vale la pena resaltar el libro de
Luis Guillermo Vasco (2002), una recopilación de artí�culos y po-
nencias que tratan sobre sus experiencias y las de los “solidarios”
en su articulación con el movimiento indí�gena del suroccidente
colombiano. También es importante mencionar trabajos como
el de Ví�ctor Daniel Bonilla, Historia política de los Paeces (1982),
así� como el trabajo de coautorí�a elaborado por Luis Guillermo
Vasco, Avelino Dagua y Misael Aranda titulado Guambianos, hijos
del aroíris y del agua (1998).
Es necesario seguir profundizando en algunos de los elemen-
tos que hemos sugerido hasta aquí�, pues ayudarí�an a explicar el
proceso de marginalización de un tipo de antropologí�a que, desde
sus orí�genes, buscó responder a la realidad social y a la lucha por
su transformación mediante el acompañamiento y solidaridad
con las luchas populares, en general, y, en particular, con las de
los pueblos indí�genas. En el siguiente apartado nos detendremos
a reivindicar dicho trabajo a partir de la puesta en diálogo con
el camino que empezamos a recorrer hace pocos años un grupo
de antropólogas y antropólogos que apostamos por otra forma
de hacer antropologí�a. Por ahora, es una antropologí�a sin apelli-
do producto de un deseo inconsciente por no enmarcar en unas
barreras rí�gidas el trabajo que hacemos. Quienes sí� se han apre-
surado a descalificarlo son quienes lo han tildado de “activismo
puro”, recordándonos la tensión que dirimieron también en su
momento quienes se comprometieron en las décadas del sesenta
y del setenta con la transformación de la relación desigual entre
los pueblos indí�genas y el Estado nación colombiano.

Confrontando la vergüenza, desafiando la estigmatización

En octubre de 2005 se celebró el XI Congreso de Antropolo-


gí�a en Colombia en Santa Fe de Antioquia. Era una época en la
que avanzaba con fuerza la puesta en marcha de varias polí�ti-
V. En busca de la antropologí�a perdida 105

cas nacionales que profundizaban y agudizaban la situación de


despojo de los pueblos indí�genas y otros sectores populares en
Colombia. Se acercaba el final del primer mandato del entonces
presidente Á� lvaro Uribe Vélez, y la atención en el paí�s giraba en
torno a su reelección presidencial. En la opinión pública habí�a
poco interés por cuestionar un gobierno legitimado y elegido por
el paramilitarismo, cuyo avance y despliegue sobre los territorios
indí�genas, afrodescendientes y campesinos configuró las condi-
ciones necesarias para la entrega en concesión de vastas exten-
siones de tierra para la explotación minera, forestal y petrolera.
La violencia y la atrocidad se hicieron sentir con fuerza. Tal vez
con la misma intensidad con la que se han venido sintiendo y
sosteniendo ininterrumpidamente en las últimas décadas. Las
ciudades, colmadas de quienes lograron escaparle a la muerte,
viví�an, y lo siguen haciendo, en medio de esas y otras formas de
violencia. Las reformas de flexibilización laboral, las restructu-
raciones y las privatizaciones de varias entidades públicas, tam-
poco se hicieron esperar.
Un panorama similar podí�a encontrarse en los sectores de
la salud y la educación, donde varios hospitales públicos fueron
privatizados y hubo una acelerada disminución de la financia-
ción de la educación superior. Esto último estuvo acompañado
de reformas en varias universidades públicas, replicando y pro-
fundizando aquellas que habí�an empezado a ser implementadas
desde 2004 en la Universidad Nacional de Colombia. Este hecho
motivó una fuerte movilización de estudiantes, profesores y tra-
bajadores de la institución que se tradujo en un largo paro que
se prolongó hasta inicios de 2006. Estas reformas incluí�an una
concentración del poder en las instancias de máxima autoridad
en la universidad encabezadas por el rector, con la consecuente
disminución de la participación de la comunidad universitaria en
el diseño de las polí�ticas y la elección de los cargos directivos. A
nivel académico, las reformas implementadas se orientaron a un
recorte curricular de los pregrados afectando las áreas de pro-
fundizaciones, el trabajo de campo y el desarrollo del trabajo de
grado en la carrera de antropologí�a.
Por estos motivos, el congreso de antropologí�a concentró las
expectativas de varios estudiantes y docentes del departamento
de antropologí�a de la Universidad Nacional que esperaron encon-
trar en éste un escenario de discusión, reflexión y propuestas so-
bre lo que sucedí�a en el paí�s y en la universidad. Sin embargo, es-
106 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

tas esperanzas se vieron truncadas por el consejo de organización


del congreso que rechazó suscribir, como documento oficial del
evento, un manifiesto donde varios participantes denunciábamos
diferentes hechos que estaban atravesando varios pueblos indí�-
genas en Colombia.7 Este hecho y la discusión de temas no menos
importantes, pero mucho menos sensibles con lo acontecido en el
paí�s, nos motivaron a consolidar un grupo de discusión sobre el
papel de la antropologí�a en las actuales condiciones nacionales,
así� como a una reflexión crí�tica sobre lo que estaba sucediendo
en la enseñanza de la antropologí�a en la Universidad Nacional.
En este contexto, el Grupo de Trabajo Estudiantil Rexistiendo,
posteriormente Colectivo Estudiantil Rexistiendo, comenzó sus
actividades en el mes de diciembre de 2005. En los años siguien-
tes, el Colectivo se consolidó mediante la organización de varios
foros académicos y de denuncia sobre la situación de los pue-
blos indí�genas en Colombia, enfatizando tres temas: educación,
megaproyectos e iniciativas de paz. Estos eventos contaron con
la participación de representantes de varios pueblos indí�genas,
principalmente emberas y nasas. Igualmente ayudamos a orga-
nizar la “Semana de Solidaridad con los Pueblos Indí�genas” que
contó con la participación de lí�deres y representantes indí�genas,
activistas y académicos que se dieron cita durante una semana
en el campus de la Universidad Nacional, sede Bogotá, para dis-
cutir temas álgidos que atravesaban y amenazaban la vida de los
pueblos indí�genas.
A la vez que considerábamos la necesidad de posicionar los
problemas que aquejaban a los pueblos indí�genas en los espacios
universitarios, el Colectivo empezó a apoyar procesos locales de
los pueblos embera y nasa. En el primer caso, con la realización
de un censo para el fortalecimiento organizativo en el resguardo
embera chamí� de Cristaní�a en el suroccidente antioqueño y, en el
segundo, con el acompañamiento a la Licenciatura en Pedagogí�a
Comunitaria de la Universidad Autónoma Intercultural Indí�gena
(UAIIN) del Programa de Educación Bilingüe del CRIC. Igualmente,
algunos integrantes del Colectivo empezamos a acompañar pro-
cesos organizativos entre los pueblos motilón barí� del Catatumbo,
pastos y quillasingas en el extremo suroccidental colombiano y
sikuani en los Llanos orientales.

7. El comunicado fue publicado en la revista de una ONG indí�gena adscrita a la


Organización Indí�gena de Antioquia (OIA) conocida como Centro de Coope-
ración al Indí�gena (CECOIN). Véase Etnias & Política 6, 2007.
V. En busca de la antropologí�a perdida 107

Estas experiencias empezaron a perfilar una apuesta por ha-


cer de la antropologí�a un instrumento emancipador, que pudiera
contribuir a la transformación de las relaciones entre los pueblos
indí�genas y la sociedad nacional. Todo ello a partir de una re-
flexión crí�tica sobre el papel social, ético y polí�tico que nos asis-
te como antropólogas y antropólogos en el marco de escenarios
donde, a pesar de las luchas por el respeto y el reconocimiento
de la diversidad cultural, persisten y se acentúan formas de ex-
plotación y desigualdad.
Convertir la antropologí�a en una ví�a para la emancipación
implica, por supuesto, analizar y cuestionar también las maneras
en que enseñamos la disciplina, la aprendemos y la ejercemos.
De ahí� que sea necesario preguntarse por la forma en la que se
estructuran las relaciones de producción, circulación y legitima-
ción de los modelos teóricos y metodológicos de la antropologí�a,
así� como sus procesos desiguales de institucionalización. Estas
apuestas nos han motivado a acercarnos y reconocer el valor de
propuestas académicas, pedagógicas y organizativas producidas
en Colombia que, al calor de los procesos de acompañamiento y
construcción conjunta de conocimientos entre académicos y ac-
tivistas, antropólogos y no antropólogos, intelectuales, lí�deres y
comunidades de base de los pueblos indí�genas, han sido objeto
de estigmatización por parte de los intelectuales tradicionales8.
En el camino que nos hemos trazado no partimos de la nada. La
rica pero silenciada historia de aprendizajes y experiencias de
antropólogos, antropólogas e investigadores de otras disciplinas
que se han atrevido a salir y a andar, nos invita a reconocerlas y
a darles un nuevo valor. También el reconocimiento de que los
pueblos indí�genas, las comunidades negras y campesinas y, en
general, las comunidades que se agrupan alrededor del género,
de un referente étnico o que comparten una situación de subal-

8. Cuando Gramsci habla de los intelectuales tradicionales se refiere a los intelec-


tuales instalados en la torre de marfil, aquellos que se dedican a la producción
del conocimiento objetivo y universal, un conocimiento que en apariencia se
sitúa al margen de los grandes conflictos que dan forma a la sociedad pero
que, en realidad, sirven a los intereses de los grupos dominantes. Para com-
batir esta visión de los intelectuales, Gramsci propone la existencia del inte-
lectual “orgánico”, definido como el intelectual que forma parte de un grupo
social especí�fico, y que organiza y da cohesión a las visiones del mundo que
caracterizan a dicho grupo, proporcionándole un proyecto polí�tico compe-
titivo con el que será capaz de tomar el poder y alcanzar la hegemoní�a sobre
el conjunto de la sociedad (Gramsci, 1971, citado en Pecourt, 2007).
108 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

ternidad que los coloca en una posición poco o nada favorecida


dentro de la excluyente estructura social, pueden decidir cómo
quieren vivir y organizarse polí�ticamente, resulta inspirador. Este
planteamiento retoma una forma de conocimiento antropológico
que, aunque ha sido aceptada por los antropólogos, no nace de
la antropologí�a ortodoxa sino que es un aporte y una enseñanza
antropológica que los pueblos indí�genas han construido al exigir
su derecho a una vida propia, reivindicando la importancia de
reconocer que existen otras formas de vivir, de pensar, de sentir
que se resisten a acomodarse a una única lógica impuesta por la
hegemoní�a capitalista.
En este sentido, ¿cuál deberí�a ser el futuro de la antropologí�a
hecha en Colombia y otros paí�ses de la región que comparten
procesos y contextos sociales, históricos y polí�ticos similares?
¿Acaso debe ser lograr un conocimiento orientado a modificar
las relaciones de dominación y explotación a las que están so-
metidas las minorí�as por parte de la sociedad nacional, como
propone Luis Guillermo Vasco? ¿Acaso proponer a la sociedad
nacional alternativas polí�ticas reales de respeto a la autonomí�a
y el reconocimiento de la diversidad como elemento en la cons-
trucción polí�tica del paí�s?
Las implicaciones de este proceso de “saber haciendo” (Vasco
Uribe, 2002) deben conjugarse en la construcción de un conoci-
miento colectivo que reconozca la diferencia y pueda materiali-
zarse en un proyecto de alternativas polí�ticas frente a un Estado
nacional que, mientras que en el discurso reconoce la diversi-
dad, la excluye mediante la acentuación de la desigualdad social,
polí�tica y económica. Como lo exploraremos a continuación, en
lo reciente las condiciones sociales, económicas y polí�ticas han
sufrido algunas transformaciones, que han llevado a modificar
también la relación entre la antropologí�a y los pueblos indí�genas.
Los desafí�os que dichas condiciones imponen nos han obligado
a preguntarnos para qué, cómo y con quiénes construir una an-
tropologí�a comprometida con la transformación de la sociedad.

El desencanto: desde una posición más realista pero no


menos firme

Nuestra labor en el Colectivo Estudiantil Rexistiendo se ha


visto interpelada no sólo por las nuevas condiciones que exige la
“industria del conocimiento”, la ausencia de una reflexión crí�tica
V. En busca de la antropologí�a perdida 109

al interior de las academias sobre nuestro papel polí�tico y ético


como antropólogos y antropólogas o por el desinterés en los de-
partamentos a tratar temas pasados de moda.
Una investigación diferente demanda esfuerzos para cam-
biar universidades, disciplinas y campos interdisciplinarios. Las
universidades, por ejemplo, están muy comprometidas con las
jerarquí�as académicas internas. Dado que los miembros de las
facultades mantienen diferentes rangos, los académicos jóvenes
compiten por su propiedad y los departamentos son catalogados
por su prestigio investigativo. Asimismo, las disciplinas compiten
por recursos desde la administración central preocupada por su
capacidad de atraer financiamiento. De esta forma, hay una cla-
sificación global de las universidades que tiene en cuenta una
única dimensión de “excelencia” (Calhoun, 2008).
También, al compás de nuestra labor de acompañamiento in-
telectual y polí�tico a algunos pueblos y variantes del movimiento
indí�gena, nos hemos visto interrogados y no pocas veces desen-
cantados con los rumbos desesperanzadores que actualmen-
te han asumido algunas organizaciones indí�genas y algunos de
sus lí�deres. Se trata de una postura crí�tica compartida por los
mismos miembros de los pueblos indí�genas, especialmente por
lí�deres históricos del movimiento (Muelas Hurtado, 2005), así�
como por aquellos que asumieron como opción de vida apoyar
sus causas. No obstante, muchos de ellos, a pesar de los reveses
y desilusiones, continúan acompañando los procesos de nume-
rosas comunidades indí�genas en Colombia.
Como lo planteamos antes, hace más de treinta años un gru-
po de activistas, académicos, estudiantes, profesores, artistas y
personas de distinta procedencia social, económica y académica
iniciaron una labor de apoyo y acompañamiento a las nacientes
organizaciones campesinas e indí�genas que habí�an emprendido
el largo y tortuoso camino en la defensa y recuperación de sus de-
rechos a la tierra y a la vida. Este movimiento de solidaridad puso
sobre la mesa la realidad social y económica de estas comunida-
des y el papel invisible que hasta ese momento habí�a asumido la
academia, constantemente imbuida en discusiones sobre la legi-
timidad cientí�fica y la objetividad. Los efectos de este acompaña-
miento se tradujeron en la generación de novedosas metodologí�as
y referencias epistemológicas para el trabajo conjunto entre co-
munidades e investigadores. A nivel social y polí�tico, este proceso
se traducirí�a en la consolidación de un fuerte movimiento indí�ge-
110 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

na que, representado por distintas organizaciones, ocuparí�a un


lugar importante en la formulación de la Constitución de 1991.
Igualmente, y a pesar de que el sometimiento y opresión hacia
estas comunidades por parte del Estado y sectores hegemónicos
de la sociedad nacional continuarí�a, fue palpable una mejora en
sus condiciones de vida (Perugache, 2011). Sin embargo, con el
paso del tiempo, las garantí�as otorgadas por la Constitución ter-
minaron por dar un giro desde las viejas batallas por la dignidad
y la autonomí�a a las luchas burocráticas por la polí�tica electoral
y la repartición de las transferencias9 provenientes del Estado.
El reconocimiento de Colombia como un paí�s multiétnico y
pluricultural fortaleció a los resguardos indí�genas, en la medida
en que éstos:
(…) entraron a competir con los municipios las mismas prerroga-
tivas con la ventaja de que se les respetan sus “usos y costumbres”.
Con ello se busca que tengan la libertad de utilizar, a su buen en-
tender, los recursos que les llegan de la nación y que tengan cada
vez mayor autonomí�a en lo polí�tico, administrativo y jurí�dico. (So-
tomayor, 1998: 402).
Pese a ello, en la práctica, el efecto ha sido inverso; en vez de
mayor autonomí�a lo que se observa es cada vez una mayor de-
pendencia del Estado, lo cual de una u otra forma implica inte-
gración (Calle, 2005). Para Sotomayor (1998), la participación de
los resguardos indí�genas en los ingresos corrientes de la nación
se tradujo en una nueva responsabilidad administrativa y polí�ti-
ca de los cabildos10 y también abrió un espacio de participación

9. El Decreto 1809 del 13 de septiembre de 1993 vincula a los resguardos indí�-


genas al plan de descentralización fiscal ya que establece que todos los res-
guardos indí�genas legalmente constituidos serán considerados como muni-
cipios, generando así� la participación de éstos en los ingresos corrientes de
la nación o transferencias. La ley 60 de 1993 reglamenta que los municipios o
departamentos a los que pertenecen los resguardos son los que administran
el dinero que viene para las comunidades indí�genas como transferencias. La
ley 60 luego es derogada por la Ley 715 de 2001 y el Decreto 159 de 2002
que reglamenta parcialmente la Ley 715 de 2001.
10. El cabildo es una forma de organización polí�tica de origen colonial, hoy reivin-
dicada como propia por los pueblos indí�genas andinos colombianos. Según la
definición reglamentaria transcrita, el cabildo indí�gena es una entidad atí�pica,
que cumple las funciones previstas en la Constitución y las leyes. Respecto de
las entidades de carácter especial ha dicho la Corte Constitucional: “Si bien
por razones técnicas y sistemáticas toda organización administrativa deberí�a
concebirse sobre la base de tipos de entidades definidas, la dinámica y las
cada vez más crecientes y diversas necesidades del Estado no hacen posible
V. En busca de la antropologí�a perdida 111

polí�tica en el interior de los mismos resguardos con la apertura


de cargos como los comités de gestión, apareciendo así� nuevos
actores sociales en la arena polí�tica (Sotomayor, 1998: 402). Ade-
más, como observa Chindoy, un indí�gena del Valle de Sibundoy:
La constitución de 1991 ha tenido como efecto la agudización de
rivalidades entre comuneros indí�genas que aspiran a tener acce-
so a cargos tanto a nivel de corporaciones públicas como dentro
del cabildo, atraí�dos ante todo, por el manejo del presupuesto. En
consecuencia, los cabildos tienden a perder su cualidad de “autori-
dades tradicionales” y a ejercer un poder cada vez más “mecánico”.
(Chindoy, 1996, citado en Laurent, 2005).
Poco a poco, aquellas historias construidas al calor de la lucha
entre comuneros y solidarios terminaron por ser simples diatri-
bas repetidas sin sentido por nuevos lí�deres que buscaban una
forma de legitimar su herencia ancestral y, de paso, garantizar
sus nuevos derechos y beneficios monetarios y polí�ticos (Peru-
gache, 2011).
Desde la labor que empezamos como Colectivo hace pocos
años, creemos que ésta es una lección importante para todos los
que aspiramos y tenemos el firme propósito y convicción de que
nuestro conocimiento sirva como un aporte a la transformación
de las relaciones de dominación económica, polí�tica y social que
atraviesan innumerables pueblos indí�genas y otros sectores popu-
lares de nuestra sociedad. Sin lugar a dudas, ésta es una apuesta
vital que obliga a poner sobre la mesa los intereses a los que cada
una de las partes apunta, para preguntarse, por qué caminamos
juntos y hasta dónde podemos seguir haciéndolo.

Consideraciones finales

Este artí�culo se propuso explicar las condiciones bajo las cua-


les surgieron propuestas de trabajo antropológico basadas en la
transgresión de la jerarquí�a de la relación entre el sujeto y los
“objetos” de conocimiento antropológico, entre otras propuestas
provenientes de la antropologí�a hecha en Colombia. El propósi-
to de este ejercicio no fue hacer una apologí�a de una tradición
nacional de hacer antropologí�a, como tampoco la de fundar una

la aplicación de esquemas de organización estrictamente rí�gidos; en ciertas


circunstancias surge la necesidad de crear entidades con caracterí�sticas es-
peciales que no corresponden a ningún tipo tradicional”.
112 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

“antropologí�a colombiana”. Todo lo contrario. El propósito fue


hacer visibles cuestionamientos aún vigentes sobre algunos su-
puestos universales del método antropológico y, al hacerlo, pensar
crí�ticamente sobre la antropologí�a como disciplina social. Para
ello, intentamos señalar cómo las condiciones históricas de la so-
ciedad colombiana, especialmente las demandas y movilizaciones
indí�genas, inspiraron debates antropológicos y motivaron cambios
en la forma de ejercer la antropologí�a en el paí�s. Para hacer este
recorrido retomamos algunos de los antecedentes que vinculan a
los investigadores e investigadoras que lideraron estas propues-
tas así� como la experiencia de quienes componemos el Colectivo
Estudiantil Rexistiendo. También propusimos un debate con las
formas más recientes de definir propuestas alternativas de hacer
antropologí�a “del sur”, “activista”, “comprometida”, “alternativa”,
“solidaria” o del apellido con que se le quiera nombrar.
Mostramos cómo en el caso de la antropologí�a hecha en Co-
lombia, la oposición entre antropologí�as “metropolitanas” y
“periféricas” se ha venido empleando para destacar la depen-
dencia intelectual de estas últimas con respecto a las primeras
(Correa, 2006). La noción de dependencia intelectual pretendí�a
hacer un paralelo con la noción de dependencia económica negan-
do así� la posibilidad de que en la “periferia” se pudiese innovar
en la producción de conocimiento. De este modo, las diferencias
de la producción antropológica colombiana con respecto de la
europea o estadounidense no pueden explicarse por razones
instrumentales o cognitivas que condicionarí�an el desarrollo dis-
ciplinario. Por el contrario, sus objetivos, inscritos en realidades
especí�ficas, es decir, el “lugar” en el que se encuentra inserto el
cientí�fico social, es lo que termina por producir diferentes orien-
taciones epistemológicas (Correa, 2006). Al respecto, Alcida Rita
Ramos señala que,
Quizá por pertenecer a una nación colonizada, los antropólogos he-
mos desarrollado esta propensión al activismo, pues reconocemos
en las poblaciones dominadas del paí�s nuestra propia condición
frente al mundo occidental (…) la combinación de academia con
activismo acaba por conducir a la reflexión teórica y a la investi-
gación misma (…). (Ramos, 1992).
La reflexión de Ramos permite entender cómo la situación
de dependencia económica y polí�tica del paí�s (compartida no
solo por los paí�ses latinoamericanos), sumada a la activa crí�tica
al Estado por parte del movimiento indí�gena, cuyo clí�max tuvo
V. En busca de la antropologí�a perdida 113

lugar en la década del setenta, engendró un nicho propicio para


el surgimiento del “Comité de Solidaridad con los Pueblos indí�-
genas”. Desde allí� se empezarí�an a interrogar los cimientos de la
antropologí�a y se cuestionarí�a la dicotomí�a entre lo polí�tico y lo
académico en las disciplinas sociales.
Décadas después, en un nuevo contexto social, polí�tico y eco-
nómico, conformamos el Colectivo Estudiantil Rexistiendo. Si bien
nos hemos esforzado en resaltar y poner en práctica el legado
de esas formas de hacer antropologí�a, cuyos cuestionamientos
siguen vigentes, nos hemos encontrado con escenarios sociales
cooptados por polí�ticas neoliberales y planteamientos académicos
que en su afán por responder a requerimientos teóricos globales,
dejaron de lado la discusión planteada por el trabajo solidario.
Ahora bien, desconocer la existencia de algunas propuestas que
recientemente han ampliado dicha discusión serí�a desconocer
algunos intentos que desde otras latitudes han tenido lugar y que
han hallado explí�cita inspiración en propuestas como la Investiga-
ción Acción Participativa o el trabajo de los Solidarios con el mo-
vimiento indí�gena (Calhoun, 2008; Hale, 2008; Rappaport, 2007).
No obstante, la paradoja se impone. Mientras en Colombia
parte del legado de producciones teóricas y metodológicas sur-
gidas en la relación entre académicos, activistas y movimientos
sociales han sido marginadas, éstas han nutrido las propuestas
de académicos metropolitanos. Que dichas propuestas aparez-
can como novedosas es un sí�ntoma de las relaciones de poder
que se tejen en torno a la legitimación del conocimiento. Aquí�
sugerimos que varios factores influenciaron este fenómeno. Por
una parte, la crí�tica a la dogmatización marxista de las ciencias
sociales, el giro hacia otros temas de interés dentro de la discipli-
na y la ausencia de un sentido crí�tico al interior de la enseñanza
de la antropologí�a y su circulación en medios académicos como
congresos y seminarios, son algunos de ellos. La práctica de la
investigación comprometida lleva al investigador a identificar sus
convicciones éticas y polí�ticas más profundas, dejando que éstas
formulen los objetivos de la investigación. Una vez que el tema
de investigación ha sido determinado a través de un diálogo ho-
rizontal, los participantes asumen una responsabilidad especial
por la validez de los resultados de la investigación a sabiendas que
tendrá aplicabilidad directa en sus propias vidas. De esta forma
los investigadores comprometidos trabajan en diálogo, colabora-
ción y alianza con aquellas personas que luchan por mejorar sus
114 Colectivo Estudiantil Rexistiendo

vidas; encarnando la responsabilidad de que los resultados de la


investigación sean reconocidos por los sujetos de investigación
como propios y valorados en sus propios términos. Sin embargo,
algunos antropólogos no están dispuestos a abandonar los privi-
legios asociados al control total sobre el proceso de investigación
y la autoridad exclusiva para interpretar los resultados. Igual-
mente ocurre con la manera de entender la reflexividad textual
de algunos investigadores, que pretenden disipar la autoridad
simplemente reconociéndola luego en un texto antropológico
elocuentemente escrito. Estas premisas suscitan una serie de
interrogantes: ¿cómo sopesar nuestras actuaciones frente a las
necesidades de las comunidades?; ¿cómo mediar una aproxima-
ción a la realidad incluyente, multivocal y fluida sin que se con-
vierta en un relativismo extremo, caracterí�stico de las celebradas
corrientes posmodernas, de donde, además, el neoliberalismo
funda gran parte de su legitimación?; ¿cómo reflexionar en tor-
no a la cultura y a la identidad, cambiante y adaptable a las cir-
cunstancias del presente, en casos en que la estabilidad de las
comunidades puede ser una cuestión de vida o muerte? En este
sentido, ¿podemos ser crí�ticos respecto a la visión manifestada
por los actores sociales con quienes estamos involucrados en
nuestra labor académica y polí�tica?
Estos interrogantes quedan abiertos para continuar el deba-
te. El ejercicio de la solidaridad con el “otro” implica generar un
diálogo que provoque constantemente preguntas y esté abierto
también a la crí�tica y la reevaluación de sus y nuestras concep-
ciones y visiones de mundo. Aunque parezca contradictorio, la
discusión directa y frontal con las comunidades, en especial en
los actuales contextos de “instrumentalismos étnicos”, parte de
un reconocimiento real como sujetos de las distintas partes en
relación, develando así� las posturas polí�ticamente correctas que
con facilidad permean estas formas de hacer antropologí�a y que
perduran tan solo en el papel.

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dí� g enas, pero ¿por qué somos
samiento jurí�dico de los indí�genas”.
indí�genas?”. En: M. L. Sotomayor
Boletín de Antropología, vol. 17-19,
(ed.), Modernidad, Identidad y De-
t. 2.
sarrollo. Construcción de sociedad
117

VI. Más allá de la violencia:


acompañando a las “pandillas”
en dos barrios de Perú
Matí�as Viotti Barbalato

Introducción

S
i hacemos un recorrido histórico podemos apreciar que
es especialmente a lo largo de las décadas de 1980 y 1990
que se instala el discurso dominante de “pandillas” o “Ma-
ras”, desde los Estados Unidos atravesando gran parte del
territorio latinoamericano. Era cuestión de tiempo que asomara
en Perú, donde los medios de comunicación sostienen que exis-
ten un total de cuatrocientas diez pandillas o veinticuatro mil
pandilleros en la ciudad de Lima. Este discurso suele acompañar-
se de reflexiones de “expertos” (académicos, militares, policí�as,
trabajadores sociales, etc.) que, en tono de alarma, consideran
este “fenómeno” como consecuencia de la desestructuración fa-
miliar, la falta de educación o una búsqueda de identidad. Otras
teorí�as hacen referencia a un comportamiento “desviado”, rela-
cionándolo con problemas mentales, o peor aún, con un amor a
la violencia. En este contexto, el “pandillaje” es legitimado como
“emergencia social”, principalmente, después del llamado “te-
rrorismo” asociado a la última etapa de violencia polí�tica en el
paí�s, durante los años 1980 y 2000 (Viotti, 2012).1 A través del

1. Me refiero al “terrorismo” del Partido Comunista Peruano Sendero Lumino-


so (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), el cual
baja su intensidad en 1992, cuando se detiene al lí�der del PCP-SL, Abimael
Guzmán. Sin embargo, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) no
considerará finalizado el conflicto hasta el año 2000.
118 Matí�as Viotti Barbalato

discurso mediático y académico se instaló la idea de combatir


este “fenómeno” con mano dura, justificando así� polí�ticas de “to-
lerancia cero” como la “ley del pandillaje pernicioso” creada bajo
el régimen de Alberto Fujimori. Según esta ley, cualquier menor
entre doce y dieciocho años considerado “pandillero” puede ser
privado de su libertad como medida prioritaria, en contra de la
Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, las reglas
de Beijing y las reglas de las Naciones Unidas para la protección
de menores privados de libertad.
Hay que decir que en la construcción del discurso del “pandi-
llaje” peruano fue fundamental el papel de los escasos cientí�ficos
sociales que se dedicaron al tema y que, en su mayorí�a, termina-
ron por asumir la idea de un “fenómeno” compuesto por grupos
de jóvenes dedicados a la violencia, vinculados a un territorio y
enfrentados con grupos “rivales” que suelen ser de los barrios
colindantes (Strocka, 2008; Munar et al., 2004; Santos, 2002; Es-
pinoza 1999; Martí�nez y Tong, 1998; Venturo y Rodrí�guez, 1998).
Al mismo tiempo, estos autores consideran a las pandillas como
grupos jerárquicos, con un lí�der; relacionados con la delincuen-
cia e incluso con el tráfico de drogas. Desde esta perspectiva, los
grupos de “pandillas” se convierten en responsables de la inse-
guridad ciudadana que tanto preocupa a la sociedad en general
y, en consecuencia, se genera el espacio para avalar las mismas
medidas de “mano dura” desarrolladas en otros paí�ses latinoa-
mericanos. Además, vale mencionar que, dado que las investiga-
ciones sobre “pandillas” peruanas son muy reducidas, ya que se
considera un “fenómeno” que nace en la década de 1990, entre
los primeros trabajos, como son los de M. Santos o F. Tong, se re-
toman las limitantes teorí�as de la Escuela de Chicago, marcando
un discurso dominante presente tanto por la prensa como en la
mayorí�a de los investigadores sociales mencionados.
A diferencia de estos planteamientos, mi investigación se des-
marcó del interés académico por las “pandillas” como delincuen-
tes o grupos violentos. Me interesé, más bien, por el denominado
“fenómeno del pandillaje” desde las relaciones de poder presentes
en un grupo de jóvenes considerado “pandilla” y en cómo afectan
dichas relaciones en la vida cotidiana de estos jóvenes. Me resul-
taban mucho más violentas las polí�ticas que podí�an generar este
tipo de contextos (en la mayorí�a de los barrios de Lima) que la
violencia visible que es tan mencionada en los medios de comu-
nicación y por algunos “expertos” en el tema. En este texto me
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 119

interesa destacar el proceso de intervención realizado durante


mi trabajo de campo junto a un grupo de jóvenes, denominados
por el discurso hegemónico como pandilleros, en su esfuerzo
por “cambiar” sus condiciones de existencia. Dicho énfasis nos
permitirá destacar y reflexionar acerca de la posibilidad de ge-
nerar un conocimiento crí�tico desde una antropologí�a militante
(Hale, 2006).
Después de un año de presenciar la exclusión de este sector
de la población en sus diferentes formas y campos, me vi envuel-
to en una iniciativa de “cambio”, asociada a nuevas prácticas en
relación al entorno barrial de estos jóvenes y, posteriormente,
en la creación de una microempresa que pretendí�a mejorar su
situación social impregnada de violencias. Por esta razón, junto
a mi compañera M. Romero-Delgado (socióloga) decidimos crear
la Asociación Ahoniken, con el objetivo de pedir una pequeña
subvención que permitiera comprar el material necesario para
que estos grupos iniciaran un proyecto de microempresa. Ello
me generaba un debate interno: no sabí�a si lo que hací�a era tra-
bajo de campo o trabajo social, teniendo en cuenta que ésta era
mi primera investigación. A pesar de nuestra crí�tica al papel de
los servicios sociales del Estado, las ONGs y la complejidad de la
“intervención social”,2 después de una larga reflexión, conside-
ramos que usar la subvención económica del Ayuntamiento de
Madrid era una buena oportunidad, quizás la única, para apoyar
la iniciativa surgida desde estos jóvenes “pandilleros”.
Desde el comienzo traté de implicarme en su vida cotidiana al
máximo posible, quizás porque era mi primer trabajo de campo
o, quizás, porque me envolvió el romanticismo de participar en
una “pandilla juvenil”. No tengo una respuesta certera sobre esto,
pero debo reconocer que al principio asumí� el discurso “oficial”
con total naturalidad. Un hecho crucial en mi preocupación por
este tema fue el papel de Tano, un “ex pandillero”, que habí�a es-
tado involucrado en la Mara Salvatrucha de un paí�s centroameri-
cano y que me hablarí�a de las “pandillas” como una gran familia.

2. En referencia al papel de los servicios sociales del Estado y las ONGs como
medios de control y reproducción de las estructuras de poder en el marco
de la gubernamentalidad, ver Fraser, 2003. Sobre este tema resulta intere-
sante el papel de las misiones de la USAID y voluntarios del Cuerpo de Paz
impulsados desde los Estados Unidos hacia Latinoamérica con un interés
funcional a las polí�ticas neoliberales de dicho paí�s (Viola, 2000).
120 Matí�as Viotti Barbalato

Un acercamiento al trabajo de campo “militante”

Para la realización del trabajo de campo3 al desarrollar mi


tesis doctoral realicé un intercambio con una universidad priva-
da peruana. La primera gran paradoja que se me presentó tuvo
lugar cuando en la universidad se me alertó con especial insis-
tencia sobre la delincuencia en Lima. Muchos de los estudiantes
y profesores recurrí�an a un taxi particular para moverse desde
las zonas residenciales donde viví�an hacia los barrios más de-
primidos de la ciudad.
Una vez instalado, desde el departamento de ciencias socia-
les, pude visitar un barrio peligroso con el que se tení�a una es-
pecie de acuerdo para realizar trabajo de campo en un colegio
y un centro de salud. Junto a las y los alumnos de medicina que
tení�an la asignatura de Antropologí�a, viajábamos dos veces por
semana hasta este lugar en un autobús privado. Fue en este sor-
prendente escenario donde percibí� la preocupación que las y los
vecinos expresaban por las “pandillas”, a las que veí�an como una
amenaza para el barrio y sus hijos.
Cuando en el departamento de ciencias sociales de la univer-
sidad planteé orientar mi trabajo hacia este tema, el profesor de
antropologí�a que me supervisarí�a alegó con sorpresa: “¡no!, es
muy peligroso, podrí�as hacerlo pero a través de gente que conozca
o esté relacionada con pandilleros”. Fue entonces que decidí� salir
del entorno académico y abrirme camino en un contexto más cer-
cano al conflicto. Así� fue como conocí� a Tano y Fred, este último
vecino del barrio de la “pandilla” autodenominada Los Dioses,
quien trabaja con “pandilleros y pandilleras” que conoce desde
la infancia. Por su parte, Tano, que habí�a estado involucrado en
la Mara Salvatrucha en Centroamérica, considerado un “ex pan-
dillero” por las instituciones estatales de Lima, realizaba algunas
actividades con la gente de su barrio. Desde hace algunos años
su papel es el de un referente barrial, dispuesto a asistir los con-
flictos que se presentan. Una tarde Tano me comentó que tení�a-

3. Además de los dos grupos centrales de este trabajo, también se realizaron


diferentes actividades con Los K-chorros, Barrio Fino, Los Hooligans, Los
Halcones, Las Diosas, Las Inquietas y Las Aliadas en el distrito de Comas;
La Furia, Los Ogros, La Boca Grone y Las Intimas en el distrito de San Juan
de Lurigancho; Los Crueles, La Pandilla Basura y Los Caciques en el Cercado
de Lima y otros en los distritos del Agustino, San Juan de Miraflores y Villa
Marí�a del Triunfo, así� como también en la ciudad de Huacho, a ciento treinta
kilómetros de Lima.
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 121

mos que ir al barrio de Huáscar, ya que le habí�an pedido visitar


una “pandilla” muy “peligrosa” llamada Los Chacales. Recuerdo
que llegamos una tarde de invierno sobre las seis, con la tí�pica
niebla de Lima y casi anocheciendo. Tardamos casi dos horas en
llegar, tuvimos que tomar varias combis (el transporte peruano)
hasta la punta del cerro, donde los caminos se hacen de tierra y
piedra, muy difí�ciles de transitar. Al llegar, mientras caminaba
con Tano por aquellas calles estrechas, entre viviendas de chapa
y ladrillo, los vecinos me observaban sorprendidos, a la vez que
se acercaban para advertirme que me fuera de allí� ya que mi vida
corrí�a peligro. Algunas vecinas exclamaban: “¡váyase de aquí� se-
ñor! ¡esto es peligroso, está lleno de pandilleros que le ponen el
cuchillo así� (hace el gesto de cortar el cuello), tenga cuidado!”.
Unos minutos después Tano y yo nos reunimos con Los Chacales.
La mayorí�a sabí�a quién era Tano, pero no sabí�an quién era yo, por
lo que durante las primeras semanas que visité el barrio estuve
bajo “observación”, hasta que se aseguraron que no era policí�a,
ni periodista, ni nada por el estilo.
Más tarde descubrirí�a que Los Chacales nos estaban espe-
rando con la idea de recibir una “ayuda”. Ellos sabí�an del trabajo
de Tano en su barrio, como así� también de su participación en la
creación de una agrupación juvenil con su antigua “pandilla” y
de su condición de “pandillero retirado”, interesado en ayudar a
otros jóvenes “pandilleros”. Realmente Los Chacales esperaban
conocer a Tano, alguien que sabí�an que, además de ayudarlos,
les iba a escuchar. Y así� fue: surgió entonces la agrupación juve-
nil que la mayorí�a tomó con gran motivación. En oportunidad de
esta primera reunión se discutió la idea de realizar actividades
en el barrio (chocolatada de navidad, murales, etc.) con el fin de
mejorar la relación con la comunidad. Desde mi punto de vista,
lo que se estaba planteando era una forma de “resistencia” al
estigma del “pandillero” y su representación como “vago”, “dro-
gadicto” o “delincuente”. Este hecho me motivó especialmente a
ser partí�cipe de esta iniciativa.
Aunque la visión social de Tano era admirable, también era
muy romántica. Su idea era la de la “pandilla” como una familia,
en la que todos se comprometí�an a una solidaridad con el gru-
po. Según su experiencia el grupo se cuidaba entre sí�. Bajo esta
perspectiva, Tano creí�a que la fuerza de Los Chacales que se or-
ganiza para robar podrí�a canalizarse en contra de la exclusión. Si
algo tení�a claro, ya que lo habí�a vivido en carne propia, era que
122 Matí�as Viotti Barbalato

las medidas represivas que aplicaba el gobierno no constituí�a


una alternativa.
Durante mis primeras visitas al barrio, eran muy pocos los
chicos con que podí�a conversar y que me realizaban todo tipo
de preguntas. Las chicas ni siquiera me saludaban. Pero un dí�a
conocí� a Pera, alguien en quien no habí�a reparado hasta enton-
ces, pues habí�a permanecido en las reuniones absolutamente en
silencio, pasando inadvertido para mí�. Una noche después de una
reunión, Pera se acercó preocupado para preguntarme si podí�a ir
a hablar con la madre de uno de los chicos, que estaba desespe-
rada, ya que éste le propinaba tremendas palizas cuando llegaba
alcoholizado a la casa. El chico tení�a quince años y también vení�a
a las reuniones. Pera nos llevó a la casa de la señora, situada un
poco más arriba del cerro. Era una casita sin luz ni agua, que la
familia habí�a construido con sus propias manos. Hablamos con
la señora que, con una gran humildad y los ojos llenos de lágri-
mas, me preguntó a dónde podrí�a recurrir para ayudar a su hijo,
a quien dudaba si denunciar o no a la policí�a. Desgraciadamente
la realidad era que en un contexto de pobreza sus posibilidades
de resolver la situación eran prácticamente nulas. A partir de
este momento comencé a reflexionar sobre la normalización de
la violencia en el barrio, mientras me preguntaba por la discor-
dancia entre el discurso dominante y lo que estaba empezando a
presenciar: la preocupación de un “pandillero” por la familia de
uno de sus amigos; el trabajo de un “ex pandillero” como Tano,
que se desenvuelve como el mejor de los dirigentes barriales; el
caso de unos vecinos –que resultaron ser “secuestradores”– que
querí�an expulsar a una ONG corrupta del barrio; y la convocatoria
de unos “pandilleros” como Los Chacales, que de alguna manera
demandaban mejorar su entorno social. Me cuestionaba por el
vací�o del Estado como benefactor de servicios, lo cual se disimula
bastante bien bajo la “emergencia” de la inseguridad ciudadana
o el “fenómeno del pandillaje”. Entendí�a entonces que, mientras
algunos autores señalan grupos que viven por y para la violencia
(Santos, 2002; Martí�nez y Tong, 1998), se ignoran otras violen-
cias invisibilizadas que afectan el desarrollo personal de la vida
de cada uno y una de estas jóvenes.
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 123

Acompañando y participando en un entorno de


violencia y exclusión social

Con el fin de llamar la atención sobre la producción social de


indiferencia ante las brutalidades institucionalizadas, Scheper
Hughes (en Bourgois, 2005) definió la violencia cotidiana refi-
riéndose a aquellas rutinas y actos de la violencia practicados dí�a
a dí�a como algo normal, generados en gran medida por el siste-
ma polí�tico y social aplicado. Más allá de las crí�ticas recibidas,
principalmente por reproducir las estructuras de poder en su
trabajo sobre la situación marginal de un sector de la población
del nordeste brasileño, asumiendo el sentido común occidental
(Franch y Lago-Falcão, 2004), tomaremos la definición de vio-
lencia cotidiana de esta autora como una herramienta para des-
cribir aquellas violencias naturalizadas que se ejercen desde las
instituciones en “el dí�a a dí�a” de estos muchachos. A partir del
siguiente fragmento de mi diario de campo podemos entender
el contexto que envuelve a Los Chacales:
Empezamos a hablar con Pera ya que nos cuenta que está espe-
rando si le sale un trabajo en la construcción. Debido a que la
construcción es peligroso… le cuestionan (Tano, otros chicos y yo)
si no se está arriesgando demasiado (…) le dicen que por qué no
espera a ver qué pasa con el proyecto (de la microempresa) (…)
Pera dice que es por necesidad, que no puede esperar más (…),
que necesita comprar cosas para su hijo (se echa a llorar), que no
quiere ver crecer a su hijo en ese barrio porque sabe lo que es y
cómo va a terminar, menciona que quiere salir a robar.
Lo que muestra este pasaje es a Pera en un debate moral entre
“cambiar” o salir a robar ante las miserias de la vida cotidiana.
Esta charla tuvo lugar pocos meses después que naciera el segun-
do hijo de Pera, pasando una serie de necesidades que no podí�a
cubrir. Ante la desesperación se vio presionado a enfrentarse
a la violencia del sindicato en una disputa por algunos puestos
de trabajo, ya que habí�a surgido una obra de construcción en el
barrio. La necesidad por trabajar del grupo en general se puede
ver cuando surge una obra en un barrio. Los sindicatos tratan
de monopolizar los puestos de trabajo, lo cual lleva a grandes
enfrentamientos que dan pie a diferentes actos de violencia y,
en ocasiones, alguien puede perder la vida. Después de negociar
con el sindicato y la empresa encargada de contratar al personal,
Los Chacales consiguieron dos puestos de trabajo para todo el
124 Matí�as Viotti Barbalato

grupo. Esto motivó que Pera, durante un tiempo, reciba graves


amenazas a altas horas de la madrugada, a punta de pistola, pre-
sionándole para abandonar dicho puesto. Por este motivo, con
veintiún años y dos hijos, obligó a quienes viví�an con él (padre,
hermanos, pareja e hijos) a mudarse a otro lugar. A partir de este
evento comencé a comprender por qué tanto Tano (que a petición
de Pera asistí�a armado a las reuniones) como Pera procuraban
mantenerme alejado del tema, aunque era su padre el que, ante
la desesperación, me mantení�a informado.
A pesar de esta situación, pude presenciar una reunión en-
tre Los Chacales y la gente del sindicato y percibir el riesgo que
corren estos chicos por un trabajo esporádico que se tienen que
repartir entre unos cuantos. Este hecho de violencia cotidiana se
repite en otros casos. También podemos verlo en lo sucedido con
Jota, integrante de Los Dioses, quien habí�a tenido algún problema
con Los K-chorros, grupo del barrio vecino:
Los K-chorros están en el sindicato y eso es un poco peligroso,
como una mafia. Ellos tienen su gente y me buscan, por eso no
puedo salir del portón (el barrio es denominado así� ya que tiene
un portón).
Con la agrupación juvenil que se conformó entre Los Chacales
se realizaron varias actividades. Entre ellas: dos chocolatadas de
navidad para los niños, murales, limpieza en distintas áreas de la
comunidad, paseos a la playa e, incluso, se organizó un sistema
de vigilancia que fue propuesto a la comisarí�a de la zona, pero
que no tuvo relevancia alguna. También realizaron campeonatos
de fútbol, se conformó una microempresa y se participó en un
evento sobre “violencia juvenil” en la municipalidad del distrito.
Una vez conformada la agrupación se presentó un debate so-
bre si debí�a aportar dinero de mi bolsillo, hecho del que nunca
fui partidario. Sin embargo, en ocasiones la situación lo requerí�a.
Por ejemplo, cuando Pera tuvo su hijo con Laura requerí�an cien
soles que no tení�an para darse de alta en el hospital, o cuando se
hicieron las excursiones a la playa y la piscina municipal y habí�a
que costear el autobús y comida. Todas eran actividades que ellos
entendí�an como parte del proceso de “cambio”. Además, si surgí�a
la oportunidad de trabajar unos dí�as, yo también solí�a participar
y mi parte era repartida entre el resto. Si hací�a falta, Tano o yo
contribuí�amos con el costo del transporte o la compra de algún
material para el trabajo. Muchos de los trabajos se conseguí�an a
través de Tano quien, como referente barrial, siempre se entera-
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 125

ba si la municipalidad o alguna otra institución necesitaba algún


arreglo. En una ocasión le informaron que la municipalidad ne-
cesitaba contratar una empresa de limpieza para un barrio del
centro de Lima, pues allí� fuimos con la Agrupación Juvenil Los
Chacales como empresa de limpieza. En otra ocasión tuvimos
que ir a un barrio del centro de Lima a limpiar toda la basura del
margen del rí�o Rí�mac. Fueron dí�as enteros de trabajo duro para
cobrar apenas unos soles de los cuales casi una quinta parte se
gastaba en el transporte de vuelta a casa. Tanto Tano con Los Cha-
cales, como Fred con Los Dioses y yo con ambos, entendí�amos
que aportar dinero en ciertas ocasiones resultaba imprescindi-
ble para ese “cambio” que los dos primeros asumí�an como una
oportunidad para la “integración”.
A pesar que ambos asumen el discurso dominante, entienden
la importancia de generar otros contextos para estas y estos mu-
chachos, que los desvinculen del rol de “pandillero”. Entre ellos,
cabe mencionar la organización de una excursión a la playa. En
principio, esta actividad que fue pensada para los jóvenes del
distrito de Comas incluyó también a Los Chacales, luego de solu-
cionar el problema del transporte, ya que la Municipalidad habí�a
puesto dinero para alquilar algunos autobuses que alcanzaban
para los jóvenes del distrito. Finalmente pudieron realizar esta
excursión alrededor de ochenta jóvenes de diferentes “pandillas
peligrosas”. En este mismo sentido, otra actividad que pudimos
impulsar tuvo lugar en el marco del I° Congreso Internacional de
Justicia Juvenil Restaurativa, llevado a cabo en la Pontificia Uni-
versidad Católica de Lima, en el cual participaba como miembro
del comité cultural. En esta ocasión propusimos que Los Chacales
hicieran las camisetas para el evento, ya que para aquel entonces
tendrí�an la microempresa en marcha.
En este entorno transcurrí�a mi trabajo de campo en el que me
fui convirtiendo en una especie de mediador con las instituciones,
al mismo tiempo que participaba de las reuniones aportando mi
opinión de lo que consideraba mejor para el grupo. Este rol de
mediador resultó sumamente complejo, especialmente cuando
se trataba de dialogar con la policí�a. Es posible que el evento que
sigue ayude a advertirlo.
Una tarde Tano mencionó que me llamarí�a una persona de
la Defensorí�a del Pueblo para reunirse conmigo y dos policí�as.
En primer lugar me reuní� con Los Chacales, quienes me pidie-
ron que asistiera a la cita para indagar de qué se trataba. En un
126 Matí�as Viotti Barbalato

principio la propuesta fue que el encuentro fuese en la comisarí�a.


Pensé entonces que no era muy recomendable que la gente me
viera entrar en la comisarí�a del barrio después de pasar el dí�a
con Los Chacales. Finalmente quedamos en la puerta del colegio.
Durante el encuentro me expresaron que les gustarí�a hacer una
reunión con los chicos, ya que se habí�an enterado del proyecto de
“cambio” y querí�an apoyarles. Apenas terminó la reunión volví� a
encontrarme con Los Chacales que desconfiaban de esta institu-
ción. Los Chacales se vieron en una situación compleja, ya que si
decidí�an negarse a la reunión, ello se volverí�a en su contra, pero
tampoco podí�an decir que sí�, ya que para la mayorí�a el actuar de
la policí�a dejaba mucho que desear. Finalmente me pidieron que
les transmitiera que solo uno de ellos podí�a asistir a un lugar de-
terminado, propuesto por Los Chacales, para poder huir en caso
de que se tratara de una trampa. Mientras escribo estas palabras,
reflexiono sobre el riesgo que esto supuso, ya que si algo grave
hubiese sucedido, como por ejemplo una gran redada, cualquiera
podrí�a haberme acusado de ser un “chivato” o algo parecido. De
hecho, algo así� ocurrió tiempo después, cuando detuvieron a Leo
y Guagua acusados de un robo, y algunos nos culparon a Tano y
a mí� de haberle pasado datos a la policí�a. Felizmente casi nadie
dio crédito a esta versión. Esta posición de mediador que vengo
ejemplificando, volvió a presentarse cuando una periodista del
periódico El Comercio me contactó para realizar un artí�culo con
Los Chacales. Igual que en el caso anterior, realizamos una reu-
nión en la que se decidió poner algunas condiciones (como que
aportaran con algo para la chocolatada de navidad que estaban
organizando y que no fuera un artí�culo morboso), ya que sus ex-
periencias con los medios habí�an sido muy desafortunadas. Entre
los medios de comunicación con los que se relacionaron Los Cha-
cales estuvieron dos canales de televisión (5 y 7) y el mencionado
periódico El Comercio. Estos medios buscaron el sensacionalismo
constantemente. Pese a que Los Chacales trataron de evadir este
tipo de espectáculo durante las entrevistas, los dos canales de TV
aportaron a la audiencia imágenes de “pandillas” cometiendo ac-
tos de violencia, como si fueran imágenes de ellos. Esas imáge-
nes no sólo no eran de ellos, sino que ni siquiera correspondí�an
al barrio. Respecto al encuentro con el periódico el El Comercio,
después del debate en el grupo se decidió aceptar la entrevista,
ya que el objetivo del reportaje no eran las “pandillas”, sino rea-
lizar un artí�culo sobre la falta de polí�ticas sociales por parte del
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 127

Estado. El artí�culo fue publicado el 10 de noviembre del 2008 y


titulado “se necesitan programas sostenibles para rehabilitar a
pandilleros”. Sin embargo, pocos meses después, en el periódico
Perú 21 apareció un artí�culo sobre “drogadictos y pandillaje” en
el distrito de San Martí�n de Porres, con una foto de Los Chacales
tomada para el artí�culo anterior sobre falta de polí�ticas sociales.
Estas fotos pasaron de un periódico a otro sin permiso del gru-
po, para completar un artí�culo sobre “pandilleros delincuentes”.
Bajo el tí�tulo “SMP (San Martí�n de Porres) busca erradicar cua-
renta puntos de venta de droga”, el 25 de enero del 2009, en el
Perú 21 se escribí�a que “…el Hospital Nacional Cayetano Heredia,
la comisarí�a de San Martí�n de Porres, la ONG Cedro, (…) busca-
rá erradicar los cuarenta puntos de venta… y a las casi setenta
pandillas que alteran la paz de los vecinos”. Junto a este artí�culo
que asocia “pandillas” con drogas, aparece la foto de Los Chacales
como si fueran “pandilleros” del distrito San Martí�n de Porres,
lejano del barrio en el que viven. Durante los dos años en que
realicé mi trabajo de campo tuve que tratar tanto con los medios
de comunicación, como con las ONGs y la policí�a, pero sobre todo
con esta última que inevitablemente estuvo permanentemente
presente. Digo inevitablemente ya que al mismo tiempo en que
abusaba de su poder, acudí�a cada vez que hací�amos una activi-
dad en el barrio. La mayorí�a de las veces se la dejaba permanecer,
pero no participar. En mi caso, el problema era que después de
las actividades me pedí�an las fotos o los videos del evento, ante lo
cual tení�a que esquivar la respuesta diplomáticamente. Durante
unos pocos meses con Los Chacales, la insistencia de los policí�as
se convirtió en un fuerte dolor de cabeza. La iniciativa de “cam-
bio” por parte de una “pandilla de delincuentes” se toma desde
la policí�a como un medio para “ascender”, acumulando capital
“gloria, honor, crédito, reputación, notoriedad [porque] el capital
simbólico proporciona formas de dominación que implican la de-
pendencia respecto a aquellos que permite dominar” (Bourdieu,
1999: 220). La policí�a trata de mostrar a la opinión pública su
labor con “peligrosos delincuentes” y, de este modo y en cierta
medida, mantiene “la clientela”. En este sentido, la impaciencia
por un “cambio” que no llegaba, quedó expresada en las siguientes
palabras de un policí�a: “si ustedes no ponen de su parte, seño-
res jóvenes, lamentablemente hay otros mecanismos más fáciles
para hacerlo”, aludiendo de este modo a la represión. “Poner de
su parte” significa dejar de delinquir y de ser “violentos”, hecho
128 Matí�as Viotti Barbalato

que jamás va a desaparecer si no cambia el contexto social. En


este proceso llegamos a la conclusión que tanto las ONGs, como
los medios o la policí�a, entre otras instituciones y asociaciones
que se acercaron a dialogar con nosotros, actuaron en función de
las representaciones colectivas del discurso dominante, con las
cuales hubo que mediar constantemente. Se trata de un discurso
que, como venimos sugiriendo, también es asumido por las pro-
pias “pandillas”, ejerciendo una fuerte violencia simbólica.4 Des-
de que surgió el “fenómeno del pandillaje” tanto algunos medios
como “expertos”, han tratado de acercar el contexto peruano a la
“emergencia” que las Maras representan en algunos paí�ses lati-
noamericanos. A modo de ejemplo, la Agencia Latinoamericana
de Información (ALAI) publicó el 2 de agosto del 2005 que “…
para justificar la polí�tica de mano de dura (…) los gobiernos de
El Salvador, Honduras y Estados Unidos han tratado de relacionar
a las Maras con el terrorismo internacional, y concretamente con
la red Al Qaeda de Osama Ben Laden” (Tamayo, 2005). De este
modo se construye un discurso que equipara al “pandillero” con
el “enemigo” que, en el caso peruano, tiene que ver con ser pobre
y joven. Mi trabajo de campo me permitió advertir que algunas
ONGs comparten esta posición. En Perú, una ONG internacional
que edita una revista sobre temas de juventud, con diversidad de
contenidos, incluido el “pandillaje”, me propuso escribir un artí�-
culo. Tomando en cuenta que esta ONG se destaca por su parti-
cipación en un programa de Justicia Juvenil Restaurativa que es
una importante alternativa a las polí�ticas de mano dura, escribí�
sobre la violencia cotidiana del barrio, señalando las relaciones
de poder con la policí�a, la prensa y la Iglesia a partir de la expe-
riencia de Los Chacales. La respuesta del Comité Editorial de la
revista fue la siguiente:
Leí� atentamente le artí�culo sobre pandillas. Muy bueno en su parte
conceptual, que da para dos números de JpC (nombre de la revis-
ta) por lo menos. Conviene incorporarlo al panel especializado
sobre pandillas. No creo que podamos publicar lo que respecta
a la actitud de los periodistas, del religioso Christofer (…) y de la
PNP (Policí�a Nacional del Perú), a menos que queramos romper

4. Me refiero a la a violencia que se ejerce con la complicidad tácita de quienes


la padecen y también, a menudo, de quienes la practican en la medida en
que unos y otros no son conscientes de padecerla o de practicarla (Bourdieu,
2007: 21).
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 129

alianzas. La revista debe publicar experiencias del proyecto, y no


fracasos ajenos. Un abrazo.
Lo que se percibe aquí� como “fracasos ajenos” es precisamente
la legitimación de la exclusión a través del discurso dominante
que esta ONG asume junto a las instituciones con las cuales “no
pueden romper alianzas”. Con este evento pretendo señalar, una
vez más, cómo las estructuras de poder acaban penetrando en
el trabajo social de algunas ONGs. Mientras no se desnaturalice
el concepto del “pandillaje”, el cual se considera como un “fenó-
meno” ajeno al proceso histórico y polí�tico del paí�s, se seguirán
reproduciendo formas de estigmatización y exclusión. En este
sentido, el poder punitivo no sólo se ejerce a través de las insti-
tuciones del Estado (Zaffaroni, 2012), sino también a través de
ONGs o corporaciones privadas que podrí�an estar remplazando
el vací�o dejado por este último.

Ahoniken como herramienta de participación activa

En este acápite trataremos de resumir la iniciativa que tanto


Los Chacales como Los Dioses llevaron a cabo con un proyecto de
microempresa como alternativa al desempleo. Aunque nos cen-
traremos en los primeros, no dejaremos de lado a los segundos a
la hora de analizar las prácticas, relaciones, ideas y actitudes que,
como hemos mencionado, nos alejan de la definición dominan-
te del “pandillaje”. Advertí� que la iniciativa de la microempresa
podí�a ser considerada como una respuesta a la categorí�a social
“pandillero”. Al menos esto parece reflejar el siguiente diálogo
que tuvo lugar durante una reunión con Los Dioses, de la que
participamos Fred, algunos vecinos y yo:
Edgar: Bueno, este, nosotros somos un grupo de jóvenes que que-
remos agradecer por el apoyo que nos han brindado…
Cosme: (…) ya nos vamos a sentir, mayormente como una perso-
na, ya adulta…
Ben: …civilizada.
Cosme: …civilizada en el sentido que más responsable y la gente
nos va a mirar ya con otra cara ¿no? No como antes, que éramos
chicos callejeros en la calle tirando piedras.
Ben: …de ahí�, el fruto que nos va a dar, nos va a brindar una ayuda,
que podamos expresar a la gente un mensaje, un cambio.
130 Matí�as Viotti Barbalato

Pude ver algo semejante en algunos grafitis que Los Chacales


realizaron en las calles del barrio. En ellos, junto a Sarita Colonia,5
puede leerse: “La agrupación juvenil Los Chacales somos jóve-
nes que hemos cambiado nuestras vidas y queremos hacer algo
para mejorar el barrio dando seguridad a los adultos, jóvenes
y niños”. La iniciativa comercial de Los Chacales comenzó en el
año 2007, con algunas actividades como la venta de comida en
el barrio. Después de un año, se creó la Asociación Ahoniken de
Madrid. Con la subvención que nos fuera otorgada, luego de una
larga discusión, estos jóvenes decidieron hacer una fábrica de
camisetas. Durante los años 2008 y 2009, desarrollé mi trabajo
de campo “militando” bajo esta propuesta. El objetivo fue crear
una cooperativa en el distrito de Comas, que fuera una alterna-
tiva de desarrollo sustentable gestionada por el grupo, en bene-
ficio de toda la comunidad; asentada en experiencias anteriores
como el trabajo que vení�a haciendo Fred con Los Dioses y, en el
distrito de San Juan de Lurigancho, el que vení�a haciendo Tano
con Los Chacales. Del siguiente diálogo entre Guagua y Pera pue-
de derivarse el modo en que estos jóvenes pensaron el sentido
de esta iniciativa:
Guagua: Esta bien, pe, es un apoyo más para nosotros, para poder
salir adelante y nosotros mismos cambiar, que nos dan esa cham-
ba (trabajo) de costura, para ayudar a nuestra familia… nada más.
Pera: Hace dos años… empezamos…
Beto: …uno mismo se da cuenta (…)
Pera: …no vas a estar en el mismo problema de estar robando…
Guagua: …en la pandilla.
Una vez equipados con la maquinaria necesaria, los integran-
tes del grupo se organizaron para disponer de su lugar de trabajo,
realizaron la instalación de la luz, pintaron, ordenaron y ador-
naron el espacio dejando todo listo para fabricar las camisetas.
En un comienzo se habí�a pensado instalar la microempresa en el
local comunal del barrio o en algún terreno vací�o. Sin embargo,
para no correr el riesgo que los propietarios de estos espacios
(la municipalidad o los dirigentes vecinales) quisieran expulsar a

5. Sarita Colonia es considerada Santa de los pobres y discriminados. Aunque


su culto no está reconocido por la iglesia católica, representa un sí�mbolo
protector para delincuentes, prostitutas, presidiarios y su imagen está muy
presente en el ámbito de las “pandillas”.
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 131

los jóvenes en algún momento, se decidió instalar el local en una


vivienda particular. En ambos casos hubo intensas discusiones,
generándose una competencia por controlar lo que suponí�an serí�a
una salida posible a la exclusión. A raí�z de estas discusiones fue
disminuyendo gradualmente el número de jóvenes que partici-
pó de esta experiencia quedando siempre Pera como referente
en el caso de Los Chacales. Una vez instaladas las máquinas, que
funcionarí�an en un local prefabricado de madera, preparamos la
inauguración de la cooperativa, a la que fueron invitados todos
los vecinos y vecinas. Para la ocasión elaboramos un comunicado
en el que se podí�a leer lo siguiente:
Queridos vecinos y vecinas; en agosto de 2007, este grupo de jó-
venes se convirtió en la agrupación juvenil Los Chacales. A lo largo
de estos años, hemos apostado por un cambio en nuestras vidas
que nos beneficie a nosotros mismos y a nuestra comunidad. (…)
Nace la “Cooperativa Textil Los Chacales” con fabricación propia de
polos, polares y demás prendas. Están invitamos a su inauguración
este domingo 28 de junio de 2009. Muchas gracias.
La inauguración pasó desapercibida ante la comunidad que
continuaba mirando con desconfianza a quienes consideraban
“pandilleros”. Asistieron algunos vecinos, en su mayorí�a familia-
res de las y los jóvenes que organizaban el evento.
Entre las tareas para llevar adelante por la cooperativa estaba
la compra de los materiales en el mercado central de Lima, que
está situado lejos del barrio. Para reducir gastos y tiempo, estas
compras se realizaban con representantes de los dos grupos que
participaban del emprendimiento. Un dí�a de compras junto a
estos jóvenes abrí�a un campo interesante para observar actitu-
des, comportamientos y maneras de pensar de la vida cotidiana,
pero, al mismo tiempo, implicaba un gran desgaste fí�sico y men-
tal, ya que yo debí�a coordinar la compra del material y gestionar
el dinero de la Asociación. Se hací�a muy duro trasladarse hasta
el mercado temprano por la mañana, pasar el dí�a con las y los
muchachos, negociar precios, elegir el material y, tal vez lo más
difí�cil, conseguir trasladarlo a los respectivos barrios, situados
en diferentes partes de la ciudad. Lima es una ciudad con bastas
dimensiones y un transporte que quedó desgastado por el pro-
ceso de privatizaciones del régimen fujimorista (Quijano, 2000).
Era complicado que los taxis aceptaran ir hasta el barrio, ya que
además de lejano lo consideraban “peligroso”. Si bien fueron dí�as
de mucho estrés y cansancio, también me permitieron ver las
132 Matí�as Viotti Barbalato

interacciones entre estos jóvenes que incluí�an, como puede verse


a partir de esta nota de campo, actitudes reflexivas y solidarias:
Vamos a Gamarra (mercado central) con Dani, Ben de Los Dioses
y Pera de Los Chacales. (…) Los Dioses también habí�an tenido
conflictos entre ellos... Pera… le aconseja a Dani (sobre cómo en-
frentaron los conflictos en Los Chacales)… Dani le pide el teléfono
para estar en contacto.
En una sociedad que pasó de estar compuesta por ciudada-
nos “capitalistas” productores a “consumidores” (Bauman, 1999:
41), el discurso dominante suele llevar a interpretar al sector de
la población que no puede consumir como si eligiese ser delin-
cuente. En estos casos, como afirma Bauman, “la clase marginada
es el enemigo en casa, que ocupa el lugar de la amenaza exter-
na” (Bauman, 1999: 113). La violencia simbólica hace que estos
jóvenes se vean como la mayorí�a de los peruanos les ven; como
culpables del “desorden social”, sin cuestionarse el sistema polí�-
tico en el que se encuentran.
Para estos muchachos su exclusión es, en gran parte, conse-
cuencia de sus actos, como me respondió Pera al preguntarle
sobre las “pandillas”:
se meten porque tienen problemas, los que viven mal, los que es-
tán en la droga, en el alcohol, ellos se meten. O sea, los que quieren
vivir la vida fácil, robando.
Algo semejante sucede en el caso de Leo, quien durante el pro-
ceso de la microempresa pasó a considerarse “ex pandillero”, aun
cuando reproduce la idea del “pandillaje”, tal como se desprende
de los consejos que daba a una vecina respecto del cuidado de su
hija y las “pandillas” de su colegio:
…en ese colegio fuman y… ¡tira piedras (pandillero) es!.... a la una,
una y media, dos baja a Acho, ¡toditito ese colegio! amontonados,
se pelean contra otro colegio, de verdad vecina, eh… no vecina, de
verdad, saca a la niña, pe. Así� es, de verdad vecina ahí� se malogran.
Ambos intercambios, el que sostuve con Pera y el que sostuvo
Leo con la vecina, señalan una suerte de paradoja: el “cambio”
(como considerarse “ex pandillero”) también puede servir para
reforzar el discurso dominante acerca de la “pandilla” en la me-
dida que pone de relieve aquello que se dejó de ser, aquello que
se ha abandonado pero que está allí� para, justamente, señalar
la transformación. Poco después de comenzar el proyecto pude
ver que la idea de “cooperativa” era inviable, ya que la visión do-
VI. Más allá de la violencia: acompañando a las “pandillas”... 133

minante entre estos jóvenes era que un trabajo sirve para ganar
el dinero suficiente como para comprar todo aquello que la so-
ciedad del consumo exige. En realidad, la microempresa no era
percibida como una posibilidad de desarrollar algo en común y
sustentable para la comunidad, con los valores que conlleva una
cooperativa, sino que más bien se percibí�a como una alternativa
al hecho de no tener nada, como un medio con el que enfrentar
el estigma del “pandillaje”, todo lo que esto conlleva.6 Esto se re-
fleja muy bien en las siguientes palabras de Pera:
…te cansas de tanto piedrón, tanto machete cansa ya... Cuando yo
estaba en la pandilla no pensaba… pero ahora ya tengo mi edad
(veintidós años)… y tengo que preocuparme por mi familia y por mí�
mismo, no quisiera, no quisiera caer en un penal y una comisarí�a,
que me golpeen, o sea, me dan a elegir la pandilla o esto y prefiero
esto porque estamos trabajando estamos en algo, ya no vamos a
hacer daño a nadies (sic.). Vamos a trabajar por nuestra cuenta.
Como ya mencioné, en el grupo tuvo lugar una competencia
importante por el control del material, tanto en el caso de Los
Chacales como en el de Los Dioses. La manera de pensar, organizar
y percibir la agrupación juvenil, se vio totalmente influenciada
por un habitus (Bourdieu, 2008: 86-88) de comportamientos, va-
lores y actitudes que bloquearon cualquier tipo de proyecto en
común. Respecto al enfrentamiento por el lugar donde instalar
la microempresa, Pera se reconocí�a con el derecho a instalarla en
su casa, ya que lo veí�an como “lí�der” y como uno de los que más
empeño y motivación habí�a tenido. Y así� fue.
Estos comportamientos y su manera de percibir el “cambio”
en un contexto de carencias como es el de las “pandillas” mues-
tra la complejidad de la realidad de estas y estos jóvenes. No se
trata de que estén o no dispuestos a “cambiar”, como la sociedad

6. Me gustarí�a llamar la atención sobre la posibilidad de una ruptura gene­


racional en los años 1990 donde, ha diferencia de los años 1970 y 1980,
los movimientos sociales de barrio se fueron apagando. Con las polí�ticas
reformistas de Velasco en la década de 1970 y la migración a Lima desde el
interior peruano en lo que se llamó un proceso de “cholonización” que reivin-
dicaba la cultura andina, las “asociaciones de migrantes, las rondas vecinales,
las fiestas folklóricas eran un eje importante de organización e identidad”
(Matos Mar, 2005). Hecho que fue desapareciendo con el proceso neoliberal
y el conflicto armado interno, en una fragmentación de las redes sociales
de barrio. Podemos reflexionar sobre la desaparición de dichas redes en las
historias de vida de los padres de Los Chacales o Los Dioses donde describen
su llegada a Lima, la “invasión” y construcción del barrio (Viotti, 2012).
134 Matí�as Viotti Barbalato

piensa, sino que más bien se trata de cómo será percibido ese
“cambio” a través del sentido sentido común y de un habitus de-
terminado, que puede generar un mecanismo compartido por
todos los individuos del mismo grupo o clase social (Bourdieu
en Gledhill, 2000: 221).
La experiencia con el proyecto de Ahoniken y la microempre-
sa permitieron desenmascarar distintos tipos violencias, como la
simbólica y la cotidiana o normalizada. También permitió obser-
var el derecho a la reparación social después de las heridas de la
violencia polí�tica. El hecho de haber acompañado la iniciativa de
estos muchachos en un intento por cambiar el contexto social, me
dio la posibilidad de explorar otros campos y ampliar la visión
de estudio, (re)construyendo y (re)analizando los procesos de
construcción, funcionales a las fuerzas que los oprimen. Fuerzas
que tienen que ver con unas polí�ticas que dejaron terribles con-
secuencias a lo largo de Latinoamérica durante los años 1990 y
que hoy podemos ver en Europa; polí�ticas que responden a una
estructura histórica de poder punitivo que se repite desde que
el Estado-Nación es Estado y se legitima buscando “culpables”
(Zaffaroni, 2012). Desde esta perspectiva, encontramos un sec-
tor de la juventud envuelta en un universo inestable en el que,
para algunos sectores y actores sociales, ser pobre se convierte
en sinónimo de “criminal”.

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137

VII. ¿Quién decide qué investigar?


A propósito de las representaciones
sociales sobre las mujeres en los
grupos armados peruanos
Marta Romero-Delgado

Se me hace cuesta arriba, lo confieso, leer algunas


obras valiosas de ciertos sociólogos, politicólogos,
economistas o historiadores, que escriben en código.
El lenguaje hermético no siempre es el precio inevi-
table de la profundidad. Puede esconder simplemen-
te, en algunos casos, una incapacidad de comuni-
cación elevada a la categoría de virtud intelectual.
Sospecho que el aburrimiento sirve así, a menudo,
para bendecir el orden establecido: confirma que el
conocimiento es un privilegio de las élites.
Algo parecido suele ocurrir, dicho sea de paso, con
cierta literatura militante dirigida a un público de
convencidos. Me parece conformista, a pesar de
toda su posible retórica revolucionaria; un lenguaje
que mecánicamente repite, para los mismos oídos,
las mismas frases hechas, los mismos adjetivos, las
mismas fórmulas declamatorias. Quizás esa literatu-
ra de parroquia esté tan lejos de la revolución como
la pornografía está lejos del erotismo.
Eduardo Galeano
(“Las venas abiertas de América Latina”)

Introducción

L
a primera vez que llegué a Perú, en 2007, fue con la in-
tención de realizar el trabajo de campo para mi tesis doc-
toral. El tema escogido fue la última etapa de violencia
polí�tica en el paí�s andino, pero no tení�a completamente
definido el objeto de estudio. Al conversar con la gente aprecié
que dicho periodo resultaba incómodo de tratar y hablar, y que el
sentir general era de “pasar página” y olvidar ese tiempo. Empe-
cé a interesarme cada vez más en el tema con la ayuda de libros,
138 Marta Romero-Delgado

fuentes y recursos audiovisuales a los cuales tuve acceso a través


de personas, instituciones familiarizadas (ONGs, docentes, asocia-
ciones) especialmente con las y los actores sociales directamente
implicados en el conflicto. Todos me ayudaron a tratar el tema
con el respeto que se merece y a reconocer que realmente habí�a
pasado muy poco tiempo desde que finalizó el conflicto. El últi-
mo episodio de violencia directa por parte de uno de los grupos
armados fue en el año 2000. Es por esto que la mayorí�a de las y
los investigadores, e incluso la Comisión de la Verdad y Reconci-
liación del Perú (en adelante CVR) sitúan esta fecha como el final
de la última etapa de violencia polí�tica peruana (de 1980 a 2000).
En su trabajo, la CVR (2003) identificó patrones de crí�menes
y violaciones de los derechos humanos perpetrados tanto por los
grupos armados como por las organizaciones del Estado (Fuerzas
Armadas, policiales, ronderos y comités de autodefensa). Los ti-
pos hallados y documentados son los siguientes: desapariciones
forzadas; ejecuciones arbitrarias; asesinatos y masacres; tortu-
ras y tratos crueles, inhumanos o degradantes; violencia sexual;
violación del debido proceso; secuestros y tomas de rehenes;
violencia contra niños y niñas y violación de derechos colectivos.
Lamentablemente, la violencia no es algo nuevo en este paí�s andi-
no (véase Quijano, 1980; Rostworowski, 1988; Cotler, 1988; Man-
rique, 1989; Flores Galindo, 1999; Montoya Rojas, 2004; Matos
Mar, 2005). Pero las desigualdades sociales, étnicas y de género
ya existentes en Perú se agravaron todaví�a más con el desarrollo
del conflicto armado interno (CVR, 2003). Al igual que le sucedió
al antropólogo Philippe Bourgois:
Yo no busqué voluntariamente el tema de la violencia. Se impuso
debido a su papel central en la organización de la vida cotidiana
y en las polí�ticas de desarrollo en las Américas (…) Sin embargo,
existe un problema mucho mayor para los etnógrafos y los cientí�-
ficos sociales: el de no reconocer la violencia que fluye a nuestro
alrededor y que generalmente abruma a las personas que estudia-
mos. La violencia castiga desproporcionadamente a los sectores
estructuralmente vulnerables de la sociedad y frecuentemente no
es reconocida como violencia ni por las ví�ctimas ni por los verdu-
gos, que a menudo son uno y lo mismo. La omnipresencia de la
violencia y las formas perniciosas en las que ésta se transforma y
se vuelve invisible o es mal interpretada tanto por protagonistas
como por ví�ctimas, precisa una aclaración teórica que tiene rami-
ficaciones polí�ticas. (Bourgois, 2009: 29).
VII. ¿Quién decide qué investigar? 139

Más allá de las crí�ticas que pueden realizarse respecto de la


invisibilización y la valoración que el autor propone para la in-
terpretación de la violencia por parte de los protagonistas y las
ví�ctimas, de a poco fui comprobando que era un tema difí�cil de
abordar, que se complejizaba más o menos dependiendo de hacia
dónde dirigiera mi objeto de estudio. A medida que hací�a la revi-
sión bibliográfica pude comprobar que habí�a bastante bibliogra-
fí�a sobre el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (en
adelante PCP-SL). Sin embargo, no sucede lo mismo con el otro
grupo alzado en armas, el Movimiento Revolucionario Tupac Ama-
ru (en adelante MRTA). También habí�a bastantes trabajos sobre
la región de Ayacucho donde se originó la primera organización
polí�tica y donde hubo más muertes y desapariciones reportadas
a la CVR y a las organizaciones de Derechos Humanos.
Finalmente, todo me fue llevando hasta las mujeres en los
grupos armados. Siempre oí�a el mismo discurso, especialmente
referido a las mujeres del PCP-SL, debido a la gran cantidad de
mujeres integrantes en sus filas. Lo que más me llamó la atención
fue que habitualmente se afirmaba con rotundidad que eran “muy
crueles, despiadadas; unas locas, sin sentimientos”. Motivada
por el deseo de llenar un hueco en el vací�o académico existente,
todo me condujo al análisis sobre las mujeres de ambos grupos,
teniendo en cuenta que “la buena literatura sociológica, o sociolo-
gí�a pública, admite que está contando una historia, sugiere otras
posibles historias y trata de asuntos públicos importantes” (Agger,
2000: 257). Gracias a la estancia tan prolongada en el tiempo,
pude conocer a gente que me ayudarí�a y me facilitarí�a muchí�si-
mo mi trabajo, como por ejemplo, a la hora de entrar en el Penal
de mujeres de Máxima Seguridad de Chorrillos (Lima). También,
el hecho de que fuera becada por la Universidad Complutense de
Madrid para realizar un intercambio con la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos en Lima me facilitó bastante la consecución
de la información.
A lo largo de toda la investigación y del trabajo de campo
fueron surgiendo nuevos interrogantes, especialmente sobre
las categorí�as y definiciones usadas para abordar y mencionar
el conflicto, las representaciones sociales que tení�an en general
las y los peruanos sobre el mismo y en concreto sobre las muje-
res de los grupos armados. Cuestiones como qué era “prudente”
o no investigar; cómo nombrar a los y las protagonistas del con-
flicto; a quién entrevistar; bajo qué términos y un sinfí�n de inte-
140 Marta Romero-Delgado

rrogaciones me llevaron irremediablemente a preguntarme por


el discurso hegemónico imperante no solo en este asunto, sino
también y en general en las ciencias sociales.

Sobre categorí�as, etiquetas y discursos hegemónicos en


la investigación social

Si partimos de la premisa que el lenguaje es un instrumento


de acción y de poder (Foucault, 1981; Vygotsky, 1982; Bourdieu,
1985), nunca podrá ser considerado que está compuesto por pa-
labras objetivas o neutras. A su vez, el lenguaje está basado en el
orden social establecido, es decir, reproduce el orden simbólico
imperante. Orden que se rige por jerarquí�as sociales donde el
discurso se traduce en señalar en qué escalafón social nos ubi-
camos. Por tanto, el lenguaje hegemónico está relacionado con
el discurso hegemónico, que a su vez hace que las relaciones de
fuerza simbólica que existen en los grupos y las leyes de produc-
ción de esos grupos hagan que afloren unas categorí�as, mientras
otras estén ausentes. Estas condiciones ocultas son las que de-
terminan lo que puede decirse y lo que no puede decirse en un
grupo (Bourdieu, 1985). Igual sucede con la academia que, como
grupo, establece tácitamente qué es “adecuado” estudiar y qué
no. Respecto del trabajo de los intelectuales, Pierre Bourdieu
afirma que “el poder no paga por estudiar el poder, sino para
mejorar los efectos de dominación. En vez de estudiar problemas
impuestos, habrí�a que crear un campo de conocimiento autóno-
mo” (Bourdieu, 2000). Desde este punto de vista hay que señalar
que, tradicionalmente, el poder es
Lo que se ve, lo que se muestra, lo que se manifiesta, y, de manera
paradójica, encuentra el principio de su fuerza en el movimiento
por el cual la despliega. Aquellos sobre quienes se ejerce pueden
mantenerse en la sombra (…) en cuanto al poder disciplinario,
se ejerce haciéndose invisible; en cambio impone a aquellos a
quienes somete un principio de visibilidad obligatorio. (Foucault,
2005: 192).
A su vez, Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Suprema argen-
tina, explica cómo a través de la construcción de un discurso
hegemónico se justificó a lo largo de la historia el poder puniti-
vo del Estado. Discursos que serví�an y sirven hasta el dí�a de hoy
como medio de legitimación de la exclusión, racismo, asesinatos,
torturas, etc. Un ejemplo serí�a la persecución legí�tima de aquellas
VII. ¿Quién decide qué investigar? 141

mujeres del siglo XV al XVII consideradas brujas. Persecución to-


talmente normalizada, basada en el manual de 1484 “El martillo
de las brujas” escrito por dos inquisidores. También el racismo,
basado en las teorí�as de la biologí�a de Herbert Spencer durante
el siglo XIX, justificaba la exclusión e incluso el retiro de las ayu-
das sociales del Estado, en la ley del más fuerte, considerando
que habí�a que dejar a los pobres evolucionar por ellos mismos
(Zaffaroni, 2012).
En este sentido, puede afirmarse que el lenguaje:
Como institución renueva la estructura dominante de distribución
desigual del capital cultural, legitima la desigualdad, naturaliza la
exclusión y participa en la reproducción del orden social, imponien-
do la violencia simbólica, induciendo códigos, pero otorgando, a
la vez, la fantasí�a de la libertad, la creación y el mérito individual;
estamos, en suma, en una práctica de distinción que mantiene las
distancias de las posiciones sociales. (Alonso y Criado, 2004: 222).
Como afirma Foucault (1978: 122), “poder y saber se arti-
culan por cierto en el discurso”. Sin embargo hay que tener en
cuenta que cada vez existen más voces en contra de la tradición
de la “neutralidad cientí�fica”. Un papel importante aquí� lo tiene la
Teorí�a Crí�tica, que analiza los orí�genes de las teorí�as en los pro-
cesos sociales, sin darlas por válidas desde un principio, porque
ello supondrí�a aceptar implí�citamente los procesos y condiciones
de las cuales las personas deben emanciparse. La Teorí�a Crí�tica
señala que las ciencias no están libres de valores, sino que por el
contrario conllevan supuestos cuya condición de valor está oculta
por su evidente obviedad (Schanzer y Wheeler, 2010).
Para Zigmunt Baumann
La contribución más espectacular hecha a la vida humana por las
ciencias empí�rico-analí�ticas consiste en la crí�tica constante de la
actividad tecno-instrumental humana. La contribución de las cien-
cias a la comprensión puede consistir en una crí�tica de la práctica
social. Al poner en descubierto los elementos distorsionadores en
las situaciones del discurso, estas ciencias pueden participar en la
siempre creciente aproximación a las condiciones de una sociedad
racional. (Baumann, 2007: 236).
En la ya famosa discusión académica a través de varios artí�-
culos, los investigadores sociales peruanos Manrique y Tanaka
llegaban a algunas conclusiones en común, tales como que la
“neutralidad” en la investigación social es una ilusión donde los
seres humanos, incluidos los investigadores sociales, son produc-
142 Marta Romero-Delgado

to de la sociedad que pretenden comprender (Manrique, 2010).


Por tanto la objetividad es una “quimera” y siempre existirán
condicionantes sociales que afectan al investigador o investiga-
dora (Tanaka, 2010). Sus conclusiones son fundamentales a la
hora de plantearnos cómo vamos a abordar una investigación y
qué términos usaremos, siempre teniendo en cuenta que
Cuando va a examinarse un proceso histórico aún abierto se debe
actuar con mucha cautela, sin olvidar que aún nos falta distancia
para enjuiciarlo en su globalidad y que cualquier afirmación que
pueda hacerse está teñida por la postura polí�tica que mantenga
el autor del discurso. (Alcedo, 1998: 12).
En este sentido, conceptos como “terrorismo” son bastante
controvertidos; dependiendo del contexto en el que sea emplea-
do, encontraremos que se convierte en una obligación tener que
mencionar ciertos grupos bajo dicha categorización. Desde el
momento en que no se cuestiona el proceso de construcción de
los conceptos y categorí�as, se parte de un conocimiento supues-
to como “natural”.
De igual modo debemos considerar el proceso histórico, po-
lí�tico y social de construcción de la idea de la mujer de grupos
armados peruanos, donde se instala un discurso dominante u
oficial. Es decir, será necesario tener en cuenta este contexto a la
hora de examinar el conflicto. De no ser así�, no estaremos anali-
zando el problema en su conjunto y, al obviar y dar por sentadas
ciertas categorí�as o conceptos, estaremos ocultando otros. Ejem-
plo de ello puede ser la respuesta que obtuve de una catedrática
peruana al hecho de llamar “guerrillas” a los grupos alzados en
armas (PCP-SL y del MRTA) durante el conflicto:
Yo no sabí�a que en el Perú hubiera habido “guerrillas” a fines del
siglo XX, lo que hubo fueron grupos terroristas, que declararon
una guerra asesina al pueblo peruano. La ciencia polí�tica provee
de conceptos muy claros para diferenciar estos fenómenos, las
guerrillas son procesos polí�ticos que en determinado momento
optan por la acción violenta. Los movimientos terroristas niegan
la acción polí�tica y emprenden una guerra para hacer “tabla rasa”
(destruir el viejo Estado en el vocabulario de SL), pues mesiánica-
mente están convencidos que ellos poseen la razón de la historia,
por lo mismo se creen dueños de la vida de los demás. Setenta y
cinco mil muertos no son meros “detalles”, o “sutilezas de lenguaje”.
Con estas palabras, esta cientí�fica social obviaba que ese len-
guaje, el de “la ciencia polí�tica”, está cargado de intención tal y
VII. ¿Quién decide qué investigar? 143

como expresamos anteriormente. En realidad si nos guiamos


por la ciencia polí�tica, ni siquiera existe unanimidad de la Co-
munidad Internacional en cuanto a la definición de Terrorismo.
Según Avilés:
El término “terrorismo” no es neutro, sino que, por el contrario,
tiene una connotación muy negativa, por lo que a menudo se con-
sidera que definir una organización o un acto como terrorista im-
plica una valoración puramente subjetiva, de acuerdo con la famosa
máxima de que quienes para unos son terroristas, para otros son
luchadores por la libertad. (Avilés, 2009: X).
Vale recordar que, para “solucionar” esta controversia, la
Asamblea General de las Naciones Unidas creó una definición
universal del acto terrorista en la Convención Internacional para
la Supresión de la Financiación del Terrorismo en 1999, que en-
tró en vigor en 2002. De acuerdo con esta definición, que ha sido
luego retomada en otros documentos, se considera terrorista:
Cualquier acto destinado a causar la muerte o lesiones corporales
graves a un civil o a cualquier otra persona que no participe direc-
tamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado,
cuando el propósito de dicho acto, por su naturaleza o contexto, sea
intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organi-
zación internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo.
(United Nations, 2002; cit. en Avilés, 2009: XI).
Nadie cuestiona las atrocidades del enfrentamiento, tanto de
un bando como el otro. Aunque el Informe final de la Comisión de
la Verdad y Reconciliación del Perú (2003) contenga “debilidades,
errores y vací�os, prácticamente inevitables en un encargo de tal
envergadura, el trabajo de la CVR debe ser respaldado” (Monto-
ya, 2004: 21). En todo caso, lo que se debe tener en cuenta desde
las Ciencias Sociales es que el lenguaje que emplea no es neutro
y en muchas ocasiones soslaya otras realidades.
De ahí� la importancia de preguntarse cómo se originan y se
asientan los conceptos, categorí�as y ciertos discursos no solamen-
te en la población, sino en todas las esferas de la sociedad, incluso
en la academia. Se hace necesario reiterar que “la sociologí�a, al
igual que todas las ciencias, tiene como misión descubrir cosas
ocultas; al hacerlo, puede contribuir a minimizar la violencia sim-
bólica que se ejerce en las relaciones sociales en general y en las
de comunicación mediática en particular” (Bourdieu, 1997: 22).
Es así� como al preguntamos por el concepto de “terrorista” y, más
en concreto, por el de “mujer terrorista”, debemos tener en cuenta
144 Marta Romero-Delgado

los procesos de producción de significado, interrogándonos por


la palabra en sí� misma, es decir, “quién la aplica, a quién y para
qué” (Martí�n Criado, 1998: 36).
Mientras en la memoria colectiva de la población peruana, los
grupos que se alzaron en armas durante el conflicto de 1980 a
2000 son una “amenaza terrorista”, no se registra dentro de esta
definición la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (en adelante CIDH) contra el ex presidente Alan Garcí�a,
apuntado como máximo responsable de casi trescientas muertes
de prisioneras y acusados de “terrorismo” que se amotinaron en
varias cárceles peruanas en lo que se llamó la “Matanza de los
penales de 1986”.1
También vale la pena mencionar el caso de otro ex presidente,
Alberto Fujimori, que fue juzgado en 2008 por la CIDH ante gran
expectación nacional e internacional, debido a que se convirtió en
el primer presidente de gobierno que fuera juzgado en su propio
paí�s por Genocidio y Crí�menes de Lesa Humanidad.2 Es así� como
el antropólogo peruano Rodrigo Montoya se pregunta:
¿Qué constitución del Estado peruano autoriza a las Fuerzas Arma-
das a hacer desaparecer a ciudadanos peruanos o a violar a muje-

1. Americas Watch denunció que se trató del más devastador atentado contra
los derechos humanos en el Perú en décadas; se mató a sangre frí�a a gran
cantidad de prisioneros después de haberse rendido (Méndez, Chipoco y
Goldenberg, 1988: 38). Para saber más sobre este episodio de la historia
peruana consultar en: [http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/
Seriec_68_esp.pdf]. Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Hu-
manos Sentencia de 28 de mayo de 1999, Corte I.D.H. (Ser. C) N° 50 (1999):
Excepciones Preliminares caso Durand y Ugarte. En la Biblioteca de Derechos
Humanos de la Universidad de Minnesota. Estados Unidos: [http://www1.
umn.edu/humanrts/iachr/C/50-esp.html]. Medidas del Estado peruano para
reparar el daño causado a estas dos ví�ctimas de El Frontón: [http://www.
mimdes.gob.pe/noticias/2002/not26nov.htm]. Informe de la Comisión de la
Verdad del Perú sobre las Ejecuciones Extrajudiciales del Penal de El Frontón
y el Penal de Lurigancho: [http://www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMOVII/
CasosIlustrativos-UIE/2.67.FRONTONYLURIGANCHO.pdf].
2. En 2009, Fujimori fue condenado a veinticinco años de cárcel. Fue conside-
rado máximo responsable del grupo Colina, el cual asesinó y desapareció a
numerosas personas durante el conflicto armado interno. Las más famosas
matanzas fueron perpetradas en el vecindario limeño de Barrios Altos, en
1991, y en la Universidad La Cantuta, en 1992, resultando muertas veinticinco
personas. No obstante en agosto de 2012 rebajaron su condena de veinticin-
co a veinte años de cárcel. Ver Caso La Cantuta, 2006: [http://www.corteidh.
or.cr/docs/casos/articulos/seriec_162_esp.pdf]. Y Resolución de la CIDH,
caso Barrios Altos, 2012: [http://www.corteidh.or.cr/docs/supervisiones/
barrios_07_09_12.pdf].
VII. ¿Quién decide qué investigar? 145

res, madres de familia o adolescentes para una supuesta defensa


de la democracia? ¿De qué democracia se habla? Con prudencia
la CVR afirma en su conclusión 55 que esas violaciones de dere-
chos humanos “constituyen crí�menes de lesa humanidad así� como
transgresiones de normas del Derecho Internacional Humanitario”.
Esta conclusión ha sido frontalmente rechazada por las Fuerzas
Armadas y por gran parte de la clase polí�tica. (Montoya, 2004: 11).
En el caso peruano, si bien todas las partes cometieron viola-
ciones a los derechos humanos, queda claro que quienes vencie-
ron en la guerra interna que duró dos décadas son quienes poste-
riormente han tenido el poder para hacer prevalecer la memoria
e historia hegemónica. Es decir que, según Montoya (2004:21):
En las Fuerzas Armadas y policiales y en la clase polí�tica (Apra,
Acción Popular y fujimorismo, principalmente) ha sido más im-
portante ocultar sus millares de violaciones de derechos huma-
nos que reconocer sus responsabilidades. En el otro lado, miles
de senderistas y emerretistas han muerto, están presos, están
desaparecidos y otros están en las cárceles pagando sus delitos.
Es así� como las memorias son desplegadas por diferentes ac-
tores sociales y polí�ticos para fines polí�ticos especí�ficos. Quienes
han abordado las cuestiones relacionadas con las luchas por la
memoria han señalado que en sociedades que han experimenta-
do largos perí�odos de conflicto interno o terrorismo de Estado,
las diversas interpretaciones del pasado compiten en el espacio
público por lograr credibilidad. Los recuerdos del pasado son
sumamente subjetivos, y juegan un papel crí�tico tanto en la cons-
trucción del imaginario colectivo de la violencia pasada como en
la construcción de subjetividades en el presente (Burt, 2010: 168).
La respuesta a por qué se emplea una terminologí�a y no otra
volvemos a encontrarla en los intereses (aunque sean ocultos)
a quienes responden. Lo que nos lleva a proponer un rápido si-
logismo: quien no llama terrorista a quien decimos que lo es, es
porque también es terrorista. Sin embargo, cada vez hay más
voces disidentes o que consideran que el lenguaje está lleno de
“sutilezas” y cargado de simbologí�a e intención. Por poner un
ejemplo extra-académico, la cadena británica BBC, al igual que
la agencia Reuters, tiene prohibido el uso de la palabra “terro-
rismo” en sus emisiones, argumentando en su manual de estilo:
Debemos informar sobre los actos terroristas con rapidez, exacti-
tud, precisión, de forma completa y con responsabilidad. Nuestra
credibilidad se ve socavada por el uso descuidado de palabras que
146 Marta Romero-Delgado

conlleven juicios emocionales o de valor. La palabra “terrorista”


en sí� misma puede ser un obstáculo, más que servir de ayuda para
entender lo acontecido. Deberí�amos evitar este término, a no ser
que se ponga en boca de alguien. (BBC, 2007: 124).
Especialmente en los primeros años del conflicto armado, no
solamente a nivel internacional sino a nivel nacional, muchos aca-
démicos y académicas de Perú que estudiaban el tema, no tení�an
ningún problema en recurrir al término “guerrilla” para definir
los dos grupos armados (Degregori, 1989; Gorriti, 1990; Stern,
1999; Manrique, 1999; Del Pino, 2007). Pero con el transcurso
de los años y de la guerra, en todos los estamentos de la sociedad
peruana sonaba con más fuerza el concepto de “grupos terroris-
tas”, especialmente para referirse al PCP-SL. Esto también puede
deberse a que si comparamos con otros grupos latinoamerica-
nos “las guerrillas se cuidaron mucho en no producir ví�ctimas
en sectores que ellos sentí�an potencialmente aliados a su causa:
partidos polí�ticos de izquierda, organizaciones populares, ONGs,
etc.” (Basobrí�o, 1999: 422). En el caso peruano, especialmente
el PCP-SL los señalaba como “enemigos del pueblo” y por tanto
también eran sus objetivos.
En Perú, “guerrillero” o “guerrillera” suele atribuirse más a
las guerrillas de los años 1950 y 1960 que lucharon por la ocu-
pación y recuperación de tierras de los latifundistas (Blanco,
1979). Aunque tanto en Latinoamérica como en Europa la pala-
bra guerrilla tení�a una concepción más positiva en el pasado, el
discurso hegemónico ha tendido a igualar los conceptos, llegan-
do en la actualidad a poseer connotaciones negativas por igual.
Tendrí�amos que preguntarnos entonces en qué momento y
de qué manera el término “guerrillero/a” comenzó a ser utilizado
como sinónimo de “delincuente, terrorista o subversivo”, con una
innegable carga peyorativa y punible, y examinar si actualmen-
te dejó de tener estas connotaciones. En el caso concreto de las
mujeres de los grupos armado “¿por qué no atendemos en todo
caso a los motivos que llevan a rechazar o aceptar el término
‘guerrillera’, ‘combatiente’ o ‘militante’ para auto-referenciarse?”
(Guglielmucci, 2004: 98).
Siguiendo esta idea, es necesario tener en cuenta también
la construcción del papel de las mujeres en el contexto del pa-
triarcado, donde las caracterí�sticas genéricas las definen como
frágiles, cuidadoras de la familia, esposas dedicadas al marido
y necesitadas de la protección de los hombres. Las mujeres han
VII. ¿Quién decide qué investigar? 147

sido relegadas en la historia a un segundo plano, a una posición


que se hace necesario revertir si queremos investigar lo sucedido
con las mismas desde su propia mirada, porque:
Las voces de las mujeres cuentan historias diferentes a las de los
hombres, y de esta manera se introduce una pluralidad de pun-
tos de vista. Esta perspectiva también implica el reconocimiento
y legitimación de “otras” experiencias además de las dominantes
(en primer lugar masculinas y desde lugares de poder). Entran
en circulación narrativas diversas (…) Son los “otros” lados de
la historia y de la memoria, lo no dicho que se empieza a contar.
(Jelin, 2002: 111).
Por ello, con el fin de estudiar el papel de las mujeres invo­
lucradas en grupos armados, será necesario deconstruir y analizar
los orí�genes de la idea dominante de mujer. Los pocos estudios
que se han dedicado a investigar este tema parten de la doxa3 fe-
menina, interconectando el mundo armado con la idea de mujer
como madre y esposa. Es así� como nos preguntamos qué sucede
cuando estas mujeres, que se supone “deben” ser periféricas y
ví�ctimas del conflicto, transgreden el rol asignado por la socie-
dad y forman parte de los grupos armados para adentrarse en un
mundo generalmente masculino como es la guerra.

Doble transgresión: cuando la violencia es ejercida por


mujeres

La subordinación de la mujer traspasa todos los sistemas


socioculturales. Por ello, cualquier transgresión a la norma que
la subordina provoca el castigo correspondiente. Para controlar
la posible disidencia de la mujer frente a la ley patriarcal,4 se crea
un imaginario misógino, que produce una imagen monstruosa de
la mujer que cuestiona la ley del varón; de allí� surgen los mitos
como el de las amazonas, que cual guerreras sangrientas y fero-
ces guerreaban y se gobernaban a sí� mismas sin necesidad del
varón (Vega-Centeno, 2000).

3. Por “doxa”, entiende Bourdieu el conjunto de ideas y creencias interiorizadas y


naturalizadas hasta tal punto que se consideran “normales” (Bourdieu, 1999).
4. Entendemos por patriarcado la manifestación e institucionalidad del domi-
nio masculino sobre mujeres y niños/as, así� como la extensión del dominio
sobre mujeres a la sociedad en general (Lerner, 1990).
148 Marta Romero-Delgado

En la teorí�a, actualmente las leyes son iguales para hombres y


mujeres, pero la realidad es diferente y detrás de ese marco jurí�-
dico igualitario existen concepciones sociales diferentes. Cuando
se transgrede la norma social o la ley, no se aprecia de la misma
manera si quien lo realiza es un hombre o si es una mujer, es decir:
Los estereotipos sobre cómo y por qué actúan de determinadas
maneras unas y otros, continúan funcionando. Estos modelos ima-
ginarios determinan el tratamiento que reciben en la práctica las
faltas, pero actúan también dentro de cada persona. Por qué cosas
nos sentimos culpables, cuáles son las aspiraciones que nos pare-
ce legí�timo defender, qué estrategias utilizaremos para tratar de
salir adelante ante las dificultades, son todas vivencias largamen-
te condicionadas por los modelos de género. (Juliano, 2009: 80).
Habitualmente, estas normas y castigos son aceptados por las
mismas mujeres, que no cuestionan la subordinación sino que la
justifican, porque todo el sistema de dominación masculina re-
quiere de “mujeres sumisas a través de un trabajo de socializa-
ción que tiende a disminuirlas, negándoles el acceso a una serie
de instrumentos de la cultura, por ello deben realizar un apren-
dizaje de virtudes negativas, abnegación, resignación y silencio”
(Bourdieu, 1998: 55). Pero la construcción social del género en
la cultura patriarcal es problemática no sólo porque excluye a
hombres y mujeres de distintas maneras de ser y actuar, sino
porque además reproduce relaciones de poder (Ibarra, 2007).
Como indica Joan Scott, las conexiones explí�citas entre género y
poder son claras, ejemplificándolo en:
La legitimación de la guerra –de derrochar vidas jóvenes para
proteger el Estado–, la cual ha adoptado diversas formas de lla-
madas explí�citas a los hombres (a la necesidad de defender a los/
as “vulnerables” mujeres y niños), a la confianza implí�cita en el
deber de los hijos de servir a sus dirigentes y a su (padre) rey, y
de asociaciones entre la masculinidad y la firmeza nacional. (Scott,
2003: 299-300).
En efecto, quienes han estudiado la guerra incorporando el
enfoque feminista constatan que en las “historias de las mujeres
se añade una dinámica de género esencial al modo en que la vio-
lencia polí�tica, estructural y simbólica se entremezclan y llegan a
ser expresadas como violencia cotidiana en el nivel interpersonal”
(Bourgois 2005: 25). Por lo tanto, quienes resultan inmersos en
las guerras, conflictos armados o violencias polí�ticas, sean hom-
bres o mujeres, tanto como ví�ctimas o como victimarios, se rela-
VII. ¿Quién decide qué investigar? 149

cionan entre sí� a través de modelos de masculinidad y feminidad


anteriormente asumidos y arraigados socialmente.
Es frecuente que recaiga sobre el hombre salvaguardar el or-
den, la patria o la comunidad, al mismo tiempo que la mujer es la
que cuida el hogar, la familia y, en el conflicto, cuida a los soldados.
Así� pues, frente a esta idea tradicional de roles, las mujeres que
se enrolan en grupos armados son invisibilizadas como sujetos
polí�ticos en el análisis histórico, antropológico y sociológico de la
guerra, debido a que las representaciones sociales tradicionales
no aceptan a las mujeres como combatientes, transgrediendo el
género asignado históricamente (Ibarra, 2007). Incluso hoy en
dí�a, a pesar de las investigaciones cada vez más frecuentes al
respecto que desmienten esta afirmación, la idea generalizada
es considerar a la mujer como ví�ctima y no como combatiente,
pareciendo anecdótica su participación directa en la violencia
polí�tica. Esto es así� debido a que la construcción social de la vio-
lencia sigue siendo percibida bajo parámetros masculinos y, a
pesar de la información disponible, “las mujeres aparecen en la
guerra de forma marginal y, mucho más, si se trata de un ejército
regular. Ví�ctimas sí�, pero no actoras y, en todo caso, invisibiliza-
das” (Tortosa, 1998: 221).
La participación de las mujeres en la guerra, especialmente en
la lucha armada, conlleva una consideración muy negativa. Bien
por los estereotipos de la feminidad o bien por las especiales
condiciones de vida que se dan en la guerra. En muchas ocasio-
nes ni siquiera las mismas participantes se enorgullecen de sus
acciones de violencia directa (Fernández, 2000). Esto es debido
a la máxima que sostiene que las mujeres son “no violentas por
naturaleza”. Lo cual no solo niega e invisibiliza la violencia feme-
nina, sino que también tiene el efecto contrario, es decir, aparece
como un elemento clave que determina la existencia de un juicio
social mucho más severo hacia las mujeres que la ejercen. Es re-
currente que a estas mujeres se las tilde de “desnaturalizadas”,
mientras que el mismo acto de violencia realizado por el hombre,
sea legitimado argumentando que “los hombres son así�” (Blair
y Londoño, 2003). Esto es aplicable al caso peruano, especial-
mente a las mujeres integrantes del PCP-SL (en que el número
de mujeres superó al otro grupo armado, el MRTA) donde se las
califica como “mucho más crueles” que sus compañeros varones.
El aumento de mujeres en las guerras que han tenido lugar
en la historia reciente ha sido considerable tanto en ejércitos re-
150 Marta Romero-Delgado

gulares nacionales como en ejércitos irregulares o guerrillas. La


penetración de las mujeres en el ámbito militar –considerado,
junto con el eclesiástico y el polí�tico, como uno de los espacios
más reacios a la participación femenina– constituye quizás el
fenómeno que ilustra de manera más contundente el desdibuja-
miento de las fronteras existentes ente lo que se ha considera-
do tradicionalmente como masculino y femenino (Izquierdo en
Blair y Londoño, 2003: 45). Alcanza para advertirlo con observar
la participación de las mujeres en guerrillas y ejércitos de mo-
vimientos revolucionarios en “la Segunda Guerra Mundial, las
guerras de Vietnam, varios paí�ses de Latinoamérica, y otros de
Á� frica y Asia” (Fernández, 2000: 154).
En el caso peruano, un 40% de la militancia del PCP-SL eran
mujeres, al igual que el 50% de sus cuadros (CVR, 2003). Jiménez
(2000) afirma que en el Comité Central del Partido, ocho de die-
cinueve integrantes eran mujeres. A pesar de la gran cantidad de
mujeres en estos grupos, especialmente en el PCP-SL, han sido
pocas las investigaciones que han recurrido al enfoque de géne-
ro y cuando se lo ha utilizado ha sido para mostrar a la mujer
de estos grupos como “ví�ctima”. Por ello, siguiendo lo planteado
hasta aquí�, debemos cuestionarnos de dónde viene y el porqué
de la categorí�a “ví�ctima”, que es reveladora de relaciones sociales
y formas de concebir el mundo. Como afirma Truñó:
Ya sea porque se rechaza o porque se acepta, su uso genera
interrogantes: ¿quién es ví�ctima?, ¿qué es ser ví�ctima?, ¿qué efec-
tos tiene decirse ví�ctima?, ¿qué implica identificar a alguien como
ví�ctima? Así� como las normas y roles de género moldean relaciones
y construyen ciertas maneras de pensar, hacer y convivir, la etique-
ta ví�ctima construye imaginarios y da forma a relaciones sociales
que van desde la compasión al rechazo, comúnmente, desde una
posición de poder. (Truñó, 2010: 80).
Es así� como el caso de la categorí�a ví�ctima cobra especialmente
fuerza cuando hablamos de violencia polí�tica, donde rápidamen-
te se tiende a identificarla como el único rol de la mujer, lo cual
es apuntalado en general tanto por la ciudadaní�a, como por la
academia, los gobiernos y por las Comisiones de Verdad. En este
último caso, las investigaciones que han estudiado las comisio-
nes, las han definido como:
“Ví�ctimo-céntricas” en su enfoque de investigación sobre la ver-
dad en momentos de violencia polí�tica y terror (…) en parte, el
trabajo de las comisiones de verdad consiste en “reducir el rango
VII. ¿Quién decide qué investigar? 151

de mentiras permisibles” que pueden ser razonablemente dichas


sobre el pasado (…) Sin embargo, su énfasis en las categorí�as de
la victimización combinadas con la naturaleza altamente genéri-
ca del imaginario victimal pueden inintencionadamente construir
otros silencios. (Theidon, 2007: 27).
Las escasas investigaciones que han incluido en su análisis a
las mujeres de los dos grupos armados peruanos han prestado
únicamente atención a las mujeres del PCP-SL, nunca a las mu-
jeres del MRTA. Henrí�quez (2006) apunta que en la opción por
las ramas puede hallarse la promesa de emancipación femenina.
Según Coral (1999), el elevado número de mujeres en el PCP-SL
se debió a la posibilidad de acceder a nuevas esferas de participa-
ción más que a la sensibilidad e incorporación de los intereses de
género en el proyecto senderista, ya que el Partido reproducí�a las
relaciones patriarcales en su propio beneficio. Para Vega-Centeno
(2000), la situación de precariedad de la mujer peruana como
ciudadana y recluida al ámbito privado a través de la familia, el
Estado y la Iglesia fue el caldo de cultivo para que el PCP-SL re-
clutara mujeres. En tanto, Balbuena (2007), afirma que al igual
que otros grupos armados, el PCP-SL tení�a diversas razones para
incorporar mujeres en sus filas, como ventaja táctica, mayor pu-
blicidad y efecto psicológico. Finalmente, Caro (2006) analiza el
tratamiento realizado por la sociedad y en concreto por los me-
dios de comunicación hacia dos senderistas, las cuales realiza-
ron una “ofensa patriarcal” al transgredir los roles tradicionales
(Romero-Delgado y Fernández, 2011).
Muchos de los estereotipos y prejuicios señalados respecto
de las mujeres del PCP-SL se condensan en el libro más conocido
que trata sobre ellas: Grabado en piedra. Las mujeres de Sendero
Luminoso, de Robin Kirk. Publicado en 1993, el libro hace gala de
un estilo claramente periodí�stico e incluye afirmaciones como:
“¿No son las mujeres lo suficientemente listas y despiertas como
para descartar la guerra? Pienso en las mujeres como forjadoras
de la paz, como seres entregados a la crianza” (Kirk, 1993: 17).
La estigmatización de la mujer de los grupos armados proce-
de, especialmente, de los medios de comunicación. Durante todo
el conflicto, la prensa llenó páginas y sumó audiencia a base de
“desnaturalizar” a las mujeres del PCP-SL, definiéndolas como
mucho más salvajes que sus compañeros varones, apelando fre-
cuentemente a expresiones como “frí�as”, “sin sentimientos”, “se-
dientas de sangre y de sexo”. En el libro de Krik,
152 Marta Romero-Delgado

Eran la “anti-mujer”, la mujer masculinizada (…) Para los diarios,


sólo hay dos tipos de mujer senderista: la autómata asexuada, frí�a
como el metal de un instrumento bélico; o la diosa de la lujuria, una
ninfómana sedienta de sangre. Abundan los comentarios sobre su
crueldad, belleza y apetito sexual. (Kirk, 1993: 17).
Esta idea se puede observar y además se refuerza desde el po-
der, quedando patente las conexiones entre el mismo y los medios
de comunicación tan estudiado por Bourdieu (1998). Un ejemplo
serí�a el manual de la Policí�a Nacional del Perú con fecha de 1990,
donde se detallan las “caracterí�sticas” de las mujeres del PCP-SL:
Son más determinadas y peligrosas que los hombres, tienen con-
ductas absolutistas, y se consideran capaces de desempeñar cual-
quier misión, poseen la dicotomí�a de la debilidad y la dureza, son
indulgentes, sumamente severas… explotan y manipulan al próji-
mo, son impulsivas y arriesgadas. (Kirk, 1993: 18).
Esta conexión poder/medios no es casual. De hecho, el Es-
tado siempre se ha servido de las construcciones sociales para
una verticalización del poder. Un poder punitivo y funcional a los
intereses de los grupos dominantes (Zaffaroni, 2012). Sin embar-
go, este tratamiento sensacionalista por parte de la gran mayorí�a
de los medios de comunicación peruanos acarreó consecuencias
sociales. Incluso el Informe Final de la CVR explica que:
La alarma social y el tratamiento tremendista y sensacionalista al
que muchos diarios y noticieros se inclinaron, hicieron más sencillo
que surgieran como respuesta posturas radicales para enfrentar el
conflicto. � ste fue el caso del gobierno y de las fuerzas del orden.
(CVR, Tomo III, 2003: 495).
Por lo tanto, estas representaciones sociales no solo actúan
en la población común, sino en todos los estamentos e institu-
ciones de la sociedad, tal como hemos visto anteriormente con
el manual de la Policí�a. Otro ejemplo podrí�an ser las y los jueces
encargados de sancionar las penas que, al vivir también en so-
ciedad, no están exentos de ese imaginario colectivo que existe
hacia las mujeres de grupos armados, es decir:
Que el estereotipo de “más crueles” que los hombres, derivado en
parte de sus mayores condenas, hay que revisarlo ya que podrí�a
ocurrir que la mayor cuantí�a de sus condenas se debiera en parte
a la aplicación de los estereotipos tradicionales en el funciona-
miento de la justicia, que consideró de mayor gravedad sus deli-
tos precisamente por el hecho de ser mujeres. (Romero-Delgado
y Fernández, 2011: 200).
VII. ¿Quién decide qué investigar? 153

Además, habrí�a que tener en cuenta que las mujeres consti-


tuyen en todos los paí�ses menos de una quinta parte de la po-
blación carcelaria. Esto no se debe a ninguna caballerosidad en
la aplicación de leyes, sino a la tendencia a asignarles penas ma-
yores ante iguales delitos (Juliano, 2009: 85). El siguiente relato
extraí�do de una entrevista que realicé en 2009 a una mujer del
MRTA viene a corroborarlo:
Me detuvieron a los veintitrés años. A mí� me detienen con mi no-
vio y él tiene más cargos, pero a mí� me condenan veintitrés años
y a él y a otro compañero les condenan a quince años. Mi aboga-
do me contó que en el juicio él fue al baño y allá se encontró con
el fiscal. É� l le dijo que por qué a mí� me daban veintitrés años y a
los otros dos varones quince años, que por lo menos me dieran
también quince años y el fiscal dijo –Pero ella es mujer. Por eso sí�
creo que haya más discriminación y nos intenten dar más conde-
na por ser mujeres.
Para concluir, es necesario reiterar que cuando investigamos
un episodio de violencia polí�tica directa debemos tener en cuenta
que su lectura puede estar marcada por la historia hegemónica,
resultando problemático analizar los fenómenos sociales impli-
cados en el mismo desde un punto de vista diferente al oficial.
En el caso que abordamos aquí�, sucede que el único discurso
genérico posible es el que inserta a las mujeres en la categorí�a
de “ví�ctimas” y consecuentemente desde las ciencias sociales
los silencios en torno a otros temas son preferibles antes que el
rechazo académico. A menudo en las investigaciones se aplican
discursos y se hace uso de términos sin tener en cuenta los pro-
cesos históricos, polí�ticos y sociales y los mecanismos de poder
que operan en todo momento. Hasta que no se tenga en cuenta
todo ello, no solo se estarán obviando y silenciando otras reali-
dades, sino que se perpetuarán las desigualdades existentes en
nuestras sociedades.

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157

VIII. Escuchar en la “intervención”,


desoí�r en la “investigación”.
Notas sobre la implementación
de polí�ticas públicas en una zona
rural de Uruguay1
Silvina Merenson

Introducción

E
l punto de partida de las preguntas y reflexiones que
deseo poner en discusión en este texto tiene dos gran-
des fuentes de inspiración. La primera refiere a algu-
nos de los análisis sobre los “usos sociales de los dere-
chos” observados por Sigaud (1999 y 2004, entre otros) en su
trabajo de campo en los ingenios pernambucanos de Brasil. Más
especí�ficamente, en lo que la autora identificó como combinato-
rias y pasajes del “lenguaje de los sentimientos” al “lenguaje de
los derechos” en los reclamos y demandas sindicales de los tra-
bajadores azucareros. Su propuesta para pensar las tensiones e
imbricaciones entre las formas “tradicionales” y “modernas” de
expresar los descontentos, en otros abordajes, como el propuesto
por Stolcke (2006), incluye un segundo movimiento vinculado a
la sustitución del lenguaje de la clase por el énfasis puesto en las
“exclusiones” e “inclusiones”.
Si a lo largo del siglo XX, el lenguaje de la clase estructuró
las identidades, las luchas polí�ticas y, en buena medida, algunos
de los debates más importantes de las ciencias sociales, en las
últimas décadas las demandas por la inclusión tramadas en las
“polí�ticas de las identidades” –retocadas, adaptadas, estratégicas–
sirvió como soporte de múltiples y diversos reclamos (cf. Segato,

1. Este artí�culo es una versión revisada de la ponencia presentada en el Grupo


de Trabajo “Agendas de investigación, agendas de intervención: diálogos y
tensiones en la producción del conocimiento antropológico”, organizado en
el marco de la IX Reunión de Antropologí�a del Mercosur (RAM) que tuvo lu-
gar en el año 2008 en Curitiba, Brasil.
158 Silvina Merenson

2007). Este fue el contexto, por ejemplo y tal como demuestra


Kropff (en este volumen), en que la etnicidad ganó importancia
en el activismo polí�tico y en las polí�ticas emprendidas por el Es-
tado. Así�, diversos movimientos encontraron en la revitalización
y “marcación” (Briones, 1998) de la etnicidad una clave para las
demandas de autodeterminación, el reconocimiento de las dife-
rencias culturales, lingüí�sticas y de los distintos derechos colec-
tivos que, en lo reciente y en algunos casos, se vieron plasmados
en las reformas constitucionales de varios paí�ses del Cono Sur.
Sin embargo, la explosión de identidades particulares no siguió
siempre el mismo camino. Los contextos locales y nacionales, en
tanto proyecto, discurso o evaluación que organiza nuestra visión
del mundo, ganó terreno en estos tiempos de discursos acerca
de la progresiva homogeneización cultural (Calhoum, 2007: 13).
Considerar esto último implica asumir lo ya sabido: que las dife-
rencias culturales no pueden ser advertidas en el vací�o, sino en
la dinámica histórica que hace que las percepciones varí�en en
función de lógicas que son propias de estos marcos, aun cuando
sus actores y sus demandas se encuentren transnacionalizadas
o resulten pensadas de este modo.
El segundo anclaje de mis interrogantes remite a algunas de
las reflexiones vinculadas a la antropologí�a indigenista latinoa-
mericana, en desplazamiento hacia la “inflexión decolonial”. De
ambas lí�neas tomo algunas ideas. Por una parte, la observación
del valor polí�tico y humaní�stico de la investigación etnográfica
en la búsqueda de proporcionar una imagen menos distorsiona-
da de las culturas que integran las multiétnicas configuraciones
estatales, considerando que “en América Latina”, como afirma
Bartolomé, “indí�genas y antropólogos solemos formar parte de
un mismo Estado, por diferentes que sean nuestras posiciones
dentro de cada configuración económica y social” (Bartolomé,
2003: 201). De ahí� que la revalorización del papel de los estudios
situacionales o de diagnóstico e intervención, tarea que ha sido
tradicionalmente confundida con las a veces precarias descrip-
ciones sociológicas o con reportes institucionales de naturaleza
burocrática, resulte crucial.
Ante la conocida formulación geertziana “los antropólogos
no estudian aldeas, estudian en aldeas”, Bartolomé propone una
antropologí�a cuya responsabilidad polí�tica y académica demande
ambos movimientos. Sus razones van desde el desconocimiento
que la sociedad estatal exhibe sobre las culturas nativas, a la im-
portancia que tienen las etnohistorias regionales, las historias
VIII. Escuchar en la “intervención”, desoí�r en la “investigación” 159

étnicas, las etnografí�as descriptivas y los informes entre nuestros


interlocutores, cuya vocación no es necesariamente académica,
sino frecuentemente reivindicativa. Si “hoy, no sólo escribimos
o hablamos sobre otros, sino también con otros y muchas veces
para otros” (Bartolomé, 2003: 205), también es claro que es cada
vez más frecuente encontrarse con otros que no quieren ser re-
presentados por nosotros o con quienes no hallan en nuestros
textos un reflejo del mundo del cual forman parte.
De este conjunto de lecturas, que guarda una heterogenei-
dad especí�fica, se derivan algunas de las preguntas acerca de las
implicaciones y relaciones entre “intervención” e “investigación”
constatadas en la implementación de una serie de polí�ticas pú-
blicas en una zona rural del Uruguay, así� como en la literatura
académica derivada de dicho proceso.
En las páginas que siguen voy a detenerme en algunos even-
tos que tuvieron lugar en la ciudad de Bella Unión,2 emplazada
en el extremo norte del paí�s, en la única frontera territorial que
Uruguay comparte con Brasil y Argentina. Desde mediados de la
década de 1940, Bella Unión es reconocida por su principal acti-
vidad económica: la agroindustria azucarera. Pero también por la
trayectoria sindical y polí�tica de la Unión de Trabajadores Azuca-
reros de Artigas –la UTAA–, el sindicato que desde 1961 reúne a
los cortadores de caña de azúcar (auto)denominados “peludos”;
un sujeto que, tal como veremos, es sumamente emblemático en
la historia reciente de Uruguay.3

2. Bella Unión se encuentra situada en el extremo noroeste de Uruguay, en el


departamento de Artigas, a 640 kilómetros de Montevideo, la capital nacio-
nal. Esta ciudad está emplazada en la confluencia del rí�o Uruguay (que define
el lí�mite territorial con la ciudad de Monte Caseros, provincia de Corrientes,
República Argentina) y el rí�o Cuareim (que define el lí�mite territorial con
Barra do Quaraí�, Estado de Rio Grande do Sul, República Federativa de Bra-
sil). Según el censo de 1963 Bella Unión tení�a 9.983 habitantes, siendo su
densidad de población cuatro veces superior a la densidad de todo el depar-
tamento. Según el censo agropecuario de 1961 la superficie sembrada con
caña era de casi 3.000 hectáreas. Los datos censales para 2004 registraban
para Bella Unión 13.187 habitantes, mientras que el área de caña a cosechar
entre 2007 y 2009 se ubicó entre las 6.000 y las 7.000 hectáreas.
3. En distintas estadí�as, entre 2004 y 2009, realicé el trabajo de campo en Bella
Unión con vistas a la elaboración de mi tesis doctoral titulada “A mi me llaman
Peludo. Cultura, polí�tica y nación en los márgenes del Uruguay”, defendida
en abril de 2010 en el marco del Programa de Posgrado en Ciencias Sociales
del Instituto de Desarrollo Económico y Social y la Universidad Nacional de
Gral. Sarmiento. Durante mi trabajo de campo, que buscaba comprender los
modos en que los/as (auto)denominados “peludos” dieron y dan sentido a
160 Silvina Merenson

El contexto histórico y polí�tico de una labor colaborativa

En 2004, por primera vez en la historia de Uruguay, la coa-


lición Encuentro Progresista (EP)–Frente Amplio (FA)–Nueva
Mayorí�a (NM) ganó las elecciones presidenciales, poniendo fin a
más de cien años de bipartidismo. A pocos meses de comenzar su
periodo presidencial, el Dr. Tabaré Vázquez (2005-2010) creó el
Ministerio de Desarrollo Social y puso en marcha lo que fue el eje
central de su campaña electoral: el Plan de Asistencia Nacional a
la Emergencia Social (PANES), una suerte de “macro-plan” o de
“plan-marco” que incluí�a muchos pequeños planes y proyectos
que cubrí�an una extensa agenda de acción en materia de salud,
educación, trabajo, vivienda, equidad de género, etc.
La ciudad de Bella Unión asumió un lugar sumamente des-
tacado en la campaña electoral y durante los primeros meses
de la gestión de Tabaré Vázquez. No podemos extendernos aquí�
pero, en resumidas cuentas, la centralidad de Bella Unión para
la gestión frenteamplista buscaba suturar el protagonismo asig-
nado a la movilización y radicalización polí�tica y sindical de “los
peludos” desde los años sesenta y un presente trágico, que brin-
daba al paí�s el rostro más dramático de las consecuencias de las
“polí�ticas de ajuste”.
Bella Unión, considerada desde la década de 1960 la “cuna
de los Tupamaros”4 en virtud del trabajo polí�tico y sindical de-
sarrollado entre los “peludos” por Raúl Sendic,5 recordada como
el pueblo del que partieron las cinco marchas de la UTAA hacia
Montevideo entre 1961 y 1971 (marchas que, según el relato

esta palabra, me vinculé con hombres y mujeres pertenecientes a distintas ge-


neraciones, militantes o ex militantes de la UTAA, también con quienes nunca
tuvieron participación polí�tica o sindical y con quienes dialogan con ellos/as
en calidad de agentes estatales, religiosos, referentes polí�ticos y sociales, etc.
4. El Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) fue, desde prin-
cipios de la década de 1960, la organización revolucionaria más importante
del paí�s y la primera en practicar la guerrilla urbana en América Latina. Su
nacimiento no tiene una fecha exacta, pero se encuentra í�ntimamente liga-
do al proceso de sindicalización y radicalización polí�tica de los trabajadores
azucareros de Bella Unión, tal como se desprende de las Actas Tupamaras
([1971] 2003) o los textos de Fernández Huidobro (1986), Rosencoff ([1969]
1989) o de las biografí�as de Raúl Sendic (Blixen, 2000) y José Mujica (Cam-
podónico, 2001), todos ellos importantes dirigentes del MLN-T.
5. Raúl Sendic (1925-1989) fue el máximo referente del MLN-T. En 1956 se
incorporó al Partido Socialista y, en los años sucesivos, participó de la con-
formación de varios sindicatos rurales, entre ellos, la UTAA.
VIII. Escuchar en la “intervención”, desoí�r en la “investigación” 161

de la izquierda uruguaya, movilizaron la sensibilidad citadina e


impulsaron a las/los jóvenes de clases medias urbanas a unir-
se a las organizaciones revolucionarias activas en los sesenta);
también señalada como la ciudad del interior que más sufrió la
militarización de las fronteras y la represión durante la dictadu-
ra cí�vico-militar (1973-1985) era, en el año 2005, la ciudad que
observaba –entre otras cuestiones– los í�ndices de desempleo y
desnutrición más elevados del Uruguay, comparables con los de
algunos paí�ses africanos, según denunciaban los diarios de la
capital. Así� las cosas, con Bella Unión –y puntualmente con “los
peludos”– el nuevo gobierno tení�a una “deuda histórica” por sal-
dar. El PANES, entonces, se inició en Bella Unión y, poco a poco,
la ciudad fue transformándose en el termómetro del “Uruguay
productivo”, nombre que recibió el proyecto polí�tico con que el
FA llegó al Poder Ejecutivo.
En cuestión de meses estaban en marcha en la ciudad más
de quince “planes de asistencia social”, resultado de los más va-
riados convenios del Estado con la intendencia, las ONGs locales
y nacionales, las distintas organizaciones sociales y sindicales,
cooperativas, y juntas de vecinos. Con “los planes” también lle-
garon a la ciudad varios profesionales, técnicos y expertos en las
más diversas áreas: médicos y demás agentes de salud, abogados,
arquitectos, ingenieros y técnicos agrónomos, ecólogos, asisten-
tes sociales, educadores populares, psicólogos, psicopedagogos,
sociólogos y antropólogos.
La gran mayorí�a tení�a algo en común: el hecho de considerar
sus trabajos como parte de su militancia social y polí�tica. De ahí�
que, sin mediar muchas instancias de consulta al respecto, se di-
rigí�an a quienes en los ámbitos formales se denominan “destina-
tarios” (de los planes) como “compañeros”. Vale aclarar que las
y los “destinatarios”/“compañeros” también tení�an sus propias
nominaciones para referirlos. Todas las profesiones o grados de
expertise se resumí�an en tres: “ingeniero”, “doctor” y “licenciado”.
El inicio de los planes imprimió una nueva dinámica sobre
la vida social y polí�tica de la ciudad que, paulatinamente, fue
estatizándose; es decir fue asumiendo el vocabulario técnico e
institucional para dar cuenta de los problemas cotidianos, elabo-
rar diagnósticos, proponer objetivos, acciones y soluciones. Cada
mañana, en la radio local podí�a escucharse la convocatoria o el
anuncio de un abultado cronograma de “reuniones informativas
sobre…”, de “apertura” o “cierre de inscripciones para…”, de so-
licitud se “sedes para…”, etc. Los “destinatarios”/“compañeros”,
162 Silvina Merenson

literalmente, corrí�an de una a otra reunión, las familias se divi-


dí�an en la tarea de asistir a todas, llevando siempre el documento
de identidad del resto de sus integrantes, al mismo tiempo que
protestaban por las superposiciones horarias. Pero lo que resulta
destacable es que se reuní�an y, la gran mayorí�a, se sumaba o re-
gresaba a espacios que no conocí�a o habí�an abandonado tiempo
atrás, luego de la última gran crisis de la agroindustria azucare-
ra, coincidente con el ingreso del Uruguay en el Mercosur en los
años noventa. Entre estos espacios se contaban los sindicatos
rurales, puntualmente la UTAA, en cuyo local se realizaban mu-
chas de estas reuniones.
No es mi intención analizar –y mucho menos ponderar– el im-
pacto de los planes en Bella Unión. Lo que me interesa indicar es
que éstos funcionaron como resortes rearticuladores de distintos
espacios colectivos. La UTAA, que en 2004 no llegaba a reunir en
sus asambleas a más de diez personas, una vez iniciada la saga de
reuniones e, incluso, finalizados algunos de los planes y proyectos
estatales, triplicaba o cuadruplicaba esta cantidad, incluyendo a
sus expertos, técnicos y profesionales sumados a la vida sindical
en calidad de “compañeros”. Fue en el marco de estas revigori-
zadas asambleas que se gestó la primera ocupación de tierras
de la historia moderna del paí�s, conocida como “la ocupación de
Colonia España”, realizada en enero de 2006. Más adelante me
detendré en ella, ahora volvamos a las reuniones.
Más allá de la temática, las reuniones generalmente reiteraban
un mismo procedimiento: una apertura a cargo de los responsa-
bles de la convocatoria seguida de una presentación personal de
cada asistente, un trabajo colectivo generalmente en sub-grupos
establecidos por un azar un poco infantilizante (como por ejem-
plo sacar papelitos de una bolsa y reunirse según sus colores),
y un plenario final en el que se exponí�a el resultado del trabajo
en sub-grupos y las conclusiones a las que se habí�a arribado. Las
consignas, formuladas a modo de preguntas, eran básicamente
las mismas: ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? ¿Qué haremos
para conseguirlo? De los tres interrogantes, el primero –Quié-
nes somos– solí�a ser el que recibí�a las respuestas más diversas
y debatidas. Entre ellas podí�a escucharse: “trabajadores”, “des-
ocupados”, “trabajadores desocupados”, “pobres” pero, funda-
mentalmente, “peludos”. Para poder explicar las razones de la
insistencia en esta nominación en el marco de los planes voy a
detenerme, aunque muy brevemente, en el contexto histórico de
coproducción de esta palabra.
VIII. Escuchar en la “intervención”, desoí�r en la “investigación” 163

Disputas y consensos categoriales

Desde fines de la década de 1950, principios de la década de


1960, “peludo” resulta una categorí�a de (auto) adscripción con
potencia identificatoria fluctuante en Uruguay; refiere a un gru-
po de personas inscripto en un campo de relaciones materiales,
sociales y simbólicas, histórica y geográficamente situado. Más
especí�ficamente, y a partir de una analogí�a con el “Tatú” o “pelu-
do” –un animal que puede encontrarse en el norte del paí�s– es la
palabra que (auto)nomina a quienes se emplearon/emplean en
el corte de caña, pero también a los miembros de sus familias.
Vale señalar que “peludo” carece de acepción femenina (es decir
que no existe la palabra “peluda”), pero las mujeres son “pelu-
dos” porque integran las “familias de peludos”, es decir son hijas,
madres, hermanas y esposas de éstos.
Por detrás –y muchas veces por delante– de la palabra “pelu-
do” hay hombres y mujeres de distintas edades, pertenecientes
a distintas generaciones, con trayectorias personales y sociales
sumamente heterogéneas para los/as cuales esta nominación, si
bien los/as designa, no significa necesariamente lo mismo a lo
largo del tiempo. Esto es así� porque las condiciones, los marcos
y los contextos en que la emplean se transforman, haciendo que
aquello que en un momento resultaba positivo pueda en otro
adquirir un sentido contrario. Para mis interlocutores/as en Be-
lla Unión no existe un claro consenso sobre qué es aquello que
“hace” a una persona “peludo”. Para algunos se es “peludo” en
virtud del sector o la clase social a la que se pertenece y el estilo
de vida asociado a esta pertenencia y, por ende, se puede dejar
de serlo. Pero también se puede progresar, ascendiendo en la es-
cala social –ser un “peludo enderezado”– y, sin embargo, no dejar
de sentirse “peludo” por ello. También se puede ser “peludo por
circunstancia y no por condición” o ser “peludo de Sendic”, ama-
rrando esta palabra a una opción polí�tica e ideológica que marcó
la historia reciente del paí�s.
En sí�ntesis, se puede considerar a una persona “peludo” por
distintas razones. Las adjetivaciones, especificaciones, e incluso
las guionizaciones que siguen a los usos de esta palabra rezu-
man una diversidad que, aun teniendo consecuencias prácticas
concretas, muchas veces escapa a varias de las representaciones
que privilegian una acepción por sobre otras posibles, fragmen-
tando e invisibilizando aquello que para los hombres y mujeres
164 Silvina Merenson

que conocí� en Bella Unión tiende a formar parte articulada de


una totalidad: distintos/as, sí�, pero “peludos” al fin.
En las reuniones y talleres sobre vivienda, salud y educación,
la respuesta a la pregunta por “quiénes somos” no era materia
de una gran discusión, pero en aquellos vinculados a la tenen-
cia de la tierra o la formación laboral para el agro, la situación
era otra. En estos casos los técnicos y expertos explicaban a los
participantes que era inviable diseñar e implementar polí�ticas
de acción, planes o proyectos cooperativos cuyos destinatarios
fuesen nominados “peludos” y que, en el casillero del formulario
en el que decí�a “destinatarios”, debí�a consignarse “aspirantes a
colonos” o “trabajadores rurales”.
Los “peludos”, por su parte, no aceptaban o tení�an algunos re-
paros hacia ambas nominaciones. “Aspirante a colono” los remití�a
directamente al Instituto Nacional de Colonización y a la histó-
rica frustración en el acceso a la tierra.6 “Trabajador Rural”, tal
como decí�an, “es cualquiera, que en cualquier parte, planta algo
o cosecha algo”. De este modo señalaban la vaguedad o asepsia
de la categorí�a en cuestión, desprovista de todo el capital polí�tico,
cultural y simbólico que, en cambio, otorgan a “peludo”, más aun
cuando se trataba de dialogar con un gobierno que sentí�an afí�n
a sus trayectorias personales, familiares, polí�ticas y sindicales.7
Fue un largo y arduo trabajo colaborativo capitalizar la ca-
tegorí�a de “trabajador rural” que resultó la consensuada, pero
sólo a condición de que ésta aparezca guionizada: trabajadores
rurales/peludos. El poder ejercido en la nominación, es decir en
el derecho a nombrar(se) no fue parte de una acción resignada
de “los peludos”, fue parte de un diálogo tomado seriamente en
la medida en que los proyectos, para poder incluir esta guioniza-
ción adjuntaron informes y entrevistas que daban cuenta de qué
querí�a decir, en Bella Unión, trabajador rural-peludo. Con estos
trabajos buscaron indicar que las categorí�as son localmente sig-

6. El Instituto Nacional de Colonización (INC) es un ente autónomo creado en


1948 para promover una racional subdivisión de la tierra y su adecuada
explotación, procurar la radicación y bienestar del trabajador rural, promo-
viendo además el aumento y la mejora de la producción agropecuaria. El
funcionamiento del INC, a los ojos de las organizaciones sociales, sindicales
y los “peludos”, resultaba “anacrónico”, “inútil” e “ineficiente”.
7. Me refiero a los nombramientos de José Mujica (uno de los dirigentes his-
tóricos del MLN-T y actual presidente del paí�s) al frente del Ministerio de
Agricultura Ganaderí�a y Pesca; el de José Dí�az (abogado de la UTAA en los
años sesenta) como titular del Ministerio del Interior y, de Raúl Sendic hijo,
como director de Alcoholes del Uruguay Sociedad Anónima (ALUR).
VIII. Escuchar en la “intervención”, desoí�r en la “investigación” 165

nificadas y por lo tanto habitadas, en cada espacio, por personas


y grupos con trayectorias diferenciables. En las palabras finales
regresaré sobre este punto.

La literatura académica a partir de las ocupaciones de


tierras

Páginas arriba señalé que la dinámica de estatización de la vida


social y polí�tica contribuyó a nutrir y fortalecer espacios de orga-
nización como el de la UTAA, uno de los sindicatos que protago-
nizó la primera ocupación de una chacra en la historia moderna
del paí�s. El 15 de enero de 2006, más de cincuenta personas ocu-
paron un predio de treinta y seis hectáreas en las afueras de Bella
Unión, otorgado por el INC a un colono que hací�a más de diez años
lo mantení�a improductivo. La ocupación tuvo lugar a diez meses
de la asunción del Dr. Tabaré Vázquez, cuyo gabinete estaba inte-
grado por figuras polí�ticas sumamente cercanas a la trayectoria
de la UTAA y diez dí�as antes del traspaso formal de ingenio de
Bella Unión a la órbita estatal8. Contando con el apoyo de la Unión
Nacional de Trabajadores Rurales y Afines (UNATRA), el Plenario
Intersindical de Trabajadores – Convención Nacional Trabajado-
res (PICT-CNT), la Comisión de Apoyo por Tierra (CAxT) y varias
organizaciones polí�ticas, sociales y religiosas, los/as protagonistas
de la medida emitieron su primer comunicado. Su inicio rezaba:
“cansados de esperar justicia, en el dí�a de la fecha, los peludos (tra-
bajadores rurales de Bella Unión) ocupamos tierras para trabajar”.
La demanda de tierras y la lucha por la Reforma Agraria forma
parte de la agenda de la UTAA desde al menos el año 1964, cuan-
do este sindicato definió la consigna “Por la tierra y con Sendic”
para sus marchas hacia la capital del paí�s, en las que pidió la ex-
propiación de casi 33.000 de hectáreas improductivas, cercanas
a la ciudad de Bella Unión. Pero más allá de este antecedente
nunca antes la militancia sindical de Bella Unión habí�a protago-
nizado una ocupación.

8. Al cumplirse los cien primeros dí�as de la gestión de Tabaré Vázquez todo el


gabinete llevó a cabo el primer Consejo de Ministros en la ciudad de Bella
Unión. En ese marco el presidente anunció la absorción del viejo ingenio por
parte de ALUR y el lanzamiento de un nuevo complejo sucro-alcoholero que
contarí�a con la inversión de Venezuela y el asesoramiento técnico de Cuba.
Esto implicaba la efectivización del crédito que, en palabras del presidente
Hugo Chávez, Venezuela destina a “la zona más tupamara del Uruguay” y el
apoyo técnico cubano, que fue parte del gesto de recuperación y reparación
histórica de las relaciones del Uruguay con este paí�s, rotas en el año 2002.
166 Silvina Merenson

No lo hizo en los años 1960, cuando encarnaba el motor de la


revolución social y negociaba con la izquierda uruguaya su pre-
sentación como “campesinado” o “proletariado rural”.9 Tampoco
en las décadas de 1980 y 1990, cuando las terribles consecuen-
cias del proceso de reconversión productiva experimentado por
la agroindustria azucarera y el ingreso del paí�s en el Mercosur
amenazaban con terminar definitivamente con esta industria en
Uruguay y “los peludos” comenzaban a presentarse como “po-
bres” o “excluidos”. Se trataba, entonces, de una situación inédita
que, como tal, fue seguida por los medios de comunicación y los
investigadores sociales.
Como señala Chatterjee, “la demanda de tierra es una reivin-
dicación innegablemente polí�tica”, ya que solo puede ser articu-
lada en este terreno en el que “las reglas son flexibles y pueden
ser circunvaladas” (2007: 132), especialmente en una coyuntura
en la que, como afirmaban las y los ocupantes, “hay más espacio
para luchar”. Gran parte de esa lucha estaba destinada a ser reco-
nocidos como un grupo particular de la población para interpelar
y definir desde la traducción de esta particularidad las decisiones
gubernamentales y las polí�ticas públicas. Ese reconocimiento era el
que parecí�a lograrse a partir del intercambio que tensó las normas
cí�vico-legales caracterí�sticas del universo de la ciudadaní�a clásica
(a la que respondí�a el término “trabajador rural”), con las deman-
das enunciadas en el encuentro del “lenguaje de los derechos”
con el de la “inclusión” (al que respondí�a el término “peludo”). De
esta tensión derivaron una serie de “soluciones para-legales” por
parte del Estado, entre las cuales puede mencionarse que el nuevo
ingenio estatal, ALUR, compró la caña producida en la ocupación
“ilegal” y, ya en ese entonces, “judicializada”.
A partir de los eventos de 2006 la literatura académica sobre
la denominada “cuestión rural” cobró un renovado impulso. Al-
gunos investigadores buscaron explicar la evolución de la estruc-
tura de la tenencia de la tierra en Uruguay tomando como punto
de partida o de llegada las recientes ocupaciones.10
Desde las teorí�as de la “acción colectiva” y los “nuevos movi-
mientos sociales” los analistas abordaron, en un extenso reper-

9. “Campesino”, en aquel contexto, funcionó de un modo semejante al menciona-


do por Chacrabarty (2008), es decir como representación de “todo aquello que
no es burgués (en sentido europeo) en la modernidad y el capitalismo” (Cha-
crabarty, 2008: 38). Para mayores detalles al respecto véase Merenson (2009).
10. Luego de la ocupación de Colonia España, al año siguiente, tuvo lugar otra
en Colonia Acevedo. También se produjo otra, aunque más breve y de menor
trascendencia mediática, en el departamento de Tacuarembó.
VIII. Escuchar en la “intervención”, desoí�r en la “investigación” 167

torio, las modalidades de protesta, las formas organizativas, los


principios articulatorios de las demandas y la conformación de
identidades colectivas. No es mi intención detenerme en lo que
dicen estos textos, ni en sus análisis, sino indicar que la categorí�a
que emplean para referir a los “trabajadores rurales-peludos” es
la de “trabajadores rurales”, aun cuando las fuentes son, excepto
algunos casos muy puntuales, los informes que acompañaron a los
proyectos cuyas instancias de reunión describí� en los acápites an-
teriores. Al borrar la guionización, en pos de la estandarización de
los datos y de su correlación con las fuentes censales, la produc-
ción académica desoye el trabajo colaborativo realizado por “mé-
dicos”, “ingenieros”, “licenciados” y “destinatarios”/“compañeros”.
También pierde de vista que las disputas y consensos categoria-
les provistos en el marco de la intervención son parte crucial del
proceso se que analiza en libros y revistas cientí�ficas.

Preguntas como palabras finales

A partir de una breve descripción etnográfica de las reuniones


con vistas a la implementación de una serie de polí�ticas públicas en
una zona rural del Uruguay, y del contexto histórico y polí�tico de
dicho proceso que derivó en una serie de ocupaciones de tierra, me
propuse observar las relaciones y tensiones entre “intervención”
e “investigación”. A lo largo del texto vimos los modos en que, el
camino hacia los derechos, combinando distintos lenguajes sedi-
mentados a lo largo de la historia y de la polí�tica en la cultura, fue
parte del trabajo colaborativo entre los distintos actores implicados,
entre otras cuestiones, en la tarea de clasificar y nominar. Vimos
también que, producto de este trabajo, realizado en el marco de
la intervención, los “destinatarios/compañeros” actuaron como
investigadores, reuniendo datos, completando informes, dando
cuenta de sus puntos de vista para contrastarlos con otros. En esa
tarea, los “trabajadores rurales-peludos” fortalecieron el espacio
sindical y la posición que hasta entonces ocupaban en la compleja
red de interlocuciones, llegando a crear el marco polí�tico y social
para realizar la ocupación de tierras de 2006. Ocupación que, en los
análisis, descapitaliza las categorizaciones que la volvieron posible.
A falta de mayores certezas, y para finalizar, me gustarí�a pro-
poner algunas preguntas relativas a las complejas relaciones entre
intervención e investigación. Si en términos prácticos considera-
mos que para intervenir hay que “investigar” y para “investigar”
hay que “intervenir”: ¿qué es lo que valida, legitima o confirma la
distinción entre investigación e intervención? Si tal distinción es
168 Silvina Merenson

parte de un efecto de jerarquización en el campo académico, tal


como parece desprenderse del caso que presentamos, ¿qué sucede
cuando el poder de nominación es producto –y no efecto– de un
diálogo que, en la combinación de lenguajes, de acoplamientos
de sentidos y construcción de equivalencias, busca revelar cómo
pueden ser las intersecciones –siempre variables– entre distintas
configuraciones culturales?
En este sentido, las instancias colaborativas y equitativas con
nuestros interlocutores en el trabajo de campo debiera ser ca-
paz de reflejar una gran transformación en la relación sujeto/
objeto; una relación en la que aún hoy y en varias ocasiones, los
parámetros del conocimiento sobre el “otro” continúan refiriendo
a la estética y la ética de una clase dominante (cf. Borges, 2009).
En el caso que expuse en estas páginas podemos encontrar que
los posicionamientos y escritos producidos en los márgenes de
la intervención van un paso por delante de las inflexiones que
¿(re)produce?, ¿demanda? la reflexión y escritura académica.

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169

IX. La etnografí�a en las prácticas


empresariales de licenciamiento
ambiental en Brasil1
Deborah Bronz

Introducción

E
n este texto me propongo reflexionar sobre las condicio-
nes de producción de mi tesis doctoral, defendida hace
poco más de un año en el Programa de Posgrado en An-
tropologí�a Social del Museo Nacional, de la Universidad
Federal de Rio de Janeiro –UFRJ– (Bronz, 2011). Sin dudas, la
tesis refleja las contradicciones de mi trayectoria y de mi “doble
ví�nculo”: con la investigación académica que comencé en 2003
y con la investigación como consultora que realizo desde hace
más de diez años.
En la tesis analizo las prácticas de los empresarios en la ima-
ginación social de grandes emprendimientos, bajo la constelación
discursiva que une “desarrollo sustentable”, “responsabilidad so-
cial” y “participación” en el contexto brasileño contemporáneo
de desarrollo económico. Pude acceder a este universo siguien-
do los procedimientos administrativos de concesión de licen-
cias ambientales, conocidos como “licenciamiento ambiental”.
Estos procedimientos, en Brasil, están regulados jurí�dicamente
por legislaciones y normativas especí�ficas; la viabilidad de los

1. Este artí�culo es una versión corregida de la ponencia presentada en el Gru-


po de Trabajo “Agendas de investigación, agendas de intervención: diálogos
y tensiones en la producción del conocimiento antropológico”, organizado
en el marco de la IX Reunión de Antropologí�a del Mercosur (RAM) que tuvo
lugar en el año 2008 en Curitiba, Brasil.
170 Deborah Bronz

emprendimientos es examinada por diversos organismos estata-


les. Fue a partir de mi trabajo profesional, como partí�cipe y cono-
cedora de estos procedimientos en tanto prestadora de servicios
para empresas de consultorí�a ambiental, que pude etnografiar
las prácticas empresariales en dichos contextos.
Las páginas que siguen intentan una reflexión respecto de
las implicaciones de este lugar de “observación-intervención”
en la producción de una etnografí�a. Para esto no es necesario
conocer los resultados de la investigación, puesto que el inte-
rés se dirige al contexto de su producción y sus especificidades
metodológicas y éticas. El texto se organiza en torno a un con-
junto de interrogantes: ¿cómo este modo de acceso particular a
la información entra en conflicto con ciertas prácticas distintivas
de nuestro habitus disciplinar? ¿Cómo elaborar una etnogra-
fí�a que incorpore las posibilidades de acceso al “mundo de los
emprendedores” rompiendo con las vicisitudes que implica la
producción de conocimiento a partir de una actuación profesio-
nal? Y, más especí�ficamente, ¿cómo estudiar prácticas de poder
a partir de una acción “comprometida”, sin exponer a los actores
involucrados, al propio investigador y, más aun, sin abandonar
una parte importante de las informaciones etnográficas adquiri-
das en los ví�nculos profesionales? ¿Cómo, entonces, compatibili-
zar agendas de investigación y de intervención? ¿Cuáles son las
implicancias éticas, polí�ticas y metodológicas de la producción
de conocimiento en el contexto de las acciones de intervención?
Estas preguntas me acompañaron mientras elaboraba mi tesis
de doctorado. Pese a no haber presentado una reflexión sistemá-
tica sobre los resultados metodológicos del lugar de observación
o inserción etnográfica, en gran medida por considerar cualquier
conclusión prematura: para poder exponer los datos de mi ob-
servación participante tuve que formular estrategias diferencia-
das de las prácticas de investigación empleadas rutinariamente
en la antropologí�a, especialmente para aquellas que se refieren
al distanciamiento entre el antropólogo y sus interlocutores y a
la exposición y descripción detallada de sus comportamientos.
Claro está: no tengo “recetas” ni ideas acabadas para ofrecer. En
lo que sigue intento compartir las estrategias que adopté, los
pensamientos y digresiones que pude elaborar respecto de las
implicaciones de producir una etnografí�a a partir de las prácti-
cas empresariales, es decir, de ocupar un lugar marcado por una
relación de trabajo e intervención, también atravesado por rela-
ciones de poder, los medios empresariales y gubernamentales.
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 171

El contexto etnográfico

En el Brasil de las últimas décadas, los términos “empren­di­


mientos” y “emprendedores” se propagaron en el lenguaje co-
rriente de los medios de comunicación, de los representantes
gubernamentales, de los actores del ámbito empresarial y de
los miembros de las asociaciones civiles y movimientos socia-
les. La reproducción masificada de estos términos refleja un mo-
mento particular de la historia económica del paí�s, caracterizado
por una expansión intensiva de la economí�a en los moldes del
desarrollismo industrial. La macro-polí�tica nacional se focaliza
en el incentivo a la instalación de grandes emprendimientos in-
dustriales como forma de superar el alto í�ndice de desempleo y
eliminar la pobreza.
Los “grandes emprendimientos industriales”, que también
pueden ser llamados grandes proyectos industriales o proyectos
de gran escala, son inversiones empresariales que movilizan un
gran contingente de recursos, capital, mano de obra y producen
grandes transformaciones en los territorios en que son instala-
dos. El término figura en las leyes que regulan los procedimien-
tos de licenciamiento que conforman los contextos situacionales
de mi investigación.
El licenciamiento ambiental es un instrumento administra-
tivo, previsto en la Polí�tica Nacional de Medio Ambiente, crea-
da en 1981, y reglamentado por el Consejo Nacional de Medio
Ambiente (CONAMA) en 1986. De acuerdo con la ley, se trata de
un instrumento preventivo, adoptado para prevenir los daños
ambientales de la industrialización. Se lo considera un procedi-
miento administrativo porque implica el encadenamiento de actos
que objetivan un fin: la obtención de la “licencia ambiental”, es
decir la autorización para llevar a cabo actividades industriales.
El procedimiento se realiza en el ámbito del Poder Ejecutivo, a
través de sus organismos ambientales en los tres niveles de ges-
tión (municipal, estadual y federal). En el curso de estos proce-
sos, los emprendedores son responsables de la contratación de
consultorí�as para realizar Estudios de Impactos Ambientales
(EIA-RIMAs),2 Planes Básicos Ambientales (PBAs) y las demás
piezas técnicas incorporadas al procedimiento administrativo.

2. Las evaluaciones de impacto ambiental son en la actualidad aplicadas en


diversos lugares del mundo, sean éstas incorporadas a los actos y polí�ticas
ambientales de los paí�ses o estimuladas por instituciones financieras interna-
172 Deborah Bronz

Los grandes emprendimientos que estudié están orientados


a las inversiones en la industria de base (siderurgia, hidroeléc-
trica, petróleo, gas y minerí�a) propuestas por empresas nacio-
nales, internacionales y transnacionales que se asocian y reci-
ben incentivos gubernamentales para instalarse en el paí�s. Tales
emprendimientos, de cuño desarrollista, tienen diferentes niveles
de integración (internacional, nacional, regional y local) y reúnen
poderes gubernamentales y privados en un marco sumamente
institucionalizado.
La opción por estudiar las prácticas y los discursos empre-
sariales en los contextos situacionales de licenciamiento, es de-
cir en el periodo que antecede a la producción industrial y sus
consecuencias “reales” sobre los territorios y las poblaciones,
me permitió acceder al lugar de la “imaginación”, en donde las
nociones del mundo empresarial aparecen en su forma ideali-
zada o, podrí�a decirse, “ideologizada”. Estos procedimientos, tal
como se desarrollan en Brasil, se transforman en un espacio de
“espectacularización” de los conflictos y de las formas de gestión
adoptadas para resolverlos y domesticarlos. Además de “ideas
racionalizadas en planes escritos” (Souza Lima, 2002: 13) y de
procedimientos de “rutinización”, el licenciamiento se constituye
a partir de acciones, formas de intervención social, prácticas, tec-
nologí�as de gestión, clasificaciones y conflictos sociales que suelen
observarse en las relaciones cotidianas, también en los espacios
informalmente regulados por una compleja red de agentes y en
las organizaciones que operan en diferentes escalas.3

cionales como el Banco Mundial, el Banco Interamericano para el Desarrollo


y la Comunidad Europea. El licenciamiento am­bien­tal, tal como se desarrolla
en Brasil, es una adaptación de los modelos desarrollados internacionalmente,
que se tornaron requisitos para las inversiones de capitales extranjeros y
nacionales movilizadas para la construcción de grandes emprendimientos
por el mundo.
3. Hago mí�as las palabras de Souza Lima: “Hay aquí�, igualmente, un compro-
miso intelectual de crí�tica y diálogo con segmentos sociales organizados o
no, organizaciones no gubernamentales, sectores del Estado. Pensar ciertas
formas de intervención social definidas como polí�ticas públicas, tomadas no
sólo como ideas racionalizadas en planes escritos, sino también como accio-
nes que pueden ser aprehendidas en la observación de las relaciones sociales
cotidianas, y hacerlo por aproximación y distanciamiento con las tradiciones
de conocimiento surgidas en la colonización, es una manera de cuestionar
ciertas recetas analí�ticas que toman el legado jurí�dico-polí�tico de un cierto
“Occidente” en tanto que entidad sustantiva, segregada y reproducible” (Sou-
za Lima, 2002:13, traducción del autor).
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 173

El procedimiento es acompañado por el montaje de lo que he


llamado “escena participativa”. Con ella me refiero a los encuen-
tros que durante el licenciamiento implican la participación de
diversos segmentos sociales que se vinculan en sus etapas obli-
gatorias (audiencias públicas, actividades de comunicación social
y educación ambiental) o que son promovidos directamente por
las empresas (dinámicas de grupos focales, talleres, reuniones
previas a las audiencias públicas y reuniones de negociación4,
entre otras actividades).
El montaje de la “escena participativa”, que incluye diferen-
tes tipos de rituales, forma parte de las estrategias empresaria-
les para viabilizar los grandes emprendimientos. En este senti-
do, uno de los caminos tomados para la producción etnográfica
fue la descripción de los eventos y situaciones que la componen.
Gran parte de estos rituales son públicos y abiertos a la partici-
pación libre de los interesados, de modo que no hay problemas
para describirlos. No obstante, para cumplir con el abordaje que
me habí�a propuesto, resultó insuficiente limitar la investigación
únicamente a estos espacios públicos.
La etnografí�a entonces fue compuesta por medio de la des-
cripción de las situaciones que experimenté ocupando la función
de consultora, en combinación con un conjunto diverso de fuen-
tes (informes internos de las empresas, informes dirigidos a los
organismos ambientales, e-mails, folletos, registros visuales y
auditivos, EIA-RIMAs). Solo una pequeña parte de este material
es de circulación pública. El resto son documentos de circulación
interna de los equipos de trabajo, resultados de estudios reali-
zados conforme a lo que rige en una buena parte los contratos
empresariales, que son propiedad de las empresas contratantes.
En este caso, la mayor dificultad fue encontrar formas para pre-
sentar los datos sin exponer a los actores involucrados, por obvias
razones éticas, y sin someterme al riesgo de que surjan procesos

4. Las circunstancias de participación pública definidas por el Estado, instancias


que son consultivas y no decisorias, se estructuran a partir de una ritualiza-
ción de las etapas formales del licenciamiento ambiental. Como en todo ritual,
existen normas y conductas preestablecidas y adoptadas como requisito para
la participación. Las audiencias públicas, que son los principales rituales for-
males en estos procedimientos, poseen padrones sistemáticos (regulación,
escenario, público). Por su parte, el esquema de naturaleza formal de la au-
diencia está pautado por el reglamento oficial, que establece sus directivas,
así� como el momento y la forma de manifestarse del público: el formulario
de preguntas y el tiempo de uso del micrófono.
174 Deborah Bronz

de acusación (hacia mí� y hacia todas las instituciones y personas


que “autorizaban” mi investigación) por exponer informaciones
de acceso restricto.
Para realizar un análisis de las prácticas, discursos y estrate-
gias empresariales fue necesario exponer las situaciones obser-
vadas en los circuitos de toma de decisión y en la cotidianeidad
del trabajo de consultores, especialistas, técnicos y funcionarios
dedicados a operacionalizar el “ejercicio” empresarial. Prioricé
entonces este “espacio” de producción de significados, poblado
por aquellos que llamo, genéricamente, empresarios del licen-
ciamiento ambiental, “emprendedores” y “consultores”. Estas
nominaciones incluyen a especialistas, abogados, funcionarios de
cargos técnicos y de gestión. A continuación reseño brevemente
este universo social.

Empresarios del licenciamiento ambiental:


emprendedores y consultores

Se denomina “emprendedores” a los funcionarios de distintas


áreas asignados para trabajar en la obtención de licencias que en
diversas situaciones se presentan como portavoces de las em-
presas y/o responden a alguno de los requisitos normativos. El
“emprendedor” es la figura encarnada del emprendimiento; es
su representante.
Esta forma de nominarlo –emprendedor– borra las especifici­
dades del rol que sigue cada uno de los funcionarios de las em-
presas, su tipo de expertise, así� como su contribución especí�fica
para el cumplimiento de las metas de la empresa en el licencia-
miento. También borra otra distinción importante en los cuadros
de las empresas, significativa para comprender las prácticas em-
presariales, así� como los lí�mites de mi “inserción” etnográfica:
la jerarquí�a de los cargos. Las empresas, usualmente, poseen la
siguiente estructura: consejo administrativo, presidencia, vice-
presidencia, direcciones y gerencias. Cada una de estas unidades
tiene una función jerárquica que se corresponde con un nivel
de decisión y un conjunto de interacciones cotidianas de tra-
bajo. Dado que no todas las especializaciones son incorporadas
al cuadro fijo de funcionarios de una empresa, por más grande
que ella sea, una gran diversidad de “consultores” y consul-to-
rí�as son contratados por cada una de las direcciones y geren-
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 175

cias.5 Sin pretender extenderme en esta explicación, menciona-


ré los tres “tipos” de empresas de consultorí�a empleadas en los
casos que abordé en mi tesis.
El primer tipo está compuesto por empresas de consultorí�a
especializadas en la producción de los EIA-RIMAs.6 Estas consul-
toras son contratadas por las empresas para realizar las Evalua-
ciones de Impacto Ambiental, a través de la subcontratación de
técnicos y cientí�ficos, con diferentes formaciones, capaces de sa-
tisfacer las demandas de contenidos dispuestas por el organismo
ambiental por medio de la emisión de un Término de Referencia.7
En estos casos, los consultores del EIA-RIMA, suelen trabajar di-
rectamente con el cuerpo de gerentes, funcionarios técnicos y
especialistas de las empresas.
El segundo tipo de empresas de consultorí�a actúa en la pla-
nificación de actividades gerenciales o, mejor dicho, de las estra-
tegias discursivas y de acción adoptadas por los empresarios en

5. Boltanski y Chiapello caracterizan a las grandes empresas de la siguiente


manera: “La gran empresa integrada presenta un conjunto muy amplio de
funciones. Ella no puede mejorar el desempeño en todos los sectores al mis-
mo tiempo. Por lo tanto, solo debe conservar en su interior las funciones en
las cuales posee una ventaja competitiva –su actividad estratégica– y sub-
contratar las otras funciones, pasándolas a personas u organizaciones que
tengan mejores condiciones de optimizarlas, manteniendo con éstos ví�nculos
estrechos y duraderos, de modo tal que sea posible negociar continuamente
las especificaciones y ejercer control sobre la producción” (2009: 106-107).
6. En Brasil, la realización de la Evaluación de Impacto Ambiental de grandes
emprendimientos se multiplicó a partir del año 1986, fecha en que fue re-
glamentada la Resolución del CONAMA. Desde entonces, proliferó una ver-
dadera “industria” de elaboración de EIA-RIMAs, debido a la obligatoriedad
de su presentación para la concesión de licencias de un gran número de
emprendimientos. En este contexto las empresas de ingenierí�a consultiva
se lanzaron rápidamente al mercado (Rovere, 1995: 143). En Brasil, estas
empresas de consultorí�a ambiental representan un mercado de trabajo en
expansión para los cientistas sociales.
7. Como ya mencioné, diferentes expertises son movilizadas para la realización
de estos estudios, en general: (i) cientí�ficos de la naturaleza, responsables
de los estudios sobre las condiciones fí�sicas y biológicas de los ambientes
en donde se localizan los emprendimientos y responsables de las evaluacio-
nes de impacto ambiental y análisis de riesgo; (ii) economistas y cientí�ficos
sociales destinados a la producción de conocimiento sobre las poblaciones
localizadas cerca de los emprendimientos y los efectos a los cuales están su-
jetas; (iii) ingenieros para la elaboración de los Planes Básicos relativos a los
proyectos de ingenierí�a y la planificación de las obras de construcción de los
emprendimientos.
176 Deborah Bronz

el proceso de concesión de licencias.8 En términos prácticos, el


trabajo de estos consultores se centra en el asesoramiento para
el diseño de los planes, programas y proyectos exigidos como
medidas de mitigación y compensación ambiental y social de los
impactos de los emprendimientos, así� como en el montaje de la
“escena participativa” del licenciamiento. Estas consultoras auxi-
lian en las negociaciones, es decir en la formulación de acuerdos
(mediados o no por recursos monetarios) con polí�ticos, gestores y
comunidades locales; también participan en la creación de redes
(o lobbys) destinadas a la obtención de la licencia ambiental.9 Mi
contacto más cotidiano se dio con estos funcionarios de cargos
gerenciales, con los técnicos y especialistas.
Por último, el tercer tipo de consultorí�a incluye a las empresas
que reúnen profesionales, especialmente del área de Comunica-
ción y Marketing, destinados a apoyar la elaboración de los ma-
teriales gráficos y todas las herramientas de comunicación em-
pleadas para divulgar informaciones sobre los emprendimientos:
folders, folletos, presentaciones de PowerPoint y videos. Estos
consultores trabajan en la construcción de la “imagen” de los
emprendimientos y, en general, lo hacen directamente con los
funcionarios de las direcciones de Marketing y Comunicación e,
indirectamente, con las direcciones involucradas en el licencia-
miento. Cabe recordar que el montaje de la “escena participativa”
es, en gran medida, atributo de los recursos de comunicación
adoptados en los eventos promovidos por la empresa.

8. Este segundo tipo de consultorí�a emplea consultores con diversas formaciones.


En las empresas para las cuales trabajé, observé las siguientes formaciones
profesionales: administración, ingenierí�a de la producción, economí�a, marke-
ting, comunicación, psicologí�a, sociologí�a, geografí�a, derecho y antropologí�a.
En general estos consultores tienen especializaciones (posgrados o Master
of Business Administration) e intereses especí�ficos en las áreas de responsa-
bilidad social y sustentabilidad corporativa.
9. Consideré apenas las negociaciones del primer tipo, especialmente, los acuer-
dos realizados bajo la forma de proyectos, tratados con los gestores y las co-
munidades locales. Los otros grupos de negociación se realizan, en general,
en los altos niveles de la jerarquí�a de las empresas, involucran a los cargos de
dirección, tanto de las consultoras como de las empresas detentoras de los
emprendimientos. En mi trabajo en empresas de consultorí�a tuve la oportu-
nidad de relacionarme directamente con los directores y vice-presidentes,
pero en situaciones esporádicas. Conocí� los acuerdos realizados en esta es-
fera, a pesar de no haber participado en ellos de un modo lo suficientemente
sistemático como para poder incorporarlos en la etnografí�a.
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 177

Si bien las empresas de consultorí�a no funcionan siguien-


do la misma estructura jerárquica de las empresas, tienen su
propia forma de jerarquización del trabajo, basada en lo que
denominan “grado de senioridad”, determinado por la po-
sición que el consultor ocupa en los proyectos, así� como en
su formación y experiencia profesional. El “grado de senio-
ridad” habitualmente coincide con la antigüedad en profe-
sión y la edad. La jerarquí�a de los consultores en orden de-
creciente suele presentarse de la siguiente manera: director,
consultor senior, consultor pleno, consultor junior y asistente.
En mi trayectoria de más de diez años de trabajo en proce-
dimientos de licenciamiento ambiental pasé por todas las fases
mencionadas. Para el mercado de consultorí�a, me convertí� en una
consultora senior, “especialista en licenciamiento” y, debido a mis
experiencias de trabajo, contrariamente a lo que podí�a suponer y
a partir de la investigación para mi tesis de maestrí�a, en “especia-
lista en comunidades de pescadores”. Pese a no reconocerme en
ninguna de estas categorí�as, es a partir de ellas que los gerentes y
directores de las empresas de consultorí�a venden y contratan mi
fuerza de trabajo. En cierto modo, el hecho de mantenerme vincu-
lada a la universidad, trabajando al mismo tiempo como consulto-
ra, me hizo sentir parte integrante y outsider de estos dos mundos
que en Brasil están poco comunicados, al menos oficialmente.

Etnografí�a a partir de las prácticas empresariales

Mis primeros trabajos como consultora fueron para una em-


presa que se dedica a la producción de EIA-RIMAs. Después de
un periodo de dedicación full-time como consultora, regresé a la
universidad para realizar una maestrí�a. Me desvinculé de la em-
presa de consultorí�a y pasé a realizar trabajos acotados como
consultora “externa”. Definí� mi objeto de estudio por fuera de la
consultora y los grupos sociales con los que habí�a trabajado y es-
tudiado: pescadores y especialistas que participaban activamente
de los eventos de licenciamiento para las actividades petrolí�feras
offshore en la Bací�a de Campos, en el litoral de Rio de Janeiro.10

10. Durante la maestrí�a, mi investigación se concentró en los efectos de la adop-


ción del instrumento normativo del licenciamiento, asociado a las ideas del
“desarrollo participativo” en la organización social de las asociaciones de
pescadores localizadas en el Estado de Rio de Janeiro, que negociaban con
178 Deborah Bronz

Sin duda, mi formación en antropologí�a contribuyó al distan-


ciamiento de mi mirada sobre el mundo de la consultorí�a, tan
necesaria para poder tomar los mismos “objetos” de mi trabajo
como objetos de investigación, con la objetividad y el distancia-
miento que constituyen algunas de las “verdades operacionales”
(Oliveira, 2004) de la disciplina.11 Retomé entonces el contacto
con los pescadores y con los especialistas para realizar la investi-
gación. Pude así� construir una perspectiva crí�tica respecto de las
prácticas de consultorí�a que constituí�an mi campo profesional.
El involucramiento con las actividades cotidianas de trabajo y las
constricciones de tiempo impuestas por el interés en la obtención
rápida de las “licencias ambientales” producen cierta “alienación”
en los consultores y dejan poco espacio para la reflexividad sobre
el propio trabajo. A pesar de ello, seguí�a pensando que desde las
consultorí�as se podrí�a contribuir al incremento del “acceso” de
los pescadores a sus derechos.12
En un primer momento mi perspectiva de análisis no par-
tió de las consecuencias sociales de los emprendimientos, sino
de la forma en cómo éstos eran interpretados por los actores
involucrados en los debates sobre las “compensaciones”, es de-

la empresa Petrobras las medidas compensatorias de los impactos de la pro-


ducción de petróleo offshore en la Bací�a de Campos (Bronz, 2009).
11. ¿Cuáles son esas verdades operacionales, cristalizadas como un “habitus”
de la disciplina, cuya violación (o amenaza de) nos frustra e incomoda? La
más importante entre todas es la externalidad de la mirada antropológica,
presupuesto que está directamente conectada con los factores definitorios
de la naturaleza de la investigación (su disociación de los intereses en juego,
la preocupación por una descripción objetiva, basada en la observación, en
la abstracción de inferencias y en el test empí�rico; el uso de categorí�as ana-
lí�ticas en la búsqueda de explicaciones distanciadas y más eficientes que las
“teorí�as nativas” (Oliveira, 2004: 3).
12. Entre la visión crí�tica y el trabajo comprometido, yo constantemente me
cuestionaba: si los cientí�ficos sociales no se dedicaran a este trabajo, ¿quién
lo hará? Si debido a la actitud crí�tica implicada en nuestra formación, los
cientí�ficos sociales no podemos “moralmente” asumir ese lugar de trabajo
¿qué formaciones profesionales podrí�an dar cuenta de estos contextos: rela-
cionados a procesos de gran transformación social, con graves implicancias
sobre los modos de vida de las poblaciones y comunidades locales? Y, más
aun, si la regulación ambiental brasileña “abre” camino para que se instau-
ren procedimientos de evaluación sobre los efectos sociales de los grandes
emprendimientos que involucran el trabajo de cientí�ficos sociales y la “par-
ticipación” de asociaciones civiles, ¿por qué no ocuparnos de ello? Estas pre-
guntas, que hasta hoy resuenan en mis reflexiones y de algún modo dirimieron
mis inquietudes, me tranquilizaron e incluso me estimularon a seguir con el
trabajo de consultorí�a.
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 179

cir las medidas que buscan compensar los efectos irreparables


de un emprendimiento. Se trata de una lí�nea de investigación
semejante a la utilizada en otros estudios que desde las ciencias
sociales abordaron grandes proyectos industriales. En general,
estos abordajes convergen hacia el estudio de los grupos y comu-
nidades que experimentan y sufren las consecuencias de estos
emprendimientos. Ejemplo de ello son los trabajos que abordaron
los efectos sociales de las deslocalizaciones (desplazamientos)
obligatorias de las comunidades residentes en áreas inundadas
por la construcción de usinas hidroeléctricas, desarrollados bajo
la dirección de Lygia Sigaud.13
Estos estudios iluminan cuestiones poco exploradas por los
consultores involucrados en los “procedimientos de licencia-
miento”, que apoyan la acción de gestores y empresarios. La pro-
ducción cientí�fica, especí�ficamente aquella que se construye en
las escuelas de ciencias sociales, tiene la importante función de
buscar repertorios y diferentes interpretaciones sobre la cues-
tión de las transformaciones ocasionadas por la construcción de
grandes emprendimientos, considerando la visión de aquellos
con escaso acceso a los circuitos decisorios de planificación y
gestión de la economí�a nacional. Esta producción es crucial para
develar las relaciones de poder implicadas en la producción del
conocimiento que auxilia la acción gubernamental, así� como la de
los empresarios. Son trabajos que demuestran la potencialidad
del corpus teórico y metodológico de la antropologí�a a la hora
de pensar y reflexionar sobre acontecimientos de este tipo, que
involucran contextos de gran transformación social. También se

13. En cooperación con el área de investigaciones energéticas de la COPPE/UFRJ


(bajo la coordinación del Prof. LuizPinguelli Rosa) e investigadores de la Uni-
versidad de São Paulo, la profesora Lygia Sigaud dirigió el proyecto “Impac-
tos de Grandes Proyectos Energéticos”. El objetivo principal del proyecto era
“realizar un estudio comparativo de los efectos, para la población campesina,
de la intervención del Estado destinada a la construcción de hidroeléctricas”
(Sigaud, 1986:2). En los casi diez años que duró este proyecto, fueron publi-
cados diversos artí�culos y tesis que uní�an la temática de los efectos sociales
de los proyectos hidroeléctricos con los estudios sobre el campesinado. En
varios artí�culos Sigaud criticó los análisis sociológicos aplicados a la deslo-
calización obligatoria y a la relocalización de familias campesinas, aportando
elementos para relativizar lo que denominó “generalizaciones apresuradas y
evaluaciones tópicas producidas en base a manuales simplificados y simplifi-
cadores de lo ‘social’” (1992: 43). Sus análisis buscaban “aportar elementos
para que se formule, de forma más adecuada de lo que la noción vulgar de ‘im-
pactos’ sugiere, el modo en que se producen esos efectos” (Sigaud, 1992: 43).
180 Deborah Bronz

muestran polí�ticamente relevantes, ya que proponen una discu-


sión al interior de la disciplina sobre los usos y consecuencias de
la producción de conocimiento asociada, en este caso, a la regu-
lación ambiental de los grandes emprendimientos industriales.
Dicho esto, también es importante prestar atención al lu-
gar a partir del cual los cientí�ficos sociales, fuera de la universi-
dad, producen los estudios e instrumentos de clasificación que
identifican a las poblaciones como “afectadas” por los grandes
emprendimientos. En mi caso, los sentidos y las implicancias de
estos lugares quedaron más claros en la medida en que pude
transitar por otros espacios de discusión y toma de decisiones.
En un determinado momento de mi trayectoria profesional dejé
de trabajar en la producción de las piezas técnicas (EIA-RIMAs
y Programas de Compensación y Mitigación), para actuar en la
mediación de las relaciones con las poblaciones locales, en todas
las etapas del licenciamiento.
Desde esta posición, pude entender con mayor claridad cómo
los mecanismos utilizados para clasificar a las comunidades lo-
cales forman parte de la “estrategia de relacionamiento” de las
empresas con la sociedad, destinada a la construcción de relacio-
nes y redes capaces de viabilizar los negocios. Estas estrategias se
apoyan en tecnologí�as de gestión consagradas internacionalmente
en los modelos empresariales, naturalizadas en las prácticas de
los consultores e internalizadas en el licenciamiento: evalua-
ciones ambientales, planificación estratégica, identificación de
grupos de interés (stakeholders), audiencias públicas, medidas
mitigadoras y programas de responsabilidad social y desarrollo
sustentable. Entender eso solo fue posible en la medida en que
pude estar más cerca del lugar de formulación de las estrategias
y de los mecanismos de toma de decisiones. El lugar que pasé a
ocupar en la consultorí�a me permitió ver la importancia de to-
mar como objeto las prácticas empresariales desarrolladas por
los emprendedores y consultores.
No es posible observar las prácticas empresariales sin estar
“dentro” de las situaciones, actuando y trabajando, ya que las
circunstancias de elaboración de las estrategias de gestión están
restrictas a los momentos de reunión de los equipos de trabajo.
Como consultora, ocupé el lugar de agente de las acciones y pro-
cesos que analizaba como investigadora, una participant-insider,
en los términos que David Mosse (2005) utilizó para caracteri-
zar su experiencia como consultor-antropólogo en proyectos de
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 181

desarrollo realizados en la India, financiados por la agencia de


cooperación técnica internacional Department for International
Development (DFID) de Inglaterra. Esto es: un observador posi-
cionado en el interior de la red de relaciones y conexiones que
constituyen el proyecto. Allí� confluye la investigación social y la
experiencia vivida, basada en la mejor evidencia disponible, que
no deja de ser una cuestión de análisis personal, una etnografí�a
en la que uno mismo es el principal informante (ibid.: ix).
Las ventajas del acceso irrestricto a la observación partici-
pante, debido a mi inserción profesional, también fue una difi-
cultad a la hora de escapar del mundo conocido y naturalizado.
Se trata de una condición estructuralmente diferenciada de
los modelos de producción etnográfica difundidos desde Mali-
nowski, en el que el distanciamiento entre el antropólogo y los
grupos estudiados prevalece como elemento diferencial de la
construcción etnográfica. Mosse (2006a) reformula los términos
de la observación participante en los casos de los observado-
res posicionados: en su lectura el campo deja de ser producido
a partir de la “deslocalización” (o del extrañamiento) y pasa a
ser el resultado de una “inmersión”. Según el autor, es en el mo-
mento de la escritura que se produce el exilio del investigador
del campo de intervención para dar lugar a la práctica reflexi-
va.14 El distanciamiento, entonces, aparece como un atributo de
esa práctica: “lo que saben los antropólogos”, afirma Mosse, “es
inseparable de su relación con aquellos que estudian –la episte-
mologí�a es relacional– pero la escritura etnográfica quiebra las
relaciones del trabajo de campo, corta la red y establece lí�mites:
es necesariamente anti-social” (Mosse, 2006a: 935).
En mi caso, la “proximidad” con el campo no fue el único obs-
táculo para la producción etnográfica. Tanto mi práctica profe-
sional como la producción académica resultante de ella están
sometidas a las relaciones de este campo. Por lo tanto, es nece-
sario considerar también algunas de las limitaciones asociadas al
estudio del poder, o al desarrollo de una antropologí�a focalizada
en lo alto de la pirámide social (studying up), según los términos
precozmente propuestos por Laura Nader (1972).
En el artí�culo denominado “Up The Antropologist – Perspecti-
ves Gained from Studying Up”, Nader discute los obstáculos y las

14. Aquí� el autor retoma la distinción propuesta por Malinowski entre el “campo”
y el “gabinete” (field and desk), entre el trabajo empí�rico de observación y el
trabajo constructivo (y anti-social) de tabulación, inferencia y teorización.
182 Deborah Bronz

objeciones que aparecen en la realización de estudios antropológi-


cos sobre grupos sociales de clases altas, instituciones de poder y
organizaciones burocráticas. Según su propuesta, los antropólogos
deberí�an cuestionarse hasta qué punto el desarrollo de investi-
gaciones con intereses prioritarios en las clases bajas y en los
grupos étnicos (mayoritarios en la antropologí�a) no suponen una
relación de poder a favor del antropólogo y, hasta qué punto, esas
opciones temáticas no afectan los propios resultados alcanzados
en sus estudios. Para la autora, la propuesta de desarrollo de una
antropologí�a focalizada en lo alto de la pirámide social o en el es-
tudio de los poderosos representarí�a un beneficio heurí�stico para
la disciplina, en la medida en que promoverí�a la posibilidad de
cuestionarnos sobre cómo esas instituciones y sus redes afectan
nuestras vidas y las de los grupos tradicionalmente estudiados.
El hecho de no aceptar volverse –¿volvernos?– objetos de es-
tudio, las excusas sobre falta de tiempo, las agendas saturadas
y los riesgos que implica para el antropólogo revelar ciertas in-
formaciones, son algunos de los motivos que suelen explicar la
dificultad para la realización de investigaciones con “poderosos”.
Para Nader, se trata de falsos obstáculos en la medida en que, a
pesar de que estos “mundos sociales” imponen dificultades de
acceso, poder resolver esos problemas es algo constitutivo de
cualquier trabajo de campo. En relación a los problemas éticos,
Nader señala que también suelen ser confusos. La autora se pre-
gunta: ¿por qué estudiar las posiciones de mayor poder generarí�a
problemas sobre la divulgación de datos, que no se presentarí�an
en otras culturas? “¿Existe una ética para los estudios ‘desde arri-
ba’ y otra para los estudios ‘desde abajo’?” (Nader, 1972: 304).
Si por un lado las indagaciones de Nader develan cier-
tas herencias con las que carga la antropologí�a en la elección
y recorte de sus objetos de investigación, que a su vez supo-
nen una relación de poder a favor del antropólogo, por otro
lado no se puede reducir el problema de la exposición de da-
tos a una cuestión ética. Las relaciones de poder se reproducen
a través de la imposición de regí�menes de saber que implican
un cierto dominio sobre la producción de sus efectos. Además,
también implican un mayor control sobre los medios de res-
tricción, incluso jurí�dicos, para defender la propiedad de las in-
formaciones. En mi caso, la dificultad no se concentra solo en
la exposición de las informaciones, sino en la exposición del
modo en que “el propio poder es ejercido” (Foucault, 1983).
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 183

Al optar por develar las “estrategias” empresariales, consideré


la propia racionalidad del campo y los modos en que podrí�an reac-
cionar los empresarios frente a las informaciones que presentarí�a.
También incluí� a otros actores involucrados en los procedimien-
tos descriptos y a las instituciones de enseñanza que financiaron
mi investigación. Realicé un esfuerzo imaginativo respecto de las
posibles implicaciones que podrí�a acarrear aquello que sucede
“cuando ellos leen lo que nosotros escribimos”15 para intentar
proteger a mis interlocutores y a mí� misma. Intenté relacionar
las posibles apropiaciones de la investigación con las sanciones
que podrí�an caer sobre mí� y todos aquellos que “autorizaron” mis
actividades profesionales y académicas. Entre ellas: acusaciones
de violación del secreto profesional, que involucran a las empre-
sas de consultorí�a que me dieron acceso al medio empresarial;
acusaciones de los empresarios por falta de ética, en la medida
en que describo situaciones y encuentros restringidos a los equi-
pos involucrados en los proyectos; apropiación de la tesis como
“prueba” de las denuncias de los movimientos sociales sobre la
actuación empresarial en casos particulares; cuestionamientos
hacia las instituciones de enseñanza por el hecho de permitir
elaborar una etnografí�a a partir de los ví�nculos de trabajo que
instituí� primariamente como consultora.16
Una precaución que resultó indispensable fue la decisión de
no revelar los casos “reales” de los emprendimientos. Opté por

15. Esta expresión da tí�tulo a la compilación organizada por Caroline B. Brettell


(1996), “When They Read What We Write”. Los autores reunidos en ella, ins-
pirados en una antropologí�a reflexiva, interpretativa y literaria, consideran
sistemáticamente las relaciones entre antropólogos y lectores, particularmen-
te lectores que son “informantes”, o que son miembros de nuestras sociedades
“informantes” y poseen un interés explí�cito por el texto antropológico que
fue o será producido.
16. En Brasil, a diferencia de otras partes del mundo, la escisión entre la actua-
ción en el medio académico y en el profesional se presenta como un aspecto
ideológico del campo de producción del conocimiento. Esto comienza con las
instituciones de fomento a la investigación, que desestimulan la actuación
profesional de aquellos que se vinculan a la universidad a través de la exi-
gencia de dedicación exclusiva como condición para la distribución de becas.
Esta condición se impone sobre la forma en que los contextos de descripción
etnográfica son presentados por los investigadores, en los casos en que re-
flejan una participación en proyectos de intervención. Aquí�, las “polí�ticas”
de fomento a la investigación académica en el paí�s terminan limitando las
posibilidades de actualización heurí�stica de las propias reflexiones sobre los
diferentes lugares que se le presentan contemporáneamente al antropólogo
para la producción de conocimiento.
184 Deborah Bronz

no presentar datos sobre situaciones concretas, en el estilo mo-


nográfico frecuente de la antropologí�a, pero sí� realicé una des-
cripción etnográfica de las prácticas que trascienden los casos
especí�ficos. No hay en mis textos académicos referencias a nom-
bres de personas, empresas, organismos gubernamentales, o
asociaciones civiles y tampoco menciono nombres de lugares y
unidades polí�tico-administrativas. De las situaciones concretas,
eliminé toda aquella información que permitirí�a identificar los
emprendimientos. De este modo, reconstituí� las situaciones et-
nográficas de cinco procedimientos diferentes, difundiéndolas
en dos casos. Creé dos territorios ficticios, que reúnen los atri-
butos originales que tienen aquellos en que tuvieron lugar los
emprendimientos. Presté particular atención a la descripción
apenas de lo sustancial de las situaciones etnográficas necesa-
rias para el análisis de las prácticas empresariales. Finalmente,
suprimí� las diferencias de género, ya que en ciertos cargos, es-
pecialmente en la administración gubernamental y en el medio
empresarial, la mujer ocupa un lugar de fuerte visibilidad. Tam-
bién intenté evitar la errónea interpretación que podrí�a asociar
los casos descriptos con un intento de denuncia de las prácticas
adoptadas por los emprendedores y consultores involucrados.
Mi trayectoria de trabajo me permite afirmar que se trata de un
conjunto de prácticas sistemáticamente seguidas por empresa-
rios en general en los procedimientos de licenciamiento en Brasil.
Este esfuerzo de abstracción tuvo resultados positivos para
la comprensión de las prácticas como formas de acción social
que construyen relaciones entre actores que ocupan o cumplen
funciones sociales especí�ficas, y no a partir de las motivaciones
particulares de sus trayectorias de vida. Este esfuerzo me permitió
observar que las prácticas empresariales, tal como se desarrollan
en Brasil, son independientes de los contextos etnográficos par-
ticulares de un grupo o un territorio especí�fico. Aun con matices,
se trata de prácticas generalizadas y generalizables que reflejan
la reproducción de los modelos de gestión y de las moralidades
que componen el nuevo ethos empresarial de la responsabilidad
social y del desarrollo sustentable.
No pasaron siquiera tres meses desde la defensa de la tesis
para que mis previsiones demostrasen su pertinencia. Con todo
el esfuerzo de abstracción de los casos y la recreación de una
realidad ficticia, ciertos grupos intentaron apropiarse de la in-
vestigación para tratar asuntos especí�ficos y localizados. La te-
sis llegó a ser utilizada como un argumento para la instauración
IX. La etnografí�a en las prácticas empresariales... 185

de una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI), creada


para investigar las irregularidades en la actuación de una gran
empresa de un municipio. Este uso desencadenó, tanto en la con-
sultora como en la empresa, una serie de preocupaciones que
resultaron en debates jurí�dicos, despertando un mayor interés
de los empresarios por el trabajo. Los resultados de estos des-
doblamientos merecen una reflexión especí�fica, que será tema
de próximos trabajos.

Consideraciones finales

Aunque de forma rápida, intenté abordar algunas cuestiones


metodológicas y éticas que se presentaron a lo largo del proce-
so de elaboración de mi tesis de doctorado, aunque creo que los
aspectos mencionados se reproducen en gran parte de las inves-
tigaciones que transcurren en escenarios de intervención social,
algo cada vez más frecuente en la antropologí�a.
Mis circunstancias de producción de conocimiento implicaron
una reelaboración de los objetivos y métodos de investigación. El
acceso irrestricto de mi actuación profesional al universo retra-
tado tuvo como contrapartida la imposición de algunas limita-
ciones a la descripción etnográfica. Estar “dentro” me posibilitó
estudiar las prácticas empresariales más allá de los discursos,
pero también implicó la imposición de lí�mites difusos a la des-
cripción. Al mismo tiempo, para poder traducir mi experiencia
de trabajo en la consultorí�a en una investigación académica tuve
que distanciarme de mi propia experiencia. El esfuerzo que me
demandó esto prolongó el tiempo de la escritura, debido a la
necesidad de redactar varias versiones y deconstruir mis pro-
pias naturalizaciones, hasta que éstas desapareciesen del texto.
Como señala Mosse (2006b), los imperativos del compromiso
constructivo y de la reflexión crí�tica no son fácilmente recon-
ciliables en la práctica cotidiana del trabajo y la producción de
conocimiento, pero esto no significa que los antropólogos de-
ban escoger entre ambos caminos. En este punto, comparto las
reflexiones del autor: “no es que la antropologí�a tiene que ser
más activista, pero los activistas (y otros) tienen que ser más
antropológicos: la antropologí�a puede ofrecer aproximaciones
interesantes a responsables polí�ticos, gestores, trabajadores de
ONGs y consultores, incluidos los mismos antropólogos, para re-
flexionar sobre las prácticas del desarrollo” (Mosse, 2006b: 23).
186 Deborah Bronz

Creo que es necesario reconsiderar las estrategias de investiga-


ción de los trabajos antropológicos en contextos de intervención.
Las cuestiones éticas y polí�ticas que se le presentan al antropólogo
en situaciones de intervención, especialmente en aquellas atrave-
sadas por relaciones de poder como las que describí� aquí�, imposi-
bilitan la reproducción de los modelos canónicos de observación y
descripción etnográfica, e imponen nuevos desafí�os metodológicos
que merecen mayor atención que la que usualmente se tienen en
los trabajos académicos: en las notas introductorias, en las notas
al pie de página, o incluso, en la lectura entrelineas.

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187

X. Reflexiones sobre la aplicación de


� social en el i+d+i
la antropología
de las empresas transnacionales:
el caso de Fagor Hometek
Inès Dinant; Begoña Pecharromán Ferrer;
Ana Rodrí�guez Ruano

Introducción

L
a iniciativa relacionada con la utilización del método
antropológico en Fagor Electrodomésticos (FED)1 surgió
desde el Centro de Innovación de esta empresa, llamado
Fagor Hometek, nombre que utilizaremos en el artí�culo
desde este momento, y se ha desarrollado desde el año 2008 has-
ta hoy. Su gerente y el coordinador de las áreas de conocimiento
de este centro transversal querí�an explorar las posibles ví�as para
aportar un valor añadido a la innovación, prestando particular
atención a las personas: querí�an, en definitiva, ir más allá de la
innovación tecnológica. Cuando decidieron integrar el análisis
antropológico en sus investigaciones y procesos de innovación
no sabí�an con qué se iban a encontrar, ni lo que iba a significar
para los desarrollos de productos y servicios en la cooperativa.
Es importante hacer hincapié en el hecho de que Fagor Electro-
domésticos es una “empresa social”, una cooperativa. Desde este
punto de vista, es inherente la introducción de las personas2 en el

1. El Grupo Fagor Electrodomésticos es el quinto fabricante europeo de elec­tro­


domésticos. Su presencia comercial se extiende a ciento treinta paí�ses de todo
el mundo en los que opera a través de doce marcas comerciales, siendo la inno-
vación, internacionalización y sostenibilidad los tres ejes sobre los que se desa-
rrolla el plan estratégico de la compañí�a. Pertenece a la Corporación Mondragón,
séptimo grupo empresarial español y el mayor grupo cooperativo del mundo.
2. Las cooperativas han servido para el desarrollo de capacidades en el aprendizaje
de las personas y, en este sentido, ellas han sido las protagonistas del desarrollo
de empresas como FED. Es por ello que a la hora de solicitar un proceso en el
188 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

proceso, un proceso que debe ser una “contaminación mutua”. Por


último, señalar que toda la reflexión hecha en este artí�culo está
situada en el Estado español, y más en concreto en el Paí�s Vasco.
En un primer momento, para la búsqueda de personas ex-
pertas en antropologí�a social dispuestas a colaborar o trabajar
en Fagor Hometek dirigieron la mirada a las universidades del
entorno, pensando sobre todo en un o una estudiante de prácti-
cas. La universidad con la que mantení�a una relación estrecha, la
Universidad de Mondragón o Mondragón Unibertsitatea –MU– no
tení�a esta especialidad. Se pusieron en contacto entonces con el
Departamento de Antropologí�a social de la Universidad del Paí�s
Vasco. Este departamento, en ese momento, sin canales o instru-
mentos para que estudiantes de antropologí�a social pudieran in-
tegrarse en este centro, le señaló la consultora Farapi3 como una
posible solución. Con esta consultora y una estudiante en prácti-
cas efectuando un proyecto de fin de carrera desde MU, se realizó
un estudio en torno al portamandos de la lavadora, un tema muy
especí�fico, técnico e ingenieril sobre el que se pedí�a saber cuál
serí�a la configuración (número de botones, colores, ubicación,
etc.) y el uso más adecuado según las personas usuarias.
La introducción de una becaria de MU para trabajar en este pro-
yecto cambió el formato tradicional de colaboración entre dicha uni-
versidad y la empresa, cuya orientación estaba centrada en recibir
a estudiantes de ámbitos más técnicos. En ese momento pensaron
que los estudiantes de Marketing serí�an quienes podrí�an introducir
una perspectiva antropológica, pero los resultados y reflexiones
de este proyecto tuvieron el efecto de chispa ya que, aparte de los
resultados más orientados hacia la usabilidad y conocimiento del
portamando de la lavadora, se presentó información no solicitada
y no esperada en torno a la tarea del lavado. Una información más
cualitativa que analizaba el contexto del hogar y lo que allí� ocurrí�a
en torno a la suciedad, a la percepción de la limpieza en las pren-
das, al espacio donde se realiza una de las tareas más subalternas
y denostadas del hogar (el lavado de la ropa), puso sobre la mesa
reflexiones que nunca se habí�an tenido en cuenta en relación con
estas tareas, y, por ende, de lo que supone la lavadora.

que las personas usuarias estuvieran en el centro de la innovación, considera-


ban que se tratarí�a de algo análogo al relacionado con el del cooperativismo.
3. Empresa spin-off del departamento de Antropologí�a social de la Universidad
del Paí�s Vasco que desde 2004 se dedica a la antropologí�a social aplicada en
diferentes ámbitos como, por ejemplo, el empresarial.
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 189

Esos resultados, esas ideas y reflexiones, fueron fundamen-


tales para enfrentarse al desafí�o que planteaba la investigación
antropológica: ¿por qué no estaban teniendo en cuenta este plan-
teamiento en sus procesos?, ¿cómo esas creencias e ideas sobre el
comportamiento humano en torno al lavado podí�an ser emplea-
das para la definición de las lavadoras, o en innovaciones alre-
dedor de ellas? Habí�a un tipo de información nueva, sorpresiva,
interesante, pero no se sabí�a lo que se iba a poder hacer con ella.

Fagor Hometek en busca del “Grial antropológico”

Al año siguiente, en 2009, se aprovecharon las becas propues-


tas por la empresa para incorporar la disciplina de la antropologí�a
y solicitar estudiantes de antropologí�a social para sus procesos
de investigación, desarrollo e innovación (I+D+i). Era la primera
vez que se hací�a una solicitud relacionada con esta disciplina,
por lo que esto suponí�a para la empresa una “innovación” en sí�.
Las personas que se incorporaron en base a esta beca fueron una
antropóloga y una socióloga. El trabajo que realizó esta última
estuvo más relacionado con la gestión de conocimiento dentro
de la cooperativa que con la investigación antropológica inicial-
mente planteada. Sin embargo, esta aportación seguí�a ayudando
a introducir la perspectiva social en la actividad de Fagor Electro-
domésticos. Por su parte, el trabajo realizado por la antropóloga
fue la primera experiencia interna estructurada y orientada hacia
el conocimiento de las personas usuarias.
Durante este periodo se mantuvo la relación con Farapi como
entidad de consultorí�a, asesorando en torno a la introducción de
la perspectiva antropológica para la actividad de Fagor Home-
tek. Para la integración de esta antropóloga en la cooperativa se
establecieron dos lí�neas de trabajo: por un lado una formativa,
por la que se querí�a introducir conceptos de la antropologí�a, y
por otro lado una etnográfica, por la que se diseñó un trabajo
de campo sobre la gestión de los alimentos, en concreto sobre
su compra y almacenamiento. Todo ello lo llevó a cabo en gran
parte la antropóloga social, recién incorporada para tareas de
asesoramiento en Farapi. Se recogió mucha información sobre el
uso de los frigorí�ficos y de la cocina como espacio para guardar
los alimentos. La difusión y utilización de estos datos era toda-
ví�a muy escasa, por lo que resultó clave en ese momento tener
190 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

apoyo dentro de la empresa, en especial del Negocio de Cooling.4


Este negocio ya habí�a comenzado también a reflexionar sobre la
introducción de las perspectivas de las personas usuarias en sus
procesos de innovación. Esa inquietud partí�a del gerente de Coo-
ling que estaba convencido de que la innovación debí�a hacerse
desde el conocimiento de las personas usuarias de los electro-
domésticos. Esto se tradujo en la presencia en su Negocio de un
profesional dedicada en exclusividad a las personas usuarias.
En relación con la etnografí�a sobre el uso de los frigorí�ficos,
es importante mencionar algunas cuestiones y matices. Por una
parte, el proyecto, aunque estaba dirigido al Negocio de Cooling,
partió de la iniciativa de Fagor Hometek sin que el Negocio estu-
viera directamente involucrado en la definición y desarrollo de la
investigación, aunque fuera informado y consciente de su desarro-
llo. Esto hizo que cuando los resultados les fueron presentados,
aunque veí�an su interés, pensaban que éstos no respondí�an a los
retos que tení�an planteados en el Negocio. Asimismo, como en la
mayorí�a de los casos, se encontraron con la dificultad de saber
cómo se podí�a traducir esta información en algo concreto para
los retos de producción de frigorí�ficos. Volveremos sobre esta
problemática, o mejor dicho, sobre este reto, más adelante. A pe-
sar de ello, pidieron la realización de un estudio especí�fico para
ellos; también solicitaron que en su diseño participe directamente
el Negocio, aunque esta petición finalmente no se pudo llevar a
cabo. Una de las razones por la que no se realizó este proyecto se
debe a que la antropóloga que estaba trabajando directamente en
Fagor Hometek decidió no aceptar su segundo año de beca. Esto
último nos lleva a un segundo matiz, la reflexión alrededor de la
preparación académica relativo a la disciplina de la antropologí�a
en el Estado español. En este momento se puede afirmar que las
universidades españolas5 no ofrecen un currí�culum académico

4. Fagor Electrodomésticos está dividido en cinco negocios: Cooking, Mini-


electrodomésticos, Confort, Washing y Cooling. Cada uno de ellos está espe-
cializado en productos y electrodoméstico de un sector y Cooling lleva todo
lo relacionado con Frí�o (neveras, congeladores, etc.).
5. Sabemos que esto ha sido y es una preocupación para la que se están dando
cambios en diferentes universidades y por la que lleva años en marcha una
comisión interuniversitaria española, conocida con el acrónimo CEGA (Co-
misión Estatal para el Grado de Antropologí�a). Asimismo se han celebrado
jornadas, seminarios en los que se han presentado comunicaciones sobre las
salidas profesionales de la antropologí�a social en general y, en concreto, en la
empresa. Un ejemplo son dos de los simposium del último congreso nacional
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 191

que dé metodologí�a, herramientas, en definitiva, conocimiento


especí�fico para la labor que puede realizar un antropólogo o una
antropóloga en las empresas. Por ello, quienes hasta hace muy
poco se han licenciado en antropologí�a, no se plantean como sa-
lida profesional trabajar en empresas, y menos en empresas de
un ámbito industrial, como puede ser el propio Fagor Electrodo-
mésticos. En ese sentido, era comprensible que la antropóloga,
recién licenciada, que disfrutaba de esa beca en Fagor Hometek,
sintiera este entorno como ajeno y difí�cil para la aplicación de su
saber. Sin duda, la poca presencia de la antropologí�a aplicada a la
empresa no ayuda a superar las dificultades que pueden surgir
en la empresa para la integración de este conocimiento en sus
procesos de desarrollo. En estas primeras etapas se mostró con
claridad el esfuerzo que las dos partes, el personal de la empre-
sa y el personal experto en antropologí�a social, debieron realizar
para superar una incomprensión mutua que dificultaba la opti-
mización y la eficiencia de esta potente colaboración.

El mapa de oportunidades de la antropologí�a:


una apuesta decisiva

La dirección de Fagor Hometek que habí�a iniciado el camino,


lejos de tirar la toalla, estaba todaví�a más convencida de la per-
tinencia y la necesidad de saber cuál era la situación real de las
persona usuarias como input en sus procesos. Sin embargo, habí�a
aprendido en este par de años que era esencial que esta visión
fuera compartida por personas estratégicas en la dirección de
los Negocios y de la estructura de Fagor Electrodomésticos. Por
lo tanto, se decidió realizar un trabajo de campo interno con la
involucración del personal directivo de todos los Negocios y de-
partamentos. Este proyecto denominado “El Mapa de Oportunida-
des Antropológicas en FED”, tení�a como objetivo entender mejor
qué lugar y papel podí�an y debí�an tener las personas usuarias
en los diferentes procesos de funcionamiento de la cooperativa
y ver hasta qué punto la antropologí�a y sus métodos eran apre-
ciados como herramientas para el conocimiento e introducción
de las personas usuarias en el desarrollo de sus proyectos. Una
vez finalizado el trabajo de campo de este proyecto, llevado a

de Antropologí�a celebrado en León. Véase: [http://www.antropologiacastilla-


yleon.org/congreso/simposios.html].
192 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

cabo por Farapi, se incorporó a Fagor Hometek una antropóloga


contratada que iba a estar de forma estable en la recién estrena-
da Á� rea de Antropologí�a de dicho centro, y que recibirí�a apoyo y
seguimiento de dicha organización.
Esta área volví�a a ser una realidad y se tení�a que dar a cono-
cer. Así� es que se diseñó el trabajo como un proceso para recoger
información sobre el conocimiento interno de las personas usua-
rias y para difundir una apuesta importante por parte de Fagor
Electrodomésticos y, en concreto, por Fagor Hometek, para que los
Negocios y todos los departamentos utilizaran la metodologí�a y el
conocimiento propuestos por el área, apoyando la necesidad de
su existencia. Tal y como comentaba el gerente de Fagor Hometek,
en ese momento “nos montamos al avión”, aun teniendo dificulta-
des para entender dónde y de qué forma se tení�a que introducir
la antropologí�a en la empresa. Se acuñó el término “Centro Per-
sona”, como tí�tulo de la filosofí�a que desde un principio se querí�a
compartir en este proceso con el resto de la empresa, el cual re-
presentaba el interés por poner las necesidades de las personas
en el centro. Sin duda, este proyecto contribuyó a sensibilizar so-
bre el por qué de la antropologí�a en la empresa y su utilidad para
poner a las personas usuarias en el centro de la actividad de toda
la empresa o, por lo menos, intentar que así� fuera.
Algunas de las conclusiones más importantes de este trabajo
fueron que habí�a unanimidad en querer hacer un esfuerzo para
saber más de las personas usuarias, aun reconociendo las dificul-
tades y los retos que esto suponí�a para todos los Negocios. Una
de las barreras era el lenguaje, como así� lo mostraron todas las
personas entrevistadas y participantes, que aportaron matices
a veces divergentes a conceptos y metodologí�as que implicaba
el conocimiento de las personas usuarias.
Por otro lado, se identificaron varias “ventanas” abiertas a las
personas usuarias que no estaban siendo utilizadas de forma óp-
tima. Una de ellas era el Centro de Información al Cliente6 (CIC).
En definitiva, la reflexión y presentación de los resultados del
Mapa de Oportunidades a los diferentes Negocios de Fagor Elec-
trodomésticos hicieron que afloraran nuevas lí�neas de actuación.
Asimismo, este proceso sirvió para llevar a cabo una de las tareas
más importantes: la identificación de actores para crear grupos

6. El Centro de Información al Cliente se dedica a resolver dudas sobre el uso


de los electrodomésticos, así� como a resolver las averí�as que puedan surgir
a través de ayuda técnica telefónica y a domicilio.
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 193

de trabajo, conformados por departamentos o Negocios dispues-


tos a vincularse, así� como por el personal de éstos que estuviese
interesado en participar en este proceso. Uno de los grupos de
trabajo fue el que se formó con el CIC que, como hemos mencio-
nado, habí�a sido identificado como valiosa fuente de información
de las personas usuarias por casi todas las personas entrevistadas
durante el trabajo de campo interno; el otro grupo con el Negocio
de Cooling; y el tercer grupo con Marketing Estratégico.

La cuna de innovación cualitativa: un paso de lo teórico


a lo aplicado

Una vez conformado el equipo motor, se diseñó el proyecto


CIC^2 cuyo objetivo principal fue recoger la información cualita-
tiva proveniente del CIC, sistematizarla y transmitirla a las perso-
nas de interés dentro del Negocio de Cooling. Este paso suponí�a
la apuesta práctica y aplicada de lo planteado a nivel teórico en el
Mapa de Oportunidades, y la búsqueda de una sistematización de
datos cualitativos que sirviera para cualquier Negocio, aunque en
esta prueba piloto se probase sólo con uno de ellos. Esta prueba
piloto debí�a de servir para modificar los procesos diarios del CIC
de forma que obtuvieran más datos cualitativos y pudieran ser
sistematizados. Para ello, se formó a personas de este centro en la
técnica de la entrevista abierta, así� como en la recogida de datos
cualitativos espontáneos que podí�an ser dados por las personas
usuarias y que no se estaban valorando.
En este proceso se mostró cómo las personas daban y esta-
ban dispuestas a dar más datos sobre: su alimentación, cambios
y limitaciones en el uso del frigorí�fico, caracterí�sticas de la uni-
dad doméstica, la persona que gestionaba y utilizaba este elec-
trodoméstico, y otros muchos detalles que eran relevantes para
conocer a las personas usuarias, fundamentales para nutrir los
procesos de innovación de toda la empresa. Sin embargo, hasta
ese momento, toda esa información no se habí�a recogido, analiza-
do y comunicado a los negocios de manera eficiente. Esta prueba
piloto, además, estaba instaurando un proceso que transforma-
ba la relación con la persona reclamante. No sólo se iba a poder
resolver el conflicto o averí�a, sino que servirí�a para fidelizar y
poner su problema en el centro de los retos de innovación de Fa-
gor Electrodomésticos. Todo ello suponí�a un hecho decisivo para
Fagor Hometek, centro en el que se otorga mucha importancia
194 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

al “hacer”: si hay un desafí�o, se busca una solución y se la lleva a


cabo. Se visualizaba una fuente abierta de datos sobre las perso-
nas que podí�a satisfacer la sed de los Negocios por datos de és-
tas, recogidos de forma constante y continuamente actualizados.

El Á� rea de Antropologí�a Social: aliada de todos los negocios

Después de todo este recorrido, la antropologí�a habí�a conso-


lidado su integración de forma permanente en Fagor Hometek
y, por ende, en toda la empresa. Esto supuso el aporte de otras
preguntas, otros ángulos, otros puntos de vista a todo lo que se
plantea como “innovación”. Hoy, el personal de innovación y de
marketing, principalmente, ya sabe en qué consiste y lo deman-
da. Es decir, con el trabajo conjunto desde el equipo profesional
de antropólogas y el equipo de la empresa, se ha logrado que la
antropologí�a forme parte de su cultura empresarial. Es así� que
hasta el dí�a de hoy, además de los diferentes proyectos mencio-
nados hasta ahora, se ha trabajado con diferentes Negocios de
Fagor Electrodomésticos y en proyectos de í�ndole variada.
En el Negocio de Cooling, además de haber puesto en marcha
de forma continua la sistematización de la información cualita-
tiva del CIC, se ha dado apoyo para la construcción de encuestas
realizadas a las personas usuarias en relación con los usos que
suelen hacer de su frigorí�fico. Recientemente se ha dado soporte,
en base a experiencias previas, para la creación de una jornada de
innovación alrededor de los frigorí�ficos. En ésta, se ha explicado a
los y las participantes quiénes eran las personas (posibles) usua-
rias, su contexto, representaciones, formas de consumir, formas
de alimentarse, etc. para que las ideas que saliesen de la jornada
fuesen, en la mayor medida posible, cercanas a las necesidades
reales de las personas usuarias.
En el Negocio de Washing, el Á� rea de Antropologí�a y Farapi
realizaron un análisis de la documentación y la bibliografí�a exis-
tente, tanto interna como externa, sobre las personas usuarias
en el Estado español con el objetivo de presentar datos actuales
sobre el contexto y entorno en el que se mueven, e identificar
todas las fuentes7 existentes, que no hay costumbre de consultar

7. Nos referimos a fuentes externas, como estadí�sticas oficiales, publicaciones


de instituciones y entidades que trabajan en el sector, revistas, boletines y
páginas web del ámbito. También a fuentes internas, como los propios estu-
dios y estadí�sticas elaboradas por Fagor desde el CIC.
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 195

y menos de utilizar. Al presentar los resultados de esta investi-


gación volvimos a toparnos con el problema de la integración y
traducción de la información a la realidad fabril en la que se tiene
que utilizar. Debido a ello, el Á� rea y Farapi empezaron a pensar
en posibles formatos que pudiesen ayudar a la comprensión y
utilización de dichos datos cualitativos. Se buscaron formas de
sintetizar y comunicar visualmente los datos y se puso en marcha
el Homedok Workshop, una serie de talleres para trabajar con un
equipo multidisciplinar (desgraciadamente no interdisciplici-
nar) para intentar integrar esta información en los procesos de
innovación y marketing.
En el Negocio de Cooking se realizó trabajo de campo para un
proyecto que se estaba llevando a cabo alrededor de la prepara-
ción de la comida y el uso de la cocina por menores de entre dos
y quince años. Se observaron los momentos y las tareas para la
compra, el abastecimiento y almacenamiento, el cocinado de los
alimentos así� como la recogida y la gestión de basuras que se rea-
lizaban por y con los y las menores. Además de esta etnografí�a,
se siguió indagando sobre el uso de la cocina a partir de un pro-
yecto que se realizó conjuntamente con MU, en el que se analizó
la interacción de las personas usuarias con los hornos. Gracias
a toda esta información se están replanteando los mecanismos
que hay que seguir a la hora de definir los portamandos tanto de
los hornos como de las placas.
En el Negocio de Servicios, se ha ayudado a definir cuáles eran
las necesidades que podí�an tener las personas usuarias en torno a
cuestiones como la salud, la seguridad y la sostenibilidad en el ho-
gar. Este trabajo se ha realizado en base a una investigación biblio-
gráfica y entrevistas en profundidad. En el departamento de Mar-
keting Estratégico se ha analizado, a través de grupos de discusión,
los mecanismos y herramientas que utilizan las personas para
informarse sobre un electrodoméstico a la hora de comprarlo.
Hasta el momento, para realizar los diferentes proyectos, se
han empleado estudios bibliográficos y técnicas como las entre-
vistas en profundidad, la observación y los grupos de discusión,
siempre empleando una metodologí�a etnográfica. El reto aquí� es
el uso de estas técnicas con las limitaciones en costes y tiempos
que rigen en la empresa, sin sacrificar su esencia. Volveremos
sobre esta cuestión más adelante.
Actualmente se trabaja en un nuevo proyecto. Se trata de un Li-
ving Lab que servirá como centro de recursos para el conocimiento
196 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

de las personas usuarias. Además de ser un centro de investigación


aplicada para Fagor Electrodomésticos, surge con el ánimo de ser-
vir para todas las empresas del Paí�s Vasco que lo necesiten. Este
espacio permite un trabajo conjunto entre diferentes disciplinas
que se centran (o deberí�an centrarse) en las personas: conoci-
mientos y metodologí�as expertas en el diseño, la creatividad y la
comunicación, lo cual fomenta una mayor perspectiva en cuanto
a los métodos utilizados, así� como dentro del propio análisis de
los datos recogidos. Sin duda, este proyecto representa para Fa-
gor Electrodomésticos todo un reto en el que la antropologí�a so-
cial tendrá su lugar. Tal y como se ha podido apreciar a través de
este relato de cómo la antropologí�a se ha ido integrando en Fagor
Electrodomésticos, el reconocimiento y la utilización del conoci-
miento antropológico ha sido lento, pero se ha ido incrementado
y consolidando a través de los años. Por otro lado, los procesos,
métodos, y protocolos que se han ido definiendo a lo largo de la
realización de los proyectos y de las investigaciones nos llevan a
poder y tener que realizar ciertas reflexiones sobre lo que supo-
ne para la antropologí�a su uso en el contexto fabril y viceversa, lo
que supone para la empresa utilizar en sus procesos y desarrollos
información proveniente de la antropologí�a.

La hoja de ruta hacia el “Grial antropológico”

Para que el método antropológico sea implementado de


forma óptima en la empresa es importante que esté anclado
culturalmente a su interior. Esto se convierte en una de las ta-
reas más difí�ciles de poner en práctica y uno de los objetivos más
complejos de lograr. Para ello, el Á� rea de Antropologí�a de Fagor
Hometek ha identificado diferentes retos. Uno es exteriorizar esta
necesidad de lo cualitativo hacia el resto de la empresa o, como
en este caso, hacia la cooperativa. Esto es algo que da vértigo: la
concreción y la valoración de la información cualitativa es muy
complicada, son tareas que pueden resultar agotadoras cuando
se está acostumbrado a trabajar con datos más cuantitativos y
relacionados con cuotas de mercado.
Otro reto consiste en poder acceder a las demandas de las per-
sonas usuarias de los electrodomésticos, ya que mayoritariamente
éstas se relacionan de forma directa con el personal de la distribu-
ción o de los comercios y no con el personal de la empresa. Serí�a
obvio aclarar que sus necesidades e intereses, los de las personas
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 197

usuarias y los de la distribución, pueden llegar a ser muy distin-


tos e, incluso, divergentes. Un tercer reto clave es la comunica-
ción de los resultados del análisis sobre las personas usuarias. La
comunicación hacia dentro de la empresa tiene sus dificultades
alrededor del lenguaje utilizado y el formato de transmisión de
las conclusiones. Profundizaremos sobre ello a posteriori.
Un desafí�o hacia fuera, en el que también se tiene que cuidar la
comunicación, consiste en invitar a que las propias personas usua-
rias sean directamente partí�cipes de los procesos de innovación
en marcha. Esto último podrí�a dar lugar a nuevas experiencias,
innovadoras de por sí�. Por último, la perspectiva antropológica
que tiene como base la participación de las personas usuarias
está totalmente en connivencia con el espí�ritu cooperativista y
es clave para la reflexión, la innovación y la comunicación alrede-
dor de sus valores. Estos procesos son todo un reto que pueden
ayudar a reflexionar sobre cómo se quiere ser como cooperativa.
Esta reflexión, a su vez, es fundamental para innovar en el pro-
pio concepto de “cooperativa”, para reflejarlo y comunicarlo en
su actividad tanto interna como externa.
La relación existente entre la empresa y la antropologí�a impli-
ca la necesidad de cierta adaptación tanto por parte de la empresa
como del método antropológico en sí�. Es necesario reflexionar
sobre cuál es el futuro de la antropologí�a en la empresa y cuáles
son las repercusiones que éste podrí�a tener sobre el método.
Aunque el análisis se centre más en la parte antropológica no de-
jaremos de considerar las implicaciones que tiene la utilización
de la antropologí�a en los procesos de innovación y desarrollo de
productos y servicios. La evolución tiene que ir más allá del re-
lato. Es importante lograr acciones en base al análisis, la crí�tica
y la interpretación de toda la información, incluyendo así� las ne-
cesidades futuras de las personas usuarias y sus retos sociales
en todo el proceso.

La búsqueda de un lenguaje común entre las palabras y


los números

El lenguaje y la comunicación de los resultados de las investi-


gaciones realizadas es uno de los mayores desafí�os que se tiene
a la hora de aplicar la antropologí�a en la empresa. Como ya se ha
planteado anteriormente, el trabajo antropológico en este contex-
to se realiza para diferentes departamentos de la empresa. Es así�
198 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

que un mismo trabajo puede llegar a las manos del personal de


marketing, de ingenierí�a, de diseño, de innovación, entre otros.
Por lo tanto, la familiaridad de esta diversidad de profesionales
con datos relacionados con la personas es muy variable; cuando
ésta se basa en datos cualitativos representa una ruptura res-
pecto de lo que tienen interiorizado como “datos de utilidad”. El
desafí�o para la antropologí�a entonces es doble: por un lado hay
que saber hacer llegar la información y los resultados a personal
totalmente ajeno a este tipo de datos y análisis sin “sacrificar” la
perspectiva, los conceptos y el conocimiento de la antropologí�a.
Es decir, deben hacerse asumibles y digeribles a la vez que vá-
lidos antropológicamente. Por otro lado, se debe dar valor a las
conclusiones basadas en las técnicas y datos cualitativos, lo que
muchas veces supone tener que romper ideas muy asentadas
que se orientan a que los únicos resultados válidos son los que
provienen de técnicas estadí�sticas y numéricas. Es así� que la va-
lidez percibida por parte de la empresa de los datos cualitativos
es otra de las dificultades que podemos encontrar.
Una de las tareas más frecuentes de una antropóloga en una
empresa consiste en la explicación para la comprensión de la
importancia de los contextos y procesos sociales que influyen
en las actuaciones o comportamientos, representaciones, creen-
cias y necesidades de las personas, para así� interpretar correc-
tamente los datos, ya sean cuantitativos o cualitativos. Sin duda,
es una tarea indispensable y necesaria que hay que realizar de
forma continua. Por lo tanto, cuando se mencionan y presen-
tan los datos cualitativos de los diferentes perfiles no se pueden
quedar “sólo” alrededor de las persona usuarias, concretas, sino
que es importante subrayar la pertinencia y el valor de estos
datos en tanto que pruebas o muestras de un entorno, contexto,
una socialización, un sistema de valores, demostrando que esto
es relevante para muchas de las decisiones empresariales que
se deben tomar en torno a diferentes poblaciones. Muestra de
esta incomprensión suelen ser las valoraciones que, en muchas
ocasiones, aparecen en frases como “pero eso es muy subjetivo”,
“esos son casos muy raros”, “dependerá de la persona”. Se trata
de frases que demuestran continuamente el peso de lo supues-
tamente “objetivo” como factor de valor. Por ello, la presentación
de resultados no es sólo esto, sino que además supone para el
equipo un proceso de sensibilización hacia el necesario cambio
de planteamiento y de perspectiva que implica orientarse hacia
un tipo de información más contextual.
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 199

La desconfianza por los datos que proporciona un método


antropológico contrasta con la actitud por parte del personal con
el que se colabora en la empresa, que en muchas ocasiones espe-
ra que “demos con una respuesta iluminadora” que disipe todas
las dudas. En este sentido, en ocasiones hemos tenido la impre-
sión de que con las investigaciones etnográficas habí�a personas
que esperaban que “la persona experta”, es decir “las antropólo-
gas”, llegaran con su conocimiento privilegiado y omnipotente a
trazar el camino a seguir por la empresa en cuanto a personas
usuarias se trata. También ha habido situaciones en las que se ha
preguntado por temas sin dar tiempo a documentarse, como si el
hecho de ser antropólogas diera per sé un conocimiento global e
infinito del ser humano y las sociedades. Una vez más, en estas
ocasiones, tenemos que mostrar lo que aporta la antropologí�a en
tanto perspectiva y conocimiento que requiere de una atención y
un trabajo continuo para poder obtener cierto saber sobre temas
concretos que se plantean en un entorno fabril.
En esta colaboración multidisciplinar en la empresa, los retos
no sólo están en una de las partes. También hemos aprendido que
más allá del lenguaje utilizado, el formato en el que se presentan
los resultados de investigación tiene que estar adaptado a un
contexto sin tiempo para leer, poniendo sobre la mesa otra vez
la problemática del lenguaje. Esto es un desafí�o para el personal
antropológico que tiene que traducir continuamente los resulta-
dos para hacerlos más concisos y menos narrativos, desengan-
chándose del habitus (Bourdieu, 2001), en este caso académico,
que le aleja de otros perfiles profesionales más técnicos. También
es cierto que nos enfrentamos en muchas ocasiones con una ca-
racterí�stica sociocultural: las reticencias generalizadas a todo lo
que sea palabra escrita. No decimos nada nuevo al afirmar que
nos encontramos en una sociedad donde lo audiovisual y el con-
sumo rápido priman (Chomsky y Ramonet, 2010), y eso mismo
se nos exige cuando nos dirigimos a un ámbito empresarial. No
hay tiempo para lecturas detenidas, para aprendizajes reflexi-
vos, para la asimilación de ideas, todo es de ahora y para ahora,
uniéndose ese rechazo a la falta de tiempo.
Ligado a esta última cuestión, hay que considerar que las apor-
taciones antropológicas a los procesos de innovación están rela-
cionadas con la traducción de esta información y su aplicación en
procesos de producción reales, con las limitaciones técnicas que
estos datos pueden tener. Es por ello que la persona experta en
200 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

antropologí�a pide que la información que se aporta sea analizada


por grupos interdisciplinares como parte del proceso, para que
las problemáticas y prioridades de los diferentes departamen-
tos estén expuestas a la vez, para buscar una solución integral y
adaptada a la realidad fabril. É� sta es una forma óptima también
para visualizar la utilidad de los datos cualitativos aportados y
para crear un lenguaje común.

La búsqueda de un tiempo común entre el tiempo


antropológico y el empresarial

El dilema de los costes y tiempos que requiere realizar una


investigación antropológica en el mundo empresarial en el que
todo tiene que estar “ya” es otro de los retos con el que nos en-
contramos. Al desconocer, en algunos casos, en qué consiste el
método antropológico y el tiempo necesario para realizar las in-
vestigaciones, la duración de la investigación y su coste pueden
parecer desproporcionados para el personal demandante de dicho
análisis. Así� se dan malos entendidos respecto al tiempo, porque
cuando una antropóloga dice “lo hacemos rápido”, se puede referir
a un par de meses e, incluso, quedarse con la sensación de redu-
cir al máximo el tiempo necesario para realizar una investigación
antropológica. En tanto, la parte demandante en la empresa en-
tiende que un “lo hacemos rápido” se realizará en “seis dí�as, una
semana”, con la sensación de extender al máximo sus plazos. En
tales condiciones encontrar un equilibrio es imprescindible, así�
como concienciar sobre el tiempo que implica este trabajo, y por
qué un par de meses son necesarios.
Los largos perí�odos empleados en el trabajo de campo y la
gran acumulación de datos requeridos por la etnografí�a tradicio-
nal deben ser substituidos a menudo por estrategias de investiga-
ción que permitan acelerar el proceso de diagnóstico de la misma.
Los llamados “procedimientos de asesorí�a rápida” constituyen
un buen ejemplo en esta lí�nea” (Scrimshaw y Hurtado, 1987: 80,
traducción propia). Aunque también es cierto que una vez que
el trabajo antropológico empieza a ser parte de la empresa, se
van agilizando las acciones emprendidas, no podemos negar que
estamos antes un reto que nos lleva a buscar nuevas formas de
hacer antropologí�a sin renunciar a los pasos del método, ni a la
riqueza de resultados que la disciplina aporta.
Sobre esta última cuestión existe un debate, especialmente
entre profesionales que ejercen la antropologí�a en la empresa,
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 201

sobre todo en otros paí�ses europeos y en Estados Unidos. Los


post del blog Anthrostrategist8 plantean todo tipo de debates
abiertos sobre la disciplina y su metodologí�a aplicada a las ne-
cesidades de la empresa. En dicho blog se afirma que las formas
de trabajo por plazos y objetivos planteados deja de ser antro-
pologí�a, porque hay ocasiones en los que los recortes de tiempo
pueden limitar la posibilidad de realizar el análisis necesario de
los datos recogidos, lo cual conlleva que algunos informes sean
simplemente un cúmulo de anécdotas.9 Resaltar las interacciones
y analizar sus contextos es imprescindible y no siempre posible.
En nuestra opinión, este dilema, transversal a muchos otros, es
de los más complejos de resolver, pero a la vez de los más esti-
mulantes para la disciplina, puesto que la azuza a buscar técnicas
y metodologí�as de investigación que sean ricas, ágiles y flexibles
para aplicar el conocimiento antropológico en áreas en las que
hasta ahora apenas ha estado presente; áreas en las que no sólo
es importante, sino dirí�amos que es imprescindible que partici-
pe para acompañar los procesos de innovación de las empresas.
Como argumenta Rabinow:
Si la antropologí�a quiere seguir siendo pertinente para el mundo
contemporáneo, debe encontrar la manera de acelerar algunos as-
pectos de sus prácticas de investigación. Algunas de las avenidas
a las que hemos llegado están cambiando demasiado rápido para
que podamos hacer otra cosa. (Rabinow et al., 2008: 95).
Entrar como guí�as para la innovación en las empresas le supo-
ne a la antropologí�a su propio proceso de innovación, y no sólo en
la metodologí�a, sino también en el planteamiento de cuestiones
fundamentales que se han presentado muchas veces bastante ce-
rradas, como qué puede aportar nuestra disciplina y qué pueden
aportar las y los antropólogos para la transformación del mundo.

Obstáculos de la práctica antropológica para el “diseño”


del futuro

Unido a los desequilibrios en los tiempos que se necesitan


para desarrollar la actividad antropológica en la empresa surge
el conflicto de la temporalidad. Como señala Jamer Hunt:

8. Véase: [http://anthrostrategy.com/2012/08/03/translating-culture-and-
opening-markets/].
9. Véase: [http://anthrostrategy.com/2011/06/27/ethnography-gone-bad/].
202 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

En un sentido más simple, un proyecto etnográfico trata de ilumi-


nar el presente interrogando a su (reciente) pasado. Sus métodos
son observacional, descriptivo, analí�tico e interpretativo (...) Di-
cho de otro modo, la etnografí�a es rara vez proyectiva: no especu-
la sobre lo que podrí�a suceder a continuación. (Hunt, 2011: 35).
Sin embargo, el personal de I+D+i en una empresa, mayori­
tariamente de disciplinas más técnicas como diseño e ingenierí�as,
está acostumbrado a una práctica profesional por la que deben
generar, especular y transformar datos alrededor de posibles
soluciones. Esto puede resultar más fácil porque desde estas dis-
ciplinas se posee una perspectiva más instrumental y material,
y pocas veces se tiene realmente en cuenta el impacto social e
intangible de su actividad diaria. Por otro lado, el personal de
I+D+i de una fábrica, como puede ser Fagor Electrodomésticos,
por “tradición”, práctica y formación, está cómodo en el contexto
de intervenir, ejecutar, hacer, aplicar. Sin embargo, la investigación
antropológica tiene una “historia negra” ligada al colonialismo y
en lo que respecta a la intervención pero, en los últimos años, ha
intentado mantenerse en una posición supuestamente neutral y
de no intervención.
Un hecho que demuestra este alejamiento de la antropologí�a
de ámbitos aplicados como el empresarial es la inserción labo-
ral de quienes se licencian en antropologí�a social. Hasta ahora, al
menos en el contexto español, la actividad profesional ha estado
limitada a un sector muy especí�fico, al que cada vez es más difí�cil
acceder: la docencia e investigación académica. La investigación
académica también se ha quedado en un plano más teórico que
aplicado, excepto la más reciente investigación relacionada con
temas de género o de inmigración. Sin embargo, entendemos
que la antropologí�a tiene mucho que aportar a las reflexiones y
acciones que se llevan a cabo en diferentes ámbitos de nuestra
sociedad, aunque a veces su carácter demasiado teórico impide
esa aplicación.
Por otra parte, y casi como razón principal de lo anteriormen-
te mencionado, la concepción más tradicional de realizar un tra-
bajo de investigación centrado en casos más exóticos, globales
y lejanos, dificulta la integración de problemáticas más locales
en las lí�neas de investigación seguidas. El cambio de contexto
que estamos experimentando especialmente en el Estado es-
pañol (primero, con la puesta en marcha del modelo Bolonia y,
luego, con la recesión que está dando lugar a reestructuracio-
nes socioeconómicas estructurales y, en demasiadas ocasiones,
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 203

salvajes) obliga a la antropologí�a a actualizarse para estar pre-


sente y activa en nuevos ámbitos de la sociedad, recuperando el
protagonismo y los valores centrados en las personas, al menos,
en los campos de conocimiento e investigación tratados por los
y las profesionales de la antropologí�a social.

La búsqueda de un impacto social y ético: ¿una tarea


compleja pero posible?

La antropologí�a en la empresa, en instituciones públicas, en


ONGs, en instancias gubernamentales, etc. permite que las per-
sonas (sus realidades, contextos y necesidades) estén presentes
en los procesos de toma de decisión y de puesta en marcha de
proyectos. Pero en la práctica muchas veces nos preguntamos:
¿lo que se está haciendo, se hace para poder vender más y/o se-
ducir de forma más “eficaz” a las personas? O, por el contrario,
¿gracias al trabajo realizado ayudamos a entender mejor cuáles
son las necesidades reales de las personas y a integrarlas en los
procesos cuyos resultados les son dedicados? Quizás la respuesta
combine un poco las dos cuestiones. Es importante asumir que
parte del trabajo que se realiza desde la antropologí�a en la em-
presa tiene como objetivo mejorar la marcha de la empresa y eso
se traduce muchas veces en la mejora de sus ventas. Sin duda,
mientras hay prácticas profesionales en la empresa que, guiadas
por las necesidades del mercado, avanzan en esa idea de lo im-
portante es vender, sea como sea, desde una perspectiva antro-
pológica es difí�cil inmunizarse sobre el impacto social que puede
tener esa actividad. Es por ello que creemos que la antropologí�a
puede ayudar a poner otras metas sociales en primer lugar para
que las necesidades del mercado vengan simultáneamente o en
segundo lugar. Como argumenta Jamer Hunt cuando reflexiona
sobre la relación de la antropologí�a y el diseño:
Ya no podemos estar contentos con esta combinación de la an-
tropologí�a con una sensibilidad de “manos libres” y el diseño con
una mentalidad de “más es más”. Hay simplemente demasiados
problemas complejos a gran escala que ahora presionan nuestra
propia existencia como para poder relegar a estos agentes de cam-
bio potenciales a sus funciones del pasado y más marginales. Ya
sea por el calentamiento global, la superpoblación, la escasez de
agua y alimentos, las desigualdades económicas, o la adopción en
todo el mundo de un insostenible estilo de vida americano –“Ame-
rican way of life”–, la transformación social real se necesita urgen-
temente. (Hunt, 2011: 34).
204 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

Sin duda, esta concienciación sobre el impacto social de la


actividad empresarial es una tarea que deben asumir los y las
profesionales que vienen de las ciencias sociales, como la antro-
pologí�a, trabajando e investigando desde y dentro de la empresa.
Y de esta forma, ser agentes de cambio y transformación dentro
de la empresa, para que así� ésta sea agente de cambio a otras
escalas. Esto es acorde con lo que, desde Fagor Electrodomésti-
cos, se hace hincapié respecto a la antropologí�a. La empresa no
quiere que el recurso a la disciplina sea sólo de carácter interno,
sino que buscan que se torne “marca de la casa” hacia el exterior.
Es decir, hacia fuera buscan diferenciarse de otras empresas del
sector destacando sus esfuerzos y actuaciones para poner en el
centro de sus diseños a las personas, caracterizándose de ese
modo como empresa humana e innovadora. Desde nuestro punto
de vista, aunque no exento de problemas, visibilizar estos proce-
sos de trabajo conjunto entre antropologí�a y empresa es una for-
ma de integrar la antropologí�a en procesos activos, en procesos
de transformación, trascendiendo los procesos más analí�ticos,
monitoreando que estos mensajes no se queden simplemente
en eso, en una acción comunicativa de la empresa, sino que esta
filosofí�a se traduzca en estrategia y acciones reales.
Dentro de esta reflexión relacionada con los valores y la éti-
ca, es importante considerar la posibilidad de que los resultados
encontrados a lo largo de la investigación no sean los esperados
por parte de los demandantes y, en ese caso, es imprescindible
que el antropólogo o la antropóloga a cargo de la investigación
dé los datos correctos, sin modificarlos para satisfacer al cliente.
Ante la pregunta:
Qué sucede cuando la antropóloga no puede hallar una respuesta
satisfactoria o convincente a la demanda que se le ha hecho pre-
viamente. La respuesta, si bien puede contener muchos matices,
es realmente sencilla: honestidad. Si la antropóloga desea ser útil
debe ser, también, honesta. (Roca i Girona, 2001: 78).
Se podrí�an realizar algunos matices en torno a esta cuestión
en el caso de que se trate de un estudio antropológico realizado
por parte de una persona que tiene su puesto de trabajo dentro
de la empresa, o si en cambio el trabajo es realizado por una con-
sultora. En este último caso puede que, al tener las dos entidades
y una relación económica más inestable, en aras de mantenerla,
lleve más fácilmente a la situación de “manipulación” de datos que
se quiere evitar. Sin embargo, la respuesta sigue siendo la misma,
X. Reflexiones sobre la aplicación de la antropologí�a social... 205

la honestidad. Abogar por esa respuesta, no obstante, conlleva


una serie de reflexiones. Honestidad implica complejizar el tra-
bajo a muchos niveles. Ser honestos y honestas es la respuesta,
pero es necesario tener una orientación propositiva y relacionar
los resultados obtenidos con los contextos de producción de la
empresa, poniendo de este modo, de nuevo, en valor la aporta-
ción diferencial de la antropologí�a. A raí�z de nuestra experiencia
creemos que es necesario pensar la forma en que esa honestidad
no minusvalore el esfuerzo realizado por los diferentes agentes
analizados, que también recupere y ponga en valor los aciertos,
y que analice lo positivo y lo negativo de cada elemento, de cara
a plantear ideas para orientar mejor el trabajo, redefiniendo si es
necesario roles, funciones y relaciones en la empresa.
En resumen, la mayor implicación del trabajo en empresa
para la antropologí�a está relacionada con su método debido a
las limitaciones de tiempo y presupuesto mencionadas anterior-
mente, así� como a las dificultades de entender, asimilar y aplicar
la información cualitativa recibida. Esta cuestión repercute en
muchos de los retos aquí� mencionados.

De la reflexión surge la innovación: propuestas a futuro

El repaso a nuestra trayectoria, y el análisis de algunas de las


principales dificultades y oportunidades que hemos encontrado
en ella, nos lleva a recopilar una serie de cuestiones que retan
tanto a la academia como a las empresas y a la propia disciplina
antro­pológica.
En relación a la academia, es necesario un proceso de análisis
de lo que ha venido siendo la antropologí�a, y un trabajo de cons-
trucción de qué debe/puede ser de aquí� en adelante. La apertura
hacia nuevos nichos para desarrollar nuestro trabajo (en otros
territorios no tan nuevos) debe ser un compromiso a integrar
en la carrera antropológica y, como tal, vemos necesario que la
aplicabilidad de la antropologí�a sea transversal en el planteamiento
de los estudios de grado y postgrado. En relación a las empresas,
es necesario que aprendan a asumir lo que implica contratar un
estudio antropológico, y si bien nuestra disciplina debe adaptarse
a los ámbitos aplicados de carácter y orientación más inmediatos,
la empresa contratante también debe plantearse si en su seno se
entiende y comparte que la antropologí�a le puede aportar el tipo
de información que ayuda a desarrollar procesos de innovación
206 Inès Dinant, Begoña Pecharromán y Ana Rodrí�guez

profundos (tanto hacia dentro de la empresa como hacia fuera) y


asentados sobre bases sólidamente reflexionadas. Este compromi-
so lleva implí�cito, por un lado, (1) una implicación cómplice en el
transcurso del trabajo del antropólogo o antropóloga para aportar
la información necesaria y para participar en los procesos activa-
mente, lo que a su vez conllevarí�a (2) un compromiso de trabajo
interdisciplinar para integrar los resultados y trabajar lí�neas de
innovación entre profesionales de la antropologí�a, del diseño y la
ingenierí�a, entre otros. Y (3) un respeto a las actividades y ritmos
propios de la etnografí�a (siempre mediante ciertos consensos),
así� como al trabajo que hay detrás de la especialización en el co-
nocimiento del ser humano en sociedad que supone estudiar la
carrera de antropologí�a.
Este último punto nos lleva al desafí�o que se le plantea a la
propia disciplina o, para decirlo con exactitud, a los y las profe-
sionales que la desarrollamos. Al menos en el Estado español,
existe por delante todo un trabajo de visibilización y concien-
ciación social del papel que puede jugar la antropologí�a dentro
de contextos aplicados, de mostrar las aportaciones que pode-
mos hacer en estos diferentes contextos (no sólo empresas, sino
ONGs, asociaciones, etc.) para llevar adelante propuestas de in-
tervención, desarrollo e innovación en estrategias, productos y
servicios, así� como para mejorar en las formas de organización
y funcionamiento de estas entidades. Si bien este desafí�o implica
también a la academia y a la empresa, no sólo se queda en éstas.
Los y las propias profesionales debemos contemplar y asumir
este reto en primera persona, trabajando coordinadamente para
lograr avances en esta lí�nea, convirtiendo a la antropologí�a en
un miembro habitual de los equipos interdisciplinares de inno-
vación y desarrollo.

Bibliografí�a
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de Artes Aplicada de Viena. ing programme effectiveness. Los
Angeles: UCLA Latin American Center.
207

Acerca de los autores y las autoras

Betrisey, Débora. Profesora del Depar- Nash, June. Antropóloga. Profesora


tamento de Antropologí�a Social de Emérita de la City University of New
la Facultad de Ciencias Polí�ticas York, Estados Unidos.
y Sociologí� a de la Universidad
Pecharromán, Begoña. Antropóloga.
Complutense de Madrid, España.
Socia e Investigadora en Farapi-
Bronz, Deborah. Consultora experta en Grupo Evidentis. Consultorí�a de
licenciamiento ambiental. Pos-doc- Antropologí�a Aplicada y Creativa.
toranda del Programa de Postgrado
Ramos, Alcida Rita. Profesora de la
en Antropologí�a Social del Museo
Universidad de Brasilia. Investiga-
Nacional, de la Universidad Federal
dora de Consejo Nacional de De-
de Rí�o de Janeiro, Brasil
sarrollo Cientí�fico y Tecnológico,
Colectivo Estudiantil Rexistiendo. Brasil.
Universidad Nacional de Colombia
Restrepo, Eduardo. Profesor Aso-
Dinant, Inès. Antropóloga. Á� rea de An- ciado, Departamento de Estudios
tropologí�a – Fagor Hometek (Uni- Culturales. Universidad Javeriana,
dad de I+D+i empresarial de Fagor Colombia.
Electrodomésticos)
Rodríguez, Ana. Antropóloga. Socia e
Kropff, Laura. Profesora del Instituto Investigadora en Farapi-Grupo Evi-
de Investigaciones en Diversidad dentis. Consultorí�a de Antropologí�a
Cultural y Procesos de Cambio, Aplicada y Creativa
Universidad Nacional de Rio Negro,
Romero, Marta. Socióloga. Docto-
Investigadora del Consejo Nacional
rada del Programa de Doctorado
de Investigaciones Cientí�ficas y Téc-
en Psicologí�a Social de la facultad
nicas, Argentina.
de Psicologí� a de la Universidad
Merenson, Silvina. Profesora del Ins- Complutense de Madrid, España.
tituto de Altos Estudios Sociales
Viotti, Matías. Antropólogo. Docto-
de la Universidad Nacional de San
rando del Programa de Doctorado
Martí�n. Investigadora del Centro de
en Antropologí�a Social de la Facul-
Investigaciones Sociales - Consejo
tad de Ciencias Polí�ticas y Sociolo-
Nacional de Investigaciones Cien-
gí�a de la Universidad Complutense
tí�ficas y Técnicas/Instituto de De-
de Madrid, España.
sarrollo Económico y Social.

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