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¡Que viva Cristo Rey!

o
De piedra ardiendo

Jaime Chabaud
al maestro Gerardo Velásquez
 
“La población estaba cerrada con odio y con piedras,
cerrada completamente como si sobre sus puertas y
ventanas se hubiesen colocado lápidas enormes, sin
dimensión de tan profundas de tan gruesas, de tan de Dios.”
 
Dios en la tierra de José Revueltas.
 
Obra escrita bajo el auspicio de la Beca “Salvador Novo” del Centro Mexicano de   Escritores. Premio
“Fernando Calderón” de la Secretaría de Educación y Cultura del gobierno de Jalisco.
 
PERSONAJES
(Por orden de aparición):
 
Obispo                                        León Toral
Obregón                                     Mano de Obregón
Coronel Güemes                        Anselmo
Juvencia                                     Nécimo Hernández
Blanca                                         Soldado 1
Pueblo                                         Sargento
Teniente                                      Padre
Juan                                             Soldado 2
Anciano                                      Maestro
Próspero                                     Cristero 1
Cristero 2                                   Cristero 3
Voces 1, 2, 3                                Monja
Mujer                                          Niño
Concepción Argumedo             Calles
 
La acción ocurre en el centro de la República Mexicana, en la segunda mitad década de los 20 y
principios de los 30 del presente siglo, durante la guerra cristera.
 
Entre penumbras comenzamos a percibir dos espacios: En el primero, menos iluminado quizá,
vemos apenas a Álvaro Obregón frente a un tablero de ajedrez en una sala art decco de los años 20.
Medita sobre la jugada del tablero. A su lado, en medio de una pequeña mesa su Mano encerrada
en un frasco con formol se mueve a sus anchas, reacciona ante lo que ocurre y comenta
gestualmente lo dicho por otros personajes.
 
En el segundo sitio, la habitación del señor Obispo, éste se encuentra vistiéndose auxiliado por León
Toral (caracterizado de galopino). Parecen tener cierta premura. Mientras se produce esta
investidura, el Obispo inicia la siguiente letanía, como con rabia, intolerante.
 
Obispo: Ríos de sangre en nombre de Dios.
León Toral: (Contesta como quien reza misa.) Todas las puertas cerradas en nombre de
Dios.
Obispo: Piernas clausuradas en nombre de Dios.
León Toral: Todas las monturas trotando en nombre de Dios.
Obispo: (Morboso.) Fusiles erectos en el nombre de Dios.
León Toral: Toda la terquedad del mundo en nombre de Dios.
Obispo: Rostros angustiados en nombre de Dios.
León Toral: Toda la soledad del mundo en nombre de Dios.
Obispo: Sed abrazando los caminos en nombre de Dios.
León Toral: Toda la amargura en nombre de Dios.
Obispo: La ceguera universal en nombre de Dios.
León Toral: Dios de los ejércitos.
Obispo: Dios fuerte y terrible.
León Toral: Hostil y sordo.
Obispo: Dios vengativo.
León Toral: De piedra ardiendo.
Obispo: De sangre helada.
León Toral: Dios de los dientes apretados.
Obispo: Del agua envenenada.
León Toral y Obispo: (Después de breve pausa, santiguándose nuevamente.) En el cielo, en
la tierra y en todo lugar.
 
La recámara del Obispo queda a oscuras. Escuchamos prolongado aullido de perros o
lobos o coyotes y Álvaro Obregón se sobresalta como un niño inerme. La Mano está
alegre.
 
 
2
 
En la sala de los años 20, el general Obregón intenta obsesionadamente resolver el
enigma ajedrecístico. Se ve bruto e inerme ante algo  incomprensible. La Mano toca en
el cristal del frasco primero discreta, luego groseramente. Obregón la manda al diablo
con un gesto. Entra el señor Obispo acompañado de un amanerado León Toral.
 
Obispo: ¡Buenas!
Obregón: Ni tanto, señor Obispo, me confunden sus jugadas.
Obispo: Es indicio esperanzador su presencia aquí.
Obregón: ¡Poner ese caballo tan al tiro!
Obispo: ¿Con desconfianzas todavía?
Obregón: (Sonríe cáustico.) Quezque no le sabe y se las sabe todas al reverso y al
derecho… Y con el Clero detrás…, peor.
Obispo: ¡Ah, que usted, general! Si sólo es un juego…
Obregón: (Divertido.) ¡Mañozón me resultó!
Obispo: (A un León Toral realmente furioso.) Leoncito.
León Toral: Su Eminencia.
Obispo: El general trae prisa y mejor le damos ya su chocolatito.
 
León Toral asiente y sale. La Mano toca en el cristal y urge a su antiguo dueño.
 
Obregón: La traje sólo como acto de buena voluntad.
Obispo: ¡Pero mire qué cosa tan curiosa!
Obregón: No fue buena idea venir, ni la partida me divierte.
Obispo: (Reteniéndolo.) Ella es una opinión parcial entre usted y nosotros.
Obregón: (A la Mano que golpea impertinente.) ¡Qué latosa…!
Obispo: ¿Qué tanto le dice?
Obregón: (Resignado.) Mientras formó parte de mi cuerpo fue la más valiente y juguetona…
(La Mano simula dispararle.) ¡y traicionera, claro!
Obispo: (Con intención.) Seguro…, la más…, larga.
Obregón: (Tenso.) Deje eso, la de muertitos que me fabriqué con ella. (Mordaz.) Ella firmó mi
adhesión a la Carta Magna.
Obispo: Lo llamamos a la reflexión, por tanto.
Obregón: (Se va a levantar de su silla.) Conoce como es esto de las adhesiones, las
concertaciones.
Obispo:  (Nervioso, lo detiene.) Tan ocupado, general, y Leoncito sin traer el chocolate…
Obregón: (Ve el tablero de ajedrez con hartazgo.) Partida mala…, (Suspira.) y usted con sus
rarezas.
Obispo: ¡Y…, ¿lo de la historia de su Mano con la mujer del Embajador gringo?
Obregón: ¡Nooo, padrecito! Ahí otro día.
Obispo: (Agita presuroso una campanita.) Quedó muy formal, acuérdese.
Obregón: ¡Cierto, soy un marrano!
Obispo: ¿Se va sin platicarnos eso? (Transición.) León, hijo, el general carga prisa.
León Toral: ¡Voy!
Obregón: (Rememora, divertido.) ¡Pinche gringo, tan pendejo! (Se va a levantar.) Otro día…
Obispo: O lo de la bala que le arrancó el brazo y, claro, lo de usted y la Mano especialmente.
Obregón: No sé que se trae hoy en especial.
Obispo: Mi deber es reconciliarte con ella, Álvaro.
Obregón: (Molesto.) Lo de esta cabrona Mano fue un divorcio. Le platiqué y requete platiqué.
Ella mocha… ¡¿Quién entiende nada?!
Obispo: (Mira nerviosísimo al punto donde salió Toral.) Es tiempo de perdonar.
Obregón: (Sonríe.) Se hace, porque le enfada de a madres. (Contempla a su interlocutor
primero con una especie de deprecio conmiserativo. Baja la cabeza que mueve negativamente.
Después de un silencio relajado, se escarnece a sí mismo, honesto.) ¡Es curioso…, hasta
desagradable! ¡Como si su historia, señor Obispo, fuera irreprochable! (Mueve una pieza del tablero.
Traga saliva, amargado.) ¡Créame: el más afectado soy yo…!
Obispo: (Sarcástico.) ¿El fantasma de la culpa? (Dulcemente habla y juega.) Es tiempo de
ceder…, rectificar y perdonar. (Observa Obregón su Mano, interrogándola.) ¡Jaque, general!
Obregón: ¡Olvide el juego! (Titubea.) No es grato que una parte propia se revele, con “su”
perdón, cagándose en el sacramento matrimonial. (El sacerdote ríe a mandíbula batiente. Él se
intimida.) ¡Búrlese, ándele, pues sí, se independizó por las ideas herejes de su dueño!
Obispo: Insisto: mejor cuénteme lo del gringo, su mujer y la Mano. De divorcios y
sacramentos me saturo día y noche.
Obregón: Es hora: parto. (Se pone en pie, molesto.) Le dije: no era buena idea.
Obispo: (Indignado.) ¡Termine el ajedrez!
Obregón: Además juega re feo…
Obispo: ¡Leoncito…!
 
La Mano hace una seña obscena a Obregón y el Obispo no puede reprimir la risotada.
 
Obregón: ¡Mírela, mírela! ¿La vio? Muy creyente y lo que usted guste y mande pero una
majadera.
Obispo:  ¡Leoncito!
Obregón:  Eso es: una mano sin educación, asesina y, para colmo, beata.
Obispo: ¡No le permito!
Obregón: ¡Hasta luego!
 
Obregón se levanta para salir en el momento en que entra León Toral con el servicio
de chocolate. Al percatarse de que el general se va, Toral saca de debajo de la
servilleta una pistola. Obregón lo empuja sin querer y el líquido candente cae sobre
Toral quien aulla de dolor. Oscuro.
 
 
3
 
En el atrio de la iglesia, aparecen varios soldados, el Coronel Güemes, el padre
Anselmo, Juvencia y gente del pueblo. Con posterioridad se desprenderán de ese
bloque Nécimo Hernández y Blanca, su mujer. El padre Anselmo ha sido objeto de
violenta golpiza. Lo arrastran a un árbol robusto. La gente del pueblo los sigue tan
cerca como las ballonetas y los soldados lo permite. El Maestro entra, dice algo al oído
de Güemes al tiempo que señala fuera de escena y sale. Dos soldados preparan una
horca atada al árbol.
 
Juvencia: (Se hinca frente a Güemes.) No lo mate, jefecito, no lo mate por Dios que mira
desde el cielo todas las cosas.
Coronel Güemes: Ya, anciana, no llore. Este cabrón tampoco le llora a “Dios” por las almas
que ha despachado al otro mundo.
Juvencia: Mi hijo no mató a nadie.
Coronel Güemes: Intente convencer a otro tarugo, que a éste, no se lo va a poder dormir.
Juvencia: M´ hijo ni disparar la carabina sabe.
Anselmo: ¡Cállate madre! Vete a casa, cierra las puertas y rézale a tu hijo muerto.
Juvencia: (Sin hacer caso, llora histérica.) Por su madrecita, coronel no mate a m´ hijo..., es
mi único sustento...
Coronel Güemes: (Hace una seña de dinero.) Parece, vieja, que lo único que le interesa es
su sustento.
Juvencia: (Dolida.) Soy una madre, coronel, y usté también tuvo una.
Coronel Güemes: (Grita a la gente.) Es un criminal y recibirá lo que reciben los criminales.
Anselmo: (Furioso e impotente.) ¡Pedí que te largaras, madre! ¡Vete y déjame morir sin
mirarte el rostro, por favor!
Juvencia: ¿Qué daño hace? No podría matar nada...
Coronel Güemes: Pero ha mandado a mucha gente a luchar y morir con su palabrería divina.
Es un conspirador. (Grita a la gente del pueblo.) Toda persona que ande de levantada y quebrante
las leyes tendrá el mismo castigo.
Anselmo: (Grita.) ¡Los quieren intimidar, conserven su fe...!
Coronel Güemes: ¡Cállenlo!
Anselmo: Luchen por sus tierras y por la fe. ¡Son los dones que les ha legado el Señor!
 
Un soldado golpea al padre Anselmo en la boca del estómago. Algunos hombres del
pueblo, entre ellos Nécimo Hernández, se adelantan. Las ballonetas los hacen
retroceder.
 
Coronel Güemes: Serán ejecutados quienes contravengan las disposiciones del señor
presidente.
 
Colocan la cuerda al cura. Gente del pueblo murmura. Pareciera por un momento que
están a punto de atacar a los soldados, pero se contienen ante el amago de los fusiles
que les apuntan.
 
Juvencia: (Inicia mutis.) Usté “chango” de la ley terrena, ¡quebranta la ley de Dios! (Pausa.
Sivilina.) A partir de hoy, te maldigo.
Coronel Güemes: ¡Vieja loca!
Anselmo: (Contiene las lágrimas.) Llévame una flor cada domingo, madre. Reza por los
muertos y también por los vivos.
Juvencia: (Enjuga una lágrima.) Mejor por los vivos, lo necesitan más porque todavía van a ir
echando otros pocos pecados por el mundo.
Anselmo: (Llora.) ¡Lárgate, madre, haz de cuenta que nunca me pariste!
Coronel Güemes: (Al pueblo.) Está estrictamente prohibido enterrar el cuerpo de este
revoltoso. Quedará colgado hasta que se pudra su carne. Quien no respete la orden sufrirá un año
de prisión.
Soldado: (Se cuadra luego de cubrir el rostro de Anselmo.) Listo, mi coronel.
Coronel Güemes: (Palmotea en la espalda del padre. Irónico.) Ahí me saludas a diosito
nomás lo mires. Le dices que nos vemos en unos años, cuando me toque.
Anselmo: (Con voz extraña.) No vas a esperar tanto como imaginas, Ricardo Güemes.
 
El Coronel empuja el banquillo que separa a Anselmo de la muerte. Este se sacude y
muere. La luz titubea, se escuchan truenos como de tormenta que se aproxima. Un
viento ensordecedor cunde haciendo huir, con excepción de Nécimo y Branca, a pueblo
y militares.
 
 
4
 
Es de noche. Se oye un grillo cantar. El cadáver de Anselmo se balancea rítmicamente
produciendo un leve rechinido distinto del generado por el grillo. Nécimo inspecciona el
cuerpo. Blanca hace lo mismo. Están abatidos. Nécimo intenta detener el cuerpo.
Blanca se interpone.
 
Blanca: Deja: Nécimo, oíste lo que dijo el coronel ese.
Nécimo: No oí nada, no oigo nada, no voy a oír nada. El padre Anselmo defendía a su
pueblo. Ahora su pueblo le paga con miedos.
Blanca: El miedo, sube las paredes y cierra las ventanas. Pa’ qué buscas problemas sin que
se tenga beneficio.
        
Nécimo desamarra la cuerda y el cuerpo de Anselmo cae pesadamente. Blanca se
santigua.
 
Nécimo: Este problema nos va a dar cosecha. Ya verás.
Blanca: ¿Qué vas a hacer?
Nécimo: Me lo llevo a enterrar al monte. Ahí el padre Anselmo podrá mirar pa’l pueblo y los
carrizales le harán compañía.
Blanca: (Con miedo.) Tienes tres hijos sin frijoles ni tortillas y te vas a enterrar al que no le
hace falta nada. Te van a buscar hasta matarte.
Nécimo: (Abrazándola.) No, Blanca, no me voy a dejar pescar. Me voy a luchar con mi
compadre Próspero, que anda con unos quinientos levantados.
Blanca: ¿Y nosotros, qué? ¿Vamos a caminar de arriba pa’ bajo sin un hombre en casa?
Nécimo: Mandaré lo que se pueda cuando se pueda.
Blanca: (Le toma las manos y las restriega contra sus senos.) Si te vuelvo a ver... No vayas,
Nécimo, que siento como comienza a crecer aquí, en mi vientre, el rencor de la tierra.
Nécimo: Si no defendemos hoy la religión mañana no la tendremos pa’ dársela a nuestros
hijos. ¿Eso quieres?
Blanca: (Acongojada.) No te voy a perdonar si no vuelves. Tus hijos no te van a perdonar
tampoco y tu alma no va a reposar.
Nécimo: (Enojado.) No entiendes nada. ¿Tú crees que mi felicidad está en ver cómo el
temporal se retrasa y las barrigas de mis hijos se hacen menos, y además de todo nos quitan el
consuelo de Dios?
 
Nécimo levanta el cuerpo de Anselmo y se lo echa al hombro.
 
Blanca: (Con resignación.) Mis labios te acompañarán todas las noches entre rastrojos de hiel
y fuego.
Nécimo: (Optimista.) No me perdonaría dejarlos si no supiera que Dios se queda al cuidado
de los míos. Él no va a dejar que le pase nada. Él es el viento, el agua, el fuego y la tierra que ve
crecer el maíz. No nos puede dejar desamparados. Hoy lucharé por nosotros, por ti.
 
Inicia el mutis Nécimo pero Blanca lo alcanza y le mete un par de tortillas en la bolsa
del pantalón.
 
Blanca: Pa’ que tengas algo que distraiga el hambre.
 
Con la mano libre, Nécimo acaricia a Blanca. Sale y ella apenas es visible en las
penumbras.
 
 
5
 
Blanca es envuelta por una procesión de mujeres y ancianos que, en tono agudísimo e
inteligible, cantan un rezo ancestral. Golpean sus espaldas con disciplinas de mecate.
Dos o tres pequeños estandartes de una virgen encabezan la columna. El murmullo, in
crescendo, llega a ser ensordecedor. La procesión parece detenerse al fin. De vez en
vez vemos siluetas nerviosas cruzar en la sombra. También escuchamos un jadeo casi
ritual.
 
Flotando, prácticamente en la nada, un púlpito bellamente tallado en madera se ilumina
al tiempo que un extraño sacerdote surge de sus entrañas. Luego de santiguarse con
oraciones en latín, inicia su sermón.
 
Sacedorte: (Fraternal.) ¡Queridos hermanos, Dios es el ser más elevado del Universo! Él
mismo es el creador de todas las cosas, de los mares y los cielos, de la tierra que vuestras manos
siembran con paciencia y riegan con el sudor de las frentes. (Pausa. Seco.) Así como vosotros
irrigáis los suelos de este mundo con la sangre que os dio el Creador, así Él riega los corazones de
la humanidad con sus infinitos amor y piedad. Él deposita la semilla de la esperanza en vosotros. Él
desea le sirvamos, le demos frutos con nuestra fe a través de la Santa Madre Iglesia, que es como si
los depositárais en sus divinas manos. Sed generosos y la recompensa os llegará. (Después de
doloroso gemido le surgen barbas hirsutas. Pausa.) Pero no todas las semillas de esperanza dan lo
deseado. (Terrible.) ¡Existen corazones perversos...! ¡Sí..., contaminados por el espíritu demoniaco,
por el espíritu del dragón que busca perder vuestras almas! (Pausa. Agotado.) ¡Vuestras almas
redimidas con la preciosísima sangre de Jesucristo Nuestro Señor! (Se afila el rostro, sentencioso.)
La hora del infierno va llegando ya.
 
Entre las siluetas, el pueblo, se oyen exclamaciones de espanto. El sacerdote sonríe al
tiempo que sombras inquietas van y vienen de un lugar a otro incrementando la
tensión.
 
Sacerdote: ¡Sí, no dudéis! (Pausa teatral.) El juicio final se acerca vertiginoso porque no
hemos hecho nada por evitarlo. (Se contorsiona. Suelta un gemido. Pausa. Con voz más ronca y
animal.) La semilla que dio espinas ha sembrado la discordia. Esos corazones putrefactos, esos
árboles torcidos y sin agua, son nuestros secos gobernantes. (Levanta un dedo. Apocalíptico.) No
desean que exista ni iglesia ni religión ni esperanza ni la fe... (Un nuevo espasmo acompaña a dos
colmillos enormes que se saca dolorosamente. Estos cruzan las comisuras de la boca. Pausa
prolongada en la cual se recupera.) Quieren quedarse con lo perteneciente a la iglesia. (Pausa.)
Esos malditos no se conformaron con la reforma. Os advierto, están sedientos como bestias del
averno... (Pausa. Jadea.) Quieren apropiarse de la riqueza de Dios moneda por moneda. (Los fieles
resuellan.) ¡No dudéis un instante de la amenaza terrible que se cierne sobre nuestras cabezas!
(Ríe.) Nos cerrarán las iglesias. (Catastrófico.) ¡Morirá la gente sin el amparo de Dios! (Sube los pies
en el pretil del púlpito y se balancea.) ¡La peste y la sequía asolarán estas tierras traidoras y sin fe!
(Carcajadas. Su voz se vuelve más ronca.) Los niños morirán con las panzas hinchadas como
tamboras y se les llenarán de moscas... (Corta abruptamente su discurso por un intenso dolor
abdominal. Silencio. Se repone. En voz muy baja) El viento no soplará. (Pausa.) El agua se
envenenará sola y los vivos preferirán no estarlo.
 
La muchedumbre de sombra se mueve seducida. Los estandartes religiosos son
consumidos por el fuego.
 
Sacerdote: (Sonríe satisfecho.) La defensa de los bienes de la Santa Madre Iglesia es la
defensa de la vida, de la fe, de la religión..., ¡de Dios! (Una descarga pasa por su cuerpo y un par de
protuberancias surgen de su frente. Pausa.) Sacad esas carabinas llenas de herrumbre y de fe. Las
armas del pueblo de Santa Rosa apuntarán solas a los federales y por uno de vosotros, caerán cien
de ellos. (Pausa. Lastimado toma su cabeza.) Vivirán en pecado mortal quienes desafíen a Dios,
porque Dios los aplastará con sus enormes dedos de encina y de rabia. (Toca con furia los evidentes
cuernos que signan sus sienes.) ¡¡Que se cuide el gobierno, que se cuide de vuestras balas porque
Dios está en todas partes, en el norte y en el sur, inventando puntos cardinales!!
 
La muchedumbre desfila frente al sacerdote arrancando fragmentos de sus ropas,
como si fuesen reliquias preciosas.
 
La gente reza, golpea sus espaldas, avanza de rodillas. El sacerdote queda
completamente desnudo pero su cuerpo conserva poco de humano.
 
La luz se desvanece y el rumor le sobrevive unos segundos más.
 
 
6
 
El teniente saca los casquillos de su revólver. Entra el sargento, guarachudo y con
amplio sombrero de charro. Traen algún distintivo en su vestuario que evidencia que
son cristeros. Mientras hablan, el teniente se ocupa de cargar su arma con parque
nuevo.
 
Sargento: (Se cuadra.) ¡Mi teniente!
Teniente: (Con indiferencia.) ¿Hubo trancazos con los pelones?
Sargento: Ahí nomás, en la loma de Roca Colorada, mi teniente.
Teniente: ¿Hay almas que lamentar?
Sargento: Ninguna, bendito sea Dios.
Teniente: Y, ¿qué pues?
Sargento: Nos dimos rete duro contra treinta y un “changos”.
Teniente: Ajá.
Sargento: Nos jalamos treinta y un jusiles y tres pistolas.
Teniente: Ajá.
Sargento: (Se rasca la cabeza y ríe estúpidamente.) Pos... colgamos los cadáveres de treinta
y un dijuntos, mi teniente.
 
Oscuro.
 
 
7
 
En el extremo opuesto del escenario se desarrolla una escena similar, pero ahora entre
el Coronel Güemes y un Sargento. El primero desarrolla la misma tarea que el teniente
en la escena anterior.
 
Sargento: Salieron de improviso... Ni el teniente Sánchez ni el subteniente se dieron cuenta
de nada...
Coronel Güemes: ¡Pendejos, ¿cómo se dejaron?!
Sargento: (Desconsolado.) Los mataron a todos... Yo iba hasta la retaguardia...
Coronel Güemes: (Iracundo.) Y ¿qué hacía usted, con un carajo?
Sargento: (Titubea.) Re... rezar, mi coronel.
 
El Coronel Güemes apunta con su revólver al Sargento, parece que va a disparar pero
entra el oscuro.
 
 
8
 
Juan entra con un costal de mazorcas, se sienta en proscenio y comienza a
desgranarlas.
 
Juan: (Sonríe, posiblemente al público.) ¿Cómo no lo sabe, compa? (Detiene su labor.) Mire...
es como... como si usted viniera y me desviara el curso de mi agua de riego y se me secara la
siembra. Pos es así como que dejar un pueblo sin brazos y sin voces, sin pisadas ni nada. (Continúa
desgranando.) Es re feo ese saqueo de gente que es la leva. Es como una amputación que le hacen
a los pueblos. Nomás tres rencores muy macizos, viudas sin muertos y huérfanos por decreto
presidencial. (Pausa. Recuerda.) Hace poco pasaron los federales –Claro que también les decimos
“pelones” o “changos” –; pasaron quezque pa’ recoger gente; pero mi primo Justino, el que trabaja
en el telégrafo me avisó con la tal Concepción Argumedo que venían y pos que ni lo pienso y que me
jalo pa’ la barranca. A la barranca no se meten, dicen que apesta a coyote, pero son puros cuentos.
Los coyotes ni apestan ni nada. (Ríe como niño travieso.) ¿Será porque por ahí anda Nécimo
Hernández? (Pausa.) Los “changos” le sacatean a la barranca porque se rumora que son sus
terrenos. (Ríe.) Pero nunca sabe nadie así bien a bien por qué caminos va la gente de Nécimo
Hernández. A mí ni me pregunte. Quezque se mete aquí, quezque se mete allá. Luego hasta han
dicho los pinches “changos” que Nécimo anda en Durango y luego que no, que siempre estaba en
Guadalajara y luego que no, que se metió en San Juan de Abajo y luego que no, que se fue a
esconder pa’ Texolucam y luego que no, que lo miraron por Morelia. (Suelta una carcajada.) ¡Qué
pendejos, cómo no! Hasta le hacen a uno creer que Nécimo es como Diosito y que está en todas
partes. Como si yo no lo conociera y hubiera compartido su mesa el día de su santo. ¡Nécimo
Hernández es mi compadre! Bueno, Nécimo tiene un titipuchal de compadres en mi pueblo y en
Santa Rosa. Tiene el gentío de compadres, porque le encanta bautizar. Es como su vicio. Todos
sabemos que es rete bueno, a mi comadre Blanca nunca la ha engañado porque no le gusta ser
canijo. Yo jamás he visto que le levante la mano a mi comadre; pero no se vaya usté a creer que
Nécimo no tiene los pantalones en su lugar, si le buscan se jallan al cabrón más jijo. (Pausa.) Es una
mentirota es de quezque Nécimo se aparece como aparecido cuando llegan los “changos” a
buscarlo. Si mi compadre no es nada zonzo. Ahí se está todos los días y las semanas escondidote y,
cuando caen, sale de donde anda y zaz y zaz y zaz, y se van corriendo sin armas ni nada los
poquitos federales que quedan. No, compa, ni me pregunte dónde lo puede ver porque pus quién
sabe. Mejor pregúnteselo al Todopoderoso y pue’ que ni Él. (Pausa. Vuelve a reír.) ¿El maicito?
¿Qué dónde lo merqué ahora que anda tan escaso? Me lo conseguí del que traían los “changos” y
que dejaron aquí como por descuido; al fin que la barranca es muy ancha. (Ríe socarronamente.) Es
bien cabrón el jijo de su madre de mi compadre, pos ¿qué no?
 
Entra luz en otra zona y Juan sale entre los soldados que ocupan el escenario en la
siguiente escena. Se lleva parte del maíz desgranado y deja otra parte y algunos olotes
en proscenio.
 
 
9
 
Un grupo de soldados charla en un extremo del escenario.
 
Soldado 1: Puros cuentos, mano, puros cuentos te avientas.
Soldado 2: (Besa una cruz que hace con los dedos.) Por ésta que no.
Soldado 3: Y ¿a poco viste así clarito clarito a la Virgen montando a caballo?
Soldado 2: ¡Pus, cómo no! Venía justo atracito del tal Nécim ese y le salía una luz que
aluzaba a todos los criterios.
Soldado 1: Y ¿por eso corrieron?
Soldado 2: ¿A poco querías que lucháramos contra la Virgencita de Guadalupe?
Soldado 3: (Convencido.) No, pos así no.
 
Un Soldado se aproxima a proscenio y se guarda apresuradamente varias mazorcas
mientras sus compañeros conversan. Cuando termina sale corriendo. Aparece el
Teniente disparando sobre el Soldado fugitivo.
 
Teniente: ¡Párate, cabrón! (A los soldados.) ¡Síganlo y el que lo traiga muerto comerá doble
ración!
 
Salen varios soldados en pos del fugitivo. Entra el coronel Güemes. El Teniente está
entre iracundo y temeroso.
 
Teniente: ¿Qué hijo de puta estaba cuidando el forraje?
Soldado: (Con miedo.) Era yo, mi teniente.
Coronel Güemes: (Colérico.) ¡Sargento! (Del grupo se desprende el Sargento.) Este raso
está arrestado hasta nuevo aviso o hasta que se le juzgue por complicidad en el robo del forraje de
los caballos.
Sargento: ¿Qué hago con él, señor?
Coronel Güemes: Amárralo de pies y manos a un árbol y que no pruebe agua hasta que lo
ordene.
Sargento: (Se lleva al Soldado.) ¡Sí, señor!
 
El grupo de soldados hace mutis y sólo quedan los dos oficiales. El Coronel habla en
voz baja al Teniente.
 
Coronel Güemes: No es la primera vez, Martínez, lo sé.
Teniente: (Con temor.) No volverá a suceder...
Coronel Güemes: (Le da palmaditas en la espalda.) Tranquilícese, teniente, esto no es culpa
suya. La gente tiene hambre, está toda jodida.
Teniente: Pronto llegarán los refuerzos y los costales con tortillas y frijoles que quedaron de
mandarnos de la ciudad.
Coronel Güemes: (Con ironía.) Parece usted novato, teniente; esos víveres no van a llegar
en un buen rato.
Teniente: ¿Por qué?
Coronel Güemes: (Con una vara que halla dibuja en el piso.) Mire, nosotros estamos aquí, el
tal Nécimo Hernández acá y las fuerzas del padre Herculano en este punto. El camino más directo
que tendría el doceavo Batallón para llegar a nosotros sería por aquí.
Teniente: (Comprende.) Y los emboscarían por le Paso del Águila.
Coronel Güemes: Por fin entendió, Martínez. Ahora sabe nuestra situación real.
Teniente: Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer, coronel?
Coronel Güemes: (Traza nuevamente con la vara.) Los hombres de los pueblos de
Mazateca, Texolucam, San Juan de Abajo, Ojo de Agua y Santa Rosa andan levantados. ¿No es
así?
Teniente: O están con los hombres de Hernández o con los del padre Herculano.
Coronel Güemes: Así es, teniente, ya veo que nos estamos entendiendo... Ahora, más que
nunca, las puertas de estos pueblos están abiertas a nosotros.
Teniente: (Sonríe.) Siempre y cuando no nos topemos en el camino con Hernández, que es el
más duro de pelar.
Coronel Güemes: No se preocupe, Martínez, no aparecerá. En esos pueblos hay comida,
agua, mujeres... Nuestros hombres también necesitan divertirse.
Teniente: (Sonríe con sarcasmo.) Ya lo creo.
 
Oscuro.
 
 
10
 
Cenital sobre el Anciano que se deja arrullar por el movimiento de una vieja mecedora.
Fumará y se rascará obsesivamente, de una forma muy senil.
 
Anciano: (Con voz muy tenue, casi como un susurro.) Primero llegó el presidente Madero y
dijo que ‘ora si, que la tierra iba a ser para nosotros... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) Más
despuesito vino Pancho Villa, mi general, y dispuso que la tierra juera pa’ quien la trabajara y todos
estuvimos re contentos... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) También por ahí andaba con que
“Tierra y Libertad”, “Tierra y Libertad”, el sombrerudo de Zapata y la gente lo quería mucho...
(Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) Luego con la constitución le hicimos prometer a Carranza de que
‘ora hiciera efectivos sus compromisos... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) Así han ido matando a
todos...
 
Oscuro.
 
 
11
 
El escenario permanece en penumbras. Entran una tenue neblina y un grupo de
soldados con Güemes al frente.
 
Coronel Güemes: La sed abrasa los caminos en nombre de Dios.
Todos: La sed incendia las entrañas de los hombres en nombre de Dios.
 
Comienzan, con movimiento corporal, a simular que cabalgan.
 
Coronel Güemes: ¡Sargento Romero!
 
La tropa frena su andar y se escucha un rítmico suspiro.
 
Sargento: La sed es la infame ausencia del agua, señor.
Soldado 1: Resquebraja la tierra, señor.
Soldado 2: Angustia a las aves y a los coyotes, señor.
Soldado 3:Deseca a los niños, señor.
Coronel Güemes: ¡Sargento Romero!
 
La tropa para de nuevo y se escucha un rítmico suspiro.
 
Sargento: ¡Mi coronel!
Coronel Güemes: ¿Qué carajos es, sargento, la sed?
 
Reanudan la marcha.
 
Sargento: (Con fatiga.) ¡Mi coronel!
Coronel Güemes: ¡El agua, Romero!... Si ese maldito profesor no cumple lo del agua...
Todos: (Como en trance.) ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a!
Coronel Güemes: ¿Dónde te dijo el profesor?
Sargento: Dijo que luego lueguito a tres kilómetros de San Fernando.
Coronel Güemes: Hace muchos kilómetros que pasamos ese pueblo y nada.
Sargento: Sí, ya lo pasamos y nada.
Coronel Güemes: “Luego lueguito”... “luego lueguito”...
Sargento: Maldito profesor.
Coronel Güemes: Maldito es todo, Romero, maldito es Dios y el Universo entero.
Sargento: (Con vergüenza toma su pistola.) No diga eso, señor, porque se lo va a llevar la
chingada.
 
Güemes mira al Sargento con odio. Va a decirle algo pero se adelantan los soldados en
su tirada.
 
Soldados: ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a!
Coronel Güemes: (Como derrotado.) El agua... nada menos que la vida.
 
Oscuro.
 
 
12
 
En un llano está el Maestro, tirado en el piso, en medio de Nécimo Hernández, su
lugarteniente Próspero y los Cristeros 1 y 2. Ellos golpean y patean de manera continua
al Maestro.
 
Nécimo: ¡Grita “Viva Cristo Rey”, pendejo!
Cristero1: Hazlo, maistrito.
Nécimo: Pídele a Dios Nuestro Señor que se apiade de tu alma porque ya te llevó la
chingada.
Maestro: (Con debilidad.) Los están manejando, los están manipulando los curas.
Nécimo: ¡Grita “Viva Cristo Rey”, pendejo!
Maestro: El gobierno no quiere cerrar las iglesias. ¿No entienden?
Cristero 2: Nadie nos anda con consejitos ni tonteras porque se va mucho al pinche infierno.
Cristero 1: (Lo patea.) Está de parte de los federales.
Cristero 2: Les dio agua a los “changos” el muy jijo de su chingada madre.
Cristero 1: Los llevó donde el aguaje pa’ que llenaran sus cantimploras.
Nécimo: (Lo vuelve a patear.) ¡Grita viva Cristo Rey, profesor, y pue’ que te perdone la vida!
Cristero 1: Nosotros luchamos por defender a la religión y a Dios y nadie se va a cruzar en el
camino.
Maestro: (Desafiante.) Dios no existe.
 
Silencio tenso.
 
Nécimo: (Colérico.) ¡Próspero!
Próspero: Pos, tú dirás, Nécimo.
Nécimo: Traite una estaca bien ancha, bien gruesesota como pa’ ya sabes qué. Hállate una
de los que quieras pero que aguante el peso de un culero. ¡Ah, y que sea como de a poquito más del
metro! Tú sabes cómo.
 
Sale Próspero.
 
Maestro: (Angustiado.) ¿Qué me van a hacer?
 
Cristeros 1 y 2 sueltan la carcajada.
 
Nécimo: No te hagas ilusiones, ni pongas cara de crucificado porque sólo a Cristo Rey o a los
santos se les crucifica. Tú estás muy lejos de eso.
 
Entra Próspero con una estaca.
 
Próspero: Aquí esta.
Nécimo: Saca tu machete. (A Cristeros 1 y 2.) Quítenle los pantalones mientras preparamos
esta chiva.
Maestro: (Aterrado.) Vienen... Se los juro... Vienen más tropas de federales... Los van a
arrasar... Traen artillería... Créanme... No van a dejar a uno de ustedes vivo...
Cristero 2: (Le jala el cabello.) Cállate, “chango” con escuela.
Maestro: (Con el terror en aumento.) Deberían aceptar la amnistía que les propuso el general
Obregón.
Nécimo: (Sereno. Al Maestro.) La operación en sí, aunque no me los pases a creer, es bien
sencilla. Con un machete se le puede ir sacando la punta más mejor hasta que parezca un lápiz. Te
gustan los lápices, ¿no?
 
Próspero va ilustrando las palabras de Nécimo.
 
Nécimo: Astilla por astilla, poco a poquito, va quedando pero picudo, picudo, como si fuera
una grosería de a tiro muy fea. ¡Así de puntiagudo como una gran ofensa! (Pausa.) Pero, viéndolo de
lejos, (Pausa.) más parece como un dedo que señala pa’l cielo, ¿no estás de acuerdo, profesor?
Maestro: (Aterrorizado.) Si me deja ir, hablaré, abogaré por usted y su gente ante las
autoridades.
 
El Maestro, ya sin pantalones ni calzones, recibe del Cristero 1 un fuerte golpe en los
testículos; se dobla de dolor.
 
Próspero: No, parece que no está de acuerdo.
Nécimo: Luego, pos, se hace un agujero en el suelo y se encaja la estaca unos veinte
centímetros nomás pa’ que aguante.
Maestro: No, por favor... (Titubea.) No, por Dios...
Cristero 1: A buena hora se anda acordando de Dios, maistro.
Cristero 2: Pus, ya que se le refrescó la memoria grite “Viva Cristo Rey”.
Nécimo: (Hace un ademán.) Luego se lleva al hombre en cuestión donde la estaca pa’ que
entre en conocimiento con ella. Esto es muy pero muy importante, profesor.
 
El Maestro se resiste pero de un golpe lo dejan semiinconsciente. Los Cristeros 1 y 2
cubren un tanto la visibilidad del público. Comienzan a ensartar por el ano al maestro
en la estaca. Este vuelve en sí y grita, aúlla del dolor.
 
Nécimo: La operación, le decía, mi amigo, es bien sencilla. Se tira de las piernas del individuo
poco a poco hacia abajo pa’ que encaje bien.
 
Los Cristeros 1 y 2 y Próspero ríen como fascinados por un auto de fe maravilloso. El
Maestro se convulsiona y vomita sangre
.
Maestro: (Con un hilillo de voz.) Viva... Viva Cristo Rey...
Nécimo: Bendito Dios que comprendió...
 
Disminuye la luz de intensidad. El maestro queda ensartado, muerto, con los pies
flotando en el aire. Los otros personajes han salido con lentitud. Entra una música de
flauta muy agradable.
 
Oscuro.
 
 
13
 
A la misma sala del Obispo entra Álvaro Obregón muy despreocupado, fumando un
puro. Toca una musical mentada de madre sobre el cristal del frasco donde su Mano
permanecía adormilada. Su buen humor es palpable. La Mano reacciona violentamente
y Obregón ríe. Con paciencia arma el tablero de ajedrez para nueva partida sin hacer
caso de las airadas reclamaciones de la Mano. Después de un momento de
abstracción, Obregón acaricia el frasco pensativo, serio, con otro estado de ánimo,
lejano a cualquier ironía o sarcasmo.
 
Obregón: (En intimidad.) ¿Sabes? (Pausa.) Antes de venir pa’ cá, los perros estuvieron
ladrando tres días completos en la hacienda, con sus noches enteras y luna llena. (Silencio
prolongado.) No pararon ni cuando mandé que les dieran carne cruda... (Pausa. Transición.) Sólo a ti
te cuento esto, pinche tramposa. (Pausa.) Y no hay traidora como tú, culera... (Transición.) Los
vigilantes de mis sueños ladraban sin parar ¡contra mí! (Toma aire.) Pedí al Fulgencio primero, y
luego supliqué a gritos que les metieran de plomazos..., ¡a mis perros, carajo..., los mío de
siempre...! (Silencio. Cuenta inútilmente con los dedos las piezas de ajedrez del uno al treinta y dos
y de regreso.) ¡Llenos de plomazos...! (La Mano, inquieta, lo observa.) ¡Mis perros..., úta, como
hermanos y...! (Pausa.) Y no se callaron.  (Silencio. La Mano parece apenada.) ¡Y ya estaban
muertos, con una chingada, y todavía ladraban! (Silencio. Está a punto de llorar.) El Fulgencio y la
treinta treinta humeando miraban mi cara asustada... Lo conoces bien, al Fulgencio, que me acababa
de matar mis perros de pura raza. (Pausa prolongada.) Conoces al güey, el capataz, y me dijo: “Sé lo
que quieren los perros, patroncito. Quieren su sangre, con su perdón.”
Obispo: (Fuera de escena. Recriminatorio.) Es una suerte, ¿entiendes? Tan a mano y
cagarla... Verdaderamente, Leoncito, se necesita ser... ¿eh?
León Toral: (Fuera de escena. Repite instrucciones.) ¡Sí, sí! Entre los frijolitos y el chocolate...
¡Zaz!
 
Obregón recupera con esfuerzo su postura cordial.
 
Obispo: (Lo calla. Afuera.) ¡Sshhhh!
León Toral: (Indeciso.) Mejor el chocolatito de una vez. Me pongo nervioso.
Obregón: (Carraspea.) Mucho pinche secreto, ¿no? Vénganse a la platicada. Hoy sí le toca
derrota, señor Obispo, no como hace ocho días.
Obispo: (Susurra imperativo.) Sólo hazlo. (Entra con sonrisa de cartón. Sin preámbulos inicia
la partida de ajedrez.) Me dicen que las ligas de jóvenes cristianos andan desatadas y actúan...
Obregón: (Juguetón.) Ni las ligas ni los ligueros nos espantan.
Obispo: Me congratulo por su decisión de limar asperezas, don Álvaro.
Obregón: Soy yo quien agradece. Usted es quién para poner a esa canija mano en su lugar;
si es justo, claro.
 
La Mano se mueve irritada y muestra seña obscena a Obregón, quien lo percibe. La
partida de ajedrez continúa.
 
Obispo: Por lo mismo me dije: si el general es ateo y su “delicada” Mano fervorosa creyente,
pues... sería pertinente un “arreglo”.
Obregón: Le falta disciplina.
 
         Nueva grosería de la Mano.
 
Obispo: (Finge indignación. A la Mano.) ¡Niña, no hagas eso!
Obregón: ¿La ve? No hay remedio. (Mueve una pieza.) Jaque.
Obispo: El arreglo, mire...
Obregón: (Sonríe.) Hoy si le cuento: un día, que me llega el nuevo embajador gringo con sus
cartas credencial y, ¿qué cree?
Obispo: (Con furia contenida.) ¡Ni idea, hijo! (Toca una campanilla y grita.) ¡Leoncito, el
chocolate!
Obregón: Venía con su esposa, una güerota chula de a de veras. (La Mano niega
sistemáticamente los hechos.) Yo nomás, a ojo de buen cubero, le eché una miradita, digo, para no
enojar al señor embajador pero... ¿qué cree?
 
         Entra León Toral con el servicio del chocolate en bandeja.
 
Obispo: (Molesto, irónico.) ¡¿Dicen que tiene buen ojo, general, como de ave de presa?!
Obregón: ¡Imagínese nomás si no: alcancé a ver la silla presidencial desde mi hacienda de
Huatabampo, hasta Sonora!
 
         El Obispo pellizca un cachete de León Toral y lo mira con ternura.
 
Obispo: Gracias, Leoncito, que Dios pague tu sacrificio con la eterna bienaventuranza.
Obregón: (Divertido.) Entonces esta condena Mano que le agarra las asentaderas a la
esposa del gringo.
Obispo: Ya va siendo hora de que el general tome su chocolate, León.
Obregón: (Entre risas.) El pinche gringo me dice tenquiu y la mujer, del gusto, pasó al susto.
Obispo: (A toral.)  Sirve ya, hijo, sirve.
Obregón: Voltea la pinchi güera muy sonriente y feliz y que ve que esta jija de la chingada fue
quien le hizo el favorcito y se nos desmaya y se arma un santinquín...
 
         León Toral da una taza con chocolate al Obispo.
 
Obispo: No me des tanto. ¡Todavía tienes que darle su chocolatito al general!
Obregón: (Mueve una pieza y toma su sombrero.) Rico el desayuno pero por mí ni se
preocupe, jaque mate y me voy.
Obispo: (Fuera de sí.) ¡Que le des su chocolate, coño!
 
León Toral saca una entre las servilletas y dispara sobre el cráneo de Obregón. Se
oscurece la zona pero una pequeña luz ilumina la Mano que danza jubilosa unos
momentos más.
 
 
14
 
Entra un humo espeso que por un momento oscurece todo el escenario. Se disipa un
tanto pero no dejará de haberlo en toda la escena. El espacio ha quedado
transformado en un bosque de iconos cristianos, algunos de ellos vestidos y/o en
pedestales. Es la casa del Diosero, del fabricante de imágenes. Se verán por todos
lados veladoras encendidas, son la única iluminación del lugar. Como fondo existe un
ciclorama pintado de negro y con huecos disparejos en su superficie. Por estos el
público percibirá la parpadeante luz de las velas colocadas detrás del ciclorama.
Nécimo Hernández asoma la cabeza por distintos huecos. 
 
Nécimo: ¡Buenas tardes! (Pausa.) ¡Buenas tardes!
 
Nécimo aparece por un costado del escenario y camina indeciso entre los iconos.
 
Nécimo: (Con temor.) ¡Señor diosero!
 
Fuera de escena se escucha ruido de objetos que caen.
 
Nécimo: (Titubea.) No vengo a importunarlo. Soy Nécimo... Nécimo Hernández, pa’ servir a
Dios y a usted. (Silencio.) Destruyeron los santos del pueblo de Texolucam y venía a ver si tiene
algunos... (Se pasea temeroso, busca con la mirada.) Oiga, señor diosero, vengo a mercar con usted
una Virgen María y un San Martín de Porres. (Pausa.) De a tiro ya no los pudimos pegar de lo
despedazados que nos los dejaron las tropas del coronel ese. Quezque muy pantalonudos pero
nomás con mujeres y ancianos se meten... Hasta la sombra de un hombre de a de veras los
espanta.
 
Silencio.
 
Nécimo: El otro día mi compadre y yo bajamos a Durango y nos hicimos pasar por
campesinos de ahí cercas. Nos sentamos en la plaza y platicamos con dos “changos”. Se pusieron a
decir un montón de cosas pero mi compadre casi se carcajea cuando platicaron que un jinete que es
Diosito anda de arriba pa’ bajo con nosotros. (Ríe.) Ta bueno que piensen eso los “changos”, así
más miedo nos tienen.
 
Junto a Nécimo cae un gran icono que se desmembra. Nécimo reacciona con espanto.
Se escucha una risa ronca. El humo cada vez es más denso. El Coronel asoma por los
huecos del ciclorama sin que Nécimo se percate de ello.
 
Coronel Güemes: (Irónico.) ¿Qué sucede, Nécimo Hernández? ¿Por qué miras con esos ojos
si Dios está contigo en todas partes?
Nécimo: (Con miedo.) ¿Es usted, señor diosero?
Coronel Güemes: (Irónico.) Pero también el miedo que cala hasta lo más hondo de los
huesos, ése que le entieza a uno los pensamientos; ese miedo también está en todas partes, mi
querido Nécimo Hernández.
Nécimo: (Desesperado.) ¿Quién jijos de la chingada anda ahí?
Coronel Güemes: (Irónico.) ¿Quién más ha de ser sino tu amigo el santero?
Nécimo: Esa no es la voz del diosero.
Coronel Güemes: Ya se me quemaban las habas por conocer al azote de los federales.
Nécimo: Pa’ broma ya estuvo bueno.
Coronel Güemes: No sé para qué mató al profesor Sánchez, si tan útil nos había sido.
Nécimo: (Con furia.) ¿Quién chingaos es?
 
Güemes entra y se queda a unos cuantos pasos de Nécimo.
 
Coronel Güemes: (Ríe.) ¿Se le perdió algo a Nécimo Hernández?
Nécimo: No más de lo que usted y su ateo gobierno van a perder. Si bien y bonito que los
hemos traído atareados.
Coronel Güemes: Pues hace rato que los defensores de Cristo Rey no ven la suya.
Nécimo: (Furioso.) Es mentira, nos lo chingamos en Tierra Colorada hace mes y medio.
 
Güemes avienta sobre Nécimo un icono que se hace pedazos. Nécimo cae.
 
Coronel Güemes: Un mes es mucho tiempo en una guerra.
 
A partir de este momento los movimientos de los actores corresponderán a los de un
cazador (Güemes.) y a los de su presa (Nécimo.), con el consecuente placer del
matador y el pánico de la víctima.
 
Nécimo: Dios nos protegerá.
Coronel Güemes: No con estos santos de palo.
Nécimo: Dios nos protegerá.
Coronel Güemes: Patrañas de los curas.
Nécimo: (Aprieta frenético sus sienes.) Dios nos protegerá.
Coronel Güemes: Hasta que a los obispos les convenga.
Nécimo: (Grita enloquecido.) Dios nos protegerá.
 
Güemes tira un icono que se hace pedazos cerca de Nécimo. Este huye a otro punto
del escenario. Esta acción se repetirá después de cada respuesta de Nécimo.
 
Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Mazateca?
Nécimo: (Colérico.) Se llevaron las siembras y los animalitos.
Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Texolucam?
Nécimo: (Comienza a llorar con rabia.) Incendiaron la iglesia y colgaron al cura.
Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Ojo de Agua?
Nécimo: (Impotente.) Quemaron al pueblo entero, los metieron a sus casas, las rociaron de
petróleo y les pretendieron fuego pa’ que se chamuscaran toditos.
Coronel Güemes: (Irónico.) Ahí luego platicamos, luego de Santa Rosa... Nos vemos luego
de Santa Rosa, Nécimo Hernández.
 
Güemes sale riendo. Apaga a su paso todas las veladoras excepto una. Nécimo toma
ésta y la acerca a su rostro. Durante el parlamento siguiente tira sobre su mano cera
candente.
 
Nécimo: (Casi sin voz.) La gente... Los niños gritaban que los sacáramos de sus casas en
llamas, que por favor, que les dolía mucho... Pus, si ni pudimos acercarnos por la cantidad de
federales... Los viejos rezaban... Las mujeres lloraban en rincones donde el humo les ahogaba más
aprisa... Todos... todos chamuscados y ni qué hacer... Mordíamos desde la loma nuestros sombreros
con una vergüenza... Y no pudimos... Y no hicimos nada...
 
Sopla a la veladora.
 
 
15
 
Nécimo: (Delirante.) Todos... todos muertos... y no pudimos.. y no hicimos nada...
Cristero 1: (Lo despierta.)  Tranquilo, Nécimo, ya pasó todo.
Nécimo: (Aturdido.) Los van a matar uno por uno.
Cristero 2: Pero ¿ya pa’ qué acordarse? ¿Pa’ encorajinarse nomás? Es mucho estarse
jorobando la existencia. Lo que ya jue, pos ya jue.
 
Nécimo no los escucha, está como perdido en el laberinto de sus pensamientos.
 
Cristero 1: La hora de la venganza no está lejos, ni te preocupes porque a la de a fuerzas les
va llegar su hora a esos jijos...
Cristero 2: Ahí, arriba Dios se las tiene guardadita a los federales. Eso que ni que.
Cristero 3: (Ríe.) Sin juicio sumario ni nada.
Cristero 2: (Ríe.) San Pedrito no necesita de consejos de guerra pa’  cerrarles la puerta.
Cristero 3: Ni pa’ ajusticiárselos.
Nécimo: (Con la mirada perdida.) Hilario, llámate al Ramiro, a ver si ya llegó de Santa Rosa
con Próspero. Esta tardanza no me gusta. Güele a “changos”.
Cristero 1: Pero si la gente de Güemes se quedó en Ojo de Agua y de ahí pa’ Santa Rosa
son más de dos días de camino.
Nécimo: ¡Vete, Hilario! Tuve un sueño que me está martilleando la cabeza.
Cristero 1: Pero el...
Nécimo: Ni pienses cosas que no sabemos porque la maldad del hombre puede hacer cosas
peores. ¡Vete, llévate hombres, que Santa Rosa no tiene más hombres que mi compadre Próspero y
su hermano!
 
Salen los Cristeros 1 y 3. Cristero 2 se acerca a Nécimo y le tiene una anforita con licor.
Este bebe un trago y regresa el envase.
 
Cristero 2: Te miro y te miro, Nécimo, y no sé qué chingaos te pasa. Es como si te trajeras
algo muy jodido.
Nécimo: Es un nudo muy gordo el que me juguetea en la garganta. Yo mismo no sé ni qué...
En el sueño me habló uno que dijo ser el tal Güemes y yo no podía ni dispararle ni nada porque
estaba desarmado. No sé, es como si algo fuera a suceder.
 
Se apagan todas las luces y Nécimo queda iluminado por un cenital.
 
Voz 1: Dicen que eran como cien soldados con carabinas bien apetrechadas.
Voz 2: Y que venían con su decreto presidencial.
Voz 3: Y con su constitución a cuestas.
Voz 2: Venían por todos los senderos.
Voz 1: Traían los ojos rojos de mariguana y de furia.
Voz 3: Colgaron al padre Crecencio igual que lo hicieron con Anselmo, ¿te acuerdas,
Nécimo?
Voz 1: Su verde olivo disimuló la sequía por varias horas.
Voz 2: Después dejaron el fuego sobre los tejados, pero no era el fuego entero. ¡Bendito
hubiera sido Dios!
Voz 3: Mataron a doña Juvencia, la mamá del padre Anselmo.
Voz 1: También jusilaron al hijo de Hilario, a Ernestito.
Voz 3: Se cogieron a la Antonia y a la Claudia.
Voz 2: Y se llevaron pa’l monte a la Elia y a la Martina.
Voz 3: Se llenó todito de llanto Santa Rosa.
Voz 1: Tiraron el Cristo y los otros santos de la iglesia y los quemaron.
Voz 2: También tocaron en tu casa...
Voz 1: Se metieron...
Voz 3: Mataron a tus hijos porque ya sabían que eran tuyos.
Voz 2: Querían que la Blanca les dijera dónde estabas.
Voz 1: A ella se le secó la boca y no dijo nada.
Voz 3: Las tumbas estaban más ruidosas que los labios de Blanca.
Voz 1: Los “changos” se enojaron mucho, sobre todo el coronel que iba con ellos...
Voz 2: Se violaron a la Blanca, compadre, aunque Próspero intentó defenderla.
Voz 1: Al Próspero le dieron un balazo en los güevos y pos, ya no pudo.
Voz 3: Ni te lo queremos decir...
Voz 1: Total, ya ni tiene remedio...
Voz 3: Dios los ha de tener en la gloria.
Nécimo: (Enloquecido.) ¿Y Blanca? (Silencio.) ¿Y Blanca? (Silencio.) ¿Dónde está Blanca,
chingada madre? (Silencio.) Hablen, hijos de puta. ¿Por qué no dicen nada? (Mirando al cielo.)
Habla tú, cabrón tomo poderoso por quien he luchado y he matado estas manos. Menéate para
algún lado, (Comienza a sollozar.) echa un trueno o pon negro el cielo... ¿Por qué no me
contestas?... ¿Por qué todo está en silencio?...
Voces 1, 2 y 3: (Alternadamente.) Lo sentimos mucho... Mi más sincero pésame... El ánimo
en alto, compadre... Era tan buena... No les dijo nada. ¡Dios te salve María, llena eres de gracia!...
¡Cuánto lo siento!... De haber imaginado... ¡Dios te tenga en su gloria con todo y sus críos!... En lo
que te pueda ayudar, ya sabes...
 
Nécimo llora como un niño, en medio de la luz que se desvanece poco a poco hasta el
oscuro.
16
 
El escenario permanece a oscuras y sólo un cenital ilumina un punto pequeño en
proscenio centro. El Teniente aparece, se cuadra y sale para regresar un momento
después con una Monja, quien se deslumbra. Rasga las vestiduras de la religiosa y
aparecen, cruzándole los pechos, dos cananas llenas de balas. El militar la saca y trae
a una Mujer presumiblemente de posición acomodada. Le levanta las enaguas y se ven
dos pistolas amarradas una a cada muslo. El oficial la saca y mete a empellones a un
Niño. Este introduce las manos en los bolsillos de su pantalón y extrae unas cuantas
balas que ruedan por el piso. A empellones, el militar lo hace salir y entra el Anciano. El
oficial comienza a registrarlo desde los pies, lo cual le da oportunidad al Anciano de
darle un empellón. De debajo de su gabán, saca una carabina y, al grito de “¡Que Viva
Cristo Rey!”, dispara contra el cenital y se hace le oscuro acompañado de un sonido de
cristales rotos.
 
 
17
 
En un confesionario, un Padre escucha a Concepción Argumedo que viste muy
ligeramente.
 
         Concepción Argumedo: (Coqueta.) Pero sí soy culpable, padre.
         Padre: (Elusivo, nervioso.) Me desconciertas, hija, no entiendo...
         Concepción Argumedo: Las beatas de su parroquia dicen que las calles, cuando yo las
camino, se alargan para ir gritando mis pecados...
         Padre: ¿Cómo es eso?
         Concepción Argumedo: (En confidencia.) Sí, quezque los pecados la vienen corretando a una
y por eso si la calle se alarga el sufrimiento es más... (Pasa la mano por fuera del confesionario y
acaricia la pierna del sacerdote.) Puros cuentos, digo yo.
         Padre: (Nervioso.) Arrepiéntete en estos tiempos difíciles, hija.
         Concepción Argumedo: ¡Difíciles: úta! Con las gorras de los cristeros un rato y a luego los
federales se posesionan y las muchachas y yo andamos en la pura quiebra.
         Padre: (Retira la mano de la mujer con verdadera angustia. Severo.) ¡No metas a quienes
luchan por Cristo Rey, hija! (Pausa. Aliviado.) ¡Figuraciones, sólo son figuraciones las tuyas!
         Concepción Argumedo: (Irónica.) ¡Ajá, pues! Si usted quiere me olvido de los tremendos
tamaños que me anduve figurando. (Silencio.) Sólo usted... (Titubea.)De verdá, padre... (Cachonda.)
Sólo “tú” me das confianza entre todos esos ojos y bocas que me señalan día y noche, culpándome.
         Padre: Tentar al representante de Dios es ofenderlo, hija. ¡Basta de tonterías!
         Concepción Argumedo: (Seca.) ¡Ya sé! En sí es ofensa bastante que las putas nos
confesemos. (Silencio.) Entiendo. (Pausa. Agacha la cabeza.) Bien se ve que a usted lo miran mal
los “decentes” de aquí nomás porque nos da la comunión.
         Padre: (Serio.) Das tus limosnas para la cruzada contra los herejes, ¿no? (Ella asiente.) Para
mí es suficiente.
         Concepción Argumedo: (Sincera. Besa una cruz que hace con los dedos.) Por ésta que no
hay hombres como usted... Lástima de sotana.
         Padre: (Ruborizado.) ¡Vamos, hija, acaba de una buena vez!
         Concepción Argumedo: (Mitad en broma y mitad en serio.) Nadie ocupará tu lugar. Eres el
único dueño y te toca mi lunar.
         Padre: (Exasperado.) En el nombre del Padre...
         Concepción Argumedo: (Sumisa.)... del Hijo...
         Padre: ...y del Espíritu Santo...
         Concepción Argumedo: (Se persigna y hace mutis.) ¡Amén!
 
                   Se oscurece la zona bajo un murmullo de rezos incomprensibles.
 
 
18
 
Luz espectral. Aparece Güemes agotado. Tras él viene Blanca vestida de un blanco
pulcrísimo, salvo a la altura del pecho y el vientre, manchados con sangre. Está muerta
y su rostro es de extrema lividez. Sigue al oficial como una sombra. Güemes
desenfunda y dispara contra Blanca, su sombra, pero ella no cae.
 
         Güemes: (Al borde de la locura.) ¡Vete, sombra de mierda, no me persigas! ¡Cómo te odio,
sombra de mi sombra!
 
Güemes intenta salir pero por cada posible ruta de fuga aparece un cristero vestido de
blanco con cinto rojo y armado con un par de machetes. Güemes aprieta sus sienes
enloquecido.
 
         Güemes: ¡Desaparece, sombra maldita!
 
                   Blanca sale y entra la luz de día.
 
         Güemes: ¡Déjame salir! ¡Llévate a toda esta indiada sombra de mierda!
 
                   Entra Nécimo con un machete en cada mano. Güemes se petrifica.
 
         Nécimo: (Con furia.) Aquí no hay más sombras que las de tus culpas, Ricardo Güemes.
         Güemes: (Serio.) Yo no la violé.
 
                   Nécimo se avalanza sobre Güemes pero los Cristeros 1 y 2 lo detienen.
 
         Nécimo: (Fuera de sí.) Suéltenme, hijos e la chingada.
         Cristero 1: Nos sirve vivo, podemos pedir intercambio de prisioneros.
         Nécimo: No te metas. Él abusó de Blanca y la mató.
         Cristero 2: Sólo buscas la venganza y eso no está bien.
         Nécimo: Tiene que pagar.
         Cristero 1: ¿Pagarte a ti o pagarle a Dios?
         Coronel Güemes: Sólo cumplía órdenes. Yo no la maté.
         Nécimo: (Con voz terrible.)  Esta ira que se acumula en mis entrañas es la ira divina que
reclama sangre.
         Cristero 1: (Lo suelta.) No está bien, Nécimo.
         Nécimo: (Desafiante.) ¿Quién se opone a la justicia de Dios?
 
Los Cristeros 1 y 2 se retiran sumisos a los lugares que ocupaban. Nécimo avienta a
los pies de Güemes un machete. El militar no se mueve.
 
         Nécimo: ¡Recógelo!
         Coronel Güemes: (Toma el machete con serenidad.) Al fin nos vamos a medir palmo a palmo,
¿no Hernández?
         Nécimo: Tu cuerpo se va a quedar aquí tirado pa’ que la peste ahuyente a tu gobierno.
         Coronel Güemes: Veremos.
 
Los Cristeros se ponen en cuclillas y comienzan una danza singular chocando los
machetes entre sí, contra el piso, los elevan, los golpean, los hacen cantar. De pronto
cesa la danza.
 
         Nécimo: (Invoca.) ¡Blanca, te brindo la sangre de un hereje!
         Coronel Güemes: (Desafiante.) Aunque me mates no te devolveré el brillo de sus ojos.
 
Nécimo alza su machete y se lanza contra Güemes. El baile musical se reanuda.
Después de varios ataques tanto de Nécimo como del coronel, éste es alcanzado por el
primero. De un costado y de las comisuras en la boca de Güemes fluye la sangre. Cae.
El baile cristero se torna vigoroso al tiempo que la luz se extingue lentamente.
 
 
19
 
El confesionario se vuelve a iluminar y ahora es ocupado –Junto con el Padre– por
Nécimo Hernández.
 
         Padre: En el nombre del Padre...
         Nécimo: ...del Hijo...
         Padre: ...y del Espíritu Santo...
         Nécimo: Amén.
 
El Padre y Nécimo salen del confesionario y caminan. El segundo se ve muy irritado.
 
         Padre: (Conciliador.) Resígnate a la amnistía.
         Nécimo: (Recriminatorio. Decepcionado.) ¡Nos volvieron la espalda, padre, ustedes! (Pausa.
El cura no contesta.) Mataron a mis hijos y a mi Blanca... (Dolorido.) Se la violaron, ¡a mi mujer!, y
¿qué chingada ganancia se tuvo en nombre de Dios?
         Padre: (Suplicante.) Por favor, Nécimo, apacíguate. No hay más opción que esa. La curia
dijo...
         Nécimo: (Desamparado.) ¡Dios, que no me equivoque! Me dijeron que contara en usté, padre.
(Furioso.) Tenemos aún harta fuerza y la voy a usar.
         Padre: El sacrificio...
         Nécimo: (Interrumpe.) ¡Sacrificio, pura madre!
         Padre: ¡Por favor!
         Nécimo: (Indignado inicia mutis.) Usted y su Iglesia se pueden ir mucho al pinche infierno.
         Padre: (Le toma el rostro y lo tranquiliza.) Reza un momento. (Pausa.) Nécimo, en serio, todo
va a ser muy difícil.
         Nécimo: (Descontrolado.) Para ustedes porque yo tengo a mi gente y ¡fe!
         Padre: Es tu última carta, hijo.
         Nécimo: Los de arriba, obispos y cardenales, perdieron todo.
         Padre: ¡Cállate! (Pausa. Se encoge en hombros.) De cualquier forma te están esperando allá
afuera.
         Nécimo: (Helado.) ¿Los changos?
         Padre: (Asiente.) La amnistía tiene...
         Nécimo: ¡Buitres!
         Padre: (Pausa. Resignado.) Les pedí hacer el último intento por convencerte pero no tiene el
menor caso.
         Nécimo: (Furioso.) ¿Sabes a dónde paran los Judas cuando mueren?
         Padre: (Le estrecha afectuoso.) Nada me justifica, lo sé, pero deja las armas y yo te...
         Nécimo: (Impotente.) ¡Te vas a ir al noveno círculo del infierno!
         Padre: (Señala al Cristo del altar.) Concíliate.
         Nécimo: ¡En el marrano noveno círculo del infierno lo verán, (Ironía dolorida.) “padrecito”, lo
verán los de su calaña”
         Padre: (Inicia mutis.) Rézale al Salvador, rinde cuentas.
         Nécimo: ¡Púdrase!
         Padre: (Se detiene un segundo.) Te esperan.
 
Nécimo, desamparado, observa al Cristo sangrante. Una música mozartíana inunda el lento oscuro.
 
 
20
 
En la misma sala de los años 20 se encuentran el Obispo y el General Calles. Al igual que en las dos
escenas similares a ésta, estarán frente a una mesita jugando ajedrez. La mano de Obregón en el
frasco de cloroformo estará moviéndose y haciendo comentarios a lo que se diga.
 
         Obispo: Pero ¡cómo son, general! Me dejaron sin servidumbre.
         Calles: No tenemos la culpa, señor obispo, a los leones se les debe tener bien amarrados para
que no se escapen a hacer de las suyas.
         Obispo: Desde que me quedé sin León me siento más solo. No únicamente era parte de la
servidumbre...
 
La mano toca en el cristal. El Obispo le hace un cariño simbólico en el cristal.
 
         Obispo: Se me olvidaba. A la mano del general Obregón le caí muy bien Leoncito.
         Calles: Jaque al rey y me come su reina.
         Obispo: ¡Hombre, no era para tanto! Con que lo hubieran metido a la cárcel un rato...
         Calles: ¡Cómo cree, su ilustrísima, su movimiento ha hecho peligrar al Estado!
 
La mano le pone unos cuernos a Calles. Este está a punto de golpearla.
 
         Obispo: (En complicidad.) No se haga, don Plutarco, que le convino que soltara a mi “leoncito”.
         Calles: (Ríe a carcajadas.) Al pan, pan, y al vino, vino, ¿no es así?
         Obispo: (Ríe tímidamente.) Y al chocolate, chocolate. Ahora el que va a tener que servirle el
chocolate soy yo.
         Calles: (Con fingida sorpresa.) ¡¿Cómo?! ¿No ha podido reemplazar a su mascota entre tantos
feligreces?
 
                   La mano toca el cristal suplicante. El Obispo se enternece.
 
         Obispo: Parece injusto, ¿verdad? Pero tengo a la mano del general que es muy charladora.
Además es de las pocas conciencias que no se apartaron de la idea original del movimiento.
         Calles: ¡Ah, chigá! ¿Charladora?
         Obispo: (Ruborizándose.) Y coqueta.
         Calles: Quién viera a la mano del muerto.
         Obispo: (Transición.) Fíjese qué casualidad. ¡Jaque y me como a su reina!
         Calles: ¡Ay, jijos!
         Obispo: ¿Qué caminos tiene el Señor, no?
         Calles: Sí, qué caray. (Ríe. Pausa. Enojado.) Pero casi nunca los caminos de Dios son los
mismos que los de la Revolución.
         Obispo: (Finge consternación.) Y ¿cómo se podría solucionar?
         Calles: Mire, su Ilustrísima, el gobierno del licenciado Portes Gil ha pensado mucho tiempo que
la Revolución no se debe olvidar de ningún sector.
         Obispo: (Frotando sus manos.) Me parece muy bien.
         Calles: Con la creación del partido oficial que proyectamos, no podemos mantener apartada a
institución alguna que aglutine a una fuerza considerable ¿verdad?
 
                   Tanto la mano como el Obispo asienten.
 
         Obispo: Verdad.
         Calles: Ustedes ya llevan un buen rato poniéndonos jaque sin ganarnos y nosotros también se
los hemos puesto y nada.
         Obispo: ¿Propone algo concreto, señor general?
         Calles: (Escupe.) Pues, ¿qué dicen las reglas cuando ya nos comimos todas la piezas y no se
puede dar el mate?
         Obispo: (Sorprendido y feliz.) ¡Tablas!
         Calles: ¡Exactamente!
         Obispo: Pero el presidente dijo que el artículo 130 de la constitución...
         Calles: Es flexible...
         Obispo: ¿Hasta donde?
         Calles: Hasta donde convenga.
         Obispo: ¿Y el reparto de la tierra?
         Calles: Puede esperar.
         Obispo: (Feliz.) Pero hace falta un testigo de honor para que esto tenga la solemnidad que
amerita el caso.
         Calles: Y ¿por qué no esta canija? (Señala la mano.) ¡Qué mejor testigo!
 
Alborozados, el Obispo y Calles firman un papel. Destapan el frasco que contiene a la mano. Tiran el
contenido de cloroformo. Firma la mano pero momentos después comienza una lenta agonía. La luz
se centra en la mesita. Lo demás está en penumbras. La mano da lentamente el último estertor.
 
 
Oscuro final

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