Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
3
BIBLIOTECA JUVENIL AREQUIPA
Nieves
en la novela, en relación con el tema básico del origen y el
destino de la
nación mestiza. Porque si la utopía del Inca Garcilaso empalma de alguna
manera
con la realidad, esta no podría ser sino la que se refleja en el yaraví de Melgar
y en
la novela de María Nieves, que representan lo más profundo y genuino del
fervor
nativo, la pasión y el furor del mestizo, la elegía y la épica de Arequipa. No
es de
extrañar entonces que sean autores populares, ya que sus obras siempre
han sido
acogidas por el pueblo que cantaba los yaravíes del poeta y que leía la novela
de la
escritora, hasta agotar una veintena de ediciones. Por todo esto puede
decirse que
María Nieves es en la prosa y en la novela lo que Mariano Melgar en el verso
y el
yaraví: “lo más señero de nuestras letras, y por tanto lo que inicia una época
en la
poesía nacional y en la prosa peruana” . 1
[I]
Jorge, El Hijo del Pueblo
2 Miró Quesada, Aurelio. Historia y leyenda de Mariano Melgar. Ed. Cultura hispánica, Ma-
drid, 1978, pág. 176.
II
presentación
los corazones, despertó en ellos los generosos arranques del entusiasmo por
todo lo noble, por todo lo bello y santo, por la virtud y el saber”.
Se ve entonces qué es lo que hace importante a una obra, la gran
libertad de elección del mensaje. En este sentido la novela de María Nieves
sigue la tradición libertaria de Mariano Melgar, con la diferencia de que si el
poeta expresa en el yaraví el sentimiento popular mestizo, la novelista
compone en prosa un canto épico que exalta la voluntad de lucha del pueblo
arequipeño mestizo.
Resulta significativo que sólo unos pocos años antes de la publicación
de la
novela de María Nieves apareciera otra obra que también ofrece un nuevo
mensaje,
la novela Aves sin nido de la escritora cuzqueña Clorinda Matto de Turner,
que
inicia el indigenismo literario en el Perú. Es interesante que dos mujeres,
asumiendo
su libertad de elección no solo en la literatura sino en la vida, pudieran
renovar
con su joven presencia y fresca creatividad el desolado panorama de la
literatura
nacional.
Las dos escritoras se habían conocido en Arequipa, en la imprenta del
diario “La Bolsa”, donde Clorinda Matto publicó en 1884 la primera parte de
las Tradiciones cuzqueñas que sigue la línea del mensaje evocador del pasado
colonial de Ricardo Palma. Pero las ansias de libertad de elección de la
autora la llevaron a la novela y al “problema del indio”, resultando así Aves
sin nido.
La novela no era desconocida en el Perú, pero sí el tipo de mensaje de
Aves
sin nido y Jorge, el hijo del pueblo. Clorinda Matto introduce por primera
vez
en la agenda literaria peruana al indio, y María Nieves hace lo propio con el
cholo
o mestizo. Ya no solo se muestran existencias congeladas en el pasado, sino
vidas
palpitantes, seres que piensan y sufren, todo lo cual asumía el pujante
género de
la novela.
La novedad del mensaje estaba en que las dos escritoras retoman
temas que
no se tocaban desde el tiempo del Inca Garcilaso, el primer escritor
propiamente
peruano. Porque si el padre blanco y la madre india de los orígenes son las
figuras
emblemáticas de los Comentarios, en la perspectiva de los siglos se supone
que el hijo
mestizo es el personaje principal. Y donde este resurge, después de casi
trescientos
años de desaparición, es justamente en Arequipa, en la poesía de Melgar y
luego
en la novela de María Nieves.
Una curiosa leyenda, inventada por Flora Tristán, dice que hacia el siglo
doce
de nuestra era, Maita Capac, soberano de la ciudad del Sol, fue
destronado. Se
libró de sus enemigos mediante la fuga, erró por las cimas heladas de la
cordillera
III
Jorge, El Hijo del Pueblo
IV
presentación
3 Estas citas sobre Melgar han sido tomadas del artículo “El poeta arequipeño”, que se en-
cuentra entre los papeles de María Nieves, con la nota “Inédito”.
4 María Nieves no menciona esta bandera negra en su novela. El dato lo tomamos de un
documento que se encuentra entre los papeles de la novelista, el Boletín del Ejército Núme-
ro 17, con el título de “Toma de Arequipa”. En una parte se lee: “Al fin se vio flamear en la
fortaleza de San Pedro, punto el mas bien defendido de la ciudad, la bandera vicolor (sic)
que hizo clavar Su Excelencia, con su ayudante el Capitán Castillo, en lugar del pendón
negro, que antes había”.
V
Jorge, El Hijo del Pueblo
VI
presentación
VII
Jorge, El Hijo del Pueblo
A los dieciocho años la guerra estrenó su pluma con una relación epistolar
del duelo
por la muerte de Miguel Grau y los solemnes funerales con que Arequipa
honró al
héroe7. La carta estaba dirigida a su padre en el Cuzco, quien se puso a leerla
en su
farmacia a sus amigos, y bien pronto le rodearon centenares de personas, a
quienes
repetía la lectura. La colonia arequipeña, entusiasmada con el interesante
documento,
exigió al padre que sacrificara la privacidad de las comunicaciones con su
hija, y la
carta se publicó en forma anónima en hojas sueltas, que se pegaron en las
paredes y
se repartieron como volantes en el Cuzco. No sin vencer nuevamente la
resistencia
del padre, María se convirtió en corresponsal del periódico “La Ley” de la
ciudad
imperial. Sus artículos aparecieron sólo con las iniciales de su nombre, pero lo
editores
del “Eco del Misti” no pararon hasta dar con la misteriosa señorita
arequipeña, y
lograr que colaborara también con su periódico, siempre en forma anónima.
Cuando, poco tiempo después, la armada chilena toma por segunda
vez el puerto de Mollendo, en Arequipa comienza a temerse una invasión
de las tropas extranjeras. Se organiza la defensa de la ciudad, en la que todos
participan con gran ardor. El padre de María Nieves ofrece sus servicios
como químico para preparar pólvora, habilidad que Jorge y todos los
artesanos ejercitan en la novela. El médico José Morales Alpaca logra
fundir en bronce un cañón Krupp, que propone hacer de acero y en buena
cantidad para defender la ciudad.
Para curar los heridos se forma un grupo de damas, al que María
Nieves se integra. En este ambiente de febriles aprestos bélicos y de
exaltación del fervor patriótico, escribe en el periódico La Bolsa una
encendida proclama que aparece esta vez con su nombre y también con la
novedad de un estilo vibrante: “¿Y habrá alguien que no grite ¡Guerra!?”.
Los chilenos no esperaron más y se fueron a tomar Lima. Tres años
después los
invasores llegaron a Arequipa. María y sus hermanas (Livia, Celia y Sara),
junto
a todas las jóvenes de la ciudad, fueron a refugiarse tras los muros del
convento de
Santa Catalina durante los casi cien días que duró la ocupación chilena.
Meses antes Arequipa había recibido una visita más agradable, la de
Clorinda
Matto de Turner que, cual ave sin nido, llegaba del Cuzco viuda, sin hijos
y sin
fortuna, que todo lo había perdido en otras guerras no menos dolorosas.
María Nieves debió haber conocido a la escritora cuzqueña en el
periódico “La
Bolsa”, cuando esta se hizo cargo de la jefatura de Redacción. Clorinda
Matto hace
dos menciones a la escritora arequipeña en el propio periódico. La primera,
del
10 de septiembre de 1883 en la sección “Lunes”, habla de una misa en la
iglesia
de San Antonio, a la que asiste la escritora cuzqueña “en compañía de
nuestra
querida hermana en letras”, como llama a María Nieves. La segunda
mención es
7 Ver Anexo: Carta escrita por María Nieves a su padre..., pág. 617
VIII
presentación
IX
Jorge, El Hijo del Pueblo
como entonces se usaba. Y así fue efectivamente, Jorge o el hijo del pueblo,
como
era el título original, comenzó a entregarse y a venderse totalmente. Como el
libro
tardara, naturalmente, dada su calidad de edición por entregas, yo recibía
cartas en
que me instaban a que complaciera la avidez de conocer el final de la
novela”8.
Diez años después se publicó la novela en forma de libro, en 1892, para el
Cuarto Centenario del Descubrimiento de América.
X
presentación
XI
Jorge, El Hijo del Pueblo
XII
presentación
15 Como afirma Basadre: “... simbolizó el vivanquismo... una reacción tardía que acogió pri-
mero el descontento de las clases educadas y de la juventud ante veinte años de caudillaje
estéril e ignorante. No fue un partido conservador porque quiso traer dos cosas descono-
cidas: la paz y el progreso. No fue tampoco una plutocracia. No enarboló dogmas de raza o
de casta. Se limitó a un moralismo intelectualista y a pretender erigir un despotismo franco”.
Basadre, Jorge. Historia de la República. Ed. Universitaria. Lima, 1983, t. III, p. 42.
XIII
Jorge, El Hijo del Pueblo
XIV
presentación
XV
Jorge, El Hijo del Pueblo
XVI
presentación
XVII
Jorge, El Hijo del Pueblo
bilateral del
tema principal”, que alude igualmente al fenómeno de los “dobles”
contrapuestos,
que representan los dos haces de la cara del mestizo. Iriarte muestra la
siniestra faz
de la violencia, el desenfreno y el desprecio a los derechos de los demás, la
rabia
impotente del resentido social, la ira del renegado hambriento de
venganza, la
perfidia del bastardo que quiere lograr a cualquier precio su ascenso social.
Jorge, en
cambio, muestra la faz del rebelde, del luchador social, del héroe que aspira a
legitimar
la condición de los “mal nacidos”, creando un mundo al que pudieran
pertenecer con
todos sus derechos los parias y bastardos ofreciendo un cálido hogar a las
“aves sin
nido”, haciendo, en fin, un paraíso del suelo de Arequipa. La oposición es clara,
Iriarte
representa el sueño individual, la ira del resentido; Jorge encarna el sueño
colectivo, el
furor del oprimido. Y aunque parece sugerirse un contraste tipológico entre el
limeño
y el arequipeño, caracterizados por Iriarte y por Jorge respectivamente, no es
de este
tipo la oposición que se plantea, a pesar de que el telón de fondo de la novela
sea el
de un conflicto histórico entre las dos ciudades. Más bien se trata de una
especie de
contradicción subjetiva, de un conflicto interior. El conflicto histórico se
convierte en
el del Iriarte y el Jorge que cada cual lleva en sí, el del arribista y el rebelde
que mora
en el corazón de todo mestizo.
17 Bajtín, Mijaíl. Problemas de la poética de Dostoievski. F.C.E, Mex., 1986, pág. 36.
18 Idem, pág. 68
XVIII
presentación
19 Spacks, Patricia. La imaginación femenina. Ed. Debate, Madrid, 1980, pág. 88.
20 Curtius, E.R. Literatura europea y Edad Media Latina. F.C.E., Mex., 1976.
XIX
Jorge, El Hijo del Pueblo
XX
presentación
21 Francisco Mostajo calificaba de injusta y sanguinaria la actitud de Elías, para quien recla-
maba la condena de la historia.
XXI
Jorge, El Hijo del Pueblo
22 En la novela dice María Nieves que Jorge es “extranjero en este mundo”; y en su artículo
“El poeta arequipeño”, escrito por la misma época (1891) dice que “Melgar estaba deste-
rrado de este mundo”.
23 Jorge nació en 1825 y la revolución que acabó con sus esperanzas se produjo en el año
1858, entonces tenía 33 años, cuando muere y vuelve a renacer.
XXII
CRONOLOGÍA
1780
Con unos poemas satíricos se desata la revuelta contra
el impuesto al aguardiente. Se le conoce como La rebelión
de los pasquines.
1815
El poeta Mariano Melgar es fusilado en Umachiri por los
realistas.
1824
El Ayuntamiento de Arequipa declara su adhesión a la vic-
toria de Ayacucho y a la Independencia.
1834
Flora Tristán realiza su peregrinación
por Arequipa y Lima.
1851
Estalla un motín popular en Arequipa contra el general
Echenique. Estos hechos los relata María Nieves en el pró-
logo de su novela.
1854
[XXIII]
Jorge, El Hijo del Pueblo
1856
Arequipa proclama al general Vivanco Director Supremo
de la República.
1857
Vivanco marcha sobre Lima, es derrotado y vuelve a Are-
quipa. (Principios de año)
Tropas del gobierno y de los rebeldes se enfrentan en
Yumina. (Junio)
Castilla se hace cargo personalmente del asedio de la
ciudad. Establece su cuartel general en lo alto de Sachaca,
donde emplaza la artillería pesada, con la que bombardea
la ciudad.
1858
6 de marzo. Después de 8 meses de sitio, el ejército de
Castilla ataca la ciudad por la entrada de la sierra, que
es defendida por los «Inmortales» y el regimiento «7 de
Enero».
7 de marzo. Castilla toma la
ciudad, en cuya defensa han
caído tres mil valientes. El poeta
Benito Bonifaz y toda la Colum-
na Inmortales sucumbieron en la
lucha. Vivanco huye a Chile.
Para castigar a la altiva Arequi-
pa, Castilla la rebaja a provincia;
pero poco tiempo después se
reestablece su condición de Benito Bonifaz
departamento.
1859
Don Emilio Nieves y doña Manuela Bustamante se casan y
tienen un hijo que nace sin vida.
XXIV
Cronología
1861
El 12 de abril
nace María
Nieves y Bus-
tamante, en la
casa ubicada en
la esquina de las
calles San Pedro
y Prolongación
Melgar.
Es bautizada en
la iglesia de San Antonio Abad de Miraflores.
1866
Sus padres le dan una educación especial, en su casa y con
profesores particulares.
1868
Un gran terremoto causa la muerte de 350 personas. La
ciudad tiene que ser casi íntegramente reconstruida.
1879
María Nieves se inicia en el perio-
dismo casualmente, escribiendo
una carta a su padre que se en-
cuentra en el Cuzco, en la que
hace el relato de los funerales de
Miguel Grau en Arequipa.
Escribe artículos en el diario La Ley
del Cuzco.
1881
Empieza a escribir su novela Jorge o el Hijo del Pueblo.
1883
Las tropas chilenas ocupan la ciudad por 54 días, del 29
de octubre al 21 de diciembre.
XXV
Jorge, El Hijo del Pueblo
1888
Publica artículos en diarios de Arequipa como El Eco del
Misti, La Libertad, Perlas y Flores y, principalmente, en La
Bolsa. También se editan sus trabajos en revistas de la capital
como El Picaflor, El Perú Ilustrado, y hasta en El Tesoro
del
Hogar de Guayaquil.
1889
Se publica en Lima Aves sin nido de Clorinda Matto, libro que
inicia en el Perú el indigenismo literario.
La autora es excomulgada, sus libros son quemados en Are-
quipa en la Plaza de Armas por el mismo Obispo.
1892
Para el Cuarto Centenario del Des-
cubrimiento de América se inicia
la publicación de Jorge o el hijo del
pueblo, en la imprenta de «La Bolsa».
En un aviso publicado en el diario el
martes 21 de junio de 1892, se da
cuenta de que se ha empezado a im-
primir la novela en forma de folletín,
1896
Por estos años intenta escribir la
novela llamada La sombra de
Morán, que no llegó a culminar.
1892
1929
El Concejo Provincial de Arequipa reconoce el valor que tiene
para Arequipa la novela de María Nieves, y le concede una
Medalla de Oro.
1947
28 de octubre, muere María Nieves a los 86 años de edad.
XXVI
INTRODUCCIÓN
Arequipa
C
uando el viajero abandonando las costas del Grande Océano,
se interna en el árido desierto denominado Pampa de Islay, recibe sobre
la frente los rayos de un sol que abrasa, siente quemada su planta por
la ardiente arena en que se hunde e inflamado su aliento por el candente aire
que aspira; o bien cuando dejándose arrebatar por la veloz locomotora, tiende
la ávida mirada, ve que el firmamento toca las extremidades de aquel mar de
arena, y en vertiginoso desvanecimiento contempla el viento transportando
en furioso torbellino los médanos que, esparcidos acá y allá, semejan bancos
de pulverizado mármol; cuando de improviso se encuentra encerrado entre
cadenas de cerros tajados por la dinamita, lleno de temor ve que ladeando sus
faldas bordea un precipicio con la velocidad del rayo, o aterrorizado nota que es
levantado por la fuerza del vapor a alturas inaccesibles, quedando suspendido
sobre el abismo para descender de nuevo a profundidades incalculables, siente
que su espíritu agitado por tantas sensaciones, se contrista oprimido bajo el
peso de angustiosa perspectiva; porque la imaginación exaltada le presenta
como término de su viaje, una ciudad cavernosa, formada de negra piedra,
sobre las frías cenizas de un volcán apagado.
Pero cuando llegando al fin de su camino aspira un aire más puro, con-
templa un cielo más dulce, admira una montaña magnífica y advierte que
su tren resbala suavemente sobre alfombras de verdura cruzadas por arroyos
cristalinos, su pecho se dilata, y su alma entusiasmada exhala un himno de
júbilo y admiración.
Y si deteniéndose a alguna distancia de la histórica ciudad, sube a las
alturas de Sachaca o Bellavista y tiende hacia ella la mirada, cree que el
panorama que tiene delante no es una realidad, sino la más feliz alucinación
de sus sentidos.
El Misti, cual rey de las montañas, se alza altanero del centro de los Andes;
la majestuosa cadena se destaca sobre el purísimo azul de los cielos, ostentando
[1]
Jorge, El Hijo del Pueblo
2
Prólogo
gos, y vence o sucumbe en la lid; y la que corre al pie de los altares humillada y
penitente cuando siente sobre sí el brazo de la justicia divina.
Ella tiene la fiereza del león y la dulzura de la paloma.
Aquí se siente el bélico sonido del clarín, la descarga atronadora del cañón, la
violenta sacudida del terremoto; y aquí turba el silencio apacible de la noche la
dulce melodía de la flauta, la triste cuerda de la guitarra, y el doloroso o
apasionado canto de todo el que sufre o ama.
Esta es la patria de Bolognesi, el héroe mártir de Arica, y aquí se meció la
cuna de Melgar, el poeta de la pasión y del dolor.
Todo es extraordinario, elevado y misterioso; pero todo tiene un encanto: la
Poesía; todo lleva un sello: ¡la Grandeza!
Este suelo querido en que tuvimos la fortuna de ver la luz primera, va a ser
el escenario donde los benévolos lectores verán aparecer la figura del
protagonista de la presente obra.
3
PRÓLOGO
E
ran las siete de la mañana del 21 de abril de 1851.
Hacía una hora que Arequipa había despertado bajo los tardíos rayos
del Sol, de un otoño que casi se confunde con el invierno, y sus calles
estaban animadas con ese alegre movimiento que le es tan peculiar.
En una pequeña y vieja casita de la calle de Santa Teresa, se celebraban las
bodas de un honrado artesano.
José Flores, el más hábil y laborioso de los carpinteros del barrio, acababa de
desposarse con una vecina suya.
Rosa contaba dieciséis primaveras, y era buena, como la virtud; y bonita,
como una flor del campo.
Entremos al modesto hogar, siguiendo a la gozosa comitiva de parientes y
amigos que rodean a los novios, entre los que notamos al anciano don Rai-
mundo, padre de José, y a su hija mayor, Jacinta, viuda mucho tiempo ha.
El patio está sin empedrar, con un pequeño huertecito cerrado de reja de
caña al frente de la puerta de calle; a la derecha, una sala-carpintería, seguida
de otras habitaciones menos importantes; a la izquierda, el departamento de
don Raimundo; en el mismo lado, aislado e independiente, arrimado a la reja
de la huerta, un cuartito de madera nuevo y primorosamente pintado.
Cerrada la puerta de calle a los muchachos ociosos que seguían a los
desposados, se dirigieron estos y sus acompañantes al departamento de don
Raimundo, quien tomando la palabra dijo:
—Gracias a Dios, hijos míos, que al fin os veo unidos por nuestra santa
madre la Iglesia, y que en adelante no temeré que os separéis de mí, deján-
dome morir solo.
—No, padre mío —respondió José, besando la mano del anciano— jamás su
hijo le habría abandonado; Ud. sabe cuánto es el respeto, el cariño y la
gratitud que tengo al autor de mis días, y Dios es testigo del inexplicable gozo
que siento al presentarme ante Ud. con la esposa que mi corazón ha elegido,
pidiéndole su bendición para ella y para mí.
[5]
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Y para todos tus hijos —repuso don Raimundo, levantando la mano para
bendecir a su hijo y a su nuera—; que Dios os haga felices en la tierra y
bienaventurados en el cielo; que os dé hijos tan buenos como los míos, para
que sean el apoyo de vuestra vejez.
—Así sea —repusieron los circunstantes, quitándose el sombrero.
Advirtiendo Jacinta la turbación de Rosa, que permanecía de pie, encen-
dida y con los ojos bajos, la sacó fuera tomándola de la mano y diciendo:
—Vamos, hija mía, yo que soy tu madrina tengo que darte varios consejos
acerca de tu buen estado; estos señores nos dispensarán.
Las muchachas amigas de Rosa, salieron también e invadieron toda la casa;
algunas se dirigieron a la cocina para preparar el gran almuerzo, sin perjuicio de
sostener diálogos parecidos a este:
—¿Conque habrá baile esta noche?
—Cómo no. El padrino ha hecho un gran convite, y dice que quiere fes-
tejar a sus ahijados hasta que no le queden pies para bailar ni garganta para
glosar.
—¡Ja, ja, ja, ja!
—Mucho nos vamos a divertir.
—Don Martín y don Sebastián van a traer sus guitarras.
—Nos amaneceremos.
—Si no nos anochecemos de nuevo con la corcova2.
—Entonces ¿Quieren ustedes bailar hasta la mañana de Pascua?
—Queremos, di.
—No digo que no.
Otra sonora carcajada resonó en el femenil círculo.
Entre tanto José era objeto de los agasajos de todos sus amigos.
Tenía este artesano impreso en su fisonomía las nobles cualidades de su
alma honrada y sincera; en su ancha frente, la claridad de una inteligencia por
desgracia sin cultivo.
Don Raimundo sacó una botella de resacado de anís que estimaba mucho,
y sirvió varias copas, para que sus amigos tomaran a la salud de los desposa-
dos.
—Pero, algo me falta aquí —dijo José al levantar la suya, y mirando a todos
lados— mi sobrino. ¿Dónde está Jorge?
—Es verdad. ¿Dónde está ese muchacho? —preguntó don Raimundo con
vivo interés.
—Tal vez en su cuarto, voy a llamarle. Y
asomándose a la puerta:
2 Corcova. Prolongación de una fiesta por varios días. Se dice fiesta con corcova, de la fiesta
cuya
celebración dura varios días. (Las notas en letra cursiva son del editor)
6
Prólogo
3 En las elecciones presidenciales de 1851, el general José Rufino Echenique, con apoyo de
Castilla,
gana en todos los departamentos, menos en Arequipa.
7
Jorge, El Hijo del Pueblo
8
Prólogo
9
Jorge, El Hijo del Pueblo
2. La bandera echeniquista
L
a narración hecha por don Sebastián era exacta.
El general Castilla había impuesto a la nación la candidatura oficial
del general Echenique.
En todos los departamentos la fuerza y la intriga la había hecho triunfar;
excepto en Arequipa, donde la unanimidad de la opinión supo imponerse; su
voto fue, pues, por el general Vivanco.
El Congreso calificó las actas del candidato oficial que fue investido del poder.
Como era natural, Arequipa sufrió una gran contrariedad.
Mas, el coronel López, exaltado echeniquista, no temió provocar la indigna-
ción del pueblo colocando una bandera con la inscripción: “Viva Echenique”,
sobre la puerta de su casa.
Esto era celebrar la derrota de Arequipa en la lucha eleccionaria; esto era
temerario, tratándose de ciudad tan altiva.
La población que se hallaba tranquila, entregada a sus labores cotidianas, se
vio, pues, impelida de un momento a otro, a lanzarse a una lucha desigual y
terrible con los que ella miraba como sus opresores.
Así, un mar apacible cuyas transparentes ondas besan tímidamente la orilla, es
súbitamente agitado por un viento impetuoso, y entonces, ruge, hincha sus olas y
las arroja con violencia contra las peñas, pasa sobre las islas y envuelve en sus
espumas las altas embarcaciones abandonadas a su furor.
Cuando nuestros amigos llegaron a la esquina de la calle del Puente, les fue
imposible pasar adelante.
La caballería cerraba el paso, obstruyendo asimismo la entrada al Portal de
la Cárcel.
Toda la calle del Puente hasta la Alameda de la otra banda del río, estaba
llena de paisanaje indefenso; pero en extremo indignado.
El prefecto del departamento general Alejandro Deustua, sabiendo que la
presencia del coronel Arróspide, lejos de contener el tumulto aumentaba el
enojo popular, se presentó al frente de una respetable fuerza de caballería
10
Prólogo
que dejó en la esquina de la calle del Puente, y con un piquete probó abrirse
paso por entre la multitud, empleando para ello toda la sagacidad de su ca-
rácter, logrando, con tan eficaz medida que el pueblo con la mejor voluntad
le abriese campo.
Luego que hubo avanzado, alzando la voz dijo:
—Retírense ustedes, que se les concederá lo que quieran. El
pueblo contestó a una voz:
—Que se baje esa bandera y nos retiraremos.
Deustua volvió a decir:
—Retírense y haré bajar la bandera. El
pueblo gritó:
—Si primero no la bajan no nos retiraremos 4.
En este momento, un paisano que trataba de abrirse paso por entre los
gendarmes dio un bofetón al hocico de uno de los caballos que le embarazaba
el tránsito; pero el soldado jinete levantando la lanza le atravesó el costado.
Un grito de dolor se escapó del pecho del herido que cayó bañado en sangre en
los brazos de Jorge que estaba a su lado.
El joven sintió sublevarse su indignación, y en el colmo de ella gritó:
—Los soldados están lanceando a los paisanos: ¡A armarse!
Este grito fue repetido por dos mil voces, y una lluvia de piedras cayó
sobre la bandera.
Una de ellas dio casualmente en la gorra del general Deustua, y se la arrojó al
suelo, pero un paisano recogiéndola se la entregó.
El pueblo repitiendo unísonamente la terrible voz de Jorge, ¡A armarse! se
dispersó con rapidez increíble.
El Prefecto, que comprendió las consecuencias, se retiró apresuradamente, y
dio orden para que viniese la división, que a órdenes de los coroneles Suárez y
Diez Canseco, se hallaba en Socabaya.
El pobre herido fue rodeado por don Raimundo, don Sebastián, José, Jorge y
muchos otros paisanos.
José corrió a la botica más inmediata y trajo vendas y algunas medicinas a
propósito para la primera curación.
Jorge le sostenía en sus brazos.
Muchas mujeres lloraban y alcanzaban en jarros y aun en sus sombreros,
agua de la pila.
Don Sebastián consiguió un sillón de brazos de una tienda del portal de
San Agustín, con las mayores precauciones se colocó en ella al herido, y
4 Juan Gualberto Valdivia. Memorias sobre las revoluciones de Arequipa. Cap.13 (Las
notas en letra redonda o regular son de María Nieves y Bustamante, de la edición de
1947,
revisada por la autora).
11
Jorge, El Hijo del Pueblo
5 Histórico
12
Prólogo
13
Jorge, El Hijo del Pueblo
la palabra y el ejemplo.
De improviso soltó el arma y la sangre enrojeció su vestido.
—¿Está Ud. herido?
—Creo que sí.
Algunos se le acercaron y desgarrándole la manga del saco, descubrieron
el brazo.
—Esto no es nada —dijo don Sebastián, mirándose la herida—, un ras-
petón.
—Que puede inflamarse —repuso un paisano que acababa de llegar y
rasgaba su pañuelo para hacer vendas.
—¿José, tú aquí? ¿De dónde vienes?
—De la Otra Banda —repuso el artesano vendándole el brazo.
—¿Y esa odiosa bandera, permanece aún insultándonos?
—¡Cien veces la han derribado, y otras tantas ha sido enarbolada!
—Pues, ¿qué se proponen esos esbirros?
—Que acabemos con ellos.
—Lo malo es que la noche se nos viene encima y las municiones escasean;
retroceder es imposible, sería quedar en ridículo; mientras no desaparezca esa
bandera, no podemos cejar sin deshonra para Arequipa.
—Para evitarlo, Jorge ha ido a tomar sus medidas.
—¿Cuáles son esas?
—Reunir municiones y si no bastan, hacerlas.
—Eso es difícil.
—El entusiasmo todo lo hace. Muchos se han comprometido a fundir balas,
algunos a hacer cartuchos, otros a reunir fusiles y escopetas.
—Todo se podrá hacer, siempre que las patrullas no nos fastidien.
En ese momento se oyó la voz de La Fuente, que mandaba retirar, pues,
la escasez de proyectiles y la oscuridad que rápidamente se extendía, impedían
continuar el ataque, bastante debilitado ya.
En todas partes, el combate había cesado casi a la vez.
Aprovechando el general Deustua de esta tregua, reunió todas las fuerzas
militares de que disponía y se encerró con ellas en la Plaza de Armas, dejando
libre el resto de la población.
Poco después, los densos velos de la noche ocultaron el justo temor de los
soldados, y las diestras maquinaciones del pueblo.
14
Prólogo
3. El 22 de abril de 1851
A
maneció.
Por todas partes se notaba el sordo rumor que precede a la tempestad.
La gente transitaba silenciosa y apresurada.
Las puertas de calle estaban cerradas, pero con los postigos abiertos.
Sobre algunas casas se veían parapetos de sillar.
El pavimento de las calles estaba a trechos desempedrado. Las boticas y las
tiendas permanecían entreabiertas.
Por fin, las balas rasgaron el aire.
Después de atacar y dispersar a los paisanos que guardaban la casa de don
Diego Masías, el Prefecto colocó tropa sobre la Catedral.
El coronel López, viéndose aislado, abandonó por fin su casa y vino a
reunirse con Deustua, con cuyo motivo se lanzaron muchas vivas al general
Echenique en la plaza.
Los paisanos armados aparecieron por las calles de Mercaderes, La Merced, La
Compañía y Santa Catalina.
Deustua estaba sitiado.
Los soldados que se hallaban sobre la Catedral, rompieron el fuego sobre los
paisanos, pero estos, con esa certera puntería que los distingue, les disparaban, y
los infelices caían como las hojas del árbol azotado por el viento.
En vano el general Deustua procuraba atender a todas partes a la vez.
Por las cuatro esquinas de la plaza se atacaba simultáneamente, siéndole
poco menos que imposible la defensa.
Algunas veces lanzaba la caballería sobre alguna calle que inmediatamente
quedaba desierta; porque los paisanos al notar el movimiento, se encerraban en las
casas, aldabando por dentro los postigos, y no salían hasta que la caballería
desorientada regresaba a la plaza; luego continuaba el ataque.
Un escuadrón que salió a recorrer varias calles, recibió de improviso un
parapeto de sillares, arrojado de un alto. Varios jinetes y caballos cayeron
heridos o muertos. El escuadrón corrió a la plaza.
Entretanto, en la esquina de Jerusalén, José asociado con otros, formaba un
plan que pusiese término a aquella situación.
—Es indispensable —decía— sitiar a Deustua, a fin de obligarle a rendirse
por hambre.
—Eso no sucederá mientras disponga de la caballería.
—Busquemos los medios de inutilizarla.
—Tengo uno y si me ayudan respondo que no vendrá jinete alguno por aquí
—dijo Jorge.
15
Jorge, El Hijo del Pueblo
16
Prólogo
17
Jorge, El Hijo del Pueblo
R
osa y Jacinta aguardaban con suma ansiedad el desenlace del
conflicto político.
Rosa temblaba por su esposo.
Jacinta por su padre, su hermano y su sobrino; seres en quienes había
reconcentrado todo su cariño.
Porque la pobre mujer, casada con un zapatero, que le dio la vida más
amarga, jamás había tenido hijos, y viuda se dedicó al cuidado de toda su
familia, con singular desvelo.
La noche del 22 sorprendió a ambas mujeres en la misma ansiedad.
Por las noticias que volaban de boca en boca, supieron el triunfo del pueblo,
la fuga de Deustua, y aun la libertad de los prisioneros políticos, cuyos grillos
habían roto los paisanos; pero ignoraban la suerte corrida por los seres más
caros a su corazón.
Acababa Rosa de encender una vela, cuando recios golpes descargados so-
bre la puerta de calle la obligaron a salir al patio, preguntando tímidamente:
—¿Quién es?
—Somos nosotros; abre Rosa —dijo la triste voz de José. La joven se
apresuró a desaldabar el postigo.
José entró y descorrió el cerrojo.
—¿Qué hay? ¿Ha sucedido alguna desgracia? —preguntó Rosa alarmada.
—Sí, una gran desgracia —contestó José abriendo la puerta grande por la
que entraron los que conducían a don Raimundo.
—¡Mi padre! —gritó Jacinta lanzándose sobre él.
—Sí, hermana —repuso José, sollozando y apartándola suavemente.
—¡Muerto! —exclamó Rosa, cubriéndose la cara con las manos y rom-
piendo a llorar.
—¡Padre mío! ¡Mi único apoyo! ¡Consuelo en mis desgracias!
—prorrumpió llorando a gritos Jacinta.
—Calla, por Dios, hermana —decía José casi fuera de sí. Jorge hizo colocar a
don Raimundo sobre su cama.
—Un médico —dijo—, voy en busca de un médico.
18
Prólogo
—Un sacerdote —añadieron las mujeres, viendo que el anciano abría los
ojos.
Jorge había desaparecido.
Rosa y Jacinta cogiendo sus mantones salieron en busca de sacerdote.
La casa estaba invadida por toda la gente del barrio, que concurrió a la
novedad, y por sinnúmero de muchachos, curiosos testigos de todo aconte-
cimiento.
—¡Qué lástima! —decían unos paisanos—, ¡que muera así don Raimundo,
siendo tan bueno!
—¡Y tan caritativo! —añadían algunas pobres mujeres. —¡Y
tan patriota!
—¡Y tan vivanquista!
—Los echeniquistas tienen la culpa de estas desgracias.
—No tanto ellos, como el viejo Castilla que con tanto descaro los ha
protegido.
—Y ahora que no tenemos autoridades ni policía, ¿qué se debe hacer?
—Procurar restablecer el orden y guardar los intereses de los ciudadanos.
—Eso ya se sabe; ¿pero quién gobierna?
—De eso están tratando los cabecillas; parece que se proyecta enviar un
mensaje al general Deustua, suplicándole que vuelva a hacerse cargo de la
Prefectura.
—Sería lo más acertado.
—Desde que la bandera provocadora ha sido arriada, y castigados sufi-
cientemente con vergonzosa derrota los que insultaban a Arequipa, es lo
más natural que las autoridades constitucionales, mal que nos pese, vuelvan
a su puesto.
—Tanto más, que el general Deustua, aunque del partido contrario, es un
buen caballero.
—Muy sagaz.
—Y valiente.
Mientras así se hablaba de los acontecimientos políticos en el patio, don
Raimundo que, tendido en su lecho, había vuelto en sí, hizo seña a José para
que se aproximase.
—Hijo mío, voy a morir, haz que llamen a un sacerdote.
—Rosa y Jacinta han ido por él.
—El señor las bendiga.
Un vómito de sangre le sobrevino.
—¡Padre mío, padre mío! ¿Conque va Ud. a dejarnos?
—Esta es mi última hora... el Señor me llama... ¿Y Jorge?... ¿dónde está?
—Ha ido en busca de médico.
19
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Pobre hijo mío... Inútiles serán sus esfuerzos; pero no debo llevarme...
Notando el anciano que había gente extraña, manifestó a José que deseaba
hablarle a solas.
A una indicación de este todos se retiraron.
Don Raimundo hizo cerrar la puerta de la habitación, practicado lo cual, se
arrodilló José delante del catre.
—Te voy a hacer depositario de un secreto —dijo el anciano con fatigada
voz— pero antes... júrame que a nadie lo revelarás... y que cumplirás... lo que te
voy a encargar.
—Lo juro —dijo José, tendiendo solemnemente la mano.
Don Raimundo hizo un solemne esfuerzo para incorporarse, y le acometió
un violento ataque de tos que le duró algunos segundos. Pasado el acceso,
prosiguió:
—Tú sabes que Jorge... es hijo de Carmen... mi segunda hija... hijo
legítimo.
—¿Legítimo? —interrumpió José admirado.
—Legítimo, sí —añadió el anciano con firmeza, y luego continuó más
débilmente:
—Pero el matrimonio de Carmen... siempre... debe ser un secreto...
Un destemple que recorrió todo el cuerpo del anciano le cortó la palabra.
José escuchaba con vivo interés.
Después de una pausa, continuó don Raimundo.
—Yo lo ignoré... hasta el día... en que murió... mi hija. Allí dentro del
marco... de la Virgen... Dolorosa... hay papeles y una... alhaja perteneciente...
a Jorge.
Otro golpe de tos le interrumpió, y un gemido de dolor se escapó de su
pecho.
—Júrame... que no... se los darás... que nunca... sabrá nada... de lo que
te... he dicho... nunca;... sino en caso... de suma necesidad...
—Lo juro —volvió a decir José, cada vez más admirado.
Don Raimundo suspiró y se dejó caer sobre las almohadas, al parecer
satisfecho.
No tardaron en oírse las voces de Rosa y Jacinta que llegaban trayendo al
sacerdote.
José abrió la puerta y se halló frente a Fray Antonio, religioso franciscano
generalmente respetado por su virtud y ciencia. El sacerdote quedó solo con el
enfermo algún tiempo.
Jorge volvió desconsolado, porque no pudo encontrar médico. Por fin, el
sacerdote llamó y toda la familia se apresuró a entrar. Don Raimundo, que ya no
hablaba, hizo señas para que se arrodillasen.
20
Prólogo
21
PRIMERA PARTE
VÍNCULOS ROTOS
Capítulo 1
La tertulia del señor de Latorre
E
stamos en el año 1857.
Durante los seis años que nos separan de los sucesos que hemos narrado
en el prólogo de esta obra, han habido notables trastornos políticos, que
pasaremos por alto, pues no entran en el plan que nos hemos propuesto.
No obstante, para mejor inteligencia de los lectores, nos concretaremos a
hacer la ligera reseña siguiente:
El general Echenique, mandó la República tres años, y al desprestigio de
haber sido elegido contra la voluntad nacional, se unió el de los derroches de
la Hacienda a causa de la Consolidación. Aprovechándose de estas favorables
circunstancias, el mismo general Castilla que apoyó su elección, le hizo la
revolución, en que ocurrieron sucesos de luctuosa memoria, y que terminó
con la gran batalla de La Palma, a las puertas de Lima. Triunfante el general
Castilla, puso en vigencia el decreto existente desde el tiempo del Protector
General San Martín, aboliendo la esclavitud, pero sin más apoyo que las actas
populares suscritas durante la revolución, se hizo cargo del mando y convocó
a una Convención Nacional, contra la cual no tardó en conspirar.
Aprovechando del creciente desprestigio del Gobierno, a mérito de grandes
desaciertos, el general Vivanco conspiró, y Arequipa que tenía en él las más
halagadoras esperanzas de regeneración y prosperidad nacional, le proclamó
Jefe Supremo el 1 de noviembre de 1856.
El pronunciamiento de la mayor parte de la escuadra facilitó al general
Vivanco una expedición al Norte, con el objeto de sorprender al general
Castilla en la misma Capital.
Vamos pues a encontrar al Jefe Supremo en la tertulia de despedida que
[25]
Jorge, El Hijo del Pueblo
26
Primera Parte / 46 capítulos
27
Jorge, El Hijo del Pueblo
Entre las incultas personalidades que por tanto tiempo se habían sucedido en
el mando; en la total carencia de principios de todos los que ascendían en
nombre de la audacia o de la intriga. ¡Cómo irradiaban la ilustración, cultura y
honorabilidad del general Vivanco! ¡Cómo atraía el gran principio de una
radical regeneración política; del impulso a la explotación de la montaña; del
desarrollo de la industria nacional, a la sombra de una paz inalterable y
duradera, y la estricta observancia de las leyes!
Para conseguirlo era indispensable un gran esfuerzo, una verdadera re-
volución.
El grito se había dado.
Al pronunciamiento de Arequipa había sucedido el de la escuadra. Solo
faltaba destruir el ejército que resguardaba la Capital.
Esta era la empresa que se iba a acometer.
—¿Cuándo piensa partir Vuestra Excelencia? —preguntó Latorre arre-
glando el tablero de cristal y nácar.
—Dentro de cuatro días, cuando muy tarde; no es posible demorar más
tiempo la expedición sin desventaja para nosotros.
—Es cierto, Señor Excelentísimo; Castilla no omite medios por reprobados
que sean, para imponerse al país por la fuerza.
—No importa, venceremos a pesar de todo. Castilla cuenta con sus solda-
dos; yo con mis amigos —añadió sonriendo con cierta galantería.
—Que estamos dispuestos a sacrificarlo todo por el triunfo de vuestra
causa. Créame, Señor Excelentísimo, si no temiera dejar sola a mi hija, le
acompañaría al Norte.
—Gracias, amigo mío. Ud. quedará prestando sus servicios aquí. Si la
fortuna nos es favorable, ya tendrá Ud. que ofrecerlos a la patria, en Lima, en
puestos más difíciles.
—¡Oh General! Nada ambiciono más que la felicidad de la República
—repuso trémulo de emoción el señor de Latorre.
—A ella llegaremos, mediante la cooperación de sus buenos hijos —dijo el Jefe
Supremo, que no pasó desapercibido el efecto de sus anteriores palabras.
Y aproximándose al tablero de ajedrez, para variar de conversación, dijo:
—Juguemos un poco mientras termina este ruido de las cuadrillas.
El salón de baile continuaba animadísimo.
Las parejas se arremolinaban imprimiendo a su movimiento el acompasado
balance de la música. Algunas se paseaban en los extremos.
Entre estas se notaba a la hija de Latorre, apoyada en el brazo del joven
edecán de Su Excelencia.
Hablaban en voz baja y con todo el disimulo que las circunstancias exigían.
—No te aflijas —decía Iriarte— en cuanto sea nuestra la Capital, pido
28
Primera Parte / 46 capítulos
29
Jorge, El Hijo del Pueblo
30
Primera Parte / 46 capítulos
Segunda vez pasó doña Enriqueta volviendo del interior y fue a tomar
asiento junto a su sobrina Isabel.
—Así le parece a Ud., amigo mío, sin duda porque Lima es el lugar de su
nacimiento, y porque allí tiene sus más fuertes afectos —dijo el Jefe Supremo,
tratando delicadamente de dar otro giro a la conversación.
Alfredo hizo un movimiento imperceptible y se puso ligeramente pálido;
pero haciendo un esfuerzo para mantener su serenidad dijo:
—No es el provincialismo lo que más me domina; pero —añadió con fin-
gida ligereza— la banda está tocando un vals arrebatador que no es posible
desperdiciar; con permiso de Su Excelencia.
—Que se divierta Ud. mucho —respondió el General, no sin extrañar tan
brusca retirada.
—Parece que le ha disgustado no hallar apoyo en Vuestra Excelencia
—observó Latorre.
—Así debe ser —contestó Vivanco, siguiendo con la vista a Iriarte que se
dirigió a Isabel.
Capítulo 2
Un incidente que hace pensar en las consecuencias
D
oña Enriqueta de Latorre era una reminiscencia de la nobleza del
tiempo del coloniaje.
Su misma rigidez de costumbres, su misma austeridad de virtud, su
mismo orgullo llevado hasta el despotismo, hasta la temeridad.
A sus ojos no tenían valor alguno la inteligencia ni el oro; solo los títulos de
nobleza, los apolillados pergaminos, la aristocracia de la sangre hacían la fuerza
y le inspiraban cierta fanática veneración.
Por lo demás, ignorante como la mayor parte de las señoras de aquel
tiempo, no tenía sino un barniz de instrucción religiosa, lo cual se reducía en
su concepto a las prácticas piadosas que la habían enseñado y que repetía de
buena fe; pero sin penetrar su espíritu. Solo así se comprende el excesivo
orgullo que la dominaba, siendo tan devota.
Tenía, además, la desgracia de que su razón fuese muy limitada, circuns-
tancia que explica los errores en que frecuentemente caía, y el extraño modo
como pretendía salvarlos.
Así, en la noche que nos ocupa, justamente indignada contra Iriarte, por las
frases que sorprendió en su boca, no se le ocurrió otro medio de castigarle que
31
Jorge, El Hijo del Pueblo
infiriéndole un público desaire, a fin, pensó ella, de que no vuelva a esta casa.
Como decíamos, Iriarte se dirigió a Isabel huyendo del giro que a la con-
versación iba dando el Jefe Supremo.
—Señorita, si me hace Ud. el honor —dijo ofreciéndole el brazo.
Doña Enriqueta alzó la cara y fijando en Alfredo una mirada de soberano
desprecio, dijo levantando la voz:
—Señor oficial; yo no permito que mi sobrina baile con un desconocido, que se
presenta aquí sin más títulos que su audacia y la insensatez de sus ideas.
Iriarte se puso mortalmente pálido.
Isabel sintió que toda su sangre se le agolpaba al cerebro.
Algunas parejas se detuvieron, y el silencio reemplazó a las conversaciones
particulares en todo el círculo que rodeaba a los actores de esta escena.
Fue un instante horrible.
Alfredo con los labios contraídos pronunció las siguientes frases:
—Señora, el título que me da derecho para presentarme, no solo aquí, sino
en el más alto círculo, es mi propio nombre. Señor Excelentísimo —añadió
fijando su turbia mirada en el General que atraído por el incidente se había
aproximado y enterádose del suceso por algunas palabras que llegaron a sus
oídos.
El Jefe Supremo a fuerza de caballero, acudió en socorro de su edecán.
Tomándole por la mano y dirigiéndose a doña Enriqueta, dijo:
—Señora, tengo el honor de presentar a Ud. al Mayor Alfredo Iriarte, uno de
mis mejores edecanes, e hijo de uno de mis más grandes amigos, el general Iriarte
y Hurtado.
Doña Enriqueta se demudó.
No había imaginado que aquel oficial fuese hijo del General del mismo
nombre, uno de los más ilustres por su brillante carrera y empolvados per-
gaminos.
Además, la presentación que acababa de hacer el general Vivanco no podía ser
más comprometedora.
Alfredo sonrió nerviosamente.
—Caballero... Ud. perdone... ignoraba... —articuló la orgullosa señora.
—Nada es más frecuente que incurrir en equívocos de este género —se
apresuró a decir el Jefe Supremo— yo mismo, más de una vez me he visto en
lance semejante. Señor Iriarte, creo que no será Ud. rencoroso tratándose de
una señora tan distinguida bajo todo concepto.
Con esa velocidad inconcebible del pensamiento, Alfredo había tomado
una resolución después de reflexionar un instante.
Su primer impulso había sido abandonar el salón para siempre; pero el temor
del ridículo le detuvo. El deseo de la venganza le hizo combinar rápidamente
32
Primera Parte / 46 capítulos
33
Jorge, El Hijo del Pueblo
olvidando sus malas ideas, le encontró todas las calidades apetecibles para
esposo de Isabel.
Pero Iriarte al retirarse, juró odio eterno a toda aquella familia.
—En público se me ha ofendido —dijo— en público me vengaré.
Capítulo 3
El Edecán de Su Excelencia
A
las once del día siguiente, el general Vivanco estaba en su
aposento particular, en casa de la señora viuda de Martínez, donde
se hallaba hospedado, entretenido en registrar varios periódicos cas-
tillistas que tenía sobre la mesa.
El Jefe Supremo no se preocupaba mucho de los aprestos para la próxima
expedición; dejaba a las autoridades subalternas el encargo de arreglarlo todo
convenientemente.
Era uno de sus más grandes defectos la dejadez.
Leía, con la impasible flema de un inglés, los denuestos que sus enemigos
le prodigaban desde las columnas de la prensa; sonreía a veces desdeñosa-
mente, y saboreaba un legítimo habano que oprimía entre los dedos de su
blanca mano.
De este entretenimiento le sacó la presencia de Alfredo Iriarte que irrepro-
chablemente uniformado, entró diciendo con su acostumbrada ligereza:
—Buenos días, Señor Excelentísimo.
—Buenos días, mayor Iriarte —repuso Su Excelencia, tendiéndole la
mano, que el joven se apresuró a estrechar con respeto— ¿Cómo ha pasado
Ud. la noche?
—Bien, muy bien; salvo aquel desagradable incidente que Vuestra Ex-
celencia se dignó cortar de un modo tan honroso para mí, que obliga mi
agradecimiento, de manera que no encuentro expresiones que puedan ma-
nifestarlo a Vuestra Excelencia en el grado que lo siento.
—Felizmente todo pasó de un modo rápido; por lo demás ha sido una
noche bonita.
—No sabré decir lo contrario.
—Ud. dijo a mi amigo Latorre que se había creído transportado a la Capital.
—Verdad; pero fue por lisonjear la vanidad de ese caballero, que, ha-
blando con franqueza —añadió confidencialmente— me parece demasiado
ostentoso.
34
Primera Parte / 46 capítulos
35
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 4
Cosas del mundo
E
l señor don Guillermo de Latorre podría tener cincuenta años de
edad.
Pertenecía a una familia distinguida y poseía una gran fortuna.
Hombre de cortos alcances, no había seguido carrera alguna; bien que hasta
hace poquísimo tiempo se creía que al hombre rico no le era indispensable la
instrucción literaria ni profesional, que no debía ingerirse en política y que el
buen tono consistía en vegetar tranquilamente en el oscuro recinto de su casa,
sin preocuparse de otra cosa que de consumir sus rentas.
No obstante estos rancios principios, en el corazón de don Guillermo
germinaba la ambición.
No tenía apego al dinero, ni siquiera a los pergaminos; sino deseo de brillar en
elevados puestos.
Adulador por instinto, e ignorante, seguía sin dificultad las opiniones de
los que él creía superiores en luces, fortuna o poder, careciendo de estabilidad
en sus ideas, que iban y venían como las olas, según la variada dirección del
viento.
En el instante que entró Iriarte, Latorre estaba de pie, contemplando con
asombro, con turbación, un cuadro al óleo colgado a la pared.
Era hermosísimo.
El fondo lo formaba el mar, iluminado por los últimos reflejos de la tarde
y surcado a la distancia por una nave que se dirigía al Norte. Sentada en la
playa, en primer término, se destacaba una mujer del pueblo que tenía sobre
las faldas una preciosa niña de cuatro años, con blonda cabellera de oro,
ligeramente rizada por el viento; completaba el grupo un niño de seis años,
más o menos, que arrodillado sobre la arena, se divertía ofreciendo una sarta
36
Primera Parte / 46 capítulos
37
Jorge, El Hijo del Pueblo
38
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 5
Isabel
T
res días después de la última escena que hemos bosquejado, la
bella hija del señor de Latorre se hallaba sola, y melancólicamente
pensativa, en su aposento particular.
Estaba situado este en un piso alto del interior de la casa del señor de
Latorre, sobre el magnífico jardín apenas separado de la campiña por una
baja muralla de sillar. Por el exterior el precioso gabinetito estaba rodeado de
un balcón colgante desde el cual se explayaba la vista por toda la extensión
del campo, y se aspiraba el perfume de las flores que crecían a su pie; las
enredaderas de jazmín subían hasta la balaustrada que en primavera casi
desaparecía bajo los blancos ramilletes. Por el interior brillaba la sencillez
encantadora unida a la elegancia. La bóveda, primorosamente pintada,
representaba el firmamento con diáfanas nubecillas, estrellas y plateada
luna; las paredes estaban cubiertas de papel celeste dorado; alfombra de
felpa tapizaba el suelo; transparentes cortinas velaban las puertas vidrieras.
Un catre de metal con diáfanos tules sujetos por listones de raso rosa; una
mesita de noche con mármol, sosteniendo un devocionario de marfil, un
rosario de nácar, una palmatoria de cristal y una taza de agua bendita de
porcelana, formada por un grupo de la Sagrada Familia descansando a la
sombra de una palmera; un diván de brocado celeste; un ropero con espejo
de cuerpo entero; un lavatorio de mármol, una mesa consola con tablero
de la misma piedra, sosteniendo una lámpara, un florero y un costurero; un
pequeño estante de libros y cuatro sillas chinescas, completaban el reducido
ajuar de la habitación, precedida por una hermosísima copia de la Asunción
de Murillo, casi de tamaño natural.
Serían las ocho de la noche, cuando sorprendimos a Isabel sentada
junto a la mesa consola.
39
Jorge, El Hijo del Pueblo
Blanca bata envolvía entre anchos pliegues su gentil talle: celeste listón
sujetaba los abundosos rizos negros de su suelta cabellera, y entre sus marfíleos
dedos tenía un papel. Decía así:
40
Primera Parte / 46 capítulos
41
Jorge, El Hijo del Pueblo
Ese mismo día una carretela condujo a Latorre y a Isabel al Callao, donde
se embarcaron en un buque de comercio que zarpaba para el Sur.
Después de diez años de residencia, Isabel salía de Lima sin conocerla.
La vista de Arequipa despertó en Isabel el vivo recuerdo de su madre y de los
días más amables de su vida, cuando aquella teniéndola sobre sus rodillas,
juntaba sus manitas y la hacía recitar la oración de la mañana.
Doña Enriqueta de Latorre, viuda desde los veinte años de edad, sin haber
tenido hijos, recibió con transporte a la hija de su hermano, y pronto llegó a
quererla, casi tanto como una madre, por su dulzura, piedad, sencillez y
docilidad.
Con ella, lo mismo que la naturaleza con la primavera, revivió la sombría
casa de los Latorre, y de antipática se tornó amable.
Porque Isabel distaba tanto de tener el carácter orgulloso de su tía, como el
ambicioso de su padre.
Las prendas del alma eran las únicas que tenían a sus ojos valor inesti-
mable.
No fue, pues, extraño el que pronto la adorasen cuantos la conocieron.
Pero la hora del infortunio había sonado para ella.
La revolución de noviembre, en que tomó tanta parte don Guillermo, trajo a
su tranquilo hogar a los principales cabecillas, y luego al Jefe Supremo y a su
edecán Alfredo Iriarte.
Hasta la noche de la tertulia de que nos ocupamos en el primer capítulo,
Iriarte solo había ido a la casa incidentalmente, ya acompañando al general
Vivanco, ya por asuntos políticos; pero esto había bastado para que lograse
impresionar a Isabel, le hiciese una declaración en forma y hasta contrajese
compromiso de un enlace, aplazado para después del triunfo de la causa del
general Vivanco.
En todo esto, fuerza es decirlo, no había otra cosa que pasatiempo por parte del
joven limeño, mas, Isabel que era el candor mismo, creyó con fe ciega, y entregó
todo su corazón a aquel hombre, en quien la apariencia y la pasión le hacían
ver el conjunto de las perfecciones.
Ya hemos visto el secreto que acerca de su compromiso le exigió Iriarte.
Isabel no tenía amigas íntimas a quienes confiar sus esperanzas o sus pesares.
Amargada por la partida de Alfredo, estaba, pues, condenada a sufrir en
silencio sin compartir con nadie sus inquietudes.
Por eso la encontramos sola en su gabinete entregada a sus melancólicos
pensamientos.
Su pecho estaba oprimido, quería dar libre curso a sus lágrimas; pero este
rocío del alma no asomaba a sus ojos enrojecidos por la fiebre.
Poco a poco su imaginación principió a divagar, sus ideas a no fijarse.
42
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 6
En la noche...
L
a noche contiene en su embriagadora copa, la esencia de los
delirios, de la melancolía y de los misterios de la naturaleza entera. Los
negros crespones en que se envuelve se hallan empapados en las lágri-
mas que trata de enjugar; el silencio que la acompaña encierra gritos ahogados,
sollozos comprimidos, gemidos angustiosos, y bajo sus alas se confunden la
diabólica carcajada de la desesperación, el estertor de la agonía, la ardiente
plegaria de la fe; mas, todo vago, confuso, casi imperceptible a nuestros sen-
tidos, pero patente a nuestro espíritu que ve lo que nuestros ojos no miran,
oye lo que nuestros oídos no escuchan, se roza con lo que nuestras manos no
palpan, y comunica a todo nuestro ser sensaciones extrañas, melancólicas,
dolorosas que nos agitan y nos embriagan con incomprensible deleite.
Con los últimos rayos del sol se apagan todos los ruidos del día, y apenas las
sombras tienden su manto de luto, por doquiera se levantan mil rumores
misteriosos que haciendo vibrar las fibras del alma que los recoge, produce, sin
quererlo, sin apercibirse de ello siquiera, raudales de poesía.
La noche es el traidor asilo de la desgracia, el peligroso narcótico del alma
enferma.
El dolor va envuelto entre los pliegues de su mano, como el veneno en el
cáliz de una flor fragante; se le aspira con delicia.
Pero la naturaleza dormida en sus brazos tiene encantos indefinibles.
La belleza es más inefable contemplada entre vagas sombras, a la luz
vacilante de las estrellas; la mente se remonta a la contemplación de ese
mundo sobrenatural e invisible que nos rodea y que presentimos; el espíritu
se dilata, desprecia la materia que lo aprisiona y tiende su vuelo hacia lo ideal
y lo divino.
43
Jorge, El Hijo del Pueblo
44
Primera Parte / 46 capítulos
45
Jorge, El Hijo del Pueblo
46
Primera Parte / 46 capítulos
lamento desgarrador.
El punteo era delicado; las cuerdas gemían más que vibraban.
Al fin dos voces varoniles, pero dulces, sonoras, melódicas, se dejaron oír, y
el aire llevó a Isabel esta estrofa:
Corazón que no has amado
Tú no sabes el dolor
De un corazón angustiado,
Y continuó el punteo durante una breve pausa, y las voces dijeron aumen-
tando la intensidad del sonido:
Carcomido y desgarrado
Por amarguras de amor.
Y más bajo, cual la repercusión del eco, repitieron:
Por amarguras de amor.
Isabel llevó ambas manos al pecho oprimiéndolo con fuerza. Aquel canto
parecía compuesto expresamente para ella ¡y sin embargo, lo había escuchado
tantas veces con indiferencia!6
—¡Oh Dios mío! ¡Cuán hermoso es! —murmuró— ¿Quiénes serán los que
cantan? Indudablemente dos hijos del pueblo.
Mientras tanto el preludio siguió, y las voces tornaron a decir:
No sabes cómo se llora
Con ese llanto que quema,
Con la noche, con la aurora,
Parecía que las cuerdas se quejaban. El canto continuó:
Con ese sol que colora
En la frente un anatema.
Y repitieron con mayor tristeza:
En la frente un anatema.
—¿Sufrirán tanto como yo? —pensó Isabel interrogando al cielo con una
mirada.
La pobre niña creía que todos los dolores de la tierra se reducían a los que
ella sentía.
¡Ay! Ignoraba que existen dolores crueles, de amargura infinita, devorados
en silencio, acaso encubiertos con una sonrisa sarcástica o amarga que nadie
comprende.
6 Esta poesía de Zorrilla es enteramente popular en Arequipa, donde hace muchos años se
canta con una música tristísima y linda.
47
Jorge, El Hijo del Pueblo
48
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 7
Los trovadores
N
o muy lejos de la casa de Latorre, sentados sobre una piedra al pie
de un gigantesco sauce, estaban dos hombres.
La sombra del árbol envolvía por completo al uno, la luz de la luna
caía de lleno sobre el otro.
Este era un hijo del pueblo.
Nos interesa fijarnos en él: examinémosle con alguna detención.
Era joven, parecía de veinticinco años más o menos, y su fisonomía pre-
disponía en su favor por la simpatía del conjunto.
Su frente alta y despejada revelaba inteligencia y altivez, si bien una nube
sombría la velaba: su cutis, demasiado fino, era terso, suave, límpido y tenía
ese color pálido mate, propio de la pasión o del sufrimiento; sus grandes
ojos, negros como el abismo, contenían en su mirada todos los reflejos de los
insondables misterios del corazón; su boca, bien formada, era susceptible de
expresar la melancolía más profunda, la ironía más cruel, el más insultante
sarcasmo, pudiendo sobre sus labios vagar en determinados momentos una
sonrisa sarcástica o amarga, amarguísima, según el estado de su alma.
Rostro tan bello, fisonomía tan noble, rasgos tan notables, desaparecían
eclipsados por el humilde, aunque bien aliñado traje de los hijos del pueblo.
En el momento en que le hemos sorprendido, acababa de arrancar las
últimas notas a su guitarra, y sin desplegar los labios, la entregaba a su com-
pañero.
—¿No tocas más? —preguntó este cogiendo el instrumento.
—No, estoy algo cansado.
—¡Cansado! Otras veces se te pasan horas de horas recordando con la
guitarra en la mano cuantos tristes y canciones se han oído en Arequipa y
no te cansas.
—Eso consiste en el diverso estado de ánimo en que uno se encuentra.
—Pues el mío siempre se halla bueno y listo para todo, especialmente para
pasear y divertirme.
—Tu edad es para eso
—La tuya no —repuso con viveza el desconocido— ya se ve, como tienes
ochenta años, no sientan bien a tus canas las diversiones ni los galanteos.
—Calla Luis; no tengo deseos de jugar.
—Sí, lo que tienes esta noche es deseo de morirte. El
joven no respondió.
Se sucedió un prolongado silencio, al cual Luis puso término diciendo
50
Primera Parte / 46 capítulos
7 Lo que en Arequipa se llama nevada, es muy diferente de lo que en todas partes se conoce
con el mismo nombre.
51
Jorge, El Hijo del Pueblo
52
Primera Parte / 46 capítulos
53
Jorge, El Hijo del Pueblo
Era un joven del pueblo, más o menos de la edad de Jorge, y de muy sim-
pática fisonomía.
Tenía la guitarra atravesada sobre las rodillas; apoyó en ella el brazo derecho y
en la mano la frente, como quien se entrega a una reflexión de la que no se
habría creído capaz a un carácter tan ligero como el suyo.
Jorge con la mirada fija en la luz del balcón de Isabel meditaba.
¿En qué?
¿En Iriarte? La expresión de sus ojos no era la del odio. ¿En la bella hija del
señor Latorre?
Podría ser
Tal vez mientras su mirada caía sobre aquella luz, su pensamiento divagaba
lejos, muy lejos de ella.
Quién sabe si su imaginación reproducía otros lugares y otras escenas que
acaso tenían analogía con los mil objetos que le rodeaban.
Quién sabe cuántos recuerdos cruzaban por aquella hermosa frente bañada en
la melancólica luz de la luna.
Con razón ha dicho un poeta: “Cada hombre es una historia”. Nosotros
añadiremos que es un libro cerrado, cuyas páginas solo Dios lee, y cuyo exterior casi
siempre engaña.
¡Cuántas veces el dorado tafilete cubre hojas en blanco, tal vez salpicadas
de manchas! ¡Cuántas un viejo pergamino oculta las inmortales páginas del
divino Homero!
El corazón humano es impenetrable.
Las apariencias más triviales envuelven a veces misterios tan grandes, que
cuando es dable alzar una punta de la cortina que los vela, se siente el vértigo
del abismo.
Cierto que la faz, como ha dicho Palma, es del espíritu careta.
¿Quién es capaz de leer a través de la fisonomía, las páginas del alma?
¿Quién podría adivinar lo que pasaba en estos instantes en el corazón de
Jorge?
La campana de Santa Teresa vibró melancólica en medio del silencio,
dando las nueve de la noche.
Jorge se levantó.
—Vamos, Luis —dijo— son las nueve y nuestras familias deben estar
aguardando.
—Tienes razón, además, quiero recogerme temprano, pues tengo
que madrugar por causa de Latorre, según me parece —repuso el joven
levantándose.
—¿Cómo es eso?
—Hoy fue don Guillermo a la tienda y firmó un contrato con el maestro,
54
Primera Parte / 46 capítulos
según el cual, este se encarga de hacerle un par de marcos de plata para unos
espejos de salón; creo que le precisan, y que mañana damos principio a la
obra; el maestro nos recomendó mucho a los oficiales que estuviéramos
temprano en la platería.
—No olvides la guitarra.
—Aquí la llevo.
Los jóvenes se alejaron encaminándose hacia la población. Mientras tanto,
dos embozados salieron de atrás del árbol a cuyo pie nuestros amigos habían
estado sentados.
Capítulo 8
Los embozados
H
—¿ as oído?
—Sí, que dentro de poco tiempo van a tener espejos con marcos de
plata.
—Ese sí sería negocio...
—Redondo, pero...
—¿Qué?
—La ejecución es mucho más difícil.
—Una vez colgados sí; pero no se debe dar tiempo para tanto.
—Dices bien.
Hubo una pequeña pausa, después de la cual uno de los desconocidos, dijo
a su compañero:
—Según eso, ¿qué determinas?
—Aguardar.
—¿Aguardar? —repitió con marcado disgusto el que primero había ha-
blado— quién sabe si sería una tontería.
—No sabes lo que dices, lo tonto sería exponerse por una miseria y dar la voz
de alarma para más tarde; además, la noche es demasiado clara y perju-
dicaría mucho nuestra empresa.
—Tú siempre encuentras dificultades.
—Ten presente que más sabe el diablo por viejo que por diablo; pero si te
disgusta mi modo de ver las cosas, podemos separarnos.
—Vaya, no te piques por tan poco; sea como quieras.
—Me alegro que estés razonable; sentémonos —agregó buscando la piedra
en que poco antes estuvieron Jorge y su amigo— ese par de tontos nos ha
55
Jorge, El Hijo del Pueblo
tenido parados más de dos horas; lástima que no llevasen buenas cadenas y
mejores relojes; pero en fin, la noche no ha sido del todo perdida.
—Al menos hemos adquirido una buena noticia —dijo el compañero
sentándose y sacando debajo de la capa una botella de aguardiente que se
apresuró a llevar a la boca.
Después de beber una cantidad muy regular, la pasó al compañero, que sin
ceremoniales hizo otro tanto.
Luego torcieron cigarrillos y se pusieron a fumar tranquilamente, soste-
niendo entretanto el siguiente diálogo:
—No me gusta dar golpes en falso, necesidad y mucha he de tener para hacer
uno arriesgado, y lo que es ahora no me moriré de hambre en muchos días,
gracias al novio —dijo el que parecía superior, terminando la frase con una
carcajada algo comprimida por la prudencia.
—¿Conoces al Iriarte del que han hablado?
—Ya lo creo; me honra con su amistad.
—¡Cáspita!
—¿Te asombra? Iriarte cree que los amigos en ninguna parte están demás.
—Pero la amistad de gentes de nuestro oficio tiene sus peligros.
—Y sus ventajas... para caballeros como Iriarte.
Esto diciendo enarboló otra vez la botella y se echó a la garganta un
trago.
—¿Sabes, Lorenzo, que es muy bueno este aguardiente? —dijo el otro
imitándole.
—Como que es obsequio de Pedro.
—¿Quién es ese Pedro?
—El ordenanza de Iriarte.
—¡Ah! Yo deseo ser su amigo.
—Por el aguardiente...
—Se conoce que es generoso.
—Mira Braulio, creo que si regresa Iriarte de la expedición al Norte, se nos
viene a las manos un buen negocio.
—Por el cual sin duda caen adelantados estos obsequios.
—Es claro.
—¿Y te han dicho qué negocio es ese?
—No; lo único que me dijo Iriarte fue que se ganase o se perdiese en la
expedición; él procuraría volver, que para entonces podía necesitar de mis
servicios; que fuera buscando algunos amigos de confianza por si eran nece-
sarios; yo desde luego pensé en ti.
—Te lo agradezco.
Después de un momento de silencio, Braulio dijo:
56
Primera Parte / 46 capítulos
57
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 9
Ama y criada
A
l día siguiente de las escenas referidas, Isabel se levantó temprano.
Era sábado, día en que la arequipeña no deja de ir a misa, sino por
muy grave impedimento.
Mientras la joven hacía su sencillo y elegante prendido de iglesia, una
mano suave tocó ligeramente la puerta.
Isabel abrió.
Era Cecilia, su criada de confianza.
—Buenos días, señorita —dijo entrando.
—Buenos días, Cecilia. ¿Cómo has pasado la noche? —preguntó Isabel
continuando su interrumpida tarea frente al espejo.
—Algo mal; me dio una pesadilla espantosa.
—¡Jesús!
—Soñé con ladrones, los cuales entraron a la casa y ataron al caballero;
corrí a este cuarto y hallé a Ud. muerta, quise gritar y no tenía voz; hice es-
58
Primera Parte / 46 capítulos
fuerzos por correr, y apenas movía los pies; de repente entró un ladrón y me dio
una puñalada, aquí, en el corazón, con tanta fuerza que se hundió todo el
puñal, sentí frío, y luego un dolor tan terrible que desperté.
—¡Dios mío! ¡Qué sueño tan espantoso!
—¡Ay Jesús! —dijo Cecilia, oprimiéndose el pecho con la mano—. Hasta
ahora me duele la puñalada; cuando desperté, le aseguro señorita, que aun
sentía el frío del cuchillo.
—Se conoce que has sufrido físicamente —dijo Isabel volviéndose hacia
Cecilia.
—Me atacó anoche la nevada y me acosté con dolor al pecho.
—Lo cual contribuyó a la pesadilla.
Cecilia hizo un movimiento con la cabeza que quería decir: Así debe ser.
Luego preguntó con interés:
—¿Y Ud. señorita, ha pasado bien la noche?
—Así... Al principio no tuve sueño, hacía mucha calor, me sofocaba y salí
al balcón; la noche estaba lindísima, corría aire puro, y no faltó una hermosa
serenata.
—¿Una serenata?
—¿No la oíste?
—¿Yo?... Sí, me pareció oír.
—¿Y entre las voces que cantaban, no reconociste una? —Cecilia se turbó.
Tomó por un interrogatorio las sencillas preguntas de Isabel; y adoptando
una resolución desesperada, se determinó a jugar el todo por el todo, y dijo:
—Sí, la segunda me parece...
—¿La segunda? —interrumpió Isabel con extrañeza— la primera dirás.
—Eso quería decir —contestó la joven poniéndose encendida al reconocer su
yerro.
—No me podía equivocar —continuó Isabel como hablando consigo
misma— esa voz era de Jorge.
—Del que pintó esta sala —añadió Cecilia por decir algo.
—Del mismo; la otra no conozco.
—Ni yo tampoco —respondió Cecilia muy turbada.
Isabel que había terminado de prenderse la manta, se volvió hacia su criada, y
sorprendida de verla tan encendida, dijo:
—¿Qué tienes? ¿Estás con fiebre?
—No, es que... hace tanta resolana... y como he pasado mala noche...
—Tienes razón, vámonos de aquí. Cámbiate de vestido para que me
acompañes a misa; entretanto yo iré a saludar a mi tía.
—La señora madrugó a la Recoleta y me encargó que si quería Ud. salir la
acompañase.
59
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¿Y mi papá?
—Vinieron a llamarle de la Prefectura y acaba de irse.
—¿Ha venido doña Andrea?
—Desde las seis está gobernando toda la casa —repuso Cecilia con mar-
cado descontento.
—Entonces solo nos resta irnos.
—Voy a cambiarme de traje en un instante.
Cecilia salió corriendo.
Isabel tomó su devocionario de sobre la mesa, sacó de él la carta de Alfredo, la
leyó una vez más, vaciló entre romperla o guardarla, optó por lo último, y
abriendo el cajoncito de la mesa, tomó un desocupado estuche de prendedor, y
metió dentro el papel cuidadosamente doblado.
Mientras ejecutaba todo esto hablaba consigo misma, respondiendo sin
duda a sus pensamientos.
—Doña Andrea es persona formal que sabrá guardar un secreto —decía—
pero no sé por qué me disgusta que esta carta haya llegado hasta mí por sus
manos; me parece que Alfredo ha cometido una imprudencia. Felizmente
esto durará poco, un mes, dos cuando más. En cuanto él llegue, nuestro
compromiso dejará de ser un secreto. ¿Pero si no llega?... ¿Si muere?... Todo
habrá terminado.
Al decir esto sus ojos se llenaron de lágrimas.
Cecilia entró con manta y alfombra.
Al ver llorando a Isabel, adivinó el motivo y se conmovió.
—Pobre señor don Alfredo —dijo— ¿Dónde estará a estas horas?
—Lo ignoro, pero Dios lo sabe. Vamos a rogar por él —añadió la joven
enjugando sus ojos con el pañuelo.
Cecilia buscó la alfombrita de Isabel, el rosario y la sombrilla, luego salieron
entornando la puerta.
Bajaron la escalera de sillar y en el patio encontraron a la costurera.
Era una señora alta y delgada, de esas que se encuentran en la mayor parte de
las casas de tono, en clase de ama de llaves, costurera o visita cotidiana, para las
que nada hay reservado en la familia, que entran y salen, llevan y traen, y son,
en compendio, las secretarias privadas de la casa.
Doña Andrea de pie en medio del patio, cosía un fustán, a la vez que
vigilaba el barrido que hacía un cholito.
Tan luego como vio a la joven, le gritó con cierta familiar autoridad:
—Mucho has dormido Isabelita.
—¿Qué hora es? —preguntó alarmada la joven.
—Casi el medio día; las ocho menos cuarto, más o menos
—Aún es temprano —respondió Isabel con tranquila sonrisa.
60
Primera Parte / 46 capítulos
—Para las perezosas como tú. Yo estoy en pie desde la cinco: fui a la plaza, al
comercio, y ya ves cuánto he avanzado en la costura.
—Admiro su fuerza de voluntad.
—Ay hija —repuso suspirando doña Andrea—, las pobres no debemos
perder tiempo...
—Señorita —interrumpió Cecilia impaciente—, están dando las ocho.
—Hasta luego —dijo Isabel, despidiéndose de doña Andrea.
—Espera, hija, espera, olvidaba decir lo mucho que me he acordado de
nuestro asunto —dijo la costurera bajando la voz con misterio.
Isabel se sonrojó.
—Toda la mañana he tenido presente a... quien ya sabes —prosiguió
haciendo un gesto con los ojos, para indicar que no se explicaba más claro,
porque la presencia de Cecilia se lo estorbaba.
Esta que no perdía de vista a doña Andrea, sintió que la cólera se le subía a
las cejas; pero se contuvo y guardó silencio.
—Gracias, gracias —respondió Isabel precipitadamente, tratando de poner fin
a una conversación que la sobresaltaba.
—Mucho interés tengo por ti, y también por ese pobre caballero, forastero,
militar, sin familia, ¡pobrecito!
—Encomiéndelo Ud. en sus oraciones.
—Aunque soy tan mala, el Señor me ha de oír.
—Este es el último repique —dijo Cecilia con intención, aunque no se oía
ninguna campana.
Doña Andrea la miró con mal disimulado furor.
—Vamos —dijo Isabel; y volviéndose a la costurera— hasta luego —repitió.
—Hasta luego, hija; no tengas cuidado de nada.
—Cecilia se dominó para no reírse.
—¿A qué iglesia vamos, señorita? —preguntó cuando estuvieron en la calle.
—A cualquiera, aunque si fuera hora, tendría el mayor gusto en ir a Santo
Domingo.
—Vamos, señorita, todavía es temprano; yo decía que era tarde, solo por
cortar la conversación de la bendita doña Andrea, que es tan cansada...
Y no dijo más; porque sabía que a Isabel no le gustaba oír murmurar a nadie.
Ambas jóvenes tomaron la dirección del templo indicado.
Debían estar muy preocupadas, se encontraron con un joven del pueblo
que saludó a Isabel llevándose la mano al sombrero y diciendo al pasar:
—Señorita.
—Adiós, Jorge —repuso la joven con amabilidad.
Isabel continuó sin desplegar los labios; pero allá, en su pensamiento,
formuló este monólogo:
61
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 10
Fray Antonio
Q
—¿ ué haces acá, hijo mío?
El joven no halló al pronto qué responder.
Notándolo el religioso, se apresuró a preguntar:
—¿Está bien de salud tu familia?
—Bien, señor, gracias.
—¿Por qué me has olvidado tanto tiempo?
—Mis ocupaciones no me han permitido ir a saludarle.
—Supongo que hoy no tendrás muchas.
—Así es en verdad, y precisamente me prometía visitarle hoy.
—Pues, vamos.
—Ahora no, más tarde.
—¿Y por qué?
Jorge vaciló para dar la respuesta.
—¿Será por temor a almorzar conmigo? —dijo el religioso en tono jovial.
—¿Temor? Eso no.
—Luego ¿aceptas el convite que me permito hacerte?
—Con el mayor gusto.
—De aquí al convento hay bastante distancia, no puedo andar tan ligero
como tú, llegaremos pues a una hora competente para hacer el desayuno, que,
como sabes, lo acostumbro bien temprano; porque ya la edad va debilitando mi
salud. A fin de que el camino en compañía de un viejo, te sea menos pesado,
iremos charlando, de política si te place.
62
Primera Parte / 46 capítulos
—De lo que a Ud. le agrade, padre mío —repuso Jorge que se sentía
abrumado por las benévolas atenciones del sacerdote.
—Como tú sabes, estos tiempos calamitosos no permiten comer en refec-
torio; me hago traer la comida de una fonda inmediata, creo que podremos
dividirla hoy entre los dos.
—¡Ah! Es Ud. muy bondadoso conmigo.
—No creas que hago gran mérito en ello —repuso el sacerdote principian-
do a andar—, cuando eras niño bastante jugaste sobre mis rodillas, para que
pueda extinguirse el cariño que desde entonces te tuve; y ahora que recuerdo,
¿no sabes nada de doña Emilia?
—Nada —respondió Jorge con voz apagada.
—Esa familia se ha hecho noche, como vulgarmente se dice —dijo el
franciscano con cierta preocupación.
Jorge no respondió; pero un tinte sombrío se extendió sobre su semblante.
El sacerdote adivinó qué recuerdos melancólicos había despertado involun-
tariamente en el alma del joven, y trató de dar otro giro a la conversación.
—¿Conque has estado muy ocupado?
—Sí, señor, he tenido algunas obras entre manos.
—¿Y cómo sigue la política?
—Va algo despacio la revolución.
—Seguramente, tú serías de los primeros en proclamarla.
—No, señor.
—¿Es posible que hayas permanecido indiferente ante el movimiento
popular?
—No tuve conocimiento de él, hasta después de realizado.
—No comprendo.
—Aquí ha habido una intriga; la revolución fue hecha por el general Eche-
nique, según después he sabido; pero en el instante de ejecutar el movimiento se
proclamó al general Vivanco. Todo fue obra de algunos jefes vivanquistas y de
unos cuantos paisanos.
—¿De modo, que en realidad el pueblo no tomó gran parte?
—No, señor.
—¿Pero ha simpatizado con la causa?
—Eso sí, y la apoyará con todas sus fuerzas.
—Siempre eres el mismo —repuso el franciscano, sonriendo con bondad— tú
descolgaste las cadenas de los faroles el memorable 22 de abril, y veo que los
años transcurridos no han apagado ese bélico ardor.
—Amo demasiado a Arequipa para ser indiferente a sus intereses. El 22
de abril del 51 era casi un niño, me encontraba en una situación dolorosa;
pero nada pudo impedir que sintiese toda la indignación consiguiente a la
63
Jorge, El Hijo del Pueblo
64
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 11
De sobremesa
E
l frugal desayuno duró muy poco, y estuvo amenizado por la
conversación del religioso, que llevaba su bondad hasta darle cierto
aire de amable ligereza, a fin de hacerlo agradable al joven.
Cuando concluyó la comida, el leguito recogió el servicio y los manteles, y
encendiendo el franciscano un cigarrillo de papel, dijo a Jorge:
—¿Me dijiste que tenías algunas obras entre manos?
—Sí, señor; y aún cuando no son de arte, estoy contento; porque al fin me
proporcionan algún dinero.
—Eso me complace. El trabajo es ley necesaria para todos; pero impres-
cindible para el pobre.
—Cierto... —replicó Jorge—. El rico necesita trabajar para no aburrirse; el
pobre, para no morirse de hambre.
—Es verdad, mas, no solo el temor del hambre debe impulsar al pobre al
trabajo; tiene otros motivos, casi tan poderosos como aquel.
—¿Cuáles son?
—Te los diré: Todos los hombres tienen aspiraciones, todos desean ser
algo más que la generalidad, sobresalir en sus respectivas esferas y según
la extensión de sus ideas o conocimientos; pero al rico le es fácil conseguir
lo que anhela: poder, honores e instrucción, puesto que dispone de los dos
grandes elementos: el tiempo y el dinero, el pobre nada consigue si no es
por el trabajo, solo él puede hacerle poderoso, sabio y grande.
—Así es —repuso Jorge—, yo mismo puedo servir de ejemplo. Ud. me
65
Jorge, El Hijo del Pueblo
66
Primera Parte / 46 capítulos
67
Jorge, El Hijo del Pueblo
68
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 12
Una visita inesperada
A
quí llegaba la conversación de sobremesa del joven plebeyo y
el religioso franciscano, cuando el hermano lego entró a anunciar la
visita de don Guillermo de Latorre.
Fray Antonio no pudo menos que sorprenderse.
No tenía amistad con este caballero. ¿Qué motivo podía traerle a su celda?
—Dile que pase adelante —dijo al lego.
Jorge juzgó prudente retirarse, y cogiendo su sombrero, después de agradecer a
Fray Antonio sus muchas manifestaciones de afecto y prometer visitarle con más
frecuencia, salió. En el claustro se cruzó con don Guillermo que pasó junto a
él sin mirarle, con ese aire de despotismo que gastan algunos señores con los
que consideran inferiores.
El joven estaba demasiado acostumbrado a esa dureza, para que fijara la
consideración en la descortesía de don Guillermo.
Latorre guiado por el leguito llegó a la celda.
—Dios guarde a Vuestra Paternidad —dijo saludando.
—Adelante caballero, tome Ud. asiento —repuso con afabilidad el sacer-
dote, presentando al visitante una silla.
—Gracias mil —contestó don Guillermo, aceptando el asiento. Después de
una breve pausa, dijo:
—Vuestra Paternidad extrañará sin duda lo inoportuno de mi visita y el que
yo mismo me presente: soy Guillermo de Latorre.
—Sí conozco a Ud. caballero, me complace sobremanera verle en esta
humilde celda, que desde luego pongo a su disposición para lo que pudiera
serle útil, así como los servicios de su humilde capellán.
—Gracias, señor.
69
Jorge, El Hijo del Pueblo
70
Primera Parte / 46 capítulos
—El Reverendo Padre guardián accede a sus deseos; pero solo en caso de un
riesgo inminente, que como aún no ha llegado...
—Pero puede sobrevenir de un momento a otro, y para entonces vale
mucho saber lo que debe hacerse.
—Indudablemente.
—Por mi parte agradezco infinito a Vuestra Paternidad el servicio que
acaba de prestarme; quiera la Divina Providencia que alguna vez pueda
corresponderle.
Diciendo así don Guillermo se levantó y estrechó la mano del religioso.
—Es un deber auxiliarse mutuamente —repuso Fray Antonio acompa-
ñando a Latorre hasta la puerta— Me será muy satisfactorio serle útil siempre
que de mí necesite. ¡Quién sabe también, si algún día tenga que pedir a Ud.
algún inestimable servicio!
—En todo caso, cuente Vuestra Paternidad con mi amistad y mi agradeci-
miento —contestó Latorre estrechando de nuevo la mano del religioso.
En seguida hizo una ligera inclinación, se puso el sombrero y se alejó,
guiado por el lego que regaba el claustro.
Fray Antonio tomó el breviario y se puso a rezar.
Capítulo 13
De regreso
D
os meses después de los acontecimientos que hemos narrado,
Arequipa consternada recibía al Jefe Supremo y a algunos de sus
adictos que habían salvado la vida.
La expedición no pudo ser más desastrosa.
El general Vivanco viendo que era impracticable su plan de desem-
barco en el Callao, se había dirigido al Norte y desembarcado su pequeña
fuerza en Lambayeque. El general Castilla, con esa audacia tan propia
de su carácter, embarcó su ejército en un viejo buque, y a riesgo de ser
presa de la escuadra sublevada, se dirigió al Norte y sorprendió al general
Vivanco, desembarcando a corta distancia de sus fuerzas. El Jefe Supre-
mo emprendió la retirada hacia Piura, se reembarcó en Paita y regresó
al Callao, en cuyas inmediaciones su gente desembarcó sin ser sentida,
hasta que apareció en las calles del puerto. Sorprendida la guarnición
del Callao, abandonó las baterías, inútiles ya, y trabó un combate des-
esperado a menos distancia que de un tiro de pistola. Entretanto, llegó
71
Jorge, El Hijo del Pueblo
72
Primera Parte / 46 capítulos
8 Cholo: Mestizo o indio aculturado. Término usado desde tiempos de la conquista, casi
siempre
en sentido despectivo. En Arequipa se aplicaba al que tenía mezcla de mestizo. En el Perú
ha ido
produciendo derivados y acepciones marcadas de afecto: Cholita, como tratamiento de
cariño.
73
Jorge, El Hijo del Pueblo
74
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 14
Entre familia
L
a situación cambia notablemente —dijo doña Enriqueta, luego
que estuvieron solos.
Así parece, hermana —repuso don Guillermo, y añadió—: El Jefe
Supremo está muy satisfecho de la acogida que ha encontrado en el pueblo, y
cree que aún se puede derrocar al Gobierno.
—¿Y cómo te ha ido con el General? ¿Se manifiesta contento de ti?
—Sí; me saludó con su amabilidad acostumbrada, y dirigiéndose a todos
los que le rodeábamos nos dijo que las efusiones de la amistad, cicatrizaban
las heridas del infortunio. Después nos llevó a la Prefectura complaciente y
brindó por la regeneración del Perú y por sus amigos; entonces Iriarte le pidió
permiso para hacer especial mención de mí, recomendándome como un leal
servidor de la causa; el Jefe Supremo dijo que siempre lo había reconocido,
me prodigó muchas lisonjas, y en fin, todos apuraron una copa a mi salud y
a la de mi familia.
—No hay como el general Vivanco; bien se conoce que es todo un caballero
—exclamó doña Enriqueta.
—Y el señor Iriarte siempre tan atento —añadió tímidamente Isabel.
—¡Oh! Ese joven es una joya; sólo yo sé cuántos motivos de agradecimiento
tenemos para él —dijo Latorre.
—Es un joven muy distinguido —agregó doña Enriqueta— ¡Qué modales!
¡Qué instrucción! Cuánto me abochorno al recordar la ligereza que cometí
aquella noche; pero es verdad que yo ignoraba que fuese una persona tan
recomendable y perteneciente a la más alta aristocracia de Lima.
—Él ya no se acuerda de eso —dijo con candor Isabel.
—Los hombres sensatos perdonan con facilidad las indiscreciones de las
señoras —agregó don Guillermo.
—Se conoce que es muy generoso —prosiguió doña Enriqueta.
—Sobre todo moderado —agregó Isabel.
—Y según dicen, muy rico —concluyó Latorre
—Está en buena carrera —observó doña Enriqueta.
—Su amistad me es utilísima; importa mucho tener buenos amigos cerca
de los que mandan —dijo sentenciosamente don Guillermo.
En este momento se oyó la voz chillona de doña Andrea, que desde la ha-
bitación inmediata, a donde se había retirado cuando entró Iriarte, decía:
—Isabel, Isabelita, ven hija a ensartarme este hilo, que ya no veo.
—Allá voy —repuso la niña.
Y se dirigió hacia la pieza de la izquierda.
75
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Tengo una aprensión —dijo Latorre, tan luego que la joven hubo salido.
—¿Cuál?
—Temo que Isabel esté enferma del pecho.
—¿Por qué?
—¿No vez su palidez? Desde hace poco tiempo noto que se va adelgazando en
extremo, que está más triste que de costumbre, y que algunas mañanas
amanece con un círculo morado en torno de sus ojos.
—Sería bueno llevarla al campo.
—En eso pienso; porque además, si hay un ataque formal a la población,
siguiendo tan delicada como está, puede impresionarse demasiado y quién
sabe las consecuencias... Pero en estas circunstancias es imposible salir; yo no
puedo moverme de aquí.
—Ni yo salgo sola. De un momento a otro llegan tropas castillistas, y no
estoy para afrontar sus hostilidades.
—Algunas familias piensan en irse al campo en caso de que haya sitio.
—Serán las castillistas que tienen seguridad de ser atendidas por los sitia-
dores: la del doctor Vélez, por ejemplo.
—Y ahora recuerdo que se va al Carmen Alto y que Sofía y Elvira me han
instado mucho para que deje ir a Isabel en su compañía.
—Pues ya está salvada la dificultad. A pesar de su castillismo es una familia
muy buena, y que quiere mucho a Isabel.
—Vélez es un excelente amigo, un sujeto inofensivo.
—Isabel se conviene mucho con las niñas 9; pero dudo que quiera ir.
—¿Por qué?
—¿Crees que se conviniera en estar lejos de nosotros en caso de un
conflicto?
—No; por eso le empeñaré mi palabra de hacerla regresar tan luego como se
tenga noticias de un desembarco de tropas en Islay.
—Pero, ¿y si vienen fuerzas de Puno?
—Esas no ofrecen cuidado, menos estando con una familia castillista.
Viendo Isabel lo que suceda, se librará de los sustos que aquí nos darán los del
gobierno abultando las noticias.
—Tienes razón, hermano, voy a hacer lo posible por convencerla; es muy
dócil y accederá, preciso es que cambie de aires, que se distraiga siquiera por
algunos meses, ya que nos amenazan tantas calamidades.
Hubo un momento de silencio.
Los dos hermanos quedaron pensativos, y luego como si obedecieran a un
mismo pensamiento se miraron a la vez.
9 Niñas. En diversos países de América, tratamiento que antiguamente se daba a personas
de más consideración social.
76
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 15
Política a la orden del día
E
l salón de diario de la casa del doctor Félix Peña, estaba abierto e
iluminado, pues eran las siete de la noche.
El doctor Peña, médico de buen crédito y proverbial bondad, sin ser
inmensamente rico, poseía lo necesario para rodear a su familia de toda clase de
comodidades.
Su esposa doña Luisa, tipo acabado de la matrona arequipeña, y dos
señoritas tan virtuosas como lindas, encantaban aquel hogar, santuario de
felicidad.
La mayor de las muchachas se llamaba Hortensia, la menor Mercedes. El
más grande engreimiento había acompañado a su educación. Encerradas en
las “Educandas”, único plantel de su género en aquel tiempo, se había procu-
rado hacerles lo menos penosa posible la época del aprendizaje, añadiéndose
a todos los halagos maternales, la seductora promesa de que, tan luego como
terminados sus estudios abandonasen el colegio, su padre las llevaría de paseo
a Lima.
Con la mayor se había cumplido el programa al pie de la letra. El doctor
Peña hizo un viaje de recreo conduciendo a Hortensia, que era toda una se-
ñorita, sin dar oídos a las súplicas que le hacían para demorar el paseo hasta
que Mercedes pudiese acompañarlos.
77
Jorge, El Hijo del Pueblo
78
Primera Parte / 46 capítulos
79
Jorge, El Hijo del Pueblo
80
Primera Parte / 46 capítulos
81
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Ustedes son las dignas de lástima —repuso Elvira—, porque les vamos a
enviar un diluvio de balas.
—No tenemos miedo —dijo Hortensia— ante nuestras trincheras tienen que
embotarse.
—Pero si no existe; y aun cuando las hagan, no habrá quien las defienda. —A
la hora del combate, ya verás.
—Sí, veré la carrera que dé Vivanco.
—Como no sea la de Castilla.
—Pero Uds. parecen generales —dijo doña Luisa—. No se exalten tanto.
—Mamá, es que las castillistas nos provocan.
—Porque las vivanquistas son vanidosas, como su caudillo.
—Si no hay otro que tenga más modestia.
—Excepto cuando se mira al espejo, refiere sus hazañas y habla de sus
viajes a Europa.
—Eso dicen porque es ilustrado, y no ignorante como Castilla, que no sabe
leer, ni escribir, ni poner su firma.
—Calumnias. No tiene el Perú un militar más inteligente y valeroso que el
general Castilla; en tanto que Vivanco es un cobarde que para nada sirve.
—Para quitar el sueño al valiente Mariscal —dijo Mercedes.
—¿Crees que le preocupe?
—¡Y tanto!...
—Te equivocas; Castilla y sus correligionarios saben muy bien los versos
aquellos —dijo Elvira.
—¿Cuáles?
—¿Quiéres que los repita?
—Sí.
—Escucha:
El cadete de cambray10
Jamás será Presidente;
Porque siempre tiene al
frente
Al vencedor de Yungay11.
Elvira reía con todas sus fuerzas, y quién sabe las proporciones que hu-
biera tomado el asunto, si a tiempo no llaman a la puerta con la punta de
un bastón.
—¡Adelante! —dijo la señora.
Dos jóvenes elegantes penetraron en la sala. Sofía sonrió imperceptible-
mente.
Después de los saludos de estilo a señoras y caballeros, uno de los jóvenes
se aproximó a doña Luisa, y dijo, indicando a su compañero:
—Presento a Ud., señora, a Luciano Baldoza, amigo de colegio, de quien
hablé a Ud.
Se cambiaron las frases de costumbre, y todos ocuparon su asiento res-
pectivo.
—Las hemos interrumpido con nuestra presencia; parece que sostenían
una conversación bastante animada —dijo el joven que acababa de presentar
a Luciano.
—Es verdad, Carlos, las muchachas reñían por política —dijo doña Lui-
sa.
—¡Ah! ¿Las señoritas son de partidos opuestos? —dijo el recién presen-
tado.
—Como Ud. sabe —repuso Elvira— nosotras somos partidarias del orden, y
aquí reina la revolución.
—Ustedes son amigos —repuso Mercedes— y no tardarán en hacer alianza
contra nosotras; me permito pues rogar al señor Baldoza declare francamente a
qué partido pertenece.
—Al mejor de todos; lo afirmo.
—Veamos.
—Al de las señoritas.
—No le pregunto eso —dijo Mercedes con impaciencia— hablo respecto
a política.
—En ese terreno carezco de opinión.
—Me parece imposible; porque ahora hasta las niñas nos preocupamos de la
situación.
Entretanto Carlos conversaba con doña Luisa y con Sofía. Hortensia miraba
con disimulo; pero con sumo interés a Luciano.
Un tercer personaje entró; era un joven.
Doña Luisa hizo la presentación a Sofía y a Elvira. Juan Lizares (que así se
llamaba) tomó asiento frente a esta.
—Pero mejor sería que nos fuésemos al salón, mamá —dijo Hortensia.
—Sí; que toquen el piano las señoritas —dijo Juan.
—¿Está con luz el salón? —preguntó doña Luisa.
83
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 16
Lo de siempre
P
— ues hace frío esta noche —dijo Juan dejando a Elvira en su asiento.
—Y corre un airecito algo molesto —añadió la señora.
—¿Cómo les fue anoche con el temblor? 12 —preguntó Carlos a
Mercedes.
—¡Ay Jesús! Tuve un susto horrible.
—¿Ha habido temblor? —preguntó Juan. —Y
bastante fuerte —añadió Luciano. —¿A qué
hora? Yo no he sentido nada. —Ni yo
—agregó Sofía.
—Serían las tres de la mañana —dijo doña Luisa— trajo bastante ruido y un
poco de movimiento.
—El temblor me despertó; no obstante haberme recogido a la una y media
—dijo Luciano.
—¿A la una y media? —repuso Sofía— ¡sin duda estaría Ud. muy bien
hallado en alguna parte!
—Me demoraron en una casa, donde me exigieron que tomase el té; yo sin
acordarme de la costumbre que ahí tienen de tardar dos horas para servirlo,
acepté, y bien luego tuve que arrepentirme de mi condescendencia.
Como Luciano estaba cerca de Sofía, agregó inclinándose un tanto y
bajando la voz
—El aburrimiento más grande me domina allí donde Ud. no se halla.
Sofía se puso seria y miró a Carlos, que disimuladamente se mordió los
labios.
Luciano continuó charlando en voz alta.
Entre tanto Juan rogaba a Mercedes que tocara el piano.
—Pero si nada sé —decía esta.
84
Primera Parte / 46 capítulos
85
Jorge, El Hijo del Pueblo
86
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 17
Presentimientos
C
omo lo dijeron Iriarte y Latorre, la cuestión vivanquista estaba al
principio.
Todos los elementos de resistencia faltaban; pero el entusiasmo po-
pular se encargaba de improvisarlos.
Hacer pólvora, construir piezas para los fusiles inservibles, etc., era un gran
entretenimiento.
El decaído ánimo de S.E., el Jefe Supremo, se había levantado ante la
actitud que asumía el pueblo.
88
Primera Parte / 46 capítulos
89
Jorge, El Hijo del Pueblo
90
Primera Parte / 46 capítulos
que tengo que arrastrar? Pues así sucedería si revelases a tu familia nuestro
compromiso. Conoces su rigidez, no se avendría a concedernos un plazo más
o menos largo, querría precipitar los acontecimientos, y yo me vería obligado a
alejarme, con el corazón destrozado, antes que ceder a exigencias que causarían
tu desventura; además, contribuiría a esta resolución mi imposibilidad, por
ahora, para proceder en tal caso con todo el decoro que exigen tu posición
y mi dignidad.
Isabel guardaba silencio.
Diríase que estaba convencida.
—En tus manos está la elección —continuó Iriarte—, yo no te exijo nada, yo
sólo quiero que la felicidad vuelva a resplandecer en tus ojos, cuésteme lo que
me cueste.
—Ya viene la señora —dijo doña Andrea desde la ventana.
Iriarte se puso de pie, saliendo a su alcance, mientras Isabel trataba de
borrar las últimas huellas de llanto que nublaban su semblante.
—¿Conque es cierto que salen a combate? —entró diciendo doña
Enriqueta.
—Sí, señora; San Román se nos viene encima; es preciso darle una lección.
—¡Ay Señor! Vamos a morir con tanto susto.
—Por ahora no hay motivo para alarmarse; queda la población en seguridad.
—Pero nuestros buenos amigos van a correr peligros mil, y esto nada tiene de
agradable. ¿No es verdad, Isabel?
—No es, por cierto.
—Como ya sabrá Ud., Isabel también se marcha.
—¿Se marcha? —preguntó Iriarte sorprendido.
—Había olvidado decírselo —repuso Isabel—. Papá y mi tía se han em-
peñado en que pase una temporada en el campo.
—Aunque ella ha opuesto una resistencia ajena a su carácter, hemos creído
necesario obligarla por esta vez, pues su salud padece notable alteración.
—¿De modo que la señorita se pasa al campo enemigo?
—Así parece —repuso la joven sonriendo.
—Así es —dijo doña Enriqueta—. La familia Vélez (con quien va) no
puede ser más recalcitrante castillista.
—¿Y se prolongará mucho la ausencia de la señorita?
—No demasiado; uno o dos meses...
—¡Dos meses!... —dijo la joven en el tono en que se dice ¡una eternidad!
Doña Enriqueta sonrió.
Iriarte parecía contrariado.
—De todos modos, tan luego como amenace algún peligro la haremos venir.
—Por ahora, lo que deseo sinceramente es que, ya que vamos a privarnos
91
Jorge, El Hijo del Pueblo
92
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 18
Una cadena rota que produce vértigo
A
— hora —dijo doña Enriqueta a Isabel, después de un cuarto de hora de
conversación sobre Iriarte— es preciso que arregles tu viaje al Carmen
Alto, para mañana. Acabo de recibir una carta de doña Constanza,
con posdata de Sofía, exigiéndome que me interese con tu papá a fin de que te
envíe lo más pronto; y agrega que esta tarde viene un criado, el cual puede
conducir tu equipaje. Ya ves, da vergüenza hacerse rogar tanto.
Doña Enriqueta, mientras decía esto, sacaba una carta del bolsillo, y la
entregaba a Isabel.
La joven se informó de ella, y al terminar, dijo:
—Sofía es una criatura angelical.
—Ya verás cuán agradables van a serte los días que pases en compañía de tan
buenas amigas.
—Lástima que no pueda llevarme a Cecilia.
—Eso no es conveniente, sería hasta una imprudencia; además hace falta
aquí.
—Pero voy a estar en una inquietud, en un sobresalto continuo sin saber
nada de ustedes.
—No te aflijas por eso; yo cuidaré de informarte de cuanto suceda, a fin de
que estés tranquila. Doña Andrea irá a verte con frecuencia. Son las dos de la
tarde —continuó diciendo doña Enriqueta— ya es tiempo de que arregles tu
equipaje, llama a Cecilia para que te ayude.
Isabel se levantó.
—¡Ah! Olvidaba lo principal —dijo la hermana de don Guillermo—.
Oye Isabel.
La joven se detuvo.
—Necesito que acomodes en cofre todas las alhajas de la familia; hoy
mismo voy a depositarlas en el convento, por lo que pueda suceder.
—Me parece que debemos hacer eso con un poco de reserva.
—Naturalmente. ¿Quieres que las envíe a tu cuarto para que allí las arre-
gles con tranquilidad?
—Me parece lo mejor.
—Ve pues, y mándame a Cecilia, para que las conduzca. Buen trabajo me
voy a tomar; será preciso revolver cómodas y armarios. ¡Hace tantos años que ni
siquiera he visto algunos estuches!
Isabel salió.
93
Jorge, El Hijo del Pueblo
94
Primera Parte / 46 capítulos
95
Jorge, El Hijo del Pueblo
96
Primera Parte / 46 capítulos
97
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 19
Noticias importantes
C
omo se dijo antes, el general San Román había tomado posesión de
los cerros de Yumina.
El 29 de junio, el general Vivanco, con un pequeño ejército y algunas
piezas de artillería, ocupó la posesión denominada Cerro Gordo, desde la cual
dominaba a San Román.
Colocados así los beligerantes, frente a frente, no se atrevían a presentar
batalla.
Se respetaban mutuamente.
Entre ambos campamentos, al pie de las posesiones, estaba el río; la desven-
taja era notoria para cualquiera de los contendores que descendiese primero.
Por fin, el general San Román se decidió a dar el golpe, y dejando una
reserva en la posesión, fraccionó en dos el resto de sus fuerzas, enviando la
caballería por entre la lloclla14 situada arriba del memorable pueblo de Pau-
14 Lloclla: “La gran voz de los arequipeños, dice Juan de Arona, porque aunque la palabra
es
enteramente quechua, predomina tanto en el lenguaje español de la ciudad, y sus
habitantes
pronuncian con tales ganas sus dos elles, que acaban por darle fuerza imitativa e
imprimirle un
sello especial”. Es sabido que los limeños no pueden pronunciar la elle, y que tienden a
cambiarla
por la y griega: así dicen el cabayo, la yave, por el caballo, la llave. Los arequipeños, y
en gen-
eral los pobladores de la sierra, pronuncian muy bien el sonido de la elle, debido a la
proximidad
que tienen con la lengua quechua, en la que se moja y pronuncia muy bien esta letra.
Significa,
avenida, golpe de agua, más o menos lo que el huayco de la costa.
98
Primera Parte / 46 capítulos
carpata, a fin de que cayese sobre el ala derecha del general Vivanco, en tanto
que él, al frente de la infantería, tomaba el camino de Sabandía.
Mientras tanto la artillería de Vivanco hacía estragos en la pequeña reserva
que había quedado en Yumina al mando del coronel Freire, y tantos debieron
ser, que el jefe de un batallón, desobedeciendo al coronel Freire, descendió
con su gente a atacar el Cerro Gordo, mas como tuvo que introducirla en el río,
se inutilizaron sus municiones y en vano trató de escalar la posesión ene-
miga. El jefe vivanquista, don Carlos Diez Canseco, destrozó completamente al
batallón asaltante.
Después de este efímero triunfo, el general Vivanco tuvo a bien retirarse a
la ciudad, para evitar el asalto de San Román, que en realidad podía haberle
sido fatal.
Con tales motivos, las falsas noticias estaban a la orden del día.
La más grande oscuridad reinaba, pues era casi imposible el descubrir la
verdad de lo que acontecía en Yumina.
Uno y otro partido tenía datos, que no por ser contradictorios, dejaban de
ser fidedignos.
Así, pues, los partidarios de Castilla aseguraban que Vivanco estaba perdi-
do; que San Román lo había rodeado, y que era imposible su salvación.
Los vivanquistas decían que la artillería de Vivanco tenía a San Román sin
movimiento y en situación tan desesperada, que no tardaría en rendirse.
Todo esto creaba una atmósfera de dudas. La ansiedad era indescriptible.
Grupos del pueblo rodeaban constantemente la Prefectura, como si qui-
sieran adivinar en el semblante de los empleados públicos, la verdad de las
noticias.
Uno de esos días se vio llegar un jinete que corría a todo escape, que
alzando los brazos gritaba
—¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡Viva el general Vivanco!
Los paisanos se abalanzaron hacia él, y aun a riesgo de ser atropellados,
pretendieron detenerle y preguntarle.
Abriéndose paso por entre el inmenso gentío, pudo apenas entrar al patio de
la Prefectura.
El señor de Latorre, que hacía antesala al atareadísimo señor Prefecto,
salió a la vez con este, a ver qué ocasionaba aquel tumulto.
—¡Es Pedro! el ordenanza de Iriarte —dijo reconociéndolo apenas, pues el
soldado estaba cubierto de polvo y de sudor.
No sin gran trabajo pudo este entregar un pliego cerrado al prefecto,
mientras que de viva voz se apresuraba a dar la plausible noticia.
Según él, San Román había sido completamente destrozado, y si ya no
estaba prisionero, sería porque habría tomado el camino de Bolivia.
99
Jorge, El Hijo del Pueblo
15 Propio: Mensajero.
16 Picantería: Lugar donde se sirven y venden picantes y chicha. En los siglos pasados la
picantería
era en Arequipa una verdadera institución. Las revueltas y revoluciones se cocinaban y se
hervían
en su interior.
17 Chicha. "Bebida esencialmente peruana desde el tiempo de los incas en que se empleaba
hasta
para las libaciones sagradas. La más afamada de las chichas, es la de Huarmey, y el pueblo
más
idólatra de ella, Arequipa, donde la chicha tiene tantos templos cuantas chicherías hay. La
chicha
de Arequipa es más amarga, tónica y clásica que la de Lima, y diré también que más
cotidiana, pues
allí se bebe como agua y a todo pasto", escribía Juan de Arona en su Diccionario de
peruanismo,
en 1883. Agrega este elogio a la chicha:
Viva la chicha que ensancha
Los ánimos opacados,
Y viva la chomba ancha
Y viva también la cancha
Que es pan comido a puñados.
100
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Así!... bien; aunque es cierto que mi Mayor no es adecuado para esta clase
de batallas...
—¿Sirve Ud. con él mucho tiempo? —interrogó otro.
—¡Bastante! además nos hemos criado juntos.
Un paisano que hasta entonces había permanecido algo alejado, se aproxi-
mó y pareció escuchar con atención.
—De modo —dijo otro— ¡que Ud. le querrá mucho!
—¡Sí, por cierto!, a todas partes le he acompañado y he corrido los peligros de
sus aventuras.
—¡Compañeros! —dijo un paisano que se acercó con un vaso de chicha en la
mano—. Un brindis por Arequipa, por su completo triunfo.
—¡Viva Arequipa! —respondieron todos.
La chicha hacía sus efectos.
Por todas partes se veían grupos tratando de asuntos diferentes.
Aquí se brindaba, allí se formaban planes de combate; más allá se comen-
taba la política de Castilla, en otro sitio se templaba una guitarra; quiénes
cuestionaban acaloradamente sobre lo que debería hacerse para echar abajo al
Congreso; quiénes se abrazaban llamándose hermanos y ofreciendo no
abandonarse en los próximos peligros; unos jugaban briscán, otros componían la
garganta para cantar; se pedía la canción del “Belisario”, que principia: A los
campos de la gloria; se quería el Himno Nacional.
Al oír la proposición del brindis por Arequipa, los más se aproximaron al
sitio de donde había partido.
—Bueno —dijo Pedro—, yo también quiero brindar; pero no con chicha,
con blanco.
Al momento se proporcionó un botella de aguardiente. Se sirvió casi
la mitad de un vaso de agua, y de un solo trago se lo tomó en honor de
Arequipa.
A este tiempo un paisano se acercó al que tanta atención había prestado a
Pedro, cuando habló de su Mayor y Pedro le dijo:
—Ven Luis, allí te esperan para que lleves la primera voz.
Luis de un salto se colocó en el sitio señalado.
Poco después un coro de paisanos dejó oír el Himno Nacional.
Todos se pusieron de pie repitiéndolo en seguida, con esa entonación
privilegiada de los hijos de Arequipa, subidos algunos en las bancas o en las
patillas.
Después, la hermosa voz de Luis cantó la primera estrofa, con tanta exac-
titud y entusiasmo, que arrancó estrepitosos aplausos, y el coro se repitió con
doble ardor, terminando con:
—¡Viva el Perú! ¡Viva Arequipa! ¡Viva el general Vivanco!
102
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 20
Donde Luis se queda a oscuras
L
a picantera, dueña del establecimiento, principió a recoger los
vasos y a poner en orden todas las cosas, pues aquello había quedado
como un campo de batalla.
Al enderezar una mesa, notó que Pedro dormía profundamente sobre una
banca.
No hizo caso. Harto acostumbrada estaba a cuadros semejantes. Concluyó el
arreglo y se retiró a la cocina.
Media hora después entró Luis, miró por todas partes, cual si buscara algo, y
distinguiendo a Pedro hizo un expresivo gesto.
—¡Válgame Dios! —murmuró—. A este prójimo se le ha subido toda la
botella de aguardiente a la cabeza. ¡Qué barbaridad! Y ahora ¿cómo desem-
peño la comisión que me ha dado Jorge? Veamos si es posible despertarle.
103
Jorge, El Hijo del Pueblo
104
Primera Parte / 46 capítulos
105
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Sí, amigo, delante de una porción de gente que celebraba el triunfo del
general Vivanco.
—Sí. Ya me voy acordando; ¿y los amigos?... —dijo Pedro tratando de
coordinar sus ideas y tendiendo una mirada vaga por su alrededor.
—Se han ido en busca de noticias; sólo yo he quedado acompañando a Ud.
—Es Ud. un buen amigo —dijo Pedro echando los brazos al cuello de Luis,
que no pudo evitar un movimiento de repulsión a causa del olor aguardentoso
que exhalaba el aliento del borracho; pero dominándose, dijo:
—Con mucho gusto, amigo —y haciendo un esfuerzo se desprendió de él.
—¿Cómo se llama Ud.? —preguntó Pedro.
—Luis, un servidor suyo.
—Bueno. Hágame el favor de pedir una copa... de aguardiente.
—Todo se ha concluido.
—Entonces... un vaso... de chicha.
—También se ha acabado.
—Hágame el favor de comprar una botella. Quiero tomar por Ud.
—Otro día tendré ese gusto; ahora no hay quien venda.
Y añadió en voz baja:
—Así te fuera si sobre la que tienes agregaras otra botella.
Pedro persistiendo en su idea, con esa tenacidad del beodo, buscó dinero en
sus bolsillos, pero o no lo tenía o no acertaba a encontrarlo.
—Si mi Mayor viniera, tendría plata que gastar —dijo suspirando.
—El Mayor debe ser muy generoso —dijo Luis.
—Nadie le gana —repuso Pedro haciendo por pararse y alzando la mano a
la altura de la cabeza—: ¡Ni el Presidente!
Y de nuevo cayó sentado pesadamente sobre la banca.
—Qué buen jefe tiene Ud. —añadió Luis, que, como muchacho listo,
comprendía la necesidad de llevar la cuerda a los mareados, como vulgarmente se
dice, para captarse su confianza.
—Vea Ud. señor don... don... ¿Cómo se llama Ud?
—Luis.
—Señor don Luis, el Mayor es el primer caballero.
—Ud. le conocerá mucho tiempo.
—Desde chiquito, me crié con él.
—Será muy rico.
—¿Rico? Antes. Ha botado mucha plata.
—¿De modo que está pobre?
—Sin un real; pero no le faltan pesos en el bolsillo; es muy generoso.
—¡Cómo le hicieran General!
—Entonces me daría a mandar un cuerpo, y a Ud. lo hacía Capitán.
106
Primera Parte / 46 capítulos
107
Jorge, El Hijo del Pueblo
108
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 21
Sobre el puente
N
o había caminado Luis dos cuadras, cuando tropezó con Jorge,
que se paseaba como si le aguardase.
—¿Ya estabas por acá? —preguntó Luis.
—Hace algún tiempo que te esperaba.
—¿Dónde nos vamos? Porque aquí no es posible hablar.
—Tengo que irme a la Otra Banda18, si quieres podemos sentarnos en el
puente algunos momentos.
—Muy buena idea.
Los dos jóvenes tomaron esta dirección.
Durante el largo trayecto solo hablaron de la noticia política del día.
Una vez en el sitio indicado, tomaron asiento en un banco de sillar y Jorge
dijo:
—Habla, Luis, que estoy impaciente por saber noticias de Iriarte.
—Tengo que darte una tan gorda, que por poco no me ha aplastado al caer
sobre mí.
—Veamos.
—El simpático Iriarte, el novio de la señorita Isabel de Latorre, es casado.
Jorge se quedó mirando a su amigo, como si dudase de lo que oía.
—Como lo oyes —agregó Luis, haciendo un cómico ademán de afirmación
con la cabeza.
—¿Es posible?...
—A Pedro me remito.
—Pero, ¿qué te ha dicho?
—Que hace dos años que su Mayor se casó en Lima, que todos los perió-
dicos lo publicaron, que especialmente “El Comercio”, en su número del día
siguiente al del matrimonio, habló de este con minuciosidad, de la novia, etc.
—Pero eso no se opone a que su esposa haya muerto después.
—Pedro se rió cuando le hice esa observación, y me repitió mil veces que el
mayor Iriarte no había enviudado.
—Entonces ese hombre es más infame de lo que creía y se burla de la
señorita Isabel.
Luis se encogió de hombros.
—¿Con qué fin hace creer que la pretende para su esposa? —preguntó
Jorge.
—Como ya te he dicho otras veces —dijo Luis—, Cecilia me cuenta que
18 Otra Banda. Se llamaba así a la parte de la ciudad que está al otro lado del río.
109
Jorge, El Hijo del Pueblo
110
Primera Parte / 46 capítulos
—Te lo prometo.
—Pues al oído te lo diré
—¿Tan grave es?
—¡Tanto! —dijo Luis mirando a todas partes.
—Al grano.
—Sabrás que tu tío sospecha y que yo estoy seguro.
— ¡Acaba!
—De que...
Luis se aproximó al oído de su amigo y le dijo:
—Estás enamorado... de la señorita Isabel. Jorge
sonrió desdeñosamente.
—¿Porque tomo interés por ella lo creen? —preguntó.
—Pero hombre —repuso Luis en voz natural— es la primera vez en mi vida
que te veo preocupado por una mujer. Nunca te he oído dirigir galanterías a
nadie, siempre estás huyendo de las diversiones y aunque algunas muchachas
se mueren por ti, tú les pagas con la más fría indiferencia. Yo siempre me he
dicho: o Jorge aborrece a las mujeres, o busca para desposarse manecitas tan
finas como las que suelen pintar, y si tal capricho tiene, se quedará en la Luna
de Paita19.
—¿Y has imaginado que yo me atreviese a alzar los ojos hasta la hija del
señor de Latorre?
—Como sé que tu corazón es igual al de los caballeros, y que el corazón se
atreve a todo...
Jorge sonrió con expresión indefinible y guardó silencio.
—¿Ves que acerté? —dijo Luis batiendo palmas.
—No, amigo mío, estás muy engañado —repuso Jorge con entereza—.
Muy bien has dicho que el corazón es igual en todos y que a todo se atreve.
¡Ay! es una gran verdad, por desgracia; mas, puedo asegurarte, que respecto
a la señorita Isabel, abrigo un cariño de género muy diferente al que me has
supuesto. ¿Acaso no son varios los afectos que ligan las almas? ¿La amistad,
por sí sola, no es un vínculo estrecho, sagrado y fuerte? Pues bien, yo por Isabel
siento un afecto superior al del amigo: si fuera su igual en posición y cuna,
diría que la amo como un hermano; reconociendo mi inferioridad afirmo que
la quiero como un hijo del pueblo puede querer a una persona que, lejos de
verter una gota más de la hiel de los desprecios, fue bastante angelical para
19 Luna de Paita. Expresión que se usa en el Perú para referirse a la distracción o embeleso de
una
persona como que está en la Luna de Paita. Es muy antigua la expresión, ya que está
atestigua-
da desde 1627 en el “Vocabulario de refranes” de Gonzalo de Correa: “La luna de Paita.
Por:
luna mui hermosa i klara. Es rrefrán de las Indias, i la de Paita es tenida por famosa, porke da
en unos
arenales ke la hazen más klara.”
111
Jorge, El Hijo del Pueblo
112
Primera Parte / 46 capítulos
113
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Tu tío se puso serio; habló después entre dientes, algo que no pude
comprender, luego me dijo: Creo que Jorge ha perdido el juicio.
Jorge sonrió con amargura, y murmuró:
—Eso solo sucede una vez.
—¿Qué dices?
—Que continúes.
—Tu tío agregó: quiera Dios que mi sobrino jamás vuelva a pisar esa
maldita casa.
—Mi tío odia a la familia Latorre; ignoro la causa; recuerdo que se opuso
tenazmente a que pintase la habitación de la señorita Isabel; pero en esos días me
encontré tan escaso de recursos, que celebré el contrato sin su conoci-
miento, lo que me valió una fuerte reprensión de su parte.
—Si no hubieras ido a casa de Latorre, no nos encontraríamos empeñados en
un asunto tan extraño a nosotros.
—Es verdad —repuso Jorge—; mas la Divina Providencia que todo lo
dispone, lo ha querido así; dejémonos conducir por ella.
Instantes después, los dos jóvenes se despedían, partiendo en direcciones
opuestas; mientras el Chili continuaba murmurando y la luz muriendo.
Capítulo 22
Tal para cual
A
l siguiente día de los sucesos narrados en los capítulos anterio-
res, amanecieron en sus respectivos cuarteles las tropas vence-
doras.
El ejército proclamaba su triunfo, el pueblo se regocijaba; pero, ¡cosa rara! el
general San Román ocupaba el campo abandonado la víspera por el Jefe
Supremo, y con justicia celebraba también su victoria.
¿Cuál de los beligerantes era el vencedor?
Esto era un problema.
Los vivanquistas no podían dar mayores pruebas de su triunfo; se habían
batido; los detalles del combate, los heridos y prisioneros, el gozo general, todo
proclamaba que habían vencido.
Los castillistas hacían resonar el toque de sus dianas sobre el mismo campo de
batalla que tranquilamente ocupaban.
Y esto era tan positivo, como que de los altos de la ciudad se les veía,
mediante el auxilio de un anteojo largavista.
114
Primera Parte / 46 capítulos
115
Jorge, El Hijo del Pueblo
116
Primera Parte / 46 capítulos
Alfredo sin responder tomó una taleguita del cajón de la mesa y la entregó a
su amigo, diciendo:
—Cuenta si hay los cien pesos.
—No me tomaré esa molestia; gracias mil —agregó— no desmientes
jamás tu proverbial generosidad; ahora solo resta que me consigas el empleo
de que te hablé.
—Haré lo posible.
—Confío en ti. Me marcho; porque como dicen los yanquis el tiempo es
oro. Ah; olvidaba decirte que como siempre estoy a tus órdenes; si alguna vez
necesitas de mí mándame buscar y al punto me tendrás dispuesto a secundar tus
planes, como en Lima.
—Gracias; pero te prevengo una cosa: si alguna vez llegara a descubrirse lo
de Lima, te cabría una pena mayor que la mía.
—Así lo he sabido por un abogado a quién disimuladamente le pregunté;
pero todo eso es un comino al lado de la falsificación de la firma del general
Vivanco ordenando el asesinato del viejo Castilla.
Iriarte se estremeció.
—Por eso es que guardo ese documento bajo siete llaves.
—Valdría más que te deshicieras de él; podría perjudicarte.
—No temas; no soy tan necio que no haya tomado mis medidas para que
no me dañe. Adiós, querido Alfredo, hasta otra vista —agregó saliendo sin
darle la mano.
Iriarte permaneció de pie algunos momentos.
—Miserable —murmuró— se ha hallado en ese malhadado documento
una mina que le da plata cuantas veces quiere; yo sabré arrancárselo; ahora
solo anhelo vengarme de esa familia aborrecida; quiero que la sociedad entera
la escupa a la cara y sepa que mi verdadero papel en esa casa era muy diverso
de lo que se figuraba; quiero que esa mujer soberbia y vana vea sus decan-
tados pergaminos enlodados por la deshonra, y a toda su familia cubierta de
infamia y de sangre.
Iriarte arrastró una silla junto a la mesa y se sentó.
Algunos minutos después apareció en sus cárdenos labios una sonrisa
infernal, y de su boca se escaparon estas frases:
—Vivanco no será quien perdone la traición; vida y fortuna caerán ante el
terrible dictador; la sociedad no perdonará lo indigno y sucio de los medios;
sobre la frente de Isabel caerán lodo y sangre. ¿Qué importa su infamia si es
necesaria para manchar a su ilustre familia?
La ocasión es propicia. Meditemos.
117
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 23
Una conspiracion infame
U
n cuarto de hora transcurriría, cuando una voz dijo desde la
puerta:
—¡Señor!
—Entra Pedro, has llegado a buen tiempo, te necesitaba.
—Ya sabe mi Mayor que le pertenezco en cuerpo y alma.
—¿Qué has hecho desde ayer?
—Nada; porque me arrestaron, mi Mayor.
—De modo que no has visto a doña Andrea.
Pedro bajó la cabeza.
—Bien, desde hoy vas a andar como un reloj, de lo contrario...
—Mande, mi Mayor.
Iriarte dio algunos paseos y después de un rato de silencio preguntó:
—¿Sabes si permanecen aquí Lorenzo “El Negro”, y su compañero Brau-
lio?
—Sí, mi Mayor, justamente al venir ahora del cuartel encontré a Braulio, el
cual me hizo recuerdo de la prevención que les hicimos antes de ir al Norte, sobre
cierto servicio que debían prestar a nuestro regreso.
—Bien, el momento ha llegado. Siéntate, es preciso que hablemos; pero en
mucha reserva.
Pedro tomó asiento junto la puerta.
—Acércate, no conviene que nadie se aperciba de lo que vamos a hablar.
Pedro avanzó dos silletas más.
Iriarte entornó un poco la puerta, se sentó frente a su ordenanza, bajando la
voz dijo con resolución:
—Vamos a conspirar.
Pedro miró a Iriarte como quien no comprende lo que le dicen.
—Vamos a conspirar contra el ídolo del pueblo, contra Vivanco —continuó
el oficial.
—En esta vez nos fusilan —repuso el ordenanza, verdaderamente asus-
tado.
—Muy lejos de eso, nos darán un ascenso y muchos pesos.
—Pero, ¿y si nos descubren?
—Vamos, dejémonos de miedos tontos.
—Diga mi Mayor, y le obedeceré ciegamente.
—Voy a hablar claro, necesito que la familia Latorre conspire, traicione, y
como no lo hace, voy a encargarme de hacerlo en su nombre, para eso cuento
118
Primera Parte / 46 capítulos
119
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 24
La familia Vélez
D
os muchachas encantadoras protegidas por el desvelo de un pa-
dre idólatra de sus hijas, formaban el hogar más modesto, cómodo,
risueño y tranquilo de Arequipa.
Sofía y Elvira habían perdido a su buena madre cuando aún eran muy
niñas; el doctor Vélez las puso bajo el cuidado de su cuñada doña Constanza
Vda. de Silva, hasta que el colegio las reclamó; cuando terminado el apren-
dizaje hubieron de tornar a su hogar, el doctor Vélez les preparó una casa
independiente, pues había advertido que su cuñada era demasiado rígida, aun
en pequeñeces insignificantes, y quería librar a sus dos ángeles, como él las
llamaba, de una tiranía doméstica, que al fin no era la maternal.
Por iguales razones no había querido contraer nuevo matrimonio, a pesar de
haber enviudado bastante joven.
Las muchachas correspondían a este cariño con un amor filial llevado hasta
la adoración.
Su padre las rodeaba de comodidades que en nada se parecían a la osten-
tación, y les daba la mejor sociedad posible.
Carlos García, fue presentado una noche en casa del doctor Vélez, vio a
Sofía y la amó; esta, por primera vez sintió también una desconocida agita-
ción en su corazón, dormido hasta entonces. Para abreviar, un año después,
Carlos, con todas las formalidades de estilo, pidió la mano de Sofía al doctor
Vélez, quien se la concedió gustoso, poniendo por única condición que no
efectuarían su enlace hasta que el joven pretendiente concluyese sus estudios
de abogado.
Elvira tenía también un rendido adorador en el joven Juan Lizares; pero
ella aún no había contraído compromiso alguno; porque no estaba del todo
decidida.
120
Primera Parte / 46 capítulos
Como ya hemos visto, por el tiempo que nos ocupa, la familia Vélez,
huyendo de la revolución no menos que del calor de la estación, se había
trasladado a Carmen Alto.
Algo apartada del conjunto de miserables chozas que forman el pueblecito de
este nombre, en un sitio pintoresco se veía una casa solitaria, de construc-
ción antigua, formada de ripio, madera y paja.
Chacras inmensas la circundaban; y por las noches a cierta distancia
podía tomarse la luz que la iluminaba por un farol abandonado en medio de
la campiña.
Sofía, Elvira e Isabel, dormidas o despiertas, corriendo asidas de las ma-
nos en pos de las mariposas, cual muchachas traviesas, o sentadas sobre los
bordos, mientras hacían ramilletes de flores, soñaban siempre, soñaban con
sus cándidos amores.
Sus almas fluctuaban en un mundo de ilusión.
Mas una diferencia esencial se notaba entre las tres bellas moradoras de la
casa solitaria: Elvira se reía a toda hora con aturdimiento encantador; Sofía
tenía casi siempre en los labios las frases más halagüeñas, las expresiones más
dulces; Isabel dejaba vagar por su linda boca una melancólica sonrisa.
Esto podía traducirse del modo más natural.
Todas las tardes llegaban a la casa del doctor Vélez dos jinetes, eran Carlos y
Juan; Iriarte nunca se asomaba.
Es verdad que un peón, recibido hacía poco, para el trabajo de la chacra,
entregaba a la hija del señor de Latorre, casi diariamente, una carta y recibía
de ella otra; pero esto no bastaba a desgarrar el velo de tristeza que obscurecía
la frente de Isabel.
Las cartas de Iriarte, bastante exageradas en la pintura de la pasión que
guardaba para su amada, se resentían de cierto forzamiento que producía frío
en el alma. Además, nunca se hallaba en ellas el natural anhelo que por el
regreso de Isabel debería tener su prometido; muy al contrario, a pretexto de
interesarse por su salud, la aconsejaba permanecer en Carmen Alto el mayor
tiempo posible; la inocente muchacha agradecía este sacrificio que, juzgaba,
hacía Alfredo en aras de su bienestar.
Por otro lado, Sofía y Elvira no excusaban a Isabel sus compromisos o
afectos, en tanto que esta, cual si abrigara allá, en el fondo de su alma, alguna
desconfianza de las promesas de Iriarte, se obstinaba en guardar su secreto,
respondiendo con evasivas a las mil alusiones que sus amigas le hacían.
Algunos días don Guillermo de Latorre iba a ver a su hija; los días festivos
especialmente, concurrían varios amigos de la ciudad, los cuales eran obse-
quiados con una buena comida; se paseaba por el campo en la tarde; después
se jugaba a las prendas o con los naipes; se cantaba al son de buenas guitarras,
121
Jorge, El Hijo del Pueblo
122
Primera Parte / 46 capítulos
Por evitar la broma que podían hacerle, nada decía de lo que escuchaba, y
también, porque la luz de la mañana y la alegría de sus compañeras disipaban sus
terrores nocturnos.
Capítulo 25
Preparativos
S
an Román después de su ocupación de Yumina se había retirado a
Quequeña, a disciplinar su ejército.
Se decía que desde allí mantenía comunicación secreta con los jefes de
la plaza, con los Castillistas influyentes, y aun con el mismo general Vivanco.
Esto aún permanece envuelto en la oscuridad.
Entretanto el general Castilla burlando a la escuadra sublevada desembarcó
en Ilo con un poderoso ejército y gran tren de artillería; mas, como no dispo-
nía de los elementos necesarios para sacar a tierra cañones de grueso calibre,
intentó vararlos sobre la playa de Tambo; pero el mar embravecido los arrojó
dentro de unas peñas de donde se creyó imposible extraerlos.
Momentos de terrible ansiedad eran aquellos para ambos partidos, cir-
cunstancias azarosísimas para todos.
Ya se creía ver a San Román engrosar las fuerzas Vivanquistas; ya se soñaba
con una contrarrevolución efectuada en el mismo centro del llamado Ejército
Regenerador; sobre todo las personas conocidas por sus opiniones contrarias
a la causa de Vivanco eran víctimas de todas las sospechas, y objeto de la
execración general.
Don Guillermo de Latorre creyó llegado el momento de hacer regresar a
Isabel al seno de los suyos, y en efecto, una tarde se dirigió a Carmen Alto
para prevenir a su hija.
Ante semejante determinación se sublevó toda la familia Vélez; las mu-
chachas protestaron, el doctor intercedió.
—No hay por qué alarmarse todavía —dijo a Latorre— nadie puede
asegurar que haya necesidad de un sitio, y de todos modos el desenlace aún
está muy lejano.
—No lo niego, amigo mío, pero a Ud. no se le oculta que la situación se
hace por momentos más difícil, y que muy pronto quizá no pueda venir a ver a
Isabel sin peligro...
—¿De sospechas ofensivas? ¡Oh no! Es Ud. demasiado conocido por sus
123
Jorge, El Hijo del Pueblo
opiniones, y Vivanco debe tener presente los servicios prestados por Ud. a
su causa.
—Hoy de todo se recela.
—Pero nosotros suplicamos a Ud. que siquiera por ocho días más nos
conceda a Isabel —dijo Sofía.
—Se lo rogamos —añadió Elvira.
Isabel se sonreía.
—Algún negocio importante deben tener entre manos estas picaruelas.
—¡Oh! Importantísimo.
—Según sospecho, se preparan a hacer cierta excursión, a qué sé yo que
bordo o pasto, donde se proponen trasladar todo el servicio de mesas, etc., etc.
—dijo el doctor Vélez.
—Aquí hay traición; a nadie hemos comunicado nuestro pensamiento
—dijo gravemente Elvira.
—Ya que han sido descubiertas me propongo ser generoso; les dejo a Isabel
una semana más.
—Gracias, gracias.
—Cuente Ud. con nuestro eterno reconocimiento.
Latorre se volvió tranquilo a la ciudad.
Esa misma noche, el mayordomo Braulio salió al camino; cuando se hubo
alejado bastante se sentó en una piedra y aguardó.
No tardaron en sentirse los pasos de un hombre que venía del lado de la
ciudad.
Braulio se puso a tararear una canción conocida y el que se acercaba le
imitó.
—Buenas noches, Braulio.
—Buenas noches, Pedro, ya me cansaba de esperarte.
—El Mayor me ha demorado; ¡hay tanto que hacer! —Por
nuestra parte todo está listo.
—Así se lo ha dicho Lorenzo al Mayor, el cual me envía para ver los
trabajos.
—¿Desconfía?...
—Es muy natural, tratándose de gente como ustedes.
—Bien, no me resiento por eso, tan luego como la familia duerma te llevaré al
parque. ¡Cuánto trabajo nos ha costado el formarlo, y a cuántos peligros nos
hemos expuesto!
—¿Te pesará todavía el haber ganado una cantidad que antes no has visto ni
en sueños?
—¿Y crees que por menos me habría de meter en semejantes riesgos? Sólo un
chileno es capaz de ejecutar estas cosas.
124
Primera Parte / 46 capítulos
125
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 26
El listón rosa
P
edro entró a las nueve de la siguiente mañana al cuarto de Iriarte,
que con la pluma en la mano sonreía infernalmente, satisfecho al pa-
recer del trabajo a que daba cima.
Sobre la mesa tenía multitud de papeles, algunos un tanto estropeados. Al
ver a su ordenanza preguntó:
—¿Y fuiste a Carmen Alto?
—Sí, mi Mayor; todo está listo.
—Tanto mejor.
—Creo que debemos dar de una vez el golpe, el señor Latorre traerá a la
señorita dentro de ocho días.
—Ya me lo había escrito.
—Creo que en esta semana...
—Habremos concluido. Toma, aquí tienes la credencial con que harás la
denuncia; aunque en estas circunstancias no son necesarias las pruebas.
Iriarte alargó a su ordenanza un papel ajado.
—¿Qué es esto?
—Un recibo de dinero por veinticinco fusiles comprados en Bolivia el
mes pasado por el doctor Vélez. Con él te presentas al general Vivanco, que
harto te conoce, le dices que celoso por nuestra causa y teniendo sospechas
de Vélez, por lo que oíste decir a uno de sus criados, te propusiste vigilar su
casa de Carmen Alto, aun exponiéndote a arrestos por faltas en el servicio;
que has descubierto que allí se conspira, que te has puesto de acuerdo con
el chileno que tiene de mayordomo, el cual ha sustraído del bolsillo de una
levita del doctor Vélez este recibo.
—Bien, mi Mayor; pero me voy a olvidar todo lo que tengo que decir.
—No falta sino que cometas una imprudencia que nos descubra.
—No, mi Mayor, aprendiendo la lección de memoria, la repito muy
bien.
—Pues te la voy a dar por escrito para que la estudies.
Iriarte escribió precipitadamente en el primer papel que se le presentó.
—Aquí tienes.
—Ahora sí, toda la noche lo voy a leer.
—Por mi parte también he concluido —dijo Iriarte, echando una mirada
sobre los papeles que cubrían la mesa.
—¿Cuándo me presentaré al General?
—Yo te indicaré el momento preciso.
126
Primera Parte / 46 capítulos
—¡Ah! Olvidaba decir a mi Mayor que Braulio reclama ochenta pesos que
se le deben.
—Se le dará cuando todo haya terminado.
—¿Y no sería mejor hacerlo tomar como complicado?
—Nos expondríamos a que lo descubra todo; ya veremos los medios de librarnos
de los dos.
—Y de la vieja, ¿cómo nos deshacemos?
—Después nos ocuparemos de todo eso; por ahora, me es la más necesaria; de
ella va a depender el éxito de todo.
—Ayer estaba muy habladora, como que le di cinco pesos a cuenta de sus
servicios.
—Toma, dale otros cinco, dile que compre una cinta color de rosa, y que venga
a verme.
Iriarte entregó a Pedro la cantidad señalada.
—Esto para ti —añadió dándole por separado un peso.
—Gracias, mi Mayor.
Pedro salió.
Iriarte principió a doblar con minuciosidad los papeles. Una hora después entraba
doña Andrea.
Iriarte la recibió con la sonrisa más amable del mundo, le ofreció un asiento y
sin preámbulo dijo:
—He molestado a Ud. señora, porque necesito que me haga en la mayor reserva un
servicio importantísimo.
—Siempre estoy a sus órdenes don Alfredo, soy una criada suya a quien no
tiene más que mandar.
—Voy pues a confiarle mi secreto. Se trata de dar una sorpresa a mi futura
esposa.
Doña Andrea bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Yo, señora, nunca he escrito versos, por desgracia, mas conociendo la afición
que Isabel les tiene, y considerando que allá en el campo serán casi una necesidad
de su alma, me propuse coleccionar los más lindos, de sus autores favoritos, y aquí
los tiene Ud. —agregó indicando los papeles doblados, que habían sobre la mesa.
—Se va a volver loca de gusto Isabelita.
—Solo a Ud. puedo confiar mi lío de papeles —añadió Alfredo sonriendo y
levantando entre ambas manos aquel montón de hojas dobladas.
—Aquí está la cinta —dijo doña Andrea como si adivinase el objeto que tenía. Y
puso encima de la mesa un pequeño paquetito.
—Gracias, señora, necesitaba algo con que sujetar estas hermosas poesías. Ahora
solo me resta suplicar a Ud., que personalmente y con el mayor sigilo las conduzca
a su destino.
127
Jorge, El Hijo del Pueblo
128
Primera Parte / 46 capítulos
129
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 27
Recelos e impotencia
A
— puesto lo que quieran, que si Castilla no saca a tierra sus cañones, se
va por donde ha venido.
—No lo sabemos; porque, la verdad sea dicha, el viejo es valiente.
—Pero sabe lo que valen los arequipeños y no se expondrá a perder su
prestigio atacando sin artillería.
Esta discusión tenía lugar a las dos de la tarde, en una picantería de la Otra
Banda, alrededor de una mesita que ostentaba algunos vasos de chicha.
Los que hablaban eran paisanos.
Uno más entró.
—Aquí está Luis —dijeron algunos.
—Hola ¿Qué milagro que estás por acá?
—Buenas tardes, amigos; buenas tardes, don José.
—Siéntate; que te sirvan un picante20.
—Acepto; pero antes quiero la chicha; porque hace un calor...
—¿De dónde vienes? —preguntó José.
—De su casa, fui en busca de Jorge, a quien no hallé en su cuarto; pero... a la
salud de ustedes —agregó levantando un vaso y bebiendo con delicia.
—Buen provecho.
Jorge está trabajando en la trinchera de Santa Rosa —dijo José.
—Entonces me voy allá.
—Aquí está el picante —dijo la chichera, poniendo sobre la mesa un plato.
Luis, después de ofrecerlo políticamente a todos, principió a tomarlo. José
había quedado un poco pensativo.
—¿Hay alguna noticia nueva?
—Ninguna más de las que ya sabemos.
—Solo que anoche han prendido a algunos.
—Se teme una contrarrevolución.
—Pobre del que traicione; el General Vivanco lo fusila sin misericordia.
—Y tendrá razón; al enemigo declarado se le debe perdonar, pero al trai-
dor, jamás.
Terminado el picante, Luis bebió un segundo vaso de chicha y se puso de pie.
—¡Qué es esto! ¿Dónde vas tan apurado?
—¡Pareces correo!
20 Picante. “Un picante es un plato guisado a la criolla y sobre la base casi absoluta del ají.
Se da
un picante como se da un té, y hay fonditas especiales conocidas con el nombre de
Picanterías,
que casi no guisan más que picantes”. (Juan de Arona. Diccionario de peruanismos. 1883).
130
Primera Parte / 46 capítulos
—¡O propio!
—Va en busca de Jorge —dijo José.
—Es cierto.
—¿Se puede saber para qué?
—Son asuntos particulares —dijo Luis riéndose.
—¿Importantísimos?
—¿Muy interesantes?
—Para él, sí.
José miró a Luis con inquietud.
—Conque; adiós, amigos; hasta la vista don José.
—Buen viaje, señor correo.
Luis salió y sin detenerse tomó el camino de la población.
Eran cerca de las cuatro de la tarde, cuando subía la pésima calle de Santa
Rosa.
Detuvo a un paisano y le preguntó por Jorge.
—En este momento acaba de subir a San Pedro para ver el estado de los
trabajos que se están haciendo —le respondió.
Luis apresuró el paso y no tardó en distinguir a su amigo que le llevaba la
delantera de una cuadra.
En la esquina de San Pedro había un montón de sillares y varios paisanos
armados de barretas, picas y lampas, trabajando.
Estos, al distinguir a Jorge que se aproximaba, arrojaron al aire sus som-
breros en señal de entusiasmo.
—Ya viene nuestro director. Aquí está Jorge —exclamaron.
—Bienvenido seas; muertos estamos de cansancio y necesitamos que nos
comuniques tu entusiasmo para continuar —añadieron otros.
—Aquí me tenéis, amigos míos. ¿Cómo va la obra?
—Ya lo ves, con bastante lentitud.
—Como esté bien hecha, no importa que se demore; creo que Castilla viene
con pasos de plomo.
—Yo aseguro que no ataca.
—No hay que hacerse ilusiones; debemos prepararnos como para un
asalto formal.
—Quién tuviera tu edad, hijo, para hacer lo que tú haces —suspiró un
anciano.
—Jorge abusa temerariamente de sus fuerzas —dijo un paisano— él hace
pólvora, enseña el ejercicio, arregla fusiles, carga granadas de mano, dirige los
trabajos de algunas trincheras...
—Con razón en ninguna parte se le encuentra —interrumpió Luis
llegando.
131
Jorge, El Hijo del Pueblo
132
Primera Parte / 46 capítulos
133
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 28
La costurera en comisión
O
—¡ h! ¡Qué lindo día el de ayer!
Hermosísimo paseo.
¡Inolvidable para mí!
Estas tres frases las pronunciaron sucesivamente. Sofía que suelta su ca-
bellera se mecía muellemente en una silla mecedora del viejo corredor de su
casa; Isabel que destrenzaba sus negros cabellos para peinarse, y Elvira que
arreglaba un ramo de flores silvestres.
—Carlos estuvo contentísimo.
—No así Luciano.
—Calla, que al pobre le hiciste un desaire...
—Por impertinente.
—Lo más lindo fue que viéndose desairado, se vino donde mí —dijo Isabel
riendo.
—Así me gusta, así me gusta —dijo Elvira.
—Sí, hermanita, preciso era que nos ayudases a llevar la cruz de la imper-
tinencia de ese sujeto —añadió Sofía.
—¡Ay Señor! Ahora que te vas, ¿qué va a ser de mí? —dijo Elvira
—El pobre Juan se muere de cólera cuando Luciano se me acerca.
—¿Y quién ha dicho que se va a ir Isabel? —preguntó Sofía incorporándose en
el sillón.
—La prórroga se cumple pasado mañana —repuso la joven.
—Pediremos otra.
—No, se hace necesario que vuelva a casa.
—Ya se ve, tú estarás desesperada... y preciso es darte la razón... pero ¡qué
capricho! todo podía arreglarse fácilmente... con decirle a mi papá hay esto...
y aquello...
—Hermanita estás hablando en latín.
—¿Sí? ¿No me comprendes? Peor para ti.
—Señorita, una señora la busca —dijo un criado desde la puerta, diri-
giéndose a Isabel.
—¿A mí?
—Ha preguntado por la señorita Isabel de Latorre.
—Que entre —se apresuró a decir Elvira.
—Es extraño ...¡Ah! Doña Andrea —exclamó la joven al ver entrar a la
costurera.
Y sin duda por la sorpresa, su corazón dio un salto.
134
Primera Parte / 46 capítulos
135
Jorge, El Hijo del Pueblo
A las cuatro de la misma tarde, Sofía, Elvira e Isabel salían a despedir a doña
Andrea hasta el principio del camino.
Las muchachas regresaron cantando una serenata que la víspera les había
enseñado Carlos.
Capítulo 29
Terminan los preparativos
E
l mismo día, y en tanto que doña Andrea llevaba su cometido en
Carmen Alto, Alfredo Iriarte vestido de rigurosa etiqueta, perfumado y
elegante se presentaba en casa de don Guillermo de Latorre, pidiendo
la mano de su bella hija, con todas las formalidades del caso.
Aunque los hermanos Latorre aguardaban este acontecimiento de un
momento a otro, no dejaron de recibir una sorpresa, bastante agradable por
cierto.
Doña Enriqueta tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse a su entu-
siasmo, manteniéndose en la reserva prescrita por las circunstancias.
136
Primera Parte / 46 capítulos
Don Guillermo, aunque rebosante de gozo, dijo que por su parte aceptaba
lleno de complacencia aquel enlace, que agregaba a su familia un joven de las
relevantes cualidades de Iriarte; pero que no podía violentar la voluntad de su
hija, que su deber era consultar primero con ella.
Iriarte sonrió con amabilidad y dijo con acento de convicción profunda,
que creía no engañarse al asegurar que la señorita Isabel no se opondría.
Doña Enriqueta prometió para ese caso toda su influencia sobre el ánimo de
su sobrina.
Para concluir: un vaso de cerveza apurado entre los tres interlocutores, dio
fin a la entrevista más afectuosa del mundo.
Mientras doña Enriqueta se quedaba alzando las manos al cielo, en señal de
agradecimiento por tan insigne beneficio, y don Guillermo se paseaba
sonriendo a sus propios pensamientos, Iriarte salía riendo también, y mur-
murando entre dientes:
—¡Qué dulce es el placer de la venganza! ¡Cuánto gozaré mañana al arro-
jarles a la cara el lodo en que irá envuelta la reputación de Isabel! En público, sí,
desde las columnas de la prensa.
Para no llamar la atención, Iriarte cambió de traje vistiendo el uniforme de
servicio y se fue a la Prefectura.
A las seis se le presentó Pedro. Alfredo lo condujo a su cuarto.
—Todo ha salido bien —dijo el ordenanza— acabo de regresar con doña
Andrea.
—¿Notó el cambio de la cinta?
—Parece que no.
—¿Aseguró bien el paquete?
—Lo dejó bajo los almohadones de la cama de la señorita.
—¡Es decir que se encontrará con él cuando vaya a recogerse!, eso no me
gusta; habría preferido que no llegase a verlo.
—Eso no podía decírselo a doña Andrea sin inspirarle sospechas.
—Tienes razón; en fin, lo que conviene es apurarse.
—Por todos motivos. Las salas de la casa de Vélez, están rociadas de armas,
que muy bien pueden ser descubiertas.
—¿Está preparado Braulio?
—Sí; él conducirá la tropa al cuarto de Vélez para que no pueda huir.
—Son las seis y media —dijo Iriarte consultando su reloj—, a las siete está
listo Vivanco para salir a hacer sus visitas; antes de que salga de su habitación
debes entrar y hacer la denuncia en la forma que ya sabes. ¡Ah! Debes agregar
que yo ignoro todo.
—Muy bien mi Mayor.
El ordenanza salió.
137
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Mientras las autoridades toman sus medidas de sorpresa, bien pueden ser las
nueve —se dijo Iriarte—, la fuerza puede partir a las diez y estar a las doce en
Carmen Alto. Yo no debo faltar esta noche a la tertulia del Jefe Supremo; que
me vea ahí Latorre con todo el aire de un hombre feliz.
Poco después los amigos íntimos del General charlaban en el salón de
tertulia, sobre diversos asuntos.
Cerca de las ocho se notaba cierto movimiento, cierto misterio, entre las
autoridades y los jefes de servicio.
Idas y venidas y un secreto inviolable era lo que se sentía.
Vivanco, contra su costumbre, no había salido de sus habitaciones parti-
culares. Se decía por lo bajo que estaba de un humor negro.
Iriarte jugaba sin preocuparse de nada, al contrario de Su Excelencia,
estaba alegre y decidor como nunca.
A las nueve se levantó de la mesa y salió a la calle. La
noche estaba oscurísima; el alumbrado pésimo. —Mi
Mayor —dijo un hombre que lo había seguido. —Pedro,
iba en tu busca.
Ambos se hicieron hacia el lado más oscuro de la vereda y bajando la voz,
Iriarte preguntó:
—¿Cómo te ha ido con el General?
—Muy bien; me obsequió una onza de oro y tengo promesa de un ascenso si
se descubre todo.
—Te felicito.
—Ahora mismo está preparando una fuerza de caballería para sorprender
a Vélez.
—Tarda mucho.
—Sí todo es un desorden, mi Mayor; hay dificultades para todo; en fin, si a
las once salimos, se habrá avanzado mucho.
—Supongo que estarás comisionado para guiar la tropa.
—Sí, mi Mayor
—Te recomiendo que no te dejes ver con Isabel.
—Descuide, mi Mayor.
—Tú tienes que desempeñar la parte principal; has que el paquete de
comunicaciones caiga en manos de los más caracterizados de la comisión, y
que ellos mismos lo tomen del cuarto de Isabel.
—No me será muy difícil.
—No te olvides del listón rosa; puede ser que ella haya deshecho el lío; en este
caso, busca la cinta y átalo de nuevo; me interesa mucho que no se pierda.
—Corre de mi cuenta.
—Esta noche no me busques más; no quiero que recaiga sobre mí la
menor sospecha.
138
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 30
Luis pone de manifiesto su actividad
L
uis acababa de sorprender la intriga de Iriarte en las pocas palabras
que había oído; pero por desgracia, tal vez demasiado tarde.
Así lo comprendió. No obstante, tomó resueltamente el camino de la
Otra Banda.
Corría, más que andaba, con grave peligro de inspirar sospechas. Por for-
tuna, era harto conocido y a nadie se le ocurrió molestarle.
Después de una hora de marcha, se detuvo delante de la sala-tienda en que
vivía Jorge y llamó.
Todos los perros de la vecindad se alarmaron; pero la habitación de Jorge no
se abrió.
En vano repitió los golpes; algunos vecinos entreabrieron sus puertas; Luis
juzgó prudente retirarse, desandando el camino que había hecho; pero lo hizo
con tanta lentitud como celeridad empleó al ir.
—¿Dónde estará Jorge? —se preguntaba—. Si él adivinara la noticia que
le traigo...
A distancia de dos cuadras se detuvo, dirigiéndose a sí mismo esta pre-
gunta:
—¿Qué hago? A casa de don José no puedo ir; no sabría qué decirle !como
a Jorge no le gusta que su tío se entere de estas cosas!...
Luis regresó otra vez y fue a sentarse a la puerta del cuarto de su amigo, en
una piedra.
—Le esperaré —se dijo—, volver a la ciudad a esta hora ya es imposible;
pero si a algún comisario se le ocurre pasar por aquí y tomarme por vago,
estoy lúcido.
Apenas se hubo hecho esta reflexión, divisó dos bultos que venían del lado
de la ciudad.
—Ya están ahí los comisarios —se dijo— ahora me divierten. Entretanto
los bultos que marchaban muy de prisa, llegaron, y sin duda sorprendidos
de ver un hombre a tal hora y en semejante sitio, se detuvieron como para
reconocerle.
—¿Luis, tú aquí?
139
Jorge, El Hijo del Pueblo
140
Primera Parte / 46 capítulos
mino, estaba abierta y creí notar que era el dormitorio de la señorita Isabel; ella
estaba dentro y hablaba con la vieja...
—Déjate, por Dios, de tantos pormenores.
—Te los refiero porque pueden serte útiles; pero si te cansan, adelante.
Regresaron doña Andrea con Pedro, y yo a cierta distancia. La vieja se metió
a casa de Latorre y yo me fui tras de Pedro, a quien no perdí de vista en toda
la tarde. No tienes idea cuánto ha trajinado. Esta noche, se notaba cierta
agitación en la Prefectura. Entraban y salían los jefes y Pedro con ellos; a las
nueve, Iriarte y su ordenanza se pusieron a conversar en el sitio más oscuro
de la calle, justamente donde yo me ocultaba para observarlos; ellos, que no
me notaron, hablaron sin reserva, y supe ...¡ay Jorge!...
—¡Habla, por Dios!.
—Que Pedro ha denunciado al Jefe Supremo no sé qué conspiración de
Vélez; que a la señorita Isabel la han hecho depositaria de un paquete de
comunicaciones, atado con su listón rosa, según entiendo, sin que ella misma
lo sepa; que Pedro tiene encargo especial de Iriarte de hacer hallar dicho
paquete en la habitación de la señorita, y que esta noche una fuerza de
caballería guiada por Pedro, asaltará la casa y sabe Dios lo que sucederá o habrá
sucedido, porque es ya demasiado tarde.
Jorge, sin desplegar los labios, abrió la puerta y salió precipitadamente.
—¿Dónde vas? —gritó Luis, poniéndose de pie y asomándose a la calle.
Pero en vano miró a uno y otro lado, todo estaba oscuro y silencio.
—¡Está loco! —se dijo Luis—. Lo que falta es que cometa una imprudencia
que a todos nos cueste caro; en fin, lo mejor será que me acueste aquí.
Luis cerró la puerta y cogiendo la bujía se dirigió a la división, que sin duda era
el dormitorio de su amigo, murmurando:
—Creo que don José tiene razón.
Capítulo 31
El asalto
R
etrocedamos algunas horas.
Mientras Iriarte daba a su ordenanza las últimas instrucciones, ten-
dentes a la realización de su pérfido plan y la fuerza se alistaba para
el asalto, en Carmen Alto reinaba la tranquilidad de la inocencia.
En medio de la oscuridad de la campiña, se distinguía la luz solitaria pro-
veniente de la casa del doctor Vélez.
141
Jorge, El Hijo del Pueblo
142
Primera Parte / 46 capítulos
“Hija mía:
Te contesto en el mismo papel para que lo quemes. Creo que San
Román
no dejará de cumplir su promesa, vamos a abrirle las puertas de la
ciudad
y un servicio así, bien merece recompensa; de Vivanco nada podía
esperar.
Te incluyo comunicación para San Román; los cincuenta pesos los
remitiré
mañana.
Guillermo de Latorre”
143
Jorge, El Hijo del Pueblo
144
Primera Parte / 46 capítulos
Isabel le miró sin que sus ojos llenos de espanto pudiesen reconocer al que
le hablaba.
—Soy Jorge, el pintor, está Ud. en gran peligro y vengo a salvarla.
—¡Ah! Jorge, ¡huyamos! —exclamó Isabel, recuperando sus fuerzas ante la
idea de salvarse.
—¿Se fía Ud. de mí?
—¡Sí, sí!
Jorge cogió el paquete, levantó los papeles sueltos, los guardó con pre-
cipitación en los bolsillos y de nuevo subió a la ventana, bastante baja por
dentro.
Isabel envolviéndose en su chalón de vicuña le siguió.
En este mismo instante acometieron por fuera la puerta del dormitorio
descargando algunos culatazos sobre la tabla.
Jorge salto al suelo y cogiendo a Isabel por la cintura la puso abajo.
Casi a la vez la puerta cedió y varios soldados y un oficial penetraron. En
vano registraron todo.
—Aquí no hay nada —dijo el oficial.
—¿Que no? —dijo el ordenanza de Iriarte, entrando.
—¡Cómo! —exclamó haciendo un gesto de sorpresa.
—¿Dónde está ella?
—¿Quién, hombre?
—La dueña de este cuarto.
—¡Quién sabe por dónde se habrá metido!, pero no nos importa mucho.
—Cabalmente ella tiene las más importantes comunicaciones.
—Pues a buscarla.
—¡Ah! ¡Cáspita! Esta ventana... —dijo Pedro, dándose un puñetazo en
la frente.
—Muchachos, a buscar por aquí a la fugitiva —dijo el oficial. Varios
soldados saltaron fuera.
—Ayúdales, Pedro, tú que la conoces.
El ordenanza corrió tras los soldados, diciéndose:
—Todo el plan del Mayor se va al agua si ella no aparece. Entretanto el
incendio se comunicó al cuarto de Isabel, y el oficial juzgó prudente aban-
donarlo.
El doctor Vélez, en calzoncillos, sin calzado, cubierto apenas por su capa,
yacía en el centro de uno de los patios rodeado de guardias brutales, que a
culatazos habían impuesto silencio a sus protestas de inocencia, contem-
plando con sorpresa las varias armas extraídas de sus propias habitaciones
y la voracidad del fuego que devoraba su casa; se decía que el siniestro lo
había casualmente producido una cantidad de pólvora que se inflamó en
145
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 32
Un día terrible
L
a familia de Latorre, bien ajena a los acontecimientos que hemos
narrado, reposaba tranquila en su casa de la ciudad.
La primera persona que se levantó a las cinco de la mañana que nos
ocupa, fue Cecilia; sin duda tenía costumbre de hacer sus excursiones mati-
nales, pues abriendo el cerrojo de la puerta de calle, salió.
Una vez fuera, principió a mirar a todos lados, como si le extrañara no
encontrar a alguien.
Bajó hasta la esquina y permaneció un rato mirando a una y otra calle.
—¡Si Luis estará enfermo! —se dijo.
Un grupo de mujeres, que, a juzgar por su exterior, se dirigían al mercado, se
aproximó hablando calurosamente.
—¿Y los han tomado a todos? —decía una.
—Se escaparon llevándose las comunicaciones; solo al doctor Vélez han
traído hasta sin medias ni zapatos y además una porción de armas y municiones
que tenía escondidas en la casa.
—¡Qué tal traidor, maccamama!22
—Dicen que todo estaba preparadito para la contrarrevolución, que el plan
era fusilar al general Vivanco en su propia cama.
—Ahora deben fusilarlos a ellos.
Cecilia que escuchó el anterior diálogo con creciente interés, se aproximó a
las mujeres y les preguntó:
22 Maccamama. Palabra quechua, que significa el que hiere o golpea a su madre. El quechua
es
una lengua aglutinante: Macca, significa, golpear, herir; y mama, madre.
146
Primera Parte / 46 capítulos
147
Jorge, El Hijo del Pueblo
148
Primera Parte / 46 capítulos
149
Jorge, El Hijo del Pueblo
o tres, la he llamado a gritos por las chacras vecinas sin tener contestación.
¡Quién sabe si el incendio la tomó dormida y se ha quemado!
—¡No lo digas! ¡Por Dios! ¡No lo digas! —dijo doña Enriqueta, estreme-
ciéndose.
—Con el susto quizá tomó el camino de la ciudad —agregó doña Andrea.
—Ya estaría aquí repuso la señora.
—Alguien la hubiera visto —añadió Cecilia.
Así, en la mayor ansiedad transcurrieron las horas. Casi a las oraciones
sintieron entrar un caballo; todas se precipitaron al patio; don Guillermo re-
gresaba solo y no necesitaron interrogarle, porque la lividez de su semblante
lo revelaba todo.
¡Isabel no aparecía!
Hubo un momento terrible de dolor.
Don Guillermo sin pronunciar una palabra se metió en su cuarto, se arrojó
sobre una silla y se puso a llorar como un niño.
Era padre, y su hija única y adorada acababa de desaparecer misteriosa-
mente en medio de un siniestro.
Poco a poco se fue serenando y su frente por momentos contraída, y sus ojos a
intervalos centelleantes, demostraban que los más sombríos pensamientos
cruzaban por su mente.
Así transcurrió una hora.
De improviso Cecilia se aproximó a la puerta, y dijo:
—Señor, ha venido el señor Iriarte.
Don Guillermo se levantó como impelido por una fuerza desconocida y se
dirigió al salón.
Hacía pocos minutos que el joven Mayor, elegante como siempre, afable
como nunca, preguntaba con vivo interés por la señorita Isabel.
Doña Enriqueta en extremo turbada, principió por responder;
—Está bien.
—¿Llegó con felicidad?
—Sí... está algo enferma.
—¡Cuánto se habría asustado anoche!... No era el caso para menos; ella tan
delicada, tan...
Don Guillermo entró.
Iriarte se adelantó a su encuentro con el más expresivo y afectuoso saludo en
los labios.
Latorre pareció desorientado.
—Durante el día se ha hecho un servicio tan estricto que me ha sido im-
posible venir a informarme de la salud de la señorita, a quien he considerado
150
Primera Parte / 46 capítulos
151
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 33
A través de las chacras
R
etrocedamos para encontrar a los fugitivos en el momento en
que Jorge puso en el suelo a Isabel.
El resplandor del incendio que avanzaba iluminaba un inmenso radio;
Jorge cogió de la mano a la joven que temblaba, y casi a la carrera la hizo
dar vuelta a la casa que en el extremo opuesto era ya un montón de cenizas
envuelto en espeso humo. Sin detenerse tomó por las chacras de ese lado.
A medida que se alejaban, la oscuridad era mayor; las fuerzas momentá-
neamente adquiridas por Isabel, principiaron a abandonarla; apenas seguía la
marcha de su conductor. Jorge comprendió que necesitaban detenerse; era
difícil que allí fueran a buscarlos.
Una vez acostumbrados sus ojos a la oscuridad, distinguió Jorge una promi-
nencia en el terreno; era una pirca de piedras puesta sin duda como señal.
—Aquí, señorita, puede Ud. descansar un rato —dijo el joven.
—¿No vendrán?
—Imposible; nadie imagina que está Ud. aquí.
Isabel se sentó. Era tiempo, pues casi no podía tenerse en pie.
Jorge se apoyó en un sauce inmediato.
Ninguno de los jóvenes volvió a pronunciar una palabra.
Con los ojos fijos en el incendio, que se veía a cierta distancia, se entregaban al
océano de sus pensamientos.
¿Podía darse situación más excepcional que la de Isabel?
Fugitiva de una casa entregada al saqueo y a las llamas, a la medianoche
internada en las chacras, en poder de un desconocido, que no otra cosa era
para ella Jorge.
¿Y aquellas extrañas cartas que la habían puesto a punto de extraviar su
razón?
En medio de todo dos imágenes no se apartaban de su mente: Alfredo y
su padre.
¿Qué dirían cuando supiesen los acontecimientos de aquella noche?...
Mientras tanto el tiempo iba transcurriendo, el incendio extinguiéndose, y
una luz blanquecina se dilataba por el oriente. Era la aurora que avanzaba.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A Arequipa, a su casa.
—¡Ah! Cuánto deseo estar allá.
—Por aquí, marchando siempre por los bordos de estas chacras podemos
alejarnos de Carmen Alto sin que nadie nos vea y con toda tranquilidad.
—¿Nos buscarán?
152
Primera Parte / 46 capítulos
153
Jorge, El Hijo del Pueblo
154
Primera Parte / 46 capítulos
155
Jorge, El Hijo del Pueblo
156
Primera Parte / 46 capítulos
157
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 34
Gotas de acíbar
J
orge guardó silencio por algunos segundos; no sabía cómo princi-
piar.
Al fin tomando una resolución dijo:
—¿Cómo llegó este paquete a sus manos, señorita?
—Lo hallé en mi cuarto.
—¿Y no sospecha Ud. quién pudo dejarlo ahí?
—No.
—¿Ninguna persona ha entrado?...
—¡No! ...¡Ah! Solo doña Andrea; pero...
—¿No la cree Ud. capaz de ser portadora de estos papeles?
Isabel vaciló.
Siempre le había sido antipática esta mujer, no obstante sus oficiosidades;
pero en asunto tan grave temía formarse un mal juicio.
—Estos papeles —continuó Jorge— están atados con el listón de uno de sus
vestidos.
—Es cierto —repuso Isabel— y es muy extraño; porque yo nunca he dado
listones a nadie.
—Luego sólo puede haberlo tomado una persona íntima de su casa, una
mujer que tenga la confianza necesaria para registrar roperos y baúles.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —contestó Isabel pensando en la costurera.
—¿Y no le parece muy raro el que haya coincidido la venida de doña
Andrea a Carmen Alto con estos acontecimientos?
—Jorge, tiene Ud. razón, cuando ayer me anunciaron la llegada de esa
señora, no sé por qué sentí una sensación penosa, como el presentimiento de
una desgracia; mas, ¿qué interés puede haber tenido en ocasionar tantos
desastres perdiéndome a mí?
—El de un poco de dinero.
Isabel se estremeció. Sabía muy bien que doña Andrea era remunerada con
largueza por los servicios que prestaba a Iriarte.
—Convengo en eso —respondió— y por lo mismo aquí se nota la mano
oculta de unos enemigos terribles, que hasta hoy ignoraba tener; porque yo no
recuerdo, Jorge, haber hecho mal a nadie.
—Muchas veces, señorita, se pagan ajenas faltas.
—¿Faltas que pueda pagar yo? Mi padre es el mejor de los hombres, nunca
ha tenido enemigos; mi madre fue un ángel, mi tía es una santa.
—Si Ud. me permite, puedo señalar en su señora tía, un pequeño lunar,
158
Primera Parte / 46 capítulos
su defecto único, en mi humilde concepto; pero que bien puede haber sido
perjudicial.
—Ya lo sé, va Ud. a decir que es orgullosa; este es defecto hereditario de su
familia; pero no veo qué parte pueda tener en lo que hoy me sucede.
—Cómo no; un rasgo de altanería, un acto despreciativo, una frase humi-
llante, pueden haber herido un corazón no menos soberbio y además cobarde,
vengativo y ruin. Recuerde Ud., señorita, si alguna vez ha llegado a su noticia, o
si Ud. misma ha presenciado algo semejante.
Isabel palideció.
Por segunda vez, en el curso de aquel interrogatorio del que parecía brotar la
luz, había pasado ante sus ojos de un modo fatídico, la imagen de Iriarte.
La escena del baile nunca se había apartado de su imaginación; conservaba en
la memoria todos sus detalles.
La reflexión de Jorge penetró, pues, como un frío puñal en su alma. Pero no,...
Alfredo era demasiado caballero, demasiado generoso y bueno para conservar
un rencor así, a la familia de su amada; si tuvo algún resentimiento lo habría
sacrificado a su cariño por Isabel; las posteriores atenciones de la familia, espe-
cialmente de su tía, todo lo habían borrado, todo lo habían hecho olvidar.
Jorge adivinó lo que pasaba en el alma de la joven e intencionalmente
agregó:
—Me parece algo raro el que en esta intriga tenga participación una per-
sona íntima de un amigo de la familia de Ud.
Isabel se detuvo, parecía haberse fatigado demasiado con la marcha.
—Explíquese Ud. claro, Jorge —dijo.
—Se lo he ofrecido, señorita, y lo cumpliré; pero me parece necesario que
tome Ud. algún descanso.
La joven sin replicar se sentó sobre la romaza23 que abundante crecía sobre el
bordo en que se hallaban.
—Decía Ud... —murmuró Isabel fijando sus ojos en el sereno semblante de
su amigo.
—Un tal Pedro, un soldado, ha desempeñado el principal papel en esta
intriga —dijo con sencillez Jorge.
—El ordenanza... —exclamó Isabel, oprimiéndose con fuerza el pecho.
—Del mayor Iriarte, sí —agregó con fingida indiferencia el joven.
—¡Cómo!... ¡No es posible!...
—Anoche un amigo mío, un hijo del pueblo como yo, recogió de su boca los
datos más preciosos para mí; la hora del asalto, la terrible importancia del
paquete atado con el listón color de rosa...
—¡Ah!...
23 Romaza. Llamada también "zarzaparilla", "llaquellaque", es una hierba que crece en los
bordos
de las acequias, tiene usos medicinales.
159
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Favorecido por la Providencia que vela por los inocentes, pudo sor-
prender Luis el diálogo en que Pedro recibía las últimas órdenes y el encargo
especial de hacer caer este paquete en manos de los asaltantes.
—¡Dios mío!
—Gracias a la oficiosidad de este buen amigo, que también se interesa por
Ud., señorita, pude llegar a tiempo para evitar una catástrofe.
—Pero, ¿quién daba esas órdenes infames? —dijo la joven por cuyo sem-
blante se había extendido el color de la magnolia.
Jorge tuvo miedo de revelar su nombre.
Aquella inocente criatura en cuyo rostro veía retratada la agonía del alma,
le interesaba demasiado para que él tuviera valor de herirla mortalmente, ade-
más, ¿quién podría saber las consecuencias de revelación semejante? Tiempo
había para que Isabel lo supiera todo, por ahora bastaba con lo dicho.
—Luis no pudo saberlo —respondió—; aquel hombre se ocultaba en la
sombra.
—¡Eso no es verdad!
—Los criminales se envuelven en las tinieblas —repuso Jorge imper-
turbable.
—Pero Ud. no sospecha... Ud. no cree...
—Todo juicio al respecto sería infundado, se aventuraría demasiado al
hacer una suposición cualquiera. ¿Quién puede saber las relaciones que ese
soldado tenga con gente desconocida?
—Tiene Ud. razón —dijo Isabel, respirando como si se le quitara un peso del
corazón.
—Preciso es que quien tal plan ha fraguado sea un malvado digno de
presidio. Ud. seguramente nunca ha visto en torno suyo un hombre de esta
condición.
—¡Oh, no, nunca!
Jorge sonrió imperceptiblemente.
Sin duda mil pensamientos cruzaban por su mente; porque aquella sonrisa
tenía mucho de compasiva, de irónica y de amarga.
—Pues, tenga Ud. la seguridad —añadió marcando las palabras— que el
autor de esta intriga criminal, es el reptil más repugnante y venenoso; que el
hombre que la ha concebido tiene el corazón de cieno.
—¡Ah, Jorge! ¿Si Ud. viera cómo han imitado mi letra y escrito con ella y
bajo mi firma las cartas más repugnantes y acusadoras, depresivas de mi
dignidad y de mi honor así como del de mi padre?...
Jorge no había sospechado aquello, así es que una nube sombría pasó de
nuevo por su frente; pero no dijo nada.
—Lea Ud., amigo mío —dijo Isabel—, infórmese Ud. de todo, quizá halle
una luz que nos descubra al criminal.
160
Primera Parte / 46 capítulos
161
Jorge, El Hijo del Pueblo
162
Primera Parte / 46 capítulos
sonas que nunca me han merecido confianza y que desde hoy me inspiran
horror: hablo de doña Andrea y de Pedro. Si Alfredo no se deshace de su
ordenanza, si mi tía no despide a su costurera, yo misma revelaré a mi padre
el compromiso que he contraído con Iriarte; porque me espanta la idea de
estar en manos de dos intrigantes, capaces de haberme puesto en la situación
en que me hallo. ¿No cree Ud., Jorge, que eso debo hacer? Dígame Ud. lo que
piense, con entera confianza.
Jorge guardó silencio.
Sin duda sostenía una lucha interior. ¿Diría la verdad, hiriendo el corazón
de Isabel, harto amargado ya? ¿La ocultaría haciéndose cómplice de la farsa
de Iriarte?
—¿Por qué calla Ud.? —preguntó Isabel con extrañeza—. ¿Por qué no me da
Ud. francamente su opinión?
—Señorita, no sé qué decirle.
Isabel fijó los ojos en Jorge y con esa perspicacia propia de las mujeres,
adivinó que algo quería ocultarle.
—Por Dios —dijo en ademán suplicante—, no me oculte Ud. la verdad,
amigo mío.
—¿La verdad? La verdad puede agregar una gota más a su amargo cáliz.
Isabel se puso pálida como la muerte. Se trataba de Iriarte; esto explicaba su
emoción.
—Hable Ud. —murmuró—, la incertidumbre es más horrible que la
realidad.
—Pues bien, sí; hoy o mañana es igual; siempre tendría que revelarle en
cumplimiento de mi deber, lo que voy a decirle; ánimo, señorita.
—No tenga Ud. cuidado, estoy preparada a todo.
—Ante todo le diré, que sé de muy buen origen, que Ud. sola no ocupa el
corazón del mayor Iriarte.
Por primera vez una víbora venenosa clavó su fatal mordedura en el co-
razón de Isabel que, trémula de emoción, se levantó de su asiento, diciendo
bruscamente:
—¿Que dice Ud.?
—Señorita, Ud. me ha obligado...
—Es cierto; continúe Ud., Jorge, y no haga caso de mí —dijo la pobre
joven, sentándose de nuevo y ocultando la frente entre sus manos.
Jorge la contemplaba con una ternura indecible.
—Tranquilícese Ud., señorita, después continuaré.
—Iriarte ama a otra, ¿no es verdad?
—Así es.
Isabel temblaba con un frío glacial.
163
Jorge, El Hijo del Pueblo
164
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 35
Confidencias íntimas
E
l sol descendía a sepultarse en el ocaso, cuando Jorge e Isabel se
detuvieron en una chacra de Yanahuara.
—Hemos llegado —dijo Jorge—; pero aún es muy temprano y debemos
aguardar que oscurezca, para entrar al pueblo.
—Sí, aguardemos aquí. ¡Oh y qué sitio tan hermoso!
Verdaderamente, el lugar en que los jóvenes se hallaban no podía ser más
poético.
Isabel tomó asiento en un elevado bordo tapizado de musgo.
Una prolongada hilera de sauces y frondosas plantas de flores silvestres de vi-
vísimos colores, formaban el respaldo de aquel inmenso diván aterciopelado.
Los rosales silvestres llenaban el ambiente con su delicioso aroma; la rosa
común de formas delicadas y color inimitable, abría en cada uno de sus broches
una copa de ambrosía.
La campiña matizada con todos los tonos del verde, se extendía por doquie-
165
Jorge, El Hijo del Pueblo
166
Primera Parte / 46 capítulos
167
Jorge, El Hijo del Pueblo
dio una enfermedad en los ojos, de cuyas resultas casi pierdo la vista.
Tan aflictiva situación no duró mucho, por felicidad. La hermana mayor de
mi madre vino a buscarnos y en medio de lágrimas y abrazos nos condujo a su
casa. Mi tía Jacinta era casada y vivía aquí, en Yanahuara, en la misma casita a
donde voy a llevarla a Ud., allí hizo con nosotros oficios de madre, ella me
llevó al bautismo y eligió el nombre que tengo.
Transcurrió un año.
Un día se presentó un caballero en busca de un ama de leche; su esposa
estaba muy delicada y no podía criar por sí misma a su hija. Mi madre dijo
que de buena gana iría; pero que le era imposible separarse de mí. El caballero
convino en que me llevase y aquel mismo día quedábamos instalados en casa
de la señora de Velarde.
Jorge hizo una pausa.
Isabel cada vez más interesada, escuchaba con religioso silencio.
—Todo esto —continuó el joven— me refirió mil veces mi madre, desde
que estuve en edad de comprender lo que me decía. Recuerdo que una vez
se me ocurrió preguntarle por mi padre, “reza por él”, fue su única respuesta;
más tarde la sorprendí llorando y nunca volví a repetirle esa pregunta.
En cuanto a mí, los albores de la razón me sorprendieron junto a la cuna
de una niña. Cuando mi madre tenía otras ocupaciones, me dejaba cuidando
a Elenita; yo, sentado en el suelo, la mecía para que no despertase y la mecía
tanto, que yo también fatigado de cansancio me rendía al sueño; aún conservo
en la frente la señal de un golpe que casualmente me di contra su cuna.
Jorge se interrumpió. Parecía que hallaba un goce melancólico al detenerse en
aquel punto de sus recuerdos.
—La familia del señor Velarde —prosiguió— era excelente. La formaban don
Fernando, su esposa Emilia, un niño algo mayorcito que yo, llamado Enrique,
y Elena; transcurrido algún tiempo, puede decirse que yo también formé parte
de la familia, que llegó a quererme como a tal.
Aun cuando Elena dejó de necesitar de mi madre, la señora Emilia no
quiso que dejáramos la casa; además, habíamos llegado a ser una necesidad
los unos para los otros; mi madre era de toda la confianza de la señora; yo no
podía pasar sin ver a Elena, sin jugar con Enrique, compañero inseparable de
mis travesuras infantiles.
¡Cuán risueños transcurrieron los días de mi niñez! ¡Ignorando los dolores de
la vida, sin saber lo triste de mi condición, ni la distancia que había de mis
jóvenes amigos a mí! Ellos me trataban como a hermano y yo, con inocente
franqueza, les daba el mismo nombre. Elena se hallaba conmigo y yo la quería
con todas las fuerzas de mi corazón. Enrique me hacía partícipe de todos sus
dulces y juguetes y yo nada hacía sin él.
168
Primera Parte / 46 capítulos
En verano íbamos al campo y algunas veces al mar. Cuando tuve cinco años,
fuimos a dar un paseo a las playas de Tambo. Todas las tardes nos enviaban
a los niños a jugar en las orillas del mar, al cuidado de mi madre. Enrique y
yo nos entreteníamos en buscar conchas con las cuales hacíamos pulseras y
collares, él los guardaba para su madre, yo corría a ofrecérselos a Elena, que en
brazos de la mía, se divertía escuchando cuentos. De estas escenas infantiles
tomé más tarde asunto para un cuadro que quise obsequiar a Elena, como un
recuerdo de esa venturosa edad; pero no lo quiso el destino.
Cuando Enrique entró al colegio, fui junto con él. Vestíamos de igual
manera y aprendíamos lo mismo; los condiscípulos nos creían hermanos
y Enrique nunca dijo lo contrario. Don Fernando decía que deseaba que
su hijo tuviese en mí un constante compañero, y que para que le fuese
enteramente útil, era necesario que yo tuviese tanta instrucción como él
mismo.
Con el tiempo llegué a saber más que Enrique; porque él era desaplicado
y yo no; amaba el estudio y mi mayor placer era la lectura; don Fernando
tenía una buena colección de obras selectas destinadas a su hijo; pero ellas
en rigor solo sirvieron para mí, que ávido de conocimientos no me cansaba
de beberlos en ellas.
Así pasaban los años
Contaría apenas nueve años de edad, cuando enfermó gravemente mi
madre. Doña Emilia, Elena, toda aquella bondadosa familia se constituyó
a la cabecera de su cama para asistirla. Todo fue en vano. Conociendo mi
madre que iba a morir, pidió los auxilios de la religión, se confesó y envió por
su padre. Por primera vez vi entrar en su habitación a un hombre de edad,
al parecer artesano; mi madre y el anciano hablaron sin testigos más de una
hora, después me hicieron entrar; mi madre incorporándose en su cama, me
dijo llorando: “Jorge, este es mi padre y tu abuelo, abrázale”. Yo corrí a los
brazos del anciano que me estrechó contra su pecho sollozando. Hasta ese
momento no había conocido de la familia de mi madre a nadie más que a mi
tía Jacinta, que algunas veces iba a visitarnos; aquel día fue también, pero no
sola, la acompañaba un joven, era su hermano menor, mi tío José.
Todos nos abrazaron a mi madre y a mí, derramando abundantes lágrimas; yo
también lloraba, como nunca hasta entonces había llorado.
Mi buena y santa madre no se cansaba de recomendarme a cuantas per-
sonas la rodeaban, especialmente a su familia... Al siguiente día, después de
recibir los santos sacramentos, murió en mis brazos...
Jorge calló.
Una emoción dolorosa había cortado sus frases; dos lágrimas oscilaban en
sus pestañas.
169
Jorge, El Hijo del Pueblo
170
Primera Parte / 46 capítulos
—Sí, más que a Enrique; porque a veces esconde mis juguetes, y tú nunca
lo haces.
Por segunda vez estreché su cabecita de serafín sobre mi pecho.
El joven volvió a suspender su relato, y acaso una lágrima invisible cayó
sobre su corazón.
—Las costumbres no se alteraron en nada por algún tiempo —prosiguió—.
Los días festivos pedía permiso para visitar a mi abuelo, a quien pronto llegué
a querer como a un padre, lo mismo que a mi tío José. Ambos me instaban
para que me dedicase a algún oficio, haciéndome reflexionar que era pobre y
que no siempre había de disfrutar de las comodidades que en el presente me
rodeaban. Comprendí que tenían razón; sentía también deseos de saber ganar
con mi trabajo; pero la carpintería no me gustaba; mi pasión era la pintura,
y así lo manifesté a mi familia.
—Está bien —dijo mi tío José—, en mi concepto eliges lo más a propósito
para morirse de hambre; pero no me opongo, apréndela, si quieres, lo que
importa es que sepas trabajar en algo; yo te costearé el aprendizaje.
Desde muy niño, los ratos de ocio los había dedicado a pintar flores y
animales que hacían el encanto de Elena. Después, en el colegio, me contraje
al dibujo lineal y natural que se enseñaba, y muy pronto fui el sobresaliente
en la clase. A los dos años, habiendo terminado el limitado curso del colegio
y contando con la protección de mi tío, busqué más amplios conocimientos
en el estudio de un buen pintor, que por motivos de salud viajaba y que por
entonces se hallaba en Arequipa. Catorce años de edad contaba cuando hice
mi primer cuadro tomado del natural; representaba al río Chili en avenida,
pasando bajo los arcos del puente viejo; el día que lo concluí fui efusivamente
felicitado por el artista bajo cuya dirección aprendía, el cual me predijo los
mejores resultados para el porvenir. Don Fernando, entusiasmado, preparó una
fiesta para exhibirlo; hubo dulces y refrescos y amigos suyos invitados para que
admiraran la primera obra artística de su hijo adoptivo, como me llamaba. No
sé si por agradar a don Fernando, o porque sinceramente creyesen hallar algún
mérito en mi cuadro, cuantas personas lo veían, manifestaban una sorpresa
bastante halagadora para mí. Yo obsequié aquel cuadro a Elena, que loca de
contento me dio un relicario que siempre llevo conmigo.
Diciendo así, Jorge, desprendió de su cuello una cadenita de oro que tenía
oculta, de la cual pendía un relicario del mismo metal, con una miniatura de la
Virgen de Copacabana.
Isabel examinó con detención aquella prenda, en la que llegó a descubrir un
microscópico grabado que decía: “Recuerdo de Elena a su hermano Jorge”.
Después se lo devolvió, diciendo:
—Es una verdadera preciosidad.
171
Jorge, El Hijo del Pueblo
172
Primera Parte / 46 capítulos
173
Jorge, El Hijo del Pueblo
no era lo mismo que habían sentido Pablo por Virginia, Dante por Beatriz,
Petrarca por Laura, y mi corazón respondió afirmativamente; sí, amaba y
estaba seguro de ser correspondido; mi Elena era más bella que Atala y más
candorosa que Graciela. ¡Cuántas hermosas quimeras para el porvenir! Se-
remos la excepción de aquellos desgraciados amantes, me decía, trabajaré,
me conquistaré un nombre y una fortuna, y cuando mi pincel rivalice con el
de Rafael y mi fama aturda a Europa, me arrojaré a los pies de don Fernando,
le pediré la mano de Elena, y no me la negará, y Elena será la reina de mi
corazón, la preciada diadema de mis triunfos. ¡Ay infeliz de mí! Adormecido
en sueños de rosa, con los últimos cantares de la infancia, no veía el abismo
que existía entre Elena y yo.
Jorge se detuvo como si quisiera tomar nueva fuerza para continuar su
narración.
—Don Fernando obtuvo un destino del Gobierno en Lima, y partió solo.
La situación económica de su familia empeoraba, el pequeño sueldo dividido
no bastaba para cubrir todas las exigencias de la vida, y hubo que vender las
alhajas y algunos muebles. Doña Emilia se afligía. Enrique se proponía traba-
jar; pero la señora no quería cortale sus estudios y hacía mil sacrificios para
fomentarlos; Elena lloraba en silencio, yo sufría indeciblemente; mi pasión
aumentaba a medida que veía sufrir a Elena; sin embargo un profundo silencio
sellaba mis labios.
Sin que hubiéramos atravesado una sola palabra, comprendía yo que ella
adivinaba lo que por mí pasaba; pero, ¡cosa extraña! sus lágrimas desaperci-
bidas por todos excepto por mí, eran cada día más frecuentes; a medida que
transcurría el tiempo aumentaban las pruebas del cariño que para mí guardaba su
corazón inocente, y asimismo su secreto pesar. Era que ella veía con claridad lo
que yo ciego, ignorante, loco, no alcanzaba a distinguir.
Poco a poco la voz de Jorge iba adquiriendo un timbre opaco, seco; sus
ojos tomaban una expresión más sombría.
—Entre ella y yo —continuó— la sociedad tenía abierto su maldito
abismo; abismo que por serlo de orgullo necio e ignorante no pueden
salvarlo ni la virtud, ni el talento, ni el poder, ni el oro, ni la gloria. Ele-
na era una señorita de ilustre cuna y distinguida posición social; yo, un
pobre muchacho acogido en su casa por caridad, el hijo de la ama, un
infeliz, un hijo del pueblo a quien la ley franquea todos los caminos de la
ambición, en tanto que la sociedad le cierra los del corazón, obligándole
a asfixiarse moralmente con sus propios sentimientos comprimidos.
Jorge soltó una risa que heló de espanto el corazón de Isabel, quien le miró con
sorpresa, casi con terror.
—No —dijo el joven riendo inconteniblemente—, no crea Ud., señorita,
174
Primera Parte / 46 capítulos
que estoy loco, por el contrario, nunca manifiesto más juicio que cuando me
burlo de mi insensatez.
Isabel notó que en tanto que Jorge reía nerviosamente, en sus ojos oscilaba
una lágrima, y su alma se sintió estremecida ante la tortura que adivinó en
aquel corazón, como nos estremecemos al inclinarnos sobre los bordes de un
negro abismo.
Jorge, dominando apenas su horrible reír, continuó entrecortando sus
frases, por la emoción, no sabemos si de la risa o del sollozo.
—Las conveniencias sociales no solo envenenaron mi existencia, también
condenaron a perpetuo martirio el corazón de Elena. ¡Niña desgraciada!...
Insensiblemente la excitación del joven iba apagándose en un océano de
tristeza profunda: las brumas melancólicas que se alzaban en su alma, poco a
poco fueron velando su frente, sus ojos y su voz. Así el Sol que acaba de lanzar sus
más ardientes rayos se eclipsa de repente tras la nube más densa.
—Un día —continuó— la familia recibió una carta; don Fernando se
moría, no tanto por la gravedad del mal cuanto por la falta de asistencia;
doña Emilia, traspasada de dolor, decidió en el instante su viaje a Lima,
prestándose para emprenderlo quinientos pesos, por manos de un buen
amigo de la casa, Fray Antonio Robles. Como no había tiempo que perder,
doña Emilia dispuso llevar consigo a sus dos hijos, dejando la casa, como se
hallaba, a mi cuidado. Un frío glacial recorrió mis venas. Yo no iba a Lima,
no prestaría mis últimos servicios a don Fernando, a quien me había
acostumbrado a mirar como a un padre. “Es natural —me dije— no tienen por
qué llevarme, nada soy de esta familia sino un criado”. Por primera vez me
detuve a reflexionar sobre mi verdadera situación, y comprendí cuál era el
papel que me tocaba representar en la gran comedia de la sociedad. El prisma
que hasta entonces tenía ante los ojos cayó de improviso, por primera vez
también medí el abismo que me separaba de Elena y la palabra “¡imposible!”
brotó de mis labios, destrozando mi alma con las aceradas garras de la
desesperación...
¡Ay, señorita! Ud. no puede imaginar lo que pasó por mí en ese instante en
que todos mis sueños huyeron ante la realidad...
Con tan dolorosa expresión pronunció el joven estas palabras, que Isabel
sintió que se humedecían sus ojos.
—En una sola noche —prosiguió Jorge—, me había adelgazado notable-
mente y la palidez de la muerte se extendió sobre mi semblante, no en vano;
porque mi corazón era un cadáver... que sufría.
Caminando por toda la casa como un demente, sin darme cuenta de lo
que hacía, me había detenido por fin en un ángulo del patio, apoyándome en
la pared; mi abstracción era tan profunda, que bien podía decirse que en esos
175
Jorge, El Hijo del Pueblo
momentos no existía; de ella me sacó la voz de Elena, que con una dulzura
infinita me decía:
—Jorge, ¿estás enfermo?
Me estremecí con un sacudimiento nervioso y al verla a ella frente a mí, fue
tanta mi turbación que apenas pude responder, entrecortando las sílabas:
—No, señorita.
Sorprendida me dijo:
—¿Cómo, por qué me llamas señorita? ¿Ya no soy para ti Elena, simple-
mente? —Y suavizando aun más su acento, agregó—: ¿Quizá te he dado algún
motivo de resentimiento? Si es así, dímelo, Jorge, y ten la seguridad de que
habría sido de un modo involuntario.
Cada una de sus palabras era una espina que se clavaba en mi corazón.
—No, Elena —respondí— para ti sólo tengo motivos de gratitud; pero estoy
tan transtornado que no sé ni lo que digo.
Viendo que se acercaba doña Emilia, me retiré vivamente, dejando a Elena tan
sorprendida como angustiada.
Aquel día la oí llorar en su habitación y como me sentía morir, huí hasta de
la casa, me puse a recorrer las calles hasta por la noche en que regresé y me
encerré en mi cuarto sin ver a nadie.
El siguiente día era la víspera de la partida. Sentía por momentos agotarse
mis fuerzas. Evitaba a todo trance encontrarme con Elena; por que temía que
me pidiese una explicación que no debía darle y que sin embargo, conocía
que no tendría valor para negársela. Entre los múltiples afanes del viaje pasó
el día. En la tarde, fatigado por las agitaciones de mi espíritu más que por mis
trabajos físicos, me dirigí al jardín en busca de la soledad, amiga del infortunio;
pero apenas hube penetrado distinguí a Elena melancólicamente apoyada
en un árbol; hice un movimiento para retroceder, pero fue tarde; al ruido de
mis pasos Elena había alzado la cabeza y me miraba. No tuve más que seguir
adelantando hacia ella. Un sudor parecido al de la muerte sentía que bañaba
mi frente y mis pasos eran trémulos e inciertos.
Sin quererlo, a pesar de mis precauciones para evitarlo, el destino me
había conducido a encontrarme con Elena, en los momentos supremos de
una despedida tal vez eterna, y en medio de la soledad que por doquiera nos
rodeaba.
176
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 36
El corazón de Jorge
177
Jorge, El Hijo del Pueblo
178
Primera Parte / 46 capítulos
179
Jorge, El Hijo del Pueblo
los sueños de rosa, al amor, a la felicidad; amor, sueños, ilusiones que habían
durado menos que el copo de espuma que arroja la ola sobre la playa; felici-
dad que nunca habíamos conocido. Pero, ¿cómo separar dos corazones en el
mismo instante en que se han comprendido? ¿No es suponer el retroceso de
la aguja cuando el imán la atrae? No. En el alma humana hay algo superior
a la misma naturaleza, algo que sobreponiéndose a los mismos sentimientos,
sin destruirlos, sin atenuarlos siquiera, vence, y arroja sobre la senda del deber
la palma del sacrificio.
Elena, llenos sus ojos de llanto, me tendió por última vez la mano, di-
ciéndome:
—Adiós, Jorge, no olvides a la amiga de tu infancia.
Yo tomé su linda mano, esa mano que cuando niño tantas veces había
curado mis heridas, y al llevarla a mis labios la bañé con un torrente de lá-
grimas y no pude responder una sola palabra; porque en ese instante faltaba el
pensamiento a mi cabeza, la luz a mis ojos, y sólo tenía una facultad, la de
sentir; pero nada más que un dolor supremo, casi infinito.
La voz de doña Emilia que se aproximaba llamando a Elena, puso brusco fin
a esta escena terrible para nosotros. Yo maquinalmente me puse a coger flores.
Elena para disimular su llanto cogió la regadera y comenzó a regar las plantas
con agua y lágrimas.
Doña Emilia no extrañó encontrarnos en nuestra ocupación favorita; hizo
algunas advertencias a Elena respecto a la marcha, me encargó de nuevo el
cuidado del jardín y de toda la casa y se retiró llevándose a Elena, pues era muy
tarde, dijo, y a juzgar por nuestro semblante, ambos estábamos muy en-
fermos. Elena trató de protestar que no tenía nada y yo sin pronunciar una
sílaba, le entregué un ramo de rosas recién entreabiertas, que ella prendió sobre
su seno, como Ud. acaba de hacerlo, señorita, evocando con su acción estos
recuerdos, que en vano trato de destruir.
—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó Isabel—. Involuntariamente le he herido, Jorge.
El joven no respondió, parecía buscar aire para aspirar, como si todo el que
libre corría, fuera poco para sus pulmones.
Se puso de pie y dio unos cuantos paseos.
—Al día siguiente —continuó—, al amanecer, partió la familia en com-
pañía de un caballero anciano, que hacía el mismo viaje. Enrique me abrazó
efusivamente; entre Elena y yo no medió una sola palabra; la vi subir al
caballo que debía conducirla a Islay, una última mirada fue nuestra suprema
despedida y aún noté sobre el seno de mi amada el ramo de rosas, marchito
como mis ilusiones.
Jorge tornó a sentarse y apoyando la frente entre sus manos, quedó sumer-
gido en profunda meditación.
180
Primera Parte / 46 capítulos
181
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 37
La familia de José
I
sabel se había envuelto en su chal y conducida por Jorge cami-
naba lentamente por el desconocido y molesto pavimento de la Otra
Banda.
Silenciosos al principio, ambos por esa fatiga que se apodera del espíritu
cuando acaba de experimentar violentas sensaciones, poco a poco fueron
cambiando algunas palabras; por último Isabel se atrevió a preguntar a su
amigo si no había tenido noticias posteriores de Elena y su familia.
El joven respondió que dos meses después de la partida había recibido carta
enlutada de Enrique en la que le comunicaba la muerte de don Fernando,
y le ordenaba la venta de cuanto contenía la casa, el pago de los quinientos
pesos con su importe y la devolución al dueño de las llaves de la casa, donde
todos habían crecido, pues agotados los recursos doña Emilia no podía vol-
ver. Que él cumplió exactamente, y recibió nueva carta de Enrique por la
cual le anunciaba su próxima partida a una hacienda del norte donde había
conseguido un destino.
—Hace seis años —continuó— que nada más he sabido de Elena ni de su
familia. Varias veces he escrito, jamás he obtenido contestación. He pregun-
tado a las personas que llegan, nadie la ha visto ni ha oído hablar de ella.
—Por doloroso que sea —dijo Isabel— es preferible que hayan terminado
sus relaciones con esa familia. Así, con el transcurso del tiempo mirará Ud.
182
Jorge, El Hijo del Pueblo
184
Primera Parte / 46 capítulos
185
Jorge, El Hijo del Pueblo
186
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 38
Recelos
187
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Imposible!
—Eso digo yo, imposible que adivines. Pues, oye, te he visto dando el
brazo a una señorita.
Jorge hizo un movimiento del que no se apercibió José
—Era linda, muy linda... rubia.
—¿Y?...
—Aguarda, me acordaré. Ibas andando, andando con ella por unos ca-
minos... inmensos: de repente el traje de ella se volvió como de novia, luego le
noté alas, se convirtió en uno de los ángeles grandes de nuestra Madre y
Señora de las Mercedes, y ¡rass!... Se volvió al cielo.
—¡Delirio!
—Eso debe ser. Pero, mira, volví a soñar y otra vez te he visto con una
señorita, aquí delante de mí; yo me sentía dormido y ella me miraba y te pre-
guntó: “¿Es muy grave la herida?” Yo me estremecí; porque esa voz conozco
mucho y desperté; pero nada había, nada, ¡gracias a Dios!
—¿Y si fuese una realidad?
—¿Qué?
—La presencia de una señorita aquí...
—No, no me digas eso, Jorge.
—¿Por qué?
—Porque... ¿pero tú sabes de quien estoy hablando? —dijo José tratando de
incorporarse.
—Puede ser...
—¡Ah! —exclamó José mirando fijamente a su sobrino—. Siempre ella te está
dando vueltas en la imaginación. ¡Esto debe ser un castigo!
—Ahora me toca preguntar ¿de quién habla Ud.?
—¿De quién ha de ser?... Pero no hablemos de eso.
—Al contrario, tío, es de ella precisamente de quien tengo que hablarle.
José hizo temblar el catre como si le acometiera un escalofrío.
—Tú —dijo—. Tú tienes algo que decirme de... de...
—¿De la señorita Isabel de Latorre? Sí, tío. ¿Qué hay de extraño en
esto?
José clavó una mirada penetrante en Jorge, como queriendo leer hasta el
fondo de su alma a través de su fisonomía; pero no pudo descubrir otra cosa
que una serenidad perfecta. Se tranquilizó un tanto el noble artesano y
tratando de arrojar sus extrañas imaginaciones, preguntó, dejándose caer
blandamente sobre sus almohadas:
—Vamos a ver, ¿qué tienes que decirme de esa señorita?
—Muchas cosas.
—¡Empieza!
188
Primera Parte / 46 capítulos
189
Jorge, El Hijo del Pueblo
historia; pero has omitido la causa porque figuras en ella de un modo tan
principal; más claro, ¿qué móvil te induce a preocuparte de esa señorita, a
seguir todos sus pasos?
—El del agradecimiento, el de la simpatía más justa, desde que por ella
fui tratado en su casa con todas las deferencias que las gentes de su posición
reservan solo para la juventud aristócrata que forma el encanto de sus salones,
bien diferente por cierto del despotismo que con el pintor usaba el resto de
su familia.
José se agitó de nuevo.
—Y ese agradecimiento, esa simpatía... ¿No son más que simpatía y agra-
decimiento?
—¿Y qué más puede ser?
José no se atrevió a seguir preguntando.
Jorge creyó adivinar lo que pasaba en la mente de su tío y no pudo menos
que sonreírse.
—Él también —se dijo—, como Luis, como todos los que no hayan sufrido
como yo, como todos los que sean incapaces de concebir la existencia de tan
puros y varios vínculos de unión entre las almas...
—¿Y dices —continuó José— que ella te ha dado permiso para que me
cuentes todo?
—De otro modo nunca lo habría hecho.
—¿Conque tanta confianza tiene en ti?
—Lo mismo que en Ud. —se apresuró a decir Jorge.
—¿En mí?
—¡Claro está cuando le confía un secreto!...
—¡Y nadie lo sabrá!
—Sí, ya sé que Ud. guarda los secretos con suma estrictez.
José no respondió.
Jorge se puso de pie.
—¿Ya te vas?
—Sí, tío; estoy algo fatigado, necesito descansar; Ud. también necesita
reposo.
—Bien, vete y llámame a Rosa para que me dé la cucharada.
—Está bien, buenas noches tío.
—Buenas noches.
Jorge salió y José se quedó murmurando: Él la ama, no me cabe duda. Esa
solicitud, ese entusiasmo, ese arriesgarlo todo por ella, ¡ah! Y hay un millón de
imposibles; ¿qué digo? Ante Dios sólo hay uno, uno sólo.
Y el buen artesano se golpeó la frente.
—No debo permitir —continuó— pero, ¿cómo evitar?... No puedo decir,
190
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 39
Gentes sencillas
J
acinta cedió su cuarto por aquella noche a la hija de Latorre, no
sin arreglarlo, del mejor modo posible. Cambió la cama a la que puso por
colcha un rico mantón bordado; preparó un pequeño tocador en que la
taza y la jarra eran de barro, la peineta de madera, la toalla, el paño cortado de
un fustán sin concluir. Después de pedir nuevas excusas a Isabel por lo mal que
era hospedada, se retiraron todos encargándole cerrar por dentro, pues no
tenía llave la puerta.
En cuando se vio sola, Isabel procedió a hacerlo, pues se hallaba tan
nerviosa que todo le daba miedo. En seguida se sentó en una silla en actitud
meditabunda y gruesas lágrimas comenzaron a correr de sus ojos. Media hora
transcurrió así. La naturaleza bastante trabajada reclamaba sus derechos, el
sueño principió a entorpecer sus ideas. La joven enjugó su llanto y paseó una
mirada por la habitación, sus ojos tropezaron con un Crucifijo encerrado en
191
Jorge, El Hijo del Pueblo
192
Primera Parte / 46 capítulos
193
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Ay! señorita, es el mayor castigo que Dios puede mandar. Todas son
pensiones, reclutamientos, pérdida de trabajo, persecuciones, y luego, cuan-
do menos pensamos nos traen heridos o muertos a nuestros parientes, como
sucedió con mi pobre padre.
Los ojos de Jacinta se humedecieron.
Isabel conmovida, preguntó:
—¿El padre de Ud. murió en la guerra?
—En la revolución de cuando la bandera echeniquista.
Para cambiar de conversación Isabel preguntó después de un rato:
—¿Y Jorge, dónde está?
—No tardará en venir; el pobre se levanta a las seis de la mañana a trabajar en
la maestranza; allá le mando el almuerzo con un muchacho de la vecindad, que
también lo lleva a su padre.
—¡Pobre Jorge!
—No es por ser mi sobrino, señorita; pero no he visto a nadie como él.
Siendo joven tiene tanto juicio como si fuera de mucha edad.
—Ustedes deben quererlo mucho.
—¿Cómo no le hemos de querer, si sus buenas acciones son capaces de
comprar a cualquiera? Figúrese Ud., señorita, cuando José está enfermo, él
trabaja para sostener a todos, y a veces, buenos sacrificios le cuesta darnos de
comer, como sucedió cuando Morán. Si Ud. lo permite le contaré.
—La escucho con el mayor gusto.
—Pues en esa guerra sufrimos como nunca; principiaron por reclutar a José
y quedamos en poder de mi sobrino que entonces era más jovencito. Como
la revolución duró tanto tiempo, vendimos cuanto teníamos para comer;
trabajo no se encontraba, así es que mi sobrino después de andar todo el día
regresaba por la noche con un real, con dos. Un día salió para La Palma el
batallón en que estaba José. Rosa de aflicción y debilidad cayó enferma, con
unas fiebres que la hacían hablar disparates. Cuando por la noche vino Jorge,
nos encontró en una amargura grande; Rosa en la cama y malísima, porque
no había con que pagar al médico; los chicos llorando y pidiendo pan, los
angelitos no habían probado bocado en todo el día, y menos yo; luego que
vieron a mi sobrino se colgaron de él, pues sabían que siempre traía con qué
comprar pan; pero esta vez se venía sin un cuartillo.
—¡Ay Señor! ¡Qué situación tan horrible!
—Pues vea Ud., señorita, lo que hizo mi sobrino. Tenía un cuadro que
estimaba y quería muchísimo; porque en él estaba el retrato de su madre, el de
él mismo y creo que el de una niñita que fue su hermana de leche; (y viera Ud.
que parecidos todos; hablar les faltaba) era lo único que no se había vendido;
al ver cómo estábamos, Jorge me dijo que mandase vender el cuadro con un
194
Primera Parte / 46 capítulos
195
Jorge, El Hijo del Pueblo
—En ese caso, ¿el mayor Iriarte está considerado como miembro de ella?
—Todavía no... todavía no —dijo Isabel, vacilando—. Mientras no tenga una
prueba evidente de la rectitud de sus procedimientos.
Y los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas.
—Entonces le suplico, señorita, que este paquete —indicando el que tenía
en el bolsillo—, no lo examinen más que Ud. y el señor de Latorre.
—¡Oh! por cierto, su contenido es demasiado bochornoso aunque sea
apócrifo.
—Me permito también rogarle cuide mucho de que no desaparezcan las
falsificaciones que contiene; porque eso llegaría a ser una desgracia de incal-
culables consecuencias.
—Descuide Ud., serán guardadas con dobles llaves.
—Anoche me he ocupado de examinar estos papeles con toda escrupu-
losidad y he podido convencerme de su gran importancia.
Isabel llevó el pañuelo a los ojos.
Jorge deseando distraer por aquel momento sus tétricos pensamientos, dijo:
—Creo, señorita, que ayer le ofrecí presentarle un amigo.
—Sí, lo recuerdo, mi otro protector.
—Si Ud. lo permite, puedo hacerlo entrar.
—Con el mayor gusto.
Jorge salió y no tardó en regresar con Luis.
—Presento a Ud. señorita, a Luis Vargas, uno de mis mejores amigos.
—Que se apresura a ponerse a su servicio —agregó el joven con timidez.
Isabel le tendió la mano que Luis se apresuró a estrechar con respeto.
—Mucho tengo que agradecerle —dijo Isabel—. Mucho deseaba conocerle
para manifestarle mi reconocimiento.
—Sólo he hecho mi deber, señorita, y eso no vale nada —repuso Luis
acortado.
Jorge se sonreía de ver los apuros en que su amigo estaba delante de Isabel.
—Este —continuó Luis indicando a Jorge—, me hablaba siempre de lo
bondadosa que es Ud.
—No debe creerse lo que Jorge diga al respecto —repuso Isabel—, peca
por exageración; pero ante todo, tenga la bondad de decirme si Ud. conoce
a las personas que anteanoche sorprendió hablando del asalto a la casa del
señor Vélez.
Luis se irguió cambiando de expresión, cual se hallara ante el juez, y dijo
con firmeza:
—Sí, señorita.
—¿Quiénes eran?
—El mayor Iriarte y Pedro.
196
Primera Parte / 46 capítulos
197
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Sí, señorita.
—Cuánto me alegro que Ud. sea el elegido por mi querida Cecilia; ella me
habló de esto hace poco tiempo, yo le dije que si la persona que la solicitaba por
esposa era digna de ella, contase con mi protección; ahora que sé quien es, les
prometo todo mi apoyo.
—¡Ah, señorita! Es Ud. un ángel —dijo Luis.
—Será para mí uno de los motivos de mayor satisfacción, el ver dichosas
a dos personas que tanto estimo y a quienes tanto debo.
—Nosotros la bendeciremos todos los días de nuestra vida.
Así, entretenidos en agradable charla, cuyo tema obligado fue Cecilia,
nuestros tres jóvenes vieron pasar las horas, ora paseando por el jardín, ora
tomando asiento en un banco de sillar que había bajo unos ciruelos, hasta
que Rosa entró diciendo que la merienda estaba enfriándose.
Todos pasaron al corredorcito.
Un hombre con un brazo atado que descansaba en un pañuelo pendiente
del cuello, se hallaba sentado en la patilla.
Al ver a Isabel se levantó.
Jorge adelantándose hizo la presentación de estilo. Isabel tendió su fina
mano a José, que tuvo que tomarla con la izquierda.
En seguida todos rodearon la mesa sobre la cual humeaban soberbios
picantes y se ostentaban grandes vasos de chicha.
Rosa y Jacinta habían hecho cuanto pudieron para obsequiar a Isabel.
Durante la merienda reinó la más franca cordialidad.
Luis estuvo decidor y alegre; Jorge jovial y atento; Rosa solícita y cariñosa,
Jacinta expresiva y obsequiosa; los niños contentos como los pájaros al ama-
necer; Isabel amable, dulce y complaciente con todos.
José también se manifestó afectuoso con la joven; pero como no comía ni
bebía, se ocupaba de observar y comparar los semblantes de Isabel y de Jorge,
viendo sin duda lo que nadie notaba, pues a veces decía imperceptiblemente
para los demás: “¡Esto es admirable, parece providencial!”.
Las cuatro de la tarde eran, cuando Isabel se dispuso a dejar la compañía de
aquella honrada y sencilla familia.
Rosa le dio su manta de cuando fue novia, que guardaba nueva en el fondo de
su baúl y tanto ella como Jacinta se ofrecieron a acompañarla hasta su casa, lo que
de buena gana aceptó Isabel.
Viendo José que Jorge también se disponía a salir, le dijo imperiosamente
al oído:
—¡Tú no vayas!
Jorge miró con asombro al artesano.
—¿Cómo sería posible que yo sólo me quedase, cuando le he ofrecido
198
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 40
La recompensa
H
acía dos días que en casa del señor de Latorre reinaba el mayor
desasosiego.
El desgraciado padre de Isabel, falto de fuerzas físicas y morales,
después de buscar a su hija, loco de desesperación el primer día, había caído en
un abatimiento que no le permitía ni salir de su habitación, ni hablar más que
con Iriarte, a quien había confiado la misión de encontrarla.
Este, que aparentaba no perdonar medio para hallarla, no hacía otra cosa
que dar al diantre con el fracaso de su plan y temer la vuelta de Isabel a la casa
paterna. De buena gana habría deseado que la tierra se tragase a ella y al
hombre que la había sacado de en medio del incendio.
Porque, ¿quién era este actor desconocido con quien no había contado
para la consumación de su tragedia? ¿Qué era del lío de papeles?
¿Iriarte pensaba que bien podría descubrirse la intriga y entonces?... El Jefe
Supremo era inexorable y terrible, mucho más tratándose de asuntos que
pudiesen empañar el brillo de la carrera militar y la honorabilidad de su
distinguido cuerpo de edecanes.
Doña Andrea no estaba menos asustada; su conciencia nada tenía de
tranquila.
Pedro nada temía; estaba seguro de no aparecer para nada; pero respetaba las
órdenes de su Mayor.
Cecilia no se cansaba de llorar, mucho más cuando también ignoraba
dónde estaba Luis.
Doña Enriqueta profundamente angustiada, pero llena de entereza, hacía
199
Jorge, El Hijo del Pueblo
200
Primera Parte / 46 capítulos
201
Jorge, El Hijo del Pueblo
202
Primera Parte / 46 capítulos
203
Jorge, El Hijo del Pueblo
204
Primera Parte / 46 capítulos
205
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 41
Correspondencia de Lima
D
oña Luisa de Peña, rodeada de sus hijas Hortensia y Mercedes,
hacía un tejido de mallas de gran primor, cuando entró el doctor
Félix y dijo:
—¿No saben ustedes las últimas novedades?
—¡No! —repusieron a una voz las tres, fijando una investigadora mirada
en Peña.
206
Primera Parte / 46 capítulos
207
Jorge, El Hijo del Pueblo
lez, que por ahí existe una mano oculta y que en ello hay algo de traición.
—¡Ah! ¡Qué infamia! Eso sí que merecería un castigo ejemplar.
—Estamos rodeados de traidores.
—Me alegro que se haya descubierto con tiempo todo; por lo único que lo
siento es por la suerte del doctor Vélez —dijo Mercedes.
—Y yo por las niñas —agregó doña Luisa.
—¡Pobre Sofía! —dijo Hortensia.
—¡Pobre Elvira! —añadió Mercedes.
—A propósito —dijo don Félix—, aquí tenemos cartas de Lima. —¡A
ver, a ver!
—Esta es para ti —dijo el doctor Peña entregándosela cerrada a Horten-
sia—, esta otra para mí.
Ambos rompieron los sobres.
Hortensia leyó primero a media voz, después alto, lo siguiente:
208
Primera Parte / 46 capítulos
209
Jorge, El Hijo del Pueblo
210
Primera Parte / 46 capítulos
—Naturalmente.
—Pero me parece tan cándido, tan pagado de sí mismo el tal limeño...
—dijo doña Luisa.
—¡Uf! si es la esencia de la superficialidad; y lo más bonito es que ya no me
conoce; me encuentra y me mira con tanta indiferencia como si jamás me
hubiese visto.
—Eso no nos importa.
—Absolutamente nada.
Capítulo 42
Principio de una historia
H
ortensia y Mercedes tenían entre manos un asunto de la mayor
importancia, que requería el secreto más inviolable y les robaba
muchas horas diarias.
Se trataba de dar una sorpresa a su mamá con unos almohadones bordados
para el día de su cumpleaños; y esta grave empresa las retenía encerradas en el
cuarto de Hortensia, sobresaltándose al sentir pasos, ocultándolo todo al
sentir la aproximación de alguna persona hacia la puerta, ni más ni menos
que si fueran conspiradores o monederos falsos.
Instaladas pues, en torno de la mesacosturero, Mercedes exigió a Horten-
sia el cumplimiento de su promesa, y esta dio principio a su narración de la
manera siguiente:
—Como tú sabes, cuando llegamos a Lima, nos hospedamos los primeros
días en uno de sus elegantes hoteles; mas, pronto mi papá tomó en arriendo un
cómodo departamento principal, en una casa muy bonita.
—Sí, ya sé todo eso, pero ¿y Elena?
—Aguarda, no seas impaciente.
—Continúa.
—La primera mañana que amanecimos en nuestro nuevo domicilio, me
levanté bien temprano y abrí una ventana que caía sobre el patio interior,
en cuyo centro corría una pila de agua circundada de pequeño jardincito; al
extremo opuesto del sitio en que me hallaba, había otro departamentito cuya
única ventana abierta, permitía ver a una joven que cosía. Tan preocupada
estaba que no sintió el ruido que yo produje al abrir, y no se movió hasta
que, concluido el hilo, levantó la frente y se encontró conmigo. Imagínate
mi sorpresa al ver un rostro que parecía desprendido de un lienzo de Rafael
o de Murillo.
211
Jorge, El Hijo del Pueblo
212
Primera Parte / 46 capítulos
las cosas que más angustiaba a la señora, era ver trabajar tanto a su hija y que ni
aun así, ni con el pequeño sueldo que su hijo Enrique, empleado en Trujillo, les
enviaba, podían cubrir sus necesidades, pues solo en médico y botica se iba una
cantidad de dinero, que relativamente era considerable.
—Pero mi papá la curaría de balde —observó Mercedes.
—Sí, desde que tuvimos amistad, pudieron economizar ese gasto. Elena
—continuó Hortensia— hacía lo posible por manifestarse alegre y feliz, a fin
de tranquilizar a su madre por esta parte; pero muchas veces, mientras cosía
cantando un triste arequipeño, sorprendí lágrimas en sus ojos. Cuando más
verdaderamente contenta estaba, era cuando recibía cartas de su hermano, a
quien amaba con infinita ternura. Como para nada se necesita tanto dinero
como para cultivar relaciones de sociedad, Elena no las tenía y nadie visitaba
su pobre domicilio, si se exceptúa a un joven elegante y al parecer rico.
—¡Sería su novio! —dijo Mercedes.
—¡Maliciosa!
—¿Pero en fin, lo era?
—No; pero pretendía serlo.
—¿Qué decía la mamá?
—Le tenía mucha estimación y creo que hasta agradecimiento de que en su
triste situación Iriarte frecuentase su casa.
—¿Iriarte?
—Sí, Alfredo Iriarte.
—¿El que dicen que se casa con Isabel de Latorre?
—El mismo; pero como vas a ver esto no es cierto —dijo con candor
Hortensia.
—Pues qué, ¿se casó con Elena?
—¿No acabas de oírlo en la carta que Enrique ha escrito a mi papá?
—Creí que se refería a otro Iriarte. Continúa.
—Según me dijo doña Emilia, Iriarte pertenecía a la aristocracia de
Lima, eran ilustres su cuna y su apellido, su padre era un anciano que a
la nobleza de sus pergaminos, unían el mérito de ser un general vence-
dor de la Independencia, a la vez que un modelo de probidad y honor;
según dijo mi papá todo eso era cierto. Después llegamos a saber que
la madre de Iriarte había sido una señora absolutamente entregada al
lujo y a la frivolidad, que los bailes y las modas le habían quitado tanto
tiempo, que no lo tuvo para formar el corazón de su hijo; que había
disipado una fortuna y que el pobre anciano general estaba arrinconado
en la oscuridad.
—Pero nada de esto sabría doña Emilia —dijo Mercedes.
—Nada; como con nadie tenía amistad, no sabía sino lo que Alfredo
quería que supiese.
213
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡A mí me es antipático!
—Confieso que a pesar de las muchas cualidades que doña Emilia le atri-
buía, no me gustaba el joven. Elena le profesaba la mayor antipatía. Según me
dijo, Iriarte era un hipócrita, que delante de su madre se mostraba tan
respetuoso, como insolente y grosero con ella cuando la encontraba en la calle y
la seguía a la iglesia y a donde quiera que iba.
—¿Y por qué no se lo decía a su madre?
—Sí, se lo decía, pero doña Emilia todo lo atribuía a una aversión inex-
plicable en su hija, para con un joven tan cumplido.
—¿Y cómo terminó esto?
—Vas a saberlo: Un día al regresar Elena de la calle, halló a su madre ra-
diante de alegría; esto la sorprendió, porque hacía muchos años que no había
sucedido; doña Emilia la llamó y le dijo:
—Dios se ha acordado de nosotras, hija mía; porque para premiar sin duda los
cuidados que prodigas a tu madre, te ha deparado un brillante porvenir.
—No te comprendo mamá —repuso Elena.
—Me voy a explicar en pocas palabras: Alfredo Iriarte pide tu mano.
Elena me refirió que sintió agolparse toda su sangre en el corazón y que
inmóvil se quedó mirando a su madre, quien le dijo:
—¿No contestas? ¿Te disgustaría ser la esposa de un hombre joven, noble,
rico, de alta posición social?.
—Es que no le amo, mamá —repuso la infeliz criatura y rompió a llorar.
—¡Pobrecita! ¿Y qué hizo su madre?
—Doña Emilia tomó las manos de su hija y se las besó repetidas veces.
—Eres una niña —dijo— y lloras por muy poca cosa; si ahora no quieres a
Alfredo, cuando sea tu esposo le amarás. Así me sucedió con tu padre
—añadió— yo quería ser monja, pero mis padres y los de Fernando habían
arreglado nuestro enlace; nunca había visto al que me destinaron para esposo;
cuando mi padre me dijo que había determinado casarme y que me preparase a
recibir a mi novio que venía a conocerme. Yo incliné la cabeza ante una
determinación que en ese tiempo era ley irrevocable, pero me eché a llorar sin
consuelo. De allí a ocho días nos casamos y te aseguro que nos amamos tanto,
que nuestro cariño ha ido más allá de la tumba.
Y doña Emilia afectada por el recuerdo de su esposo, rompió en llanto.
Elena reprimió sus lágrimas para enjugar las de su madre.
—Sin embargo, hija mía —continuó la señora—, yo no pretendo obligarte y
te doy el tiempo que quieras para reflexionar sobre nuestra situación y el
modo de remediarla, piensa que el cambio de nuestra suerte está en tus ma-
nos, que si hoy desdeñas a la fortuna, puede ser que no vuelva a presentarse
214
Primera Parte / 46 capítulos
jamás; reflexiona que no siempre te he de acompañar, que tal vez estoy muy
próxima a dejarte y que te quedas huérfana y sola en una población extraña,
donde la virtud está rodeada de acechanzas; medita en todo esto y procura
amar a Alfredo.
—¡Ay! ¡Horrible debe ser la pobreza! —dijo Mercedes, profundamente
conmovida.
—Nunca me he horrorizado tanto de sus efectos que cuando he visto de
cerca los sacrificios que impone —repuso Hortensia.
—¡Jesús! De solo imaginarlo me espanto; pero continúa que cuanto antes
deseo saber el fin.
—Desde ese día —prosiguió Hortensia— la melancolía de Elena fue en
aumento; un pesar inmenso se revelaba en su abatido semblante; doña Emilia
que notaba la creciente repugnancia de su hija para aceptar a Iriarte, cayó
también en sumo abatimiento.
Un día me llamó y después de referírmelo todo, me suplicó que influyera
sobre el ánimo de Elena, para determinarla a contraer aquel enlace. Yo se lo
prometí.
Hacía tiempo que Elena me había puesto al corriente de estas pretensiones,
así es que no me fue difícil cumplir con el encargo de su mamá; pero mien-
tras más reflexiones le hacía para que desechara esa pueril repugnancia, más
inflexible se mostraba, hasta que rompiendo a llorar me dijo:
—Nunca, porque amo a otro.
—¡Dios mío! —exclamó Mercedes—. ¿Y tú qué hiciste?
—La abracé; porque te aseguro que me llegó al alma su dolor, ¿Y quién es
ese? —le pregunté— ¿Dónde está? ¿Porqué no lo has dicho?
—¡Calla! —me dijo— ¡calla! no se lo vayas a decir a mamá; porque es un
secreto que por primera vez sale de mis labios, y lo ignora hasta mi her-
mano.
Luego me refirió que la diferencia de posición social era el imposible levan-
tado entre ella y el ser que amaba; que en aras de su amor filial había realizado
el sacrificio de darle una eterna despedida; pero que su alma, su corazón y sus
pensamientos le pertenecían por completo, y no podía entregarlos a otro.
Convencida de la resistencia de Elena, lo hice presente a su mamá, ofre-
ciéndole no obstante trabajar en ese sentido.
Doña Emilia había escrito a su hijo Enrique sobre este asunto, y Elena no
se había descuidado en manifestar a su hermano su invencible antipatía por
Iriarte y el empeño de su mamá en que lo aceptase. Enrique dirigió una carta
a su madre diciéndole que si en efecto era bueno el partido que se ofrecía,
tratase de persuadir a Elena de su conveniencia; pero que en ningún caso la
obligase; porque esto sería hacerla desgraciada durante toda su vida; que no
215
Jorge, El Hijo del Pueblo
tuviese cuidado por el porvenir, que él amaba a su hermana con toda su alma y
que siempre le estaría consagrado.
—¿Y dime, papá sabía algo de esto? —preguntó Mercedes.
—Sí; pero le era igualmente repulsivo Iriarte; no sé que tenía este joven para
ser antipático a todos, excepto a doña Emilia.
—Continúa.
—Pasó algún tiempo. La enfermedad de doña Emilia se agravaba progre-
sivamente, los recursos cada día eran más escasos. En vano Elena trabajaba
noche y día, sus fuerzas debilitadas por falta del alimento conveniente decaían
de un modo notable.
Un día, en vano aguardaron la llegada del vapor que debía llevarles algún
dinero de parte de Enrique, ni tuvieron comunicación; al siguiente recibieron
una carta escrita por mano extraña; Enrique participaba por medio de un
amigo que en la hacienda donde trabajaba había ocurrido un incendio, que
aprovechando del siniestro algunos malhechores se habían lanzado al robo,
siendo él uno de los perjudicados, pues le habían sustraído junto con algunas
prendas de vestir, el ajuste íntegro que había recibido ese día; que estaba herido
a consecuencia de haberle caído una viga al tiempo que trataba de apagar
el fuego; que la herida no era grave; pero que el médico le había prohibido
hacer uso de su brazo derecho.
Ya puedes suponer cuál sería el efecto de esta carta; fue un día de duelo
para la pobre familia, su situación económica recibió un golpe de muerte,
se agravó la señora y su curación se hizo un problema, pues no había cómo
comprar las medicinas. Yo supliqué a mi papá me permitiera hacerme cargo de
esto, mientras se hacían de recursos, lo que gustosamente me fue concedido.
Elena se arrojó a mis brazos llorando de gratitud, doña Emilia esforzando su
debilitada voz me colmó de bendiciones. Poco después entró Iriarte y enterado
por doña Emilia de lo que pasaba, se mostró en extremo pesaroso.
—Señora —dijo—, es preciso que esta situación termine de una vez; una
sola palabra de la señorita Elena puede hacer brotar luz y alegría, don-
de solo reinan incertidumbre y dolor; soy inmensamente rico; pero nada
puedo hacer ahora por ustedes, porque ofendería su delicadeza; la señorita
Elena tiene en sus manos el secreto de la felicidad de todos.
Cuando Iriarte se retiró doña Emilia llamó a Elena y le preguntó si aún
no se había decidido a salir de la triste situación en que se hallaban y como
Elena no respondiese, doña Emilia rompió a llorar amargamente. En vano
yo le advertía que eso podía hacerle daño, que un arrebato traería graves
consecuencias; su llanto se hacía cada vez más fuerte, hasta que Elena que
gradualmente había ido poniéndose pálida, se abalanzó al cuello de su madre,
diciendo con sollozos entrecortados, aunque sin lágrimas:
216
Primera Parte / 46 capítulos
—No llores, mamá, ya estoy resuelta a casarme con Iriarte, aun cuando sea
hoy mismo; pero no llores más.
Doña Emilia, aun cuando estaba lejos de comprender la magnitud del
sacrificio de su hija, la estrechó en sus brazos y cubrió de lágrimas y besos su
semblante y sus manos.
Aquí llegaba Hortensia en su narración, cuando se aproximó un criado
y anunció a las jóvenes que la sopa estaba servida y los señores en el comedor.
Capítulo 43
La boda
T
erminado el café, Hortensia y Mercedes volvieron a su cuarto de
labores y esta rogó a aquella continuase su relato.
—Iriarte regresó en la tarde —continuó Hortensia— y como todo
urgía, se acordó que la boda tuviera lugar la noche siguiente.
El novio se encargó de arreglarlo todo; practicar las diligencias necesarias
ante la autoridad eclesiástica, conseguir una multitud de licencias, entre ellas
dispensa de proclamas y de consentimiento ante el cura de la parroquia, y
permiso para que la ceremonia religiosa se efectuase en la misma habitación
de doña Emilia, para que ésta pudiese presenciarla. En fin, aquel joven era
un prodigio, todo lo facilitaba. Habló también de que concluido el acto re-
ligioso, conduciría a su esposa a un palacete que decía poseer en Chorrillos,
con el impropio nombre de rancho; allí Elena prepararía el alojamiento para
su madre; cuyo traslado debería tener lugar al día siguiente del matrimonio.
El nombramiento de padrinos recayó en mi papá y doña Emilia, esta me con-
firió su poder para que la represente en ese acto. De los cuatro testigos de ley
también se encargó Iriarte.
Terminadas estas disposiciones doña Emilia más tranquila se durmió y Elena
y yo tomamos asiento en un banquito junto a la verja del jardín.
Era una de esas noches tibias y perfumadas de Lima, en que la luna hace su
carrera dejando ver a medias su luminoso disco, a través de las blanque-
cinas brumas que la envuelven, a manera del vaporoso velo que cubre a una
desposada.
Te confieso que sentía el corazón oprimido.
Elena permaneció silenciosa mucho tiempo.
Yo tenía miedo de hablarle.
A la luz indecisa de la luna me parecía una estatua de alabastro. Retenía
217
Jorge, El Hijo del Pueblo
entre las mías una de sus manos y sus ojos seguían el lento curso de la luna.
—Mira —me dijo, sin cambiar de actitud— esa luna eclipsada por las
brumas es la imagen de mi corazón nublado por los pesares... ¿Ves? La niebla la
cerca, ella huye, huye como el perseguido, mas las nubes le salen al encuentro, se
levantan como oleadas, la estrechan, la envuelven, la hacen agonizar, mira, mira,
casi no alumbra ya.
Elena inclinó la frente cual si creyera realmente que la luna fuese a morir y
temiera presenciarlo.
Transcurrido un momento se volvió a mí y fijando en los míos sus grandes
ojos me dijo:
—¿Has amado alguna vez?
Con un movimiento de cabeza le dije que no.
—¡Ah! Entonces no puede comprenderme —añadió.
—Aunque mi corazón no haya sido turbado por un gran afecto, comprendo la
inmensidad de su sacrificio —le dije— algo más, mido mis fuerzas y creo que en
tu lugar no tendría valor para hacer lo que haces tú.
Elena lanzó un suspiro y dijo:
—Si vieras a tu madre al borde de la tumba y que con tu sacrificio pudieras
salvarla, ya vería cómo tendrías resolución para arrancarte el corazón o destro-
zarlo. Ser víctima, sufrir sola, sin temor de que nadie sufre por nuestra causa.
¡Ay, Dios mío! Sólo hay uno que si supiera lo que hago, sintiera romperse su
corazón y a cuyo dolor no resistiría yo; pero está lejos, muy lejos...
Elena oprimió su pecho con fuerza.
—¡Jorge, Jorge! —dijo después como si pudiera oírla— esta es la última
noche en que me es permitido pensar en ti. Mañana a esta misma hora tendré
que arrojarte de mi corazón... no, no, mi corazón morirá dentro de mi pecho,
para que sus latidos no sean tuyos.
Tu nombre no saldrá más de mis labios, mi fantasía no acariciará más tu
imagen; porque ya seré la esclava de un hombre a quien con juramento me
obligaré a amar.
No podré robarle ni un pensamiento; porque sería traición, perjurio,
crimen.
Pero esta noche aún soy libre, aún puedo consagrarte absolutamente mis
recuerdos, mi amor inmenso como el abismo que nos separa, mis ilusiones
también, mis esperanzas para otra vida futura, para esa mansión que existe
encima de estas brumas, más allá de esta luna, lejos, muy lejos de las estrellas.
El dolor de Elena se transmitía a mi pecho y de mis ojos brotaban raudales de
lágrimas.
Elena lo vio y me dijo:
—Dichosa tú que puedes llorar; yo no tengo una sola lágrima; creo que
218
Primera Parte / 46 capítulos
219
Jorge, El Hijo del Pueblo
220
Primera Parte / 46 capítulos
221
Jorge, El Hijo del Pueblo
menos pálida, si sus ojos no hubieran tenido ese cerco azulado del insomnio y el
pesar, habría estado menos hermosa, menos ideal. Parecíame Isabel de Segura
divinizada por los poetas y casi temía que tan encantadora criatura se
desvaneciera como visión vaporosa.
Las trémulas flamas de las bujías que refractaban en el espejo daban algo de
fantástico al cuadro.
Elena transformada se miraba; sus ojos reflejaban la luz de sus ojos devuelta
por el cristal; ardía la cruz en su garganta como chispas eléctricas; su velo la
envolvía como una nube inmensa, pero ligera, vaga, indecisa.
Elena seguía contemplándose.
Su blanca imagen se destacaba en un fondo oscuro, era el fondo de mi
gabinete cubierto de tinieblas; se diría que era la personificación de la aurora
saliendo del seno de la noche, la primera irradiación de la luz brotando del
caos.
Elena seguía viéndose.
En los labios de cualquier mujer habría asomado una sonrisa de satisfacción, los
de Elena solo se agitaron para decir con un acento indefinible: “¡Jorge!”.
—¡Basta, Elena, basta! —le dije— no pronuncies más el nombre del que amas;
porque hoy ha muerto para ti.
—Sí —me dijo—, ha muerto cuando precisamente debía empezar a vivir
para mí.
¡Cuán bella debe ser la noche en que una mujer coronada de azahares y
envuelta en su velo transparente, se dirige al altar llevada de la mano por el ser
que adora, para jurarle amor eterno!
¡Cuán dulces serán las horas que precedan al instante en que la Iglesia
bendiga la unión de dos corazones que se aman!
Ella se afanará por parecer hermosa a los ojos de su prometido; él se em-
belesará contemplando la belleza de su desposada adornada con los símbolos
de la pureza de sus sentimientos. Gozará ella leyendo la felicidad en los ojos
del que ama; sus labios sonreirán a la dicha y el estruendo de la fiesta apenas
será un eco de la alegría que inunde su alma. ¡Ay! que diferente es esta noche
para mí...
Elena se había sentado en un sillón cubriéndose el semblante con las
manos; yo la contemplaba con angustia.
De improviso se puso de pie y sacando del seno un fragante paquetito me lo
entregó, diciendo:
—Guarda esto. Dentro de pocas horas no podría retenerlo sin grabar mi
conciencia. Es el ramo de rosas que me dio Jorge el día en que para siempre
nos separamos; tres años lo he llevado en mi seno tal cual lo ves; lo deposito
en tus manos para que cuando la muerte haya roto el lazo que va a unirme a
222
Jorge, El Hijo del Pueblo
224
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 44
Hortensia termina su narración
L
a voz de doña Luisa llamando a sus hijas, interrumpió la historia que
refería Hortensia.
Es cierto que ya había anochecido y que en el salón había visitas.
Mercedes tuvo que conformarse y aguardar al día siguiente para saber el fin
de aquel drama.
Apenas las jóvenes se vieron libres, volvieron a sus bordados, que dicho
sea de paso, no adelantaban gran cosa y Hortensia prosiguió así:
—La señora se agravó; Elena se puso muy mal y tuve que llevarla a la
cama. Papá llevó a otro médico e hizo consulta; el resultado de ella fue que a
doña Emilia le restaban pocos días de vida y que Elena padecía un fuerte
ataque nervioso, que podía tener funestas consecuencias.
Aquel mismo día llegó el correo del norte y trajo una carta de Enrique para
su madre. Esta, en extremo postrada, me rogó que la leyera. Así lo hice. Enrique
estaba muy aliviado, el Administrador compadecido de su desgracia, le había
adelantado un sueldo, cuya mayor parte remitía en una letra a su madre. La
última parte de la carta creí conveniente suprimir, en ella decía Enrique a doña
Emilia que no se empeñase en el matrimonio de su hermana, porque había
recibido malos informes del novio.
Papá indagó en la Prefectura la causa de la prisión de Iriarte. El Prefecto
le dijo que hacía tiempo que habían denunciado una casa de juego sostenida
por Alfredo; pero que había tenido que desentenderse por las influencias de
su padre que era una persona respetable, aun en medio de la total ruina en
que se hallaba a causa de los despilfarros de su esposa y de las calaveradas de
225
Jorge, El Hijo del Pueblo
su hijo, el cual no hacía otra cosa que burlarse de sus canas y deshonrar su
nombre; pero que últimamente se había descubierto un complot revolucio-
nario que debía iniciarlo un motín de cuartel encabezado por Iriarte, que de
esto ya no era posible desentenderse, tanto más que habían rumores de una
tentativa de asesinato contra Castilla.
En efecto, Iriarte estaba en Casamata, incomunicado. Los periódicos de la
oposición aprovecharon del incidente para hacer rudos ataques al Gobierno.
Pintaron con los más vivos colores el hecho inaudito de prender a un joven
perteneciente a una familia distinguida, al pie del altar, en momentos en que
daba su nombre y su mano a una bella señorita ocasionando tal vez la muer-
te a una respetable matrona y enlutando un hogar donde momentos antes
reinaba la alegría.
Nada valió.
Se hablaba por lo bajo de cierto proyecto de asesinato ordenado por Vi-
vanco contra el presidente Castilla.
—¡Eso sí que no lo creo! —exclamó vivamente Mercedes.
—Ni yo, ni nadie que tenga juicio, porque el General Vivanco es demasiado
caballero para valerse de crímenes —agregó Hortensia— pero es lo cierto,
que Lima estaba llena de este rumor y que quince días después Iriarte salió
desterrado para Chile, sin que nadie hubiera logrado hablar con él.
Papá describió a Enrique, refiriéndole todo lo acontecido.
Elena, merced a los muchos esfuerzos que hicimos por restablecerla, pudo
levantarse a los pocos días.
Desde entonces, sentada a la cabecera de su madre, contaba sus respiraciones.
No tardó la señora en pedir los auxilios de la religión, que le fueron sumi-
nistrados inmediatamente.
Elena parecía un cadáver, tenía fiebre y había adelgazado notablemente.
Por fin llegó Enrique, precisamente cuando doña Emilia agonizaba.
Los dos hermanos recibieron junto con las últimas disposiciones, las
bendiciones maternales y no se apartaron de la cabecera de su madre hasta que
expiró.
Elena se precipitó sobre el cadáver exclamando: “¡Madre mía!”, y perdió
el conocimiento. La llevé a mi dormitorio, la acosté en mi cama, hice llamar
a varios médicos, que declararon ser pulmonía aguda lo que tenía. Más de un
mes duró su convalecencia, pues muchos días estuvo entre la vida y la muerte.
Por fin se le salvó, pero quedó dañada del pecho y del pulmón.
Es incalculable el dolor de Enrique en la muerte de su madre y su aflicción al
ver el estado de su hermana.
No omitió sacrificio para honrar la memoria de la primera y salvar a la
segunda.
226
Primera Parte / 46 capítulos
Capítulo 45
El cumpleaños de José
T
res semanas después de lo expuesto en el capítulo anterior, José
celebraba su cumpleaños con inusitada pompa.
No era solamente el deseo de divertirse lo que obligaba al honrado ar-
tesano a gastar en un día las economías de varios meses; otro fin se proponía.
Sus cavilaciones respecto a Jorge, eran cada vez más tenaces. No hacía
muchos días que Luis había elogiado la dulzura de la voz de su amigo, aquella vez
que ambos cantaron frente a los balcones interiores de la casa de Latorre,
atribuyendo su melodía a lo entristecido que se hallaba esa noche el ánimo de
Jorge.
Esto puso el colmo a los temores de José, quien después de pasearse largo
tiempo en su cuarto, llamó a Rosa y conferenció con ella en secreto, haciéndole
presente que amaba a Jorge como a un hijo y que pensaba en darle esposa.
Recordó con este motivo a una tal Virginia, hija muy engreída de una honrada
lavandera, la cual había estado en el colegio; sabía leer, escribir, peinarse y
227
Jorge, El Hijo del Pueblo
vestirse bien y nunca se había ocupado más que de la costura y las mallas y era
muy virtuosa. En concepto de José, esta era la única novia posible para su
sobrino. Empero había la dificultad de que Jorge ni aun la conociese y esto era lo
que se proponía salvar, invitando a la madre y a la hija, por medio de Rosa, al
convite de su cumpleaños.
Esta aceptó la idea con el mayor entusiasmo.
—Háblales de Jorge —dijo José— diles cuanto él es, que no se necesita
mayor elogio, y no te olvides de ponderar su voz y lo muy bien que toca y
canta.
—Descuida, que nada se me irá —repuso Rosa.
—Hagamos el último esfuerzo por distraer su pensamiento —dijo en alta
voz el artesano, luego que estuvo solo.
El programa se cumplió al pie de la letra.
Por la mañana hubo misa de salud en Cayma, con los padrinos respectivos. De
regreso tuvo lugar el almuerzo expresamente preparado para el señor Cura, a
quien tanto estrecharon que se vio precisado a aceptar. Presidió él la mesa,
tomando asiento el del onomástico con su padrino don Rudecindo y Jacinta,
que fue la madrina, Rosa, Jorge, Luis y los chicos.
Terminado el almuerzo, se retiró el señor Cura a quien acompañaron hasta
la puerta los dueños de casa con visibles muestras de cariño y respeto.
Después cada uno se retiró a sus ocupaciones y las mujeres a hacer los
preparativos del caso.
Cerca de las dos de la tarde principiaron a llegar los convidados.
Cuando los hijos del pueblo se divierten, no necesitan de las ceremonias
y cumplidos que gastan las clases elevadas y que por lo regular solo sirven de
fastidio.
La civilización ha dispuesto que las más elegantes formas oculten el rencor,
la vanidad y la envidia que devoran a la culta sociedad.
Los hijos del pueblo no necesitan recurrir al antifaz cuando los ha reunido la
amistad y la franqueza para darles un momento de alegría. Si alguno de los
invitados tiene diferencias con otro, lo manifiesta sin rebozo al dueño de la
fiesta y no asiste. La hipocresía, no hallando cabida en los talleres ha ido a re-
fugiarse en los salones, donde magníficamente ataviada preside los festines.
Las familias de los artesanos, llegaron, pues, a casa de Rosa, alegres y
sencillas. Las mujeres aseadas en sus vestidos y con dos hermosas trenzas bien
peinadas; los hombres cubiertos de polvo: aquellas venían de sus casas, estos...
de las trincheras.
José los recibió con su acostumbrada amabilidad.
Tan luego como entraron Virginia y su madre, Rosa avisó que los picantes
estaban en la mesa. Con demostraciones de entusiasmo se recibió la gran
228
Primera Parte / 46 capítulos
229
Jorge, El Hijo del Pueblo
26 Mozamala, danza sensual que se bailaba en las chinganas de mala fama, y que luego se
moderó
al añadirle rasgos hispanos y franceses, hasta convertirla en una danza elegante y de
salón.
230
Primera Parte / 46 capítulos
—Que bailen doña Jacinta y don Silvestre, una glosa, don Rudecindo
—dijo Virginia.
—Han ido por cuerdas.
Las muchachas hicieron un gesto de impaciencia.
—Qué, ¿se han arrancado? —preguntó José aproximándose.
—Sí, ahijado, falta la prima.
José tomó la guitarra para componer la cuerda.
—Es demás, ahijado, se ha roto de muy abajo, ¿ve Ud.?
—Tiene Ud. razón, padrino; pero para un baile de pañuelo no hace falta la
prima; lo que siento es estar con el brazo mal.
—¡Un baile de pañuelo! —gritaron varios.
—Que toque don Rudecindo.
—A eso voy —dijo este tomando la vihuela y rasgando con todas sus
fuerzas.
—¡Parejas! —gritó José con solemnidad.
Al punto salieron dos: Jacinta y don Silvestre, Narciso y Virginia.
Don Rudecindo cajeaba con los dedos sobre la vihuela.
Por fin, las parejas se pusieron en movimiento y ahijado y padrino empe-
zaron a glosar.
El naranjo en el huerto
No da naranjas
Porque da los azahares
De la inconstancia.
Para qué me dijiste
Que me querías
Que sólo con la muerte
Me olvidarías.
Al llegar aquí José gritó: ¡Fuego!
Al instante todos los presentes principiaron a jalear, unos con las manos,
otros golpeando las mesas o las bancas; pero todos acompasadamente sin
perder el aire de la música. El baile se hizo más arrebatador y los cantores, sin
pérdida de tiempo, continuaron:
Fuego violento mi alma
Fuego violento
Me violentas el alma
Y el pensamiento
Ayayay y así decía
Un enfermo de amores
231
Jorge, El Hijo del Pueblo
Que se moría.
Que se moría, sí
Que se moría.
—Dos, dos, dos, uno sin otro no vale, uno sin otro no vale.
Don Rudecindo volvió a principiar.
Desde entonces la jarana subió extraordinariamente de punto.
Las mozamalas se sucedían sin interrupción, los glosadores se turnaban y
las copitas de resacado iban y venían, sosteniendo el buen humor.
Los borrachos empalagosos, que después de fastidiar a todos terminan por
dormir, no pertenecían al número de los amigos de José. Todos eran artesanos
honrados y pundonorosos como él.
Por eso la alegría, no el desorden, presidía la fiesta.
Rosa notó la ausencia de Jorge y de Luis y se lo hizo advertir a su marido en
voz baja.
—Es verdad —dijo José— ¿dónde se habrán ido? Y
salió en su busca.
Si el lector quiere seguirnos, podremos encontrarlos antes.
Capítulo 46
El Yaraví
L
a luna cruzando solitaria por el transparente azul del cielo envia-
ba raudales de luz de plata sobre las frescas plantas del jardín.
Jorge sentado sobre la frondosa parra, sobre un banco de piedra, con-
templaba su misteriosa carrera.
La noche estaba deliciosa. Un aura juguetona y ligera rozaba la frente del
joven.
La algazara de la función, los cantos, las carcajadas, el sonido de las copas,
llegaban hasta él, levantando un eco doloroso en su corazón.
Aquella alegría le hacía daño, lo envolvía en una tristeza indefinible.
Luis le había dicho que iba a ver a Cecilia y lo había dejado solo.
No hallándose Jorge con ánimo dispuesto para tomar parte en la diversión y
atraído por los encantos de la naturaleza, prometió a su amigo aguardarle en el
jardín.
La serenidad de la noche, la apacible claridad de la luna, el delicioso
ambiente de las flores, los misteriosos genios de la soledad, se apoderaron de
aquella soñadora alma de artista y principiaron a pulsar sus fibras, cual las
de una lira.
232
Primera Parte / 46 capítulos
233
Jorge, El Hijo del Pueblo
27 Yaraví. “Canción triste indígena, casi siempre de carácter amatorio, tradicional de los
indios del
Perú, de quienes ha pasado a los mestizos, principalmente los de la sierra, que componen o
cantan
yaravíes como cosa propia. Corrupción del quechua harahui que significa esto mismo”.
(Juan de
Arona. Diccionario de peruanismos).
234
Primera Parte / 46 capítulos
que no se hizo rogar tanto y que ya tenía la copa en la mano, dijo a su amigo:
—Mira que se van a enojar contigo si no tomas.
José también le decía:
—Condesciende con los amigos; un poquito no ha de hacerte mal.
Jorge aceptó una copa con la condición de que no habían de exigirle otra.
—Se lo prometemos —repusieron.
—Entonces, a la salud de todos ustedes.
—Lo mismo digo yo —agregó Luis— pero ustedes nos acompañarán.
—Con el mayor gusto.
Las copas se llenaron.
—¡Salud!
—¡Hurra!
Se chocaron los cristales, se les suspendió a los labios y desapareció su
contenido.
—¡Ahora a tocar!
—¡Que cante Jorge!
—¡Que cante Luis!
—¡Un yaraví!
—¡El prometido yaraví!
—Vamos, Jorge, esta niña solo ha venido por oírte cantar —dijo José
indicándole a Virginia.
—Voy hacer lo que pueda, tío.
Luis sonrió maliciosamente.
Don Rudecindo aproximó la guitarra que apenas tenía tres cuerdas.
Luis desapareció volviendo a los pocos minutos con una hermosa vihuela,
que entregó a su amigo.
Él tomó la de don Rudecindo:
—Pero si no tiene cuerdas —dijo.
—Todas se han reventado —repuso aquel.
—Aquí hay encordadura completa —dijo Jorge sacándola cuidadosamente
envuelta en un papel, de la caja de su vihuela.
—Arréglala tú —dijo Luis, dándole la guitarra de don Rudecindo.
Jorge la tomó y principió por quitarle las tres cuerdas viejas.
Como la operación era larga, todos volvieron a su primitiva diversión y
renació la algazara.
Entretanto, Rosa sentada junto a Virginia, hacía el panegírico de Jorge.
José desde un ángulo de la sala, observaba a su sobrino, que ocupado en
templar la vihuela, hablaba de vez en cuando en voz baja con Luis y a veces se
sonreía.
—Esto va bien —pensaba el honrado artesano— desde que le dije que
235
Jorge, El Hijo del Pueblo
28 Triste. El nombre español del yaraví, por lo que se dice tocar o cantar un triste.
236
Primera Parte / 46 capítulos
—No, tío; nunca habría podido hallar yo imágenes como esas para expresar la
imposibilidad del olvido; sólo Melgar pudo encontrarlas.
—A ti sólo te gustan las composiciones de ese poeta.
—Porque ninguno ha expresado el sentimiento, la ternura, el dolor, como
él. Guerrero y poeta, patriota y amante, cantó a su amada y dio a su patria
la vida. Desgraciado como todo hombre de espíritu superior, su amor no fue
comprendido y su sacrificio no obtuvo recompensa; la patria no ha levantado
un monumento a su memoria y sobre su tumba no hay una sola corona de
laurel29.
—Que cante Jorge otro Yaraví —dijo Virginia.
—Sí, sí, que cante, que cante.
Jorge volvió a coger la vihuela.
Dulce y tristísima la armonía, inundó de nuevo la habitación; el aire la
levantó en sus alas, la llevó fuera y la dilató en el espacio y fue a herir otros
corazones, con notas vagas, errantes, cual perdidas saetas emponzoñadas con
dulcísimo veneno.
A la misma hora dos personas, una mujer completamente envuelta en su
negro manto y un hombre embozado hasta los ojos, atravesaban el Puente
Viejo con dirección a la ciudad.
La mujer parecía caminar difícilmente y se apoyaba en el brazo de su
compañero.
El puente estaba solitario.
La luna rielaba sobre el agua del río Chili, cuyo monótono sonido era el
único que se apercibía.
Por último, una campana de melancólico tañido, vibró en medio del
silencio.
La mujer se detuvo; su compañero la imitó.
—Las nueve en Santa Teresa —dijo aquella con voz dulcísima— ¡Qué
triste es esta campana! —y lanzó de su pecho un suspiro.
—¿Estás fatigada? —preguntó el hombre con interés.
—Un poco; el viaje a caballo me ha hecho mal.
—Por eso me he apresurado a ponerte en tierra, dejando los caballos en
el tambo.
—Sí, a pie estoy mucho mejor. ¿Distará mucho la casa?
238
Jorge, El Hijo del Pueblo
240
SEGUNDA PARTE
EL SITIO
Capítulo 1
Vencer o morir
S
iete mil bayonetas cercan la ciudad heroica.
De Sachaca a Juli, se extiende la línea del ejército sitiador, como una
serpiente de hierro1.
Aquellos soldados van a combatir por defender la legalidad de un gobierno
que surgió del seno de una revolución; de un presidente colocado en el poder
sin que precediesen las elecciones de ley; que quiere imponer una constitución
impracticable, y cuyo exagerado liberalismo teórico está en abierta oposición
con la arbitrariedad y el despotismo absoluto de ese mandatario que aparen-
ta sostener al cuerpo legislativo que la dicta, mientras conspira contra él, y
arma el brazo de los que deben arrojar a los representantes del mismo salón
de sesiones a balazos.
Además, pesaban sobre el presidente Castilla muy graves cargos; el pro-
gresivo derroche de la Hacienda, la supresión del pago de la legítima deuda
consolidada, la fraudulenta amortización en Europa de los bonos de la deuda
convertida, la desmoralización administrativa más escandalosa, la desenten-
dencia absoluta de los intereses nacionales, como la instrucción, las obras
públicas, la protección a la industria, etc., que no se hallaban en absoluta
postración, porque no existían. En cambio el juego estaba entronizado en el
mismo palacio, y el vicio y la ignorancia se enseñoreaban sin oposición.
No obstante, el general Castilla tenía en su historia una página dorada:
la libertad de los esclavos; y en su apoyo un gran prestigio militar, porque su
audacia, actividad y valor suplían a su falta de conocimientos científicos;
1 Nuestro lingüista Pedro Luis Gonzáles Pastor destaca el uso que hace María Nieves de las
metáforas: “Se extiende la línea del ejército sitiador, como una serpiente de hierro”, “la
luna envió torrentes de luz de plata”, “caballeros de oro”, “recogía … las líquidas perlas
que caían de sus ojos”. (El lenguaje en “Jorge, el Hijo del Pueblo”)
[243]
Jorge, El Hijo del Pueblo
244
segunda Parte / 50 capítulos
cuanto es posible y le hacen fuego con esa puntería certera y fatal de los
arequipeños.
Esto desespera a los sitiadores que no hallan un momento de reposo; se
defienden y de vez en cuando acometen con fuerzas superiores y chocan y se
comprometen pequeños combates, que dan por resultado cuatro o seis muertos y
otros tantos heridos de una y otra parte.
Cuando cae prisionero un sitiador, cuando se toma un caballo o un fusil, o
una banderola, se dan por bien empleados los esfuerzos de la tarde.
Algunos arequipeños, castillistas exaltados, se han plegado al ejército
enemigo y hacen fuego sobre sus propios hogares.
El pueblo los designa con el odioso nombre de maccamamas, esto es, que
alzan la mano contra su madre.
Todo signo de regocijo ha desaparecido.
La voz de mando, la corneta o el clarín acompañan a los ejercicios durante
el día.
El ¡alerta! de los centinelas que custodian las trincheras, la marcha acom-
pasada de las patrullas de a pie, el tiroteo más o menos vivo, el toque lejano de
alguna campanita que da señal de peligro, los quejidos de algún herido, los
sollozos de algún deudo, turban el sueño por la noche.
Es una expectativa de toda hora, un sobresalto de todo momento.
Los templos permanecen abiertos; el bello sexo ora y alienta a los defenso-
res. Hay orden del Ilustrísimo Señor Obispo para que en el momento en que
el peligro se haga inminente, se abran los monasterios y se dé en ellos asilo a
la debilidad femenina.
En medio de tanto entusiasmo, hay alguien que permanece indiferente,
impasible: el Jefe Supremo, general Manuel Ignacio Vivanco.
A su natural indolencia se había unido cierta desconfianza en los hombres
que le rodeaban y la certeza de la pérdida de su causa. Es verdad que en los
altos círculos había ambiciosos ignorantes; pero no faltaban algunos hombres
ilustrados, de consejo y buena fe, mas estos eran impotentes para doblegar
aquel carácter acerado y frío.
El general Vivanco se entregaba a la amenidad de la buena sociedad y
también al juego, que era su diversión favorita, dejando a quien quisiese la
tarea de defender su causa.
En setiembre de 1857, el señor obispo de Goyeneche, interpuso sus
buenos oficios entre los beligerantes, para llegar a un avenimiento pa-
cífico. En momentos de ser nombrados los comisionados de una y otra
parte, llega a manos de Vivanco una destemplada comunicación del
general Castilla, en la que este hiere su personalidad, y todo fracasa. El
Jefe Supremo desiste de su anterior resolución y al comunicarlo al señor
245
Jorge, El Hijo del Pueblo
246
segunda Parte / 50 capítulos
247
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 2
Fe Popular
tirlo.
H
acía una hermosa tarde.
Carlos García, el joven prometido de Sofía Vélez, preocupado por
tristes cavilaciones, dirigía sus pasos a San Lázaro, acaso sin adver-
Por extraña casualidad, Luciano, buscando en qué matar el tiempo, iba
también al mismo lugar por opuesto camino, de manera que al llegar a la
entrada, ambos se encontraron frente a frente, y cubriendo la contrariedad
que naturalmente experimentaron, con una amable sonrisa se aproximaron
saludándose con cordialidad fingida.
—Es una casualidad que hayamos elegido el mismo sitio para nuestro paseo y
de la cual me felicito —dijo Luciano.
—Gracias, amigo, para mí también es muy satisfactorio encontrarte
aquí.
Los dos jóvenes armados de sus respectivos pasaportes, pasaron sin dificul-
tad la trinchera en construcción, internándose hacia el hermoso arrabal.
248
segunda Parte / 50 capítulos
249
Jorge, El Hijo del Pueblo
los deberes más sagrados, él, posee el raro privilegio de tenerlos más presentes
que nunca y al verse armado, sin autoridad, sin más ley que su voluntad, se
constituye en el mejor salvaguardia de la ciudad, en la mejor garantía de la
seguridad pública y privada, y tú sabes que en tales momentos las puertas de
todos los hogares están abiertas y los niños y las mujeres transitan libremente
por las calles, seguros de que su debilidad e inocencia inspiran más respeto,
más ternura que nunca.
—Es verdad todo eso y cierto que llama la atención de todos —dijo Lu-
ciano con aire distraído—. Mira cómo corre el sudor por la frente de aquel
pobre hombre —continuó señalando a uno de los que con la barreta en una
sola mano, cavaba en una especie de foso.
—Y según parece, tiene lastimado un brazo —añadió Carlos.
—Vamos a trabar conversación con él; exploremos la disposición de ánimo en
que se hallan los paisanos.
Los amigos se aproximaron abriéndose paso por un grupo de hijos del
pueblo, que se apartaron saludándolos respetuosamente.
—Buenas tardes, amigo —dijo Luciano, dirigiéndose al del brazo
vendado.
El trabajador alzó la cabeza para ver quién le dirigía la palabra y encon-
trándose con dos jóvenes desconocidos:
—Buenas tardes, señor —respondió, llevándose la mano al sombrero.
—No se descubra Ud. —se apresuró a decir Carlos— está Ud. transpirando y
puede hacerle daño el aire.
El trabajador saludó al joven con una inclinación de cabeza.
—Le hemos interrumpido —dijo Luciano— porque deseábamos saber en
qué estado se hallan los trabajos.
—Van bien, muy bien —dijo gozoso el artesano, dejando clavada la barreta
en el suelo y limpiándose la frente con un pañuelo de algodón—. Vea Ud.
—añadió señalando a sus compañeros—. Vea Ud. con cuánto entusiasmo
se trabaja.
—Según eso, pronto quedará terminada la trinchera.
—Aún se necesita algún tiempo, señor, es preciso trabajar mucho.
—Pero esto, a lo que parece, quedará inexpugnable.
—¡Oh! —exclamó con entusiasmo el trabajador—, de eso Ud. mismo
puede juzgar, señor. Mire Ud.: concluida aquella gruesa pared de sillar, que
aún está muy baja, se hace otra igual aquí, donde estamos parados; el espacio
que entre las dos queda, se llama cajón y se llena con sacos de arena, después
juntos haremos las troneras, en la parte de arriba y como quedarán muy altas,
habrá que hacer por este lado de la ciudad unas cuantas gradas de sillar, que
a la vez que sirvan para subir, formarán un buen reparo a la trinchera.
250
segunda Parte / 50 capítulos
251
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Pues, amigo —dijo Luciano, siempre en son de mofa— lo que es ahora hay
que pelear bien, muy bien; porque si Castilla entra, no hay santos que nos valgan.
El viejo está furioso, sus soldados son leones y tienen formal promesa del
saqueo. Si en esta vez se pierde, no escapan ni los monasterios, ni las iglesias,
ni los huérfanos, de la demolición y de los horrores.
—No hay cuidado, señor, si Castilla vence, entra manso como una oveja.
—Vamos, aunque Castilla se aplacara, ¿quién contendrá a ocho mil sol-
dados que entren triunfantes sobre los escombros de una ciudad tomada a
sangre y fuego?
—¡Dios! —dijo con admirable convicción el artesano.
Luciano dejó asomar a sus labios una sonrisa compasiva.
—Vea Ud., señor —continuó el artesano—, yo oía contar a mi padre, que
en cierta ocasión vino un General, con las más perversas intenciones para
Arequipa; pero cuando estuvo cerca de la ciudad, el caballo no quiso seguir
y se regresó; él le echaba espuela y látigo; pero nada, el animal se paraba de
dos pies, bufaba, echaba espuma y se volvía atrás, hasta que el General oyó
una voz que le decía que mientras no cambiase de intenciones, no entraría a
la población. Entonces el General, aterrado, prometió a Dios que nada haría
de lo que había pensado y el caballo siguió el camino sin resistencia.
—Eso también he oído contar yo —dijo uno de los presentes.
—A mí también me lo contaron —agregó Luciano— pero nunca me ocupé
de averiguar quien fue el General tan estúpido que al ver la resistencia del
caballo, no echó pie a tierra y se vino tranquilamente —Y soltó una alegre
carcajada.
—Vea Ud., señor, esta historia es cierta —dijo uno con seriedad.
—¡Eh! Son esos cuentos para entretener a los muchachos —repuso
Luciano.
—Como a Ud. le parezca, señor —repuso el artesano— pero lo cierto es que
Dios protege mucho a Arequipa.
Y alzó la barreta para continuar su interrumpida labor.
Carlos que había escuchado sin desplegar los labios, dijo, por fin, dirigién-
dose al artesano:
—Parece que tiene Ud. el brazo lastimado.
Sí, señor, limpiando un fusil reventó el cartucho y me hirió; felizmente
estoy muy aliviado.
—Pero el manejo de la barreta puede producirle una inflamación.
—No, señor; los pobres estamos acostumbrados al trabajo y ya no nos
causa daño; mucho menos si se lo dedicamos a la Patria.
Una mujer viuda se aproximó con un cántaro de barro apoyado en la
cadera y dijo al artesano:
252
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 3
Luciano oye referir un episodio de su vida
—¿
A dónde vamos? —preguntó Carlos.
—A Chilina, si te place.
—¡Cómo no!, es un sitio delicioso.
—Tú siempre aficionado al campo.
—Nada tiene para mí tantos encantos.
—Pues, hijo, yo no cambiaría un salón lleno de muchachas, por el bordo
solitario de una chacra, lo confieso.
—Eso es cuestión de gustos.
—Tienes razón; pero francamente, noto que han cambiado tus ideas desde
que abandonaste Lima. Te hace falta la atmósfera de la Capital.
—¿Para qué? —preguntó distraídamente Carlos.
—¡Hombre! Para que olvides un tanto las preocupaciones de educación.
—¡No te comprendo!
—Me explicaré más claro. Las personas que como tú y como yo hemos
recibido de pequeños las máximas de nuestras retrógradas familias, cuando
jóvenes necesitamos salir, viajar.
—Nada más útil, agradable y provechoso —repuso Carlos.
—Solo así se olvidan los fanatismos y extravagancias que nos enseñaron
3 Cuál es su gracia. Manera delicada o afectada de preguntar por el nombre de uno.
253
Jorge, El Hijo del Pueblo
254
segunda Parte / 50 capítulos
255
Jorge, El Hijo del Pueblo
extraña, estrechó tanto los lazos de nuestra amistad, que casi fuimos
hermanos; sin embargo, nuestros diferentes gustos e inclinaciones nos
separaban con frecuencia para tomar distinto camino.
Llegado el verano, fuimos a pasar una temporada en Chorrillos, y comíamos en
una mesa, y dormíamos en un cuarto.
—Sí, todo eso lo recuerdo muy bien; pero ¿qué tiene que ver?...
—Escucha con calma. Un día, después de almorzar, llegó un criado que
venía a todo escape de Lima y te entregó una carta; yo, sin fijar consideración
alguna en ello, me entretenía leyendo los diarios, cuando fui sorprendido por
una estrepitosa carcajada tuya y oí que decías más o menos: “Para algo me
habían de servir los latines que aquel monigote me enseñó en la Universidad;
a fe que ellos me van a proporcionar la más divertida de las aventuras”. Y
volviéndote al criado le dijiste: “¿Pedro, has traído caballo?”. Como respon-
diese afirmativamente, tomaste el sombrero y saliste sin decirme nada. En tu
aturdimiento olvidaste guardar la carta.
—¡Y tú la recogiste! —dijo con precipitación Luciano.
—Has acertado —repuso Carlos, fumando con el mayor placer—. La
recogí del suelo, casi de la puerta, donde la dejaste caer hasta sin cubierta, la leí
y como estaba dirigida a ti y firmada por Iriate y no era santo el contenido, temí
que te comprometiese y la guardé.
Luciano apenas respiraba.
Carlos parecía no fijarse en él.
—¿Y la conservas? —se atrevió a preguntar Luciano, al fin.
—No te lo puedo asegurar —dijo Carlos con aparente indiferencia— ¡se
pierden tantos papeles en los viajes!...
Luciano sintió que un odio profundo brotaba en su pecho por su amigo
Carlos. Su miedo, su ira, le dieron alientos para aferrarse, más que nunca, a la
idea de causarle cuanto mal pudiese, sobre todo, de desbaratar su proyectado
enlace con Sofía.
En medio de sus más tenebrosos pensamientos, de sus más sombríos planes
estaba, cuando oyó la voz de Carlos, que decía con cierto entusiasmo:
—¡Mira, mira! ¡Qué linda es la puesta del Sol vista desde este sitio!
256
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 4
La pequeña casita
T
res meses hace que Arequipa está sitiada.
No obstante la superioridad de sus fuerzas, Castilla no se atreve a
atacar; no es Vivanco ni su ejército lo que le impone, es el pueblo
con sus escasos fusiles de chispa, sus tres o cuatro cañoncitos y sus trincheras
de arena.
Dejemos al viejo guerrero observando a toda hora la ciudad sitiada, con el
auxilio de un anteojo largavista, desde el cerro de Sachaca donde mantiene su
cuartel general, y vamos a buscar personajes más simpáticos en aquellos
hogares amenazados por el plomo enemigo.
Era una mañana de setiembre.
La naturaleza despertaba al dulce calor del sol primaveral, cuyos lumino-
sos rayos caían como una lluvia de oro sobre las calles, llenas en las primeras
horas del día, de gente que transitaba de prisa arrimándose por precaución a
las paredes, cruzando con rapidez las bocacalles, para evitar el encuentro de
algún proyectil perdido o disparado intencionalmente sobre los grupos.
Eran señoras que iban al templo, sirvientes que se dirigían al mercado,
caballeros ávidos de noticias, paisanos que venían de las trincheras, etc.
En la calle de ... se veía una casita pequeña, nueva, casi elegante, cuya
puerta, (como la de todas en esos días) estaba cerrada, manteniendo entre-
abierto el postigo.
Si entramos, veremos que el patio es un cuadro perfecto, cubierto hasta la
mitad de maceteros de flores.
Frente a la puerta de calle estaba la del salón principal, que también tenía
una ventana de reja sobre el patio.
El interior del salón estaba adornado con sencillez y gusto. Muebles de
lana celeste, tres mesas, una alfombra nueva, dos pares de cortinas de encaje,
algunos cuadros de oleografías finas en las paredes, un cobertor de crochet, una
lámpara de mano y un florero con flores naturales sobre la mesa, constituían
el total del ajuar.
El salón tenía otra puerta y otra ventana que caían sobre el segundo patio, a
través de las cuales podía verse que este se hallaba transformado en jardín. Un
canario cantaba, aprisionado en jaula de alambre, suspendida del arco de esta
ventana interior y en cuyas rejas trepaba atrevidamente un pavito rosado,
inundando de fragancia la habitación.
Cerca de la ventana del patio principal, sentada lánguidamente en una
silla mecedora estaba una joven envuelta en su bata de mañana. A dos
257
Jorge, El Hijo del Pueblo
258
Jorge, El Hijo del Pueblo
260
segunda Parte / 50 capítulos
261
Jorge, El Hijo del Pueblo
262
segunda Parte / 50 capítulos
263
Jorge, El Hijo del Pueblo
264
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 5
Los hermanos
Q
—¡ ué felicidad la de haber encontrado una familia tan bondadosa!
—dijo Elena a su hermano, luego que estuvieron solos.
—Verdad que ha sido una gran fortuna; porque aislados, casi ex-
tranjeros en nuestra misma ciudad, triste habría sido nuestra situación sin las
mil atenciones de esta excelente familia —repuso Enrique.
—Yo no sé cuál de las personas que la forman es mejor.
—La señora es una matrona muy respetable y llena de sencillez y bondad.
—¿Y Hortensia? Es un ángel. ¿Y Mercedes?, tan viva y graciosa —dijo con
entusiasmo Elena.
—El doctor es todo un caballero —agregó Enrique.
—¿Cómo corresponderemos a tantos servicios?
—En lo mismo pienso yo. Dios quiera que llegue la vez en que les probemos
nuestro reconocimiento con algo más que palabras.
—¿Sabes que las deudas que hemos contraído en Lima para nuestro viaje me
tienen preocupada?
—Vamos, hermana, no te ocupes de eso, porque fatiga tu cabeza.
—Es cierto; pero no sé cómo alejar de mí todo lo que aflige. Mi pensamiento
vuela de uno a otro objeto; pero al contrario de la mariposa, que va de flor en
flor, yo voy de espina en espina. Mi pasado y mi presente tú los conoces, mi
porvenir se me aparece como una noche oscura poblada de espectros.
—¡Hermana mía, mi querida Elena! —dijo Enrique, tomándole las ma-
nos—, la viveza de tu imaginación y tus anteriores sufrimientos, te presentan las
cosas bajo un aspecto muy sombrío; yo sé que no eres feliz; pero tampoco creo
en la prolongación indefinida de tus males; eres demasiado joven y de-
masiado buena para que lo tema. ¡Quién sabe lo que te reserve el porvenir! No
debes renunciar a las más halagadoras esperanzas.
—¿Renunciarlas? No. Bienaventurados los que lloran; ha dicho el Salva-
dor, porque ellos serán consolados —repuso Elena, sonriendo con angelical
resignación.
—Se conoce que no has olvidado la doctrina —dijo Enrique jovialmente.
—¿Cómo voy a olvidar lo único que me consuela y me sostiene?
Una tos seca y prolongada interrumpió a Elena.
—¿Te has fatigado? —preguntó Enrique.
—Es tos nerviosa.
—¿Quieres dar algunos paseos por el patio?
—Sí, estoy casi adormecida; pero me siento tan débil...
265
Jorge, El Hijo del Pueblo
266
segunda Parte / 50 capítulos
267
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 6
Elena
D
os horas después, Enrique salía en busca de Turner para acordar
ciertas minuciosidades acerca de su nuevo empleo, dejando a Elena
sola, sentada en un sillón cerca de la ventana fronteriza en la que
estuvo por la mañana, pues el sol que la inundaba había hecho preciso cerrar
aquella y abrir esta.
Levantada la celosía, quedaba a la vista el patio convertido en jardín;
abiertos los bastidores de vidrio, penetraba una brisa ligera y refrigerante; el
frondoso pavito recreaba la vista con la viveza de sus colores, y el canario
trinaba con toda la fuerza de su privilegiada garganta, siendo sus gorjeos lo
único que interrumpía el silencio.
Elena meditaba.
No hay en la naturaleza misterio más indescifrable que el ser humano, y no
es de extrañar que la observación de muchos no comprenda a uno solo,
cuando cada cuál se abisma en el laberinto de su propio enigma.
¿Queréis estudiar a alguno?
En vano pretenderéis leer en su frente los pensamientos que la cruzan,
cuando él mismo no se da cuenta por qué le asedian; en vano pretenderéis
sondear su corazón cuando él no sabe la causa de sus latidos; estérilmente os
afanáis en saber si siente o piensa, cuando él tampoco sabe si piensa o siente.
Queréis remontaros al origen, os lisonjeáis de haber dado con las causas, y
no atináis con los efectos; pretendéis adivinar estos y seguramente no pasáis
de conjeturas, mil veces equívocas.
Así, pues, si hubierais preguntado a Enrique, a Hortensia, es decir, a los
seres más allegados de Elena, al hermano, objeto de todo su cariño, a la amiga
íntima depositaria de toda su confianza, en qué meditaba tan profundamente
su amiga, su hermana en estos momentos, habrían respondido sin vacilar que
en su madre, en su desdichado matrimonio, en Iriarte, en su actual situación;
a ninguno se le habría ocurrido que todo su pensamiento lo embargase un
desconocido, cuyo nombre jamás se pronunciaba: ¡Jorge!
Nunca su recuerdo se había aferrado tan tenazmente a ella.
¡Cinco años habían transcurrido desde el día en que le dijo adiós!
Dos, desde la noche en que antes de subir al altar del sacrificio, había he-
cho la resolución de arrancarle de su corazón y de su memoria, por la fuerza
del deber.
Casi lo había conseguido.
Sus múltiples sufrimientos, sus enfermedades, lo excepcional de su situa-
268
segunda Parte / 50 capítulos
269
Jorge, El Hijo del Pueblo
270
segunda Parte / 50 capítulos
mundo se había convertido para ella en la antigua rueda dentada del tormento
que iba desgarrando su corazón.
Por eso su belleza está marchita, su juventud malograda, su naturaleza casi
destruida, su vida en peligro; sufre y calla; ni la confidencia le es permitida,
porque teme provocar la burla de los corazones más bien puestos, cuales son los
de Enrique y Hortensia.
¡Si Jorge fuera rico!... ¡Oh! ¡Cómo cambiaría todo de aspecto! Pero no, no,
Iriarte está por el medio; ante él, la más seductora quimera se destruye.
Elena llegaba a este punto de sus reflexiones cuando el estruendo del
derrumbe le anunció que la comunicación estaba abierta.
Pensó que no tardarían en venir sus amigas y trató de serenar su sem-
blante.
Se puso de pie, y, aunque débilmente, dio algunos pasos por la habitación,
dirigiéndose hacia el patio interior.
No tardó en ver a Mercedes que venía corriendo.
—Ya estamos comunicadas —dijo esta con alegría—, he sido la primera
que saltando sobre los escombros, he pasado a darte la agradable nueva. ¡Qué
disgusto el que he dado a Hortensia! Figúrate que ella se preparaba para venir
la primera, y en el momento preciso entraron visitas; yo me escabullí sin que
me viesen, y aquí me tienes.
—¡Oh! Cuánto me felicito, y cuánto te agradezco: la soledad me estaba
causando mucho daño; pero vamos a alcanzar a Hortensia.
—Apóyate en mi brazo.
Las dos niñas se aproximaron al portillo donde trabajaban aún los peones en
medio de una nube de polvo.
—Mira el patio de casa; allí viene Hortensia —dijo Mercedes. Elena
principió a toser con fuerza.
Hortensia corrió hacia ella, diciendo:
—Qué imprudencia venir aquí, te vas a asfixiar, hermanita, regresemos.
Y tomándola del brazo se encaminaron a las habitaciones de Elena.
—Por alcanzarte hemos venido —dijo esta, un poco más sosegada.
—Dinos, quiénes han sido las visitas que has tenido —preguntó
Mercedes.
—Sofía y Elvira Vélez.
—¡Qué milagro!
—Me han conmovido mucho —agregó Hortensia—; vinieron a empeñarse de
papá a fin de que consiga la libertad del doctor Vélez, bajo garantía.
—¿Está preso ese señor? —preguntó Elena.
—Por castillista —repuso Mercedes.
—Sabes, hermanita —dijo Hortensia—, que esta es una familia inme-
271
Jorge, El Hijo del Pueblo
jorable, el doctor todo un caballero, las niñas unos ángeles; pero tienen el
defecto de ser castillistas.
Elena que era la única neutral, no pudo menos que sonreírse al saber el
defecto capital de las Vélez.
—Y dicen horrores del general Vivanco —añadió Mercedes.
—Un mes antes de que tú llegases —continuó Hortensia— se fueron a
Carmen Alto. Desde allí se comunicaba el doctor con San Román, dieron
aviso, Vivanco mandó tropa, registraron la casa y hallaron armas, pólvora y
comunicaciones; la pólvora se inflamó por sí, y ardió toda la casa.
—¡Jesús! ¿Y la familia? —preguntó con interés Elena.
—Ya puedes imaginar su aflicción; según acaban de referirme, esa noche se
refugiaron en los cuartos de las vecinas, y desde allí vieron reducirse a cenizas su
casa, y a su padre conducirlo preso a la grupa de un caballo.
—Actualmente está en el cuartel de San Francisco, incomunicado —agre-
gó Mercedes.
—Y esto no es todo —continuó Hortensia—. El Prefecto les impone pen-
siones, y como se niegan a darlas, continuamente tienen su casa rodeada de
guardias; a la menor sospecha o aviso mal intencionado, entran y revuelven
toda la casa.
—¡Pobres niñas!
—A pesar de su partido, las quiero mucho, y me empeñaré con papá a fin de
que consiga la libertad del doctor Vélez.
—Les he ofrecido que papá hará cuanto esté en sus manos para conseguirlo. Lo
mismo ha dicho mamá.
—Y dime; ¿por qué Latorre no se empeña con el general Vivanco, teniendo su
hija tanta intimidad con Sofía y Elvira? —preguntó Mercedes.
—Me parece que tienen algún resentimiento con ella, no sé por qué; nada han
dicho al respecto; pero yo lo he comprendido.
—Sus motivos tendrán —dijo Elena.
—¡Qué fuerte estás! —dijo Mercedes—. Dentro de pocos días creo que
podrás salir a la calle.
—¡No, eso no! —repuso vivamente Elena.
—Todavía no es tiempo —añadió sentenciosamente Hortensia.
272
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 7
Remordimientos
V
arios meses han transcurrido desde la tarde en que Jorge llevó a Isabel
a casa de su padre, recibiendo en recompensa un nuevo insulto. Intro-
duzcámonos nosotros en aquella mansión de felicidad, según opinión
general del vecindario y, sutiles como el pensamiento, penetremos hasta en la
conciencia de nuestros personajes, pues ya es tiempo de que sepamos algo que
todo el mundo ignora.
Las varias y violentas impresiones que Isabel había experimentado en
aquellos dos horribles días, alterando su naturaleza, la habían postrado en
cama, momentos después que Jorge saliera de su casa.
La fiebre más ardiente se apoderó de ella y durante quince días estuvo en
grave riesgo su vida.
Todos los médicos la asistían en consulta; doña Enriqueta, Cecilia y doña
Andrea no llegaron a acostarse en todo ese tiempo, velando por turno a la
enferma y prodigándole la más activa asistencia.
Don Guillermo, con este nuevo golpe estaba aturdido. Amaba a su hija
con pasión, la veía en peligro de morir y sentía que su razón se extraviaba.
En su dolor, olvidó el incendio, las cartas, el matrimonio, todo desapareció de
su vista, menos su hija, casi enajenada y por momentos delirante.
En las últimas noches, él también se negó a retirarse a su habitación y
como toda la familia estuviese rendida por el cansancio, se empeñó en hacer
turno a la cabecera de Isabel, lo que le fue concedido.
Esta estaba más agitada que nunca; sobre su rostro encendido por la calen-
tura, caía la suave luz de una lámpara de aceite, que pendiente de la bóveda del
dormitorio, esparcía su tranquila y tenue claridad por toda la habitación.
Don Guillermo, sentado en un sillón, no desprendía de ella los ojos, es-
piando sus menores movimientos, contando sus pulsaciones. De pronto Isabel
principió a delirar.
En medio de su pesada somnolencia, sus labios ardientes se entreabrieron
dejando escapar palabras vagas, incoherentes, más o menos claras, frases
incompletas, fragmentos de diversas ideas.
Habló de Carmen Alto; nombró a Luciano; pidió su manta para ir a misa;
ponderó la inmensidad del mar; dijo que era deliciosa el agua del río en que
estaba sumergida; llamó a Rosa; rechazó con enojo a Iriarte; ofreció a su
padre un vaso de helados, pidió agua para apagar la casa que se ardía; sonrió
complacida diciendo que era muy hermoso el campo; llamó muchas veces a
Jorge y dijo que le iba a obsequiar la cadena rota de su padre y siguió hablando
273
Jorge, El Hijo del Pueblo
274
Jorge, El Hijo del Pueblo
techo de una ramada, descender por las movedizas piedras de alguna tapia
y columpiar en las delgadas ramas de algún árbol, todo esto en pleno día,
desafiando la furia de enormes perros guardianes y las escopetas cargadas de
perdigones de los labradores y sin otro objeto que sustraer algunos duraznos,
manzanas o ciruelas, casi siempre verdes, que luego miraban con desdén.
Guillermo y dos colegiales más encaminaron sus pasos a Yanahuara; pronto
sus ojos distinguieron las frondosas ramas de algunos duraznos cargados de
fruto, salientes por encima de las tapias de una pequeña huerta. Guillermo, que
era el mayor de los tres, se comprometió a subir primero, para inspeccionar el
terreno. Después de vencer algunos obstáculos, logró verse sobre la pared, pero
cubierto por la copa del árbol que tenía delante. No sin temor entreabrió las
ramas y miró; allí no habían perros ni hortelano; pero sí una linda jovencita
sentada en el extremo opuesto, bajo una parra y tan entretenida en su costura,
que de nada se apercibió.
Guillermo se quedó contemplándola. La joven podría contar dieciséis
primaveras: tenía rojos los labios como la purpurina coral del texado6, rubios
los cabellos y largas y rizadas las pestañas; vestía el sencillo traje de las hijas del
pueblo. Guillermo permanecía inmóvil.
Uno de sus compañeros, impaciente, tomó una piedrecita y la arrojó sobre el
árbol para hacer caer un racimo de duraznos; la piedra cayó en la huerta,
produciendo un ruido que hizo volver la cabeza a la joven, cuyos grandes y
pardos ojos se encontraron con los de Guillermo. La joven se levantó como
para retirarse, pero el colegial la detuvo, diciendo:
—No te vayas, linda niña, no soy yo quien ha arrojado la piedra.
—Pero, ¿qué quiere Ud.? —preguntó la joven ruborizada.
—Nada más que una manzana para mi madre que está enferma y necesita un
remedio hecho con su zumo.
—¿Por qué no ha venido Ud. a pedirla por la puerta?
—Temí que no me la quisieran dar.
—Nosotras siempre damos lo que se nos pide.
Los otros colegiales oían lo que decía Guillermo, sin apercibir las respuestas y
guardaban silencio.
Guillermo volvió a decir:
—¿Cómo te llamas?
—Carmen.
—Nombre hermosísimo; pues bien , Carmencita, ¿me darás lo que
6 Texado. Flor simbólica de Arequipa. Francisco Mostajo registra también este nombre:
“Texado.
Flor campestre de Arequipa, humilde como una aldeanita, roja como un corazoncillo,
gualda a
veces como gota de oro”. Pedro Luis González Pastor señala que esta es la forma culta
del nom-
bre de la flor, siendo la más corriente la de Texao.
276
segunda Parte / 50 capítulos
te he pedido?
—¡Cómo no, señor! basta que sea para un enfermo.
Y Carmen cogiendo una caña hizo caer dos manzanas, se aproximó al sitio
donde estaba el colegial y estirando cuanto le fue posible el brazo, trató de
alcanzárselas.
Guillermo se inclinó cuanto pudo sobre la pared y al recibirlas cogió la
mano de la joven que inútilmente trató de retirarla, pues estaba fuertemente
asida. Un vivo carmín tiñó sus mejillas y con trémula voz, dijo:
—¡Suélteme Ud., por Dios!
—No —dijo Guillermo bajando la voz para que sus compañeros no lo
oyesen—, te retengo para que oigas lo que voy a decirte.
Carmen no sabía qué hacer.
—Eres la criatura más hermosa que han contemplado mis ojos —conti-
nuó Guillermo—. No he creído en la bajada de los ángeles a la tierra, hasta
el momento en que te he visto, allí, sentada bajo ese verde emparrado; pero
tampoco mi corazón ha latido nunca como en este instante feliz; te amo, pues,
con toda la vehemencia de la primera impresión y desde hoy no tendré otra
dicha que el verte; júrame venir todas las tardes a este sitio.
—¡Por Dios, señor! —repitió la joven temblando— ¡déjeme Ud.!
—Júrame antes que vendrás.
—No. ¡Qué diría mi padre!
—Nada sabrá.
—¡Suélteme Ud.!
—No, hasta que me prometas venir.
De improviso el colegial soltó la mano de Carmen y se enderezó sobre la
pared. Una voz gruesa decía desde el otro extremo:
—¿Dónde estás, Carmen? ¿Qué haces allí? La
joven tembló; era su padre.
Guillermo tenía las manzanas en la mano y se apresuró a decir:
—Buenas tardes, señor.
—¿Buenas tardes, qué se ofrece? —preguntó el viejo con mal humorada
entonación.
—Vino a pedir unas manzanas para su madre enferma —dijo la joven con voz
insegura.
—La puerta de calle está abierta —repuso don Raimundo en el mismo
tono— no hay necesidad de escalar las paredes como ladrones.
—¡Yo no soy ladrón! —dijo Guillermo con dignidad.
—Sí, ya veo que es Ud. un colegial y por lo mismo le mando que se retire,
advirtiéndole que si vuelve a subir, puede pesarle.
—¡Ud. me amenaza!
277
Jorge, El Hijo del Pueblo
278
segunda Parte / 50 capítulos
para aumentar el fastidio de aquél, que reconociendo tarde el error que había
cometido, vivía taciturno y malhumorado.
La idea de que su vida entera iba a transcurrir de aquel modo, de que los
lazos que le unían a Carmen eran indisolubles y eternos, llevó la desesperación
a su alma y a toda costa quiso huir de aquella cuya vista le era insoportable.
Habló a su padre de un viaje a Europa, necesario para mejorar su salud
bastante quebrantada. Este, que era inmensamente rico y no deseaba otra
cosa que complacer a su primogénito, hizo empeños para que Guillermo fuese
agregado a una legación peruana en Francia, conseguido lo cual, se fijó la
partida para tres días después, debiendo embarcarse en el primer buque del
sur que tocara en Islay.
La maleta de viaje del joven fue arreglada con la esplendidez propia de
la fortuna de su dueño y de la posición que iba a ocupar en países europeos.
Entre los objetos depositados en ella figuraba una soberbia cadena de reloj,
mandada confeccionar en París para Guillermo, cuando apenas contaba un
año de edad y era una obra de joyería de gran mérito artístico.
Toda ella figuraba una cinta de oro ondulada; cada una de las ondulacio-
nes constituía un eslabón unido a los contiguos por un resorte que les daba
soltura y que podía abrirse, separando unos de otros; sobre cada eslabón había
una letra de chispas de brillante, de modo que extendida la cadena, se leía en
grandes y luminosos caracteres:
AÑO DE 18... GUILLERMO DE LATORRE — AREQUIPA.
Guillermo era vanidoso. Por tercera o cuarta vez se encontraba probándose
aquella prenda, cuando le avisaron que una mujer del pueblo lo buscaba.
El joven tembló.
Hacía más de un mes que no había visto a la desventurada esposa que se
proponía abandonar, y era indudable que venía a reclamar sus derechos, quién
sabe si a revelarlo todo delante de su familia.
Temiendo más que todo lo último, la hizo entrar a su cuarto pretextando
que era una lavandera que venía a cobrarle el lavado de unos pañuelos.
No se había engañado.
Muy pronto tuvo ante sí a Carmen, que sabiendo su próximo viaje y
enjugando sus lágrimas, con entereza de madre, venía a pedir subsistencia,
abrigo, protección paternal para el pequeño ser que aún no había visto la
claridad del día.
Guillermo se resistió a acceder bajo frívolos pretextos; Carmen recurrió a
la súplica, a la conciencia y por último a la amenaza. El joven vencido por el
miedo quiso contentarla con una pequeña cantidad de dinero que tenía sobre
la mesa y que Carmen rechazó con dignidad, Guillermo trató de aplacarla
jurándole que a su vuelta de Europa donde apenas estaría un año, tomaría a su
279
Jorge, El Hijo del Pueblo
280
segunda Parte / 50 capítulos
281
Jorge, El Hijo del Pueblo
282
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 8
Una familia víctima de la revolución
S
ofía y Elvira salieron de casa del doctor Peña abrigando alguna
esperanza en su influencia cerca del Jefe Supremo, para obtener la
libertad de su padre.
Desde la noche en que al resplandor del incendio vieron conducir a éste
prisionero, habían pasado larga serie de días y noches crueles.
Como eran tan jóvenes y no tenían madre, su tía Constanza vino a hacerles
compañía.
Esta señora había enviudado sin tener hijos y era muy rígida y poco to-
lerante.
Amaba a sus sobrinas, es cierto; pero no podía convenir con la moderna
educación de las niñas, echando de menos el régimen del coloniaje, que no
permitía la enseñanza de la escritura a las jóvenes, por temor de que escri-
biesen a sus admiradores.
Doña Constanza no había conocido a su esposo hasta ocho días antes de
la boda, pues el asunto corrió a cargo de sus padres. Por felicidad aquél no
le pareció antipático y vivió con él, si no feliz, a lo menos en paz, hasta que
Dios se lo llevó.
Creía que así debían establecerse sus sobrinas y trinaba contra el doctor
Vélez porque no se le ocurría el mismo procedimiento.
Constituida ahora, por la fuerza de las circunstancias, al lado de sus sobri-
nas, no hay para qué decir que tanto sufrían estas como aquella.
Como sabemos, entre Carlos y Sofía mediaba un formal compromiso y Juan
pretendía a Elvira, aunque esta no se decidía a comprometerse formalmente;
todo con pleno conocimiento y aprobación del doctor Vélez.
Doña Constanza que ignoraba todo esto, pues no se consideró prudente
comunicárselo, odiaba a los dos jóvenes, sin más motivo que la frecuencia de
sus visitas.
A fuerza de empeños se había logrado la comunicación del doctor Vélez
con uno que otro de sus amigos; entre ellos estaba Carlos, que naturalmente era
el mensajero del doctor para con sus hijas y viceversa.
283
Jorge, El Hijo del Pueblo
Siempre que el prefecto Berenguel ponía guardias a la casa, siempre que las
mortificaba con sus notificaciones, el único que salvaba las dificultades y
conjuraba los peligros era Carlos.
Por estos motivos iba a la casa todos los días y aun dos veces al día, según lo
requería la situación.
Era todo el recurso de las pobres niñas.
Juan y Luciano habían ofrecido también sus servicios e iban, aunque no
con tanta frecuencia.
Doña Constanza quería que se cerrase la puerta a las visitas.
Esto era imposible.
De aquí el choque frecuente, las continuas lágrimas y el malestar. Carlos
llegó a advertir lo que pasaba y trató de evitar en lo posible el ir a la casa,
pretextando muchas ocupaciones.
Luciano por el contrario, trató de aprovechar el terreno que Carlos per-
día.
En poco tiempo había estudiado el carácter de doña Constanza y empeñado
como estaba en derrocar a Carlos, formó su plan y principió a ejecutarlo.
Desde entonces, siempre que iba se limitaba a saludar a las muchachas y
tomando asiento cerca de doña Constanza entablaba la conversación más a
propósito para interesarla. Como por acaso, hacía su propio panegírico,
poniendo de relieve sus virtudes; se mostraba muy respetuoso con la religión y
aun medio devoto; raciocinaba con el mayor juicio sobre el negro porvenir que
aguardaba a las muchachas, el mal sistema de educación, el descuido de los
padres, la perversión de la juventud del día, la moralidad de otros tiempos, etc.,
añadiendo que él se había educado así, pues su padre era muy rígido y añadía
algunos episodios de familia en que brillaba su extremada sumisión.
De este modo, insensiblemente se atrajo la estimación de doña Constanza.
Sus visitas llegaron a ser más frecuentes que las de Carlos y no omitía
medio para agradar a todas.
Algunas veces Carlos le encontraba y no podía disimular el mal efecto que le
causaba; pero Sofía le aseguraba que ya no era impertinente como antes, que,
por el contrario, rara vez le dirigía la palabra.
—Entonces, ¿por qué interés viene tanto? —preguntaba.
—¡Quien sabe! Tal vez por Elvira; como aún no está comprometida...
—Puede ser —murmuraba Carlos con el acento de la incredulidad.
Cuando tenían lugar estos pequeños diálogos a media voz, que pasaban
con la velocidad del relámpago, Luciano que todo lo observaba, decía a doña
Constanza:
—Note Ud. que Carlos no pierde el tiempo; es mi amigo, pero no puedo
negar que es un veleta.
284
segunda Parte / 50 capítulos
285
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 9
La alianza
V
eamos el origen de esta inesperada presentación.
Iriarte se hallaba en su cuarto aburriéndose de no hacer nada.
Bastante había cavilado ya en Isabel, a quien veía muy poco, pues
su lenta convalecencia la retenía casi siempre en su dormitorio. Demasiado
había fatigado su imaginación queriendo adivinar los resultados de sus in-
trigas y de su frustrado plan de venganza, concluyendo por tranquilizarse al
respecto. Hartos proyectos tenía combinados en la mente para salvar todas las
dificultades que pudiesen surgir, y llevar adelante nuevos planes de venganza
contra la familia de Latorre.
La fuerza de las circunstancias le tenía en una especie de statu quo que le
hacía bostezar con frecuencia.
286
segunda Parte / 50 capítulos
287
Jorge, El Hijo del Pueblo
288
segunda Parte / 50 capítulos
7 Pedro Luis Gonzáles Pastor hace mención del modo como la novelista antepone el
artículo deter-
minante en esta frase “¿Dime la Elvira es bonita?”. Pero esta frase no la pronuncia una
persona
del pueblo sino más bien un personaje distinguido, como lo es el Mayor Iriarte,
Edecán de Su
Excelencia. “La Elvira”, en este caso, expresa el desprecio del dandi limeño por la chica
provin-
ciana.
289
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 10
Iriarte y Luciano preparan el terreno
A
l día siguiente, a la misma hora, salían en dirección a la casa del
doctor Vélez, Iriarte y Luciano.
—La cara que pondrá Carlos al saber el positivo servicio que he hecho
a la familia de su prometida —decía éste gozoso.
—La que ponga Isabel al saber que visito a sus amigas —agregó aquél. —¿Es
celosa?
—No te lo puedo asegurar; pero ha dado en presentarse tan fría y displi-
cente conmigo, que mortifica mi amor propio; vamos a ver si ahora entra en
un poco de calor.
Así charlando llegaron a la casa.
Doña Constanza, asustada con el ruido de la espada, salió a ver qué nuevos
atropellos venían a cometer de orden del prefecto Berenguel.
Grande fue su sorpresa al saber por Luciano el nombre de aquel militar y el
nobilísimo objeto de su visita.
Doña Constanza se deshizo en cumplidos y agradecimientos y añadió que
sus sobrinas no estaban en casa y que no tardarían en venir.
Un cuarto de hora después entraban éstas, recibiendo impresión de susto al
ver desde la mampara un kepí sobre la mesa.
La sonrisa de Luciano las tranquilizó y antes de recibir explicaciones,
adivinaron quién era aquel elegante militar.
Pasada la presentación de estilo, Luciano dijo:
—Me he permitido, señoritas, presentar en casa de ustedes a mi amigo
Iriarte, aun sin obtener su permiso ni anunciarles, de lo cual pido perdón,
porque vivamente interesado por el señor doctor Vélez, cuyos sufrimientos
minuciosamente le he referido, ha interpuesto de tal manera su mediación ante
Su Excelencia, que ha obtenido la orden de supresión de toda hostilidad.
—¡Oh! ¡Gracias, señor Iriarte, gracias! —prorrumpieron las dos mucha-
chas, en un transporte de entusiasta reconocimiento.
—De nada, señoritas; aquello era un deber hasta de humanidad; si antes lo
hubiera sabido...
—Y gracias mil a Ud. Luciano —añadió Sofia, dirigiéndose al joven que
supo disimular la grata impresión que le produjo esa frase.
—Señorita, si los que se llaman amigos no lo manifiestan en estos casos,
claro es que no merecen ese nombre. Pues, como iba diciendo, mi amigo
Iriarte, que tiene un noble corazón, una vez obtenidas las concesiones que no sin
alguna dificultad le otorgó el Jefe Supremo, a favor del señor doctor Vélez,
290
segunda Parte / 50 capítulos
291
Jorge, El Hijo del Pueblo
292
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 11
La Sebastopol
S
an Lázaro, pintoresco suburbio de Arequipa, fue el centro de la
población después de la conquista, antes que la ciudad moderna fuese
fundada por orden de Pizarro en el sitio en que hoy está. Su capilla
fue el primer templo católico de estas comarcas. Sobre el ancho y profundo
cauce de la torrentera que lo divide, se construyó un puente de piedra, de
un solo arco, bastante sólido, por el cual se va la capilla, hoy viceparroquia
del Sagrario.
En años pasados, San Lázaro, más que ahora, era un poético sitio, lleno de
elevados sauces, regado por abundantes acequias de agua cristalina y pura,
habitado por gente pobre, pero honrada y en extremo valiente. Cuando la
campanita de San Lázaro tocaba a rebato, la autoridad política podía darse por
perdida, pues la revolución era irresistible, apoyada por paisanos que con armas
o a ellas, salían de San Lázaro como un enjambre que del suelo brotara.
En las serenas tardes de verano, los ancianos embozados en sus anchas
capas españolas, dirigían lentamente sus pasos a San Lázaro tomaban asiento
en grandes sofás de sillar que habían a la derecha de la entrada, colocados para
contemplar desde ellos la caída del sol y de los cuales aún quedan vestigios.
Allí se formaba algo como una respetable asamblea, que traía a la memoria
el Consejo de los Ancianos de Israel, sentados a las puertas de la ciudad.
Encanecidos magistrados, austeros sacerdotes, viejos guerreros, unidos por
una amistad que tal vez databa desde la niñez, o por un afecto nacido de la
frecuencia de encontrarse allí, mientras asistían al sublime espectáculo de la
puesta del Astro rey, hablaban con fraternal desembarazo de los acon-
tecimientos del día, de los hechos del pasado y del problema del futuro. Allí
podía aprenderse la historia de la Independencia y de la República referida
por sus mismos actores; allí podían anotarse los días de angustia o de alegría, los
cataclismos y vicisitudes de la ciudad mistiana, referidos por sus testigos; allí
podía observarse el termómetro de la política actual y escucharse de labios de la
experiencia la profecía del porvenir.
¡Cuántas veces aquellos ancianos encorvados ya sobre la tumba,
lloraron
cual Jeremías, sobre las ruinas de la Patria! ¡Cuántas veces la augusta
asamblea guardó silencio doloroso, al contemplar a la generación que le
sucedía correr al abismo, arrastrando fatalmente a la generación que aún se
mecía en la cuna!
Mas, aquellas lágrimas iban a perderse en los arroyos, aquellos gemidos los
293
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Mucho te has hecho esperar hoy, otras veces vienes más temprano!
—Buenas tardes, amigos. ¿De qué se trata? —preguntó el joven.
—Siéntate y hablaremos —dijo el intendente de policía, a quien deno-
minaban el Bayetillero.
Jorge tomó asiento.
Se trata de saber tu opinión sobre una cosa.
—Veamos.
—¿Por qué lado crees que atacará el viejo?
—Aún cuando tiene su cuartel general en Sachaca y extiende su línea
sobre Tingo, hasta el cerro de Juli, no creo que tenga intención de atacar por
ese lado.
—Pues yo sí lo creo —repuso un paisano—, porque el viejo debe tener
presente la derrota del general Morán, que atacó por San Antonio.
—¡Eso no! ¡Eso no! —dijeron varios— Morán perdió por haber dividido su
ejército, queriendo atacar por todos lados a la vez.
—Ese fue su error —dijo el intendente— si ataca por un solo lado nos
divierte.
—Eso es indudable —añadió Jorge—, porque la munición se concluyó,
y si no se nos ocurre tocar un repique general, en pocos minutos más nos
destroza.
—Esa si fue estratagema —dijo uno.
—¡Esa fue viveza! —añadió otro.
—Al oír el repique —continuó el intendente— los soldados que atacaban
por San Antonio creyeron que habían sido derrotados los de la Ranchería,
estos que los de San Lázaro, etc. y así se introdujo la confusión y la derrota
positiva.
—Y cayó el pobre Morán, y lo fusiló Elías —dijo Jorge.
—Todo por culpa de Castilla —dijo uno.
—¡Ah! viejo; ahora tiene que pagarlas todas juntas —dijo otro.
—Pero no hay que hacerse ilusiones, compañeros —dijo Jorge—ahora no
será un repique el que nos dé el triunfo; ahora tenemos que combatir con un
ejército mucho más numeroso, con San Román que es el primer estratega, y
con Castilla que es un soldado experimentadísimo.
— ¡Tienes razón!
—¡Es cierto! —prorrumpieron varias voces.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó un paisano—. Dilo, todo se hará. —Sí;
porque sabes mucho —agregó otro.
—Ante todo es preciso reforzar las trincheras.
—Corren de mi cuenta —dijo el intendente—. Yo haré unas trincheras
como nunca las ha soñado el viejo.
296
segunda Parte / 50 capítulos
297
Jorge, El Hijo del Pueblo
298
segunda Parte / 50 capítulos
—Cabal.
—Para que no se fastidie el Jefe Supremo más de lo necesario, y para que
los tiroteos no amengüen con grave perjuicio nuestro, lo mejor será que cada
paisano se proporcione la munición que tenga intención de gastar cada día.
—Así lo hacemos muchos.
—Es necesario que lo hagan todos; si cada uno la fabricase en su casa,
resultaría más barata.
—Es que no todos saben.
—Fácil es que aprendan.
—¿Cómo?
—Enseñando los unos a los otros. ¿No es cierto que casi todos los cohe-
teros saben?
—Sí.
—Pues ellos por obligación deben constituirse en maestros de los
demás.
—Me comprometo a reunirlos con ese objeto —dijo un paisano.
—Dígales Ud. que así se ha acordado en la “Sebastopol” —dijeron varios
con cómica gravedad9.
—¡Y qué de discípulos van a tener! —dijo uno riendo.
—Yo el primero —añadió otro.
—También hay que componer las armas viejas —observó un tercero.
—¡Uf¡ Hay algunas desde el tiempo de Pumacahua.
—Y de Salaverry.
—Sabiendo arreglarlas, todas han de servir —dijo Jorge.
—De Morán hay una que otra; pero si todas fueran Minié...
—De esas sólo la “Columna Inmortales” tiene; y por cierto que están muy
bien empleadas —dijo Jorge.
—¡Oh! No pueden estar en mejores manos —dijeron orgullosamente
algunos jóvenes paisanos.
—Ya lo creo. ¡Como ustedes son Inmortales!...
—¿Oyen ustedes los tiros? —dijo el intendente prestando aten-
ción.
—Sí, están muy lejos; mi compadre y dos más salieron esta tarde —repuso un
paisano.
—También mi tío José y Luis —dijo Jorge— parece que tomaron por la calle
Torrello10.
299
Jorge, El Hijo del Pueblo
300
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 12
Javier Sánchez
C
omo de costumbre, toda la tarde y gran parte de la noche se
pasó en el tiroteo, ya más recio, ya más flojo, ya cercano, ya lejano.
Cerca de las cuatro de la mañana un grupo de paisanos armados se
disolvía en la esquina de Torrello.
—¿No vienes con nosotros, Jorge? —preguntó uno.
—No, tío; aún tenemos que recorrer las trincheras de abajo que no están
muy aseguradas.
—Entonces, hasta luego y buenos días don Javier, que ya tocan los Ave
Marías.
—Buenos días, don José.
Todos se separaron menos Jorge y el llamado Javier, quien después de visitar
tres o cuatro trincheras, para ver si sus custodios velaban, dijo a aquel:
—Vamos a casa, la tuya está muy distante, en la mía tomaremos un poco de
agua caliente.
—Acepto —repuso el joven.
Ambos se encaminaron hacia la calle San Juan de Dios y se detuvieron en la
puerta de una tienda casi fronteriza al templo.
El paisano cogió una llave oculta en el hueco formado entre la puerta y el
batiente y abrió, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno.
Jorge entró.
Sobre una mesa había un candelero de lata y en él una vela de sebo ardida
hasta la mitad, la misma que el paisano encendió.
301
Jorge, El Hijo del Pueblo
11 Todos estos datos son históricos y los hemos recogido con suma escrupulosidad.
302
segunda Parte / 50 capítulos
303
Jorge, El Hijo del Pueblo
—En esta vez hay que salvar a la República de la ruina que la amenaza; es
preciso poner un dique a tantos males.
—Aunque sea de nuestros cuerpos —dijo Sánchez sonriendo y destapando el
calentador, cuya tapa saltaba impelida por el vapor.
—Si no hay otro...
—¡Ah! No te he contado una cosa —dijo el artesano, después de apagar con
un soplo el alcohol del anafe y mientras vertía el agua hirviente en dos pocillos
provistos de aromática yerba del Paraguay y de azúcar.
—¿Cuál?
—Que de la noche a la mañana me he vuelto rico —repuso riendo y
tapando los pocillos con sus respectivos platos.
—¿Rico?
Sánchez abrió una alacena, saco una botella de resacado de anís y la puso
sobre la mesa, diciendo:
—¡Qué! ¿Te parece que no sería una fortuna para mí 6 000 pesos?
—¡Ya lo creo y para cualquiera!
—Figúrate el taller que pondría, a la última moda de París, con unos
elegantes mamparones y espejos de cuerpo entero, más claros que el agua
de Sabandía.
—Pero, ¿se los ha hallado Ud. o va a recibir alguna herencia?
—¡Mejor que eso! —dijo el jefe de Los Inmortales, alcanzando a Jorge un
pocillo aderezado con un poco de resacado y tomando el otro para sí—; pero
apaguemos esta vela que ya no hace falta puesto que es de día.
Jorge la apagó.
Sánchez aproximó un banquito y se sentó frente a aquel.
—¡Mejor que eso! —repitió, probando el mate—, porque no hay peligro de
que el Gobierno me quite la mitad si lo primero, ni de pleito si lo segundo.
—Es decir que se los regalan.
—Me los pagan. ¡Qué insolencia! —añadió cambiando su tono humorís-
tico, por un arranque de indignación—. ¡Qué trabajo es ser hijo del pueblo,
para que se nos crea capaces de todo!
Jorge miraba a Sánchez como si no le comprendiera.
—Sí, hermano —continuó este—, se me ha ofrecido 6 000 pesos, si entrego al
enemigo la “Columna Inmortales”13.
—¿Es posible?
—¡Como lo oyes!
—Pero...
—Aguarda un momento —dijo Sánchez, dejando su taza ya vacía sobre
13 Hecho histórico.
304
segunda Parte / 50 capítulos
305
Jorge, El Hijo del Pueblo
15 Hay una especie de culto a la muerte que tenía obsesionados a los rebeldes arequipeños.
En las
barricadas de los Inmortales flameaba un pendón negro. Esto al parecer se relaciona
también con
el carácter triste y fatalista del yaraví, que configura una especie de “búsqueda de la
muerte”..
306
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 13
La Columna Inmortales
T
rescientos artesanos que representaban la juventud distinguida de
los talleres, la flor de los hijos del pueblo, hacían ejercicios en el
patio del teatro, llamado entonces Coliseo.
La Columna Inmortales estaba dividida en cuatro compañías con sus
respectivos capitanes, elegidos de entre ellos mismos; la mandaba Javier Sán-
chez, como que era su creador y comandante, y era su instructor el coronel del
Ejército señor Romero.
A excepción de este, desde el Comandante hasta el último soldado vestían
307
Jorge, El Hijo del Pueblo
308
segunda Parte / 50 capítulos
la verdadera confraternidad.
Jóvenes ardorosos y entusiastas, antes de separarse para ir a sus ocupacio-
nes de taller, concedían un poco de tiempo a las expansiones de la amistad,
formando varios grupos.
Más de treinta de ellos rodeaban al comandante Javier Sánchez, quien con
la más grande familiaridad oía sus discursos, reía y bromeaba con los que
acabando de ser sus subordinados, volvían a ser sus amigos.
—¡Hola Jorge! —dijo uno en son de broma— ¡qué temprano te levantas!
Capaz de coger un constipado.
—Eh, amigos, esa burla es infundada; pregúntenselo al señor Comandante.
—Javier, ¿oyes?
—Sí; Jorge está en pie desde mucho antes que ustedes.
—Yo desde las cinco.
—Yo desde las tres.
—Jorge desde ayer —repuso Sánchez—. No se ha acostado anoche. —Ni
Ud. tampoco —dijo el joven.
—Yo cumplo con un deber; tú lo haces voluntariamente.
—No quiero entrar en polémica con Ud.
—Puesto que no te has acostado sabrás los sucesos de anoche —dijo un
Inmortal.
—No, hermano, apenas doy razón de lo que pasaba en torno mío; esto es,
de un paisano que cayó herido sobre el bordo de la acequia grande, en el
tiroteo de las doce; después hemos estado de ronda toda la noche hasta por la
mañana; ahora vengo de San Pedro.
—La Columna ha pasado lista —dijo Sánchez— y felizmente no faltaba un
solo individuo.
—Nosotros estuvimos de guardia en Palacio a prima noche —dijo uno.
—¿Viste al Jefe Supremo?
—Sí, parecía de muy mal humor; en el salón habían muchos jefes. Mi primo
Andrés, que está en el servicio particular de S.E., me dijo que se había puesto a
observar lo que pasaba dentro, por los vidrios de la mampara.
—¿Y qué notó?
—Vio a S.E. que se paseaba a lo largo del salón con un militar joven a quien
daba el brazo, en tanto que los jefes estaban sentados y silenciosos. Dice que el
Jefe Supremo conversaba en reserva con el joven, y que por último alzando la
voz dijo: “Ud. sí es honrado y leal Bustamante”.
—¡Cáspita! —dijeron varios.
—¿Y qué cara pusieron los jefes? —preguntó Sánchez.
—Se miraron unos a otros y se mordieron los labios.
—Eso quiere decir —observó Jorge— que el Jefe Supremo, con razón o
309
Jorge, El Hijo del Pueblo
sin ella, desconfía de los jefes, y que la Columna Inmortales hace muy bien en
montar sola la guardia.
—¡Cuando nosotros lo decimos!... —dijeron varios.
—Mientras la Columna subsista no hay cuidado —dijo Sánchez, alzando la
voz con energía.
—¡Desgraciado del que se atreva a dar un paso falso! —dijo un Inmortal.
—¡Pobres de ellos! —exclamó otro.
—¡Ni a pedacitos nos toca! —dijeron varios.
Un murmullo amenazante se extendió por el patio.
—No hay que confundir a unos con otros —dijo Jorge.
—¡Hum! Los Judas llevan en la cara pintada sus intenciones —dijo Sán-
chez.
—Muy bien que los distinguimos —dijo un paisano—, muy bien que
sabemos a quiénes se debe fusilar.
—Será muy prudente que no se sepa afuera lo que hemos hablado aquí
—dijo Jorge—, podría traer malas consecuencias.
—Así es.
—Tienes razón.
—No diremos nada.
—Se los recomiendo —dijo Sánchez.
—Está bien, mi Comandante.
—Yo voy a estar más callado que el Tuturuto.
—Yo como si ya me hubieran puesto encima el paño negro.
—Pero vamos despejando, que ya es tarde —dijo Sánchez.
—Un momento, señor Comandante —dijo Jorge, deteniéndolos con un
ademán— me ha traído aquí un interés.
—Veamos.
—Cerca de San Pedro hay una casa a propósito para hacer un fuerte.
Insinué la idea al señor intendente, quien la aprobó. Todo se reduce a levan-
tar sobre los techos unas cuantas trincheras en cierta disposición ventajosa:
“haremos un Malakoff”17, dijo el señor intendente, pero son indispensables
brazos auxiliares.
—Ayer se acordó en Sebastopol que los picapedreros...
—Sí, pero no bastan; hay que reformar todas las trincheras, abrir fosos, etc.
Al tropezar con estas dificultades, recordé que los batallones, en caso
necesario, hacen faenas.
—Y pensaste en los Inmortales... —dijo Sánchez sonriendo.
17 Malakof. Otro recuerdo del sitio de Sebastopol. El Malakof ruso era una gran torre de
piedra,
que protegía la entrada de la ciudad de Sebastopol. El Malakof arequipeño estaba ubicado
en la
calle San Pedro, y era una barricada inexpugnable.
310
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 14
El día de San Andrés
D
esde las primeras horas de este memorable día, se escuchaban
descargas de fusilería, más frecuentes que de costumbre.
La gente temerosa se asomaba a las puertas y ventanas, tratando de
indagar lo que ocasionaba aquel tiroteo alarmante.
311
Jorge, El Hijo del Pueblo
312
segunda Parte / 50 capítulos
—¡A los cañones se ha dicho! —gritó Jorge otra vez— ¡A los cañones,
hermanos!
—¡A los cañones! —repitieron multitud de voces estentóreas.
Jorge y los que le rodeaban se lanzaron a la carrera sobre el ala izquierda de
la artillería.
En ese momento la fuerza castillista se batía en retirada.
Los Inmortales avanzaban incontenibles. Los artilleros sorprendidos por
tanto arrojo, abandonaron las dos primeras piezas.
Fuego nutrido cayó sobre los asaltantes que principiaron a cubrirse de
sangre.
Jorge parecía invulnerable.
—Es imposible arrastrarlos —dijo José.
—Somos muy pocos —añadió uno.
—Se rehacen los castillistas —dijo otro—, por allí les viene un refuerzo.
—¡Acabemos! —exclamó Jorge, colocando un clavo en el oído del cañón que
tenía delante y descargando sobre él dos terribles golpes con una piedra negra
que le alcanzaron.
—!Bravo! !Muy bien! —dijeron varios.
Jorge, rápido como el relámpago, se lanzó sobre la segunda pieza y también
la clavó.
Ya era tiempo.
Las fuerzas enemigas acometieron con doble ímpetu.
Los artilleros, repuestos de su asombro, se lanzaron a la defensa de sus
piezas con sin igual furor.
Jorge y sus compañeros se retiraron haciendo fuego.
En estos momentos, el general Castilla, montado en un magnífico caballo y
seguido de su comitiva militar, se aproximó al general San Román, que dirigía
los fuegos y ordenaba el bombardeo sin misericordia.
—General, ¿qué es esto, qué es esto? —preguntó el Presidente con la
entonación que le era peculiar.
—Esto es, Excelentísimo Señor —repuso San Román—, que el pueblo se nos
viene encima y que hoy se decide la batalla.
—Bien, bien; voy a dar las órdenes necesarias para que se mueva todo el
ejército.
—Ya he mandado aproximar dos divisiones de la izquierda; haga V.E. que
avance en combinación el ala derecha del ejército sobre el pueblo de Tingo,
formando un semicírculo.
El Presidente partió seguido de su comitiva.
En estos instantes aparecieron dos cuerpos de línea de los sitiados, en
protección de los Inmortales, medio arrollados ya por la superioridad
313
Jorge, El Hijo del Pueblo
314
segunda Parte / 50 capítulos
315
Jorge, El Hijo del Pueblo
316
segunda Parte / 50 capítulos
Pero el Jefe Supremo que todo lo miraba con estoica frialdad, dio la pru-
dente orden de retirarse.
Los batallones de línea cumplieron la orden con toda la reserva del caso,
entrando a la ciudad protegidos por los fuegos del paisanaje.
Observando este movimiento las fuerzas enemigas se mantuvieron en la
misma posición, haciendo fuego, pero sin avanzar.
Los maccamamas continuaban excitando toda la indignación de los
defensores de Arequipa, pues seguían arrojando plomo homicida sobre sus
hermanos.
Un inmortal que no pudo sufrir más tiempo aquel espectáculo, saliendo de
las filas de sus compañeros, avanzó intrépido en medio del fuego, se puso al
frente de la posición, solo y despreciando la muerte, principió a descargar su
arma contra aquellos miserables.
Pronto fue el blanco de cien bocas de fuego.
Un diluvio de balas caía a su alrededor.
Mas, como si el inmortal estuviese protegido por el genio del valor, los
proyectiles le respetaban.
Los contendientes de uno y otro bando quedaron suspensos ante aquel
espectáculo.
Los maccamamas tenían delante un paisano, un amigo, tal vez, y sin embar-
go, dirigiéndole su más certera puntería, le disparaban casi a boca de jarro.
Después de algunos minutos, el inmortal vaciló y cayó sobre un lago de sangre.
Estaba muerto.
En este momento un hombre saltó de entre los matorrales vecinos al lugar de
la escena.
Todos contuvieron la respiración; porque allí era inevitable la muerte.
El hombre avanzó hacia el sitio del asesinato con paso firme y resuelto,
llevando en la mano derecha un fusil del que no se servía.
Se aproximó al inmortal, le reconoció, arrojó a un lado el arma y levantando
sobre sus hombros a la víctima, se alejó en dirección a los suyos, sin que nadie se
hubiera atrevido a dispararle.
Era Jorge20.
El sol descendió rápidamente y pronto el crepúsculo lo envolvió todo en su
poético velo.
El combate había durado, con pequeños intervalos, desde las cinco de la
mañana hasta las seis de la tarde.
Más de trescientos cañonazos se habían disparado sobre la ciudad del
Misti.
20 Episodio histórico.
317
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 15
Los funerales de un Inmortal
A
l día siguiente se contaba el número de muertos y heridos de
ambas partes, y se hacían comentarios más o menos apasionados.
La sangre había corrido en abundancia, muchas familias estaban de
duelo, muchos huérfanos sin pan.
Las campanas de varios templos doblaban.
A las 11 del día, la iglesia de San Juan de Dios se hallaba invadida por un
numeroso concurso que ocupaba hasta la calle.
En medio del templo se veía un féretro cubierto con un paño negro de
terciopelo bordado con oro; grandes cirios ardían en contorno y una guar-
dia de Inmortales, con crespones negros al brazo y las armas a la funerala,
hacía los honores.
Varios jefes y oficiales del ejército estaban presentes; muchas personas
distinguidas asistían de riguroso luto.
Javier Sánchez presidía el duelo.
Su Columna estaba formada en la calle, frente a las puertas del
templo.
Un solemne recogimiento se notaba en el concurso. La ceremonia era
imponente, grave, patética.
El cántico del oficio de difuntos resonaba bajo las sagradas bóvedas,
alzado por la lúgubre voz de los religiosos; de vez en cuando el salmo se
interrumpía y el órgano gemía como el viento entre las tumbas, como eco
desgarrador de un mundo invisible, como suspiro de seres que más allá
del sepulcro sufren.
Entre las sombras de la iglesia oscurecida, las amarillentas flamas de
los cirios, reflejaban sobre los rostros de los Inmortales una luz lívida;
ellos permanecían serios, inmóviles; como estatuas del sarcófago de un
héroe.
Un poeta, un artista, y muchos futuros mártires, contemplaban aquella faz
de la guerra, con religioso interés.
El poeta era Bonifaz; el artista, Jorge, los mártires futuros, ellos mis-
mos, y además Javier Sánchez, todos los Inmortales y muchísimos de los
concurrentes que aguardaban su turno de muerte.
Mañana cuando entreguen su sangre y su vida en aras de la patria ¿la
salvarán?...
¿Su sacrificio servirá de algo?
¿Será siquiera reconocido?
318
segunda Parte / 50 capítulos
¡Ay! En la guerra civil, por recta que sea la intención, por santa que sea la
causa, por grande que sea el sacrificio, la facción vencedora todo lo oscurece
bajo un anatema. Terminado el servicio fúnebre, el féretro fue tomado en
hombros y sacado fuera.
Se ordenó un desfile formado exclusivamente de hijos del pueblo,
hombres, mujeres y niños.
Algunos sacerdotes con negras capas de coro, precedían rezando. Seguía el
féretro, bajo cuyo rico paño, yacía el cadáver del heroico inmortal, que la
víspera recogió Jorge del campo enemigo; continuaba la Columna de
riguroso luto; después una banda de música tocando una marcha fúnebre, y
por último una mujer vestida de negro con una criatura de meses en brazos
y otra de cuatro años que conducía de la mano; la infeliz lloraba a gritos, sus
lamentos lastimaban el corazón.
—¡Ay, mi esposo! —decía entre sollozos— ¡Cómo se fue y me dejó!...
¿Qué será de mí... pobre viuda? ¡Quién dará pan a mis hijos!
En vano varias mujeres la rodeaban tratando de consolarla.
Rosa y Jacinta movidas a compasión se le acercaron. Rosa también era
madre y tenía en brazos al menor de sus hijos, y lloraba temiendo que pronto
quizá, no habría quien pudiera consolarla.
El desfile cruzó las principales calles de la ciudad, para dirigirse al
cementerio donde debía realizarse el sepelio.
Las gentes se agolpaban a las puertas y ventanas para verlo pasar. Jorge,
entristecido, marchaba entre la multitud.
De pronto, un grito de mujer lanzado desde una ventana, le hizo volver la
cara, lo mismo que a muchos, pero no pudo distinguir más que un grupo de
señoritas que se apartaban precipitadamente en socorro de una persona a
quien no pudo distinguir; pero al pasar oyó que decían:
—¡Pobre Elena! Se ha desmayado; ha sido imprudencia dejarla salir.
Jorge, sin saber por qué, sintió un golpe en el corazón.
319
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 16
Bonifaz
H
acía treinta y tres años que descendiendo la victoria al campo de
Ayacucho, coronó de laureles las sienes de las jóvenes repúblicas
americanas.
Era el 9 de diciembre.
Efemérides memorable, día más bello del Perú, el más importante de la
América Latina.
Se cree ver entre los rayos de su aurora, la augusta imagen de Sucre al-
zando en sus brazos la cuna de los incas, la colosal estatua de Bolívar,
teniendo por pedestal los Andes; la noble figura de Córdova apoyándose sobre
aquella diamantina espada que tenía en la mano, cuando arrojándose del caballo
gritó con voz profética: “¡Adelante! ¡Paso de vencedores!”, y en rápida carrera
ascendió al templo de la inmortalidad.
No hay corazón apasionado por la gloria, que no palpite acelerado en ese
día, no hay corazón joven que no se sienta impulsado a todo lo grande.
Nuestros padres celebraban con entusiasmo su aniversario.
Así pues, apenas el alba asomó por el horizonte, el Himno Nacional del
Perú se levantó del centro de la Plaza de Armas, entonado por coros de niñas y
niños, vestidos de blanco y cruzado su pecho con las bandas rojas, al compás de
las músicas militares.
En el campamento de los sitiadores resonó también el Himno de la Patria y
sus bandas de guerra repitieron las dianas de los cuarteles de Bolívar.
Todas las campanas de Arequipa se echaron a vuelo, saludando con re-
piques generales la victoria de Ayacucho, mientras la artillería de plaza hizo
retumbar en los aires la salva de 21 cañonazos.
En el campamento de Castilla, los cañones de grueso calibre hicieron las
descargas de ordenanza, y por doquiera se izó el pabellón nacional.
La ciudad del Misti enarboló en todos sus edificios y fortificaciones, la Bandera de
la Patria, y todos los consulados las de sus respectivas nacionalidades.
Era la fiesta común.
El mismo sentimiento de patriotismo dominaba a sitiados y sitiadores; todos
eran peruanos, hijos de la misma madre, todos hermanos, y sin embargo, la loca
ambición de dos hombres los tenía divididos y con las armas en la mano,
próximos a empeñarse en un duelo a muerte.
Arequipa ha sido bombardeada ocho días antes, la sangre de sus hijos ha
regado su suelo. ¿Qué iba a ser de ella, el día en que aquel ejército penetrase en
sus calles como un torrente que se desborda?
320
segunda Parte / 50 capítulos
321
Jorge, El Hijo del Pueblo
322
segunda Parte / 50 capítulos
323
Jorge, El Hijo del Pueblo
324
segunda Parte / 50 capítulos
325
Jorge, El Hijo del Pueblo
326
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 17
Q
En las altas regiones y en la calle
328
segunda Parte / 50 capítulos
329
Jorge, El Hijo del Pueblo
resultados.
—Descuide Ud. que en buenas manos está, no seré yo quien suelte la
presa.
El Prefecto vio en su reloj las dos de la tarde, y comprendiendo que se
necesitaba en su casa, se dirigió a ella.
El doctor Peña al volver a la suya tropezó con Enrique que salía del des-
pacho de Turner.
—¿Tan temprano? —le preguntó el doctor familiarmente.
—Hoy no ha habido trabajo en la casa; el comercio está casi en suspenso por
falta de transacciones.
—La situación es apremiante.
—Así lo noto.
—Menos para Turner que tiene la pingüe entrada de los molinos.
—Es cierto.
—Siempre los extranjeros sacan ventajas; los hijos del país somos los
arruinados.
—¿Ha estado Ud. en la Prefectura?
—Fui donde el General y no he logrado verle; traigo una mala espina.
—¿Y es?
—Que ha estado en conferencia con el prefecto Berenguel; esto es de
mal agüero para nosotros; pero vamos caminando —añadió, dando algunos
pasos.
—Dispense Ud. doctor que no le acompañe —dijo Enrique.
—¿Va Ud. a otra parte?
—Sí; desde que llegué no he tenido tiempo para recorrer Arequipa, pues
siempre se me han interpuesto mil inconvenientes, y ya que la oportunidad
se me presenta voy a cumplir en parte mi deseo. Anhelo recorrer otra vez los
sitios que frecuenté cuando era niño, buscar a las personas con quienes com-
partí los mejores días de mi infancia. Quiero ver también ese fuerte Malakoff,
de que tanto se habla.
—Es muy justo, muy justo; no le detengo más; hasta luego.
—Hasta luego, doctor.
Enrique tomó la dirección de la calle San Pedro.
330
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 18
El encuentro
H
acía un calor sofocante.
Los Inmortales trabajaban con ardor.
Jorge dirigía personalmente la obra, y de vez en cuando entusiasmaba
a los trabajadores con patrióticas frases.
De improviso, Luis se le acercó de puntillas y le puso la mano en el
hombro.
Jorge se volvió con presteza.
—¡Qué buen susto te he dado!
—¿Hasta cuando no serás formal?
—¿Y qué pruebas tienes de mi informalidad?
Los peones se reían.
—¿No ves? Apenas apareces por aquí cuando se interrumpe el orden.
—Sólo faltaba que me riñeras cuando he venido hasta aquí, únicamente
por darte un gusto —dijo Luis sacando del bolsillo un periódico.
—¿Qué es? —preguntó Jorge quitándoselo.
—Lo he traído porque he encontrado en él unos versos de Bonifaz.
—¡A ver! ¡A ver! —dijeron los trabajadores soltando los instrumentos
de trabajo.
—Pero vamos a perder un tiempo precioso —dijo Jorge.
—Mientras descansamos un poco —dijo un Inmortal, limpiándose la
frente.
—Sí, que estoy medio muerto —añadió otro.
—No interrumpiremos —dijo un tercero.
—Atiendan pues —dijo Luis, colocándose de modo que pudiera leer por
sobre el hombro de su amigo.
Jorge empezó así:
A LOS HIJOS DEL MISTI
331
Jorge, El Hijo del Pueblo
332
segunda Parte / 50 capítulos
333
Jorge, El Hijo del Pueblo
334
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 19
Un compromiso ineludible
—
V ámonos de aquí —dijo Enrique— el sol abrasa, el polvo ahoga.
Jorge se dejó conducir sin resistencia y en un momento estuvieron
en la calle.
—¿Dónde vives? —preguntó Enrique.
—En la calle Santa Teresa. Si gustas, vamos allá. —Sí;
porque la mía está muy lejos.
Jorge guardó silencio. ¿Qué sería de Elena?
No se atrevía a preguntarlo, temblaba de saberlo.
—Estos trabajos están muy adelantados —dijo Enrique, fijándose en los fosos
que precedían a la gran trinchera— muy bravo ha de ser Castilla para tomar
Arequipa por este lado.
—Se hace lo posible por evitarlo —respondió maquinalmente Jorge.
—Pero de quienes hay que guardarse más, es de los enemigos interiores.
¿Sabes que se dice muy bajo, que los principales jefes vivanquistas, tratan de
formar un complot?
—¿Con qué objeto? —preguntó Jorge distraídamente.
—Con el de destituir al general Vivanco.
—¡Eso no es posible!
—¿Qué, no? Pues hijo, sé de muy buena tinta, que el general Echenique
está oculto en Islay, esperando el movimiento que debe ponerle al frente de la
situación; porque la mayor parte de los jefes le pertenecen.
—Nada podrán mientras subsistan los Inmortales.
—Verdad que la empresa será difícil.
En esto llegaron a la esquina.
—¿Esta es la segunda trinchera?
—Sí, toda la ciudad está cerrada por dobles trincheras.
—Arequipa por sí misma es una defensa; pero exige mucha vigilancia.
—Y que todos sus vecinos estén interesados en guardarla; porque una sola
familia puede abrir las puertas al enemigo, dándole entrada por el interior de
su casa.
—Lima tiene la ventaja de ser amurallada.
—Pero con el inconveniente de estar tan próxima al mar, que fácilmente se
le puede invadir con grandes ejércitos y máquinas de guerra, mientras que
nosotros tenemos el desierto por medio.
—Sí, y además Lima no resiste un cañonazo.
—Como es de madera...
335
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Una bala de fusil recorre una manzana; por eso el más pequeño motín
produce un conflicto.
—Tampoco hay en Arequipa peligro de incendio.
—Y en la capital sí.
—Hemos llegado —dijo Jorge, deteniéndose delante de la casita en que
vimos expirar a don Raimundo Flores.
El taller del honrado José estaba cerrado.
La familia no estaba en casa.
Reinaba un profundo silencio.
Jorge condujo a Enrique al cuartito que le conocemos, junto a la reja de
caña del jardín, abrió y ambos entraron.
Enrique penetró al cuarto del pintor y un tinte melancólico se extendió por
su fisonomía.
Varios cuadros colgaban de la pared; sobre una mesa se veían bocetos,
pinceles, acuarelas, libros, cajas de pinturas, etc., todo mezclado con pequeños
proyectiles y fragmentos de fusil.
Jorge aproximó una silla para que tomara asiento Enrique.
Este examinaba con la vista aquella modesta habitación, y deteniendo su
mirada en los cuadros, exhaló un suspiro.
Jorge abrió la ventana que daba al jardín, y se inundó de luz aquel recinto.
—Este cuadro lo conozco —dijo Enrique, deteniéndose delante de un
paisaje que representaba el Puente viejo— es el primero que pintaste y perte-
neció un tiempo a mi familia.
Jorge, colocado a espaldas de su amigo, repuso, dando a la voz la mayor
naturalidad que pudo:
—Le pertenece siempre, no he hecho más que guardarlo durante su per-
manencia en Lima.
—Mi madre te dio orden de que lo vendieses todo.
—Yo compré el cuadro para devolvérselo.
Enrique se sintió conmovido.
—¡Qué época aquélla tan feliz! —dijo volviéndose hacia Jorge—. Este
cuarto, este jardín, estos cuadros, han traído a mi memoria esos días de la
infancia, que pasaron para no volver. ¿Los recuerdas? —y añadió sentándose—:
Nuestra casa era un paraíso, y nosotros, niños o adolescentes constituíamos la
alegría y la esperanza de nuestros padres. Nuestros progresos motivaban días
de gran fiesta. Toda la alta sociedad concurría a nuestros salones a aplaudir-
nos y alentarnos. Mi madre, hermosa y elegante, mi padre lleno de nobleza y
respetabilidad, recibían verdaderos homenajes de cuantos pisaban nuestras
afelpadas alfombras. Nuestra vocación estaba de manifiesto: yo sería marino,
tú descollabas sobre todos nosotros con el esplendor del genio, tú eras un gran
336
segunda Parte / 50 capítulos
artista, y debías partir a Italia, para ser un eximio pintor. ¿Te acuerdas? El día
que exhibiste este cuadro, mi madre te estrechó en sus brazos, mi padre se
frotó las manos y predijo que tú solo darías más lustre al Perú, que todos esos
batalladores que ostentan medallas y bordados. Hoy, nadie recordaría que la
casa del doctor Velarde se inundó de luces, para que la aristocrática y lujosa
concurrencia viera bien este cuadro.
Jorge escuchaba a Enrique con aparente tranquilidad; ni un gesto, ni un
movimiento denunció la agitación de su alma. Cada frase, cada recuerdo,
era una flecha envenenada que se clavaba en su corazón; pero Jorge, a fuerza
de sufrir, había llegado a comprender que a él no le era permitido manifestar
en público que pensaba y sentía como los demás, y había conseguido, no sin
supremo esfuerzo, cubrir con una careta de impasibilidad, todas las delicadezas
de su hermosa alma, todas las emociones de su gran corazón.
Temiendo que su acento, tal vez inseguro, desmintiera la serenidad de su
fisonomía, respondió a Enrique con un movimiento de cabeza y con una
sonrisa que resultó amarga.
—¡Qué distinta ha venido a ser la realidad del ensueño! —continuó En-
rique—. Mis padres duermen bajo una losa, en tierra extraña; tal vez sabrás
que hace dos años que murió mi adorada madre.
Jorge hizo un movimiento de doloroso asombro.
—¿No lo has sabido?
—No —repuso con voz apagada—, no he sabido nada.
—¡Oh! En siete años han sucedido muchas cosas, querido Jorge.
Hubo una corta pausa.
Después continuó Enrique:
—Como decía, mis padres yacen en el cementerio de Lima; yo sólo soy
marino en el mar de la vida; tú —añadió sonriendo con tristeza— ya lo ves:
tu soñada Italia se ha convertido en este cuarto y en las trincheras de San
Pedro.
—Aquellos fueron sueños de niño —dijo Jorge—, solo el atolondramiento
de la infancia puede excusarme de haber pensado en lo que no estaba a mi
alcance.
—Di más bien que Dios dispuso las cosas de otra manera; porque si tú
y yo, delirábamos con la gloria y con la fama, aunque en diversos sentidos,
era apoyados en las promesas de mi padre, que indudablemente se habrían
cumplido.
Jorge extrañaba que Enrique aún no hubiera hablado de Elena, y aunque lo
temía, víctima de cruel zozobra, varias veces había intentado preguntar por ella;
pero un poder oculto sellaba sus labios. Por último, haciendo un esfuerzo, y
conteniendo apenas los latidos de su corazón, preguntó:
337
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¿Y tu hermana?...
Y como si hubiera agotado sus fuerzas, tomó asiento en una silla inmediata.
Enrique, bien lejos de sospechar lo que pasaba por su amigo, dijo con una
entonación que hizo paralizar los latidos del corazón de Jorge.
—¿Elena?... ¡Desgraciada!
—¿Ha muerto? —balbuceó Jorge.
—No, hermano mío, no ha muerto, gracias al clima de Arequipa.
—¡Está aquí! —exclamó inconteniblemente.
—Más de cuatro meses —repuso con naturalidad Enrique.
Sucedió un momento de silencio.
Durante él, pensó Enrique que no había necesidad de decir a Jorge la
excepcional situación de su hermana, que para explicar su conducta actual, que
no dejaría de parecerle extraña, tendría necesidad de referirle una historia cuyos
recuerdos dolorosos no tenía deseo de evocar.
—Luego, ¿ha estado enferma? —se aventuró a preguntar Jorge.
—El temperamento de Lima, le afectó los pulmones y la puso a las puertas de
la muerte. ¡Pobre mi hermana! Solo por ella —continuó— he venido,
desafiando el sitio y sus consecuencias; felizmente no ha sido infructuoso
nuestro viaje, puesto que se halla casi del todo restablecida.
Jorge respiró. A cada instante había temido oír que Elena se había casado.
—¡Pero observo —dijo Enrique fijando una mirada en su amigo—que has
cambiado mucho de carácter!
—¡Puede ser! No son lo mismo los quince años que los veinticinco.
—Convengo en ello; pero aun cuando noto en mí un cambio extraordi-
nario, con todo, no creo haber variado tanto como tú, y seguramente que tú no
has sufrido la cuarta parte que yo.
Jorge sonrió.
—Pero, ¿por qué crees que he cambiado tanto? —dijo.
—¡Toma! Tú eras alegre, franco, expansivo; hoy te encuentro reservado,
silencioso, hasta indiferente; antes te conmovías con suma facilidad; creo que
ahora nada es capaz de emocionarte vivamente.
Jorge hizo con la cabeza un movimiento negativo.
—Demás lo niegas —dijo Enrique, obsequiando un cigarrillo a su amigo y
encendiendo, él, otro—. Vamos, señor artista —continuó en tono de broma—.
¿Qué ha hecho Ud. de la exquisita sensibilidad de su alma?
—La he guardado para los días de fiesta —repuso Jorge en el mismo
tono.
—¡Vamos, hombre! Siquiera he logrado arrancarte una frase humorística
—dijo Enrique alegremente, con ese encantador aturdimiento de la juven-
tud.
338
segunda Parte / 50 capítulos
—No soy tan serio como me supones —dijo Jorge, afectando un bienestar
que estaba muy distante de él.
—Si es así, forzoso es que ahora te halles muy preocupado.
—Es verdad.
—Ya caigo; las trincheras, los Inmortales, los echeniquistas, ¿no es esto?
—¡Pudiera ser!
—Lo dices de un modo... ¡Ah! ¡Estás enamorado!
Jorge sintió que la sangre se helaba en sus venas y trató de disimular su
emoción con una sonrisa desdeñosa.
—¡Vamos! Cuéntame tus aventuras, que al fin, como artista, no deben
faltarte.
—Nada de eso, yo vivo consagrado a mi familia y al trabajo.
—¿Te casaste?
—Nunca he pensado en ello.
—¿Piensas entrar de lego?
—No se me ha ocurrido hasta ahora.
—Estás intratable, reservado hasta la exageración.
—Mi reserva consiste en no tener qué contar.
—¿Tú? ¿Joven, poeta, pintor, soñador, artista? Eso sí que no me haces creer.
Veamos si en otro terreno eres más expansivo. ¿Cuántos cuadros notables has
pintado en siete años?
—Muy pocos —dijo Jorge, alegrándose de que la conversación tomase otro
giro—. Pintar cuadros en Arequipa, es dejarse morir de hambre.
—¿Y cómo vives por la pintura?
—Fácilmente, echando color a las puertas.
—Lástima que abandones el pincel por la brocha; pero según veo te dis-
pones a pintar un cuadro bastante grande —dijo Enrique, fijándose en un
lienzo preparado que estaba en el caballete.
—Sí, voy a pintar un cuadro bíblico, que fray Antonio me ha enco-
mendado.
—¿Vive fray Antonio? —preguntó con interés Enrique.
—Sí; te recuerda mucho, lo mismo que a toda la familia.
—Uno de estos días voy a hacerle una visita; quizá sea el único amigo que
del tiempo de la prosperidad nos quede. Pero volviendo a los cuadros,
¿recuerdas que en los días en que nos separamos, te preparabas a obsequiar a mi
madre uno, en que ibas a inmortalizar tu pincel?
Jorge se estremeció.
—Sí —murmuró.
—Era el retrato de Elena.
—Efectivamente.
339
Jorge, El Hijo del Pueblo
340
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 20
Victimar sin saberlo
C
omo Enrique lo había dicho, Elena se hallaba, en apariencia al
menos, bastante restablecida.
Sin los sobresaltos del sitio, sin sus sufrimientos morales, habría sido
fácil que recuperase del todo la salud.
Su sistema nervioso estaba bastante alterado.
El día de los funerales del inmortal, se había asomado a la ventana para ver
desfilar el cortejo. Mas, aquel lúgubre aparato, aquella música, aquellos
lamentos, la impresionaron mucho.
Sea por casualidad, o porque lo buscase con la vista, llegó a divisar entre la
multitud a un joven que caminaba distraídamente, y retrocediendo, lanzó un
grito y cayó presa de un vértigo, en el sillón inmediato.
Como hubo transcurrido mes y medio de este accidente, volvió a re-
ponerse.
El clima triunfaba sobre la tisis.
Cuando Enrique llegó a la casa, encontró a Elena y a Hortensia, sentadas
al pie de la ventana que daba al segundo patio, entretenidas con un dechado
de bordados.
Formaban un grupo interesante.
Hortensia, más desarrollada que su amiga, era el tipo de la mujer hermosa;
sus ojos negros y rasgados, su cabello de ébano, su tez ligeramente morena, le
daban cierto aire oriental.
341
Jorge, El Hijo del Pueblo
342
segunda Parte / 50 capítulos
343
Jorge, El Hijo del Pueblo
344
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 21
Los espectadores no se aperciben del drama
P
álida, cual los pétalos de la magnolia; lánguida, como el desma-
yo de la luz sobre las ondas; bella, como el postrer rayo de la esperanza;
triste, como el canto de la tórtola, se levantó Elena al siguiente día.
¡Jorge iba a verla!
Después de siete años de ausencia, después de una suprema despedida,
cuando un abismo mayor los apartaba, por primera vez iban a colocarse frente a
frente, iban a hablarse.
En vano trataba Elena de contener los latidos de su corazón.
El deber y la pasión se daban terrible batalla en su corazón lastimado.
En hora fatal había pronunciado aquel sí, que encadenó su suerte a un
miserable.
¡Desdichada!
345
Jorge, El Hijo del Pueblo
346
segunda Parte / 50 capítulos
Su cabellera caía como una cascada de ondas doradas sobre sus hombros y
espaldas, a lo largo del talle, y aquel diluvio de sedosas guedejas, no estaban
sujetas sino por el angosto listón celeste, medio perdido entre ellas.
Sus ojos grandes, melancólicos, rivalizaban en belleza de color con el listón de
su cabeza.
En este momento entró Mercedes, y al ver a Elena de aquella manera y
con su larga bata blanca, se detuvo asombrada. Elena se ruborizó.
—¡Oh! ¡Qué hermosa estás! —dijo Mercedes—; acostumbrada a verte
enferma, hoy que estás bien, me has parecido un ángel.
—¡Aduladora! —repuso la niña con cariñosa entonación.
Hortensia sonreía.
—¿Conque, hoy principian tu retrato?
—¡Así dice Enrique!
—Yo quería que te retratasen de cuerpo entero y en tu tamaño natural.
—El lienzo es muy pequeño —dijo Hortensia.
—Saldrás en busto.
—¡Cuando más!
—Acá viene mi papá.
Elena se apartó rápidamente del espejo y salió al salón donde estaba el
doctor Peña.
—Qué aliviada parece mi enferma —dijo, dándole la mano.
—No tanto como parece, doctor.
—Veamos el pulso.
Elena invitó al doctor a sentarse, y ella misma tomó asiento en el sofá. El
doctor se sentó a su lado y le tomó el pulso.
—Está agitado —dijo.
—Cree que se va a morir —manifestó Hortensia.
El doctor le miraba los ojos con suma atención.
—¡Es extraño! —dijo—. Ayer a esta hora estaba Ud. mejor que hoy. —Sí,
lo conozco.
—Pero esto es nada —se apresuró a decir el doctor—, esto es nada; en dos
días recuperará Ud. lo poco que ha perdido. Mi receta por hoy se reduce a
recomendarle la exactitud en el régimen prescrito y sobre todo, mucha
tranquilidad de espíritu, mucha distracción.
—El asunto del retrato viene perfectamente —dijo Mercedes.
—¿Qué hora tienes, papá? —preguntó Hortensia.
El doctor vio el reloj.
—Las doce y media.
—Se aproxima la hora —dijo Mercedes.
Los latidos del corazón de Elena se hicieron más violentos. Sufría horri-
blemente.
347
Jorge, El Hijo del Pueblo
348
segunda Parte / 50 capítulos
349
Jorge, El Hijo del Pueblo
—La cual juega con una sarta de conchas que le ofrece un niño del pueblo
también —concluyó Jorge.
Elena se sentía morir.
Jorge evitaba el mirarla, temiendo malograr el papel que representaba
Pretendía engañar al mundo, fingiéndose indiferente; pretendía engañar a
Elena, haciéndole creer que la había olvidado; pretendía engañarse a sí
mismo, convenciéndose de que lo que sentía, era pasajera emoción, que al día
siguiente quedaría disipada.
Con todo, notaba que en aquella habitación le faltaba aire, habría deseado
huir de ella, salir al campo y respirar, porque se asfixiaba; pero estaba preso en
la tan sutil como fuerte red social, que oprime y mata sin dejarse ver.
—Pero vamos al principal asunto que aquí nos ha conducido —dijo Enri-
que, sin sospechar que sus palabras envolvían una humillación para Jorge.
—Sí, que principie el retrato de Elena —dijo Mercedes con entusiasmo.
—¿Qué le parece a Ud. ese peinado? ¿Estará bien para el retrato? —pre-
guntó Hortensia.
Jorge se volvió hacia Elena y sus ojos se encontraron con los de la pobre
niña que al momento los bajó.
—¡Está muy bien! —dijo el pintor.
—¿No será preciso peinarla a la moda?
—De ningún modo; así está perfectamente.
—Es lo mismo que me ha parecido; los rubios cabellos de Elena sueltos,
con sus naturales ondulaciones, son la más bella corona de su frente.
Elena creyó del caso agradecer a su amiga con una sonrisa, la cual resultó
tristísima.
—¡Bah! ¿Ya me vas a reconvenir? —preguntó Hortensia con ligereza.
—No, más bien te voy a pedir un servicio —repuso con voz desfallecida
Elena.
—El que tú quieras, hermanita.
—Hazme traer un poquito de agua con vino.
—¿Te sientes mal? —preguntó Hortensia poniéndose de pie.
—¡Dios mío! ¡Qué pálida estás! —dijo Mercedes.
—¡En efecto! —agregó la señora, alarmada.
—No es nada —dijo Elena esforzándose por sonreír— como estoy tan
débil, me dan síncopes frecuentes; este ya va pasando.
—Doctor, tenga Ud. la bondad de tomarle el pulso —dijo Enrique. El
doctor Peña se levantó y le tomó el pulso.
—Está demasiado alterada la palpitación —dijo—; no sé a qué atribuir esta
alteración desde anoche.
Hortensia volvió trayendo el vaso de agua con vino.
350
segunda Parte / 50 capítulos
351
Jorge, El Hijo del Pueblo
352
segunda Parte / 50 capítulos
—Son las dos y media. Déjalo, Jorge, para mañana; Elena necesita des-
cansar.
Jorge se levantó.
Un sudor frío cubría su frente.
—Bastante has trabajado —dijo Enrique.
—Sí, pero no se ha avanzado mucho.
Jorge guardó el caballete, se pasó un finísimo pañuelo de batista por la
frente, lo guardó y cogió el sombrero.
—¿Mañana a la misma hora? —preguntó Enrique.
Jorge vaciló.
Comprendía lo mucho que tan dura prueba costaba a Elena y él mismo
sentía que sus fuerzas se agotaban. Por otra parte, temía que Enrique creyese
que le faltaba voluntad para servirle.
Se atrevió a preguntar:
—¿Precisa mucho el retrato?
—Ya te he dicho que muchísimo.
—Pues entonces, mañana estaré aquí a la misma hora.
Elena se estremeció.
Jorge se le aproximó para despedirse.
El semblante de aquella estaba sumamente pálido, sus largas pestañas
sombreaban unos ojos que parecían suplicar o morir. Había hecho prodigios
de valor moral durante dos horas eternas. Elena tendió al pintor su diminuta
mano.
Jorge, al tomarla con estudiada indiferencia, notó que ardía y temblaba; la
suya también, a pesar de todo, estaba trémula.
—¡Adiós, señorita! ¡Hasta mañana! —dijo.
—¡Hasta mañana! —repuso Elena muy quedamente.
Enrique despidió a Jorge en la puerta de la sala y regresó donde su hermana, a
quien condujo al sofá.
—¡Cómo ha cambiado el carácter de Jorge! —dijo Enrique a Elena. —No
me he fijado...
—¿Que no? ¿Te parece corriente la rigurosa etiqueta con que te trata, co-
nociéndote tanto? Lo que noto, es que pretende darse mucho tono, olvidando
que todo lo que es, nos lo debe.
Entretanto, Jorge se alejaba a toda prisa de aquella casa que por dos horas
había constituido su calvario, diciendo:
—¡Si el pecho fuera de cristal, preciso sería arrancarse el corazón!
353
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 22
Cavilaciones
D
on Guillermo de Latorre estaba solo en su cuarto.
Sobre la mesa había un paquete de cartas a medio deshacer. Don
Guillermo tenía una en la mano.
Más que leerla parecía examinarla.
La dejó y tomó otra.
—¡Esto es muy infame! —dijo— indudablemente tenemos un enemigo
encubierto.
Don Guillermo continuó examinando y haciendo reflexiones. De su medi-
tación vino a sacarle la voz de su hermana. Doña Enriqueta entró agitada.
—¿Qué sucede? —preguntó Latorre, a quien hacía poco tiempo que todo le
alarmaba.
—Sucede, hermano, que tenemos que abandonar esta casa antes de ocho
días.
De Latorre manifestó no comprender.
—Pues sí —continuó doña Enriqueta sentándose en una silla, cerca de la
mesa—, acaban de venir unos comisarios a notificar que van a construir
trincheras en los altos.
—¡No puede ser, arruinarían la casa!
—Esa observación les hice, y me contestaron que ellos nada tenían que hacer
con eso, ¡como son tan atrevidos!, que no hacían otra cosa que cumplir la orden
recibida, y se marcharon.
—¡Pues estamos divertidos! —dijo don Guillermo, pensativo.
—Lo que debemos hacer es ir donde Vivanco, y exponerle los perjuicios
que se nos seguirían si hiciesen trincheras, convirtiendo la casa en cuartel.
—No sabes lo que es el carácter de Vivanco —dijo Latorre—. Además, él no
entiende de las trincheras, ni puede impedir que sus directores las hagan
donde lo estimen necesario, desde que estamos sitiados.
—¡De modo que te conformas con que destrocen la casa!...
—¿Qué vamos a hacer? Además, hace tiempo que debíamos haberla de-
jado; si Castilla ataca por este lado, nuestra casa será una magnífica posición,
para el que de ella se apodere.
—Es verdad; pero, ¿a dónde vamos?
—Ese es el problema.
—¿Dónde metemos tanto mueble? Porque aquí no podemos dejar ni un
alfiler.
—Creo que no hay otro camino que remitirlos a las iglesias.
354
segunda Parte / 50 capítulos
355
Jorge, El Hijo del Pueblo
356
segunda Parte / 50 capítulos
357
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Es verdad!
Hubo una corta pausa.
—Desearía que te aclare el misterio —dijo Latorre.
Isabel miró a su padre.
—Confidencialmente, en una conversación —continuó.
—Pero ¿dónde?, ¿cómo?
—Aquí, en tu casa.
—¿Y mi tía? —preguntó vivamente Isabel—. No desearía exponer a Jorge a
nuevos desaires.
—Enriqueta nada sabrá.
Isabel guardó silencio, como si dudara.
—Nada sabrá —repitió don Guillermo—, Jorge puede venir al jardín por la
puerta falsa. Esto nada tiene de particular, tratándose de un hijo del pueblo, y
mucho menos en las presentes circunstancias.
Isabel vacilaba.
—Me parece que es el único medio de que hables con entera libertad.
Además, quiero que nadie en la casa se aperciba de esto.
Isabel sentía vivísimos deseos de ver a Jorge, de hablarle otra vez, con toda
confianza, de arrancarle explicaciones más amplias respecto a la conducta de su
prometido. Jorge era toda su confianza, vivía alejada de él, más que todo, por su
tía. Ahora que su padre, llevado por el interés de descubrir al autor de las
cartas, intentaba aproximarlo a ella, solo la forma de la entrevista, humillante
por demás para su amigo, la había hecho dudar; ¿pero qué hacer? No había otro
camino; Jorge no se creería ofendido por ella, al ser llamado a una cita de íntima
confidencia, burlando la vigilancia de una familia hostil. Así pues, dijo:
—Tienes razón, solo así puede conseguirse algo.
—Será preciso que lo cites para un día y hora determinados.
—Le escribiré.
—Hazlo. Mañana en la tarde puede tener lugar la confidencia.
—Hay una dificultad.
—¿Cuál?
—¿Quién lleva la carta?
—Cecilia.
—¿Hasta Yanahuara?
—¡Ah! ¿Vive allá?
—La verdad es que no sé. Creo que aquí tiene otra casita; pero no la
conozco.
—¿Cómo se apellida tu amigo?
358
segunda Parte / 50 capítulos
—¡Flores!
—¡Flores! —repitió don Guillermo temblando— ¡Yanahuara!
—Allá me llevó —dijo Isabel—, tiene una casita pobre, pero preciosa, con
una huerta llena de hermosos manzanos.
De Latorre quedó pensativo.
—¿Tiene madre? —se aventuró a decir.
—No, murió. Una de las que vino a dejarme se llama Jacinta y es su tía; la
otra es Rosa, esposa de su tío José.
Don Guillermo sintió un malestar indecible, y poniéndose de pie se puso a
pasear por la habitación.
¿Sería Jorge un instrumento de venganza?
Sí, indudablemente.
—¡Ya lo sé! —exclamó.
—¿Qué cosa papá? —preguntó Isabel.
De Latorre no supo qué decir. Después, brilló en su mente un rayo de luz,
y dijo:
—Que Jorge Flores, es el héroe del día de San Andrés.
—Exactamente.
—Y el autor de un cuadro que posee la señora viuda de Martínez.
—¿Que representa una playa? —preguntó con alegría Isabel. —Creo
que sí —repuso Latorre.
—¿Sabes que desearía adquirir ese cuadro?
—¿Para qué?
—Para dárselo a Jorge; él daría cualquier cosa por su cuadro.
—¡Está bien! —murmuró Latorre—. Si revela el nombre de nuestro ene-
migo, que cuente con él.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Pues ahora mismo voy a escribirle que venga, que lo necesito.
—Sí, es preciso.
—¡Ah! Se me olvidaba decirte, que es indispensable que Cecilia sepa la
venida de Jorge.
—Si es de secreto...
—Respondo por ella.
—¿Con quién mandarás la carta?
—Con el novio de Cecilia, que es amigo de Jorge.
Don Guillermo estaba tan preocupado, que no se le ocurrió preguntar nada
respecto al novio de Cecilia.
Isabel salió.
Don Guillermo se quedó murmurando:
359
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Ese Jorge engaña a mi hija con fingida amistad, no siendo otra cosa que un
instrumento de venganza.
Mas, poco a poco, el ceño contraído de don Guillermo se fue borrando y
concluyó haciéndose esta pregunta:
—¿Pero, si quería vengarse, por qué evitó nuestra caída? ¿Por qué salvó a
Isabel, en el instante en que se abría el abismo bajo sus pies?
Y el pensamiento que en este momento brotó en su cerebro, le hizo cerrar los
ojos y oprimirse las sienes con ambas manos, como para evitar que se
desarrollara en su mente.
Capítulo 23
Luis de correo
C
erca de las cuatro de la tarde de aquel mismo día, Cecilia cogió un
cántaro y se dispuso a salir por agua.
Doña Andrea, que en una de sus frecuentes excursiones a la desti-
ladera, vio aquella acción, principió a reñirla, concluyendo con la amenaza
de decirle a la señora que sin necesidad iba a la pila 24, dejando el servicio sin
guardar.
Cecilia se hizo la sorda y, mientras la costurera por centésima vez se lavaba las
manos, echándose el agua con el jarro de la destiladera25, se presentó a doña
Enriqueta con el cántaro bajo el brazo, solicitando permiso para traer agua,
pues no había una gota para lavar el servicio, añadiendo que la pila estaba seca
y que era preciso ir a San Lázaro.
Doña Enriqueta, no sin fastidio, otorgó su permiso, en fuerza de la nece-
sidad.
Cecilia salió sin pérdida de tiempo y caminó tan de prisa, que en pocos
minutos se puso en San Lázaro, al borde de una caudalosa acequia de cris-
talina corriente.
Varios muchachos y muchachas, algunos aguadores y mujeres del
pueblo, estaban en el afán de llenar cántaros o barriles; porque la escasez de
agua era extremada en la población.
24 Pila de agua. En ese tiempo las casas no tenían servicio de agua a domicilio, teniendo que
aca-
rrearla en cántaros de la pila o pileta pública.
25 Destiladera. Filtro de piedra volcánica que sirve para destilar el agua. La piedra o pila es
muy
porosa y deja pasar el agua reteniendo las impurezas. Debajo de la pila se encuentra la
vasija de
barro, que recoge el agua y la conserva fresca.
360
segunda Parte / 50 capítulos
En honor a la verdad, debemos decir que casi todos, unos con las vasijas
llenas y otros con las vasijas vacías, se entretenían en charlar, no pocos en
fomentar rencillas y algunos desocupados, en ver y oír.
Entre estos se hallaba Luis.
Tan luego como vio a Cecilia, se le aproximó.
Indudablemente, aquello era una cita.
Los novios conversaron más de un cuarto de hora en voz baja. ¡Tenían
tanto que decirse!
Por último, Cecilia sacó del seno una carta y se la entregó a Luis, que leyó la
dirección del sobre.
—Para Jorge —dijo sonriendo—. ¿Quién le manda esto?
—La señorita.
—¡Hum!
—Déjate de hum, y no te olvides de entregársela hoy mismo, porque
precisa mucho.
—Dime, ¿Jorge va a la casa? —preguntó con curiosidad Luis.
—¡No!
—¿Que no?
—¡No!
—Así será cuando lo dices —dijo con sorna Luis.
—No tengo por qué mentir, señor —repuso picada Cecilia, cogiendo el
cántaro para llenarlo.
—¡Bah! ¡No te enojes por eso! —dijo Luis, guardándose la carta.
Y aproximándose al borde de la acequia, sumergió el cántaro y lo sacó com-
pletamente lleno, servicio que pagó Cecilia sonriendo del todo desenojada.
Momentos después, Cecilia regresaba a casa de Latorre, casi corriendo y
Luis entraba en la del joven pintor.
Hacía dos días que Jorge trabajaba en el retrato de Elena y a nadie le había
dicho.
Luis encontró que acababa de llegar y que estaba elegantísimo; pero de-
masiado pálido.
Al ver a su amigo, trató de animar su semblante con una sonrisa.
—¡Caramba! —dijo Luis con marcada intención—. ¿Tan rica ropa te
pones para hacer trincheras?
—No, ciertamente, vengo de hacer una visita.
—¿Al general Vivanco?
—¡No, hombre, a un amigo de colegio!
—¿Sabes, Jorge, que tu ropa negra te ha puesto pálido como un difunto?
—Pudiera ser —murmuró.
Luis sonrió con malicia.
361
Jorge, El Hijo del Pueblo
26 Q.B.S.M. Abreviatura en fórmula de cortesía, que significa: Que besa su mano. Hay
otros
tratamientos escritos antiguos como: Q.B.S.P.: Que besa sus pies. C.V.E.: Criado de
Vuestra
Excelencia. D.G.M.A.: Dios guarde muchos años.
362
segunda Parte / 50 capítulos
Luis cogió la carta y sin dejar de sonreírse, la guardó con cierto misterio en
el bolsillo de su saco.
En seguida se despidió, pues advirtió que Jorge no estaba aparente para
una larga y festiva charla.
Capítulo 24
La entrevista
E
l jardín del señor de Latorre, era el único que de su estilo había en
Arequipa.
Se había procurado hacer de él un laberinto, formado con enormes
plantas de jazmín y madreselva, cuyas inmensas y floridas ramas, formaban
por debajo abovedados y secretos pasadizos; grupos de limoneros, a manera de
miniatura de bosque; pequeñas lomadas cubiertas de verbenas de mil colores;
pirámides de fucsia, arcos de multicolor, callecitas de guindos; todo en un des-
orden encantador. Los rosales y copos de nieve, crecían tapizando las murallas
del jardín, tres surtidores de agua, refrescaban el ambiente y en torno de ellos
las violetas tendían su manto, los claveles se balanceaban, las tembladeras se
estremecían y los pensamientos abrían sus corolas de terciopelos, salpicadas de
gotas cristalinas. Al terminar el jardín, principiaba la huerta llena de árboles
frutales, especialmente de ciruelos, bajo cuyas copas inclinadas, se abría la
puerta falsa que daba a la campiña. En el sitio más hermoso del jardín, al pie
de unos limoneros y frente a un surtidor medio oculto por las ramas de un
jazmín, se había colocado un rústico sofá de madera.
Todas las tardes, después que Isabel visitaba sus plantas favoritas, iba a
sentarse allí, hasta que cansada de meditar, leer o bordar, tornaba a la casa.
Nadie la molestaba, nadie iba a buscarla, a no ser Cecilia, en caso urgente.
La tarde en que debía ir Jorge, Isabel estaba sentada, con un libro cerrado en la
mano, siéndole imposible leer. Cecilia aguardaba cerca de la puerta falsa.
Era una tarde bellísima.
Reflejos de oro, abrillantaban las copas de los arbustos; el cielo parecía
sonreír al verse reproducido en los líquidos espejos de las tazas de los surti-
dores.
El silencio sólo era interrumpido por el canto de los jilgueros, por las hojas
que se desprendían y por el murmullo de los surtidores.
Isabel, impaciente, sacó su reloj de oro y vio la hora. Los diminutos pun-
teros señalaban las cinco. Casi a la vez, sintió ruido de pasos tras de sí; volvió
363
Jorge, El Hijo del Pueblo
364
segunda Parte / 50 capítulos
365
Jorge, El Hijo del Pueblo
366
segunda Parte / 50 capítulos
367
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¿Y ahora?
—Ahora se ha hecho necesario decirlo todo de una vez —dijo el joven con
firmeza—. El autor de esa farsa, el redactor y falsificador de esas cartas
comprometedoras, el calumniador de la familia Vélez, el introductor de las
armas que allí aparecieron, no es otro que Alfredo Iriarte.
Isabel hizo un movimiento de espanto. Miró a Jorge como queriendo leer en
su semblante la veracidad de sus palabras; vio la verdad escrita en su fiso-
nomía, recordó que ella le había obligado a hacerle revelación tan cruel, y no
hallando una palabra qué decir, inclinó la cabeza con desaliento.
—Dios dispone que los malvados dejen siempre huellas de sus crímenes
—continuó Jorge—; por eso vino a mis manos el pliego de instrucciones
escritas que Iriarte dio a su cómplice.
—Démelo Ud., démelo Ud.
—No lo tengo aquí, señorita; ello servirá a su debido tiempo.
—¡Dios mío! Creo, Jorge, que voy a perder la razón.
—¡Ánimo, señorita! —repuso este, con un acento impregnado de ternu-
ra— la vida está erizada de abrojos, la senda que actualmente cruza Ud., es
bastante escabrosa; pero pronto Dios la cubrirá de flores, porque nunca la
virtud queda sin recompensa.
—¡Ay! ¿Cree Ud. que haya un corazón más destrozado que el mío?
—¡Quién sabe! —murmuró el artista, con indecible amargura. Juzgando
terminada la conferencia, Jorge se puso de pie. Isabel le tendió su pequeña
mano.
—De nuevo pido a Ud. mil perdones, señorita, por el involuntario daño
que le he hecho —dijo Jorge.
—Nunca podré pagarle lo mucho que le debo, amigo mío.
Isabel llamó a Cecilia y poco después, Jorge salía del jardín, tan preocupado,
que no vio a un hombre, que, huyendo de encontrarse con él, se escurrió por
una callejuela; ni a otro, que saliendo de una casucha fronteriza a la puerta
falsa de la casa de de Latorre, marchó larga distancia en su seguimiento.
El primero era Luis.
El segundo, Pedro, el ordenanza de Iriarte.
Entretanto, Isabel, abandonando el jardín, se dirigió al estudio de su padre y
sin advertir que este se hallaba extraordinariamente pálido y trémulo, se arrojó
en sus brazos, llorando y diciendo:
—¡Papá, soy muy desgraciada, Alfredo es un infame!...
368
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 25
En guardia
L
uis apresuró el paso, dio largo rodeo, y después de un cuarto de
hora de marcha, estaba en la calle Santa Teresa y entraba en casa de
Jorge.
Era la hora de las oraciones27.
Hacía pocos instantes que Jorge había llegado y estaba encerrado en su
cuarto, porque, cuando el espíritu medita o se oprime, busca el silencio y la
soledad.
El carácter ligero de Luis no se avenía mucho con estas excentricidades, así
es que en vez de ver a Jorge, entró a visitar a José.
El honrado artesano estaba solo. Rosa, Jacinta y los chicos se habían ido a
rezar, no obstante algunos tiros que se oían a la distancia.
—Buenas noches don José.
—Buenas las tengas, Luis.
—¡Qué solo lo encuentro!
—Sí, toda la familia se ha ido a la iglesia. ¿Y tú? Milagro es verte por aquí a
esta hora.
—Vine en busca de Jorge.
—¿No está en su cuarto?
—No... no sé. Está cerrada la puerta... —dijo, sentándose.
—Dime —dijo José bajando la voz—. ¿Tú sabes qué negocios trae Jorge
entre manos de algún tiempo acá?
Luis se encogió de hombros.
Aquel movimiento quería decir: lo ignoro.
—Pues me parece muy extraño que siendo tan amigo tuyo, no lo sepas.
—Siempre está Ud. con el mismo tema. Ud. cree que Jorge me dice hasta lo
que piensa, sin convencerse que es tan reservado, que no me atrevo a
preguntarle nada, por más rarezas que le vea hacer.
—Veamos, qué rarezas ha tenido en estos días.
—Una porción.
—Por ejemplo...
—En primer lugar, ya no va al mediodía a la trinchera.
—Eso me extraña muchísimo; porque Jorge es constante y tenaz en sus
empresas.
—No sé que hace a esa hora —continuó Luis en tono de queja— yo lo he
369
Jorge, El Hijo del Pueblo
370
segunda Parte / 50 capítulos
371
Jorge, El Hijo del Pueblo
28 Francisco de Paula Taforó (1816-1889) Sacerdote jesuita chileno, notable orador. Estuvo
en
Arequipa y actuó ocasionalmente de mediador en la revolución de 1851. El Dean
Valdivia lo
menciona en su libro Las revoluciones de Arequipa.
29 La “Cecilia”. Uso del artículo determinante precediendo al nombre, en este caso por un
sujeto
vulgar, para referirse a una sirvienta. Lo interesante es que ahora se emplea para nombrar
a las
picanterías, por la gracia de la picantera: La Cecilia, La Palomino, La Fiera, etc.
372
segunda Parte / 50 capítulos
373
Jorge, El Hijo del Pueblo
do, que sepas su nombre y su casa, que si es posible adivines sus pensamientos y
los de Isabel.
—Se me ocurre una cosa, mi Mayor.
—Habla.
—Principiar por galanteos con la Cecilia.
—¡Bravo!
—Así puede conseguirse mucho.
—¿Tiene novio?
—Eso no importa, como yo la pueda obsequiar bien.
—Tienes razón; los corazones se abren con llaves de plata.
—Este asunto puede salir a nuestro gusto con algunos pesitos.
—¿Cuántos necesitarías?
—Cinco, por lo pronto.
—¡Toma! —dijo Alfredo, sacándolos de un cajón.
Pedro después de contar, deshaciéndose en cumplidos, salió en dirección de
una pulpería.
—La cosa me costará largo —dijo Iriarte al quedarse solo— pero ¡qué
diablo! La venganza es muy agradable, y lo que es dinero, no ha de faltarme.
Por algo se sirve a la Nación y se posee la confianza de un Jefe Supremo.
Capítulo 26
Voz de la conciencia
S
in que Isabel lo sospechara, don Guillermo de Latorre había asis-
tido a su entrevista con Jorge, oculto entre las ramas del jazmín más
inmediato.
Desde luego, su vista se fijó en el semblante del joven pintor, y una voz
potente, levantando un eco en su alma, turbó su conciencia.
Jorge e Isabel estaban sentados uno junto al otro, y los espantados ojos de
Latorre vieron en el semblante del artista, las facciones de su hija, y en la
fisonomía de esta, la de aquel.
En efecto, el parecido era maravilloso.
El hijo del pueblo, había desaparecido de la vista de don Guillermo, bajo el
traje del aristócrata. La dignidad de sus modales, la nobleza de sus acciones,
la corrección de su lenguaje, la suavidad de su acento, esas mil delicadezas
que revelan la educación esmerada y la dulzura del carácter, se manifestaron
374
segunda Parte / 50 capítulos
relevantes, ante el padre de Isabel; y era que al fijar por primera vez su atención
en Jorge, le había sorprendido en uno de esos momentos en que, olvidando el
joven el encogido y forzado papel que le había cabido por suerte representar
en el mundo, daba expansión a su inteligencia y a su corazón, manifestándose
en su natural modo de ser.
¡Jorge e Isabel! Al verlos así, cualquiera sin vacilar habría asegurado que
eran hermanos.
Don Guillermo sentía que las piernas le flaqueaban, que una sutil corriente
de hielo recorría todo su cuerpo, subía a la frente y brotaba en glaciales gotas
de sudor.
Algunas palabras amargas salieron de los labios de Jorge y clavándose como
envenenados dardos en el corazón del señor de Latorre hicieron clamar a su
agitada conciencia: “¡Desnaturalizado! ¡Criminal! ¡Infame!”
Su semblante estaba cubierto de mortal palidez.
Cada vez que, casualmente, los ojos de Jorge se fijaban en el sitio donde él
estaba, temblaba como el reo ante el juez.
Con todo, oía la conversación franca, confidencial de los jóvenes, que se
permitía sorprender, y en medio de su turbación pudo apreciar el grado de
confianza y la sinceridad de afectos que reinaba entre ambos. En sus oídos
zumbaron las tremendas revelaciones de Jorge, en su alma cayeron las amargas
lágrimas de su hija, y cuando apuraba el cáliz del mayor dolor, su conciencia le
gritaba: “las lágrimas de Isabel expían las que hiciste verter a Carmen; tú
mismo has labrado la infelicidad de tus dos hijos”.
Cuando la entrevista tocó a su fin, don Guillermo abandonó su observa-
torio, tomando, para no ser sentido, las precauciones de un ladrón; entró a su
cuarto y se dejó caer en una silla.
Minutos después, entraba Isabel y se arrojaba llorando en sus brazos, don
Guillermo la estrechó contra su pecho, sintiendo que se le desgarraba el
corazón.
Sollozos contenidos, gemidos ahogados, se escapaban del pecho de la
pobre niña.
Cuando logró dominarse un tanto, desprendiéndose de los brazos de su
padre, tomó asiento a su lado y le refirió lo que Jorge le había dicho.
Don Guillermo tenía convicción moral de la verdad de las revelaciones de
Jorge; él mismo le había escuchado y desde el primer momento comprendió
que la mentira nunca podía salir de aquellos labios.
Nada, pues, tuvo que objetar.
Trató, solamente, de tranquilizar a su hija, de llevar a su corazón lacerado
la resignación. En seguida pensó en despedir al infame que así amargaba la
375
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 27
Las apariencias engañan
E
l retrato de Elena se hacía lentamente.
Todos los días a las doce, Jorge se constituía en casa de Enrique y
pasaba dos horas delante del caballete.
Elena sufría de un modo horrible.
Regularmente se encontraba acompañada de sus dos amigas, Hortensia y
Mercedes. Su hermano rara vez podía ver pintar a Jorge por su asistencia al
escritorio de Turner; pero su primer cuidado al venir de la oficina, era des-
376
segunda Parte / 50 capítulos
“Amigo mío: Necesito hablar urgentemente con Ud., hoy a las doce
del día. No olvide Ud. traerme el papel de que me habló. Cecilia
abrirá la puerta falsa del jardín y así podremos hablar sin testigos.
No puede Ud. imaginar cuánto he sufrido desde la última vez que nos
vimos;
venga Ud. y se lo diré todo, pues ya sabe que para Ud. no tiene
secretos:
Isabel.”
Jorge se encontró perplejo por algún tiempo.
Faltar a aquella cita era imposible, más, tratándose de presentar una de las
pruebas de sus revelaciones; pero, ¿y el retrato de Elena? ¿Dejar de verla, aun
cuando fuese sufriendo?...
Por fin, tomó la pluma y escribió:
378
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 28
Reconocimiento
J orge cruzó con velocidad las calles; dio la vuelta necesaria para
llegar al punto deseado y poco después llamaba, con la señal convenida, a
la puerta del jardín.
Dos ojos ávidos lo espiaban desde la casucha del frente.
La puerta se abrió, Jorge penetró y aquella volvió a cerrarse. El día estaba
tan nublado, que amenazaba lluvia.
El jardín ofrecía un aspecto delicioso.
El sol escondiendo sus ardorosos rayos, derramaba luz a través de nubes
nacaradas.
Las plantas exhalaban ese ambiente fresco, peculiar de los días nublados.
Los pájaros, piando, recogían presurosos el alimento para sus polluelos.
379
Jorge, El Hijo del Pueblo
El día tenía mucho de encantador y más aun de triste. Isabel aguardaba con
impaciencia a Jorge.
Tan luego como lo vio cerca, le tendió la mano con afable expresión.
Cecilia se retiró.
—Me he demorado involuntariamente, señorita, le suplico que me dis-
culpe.
—No emplee Ud. conmigo tanto cumplido, Jorge; eso no cabe entre per-
sonas que, como nosotros, nos hemos llegado a comprender.
—Es cierto, pero...
—No objete Ud. nada, no me arranque Ud. la última ilusión que me resta,
creyéndole mi mejor amigo, casi mi hermano.
—¡Oh! ¡Eso se lo juro! —dijo Jorge, llevando una mano a su pecho. Isabel
suspiró.
Su semblante estaba pálido y lleno de languidez.
—Nunca como ahora, necesito un amigo en quien depositar mi confianza, a
quien pedir consejo, de quien solicitar apoyo.
—¡Ah! Señorita. En mi condición, apenas si podré serle útil alguna vez; sin
embargo, puede Ud. disponer de mi vida, si la necesita.
—Gracias, Jorge, gracias.
—Con toda la sinceridad del cariño que recíprocamente nos une, le
confieso, que, no obstante la resignación que tengo con la suerte que me ha
tocado, hay ocasiones en que soy preso de horrible martirio —continuó
diciendo Jorge, con cierta desesperación.
Isabel comprendió que algo excepcional ocurría a su amigo. Recordó la
historia que le relatara, miró su semblante, en el que el sufrimiento marcaba sus
huellas y sintió profunda pena.
Advirtiendo esto, Jorge trató de dar otro giro a la conversación y sacando de
su bolsillo un papel doblado, dijo:
—Aquí está el documento que me pidió Ud.
—¡Ah! Sí —repuso Isabel— tomándolo y reconociendo la letra, y añadió con
amargura —esta es la prueba de una parte de los delitos de Iriarte.
—¿Ha referido Ud. esto al señor Latorre?
—Todo, Jorge, todo.
—¿Y cree? ¿No me juzga calumniante de señor tan distinguido?
—Ni por un momento; tiene plena fe en sus palabras y está resuelto a
despedir a Iriarte.
—Al fin.
—¡Ay Jorge! Ud. no puede imaginar cuánto es mi sufrimiento. ¡Haber sido
tan villanamente engañada!...
—Valor, señorita. Es verdad que muy temprano ha bebido Ud. la copa del
380
segunda Parte / 50 capítulos
381
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Si Ud. pudiera ver lo que pasa en mi corazón en esas horas de agonía...
¡Hoy la amo más que nunca!
En este instante Isabel lanzó un pequeño grito, porque abriéndose las ramas de
la izquierda, dieron paso a un hombre que, de pronto, no pudo reconocer y que
agitado y con un envoltorio en la mano, se detuvo ante ella.
Jorge se puso de pie.
—¡Infelices! ¡Sois hermanos! Aquí están las pruebas.
Isabel se aproximó a Jorge y se asió fuertemente de su brazo. Creía que
tenía delante a un loco.
Jorge miraba a José con indescriptible asombro.
—¿No me crees? —volvió a decir—. Abre este paquete y verás que tú eres
Jorge de Latorre, hijo primero y legítimo de don Guillermo de Latorre y
hermano de esta señorita a quien acabas de decir que amas.
Jorge arrebató de manos de su tío el paquete y lo abrió. Al punto se deslizó de
entre sus manos y cayó al suelo un objeto pesado y brillante, que Isabel se
apresuró a recoger.
—¡El complemento de la cadena de mi papá! —exclamó.
—Y la constancia de que le pertenece y la copia certificada de su partida de
matrimonio con mi hermana Carmen y la del bautizo de Jorge —dijo el
artesano, mientras éste precipitadamente examinaba los documentos, sin
acertar a leer más que algunas firmas de don Guillermo.
—¡Luego es cierto! —prorrumpió Isabel, en un transporte de gozo.
—¡Luego es verdad! —exclamó Jorge, con una entonación imposible de
clasificar.
—¡Sois hermanos; lo juro por mi padre, por tu madre, por Dios que lo
escucha! —dijo con acento enérgico el artesano
—¡Jorge, hermano mío!
—¡Isabel, querida hermana de mi alma!
Por un irresistible impulso de sus nobles corazones, ambos jóvenes se
arrojaron el uno en brazos del otro.
Pero Isabel, en extremo débil, no pudo resistir emoción tan violenta y
perdió el conocimiento.
Jorge la sostuvo.
José, asustado, iba a gritar pidiendo auxilio, cuando de súbito se presen-
tó, saliendo de entre los jazmines, el señor de Latorre, pálido, demacrado,
convulso.
Don Guillermo acudió en socorro de su hija, que ya volvía de su desva-
necimiento.
Isabel al abrir los ojos y ver a Jorge y a su padre, que a la vez la sostenían,
lanzó un suspiro como para desahogar su pecho y dijo:
382
segunda Parte / 50 capítulos
31 A los críticos de María Nieves no les gusta mucho la historia de los amores
desventurados de
Jorge y menos esta escena de la revelación de sus orígenes. El caso, sin embargo, es
que el tema
central de la novela es precisamente la bastardía de Jorge. Pero este no es un drama
individual
sino colectivo, el del mestizo. De ahí al valor de la novela de María Nieves: que su
historia es la
historia de muchos.
383
Jorge, El Hijo del Pueblo
vencido por aquella, que le manifestó no tener por el momento dónde ocul-
tarlos, se determinó a admitirlos.
Jorge e Isabel tornaron a abrazarse con una emoción de gozo indescriptible.
El buen artesano, a quien al fin reconoció Isabel, se permitió también
abrazar a la niña y salió precipitadamente, seguido de Jorge.
Isabel trató de arreglar con la mano su peinado y llamando en voz alta a
Cecilia, se dirigió a abrir personalmente la puerta.
Capítulo 29
Un convite repentino
C
ecilia había dado lugar a que José penetrara al jardín del señor de
Latorre sin anuncio.
Veamos cómo.
Apenas la novia de Luis hubo dejado a Jorge con Isabel, volvió a ponerse de
guardia tras de la puerta, cual si esperase a alguien.
En efecto, no tardaron en llamar y ella en abrir. Grande fue su sorpresa al
encontrarse con el ordenanza de Iriarte.
—¿Qué quiere Ud.? —preguntó contrariada
—Poca cosa, paloma, un cuatro de abridores32.
—¿Abridores? ¿Y qué cosa es eso?
—¿No sabes? Vaya; melocotones que se parten en dos con la mano.
—Pues tampoco sé qué viene a ser eso.
—Ayayay. ¡Cómo no ha de saber Ud.! Pues, y esos árboles ¿qué son?
—Duraznos los comunes, blanquillos los finos, aurimelos, los que se
parten, uvillas los que también se parten y son muy dulces, como bolsitas de
almíbar.
—¿Así se llaman en su tierra? Vaya, es Ud. muy guapa y tan entendida
como buena moza; en fin, véndame Ud. de esas uvillas.
—Aquí no se vende fruta.
—Vaya niña, no sea tan desabrida33.
—¡Déjeme Ud. en paz! —dijo Cecilia, tratando de cerrar la puerta.
Pedro, que estaba arrimado al dintel, se lo impidió.
—No se vaya tan luego, paloma, ni se ponga tan enojada, que eso no sienta
bien a su cara preciosa.
Cecilia, impaciente dijo:
32 Abridor. Especie de melocotón fácil de partir. Raro en Arequipa.
33 Piropo al revés del pícaro limeño Pedro.
384
segunda Parte / 50 capítulos
385
Jorge, El Hijo del Pueblo
Pedro pensó que no sería malo aprovechar de la amistad de los novios, que,
según le parecía, no eran muy reservados.
—Me va Ud. a permitir amigo Luis —dijo— que, en celebridad de su
noviazgo, les invite un vaso de chicha a Ud. y a la Cecilia.
—Gracias, amigo Pedro, yo aceptaré, pero, en cuanto a Cecilia, no puedo
sacarla de casa de sus patrones.
—Pero si es aquí no más, al frente, vea Ud.
—Cecilia no tiene costumbre de ir a la picantería.
Pedro hizo una mueca.
—Será la primera vez —dijo.
—¿Y si la señorita me llamase? —objetó aquella.
—Como sabe lo que hay entre ustedes, no tendrá a mal que su novio le
invite un vaso de chicha.
—¡No, don Pedro, no lo consiento! —dijo Luis con firmeza.
Cecilia estaba angustiada.
Si la conversación se prolongaba mucho, no estaba lejos que Jorge saliese
delante de todos.
La honrada joven miraba a Luis, haciendo lo posible porque comprendiese lo
crítico de su situación. Al fin llegó a entenderlo este y trató de arrancar de allí al
ordenanza; pero en vano; porque todos sus esfuerzos, se estrellaban contra la
terquedad de Pedro, que acabó por proponer que entraría a pedir permiso a la
señorita, para agasajar a Cecilia con su novio.
Los jóvenes no dudaron de que el ordenanza provocase un escándalo que
atrajese a los vecinos y... ¡quién sabe en lo que podría parar!
Luis optó por acceder prudentemente a la invitación de Pedro. Era un
sacrificio, en aras de la amistad.
No vaciló más en arrostrarlo todo, incluso el justo enojo de Isabel, por
salvarla a ella y a su amigo Jorge.
Calculando que se aproximaba la hora de que este saliese, aceptó bajo la
condición de que sólo sería un vaso, y de que la picantería estuviese desierta de
gentes extrañas.
Se encaminó, pues, a esta, llevando a Cecilia, que temblaba asustada por el
primer mal paso que daba en su vida.
Bajo una ramada, la comadre de Pedro dispuso la mesa del mejor modo
que pudo.
Cecilia estaba sobre ascuas, como vulgarmente se dice. Luis no estaba
menos inquieto.
Pedro quería gastar fuerte en obsequiar a sus convidados; pero Luis, estricto
en sumo grado, no quiso que su futura bebiese, y pretextado el enojo de la
señorita, la envió sola, quedando él en la tarea de entretener al ordenanza,
386
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 30
Cómo se rompe un corazón
J orge y su tío cruzaron las calles sin cambiar una palabra. Cada
uno de ellos llevaba un mundo en la cabeza.
Cuando llegaron a la casa, se separaron, sin decirse nada.
José entró a su habitación, para repasar en su memoria la rápida escena
que acababa de tener lugar.
Jorge se encerró en su cuarto, procurando coordinar sus ideas y cerciorarse de
que no era un sueño lo que sucedía.
¡Él, hijo legítimo de don Guillermo de Latorre! ¡Hermano de Isabel! ¡In-
mensamente rico...!
¿Era creíble?
De Latorre acababa de llamarlo su hijo y de proclamarlo dueño de su
apellido y de su fortuna.
Entre sus manos tenía todos los documentos necesarios para hacer valer
sus derechos, si su padre no se anticipara a reconocerlo, estrechándolo contra su
pecho y regando de lágrimas su rostro.
Cuando el espíritu de Jorge se tranquilizó un tanto, desdobló los papeles
que le había entregado Isabel y los leyó con la mayor detención. Entre ellos
había uno, de puño y letra de don Guillermo, que decía así:
“Los eslabones de esta cadena de oro, con letras de diamantes, son
auténtico
complemento de la que mi padre me obsequió y los dejo en prenda a mi
esposa
Carmen Flores, para que sirvan de señal junto con la presente, a fin de
que
yo reconozca a mi hijo, aún no nacido, si por fatalidad, ella dejase de
existir
durante mi viaje a Europa.
Arequipa, a 10 de setiembre de 1832.
Guillermo de Latorre.”
Dos veces recorrió Jorge estas líneas.
Era noble y rico: poseía las dos claves de la dicha.
387
Jorge, El Hijo del Pueblo
388
segunda Parte / 50 capítulos
389
Jorge, El Hijo del Pueblo
390
segunda Parte / 50 capítulos
Jorge sintió que su cabeza daba vueltas, que toda su sangre se agolpaba al
cerebro, se hicieron imperceptibles las palpitaciones de su corazón, perdió la luz
de sus ojos, se abrieron sus manos y cayó exánime sobre la vereda de la calle,
oyendo aún zumbar en sus oídos estas palabras:
—¡Está borracho!
Capítulo 31
Iriarte en descubierto
D
on Guillermo de Latorre había abandonado el jardín, presa de la
mayor agitación.
Es inútil decir que había escuchado toda la conversación de sus dos
hijos oculto por los jazmines.
Se había visto en la forzosa necesidad de reconocer en Jorge a su legítimo
hijo, delante de Isabel y del honrado artesano, que le colmó de bendiciones.
El Misti al desplomarse sobre la cabeza de don Guillermo, no habría
abrumado tanto su cuerpo, como esta escena su espíritu. La vergüenza más
legítima subía a su rostro.
Vergüenza de Isabel, a cuyos ojos había pasado siempre como un hombre
irreprochable, como un modelo de virtud y de circunspección y ante quien
acababa de descorrerse el velo, que hasta entonces había cubierto en él, a un mal
esposo, a un padre desnaturalizado.
Vergüenza de Jorge, que con justicia podía echarle en cara el deshonor de su
madre, sus propias humillaciones y sufrimientos.
Vergüenza de aquel honrado artesano, de su hermana y de la sociedad
entera, pronta a fulminar contra él las más acres y justas censuras.
Las desavenencias de familia, la división de la fortuna, la ira de doña
Enriqueta, todo se ofreció a su imaginación.
Pálido como la muerte, sentado en su silla mecedora, veía desfilar todos
estos fantasmas, cuando oyó la voz de Isabel que pedía permiso para entrar.
—¡Adelante, hija mía! —dijo, incorporándose.
Isabel entró.
En sus ojos conservaba aún las huellas del llanto, pero su boca estaba
animada por una dulce sonrisa.
Al ver a su padre, se sorprendió.
—¡Dios mío! ¿Estás enfermo papá?
—No, hija mía.
—¿Esa palidez?...
391
Jorge, El Hijo del Pueblo
392
segunda Parte / 50 capítulos
393
Jorge, El Hijo del Pueblo
394
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 32
Iriarte se mortifica
A
l anochecer del mismo día, Pedro entraba donde Iriarte, a dar
cuenta de su espionaje.
—¿Y bien? —preguntó este con impaciencia.
—Hoy volvió —dijo Pedro.
—¿Y le abrieron la puerta?
—Sí, la Cecilia le abrió.
—¡Ah!
—La Cecilia solo es la portera.
—Habla luego.
—Pues, sí, mi Mayor; desde temprano estuve en la picantería de mi co-
madre Rufina, sacando la cabeza a cada paso que sentía y gastando buenos
cuartos para entretener el tiempo.
—¡Bueno!, ¡bueno!
—Como a la una, sentí unos pasos muy apurados, miré y vi que venía casi
corriendo un hombre del pueblo, por la traza, llegó a la puerta del jardín y
dio tres golpecitos iguales, me fijé bien en su cara y vi que era el caballero
elegante del otro día.
Iriarte hizo un gesto de extrañeza.
—Se disfraza —murmuró.
—Sí, mi Mayor, era el mismo de la otra vez.
—¡Pues, curiosa es tu historia! —dijo Iriarte, arrojando el humo de un
cigarrillo que fumaba, casi echado en el sillón—. Prosigue.
—Luego que entró, salí de la picantería y quise mirar por las rendijas de la
puerta del jardín, pero no tenía una sola; entonces, se me ocurrió llamar con
el pretexto de comprar fruta; toqué con alguna precaución y la puerta se abrió
apareciendo la Cecilia, que hizo un gesto de cólera y aun cuando quiso
despacharme con muy malos modos, yo no quise moverme y ella llegó a
amenazarme con su señorita que estaba dentro.
—¡Sigue!, ¡sigue!, que todo eso me interesa.
—Yo insistí, pidiendo que me dejara entrar donde ella, para decirle el an-
395
Jorge, El Hijo del Pueblo
tojo que tenía de las uvillas de su huerta; pero la muchacha se plantó como
un centinela en la puerta; yo habría hecho fuerza y quisiera o no, me hubiera
metido dentro; pero, para mi mala suerte, apareció por allí su novio.
—¡Cáspita! ¿Quién es ese diablo?
—¡Un platero!, que a veces me convida unas copas y que puso un gesto de
demonio al verme hablando con la Cecilia...
—¡Tunante de Lucifer!
—Como ya no podía importunar más a la muchacha, creí más seguro invitar
a los novios un bebe, a ver si en la charla me daban algunos datos; se resistieron,
pero al fin los llevé y gasté largo, mi Mayor, y quedé debiendo un peso.
—Pero, ¿en fin?
—La Cecilia se mareó y su novio la mandó a su casa, mientras él se quedó
tomando a mi costa; cuando estuvo alegre, principié a hablarle de la señorita
Isabel y dijo que era una santa, un ángel y en lo mejor se mandó mudar sin que
pudiese sacarle una palabra.
—¡Imbécil! ¿Y tú, que hiciste?
—Salí tras él y no lo pude alcanzar.
—Tú serías el borracho, como que ahora mismo apenas abres los ojos.
—No, mi Mayor, se lo aseguro; más bien al venir para acá, un amigo me
hizo tomar dos copitas.
—¡Bueno!, ¡bueno!, ya van dos veces que me dejas escapar a ese singular
personaje; ten cuidado, por que a la tercera te pongo al cepo.
—Sí, mi Mayor, en la tercera le aviso a Ud., para que lo vea con sus
propios ojos.
—¡Vete!
—Óigame, mi Mayor: le debo a la Rufina...
—¡Vete, he dicho!
Pedro salió refunfuñando.
—No hay duda —se dijo Iriarte—, Cecilia y su novio, son los protec-
tores de los misteriosos amores de la sobrina de doña Enriqueta; pero,
¿quién será ese raro amante? Tal vez me interese descubrirlo, más de lo
que me figuro.
—¡Hola, chico! ¿Estás filosofando? —dijo una voz desde la puerta.
—¡Adelante!
—¿Has olvidado que tenemos compromiso de ir esta noche donde las
Vélez? —dijo Luciano, entrando con desenfado.
—Te confieso que lo había olvidado, hasta el extremo de prometer a la
vieja Latorre ir esta misma noche.
—¡Bah! Deja que por ti pase horas de ansiedad tu novia; eso halaga el
amor propio de un joven.
396
segunda Parte / 50 capítulos
—¡Mojados están tus papeles, hijo! Isabel no será quien se inquiete por
mi ausencia.
—¡Hum! ¿Celos son esos?
—¿Celos? ¡Ja! ja! ¡Ja! No me creas tan ridículo.
—¡Cáspita! Pues si ser celoso es ridículo, yo he caído en este varias ve-
ces, sin advertirlo. Ahora mismo, Carlos me está quemando la sangre.
—¡Ja! ¡ja! ¡ja! No prosigas, hijo, porque vas a adquirir patente de
tonto.
Luciano se quedó mirando al militar con notable sorpresa.
—¡Qué! ¿No sientes arder tu sangre, cuando un rival pretende arre-
batarte el corazón de la señora de tus pensamientos?
—No sé lo que es sentir.
—¿No tienes corazón?
Iriarte se encogió de hombros.
—Cuando odia, cuando siente el deseo de vengarse, sé que lo
tengo.
—Ya sé a lo que te refieres. ¡Te compadezco!; pero en fin, dejemos estos
enojosos asuntos y vamos a lo que por el momento nos interesa. ¿Vas o no
donde las Vélez?
Iriarte vaciló.
A pesar de lo que acababa de decir, es cierto que estaba bastante
mortificado con la idea de que Isabel ya no fijase en él sus pensamientos
y que tuviera un amante; no sabemos si era cuestión de amor propio,
pero desde que sabía aquello, tenía más deseo que antes de frecuentar
la casa. Mas, al punto reflexionó que Isabel podía excusarse de recibirle
y que era una solemne tontería dejar de pasar un rato agradable con las
Vélez, más, cuando Elvira le iba gustando sobremanera.
—¿En qué piensas? —preguntó Luciano.
—En que pueden necesitarme para asuntos del servicio.
—El servicio. ¿No ves cómo Vivanco ronca todo el día y se levanta a la
charla y al juego que duran toda la noche?
—¡Calla, imprudente!
—Vamos a seguir el ejemplo de S.E. y que los cholos se diviertan
guardando las trincheras.
Momentos después, los dos calaveras se dirigían a casa del doctor
Vélez.
Luciano iba tarareando una canción de moda.
De pronto, les llamó la atención un grupo de gente, que obstruía la
vereda por donde debían pasar.
A favor de un cabo de vela, que en medio de él brillaba, pudieron
397
Jorge, El Hijo del Pueblo
398
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 33
Delirante
L
as puertas de calle estaban herméticamente cerradas, y el más
profundo silencio reinaba en la casa.
En el dormitorio, a la débil claridad de una lámpara de aceite, podía
verse sobre el blanco techo, el alabastrino rostro de Elena, descansando en
grandes almohadones de bretaña.
Su respiración era desigual y en extremo fatigosa.
El doctor Peña acababa de retirarse, con ese aire desalentado del médico
que presiente un fin desastroso.
Hortensia velaba a la cabecera de su amiga, observando todos sus movi-
mientos, y enjugando las lágrimas silenciosas que rodaban por sus mejillas;
porque amaba a Elena como a una hermana, y no se le ocultaba la gravedad
de su estado.
Enrique entró de puntillas a informarse cómo seguía Elena. Hortensia le
indicó que estaba lo mismo.
Enrique estuvo contemplándola un rato, con profundo pesar. Movió
después con lentitud la cabeza y dirigiéndose a Hortensia, dijo en voz muy
baja:
—Pero, yo no comprendo ...
Hortensia miró a Elena, que parecía aletargada, y levantándose con pre-
caución, hizo seña a Enrique para que la siguiera.
Una vez en la sala de recibo, Hortensia tomó asiento junto a la mesa y
Enrique la imitó.
—¡Mi hermana está muy mal! —dijo este, tratando de interrogarla con
la mirada.
—¡Desgraciadamente, es así! —repuso Hortensia con desaliento.
—Pero hasta ahora no sé lo que ha sucedido y por más que hago, no puedo ni
imaginarlo.
—Por eso lo he traído aquí, es tiempo que se acabe el misterio y lo sepa
Ud. todo.
—¡Misterio!
—Sí, Enrique, Elena es una mártir, un ángel, una santa, quizá le cueste la
vida su sacrificio.
—Es cierto, mi pobre hermana es víctima del más fatal matrimonio, con-
traído con tanta repugnancia como mala suerte.
—¡Eso no es todo! Elena se inmoló en aras del amor filial y de las convenien-
cias sociales, cuando amaba a un joven que la comprendía y la adoraba.
399
Jorge, El Hijo del Pueblo
400
segunda Parte / 50 capítulos
401
Jorge, El Hijo del Pueblo
402
segunda Parte / 50 capítulos
403
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 34
Concesiones
mano.
H
an transcurrido tres días.
Don Guillermo de Latorre los ha pasado en cama, es este el primero
que se levanta y está sentado ante su escritorio, con la pluma en la
Pálido y demacrado, cien veces ha mojado la pluma y otras tantas, se ha
secado en ella la tinta, sin consignar una palabra sobre el papel.
¿Qué cosas tan graves va a estampar en aquellas blancas hojas, que así
vacila?
Don Guillermo medita uno de esos delitos que las leyes no castigan, pero
que sublevan la conciencia.
El infame esposo, el padre desnaturalizado, que no se ocupó de buscar a su
hijo, para acallar su llanto de niño con las migajas que caían de su mesa, tiene
miedo de su desprestigio, le asusta la censura de la sociedad, le espantan los
reproches de su orgullosa hermana, pretende ocultar su falta, no repararla.
En su camino ha puesto la providencia a su hijo en el momento más ines-
perado; este hijo, lejos de maldecir al autor de todos los dolores de su vida,
se ha arrojado en sus brazos y él, vencido por la situación y dominado por la
voz de la naturaleza y de la conciencia, se los ha abierto, proclamando sus
derechos legítimos a su nombre y a la mitad de su fortuna; pero, pasado el
primer momento, terminada la violenta situación, ha reflexionado sobre las
404
segunda Parte / 50 capítulos
405
Jorge, El Hijo del Pueblo
406
segunda Parte / 50 capítulos
407
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Concedido! —dijo.
—¡Ah! Qué bueno eres —dijo Isabel, abrazando a su padre, que la estrechó
con suma ternura.
—¿Conque tanto cariño tienes a tu hermano? —se atrevió a preguntar.
—¡Oh! Si cuando lo creía mi amigo le quería tanto, ¿qué será hoy? Latorre
no halló qué decir.
—Ya que no he podido ser feliz , quiero que lo sea mi hermano —continuó
Isabel—. Jorge ama a una bella y virtuosa señorita; la aparente desigualdad
de sus cunas, ha sido el obstáculo de su felicidad; de hoy en adelante, no
habrán nubes que empañen el cielo de sus ilusiones. Jorge tiene su apellido y
la mitad de nuestra fortuna. Yo procuraré que todo sonría a mis hermanos y
gozaré viéndolos dichosos.
Las inocentes palabras de Isabel, hicieron daño a don Guillermo. Un nuevo
sobresalto vino a aumentar su intranquilidad: si Jorge habría comunicado a su
amada el secreto de su nacimiento.
Procurando dar a su acento la mayor naturalidad posible, dijo:
—¿Y tu hermano ha participado la nueva a esa joven?
—Lo ignoro. Desde el momento en que nos separamos en el jardín, ninguna
noticia he vuelto a tener de Jorge.
—¿El novio de Cecilia, no es su amigo?
—Sí; pero hace el mismo tiempo que no aparece, lo que tiene en gran
zozobra a Cecilia.
Don Guillermo pensó que su carta debía llegar lo más pronto posible a
manos de su hijo.
—¡Es raro! —dijo respondiendo a Isabel—, haz buscar a tu hermano y
que le entreguen esta carta; dile, también, que necesito verlo, que yo quiero
allanar las dificultades de su boda, si la joven a quien ama es digna de él.
Isabel tomó la carta con alborozo y la guardó en el bolsillo de su traje.
—Por fin veo acercarse el día en que cese de sufrir —dijo, acomo-dando la
cadena en el estuche y añadió con infinita melancolía—: ¡Sólo yo seré
siempre desgraciada!
Momentos después, con pretexto de los arreglos de cambio de casa en que
se hallaban, envió a Cecilia en busca de Jorge o de Luis, del primero que se
presentara, con tal de tener noticias de su hermano, encargándole hiciese decir
a este, que aquella misma tarde le esperaba en el jardín, pues era la última
que pasaría en esta casa.
Cecilia partió como una flecha en busca de Luis, a quien por fin encontró,
parado en la esquina de Santa Teresa, desaliñado y pálido como un conva-
leciente.
408
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 35
Luz de la eternidad
H
acia la mitad del día siguiente, el religioso franciscano, fray An-
tonio Robles, oraba en el silencio y soledad del santuario.
El templo, grande, cerrado, desierto, inspiraba indefinible, misterioso
recogimiento al espíritu.
Los rumores del mundo, la agitación de la sociedad, se estrellaban contra
sus muros. Fuera estaban la sorda batalla de las pasiones y la encarnizada
guerra de los hombres armados, unos contra otros; la insolente arrogancia
de la opulencia y de la vanidad; el comprimido sollozo de las víctimas, el
gemido de la debilidad, la risa del sarcasmo, el derrumbe de la reputación,
el ruido del festín que estalla entre corazones carcomidos y sobre las ruinas
de la Patria y de la sociedad. Dentro, una grandeza visible que abruma, un
misterio descubierto que abisma, una soledad que produce la dicha completa
del corazón, un silencio que todo lo domina con la irresistible elocuencia
de la verdad.
El religioso estaba arrodillado.
Mientras las muchedumbres ciegas bullen, mientras los padres maqui-
nan contra los hijos, los amigos venden la amistad, el rico aplasta la frente del
desvalido, el hermano atiza la discordia y el crimen pone en juego sus inicuas
armas; el religioso, allá en el fondo del templo, al pie del santuario, con la
frente apoyada sobre el ara santa, ora por el que se cree feliz y por el
desgraciado, por los hijos y por los padres, por los pobres y los ricos, por el
inocente y el criminal, por el opresor y el oprimido.
Un lego llegaba a veces hasta la puerta del coro y viendo al religioso en
místico recogimiento, retrocedía sin atreverse a interrumpirle.
Pero, sin duda, tenía precisión de hablarle, cuando volviendo por última
vez, avanzó hasta colocarse a su lado y le llamó con voz apenas percepti-
ble.
El sacerdote alzó la frente.
—Un caballero —dijo el lego, con tan bajo acento, que parecía temeroso de
profanar el recinto con un sonido humano—, un caballero aguarda en la celda,
dice que es urgente su visita.
El religioso sin desplegar los labios, se levantó y siguió al lego. Apenas
hubo atravesado los dinteles de su celda, cuando levantándose un personaje
que estaba dentro, se arrojó en sus brazos.
Fray Antonio sorprendido, le abrió los suyos, tratando a la vez de reco-
nocer al hermano a quien estrechaba, exclamando por fin:
409
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Enrique!
—Sí, padre mío, yo soy Enrique, a quien tantas veces tuvo Ud. sobre sus
rodillas.
—¡Qué feliz sorpresa, hijo mío!... Pero estás pálido, trémulo, ¿qué tienes?
¿Dónde están tu madre, tu hermanita?
—¡Mi madre hace dos años dejó de existir, mi hermana se muere, padre
mío, se muere!... —exclamó Enrique con angustiosa agitación.
—¿Qué dices? ¡Tal vez te engañas!...
—No, no por desgracia.
—Siéntate, hijo mío y hablemos.
—Poco tengo que decirle. Elena, la candorosa niña que Ud. conoció, obli-
gada a contrariar los afectos de su alma pura, viendo a la miseria tomar asiento
bajo el techo del hogar y a su madre próxima a morir, enlazó su suerte a la de
un hombre infame, que no podía amar; arrebatado este por la justicia al pie
del altar donde acababa de tomarla por esposa, fue expatriado y jamás volvió
a acordarse de la infeliz víctima, cuya naturaleza física, menos fuerte que su
grande alma, contrajo la tisis y una afección al corazón. Hace apenas cuatro
días, el elegido de su corazón, aquel que, indudablemente, habría labrado su
ventura, ignorando la que había pasado, se arrojó a sus pies, ofreciéndole un
soñado paraíso de dichas, su noble corazón, su fortuna y un nombre distin-
guido. La impresión fue fatal y cayó para no levantarse más.
—¡Dios de los inocentes!
—Presa de atroz delirio, llora, suplica, ríe, se aterra; Iriarte y Jorge se dis-
putan su tranquilidad, según aparecen en su calenturienta imaginación.
—¿Iriarte y Jorge?...
—El infame esposo y el amado de su alma; Jorge, antes Flores, hoy de
Latorre.
El religioso juntó las manos, aunque sin sorprenderse.
—¡Sí, padre mío!, aquí hay una mano que ha labrado la desgracia de
muchos seres y es la de un padre desnaturalizado, que abandona a sus hijos;
pero ante todo, en estos momentos de angustia, vengo a rogarle, padre mío, se
digne ver a mi hermana y prodigarle esas palabras de consuelo, esos auxilios
celestiales, última esperanza del moribundo, con que se disponen las almas a
emprender el viaje de la eternidad.
El religioso visiblemente conmovido, salió a pedir permiso al superior, para
asistir a una moribunda.
Poco después, el religioso y Enrique, estaban en casa de Elena. La inocente
víctima, yacía en su blanco lecho, pálida como las rosas cañas.
La fuerza de la fiebre había sido cortada, no tenía ya, sino esa calentura
lenta, cuyo término es la muerte.
410
segunda Parte / 50 capítulos
El acceso del delirio había pasado y estaba en el pleno uso de sus facultades.
Sus ojos inmensos, tenían una brillantez extraordinaria y lanzaban una mirada
lánguida y penetrante a la vez.
La debilidad, apenas le permitía movimientos; su cuerpo, antes ligero,
caía a plomo; levantados almohadones sostenían su cabeza y sus cabellos
esparcidos.
Toda la familia del doctor Peña la rodeaba.
En momentos en que nuestros dos personajes entraban, salían los médicos
de la segunda consulta.
Enrique se dirigió al doctor Peña, cuyo abatido semblante, revelaba, desde
luego, el resultado.
Fray Antonio también tuvo una ligera conferencia aparte con los doctores.
—¿Conque no hay remedio? —preguntó Enrique, con ansiedad.
—La esperanza es lo último que nos abandona —dijo el doctor Peña.
—Y sin embargo, ustedes la han perdido; no me engañe Ud., doctor, su
semblante me lo dice.
El doctor guardó silencio.
Después de una breve pausa dijo:
—La vida solo depende de las manos de Dios.
—¡Ah! Sí, lo sé; pero no puedo atreverme a contar con un milagro, y fuera de
él, no hay ahora sino la muerte.
Fray Antonio, guiado por Enrique, penetró al dormitorio de Elena.
Esta le fijó la vista y al fin lo reconoció; quiso incorporarse; pero le fue
imposible, apenas pudo decir:
—¡Padre mío!
—¡Hija mía!
Dos lágrimas rodaron por las mejillas del sacerdote.
—¡Verle después de tantos años!... ¡Desde que era niña feliz! ¡Hoy, soy
muy desgraciada!
Enrique aproximó una silla, en la que el religioso tomó asiento.
—¡Dichosos los que sufren! ¡Bienaventurados los que lloran! —dijo con
sublime expresión el sacerdote—. Esta existencia transitoria es muy corta,
hija mía; rápidamente pasan los años. ¡Felices los que llegan al fin, con una
corona de espinas en el corazón, resignado y puro! ¡Qué nuevos horizontes de
luz se les abre! !Qué dicha tan perfecta y duradera les aguarda! Cada espina,
se cambiará en una rosa perfumada, cada dolor en un gozo inefable.
Los circunstantes, escuchaban, procurando ocultar su emoción. Elena
lanzó un débil suspiro.
Las palabras de la religión, le hacían mucho bien.
—Pida Ud. a Dios, padre mío, que me dé una absoluta sumisión a su vo-
411
Jorge, El Hijo del Pueblo
412
segunda Parte / 50 capítulos
—Padre mío, quiero prepararme para morir; siento que todos mis pesa-
res desaparecen o se atenúan con esta idea consoladora: voy a morir; nada hay
en la tierra que me halague, por el contrario, tengo miedo de perma-
necer más tiempo en ella. Dios es infinito en su misericordia y espero que
perdonará mis faltas y me abrirá sus brazos en la eternidad.
—Hija mía, una de las más grandes pruebas de la bondad divina para
contigo, son esos sentimientos de piedad que te inspira.
Elena se recogió un rato en sí misma.
Insensiblemente la expresión de su semblante, fue cambiando hasta con-
vertirse en una apacible serenidad.
La mirada de sus ojos se hizo dulce, reflexiva, casi mística.
—Me parece que he estado soñando y que despierto —dijo pausadamen-
te—. Desde el borde del sepulcro en que me hallo, ¡de qué diversa manera se
ven todas las cosas!... Ilusiones, dichas, alegrías, penas, amores, ¡todo es
mentira!... ¡Lo único cierto es la eternidad!
—Por lo mismo, procura apartar tu pensamiento de la tierra y fijarlo en el
cielo; en esa mansión donde no se conoce el dolor, donde la virtud se premia
y se galardona el cumplimiento del deber. ¡Oh eternidad de luz y de amor!
¡Dulce esperanza del cristiano! ¡Muestra al espíritu religioso de Elena, tus
mansiones pobladas de ángeles y regadas de inmortales flores!
Una dulce sonrisa entreabrió los labios de la niña, recogió su espíritu y oró
con fervor.
Media hora después, recibía la absolución sacramental de manos del
religioso.
Capítulo 36
Iriarte se sobresalta
E
n la mañana del día que nos ocupa, la familia de Latorre se había
trasladado a la casa fronteriza a la del doctor Peña, es decir, un poco
más abajo de la que ocupaba Elena.
Las joyas y plata labrada, habían sido remitidas a los monasterios; los mue-
bles y diez mil pesos sellados, a San Francisco, a poder de fray Antonio.
Un ajuar ligero era lo que doña Enriqueta había hecho trasladar al nuevo
domicilio.
La casa no era elegante; pero tenía ciertas comodidades. En el interior
había un corredor de arcos abiertos, que daba sobre un terreno que debió ser
413
Jorge, El Hijo del Pueblo
jardín; pero que en la actualidad, era una especie de bosque de malezas, entre
las que se levantaba uno que otro árbol, y estaba circundado de una muralla
desmoronada en varias partes, que daba paso aun a los chicuelos traviesos
de la otra calle.
En el corredor había una puerta de alacena que abierta, dejaba ver un altar de
piedra desmantelado; era un oratorio de antiquísima construcción.
Isabel se propuso adornar el altar, proyecto que su padre y su tía apoyaron.
Iriarte, avisado por doña Enriqueta, del cambio de domicilio, fue en busca de
la familia, hacia las cuatro de la tarde.
No recordando bien las señas, equivocadamente penetró en la de Elena.
Al sentir ruido de espada, Mercedes que estaba más pronta, se apresuró a
salir.
Esta estaba al corriente de todo; conocía a Iriarte, pero este no a ella. Al
verlo en el patio, Mercedes se puso lívida.
Iriarte, al encontrarse con una joven tan bonita, se deshizo en cumplidos,
acabando por preguntar cuál era la casa a la que se había trasladado la familia
Latorre.
Mercedes se apresuró a darle razón y aquél salió, no sin extrañarle cierto
movimiento que notó en la casa, como el ir y venir de los criados, arreglando
bujías, ceras, flores, etc., pero todo lo olvidó al entrar en casa de Isabel.
Varios días hacía que esta se excusaba de recibirle, lo cual, unido a su
terminante resolución y a las noticias de Pedro, le mortificaban en extremo.
¿Era, pues, Jorge, el amante de Isabel?
Si las cosas continuaban como hasta aquel día, ya sabría tomar venganza
del oscuro pintor, que se había propuesto cruzar todos sus caminos.
Pensando así se encontró en la puerta del salón, desmantelado aún.
Doña Enriqueta lo recibió con toda la amabilidad que acostumbraba; pero
Isabel se excusó de salir, pretextando las muchas ocupaciones que le retenían en
el interior de la casa, con motivo del cambio de domicilio.
Iriarte no pudo disimular el mal efecto que aquella nueva excusa le causó y se
deshizo en quejas.
Doña Enriqueta, aunque muy contrariada también, trató de disculpar a su
sobrina; pero Iriarte manifestó, claramente, que no se daba por satisfecho.
La hermana de Latorre, temió que sobreviniese un rompimiento y se pro-
puso invitar a comer al Mayor; pero este, no quiso acceder por nada.
—Ud. está resentido, Iriarte —le dijo— y esa es la causa de su excusa.
—No es resentimiento, señora, es la sospecha, casi la certidumbre, de que soy
víctima de alguna calumnia.
—¿De una calumnia?
—Sí, la señorita no piensa hoy como ayer y eso proviene indudablemente
414
segunda Parte / 50 capítulos
415
Jorge, El Hijo del Pueblo
416
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 37
El Dr. Peña lee a Latorre un suelto de “El Comercio”
E
n la noche de este día, doña Luisa, Mercedes y el doctor Peña,
reunidos en el salón de su casa, comentaban los acontecimientos
acaecidos.
El tema lo formaban Elena y su sacrificio, Jorge y don Guillermo.
Mercedes refirió la sorpresa que había recibido al encontrarse con Iriarte,
que equivocó la casa de su esposa con la de Latorre.
Con este motivo se habló de los rumores del matrimonio de Iriarte con
Isabel, conviniendo en que eran del todo infundados.
El doctor Peña dijo que si no lo hubiera creído siempre así, aunque le
tomasen por intruso, habría puesto en conocimiento de Latorre que Iriarte
era casado.
Doña Luisa observó que, con todo, era buena la precaución.
Mercedes dijo que en la primera vez que se reuniese con Isabel, le había
de dar la noticia de que su padre y su hermana fueron padrinos de Iriarte y
Elena.
Volviendo a Jorge, el doctor Peña dijo, bajando la voz:
—La culpa de todo la tiene don Guillermo de Latorre, que no recogió a su
hijo legítimo y lo educó a su lado, en el rango que le era debido, ya que
cometió la primera calaverada. Si así lo hubiera hecho, habría evitado que
Jorge y Elena se conociesen, y si tal fuese su destino, nada se habría opuesto a
su felicidad; por el contrario, Elena sería la que hubiese ganado con este
enlace, pues entregaba su linda mano a un joven que, aparte de sus muchas
prendas personales, la superaba en rango y fortuna.
Toda la familia hizo recaer su justa indignación sobre don Guillermo, y
estaba en la más acalorada de las censuras, cuando tocaron la puerta.
El doctor abrió la mampara y se encontró con su nuevo vecino.
Don Guillermo saludó con toda la urbanidad debida, y doña Luisa y Mer-
cedes, temiendo haber sido oídas, lo recibieron con la mayor amabilidad.
Después de los cumplidos de estilo, Latorre manifestó que venía por sí y a
nombre de su hermana e hija, a informarse de quién era la persona allegada
que tenían en artículo de muerte, y a ofrecer sus servicios si para algo los
consideraban útiles.
La familia del doctor Peña se deshizo en agradecimientos, y doña Luisa
expuso el pesar que tenía con la prematura muerte de Elena Velarde.
Don Guillermo creyó haber oído otra vez este nombre, sin recordar dónde.
—¿No hay, pues, esperanza de salvarla? —preguntó.
417
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Está al final del último periodo de la tisis, complicada con una grave
afección al corazón, que hace cuatro días, se ha desarrollado a causa de una
impresión demasiado fuerte —dijo el doctor.
—¡Oh! ¡Es muy sensible!, ¡muy sensible!, tanto más que, según dicen, es
muy joven.
—Veintidós años a lo sumo. Ud. debe conocerla.
—Bien puede ser. ¿Es arequipeña?
—Hija de don Fernando Velarde.
—¡Ah! ¿De Fernando? En otro tiempo fuimos grandes amigos; un resen-
timiento insignificante nos alejó y después de mi viaje a Europa, no llegamos
a vernos. Supe que se había casado y que murió en Lima, dejando dos hijos
a quienes no conocí.
—Enrique, un joven estimabilísimo, es el mayor —dijo el doctor.
—Y Elena, una niña admirablemente hermosa, es la otra —añadió doña
Luisa.
—Ahora siento más su fatal fin —dijo Latorre—. Esos niños nacieron
acariciados por la fortuna.
—Elena es muy desgraciada, y más aún desde que llegó de Lima —dijo
Mercedes.
De Latorre parecía dominado por una idea fija.
—¿Ud. ha hecho muchos viajes a la capital? —preguntó, al fin, dirigién-
dose al doctor.
—Es verdad, y aun tuve el pensamiento de establecerme allí; pero Luisa no
ha querido.
—¿No le agrada Lima?
—No la conozco —dijo doña Luisa. Creo que es ciudad muy hermosa; pero
no tengo resolución para abandonar mi tierra y mi familia.
—¡Cómo! ¿Ud. no ha ido ni por paseo?
—No, señor Latorre.
—Sólo a Hortensia he llevado una vez —dijo el doctor Peña.
—Y por cierto que le gustó muchísimo —añadió Mercedes.
—Es la ciudad de los goces; allí se olvidan todos los asuntos enojosos
—dijo el doctor Peña.
—Cuando se va por puro recreo —observó doña Luisa.
—¡Oh! Se sobreentiende.
—Sin embargo, Ud. tuvo allá un pleito desagradable —dijo Latorre.
—¿Un pleito?... ¡No recuerdo!...
—Con una familia limeña.
—No, señor Latorre, por felicidad hasta hoy me he librado de esa clase de
cuestiones.
418
segunda Parte / 50 capítulos
Latorre miraba con extrañeza al doctor Peña, este y su familia, con sorpresa a
don Guillermo.
—¡Es singular! —dijo este como hablando consigo mismo.
—¡Cómo pueden inventarse tales cosas! —dijo Mercedes.
—Uds. perdonen si soy indiscreto —añadió Latorre— querría saber si Ud.,
doctor, conoció en Lima a una familia Iriarte.
—Al único Iriarte que he conocido, es el amigo de Ud., a Alfredo.
—Con el cual, según comprendo, ha tenido Ud. algunas diferencias.
—¡Ninguna!
—¡Por el contrario! —dijo doña Luisa—, Félix y Hortensia son sus padri-
nos de matrimonio.
—¿Es casado ese joven? —preguntó don Guillermo, dominando apenas su
emoción profunda.
—¡Casado! —repuso el doctor Peña con natural aplomo.
Sucedió una pequeña pausa.
El doctor, su esposa y su hija cambiaron una mirada de inteligencia.
—Los que somos padres, nos vemos forzados algunas veces a pasar por
impertinentes —dijo Latorre— ¿Podrían Uds. darme algunos datos respecto
a ese asunto?
—Los que Ud. quiera, señor Latorre, no solo datos, sino pruebas.
—¿Qué mayor prueba que la infeliz Elena? —dijo doña Luisa.
—¿Elena Velarde?
—Es la infortunada esposa de Iriarte.
Don Guillermo hizo un movimiento de sorpresa.
—¿Es posible que ese joven, así haya abandonado a su esposa?
—No es el primero que lo hace —dijo el doctor, con aparente sencillez—,
otros abandonan a la esposa y a los hijos.
Don Guillermo sintió la puñalada en medio del corazón; pero convencido de
que el doctor Peña ignoraba todo, tuvo bastante presencia de ánimo para
mostrarse sereno.
—¿Conque Elena es la víctima? —dijo.
—Para que Ud. aprecie, en lo que vale, a esa niña, preciso es que sepa
que desde pequeña amó a un joven que pudo hacer su felicidad, y de quien la
apartaron las conveniencias sociales; que después contrajo matrimonio con
Iriarte, por dar gusto a su madre y salvarla de la miseria; pero aprehendido
este, la misma noche de las bodas y desterrado a Chile, no volvió a acordarse
de su esposa ni con una carta. Habiendo contraído Elena la grave enfermedad
de que es víctima, su hermano la trajo en busca de salud, hace cinco meses;
hace apenas cuatro días que se le presentó el joven que amaba, ofreciéndole
su mano y un brillante porvenir; este ha sido su golpe de muerte.
419
Jorge, El Hijo del Pueblo
420
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 38
Una bomba que hace explosión
V
olvamos donde la familia Vélez.
El doctor continuaba preso.
Los empeños del doctor Peña, de nada habían servido, porque todos
los esfuerzos se estrellaban contra las maquinaciones de Iriarte.
El doctor Vélez y su familia, habían concluido por resignarse, aguardando el
triunfo de Castilla, que debía abrirle la puerta de la prisión.
No era extraño que lo desearan de veras.
Doña Constanza, hacía novenas a todos los santos, para que así sucediese,
pues para ella era doblada la carga.
La casa estaba llena de visitas.
Carlos, Luciano, Alfredo y Juan no faltaban y muchas veces se quedaban a
tomar el té.
¡Pobre doña Constanza!
Las niñas también sufrían por la contrariedad de su tía.
Iriarte había acabado de declararse a Elvira, que se limitó a hacerle broma
con Isabel, evadiendo una respuesta sobre la cual vacilaba.
Juan estaba celosísimo.
Sofía amaba cada día más a Carlos; pero por las razones que no habrán
olvidado los lectores, trataba de disimular su afecto.
Esto llenaba de esperanzas a Luciano y causaba grandes temores a Carlos,
cuyo profundo cariño a Sofía, lo hacía cada vez más susceptible.
Una situación semejante no podía prolongarse por mucho tiempo.
La misma noche que Latorre estaba de visita en casa del doctor Peña,
Luciano provocó el conflicto en la del doctor Vélez.
Doña Constanza se había recostado al anochecer sobre su cama y se quedó
dormida.
421
Jorge, El Hijo del Pueblo
Solas estaban las dos jóvenes en el salón y aún era bastante temprano,
cuando entraron Luciano e Iriarte.
Después de los saludos de costumbre, Luciano cambió una mirada con
Iriarte, quien no tardó en distraer la atención de Elvira, con la pintura de su
amor y el pesar que recibía con sus desdenes.
Luciano, sin perder tiempo, se dirigió a Sofía, haciéndole una declaración
brusca, patética, melodramática.
Sofía, de la sorpresa, pasó a la indignación, rechazando con altivez las
pretensiones de Luciano.
Este, vivamente herido por el desengaño, supo dominarse al principio y
empleó la súplica y el ruego, para que Sofía le concediera siquiera una espe-
ranza.
Todo fue en vano. Sofía le increpó, acusándole de traicionar la amistad de
Carlos, su íntimo amigo, quien le había puesto al corriente del compromiso que
a él le ligaba.
Luciano, verdaderamente exasperado, dio expansión al odio que albergaba
y cambiando súbitamente de tono, prorrumpió en amenazas contra Carlos y
aun contra la misma Sofía, si se obstinaba en no corresponder a su amor.
Como, ciego de ira, olvidase que en el salón había alguien más que la joven
a quien injuriaba, alzó la voz de manera que, Elvira e Iriarte, suspendiendo
su conversación sostenida a media voz, quedaron mudos testigos de aquel
arrebato.
Sofía, pálida de indignación, se había levantado para ir en busca de su tía;
pero el temblor general de su cuerpo le impidió dar un paso.
Elvira, con igual intención, se puso de pie; pero Iriarte la detuvo a la vez que
trataba de calmar a Luciano, haciéndole presente las malas consecuencias que
podía traer un escándalo.
En estos momentos, se abrió la mampara y apareció Carlos. Densa palidez
cubría su semblante y de sus ojos brotaban dos llamas.
En pos de él entró Juan, rojo de cólera.
Sofía lanzo un grito de gozo e, involuntariamente, rompió a llorar.
Doña Constanza, que acababa de despertar, atraída por las voces, llegó
también por la puerta del dormitorio, exclamando:
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Luciano e Iriarte, se habían quedado como clavados en el suelo.
Todos los criados de la casa habían acudido y estaban agrupados en la
puerta.
—¡Señora, lo que pasa es —dijo Carlos con terrible calma— que estos
miserables!...
—¡Caballeros! —gritó Iriarte.
422
segunda Parte / 50 capítulos
423
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Aquí está también el original, la hago depositaria de las dos cartas, por lo
que pueda suceder.
Carlos, puso en manos de Sofía los papeles y despidiéndose afectuosamente
de doña Constanza y de las dos niñas, salió seguido de Juan.
—Tu imprudencia nos ha perdido —había dicho Iriarte a Luciano, luego que
estuvieron en la calle—, tu falta de premeditación, tu descuido con esa carta,
que debías haberla roto.
—¡Bah! Dejémonos de recriminaciones inútiles; estamos amenazados y ya
sabes que la unión hace la fuerza.
—Parece que ese mozo trata de llevar la cosa al terreno del desafío.
—Si hemos de hablar en plata, te diré que a nosotros nos tocaba provocar
el duelo.
—¡Es verdad, pero descender a medir mis armas con ese colegial!...
—Pues, en cierta manera estamos comprometidos a hacerlo. ¿Y si él,
mañana, nos manda sus padrinos?...
—¡Lo peor de todo, será que se haga pública la causa! —dijo Iriarte.
—¡Ya lo creo! bastará el más pequeño rumor, para que todos se echen a
hacer indagaciones.
—Pero, ¿qué mayor acusación que la carta? Si Carlos la lee al general
Vivanco, estamos lucidos; ya sabes que el General es terriblemente severo
tratándose de asuntos de esta naturaleza.
—¡Y quién sabe si posea otras pruebas, tal vez testigos!
—De todos modos, yo soy el que está en peores condiciones.
—Por lo pronto, va a saberse que te casaste, tu futuro suegro no necesita
para estar al corriente, sino hacer una pregunta al Jefe Supremo, por ejemplo
—dijo Luciano.
—Y si se sabe que aquello fue una farsa. ¿A ti cómo te irá?
Hubo un momento de silencio.
Los dos calaveras marchaban a la ventura sin fijarse a dónde.
—Aún hay otra cosa —dijo Luciano—. ¿Sabes que Elena está aquí?
—¡Lo maliciaba!
—En casa de Hortensia Peña.
—El diablo ha hecho que Latorre se traslade al frente.
—Además, Elena tiene un hermano.
—Y las Vélez gran amistad con las Peña.
—¿Y si al hermano se le ocurriera venir a pedirnos cuenta de la muerte de su
hermana? Porque ya se dice que Elena se muere de pesar de ser tu esposa.
—¡Lástima que haya tardado tanto, nos habría ahorrado muchos disgustos!
425
Jorge, El Hijo del Pueblo
—No está lejos que Velarde, de Latorre y Carlos, hagan alianza contra
nosotros.
Volvieron a quedarse callados.
Les sobraba motivo para preocuparse, se habían metido en un atolladero
del que les era difícil salir.
De improviso, dijo Iriarte con entereza:
—No hay que desorientarse, con un poco de habilidad, nos salvamos, por
lo pronto.
—¿Cómo?
—¡Ya lo verás!
—¡Siempre tienes recursos!
—No hay cosa peor, hijo, que ahogarse en poca agua. Te aconsejo, pues,
que duermas tranquilo esta noche.
—¡Eso no me sucederá en mucho tiempo!
—¿Por el rechazo que has sufrido de Sofía? ¡Sería una tontería!
—Esa muchacha me va a trastornar el juicio; no sé cómo he podido faltar-
la; desearía pedirle perdón, pero también ver muerto a Carlos. ¡Qué cáspita!
Antes que de nuevo me quiera humillar, enviándome sus padrinos, a las cuatro de
la mañana le mando mi tarjeta de desafío.
Iriarte sonrió en la oscuridad.
Sin saber cómo, se hallaron en la esquina de la Pontezuela.
—Separémonos —dijo Iriarte—, me necesito esta noche; mañana, con
más calma, acordaremos los medios de poner en interdicción a las tres familias
temibles.
Luciano se despidió y Alfredo continuó subiendo por la calle de San
Francisco.
Entretanto, Sofia, sola ya en su dormitorio, después de meditar mucho,
dijo, hablando consigo misma:
—¿Qué importan esas pequeñeces, ante el porvenir de una joven? No
quiero ser cómplice, con mi silencio, de la desgracia de Isabel; que conozca
bien a su novio y después que decida.
Y levantándose, cogió la pluma y se puso a escribir.
Mientras todo esto tenía lugar, don Guillermo, de vuelta en su casa in-
formaba a su familia de quién era la vecina enferma y la causa de su muerte;
pero sin decir el nombre del perverso esposo.
Doña Enriqueta, que durante la visita de su hermano, había estado repren-
diendo fuertemente a Isabel, por lo mal que trataba a Iriarte, recordó a Elena
Velarde cuando aún estaba en la cuna y sintió mucho su mal estado.
Terminado el té, Latorre llamó a su hija a su cuarto y la puso al corriente
de todo.
426
segunda Parte / 50 capítulos
M Capítulo 39
Sucesos varios
la señorita que se había agravado, fue aprehendido por los soldados, que ya
rodeaban su casa para tomarlo, pues se había descubierto que estaba en
acuerdos con los castillistas.
Don Guillermo, que también había madrugado (pues el sueño huía de sus
ojos) trajo más tarde noticias fidedignas de la prefectura, y eran que, mediante
cierta denuncia, se había descubierto una gran conspiración, cuyos principales
agentes eran Carlos García y Juan Linares, que se les había puesto en diversos
cuarteles incomunicados y con barras de grillos; que de las declaraciones to-
madas a un zambo, resultaban terribles acusaciones contra Enrique Velarde,
tomado en la misma mañana; que se había registrado la casa del doctor Vélez
y no se había encontrado nada.
Grande era la consternación en el barrio.
Por mucho que se dijese, todos compadecían a la joven enferma, que había
recibido golpe tan rudo en el estado en que se hallaba.
Doña Enriqueta propuso a Isabel pasar al frente a informarse personalmente de
lo ocurrido, como un rasgo de atención; pero don Guillermo le dijo, que antes
necesitaba hablar con ella, confidencialmente.
Doña Enriqueta imaginó que se trataba del matrimonio de su sobrina, y
olvidó el cumplido.
Terminado el almuerzo, don Guillermo condujo a su hermana a su estudio y
después de darle asiento, dijo:
—Lo que tenemos que hablar, exige la mayor reserva, no debiendo salir del
círculo que formamos Isabel, tu y yo.
—¡Jesús! ¿Tan grave es?
—Tanto, querida hermana, que hemos estado al borde de un abismo, del
cual nos ha librado la Divina Providencia, teniendo en cuenta la inocencia y
virtudes de Isabel.
—¡Habla, por Dios, que me estás aterrando!
—Permite, hermana, que te recomiende la mayor prudencia.
—¡Qué! ¿Me has creído una chiquilla?
—¡No te ofendas!, hay asuntos para los que ninguna advertencia está
demás.
—Vamos a él.
—Se trata de Iriarte.
—Yo también deseaba hablarte al respecto, Isabel se maneja muy mal.
—No la juzgues sin conocer la causa.
—¿Tú también la vas a apoyar? ¡Me gustan estos padres, que se dejan
dominar por sus hijos!
—¡Por Dios, Enriqueta, ten la bondad de escucharme con calma, Iriarte
está muy lejos de ser lo que crees!
428
segunda Parte / 50 capítulos
429
Jorge, El Hijo del Pueblo
del cajón un lío de papeles, atados con un listón rosa— ¡mira! este es el lazo en
que íbamos a caer, aquí están falsificadas mi letra y firma, y la letra y firma de
Isabel; ¿sabes con qué objeto? ¡Escucha!
Don Guillermo, dio principio en voz alta a la lectura de uno de aquellos
papeles.
—¡Basta! —interrumpió la señora, en extremo contrariada.
—¿Estás convencida?
—¡En todo esto, veo un misterio que es preciso aclarar!
—¡Para mí el único misterio que existe, es la causa del odio que Iriarte nos
profesa!
Doña Enriqueta guardó silencio.
—¡No debemos perder tiempo! —continuó Latorre— hay que alejar
cuanto antes a Iriarte y a su cómplice.
—¿Qué piensas hacer?
—Despedir a Iriarte, a ti te toca deshacerte de la costurera.
—¿De doña Andrea? ¡Imposible, doña Andrea es una santa!
—¡Entonces, no te has fijado bien en lo que dice Iriarte a su ordenanza!
—¡No; todo eso es una impostura! ¡Una mentira! —prorrumpió doña
Enriqueta, levantándose con aire de triunfo.
De Latorre miró a su hermana con ojos coléricos.
—¿Es posible que así te ciegue la pasión? —preguntó, conteniendo apenas
su ira.
—¿Y es posible que así procedas con la ligereza de un niño? ¿No puede ser
todo esto, trama de un enemigo de Iriarte?
—¿De modo, que no crees a “El Comercio”?
—¡Puede haber en él un equívoco de nombre, o referirse a otra persona que,
casualmente, lleve el mismo nombre y apellido; pero en cuanto al con-
tenido de este papel, no creo!
—¡Está bien!, mas tu incredulidad, no será obstáculo para que yo proceda
como me convenga.
—¡Ten cuidado!, porque puedes cometer una barbaridad.
—Te prevengo que necesito que salga de aquí la costurera.
Doña Enriqueta se irguió airada.
—¿Tú te atreverías a despedir a doña Andrea? ¿Y con qué derecho?
—¡Con el sagrado de resguardar a mi hija de un enemigo alevoso! —¡Te
aseguro que no lo consentiré!
—¿De manera que prefieres a la costurera que a tu sobrina?
—Doña Andrea es todo para mí; ¡Isabel no tiene más enemigos que sus
propios nervios!
—¡Sea como quiera; pero si te empeñas en conservar a la costurera en la
430
segunda Parte / 50 capítulos
casa, tendré que sacar a mi hija a otra; porque todo lo temo de esa perniciosa
mujer, mucho más desde hoy!
—¡Ya descubriré lo que hay en todo esto! —dijo doña Enriqueta, pasándose la
mano por la frente.
—Te suplico, que no vayas a cometer una imprudencia, que nos sea per-
judicial.
—¡Déjame, yo sé lo que he de hacer! —repuso la señora, encaminándose
resueltamente a la puerta.
Don Guillermo, al quedarse solo, se dejó caer en el respaldo de su sillón, con
desaliento.
La pequeña lucha que había sostenido con su hermana, parecía haber
agotado sus fuerzas.
Transcurrieron algunos minutos en esa inmovilidad, hasta que, sintiendo
roce junto a la puerta, se incorporó con viveza.
—¡Entra Isabel! —dijo, viéndola a través de los vidrios.
Esta entró con dos papeles en la mano.
Estaba visiblemente emocionada.
—¡Aún cabe más horror! —exclamó.
De Latorre la miró con sorpresa.
—¡Mira estas cartas! —continuó Isabel, poniéndolas en manos de su padre.
—¿Se relacionan con Iriarte?
—Contienen un delito que nunca soñé pudiera cometerse!
Don Guillermo desdobló precipitadamente uno de los papeles.
—¡Este primero! —dijo Isabel.
De Latorre leyó a media voz.
Señorita Isabel de
Latorre.
Pte.
Querida y siempre recordada hermanita de mi corazón:
Tomo la pluma para dirigirte esta, deseando que al recibirla te
encuentres
gozando de la mejor salud y de toda felicidad, lo mismo que tu papá y
demás
familia. No sé, hermanita mía, si yo, mi papá o Elvira, te hayamos dado
algún
motivo de resentimiento de un modo involuntario, y que esto sea lo que
ocasione
tu alejamiento; sí es así, discúlpanos, considerando que en el inmenso
cariño
que te profesamos, no cabe el herirte con deliberada intención.
Nosotras también estaríamos justamente resentidas contigo, sino
abrigáramos
ese temor, pues en el conflicto que nos hemos visto, en el pesar que
tenemos
por la prisión de mi pobre papá, y cuando somos víctimas de tanta
arbitra-
riedad por parte de las autoridades, no te has acordado de vernos.
Algunos
minutos consagrados a nosotras, no te habrían hecho gran falta; pero
en fin,
no sé los motivos que tengas para proceder así y, recordando el cariño
que
431
Jorge, El Hijo del Pueblo
432
segunda Parte / 50 capítulos
—¡Ay! Por desgracia creo que es muy tarde —dijo Isabel con desaliento.
—¿Sabes cómo sigue?
—¡Mal, muy mal! Mandé a Cecilia hace poco y las niñas han contestado
que se ha agravado mucho con la prisión de su hermano, que no pudieron
ocultarle.
—¿Sabes que en esa prisión veo la mano de Iriarte?
—¡Muy bien puede ser!
—¡Tu tía aún duda del mal proceder de ese hombre!
—Eso ya me lo figuraba.
—Se resiste a despedir a doña Andrea; le he dicho, que en tal caso, te
llevaré a otra parte.
—La verdad es que tengo miedo; sólo me tranquilizo al considerar que Dios
me ha deparado un protector en Jorge.
Al oír repentinamente el nombre de su hijo, Latorre se estremeció; pero
dominándose, preguntó con naturalidad:
—¿Sabes cómo sigue?
—Sí, muy aliviado; esta noche vendrá a verme.
—¿Esta noche?
—Sí, necesito verle, hablarle y entregarle yo misma, la carta que para él
me diste.
En aquel momento, Latorre estuvo a punto de decir a Isabel que no se la
entregase; pero la altiva imagen de doña Enriqueta, presentándose a su
imaginación, le selló los labios. Se limitó a preguntar:
—¿Y tu tía?
—No lo verá, todas las medidas están bien tomadas y si tú quieres, puedes
también hablar con él.
—No, el General me ha comprometido para esta noche —balbuceó don
Guillermo.
Buscando cómo cambiar la conversación, Latorre preguntó:
—¿Te parece que enseñemos estas cartas a tu tía?
—¡No sé!...
—Mejor es reservarlas hasta que llegue la oportunidad, que no tardará en
presentarse.
—En ese caso, permite que yo las guarde.
Don Guillermo se las entregó dobladas.
—¡Qué buena es Sofía! —dijo Isabel—. ¡Cuán justos motivos de resenti-
miento tiene para mí! Y sin embargo, todo lo olvida por evitarme un mal.
—Preciso es que le hagas una visita de agradecimiento.
—¡Ahora mismo! —repuso Isabel, levantándose.
—Procura tener tu espíritu tranquilo, Dios y tu padre velan por ti.
433
Jorge, El Hijo del Pueblo
434
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 40
¡Sin esperanza!...
R
etrocedamos al momento en que conducido Jorge en hombros de
algunos paisanos, fue puesto en su cama.
En los primeros momentos, toda la casa fue un laberinto.
Rosa, Jacinta y los chicos, creyeron de pronto que Jorge era víctima de un
proyectil enemigo, y sus lamentos resonaron unísonos y conmovedores.
Multitud de gente invadía la casa.
José, atolondrado, no sabía que hacer.
—¿De dónde lo han traído, dónde lo hallaste? —le preguntó Jacinta,
llorando.
—De una calle de allá abajo. Yo me venía muy tranquilo, cuando uno me
dijo: venga Ud. a ver qué le ha dado a su sobrino, que parece muerto, vuelvo
la cara y distingo un grupo de gente al pie de una ventana, corro y lo hallo
como lo ves.
—¡A ver!, ¡a ver!, ¿qué es ésto? —dijo un joven del pueblo, abriéndose
paso, hasta llegar al lecho donde estaba Jorge. Era Luis.
Estaba pálido, su eterna sonrisa había desaparecido de su boca.
Tomó una mano de su amigo y notó que estaba helada; le tocó el pecho y
sintió que, débilmente, le latía el corazón, le alzó con dos dedos los entreabier-
tos párpados y vio que tenía la vista clavada con inmovilidad angustiosa.
Al instante y sin decir una palabra, salió con rapidez. Minutos después,
volvía con dos médicos.
Los doctores hicieron despejar la habitación y después de examinar dete-
nidamente al paciente y de escuchar el relato de José, declararon que Jorge
estaba atacado de apoplejía, añadiendo, que si no se le hacía una curación
rápida, podía no volver.
—Que se le haga cuanto sea preciso —dijo José—, aunque pobres, no nos
pararemos en gastos, con tal de que viva.
Los facultativos, sin pérdida de tiempo, prescribieron una sangría y una
almohada de nieve para el cerebro.
Luis proporcionó todo al instante.
Los médicos pusieron la receta en consulta y se manifestaron interesados
por la vida del joven pintor.
José vació su pequeña alcancía de ahorros; Luis se convirtió en una exha-
lación, para proporcionar cuanto era preciso; Rosa y Jacinta se constituyeron en
activas enfermeras.
Merced a todo esto, Jorge volvió de su letargo, olvidando, por felicidad,
435
Jorge, El Hijo del Pueblo
436
segunda Parte / 50 capítulos
437
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 41
Una nueva asechanza
A
cababa de oscurecer, cuando Iriarte salía de la prefectura en
busca de su ordenanza, que desde el mediodía no había aparecido.
El humor del edecán de S.E., estaba tan negro como su conciencia.
La carta de Latorre le había volado, como vulgarmente se dice.
Una de dos: o los vecinos del frente, habían descubierto su matrimonio
con Elena, o Isabel tenía por muy fastidiosa su visita. Lo primero, no creía
mucho; porque en tal caso, otro sería el tono de la carta-despedida: lo pro-
bable era, que Isabel tuviese un amante misterioso y, ¿quién podía ser sino
ese Jorge, que cruzaba todos sus planes y era introducido, furtivamente, en
el jardín de su casa?
¡Ser él pospuesto a un plebeyo, en el corazón de una joven distinguida y
bella!
Este ultraje a su vanidad, engendró en él tanto odio por Jorge, como por
Isabel.
Respirando furores y venganzas, salió como hemos dicho, en busca de
Pedro, a quien halló a la media cuadra.
—¿Dónde has estado, demonio? —le gritó tan reciamente, que al orde-
nanza se le desvaneció la mitad de la regular chispa en que se hallaba.
—¡Señor! ¡Mi Comandante! —balbuceó.
—¡Habla, o te divido de alto a abajo de un solo hachazo!
—¡Mi Mayor, como Ud. me dijo que no perdiera de vista al amante de la
señorita!...
—¡Acaba! —dijo Iriarte, un tanto aplacado.
—¡Fui a la picantería que está en el barrio y he visto...!
—¡Los vasos de chicha y aguardiente que te has vaciado!
—¡Sí mi Mayor!, y a la Cecilia que llevó una carta.
438
segunda Parte / 50 capítulos
Las ocho daban en todos los templos de la ciudad, cuando Jorge se detuvo al pie
de la cerca de la huerta; Pedro lo seguía, deslizándose como una sombra.
A consecuencia del estado azaroso de la población, las calles estaban
desiertas y envueltas en oscuridad.
Jorge miró arriba y abajo, para cerciorarse de que nadie lo veía, y aun se
detuvo como si vacilara. Le repugnaba entrar de aquel modo a una casa, por
último, se resolvió y de un salto se puso encima del muro descendiendo,
inmediatamente, al interior.
Pedro se alejó a escape, en la dirección que había traído al venir. Al mismo
tiempo, salió Iriarte del oscuro dintel de una casa vecina y se lanzó sobre la
439
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 42
Tercera entrevista
I
sabel se constituyó a las siete en el oratorio, con Cecilia, que le
ayudó a hacer algunos arreglos, mas, en cuanto oyó dar las ocho, envió a
esta a preparar el té, diciéndole que no volviese hasta que ella la llamase.
Cecilia aprovechó para concluir un traje que estaba cosiendo.
Doña Enriqueta aguardaba a Iriarte, mientras oía la charla de doña An-
drea.
Don Guillermo, en vez de salir a la calle, se introdujo, furtivamente, al
interior de la casa y hallando cerrada por dentro la puerta del corredor, se
metió a un cuartito contiguo, que estaba desocupado y que tenía una ventanita
enrejada, por la cual se podía ver y oír lo que pasaba en aquel, sin ser visto.
Isabel, abandonando sus labores, cerró el oratorio, colocó la pequeña
lámpara de que se servía sobre la mesa del corredor, aproximó dos silletas y se
sentó en una de ellas a esperar.
Tenía el sobresalto que, naturalmente, debería experimentar al acudir a
la cita nocturna y reservada que había dado, aun cuando fuese a su propio
hermano.
De improviso, se estremeció, viendo alzarse la figura de un hombre, en el
fondo negro de la huerta que tenía delante, y en el mismo momento reconoció a
Jorge, que subía la única grada del corredor, diciendo a media voz:
—Buenas noches.
Isabel se levantó y lo recibió en sus brazos diciéndole:
—¡Hermano mío!
Los dos hermanos permanecieron algunos segundos abrazados, y, despren-
diéndose, después, suavemente, Isabel condujo a Jorge por la mano a una de las
sillas, tomando ella la otra.
La más viva emoción estaba pintada en el semblante de ambos. Aquellos
cuatro negros y hermosos ojos, estaban humedecidos; sin embargo, Isabel
sonreía y Jorge trataba de imitarla.
Cuando, un tanto serenados, pudieron hablarse, Jorge rompió el silencio
440
segunda Parte / 50 capítulos
diciendo:
—¿No es cierto, hermana mía, que es original el modo como he venido?
Isabel se sonrojó.
—Perdóname el haberte obligado a tamaño sacrificio.
—No profieras esas palabras, nada de lo que haga por ti me importa un sa-
crificio; tú eres el ángel que Dios ha puesto en mi camino, para evitar que odie
la vida; confíame, pues, tus penas y tus temores, ordéname lo que desees.
—¡Ay Jorge! ¡No sé que será de mí!
—Dime sin reserva. ¿No sientes el que sea un imposible tu matrimonio
con... Iriarte?
—¡Oh no! Desprecio es lo que me inspira ese hombre, desprecio y horror.
Aún no sabes, hermano mío, hasta dónde llega su maldad... Te confieso que le
tengo miedo —agregó, bajando la voz.
—¿Miedo?
—Le creo capaz de una ruin venganza. ¿No ves que sin motivo alguno ha
querido perdernos? ¿Qué será ahora, que he roto mi compromiso?
—¿Lo has desengañado ya?
—¡Completamente!; nuestro padre le ha escrito, diciéndole que he desis-
tido y que no puede obligarme. Antes se lo había dicho yo.
—Mientras yo pueda velar por ti, nada temas, querida hermana.
—Este es uno de los motivos porque te he hecho venir, aun cometiendo
una imprudencia, comprometiendo tu delicada salud; necesitaba verte a mi
lado, oír de tu boca la promesa de protegerme; es verdad que tengo un padre
que me ama; pero es casi un anciano, debilitado por los sufrimientos, que no
puede luchar con un malvado, astuto e intrigante como Iriarte.
—¡Oh! Tú no imaginas, hermana, todo el mal que ese hombre me ha
hecho. Muy caro tiene que pagarme todas las heridas que ha abierto en mi
corazón y en los de las personas que más amo en la vida —dijo con profunda
amargura el joven.
Si Jorge e Isabel hubieran poseído doble vista, habrían distinguido, tras las
rejas de la ventanilla, al señor De Latorre con la frente inclinada bajo el peso
de la conciencia, y entre las tinieblas de la huerta, los ojos de Iriarte que,
encendidos como los del tigre, se fijaban con tenacidad sobre Jorge, cual si
quisiera adivinar el sentido de sus anteriores palabras.
Isabel, bastante preocupada, no se fijó en ellas y así continuó:
—Tratamos de convencer a mi tía de que Iriarte no es lo que se imaginó, a
fin de que este asunto concluya de una vez. Creo que nuestro padre sólo
aguarda esto para hablarle de ti y presentarte.
Jorge movió la cabeza.
—La señora Enriqueta, jamás me admitirá en el seno de su familia; —dijo—
441
Jorge, El Hijo del Pueblo
442
segunda Parte / 50 capítulos
443
Jorge, El Hijo del Pueblo
444
segunda Parte / 50 capítulos
Del pecho de Jorge se escapó algo como un grito, algo que no podía ex-
halar; su palidez se hizo aún más intensa por la impresión y buscando aire
para sus pulmones, se levantó y se aproximó al filo del corredor; alzó los ojos
como para dar gracias y vio el firmamento oscurecido y la tierra envuelta en
negras sombras.
Volviéndose a su hermana, que seguía cuidadosamente todos sus movi-
mientos:
—¡Las pruebas! —dijo con debilitada voz.
—¡Aquí están! —repuso Isabel, desdoblando un papel que ya tenía en
la mano.
Jorge se apoderó de él y aproximándose a la lamparita, principió a devorar
con los ojos sus líneas.
Isabel sonreía gozosa.
Iriarte reconoció su carta, leída por Carlos y sin aguardar más, se deslizó
hacia la muralla, subió encima y se arrojó a la calle.
Capítulo 43
Horas tenebrosas
L
as manos de Jorge tenían un temblor que, comunicándose al papel, le
hacían estremecer casi tanto como temblaba su corazón.
Hay emociones que no pueden definirse; tiene el corazón resortes
desconocidos que producen efectos, al parecer, en oposición con sus motivos.
Una impresión de alegría como la de Jorge, puede matar y si no quita la vida, ni
trastorna el cerebro, hace sufrir tanto como el mayor de los dolores.
Preciso es que el gozo se atenúe, para sentir el placer de la dicha.
Cuando Jorge terminó la lectura de la carta, Isabel le ofreció la de “El
Comercio”. Este, en un arranque indefinible, llevó a sus labios aquellos dos
papeles, que simbolizaban su ventura y dos lágrimas que cayeron de sus ojos,
mojaron sus renglones.
Luego se volvió a Isabel, y arrodillándose ante ella y tomando sus dos
manos, le dijo:
—¡Bendita seas, ángel mensajero de mi dicha, tú sola acabas de darme la
felicidad, la vida!
Isabel, conmovida y sonriente, dijo:
—Y en cambio de este bien, ¿qué me darás?
—Lo que tú quieras, manda y serás obedecida.
445
Jorge, El Hijo del Pueblo
446
segunda Parte / 50 capítulos
447
Jorge, El Hijo del Pueblo
448
segunda Parte / 50 capítulos
—¡Yo me haré pagar bien caro cuanto profiere la lengua de este vil ladrón!
—dijo Iriarte, y pasando la vista sobre la copia de su propia carta, arrugó el
ceño, fingió el mayor asombro y exclamó—: ¡Ah! No sólo es ladrón, ¡sino
traidor!, aquí hay revelaciones importantísimas que el Jefe Supremo necesita
conocer.
—¡Ah! ¡Canalla! ¿Conque esa gracia más tenías? —prorrumpió el oficial.
—¡Señor oficial! —repitió Jorge— ¡lea Ud. ese papel, se lo suplico!
—Usted me permitirá —dijo Iriarte— que lleve estas comunicaciones al
general Vivanco, aquí hay secreto que...
—¡Muy justo! ¡Muy justo! —respondió el oficial.
—Ponga Ud. en manos de S. E. esos papeles, mientras cargo con este
bicho.
—¡A la cárcel! —gritó Iriarte, guardándose los papeles y fijando en su
víctima la mirada de la hiena.
—¿A la cárcel? —exclamó Jorge, lívido de indignación. No, prefiero la
muerte.
—¡A la cárcel! —replicaron los soldados, arrastrándole a viva fuerza y
dándole de culatazos.
Varios vecinos habían entreabierto sus puertas al oír la novedad.
—¿Qué hay? —preguntaban algunos.
—¡Un ladrón! —respondían otros.
—Se le han encontrado alhajas en el bolsillo —decían los mejor infor-
mados.
—¡Dios nos asista! —decían las ancianas y cerraban con doble tranca sus
puertas.
Un caballero, embozado hasta los ojos, se aproximó a un grupo y preguntó
con voz insegura:
—¿Qué clase de joyas han encontrado a... ese joven?
—¡Una cadena con brillantes! —le respondieron.
El caballero se quedó mudo e inmóvil, cual si se hubiera petrificado.
—¡Unas comunicaciones también! —agregó otro.
El embozado, al oír esto, vaciló cual si estuviese mareado y hubiera caído al
suelo, si uno de los que estuvieron cerca no lo hubiese sostenido.
—¿Qué es eso? —preguntaron algunos.
—¡No sé! Creo que a este señor le ha dado un ataque. El
círculo se estrechó.
—Pero, ¿quién es, qué tiene? —preguntó uno.
Otro encendió un fósforo y le iluminó el semblante.
—¡El señor de Latorre! —dijeron varios.
449
Jorge, El Hijo del Pueblo
450
segunda Parte / 50 capítulos
451
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 44
Tempestad deshecha
A
las siete de la mañana entró Cecilia y contó a Isabel que la noche
anterior, habían sido tomados algunos ladrones en el barrio.
Esta, aunque temerosa, se preocupaba más del resultado de la entre-
vista de Jorge con Elena, y por ver si traslucía algo, envió a Cecilia a preguntar
cómo había amanecido la enferma. Contestaron que había pasado una noche
más tranquila que las anteriores. Isabel sonrió recordando las palabras de su
hermano. En seguida entró a ver a su padre.
Al entrar no pudo menos que hacer un movimiento de sorpresa.
Don Guillermo había envejecido treinta años en una noche. Profundos
surcos cruzaban su frente, sus mejillas estaban pálidas y demacradas, hundidos los
ojos, su cabeza aun más canosa que el día anterior.
—¡Dios mío! ¡Papá!, ¿estás malo? —exclamó Isabel, juntando las manos.
Don Guillermo procuró sonreír.
—No te alarmes, no tengo nada —dijo.
—Tu semblante está muy mal. ¿Quieres que haga llamar al doctor Peña?
—¡No, hija mía!; lo que te alarma es la mala noche que se retrata en mi
semblante —dijo, procurando tomar un tono humorístico.
—¿No has dormido?
—Muy poco.
—Entonces habrías oído la novedad.
—¿De qué?
—Dicen que han habido ladrones en el barrio.
—Nada he sentido —balbuceó don Guillermo.
—¿Quieres que te envíe una taza de té?
—La acepto —respondió Latorre, por salir del paso.
Isabel salió a dar sus órdenes a Cecilia.
Entretanto, el primer paso de doña Enriqueta, fue enviar a Iriarte la carta
escrita desde el día anterior; después fue a ver a su hermano.
Don Guillermo almorzó en su cuarto, pues aun cuando se había vestido,
una gran postración de cuerpo y espíritu, le impidió salir al comedor.
El desdichado sufría horriblemente.
Había visto a su propio hijo que lleno de ilusión iba en busca de su amada,
conducido a la cárcel como ladrón. Una palabra suya le habría salvado. ¡No
había tenido valor de pronunciarla!... ¡Ay de Jorge! ¡Ay de Isabel! ¡Ay de él
mismo!
En medio de todo, se felicitaba que su carta hubiera caído en poder de
452
segunda Parte / 50 capítulos
453
Jorge, El Hijo del Pueblo
454
segunda Parte / 50 capítulos
murió en el destierro!
Doña Enriqueta no pudo contener una exclamación de alegría.
—¡Así me lo figuraba! —dijo— así lo creí siempre, un equívoco, o iden-
tidad de nombre. Todavía hay más —añadió— ¡necesitamos saber quién ha
falsificado su letra!
—¿Mi letra?...
—Sí, señor Iriarte, hay una carta que parece dirigida por Ud. a su orde-
nanza Pedro, en que le da instrucciones para perdernos, una carta horrorosa,
fraguada, sin duda, por un enemigo suyo.
—¿La puedo ver? —preguntó el militar, disimulando su inquietud.
—¡La pediré a Guillermo!
—¡No, señora, no precisa!
—Guillermo está muy enfermo, si no fuera esta circunstancia, le haría salir,
para que, reconociendo su ligereza, le de una satisfacción.
—¡Hace algún tiempo que noto en él y en la señorita, prevención contra mí!
—¿Prevención? ¡No, señor Iriarte! ¡Guillermo siempre le estima mucho,
Isabel le profesa el mayor cariño!
—Pues, señora, hace tiempo que vengo devorando la más cruel amargura;
hace tiempo que la señorita me dijo que había desistido de su compromiso.
—¡Pero, señor Iriarte, póngase Ud. en su lugar, si ella creyó que el suelto de
“El Comercio” se refería a Ud., que esa horrible carta Ud. la había escrito ¿qué
otra cosa podía hacer?
—¿Es decir, señora que Ud. aprueba la manera cómo se ha procedido
conmigo, que Ud. también imagina que soy un miserable?
—Nada de eso, señor Iriarte, por el contrario, no deseo sino que se descubra a
los autores de estas calumnias, que se les castigue, que Isabel se convenza de la
verdad, ¡Doña Andrea —gritó a la costurera, que instalada en la división, no
perdía una sílaba—, llame Ud. a Isabel!
—¡Va Ud. a obligar a la señorita a un verdadero sacrificio. Nada hay más
odioso que ver a quien se aborrece!
—¡Lejos de eso, Isabel será feliz, viendo resucitar sus ilusiones!
Iriarte sonrió con ironía.
—¡Su corazón, señora, hace mucho tiempo que pertenece a otro!
—dijo.
—¡Son celos infundados, nadie visita la casa!
—¡Quién sabe! —dijo Alfredo, acentuando la frase.
Este quién sabe, se fijó con impertinencia en la mente de doña Enriqueta.
Isabel y sus amigas llegaron en este momento a la puerta.
Al ver a las Vélez, Iriarte sufrió una contrariedad extremada y dominando
apenas su emoción, se puso de pie.
455
Jorge, El Hijo del Pueblo
456
segunda Parte / 50 capítulos
—¡No me extraña!
Doña Enriqueta se pasó la mano por la frente; nunca había visto así a
Isabel.
—¡Hace mucho tiempo —dijo Elvira—, que el señor Iriarte nos aseguró
que ningún compromiso le ligaba a Isabel!
—¡Sí, lo he dicho; porque hace mucho tiempo que la señorita consagra a
otro su corazón!
Ante este insulto, Isabel alzó los ojos y los fijó en Iriarte, de modo que a
cualquier otro le hubiera hecho bajar los suyos, pero este, ciego de cólera,
sostuvo aquella mirada, imperturbablemente.
—¿Lo ves? —dijo doña Enriqueta—, ¡tú sola has dado lugar a eso!
—¿Puede Ud. probar lo que ha dicho? —dijo Isabel con terrible calma.
—¡Sí! —repuso aquel cobarde, que insultaba a una niña, porque no podía
tomar un arma y pedirle satisfacción.
—¡Adelante! —dijo Isabel, roja de indignación—. ¡Pero le prevengo que si
sus pruebas no son irrefutables, yo demostraré ante toda la sociedad are-
quipeña que Ud. es un infame!
Iriarte se puso de pie y dijo con voz ronca:
—¡Además del testimonio de mis propios ojos, tengo testigos que han visto
a un hombre entrar furtivamente en el jardín de la señorita Latorre y pasar
con ella horas enteras!
—¿Qué oigo? —exclamó doña Enriqueta, cubriéndose la cara con ambas
manos.
Isabel se puso mortalmente pálida; sus amigas la miraban con asombro.
Iriarte continuó:
—¡Yo no tengo miedo a esos papeles falsificados, que un rival despreciable,
puesto que pertenece a la hez del pueblo, ha puesto en sus manos, señorita;
ese hombre, bien pronto pagará con creces su imprudencia, puesto que se
halla en la cárcel!
Isabel lanzó un grito penetrante.
—¡En la cárcel! —exclamó y se llevó a las sienes ambas manos, como para
evitar un desvanecimiento.
—¡Qué es esto! ¿Qué ha pasado en mi casa? —prorrumpió doña
Enriqueta.
Iriarte sentía el gozo del tigre que, entre sus garras, coge una paloma.
Sofía y Elvira se miraban, como interrogándose mutuamente.
—¡Sí, en la cárcel, preso por ladrón —repitió Iriarte— porque un hombre del
pueblo, que escala de noche las paredes del interior de una casa y a quien se le
encuentra en el bolsillo alhajas, no puede ser otra cosa que un ladrón, o un
amante inverosímil ante la sociedad!
457
Jorge, El Hijo del Pueblo
458
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 45
Lucha tremenda
L
a sorpresa fue general al ver la transformación operada en el
semblante de Latorre en un solo día.
Este, saludando a todos con una inclinación se dirigió al sitio donde
estaba su hija, se sentó a su lado y atrayendo hacia sí su cabeza, la recostó
sobre su pecho.
Todos guardaban profundo silencio.
—¡Todo lo he oído —dijo el anciano, fijando una terrible mirada en
Iriarte— este sujeto se había permitido en mi casa, avances que en otras
circunstancias le habría costado la vida; porque yo le habría arrancado la
lengua!
459
Jorge, El Hijo del Pueblo
460
segunda Parte / 50 capítulos
461
Jorge, El Hijo del Pueblo
Elena e Isabel!
—¡Gracias a Dios que Elena no es esposa de Iriarte! —exclamó Hortensia,
juntando las manos.
—Mi hermano estuvo a punto de perder la razón y la vida —dijo
Isabel.
—¡Ahora podrían ser felices! —dijo Hortensia.
—Ya es tarde, Elena está en las puertas del sepulcro —añadió el
doctor.
Todas las miradas, como otros tantos rayos de indignación, de horror y de
desprecio, cayeron sobre Iriarte, que puesto de pie, apoyado en el respaldo de
una silla, con la mirada oblicua, el color amoratado y respirando ira y
venganza, parecía un bandido tomado in fraganti.
—Por su causa estas niñas —dijo don Guillermo indicando a las Vélez—
son víctimas de toda clase de sufrimientos, mientras su padre está en el
fondo de un calabozo, merced a sus maquinaciones; por su calumnias, Carlos,
Juan y el hermano de la infortunada Elena, yacen en prisiones rigurosas; él
puso a mi hija al borde de un abismo, él, pérfidamente, ha hecho tomar a
Jorge. ¿Hay ser más criminal?
—¡Sí lo hay —dijo Iriarte, irguiéndose como la víbora, cuando se levanta
perpendicular—, sí lo hay y es el padre desnaturalizado, que después de
abandonar al hijo legítimo, usurpándole el pan de la infancia, cuando al fin
lo reconoce en secreto, le ofrece sus servicios y un poco de dinero, en cambio
de su nombre y de su fortuna.
Al oír esto, don Guillermo se trastornó.
Todos los ojos se volvieron a él, esperando el estallido de su indignación,
ante una nueva calumnia; pero solo hallaron un semblante lívido, unos
labios blancos y temblorosos.
Isabel, dejando a su tía, que ya había vuelto en sí, avanzó unos pasos
diciendo:
—¡Mentira! ¡Esa es otra calumnia infame!
—¿Qué merece —continuó Iriarte sin hacerle caso—, qué merece el
hombre que cierra al hijo las puertas de su casa, obligándolo a entrar por
las paredes como un malhechor? ¿Qué merece el padre que, impasible, ve
arrastrar a su hijo a la cárcel pública, acusado de robo y en vez de salvarlo
con una palabra, toma tranquilamente, el camino de su casa?
—¡Mentira! —gritó Isabel, exasperada—. Papá, dile que miente!
Iriarte, con sonrisa feroz, sacó lentamente de su cartera la carta tomada a
Jorge y comenzó a leer.
—¡Basta! ¡Basta! —dijo el doctor Peña, viendo que Isabel vacilaba y que a
Latorre le sobrevenía una convulsión.
462
segunda Parte / 50 capítulos
Pero Iriarte hallaba sobrado placer en que apurasen el cáliz quienes tan
mal rato le habían hecho pasar, y continuó imperturbable, acentuando
todas las frases.
El doctor hizo aspirar a Isabel un poco de éter, que llevaba en el bolsillo,
pues esta perdiendo una vez más el calor, se había dejado caer, más bien que
sentándose, en un sofá; sus amigas, solícitas, la rodeaban, procurando que
no oyese la lectura, en la que, sin embargo, ponía ella toda su atención.
El ruido de algunos pasos y el toque de la puerta, detuvo a Iriarte en más de
la mitad de la carta y, sin vacilar, se dirigió a abrir la mampara.
Dos agentes de policía se presentaron.
Las muchachas, bastante impresionadas, se agruparon, con una especie
de pánico.
—¡Señor! —dijo, dirigiéndose a don Guillermo, el que parecía más ca-
racterizado— en cumplimiento de nuestro deber, venimos a tomar informe
del robo perpetrado anoche en su casa; desearíamos que Ud. nos indicara el
sitio por donde penetraron los ladrones, uno de los cuales está en la cárcel,
la hora del asalto, las especies robadas y demás pormenores, a fin de pasar
al parte respectivo.
Al oír esto, miráronse todos y, con extrañeza de los comisarios, sucedieron
algunos momentos de silencio, que al fin rompió Latorre diciendo:
—¡Aquí... no han habido ladrones!
—¡Cómo, señor! El señor intendente de policía, tiene en su poder una
magnífica cadena de oro, con el nombre de Ud., en chispas de brillantes,
hallado por el oficial de la patrulla, en los bolsillos del ladrón, a quien co-
gió en medio de su carrera, después de haberse arrojado de la muralla de
la huerta.
—¡No era un ladrón!... —balbuceó don Guillermo— ¡era... una persona de
la familia!
—¡Mientes! —gritó doña Enriqueta—. ¡Ninguna persona de la familia
pertenece a la cholada!
—¡Jorge es mi hermano! —dijo Isabel, levantando la voz— yo, con
permiso de mi papá, le he obsequiado esa cadena.
Doña Enriqueta le lanzó una terrible mirada.
—¡Ah! ¡Eso es distinto!, pero como a horas avanzadas se arrojó por la
pared!... —dijo el Comisario.
—Una circunstancia imprevista —dijo el doctor Peña, acudiendo en
auxilio de Latorre— hizo que el joven tomara esa salida.
—¡No, eso no es cierto; no crea Ud. nada, todo es falso! —vociferó
doña Enriqueta.
—¡Señora! —dijo el doctor Peña— el mal está hecho y no hay más que
463
Jorge, El Hijo del Pueblo
464
segunda Parte / 50 capítulos
Esta carta no la daré, ni en cambio de todos los documentos con que Ud. me
acusa. ¿No piensa Ud. que su dueño, aún no la ha leído?
—¡Que no la lea Jorge! —exclamó Isabel, juntando las manos y derra-
mándose de sus ojos un mar de lágrimas.
—¡Al contrario, señorita, preciso es que sepa a que atenerse respecto al
amor de su padre; ese joven me aborrece y yo voy a pagar su odio, con un
servicio positivo!
—¡Es Ud. un miserable! —dijo el doctor Peña.
Iriarte tuvo a bien no inmutarse y continuó riéndose malignamente.
—¡Dios mío! ¿A que hora se irá este hombre? —dijo a media voz Elvira.
—¡En este momento, señorita! —dijo Iriarte, levantando su kepí.
—¡Por última vez —dijo Latorre, esforzando su desfallecida voz—, deme Ud.
esa carta!
—De manos de su hijo, puede Ud. recogerla —dijo el Mayor, saliendo sin
despedirse.
—¡Pobre mi hermano! —exclamó Isabel.
—¡Me maldecirá! —dijo Latorre— ¡Justo castigo del cielo!...
Capítulo 46
Amagos de ataque
J
—¡ aque al rey!
—¡Aún tiene movimiento!
—¡Se prohíben las indicaciones!
—¡Ninguna se hace!
—¡La jugada del alfil del General, ha sido habilísima!
—¡Rey y reina! —dijo Vivanco.
Hubo una pausa.
El general Arias, tuvo que resignarse a perder la reina, diciendo con despecho:
—¡Todo es inútil; el juego está perdido!
—Aún puede Ud. hacerme sobrado daño con sus dos peones.
—No obstante, cuando se principia mal, tiene que terminar del mismo
modo.
Sucedió otro de esos silencios larguísimos, tan interesantes para los juga-
dores, como pesados para los que miran sin comprender. Algunos aficionados
rodeaban la mesa de juego.
465
Jorge, El Hijo del Pueblo
466
segunda Parte / 50 capítulos
—¡Un propio que ha llegado trayendo la noticia de que Castilla ataca esta
noche!
—¡Bah! ¡Es lo de todas las noches!
—Parece que ahora es más serio el caso —dijo el oficial— con diferencia de
media hora, han llegado dos propios, asegurando que el ejército se mueve hacia
la quinta de Bustamante.
—Si V. E. me permite... —dijo el general Arias, poniéndose de pie.
—¡Vaya Ud., General! —repuso Vivanco, contrariado por la interrupción de
su partida de ajedrez.
Arrojó con la mano las piezas sobre el tablero y, poniéndose de pie, se
volvió hacia sus amigos.
—¡Cómo! —dijo, viendo casi desierto el salón—. ¿No hace pocos mo-
mentos que esto se hallaba lleno de gente?
Los pocos que habían quedado, guardaron silencio.
—¡Conque a la sola noticia de la aproximación de Castilla, todos huyen!
¡Oh!, ¡qué divertido es esto!
—Excelentísimo Señor, ¡nosotros estamos pronto...!
—¡Sí, gracias mil! —dijo Vivanco, con un tinte irónico—. Ya verán us-
tedes —añadió—, que la noticia es falsa y lo siento; porque deseo concluir
de una vez.
—¡Señor Excelentísimo, el movimiento es efectivo! —dijo Iriarte, entran-
do—. ¡Todo nuestro ejército está sobre las armas!
—¡Está bien!
—Pero —añadió, bajando la voz— estamos rodeados de conspiradores.
—¡Si tratan de proclamar a Echenique; les agradecería que lo hicieran de
una vez!
—¿Nota, V. E. la ausencia de Latorre? —dijo Iriarte con tono de confi-
dencia.
—Hace dos días que no lo he visto; dicen que está enfermo.
—¿Advierte, V. E., que tampoco está aquí el doctor Vélez?
—¡Tiene una enferma de gravedad, según me ha dicho! ¡Hay veces que las
enfermedades son oportunas!
—¡Es, Excelentísimo Señor, que por ahí se trama algo muy gordo!
—¡Cómo!
—¡Sí, señor, yo tengo buen olfato! Anoche hubo un laberinto mayúsculo
por la casa en que vive Latorre; se sorprendió a un hombre del pueblo, que
del interior y con mucho misterio se arrojó a la calle; fue aprehendido por
ladrón y como tal, remitido a la cárcel, pues se le halló una cadena valiosa en
el bolsillo, con el nombre de Latorre, más unas cartas en cifra.
—¿Y dónde están?
467
Jorge, El Hijo del Pueblo
468
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 47
Buenos oficios
C
uatro días han transcurrido desde que Jorge fue conducido al
fondo de una prisión.
Viendo la familia de José que el joven no volvía, salió en su busca,
mas en vano, porque nadie pudo darle razón de él. Su inquietud llegó al colmo,
cuando vino el siguiente día y dieron las seis, las ocho, las diez y las doce y no
lo vieron regresar.
Jacinta, Rosa, José y Luis lo buscaron en las trincheras, en el parque, donde
todos sus amigos; nadie le había visto.
Al fin, el honrado artesano, supo con la más dolorosa sorpresa, que su
sobrino estaba en la cárcel, acusado de robo.
Su desesperación no es imaginable. ¡Jorge preso por ladrón!...
Se dirigió al Intendente, este le refirió lo acontecido en la noche anterior,
agregando que aún no le habían pasado el parte respectivo. José protestó,
suplicó, apeló al mismo señor Intendente, que tanto le conocía. Este le ase-
guró que estaba muy lejos de creer cosa semejante; pero que según le habían
dicho, todas las apariencias lo condenaban, especialmente la cadena encon-
trada en su bolsillo. José suplicó que le permitiese verlo, a lo que accedió el
Intendente. El artesano lanzó una exclamación de gozo al fijarse en ella y no
tuvo embarazo para referir allí mismo y ante numerosas personas, cómo Jorge
era hijo legítimo de don Guillermo de Latorre y el importante rol de aquella
cadena, en el desenlace de este drama doméstico.
Todos escucharon maravillados; unos creyeron, otros no, y los comentarios
principiaron ahí mismo. Con todo, nada se avanzó respecto a la libertad del
preso.
En vano, José y Luis, resueltamente se encaminaron a casa de don Gui-
llermo en solicitud de un empeño del padre, para la vindicación y libertad
del hijo; la puerta estaba herméticamente cerrada y por más que tocaron,
nadie respondió.
No sabían qué hacer; todos sus pasos eran infructuosos, nadie los quería
atender.
Al segundo día, Luis pudo hablar con Cecilia, quien le refirió parte de lo
acontecido en la casa, agregando que don Guillermo estaba malísimo con unas
fiebres que se creía eran tifoideas; que doña Enriqueta, desde la cama donde
yacía, había dado orden de cerrar la puerta y no permitir la entrada más que al
médico; que Isabel, desolada, asistía a ambos y lloraba sin consuelo de su
hermano, por quien nada podía hacer.
469
Jorge, El Hijo del Pueblo
José volvió a hablar con el Intendente, quien le dijo que ya se había probado
que Jorge no era un ladrón, según el parte oficial; pero que pesaban sobre él
acusaciones más graves, por lo cual el Jefe Supremo había prevenido que no se
le diera libertad, sin una orden suya.
—¡Sí, dirán que es asesino —dijo el pobre artesano a Luis— porque, más que
ladrón...!
Hablar con el prefecto era imposible. Tan soberana autoridad, estaba en-
castillada en su altísimo y delicadísimo cargo, siendo inaccesible a los míseros
mortales como José y Luis.
Por último, se les ocurrió a éstos hablar con Javier Sánchez y con el artillero
poeta Benito Bonifaz.
Éstos, los atendieron con toda deferencia y manifestaron el mayor senti-
miento por lo ocurrido a Jorge, prometiendo poner en juego cuantas influencias les
fuese posible, para obtener su libertad.
En efecto, Bonifaz habló al Intendente sobre la falta que hacía Jorge en los
trabajos de fortificación y el mal efecto que su prisión causaría en el pueblo,
especialmente en los Inmortales, que eran el alma de la defensa y a quienes en
esas circunstancias, no era prudente descontentar.
Bonifaz habló en este sentido, porque muy bien sabía que era el único medio de
interesar algo a las autoridades. El Intendente manifestó al joven artillero, que
sobre Flores pesaba una sospecha de conspiración por Echenique, en la cual él
no creía, por conocer demasiado a Jorge; pero a la que, el carácter desconfiado
de Vivanco, daba crédito.
Bonifaz y el Intendente convinieron en que si de Latorre escribiese a
Vivanco interesándose por su hijo, se ganaría muchísimo y entonces ellos
podrían ayudar con sus influencias.
Personalmente, se dirigió Bonifaz a casa de José para comunicarle su plan;
pero este le refirió cuanto había dicho Cecilia, Bonifaz meditó un momento
y luego dijo:
—Aún no debemos considerarlo todo perdido; si su hermana quiere,
puede salvarle.
—¿Cómo?
—Escribiendo ella al Jefe Supremo, ya que su padre está mal.
—Es muy buena idea y no dude Ud. que lo hará.
—En tal caso, esa señorita necesita un comisionado respetable, que ponga su
carta en manos de S.E.
—¿Un sacerdote, no le parece bien?
—Sí, sería muy conveniente.
—Mi sobrino tiene mucha amistad con fray Antonio Robles.
—No puede ser mejor el mensajero.
470
segunda Parte / 50 capítulos
471
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 48
Cómo se va un ángel
E
ra el 5 de marzo de 1857.
Hacía un día hermosísimo.
Las nacaradas nubes de la estación, asomaban sus blancos penachos
por sobre las nevadas cumbres del Chachani y del Pichu-Pichu, bañadas en la
radiante luz de un sol esplendoroso.
El coloso de los Andes, ostentaba una banda de nube ondulada como
concha de perla, dejando en descubierto el color violeta de su falda y el velo
cristalino de su cráter.
El firmamento irradiaba con azul purísimo, iluminado por la plena clari-
dad del día; la atmósfera estaba transparente, como el más diáfano cristal;
el astro rey, enviaba un diluvio de rayos de oro sobre los nítidos edificios de
la ciudad.
Era poco más del mediodía.
Elena había entrado en agonía.
La familia Peña, con exquisita y religiosa solicitud, le había ocultado todo lo
acaecido en los últimos días, una vez que la violencia de las impresiones no
habría servido sino para precipitar su fin y perturbar la tranquilidad de
aquella alma próxima a lanzarse a los abismos de la eternidad.
Elena moría pues, como una mártir, sobre el ara de su sacrificio; moría no
solo resignada, sino gozosa; nada tenía que esperar en la tierra, mucho le
prometía el cielo.
Fray Antonio, sentado a su cabecera, recitaba las oraciones de los
agonizantes.
Doña Luisa, Hortensia y Mercedes, rodeaban el lecho virginal, implorando la
misericordia y las gracias de Dios sobre aquella inocente niña.
El doctor Peña y otro médico, de vez en cuando, le suministraban algún cal-
mante, algo que prolongase minutos más aquella existencia que se extinguía.
La habitación parecía un oratorio.
La piedad de la enferma y de los asistentes había agrupado imágenes de toda la
corte celestial, sobre las cómodas y las mesas, en cuadros y en escultura.
Entre todas, como soberana, estaba bajo dosel de tul, una Inmaculada
Concepción, vestida de raso blanco y celeste, con estrellitas de plata, era
propiedad de Elena y la llevaba doquiera que iba; ante esta bella escultura,
oscilaba la flama azul de una esperma.
Las puertas y mamparas estaban abiertas, para dar aire a los casi asfixiados
pulmones de la enferma, y del vecino jardín entraban corrientes refrigerantes,
472
segunda Parte / 50 capítulos
473
Jorge, El Hijo del Pueblo
474
segunda Parte / 50 capítulos
Capítulo 49
La mayor influencia
T
erminada su dolorosa misión, fray Antonio, verdaderamente ape-
sadumbrado, volvió a su convento y obtenida la licencia del Superior, a
las ocho de la noche entraba en casa del general Vivanco.
Este que, como siempre se hallaba rodeado de amigos, recibió al respetable
sacerdote con exquisita amabilidad.
Allí también estaban Bonifaz y el Intendente.
—¿A qué debo el gusto de ver por aquí a Vuestra Paternidad?
—Vengo, Excelentísimo Señor, con un mensaje.
—Como no sea de parte de Castilla... —dijo el Jefe Supremo, con cierto
desabrimiento.
—No, Señor Excelentísimo, después de lo ocurrido anteriormente, nunca
me habría prestado a eso; vengo de parte de una señorita que V.E. conoce
bastante y cuyo corazón pasa en estos momentos por una prueba cruel; ella
cree que en manos de V.E. está el poder atenuar inmensamente su dolor y por
eso me envía con esta carta.
El general Vivanco, que se preciaba de galante con las damas y que, además se
sentía picado por viva curiosidad, rompió el sobre y leyó, principiando por la
firma que le causó doble sorpresa.
Cuando terminó, dijo:
—¡En verdad que todo esto es muy extraño!
—¡Suceden cosas increíbles, Excelentísimo Señor! Este es el resultado de
las ligerezas de una juventud irreflexiva y mal educada; de un orgullo necio,
fundado en ideas de una nobleza inadmisible en repúblicas democráticas
como las nuestras.
—Indudablemente, conviene establecer de una manera definitiva la escala
social —dijo Vivanco—. Mientras este asunto no esté bastante dilucidado,
todo empeño por adjudicarse nobleza, será ridículo; la nobleza en el Perú
debe adquirirse por medio de servicios prestados a la Patria, con el lustre de
la espada.
El religioso comprendió que seguir una discusión en el terreno a que el
General quería arrastrarle, sería perder el tiempo y perjudicar los intereses de
Jorge, que eran los que le habían llevado a los salones del Jefe Supremo; así,
pues, volviendo a este dijo:
—En cuanto a Jorge de Latorre, sufre por aquellas preocupaciones no
extinguidas en la mayor parte de las familias, la prueba más ruda; y gracias a
la bondad de su hermana, que, recurriendo a la rectitud de V.E., vuelve a la
475
Jorge, El Hijo del Pueblo
476
segunda Parte / 50 capítulos
477
Jorge, El Hijo del Pueblo
obras inmortales.
Con verdadero entusiasmo contemplaba, pues, el cuadro de Jorge.
—Este debe ser un episodio de la vida del artista. Sólo así se comprende
tanta verdad, tanta unidad de concepción —observó Bonifaz.
—Aquí la naturaleza parece que se mueve, parece que palpita —agregó el
Jefe Supremo—. Mi amigo Latorre debe enorgullecerse, más que de sus
apolillados pergaminos y de su dinero, de tener por hijo a un artista eximio,
que dará verdadero lustre a su nombre.
—¡A ver, mayor Iriarte! —añadió, viendo entrar a su edecán—extienda Ud.
una orden para el prefecto, diciéndole que, inmediatamente, dé libertad al
joven Jorge de Latorre, conocido hasta hoy por Flores.
Iriarte miró al General estupefacto; pero cuando Vivanco mandaba, nadie se
atrevía a hacerle observaciones.
Se sentó, pues, y escribió algunas líneas.
—Si la suerte nos favorece —dijo el Jefe Supremo a sus amigos—, prometo
que tomaré bajo mi protección al eminente artista, le enviaré a Italia, y por
medio del pincel, haré que se renueven las gloriosas batallas de la Indepen-
dencia, los interesantes episodios de la historia nacional; quiero formar una
galería de pintura, donde los europeos adquieran noticias exactas de la historia
y de la naturaleza del Perú.
Iriarte le oía sin darse cuenta y fue tanta su preocupación, que hizo caer
un borrón sobre el papel y tuvo que empezar de nuevo. El religioso bien le
conocía, le observaba con recelo. Cuando terminó, el Jefe Supremo leyó antes
de firmar.
—¡Le he dicho —dijo, con cierta aspereza— que sea puesto en libertad
inmediatamente!
—¡Ah! Creí haber oído...!
Iriarte puso la orden por tercera vez. El Jefe Supremo la revisó y la firmó y,
entregándosela al religioso, dijo:
—Tenga, V.P., la bondad de decir a la señorita Latorre, que sus deseos están
cumplidos. Ahora mismo voy a contestar su carta.
Un momento después el religioso y Bonifaz, daban la buena nueva a José y a
Luis que en la calle los aguardaban; el religioso se dirigió a su convento y
Bonifaz, con la orden, en demanda del prefecto.
Aquella noche se acostó temprano el Jefe Supremo, previniendo que,
por ningún motivo, se le despertara, aun cuando verdaderamente atacase
Castilla.
478
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 50
Jorge
L
¡ a cárcel!
Horripilante lugar destinado a los delincuentes, donde con harta fre-
cuencia se hallan confundidos la inocencia y el crimen.
¡La cárcel!
Sitio que no siendo de castigo, sino de detención, el abuso lo convierte en
mansión de tortura; donde no se expía oficialmente el delito y, sin embargo,
puede consumirse una existencia; donde se aspira la pesada y nauseabunda
atmósfera del vicio y de la inmundicia.
¡Cuántos que, por sospecha, venganza o abuso, entraron perfectamente
sanos, física y moralmente, salieron después de dos o tres años, con el corazón
pervertido y el cuerpo enfermo!
¡Cuánta repugnancia, cuánto horror causará su memoria a las generaciones
que nos sucedan!
Hacía cuatro días que Jorge permanecía encerrado con los criminales.
Muy fuerte debería ser su naturaleza, cuando no se rompió como un vidrio
ardiente, herido por el aire.
Él, que siempre había visto con supersticioso horror aquel odioso lugar;
él, que siempre había creído que el hombre tras el cual se cierran sus rejas,
era un ser inutilizado para la sociedad, él había oído correr los cerrojos a su
espalda, mientras su mirada se perdía en la oscuridad, que, cual la del infernal
abismo, estaba plagada de maldiciones. Dio dos pasos, tropezó con una pared,
se apoyó en ella y permaneció de pie en la misma postura, hasta que la opaca
luz del siguiente día, se la presentó negra, grasienta, repugnante y se apartó
de ella con horror34.
Caras siniestras, risas burlonas, ojos centellantes por el exceso de bebida
alcohólica, figuras andrajosas, lenguaje repugnante, he aquí lo que se ofre-
ció a sus sentidos que, embargados por la impresión, recién comenzaban a
despertar.
Cerró los ojos, se tapó los oídos y una carcajada infernal retumbó bajo
aquella bóveda negra.
Allí no había refugio para la desgracia, preciso era que estuviesen todos
mezclados y confundidos.
480
segunda Parte / 50 capítulos
El desdichado Jorge buscó con la vista y vio una especie de banca a lo largo
del calabozo, se dirigió a ella, se sentó, apoyó la frente en las manos y los codos
sobre las rodillas, y quedó inmóvil.
Los criminales notaron la superioridad de aquel hombre, cuya fisonomía
y traje, eran tan ajenos de ese lugar y, aunque malhechores, determinaron
dejarle en paz con sus pensamientos, que deberían ser muy dolorosos.
Los encarcelados se colgaron de las rejas, esperando su mezquino alimen-
to o procurando distinguir a la distancia, el semblante de alguna persona
conocida.
Ninguna ocupación de utilidad y provecho, nada que, distra-yéndolos,
hiciese que pensaran menos en planes de evasión y les diese hábitos de tra-
bajo.
La ociosidad más completa, la libertad más amplia que puede tenerse entre
barras de hierro, bajo cerrojos y llaves.
Luego, la introducción de bebidas alcohólicas y el alimento nauseabundo.
Entretanto, Jorge recorría con el pensamiento las escenas de la noche
anterior y hacía amargas reflexiones.
Estaba acusado de robo y sepultado en aquella prisión infamante.
¿Por causa de quién?
De su padre que, abandonándole en la cuna, lo dejó confundido con la
clase desheredada del pueblo, sobre la que toda calumnia hace su efecto, por
creérsele capaz de todo delito, al paso que en las favorecidas por la suerte, se
encubren los crímenes, se disimulan y son absueltos los vicios.
El cariño a su hermana y su impremeditación, le habían hecho dar un
paso tan desacertado, como el entrar furtivamente a una casa grande, como
la de su padre.
Iriarte, ese hombre que a ser cierta la igualdad de la justicia, debería ocupar
una celda en el panóptico, era el que, aprovechando de las circunstancias, por
una ruin venganza, lo había arrastrado allí.
¿Y Elena? ¿Lo rechazaría por haber entrado a la cárcel? No. Elena le haría
justicia; Elena lo amaba lo bastante para hacerle olvidar todos los sinsabores de
la vida; Elena, completamente libre, iba a llenar de encanto su existencia.
¿Pero, cuándo podría volar hacia ella, mensajero de la feliz nueva?
Muy pronto, sin duda. Su padre, ya debería tener conocimiento de lo
ocurrido y no tardarían en abrírsele las puertas de la cárcel.
Abismado en sus reflexiones, no echó de ver que las sombras invadían
nuevamente el calabozo, que una segunda noche sobrevenía.
Cuando lo advirtió, una nube más densa que las tinieblas que envolvían la
prisión, ofuscó su espíritu.
¿Podía haber transcurrido el día sin que su padre le hiciera dar libertad?
481
Jorge, El Hijo del Pueblo
482
segunda Parte / 50 capítulos
483
Jorge, El Hijo del Pueblo
484
segunda Parte / 50 capítulos
485
TERCERA PARTE
HEROÍSMO Y MARTIRIO
Capítulo 1
¡A las trincheras!
H
¡ abía sonado la hora fatal!
Después de diez meses de guerra civil y siete de sitio, Castilla, o mejor
dicho, su jefe de Estado Mayor, general San Román, se determinó
a atacar1.
El ejército sitiador, después de varios movimientos, había quedado em-
plazado de la manera siguiente: el centro en la Quinta de Tristán, pago
de Porongoche; la derecha, en la de Bustamante, dominando la pampa de
Miraflores; la izquierda, en la colina de Juli, extendida por Tingo, hasta la
margen derecha del río.
En la orden general del 26 de enero se mandó, bajo las penas más severas, res-
petar los templos y monasterios, así como a los niños, mujeres, personas indefensas
y combatientes que se rindiesen implorando la generosidad del vencedor.
La proclama dada al ejército terminaba así:
[489]
Jorge, El Hijo del Pueblo
rra, abandonaron sus cantones y llegaron sin ser sentidos al parecer, hasta el
antiguo panteón de Miraflores, donde sorprendieron a una avanzada, que
apenas tuvo tiempo para lanzar un cohete de señales. Allí, a retaguardia del
panteón, hicieron alto.
No obstante, como hemos anotado, se sintió en la ciudad el pesado rodaje de
la artillería.
La alarma no tardó en cundir entre los jefes defensores de la plaza; pero,
¿qué hacer?
El protagonista de la situación, el Supremo Director de la guerra, había
dado orden para que nadie lo despertara, aun cuando en realidad atacase
Castilla, y dormía profundamente.
Nadie se atrevía a interrumpir su sueño.
Poco después, llegó un propio trayendo detalles y luego otro y otro.
Eran individuos que espontáneamente, montados en una mala bestia, o a
pie, dando rodeos por las chacras, volaban a avisar cuanto veían u oían,
porque era tanta la dejadez de los directores de la defensa, que no habían
pensado en la necesidad de poner espías al enemigo.
Mientras el sitiador se desvelaba y hacía uso de todos los ardides de la
guerra, el sitiado estaba sumido en una especie de marasmo.
Ahora mismo, son ya las dos de la mañana del día 6, Castilla y San Román, el
valor y la estrategia, la astucia y la inteligencia, la intrepidez y la pericia,
establecen sus baterías, colocan sus divisiones y ordenan sus columnas; jefes
como Bolognesi, Freire y Buendía, subalternos como el capitán Andrés A.
Cáceres, etc., ocupan sus respectivos puestos, prontos a dar el asalto, mientras el
general Vivanco duerme.
La mayoría de la población ignora lo que acontece.
Entre los jefes reina el malestar, el descontento y la perplejidad.
Pero algunos paisanos que están alerta, han visto el cohete de señal, han
hablado con los propios y se preparan a vender cara su vida. Entran a sus hogares por
algunos instantes y sin decir nada a la familia, besan por última vez la frente de sus
dormidos hijos y murmurando una oración, enjugando una lágrima, con el fusil al
brazo, vuelven a disputarse los sitios de mayor peligro.
Retumban dos cañonazos como señal de alarma.
El coronel Ugarte, comprende que es temerario velar por más tiempo el
sueño de S.E. y, entrando resueltamente a su dormitorio, le despierta.
—¿No he dicho que no se me moleste? —es la primera frase que en un tono
imperioso sale de boca del Director de la guerra.
—¡Excelentísimo Señor! —responde Ugarte con entereza—. ¡Hay que
considerar que todo un pueblo es el que va a sacrificarse! Castilla ocupa en
estos instantes el panteón de Miraflores:
490
tercera Parte / 30 capítulos
491
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 2
El 6 de marzo
Á
¡ ngel tutelar de mi ciudad querida!, fortalece mi espíritu para que no
tiemble mi mano al describir las sangrientas escenas de esta lucha
desigual y desesperada.
Me parece verte abandonar el campo de batalla, en virtud de órdenes de
inescrutable arcano, posarte sobre el más elevado de nuestros templos, con las
alas plegadas y las manos juntas y desde allí contemplar en dolorosa actitud el
horroroso estrago del plomo, cuando lanzado del arma fratricida hiende los
aires en busca de víctimas.
La rosada luz de este día tiene sanguinolentos visos; las perlas de esta
aurora son un reguero de lágrimas. Hoy, cuando el sol asome en el oriente,
no se alzará a los cielos el toque del Angelus, ni del santuario se elevará el
incienso junto con el blanquecino vapor que exhalan los campos, ni se oirá
el sagrado cántico de las vírgenes del templo, en sublime concierto con los
trinos de las aves, no. Las campanas solo tocan a rebato, vapores de sangre
cargan la atmósfera, voces de mando, redobles de tambor, toques de corneta,
gritos, lamentos, maldiciones, ayes, descargas cerradas de fusilería, retumbes
de cañón, de ahí el salvaje concierto organizado por los espíritus del mal.
Las bóvedas de los edificios de Arequipa repercuten indefinidamente el
estruendo de la artillería.
Los fuegos se habían roto al rayar el alba.
Castilla ordena que la primera división, a órdenes del general Bustamante,
tome la quinta de Landázuri y San Román, que la segunda y tercera ocupen la
lloclla de San Lázaro.
Dos baterías, compuestas de cinco cañones y ocho obuses, situados en el
panteón, deben protegerlas, mientras establece otra de cuatro cañones y tres
obuses, sobre la citada lloclla.
El fuego es vivísimo.
San Pedro, como la posición más avanzada, es heroicamente defendida
por un puñado de Inmortales. Ellos son el blanco directo del enemigo; pero
hacen una resistencia desesperada. Allí muere uno que entre los bravos se
distingue: Carpio.
Por orden de Castilla, avanza el general Buendía, con el batallón Punay,
sobre la trinchera de la Caja de Agua, defendida por los de San Pedro; mas los
Inmortales hacen un esfuerzo tan grande, que aquel batallón retrocede y sin
medios para huir, queda en su mayor parte sobre el campo.
Otros cuerpos vuelan en su socorro y se lanzan con doble ímpetu sobre
492
tercera Parte / 30 capítulos
2 Ernesto Noboa. Poeta arequipeño, nació en 1939 y murió en 1873, a los 34 años.
Testigo
juvenil de la toma de Arequipa por Castilla en 1858. Dedicó exaltados poemas a los
voluntarios
de la Columna Inmortales.
493
Jorge, El Hijo del Pueblo
Pedro, anunció que la primera trinchera había sido tomada después de cinco
horas de combate.
Pero ahí esta el Malakof; ahí también están los Inmortales, ahí al pie de sus
cañones, está Bonifaz.
A pesar de aquel primer contraste, el joven artillero cree segura la victoria.
Serena está su frente, en sus ojos brilla la esperanza.
El Sol que irradia abrasador como un bautizo de fuego sobre los comba-
tientes al reflejar en los bordados de oro del noble artillero, forma una aureola de
luz en torno de su cabeza.
Cuenta el joven veintiocho primaveras, ama a una señorita distinguida y
bella, que muy luego será su esposa, y sin embargo, está pronto a dar una vida, que
tan seductora le sonríe, por la gloria del pueblo que le rodea y anhela ornar su
frente con el lauro soñado por el héroe y el poeta.
De sus labios brotan frases ardientes, que llevan el incendio del ardor bélico a
los guerreros que defienden el Malakof.
Allí resuena potente como nunca la voz de Bonifaz, cuando dice:
“Levanta ¡oh pueblo! tu inmortal cabeza,
Tan alto como el Misti alza su
frente,
Y que tu brazo audaz y prepotente,
Armado de fusil,
Enseñe de una vez a los tiranos,
Que el pueblo que defiende su derecho,
Lleva un muro invencible en cada
pecho,
Saliendo a combatir”
Le ha llegado el turno.
El enemigo, posesionado de San Pedro y de la Caja de Agua, lanza una
lluvia de proyectiles sobre el Malakof a favor de los mismos parapetos y la
artillería gruesa vomita la destrucción y la muerte.
Bonifaz se sostiene heroicamente al pie de sus cañones.
Los Inmortales están resueltos a dejar con la vida la defensa de aquel ba-
luarte, que, día por día, han venido formando con sus propias manos.
Un hombre del pueblo combate con singular tenacidad.
Parece un león defendiendo su guarida. Ciertamente, allí arrancará su
palma a la victoria o bajará a la tumba.
A pesar de la pólvora que tiñe su semblante y del humo que lo envuelve,
podemos distinguirlo: es José, el honrado artesano de Santa Teresa.
Él, como otros muchos paisanos que le rodean, pelea por su propia cuen-
ta, sin sujeción a ningún arte ni orden superior, todo lo confía a su acertada
puntería y esforzado corazón.
494
tercera Parte / 30 capítulos
3 Hecho histórico.
495
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 3
El 6 de marzo
(Continuación)
E
l combate toma proporciones espantosas.
Los hijos de Arequipa se defienden con el ardor de la desesperación.
Castilla hace penetrar a la calle de San Pedro dos batallones en co-
lumna cerrada.
Entonces, se traba una lucha horrorosa.
496
tercera Parte / 30 capítulos
497
Jorge, El Hijo del Pueblo
No faltan algunos que le digan que los esforzados defensores de las trinche-
ras, carecen en lo absoluto de agua y de víveres y que la escasez de munición
se hace sentir.
El Jefe Supremo se contenta con enviarlos donde el prefecto Berenguel.
En vano se busca a este; en ninguna parte se le encuentra. Dos mil soldados ha
perdido Castilla.
Se le indica al Jefe Supremo, que coloque un batallón sobre las bóvedas del
templo de Santa Rosa; se le advierte que esto basta, para que el enemigo se
declare en derrota.
Vivanco va a tomar el consentimiento de la Priora del monasterio; esta se
opone, ruega, suplica y la medida queda sin ejecución.
Entretanto, la torre de dicha iglesia es apenas defendida por diez Inmor-
tales y los pocos paisanos sueltos que han logrado subir y este pequeño grupo de
defensores, basta para llamar la atención de una gran parte del ejército, que
descargan sobre él tal número de proyectiles, que la blanca piedra del
campanario, semeja un panal de abejas.
Allí no hay otro escudo que fardos de lana.
Los heridos suelen caer desde lo alto de la torre a la calle.
De todas las torres, de los techos, de todas las casas inmediatas, se han
posesionado los hijos del pueblo, para destruir al enemigo.
Cada uno pelea por su propia cuenta y acecha el momento en que cae
un combatiente, para tomar su vieja y candente arma y reemplazarlo en el
puesto. Los más desocupados, recogen los heridos y los amontonan en los
templos y atrios inmediatos. Los de Santa Teresa y Santa Marta, causan
verdadero horror.
Merced a tanto fuego, varias casuchitas de paja se incendian y algunas
veces estallan los pequeños depósitos de pólvora que guardan. Los soldados
sitiadores, creen que son minas y el pánico se apodera de ellos.
De improviso, los defensores de la torre de Santa Rosa, principian a
hacer señas que nadie comprende y, por último, vuelven sus armas hacia el
interior del monasterio.
¿Qué sucede?
Que Castilla, en su impotencia para derribar la trinchera defendida por Jor-
ge, ha hallado en su mente un recurso salvador: romper una tapia de la huerta
del Monasterio y por allí meter la tropa y tomar las bóvedas del templo.
Las monjas, espantadas, imploran misericordia.
Unas corren a encerrarse en sus celdas; otras en el locutorio; otras, se
refugian en el coro, pidiendo la protección divina; algunas pierden el cono-
cimiento y caen desmayadas. Todo es una confusión.
498
tercera Parte / 30 capítulos
499
Jorge, El Hijo del Pueblo
500
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 4
La carta de Vivanco
B
ajo el manto de luto de aquella noche, continuó el combate,
vivísimo unas veces, con intervalos de pequeñas treguas, otras.
El enemigo ocupaba ya gran número de casas, el templo de Santa Rosa
y la primera trinchera de este nombre.
Por sus desaciertos e indiferencias, parecía Vivanco el mejor aliado del
enemigo.
7 Hoy calle Melgar.
501
Jorge, El Hijo del Pueblo
502
tercera Parte / 30 capítulos
503
Jorge, El Hijo del Pueblo
504
tercera Parte / 30 capítulos
505
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Yo creo lo contrario, ellos son inducidos por los cholos, especialmente
por un tal Jorge Flores.
—¡Ah! ¡Qué negra ingratitud! ¡Qué pueblo tan imbécil! —dijo Vivanco y
entró en sus habitaciones.
Iriarte, sonriendo con malignidad, se apresuró a salir.
Casi a la carrera, se dirigió a la calle de La Palma, empujó una puerta que
sin duda le era conocida, entró en una casa abandonada y, sin detenerse
penetró al interior, subió a una pared y se arrojó al campo.
Cuando se hubo alejado un tanto, respiró con fuerza, se sentó en el suelo y
se puso a reflexionar acerca de su situación.
Era un desertor, traidor y ladrón; pero se había librado de la matanza del día
siguiente.
¡Qué tontería! ¡Haber servido un año entero a Vivanco, para llegar a un
desenlace tan triste!...
¡Adiós grados, empleos, lucrativas y provechosas privanzas con los altos
jefes del Estado!
¡Adiós proyectos de venganza contra Jorge de Latorre y demás enemi-
gos!
¡Pero qué diantre!, de todo se iba a encargar Castilla.
¡Oh! ¡Si él perteneciera a su ejército! ¡Si él entrara vencedor en Arequi-
pa!...
¿Y por qué no?
Cierto que al viejo le tiene miedo; porque...
Pero en fin, el viejo no sabe lo principal, lo grave, ¿quién se lo ha de de-
cir?
—¡Bah! ¡Esos son miedos pueriles! —se dijo.
Nadie le conoce en el otro campamento y todo el que se pasa, es recibido con
alborozo.
El puede dar pormenores que se le agradecerán y aun se le recompensará;
porque, eso sí, el viejo es severísimo con sus enemigos altivos pero muy benigno
con los que se le humillan.
Aquí llegaba en sus reflexiones, cuando oyó el lejano estruendo del cañón,
que volvió a retumbar.
Se levantó y, subiendo sobre una eminencia, pudo distinguir el combate
recrudecido.
En la oscuridad de una noche poblada de nubes, se distinguía el fuego,
como millares de rayos que serpenteaban en el espacio.
—¡Sí, llegaré tarde —se dijo—, preciso es no perder tiempo!
Y, fiando en el conocimiento que tenía del terreno, merced a su larga per-
manencia en Arequipa y sus frecuentes excursiones a la campiña emprendió
506
tercera Parte / 30 capítulos
508
tercera Parte / 30 capítulos
509
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 5
El 7 de marzo
L
a claridad del nuevo día sorprendió a los combatientes en sus
respectivas posiciones. Gracias a la reacción efectuada, los asaltantes
habían recuperado las que perdieron en la noche, mientras los paisanos
buscaban por todas partes municiones, pues casi todas se les había agotado.
Nuevamente posesionados los invasores de la primera trinchera de Santa
Rosa, emprendieron el ataque sobre la segunda, de las bóvedas del templo,
auxiliados por la artillería de los fuertes.
La derecha, otra vez organizada, emprendió un vigoroso ataque sobre
la trinchera de Santa Teresa, mientras la izquierda cargaba sobre el Buen
Retiro.
Los heroicos defensores de Arequipa no habían comido ni bebido desde
510
tercera Parte / 30 capítulos
la noche del 5 y estaban casi exhaustos de fuerzas, sus municiones, casi del
todo agotadas.
El ejército de línea, en su mayor parte, se había desbandado y el resto, sin
organización, sin jefes ni dirección, permanecía en la misma inmovilidad.
En tal situación, la menor resistencia parecía una locura.
No obstante, el pueblo estaba decidido a defender palmo a palmo su que-
rida ciudad y solo cesaría el combate, cuando se hubiera disparado el último
proyectil.
Jorge parecía transformado en el genio de las batallas. Él era el único
director de la defensa.
Mandó que los Inmortales, ya sin jefes defendieran la trinchera de Santa
Teresa; que los más aguerridos paisanos, tomaran a su cargo la segunda de
Santa Rosa; que otra fracción del pueblo, armado, se posesionara de las bóvedas y
torre de Santa Marta y que desde allí combatiera a los de Castilla, situados en
las bóvedas y torre de Santa Rosa.
Su entusiasmo era fogoso como nunca.
Perdida la esperanza de vencer, tenía la ilusión de morir.
Los muchachos recogían en sus sombreros las balas de fusil, que llenaban
las calles y los patios y las llevaban a las trincheras, donde los paisanos, que
aguardaban a que otros muriesen para tomar sus armas, las cargaban con sin
igual ligereza, merced a los poquitos de pólvora que otros recopilaban.
Así se sostenía el combate.
El sol, ardiente como nunca, lanzó de su globo de fuego, candentes rayos
sobre las avenidas de sangre que descendían por las calles del conflicto.
En la gran acequia de Santa Rosa, el agua corrió, no sanguinolenta sino
como sangre pura y la sed abrasadora impelió a los combatientes a arrojarse al
suelo y beberla9.
El general Vivanco se asomó una vez más a la trinchera a pie, vio y, paso a
paso, regresó a la plazoleta de Santa Teresa10 donde, tomando un banco, se
sentó a ver llover balas.
El sitio no podía ser más peligroso.
Creemos sinceramente, que el general Vivanco, siendo hombre de tanto
honor desease morir; mas, por desgracia, era un hombre sin genio y sin cora-
zón, un hombre que si fríamente buscaba una muerte sin honra y sin brillo, era
incapaz de empuñar la espada y lanzarse como el último de los soldados, en el
fragor del combate, para caer con gloria.
En estos momentos Castilla, o mejor dicho, su secretario, escribía la si-
guiente comunicación:
9 Hecho histórico.
10 Plazoleta de Santa Teresa. Hoy Parque Colón.
511
Jorge, El Hijo del Pueblo
512
Jorge, El Hijo del Pueblo
No rindiéndose jamás.”
“Cada hombre es un león
Que, con su aliento de
fuego,
Mata para morir luego,
Sin demandar compasión12.
La Columna Inmortales ha cumplido su juramento.
Íntegra ha traspasado los umbrales de la eternidad.
En estos mismos instantes, el 7 de Enero, sucumbe con su bizarro jefe a
la cabeza.
A la vez, Jorge, bajo un huracán de granadas, sostiene en alto el honor de
su suelo natal.
Pero el fuego se apaga por grados.
—¡Munición!
—¡Pólvora!
—¡No hay!
Todo ha concluido.
Pero aún quedan la bayoneta y la culata.
¡Un último recurso!
—¡A repicar! —gritan los chicos—. ¡A repicar para que el enemigo se
confunda!
No tardaron en escuchar un repique pavoroso, porque en tal situación
significa la última débil rama a que se agarre el náufrago arrastrado por la
corriente.
Las soberbias hordas ya están encima.
A la vez con las campanas, se escuchan los clarines del enemigo y el es-
truendo de sus dianas.
Jorge por segunda vez se encuentra solo en la trinchera; pero no da un
paso atrás.
La resistencia ya es imposible, las tropas vencedoras tienen franca la
puerta.
Jorge ve arremolinarse en torno suyo a los soldados de Castilla.
Cien fusiles le apuntan, cien bayonetas se levantan sobre su cabeza; pero,
más veloz que todo, una espada le atraviesa el pecho.
Cae sin lanzar una queja y, a través del velo de muerte que se extiende
sobre sus pupilas, divisa la diabólica figura de Iriarte que lo mira riendo.
Hay un momento de silencio.
Las campanas enmudecen.
Luego, simultáneamente, es lanzado por los soldados de Castilla el grito
12 Ernesto Noboa
514
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 6
Últimos momentos de Bonifaz
E
ran las once y media del día, cuando los vencedores invadieron la
población.
Los soldados hacían fuego, indistintamente, sobre las cerradas puertas,
ventanas y balcones de casas y tiendas.
Arequipa parecía una ciudad desierta.
Los paisanos sobrevivientes, se habían refugiado en las casas que, con este
objeto, tuvieron abiertos los postigos hasta última hora; una vez adentro,
cerraron y trancaron como estaba el resto de la puerta, con sillares, sacos de
arena y fardos de lana.
Si hubiera habido municiones, cada casa habría sido una ciudadela y ni
treinta mil soldados habrían tomado Arequipa, así como se hallaba sin jefes, sin
ejército ni dirección.
El general Vivanco, a caballo, acompañado del coronel Sevilla y de dos
soldados con banderolas, tomó, lentamente, la retirada por la calle de Mer-
caderes, hacia la Plaza de Armas.
Cuando llegaban a la esquina del Chilcal 13 resonaron los tiros de los ven-
cedores que desembocaban por la calle de la Ranchería 14.
Entonces el coronel Sevilla, volvió bridas al caballo y seguido de los dos
soldados, se lanzó hacia los vencedores para cargarles.
Estos, que formaban un pequeño grupo, se detuvieron un tanto sobrecogi-
dos, mucho más cuando aun recibían uno que otro tiro aislado, que ignoraban de
dónde provenían.
Vivanco también se detuvo y llamó al coronel Sevilla, que se le aproximó,
continuando su lenta retirada, a vista del enemigo 15.
13 Esquina del Chilcal. Crucero de las calles Mercaderes, San Juan de Dios y Jerusalén.
14 Calle Ranchería. Hoy calle Octavio Muñoz Nájar.
15 Hecho histórico.
515
Jorge, El Hijo del Pueblo
A las once y treinticinco minutos, el coronel Buendía y los altos jefes del
ejército vencedor estaban en la plaza.
Lanzaron un vítor a la Constitución, otro a Castilla y otro al Ejército
Constitucional e inmediatamente resonó un repique general.
En medio del sonido de las campanas, del toque de los clarines, de las
marchas triunfales, de vivas atronadores y tiros de fusil, hizo su entrada el
ejército vencedor.
Castilla, San Román, Buendía y todos los jefes, desplegaron, en estos peligrosos
momentos, toda la actividad, celo y serenidad posibles, para evitar el desborde de las
tropas embriagadas con una victoria comprada a tan alto precio.
El mismo general Castilla se puso al frente de la caballería e hizo desfilar, en
el mayor orden que pudo, sus diezmadas fuerzas, hacia la plaza de Armas, en la
que estuvieron a las doce menos cinco minutos.
Al toque de llamada, se reunieron todos los soldados, que, dispersos, va-
gaban por las calles, dando tiros.
Los batallones estaban en cuadros.
Castilla, con la caballería, pasó el Puente y se dirigió a Yanahuara, donde
hizo su cuartel general.
San Román, ordenó que los cuerpos restantes ocuparan, respectivamente,
los cuarteles que les señaló.
Poco después se ocupaba en extender un salvoconducto para el general
Vivanco, oculto en una casa extranjera.
Mientras tanto, el general Buendía indagaba del joven poeta Bonifaz.
No sin dificultad, logró saber que, herido de muerte, se hallaba en su casa.
Al instante llamó a los mejores médicos de Castilla y, acompañado de varios
jefes y oficiales, se dirigió al domicilio del poeta16.
Adelantémonos.
En una de las habitaciones del primer patio, hacía veinticuatro horas que
estaba sobre su lecho de muerte el Tirteo17 arequipeño.
Tenía los ojos cerrados y parecía aletargado.
Desde el día anterior lo habían visitado casi todos los médicos de Arequipa;
ninguno dio la más remota esperanza.
Tenía el proyectil incrustado en la garganta y era imposible la extracción.
16 Es la primera casa que, al salir del templo de San Francisco, por la puerta principal, se
encuentra a la izquierda, formando esquina con la calle Zela. Actualmente es la sede del
Gobierno Regional de Arequipa.
17 Tirteo. Es el poeta nacional de Esparta. En sus cantos guerreros se encuentra el más
encendido
elogio del valor guerrero y la vigorosa afirmación del ideal moral de la patria, que
alimentó en las
ciudades-estado griegas el ideal del sacrificio por la patria. La poesía de Tirteo,
acomodada a la
situación actual, podría ser un canto colectivo de amor a la ciudad, del que Benito
Bonifaz ha
legado el ejemplo máximo.
516
tercera Parte / 30 capítulos
517
Jorge, El Hijo del Pueblo
518
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 7
El gran cementerio
U
n silencio pavoroso se ha extendido sobre la ciudad vencida.
Parece que la eternidad ha soplado sobre ella y cuanto vivía ha
quedado sin respiración.
¡Viajeros del pensamiento, que visitáis todos los ámbitos del mundo en
la época, día y ahora que, caprichosamente, elegís, si acertáis a pasar en esta
noche por la ciudad del Misti, descubríos: estáis en la silenciosa mansión de
la muerte!...
¡La palidez cadavérica triunfa hasta de las mismas tinieblas! La
noche avanza lenta y lúgubre, cual nunca se vio.
El aguacero incesante contribuye al pavor.
18 Sumamente interesada en adquirir datos positivos acerca de los últimos momentos del
Tirteo arequipeño (como se le llama), no hemos omitido medio alguno para obtenerlos,
habiéndolos recibido de testigos, de la misma familia, de sus hermanas que lo asistieron en
los últimos momentos. Así, pues, cuanto hemos consignado acerca de Bonifaz, desde el
momento en que cayó herido, hasta que expiró, es absolutamente histórico, en todos sus
detalles.
519
Jorge, El Hijo del Pueblo
Las calles están anegadas; el monótono ruido de los chorros que caen, hiela
el corazón.
A las once principia a disminuir la lluvia; se suspende al fin y la reempla-
za un airecillo glacial y sutil, que hace estremecer las fibras del alma y del
cuerpo.
El destruido astro de la noche, en su cuarto menguante, vaga entre oscuros
nubarrones; ya del todo se oculta, ya deja ver su medio rostro mutilado, del que
se desprenden amarillos reflejos.
A favor de esa indecisa claridad, se ven amontonados los muertos, se
contemplan sus lívidas facciones, sus desfigurados semblantes.
Los templos y sus atrios no pueden contenerlos ya; por eso cubren el
pavimento de las calles, las bóvedas y las cornisas, los patios y las torres, las
huertas, las chacras y la pampa.
¡Dormid, dormid en paz!
¡Nadie turba vuestro descanso después de la pelea; porque cada blanco edi-
ficio que se destaca a vuestro alrededor, es un mausoleo, una bóveda sombría,
que si no guarda cuerpos inanimados, contiene corazones que han muerto!
Ningún ser viviente atravesaba la población.
Allá, en las calles del desastre, de vez en cuando, brotaba un gemido.
Era de algún herido que se asfixiaba bajo un montón de cadáveres.
Al fin, apareció una sombra en el inanimado campo, sombra que avanzaba y
se detenía.
Después, muy lejos, surgió otra.
No eran espíritus emanados de la tumba.
Eran seres vivos que buscaban entre los muertos, a alguna persona amada
que no aparecía.
De pronto, surgió un grupo de dos personas: eran un hombre y una mujer,
al parecer iban en demanda de una de las sombras que se presentaron antes;
pues, sin detenerse, pasaron de prisa sobre los cadáveres y se dirigieron a una
de ellas; después se apartaron y continuaron su camino, subiendo la calle de
San Pedro.
—¡Allí está! —dijo la mujer, indicando con la mano a otra sombra, que, a la
luz de la luna, procuraba reconocer el semblante de los muertos.
—¡Desgraciada! ¡Va a volverse loca! —dijo el hombre.
—¡No permita Dios esa nueva desgracia! —repuso la mujer, suspirando.
—¡Aquí debe estar! —dijo la sombra— ¡aquí me dijo que venía!
El hombre y la mujer se pusieron a su lado.
—¿No es cierto? —volvió a decir la sombra, que no era otra cosa que una
mujer enlutada.
—¡Sí! —respondió el hombre—, ¡pero es de más, no podremos encontrarlo!
520
tercera Parte / 30 capítulos
521
Jorge, El Hijo del Pueblo
Poco después, dos hijos del pueblo conducen en una manta el cadáver del
honrado artesano de la calle de Santa Teresa, seguido de Rosa y Jacinta que le
acompañan sollozando.
El del farolito divisa la comitiva y la sigue con la vista murmurando:
—¡Oh, funesta guerra civil! ¡Cuánto luto y desolación esparces! ¡Cuánto
cuestas a la Patria, cuán inútil eres!
El que así razonaba, era un religioso franciscano, fray Antonio Robles.
Con la capilla calada sobre la Cabeza y el farolito en la mano, continuó su
excursión por entre los muertos.
Al fin se detuvo cerca de la segunda trinchera.
La luz de su farol había caído sobre el semblante de un cadáver que llamó su
atención.
—¡Este es! ¡Pobre hijo mío! —exclamó.
Y dos gruesas lágrimas rodaron por las demacradas mejillas del buen
sacerdote.
El muerto que tenía delante era Jorge.
Fray Antonio le puso la mano en la frente: era de hielo.
Sus cabellos y vestidos estaban empapados por la lluvia y el rígido cuerpo,
caído de espaldas, estaba por resbalar de sobre una pirámide humana; sin
embargo, parecía aletargado más bien que muerto.
Fray Antonio concibió una ligera esperanza.
Dejó en el suelo el farolillo y, a favor de la débil luz de la luna, desabrochó el
pecho del cadáver.
A pesar de hallarse toda la ropa empapada por la lluvia, tenía la camisa
pegada al cuerpo, con la sangre congelada que cubría la herida. El religioso se
guardó de desprenderla y, por sobre la tela ensangrentada, le aplicó la mano
al corazón.
Transcurrieron algunos instantes y, al fin, percibió, claramente, una débil
palpitación.
—¡Aún tiene un soplo de vida! —dijo—, aún es posible salvarlo. Ante
todo, necesita abrigo; está entroncado; pero ¿cómo lo arranco de aquí?
Probó a levantarlo y tuvo que convencerse que la edad había aniquilado sus
fuerzas
Se volvió para ver si había alguien que le ayudase y notó a poca distancia
a un hombre que, con el brazo vendado, reconocía la calle con un fósforo en
la mano.
—¡Joven! —le gritó— haga Ud. la caridad de ayudarme a levantar a este
infeliz, que, según creo, vive aún.
El hombre se acercó.
—¿Quién es? —preguntó.
522
tercera Parte / 30 capítulos
523
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 8
El célebre decreto
A
quella misma noche, mientras el general Vivanco, armado de
su pasaporte, se alejaba maldiciendo de su suerte y del pueblo que ha-
bía sacrificado, como el victimario de su víctima por el remordimiento
que le causa; el general Castilla indagaba con empeño por Javier Sánchez.
Quería saber si vivía y ver, con sus propios ojos, a aquel artesano que había
despreciado 6,000 pesos y los despachos de Comandante, por no traicionar su
causa; quería contemplar de cerca al héroe que, en los modernos tiempos, había
formado una columna de espartanos.
Por más que hizo, no pudo adquirir noticia alguna. ¿Qué sabían los que le
rodeaban? ¿Qué podían decirle aquellos mudos edificios cerrados por dentro
con dobles filas de sillar?
Entretanto, el heroico jefe de los Inmortales, era auxiliado por otro reli-
gioso franciscano, fray Pedro Fuentes, el que, después de oírle en confesión, en
nombre de Dios lo absolvió.
El día siguiente a la toma de Arequipa, era lunes 8 de Marzo, día de San
Juan de Dios.
Por una notable coincidencia, su entusiasta mayordomo sobrevivió hasta
ese día.
A las 8 de la mañana, Javier Sánchez, el grande, el heroico, dejó de existir.
Su cadáver fue sepultado, con las reservas del caso, en el mismo templo
524
tercera Parte / 30 capítulos
525
Jorge, El Hijo del Pueblo
526
tercera Parte / 30 capítulos
527
Jorge, El Hijo del Pueblo
528
tercera Parte / 30 capítulos
Manuel Nicolás
Corpancho,
Secretario.
529
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 9
Una hazaña más
L
a casa que ocupaba don Guillermo de Latorre, continuaba hermé-
ticamente cerrada.
El terror, la incertidumbre, el remordimiento y la angustia se alberga-
ban en ella.
Nadie entraba ni salía.
Tenían adentro provisión de víveres y no había para qué salir. Se ignoraba
todo, a excepción de lo que el pregonero anunciaba en la esquina.
De buena gana la pobre Cecilia habría ido en busca de Luis; pero doña
Enriqueta había echado llave a los cerrojos y al postigo.
Isabel velaba cerca del lecho de su padre, cuyo mal estado inspiraba serios
temores.
Ora lloraba, ora rezaba, mezclando en sus oraciones los nombres de su
padre y de su hermano.
Don Guillermo se agitaba, sofocado por la fiebre, el remordimiento y el
temor.
En su cerebro daban vueltas Jorge, Iriarte, Isabel, doña Enriqueta.
En sus oídos resonaba la maldición del primero, los sarcasmos del segundo, los
sollozos de su hija, los improperios de su hermana.
De vez en cuando, se le presentaban Carmen y Elena, como dos llorosos
espectros de la tumba.
Todas estas alucinaciones huían ante la dulce voz de Isabel, que cariñosa
lo llamaba, ya para preguntarle cómo se sentía, ya para suministrarle algunas
medicinas.
En vano, Latorre suplicaba a su hija que se retirase a descansar; Isabel no
quería moverse de su lado; cuando el cansancio o el sueño la rendían, apoyaba la
cabeza en el respaldo de la silla en que se sentaba y dormía algunas horas;
entonces Cecilia velaba junto a ella.
Doña Enriqueta gozaba de un humor negro, desde el día en que Latorre
dijo, delante de tantas personas, que Jorge era su hijo legítimo.
530
tercera Parte / 30 capítulos
531
Jorge, El Hijo del Pueblo
532
tercera Parte / 30 capítulos
533
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 10
La última batalla
L
a mañana que siguió a esta noche fue horrible.
Don Guillermo estaba malísimo; fue necesario llamar al médico.
El doctor Peña declaró que el caso, aunque no desesperado, era muy
grave y que sería conveniente que Latorre arreglase sus asuntos.
Solo por especial protección de Dios no desfalleció Isabel, al escuchar este
dictamen.
No se le ocultó que esta era una manera delicada de hacerle saber que su
padre se moría.
Para mayor dolor, ella misma tuvo que comunicar a don Guillermo la
opinión del doctor Peña, respecto a la conveniencia de arreglar sus asuntos,
fingiendo una serenidad que no tenía.
De Latorre era católico; pero de esos que viven sin acordarse que lo son.
Al saber que iba a morir, sintió necesidad de arrojarse en brazos de la reli-
gión; tenía un enorme peso en la conciencia; necesitaba desahogar su pecho en
un seno amigo; necesitaba ser perdonado en nombre de Dios.
Salió, pues, Cecilia en busca de fray Antonio.
El buen religioso llegó antes que aquella, pues, cumplido su cometido, voló
a informarse de Luis.
Cuando fray Antonio entró a la casa, fue recibido por doña Enriqueta, cuyo
humor se había compuesto un tanto.
Isabel al ver al sacerdote rompió a llorar.
—¡Padre mío! ¡Qué desgraciada soy! ¡He perdido a mi hermano y mi
padre va a morir!
534
Jorge, El Hijo del Pueblo
536
tercera Parte / 30 capítulos
537
Jorge, El Hijo del Pueblo
538
tercera Parte / 30 capítulos
539
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 11
Fuerza del orgullo
D
oña Enriqueta entró a su dormitorio, morada de cólera, sacó del
armario un manojo de llaves gruesas, las puso encima de la mesa y
llamó a Cecilia.
—¿Has pasado por la otra casa? —le preguntó. —Sí
y aun he entrado porque estaba abierta. —¿La han
destrozado?
—No; las salas están con las puertas abiertas de par en par como las deja-
mos; la huerta y el jardín, sí dan lástima, están arruinados.
—¿Hay trincheras?
—No hay más que los sillares con que recién iban a levantarla.
—Bien aquí tenemos las llaves que, a Dios gracias, mandé hacer por du-
plicado; busca un cargador que lleve mi cama.
Cecilia se quedó mirando a su señora sin comprender.
—¿No me has oído? —gritó esta—. Busca un cargador ahora mismo. —¿Se
va Ud.?
—Sí, ¿a ti qué te importa?
—Estando tan mal el caballero...
—¡Chola atrevida! —gritó doña Enriqueta, dando un paso hacia adelan-
540
tercera Parte / 30 capítulos
te.
Cecilia salió temerosa.
—¿Qué hago? —se decía la pobre muchacha, perpleja, en medio del pa-
tio— ¿Le aviso a la señorita? No; porque, al querer detener a la señora, se va
armar un alboroto peor que los anteriores, mejor es que me calle; pero ¿dónde
voy a buscar cargadores, ahora que ni perros andan por la calle?
No obstante, Cecilia entró a su cuarto, tomó el mantón y salió. Después de
media hora volvió con un hombre de mala facha. Era un antiguo conocido
nuestro, el chileno Braulio.
Doña Enriqueta vació en un baúl sus vestidos, alhajas y cuanto creyó
necesario; de su cama hizo un lío y, todo junto, se echó a cuestas el chileno.
La señora estaba ya con manta.
—¿Se va Ud., señora? —se atrevió a preguntar, otra vez, Cecilia no dando
crédito a sus propios ojos.
Doña Enriqueta, sin responder, salió rompiendo los vientos, como vulgar-
mente se dice.
Cecilia se quedó llorando, no por doña Enriqueta sino por Isabel.
El orgullo de la hermana de Latorre no conocía límites.
A su carácter, naturalmente soberbio, se había unido la educación más
defectuosa.
Sus padres, más ignorantes que ella misma, no habían sabido inculcar en su
corazón los santos principios del cristianismo.
Le enseñaron, como por rutina, piadosas prácticas, pero no la religión; le
hicieron aprender a recitar la doctrina sin cambiar una sílaba, pero también sin
entender una palabra.
Doña Enriqueta llegó a su casa, seguida de Braulio; hizo colocar todo en la
pieza que siempre había sido su dormitorio y preguntó al chileno si no tenía un
compañero que le ayudase a trasladar allí, en pocas horas, todos los muebles que
necesitaba para arreglar de una vez la casa.
Braulio dijo que tenía un compañero inmejorable; salió en su busca y no
tardó en regresar con el zambo Lorenzo.
Casi a la vez, llegó Hilario, el joven sirviente, a quien Cecilia enviaba para
que acompañase a doña Enriqueta, pues temía que, en días tan azarosos y en
casa tan desamparada, pudiera sucederle algo.
Con este oportuno auxilio, doña Enriqueta hizo trasladar todos sus
muebles, recogiéndolos ya del monasterio de Santa Catalina, ya de una casa
extranjera, ya del convento de San Francisco; pero, cuidando de no tocar lo
perteneciente a su hermano.
Se acordó de los espejos con marcos de plata y, pensando que sería nece-
dad dejarlos para que se los llevara un cholo, los hizo llevar con intención de
541
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 12
Trance doloroso
D
on Guillermo firmó al pie de su testamento; en seguida, los testi-
gos y el escribano.
El doctor Peña quedó nombrado albacea y Jorge declarado hijo
legítimo de las primeras nupcias del testador.
La conciencia acababa de triunfar sobre las preocupaciones; la justicia
sobre el interés; la religión sobre las miserias humanas. ¡Es tan diferente el
hombre en la plenitud de la ambición, de la salud y de la dicha y en las puertas
del sepulcro!...
Terminado el acto se despidieron el escribano y los testigos y entró Isabel
que, encerrada hasta ese momento en el oratorio, estaba bien lejos de sospe-
char el abandono que de ella había hecho su tía.
Tomó asiento a la orilla de la cama de su padre, que, no obstante su pro-
longado trabajo, parecía más tranquilo.
542
tercera Parte / 30 capítulos
543
Jorge, El Hijo del Pueblo
el estertor de la muerte.
Por casualidad, en ese momento, entró Cecilia y lanzó un grito, diciendo:
—¡Se muere el caballero!
Isabel dio un salto e inclinándose sobre su padre, principió a llamarlo con
cuanta fuerza pudo reunir:
—¡Papá, papá!
Era inútil, tal vez su padre la oía, pero sus ojos se cerraban, dominados por ese
invencible sueño que se llama muerte; su boca, de la que no salía ningún sonido,
se entreabría como si le costara trabajo exhalar el suspiro en que se va la vida;
en su frente, brotaba el sudor del último combate y por su mejilla rodaba la
lágrima del postrer llanto.
Isabel se alzó con entereza, tomó el Crucifijo, lo colocó entre las manos
de su padre, mientras Cecilia encendía la cera de bien morir y con voz clara
y sonora, dijo:
—¡Jesús! Di papá, mentalmente, si no puedes de otro modo, ¡Jesús me dé
buena muerte! ¡Jesús me favorezca y me ampare! ¡Purísima Virgen María,
recibe en tus brazos mi alma!
Don Guillermo de Latorre había dejado de existir.
Isabel se inclinó para abrazar el cadáver de su padre, exhaló uno de esos
gritos que parten del fondo del alma y cayó privada del conocimiento, sobre el
rígido cuerpo de don Guillermo.
Cecilia prorrumpió en llanto, corrieron los criados y, como por encanto, en un
instante acudieron doña Luisa de Peña y sus dos hijas, que levantaron a Isabel,
tratando de hacerla volver en sí, con frotaciones de agua de colonia, éter, etc.
Cuando Isabel recuperó el conocimiento, prorrumpió en amargo llanto.
—¡Padre! ¡Padre mío! ¡Sola me has dejado en el mundo!
Todas a cual más lloraban.
Hortensia y Mercedes trataban de consolar a la pobre huérfana, empleando las
más cariñosas frases.
Isabel miró en torno suyo y no vio a su tía, única persona que en tal situación
podía inspirarle confianza, desde que allí todos le eran extraños; preguntó por
ella y un criado imprudente, se apresuró a contestar:
—Se ha ido para no volver.
—¡Imposible! —exclamó Isabel—. ¡Abandonarme mi tía en este trance!...
¡Cecilia!...
—Cierto, señorita —repuso esta, sollozando— la señora se fue temprano,
haciéndose llevar la cama y todas sus cosas.
—¡Ay, Dios mío! Entonces, ¿qué va a ser de mí?
Todos los circunstantes se miraban atónitos y movían la cabeza cual si no
pudiesen dar crédito a lo que oían.
544
tercera Parte / 30 capítulos
545
Jorge, El Hijo del Pueblo
su padre, para buscar asilo en el seno de una familia generosa, pero extraña
al fin.
Cecilia marchó también con su señorita.
Una hora después, la casa quedaba cerrada, tétrica, sombría, sin más luz
que la proveniente del cuarto, donde un cadáver se velaba, sin más habitante
que el enorme perro del doctor Peña.
De vez en cuando, un búho, posado sobre una de sus bóvedas, entonaba su
fúnebre canto.
Capítulo 13
Acuerdos diversos
C
on la toma de Arequipa se había renovado el personal de los
prisioneros políticos.
Entre los que salieron se hallaba el doctor Vélez, que fue recibido en
su casa con todo el alborozo consiguiente a tan fausto acontecimiento.
Sofía y Elvira refirieron a su padre todo lo sucedido durante su ausencia,
siendo la narración interrumpida, de vez en cuando, por las lágrimas.
El doctor Vélez se llenó de indignación.
Hombre dedicado desde la infancia al estudio y al trabajo, consagrado
después a la felicidad de su virtuosa familia, jamás había imaginado manejos tan
pérfidos, como los de Iriarte y Luciano.
En descargo de su conciencia doña Constanza refirió al doctor, delante de
sus sobrinas, la inclinación que había notado de Carlos a Sofía, y de Juan a
Elvira, lo cual arrancó una bondadosa sonrisa a los tres.
—Ante todo —dijo el doctor Vélez a su hermana— deseo saber cómo se han
portado esos dos jóvenes durante mi ausencia.
—¡Muy bien! —repuso doña Constanza, que por nada del mundo habría
mentido—, han sido comedidos, serviciales, respetuosos. La noche aquella
de los desmanes de Luciano, ofrecieron no volver hasta que tú salieras de la
prisión; pero a la mañana siguiente, ellos también fueron apresados.
—Pues, hermana, cálmense tus escrúpulos; Sofía tiene un formal com-
promiso con Carlos, a quien ya considero como de la familia; en cuanto a
Elvira, mucho me gustaría que aceptase por novio a Juan, es decir, con pleno
consentimiento de su corazón.
Las dos niñas se pusieron encendidas, se miraron y se sonrieron sin decir
una palabra.
—Si es así, todo sea enhorabuena y lo más pronto posible, antes que el
546
tercera Parte / 30 capítulos
547
Jorge, El Hijo del Pueblo
548
tercera Parte / 30 capítulos
549
Jorge, El Hijo del Pueblo
550
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 14
Las sombras
H
ay veces que una mano misteriosa enlaza sucesos que aparecen del
todo aislados, a primera vista, para producir simultáneamente
acontecimientos providenciales.
Tal sucedía la noche que nos ocupa, es decir, aquella en que murió don
Guillermo de Latorre.
Doña Enriqueta se había acostado a las nueve, pero en vano trataba de
conciliar el sueño.
Las dos de la mañana eran ya y ella continuaba desvelada. Hilario, instalado en
el cuarto de los criados, junto a la cocina, dormía con todo el entusiasmo de sus
dieciocho años.
Doña Enriqueta podía considerarse enteramente sola.
En su desvelo, vagaba su pensamiento de uno a otro objeto, de una a otra de
las escenas de aquel día.
Recordaba que había dejado a su hermano en artículo de muerte y, a pesar
suyo, la conciencia le reprochaba aquel abandono; para sofocarla, invocaba la
razón que le asistía para proceder así, desde que don Guillermo quería traer
a su casa a un cholo, después de condecorarlo con su propio apellido y con
toda su fortuna; pero la implacable conciencia se empeñaba en gritarle bien
alto: ¡Mala cristiana! ¡Perversa consejera de un moribundo!
Doña Enriqueta se revolvía en su cama, tratando de arrojar de sí inoportu-
nas ideas y dormir, pero estaba decretado que aquella noche había de pasarla,
como vulgarmente se dice, sin pestañar.
Cuando Isabel aparecía en su imaginación, trataba de desecharla, pensando en
otra cosa.
¡Iriarte!
¡Qué hombre tan ruin!
Al fin había venido en conocimiento que el motivo de su rencor era el
desaire que le infirió la noche del baile de despedida al general Vivanco.
¡Y ella que hasta había olvidada tal incidente!...
¡En verdad que era temible el militar!
Involuntariamente, doña Enriqueta volvía la vista en torno suyo sin en-
contrar a nadie y, considerando bajo la presión de la turbada conciencia y de las
medrosas influencias de una larga noche, la inmensidad de la deshabitada casa
en que se hallaba, sentía miedo.
Pensaba en los frecuentes asaltos de los emisarios de Castilla a media noche, en
los soldados desertores, etc.
552
tercera Parte / 30 capítulos
Temía que se hubieran apercibido de que en sus baúles había alhajas y plata
labrada, los espejos, sobre todo, le preocupaban muchísimo y más si a esta idea se
asociaba el recuerdo de estar derribadas las murallas del jardín.
La hermana de don Guillermo, trataba de liberarse de las influencias de su
imaginación y no podía.
Llegó a sentirse tan sofocada, tan llena de sobresalto, que encendió la bujía y
vaciló entre vestirse o no.
¿Pero, qué iba a hacer levantada? Podía coger un resfriado, una pulmo-
nía.
Mejor era permanecer acostada y con luz.
Pero sucedió que con el reflejo de la débil llama, parecieron más densas las
tinieblas de la habitación contigua, cuya enorme puerta, abierta, parecía la
boca del abismo; en esa habitación estaban los espejos que no eran suyos, que
pertenecían a su hermano moribundo.
¡Dios mío!
Dice la gente del pueblo que los que se hallan próximos a abandonar este
mundo caminan antes de morir. ¡Si se le ocurriría a don Guillermo aparecer en
la puerta de aquella sala!...
Ante esta idea sintió doña Enriqueta que se le erizaba el cabello. Apagó la
luz y se envolvió la cabeza con sábanas y frazadas.
En los mismos momentos, una sombra salía del jardín al patio interior,
luego otra y en seguida otra.
¡No había duda!
¡Los fantasmas tomaban posesión de la casa!
Una de las sombras, deslizándose a lo largo de las paredes, llegó a la puerta
de una de las habitaciones y trató de observar, por el ojo de la cerradura.
Otra de las sombras se le aproximó y le preguntó al oído:
—¿Qué buscas?
—¡El cuarto de doña Enriqueta!
—¡En el otro patio!
—¡Guíame!
—¡Nos interesa que no despierte!
—¡Yo también deseo que duerma profundamente!
—¡Después te entenderás con ella!
—¡No, es preferible antes, para proceder con toda seguridad!
—¡Puede sobrevenir el escándalo y entonces lo perdemos todo. Yo sé
donde están los baúles y los espejos, los trasladaremos en silencio y luego
harás lo que te plazca!
—¡Mientras se hacen tantas operaciones, es imposible que no despierten
ella o el muchacho!
553
Jorge, El Hijo del Pueblo
554
tercera Parte / 30 capítulos
555
Jorge, El Hijo del Pueblo
556
tercera Parte / 30 capítulos
—¡Perfectamente!
Los serenos cargaron con Iriarte, que apenas podía moverse y maldecía
de rabia.
—¡Por la puerta de calle! —dijo Hilario.
El Inspector hizo desatrancar el postigo y la comitiva salió, no sin hacer
bastante ruido, pues uno de los ladrones pretendió escaparse.
En esta vez ningún vecino entreabrió la ventana para ver lo que pasaba.
Hilario volvió a cerrar.
Capítulo 15
Gran negocio
A
l siguiente día de estos sucesos, Luis con su brazo vendado aún,
acompañado de un extranjero, se dirigió al estudio de Jorge, es decir a
la habitación de la casa de José, donde otra vez hemos visto al joven
pintor, en compañía de Enrique.
Tenía la llave y, abriendo la puerta, penetró con su acompañante.
Era este un inglés, jefe de una de las mejores casas de comercio de Are-
quipa, el que, gracias a su larga residencia en el Perú, hablaba con bastante
claridad el castellano.
El inglés examinó de una sola ojeada toda la habitación y comprendió que se
hallaba en el cuarto de un artista pobre.
La escasez de sus empolvados muebles, en íntimo consorcio con los cuadros y
revueltos bocetos, obras originales de un genio superior, bellas creaciones de
un alma de artista.
El inglés principió a recorrer una a una aquellas obras; completas unas,
inconclusas otras, algunas solo principiadas.
Allí habían sido traídos todos los objetos de su género, que en Yanahuara
hemos visto en otra ocasión.
Luis se apresuraba a quitarles el polvo con su pañuelo, pero por más que
hizo, no pudo adivinar en el semblante del europeo si las aprobaba o no.
Porque, el hijo de Albión24, conservaba inalterables las líneas de su fisono-
mía, en la que no se dibujaba un sólo gesto expresivo.
Aunque el inglés nada tenía de artista, había aprendido en Europa las reglas
fundamentales del arte, no ignoraba los principios del dibujo y del colorido
557
Jorge, El Hijo del Pueblo
y había adquirido cierto grado de buen gusto, contemplando las obras de los
grandes maestros: no era, pues, tan profano en la materia; estaba en verdad
sorprendido de haber hallado a las faldas del Misti y en la miserable vivienda
de un hijo del pueblo, obras como las que tenía delante, pero los de su raza,
rara vez alteran su semblante y, mucho menos, al tratarse de un negocio.
Cuando, a favor de sus claros lentes, terminó su inspección, se volvió a Luis
y en tono indiferente dijo:
—¿Son estas todas las obras del pintor?
—¡No señor, algunas ha vendido!
—¿Y cuánto quiere por todo lo que aquí hay? —preguntó, indicando toda la
habitación.
—¿Muebles y todo?
—No, esos poco importan; todo lo que es pintura, dibujo, libros, bocetos, etc.
Luis se quedó pensativo, no sabía cómo salir del paso; por fin dijo:
—Ud., señor, puede proponer lo que guste, según eso aceptaré o no.
—¿Quiere cien pesos?
Luis abrió los ojos.
Nunca hubiera sospechado que hubiera tanta plata allí; hasta se figuró que
el inglés sufría un equívoco de palabra.
—¿Cien pesos? —volvió a preguntar.
—Es lo más que esto puede valer; si se conviene, ahora mismo conclui-
remos este negocio.
—¡Bien, sí! —repuso Luis, temiendo que el extranjero se arrepintiese.
El inglés sacó cuatro relucientes águilas americanas y las entregó a Luis.
Al ver cuatro gruesas monedas de oro, este quedó deslumbrado. A permi-
tírselo su carácter, habría abrazado al inglés.
¡Cuatro hermosas águilas por aquel montón de lienzos empolvados, papeles
inservibles, libros viejos! ¡Si estaría fuera de su juicio el gringo!...
Este se entretenía en hacer una rápida cuenta en su cartera. Cuando
terminó dijo a Luis, que examinaba detenidamente las piezas.
—Si Ud. lo sabe, indíqueme, ¿dónde puedo encontrar otros cuadros del
mismo pintor?
Luis, que desde aquel momento habría servido al inglés con alma, vida y
corazón, puso en prensa su memoria para recordarlo.
—El mejor de todos —dijo, después de algunos segundos— está en casa de la
señora viuda del señor Martínez.
—¿Por qué dice que es el mejor?
—Porque al general Vivanco le gustó tanto, que sólo por él, dio orden de
poner en libertad a Jorge, que estaba preso. ¡Ah! Ya recuerdo, hay otro de
primera clase que pintó últimamente.
558
tercera Parte / 30 capítulos
—¿Quién lo tiene?
—Un señor Enrique Velarde, que es empleado de la casa de Turner. El
inglés movió la cabeza, indicando que lo conocía.
—Pero no sé si querrá venderlo —agregó Luis—; porque es el retrato de
su hermana, una linda señorita, según dicen, la cual ya murió.
De allí a pocos minutos, el cuartito de Jorge quedó despojado de sus más
bellos adornos, de cuanto de valor contenía, pues el inglés se dio prisa a ha-
cerlo trasladar a su almacén.
Después se despidió.
Luis cerró y salió casi corriendo.
Se diría que se llevaba las águilas robadas.
Hablaba consigo mismo y decía:
—Eso sí, para generosos los gringos ¿Quién había de dar cuarenta, ¡qué digo!
ni veinte pesos por todo lo del cuarto? ¡Ayer ofrecí los cuadros al ricacho de don
Faustino Roblenoble y me contestó que ni por un real los compraría; porque él
no acostumbraba botar su plata en adefesios inútiles! y, ¡vea Ud. cómo el
gringo!, sin que nadie se los pida, me ha dado cien pesos de oro. ¡Pobre Jorge!
Él siempre sentirá de sus cuadros; pero gracias a su generosidad y buen corazón,
hoy tendrán pan los hijos de Rosa.
Mientras tanto, el inglés echaba sus cuentas de este modo:
—Nunca habría creído hallar en Arequipa cuadros como estos. Si se les
fuera a apreciar en su justo valor, resultarían algunos miles. No faltarán en
Europa algunos millonarios aficionados que me darán cuanto quiera, por
permitirles poner su firma al pie y exhibirlos en las exposiciones, como obras
originales suyas, inspiradas por sus largos viajes. No dejaré escapar también
los otros dos cuadros. Puede que este negocio me dé más de mil por ciento.
Está visto que el Perú es una inagotable mina de oro, que los europeos no
debemos abandonar.
Capítulo 16
El General Castilla
G
ran sensación había en los círculos militares aquel día, con moti-
vo de los ladrones cogidos en casa de doña Enriqueta de Latorre.
Entre ellos se hallaba un edecán del general Vivanco, un Mayor que
se había pasado a los vencedores, prestándoles muchos servicios, aunque en la
baja escala de espía y delator.
559
Jorge, El Hijo del Pueblo
Su nombre era muy conocido: era hijo del general Iriarte. Esto era muy
grave.
¡Qué! ¿Un hijo ilustre, vencedor de la Independencia, del respetable
general Iriarte, era traidor, ladrón y asesino, según declaraciones de sus
cómplices?
¡Nada más cierto!
De peldaño en peldaño, había ido rodando el joven calavera, hasta la más
abyecta degradación.
Y toda la gloria que brillaba sobre la frente de su anciano padre y todo el
lustre de su nombre, habían sido impotentes para hacer de Alfredo, no ya un
hombre grande; pero ni siquiera un hombre honrado.
Vergonzosamente herido, como se hallaba, había sido remitido al hospital
de San Juan de Dios, con una buena guardia que lo vigilara.
En el cuartel general de Castilla, los oficiales comentaban vivamente el
acontecimiento, cuando se presentó el doctor Vélez, solicitando ver al
Presidente.
Sin dificultad fue introducido.
El gran mariscal Castilla, formaba el contraste más acabado con el general
Vivanco.
Era todo un soldado, cuyo continente resaltaría tan mal en el fondo de
un salón elegante, como admirablemente bien en medio de un campamento
militar.
Su apostura, su fisonomía, su gesto, sus maneras, eran absolutamente
militares; ningún traje podría cuadrarle tan bien como el uniforme; su voz
estaba formada en el tono a propósito para dar voces de mando; sus palabras
eran duras y terminantes, sus frases cortadas y repetidas; usaba, a veces, de una
familiaridad brusca y, con frecuencia, empleaba bromas y chistes agudos en el
sentido, groseros en la forma.
Su inteligencia era bastante clara, pero sin cultivo; sus conocimientos eran
elementales y escasos; pero poseía una intuición que le permitía juzgar con
acierto de los hombres y de las situaciones; aun en sus mismos enemigos sabía
apreciar las cualidades, especialmente el valor, y era consecuente y afable con
sus amigos. Cuando sus adversarios caían en sus manos y se humillaban, usaba
con ellos de una generosidad sin límites25; mas si estos, a pesar de su desgracia,
mantenían la altivez de la dignidad, era implacable: esto explica la venganza
tomada contra Arequipa, al suprimir su departamento.
Como mandatario, usaba el despotismo acostumbrado en el cuartel, pero
sin tendencias sanguinarias. Se burlaba de todas las teorías y principios libe-
25 Se dice que, siendo Presidente, ocultó a un reo político en su mismo palacio, mientras
dictaba contra él las órdenes más severas y lo hacía buscar por toda la República.
560
tercera Parte / 30 capítulos
561
Jorge, El Hijo del Pueblo
562
tercera Parte / 30 capítulos
563
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 17
Funerales de los vencedores muertos
P
ocos días después del 24 de marzo de 1858, se celebraron con
gran pompa los funerales de los muertos del ejército vencedor.
Desde temprano oscilaron sobre la abatida frente de la hija del Misti,
las clamorosas vibraciones de los dobles generales.
El ejército, de gran parada y de riguroso luto, formaba, ostentando las
tres armas con que había triunfado sobre un pueblo, casi en su totalidad
desarmado.
El templo de la Merced se mostraba lúgubremente oscurecido y, de los
arcos de sus naves, colgaban cortinajes de negro crespón, salpicados de lá-
grimas de plata.
Entre la leve claridad, proyectada por los flameros sobre el tenebroso fondo de
la iglesia, se destacaba el magnífico catafalco de imitación mármol blanco,
alzándose sobre una artística aglomeración de osamenta.
Seis columnas se elevaban para sostener la urna cineraria; cada columna
tenía un nombre: San Antonio, San Pedro, Santa Rosa, Santa Teresa, San
Lázaro, Guañamarca26.
La urna tenía esta inscripción:
«6 Y 7 DE MARZO ” 1858
“Muriendo, renacieron a la
gloria,
Al cielo de los héroes voló el
alma.
Y alzaron al lauro de victoria,
Del martirio patriótico, la
palma”.
A la derecha del catafalco, se veía la estatua de la Religión; a la izquierda, la
de la Patria llorosa ante la tumba de sus hijos, al centro, la del pueblo,
simbolizado en un indígena, con la frente inclinada27.
564
tercera Parte / 30 capítulos
565
Jorge, El Hijo del Pueblo
era intendente de policía. Aceptó este destino el coronel don José Anselmo
Abril.
Iriarte quedó perfectamente recomendado a la nueva autoridad que, por
cierto, no había de desentenderse, tanto más que mediaba, entre ambos,
enemistad personal, por cuestiones políticas.
Capítulo 18
Reminiscencias
V
olvamos a casa del doctor Peña, donde encontraremos a Isabel
llevando luto en el alma por la muerte de su padre; luto en el corazón
por la muerte de sus ilusiones; luto en su traje; creciente palidez en
el semblante.
Los días se sucedían iguales, monótonos, sombríos.
Entre Isabel y su tía había una verdadera interdicción.
Doña Enriqueta, repuesta del susto y enterada de la muerte de su hermano,
se había encerrado con dobles cerraduras dentro de su casa.
El orgullo seguía sobreponiéndose a todo: a la conmiseración que debía
inspirarle su huérfana sobrina, asilada en una casa extraña y al miedo que,
naturalmente, debía tener, después del asalto, en que casi fue víctima.
Contra este se armó de candados, cerrojos, aldabas, trancas, etc., princi-
piando por hacer levantar, a la mayor brevedad, la muralla de la huerta. Se
rodeó de una crecida servidumbre, arrendó casi de balde, un cuarto del interior a
un artesano honrado, que sólo se recogía a dormir y se llevó de compañera, en
vez de doña Andrea, a otra señora, con quien se hizo coser ropa de luto.
Lloró la muerte de su hermano, pero los reproches iban envueltos en los
suspiros; aquello anunciaba que el tiempo enjugaría las lágrimas sin destruir el
resentimiento.
Extrañaba a Isabel, pero entre ella y el cariño que le tenía, se alzaba la
imagen de un hijo del pueblo que, reconocido por su padre y hermana, iba
a formar parte de su familia. Esto no podía sufrirlo doña Enriqueta, no; se
determinó a olvidar a su sobrina, haciendo de cuenta que había muerto.
En cuanto a esta, había encontrado en la familia Peña algo como el cariño de
padres y hermanas.
Hortensia y Mercedes le prodigaban halagos infinitos; doña Luisa trataba de
endulzar lo más posible su situación; el doctor la miraba como a hija; Cecilia
no se apartaba de su lado, sino para ir al convento a preguntar por la salud
566
tercera Parte / 30 capítulos
567
Jorge, El Hijo del Pueblo
568
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 19
Un nuevo sacrificio
D
os días después, el hermano de Elena se hallaba en su habitación,
sumido en hondas meditaciones.
Sobre la mesa, en que apoyaba los brazos, se veía dinero en pequeños
montones de cuatro bolivianos.
En frente estaba el caballete de Jorge y el lienzo en que se destacaba la
imagen de Elena.
Enrique la contemplaba algún tiempo, después su vista caía sobre el dinero y
volvía a sumirse en profundas reflexiones.
Unas veces movía la cabeza, como indicación negativa, otras brillaba la
cólera en sus ojos, otras se dibujaba en su semblante la melancolía o el mayor
abatimiento.
¿Qué preocupaba su espíritu?
Anhelos de venganza, resoluciones extremas, retractaciones, tristeza... e
Isabel...
Porque es necesario decirlo: principiaba a creer que en manos de la bella
huérfana estaba el bálsamo de sus heridas o el colmo de su infelicidad.
Pero ¿cómo lanzarse a sondear aquel corazón? ¿Cómo se expondría a
arrancarle una sonrisa burlona o compasiva? Y, sobre todo, ¿no se le tomaría
569
Jorge, El Hijo del Pueblo
por un miserable que iba, no en pos de un corazón sino de la mano de una rica
heredera?
¡Oh! ¿Ponerse en tal situación?... ¡Jamás!, ¡Jamás! ¡Atrás vanos sueños,
quimeras irrealizables!
Enrique tenía bastante entereza, bastante altivez para sobreponerse a aquel
afecto naciente e imposible.
¡Salir de Arequipa, cambiar de objetos era el mejor remedio! Sí, pero an-
tes necesitaba vengar a Elena, hacer que su verdugo, cubierto de ignominia,
marchase a estrenar la penitenciaría, que ya se destacaba sombría y terrible
en la capital.
Mas, para esto, se necesitaba dinero.
Tenía poderosos aliados, estaba protegido por las autoridades, aun por el
mismo Presidente de la República; pero no era bastante.
Los juicios, en el Perú, se eternizan, si no se les impulsa con dinero.
Por eso Enrique, que no contaba sino con un sueldo pequeño e inseguro,
había realizado cuantos muebles compró para Elena, que era todo lo que
poseía.
El producto no llegaba a doscientos pesos.
De ellos tenía que tomar una cantidad para pagar los alquileres atrasados
de la casita, que, como sabemos, pertenecía al señor Roblenoble, que, no
obstante ser uno de los propietarios más ricos, no se desdeñaba de ser el más
exacto cobrador personal de sus rentas. El doctor Peña, que fue quien tomó
las llaves, se entendía con él y había pagado los meses en que estaba atrasado
Enrique.
Este acababa de tomar en arriendo una sala-tienda de módico precio e iba
a entregar al doctor Peña las llaves y los alquileres adeudados.
Todo estaba previsto; pero el dinero era poco. ¿Qué haría?
Unos golpes dados a la puerta, con la punta de un bastón, lo sacaron de sus
cavilaciones; abrió y se encontró frente a un caballero inglés que, invitado por
Enrique, pasó adelante.
—¿Ud. es el señor Velarde, dependiente de la casa Turner?
—Un servidor de Ud., caballero.
—¡Mil gracias!
Enrique lo invitó a sentarse.
El inglés aceptó y sus ojos, de azul claro, que brillaban a través de sus
lentes, se clavaron en el lienzo.
—Sé que posee Ud. el retrato de una señorita, hecho por un artista
arequipeño.
—¿Es el que tiene Ud. a la vista? —preguntó Enrique, con extrañeza.
—¡Creo que sí! —repuso el inglés, con acento indiferente. Y luego aña-
dió—: ¡Bien, yo quiero comprarlo!
570
tercera Parte / 30 capítulos
571
Jorge, El Hijo del Pueblo
—Toma dos pesos para que pagues a los cargadores y un cuarto para que te
compres comida del restaurante.
El criado recibió el dinero.
—A las personas que me busquen, dales las señas de mi nueva habitación,
menos al inglés a quien no quiero ver jamás.
—¡Muy bien, señor!
Enrique tomó su sombrero.
Antes de salir se detuvo a contemplar el retrato de Elena.
¡Qué contraste el que formaban aquella frente pura y serena, aquellos ojos de
mirada tan dulce e ideal, con la tempestad de odio y venganza que rugía en el
pecho de Enrique!
Al contemplar, por última vez, la imagen candorosa y bella de Elena,
sintió un dolor agudo, cual un puñal envenenado que le atravesaba, de parte
a parte, el corazón; porque, en verdad, ese dolor estaba emponzoñado por el
remordimiento.
Él mismo enardeció su sed de venganza, contra la causa de tantos suplicios, y
sus labios, convulsos, pronunciaron estas palabras:
—¡Te juro, Elena, ser implacable, feroz, hasta criminal!... Luego salió con los
dientes apretados y las manos crispadas.
Capítulo 20
La primera salida
T
res meses han transcurrido, aproximadamente, desde la toma de
Arequipa.
La Provincia continúa arrastrando la cadena del infortunio. Tiene au-
toridades subalternas, con fuerza armada suficiente para hacerse obedecer.
Las confiscaciones están a la orden del día; los allanamientos, las denuncias, son
los hechos más corrientes.
La miseria está en su más alto punto. Nunca los víveres fueron más escasos, su
precio llegó a ser fabuloso.
Era un hermoso día.
Fray Antonio estaba contentísimo, porque Jorge, casi del todo restablecido,
por primera vez, iba a salir a la calle.
Este abrigaba para el religioso un cariño verdaderamente filial, una gratitud
sin límites.
572
tercera Parte / 30 capítulos
573
Jorge, El Hijo del Pueblo
574
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 21
Efectos de una carta
L
a presencia de Luis calmó un tanto lo penoso de la situación. Al
verse los dos amigos después de tres meses, se abrazaron, cual dos
hermanos salvos por milagro de una catástrofe.
Jorge sabía que Luis, casi manco, había salido a buscarlo entre los muer-
tos, en medio del horror de la noche del 7 y su agradecimiento no conocía
límites.
Pasados los primeros transportes de cariño, lo primero de que se preocupó
Jorge fue de dar a Jacinta cuanto dinero tenía en el bolsillo, para que comprase
pan a los hijos de Rosa.
—¡Dios te lo pague! —dijo esta— ¡El Señor te llene de bendiciones! ¡Sin ti ya
nos hubiéramos muerto de hambre!, pero se acabó lo que nos mandaste y desde
ayer mis hijos no han comido.
Jorge levantó en sus brazos a los más pequeñitos, que consolados con la
promesa del pan sonreían a su benefactor.
—¡Vieras, Jorge! —dijo uno de ellos, poniéndose formal— ¡Al cielo se fue
mi papá José!
—¡Sí! —agregó el otro, en una media lengua que apenas se le compren-
día—. Cuando Castilla lo mató...
Jacinta, que había salido, no tardó en enviar a Consuelito con una canasta
llena de pan.
Los niños, desprendiéndose de los brazos de Jorge, corrieron hacia Rosa
que principió a hacerles la repartición.
Entretanto, Luis y Jorge, sentados en el otro extremo, conversaban acerca de
la realización de los cuadros, etc.
Todo el pesar que este recuerdo debió causar al artista, fue mitigado y casi
extinguido ante la desolación de la familia de José, en cuyas aras había hecho
el sacrificio.
—¡Ah! tengo que darte una cosa —dijo Luis, recordando y buscando en
los bolsillos de su paletó.
—¿Qué?
—¡Adivina!
—¡Imposible!
—¡Y es algo que debe interesarte, mira!... —agregó, enseñando a Jorge una
carta arrugada y manchada de sangre.
Jorge la tomó con cierta inquietud.
—¿Esta sangre?... —dijo.
575
Jorge, El Hijo del Pueblo
—¡Es tuya! Cuando te quitamos los vestidos para acostarte tuve el cuidado
de registrar tus bolsillos, no hallé sino un pañuelo, algunas piedras de chispa y
esta carta; como estaba cerrada y supuse que pudiera interesarte, la guardé.
—¡Es de mi padre! —dijo Jorge, reconociéndola y recordando. Rompió el
sobre, que tenía distinta letra y se puso a leer.
Desde que sus ojos recorrieron las primeras líneas, se puso aun más pálido de
lo que estaba.
¡Qué estilo tan nuevo, tan raro, tan inesperado! ¿Era aquella la carta de un
padre a su hijo?
La dirección era para él. Reconoció la firma, era la de su padre. Continuó
leyendo.
A medida que avanzaba, iba sufriendo una perturbación en la vista, las
líneas se le corrían, las letras se le mezclaban, sus manos adquirían una rigidez
tan grande, que apenas podían sostener el papel; por último, su cabeza cayó
sobre el respaldo de la silla y el pliego se escapó de entre sus dedos.
Luis se apresuró a sostenerlo; Rosa, asustada, principió a dar gritos, pi-
diendo agua a sus hijos.
—¿Qué es esto? —decía—. ¿También Jorge se morirá? ¡Misericordia,
Señor! —exclamó juntando las manos con expresión suplicante.
—¡No es nada —dijo Luis—, esto debe ser por debilidad! ¿No hay aguar-
diente?
—¡Que vayan a comprar de la tienda! —dijo Rosa.
Consuelo, que tenía el vuelto del pan, salió corriendo y no tardó un minuto en
volver con una botella de aquel licor.
Rosa empapó un pañuelo y Luis lo hizo aspirar a su amigo, que no tardó en
abrir los ojos.
Al ver la carta en el suelo, soltó una carcajada convulsiva. Todos se mi-
raron con terror.
Tres mujeres enlutadas aparecieron en este momento en la puerta.
—Entre Ud., señorita —dijo Jacinta que era una de ellas. Isabel se pre-
cipitó dentro.
Había oído la carcajada y reconocido la voz de su hermano.
—¡Jorge, hermano mío! —exclamó, corriendo hacia él—. ¿Qué es esto?
Jorge seguía riendo nerviosamente.
—Creo que ha perdido la cabeza —dijo Rosa llorando.
—Esa carta —agregó Luis, señalándola.
Cecilia se apresuró a recogerla y entregarla a Isabel.
Esta vio la firma y todo lo comprendió.
—¡Señorita! ¡soy el ser más feliz de la tierra! —dijo Jorge, poniéndose
de pie.
576
tercera Parte / 30 capítulos
577
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 22
Tormenta en el alma
L
as horas habían transcurrido inalterables y eran las cinco de la
tarde, cuando Isabel y Cecilia se despidieron, para volver a casa del
doctor Peña.
Jacinta y Rosa se opusieron a que Jorge regresara al convento, tan entrada ya
la tarde y siendo el rigor del invierno.
Jorge tampoco puso empeño en regresar.
Necesitaba estar solo; dentro de su pecho se agitaba la más deshecha
tormenta.
En media hora, Jacinta sacudió su antiguo estudio y le preparó, en él, una
regular cama; no se olvidó de poner un candelero con vela, una jarra con agua y
una botella de aguardiente de cabeza, por si le acometiese otro vértigo a su
sobrino. Después, fue a preparar la comida, pues, con lo que dio Jorge, había
comprado carne y algunas otras cosas.
Este penetró en su cuarto, sombrío como nunca.
Cuando se vio solo consigo mismo; solo, en frente de sus pensamientos,
sonrió con extraña expresión.
Tomó asiento junto a la mesa y su mirada que no se detuvo en ninguno de los
objetos que le rodeaban, pareció fijarse en el abismo de su alma.
Allí reinaban las más densas tinieblas... si algún fulgor las rasgaba, eran
relámpagos de odio y venganza.
¡Nacer en el misterio, criarse en la miseria, crecer en la humillación, ser
constantemente pisoteado por esa porción de la humanidad que, a sí misma,
578
tercera Parte / 30 capítulos
579
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 23
Al borde del abismo
L
as tinieblas se habían extendido por el pequeño cuarto.
Jacinta, con la luz en una mano y una taza de caldo en la otra, entró a
rogar a su sobrino que tomase alimento; este fingió acceder y, apenas
la pobre mujer hubo salido, Jorge, arrojó el caldo por la ventana.
Poco después, Jacinta se llevaba la taza vacía, sin sospechar la verdad;
entornó la puerta y el joven volvió a quedarse solo.
Indudablemente, Jorge, tan delicado, tan dulce, iba transformándose en
un hombre brusco, salvaje, tal vez en fiera.
¿Qué haría ahora?
¿Matarse?
¡No! ¡Cobardía vil, propensión de las almas pequeñas!... ¡Matarse! ¡Vul-
gar recurso de ingleses con spleen28 y de novelistas que no aciertan con un
desenlace!...
Jorge sonrió con desprecio ante esta idea.
—¡Vivir —se dijo—, desafiar frente a frente al infortunio, fascinar a
esa sociedad miserable, pisotearla, en seguida escupirle a la cara!...Soy rico
—repetía sordamente, a través de sus apretados dientes—. ¡Soy rico, esto
me basta!...
Luego, en su imaginación, extendía los variados cuadros de su venganza.
¡La sociedad había sido la maquinaria, entre cuyas complicadas ruedas
había sido triturada su alma!
¡Era preciso hacerle todo el mal posible, volverle dolor por dolor, sarcasmo
por sarcasmo, desprecio por desprecio, odio por odio!...
¡Agitar las masas populares, lanzarlas sobre sus detractores, como arrojan los
vientos las olas embravecidas sobre los frágiles, aunque elegantes puertos, es lo
más fácil, lo más sencillo!...
¡No se necesita más que pronunciar una palabra!; apenas se escuche y se
comprenda, ese pueblo humillado, sencillo, inocente e inofensivo, que hoy
se consuela de sus desgracias llorando sobre sus muertos, esos hijos sin padre,
esas desoladas viudas, esos padres sin hijos, se levantarán como un torbellino
de lava, preguntando: ¿por qué han quedado sin vida los pedazos de su cora-
zón?, ¿por qué tienen hambre?, ¿por qué las lágrimas son su patrimonio?, ¿para
quién es el fruto de sus sacrificios?, ¿por qué se ha abusado tanto tiempo de su
candor, haciendo de sus cadáveres, escalas para ponerse encima?...
28 Spleen, vocablo de origen inglés, que significa hastío, tedio vital, y que el poeta
Baudelaire puso
de moda en su tiempo.
580
tercera Parte / 30 capítulos
581
Jorge, El Hijo del Pueblo
donde ya no se bebe; pero donde se sufren todas las consecuencias de una vida
pasada en la beodez!... Y en medio de las alucinaciones del licor y en la
repugnante cama del hospital, ¿seré feliz?...
Jorge sintió que su corazón se estremecía y, antes de arrepentirse, destapó
con violencia la botella y, cerrando los ojos, la llevó a sus labios.
Pero en este momento, saltando por la ventana, un hombre cayó dentro
del cuarto, casi a sus pies, diciendo con voz aterrada:
—¡Favorézcanme, por Dios!
Jorge apartó la botella.
El hombre que tenía delante era Alfredo Iriarte.
Capítulo 24
La traslación
A
ntes de continuar, preciso nos es retroceder.
Enrique y sus aliados eran infatigables en activar el juicio de Iriarte.
El sumario arrojaba densas sombras sobre este; los ladrones, sus
cómplices, viéndose perdidos por su causa, se propusieron arruinarlo, a fin de
que su pena fuese superior a la que, irremisiblemente, debían sufrir ellos; sus
declaraciones fueron, pues, abrumadoras.
Confesaron su complicidad en la trama urdida para perder al doctor Vélez y a
la familia Latorre, sin callar el nombre de Pedro Ruedas, ordenanza de Iriarte,
cómplice y agente de sus tramas.
Como a costa de sacrificios e innumerables privaciones, Enrique prodigaba el
dinero, no tardó en reducirse a prisión a Pedro que, disfrazado de arriero, fue
encontrado en el tambo de La Joya y reconocido por algunas prendas de Iriarte
que, imprudentemente, sacó a relucir.
Al principio el antiguo ordenanza negó, torpemente, el conocer a Iriarte;
después confesó haber estado a su servicio; en seguida juró haber sido, sin
saberlo, instrumento de lo que él creía simples pasatiempos y, al fin, desen-
volvió, poco a poco, la farsa realizada en el matrimonio de Elena.
Luciano pasó del cuartel, donde se hallaba detenido como preso político, a
la cárcel pública, como criminal.
La desesperación del joven no tuvo medida: tenía una familia modelo so-
bre la que iba a echar un borrón; estaba ante el tribunal de una sociedad que lo
había visto crecer y lo había estimado, no obstante sus ligerezas de joven,
cuando ignoraba que fuese un criminal.
582
tercera Parte / 30 capítulos
583
Jorge, El Hijo del Pueblo
584
tercera Parte / 30 capítulos
585
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 25
¡Victoria!
I
riarte estaba tan aturdido, que no sabía quién era la persona a
quien pedía amparo, aunque la estaba mirando.
Jorge, con la botella en la mano, se había quedado inmóvil, al reconocer
al más odiado de sus enemigos.
—¡Sálveme Ud! —continuó este, juntando las manos—. ¡He fugado de
la prisión y los soldados me persiguen!, ¡ocúlteme Ud., por lo que más ame
en la tierra!
Jorge soltó una horrible carcajada.
A su siniestro ruido, Iriarte reconoció a su víctima y, lleno de espanto,
retrocedió hasta dar con la espalda contra la misma ventana por donde había
entrado.
¿Era Jorge de Latorre o su sombra que se alzaba de la tumba?...
Huir, era caer en poder de Enrique y de la justicia; quedarse, era permanecer
frente a la venganza, en forma de hombre o de espectro.
586
tercera Parte / 30 capítulos
587
Jorge, El Hijo del Pueblo
588
tercera Parte / 30 capítulos
589
Jorge, El Hijo del Pueblo
590
tercera Parte / 30 capítulos
591
Jorge, El Hijo del Pueblo
592
tercera Parte / 30 capítulos
593
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 26
El único bálsamo
P
—¡No hay un instante que perder, es preciso ocultar a Iriarte! —¡Aquí!
—dijo Jorge, alzando la cortina de olán que cubría una alacena, con-
vertida en ropero.
Iriarte, pálido, conmovido hasta el extremo, titubeó un momento; pero,
impelido por el franciscano, entró al fin y Jorge bajó la cortina.
Ya era tiempo.
Un estrépito horroroso llegó a sus oídos. Ladridos de perros, llantos de
niños, voces de mujeres y hombres, carreras, gritos, ruido de armas, todo a la
vez, invadía la casa y, antes de un segundo, se abrió con violencia la puerta,
penetrando un joven y varios soldados que, al ver al religioso, se detuvieron
respetuosamente.
—¿Qué es esto? —dijo el sacerdote.
—¡Enrique! —murmuró Jorge con emoción indescriptible, pero sin mo-
verse del mismo sitio.
594
tercera Parte / 30 capítulos
595
Jorge, El Hijo del Pueblo
cuartel!
—Pero señor, ¿qué culpa tenemos? —dijo Rosa, llorando.
—¡Ampáranos, Señora mía del Rosario! —dijo Jacinta, rezando en voz
baja.
No tardó en llenarse el cuarto de Jorge.
Como allí había un sacerdote, Rosa, Jacinta y los chicos, corrieron a re-
fugiarse a su lado.
El oficial y los demás soldados entraron también.
Furioso estaba el oficial; aquella burla no era para su carácter, tanto más que el
subprefecto había puesto a sus órdenes tanta gente para buscar al reo.
Enrique, ciego de cólera, apenas prestaba atención a las amonestaciones de
fray Antonio, que pretendía apaciguarlo.
—¡A registrar este cuarto! —dijo el oficial. El
religioso y Jacinta temblaron.
—¡Un momento! —dijo Jorge, dirigiéndose al oficial, mientras fray Antonio
trataba de contener a los soldados—. Si la justicia está interesada en perseguir
a Iriarte, ¡cuánto mayor interés no tendré yo, siendo una de sus víctimas!
—¡Es cierto! —dijo Enrique.
—¡Sí; porque ha hecho la desgracia de todos los seres que he amado!
—¡Todo eso no es motivo para que yo deje de registrar esta habitación!
¡Solo probando Ud. que siempre ha sido castillista, respetaré su cuarto; porque
Iriarte ha sido de Vivanco y entre ustedes la política se sobrepone a todo!
—Pues si tal es su opinión, va Ud. a quedar convencido de que no sería
yo quien me interesase por Iriarte. Es cierto que él y yo servimos la misma
causa; pero en la noche del 6, Iriarte se pasó a Castilla, entró a la vanguardia
de los vencedores y tomó la trinchera que yo defendía, donde fui tan grave-
mente herido, que este santo religioso que Ud. ve, me recogió de entre los
cadáveres.
—¡Aquí está la herida aún no cicatrizada, aquí el respetable testigo! ¿Puede
ninguno de ustedes creer que yo me interese por ese sujeto?
—¡Estoy convencido! —dijo el oficial—, pero la cólera del señor subpre-
fecto, excitada con la fuga de Iriarte, solo podrá calmarse llevándole preso a un
vivanquista tan decidido como Ud. ¡Vaya el uno por el otro, de lo contrario me
expongo a un arresto, cuando menos!
—¡No, por Dios! —clamaron llorando las mujeres.
—¡Eso no! —repitieron Enrique y el religioso, poniéndose por delante,
como para proteger a Jorge.
—¡Prendedle! —gritó el oficial con voz estentórea.
—¡No hay necesidad! —dijo Jorge, cogiendo su sombrero, con admirable
sangre fría—. ¡Voy con Ud. señor oficial!
596
tercera Parte / 30 capítulos
597
Jorge, El Hijo del Pueblo
598
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 27
A cada cual su merecido
E
l horizonte político se despeja.
Arequipa, suprimida como departamento y reducida a provincia era
un absurdo que no podía subsistir.
Si la hija del Misti no se hubiera hallado sentada al borde de la tumba de sus
hijos, semejante decreto la habría hecho sonreír.
La república entera debió haber visto con desagrado esa medida.
Las crónicas no lo dicen, eso no es extraño; porque cuando triunfa el
despotismo el que no aplaude calla.
A mediados de mayo, los arequipeños leían con avidez el boletín oficial,
donde se registraba lo que sigue:
El Consejo de Ministros, encargado de la Presidencia de la República,
consi-
derando:
Que el Libertador Presidente Provisorio y General en Jefe del Ejército,
con la abnegación y magnanimidad que le caracterizan, ha declarado que
no hay emba-
razo, por su parte, para que queden sin efecto los decretos que expidió el 12
y 14 de Marzo último, sobre nueva organización del Departamento de
Arequipa, hasta que resuelva lo conveniente la próxima Legislatura.
Decreta:
Art. 1º- Se restablece el departamento de Arequipa al estado y
demarcación que tenía antes de haber expedido los citados decretos.
Art. 2°- Se restablece, igualmente, en la ciudad de Arequipa, capital de
dicho
departamento, su Prefectura, Corte Superior y Tesorería, volviendo esta
última del
puerto de Islay.
Art. 3°- Reasumirán el ejercicio de sus respectivas funciones los
Vocales de la Corte Superior, Jueces y empleados civiles y de Hacienda,
que se hallen expeditos.
Art. 4°- Los distritos de Tambo y Quilca, continuarán agregados al
puerto de Islay, quedando sujeta esta medida a la aprobación del Congreso.
599
Jorge, El Hijo del Pueblo
600
tercera Parte / 30 capítulos
601
Jorge, El Hijo del Pueblo
602
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 28
La esposa sagrada
E
ra una tarde de diciembre, perfumada con el ambiente prima-
veral de las flores, abiertas en la aurora de ese día.
Mil fugitivos rayos de oro, doraban las blancas cúpulas de los templos
y reverberaban en las cruces y flechas de hierro de sus torres.
Las campanas del monasterio de Santa Catalina, echadas a vuelo repicaban
alegremente.
Las grandes puertas de su templo, estaban abiertas de par en par, dando
paso a las oleadas de gente, de toda edad, condición y sexo, que se arremoli-
naba en torno de la reja del coro o buscaba cómodo puesto sobre las gradas del
presbiterio o encima de los escaños.
Inmensos azafates de mixtura, formada por pétalos de rosa, jazmines,
pensamientos, narcisos, claveles, aromas, etc., preciosamente matizados y
artísticamente dispuestos, cruzaban en todas direcciones.
603
Jorge, El Hijo del Pueblo
604
Jorge, El Hijo del Pueblo
606
tercera Parte / 30 capítulos
Capítulo 29
Terminan los disgustos de doña Enriqueta
L
legó la vez en que el doctor Peña cumpliese a Mercedes, su pro-
mesa de llevarla a Lima.
Pacificada la República y disponiendo de algunos pesos libres, el doctor
proyectó un paseo a la capital, con toda su familia, pero antes, quiso dejar
arreglados todos sus asuntos.
Íntegro y justo, se apresuró a poner en manos de los herederos de don
Guillermo de Latorre, lo que les pertenecía.
Doña Enriqueta promovió pleito para probar que Jorge no tenía derecho
alguno y, aunque hubo abogado que se prestó a defender su causa, bien pronto
se convenció la señora de que solo conseguiría hacer más público su parentesco
con un cholo y cortó el juicio, resignándose a que este se lo agarrase todo.
Jorge recibió, con las formalidades de ley, lo que le pertenecía; pero se
guardó bien de tocar un real.
Abrió la carpintería de José y, así, delicado y endeble como era, empuñó la
sierra y se puso a trabajar con ardor.
Isabel, al renunciar al mundo, le cedió toda su fortuna, exceptuando un
regular legado para Cecilia.
Jorge la recibió sin oponer resistencia, como se recibe un depósito.
La pronta profesión de Isabel, conseguida por grandes empeños, puso en
ello a sus disposiciones.
Jorge recogió también la cadena de su padre y todos los documentos tantos
años guardados por José.
Todo esto mataba de cólera a doña Enriqueta, que ni al monjío de su
sobrina quiso asistir.
Al siguiente día de la profesión de Isabel, la señora se hallaba en su sala de
recibo, rodeada de varias amigas que le formaban círculo, por la sencilla razón
de que era rica, de edad y sin herederos forzosos, cuando tocaron la puerta.
Una criada salió a abrir y por poco no se desmaya doña Enriqueta, al ver
entrar a Jorge.
Este llevaba un gran rollo de papeles en la mano.
Saludó con cortesía, pero sin afectación y, adelantándose hacia la mesa del
centro, dijo, poniendo los papeles encima:
—Aquí tiene Ud. señora, todos los títulos, documentos y disposiciones
testamentarias, incluso esta cadena, que prueban mis legítimos derechos al
apellido de Ud. y a la fortuna íntegra de mi padre y de mi hermana. Puede
Ud. quemarlos o hacer de ellos lo que guste. No necesito ese apellido cuya
607
Jorge, El Hijo del Pueblo
Capítulo 30
La despedida
J
orge, al salir de casa de doña Enriqueta, se dirigió a la de Luis.
—Hombre, ¡qué milagro es este! —dijo el joven, saliendo a recibirle, con
los brazos abiertos.
—¡De estos hago con frecuencia!
—¡Hace más de quince días que no vienes!
—¡Estoy tan ocupado!...
—¡Como te ha dado la idea de trabajar día y noche siendo rico!...
—¿Rico? ¡Soy más pobre que tú!
—¡No faltaba otra cosa!
—¿No me crees?
Luis soltó una risa
—¡Tan cierto! —continuó Jorge, jovialmente— ¡que vengo a pedirte
prestado!
—¡No me admira! hasta Goyeneche se presta a veces; porque eso sucede
608
tercera Parte / 30 capítulos
Dos días más tarde la familia del doctor Peña debía partir para Lima.
Enrique, pagadas sus deudas y llevando muerta su esperanza, debía tomar el
mismo vapor.
La víspera fue a despedirse de Jorge, para siempre.
La entrevista fue larga, íntima, tierna y afectuosa.
Reminiscencias de la niñez, gratos recuerdos de la adolescencia, bellos
ensueños de la juventud, disipados como las róseas nubes de la aurora, tal fue
el tema de la conversación, interrumpida unas veces por sonrisas, otras por
furtivas y mal disimuladas lágrimas.
609
Jorge, El Hijo del Pueblo
Por espacio de dos horas, aquellos dos corazones fueron tan amigos, tan
hermanos, como antes de haberse separado.
Por última vez, Jorge estuvo en su centro; expansivo, dulce, poeta, como
nunca.
Bien se notaba en su expresión al artista; bien se adivinaba al genio, irra-
diando, como una aureola, en torno de su frente; pero, el eximio pintor de La
Playa y de Elena, por la postrera vez, se manifestaba cual era, trasmitiendo sus
ideas y emociones, a un corazón capaz de comprenderle.
En adelante apagará la divina irradiación de su mirada, apartará la sublime
expresión ideal de sus labios y la esencia de su genio permanecerá oculta en lo
más recóndito de su alma, bajo vulgares apariencias, como la ardiente y
luminosa lava duerme bajo capas de yerta ceniza volcánica.
Esta no es la Patria del artista. ¡Dios lo envía a la tierra, como un ángel
coronado de espinas, destinado a hacer brotar flores purísimas con el riego de
sus lágrimas!...
¡Feliz el día en que, terminada su misión, abre sus alas y vuela al cielo!
A la siguiente mañana, salió una larga cabalgata de casa del doctor Peña, con la
dirección al Puente.
El doctor, doña Luisa, Hortensia y Mercedes, alegres, como las aves al
amanecer; Enrique Velarde, triste y silencioso.
Sentado, en uno de los bancos de piedra del puente, aguardaba Jorge.
La comitiva pasó sin apercibirse de su presencia; cuando se aproximó
Enrique, que venía detrás, Jorge se levantó, aquel se detuvo.
La mañana estaba fría, los verdes campos escarchados, purísimo el cielo,
hermoso el sol naciente.
Por doquiera poesía y belleza.
Enrique tendió la mano de Jorge, que la oprimió con fuerza largo rato. Ni
una palabra pronunciaron.
Al fin, Enrique puso espuelas a su caballo y partió velozmente.
Jorge aún permaneció de pie sobre el puente, fijos sus ojos en la nubecilla de
polvo, que no tardó en perderse a lo largo del camino.
610
tercera Parte / 30 capítulos
Epílogo
C
atorce años han transcurrido desde la escena última, con que pu-
simos fin a nuestra novela.
Muchos acontecimientos han tenido lugar en este interregno.
Arequipa, la heroica, la fuerte, ha caído desplomada a impulsos de una
violenta oscilación de la tierra 30 y, de nuevo, se ha alzado más joven, más
bella, más encantadora.
Es un 1° de noviembre, un día de Todos Santos.
Los piadosos habitantes de Arequipa, llenan los templos orando por los
difuntos.
Los hijos del pueblo visitan la Apacheta en este día, no para profanar la
morada de los muertos, con un paseo profano ni con supersticiosas prácticas:
sino para elevar preces por el descanso eterno de sus amados deudos.
Los sacerdotes, instalados allí desde temprano, se ven asediados por mul-
titud de gente, que los hace rezar responsos por esta o aquella alma.
Un murmullo de oración, un movimiento religioso, es lo que se observa en
torno a las tumbas.
En la tarde que nos ocupa, no faltaron algunos entierros, especialmente de
cruz baja.
Hacia las cuatro, se vio venir un grupo pequeño, formado por hombres y
mujeres del pueblo.
Los hombres conducían una caja mortuoria, según la forma de aquel tiempo
forrado en holandilla negra.
Las mujeres parecían conmoverse, a medida que se aproximaba al panteón.
Entraron, al fin, y el Cura de la Apacheta, revestido con las insignias de su
sagrado ministerio, recibió el cadáver con el rito y preces prescritas por la
Iglesia, procediendo inmediatamente a un entierro de cruz baja, en el campo
santo, es decir, en el suelo, en el lugar señalado a la gente pobre, donde estaba
abierto el foso destinado al cadáver que nos ocupa.
Un caballero de edad, envuelto en su ancha capa, se hallaba ante un nicho,
contemplando una hermosísima lápida de mármol blanco, con un ángel, en
relieve, saliendo de una tumba y volando hacia el firmamento. La lápida tenía
esta inscripción: Elena Velarde, voló al cielo a los 22 años de edad. Rogad por
ella. Más adelante, había una corona blanca, con una tarjeta en la que se leía:
Enrique, a su adorada hermana. En seguida, estaba la reja con candado.
Al sentir el tropel, volvió el caballero la cabeza y, fijándose en el grupo con
30 Terremoto ocurrido el 13 de agosto de 1868.
611
Jorge, El Hijo del Pueblo
612
tercera Parte / 30 capítulos
lo demás. Por último, los jueces sentenciaron en contra y, ahí tienen ustedes,
la dejaron paradita, en medio de la calle y todavía debiendo!
—¡También dijo doña Andrea —agregó Cecilia— que la pobre señora se vio
en la necesidad de pedir limosna de puerta en puerta, que ella la había visto con
sus ojos!... ¡Jesús me valga! Como nosotros hemos estado en Puno, nada hemos
sabido. ¡Cuando iba a permitir yo que la señora pidiese limosna!
—¡Cuando le pasó el acceso de ahogo —continuó Jacinta— nos acercamos y la
abrazamos llorando. Ella nos pidió perdón por las ofensas que nos había hecho.
Dijo que mi pobre Jorge, hacía mucho tiempo que la había perdonado, sin
merecerlo. Nosotros, derramamos muchas lágrimas y quisimos llevarla a
nuestra casa; pero el señor Capellán, el médico y la Superiora, nos hicieron
desistir, advirtiéndonos que podíamos ser causa de que se muriese en la calle!
¡Así fue que la dejamos y en la tarde se murió!
—Luis —dijo Cecilia— pidió que su cadáver no fuese llevado en la carroza,
junto con los demás muertos, le compramos la mortaja y ceras para que se
velase y, después, la hemos traído en hombros de los hijos de Rosa.
—¡La justicia de Dios! —dijo el doctor Peña, fuertemente impresionado.
Un sacerdote, encorvado bajo el peso de los años, se aproximó, apoyado en
su bastón.
Al verlo todos lo saludaron con particular cariño y el doctor Peña le echó
los brazos.
—¿Ud. por acá, doctor? —dijo el religioso.
—¡Si señor, hace pocos días que he llegado de Lima!
—¡Parece que Ud. ha abandonado definitivamente su ciudad natal!
—Las circunstancias así lo exigen; mi familia se ha radicado en Lima y no es
posible volver.
Luis, Jacinta y Cecilia se apartaron, continuando su peregrinación por
entre las tumbas. ¡Tenían tantos a quiénes visitar!...
—¿Y Enrique? —preguntó el religioso.
—¡Supongo que le habría participado su enlace con mi hija Hortensia!
—¡Sí, hace más de dos años!
—¡Justamente, hoy tiene un magnífico empleo y creo no equivocarme, al
asegurar que es tan feliz, como mi hija!
—¡Ud. regresará pronto!
—¡Dentro de un mes, cuando más tarde; sólo espero realizar lo poco que
aquí tenemos!
El sacerdote y el doctor Peña guardaron silencio y se pusieron a caminar por
aquel campo de sepulturas.
De pronto, se detuvieron ante una tumba que se alzaba del suelo, al pie de
un frondoso sauce llorón, que sobre ella inclinaba sus inmensas ramas.
613
Jorge, El Hijo del Pueblo
614
tercera Parte / 30 capítulos
FIN
615
ANEXO
Carta escrita por María Nieves a su padre que residía en el Cuzco, sobre los
funerales de Grau en Arequipa. Su padre la reprodujo el 20 de octubre de 1879
en una publicación de hojas sueltas bajo el título:
Querido papá.
Hemos pasado tres amargos días. La Autoridad Eclesiástica pasó una nota a
la Prefectura, participándole su determinación de hacer los funerales de Grau
y a todos sus compañeros, en la Catedral, y en todas las demás iglesias, y
pidiéndole que señalase el día en que tendrían lugar en la Catedral. El Pre-
fecto contestó dándole las gracias y señalando el día 18, e inmediatamente
decretó duelo público por tres días.
El duelo se ha llevado mucho más allá de lo que manda el decreto. Tres
días de luto rigurosísimo, y de dolor profundo. El aspecto de Arequipa, ha
sido indefinible, inexplicable; sólo viéndolo puede tenerse idea de lo que ha
sido. Durante los tres días, han permanecido izadas a media asta y con grandes
crespones negros todas las banderas, sin que haya quedado una sola casa, por
miserable que haya sido, que no haya ostentado su pabellón enlutado. Todas
las casas han estado cerradas, todo el comercio cerrado también, y cubiertas
sus puertas con grandes cortinajes negros, que caían hasta el suelo. En las
puertas de algunas tiendas, estaba el retrato del mártir Grau, en medio de las
banderas peruana y boliviana. La puerta del correo que tenía igual adorno.
Todos los empleados públicos, vestían de luto. Todos los hombres llevaban
velo en el sombrero. Todas las señoritas que salían a la calle, que eran muy
pocas, vestían de riguroso luto. Todas las campanas estaban mudas, y sólo
se dejaban oír para tocar dobles generales que nos despedazaban el corazón.
Todos los ojos llenos de lágrimas y todos los corazones rebosando en amargura.
Tal es la muy pálida pintura de Arequipa en estos tres días.
Los funerales no trataré de describir, porque toda pluma es impotente para
hacerlo. Nunca se han visto en ésta funerales como los de Grau. Ya sabes que
en materia de funeral, pocas ciudades rivalizan con Arequipa, y que los hemos
tenido de grandes personajes, como del gran Pío IX, de Pardo, de Thiers, y
últimamente del señor Chávez, Obispo de Puno. Pues bien, todos ellos reunidos
[617]
Jorge, El Hijo del Pueblo
han sido nada, en comparación de los de Grau. Eran las once de la mañana.
Toda la Catedral se hallaba enlutada. Grandes cortinajes negros salpicados
de lágrimas de plata, y los altares estaban cubiertos con velos negros. El altar
mayor estaba también cubierto con un velo negro. En medio del presbiterio,
se levantaba un mausoleo imitación mármol. Sobre este descansaba una urna
de cristal de dos metros de alto en forma de prisma, dentro de la cual estaba
la bandera del 2 de Mayo plegada y recogida hacia arriba. Sobre la urna, una
hermosísima corona de rosas blancas con hojas de oro, colocada del mismo
modo que la corona de laurel, que tiene el escudo peruano. A los lados de
la urna, las banderas americanas, que también estaban colocadas como las
banderas de las armas del Perú. En fin, todo el conjunto era un escudo. Del
techo de la iglesia, pendía un dosel de terciopelo punzó, del cual salían cuatro
pabellones del color de nuestra bandera, y los cuales estaban agarrados en los
cuatro ángulos del presbiterio. Al pie de la urna, estaba el retrato de Grau, al
óleo, en su porte natural, y tan bien hecho, que parecía vivo. Al pie de este,
el retrato del “Huáscar”, y a la derecha de este, un ancla, y a la izquierda dos
cañones. Más abajo un vestido de contralmirante, compuesto de una casa-
ca, un sombrero de ala, una espada y otras cosas más que no me acuerdo, y
colocada encima una guirnalda de laurel. Tendida sobre el mausoleo, y un
poco ondeada, se veía una cinta con letras negras que decía: “A los héroes
del Huáscar, la colonia española”.
En el frontis del mausoleo se veía pintados, al centro el escudo del Perú, a
la derecha de éste el combate de Iquique, cuando Grau salvó a los náufragos
de la “Esmeralda”, a su pie esta inscripción: “Iquique, 29 de Mayo de 1,879”;
a la izquierda, el combate del “Huáscar” con toda la escuadra chilena, cuando
Grau murió, a su pie esta inscripción: “Mejillones, 8 de Octubre de 1,879”.
En los cuatro ángulos del mausoleo y de distancia en distancia, en todo el
presbiterio, había aparatos formados por los rifles cruzados en su parte superior,
y pendientes de ellos los clarines enlutados; en el suelo los tambores cubiertos
con crespones negros. Los flameros acá y allá, derramados por todas partes;
iluminaban, con luz fatídica, aquel grandioso aparato. En la primera columna
del templo, a la derecha, en medio de coronas de ciprés, estaba el escudo
del Perú, a su frente de igual modo, el de Bolivia. En la segunda, un cuadro
representando la alianza peruboliviana, a su frente el púlpito enlutado y en el
cual estaban dos banderas peruanas cruzadas y a media asta. En la tercera el
escudo de la República Argentina, y a su frente el retrato de San Martín. En
la cuarta, el retrato de Prado y a su frente el de Pardo. Las demás columnas
no vi qué tenían. En cada lado de la iglesia, desde el pie del presbiterio, hacia
las gradas del coro de los canónigos, había tres filas de asientos, y estaban tan
llenos, que cuando entró la colonia alemana no tuvo en donde sentarse, y tuvo
618
Anexo
que estar parada, hasta que fue a hacer la guardia del catafalco. La comunidad
de Santo Domingo, tuvo que entrarse al coro, porque no tenía en que sentarse,
y la colonia italiana, parte se sentó en las gradas del coro, y parte quedó pa-
rada, porque las gradas también no podían contener más gente. El centro de
la iglesia estaba cubierto por una masa compacta de señoras (si se permite la
frase), vestidas de riguroso luto. Desde su presbiterio hasta el coro, no había
donde poner un alfiler. Así es, que cuando entró el Prefecto, le costó un tra-
bajo inmenso atravesar de una nave a otra, para tomar su asiento. El número
y nombre de las corporaciones que en sus respectivos trajes concurrieron, no
te las diré, porque sería no acabar, baste decirte que todos llevaban el sello del
dolor más amargo en sus semblantes, y el luto más riguroso en sus vestidos.
Soldados de Guardia Nacional, llevaban bandas de tul negro, que velaban su
camisa, los jefes de la colonia italiana, sobre su banda azul, llevaban otra de
tul en el brazo. El Prefecto, vestido de gran parada, con todas esas insignias
militares. Por fin, principió la función. La música sagrada resonó imponente y
grandiosa bajo las augustas bóvedas del templo, y más de una lágrima silenciosa
corrió por las mejillas de los que asistíamos a los funerales de los mártires de
la Patria. Luego me acordé que en el Cuzco, todavía no sospechaban nuestra
desgracia, todavía se hacían ilusiones, confiando, en nuestro “Huáscar” y en
el inmortal Grau, y estaban muy lejos de saber que ya nosotros asistíamos a
sus funerales. No sé yo misma que me parecía asistir a los funerales de Grau,
cuando me preparaba para recibirlo con guirnaldas de laurel.
La misa la dijo el Deán. Entre todas las colonias se relevaban para hacer la
guardia al catafalco. Los Guardias Nacionales (peruanos), número 2, uniforma-
dos, con los quepíes forrados en señal de luto, y con las armas enlutadas hacia
abajo, hacían la guardia colocados a ambos lados del catafalco. Delante de
ellos, formados del mismo modo, hacían la guardia los miembros de diferentes
colonias, las cuales se iban relevando. Por último, delante de las colonias hacían
la guardia los del clero, vestidos de negro, de pie, con los brazos cruzados y
con bonetes, hacían un efecto incomparable. En efecto, todo era allí sorpren-
dente, magnífico. Para que se mezclen y confundan alrededor de la tumba
de un hombre, los sacerdotes y los soldados, los nacionales y los extranjeros,
la cruz y los trofeos militares, los laureles y los flameros, es necesario que ese
hombre sea un santo, un héroe y un mártir, y todo eso es Grau.
Era necesario ser de piedra, para no conmoverse en presencia de
todo aquello. Todos pues estábamos profundamente conmovidos, y por eso,
a pesar de la inmensa concurrencia había un silencio sepulcral. Se habían
colocado guardias en las puertas, para que no entrasen los muchachos, ni los
que no vestían de negro, así es que reinaba el silencio de los sepulcros, el cual
619
Jorge, El Hijo del Pueblo
sólo era interrumpido por las sublimes armonías de la música fúnebre. Pero
el momento verdaderamente supremo, fue el instante en que alzó la forma
sagrada. Todo Arequipa allí representada, en todas sus clases, edades y con-
diciones, estaba de rodillas, vestida de negro con la cabeza inclinada sobre el
pecho, y vertiendo de sus ojos un raudal de lágrimas. Los hombres hallaron la
oportunidad de dar libre curso a sus lágrimas, que con tanto esfuerzo habían
tratado de contener. La orquesta tocaba una marcha fúnebre tristísima. Las
campanas doblaban y sólo la forma sagrada, se elevaba entre las estremecidas
manos del sacerdote.
¡Momento supremo! ¡Momento sublime! Estoy casi segura que este instante
va a valernos una victoria.
Terminada la misa, salió el señor Bedoya a pronunciar la oración fúnebre.
Hizo su aparición, pálido como la muerte, vestido de negro, con cauda negra
como el día de Viernes Santo, y bonete, subió con inciertos pasos, las enlutadas
gradas del púlpito, y apareció entre los negros crespones, como un fantasma,
como una sombra del otro mundo, como el ángel del dolor. Entre tanto, en
el catafalco había sucedido una transformación. La urna que contenía la
bandera del 2 de Mayo, había desaparecido, y en su lugar se veía triunfante
el ángel de la resurrección. Ese hermoso ángel vestido de blanco, en el aire,
con la trompeta del juicio en la mano y en la actitud de tocarla, llevaba una
ancha y hermosa cinta peruana, enredada en su trompeta por un canto, y
graciosamente ondeada. La cinta decía en grandes letras de oro: “La Patria,
de los héroes es la gloria”.
Te aseguro que en aquel instante pensé que había llegado aquel feliz día, y
que ya habíamos resucitado. En verdad, el ángel estaba hermosísimo, la
guirnalda de rosas blancas, vino a servirle de resplandor, y las banderas que la
sobresalían por los lados, lucían una vista hermosísima. La oración fúnebre fue
sencilla; pero elocuentísima y conmovedora. Siento no podértela repetir; pero
quizá “El Eco del Misti” la traiga mañana. Hizo toda la historia del “Huáscar”,
desde el principio de la guerra hasta hoy.
Desde las primeras palabras se conmovió fuertemente, pues al decir “¿Sa-
béis por qué cubre el luto todo corazón peruano?”, sintió una impresión que
le cortó la palabra, conmoviendo horriblemente al auditorio que de poco
necesitaba. Habló de Grau, de su valor, de su heroísmo, de su generosidad y
viva fe. Habló de su martirio, y de la última expedición del “Huáscar”. Llegó
al momento supremo del combate que iba a decidir de la suerte del monitor y
de su jefe. Pinta con viveza el combate de dos cañones contra doce. Compara
a Grau con el Macabeo, y en medio del mar de lágrimas que brotan de sus
620
Anexo
ojos, y de sus palabras entrecortadas dice: “Cayó una bomba en la torre del
Huáscar, revienta, vuela la torre y … murió Grau”. Fue lo terrible, ya nadie
pudo contenerse, y el inmenso auditorio rompió a llorar como un niño. El
silencio del templo fue turbado por mal comprimidos sollozos. El venerable
Deán sacó el pañuelo y lloró. Lo mismo hicieron los hombres y las mujeres,
los niños y los ancianos, los militares y los sacerdotes, los diplomáticos y las
colonias extranjeras, sobre todo la italiana que en aquel momento hacía la
guardia, y que hubo necesidad de relevarla. Pero basta decirte que los ingleses,
que muy serenos y tranquilos asistieron a todo, en aquel momento solemne
tuvieron que sacar el pañuelo y enjugar sus ojos humedecidos por el llanto.
El Prefecto en aquel momento fue un mártir, a su lado el Deán que lloraba y
al otro lado un militar que no se podía contener. Hacía esfuerzos supremos
para no llorar. Miraba a un lado y a otro para distraerse, y no sé como no le
dio alguna fatiga de tanta violencia que se hacía. Terminó la oración fúnebre,
pidiendo a Dios que en vista del sacrificio que se le acababa de ofrecer, librase
a los mártires del “Huáscar” de la pena temporal, y que desde aquel mismo
instante los llevase a la gloria. Al salir la concurrencia, encontró que en todas
las puertas habían mesas con palanganas de plata, una inscripción que decía:
“Aquí se recibe suscripciones para comprar un nuevo blindado”. Varios jóvenes
distinguidos custodiaban las palanganas. En el momento todos dieron lo que
tenían, los que no llevaban dinero, dieron sus joyas. Las señoritas se quitaron
sus anillos, sus prendedores, como ejemplo de patriotismo.
Pero faltaba una escena conmovedora. El Cabildo Eclesiástico y muchas
personas, acompañaron al Prefecto a la Prefectura. Al despedirse el Deán
intentó pronunciar un discurso pero el llanto se lo impidió. El Prefecto, que
tantos esfuerzos había hecho, no pudo pasar por esta nueva prueba, porque
se iba a ahogar, y antes de que su pecho estallase, se arrojó a los brazos del
Deán, derramando un torrente de lágrimas. ¡Escena superior a toda escena!
¡El sacerdote y el militar, el Prefecto y el Deán, el joven que recién principia, y
el anciano que va a terminar, unidos por el lazo del dolor, y por el santo amor
a la Patria, lloran abrazados, las desgracias del Perú, y la muerte del Santo, del
Héroe, del Mártir, Miguel Grau y sus heroicos compañeros. El Deán tampoco
pudo resistir más, y quedó desfallecido y medio desmayado.
Esta es la pálida descripción de lo que ha pasado. Todo lo que dice el “Eco
del Misti”, todo lo que digo yo, cuanto se escribe y se dice es pálido, frío, mal
hecho, en presencia de la realidad.
Nunca un duelo ha sido tan verdaderamente Nacional, como el presente.
Todos son de apariencia, este es del alma. Siento no poder referirte todas las
escenas, que presenciamos. Basta decirte que para distraer el pesar, ha habido
621
Jorge, El Hijo del Pueblo
622
ÍNDICE
PRESENTACIÓN ................................................................................... I
INTRODUCCIÓN
Arequipa ............................................................................................... 1
PRÓLOGO .............................................................................................. 5
1. Las bodas de un artesano .................................................................. 5
2. La bandera echeniquista .................................................................. 10
3. El 22 de abril de 1851...................................................................... 15
4. Los últimos momentos de don Raimundo ....................................... 18
[623]
Índice
624
Índice
625
Índice
626
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2010
en los talleres gráficos de
Arequipa - Perú.