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Martha Hildebrandt

El habla culta
El habla culta
© Martha Hildebrandt, 2012

Diseño de interior y de cubierta: Daniel Torres


Cuidado de edición: Paola Arana V.

© 2011, Editorial Planeta Perú S. A.


Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú.
www.editorialplaneta.com.pe

ISBN: 0000000000-0
Registro de Proyecto Editorial: 00000000000
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2012-0000

Primera edición (Perú): marzo 2012


Tiraje: 0.000 ejemplares
Impresión: Metrocolor S. A.
Impreso en Perú – Printed in Peru

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PRESENTACIÓN
DE LA TERCERA EDICIÓN

En este volumen se reúnen ciento cincuenta y un artícu-


los publicados en dos diarios limeños, entre 1996 y 1999,
bajo el epígrafe “Dice Martha Hildebrandt”. Del 27 de
noviembre de 1995 al 12 de noviembre de 1998, en la
página de opinión del diario oficial El Peruano. Del 12 de
febrero al 8 de octubre de 1999, en la página editorial del
diario El Sol.
Para esta edición, los textos de todos los artículos han
sido revisados, y puestos al día según la edición del año
2001 del Diccionario de la Real Academia Española. En al-
gunos casos, los textos mismos han sido actualizados; en
otros, se han añadido citas de obras publicadas después de
la aparición de la primera edición (año 2000). Unos pocos
artículos han sido considerablemente ampliados.
Los términos y giros estudiados pertenecen al nivel
del habla culta —o de lo que debiera serlo— en el español
actual de ambos continentes.
Un primer grupo incluye neologismos todavía no
aceptados por la Real Academia Española, y se extiende
hasta abarcar aquellos registrados solo en la edición de
2001 del Diccionario oficial. Incluye, asimismo, algunos tér-
minos a que se refieren las “Enmiendas y adiciones” —más
de seis mil— aprobadas por la Real Academia Española
entre 1992 y 1998, pero no registrados en la edición de
2001 del DRAE.

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Un segundo grupo comprende aquellas palabras y
expresiones que, por ser obviamente incorrectas, son in-
aceptables en el nivel del habla culta de América y España.
El tercer grupo abarca, por último, algunos términos
que, aunque no forman parte del español general, son de uso
defendible en el ámbito circunscrito al habla culta familiar
peruana, teniendo siempre en cuenta que la lengua general
encarna el principio irrenunciable de la unidad del idioma.

Español general y habla local


El español general —por antonomasia, la lengua general
en el mundo hispánico— es el denominador común de
todas las hablas locales de España y América. El español
general es una abstracción o una entelequia y, por lo
tanto, no se habla concretamente en ningún país, región
o ciudad: toda habla concreta, sea la de Madrid o la de
Lima, la de Segovia o la de Piura, es —por definición—
un habla local.
Siendo modelo y patrimonio de una gran comunidad
lingüística, el español general es garantía de comunicación
fluida entre más de quinientos millones de hablantes.

Habla culta y criterio de corrección


Casi todos los términos y locuciones aquí tratados son, de
un modo u otro, marginales desde el punto de vista del
español general. Pero todos están documentados en el ni-
vel del habla culta: es decir, en el lenguaje, oral o escrito,
de quienes han tenido acceso a la educación superior.
En el estudio del presente material se ha aplicado
un moderno criterio de corrección con tres instancias de
ámbito decreciente:
La primera instancia implica la comparación de
cada uso lingüístico peruano con aquellos, pertinentes,

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del español general o lengua general. El corpus o material
lingüístico —en su mayor parte léxico, aunque abarca al-
gunos temas de morfosintaxis— se estudia, por lo tanto,
con un criterio contrastivo o diferencial respecto del es-
pañol general.
La segunda instancia corresponde a la norma america-
na, es decir, a la norma lingüística de aplicación específica
para el español de América. En efecto, aunque la América
hispana acata las normas básicas del español general, no
renuncia a considerar como rasgos correctos del español
de América el seseo, el desuso del pronombre vosotros y la
conservación de la distinción entre lo y le. El seseo es la
pronunciación de la c y de la z como s: ningún hispanoa-
mericano tiene hoy que hacer el esfuerzo de pronunciar
la consonante interdental para ser tenido como persona
culta en la Península. El olvido del pronombre vosotros (y
de las correspondientes formas pronominales os y vuestro)
está igualmente reconocido como rasgo culto del español
de América. Y el loísmo —es decir, la conservación de la
distinción entre lo y le como formas pronominales de acu-
sativo y de dativo de la tercera persona masculina singular,
respectivamente— es otro rasgo distintivo del habla culta
americana (y también lo etimológico, lo tradicional, lo co-
rrecto y lo académico).
La tercera instancia es la de la norma nacional, que en
la América hispana generalmente coincide con el habla cul-
ta de la capital de cada país. Son motivos históricos, políti-
cos o sociales, antes que lingüísticos, los que casi siempre
respaldan esa preeminencia. En el caso del Perú, la norma
lingüística nacional coincide con la del habla culta limeña,
sin que ello implique una superioridad intrínseca del habla
de Lima sobre la de cualquier otra ciudad o región del Perú.
Volviendo a la primera instancia del criterio de co-
rrección aquí aplicado, debe dejarse en claro que español

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general no es sinónimo de español peninsular. En efecto, en
el habla de Madrid o de cualquier otro lugar de España se
constatan, a cada paso, usos lingüísticos coincidentes con
los que aquí se dan como divergentes del español general.
En un generoso artículo titulado “De aquí a Lima”,
Gregorio Salvador, fino filólogo y antes Vicepresidente de
la Real Academia Española, encuentra que más de la mitad
de los términos tratados en este libro —algunos de los cua-
les tuvo él ocasión de revisar— coinciden con otros tantos
usos peninsulares. Saca de ello una optimista conclusión:
la de que, en nuestro común idioma:

“no solo comulgamos en la norma, por todos


aceptada, sino que, cuando se producen trans-
gresiones de usos establecidos, se suelen adver-
tir al mismo tiempo en los cuatro puntos cardi-
nales del ámbito idiomático; o sea, que por lo
general coincidimos también en el error”.

Gregorio Salvador enumera concretos ejemplos de esas


coincidencias en el error comprobadas a ambos lados del
Atlántico:

“Alegrémonos, pues, de que también en el


Perú, como en España, haya muchos que ye-
rren llamando apóstrofe al apóstrofo, especies a
las especias o traspiés al traspié; usen, en revolti-
jo semántico, escuchar por oír, adolecer por care-
cer, vergonzante por vergonzoso o dintel por um-
bral; duden del género conveniente a antípodas
o a maratón y no acaben de enterarse del que le
corresponde a motriz; acentúen élite; conserven,
aunque igualmente estigmatizado de vulgar, el
viejo y rústico haiga, o conjuguen andara por

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anduviera o digan querramos y no queramos y
habemos por hemos; creen derivaciones ociosas
como aperturar para algunos usos de abrir o re-
cepcionar para algunos de recibir; o prefieran
ovni con sigla castellana, pero en cambio deri-
ven ufología desde la anglosajona.
¿Y qué decir de galicismos aún problemáticos,
como impase, debacle o beige, o de anglicismos se-
mánticos ya tan usuales como los de nominar o
versátil?”.

Y concluye afirmando que el español, por ser una lengua tan


homogénea y cohesionada, nos da la seguridad de un futuro
unitario para sus muchos hablantes en todo el orbe hispánico
(en el ABC de Madrid, edición del 14 de febrero del 2000).

Lengua popular y lengua culta


Este libro no trata de los usos de la lengua popular, que re-
presenta la libertad absoluta en materia de lenguaje y nutre
permanentemente el estrato de la lengua culta, a través del
habla familiar o coloquial. La lengua popular, crisol nunca
enfriado del lenguaje, no está sujeta a normas de ningún
tipo y es siempre legítima, por espontánea y por vital.
El objeto de estudio de este libro es la lengua culta, la
lengua del libro y la del periódico; la de la radio y la televi-
sión; la de la cátedra, el debate parlamentario y la conferen-
cia, pero también la de la intimidad entre personas cultas.
La lengua culta está generalmente supeditada al principio
de la unidad lingüística hispánica; unidad en la diversidad
con un denominador, por cierto, común: el español general.
La lengua culta está, por otra parte, entre dos antité-
ticos peligros: la pobreza y la incorrección, en un extremo,
y la afectación y la pedantería, en el otro. Entre esos dos

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escollos debe navegar el barco de la expresión culta hacia
su meta, que es la comunicación eficiente, manteniendo
el rumbo que marcan los instrumentos para lograr ese fin:
claridad, precisión, concisión y corrección en el uso del lenguaje.

Corpus
Dos fuentes directas e importantes del material aquí estu-
diado han sido el lenguaje del Parlamento peruano y el de
los medios de comunicación de Lima.
El lenguaje parlamentario oral abarca el del debate
(que, a su vez, incluye la oratoria, hoy en franco proce-
so de extinción), el del discurso de tipo académico (cada
vez menos frecuente en el Congreso) y el de la espontánea
—y generalmente corta— intervención o acotación oral
durante las sesiones plenarias y los diversos tipos de Co-
misiones dictaminadoras, investigadoras, etc. El lenguaje
parlamentario escrito es el de los dictámenes, resoluciones,
acuerdos, mociones y proyectos de ley (este muy cercano al
lenguaje jurídico), además del lenguaje propiamente ad-
ministrativo de los oficios, memorandos, informes, actas,
cartas y otros documentos.
El lenguaje de los modernos medios de comunicación
de masas abarca, a su vez, el de los medios audiovisuales
—radio, televisión, Internet— y el de la prensa escrita tradi-
cional. Entre los primeros, es sin duda el más importante la
televisión, porque ella tiene, además de su propia función,
la de ser un eficiente vehículo para la difusión de la imagen
personal del parlamentario, que abarca su lenguaje oral.
Casi todos los usos estudiados aquí se documentan,
además, en textos literarios de autores peruanos, america-
nos y peninsulares.
En cuanto a la autonomía de los artículos, ella se
ha conservado (por ello pueden notarse reiteraciones en
cuanto a juicios sobre obras y autores).

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Supresión del aparato erudito
Recordando con afecto y agradecimiento a mi maestro
Ángel Rosenblat, presento aquí estas buenas y malas pa-
labras del habla de Lima y de otros lugares del mundo
hispánico.
Por su finalidad esencial —la divulgación del uso co-
rrecto del lenguaje en algunos diarios limeños— fue nece-
sario, como en el caso de las palabras estudiadas por Ro-
senblat, “aligerarlas de todo aparato erudito”. Eso quiere
decir que se han evitado las notas al pie de página y que
las referencias bibliográficas se dan, sucintamente, al fin
de cada texto citado. Las referencias completas están en
la bibliografía (que se reduce, por otra parte, a la estricta
mención de las obras y publicaciones citadas).
Con un propósito esencialmente didáctico, las pala-
bras o frases estudiadas —y todas las que no pertenecen
a la lengua general— aparecen en cursiva en los textos
citados. Cuando dichos términos están ya resaltados (en
cursiva o en negrita) en el texto original, se advierte sobre
ese hecho entre corchetes.

Martha Hildebrandt

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Abreviaturas y signos

cfr. (lat. cónfer) significa ‘compárese, confrón-


tese’
cit. equivale a ‘citado por’
ed. edición
etc., & etcétera
f. sustantivo femenino
íd. (latín idem) el mismo, la misma
íd. íd. los mismos, las mismas
i. e. (latín id est) es decir
m. sustantivo masculino
núm., núms. número(s)
ob. cit. obra citada
pág., págs. página(s)
s./f. sin fecha [de edición]
[sic] (‘así’ en latín); indica que ese modo —y no
por error o errata— aparece en el texto
sing. singular

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ss. y siguientes [páginas, años]
s. v. (lat. sub voce) bajo el título o palabra;
en el artículo o entrada
t. también
vol., vols. volumen, volúmenes
“ ” (comillas dobles) enmarcan un texto
citado
‘ ’ (comillas simples) incluyen el significado
de una palabra o locución, o enmarcan
un texto citado dentro de otro también
citado
[ ] (corchetes) enmarcan un texto ajeno a
aquel dentro del cual aparecen
/ / (barras) encierran transcripción fonológica
[…] indican que parte del texto citado ha sido
suprimido
* (asterisco) precediendo a una palabra in-
dica que se trata de una forma hipotética
(es decir, no documentada) o de una for-
ma errónea
= ‘igual, equivale a’

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ACREENCIA
En el habla culta del Perú y en otros países de Hispa-
noamérica (Colombia, Venezuela, la República Domini-
cana) acreencia es un antónimo de deuda, pues se llama
así el ‘crédito que el acreedor tiene en su favor’. Acreedor
es, a su vez, un derivado del verbo acreer, que está docu-
mentado desde el siglo XIII en castellano.
Hasta su edición de 1956, el Diccionario de la Real
Academia Española no registraba acreencia. Incluye el
término solo a partir de su edición de 1970, como ame-
ricanismo derivado del verbo acreer. Pero ya la primera
edición del Diccionario de la Academia —el gran Diccio-
nario de Autoridades— consignaba, en 1726, el verbo
acreer como “voz anticuada”. Es, por eso, improbable que
acreencia —documentado solo desde principios del siglo
XIX— se derive de un verbo olvidado un siglo antes.
Es muy probable, en cambio, que acreencia se haya
tomado del francés créance, con influencia de acreedor en
cuanto a la presencia de la a- inicial. Créance se docu-
menta en francés desde el siglo XII, con el sentido de
‘derecho por el cual alguien puede exigir algo, especial-
mente dinero, de otra persona’.
Los siglos XVIII y XIX fueron épocas de gran in-
fluencia francesa en España y en el resto de Europa. Y
los hispanoamericanos cultos, quienes leían en francés

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las obras que los ponían en contacto con el saber euro-
peo, iban a veces más lejos que los propios peninsulares
en la adopción de galicismos. La Revolución Francesa
fue el modelo de la naciente insurrección americana.
Conseguida la independencia política, Francia siguió
siendo un modelo para la organización de las nuevas
naciones.
Bolívar, quien hablaba un francés fluido y lo escribía
correctamente, usa el término acreencia (lo hacen también
algunos de sus contemporáneos sudamericanos). Desde
Bogotá, en octubre de 1827, escribe el Libertador:

“...en esta capital no ha sido posible pagar a estos señores di-


putados el todo de sus dietas y viáticos, a causa de la pobreza
en que yo he encontrado este Tesoro, por lo cual hemos de-
terminado que reciban en sus respectivos departamentos el
alcance de su acreencia”. (Cartas del Libertador, XII, págs. 329-
330; cfr. t. M. Hildebrandt, Léxico de Bolívar, págs. 276-277).

Es prueba —entre otras muchas— de la vigencia de este


término en el español del Perú la edición del diario li-
meño Gestión correspondiente al 20 de mayo de 1999,
en cuya primera plana se lee este titular:

“Estado tendrá última prioridad en recuperar deudas tribu-


tarias. Proyecto del Ejecutivo remitido al Congreso ratifica
que no se capitalizarán ni condonarán estas acreencias”.

Acreencia es, sin duda, uno de los tantos galicismos de


América incorporados al español de este continente
durante el siglo XIX. Aunque ha sido calificado como
“galicismo de origen libresco” perteneciente al ámbito
del lenguaje jurídico, su uso, como se ha visto, rebasa
ampliamente dicho ámbito.

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ACRÓNIMO
Del bajo latín sigla, sustantivo plural que significaba ‘ci-
fras, abreviaturas’, se tomó sigla ‘letra inicial usada como
abreviatura de una palabra’. Por ejemplo S. M. son si-
glas de Su Majestad.
Sigla es palabra documentada en español desde
fines del siglo XVIII. El término se aplica también a la
sucesión de letras, cada una inicial de una palabra, que
—según las posibilidades— se deletrean o se silabean.
Se deletrea, por ejemplo, FMI, sigla del Fondo Mo-
netario Internacional o INC, por Instituto Nacional de Cul-
tura, pues el orden de las vocales y consonantes no es
propicio para la formación de sílabas según los patrones
silábicos del español.
Pero, cuando no existe un obstáculo fonético, las siglas
se silabean y se pronuncian como palabras normales de la
lengua. Así sucede con ONU por Organización de Naciones
Unidas u OVNI por Objeto Volador No Identificado (véase).
A veces se deletrean o se silabean en español siglas
que corresponden a palabras de otras lenguas. Se dele-
trea, por ejemplo, FBI, que son las iniciales del inglés
Federal Bureau of Investigation. Se silabean, en cambio,
INRI (sigla de la inscripción latina Iesus Nazarenus Rex
Iudaeórum) y ETA, sigla del lema en vascuence Euskadi
Ta Azkatasuna que significa ‘Patria vasca y libertad’. Son

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muchos los casos de siglas que se pronuncian en español
aunque corresponden a nombres en inglés de institucio-
nes extranjeras o internacionales: UNESCO por United
Nations Education, Science and Culture Organization; FAO
por Food and Agriculture Organization. CIA, por Central
Intelligence Agency, se pronuncia con hiato y acento pro-
sódico en la I.
A la sigla que puede pronunciarse como una pala-
bra se le llama también acrónimo. Pero el acrónimo pue-
de incluir, además de las letras iniciales de cada pala-
bra, otras internas que faciliten la pronunciación. Por
ejemplo, RADAR incluye las dos primeras letras de la
primera palabra: Radio Detection and Ranging; APAFA,
acrónimo de Asociación de Padres de Familia, se forma con
la A inicial de Asociación y las primeras sílabas de Padres
y de Familia.
A veces se busca en los acrónimos la formación de
nuevas palabras que atraigan la atención y faciliten su
memorización. Por ejemplo, CARACOL es el acrónimo
de Cadena de Radiodifusión Colombiana y SOLAR es el de
Sociedad Latinoamericana de Radiodifusión.
En cuanto a la palabra misma, acrónimo es un cul-
tismo muy moderno creado, al parecer, en inglés. Sus
elementos son griegos: acro- ‘punta, extremo, cima’ y
-onoma ‘nombre’. Acronym aparece en diccionarios ingle-
ses de la segunda mitad del siglo XX; el francés acronyme
es algo posterior. En español, acrónimo se incluye en el
Diccionario de la Real Academia Española solo a partir de
su edición de 1984.
Ricardo Blume titula “El Perjudicial” una nota so-
bre el Poder Judicial, y explica:

“El título de esta nota no es sino un acrónimo (vocablo en que


se combinan principios y finales de otras palabras). Así, el Poder

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Ejecutivo podría ser el Percutivo, y el Legislativo el Perlativo,
lo que les caería de perlas”. (En Como cada jueves, pág. 211).

Aunque la definición de Blume coincide con la consig-


nada en el DRAE 2001, no es frecuente que el acrónimo
incluya el final de la última palabra. Un caso es el de
COPESCO, nombre dado al Proyecto de Cooperación
Perú-Unesco.
El género de los acrónimos y siglas debe ser el del
sustantivo que es núcleo de la locución nominal. Así,
se dice la ONU, la UNESCO, la FAO, porque el sus-
tantivo nuclear es, en los tres casos, Organización (u
Organization). Pero debe decirse, en cambio, el OVNI
porque el sustantivo inicial es objeto, y el UNICEF (Uni-
ted Nations Infancy and Childhood Emergency Fund)
porque el sustantivo nuclear, en su correspondiente
forma castellana, es Fondo. Asimismo, debe decirse el
RENIEC y no la RENIEC, porque el sustantivo inicial
y nuclear es Registro (Registro Nacional de Identidad
y Estado Civil); la ONPE y no el ONPE, porque el sus-
tantivo inicial y nuclear es Oficina (Oficina Nacional de
Procesos Electorales).
En el caso del acrónimo APRA, pocos recuerdan
hoy que corresponde a Alianza Popular Revolucionaria
Americana. Por lo tanto, le correspondería el artículo de-
terminado femenino la, que lleva el sustantivo Alianza,
núcleo de la expresión nominal. Pero, acatando una re-
gla que obedece a razones de eufonía, debe decirse el
APRA (como el alma, el arma, el área, el hacha, etc.). El ar-
tículo determinado masculino, sin embargo, no cambia
el género del sustantivo, que concuerda normalmente
con adjetivos femeninos; así se dice correctamente “el
APRA histórica”, “el agua fría”, “el alma contrita”, “el área
extensa”, “el hacha afilada”, etc.

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Cuesta creer que alguien confunda acrónimo con
apócope (que es la supresión de sonidos —y letras— al fi-
nal de una palabra). Sin embargo, lo hace Mario Vargas
Llosa:

“Apenas llegué a Lima, el día 14 de diciembre [de 1986], co-


mencé a trabajar en la forja de ese Frente Democrático, al
que los periodistas rebautizaron con el horrible apócope de
Fredemo...” (El pez en el agua, pág. 82).

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ADOLECER
Adolecer, palabra directamente emparentada con doler,
significó originalmente ‘caer enfermo’, pero hoy se usa
más con el sentido de ‘padecer alguna enfermedad cróni-
ca’: adolecer de artritis, adolecer de diabetes, adolecer de sida.
Por extensión, el uso se aplica también a los defectos:
adolecer de envidia, adolecer de avaricia, adolecer de soberbia.
Pero cuando se padece por la carencia o falta de
algo, hay que mencionar expresamente dicha carencia
o deficiencia: adolecer de falta de energía, ya sea eléctrica
o vital, adolecer de falta de coraje o de deficiencia de glóbulos
blancos; en estos casos, adolecer de falta, carencia o deficien-
cia de equivale a carecer de. Una novela puede adolecer de
falta de originalidad, pero no adolecer de originalidad. Un
informe adolece de imprecisión, o de falta de precisión, pero
no puede adolecer de precisión. Opuestamente, también se
puede adolecer de exceso de algo: se adolece de sobrepeso,
de hipertensión, de alta colesterolemia.
Sin embargo, algunas personas parecen creer que
en adolecer está ya implícita la idea de ‘faltar, carecer’.
Por eso se oyen frecuentemente frases incorrectas tales
como “varios distritos adolecen de fluido eléctrico” o “el ae-
ropuerto adolece de seguridad”. Las frases correctas serían,
respectivamente, “varios distritos adolecen de falta de flui-
do eléctrico”, “el aeropuerto adolece de falta de seguridad”.

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Los usos heterodoxos de adolecer aquí descritos,
documentados en la prosa de algunos escritores, se con-
signan como correctos en ciertos diccionarios y enciclo-
pedias. Pero el Diccionario de la Real Academia Española
no los acepta ni consigna, pues se sienten como trans-
gresiones del buen uso del idioma aunque lleguen al ni-
vel del habla culta en España y América.
Un ejemplo del mal uso de adolecer por carecer se
da en este texto de Vargas Llosa:

“Las novelas están hechas de palabras, de modo que la mane-


ra como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor
decisivo para que sus historias tengan poder de persuasión o
adolezcan de él”. (Cartas a un novelista, pág. 47)

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AEROMOZA
Cuando se desarrolló en el mundo la aviación comer-
cial, surgió la necesidad de dar un nombre en español
a esas jóvenes atractivas y políglotas que atendían a los
pasajeros en la cabina, con el nombre de stewardess, air
hostess o flight attendant.
No cuajaron denominaciones tales como cabinera
(que sobrevive en Colombia) o camarera aeronáutica. Pero
sí tuvo increíble suerte una verdadera resurrección léxi-
ca: la de azafata.
Azafata era, en el siglo XVI y siguientes, una viuda
noble elegida en la Corte de España para llevar cada ma-
ñana a la reina los vestidos y las alhajas que había de usar
en el día. Se le llamó así porque dichos vestidos y alhajas
eran llevados en un azafate (véase este término), es decir,
en un cestillo de borde bajo, hecho de paja o de metal.
En España se ha olvidado la palabra azafate, pues ha
sido desplazada por bandeja. Como azafate por bandeja sí
es usual en el español del Perú y de otros países de Amé-
rica, tal vez la asociación con este término sea la causa de
que no se haya impuesto en América el derivado azafata
aplicado a las también llamadas auxiliares de vuelo.
Otro término que no tuvo fortuna en la Península
es aeromoza, calco no estricto del inglés air hostess. Su falta
de éxito en la lengua general puede haberse debido, a
su vez, a ciertas connotaciones negativas de su segundo
elemento, moza.
Pero aeromoza sí se usa en el Perú y en otros países
hispanoamericanos. En su diario titulado La tentación del
fracaso, por ejemplo, escribe Julio Ramón Ribeyro:

“Carta de C., equívoca como todas las últimas que me ha


escrito. [...] Dice que ha decidido entrar a Air France como

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aeromoza para poder visitarme”. (I, pág. 95; anotación del
8/9/55).

Cuando el álter ego de Bryce, Martín Romaña, vuelve al


Perú por avión, después de veinte años de ausencia, su
exaltación aterra a su vecino de asiento. Y no solo a él:

“A las aeromozas ya las había aterrado desde mi partida por-


que les pedí que me pusieran los whiskies de frente en la
bandeja plegable...” (Alfredo Bryce, El hombre que hablaba de
Octavia de Cádiz, pág. 358).

Pero lo más curioso, en cuanto a usos peruanos, es el de


la frase equivalente flight hostess (pronunciada aproxima-
damente flai jostes), que no se documenta en el inglés de
Inglaterra ni en el de los Estados Unidos.
Andrés Bedoya Ugarteche concluye un artículo
con esta intempestiva pregunta:

“¿Saben ustedes que el Perú es el único país del mundo en el


que a las aeromozas se les llama flight hostesses? El término debe
tener orígenes quechuas”. (“Cáunters y cultura”; en Expreso
edición del 7/3/98, pág. 31).

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AFICHE
Afiche es sinónimo de cartel en el sentido de ‘hoja grande
de papel con textos o dibujos (o ambas cosas) que se fija
sobre una pared con fines informativos, propagandísti-
cos, publicitarios o simplemente decorativos’.
Afiche viene del francés affiche (pronunciado afísh)
de igual significado; la palabra se documenta en esa
lengua desde el siglo XV. Su pronunciación trisilábica
y grave en español (a-fi-che) es indicio cierto de que el
préstamo entró por vía escrita, y no por vía oral. No está
clara, en cambio, la mutación de género del sustantivo
al pasar de una a otra lengua, puesto que affiche es feme-
nino en francés.
Afiche no aparecía todavía en la edición de 1984 del
Diccionario de la Real Academia Española. Sí está ya en la
de 1992, con la indicación de que es palabra más usada
en América que en España.
Efectivamente, afiche se documenta desde prin-
cipios del siglo XX en el habla culta —no es vocablo
del habla popular— del Perú, la Argentina, el Uru-
guay, el Paraguay, Colombia, Venezuela y otros países
hispanoamericanos. En los últimos años, sin embargo,
afiche va cediendo lugar a póster (véase), anglicismo si-
nónimo registrado por el DRAE solo a partir de su
edición de 1992.

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En 1928 José Carlos Mariátegui usa el galicismo, y
lo escribe todavía como en francés, con doble f: affiche.
En su ensayo titulado “El proceso de la literatura”, Ma-
riátegui considera que González Prada estaba equivoca-
do cuando predicaba contra la religión. Y afirma:

“Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la reli-


gión como sobre otras cosas. [...] La palabra religión tiene
un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo más que
para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los so-
viets escriban en sus affiches [sin subrayar en el texto original]
de propaganda que ‘la religión es el opio de los pueblos’. El
comunismo es esencialmente religioso”. (7 ensayos de interpre-
tación de la realidad peruana, pág. 195).

Pero lo usual hoy es la forma castellanizada del galicis-


mo: afiche. Así lo emplea, por ejemplo, Alfredo Bryce en
su cuento titulado “El hombre, el cinema y el tranvía”:

“El hombre que podía ser un empleado se había detenido


al llegar a la puerta del cine y miraba los afiches, como si de
ellos dependiera su decisión de ver o no esa película. [...] Los
afiches colocados al lado izquierdo del hall [véase] de entrada
no parecieron impresionar mucho al hombre [...]. El tranvía
se acercaba y los afiches vibraban ligeramente”. (En 15 cuentos
de amor y humor, pág. 72).

La época de gloria del afiche se inicia a fines del siglo


XIX con Toulouse-Lautrec y sus inigualables imágenes
del Moulin Rouge parisino. En tiempos recientes, el afi-
che o póster ha servido de vía para la difusión de algunas
imágenes de la vida política en el mundo entero.

26
¡ALÓ!
En el español de la América andina, de Chile a Venezuela,
se usa la interjección ¡aló! —generalmente pronunciada
con entonación interrogativa— para iniciar o contestar
una comunicación telefónica. El término es desconocido
en la Península, donde se emplean, en esos mismos casos,
formas verbales del tipo de ¡diga! o ¡dígame!, ¡oiga!, etc.
Aló no aparece registrada en la edición de 2001 del
Diccionario oficial de la Real Academia; tampoco en el
Diccionario manual, publicado igualmente por la docta
Corporación. Pero el Diccionario Vox (edición de 1987),
incluye en un apéndice un buen número de “Voces y
locuciones latinas y extranjeras”; ahí aparece allo como
palabra francesa usada en español, con esta explicación:

“En las conversaciones telefónicas, voz que sirve de llamada


o para indicar que uno está a la escucha”.

Efectivamente, allo (pronunciada con la consonante l y


acento prosódico en la última sílaba, es decir, práctica-
mente igual que en nuestro español) se documenta en
francés ya en 1880, como interjección usada al iniciar
una conversación telefónica.
El teléfono había sido patentado solo cuatro años
antes (en marzo de 1876) por el inventor británico

27
Alexander Graham Bell. Su difusión fue tan rápida y
exitosa en los Estados Unidos y en los principales países
europeos, que en 1887 había ya veintiséis mil teléfonos
en Gran Bretaña y nueve mil en Francia.
El allô! francés, con acento circunflejo, se tomó, a
su vez, del hello! norteamericano. Esta interjección in-
glesa, usada tradicionalmente para llamar la atención o
para saludar de manera informal (era también término
de cacería), desarrolló en los Estados Unidos un uso es-
pecífico como señal léxica para iniciar o reanudar una
comunicación telefónica.
En su libro titulado The American Language, Menc-
ken afirma que el uso estadounidense de hello! despla-
zó muy pronto a la pregunta Are you there? [¿Está usted
allí?] que fue la expresión usada inicialmente para con-
testar el timbre del teléfono en Inglaterra. Y tal fue el
éxito del uso americano, que las telefonistas fueron lla-
madas hello-girls.
Antes de las comunicaciones telefónicas vía satéli-
te, era frecuente que diversos ruidos hicieran difícil la
audición, especialmente en la comunicación a larga dis-
tancia. Era corriente entonces repetir aló, aló, mientras
se esperaba una trasmisión inteligible.
Ejemplos del uso reduplicado de aló se dan en Con-
versación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa. En cierta
ocasión, Cayo Bermúdez habla por teléfono de Lima a
Chiclayo “entre zumbidos y vibraciones acústicas”; “los
zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y re-
nacía”. Está llamando al senador Landa:

“—¿Aló, aló?— reconoció la voz de Landa, trató de imaginar


su cara y no pudo— ¿Aló, aló?”. (II, pág. 54).

28
En el Uruguay alterna con ¡aló! la interjección ¡holá!, va-
riante de ¡hola!, usada en la lengua general como saludo
informal.
Hasta la edición de 1992, el Diccionario académico
registraba hola como arabismo. Pero Corominas, autor
del monumental Diccionario crítico etimológico castellano e
hispánico, sostenía que esa etimología “no es admisible”.
Para él, hola es una “voz de creación expresiva, común a
varios idiomas europeos”.
La edición de 2001 del DRAE acoge la etimología
del gran lexicólogo catalán. No acoge, en cambio, la en-
trada aló propuesta anteriormente.

29
ANCESTRO
Ancestro viene del francés ancestre (la forma gráfica mo-
derna es ancêtre) que a su vez se deriva del latín antecessor
‘predecesor’ (a través de una variante contracta ancessor).
El purismo ha censurado por largo tiempo a ances-
tro considerándolo como un galicismo —o anglicismo—
del que abusábamos los hispanoamericanos al emplear-
lo, no solo como sinónimo de antepasado, ascendiente, sino
aun como equivalente de abolengo, estirpe, linaje, prosapia:
“sus nobles ancestros”, “es de ilustre ancestro”. Esta última
acepción no existe en el francés ancêtre, documentado
desde el siglo XII, ni tampoco es frecuente en esa len-
gua el uso del sustantivo en singular. Pero el galicismo,
en su forma ancestor, es antiguo en inglés, y su derivado
ancestry sí tiene entre sus acepciones la de ‘ascendencia
ilustre’.
El derivado ancestral es, en cambio, más antiguo en
inglés que en francés y pasó de la primera lengua a la
segunda durante el siglo XIX. Luego lo tomó el espa-
ñol; el adjetivo ancestral ha sido, desde entonces, menos
duramente criticado que el sustantivo ancestro.
Algunos importantes lexicólogos españoles (Casa-
res, entre ellos) llegaron a considerar a ancestral como
“galicismo útil” porque el castellano no tenía un adjetivo
que expresara ‘lo relativo a los antepasados’. Atávico, del

30
latín atavus ‘cuarto abuelo, antepasado’, además de ser
un latinismo muy reciente, no es un sinónimo estricto
de ancestral.
Hasta su edición de 1956, el Diccionario de la Real
Academia Española no incluía ni ancestral ni ancestro. En
la de 1970 registró solo el adjetivo ancestral como “perte-
neciente o relativo a los antepasados”. En la de 1984 se
añadió una segunda acepción: “tradicional y de origen
remoto”.
El sustantivo ancestro, sin embargo, aunque inclui-
do por la Academia en sus “Enmiendas y adiciones”
de 1983, no alcanzó a entrar en la edición de 1984 del
Diccionario oficial. En la de 1992 ya aparece ancestro, del
antiguo francés ancestre, como “antepasado” y como “he-
rencia, rasgos característicos que se trasmiten”. Ambas
entradas se reproducen en la edición de 2001 del DRAE.
No deja de ser curioso el hecho de que un deriva-
do (ancestral) sea admitido mucho antes que el primitivo
correspondiente ancestro.

31
ANDARA
Andar es un verbo de irregularidad muy especial.
En el modo indicativo, el pretérito perfecto simple
se conjuga así: anduve, anduviste, anduvo; anduvimos, an-
duvisteis, anduvieron.
En el modo subjuntivo, el pretérito imperfecto tie-
ne estas formas: anduviera o anduviese, anduvieras o an-
duvieses, anduviera o anduviese, más las correspondientes
formas del plural.
El futuro de subjuntivo —tiempo verbal obsolescen-
te en el español general— se conjuga así: anduviere, andu-
vieres, anduviere, anduviéremos, anduviereis, anduvieren.
Las formas regulares correspondientes a todas las
irregulares mencionadas se consideran hoy incorrectas
y aun vulgares. La lengua culta no admite, pues, una
conjugación tal como *andé, *andaste, *andó; *andamos
(correcta esta solo como forma del presente), *andasteis,
*andaron. Tampoco *andara, o *andase, *andaras o *anda-
ses, *andara o *andase; *andáramos o *andásemos, *andarais
o *andareis, *andaran o *andasen. Y menos aún las formas
del obsolescente futuro de subjuntivo: *andare, *andares,
*andare; *andáremos, *andareis, *andaren.
Las formas regulares de andar, hoy desusadas en
la lengua general, se usaron en castellano en el período
anteclásico, pero a partir del siglo XVI se impusieron las

32
irregulares. La analogía, sin embargo, favorece a veces
el uso de formas no aceptadas por la norma lingüística:
por analogía con amé, canté, se dice *andé en vez de andu-
ve, que es la forma irregular y correcta; lo mismo sucede
con *andara, que obedece al patrón de amara, cantara, en
vez de la forma irregular y correcta anduviera.
Pero en el castellano del Perú las formas incorrec-
tas y vulgares del verbo andar se dan hoy en las mejores
familias, y aun salpican la prosa de nuestros escritores.
Escribe, por ejemplo, Guillermo Thorndike:

“En un partido de rechonchos y repolludos, en el que [Alan]


García transitaba como si andara sobre zancos...” (El herma-
nón, pág. 158).

Precisamente el protagonista de esta obra, Ricardo Bel-


mont, fue públicamente censurado por haber dicho
“porque siempre andé...”.

En Un mundo para Julius, Bryce pone en boca del


narrador estas frases:

“A Susan le molestaba que [los sirvientes] andaran por toda la


casa...”; “...a Juan Lucas no le gustaba mucho que [Arminda]
andara por toda la casa así tan fea...” (págs. 33 y 229).

Mario Vargas Llosa, por su parte, incurre muchas veces en


el uso del incorrecto pretérito imperfecto de subjuntivo:

“La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si


andáramos sobre un mar de algodones”. (Los jefes, pág. 51).
“¿Qué pasó para que de pronto [el Poeta y el Esclavo] anda-
ran como yuntas, para arriba y para abajo?”. (La ciudad y los
perros, págs. 227-228).

33
“...el Sargento miró los pies de Bonifacia, desnudos, ahoga-
dos en la arena: no le gustaba que andara patacala...” (La casa
verde, pág. 307).
“—Parece que andaras con algún problema, Hipólito —dijo
Ambrosio”. (Conversación en La Catedral, I, pág. 270).

Solo en este último caso podría explicarse el uso inco-


rrecto como propio del idiolecto del personaje, y no del
autor.
Se cuenta que cierto candidato a la presidencia de
Venezuela, apellidado Andara, vio naufragar su opción
legítima en la contienda electoral solo porque a algu-
nos adversarios se les ocurrió preguntarse públicamente
cómo podría ser un correcto mandatario quien tenía el
propio apellido equivocado. Parece que fue ese mismo
personaje quien, en una ocasión, llamó a El Universal de
Caracas para quejarse de que su apellido había apareci-
do en ese diario como Aranda.
El redactor —y brillante humorista— Francisco Pi-
mentel (Job Pim) le contestó así:

“Pero no se preocupe, Señor Ministro, porque su apellido


también es otro error. Pues tengo entendido que no se dice
Andara sino Anduviera...” (en Obras completas, pág. 16).

Analogía y anomalía son fuerzas contrarias y complemen-


tarias en el funcionamiento del lenguaje. En los casos
vistos, se constata el triunfo de la anomalía —andara— fa-
vorecido, paradójicamente, por influencia de la analogía
(con amara, cantara, etc.).

34
ANTÍPODAS
Antípoda viene del griego antipodes (literalmente ‘pies
contra pies’) a través del latín tardío antipodes. ¿De dón-
de sale, entonces, la -a final? Según Corominas, del uso
frecuente en latín del acusativo ad antipodas, en que se
empleaba la declinación griega.
Antípoda se usa en castellano desde principios del
siglo XVI, como sustantivo masculino. Así se documen-
ta en Cervantes, Lope de Vega y Quevedo; también en
Moratín, Unamuno, Ortega y Gasset y muchos otros es-
critores peninsulares de todos los tiempos.
Antípoda se aplica, como adjetivo, al ‘habitante del
globo terráqueo que vive en un lugar diametralmente
opuesto al de otro habitante’. En uso figurado y fami-
liar, antípoda se aplica también a la persona o cosa que
se contrapone totalmente a otra. En ambas acepciones,
antípoda se usa más como sustantivo que como adjetivo,
especialmente en masculino plural: los antípodas.
Pero desde hace algunos años se ha venido gene-
ralizando el uso femenino y plural, las antípodas, para
referirse a la región geográfica diametralmente opues-
ta a otra en la esfera terrestre. Este uso nuevo ha sido
muy combatido en España y en América. Solo desde su
edición de 1992 el Diccionario de la Academia admite la
locución adverbial en los, o en las antípodas con el sentido

35
figurado de ‘en lugar o posición radicalmente opuesta o
contraria’.
El notable filólogo Ángel Rosenblat incluye antípoda
entre sus “Cultismos masculinos con -a antietimológica”
(la forma etimológica es, como se ha dicho, antipodes, ya
desusada en español) y cree que el cambio de género del
masculino antípoda puede explicarse por influencia de
su -a final antietimológica, que coincide con la termina-
ción de género femenino -a, predominante en español.
Pero este cambio, asumido como muy moderno,
tiene antecedentes en la lengua, entre ellos un uso del
Inca Garcilaso. Dice en sus Comentarios reales, libro I, ca-
pítulo II, precisamente titulado “Si hay antípodas”:

“A lo que se dize si hay antípodas o no, se podrá decir que,


siendo el mundo redondo (como es notorio), cierto es que
las hay. Empero tengo para mí que por no estar este mundo
inferior [el hemisferio sur] descubierto del todo, no se puede
saber de cierto cuáles provincias sean antípodas de cuáles...”
(I, pág. 14 de la edición Rosenblat).

Julio Ramón Ribeyro usa varias veces la locución adverbial


en las antípodas con el sentido figurado, hoy académico, de
‘en el extremo o polo opuesto’. En abril de 1957 escribe a su
hermano Juan Antonio desde Amberes y le dice, refiriéndo-
se a su jefe en la compañía de artículos fotográficos Gevaert:

“...es un hombre magnífico, pero situado en las antípodas de


mi persona”. (Cartas a Juan Antonio, I, pág. 121).

En un texto de 1969 titulado “Problemas del novelis-


ta actual”, Ribeyro cita a dos críticos alemanes —uno
burgués y otro comunista— que piensan que Goethe ha
sido el último autor clásico. Y concluye:

36
“Sospecho que ambos críticos, a pesar de estar ideológica-
mente en las antípodas, coincidieron en el nombre de Goethe
por una especie de culto patriótico a la figura imperial del
autor de Fausto”. (La caza sutil, pág. 72).

Y en marzo de 1974 escribe en su diario, a propósito de


Ítalo Calvino:

“...lo que él escribe actualmente está en las antípodas de lo que


yo hago”. (La tentación del fracaso, II, pág. 200).

Don Fernando Lázaro Carreter, en un artículo titulado “An-


típodas”, afirma que “el vocablo nació niño”, y que “mascu-
lino es también en francés y en italiano”. Y prosigue:

“Nadie negará el aire moderno que cobra el vocablo al ser tra-


vestido. Se ha repetido en él la operación que ya ha afeminado
maratón [...]. Consagremos ahora las Antípodas, igualándolas
gramatical y semánticamente con las quimbambas, y hasta con-
virtiéndolas en una zona concreta del globo, como Las Ma-
rianas o Las Célebes o... Las Hurdes [...]. No sirve para nada la
vana erudición”. (En El dardo en la palabra, págs. 470-471).

Esto lo decía el serio lexicólogo en 1997, y años más tar-


de el DRAE incluía, como se ha visto, la expresión en
las antípodas como variante lícita de la preferida en los
antípodas.
La rápida evolución de algunos usos lingüísticos
tiene como efecto, actualmente, una sana y positiva acti-
tud de las Academias de la Lengua en todo el orbe his-
pánico, empezando por aquella que es Prima inter pares:
la Real Academia Española.

37
*APERTURAR
El verbo aperturar se ha difundido últimamente, como
equivalente de abrir, en cierto nivel de lenguaje falsa-
mente culto de España y América. Al parecer, lo ha he-
cho desde el ámbito bancario.
Aperturar es un neologismo formado sobre el lati-
nismo apertura, del mismo modo que sobre clausura se
formó el hoy correcto clausurar.
Aperturar podría explicarse, pues, como resultado
del triunfo de la tendencia analógica, activa en toda len-
gua, que representa la búsqueda de la simetría de las
formas dentro del sistema de la lengua: si de clausura sale
clausurar, ¿por qué no, de apertura, aperturar?
Pero en la lengua se impone generalmente la norma
aunque sea antisistemática: un claro ejemplo de imposi-
ción de la norma sobre el sistema es el caso del participio
irregular y correcto roto frente al incorrecto rompido, el
cual entra, sin embargo, en el sistema de los correctos
participios regulares comido, dormido, etc.
En cuanto al uso peruano, hay quienes creen —
como Alonso Cueto— que aperturar

“empezó a hacerse moda con los ministros y funcionarios del


[primer] régimen aprista” [y que] “detrás del uso de ‘aper-
turar’ hay un antiguo anhelo, una grave preocupación del

38
peruano de clase media: el de parecer docto y elegante, el de
fingir ser quien no es. Para realizar este deseo, ‘aperturar’ es
mucho más importante que el simple ‘abrir’”. (En el diario
Expreso; Lima, 30/8/91).

El habla culta de España y América rechaza vivamente el


derivado aperturar porque lo considera como una forma-
ción poco eufónica, pedante y totalmente innecesaria.
Aperturar no está en el Diccionario de la Real Acade-
mia, a pesar de su uso reciente —y muy censurado— en
la jerga bancaria de la Península.
Lo correcto, lo sencillo y lo elegante es, pues, abrir,
trátese de una puerta, de una sesión o de una cuenta
corriente.

39
APLANADORA
En el Perú y en muchos otros países de la América his-
pana se usa aplanadora, en vez del término peninsular
apisonadora, para designar una ‘máquina a tracción pro-
pia, montada sobre rodillos grandes y pesados, que se
usa para aplanar o compactar el terreno’, especialmente
durante la construcción o reparación de caminos y pa-
vimentos.
Aplanadora es un obvio derivado del verbo aplanar,
que a su vez se ha formado sobre plano, forma culta de
llano. El DRAE 2001 registra aplanadera como “instru-
mento de piedra, madera u otra materia, con que se
aplana el suelo, el terreno, etc.”, y aplanadora como ame-
ricanismo equivalente de apisonadora.
Apisonadora viene del verbo apisonar, y este del sus-
tantivo pisón, a su vez derivado del verbo pisar en su sen-
tido de ‘apretar, oprimir’ (que conserva, por ejemplo,
en la expresión pisar las uvas). El pisón es un instrumento
grueso y pesado que se emplea para compactar o apiso-
nar la tierra manualmente (es más o menos equivalente
de la aplanadera).
En el habla coloquial del Río de la Plata, se apli-
ca el mote de aplanadora a la ‘persona que actúa con
energía y ritmo abrumadores’. En el Perú, durante
el gobierno revolucionario del general Juan Velasco

40
Alvarado, mereció la chapa —‘apodo’— de La Aplana-
dora un grupo de jóvenes ideólogos de la Revolución
Peruana, casi todos funcionarios del Sistema Nacional de
Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS). Evocándola,
algunos comentaristas políticos se refirieron, en 1999,
a una supuesta aplanadora re-reeleccionista en pro del en-
tonces presidente Alberto Fujimori.
En La vida exagerada de Martín Romaña, Alfredo
Bryce, autor y personaje de la novela, dice al protago-
nista:

“Haz la prueba de portarte como un niño cinco minutos se-


guidos y vas a ver lo que te pasa, viejo. Te chanca [‘tritura’]
una aplanadora”.

Afirmación que conduce a la siguiente reflexión del pro-


tagonista, Martín Romaña:

“Juro y rejuro que nunca se me ha ocurrido pensar en


Inés como una aplanadora, aunque es cierto que aquel
aspecto de seguridad social e individual que había todo
el tiempo en su carácter podía resultar aplastante”.
(Págs. 257-258).

Bryce usa también, en la misma obra, la expresión


verbal aplanar calles con el sentido de ‘vagar sin rum-
bo por las calles, callejear’. En una ocasión, Martín
Romaña recuerda, emocionado, la triste historia del
camarada Pies Planos, joven poeta peruano, sanmar-
quino y revolucionario, que usaba unos “zapatones
enormes”:

“...el camarada Pies Planos, el hombre que andaba aplanando


calles de París en sus interminables caminatas pensando sabe

41
Dios en qué [...] y en qué andaría pensando cuando aplanaba
calles horas y horas y de los automóviles le gritaban: ¡Fíjese
en el semáforo, imbécil!, ¡quiere que lo atropelle, huevón!...”
(págs. 309 y 310).

Menos frecuente hoy en el Perú que la expresión ver-


bal aplanar calles es el sustantivo compuesto aplanacalles,
equivalente del peninsular azotacalles, que ya registraba
Juan de Arona (seudónimo de Pedro Paz Soldán y Una-
nue) en su Diccionario de peruanismos, de fines del siglo
XIX. Aplanacalles se registra, como americanismo, que
incluye al Perú, desde el DRAE 84.

42
APÓSTROFE
Apóstrofo es el nombre de un signo ortográfico: la comilla
o virgulilla que se coloca en el nivel superior del ren-
glón para indicar, según la edición del Diccionario de la
Academia de 1984, la “elisión de una vocal en final de
palabra cuando la siguiente empieza por vocal: d’aquel,
l’ aspereza”.
El apóstrofo (indispensable en la ortografía del in-
glés, del francés y de otros idiomas) se emplea también
en español para indicar la elisión o supresión de una
consonante en la lengua hablada: por ejemplo, la d en la
expresión coloquial peruana concho ’e vino (que designa
el color llamado en otras partes borra de vino o burdeos).
Reconociendo este hecho, y algunos otros, en su
edición de 1992, el Diccionario académico modifica la de-
finición de apóstrofo consignada en la de 1984, que aho-
ra es: “signo ortográfico (’) que indica la elisión de una
letra o cifra”. Y esto último porque en la Península son
frecuentes usos tales como ’95 por 1995, etc.
Muchas personas llaman, incorrectamente, apóstro-
fe al apóstrofo. Pero apóstrofe es el nombre (de género am-
biguo) de una figura retórica que, según el DRAE 2001,
consiste en “dirigir la palabra con vehemencia en segun-
da persona a una o varias presentes o ausentes, vivas o
muertas, a seres abstractos o a cosas inanimadas, o en

43
dirigírsela a sí mismo en iguales términos”. (Se ha supri-
mido el rasgo semántico de ‘corte abrupto’, referido al
hilo del discurso, que figuraba en la edición anterior).
Luego, por extensión de sentido, apóstrofe se ha he-
cho sinónimo de dicterio, imprecación, injuria o insulto; la
ampliación semántica se ha extendido al verbo corres-
pondiente, apostrofar.
Apóstrofe es, pues, palabra distinta de apóstrofo, a
pesar de que ambos términos provienen, a través del
latín, de una misma raíz griega que significa ‘separar,
apartar’.

44
ARGOLLA
En español general argolla (la palabra es de origen ará-
bigo) es un aro metálico grueso que, debidamente fijado
—a una pared, por ejemplo—, sirve para sujetar algo o
como asidero. El nombre de argolla se aplicó antigua-
mente a un aro usado como brazalete. Hoy en el Perú se
llama argolla al arete o pendiente en forma de aro, y en
otros países de América argolla designa la alianza, es de-
cir el anillo matrimonial o de compromiso (esponsales).
Pero, en sentido figurado, argolla tiene entre nosotros
un matiz peyorativo que hace al término equivalente de ca-
marilla, es decir, ‘grupo cerrado y excluyente que medra a
la sombra del poder o que, por lo general subrepticiamen-
te, monopoliza la toma de decisiones en un sector de la po-
lítica, de la economía o de la actividad social de una nación’.
Argolla por camarilla tiene más de siglo y medio de
uso en el español del Perú:
Ya a partir de 1838 se llamó despectivamente La
Argolla a un grupo de peruanos emigrados que regre-
saron de Chile con la llamada Segunda Expedición Res-
tauradora, y que tuvieron seguidamente gran influencia
política. Entre ellos estaba don Felipe Pardo y Aliaga,
ilustre literato y hombre público.
Varias décadas más tarde se motejó igualmente de
Argolla otro influyente grupo de políticos pertenecientes

45
al Partido Civil, fundado por el presidente Manuel Pardo
(precisamente hijo de don Felipe Pardo y Aliaga, miem-
bro de la primera Argolla). Dicho grupo fue acusado de
medrar a la sombra de su gobierno (1872-1876).
Los miembros de esa pasada argolla pardista o civi-
lista fueron apodados argollistas o argolleros.
Palma se refiere muchas veces a la argolla de su
tiempo. En mayo de 1881 reprocha a Piérola, “con afec-
to y respeto”, el haber sido contemporizador con sus
enemigos. Le dice:

“Desde los tiempos de Pizarro han venido siendo imposibles


los gobiernos eclécticos. Pizarro fué, en mi concepto, el funda-
dor de la argolla, porque pasó años y años sin querer dar ni un
grano de arroz á los almagristas. Y muy bien que le iba con esa
conducta. Pero llegó el día en que se metió á contemporizar y á
regalar á sus enemigos naranjitas del jardín de Palacio, y desde
entonces empezó á llevárselo Pateta”. (Cartas inéditas, pág. 38;
cfr. t. íd. íd. 26, 32, 34, 38, 40, 46, 49, 52, 67).

Palma prefiere el derivado argollero (ob. cit., 32, 42, 48,


50, 65, 66; cfr. anti-argollero, íd. íd. 36), pero también usa
argollista (íd. íd. 26, 67).
Basadre, por su parte, recomienda estudiar la pa-
labra argolla en su uso político peruano. Recoge la tesis
de que surgió en 1876, del diario clerical La Sociedad,
para designar el civilismo: “argolla: pardismo; argolla,
civilismo; argolla: servilismo; argolla: despótico exclusi-
vismo”. (Historia, V, pág. 2198).
Aunque —según el propio Basadre— hasta la epi-
demia del dengue o gripe recibió en 1877 el apelativo de
argolla, parece que tuvo razón quien dijo alguna vez que
“el sueño de todo peruano es el sueño de la argolla propia”.

46
ATARJEA
Atarjea es una palabra de origen incierto, probablemente
árabe o bereber. En España se documenta desde princi-
pios del siglo XVI con el sentido de ‘caja de ladrillos que
recubre una cañería’ y, desde el XVIII, con el de ‘con-
ducto de desagüe para aguas negras o residuales’. Pero
hoy la palabra es solo de uso regional en la Península.
En el Perú, en cambio, atarjea ha desarrollado una
nueva acepción. De ‘conducto de aguas residuales’ ha
pasado a significar ‘depósito de agua para el consumo
humano’. Se emplea específicamente como nombre pro-
pio (con el artículo antepuesto, La Atarjea) para designar
el gran depósito de agua potable (incluida la planta de
tratamiento) del que se abastece la mayor parte de la
población limeña.
Ya un Tratado sobre las aguas de los valles de Lima, de
1793, se refiere a

“...las Aguas, con que se proveen las Pilas y Fuentes de esta


ciudad con una distribución metódica y acertada desde los
principios por medio de 80 cañerías subterráneas, por donde
se reparten a sus Casas y Plazas las Aguas que se reúnen en
una caxa [caja] ó depósito general, conocido por el nombre
de Atargea, y nacen con singular abundancia de la confluencia
de los Puquios [‘manantiales’] que brotan en unas cortas tierras

47
llamadas la Sabana [‘llanura’], cuya comunicación a la Atargea,
los respiradores de esta, los hervideros de las Caxas distribui-
doras, los pilones, las pilillas, los conductos principales, y sus
ramificaciones diversas, ocupan las atenciones de los Capitula-
res Jueces de Aguas para público beneficio”. (Mercurio Peruano,
VII, pág. 192).

En cuanto a términos equivalentes de atarjea en esta


acepción, en el Perú y en otros países de América es de
uso corriente el galicismo reservorio (desconocido en Es-
paña) que ha pasado también al inglés.
Represa se conoce en la Península, pero se emplea
menos que en nuestro continente. En España se prefie-
re pantano, término que en América evoca más bien la
imagen de aguas cenagosas.
También se usan en España los sinónimos embalse y
estanque, e igualmente el genérico depósito.

48
ATORARSE
Atorar, del latín obturare ‘cerrar’, significa ‘atascar, obs-
truir’. En su forma reflexiva, atorarse es sinónimo de
atragantarse, es decir, ‘ahogarse por tener detenido en
la garganta un trozo o porción de alimento o un objeto
extraño’. Aunque atorarse figura así en el Diccionario de
la Academia (también en el uso figurado de ‘turbar-
se en la conversación’), puede considerarse como un
verbo de uso predominantemente americano (que el
DRAE 2001 circunscribe a Cuba, El Salvador, Uruguay
y Venezuela).
El deverbal regular de atorarse es atoramiento, pero
en el Perú y en otros países de América se prefiere una
forma más corta: atoro. El atoro puede referirse tanto al
atragantamiento o ahogo producido en la laringe como al
estrechamiento, a la obstrucción de cualquier conducto
que transporta un líquido, al atasco del tráfico vehicular
o al encasquillamiento de un arma de fuego.
En la anotación de su Diario personal correspon-
diente al 1.o de agosto de 1975, narra Julio Ramón
Ribeyro:

“Ayer fue un día particularmente nefasto, uno de aquellos


días negros [cursivas del autor] sobre los cuales ya escribí hace
algún tiempo una prosa apátrida. Todos los objetos se habían

49
confabulado contra mí y mis relaciones con la realidad fue-
ron catastróficas”.

Enumera a continuación una sucesión de percances domés-


ticos, incidentes y accidentes que lo llevan a la exasperación:
una invasión de moscas; la rotura de una botella de leche
(cortada); el estallido de la licuadora con extensa disemina-
ción de su contenido; la rotura de un frasco de preciado
ají limeño, también con extensa diseminación del conteni-
do por muebles y paredes; por último, su propia violenta
reacción expresada en un puñetazo contra un mueble, que
resulta en una mano hinchada. Y sigue Ribeyro:

“A estos incidentes se añaden muchísimos más, que sólo enu-


mero en forma incompleta: mi gato vomita dos veces en la
alfombra, el lavatorio del baño se atora, los visillos del cuarto
de mi hijo se caen [...], finalmente los invitados que esperaba
a cenar no vienen, sin dar ninguna excusa...” (La tentación del
fracaso, III, págs. 39-40).

Así como Ribeyro dice que se le atora el lavatorio [‘lavama-


nos, lavabo’], Vargas Llosa usa abundantemente atorarse
referido al ahogo producido en la laringe por el humo
del cigarrillo y otras causas. En La ciudad y los perros es-
cribe, sobre un grupo de adolescentes:

“Fumando sin descanso (ya nadie se atoraba con el humo...)”.


(Pág. 112).

También puede uno atorarse con la propia saliva. En La


casa verde, ante una irreverente mención relativa a un
grupo de religiosas:

“El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?”. (Pág. 128).

50
Y en La Tía Julia y el escribidor, cuando el Pelirrojo se en-
tera, inesperadamente y por el médico, de que su novia
está encinta y en peligro de abortar:

“¿Tres, cuatro meses? —lo oyó articular, atorándose—.


¿Un aborto?”. (Pág. 19).

Los atoros urbanos de grandes tuberías que conducen el


agua potable o las aguas negras, o residuales de cloaca
(que en el Perú se llaman, impropiamente, aguas servi-
das) pueden producir grandes aniegos que exigen solu-
ciones técnicas. Pero el atoro doméstico, el atoro del wáter
(véase), del lavatorio o de la tina (‘bañera’), puede solu-
cionarse con el desatorador, simple ‘ventosa unida a un
mango’, que en España se llama desatascador, puesto que
allá se dice desatascar, desatrancar o desatrampar en vez de
nuestro insustituible desatorar.
Vargas Llosa usa el término cuando describe las
múltiples habilidades de un bricoleur parisino, “hombre
para todo quehacer, trabajador orquesta, capaz de des-
atorar cañerías y chimeneas...” (Contra viento y marea 3,
pág. 71).

51
AUQUÉNIDO
En su edición de 1984, el Diccionario de la Real Acade-
mia consignaba ya esta definición:

“auquénido. m. Perú. Denominación popularizada de los ca-


mélidos de los Andes meridionales. Comprende cuatro espe-
cies: llama, alpaca, guanaco y vicuña”.

La definición se mantuvo en la edición de 1992. En la


de 2001 se añade Bolivia como área de uso del término.
La Academia no da ningún étimo. Pero es claro
que auquénido es un derivado del término de nomen-
clatura zoológica Auchenia (pronunciado auquenia), que
aplicó el científico alemán K. W. Illiger a las cuatro es-
pecies de los hoy denominados camélidos sudamericanos.
La razón de la sustitución oficial del nombre está
en que auquénido —sin duda relacionado con el grie-
go auxenas ‘cuello’, por el largo pescuezo de esos ru-
miantes exclusivos de nuestro continente— había sido
aceptado anteriormente para denominar cierto género
de insectos. Y la Comisión Internacional de Nomen-
clatura Zoológica ha establecido tajantemente que el
nombre de un género o de una especie es el que se le
haya aplicado, antes que a otros, a partir de 1758, año
en que Linneo, precisamente, definió a la llama como

52
Camelus glama y a la alpaca como Camelus pacos, consi-
deradas ambas especies en el mismo género que los ca-
mellos del Viejo Mundo. (Véase Bonavia, Los camélidos
sudamericanos, pág. 11).
El mundo académico ha desechado el término au-
quénido, pero la lengua culta del Perú no lo ha hecho. Lo
conserva habitualmente en su acepción zoológica, tal vez
por economía (una palabra, auquénido, en vez de dos, ca-
mélido sudamericano). Y lo usa, además, en una acepción
figurada, a la vez peyorativa y eufemística, que hace a au-
quénido equivalente de indio, cholo, chuto, motoso, serrano y
otros términos despectivos aplicados al peruano andino.
Abundantes ejemplos de este uso humorístico y
despectivo hay en la prosa de Alfredo Bryce. Dice, por
ejemplo, en Permiso para vivir:

“Lima se empezaba a llenar de indios que habitaban en las


primeras barriadas desde los años 40 y 50. Los ‘indios de
mierda’, ‘huanacos’ o ‘auquénidos’, en fin los andinos, descu-
brían Lima y el mundo...” (págs. 295-296).

En No me esperen en abril, Manongo Sterne recuerda a


“Dámaso Pérez Prado, rey del mambo y el pecado”, y
el escándalo que causó en la Lima, todavía pacata, de
mediados del siglo XX:

“...en aquel mundo en el que chicos y chicas apenas si se atre-


ven a mambear un poco, aunque hay muchos que se niegan,
se niegan hasta a tomar una Coca-Cola porque la Coca-Cola
había patrocinado el viaje a Lima de Pérez Prado y el Cardenal
Guevara, indio burro, cuzqueño de miércoles, chuto, auquéni-
do, había amenazado con excomulgar a todo aquel que bebiera
la chispa de la vida, que bailara el ritmo de la muerte y el castigo
eterno en el infierno tan temido”. (Pág. 58).

53
En la misma obra se refiere a un condiscípulo del exclu-
sivo colegio peruano-británico San Pablo o Saint Paul:

“...el auquénido becado Corrales [...], con una fama de inte-


ligente impresionante y un más impresionante crew cut tan
norteamericano como la empresa para la que trabajaba su
padre, que en nada escondía el trinchudo y chuncho pelo con
que vino al mundo...” (pág. 163).

En otra ocasión, dice el mismo personaje de Bryce:

“...ya Mati le había contado a su mamá que en el colegio ha-


bía un serrano, nada menos que un indio del Callejón de
Huaylas, mamita, y que eso podía ser contagioso y, en todo
caso, era repugnante. Pircy Centeno se llamaba el auquéni-
do...” (pág. 189).

Si todo no estuviera contado con humor pluscuambritáni-


co, estos usos peyorativos de auquénido podrían tomarse
como expresiones de salvaje racismo y clasismo vergon-
zoso.

54
AVIONERO
Avionero es un obvio derivado de avión, palabra tomada
del francés avion, de igual significado, que es a su vez un
derivado culto del latín avis ‘ave’. Avión se usa en español
solo desde la primera guerra mundial; antes se emplea-
ba el cultismo híbrido (griego más español) aeroplano.
El sufijo -ero, que se añade a sustantivos o adjeti-
vos, puede significar en el primer caso ‘oficio, ocupa-
ción, profesión’; son ejemplos de ello jardinero, campane-
ro, ingeniero. En relación con la conducción de vehículos
diversos, son términos de la lengua general camionero,
lanchero, gondolero, y del lenguaje peruano carretillero, mi-
crobusero, triciclero.
Pero el avionero no conduce el avión. En el Perú
y en otros países del Cono Sur de América, avionero se
aplica, en primer lugar, al ‘individuo de tropa o técnico
que presta su servicio militar en la fuerza aérea’; es de-
cir, al ‘soldado del cuerpo de aviación’ y, por extensión,
también al ‘cuidador o vigilante de los aviones en la avia-
ción comercial’.
La partida de nacimiento del peruanismo avionero
tiene como fecha el 29 de mayo de 1929, día en que se
promulga un Decreto Supremo que crea el Cuerpo de
Aviación del Perú, dependiente del Ministerio de Ma-
rina y Aviación; se incluyen en dicho decreto, en orden

55
descendente, doce grados de “Personal no navegante”:
los dos últimos corresponden a “Avionero de 1ra.” y
“Avionero de 2da.”. Tres meses antes, en otro Decreto
Supremo (del 21 de febrero de 1929) que ponía bajo la
autoridad del Ministerio de Marina y Aviación a todos
los oficiales, clases, soldados, marineros y empleados
civiles, no aparece aún el término avionero: la palabra
soldado engloba a los de ambas armas.
La expresión nominal Avionero FAP, que reconoce
la pertenencia oficial del avionero a la Fuerza Aérea del
Perú, se documenta en el Decreto Legislativo N.° 439 del
27 de setiembre de 1987.
Y es interesante consignar el derivado —poco usa-
do— avionería, que aparece en el Decreto Ley N.° 7470,
del 2 de octubre de 1931. Su artículo 175.° dice:

“El ingreso al personal de tropa del C. A. P. [Cuerpo de Avia-


ción del Perú] se hará:
a) A la avionería, conscriptos y voluntarios de acuerdo con
las prescripciones del S. M. O. [Servicio Militar Obliga-
torio]”.

Mario Vargas Llosa tiene una novela, titulada ¿Quién


mató a Palomino Molero?, sobre la vida —o, mejor dicho,
sobre la muerte— de un avionero. Se ambienta en la cos-
ta del norte del Perú, al parecer en la década del 60,
y ejemplifica abundantemente los usos despectivos del
término (despectivos desde el punto de vista social y ra-
cial, no desde el ángulo propiamente lingüístico).
El infortunado Palomino Molero es “El avionero
que asesinaron en Talara. El que quemaron con cigarri-
llos y ahorcaron”. (Pág. 88).
En el curso de la investigación del homicidio —que
fue más bien una ejecución o linchamiento— el coronel

56
Mindreau, jefe de la Base Aérea de Talara, responde al
teniente Silva, encargado de dicha investigación:

“La hija del Jefe de la Base Aérea de Talara no se enamora


de un avionero —explicó, fastidiado de tener que aclarar algo
evidente— [...]. Un avionero está prohibido de poner los ojos
en la hija del Coronel de la Base...” (págs. 160 y 162).

Y cuando le preguntan sobre el ensañamiento con que


se ha cometido el crimen, el coronel Mindreau admite
que había ordenado al teniente Dufó, frustrado preten-
diente de su hija, matar a Palomino Molero, que había
huido con ella. Pero solo con un tiro en la cabeza. Y pro-
sigue, refiriéndose al ensañamiento del teniente Dufó y
el grupo de avioneros que comandaba:

“Me sorprendió. No parecía capaz de tanto. También los


avioneros me sorprendieron. Eran sus compañeros, después
de todo. Hay un fondo bestial, en todos. Cultos o incultos,
todos. Supongo que más en las clases bajas, en los cholos.
Resentimientos, complejos. Los tragos y la adulación al jefe
harían el resto. No había necesidad de esa truculencia, por
supuesto”. (Pág. 159).

En una nota periodística de abril de 1999 se lee que “se


han graduado dos promociones integradas por jóvenes
avioneros —varones y mujeres—” en cursos de capacita-
ción en el área de computación e informática. (Diario
Cambio; Lima, 2/4/99).

“Varones y mujeres”: ya tenemos avioneras.

57
AZAFATE
Azafate viene del árabe safat ‘canastilla donde las muje-
res colocaban sus perfumes y otros objetos de tocador’.
La palabra está documentada en castellano desde fines
del siglo XV con este sentido y los de ‘canastillo llano de
borde bajo’ y ‘bandeja’.
En el siglo XVI se formó el sustantivo femenino
azafata que el primer Diccionario de la Real Academia
Española, publicado entre 1726 y 1739, define así:

“AZAFATA. s. f. Oficio de la Casa Real, que sirve una viuda


noble, la qual guarda y tiene en su poder las alhájas y vestido
de la Reina, y entra a despertarla con la Camaréra mayor, y
una señora de honór, llevando en un azafáte el vestido y de-
más cosas que se ha de poner la Reina, las quales vá dando
á la Camaréra mayor, que es quien las sirve. Llámase Azafáta
por el azafáte que lleva y tiene en las manos mientras se viste
la Réina”.

Azafata era, por supuesto, una palabra anticuada cuan-


do se desarrolló la aviación comercial en el siglo XX.
Hubo entonces necesidad de encontrar un término es-
pañol para traducir los ingleses stewardess o air hostess.
Aeromoza (véase) tuvo poca fortuna en la Penín-
sula, pero es general en el Perú y se usa también en

58
otros países de América. Camarera aeronáutica y cabinera
tuvieron, por lo contrario, muy poca aceptación.
Se pensó entonces en resucitar el término histórico
azafata, y la idea tuvo un éxito inesperado en España.
Hoy su uso se ha extendido en ese país, fuera de los
aviones, a la atención de pasajeros en vehículos colecti-
vos, así como a la de visitantes de museos, y asistentes a
convenciones de diverso tipo.
Volviendo a azafate como nombre del objeto antes
descrito, la palabra cayó en desuso en el español general
a partir del Siglo de Oro, cuando fue desplazada por
el portuguesismo bandeja. La difusión de este término
se hizo junto con la del objeto nombrado, pues los na-
vegantes portugueses importaron bandejas de la India
desde principios del siglo XVII.
En el español del Perú y de otros países de Amé-
rica, sin embargo, azafate conserva plena vigencia como
término del lenguaje familiar; coexiste con la voz ge-
neral bandeja y con el americanismo charola, muy poco
usado en Lima.
Vargas Llosa, sin embargo, pone el término en boca
de sus personajes de Conversación en La Catedral:

“—Pon la charola en la mesita —dijo Santiago—. Espera, es-


tamos oyendo música.
Amalia puso la charola con los vasos y las Cocacolas frente al
retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara
intrigada”. (I, pág. 44)

59
BACÁN
La palabra bacán viene del genovés baccan que puede
significar ‘amo, dueño, patrón, capitán de barco, jefe de
familia’. De los inmigrantes genoveses en la Argentina
pasó la palabra al lunfardo, la jerga rioplatense, a fines
del siglo XIX.
En lunfardo bacán tuvo al principio los sentidos an-
tagónicos —y hoy obsolescentes— de ‘chulo, rufián’ y
‘hombre que mantiene a todo lujo a una querida’. Pero
actualmente, en el habla coloquial argentina, el término se
emplea también en femenino; bacán o bacana es la ‘persona
que vive con lujo’: vivir como un bacán, o como un gran bacán,
equivale a vivir como un pachá. Bacán y bacana se aplican
también a objetos con el sentido de ‘elegante, de lujo’.
Se usan asimismo en la Argentina derivados tales
como bacanaje ‘conjunto de personas adineradas y de
alta sociedad’; bacanería ‘condición de bacán’, ‘elegancia
propia del bacán’; abacanarse ‘adoptar los gustos y hábi-
tos de un bacán’, con su participio adjetivado abacanado,
abacanada.
Los usos argentinos de bacán y de sus derivados,
propagados inicialmente en Sudamérica a través de las
letras de los tangos, llegaron al Perú solo tardía y res-
tringidamente, pero han alcanzado —en los sentidos to-
mados— una gran vitalidad y muy amplia difusión.

60
En nuestra habla coloquial bacán se oye —sobre
todo entre los jóvenes— en expresiones encomiásticas:
¡qué bacán!, bien bacán, más bacán; también es frecuente el
uso de la reduplicación bacán, bacán. El término puede
referirse a uno u otro sexo (la forma femenina bacana no
se usa en el Perú).
El diminutivo masculino bacancito tiene entre no-
sotros un matiz que puede ser, según el caso, irónico,
peyorativo o desafiante; se aplica al hombre presumido,
pretencioso o prepotente que ostenta ciertos signos de
riqueza.
La forma camba, resultante de la inversión silábica
de bacán, se usa como su equivalente tanto en el lunfar-
do argentino como en la replana peruana. La inversión
silábica fue un recurso conocido de la germanía o jerga
española del siglo XVI, la cual incluía el vesre o habla al
revés; lo es hoy, igualmente, del lunfardo argentino y de
la replana peruana.

61
BALOTEAR
Balota, diminutivo de bala (la terminación -ota se explica
porque la palabra se tomó del francés ballotte), se usa en
castellano desde el siglo XVI para designar la bolita o
pelotilla, blanca o negra, con que en algunas congrega-
ciones religiosas se expresaba el voto secreto, favorable
o desfavorable, en las elecciones de determinadas auto-
ridades eclesiásticas.
En el Perú el uso de la palabra balota se extendió
para designar las bolitas numeradas, correspondientes a
cada punto del programa de una materia o curso, que
el alumno universitario extraía a ciegas de un ánfora o
jarrón durante los exámenes orales finales. Balotaje, del
francés ballotage era la lista de balotas correspondientes a
los temas de un curso. Este uso se ha olvidado junto con
el solemne sistema de exámenes orales ante un jurado,
usual en la Universidad de San Marcos hasta mediados
del siglo XX.
Balotaje ‘conjunto de balotas o temas numerados
para un examen’ ha sido sustituido por balotario. En la
Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia se llama balotaje
(a veces pronunciado a la francesa, ballotage) la segunda
vuelta electoral.
El uso de balotas blancas o negras para expresar el
voto secreto favorable o desfavorable tuvo plena vigencia

62
en el Senado del Perú, y la tiene todavía en algunas aso-
ciaciones y clubes. Balotear, como verbo transitivo, es ‘des-
aprobar por una mayoría de balotas negras’; su postverbal
es baloteo. Balotear y baloteo no aparecen como peruanis-
mos en el DRAE 2001; sí los otros usos sudamericanos
mencionados.
La votación secreta con balotas blancas (aprobato-
rias) y negras (desaprobatorias) se usaba en el extinto
Senado, hasta hace pocos años, para la ratificación de
embajadores y la aprobación del ascenso de altos jefes
de la Fuerza Armada.
El más sonado baloteo en nuestra historia política
fue el infligido en 1981 a Javier Pérez de Cuéllar, pro-
puesto por el presidente Fernando Belaunde como em-
bajador en el Brasil. El distinguido diplomático peruano
fue luego elegido como Secretario General de la Orga-
nización de Naciones Unidas, cargo que desempeñó por
dos periodos consecutivos.

63
BASUREAR
En el habla familiar del Perú y de los países del Cono
Sur, basurear tiene los sentidos de ‘menospreciar’ o ‘tra-
tar despectivamente’ a una persona. El postverbal es ba-
sureo; también se usa el participio femenino sustantivado
basureada.
Basurear es un obvio derivado de basura, que viene
del latín popular versura, derivado de verrere, verbo la-
tino del cual sale el castellano barrer. Basura es, pues, en
primer lugar, la que se junta y recoge barriendo y, de allí,
casi todo tipo de desecho, residuo o desperdicio. En sen-
tido figurado, basura se aplica a aquello considerado des-
preciable y se emplea, referido a personas, como insulto.
Si basura viene de versura y barrer de verrere, ¿por
qué basura y barrer se escriben con b y no con v? Por-
que el uso es el amo del lenguaje, y el mal uso puede
serlo también algunas veces. Hay casos similares a los
de basura y barrer, en los que la costumbre ha consa-
grado, como correctas, grafías antietimológicas: boda y
abogado, por ejemplo, deberían escribirse con v, puesto
que sus étimos latinos son, respectivamente, vota y ad-
vocatus.
En las novelas de Mario Vargas Llosa se documen-
ta muchas veces el peruanismo basurear. Así, en La casa
verde:

64
“Él te estaba basureando, Selvática —dijo Josefino—; perdías
tu tiempo con el cachaco”. (Pág. 351).

En Conversación en La Catedral:

“...don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no


era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de
basurearlo...” (I, págs. 58-59).
“Y no lo basurées [sic] mucho. Como quien no quiere la cosa,
ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza
del General”. (Íd. íd., pág. 179).
“—¿Así que a mí me basureas, amorcito? —se rió Malvina...”
(íd. II, pág. 167).

En La tía Julia y el escribidor, el doctor Quinteros dice a


Richard:

“...entre los admiradores de tu hermana, estaban los mejores


partidos de Lima. Mira que basurearlos a todos para terminar
aceptando al Pelirrojo...” (pág. 36).

Y en ¿Quién mató a Palomino Molero? dice Lituma al te-


niente Silva:

“A mí me pareció que el Coronel nos basureaba a su gusto, que


nos trató peor que a sus sirvientes”. (Pág. 47).

Se usa también, en el Perú y otros países de Suramérica,


el derivado basural, aplicado a lo que en España se llama
basurero: ‘lugar en que se deposita la basura’, ‘muladar’.
Basurero designa también, en todas partes, al tra-
bajador que se ocupa de la recolección de la basura. En
América —el Perú incluido— el término se aplica, ade-
más al cubo (o tacho) de basura y a la papelera

65
BEBE
Baby por ‘niño de pecho’ se documenta en inglés desde
el siglo XV (la forma original era babe, con el sentido de
‘niño’ en general).
Baby pasó al francés a mediados del siglo XIX. Al
adaptarse a la fonética de ese idioma, la palabra se pro-
nunció como aguda. Se escribió bébé, pero los acentos in-
dican el timbre cerrado de ambas vocales y no el acento
de intensidad, que va siempre, según la estructura de la
lengua, en la última sílaba.
Del francés tomó el español la correspondiente
forma aguda bebé, documentada ya en la “Canción de
otoño en primavera” de Rubén Darío.

“En sus brazos tomó mi ensueño y lo arrulló como a un bebé...”.

Bebé desplazó, en el español afrancesado de principios


del siglo XX, a los términos tradicionales castellanos ro-
rro, nene, criatura, crío o cría (no a guagua en gran parte
del área americana de sustrato quechua).
El Diccionario de la Real Academia Española inclu-
ye bebé a partir de su edición de 1970.
En el Perú el galicismo bebé se siente hoy como un
uso algo afectado; la lengua culta familiar ha preferido
(como en la Argentina y el Uruguay) el préstamo directo

66
del inglés, por vía oral: bebe. En el Río de la Plata bebe
tiene un femenino, beba, pero en el Perú se dice el bebe,
la bebe; la variación para el género solo se da en el di-
minutivo: el bebito, la bebita (se ha dicho también antes el
bebecito, la bebecita). Sin embargo, el DRAE repite, en sus
ediciones de 1984, 1992 y 2001, el error de incluir al
Perú en el área americana de las formas bebe, beba.
Es curioso que Julio Ramón Ribeyro use varias ve-
ces bebé en la década del 50, pero bebe en la del 60. A su
hermano le dice, sobre Alberto Escobar y desde Múnich,
en noviembre de 1955:

“Escobar, poeta laureado, hace varios años que está aquí. Lo


he visto en varias ocasiones. Su mujer está encinta y espera
bebé para febrero”. (Cartas a Juan Antonio, I, pág. 85).

Y el 2 de marzo de 1956 le comunica: “Escobar ya tuvo


su bebé (mujer)”. (Íd. íd., pág. 100).
Pero doce años más tarde, ya radicado en París,
escribe en su diario estas domésticas y patéticas confe-
siones:

“Las condiciones en que trabajo (sentarse ante la máquina


para escribir lo que deseo) son inhumanas. Antes era encon-
trar las horas necesarias en el día. Ahora son a la semana, a
veces al mes. Tengo que conquistarlas empecinadamente. Tie-
nen que confluir además tantas circunstancias favorables: que
esté despejado, que Alida salga con el bebe, que si sale sola el
bebe se entretenga con sus juguetes o se duerma, que no llegue
una visita, que no me moleste la úlcera, etc. Ahora, para po-
der escribir, (Alida fue a almorzar a la casa de C. G.) tuve que
encargarme del bebe desde las doce del día: almuerzo, paseo
a un jardín, juego, baño, comida, nuevamente juego y luego
45 minutos, exactamente por reloj, 45 minutos de mecida en

67
mis brazos, ya cansados, para que se duerma”. (La tentación del
fracaso, II, págs. 135-136; anotación de julio de 1968).

El bebe de Ribeyro era ya entonces un niño que sabía an-


dar, pues en la anotación del 20 de setiembre, dos meses
después, se lee:

“Tres horas tratando de hacer dormir al bebe para poder ve-


nir a mi mesa y escribir algo. Cada vez que me alejaba de la
cama en puntas de pie se despertaba y comenzaba a llorar y a
llamarme. Finalmente lo dejo despierto y vengo. Se baja y me
sigue, sin llorar esta vez y queda a mi lado, silencioso a pesar
de que le he gritado”. (Íd. íd., pág. 137).

Alfredo Bryce, en cambio, solo usa la forma americana


bebe. En La vida exagerada de Martín Romaña escribe:

“...no falta incluso quien me habla de Herodes al ver lo indi-


ferente que me dejan los bebes. Pero no me dejan indiferente
los bebes, lo que pasa es que me hago el frío, el duro, el seco,
cualquier cosa antes que cargar a un bebe y meterle un dedo
al ojo o apretarlo demasiado fuerte por andar acariciándolo
cariñosísimo o nerviosísimo”. (Pág. 291).

Bryce usa también el derivado abebarse por aniñarse:

“Incluso Inés se me abebaba a veces y nos encontrábamos ha-


ciendo el amor a los cinco años con temor al pecado...” (íd.
Íd., pág. 200).

El participio adjetivado abebado se usa más que el verbo


mismo, con el sentido de ‘aniñado, pueril’.

68
BEIGE
Beige es una palabra —de origen incierto— muy anti-
gua en francés, pues se documenta en esa lengua desde
principios del siglo XIII. Se aplicó originalmente a la
‘lana de oveja sin teñir’, y luego a su ‘color blanquecino-
amarillento’.
Beige pasó del francés al inglés a mediados del siglo
XIX, con análogos significados. En español el préstamo
es más tardío, pues la palabra no aparece todavía en el
Diccionario de galicismos de Baralt (1855). Tampoco en las
sucesivas ediciones del Diccionario de la Real Academia
Española, incluida la de 1984. Se registra en la de 1992
de esta manera:

“beige. (Del fr. beige). adj. Dícese del color castaño claro”.

El DRAE 92 también registra la versión castellanizada


beis (el Diccionario de uso de Moliner incluye una segun-
da forma resultante de adaptación fonética al español:
bes). Pero en la edición de 2001 del DRAE, beige descien-
de en cuanto a estatus: aparece en cursiva, como los
préstamos más crudos, y la variante castellanizada beis es
la que trae la etimología y la definición.
Ni beis ni bes son usuales en el español de América.
En el Perú y Méjico la pronunciación corriente es beish,

69
más próxima a la inglesa que a la francesa (en francés no
se pronuncia con un diptongo ei, sino con una e abierta).
En cuanto a la consonante final, el español de gran
parte de América incluye la consonante sh (palatal fri-
cativa sibilante sorda) como fonema extrasistemático,
gracias al sustrato de diversas lenguas indígenas que lo
poseen, entre ellas, el quechua.
Sobre el sector cromático que corresponde a bei-
ge, divergen diccionarios, lexicones y enciclopedias, for-
mando un verdadero abanico de colores y matices:
Para el DRAE, como hemos visto, beige equivale a
castaño claro. Para el Diccionario de uso de Moliner, a ocre.
Según el Diccionario Vox, beige es igual a pajizo, amarillen-
to. Para algunos lexicones equivale al color del café con
leche (o, más bien, de la leche con café). Otros vocabularios
hacen a beige equivalente de leonado (rubio oscuro), jal-
de (amarillo subido) o tórtola (del color de la tórtola do-
méstica, ceniciento rojizo). Alguna enciclopedia describe
el color secundario beige como un “compuesto de ocre,
blanco y siena” (siena es “castaño más o menos oscuro”).
Para la percepción cromática del peruano, el beige está
muy cerca del sepia, que es el color castaño claro usado
en fotografía (del nombre del molusco de ese color, lla-
mado también jibia).
Beige pertenece al ámbito de la lengua culta fami-
liar peruana, y es realmente insustituible referido a telas
y prendas de vestir. Con humor y cruel realismo, Ricar-
do Blume llama “Costa Beige” a la árida orilla de los
balnearios de Lima, cuyo nombre oficial y optimista es
Costa Verde.
En el primer —y magnífico— capítulo de El pez
en el agua, titulado “Ese señor que era mi papá”, Ma-
rio Varias Llosa relata cómo, a sus felices diez años de
edad, su madre lo llevó —intempestiva y secretamente—

70
a conocer a un padre a quien hasta entonces había creí-
do muerto:

“Entramos al Hotel de Turistas [de Piura] y, apenas cruzamos


el umbral, de una salita que se hallaba a mano izquierda se
levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un ter-
no beige y una corbata verde con motas blancas. ‘¿Este es mi
hijo?’, le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba
desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa,
congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto
que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes
y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de mari-
no del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el senti-
miento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creí
muerto”. (Pág. 29).

Ese señor de terno beige que era su papá había regresa-


do para quebrarle la infancia. Pero también para conso-
lidar —por oposición y sin proponérselo— su vocación
de escritor.

71
BÍPER
En inglés, beep es una moderna palabra onomatopéyica
que inicialmente se aplicaba al toque intermitente de la
bocina del automóvil y hoy se aplica también a las seña-
les acústicas cortas y repetidas que emiten ciertos apara-
tos electrónicos usados en la telecomunicación.
Del correspondiente verbo inglés to beep ‘emitir
sonidos intermitentes’ sale el derivado beeper, designa-
ción de un pequeño aparato portátil que emite señales
acústicas para comunicar al usuario que debe leer, en su
pantalla, el mensaje que en ella corre.
Don Fernando Lázaro Carreter se refiere en una
ocasión a “la difusión en España de esos aparatos que
advierten al portador, dándole pitidos en el bolsillo, que
se le está requiriendo en alguna parte (otra monstruosa
invención para dificultar aún más la huida de nuestras
obligaciones)”. (El dardo en la palabra, pág. 626). El en-
tonces Presidente de la Real Academia Española no usó
en ese párrafo palabra alguna para designar en español
al aparatito que califica de “insolente ingenio”. Pero la
edición de 1992 del Diccionario oficial consigna ya dos
términos para traducir el inglés beeper.
Uno es mensáfono, “aparato portátil que sirve para
recibir mensajes a distancia”. Este neologismo técnico,
derivado de mensaje con el sufijo griego que significa

72
‘sonido’, sigue la línea de teléfono, micrófono, dictáfono.
El Diccionario registra también el derivado mensafónico, -a.
El otro nombre académico del beeper es buscaperso-
nas, palabra compuesta de verbo en tercera persona sin-
gular y sustantivo en plural, a la manera de besamanos,
buscapiés, limpiabotas o picapleitos. Buscapersonas aparece
en el DRAE 92 y en el DRAE 2001 sin definición, remiti-
do al cultismo mensáfono. También se consigna la forma
abreviada busca, de género masculino: un busca es un
buscapersonas, un mensáfono o un beeper.
En el habla peruana se ha generalizado en los últi-
mos años el término beeper pronunciado, a la inglesa, bí-
per, lo cual demuestra que el préstamo se ha tomado por
vía oral. Debería adoptarse, por lo tanto, la grafía castella-
nizada bíper, tal como se hizo en el caso análogo de líder,
que reproduce la pronunciación del inglés leader.
En el español del Perú se usa también el verbo bi-
pear, derivado anómalo de bíper: lo regular habría sido
*biperear, que nadie usa.
Pero si no se usa *biperear, sí se documenta beepe-
razo —a la manera de paquetazo (véase), cuartelazo, caba-
llazo—. Dice, por ejemplo, Federico Salazar:

“Al margen del tema de la reelección [del Presidente Fujimo-


ri], es más evidente que nunca que se requiere un Congreso
mucho más independiente de la consigna. Nos molesta por
igual el beeperazo oficialista como el dramatismo de la oposi-
ción”. (En el diario limeño Gestión; Lima, 4/1/98, pág. 8).

Exigente, sin duda, el periodista político.

73
BIVIDÍ

En Hombres y rejas, novela concluida en la Penitenciaría


de Lima en diciembre de 1935, escribe el entonces preso
político Juan Seoane:

“El Grandazo aparece de repente en mi reja. Su figura an-


cha y gigantesca adosada a ella, ensombrece la celda. El bivi-
dí abierto [sic] sobre el pecho, le vuela encima del rayado”.
(Pág. 149).

En Lima en rock, Oswaldo Reynoso pone en el monólogo


interior de un personaje:

“Esa camisa roja que está en la vitrina es bonita pero cara. Es


marca B. V. D.”. (Pág. 13).

B. V. D. —pronunciado, a la inglesa, bividí— se refería


a una marca comercial de ropa masculina. La firma se
estableció en los Estados Unidos en 1876, y las iniciales
de los apellidos de los tres socios —Bradley, Voorhees y
Day— dieron origen a la sigla B. V. D. y a la consiguiente
marca registrada.
En las citas anteriores de Seoane y Reynoso, sin
embargo, los usos de bividí —o B. V. D.— no coinciden

74
con la acepción actual del término en el español del
Perú: ‘camiseta masculina muy escotada y sin mangas,
generalmente de tejido de punto blanco y ceñida al
cuerpo’.
Estar en bividí equivale a estar en paños menores.
Reynoso usa también esa expresión:

“Miguel, en bividí, colérico, paseaba de un lado a otro, por el


estrecho dormitorio”. (En octubre no hay milagros, pág. 123).

Augusto Elmore escribe acerca del bajo nivel socioeco-


nómico del público que asistía —antes de su incendio—
al Teatro Municipal de Lima:

“En ese tipo de camiseta llamada bividí, shorts, sayonaras y


otras vestimentas similares, los asistentes revelaron la enor-
me distancia que se ha creado en la ciudad entre los dife-
rentes estamentos ciudadanos. [...] los buenos modales no
han matado a nadie. Mientras que el ala [‘sobaquina’] de un
hombre en bividí, probablemente sí”. (En su columna “Lugar
común”; Caretas, 19/2/98).

El término bividí ha experimentado últimamente un im-


portante ascenso social, pues se aplica también a pren-
das femeninas, no interiores, de diferentes colores y tex-
turas, que solo tienen en común con la ‘camiseta blanca
de algodón, sin mangas’, lo más esencial de su diseño.
Por un error de la Academia Peruana de la Len-
gua solo apareció en el DRAE 2001 la forma popular
del préstamo: bivirí. Es probable que en la próxima edi-
ción del Diccionario no se incluya ninguna de las dos
variantes.

75
BLANQUIÑOSO
Blanquiñoso se aplica en el Perú a quien tiene la piel más
o menos blanca y un nivel socioeconómico generalmente
superior al de quien profiere —a veces con resentimien-
to— dicho calificativo. En Los últimos días de La Prensa,
de Jaime Bayly, un periodista de baja extracción social,
que ha sufrido las penalidades de una guerra, les dice a
un par de jóvenes aprendices de periodistas, que lo han
tenido todo fácil:

“—Ustedes, muchachos blanquiñosos hijos de buena familia,


no saben lo que es pasar penurias...”. (pág. 55).

Blanquiñoso, en su origen término de replana, ascendió al


nivel de nuestro lenguaje coloquial hace más de medio
siglo. Su difusión parece haberse debido, por lo menos
en parte, a la letra de algunos valses criollos del compo-
sitor Mario Cavagnaro.
En La ciudad y los perros monologa así el protagonis-
ta, alumno del Colegio Militar:

“No hay muchos blanquiñosos en el colegio, el poeta es uno


de los más pasables. A los otros los tienen acomplejados,
zafa zafa, blanquiñoso, mierdoso, cuidado que los cholos te ha-
gan miau. Sólo hay dos en la sección [...]. Raro que los dos

76
blanquiñosos de la sección ni se hablen, nunca han sido patas
[‘amigos’] el poeta y Arróspide, cada uno por su lado ¿ten-
drán miedo de que uno denuncie al otro de cosas de blan-
quiñosos? [...]. Los blanquiñosos son pura pinta, cara de hom-
bre y alma de mujer, les falta temple...” (págs. 228-229).

Vargas Llosa asocia a los blanquiñosos con la Marina de


Guerra del Perú. Dice también en la obra antes citada:

“Hay perros [cadetes de primer año del Colegio Militar] que


dicen voy a ser militar, voy a ser aviador, voy a ser marino,
todos los blanquiñosos quieren ser marinos”. (Pág. 142).

La misma idea sobre la relación entre la Marina y los


blanquiñosos tiene Alfredo Bryce. Dice que la revolución
militar de 1968 resultó en:

“...los cholos al poder gracias al porrazo de Estado de las Fuer-


zas Armadas todas; menos la Marina, que por blanquiñosa y
requisito de estatura superior a la media bien baja nacional,
para ingresar al cuerpo, siempre fue sospechosa de... Pues de
eso, de blanquiñosa y contrarrevolucionaria”. (No me esperen en
abril, pág. 246).

Blanquiñoso es un obvio derivado de blanco, equivalente


de la forma académica blanquinoso (y ambos sinónimos de
blanquecino, blancuzco, blanquizco). El sufijo final, -oso, es un
morfema favorito en la formación de sustantivos y adje-
tivos típicos de nuestra habla coloquial. Hay muchísimos
peruanismos acabados en -oso, entre ellos adefesioso, bo-
rrachoso, chiquitoso, detalloso, disticoso, laberintoso, paciencioso,
palomilloso, primarioso, ninguno de los cuales está registra-
do en el Diccionario de la Academia (tampoco mierdoso, do-
cumentado en la cita anterior de Vargas Llosa).

77
Pero, entre blanco (o, mejor dicho, su radical blanc-) y el
sufijo final -oso en blanquiñoso, está presente otro sufijo: -iño,
muy poco frecuente en español. Es, en cambio, el morfema
de diminutivo peculiar del portugués y del gallego.
Son excepcionales las palabras castellanas forma-
das con ese sufijo de diminutivo (una de ellas es corpiño,
derivado de cuerpo). Es un hecho curioso, entonces, que
se haya formado modernamente un peruanismo como
blanquiñoso, con un sufijo que tiene tan débil función en
la morfología del español general.
Volviendo a los usos del término, blanquiñoso se
refiere predominantemente —como se ha visto en los
ejemplos de tres escritores nuestros— a la piel blanca.
Pero puede aplicarse excepcionalmente al cabello blanco,
según se documenta, también, en la obra de Bayly antes
citada.
El protagonista comenta con su abuela, a la vuelta
de una visita al diario La Prensa:

“—Buena gente el director, ¿no?


—Un gran tipo, un hombre muy moral. ¿Sabes cómo le dicen
en la parroquia?
—¿Cómo?
—Raspadilla [‘raspaduras de hielo’] sin jarabe. —¿Por qué?
—Porque tiene el pelo tan blanquiñoso que parece hielo de
raspadilla, pues”. (Pág. 12).

La forma femenina sustantivada blanquiñosa designa, en


replana, la cocaína, que en su forma de clorhidrato tiene
la contextura y la apariencia de un polvo blanco.

78
BONHOMÍA
Bonhomía por hombría de bien, benevolencia, sencillez es un
término exclusivo de la lengua culta, sobre todo de la es-
crita. Hoy bonhomía se lee a uno y otro lado del Atlántico,
lo mismo en la prosa de un Sábato que en las columnas
del diario madrileño El País.
En realidad, la palabra bonhomía se usa en la
lengua culta desde mediados del siglo XIX. Ha sido,
desde entonces, incansablemente combatida por el
purismo, comenzando por el influyente Diccionario de
galicismos publicado en 1855 por el venezolano Ra-
fael María Baralt.
Bonhomía se tomó del francés bonhomie que significa
‘bondad’, ‘franqueza’, ‘ingenuidad’ y también ‘excesiva
credulidad’, ‘simpleza’; el término está documentado en
esa lengua desde el siglo XVIII. Bonhomie viene de bon
homme ‘buen hombre’, locución nominal soldada en el
sustantivo bonhomme que tiene los sentidos (sustantiva-
dos) de ‘bonachón’, ‘crédulo’, ‘inocentón’ y se refiere, en
principio, al aldeano o al campesino, tenidos general-
mente por ingenuos.
A pesar de su uso culto, y aun literario, durante
siglo y medio, bonhomía no se incluía aún en la edición
de 1992 del Diccionario oficial de la Real Academia
Española.

79
Ya se registra en el DRAE 2001 con este texto:

“bonhomía. (Del fr. bonhomie). f. Afabilidad, sencillez, bondad


y honradez en el carácter y en el comportamiento”.

Pero desde medio siglo antes estuvo en el limbo de los


términos cuya existencia se comprueba aunque no se
oficializa: ya aparece en el Diccionario manual e ilustra-
do de la lengua española, edición de 1950, precedido del
asterisco correspondiente: “*bonhomía. f. Es galicismo.
Ingenuidad, candor, bondad”.

80
BREVETE
En el Perú se llama brevete la licencia de conducir un au-
tomóvil, ómnibus, camión, etc. Son usuales expresiones
verbales tales como sacar brevete, tener brevete, perder el
brevete, y también “su brevete, por favor”, pedido de un
policía de tránsito que puede producir escalofríos en au-
tomovilistas omisos u olvidadizos.
También se usa entre nosotros el verbo transitivo
brevetar y su forma pronominal brevetarse. El participio
brevetado, brevetada cumple igualmente función de ad-
jetivo: “se necesita chofer brevetado”. Mariátegui dice
de Gamarra “El Tunante” que “no diploma ni breveta
su obra de autoridad de academias ni ateneos”. (7 en-
sayos, pág. 194). Brevetaje es el trámite para obtener
brevete.
Brevete viene de brevet, palabra que en francés (la
t final es muda) designa certificados de estudios, diplo-
mas estatales, diplomas militares de mecánico o de pi-
loto aviador y también patentes de invención. Pero el
permiso de conducir un automóvil se llama precisamen-
te permis de conduire (abreviado usualmente en permis) y
no brevet.
¿De dónde sale, entonces, el uso peruano? Lo más
probable es que el galicismo sea, según su vía inmediata,
un argentinismo:

81
A principios del siglo XX, cuando la aviación se
iniciaba en la América hispana, se usó en la Argentina
el galicismo brevete (forma que prueba que el préstamo
lingüístico se había tomado del francés por vía escrita,
no oral) para designar el título de aviador. Brevete pasó
probablemente al Perú, con ese sentido, junto con otros
términos rioplatenses corrientes en la época de auge y
de gran influencia cultural de la Argentina, poco antes
de la primera guerra mundial.
Pero en el Perú el galicismo brevete experimentó un
cambio semántico: de designar el título de aviador pasó
a designar la licencia de conducir un vehículo automotor
terrestre. Sin embargo, en el reglamento peruano co-
rrespondiente se evita sistemáticamente el peruanismo
brevete y se emplea solo la expresión del español general
licencia de conducir.

82
CACHETADA
La palabra cacha se documenta en castellano desde el
siglo XIII con el significado de ‘cada una de las dos pie-
zas que forman el mango de la navaja’. Cacha tomó más
tarde el sentido figurado de ‘mejilla, carrillo’; con este
mismo significado se empieza a usar, desde el siglo XVI,
su derivado cachete.
De cachete ‘mejilla, carrillo’ se deriva en España
cachetudo ‘carrilludo, mofletudo’: lo que en América
llamamos cachetón. En la Península, cachete es también
sinónimo de su derivado cachetada ‘bofetada’. El verbo
equivalente a abofetear es en España acachetear y en Amé-
rica, sin prefijo, cachetear.
Hace más de un siglo (en 1883) Juan de Arona cri-
ticaba, en su Diccionario de peruanismos, nuestra “tenden-
cia democrática [...] a preferir siempre la palabra vulgar
a la culta”. Y daba de ello abundantes ejemplos:

“Mucho más decimos pescado que pez, candela que fuego, co-
lorado que rojo, plata que dinero, pila que fuente, barriga que
vientre, baraja que naipe, pelo que cabello, cáscara que corte-
za, flojera que pereza, cachete que carrillo ó mejilla...” (pág.
XXII).

Y en el artículo cachete puntualizaba:

83
“...no nos atrevemos á decir carrillo ó mejilla, temerosos de
pasar por afectados, pulcros y hasta por poéticos. No deja de
dar el Diccionario á cachete como igual á carrillo ó mejilla; pero
nunca hemos visto usar ese término tan feo á los españoles,
salvo por excepción y venir al caso.
Siendo tal nuestra preferencia por la palabra ésta, es natu-
ral que cachetada (provincialismo puro) prive mucho más que
bofetada. Las mujeres sobre todo, no usan otra palabra: ‘te
daré de cachetadas’ (á hombre ó mujer) amenaza que no debe
sorprender á los de fuera...” (págs. 78-79).

En No me esperen en abril, Alfredo Bryce nos da pruebas


fehacientes de que las peruanas de hoy siguen propi-
nando cachetadas, y aun cachetadones. En la escena de la
ruptura de los enamorados, por ejemplo:

“El cachetadón que le arreó Tere fue impresionante. Y le dio


dos. Y juácate, tres. Y Manongo tan campante, tan sonriente,
aunque le sangraba la nariz y, ahora que se lo tocó, también
el labio. [...] Ya casi lloraba Tere y después ya lloró sin casi, a
mares, y a llenar los mares con su llanto, porque Manongo,
en cada cachetadón, lo único que soltó fue un peruanísimo
[sic] ‘chispas, Tere’, ante el dolor...” (págs. 463-464).

El aumentativo cachetadón está en la línea de otros tales


como patadón, y ambos en la de paredón, almohadón, etc.

84
CAMPUS
En España y la América hispana es relativamente recien-
te el uso de campus con el sentido de ‘recinto universita-
rio’ o ciudad universitaria, locución nominal esta última
que tiene ya alguna tradición en nuestra lengua.
En latín, campus (de donde, obviamente, viene la
palabra española campo) significaba ‘campiña’, ‘espacio
abierto y llano’ situado no solo fuera de la ciudad sino
también dentro de ella; en Roma el término llegó a apli-
carse aun a la plaza pública.
Pero en el inglés de los Estados Unidos de América
—no en el de Inglaterra— el latinismo campus empezó
a usarse desde fines del siglo XVIII con el sentido de
‘recinto universitario’, incluidos sus edificios y áreas li-
bres, y también con el significado de ‘área verde central’
dentro de dicho recinto.
Parece que el uso nuevo de campus (que llegó a de-
sarrollar en el inglés americano un plural campuses) sur-
gió primero en la universidad de Princeton (New Jersey)
y desde allí se difundió en la mayor parte de las demás
universidades de los Estados Unidos. Sin embargo, una
de las que se resistió al cambio, apegándose al uso del
término tradicional yard ‘patio’, fue la muy prestigiosa
Universidad de Harvard (Massachusetts). En la de Vir-
ginia el término local equivalente es lawn ‘césped’.

85
Campus no aparecía aún en la edición del Dicciona-
rio de la Academia de 1984. Aceptado el término por la
Corporación en 1987, se incluyó en la edición del DRAE
de 1992 como sustantivo masculino invariable para el
plural (los campus). La definición “conjunto de terrenos
y edificios pertenecientes a una universidad” se mantie-
ne en la edición de 2001.

86
CANDIDATEAR
En el Perú y en otros países de la América del Sur se usa el
verbo intransitivo candidatear con el sentido de ‘presentarse
como aspirante o candidato a un cargo, premio u honor’.
En el Río de la Plata se usa, también con esos senti-
dos, el pronominal candidatearse. Candidatear, como verbo
transitivo, expresa allá la idea de ‘proponer o nominar a
alguien para un cargo o dignidad’, con su consentimien-
to o sin él. En Colombia, en cambio, se prefiere con este
sentido el derivado candidatizar, formado con el produc-
tivo sufijo verbal de frecuentativo -izar.
Candidatear y candidatizar se tienen generalmente
como términos exclusivos del español de América, pero
hay datos recientes sobre el uso de ambos verbos en me-
dios de comunicación de la Península.
En cuanto al uso peruano, en 1984 Ricardo Blu-
me criticaba acerbamente a los senadores que balotearon
(véase balotear) al diplomático Javier Pérez de Cuéllar,
propuesto para el cargo de embajador en el Brasil.
Blume, asqueado del sentimiento destructivo que
parece reinar entre peruanos, se preguntaba:

“¿Renunció por decoro alguno de los autores de esa mezquin-


dad que nos puso en el más sublime de los ridículos? Ninguno.
Algunos hasta están candidateando”. (Como cada jueves, pág. 82).

87
No renunciaron. Pero, como con pautas torcidas se hacen
renglones derechos, esa inaudita torpeza del Senado pe-
ruano propulsó, en cierto modo, a Pérez de Cuéllar has-
ta ocupar el alto cargo de Secretario General de las Na-
ciones Unidas, para el cual fue aun reelegido.
Años más tarde, Mario Vargas Llosa escribe sobre
su campaña electoral presidencial de 1990 y se refiere a
su íntimo amigo de juventud, el economista Javier Silva
Ruete:

“Javier, que había aceptado mi propuesta de ser el comisio-


nado de la privatización, accedió, también, a no candidatear al
Congreso, para dedicarse a tiempo completo a esta reforma”.
(El pez en el agua, pág. 370).

Candidatear es un obvio derivado de candidato, palabra


que está documentada en castellano desde mediados del
siglo XVI. Candidato viene del latín candidatus, de igual
significado y derivado, a su vez, de candidus ‘blanco’,
porque en Roma los candidatos a ocupar un cargo pú-
blico vestían toga blanca.
La edición de 2001 del DRAE registra ya candida-
tear como uso del Perú, Chile y la Argentina.

88
CANIBALIZAR
En el Perú y en otros países de América se usa el verbo
canibalizar con el sentido de ‘desmantelar, desarmar una
máquina para aprovechar sus piezas, como repuestos,
en otras máquinas semejantes’.
El término se aplica, sobre todo, a vehículos de
transporte terrestre, barcos y aviones. En un número de
la revista limeña Sí (de noviembre de 1988) se lee, por
ejemplo, que en la compañía de aviación Aeroperú “los
repuestos se consiguen canibalizando aviones”.
Canibalizar es un anglicismo muy moderno. Se ha
tomado del inglés (to) cannibalize, documentado desde
mediados del siglo XVII; la acepción con que ha pasado
al español de América data de la segunda mitad del siglo
XX. Se usa también entre nosotros el sustantivo canibali-
zación, que corresponde al inglés cannibalization.
El étimo de todas estas palabras es un antiguo indi-
genismo de América: caníbal, documentado ya en el Dia-
rio de Colón y luego en los llamados cronistas de Indias.
Caníbal resulta de una alteración de caríbal, que a su vez
es una variante de caribe; otras variantes documentadas,
todavía más alejadas desde el punto de vista fonético,
son carina, calina y galibi.
En la lengua que hoy llamamos caribe, este término
significaba, precisamente, ‘gente’. Con un etnocentrismo

89
cultural común a muchos pueblos antiguos (y modernos),
los caribes de las costas de Venezuela tenían este lema: Ana
carina rote, que significa ‘solo nosotros somos gente’.
Otro gran pueblo indígena habitante de las costas
septentrionales de Sudamérica y de las Antillas Meno-
res era el arahuaco. Los arahuacos de las Antillas, llamados
también taínos, dieron a los descubridores españoles no-
ticias aterradoras sobre los caribes, a quienes temían por
su crueldad y antropofagia; esta última, sin embargo,
parece haber sido meramente ritual.
Iniciada la colonización del Nuevo Continente, los
conquistadores españoles aplicaron el apelativo de cari-
bes a los indígenas rebeldes o indomables pertenecientes
a cualquier grupo étnico. A partir de este uso, la palabra
caribe llegó a tomar el sentido figurado de ‘hombre cruel
y sanguinario’; algo semejante sucedió con la variante
caníbal.
Así, Bolívar afirma que los españoles “en los países
que dominan, no imaginan, no piensan, son caníbales”.
(O’Leary, Memorias, XIV, pág. 92; cfr. t. M. Hildebrandt,
Léxico de Bolívar, págs. 419-422). Y su importante enemi-
go, el general español Pablo Morillo, se refiere en una
ocasión al “caribe Bolívar”. (Véase Madariaga, Bolívar, I,
pág. 569).
Por otra parte, caribe se usó como sinónimo o equi-
valente de antropófago hasta el siglo XIX. A partir de en-
tonces fue desplazado, con este sentido, por la variante
caníbal. La sustitución se debió a influencia del inglés y
del francés, idiomas en los que caníbal había pasado al
lenguaje científico y había desarrollado derivados tales
como cannibalism y cannibalisme, respectivamente.
Hoy, en el español general, caníbal y canibalismo sue-
len aplicarse también a animales que devoran a seres de
su propia especie. Por esa razón se hace a veces distinción

90
entre canibalismo y antropofagia, término este último restrin-
gido a hombres que comen carne humana. Caribe, por su
parte, solo se usa actualmente en sus acepciones relativas
a la etnografía, la lingüística y la geografía: pueblos caribes,
lenguas caribes, Mar Caribe.
El Diccionario de la Real Academia Española (edi-
ción 2001) registra caníbal y canibalismo en sus varias
acepciones, pero no el verbo canibalizar. Tampoco el ad-
jetivo canibalístico, que usa, por ejemplo, el humorista
peruano Rafo León en un artículo de su columna “Falsa
calumnia”:

“...siempre he creído que los sistemas socialistas privilegian el


común sobre el individuo, en base a la idea de que el Estado
es el ablandador de los impulsos canibalísticos que trae cada
ser humano al mundo...”. (En El Comercio de Lima, edición
del 24/5/99, pág. A 16).

Volviendo al verbo canibalizar, Adolfo Bioy Casares decía


que ese término significa “devorar, absorber, anular”.
Las acepciones de ‘destruir, debilitar’, registradas en el
inglés (to) cannibalize, están muy cerca de las que incluye
Bioy Casares en su Diccionario del argentino exquisito, s. v.

91
CANTALETA
En el Perú, y en algunos otros países de Hispanoaméri-
ca, se usa el sustantivo cantaleta con el sentido de ‘repe-
tición enfadosa’, ‘reiteración de una advertencia, obser-
vación o amonestación’. El verbo derivado, cantaletear,
se aplica a la acción de ‘repetir impertinentemente una
amonestación, observación o advertencia’.
Hace ya más de un siglo, decía Juan de Arona en
su Diccionario de peruanismos:

“Para nosotros cantaleta es lo que cansa, lo que fastidia, la


cansera, la odiosidad de una persona temosa, una cantúrria
monótona”. (Pág. 94).

Y en un artículo titulado “¡La mano al pecho!” decía el


ex congresista peruano Carlos Ferrero Costa:

“Las fuerzas vivas aseguraron al gobierno que si flexibilizaba la


legislación laboral, miles de nuevos empleos brotarían como es-
puma. Se hizo lo primero mas nunca vino lo segundo... por eso
cuando surge la cantaleta de la competitividad y los sobrecostos, ya
nadie les cree”. (En La República, suplemento Domingo del 23/5/99).

Según el Diccionario de la Academia, cantaleta es un direc-


to derivado del verbo cantar. Pero el DRAE no incluye un

92
sufijo -leta entre los elementos compositivos que incorpora
como entradas: solo da -eta, sufijo de sustantivos y adjetivos
con valor diminutivo o despectivo (tal como en historieta,
peseta, rabieta, tableta o el peruanismo republiqueta).
Corominas, al tratar el derivado cantaleta, anota:
“-eta o -leta es sufijo singular si partimos del verbo can-
tar”. Pero el ilustre etimólogo catalán tampoco incluye
-leta en la lista de sufijos que ofrece su Diccionario crítico
etimológico de la lengua castellana. (La lista no aparece en
la edición Corominas-Pascual).
Podría considerarse la remota posibilidad de una
relación entre cantaleta y el verbo cantalear, documentado
con el sentido de ‘arrullar las palomas’, que María Moli-
ner da, en su Diccionario de uso del español, como derivado
de cantar. Pero esa posibilidad nos deja, igualmente, en
el punto de partida: ¿cómo explicar la -l- que precede al
sufijo de frecuentativo -ear?
En cuanto a su extensión geográfica, cantaleta y
cantaletear se usan en Andalucía con los mismos sentidos
que en América. Están, por ello, entre los términos que
se conocen como andalucismos de América.
Hoy se sabe que el fondo inicial y común del espa-
ñol de América fue una variedad de castellano andaluza-
do, y que la peculiar modalidad americana del castellano
empezó a constituirse desde el momento mismo del des-
cubrimiento, en lo que fue su primer crisol: la isla que
los recién llegados bautizaron como Española y que hoy
es territorio de la República Dominicana y de Haití.
La persistente influencia andaluza de los primeros
tiempos —de efectos perdurables y predominantes— se
explica por la visita de la flota real que, dos veces por
año, partía de puertos andaluces —después de una es-
pera más o menos larga en ellos— con destino a las ricas
Provincias de Ultramar.

93
CANTINFLADA
A partir de 1940 —año de su primera película impor-
tante— se populariza en la América hispana el nombre
artístico, Cantinflas, del actor cómico mejicano Mario
Moreno, muerto a los ochenta años en 1993.
Sobre el origen de ese nombre artístico hay varias
hipótesis, ninguna convincente para un lexicólogo. Pero
—como suele suceder— son los legos en la materia quie-
nes lanzan o recogen, con seguridad digna de mejor
causa, las más pintorescas hipótesis etimológicas.
Relata, por ejemplo, Carlos Monsiváis, que en cier-
ta ocasión, cuando el actor principiante Mario Moreno
se explayaba en una cháchara enredada:

“Alguien, divertido con el fluir del disparate que propicia


el cómico, le grita: ¡Cuánto inflas! (¡Qué borracho estás!): la
contracción [de cuanto más inflas] tiene éxito, aparece Cantin-
flas y en esta materia lo verdadero es lo muy probable”. (En
“Un caballero a la medida”, artículo publicado en Cambio 16;
Madrid, 3 de mayo de 1993).

Si en el muy serio asunto de las etimologías “lo verda-


dero es lo muy probable”, como afirma Monsiváis, para
algunos es igualmente probable que el apelativo Cantin-
flas haya resultado de la contracción de otra frase dicha

94
en oportunidad semejante a la descrita por Monsiváis:
en la cantina inflas, es decir, ‘en la cantina bebes hasta la
ebriedad’, según se entiende en el español de Méjico.
En su edición de 2001, el Diccionario de la Real Aca-
demia Española incluye, como mejicanismo, el sustan-
tivo masculino cantinflas referido a quien habla o actúa
como el personaje identificado con dicho actor mejica-
no. Registra igualmente, también como mejicanismos
de uso extendido a otros países de Hispanoamérica, los
derivados cantinflada ‘dicho o acción propios de un can-
tinflas’, cantinflear ‘hablar o actuar en forma disparatada
o incongruente’ y cantinflesco, adjetivo que remite a un
cuarto derivado: acantinflado. Por último, incluye otros
dos derivados que, al parecer, no se usan en Méjico: el
venezolanismo cantinflérico y cantinflero como chilenismo.
En cuanto a acantinflado, aparecía ya en la edición
de 1970 del Diccionario de la Academia (en el Suplemento)
y, lo que es curioso, solo como chilenismo. La entrada se
mantuvo así en la edición de 1984 del DRAE; en la de
1992 acantinflado aparece como uso de Chile y Méjico.
Los nombres propios —los sobrenombres entran
también en este grupo— no son en español prolíficos en
derivados que, como sustantivos, enriquezcan el caudal
de la lengua.
A semejanza de cantinflada se pueden citar barraba-
sada, de Barrabás, nombre del reo indultado con prefe-
rencia sobre Jesús; quijotada, de Quijote y perogrullada, de
Perogrullo, nombre de un personaje popular identificado
con la verdad palmaria que es superfluo repetir.
Los verbos derivados de un nombre propio, ape-
llido o sobrenombres, como cantinflear, son todavía más
escasos. Uno de ellos (que lleva también el sufijo de fre-
cuentativo -ear) es jeremiquear o jerimiquear ‘lloriquear,
gimotear’, del nombre del profeta Jeremías, célebre por

95
sus lamentaciones; el verbo está restringido al uso de
Andalucía y América.
Adjetivos terminados en el sufijo -esco, como can-
tinflesco, parecen algo más abundantes. Son ejemplos:
dantesco, del nombre de Dante Alighieri; quijotesco, de
Quijote; quevedesco, de Quevedo; donjuanesco ‘propio de un
donjuán’, del nombre del personaje de Tirso de Molina
y Zorrilla; churrigueresco, del apellido Churriguera, per-
teneciente al creador de un estilo de ornamentación
recargada en la arquitectura española del siglo XVIII;
rocambolesco, de Rocambole, personaje creado por el no-
velista francés Ponson duTerrail.
En cuanto al adjetivo cantinflero (usado también
como sustantivo, referido a personas) que es sinónimo
de cantinflesco y está documentado en el habla perua-
na, resulta difícil hallar otros adjetivos terminados en
-ero que sean derivados de nombres o sobrenombres de
persona.
En el español del Perú está también documentado
el derivado cantinflismo. No hay duda de que el nombre
artístico del actor mejicano Mario Moreno resulta un
ejemplo extremo de productividad en el campo léxico.

96
CÁRTEL
En referencia a las organizaciones delictivas que do-
minan el tráfico ilícito de drogas, especialmente el que
se realiza a través de redes internacionales, alternan
actualmente dos variantes de una misma palabra: cár-
tel, con acento prosódico y ortográfico en la primera
sílaba, y cartel, con acento prosódico en la última.
Cartel (pronunciada como palabra aguda) se tomó en
el siglo XV del catalán cartell (y este del italiano cartello, dimi-
nutivo de carta). Algunas de las acepciones que consignaba
la edición de 1992 del Diccionario académico en la entrada
cartel1 han caído en desuso; casi todas resultaban de exten-
siones de sentido de aquella que figuraba como primera:

“Papel, pieza de tela o lámina de otra materia, en que hay


inscripciones o figuras y que se exhibe con fines noticieros,
de anuncio, propaganda, etc.”.

Es decir, cartel como sinónimo de afiche, póster (véanse),


pancarta o pasquín, con derivados como cartelera, cartelista
y cartelón.
El Diccionario oficial consignaba igualmente, en su
edición de 1992 y en entrada aparte, cartel2 o cártel, del
alemán Kartell, como término de la economía con esta
primera acepción:

97
“Convenio entre varias empresas similares para evitar la mu-
tua competencia y regular la producción, venta y precios en
determinado campo industrial”.

Es decir, cartel o cártel como sinónimo de monopolio o


trust. Y, como segunda acepción, la más moderna:

“Agrupación de personas que persigue fines ilícitos: Cartel de


Medellín”.

En efecto, desde hace unos treinta años se ha estado di-


fundiendo en el lenguaje universitario de España el uso
de la forma grave cártel como sinónimo de monopolio o
trust, y la Academia Española ya había aceptado este uso
en una enmienda al Diccionario, publicada en su Boletín
de enero de 1986.
El cambio de acentuación (de aguda, cartel, a grave,
cártel) se explica por la influencia del inglés en el campo
de las ciencias económicas. Hay datos de la pronuncia-
ción grave de cartel en inglés a partir del siglo XVI, a
pesar de que el préstamo (el término se tomó del francés
cartel) entró, naturalmente, como palabra aguda.
Resumiendo: hoy es correcto y académico usar la
forma grave cártel o la aguda cartel en la acepción eco-
nómica, pero solo la forma aguda tradicional cartel con
los demás significados, tales como los que hacen a cartel
sinónimo de afiche, póster, pancarta o pasquín.
Es interesante constatar que en la edición de 2001
del DRAE, las acepciones de cartel2 o cártel aparecen con
el orden invertido: la primera pasa a ser segunda, y la
segunda, primera. Hay además, en esta última, cam-
bios importantes. En vez de “agrupación de personas
que persigue fines ilícitos”, aparece esta definición,
más específica:

98
“Organización ilícita vinculada al tráfico de drogas o armas”.

La vinculación con el tráfico de drogas estaba, antes,


apenas sugerida por el ejemplo: Cartel de Medellín.

99
CERQUILLO
Cerquillo es, según el Diccionario de la Academia, el “cír-
culo de cabello que queda después de rapar la parte su-
perior e inferior de la cabeza, como se estilaba en algu-
nas órdenes religiosas masculinas”.
Pero en el Perú y en otros países de la América his-
pana se usa la palabra cerquillo para designar lo que en
España se llama flequillo, es decir, la “porción de cabello
recortado que a manera de fleco se deja caer sobre la
frente” (DRAE).
Desde el punto de vista morfológico, cerquillo
y flequillo son dos claros ejemplos de la función reno-
minalizadora del sufijo de diminutivo -illo, -illa. Esta
nueva y productiva función ha sido muy importante
como medio para incrementar el léxico en español. El
sustantivo resultante de la sufijación de -illo o -illa a
un primer sustantivo tiene generalmente poco o nada
que ver, desde el punto de vista semántico, con la raíz
nominal a la cual se pospone. No se trata aquí de di-
minutivos: entre el primitivo y el derivado hay tanta
diferencia de significado como se puede comprobar
entre carbón y carboncillo, estribo y estribillo, freno y freni-
llo, casco y casquillo, nudo y nudillo, etc. O, en femenino,
entre cabeza y cabecilla, cámara y camarilla, máscara y
mascarilla, etc.

100
Cerquillo, pues, ya no evoca un cerco, cerca, valla o
vallado, aunque sin duda esa metáfora estuvo presente
en su origen. También hubo, sin duda, una metáfora
que dio origen a flequillo, derivado que está algo más
cerca, semánticamente, del primitivo fleco.
El uso de cerquillo por flequillo es bastante antiguo
en el español del Perú. No empleamos otro término
para designar lo que en Venezuela se llama pollina y
en Méjico burrito (hoy poco usado). Estos dos ame-
ricanismos se originan en la imagen que el fleco de
pelo recortado sobre la frente humana hace recordar:
el mechón que generalmente cae sobre la frente del
asno.
En su Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez des-
cribe, con triste ternura, la imagen de su madre cuando
era una adolescente:

“La veo en una fotografía de niña, al filo de los quince, ves-


tida de luto, por su padre, con el cerquillo sobre la frente, los
ojos rasgados desafiando al fotógrafo...” (I, pág. 52).

Por un artículo del costumbrista Federico Blume (1863-


1936) nos enteramos de que antaño estuvieron de moda
los cerquillos postizos. Blume relata cómo las amigas de
una señora limeña, doña Luisa, insisten en caerle intem-
pestivamente de visita en cualquier día de la semana,
excepto el lunes que es, precisamente, su día de recibo.
En una ocasión, al llegar ella a su casa,

“se quitó el sombrero, dejó sobre el peinador un cerquillo de


crespos muy rubios que compró en París, se cambió el traje
de calle por un kimono y se calzó las chancletas caseras”.

101
Pero, muy pronto,
“...sonó el timbre de la puerta de calle y al poco tiempo oyó
voces y cuchicheos en la sala.
—¡Dios eterno! ¡Visitas!, exclamó Doña Luisa palideciendo
y tratando de volver a encasquetarse el cerquillo parisiense...
¡Visitas a estas horas y hoy jueves!
—Ahí están las señoritas Berdejo, exclamó Angelita la sir-
vienta [...].
Doña Luisa, hirviendo de ira, les salió al encuentro, con el
cerquillo a medio prender, el kimono y las chancletas. [...] al
escucharlas pensaba para sus adentros: mañana todo Lima
sabrá [...] que uso cerquillo postizo”. (“Los lunes de doña Lui-
sa”, en Sal y pimienta, págs. 269-270).

Hoy no se usan los cerquillos postizos, pero el cerquillo


propio sigue siendo un elemento importante en peina-
dos de niños, niñas y mujeres jóvenes.
Y últimamente ha empezado a usarse, entre pelu-
queros y quienes se autodenominan estilistas del cabello,
el término peninsular flequillo para distinguir un tipo es-
pecífico de cerquillo, hecho de mechitas de pelo finas y
espaciadas.
En la edición del DRAE del año 2001, se ha aña-
dido una acepción para incluir el uso americano de cer-
quillo por flequillo. El área consignada es Cuba, Ecuador,
Perú y Uruguay.

102
CHANCLETERO
Chancleta es, según el Diccionario de la Academia, “chinela
sin talón, o chinela o zapato con el talón domado, que suele
usarse dentro de casa”. Chancletear es ‘andar con chancletas’
y chancleteo el “ruido o golpeteo de las chancletas cuando se
anda con ellas”. Se enchancletan los zapatos si se usan a me-
dio calzar, pisando sobre el borde doblado del talón.
Chancleta se documenta en castellano desde prin-
cipios del siglo XVII. Es, en su origen, un diminutivo
de chancla, palabra de igual significado relacionada con
chanclo (y, en último término, con zanco). Aunque es
prenda usada por hombres y mujeres, la chancleta se ha
asociado siempre a la imagen de la mujer en el ámbito
doméstico e íntimo.
Un vivo y gracioso ejemplo del uso de chancleta en
el habla peruana lo da Federico Blume al criticar una
mala costumbre de la sociedad limeña de principios del
siglo XX: la de no respetar los días de visita (o, mejor
dicho, los días de no visita). Como se ha visto bajo el tí-
tulo cerquillo, en el artículo titulado “Los lunes de doña
Luisa” cuenta Blume que esta señora, recién llegada de
Francia, había fijado el primer día de la semana para
recibir a sus relaciones sociales. Un jueves cualquiera
llega a casa, cansada, y se pone cómoda calzándose “las
chancletas caseras”.

103
Pero de pronto se presentan tres inoportunas ami-
gas que, sin anunciarse, irrumpen en su dormitorio y la
sorprenden con “el kimono y las chancletas...” (Sal y pi-
mienta, pág. 269). Las antiestéticas chancletas se asociaban
y se asocian a la imagen de una mujer vestida de trapillo
o de entrecasa.
Pero en gran parte de la América hispana chancleta
llegó a identificarse con la mujer misma y luego con la
‘niña recién nacida’, especialmente si su sexo ha causado
decepción paterna o familiar. Y de ese uso, entre festivo
y despectivo, ha resultado el derivado chancletero, apli-
cado al padre que solo engendra hijas, al papá que solo
produce chancletitas.
Aunque está documentado en el Perú y en Chile, se
usa mucho menos el correspondiente femenino chancletera
para designar a la madre que solo concibe hijas, que solo
echa al mundo chancletitas. Y es justo que así sea, porque
hoy se sabe que solo el varón puede aportar el cromosoma
“Y” que determina el sexo masculino del embrión. Conoci-
miento científico que llega un poco tarde para algunas rei-
nas de otras épocas, repudiadas o decapitadas por no haber
podido cumplir con dar un heredero varón a la Corona.
En su edición del año 2001, el Diccionario de la
Academia incluye, por primera vez, el americanismo
chancletero como término del lenguaje coloquial y con un
área geográfica discontinua (Cuba, Perú, Chile). Acerta-
damente, restringe esta acepción al varón: “Dicho de un
hombre: Que solo tiene hijas”.
En una lacerante entrevista, nuestra gran poetisa
Blanca Varela habla de sus dos hijos, Lorenzo y Vicente,
y de las cuatro nietas que le han dado. Dice, con ternura:

“Mis hijos han sido chancleteros”. (“La semana”, de Expreso; edi-


ción del 28 de abril de 2003, págs. 6 y 7).

104
CHATO
Chato es un término de la lengua general (nivel del habla
coloquial y familiar) que se deriva del latín popular platus
‘aplanado’. En español general el adjetivo chato, chata se
aplica, en primer lugar, a la persona “que tiene la nariz
poco prominente y como aplastada” (DRAE). Chato o chata
se aplica, también, a aquellas cosas que tienen menos ele-
vación o espesor que otras de su clase. La forma femenina
chata se ha sustantivado para designar una embarcación
de poco calado y fondo plano, similar a la chalana. Chata
designa igualmente un ‘bacín plano’ u orinal de cama que
usan los enfermos que no pueden sentarse. En el Perú se
documenta extrachata (está cayendo en desuso) como de-
signación de una ‘polvera portátil de mínimo espesor’, es
decir, achatada (el verbo achatar, formado sobre chato, solo
se usa en español desde principios del siglo XIX).
En el Perú (y en los países del Cono Sur: Chile, la
Argentina, Uruguay y Paraguay) chato ha sido desplaza-
do por ñato como calificativo aplicado a la persona que
tiene nariz roma. Ñato es un asturianismo y americanis-
mo que se explica por un cruce lingüístico de chato con
nacho o ñacho, a su vez forma dialectal —del leonés y del
gallego— que puede haber surgido, según Corominas,
de una pronunciación hipocorística de naso ‘nariz’ (del
latín nasus, íd.).

105
Y en el Perú, donde ñato, -a designa a quien tiene
la nariz roma, el término desplazado, chato, ha experi-
mentado un importante cambio semántico: describe a la
persona ‘de baja estatura’, pero no connota (como reta-
co) la idea concurrente de ‘grueso’ o ‘gordo’.
En Yo amo a mi mami, el niño protagonista describe
las felices tardes de cine disfrutadas en compañía de su
querido abuelo:

“Casi todas las películas que vemos son aptas para todos,
aunque también entramos a las de mayores de catorce, y eso
que yo no tengo ni siquiera once, no importa, dice mi abuelo,
tú pon cara de hombre grande y si me preguntan, yo digo
que ya tienes catorce años, sólo que te has quedado chato”.
(Pág. 120).

Volviendo de ese nuevo “mundo para Julius” al crispa-


do guión que es Los últimos días de La Prensa, Jaime Bayly
transcribe una conversación entre los abuelos de su álter
ego, aprendiz de periodista:

“—¿Quién es el director de La Prensa, Inesita?


—Toñito Larrañaga, pues, hijo. El canosito de la misa de San
Felipe que siempre pasa con la limosna [...].
—¿Larrañaga, el chato Larrañaga? —preguntó don Rafael.
—No, Rafael, el chato murió el año pasado —dijo—. Estaba
manejando [‘conduciendo’] en la Costa Verde y le cayó una
piedra en la cabeza.
— ¿Y quién fue el jijuna que le tiró una piedra al chato?”.
(Pág. 14).

Chato puede ser apodo —generalmente precedido del


articulo el y seguido del apellido— o término de trata-
miento sin ningún matiz despectivo. Puede llegar a tener,

106
más bien, un positivo matiz de afecto y aun ser aceptado
y asumido como nombre artístico: el chato Grados, el chato
Barraza, por ejemplo. Una nota editorial de El Comercio,
titulada “Hay que saber dar la talla”, empieza así:

“Haga Ud. la prueba. Vaya Ud. un día cualquiera al jirón de


la Unión, a las 5 de la tarde sería perfecto, y grite con fuerza:
‘¡Chato!’. Verá como […] el 90% se dará por aludido.
El Perú es un país de gente bajita [...] lo que predomina es
el metro sesenta y pocos centímetros”. (Edición del 14/7/99,
pág. Al).

En cuanto a derivados, en el Perú y los países del Cono


Sur se usa el sustantivo abstracto chatura, formado a se-
mejanza de altura, locura, gordura, etc. En sentido figura-
do, que es el predominante, chatura equivale a ‘medio-
cridad, pobreza intelectual’.
El lexicógrafo amateur colombiano Óscar Hoyos
Botero, en su columna titulada “Notaría del lenguaje”
de la revista Oiga, censuró reiteradamente al periodista
peruano Manuel D’Ornellas por usar el término cha-
tura, que aún no incluía el Diccionario de la Academia
en su edición de 1992. D’Ornellas se había referido,
cuando dio origen a una segunda crítica, a “la chatu-
ra de la actividad parlamentaria” (artículo titulado
“La decadencia institucional” publicado en Caretas del
15/12/86). El polígrafo peruano Marco Aurelio Dene-
grí usó también chatura en un artículo titulado “Pro-
blematicidad del amor”, en el cual se refería a “toda la
monotonía y chatura de la cotidianidad”. (En Meridiano
del 27/10/91).
El sustantivo abstracto derivado del adjetivo chato
que sí registraba el DRAE 92 es chatedad, definido como
“calidad de chato”, obviamente referida a los significados

107
que chato tiene en el español general. Chatedad es prácti-
camente desconocido en el español del Perú.
La edición de 2001 del Diccionario de la Academia
ya registra chatura en su acepción literal (‘que tiene me-
nor relieve de lo normal’) y en la figurada de ‘pobreza
intelectual’.

108
CIERRAPUERTAS
Cierrapuertas es un sustantivo compuesto: de una for-
ma verbal (tercera persona singular del presente de in-
dicativo del verbo cerrar) más un sustantivo en plural
(puertas).
Este tipo de compuestos —cuya forma es idéntica
para el singular y el plural— es frecuente en la lengua,
sobre todo en el habla coloquial. El proceso morfológico
está vigente y sigue siendo productivo.
Desde el histórico apelativo de Matamoros dado en
la España medieval al apóstol Santiago (hoy se aplica al
valentón) hasta el moderno buscapersonas, sinónimo de
mensáfono (véase bíper), este tipo de compuestos describe
gráficamente acciones —y, a partir de allí, seres u obje-
tos— reales o metafóricas.
Describen seres u objetos y acciones reales los com-
puestos cascanueces, cortaúñas, limpiabotas —en el Perú,
lustrabotas (véase)—, portaviandas, sacacorchos. Hay me-
táfora, en cambio, en aguafiestas, buscapiés (en el Perú,
buscapiques), cascarrabias, perdonavidas, rompecabezas, tra-
galdabas.
La edición de 2001 del Diccionario oficial registra
el peruanismo cierrapuertas con esta definición: “Cierre
súbito de establecimientos públicos y privados en pre-
visión de desmanes”. Cierrapuertas está en la línea de

109
los términos generales formados con el antónimo abrir:
abrebotellas, abrecartas, abrecoches, abrelatas, abreojos.
En Quince plazuelas, una alameda y un callejón, Pedro
Benvenutto nos pinta una vívida imagen de los típicos
cierrapuertas limeños:

“Cuando en la antigua Lima sublevábase un batallón en el


fuerte de Santa Catalina, cuando los montoneros entraban
por Guía o por Cocharcas o cuando la gente reunida quería
‘tomar Palacio’, empezaba inmediatamente el cierrapuertas
clásico. Las grandes hojas de las puertas de calle, chirriando
sobre sus goznes, se cerraban apresuradamente una des-
pués de otra y por fin se oía el chirrido del cerrojo mayor.
El postigo quedaba un instante abierto [...] y era luego ce-
rrado con estrépito. [...] el golpe avisaba y de ahí que al
sentirse cerrar la puerta del vecino se hiciera lo propio. [...]
Desaparecido el ruido de los portazos comenzaba el de los
coches que a toda prisa conducían los cocheros a sus corra-
lones. Este aspecto sonoro del cierrapuertas era uno de los
más interesantes de él”. (Págs. 272-273).

En un largo poema satírico titulado “Constitución po-


lítica”, don Felipe Pardo y Aliaga (1860-1939) describe
análogamente, la angustiosa situación vivida en Lima
cuando se anunciaba “un paro, una huelga o una jorna-
da cívica”:

“Y apenas tienen del motín barrunto gritan los ciudadanos:


Cierra-puertas, y calles vense y plazas en un punto, como por
golpe eléctrico desiertas”. (En BCP, 9*, pág. 159).

En Nuestra pequeña historia, José Gálvez se refiere, en di-


versas ocasiones, al “grito, tan socorrido otrora, de cierra-
puertas”, a “los cierrapuertas que anunciaban montoneras”,

110
al “despavorido grito de Cierra puertas” y al “clásico grito
de cierra puertas” (págs. 89, 151, 326 y 339). Y en Estampas
limeñas relata:

“En las revoluciones, las esquinas jugaban un papel


decisivo. En ellas se guarecían los montoneros para dis-
parar sus fusiles, y de ellas salían, antes que de ningu-
na otra parte, los alarmantes gritos del Cierra puertas
—tan limeños y tan hispanoamericanos durante tanto
tiempo—, repercutiendo en todos los barrios con ra-
pidez extraordinaria”. (Pág. 54).

Por su parte, don Ricardo Palma escribía a su hijo, médi-


co del mismo nombre, en noviembre de 1909:

“En Lima hay siempre alarmas de revuelta. Anoche unos


granujas, a eso de las siete, gritaron en la plaza mayor cie-
rra-puertas, los cocheros fustigaron sus caballos, y se produ-
jo gran alarma en la ciudad, creyéndose que había estallado
la revolución”. (Cartas indiscretas, pág. 62).

Los cierrapuertas fueron, como se ha visto, parte consus-


tancial de la vida limeña republicana. También se ha
aplicado el término a una acción debida a iniciativa —y
no a reacción— de los industriales y comerciantes del
limeño jirón Gamarra, reconocidos representantes de la
exitosa pequeña empresa en el Perú.
Pero cierrapuertas ha tomado, desde hace unos
años, un nuevo sentido. Se llama así a la venta organiza-
da, a puerta cerrada, de diversos artículos por debajo de
su precio normal.

111
CLONAR
La clonación de una oveja adulta, dada a conocer por
científicos escoceses en febrero de 1997, constituye sin
duda un hito en la historia del hombre y de la ciencia: se
ha llegado a decir que el siglo XXI empezó a partir de
este increíble logro de la biotecnología.
La palabra clon se tomó, modernamente y por el len-
guaje científico, del griego clásico klon que significa ‘reto-
ño, brote de una planta’. Aunque se escribe clone en inglés
y francés, se pronuncia también como monosílabo en am-
bas lenguas (en francés, con la llamada “e muda” final).
En español, inglés y francés clon (o clone) se definía
como ‘serie de individuos pluricelulares absolutamente
homogéneos en su estructura genética’. Pero hoy clon se
emplea más para designar cada uno de los individuos
de esa serie.
En su edición de 1984, el Diccionario de la Acade-
mia registraba así clon: “estirpe celular o serie de indi-
viduos pluricelulares nacidos de ésta, absolutamente
homogéneos desde el punto de vista de su estructura
genética; equivale a estirpe o raza pura”. En su edición
de 1992, se repetía esta definición y se añadían los deri-
vados clonar “producir clones” y clonación “acción y efec-
to de clonar”. Pero no se incluía la nueva acepción, hoy
predominante, de clon: ‘individuo reproducido de una

112
manera perfecta, en el aspecto fisiológico y bioquímico,
a partir de una célula originaria’.
En la edición de 2001 del DRAE, clon se define así:

“Conjunto de células u organismos genéticamente idénticos,


originado por reproducción asexual a partir de una única
célula u organismo o por división artificial de estados em-
brionarios iniciales”.

Con motivo del nacimiento de la célebre oveja escoce-


sa bautizada como Dolly (en honor de la actriz cinema-
tográfica Dolly Parton), los medios de comunicación del
mundo entero se vieron obligados a manejar —no siem-
pre acertadamente— términos antes circunscritos al ám-
bito de las publicaciones científicas.
En cuanto al español del Perú, ciertos divulgadores,
no enterados de que clon, clonar y clonación contaban ya
con la aprobación académica, evitaron su uso empleando
con timidez términos, supuestamente equivalentes, tales
como réplica y replicar, duplicación y duplicar, etc. Algunos
osados periodistas, en cambio, no solo usaron sin reser-
vas clon y sus derivados, sino que aun se lanzaron a deri-
var por su cuenta formas (de vida efímera) como *clonaje,
*clonamiento y *clonización, todas equivalentes de clonación.
En cuanto a verbos sinónimos del académico clo-
nar, el humorista Luis Felipe Angelí (Sofocleto) derivó un
inesperado clonicar:

“Se queja el mundo y se queja (para no decir se aterra) por-


que en la vieja Inglaterra clonicaron a una oveja”. (En El Do-
minical de El Comercio; edición del 16/3/97).

El adjetivo clónico está en mejor situación que su presun-


to derivado clonicar, puesto que ya lo incluye la edición

113
de 1989 del Diccionario manual de la Real Academia Es-
pañola y lo registra, sacándolo de ese limbo, la edición
de 2001 del DRAE.
La clonación de un mamífero adulto a partir de
una de sus células lleva a la ciencia al borde de lo que
antes fue solo un tema de ficción científica: la clonación
de un ser humano. La Organización Mundial de la Sa-
lud ha declarado que la clonación de seres humanos es
éticamente inaceptable; otras instituciones se han pro-
nunciado también en ese sentido.
Pero es sabido que —para bien y para mal— la
ciencia no acepta más barreras que las que le imponen
sus propias limitaciones. Por lo tanto, nadie puede ase-
gurar que no habrá biotecnólogos que se atrevan a tras-
pasar una frontera que, para muchos, jamás debería ser
violada. Y, para otros, jamás debería existir.

114
CONCRETO
En el Perú y en otros países de América se llama concreto
lo que en España se conoce como hormigón: el material
de construcción constituido por una mezcla de piedras
menudas, arena y cemento; cuando dicha mezcla está
reforzada por barras de acero o hierro, en América se
llama concreto armado y en España se conoce como hormi-
gón armado o cemento armado.
Héctor Velarde, notable arquitecto y fino humoris-
ta limeño, se quejaba del desdén de sus paisanos hacia
su profesión:

“El arquitecto visto por la generalidad de nuestras gentes es


una especie de artista decorador de fachadas que no sabe
nada de ingeniería, que no ha podido comprender un palote
de ingeniería, y que por eso es arquitecto”.

Y añadía que, cuando la familia en pleno asume la tarea


de construir la vivienda propia,

“es muy corriente que la mamá se encargue de la distribu-


ción, el papá de la solidez y las niñas de los adornos de una
casa”. (Obras, 4, pág. 69).

Sin embargo:

115
“Cuando la cosa aprieta, cuando aparece el cemento armado, en-
tonces el propietario se pone serio, cree que el cemento armado
encierra algún misterio digno de conocimientos extraordina-
rios y llama con solemnidad a un ingeniero que resulta casi
siempre topógrafo. El cemento armado es el único cuco de los
propietarios conscientes. Los hay audaces y entonces se llenan
de gloria cuando han formado una columna con mucho con-
creto y sin necesidad de ingenieros. El arquitecto tampoco in-
terviene aquí para nada. No tiene aplicación. No lo reclaman
ni el clima ni la familia”. (Íd. íd., pág. 70).

Concreto, como adjetivo antónimo de abstracto, se tomó


del latín concretas ‘espeso, condensado, compacto’ en la
segunda mitad del siglo XIII.
Concreto por hormigón se tomó modernamente del
inglés concrete, documentado con esa misma acepción y
uso sustantivo desde principios del siglo XIX. Concreto
armado traduce las expresiones nominales inglesas armo-
red concrete, reinforced concrete o steel concrete.
De concreto por hormigón se ha derivado entre noso-
tros el adjetivo concretero, usado en la expresión nominal
planta concretera ‘fábrica de hormigón’, o sustantivado,
con el mismo sentido, en el femenino concretera.
Por otra parte, hormigón es en castellano una pala-
bra de origen incierto, tal vez muy lejanamente empa-
rentada con hormiga. Hormigón se usa en el Perú con un
significado diferente del peninsular: ‘mezcla de arena
con piedra o cascajo, usada para preparar el llamado
concreto ciclópeo’ que se emplea para los cimientos de las
construcciones.
La edición de 1992 del DRAE registra ya el ame-
ricanismo concreto (m.), del inglés concrete, como equiva-
lente de hormigón. En la de 2001 se explicita la equiva-
lencia: “mezcla de piedras, cemento y arena”.

116
CULANTRO
En opinión de Corominas —el más importante etimo-
logista del español— la palabra culantro se explica por
alteración popular de su nombre latino, coriandrum, que
a su vez procede del griego koriandron.
Culantro está documentado en castellano desde
inicios del siglo XII, y fue la forma general en la len-
gua hasta fines del siglo XVII. A partir de entonces se
impuso una variante que no está bien explicada, sobre
todo desde el punto de vista fonético: cilantro. Pero el
arcaísmo culantro sigue siendo la forma vigente o predo-
minante en el español de América.
Sin embargo, el derivado culantrillo sobrevive en
España: desde el siglo XV designa cierto tipo de helecho
que crece en las paredes de los pozos y en otros sitios
húmedos. (En América, en cambio, culantrillo designa
un helecho de hojas muy menudas, usado como planta
ornamental).
El culantro, hierba aromática perteneciente a la
familia de las umbelíferas, es oriundo de las orillas del
Mediterráneo y del Cercano Oriente. Los datos sobre
su cultivo se remontan a cinco mil años antes de Cristo.
Actualmente, las semillas del culantro se usan en
Europa y América del Norte para dar su especial sabor
a algunos alimentos y licores. Pero en la América hispana

117
—como en la India y en la China— son las hojas del
culantro las que se emplean para sazonar diversos platos
típicos (en el Perú, el llamado seco ‘guiso de carne’ y el
arroz con pato, entre otros).
Según Fernando Cabieses —en su sabroso libro ti-
tulado Cien siglos de pan— casi todos los naturalistas de
la antigüedad mencionan las virtudes del culantro: su be-
néfica acción digestiva o su efecto como tónico general.
Pero esos naturalistas señalan, al mismo tiempo, la rela-
tiva toxicidad del culantro cuando es ingerido en grandes
dosis. Los síntomas pueden ser somnolencia, mareos y
aun una leve descoordinación motora.
En esos efectos negativos —nunca graves— está el
origen del refrán español bueno es el culantro, pero no tan-
to, que en el Perú hemos mejorado, en su metro y en su
ritmo, al suprimir el artículo determinado del primer
miembro del dístico: bueno es culantro, / pero no tanto.

118
*LA CURRÍCULA
La preocupación por el currículum —ya sea escolar o
universitario— se expresa cíclicamente en el Perú por
boca de periodistas, locutores de radio y de televisión,
entrevistadores, funcionarios del Ministerio de Educa-
ción, pedagogos, catedráticos y también congresistas. Y
muchos de ellos usan la locución nominal *la currícula.
Pero la currícula no es una expresión correcta en
español. Currícula es, en latín, el plural del sustantivo
neutro curriculum, que tiene como primera acepción
la de ‘carrera’; se usa en la expresión latina curriculum
vitae, literalmente ‘carrera de la vida’ y figuradamente
“relación de los títulos, honores, cargos, trabajos realiza-
dos, datos biográficos, etc., que califican a una persona”
(DRAE 2001). Currícula es, pues, un latinismo. Y es, por
supuesto, lícito usar latinismos en español, siempre que
se usen bien.
Currícula, por su -a final que induce a error, tiene
la apariencia de un sustantivo femenino singular que
debería ser antecedido por el artículo determinado la.
Pero siendo un neutro plural latino, en español (lengua
en la que no existe el género neutro), se reproduce nor-
malmente por el masculino plural. Aunque no suene
bien al oído lingüístico, lo correcto es, pues, los currícula
(como los memoranda o los desiderata).

119
Según la tendencia general del español, ese tipo
de latinismos llega a asimilarse plenamente a su sistema
morfológico. Eso ha pasado ya, por ejemplo, con errata,
que en su origen significó ‘cosas erradas’, como plural
del neutro latino erratum, y hoy se usa correctamente
como femenino singular o plural: la errata, las erratas.
Lo mismo ha sucedido con agenda, en latín ‘cosas que
se han de hacer’. En realidad, hay muchos plurales de
neutros latinos convertidos en femeninos singulares en
español, empezando por boda (del latín vota, plural de
votum ‘voto, promesa’).
Pero, desde su edición de 1984, el Diccionario de
la Academia incluye la forma plenamente castellanizada
del latinismo currículum: currículo, sustantivo masculino
que toma normalmente la -s del plural (currículos) y con-
cuerda con artículos y adjetivos en masculino singular o
plural: el currículo, los currículos, malos currículos, modernos
currículos, etc.
El adjetivo correspondiente a currículo es curricular;
se usa también la forma compuesta, y opuesta, extracu-
rricular (ambos son académicos). Un derivado humorís-
tico, curriculitis, alude a cierta moderna obsesión por el
masivo trasvase de información sobre exagerados logros
académicos o profesionales.
En conclusión: si se prefiere usar el latinismo cu-
rrícula, no debe olvidarse que, por ser un neutro latino
plural, debe concordar en español como si fuera un
masculino plural y llevar los modificadores correspon-
dientes: los currícula, esos currícula, currícula aprobados,
etc.
Si estas locuciones nominales nos suenan mal —
porque realmente, chocan con las normas de la mor-
fología española— la solución es simple: usar la forma
castellanizada como masculino singular, que sí admite

120
la s del plural: currículo, los currículos; un mal currículo, los
currículos aprobados, etc.
La currícula, pues, no es —hay que repetirlo— una
expresión correcta en español y debe proscribirse del
lenguaje correcto.
Debe evitarse, igualmente, la forma plural *currí-
culums, tomada del inglés.

121
*EL CURUL
Silla curul, en latín sella curulis, era en Roma un asien-
to de marfil (o con incrustaciones de ese material) que
tenía la forma de un taburete de patas curvas. Estaba
reservado al uso de los ediles curules, pertenecientes a la
clase patricia, la cual por ese privilegio, se distinguían de
los ediles plebeyos, es decir, salidos de la plebe. El privilegio
de usar la silla curul se extendía a otros altos dignata-
rios romanos: había también magistrados curules, senadores
curules y pretores curules.
La peculiar forma de ese asiento romano llegó a
influir, a través de los años, en la ebanistería europea
de principios del siglo XIX; se denominó entonces pata
curul la pata curva de los muebles del llamado estilo Im-
perio.
La expresión nominal histórica silla curul se abre-
vió más tarde en el adjetivo sustantivado curul tanto en
español como en francés. En lo que se refiere al español,
curul ya aparece como sustantivo femenino en la edición
de 1843 del Diccionario de la Real Academia.
Pero tanto en español como en francés —lenguas
que tienen género gramatical— curul lleva siempre im-
plícitas dos ideas o imágenes: la de la silla misma como
objeto y la del género femenino del sustantivo que la de-
signa a partir del latín, igualmente femenino, sella. Por

122
eso, lo natural y lo correcto es decir en español la curul,
una curul, nuestras curules.
Sin embargo, a veces hiere el oído un uso masculi-
no anómalo: el curul, un curul, nuestros curules. Este erró-
neo género masculino es inaceptable porque, tratándo-
se de un término exclusivo del habla culta, es obligatorio
usarlo cultamente.
Hay que evitar, pues, el uso masculino de curul. Y
hay que extirparlo, sobre todo, del idiolecto de algunos
congresistas, precisamente porque ellos comparten el
exclusivo privilegio de ocupar una curul.
En el DRAE 2001, curul se registra como sustantivo
femenino usado también en otros países de la América
hispana para designar el ‘asiento especial de un parla-
mentario’.

123
DEBACLE
Desde fines del siglo XVII se usa en francés la palabra
débâcle con el sentido literal de “deshielo súbito pro-
ducido por ruptura violenta de la capa superficial de
hielo, cuyos trozos son ruidosamente arrastrados por
la corriente de un río”, y también con los sentidos fi-
gurados de “derrumbe repentino”, “ruina, quiebra”,
“huida súbita, desbandada”. Estos usos léxicos france-
ses ya habían pasado al inglés en la primera mitad del
siglo XVIII.
El título de la célebre novela de Émile Zola, La
débâcle, aludía a la fulminante y desastrosa derrota de
Francia por Alemania en 1870. La débâcle se publicó
en 1892 y, curiosamente, el título francés se mantuvo
en casi todas las traducciones al español, lo que de-
muestra el rápido arraigo de ese galicismo en nuestra
lengua.
Pese a tan temprano y espontáneo arraigo, debacle
ha sido un término larga y duramente combatido como
vitando barbarismo en español. Durante casi un siglo, los
más conocidos puristas americanos y peninsulares han
insistido en proponer sustitutos considerados como
términos más propios de la lengua, tales como desastre,
derrota, ruina, catástrofe, cataclismo, hecatombe, atamiento,
caos.

124
Seguramente a causa de ese pertinaz rechazo, de-
bacle no se registraba todavía en la edición de 1984 del
Diccionario de la Academia. Pero aparece ya en la edición
de 1992, con el significado general de “desastre”, y la
indicación de que se usa también en sentido figurado.
La edición de 2001 repite la entrada.

125
DE REPENTE
En la lengua general, la expresión adverbial de repente
equivale al adverbio repentinamente. Es sinónimo de otras
locuciones o modos adverbiales como de pronto, de im-
proviso, de súbito, y de adverbios acabados en -mente tales
como súbitamente, intempestivamente, inesperadamente (tam-
bién del americanismo sorpresivamente).
Los usos generales del modo adverbial de repen-
te están, por cierto, vigentes en el español americano.
Pero en el Perú y en otros países de América de repen-
te ha desarrollado, además, una acepción que convive
con la general y que puede también referirse a un su-
ceso súbito o imprevisto. En ese caso, de repente expre-
sa la posibilidad o probabilidad de que algo suceda y
equivale a quizá, y a frases tales como a lo mejor, tal vez,
quién sabe, puede ser.
La alternancia del uso nuevo y del uso general se
ejemplifica claramente en un diálogo de Conversación en
La Catedral, de Vargas Llosa:

“—Y todavía quieres darme plata —trató de bromear Santia-


go—. De repente el que te va a ayudar soy yo, papá”.

Este es el uso americano: de repente equivale aquí a tal vez, a


lo mejor, quizá. Pero en ese diálogo dice el mismo personaje:

126
“—Estábamos hablando de lo más bien y de repente te has eno-
jado, papá...” (II, pág. 46).

Este es el uso general: aquí de repente equivale a de pronto,


de súbito, inesperadamente.
En cuanto a la forma, es incorrecto escribir, en una
palabra, derrepente. Esta grafía errónea se documenta ya
en el siglo XIX, en las comedias de Manuel Ascencio
Segura, con la acepción peruana:

“¡Por cuenta de ellas no más derrepente hay una ruina...” (Ña


Catita, acto IV, escena XVI).

Y también aparece en los 7 ensayos de Mariátegui:

“Después del 95 las declaraciones anti-centralistas se mul-


tiplican [...]. Y hasta aparece derrepente, como por ensalmo,
un partido federal”. (Pág. 145).

Aquí derrepente tiene el significado general.


En el habla popular americana se documenta, asi-
mismo, la variante con metátesis redepente, que es forma
típica del lenguaje gauchesco. Canta Martín Fierro:

“...me agarraron redepente


y en el primer contingente
me echaron a la frontera”,
(versos 2894-2896).

En el Perú redepente se oye a veces con matiz humorístico.

127
DESBARRANCARSE
En el Perú —y también en otros países de la América
hispana— es usual el verbo desbarrancar, generalmente
en su forma pronominal o reflexiva desbarrancarse, como
equivalente de despeñarse o precipitarse. En algunas re-
giones de América se usa desriscarse, forma que tampoco
pertenece al español general.
Así como despeñarse se ha formado sobre peña, y
desriscarse sobre risco, desbarrancarse es una obvia for-
mación sobre barranco. Los tres verbos llevan el prefijo
des-; la palabra equivalente del español general precipi-
tarse, en cambio, es una formación sobre precipicio sin el
prefijo des-.
El Diccionario de la Real Academia Española no
registraba desbarrancar(se), ni aun como americanismo,
hasta su edición de 1992. Eso, a pesar de que el verbo
fue ya incluido por Ricardo Palma entre los neologis-
mos y americanismos que propuso, hace más de un si-
glo, como Director de la Academia Peruana de la Len-
gua, para su inclusión en el Diccionario oficial. En efecto,
fue en 1892, cuando en la Real Academia madrileña se
celebraba el cuarto centenario de la llegada de Colón a
tierras de América.
Palma definía así el término propuesto a la Acade-
mia Española:

128
“Desbarrancarse.- Rodar por un barranco, lo que es distinto de
despeñarse. Rara vez en los barrancos de América se encuen-
tran peñas”. (Neologismos y americanismos, s. v.; cfr. t. Papeletas
lexicográficas, s. v.).

Con esa opinión coincidía Juan de Arona, autor del Dic-


cionario de peruanismos (1883) en el que se lee:

“Desbarrancarse. - Por despeñarse, tiene un uso general en-


tre nosotros. [...] Pudiera creerse que se ha formado por lo
frecuente que es en nuestra topografía el accidente de los
barrancos, como que poblaciones enteras llevan este nombre
(El Barranco, La Barranca &.) y que en España prima el otro
verbo por ser allí los precipicios de peñasquería”. (Pág. 193).

Palma y Arona, ambos típicos peruanos de la costa, se


atrevían a afirmar que en el Perú no había barrancos con
peñas ni peñascos.
Arona, sin embargo, parece haber sentido luego
escrúpulos en cuanto a su osada afirmación. Pero, cuan-
do deja abierta la posibilidad de que en la sierra perua-
na existan barrancos con peñas, cae en una lamentable
actitud centralista:

“Si en la otra parte del Perú que no es la costa [sic]


hay despeñaderos que ponen el credo en la boca, allí no hay
poblaciones, ni actividad mental de ninguna especie, ni una
comunicación activa que haga nacer denominaciones técnicas,
y tienen que aceptar indiscriminadamente cuanto va de este
lado de los Andes”. (Íd. íd.; despeñaderos y comunicación, en
cursiva en el texto).

Como para zanjar el complicado asunto, el Diccionario de


la Academia ha aclarado que despeñar es precipitar “desde

129
un lugar alto y peñascoso o desde una prominencia aun-
que no tenga peñascos”. Con esta última salvedad, queda-
ría supuestamente demostrada la superfluidad del verbo
americano desbarrancar(se). Y, por cierto, también la de des-
riscarse.
Volviendo de la semántica a la morfología, debe
anotarse que desbarrancar(se) tiene un postverbal, desba-
rranque (así como despeñarse tiene despeño y despeñamien-
to). En un artículo titulado “Miedo a caer”, Bryce se re-
fiere a un picnic que:

“fue una suerte de desbarranque general [...] el desbarranque


general y lloricón de muchos amigos y compañeros [...] por-
que eran muchos niños los que había esa mañana y también
muchos cerros por bajar y tanta piedra y ladera y empina-
ción”. (En Somos, edición del 7/3/98, pág. 17).

En cuanto al núcleo de desbarrancarse, barranco es una


palabra que no procede del latín. Se trata, casi segura-
mente, de un término proveniente de una lengua pre-
rrománica peninsular: barranco tiene formas correspon-
dientes en catalán y en portugués.
La palabra, si bien no latina, es muy antigua en
castellano. Barranco, la forma masculina, está documen-
tada desde el siglo XI; la forma femenina equivalente,
barranca, desde el XVI.
Aunque hoy predomina el significado de ‘despe-
ñadero, precipicio’, barranco ha tenido también otros
sentidos, tales como ‘torrente profundo’ y ‘mole de tie-
rra o piedra tajada sobre una hondonada o sobre una
corriente de agua’, ambos documentados en los clásicos.

130
DESCARTABLE
En el Perú y en otros países de la América hispana se
prefiere descartable a desechable para calificar o descri-
bir aquellos “objetos destinados a ser usados solo una
vez, como jeringuillas, pañales, etc.”. Esta definición
de desechable, por cierto, solo se consigna a partir de la
edición de 1992 del Diccionario de la Academia. A pesar
de que el término figuraba ya en unas “Enmiendas y
adiciones” al Diccionario oficial de principios de 1983,
no alcanzó a ser incluido en la edición de 1984.
Descartar, obvia formación sobre carta, se documen-
ta abundantemente en castellano desde el siglo XVI. Su
significado literal es ‘desechar las cartas inútiles para el
juego’ (en este sentido se prefiere hoy el pronominal des-
cartarse). De esa acepción original surgieron los usos figu-
rados ‘desechar’, ‘excluir’, ‘rechazar’ y, por último, el de
‘no admitir la posibilidad de que algo suceda o se acepte’.
En su novela titulada No me esperen en abril, Alfredo
Bryce emplea el adjetivo descartable y su superlativo —
nada frecuente— descartabilísimo. Desarrolla asimismo,
como derivado, un sustantivo abstracto largo y poco via-
ble: descartabilidad.
El protagonista de la novela y álter ego del autor,
Manongo Sterne, visita en Miami a su primo el Gordito
Cisneros. Estas son sus impresiones:

131
“Su primo más querido estaba más rosado y gordo que
nunca, más pulcro que nunca, también, pero en su casita
horrorosa no había muebles de comedor y en la sala falta-
ban sillas, mesas, sillones, adornos, ceniceros. [...] Las co-
pas del aperitivo habían sido de plástico y las del pésimo
chianti eran el sumum [sic] de lo descartable. [...] Manongo
sintió la profunda tristeza de la descartabilidad”. (Pág. 560).

Poco después, el protagonista visita en Mallorca a un


amigo cuya familia no le presta la menor atención. El
recién llegado, entonces:

“consideró que lo mejor que podía hacer era jugar su últi-


ma carta y abrió un tremendo tubo, sacó y desenrolló tres
tremendos planos, los colocó sobre la gran mesa de cristal
en que desayunaba la familia y, tras haberlos hecho tintinear
[sic] como una hora y terminar con un fuerte nudo de incom-
prensión y material plástico descartabilísimo, en la garganta,
sacó un folleto...” (pág. 562).

Aceptemos, con Bryce, que hoy vivimos en un mundo de


creciente descartabilidad. Pueden ser descartables platos,
vasos y cubiertos, ya estén hechos de papel o de material
plástico; también jeringuillas hipodérmicas, envases de
bebidas gaseosas —o no gaseosas— y pañales.
Los pañales desechables han marcado un verdadero
hito en el proceso de la auténtica liberación de la mujer,
que es la liberación de las agobiantes tareas domésticas,
consideradas femeninas por definición... y por conve-
niencia del varón.
Pero, como nada es perfecto, los pañales descartables o
desechables significan anualmente millones de toneladas
de material de desecho no biodegradable (este es también
un neologismo últimamente aceptado por la Academia).

132
Habría que buscar, por lo tanto, una solución que
implicara menos contaminación, menos polución del am-
biente y de los ecosistemas, especialmente en los países
liados. Los niños pobres del mundo no usan pañales descar-
tables.

133
DETENTAR
Detentar (del latín detentare “retener, detener ”) es,
según el DRAE 2001, “retener y ejercer ilegítimamente
algún poder o cargo público” y también “retener [una
persona] lo que manifiestamente no le corresponde”. El
uso español da asimismo a detentar el sentido de ‘usar o
atribuirse alguien una cosa, indebida o ilegítimamente’.
Ya se trate de propiedad o de poder, detentar es, pues,
equivalente de usurpar.
Detenta el poder un dictador, mas no un presi-
dente legítimamente elegido. Detenta un título pro-
fesional quien lo tiene falsificado y comete ese deli-
to contra la fe pública. Pero un deportista no detenta
(sino ostenta) un récord reconocido oficialmente, ni
los tribunales detentan (sino ejercen) la administración
de justicia.
Sin embargo, algunos hablantes y escribientes pa-
recen creer que detentar (tal vez por influencia de osten-
tar) es equivalente de ejercer, poseer, ocupar o desempeñar, y
por eso usan detentar para referirse a personas a quienes
pretenden elogiar.
Así, se oyen y se leen con frecuencia frases como “la
cartera que el ministro Fulano brillantemente detenta”
o “los cargos que estos servidores públicos detentan con
honestidad y eficacia”. Frases de sentido contradictorio,

134
supuestos elogios que nadie debería aceptar ni, menos
aún, agradecer.
El uso impropio de detentar, para consuelo de al-
gunos compatriotas, ni es reciente ni es exclusivo de la
América hispana: ya a fines del siglo XIX un famoso es-
critor español, Leopoldo Alas, que hizo célebre su seu-
dónimo Clarín, lo censuraba en el lenguaje de un políti-
co de la talla de Antonio Cánovas.

135
DIFERENDO
En las ediciones del Diccionario de la Real Academia Es-
pañola correspondientes a 1970 y 1984, diferendo apa-
rece como americanismo circunscrito a la Argentina, el
Uruguay y Colombia, con esta definición:

“Diferencia, desacuerdo, discrepancia entre personas, gru-


pos sociales o instituciones”.

En la edición de 1992 la definición del DRAE se afina e


incluye al Perú en el ámbito geográfico:

“diferendo. m. Argent. Col., Perú y Urug. Diferencia, des-


acuerdo, discrepancia entre instituciones o estados”.

La definición se mantiene en la edición de 2001, pero el


área de uso se amplía a toda la América Meridional, más
Cuba y Guatemala.
El Diccionario enciclopédico de derecho usual de Caba-
nellas, en su vigésima cuarta edición, dice:

“Diferendo. Como sudamericanismo la Academia inserta este


evidente latinismo por diferencia, desacuerdo o discrepancia
entre personas, grupos sociales o instituciones. Por lo general
se está en el germen de un conflicto o de un litigio”.

136
Para Cabanellas diferendo es, pues, un “evidente latinis-
mo”. En efecto, la palabra parece estar en la línea de
latinismos tales como referendo o comparendo. Pero no hay
trazas del uso de un hipotético *differendum en latín.
En realidad, diferendo proviene del francés diffé-
rend, documentado desde el siglo XIII, como sustantivo
masculino, con el sentido de ‘desacuerdo resultante de
diferencia de opiniones o de una oposición de intereses
entre dos o más personas’. Esta acepción se ejemplifica
en obras de escritores galos de la talla de Pascal, Cornei-
lle, Molière y La Fontaine.
Al notable lexicógrafo francés del siglo XIX Émile
Littré no le parecía bien que la Academia Francesa hu-
biera incluido (solo en la quinta edición del Diccionario
oficial) esa variante, différend, del adjetivo sustantivado
différent. Decía Littré que, si se admite una distinción
meramente ortográfica (no hay diferencia fonética en
francés) entre la forma sustantiva différend y la adjetiva
différent, tendría que hacerse lo mismo en casos análogos
y distinguir gráficamente *incidend de incident o *expe-
diend de expedient.
En cuanto al uso peruano, el diplomático Antonio
Belaunde Moreyra opinaba así sobre los obstáculos que
impedían la ejecución del Protocolo de Río de Janeiro,
firmado por el Perú y el Ecuador en 1942:

“Nuestra tendencia es a excluir la palabra diferendo, que los


ecuatorianos prefieren”.

Decía también que se había visto obligado a usar


el galicismo moderno contencioso (m.) en un artículo pu-
blicado en Bogotá, “ya que la única alternativa era el
sustantivo diferendo, vetado en el Perú”. (En el diario Ex-
preso, edición del 24/2/96).

137
Pero lo cierto es que varios historiadores peruanos
han usado y usan las frases diferendo fronterizo o diferendo
limítrofe para referirse a las discrepancias surgidas sobre
la demarcación de la frontera peruano-ecuatoriana, que
el Ecuador prefirió luego llamar “impasses subsistentes”
(véase impase). Usa los sintagmas diferendo fronterizo y di-
ferendo limítrofe, por ejemplo, Félix Denegri Luna en su
obra Perú y Ecuador. Apuntes para la historia de una frontera
(págs. 271, 311, 312).
Ganada felizmente la paz en 1998, los pueblos del
Perú y del Ecuador marchan hoy unidos hacia el desa-
rrollo, que es, según el Papa Pablo VI, “el nuevo nombre
de la Paz”.

138
DINTEL
Dintel es la ‘parte superior de una puerta o ventana que
descansa sobre dos jambas laterales’.
Esta palabra tiene una historia realmente complica-
da. En su forma antigua, lintel, se tomó del francés también
antiguo lintel (hoy linteau) que procede del latín popular
liminalis, forma alterada de liminaris ‘perteneciente a la
puerta de entrada’, derivado a su vez de limen, liminis ‘um-
bral, puerta de entrada’. La alteración se debió a influencia
de limes, limitis ‘linde, límite’. Lintel está documentado en
castellano desde el siglo XVI, pero desde principios del
XVIII la forma más usada es la disimilada dintel.
Por otra parte, umbral es la ‘parte inferior, contra-
puesta al dintel, en el piso o suelo de la puerta o entrada
de una casa’.
Pero, increíblemente, umbral y dintel tienen el mis-
mo étimo. Umbral viene también del latín liminaris que
dio regularmente limbrar, forma que se alteró en lum-
bral, probablemente por influjo de lumen (en castellano
antiguo lumbre ‘luz’). Lumbral se registra, a fines del siglo
XV, en el Diccionario de Nebrija. La l inicial desapareció
luego —como en tantos otros casos— por confusión con
la de un supuesto artículo determinado.
Umbral no tiene, pues, nada que ver con el latín
umbra ‘sombra’, como a primera vista pudiera parecer,

139
tanto por la semejanza de ambas palabras cuanto por la
sombra que el dintel puede proyectar sobre el umbral o
suelo de la puerta.
Los procesos etimológicos de dintel y umbral, diver-
gentes y complicados, han tenido como consecuencia
una prolongada confusión de antónimos, con predominio
del uso indebido de dintel por umbral en todo el orbe
hispánico y en todos los niveles de la lengua.
Ya el notable filólogo bogotano Rufino José Cuervo
escribía a fines del siglo XIX:

“De algún tiempo a esta parte es increíble el número de hom-


bres que se han convertido en moscas u otros gusarapillos
semejantes, porque siempre oímos que hay quien pise los
dinteles de las puertas o se siente en ellos...”.

Con toda su admirable erudición, Cuervo reconocía ha-


ber incurrido también en ese error, y solo se consolaba:

“con ver reos de lo mismo a varios académicos que a sí mis-


mos se condenan con no dar cabida en el Diccionario a seme-
jante acepción. [...] La constante posición del dintel con res-
pecto al umbral permite que en realidad sea lo mismo, para
designar la puerta o entrada, acercarse al umbral que al dintel,
y de ahí la confusión”. (Apuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano, parágrafo 621).

Así como cayó Cuervo, tropezó Bécquer, quien escribe


en “El rayo de luna”:

“Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves


en la mano”. (Cit. M. Seco, Diccionario de dudas y dificultades de
la lengua española, ed. 1965, s. v.).

140
En el Perú peca, entre otros, Julio Ramón Ribeyro; en
su cuento “La molicie” escribe:

“... nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la venta-


na...” (en La palabra del mudo, I, pág. 134).

Y reincide en “Una aventura nocturna” cuando, después


de describir el duro trabajo del protagonista, concluye:

“La dueña, siempre en el dintel, lo miraba trabajar con una


expresión amorosa”. (Íd. íd., pág. 267).

Como recomendaba el sabio Cuervo con enternecedor


complejo de culpa, es mejor que pisemos umbrales, no
dinteles.
Pero la confusión data de siglos. Y hay noticias
ciertas de que el dintel fue llamado umbral de arriba en el
siglo XVII. (Ver Estudios dialectológicos. Supervivencia del
arcaísmo español de Enrique Tovar, págs. 149).

141
DURMIENTE
En un artículo titulado “Anglicismos en el español de
América” el académico Emilio Lorenzo afirma que el
vocabulario del ferrocarril, “sobre todo en los países del
llamado Cono Sur, ofrece reminiscencias británicas”. El
acucioso lexicólogo y Miembro de Número de la Real
Academia Española continúa así:

“Leyendo a Neruda, cuya niñez y años mozos estaban vincu-


lados al ferrocarril de Chile, uno se sorprende al encontrar la
palabra durmiente para designar las traviesas de la vía, voz que
traduce sin más el término británico sleeper, ya documentado
en el siglo XVIII [sic]...”.

En efecto, cuando Neruda habla con recia ternura de


su padre, a quien califica de “ferroviario de corazón”,
explica:

“Era conductor de un tren lastrero. Pocos saben lo que es un


tren lastrero. En la región austral, de grandes vendavales, las
aguas se llevarían los rieles si no se les echara piedrecillas
entre los durmientes. Hay que sacar en capachos el lastre de
las canteras y volcar la piedra menuda en los carros planos”.
(Confieso que he vivido, pág. 15).

142
Como dice Emilio Lorenzo, el término del inglés britá-
nico sleeper está documentado desde el siglo XVIII como
designación de la traviesa, soporte transversal —general-
mente de madera— de los rieles de un ferrocarril o de
un tranvía.
Los durmientes o traviesas pueden hacerse también
con cemento o concreto pretensado (véase concreto) según
información de la Empresa Nacional de Ferrocarriles
del Perú. Pero, también según dicha empresa, los dur-
mientes de madera tienen mejor rendimiento.
Así como en el inglés británico la traviesa de vía fé-
rrea se llama sleeper, en el inglés norteamericano se lla-
ma tie (o railroad tie). La diferencia en la terminología
se explica, según Mencken (en The American Language),
por las distintas técnicas de construcción de vías férreas
en ambos continentes:
En Inglaterra los sleepers se ponían formando án-
gulo recto con los rieles, mientras que en los Estados
Unidos se colocaban a lo largo de los rieles, es decir, en
la forma paralela. Pero más tarde los sleepers paralelos a
los rieles fueron reforzados con otros, perpendiculares a
ellos que por eso recibieron el nombre de crossties, luego
abreviado en ties.
A pesar de la etimología generalmente aceptada
del americanismo durmiente (calco semántico del inglés
británico sleeper), debe advertirse que el castellano dur-
miente está documentado desde el siglo XVI —tres si-
glos antes de la era del tren— como término del voca-
bulario marítimo con el sentido de “madero colocado
horizontalmente y sobre el cual se apoyan otros, hori-
zontales o verticales” (actual segunda acepción en el
DRAE 2001).
Existe, por lo tanto, la posibilidad de que en Amé-
rica se haya producido una especificación de ese sentido,

143
referida a la vía férrea: no hay que olvidar que el español
del nuevo continente se caracteriza por la profusión e im-
portancia de los términos que Amado Alonso llamó, tan
felizmente, marinerismos en tierra. (En Estudios lingüísticos.
Temas hispanoamericanos, pág. 66 y ss.).
Debe señalarse el hecho de que en el DRAE 92 se
daba el uso americano de durmiente ‘traviesa de la vía
férrea’ como efecto de la influencia del inglés británico
sleeper, pero esa hipótesis etimológica se ha eliminado en
el DRAE 2001.

144
*ECRAN
En francés écran (palabra tomada del holandés scherm
‘biombo’) está documentada desde principios del siglo
XIV. Designaba inicialmente el ‘biombo que protege del
fuego de la chimenea’, pero desde la segunda mitad del
siglo XIX se aplica a las superficies en que se reproduce
una imagen; écran se llamó, por eso, la pantalla, de super-
ficie blanca, sobre la cual se proyectan imágenes fotográ-
ficas o cinematográficas; más tarde se ha llamado tam-
bién écran la pantalla de los receptores de televisión y de
las computadoras. En francés igualmente l’ecran, en uso
figurado, es hoy equivalente de ‘el arte cinematográfico’,
y le petit écran designa, por antonomasia, ‘la televisión’.
En el habla culta del Perú ecran se usa, desde hace
medio siglo, como equivalente de pantalla cinematográfi-
ca y también de arte cinematográfico; no se aplica en cam-
bio, a la pantalla del televisor o de la computadora.
En francés écran es, estructuralmente, una palabra
aguda. El acento que lleva la é inicial no tiene la misma
función que la tilde en castellano: solo indica que la vo-
cal é tiene un timbre (fonético) cerrado (frente al abierto
que expresa la grafía è).
Como, al parecer, el préstamo lingüístico del fran-
cés al español se hizo por vía escrita, se interpretó mal la
función de dicho signo ortográfico y se pronunció como

145
grave la palabra. Caso semejante es el de élite (véase), es-
crita así en francés y pronunciada como aguda: elit (con
e final muda); muchísimos hablantes de español pro-
nuncian élite como esdrújula.
Lo cierto es que ha llegado a imponerse la pro-
nunciación grave o llana y antietimológica ecran (que
no necesita la tilde) en el nivel de habla culta del Perú.
Así se documenta en la prosa de algunos de nuestros
escritores.
Escribe, por ejemplo, Antonio Cisneros refiriéndo-
se al pasado auge, en nuestro medio, de las películas
soviéticas:

“En los años 50, el ecran se pobló de los ladinos rojos”. (El
libro del buen salvaje, pág. 143).

En La tentación del fracaso, Julio Ramón Ribeyro relata


un incidente doméstico y tragicómico: un ratón asusta a
Alida, su mujer, y arruina así un “domingo que prome-
tía ser de una memorable placidez”. Y prosigue:

“Así, ese inofensivo, insignificante roedor a mí no podía tum-


barme ni distraerme. Pero es a través de Alida que me vulne-
ra. Lo que me sugiere una serie de reflexiones: lo inocuo, lo
banal, se convierte en intolerable cuando ‘pasa’ por el ecran
amplificador de un allegado nuestro”. (III, págs. 238-239;
anotación del 10/9/78).

Ricardo Blume, en cambio, tiene plena conciencia del


origen francés de ecran y la acentúa como aguda en cas-
tellano:

“...la palabra pantalla ha pasado a significar ahora, también,


esa otra del cine donde se proyecta imágenes (ecrán, decimos

146
también con galicismo)”. (Artículo titulado “Apantallando”,
en El Comercio, edición del 18/7/96).

Pero hoy —como se ha dicho— es casi general en nues-


tra habla supuestamente culta la pronunciación grave o
llana de ecran (no se oye un plural *écranes).
Ecran alterna con pantalla, en usos figurados anto-
nomásticos, para designar lo que en los primeros tiem-
pos del llamado sétimo arte se denominó también lienzo o
telón.
Ecran no es palabra aceptada por la Real Acade-
mia Española. No se registra, ni como peruanismo, en el
Diccionario oficial. Y, al parecer, no se usa en otros países
hispanoamericanos.

147
ÉLITE
Según el Diccionario de la Academia, élite o elite tiene el
sentido de ‘minoría selecta o rectora’, flor y nata. Se tomó
del francés élite, que tiene igual sentido.
Pero, como el préstamo al español se hizo por vía es-
crita, se confundió el acento de la é inicial, que en francés
solo marca el timbre cerrado de dicha vocal, con la tilde
castellana, indicadora del acento de intensidad. Resultó
de ello una palabra esdrújula, antietimológica, que el hu-
morista venezolano Francisco Pimentel (con el seudóni-
mo Job Pim) censuraba así:

“...ahí está Élite, esa revista nuestra,


cuyo nombre, sin género de duda,
es en francés una palabra aguda;
y aquí pierden la brújula
cada vez que la van a pronunciar,
pues la vuelven esdrújula
hasta los que la tienen que anunciar,
por no saber, aunque decirlo es triste,
que en francés, el esdrújulo no existe”.
(Obras, págs. 841-842).

Hasta su vigésima primera edición, de 1992, el Diccio-


nario académico solo registraba la forma castellanizada,

148
trisílaba y grave, élite. Pero la antietimológica pronuncia-
ción esdrújula estaba ya tan difundida en España y Amé-
rica que el Libro de estilo del importante diario madrileño
“El País” se pronunció tajantemente a favor de la pronun-
ciación antietimológica en su edición del año 2002:

“élite (plural, élites). Esta palabra procede del francés, idio-


ma en que tiene acentuación tónica en la segunda sílaba. Al
castellano ha llegado con acentuación esdrújula, por confu-
sión con el acento ortográfico de la palabra francesa (élite).
La Real Academia Española acogió el término con acento
grave (elite), pero el uso de los hablantes, aunque erróneo, ha
confirmado la acentuación esdrújula, que es la que adoptó
EL PAÍS. La Academia acepta ahora las dos formas”.

Debe reconocerse que este importante diario madrileño


optó por el uso —al fin y al cabo, el amo del lenguaje—
antes que la Real Academia. Así lo declara en anteriores
ediciones de su Libro de estilo (i. e. las de 1990 y 1998).
La Academia solo registraba, en la edición de 1992
del Diccionario oficial, la forma trisílaba y grave elite. En
la de 2001, registra la grave y la esdrújula, dándole a
esta última el primer lugar como variante.
En cuanto a derivados, la edición de 1992 incluía
elitismo y elitista. La de 2001 añade el ecuatorianismo eli-
tario. Menos difundidos son los americanismos elitizar,
elitización y elitizador.
En la disyuntiva del hablante culto, entre la for-
ma esdrújula todavía sentida como incorrecta (élite) y la
forma grave, y académica, pero poco convincente (eli-
te), cabe una tercera y lícita opción: mantener en lengua
oral la forma francesa élite pronunciada como bisílaba
aguda: elít. Y subrayarla en lengua escrita.
Lo cual, es cierto, obliga a un plural las élites, pronun-
ciado las elít. Plural anómalo, y tal vez algo elitista, en español.

149
ENTENADO
Entenado resulta de la alteración de antenado por asimila-
ción regresiva; o sea, por influencia de la e de la segunda
sílaba, que hace cambiar la primera a en otra e.
Antenado, a su vez, viene de la frase latina ante natus
‘nacido antes’; es decir, antes de un segundo matrimonio;
se aplicaba al hijo tenido por uno de los cónyuges en un
primer matrimonio, respecto del otro cónyuge. Pero la
palabra latina específica para hijastro era privignus.
Antenado es hoy término histórico; de él, por suce-
sivas alteraciones fonéticas, se derivó —entre otras— la
forma sincopada alnado ‘hijastro’, todavía vigente en la
lengua general.
Entenado, en cambio, ha caído en desuso en la ma-
yor parte de España (se conserva, al parecer, en Sala-
manca). Sobrevive en el castellano de América debido,
al menos en parte, a la connotación peyorativa que tiene
el término, hoy de la lengua general, hijastro. En efecto,
hijastro lleva el mismo sufijo despectivo que padrastro, ma-
drastra, hermanastro, medicastro, poetastro, politicastro.
Las relaciones con la familia del cónyuge han sido
siempre terreno minado. Y ha sido generalmente nega-
tivo el concepto sobre lo que en un matrimonio significa
el “hijo ajeno”, así como el trato que se le da, o que se le
debería dar, en el nuevo hogar.

150
Viejos refranes castellanos documentan los ances-
trales prejuicios sobre antenados, entenados o alnados, y
también dan fe de la censura sobre el injusto trato que
a veces reciben de padrastros, madrastras o hermanas-
tros. Son ejemplos:
Dios te guarde de antenado; es malo de criar, y peor criado.
Dios te guarde de alnado, y a tus hijos no dé padrastro.
La hija de la madrastra, sedas arrastra; la entenada va
descalza.
Los hispanoamericanos somos más tímidos que
los peninsulares para usar las formas fuertes y direc-
tas de la lengua. Esa discreta mesura puede haber
sido una razón para la supervivencia en América de
un término sin connotaciones etimológicas negativas:
antenado es, literalmente, solo el nacido antes. Pero en
su forma posterior entenado ha sufrido igualmente un
proceso semántico que lo ha impregnado de un matiz
peyorativo.
En Memoria del abismo, de César Hildebrandt, en-
contramos ejemplos del uso actual peruano de entenado,
en el que existe, sin duda, un matiz negativo:

“Anselmo y Cléver fueron, desde entonces, hijastros, jugue-


tes o entenados, según el momento del día, la estación del año
y el humor de doña Leonor”. (Pág. 86).
“En los tiempos de la guadaña purificadora de la Segunda
Conferencia, Rolando se había convertido en brazo armado
y entenado intelectual de Gonzalo”. (Pág. 103).

Manuel Zanutelli titula “Historia de entenados” un ar-


tículo sobre la aversión —correspondida— de Manuel
González Prada y sus tres hermanos hacia su padrastro.
(En Mira!, suplemento de El Sol, edición del 22/8/99/,
págs. 32-34).

151
Hoy entenado se aplica también al hijo del (o de la)
conviviente. El término tiene todavía vida en el habla de
las generaciones mayores.
En cuanto a modismos, tratar como a entenado equi-
vale a tratar muy mal. Un pintoresco exjefe de la ONPE
(Oficina Nacional de Procesos Electorales) se quejaba así
en setiembre de 1998:

“...yo no soy el destructor del referendum. Me están buscan-


do mi punto, pero no pueden acusarme de nada. Así es el
Perú, me están tratando como a un entenado”. (Revista de Expreso,
edición del 20/9/98, pág. 9).

152
EPÓNIMO
Muchas personas creen que epónimo es equivalente de
grande, glorioso, notable, conspicuo, célebre, preclaro, egregio,
ínclito, ilustre, esclarecido, afamado. Generalmente em-
plean ese adjetivo asociado al sustantivo héroe: héroe epó-
nimo. Pero no todos los héroes son epónimos, y se puede
ser epónimo sin ser héroe.
Epónimo es una palabra de origen griego que solo
significa ‘que da su nombre’ a algo. En la Atenas clásica,
el arconte epónimo era el magistrado que daba su nombre
al año correspondiente a su gobierno, en un régimen
—el arcontado— en que nueve jefes se turnaban en el
ejercicio anual del poder supremo.
Según la edición de 1992 del Diccionario de la Real
Academia Española, el adjetivo epónimo se aplica “al hé-
roe o a la persona que da nombre a un pueblo, a una
tribu, a una ciudad o a un período o época”.
Es epónimo Washington, quien dio su nombre (de
familia, es decir, su apellido) a la capital de su país, o
Sucre, cuyo nombre (igualmente de familia) lleva la
capital política de Bolivia. Con modificación del final
del nombre son epónimos Américo Vespucci, de don-
de viene el nombre de nuestro continente, Cristóbal
Colón, de donde deriva Colombia y Simón Bolívar, cuyo
apellido dio origen al nombre de Bolivia. Asimismo, la

153
ciudad egipcia de Alejandría perenniza el nombre de
Alejandro Magno.
Son también epónimos en América Magallanes, quien
dio su nombre al estrecho austral que descubrió; Alejan-
dro de Humboldt, cuyo apellido lleva la corriente fría del
Pacífico y Miguel Grau, que da nombre al Mar de Grau.
Ejemplo de nombre propio que ha dado nombre
a una época es Victoria. El adjetivo victoriano o victoriana
se refiere —con determinadas connotaciones sociológi-
cas— a la era del largo gobierno de Victoria, reina de In-
glaterra. Isabelino o isabelina, en cambio, puede referirse
a cualquiera de las reinas de España o Inglaterra que
han llevado el nombre de Isabel; entre ellas, predomina
Isabel I de Inglaterra.
Pero en la edición de 2001 del DRAE se amplía la
extensión semántica del adjetivo epónimo, que ahora pue-
de referirse también al nombre de una persona o de un
lugar que designa “una enfermedad o una unidad, etc.”.
Es epónimo, entonces, Gerhard Hansen, descubri-
dor del bacilo de la lepra, llamada también mal de Han-
sen, hanseniasis, hanseniosis o hansenosis. Y, entre otros
muchos, el patólogo británico William Leishman, des-
cubridor de los protozoarios parásitos que producen la
uta, llamada en su honor leishmaniasis.
En cuanto a nombres de unidades, podrían consi-
derarse como epónimos los apellidos Watt (que dio nom-
bre al vatio), Volta (que dio nombre al voltio) y muchos
otros correspondientes a notables hombres de ciencia
de los últimos tres siglos.
Podría extenderse, además, la calificación de epó-
nimo a ciertos nombres propios de personas que han
llegado a hacerse nombres comunes que expresan cua-
lidades características de los personajes, históricos o lite-
rarios, que designan. Tales son lazarillo, anfitrión, mentor,

154
mecenas, quijote, tenorio, celestina, pánfilo y algunos otros.
En el castellano del Perú, es ejemplo el de barchilón ‘en-
fermero’, que perenniza el segundo apellido de Pedro
Fernández Barchilón. (Véase M. Hildebrandt, Peruanis-
mos, s. v.).
Por último, son en cierto modo epónimos los perso-
najes cuyos nombres acaban por designar algún objeto.
Ejemplos: quevedos ‘cierto tipo de anteojos’, porque con
ellos está retratado Francisco de Quevedo, y zeppelin ‘glo-
bo dirigible alargado’ por el apellido de su inventor o
difusor, el conde alemán Ferdinand von Zeppelin.

155
*ERIÁCEO
Se oye a veces, aun entre personas supuestamente cul-
tas, hablar de tierras eriáceas o de terrenos eriáceos, refi-
riéndose a campos o a áreas sin cultivar. Pero el término
correcto es eriazo, eriaza.
Eriazo equivale a erial. Ambas palabras (que se usan
como adjetivo o sustantivo masculino) se derivan de cría
‘terreno de gran extensión, en buena parte labrantío,
cercado y dividido entre varios dueños’, palabra que, a
su vez, viene de era ‘espacio de tierra limpia y firme don-
de se trillan las mieses’. Y era se deriva del latín tardío
área ‘superficie’, que también significaba ‘era’ y es igual-
mente el étimo del cultismo castellano área.
¿Cómo se explica la alteración de eriazo que pro-
duce la forma incorrecta eriáceo? Paradójicamente, por
ultracorrección.
La ultracorrección, como el prefijo lo indica, consiste
en ir más allá de la corrección; es decir, en corregir lo que
ya es correcto, obteniendo así un resultado incorrecto.
Su causa es la inseguridad lingüística o cultural. Su apo-
yo, la tendencia analógica.
En efecto, un adjetivo como eriazo puede dar la sen-
sación de anomalía porque son excepcionales los adjeti-
vos acabados en -azo. En cambio, hay muchos adjetivos
acabados en -áceo que tienen el prestigio del cultismo:

156
herbáceo, sebáceo, gallináceo, rosáceo, violáceo, grisáceo, opiá-
ceo, coriáceo, etc. Y así como del correcto espurio se saca
el ultracorrecto (incorrecto) espúreo (véase), del correcto
eriazo se obtiene el ultracorrecto (incorrecto) eriáceo.
Un ejemplo extremo de alteración de eriazo se do-
cumenta en La ciudad y los perros de Vargas Llosa.
En los ejercicios y maniobras que terminarán con
la muerte del estudiante apodado el Esclavo, los cadetes
del Colegio Militar llegan hasta la avenida que une Lima
y El Callao:

“A la cabeza del batallón, [el Teniente] Gamboa indicó, levan-


tando la mano, que en vez de tomar la dirección del puerto
se cortara por el campo raso, flanqueando un sembrío de
algodón todavía tierno. Cuando todo el batallón estuvo sobre
la tierra eriácia, Gamboa llamó a los suboficiales”. (Pág. 159).

La variante aquí documentada eriácia expone un caso


límite de alteración de la forma correcta eriaza.
Ello, porque implica el uso, en la prosa del propio
autor —no en el idiolecto de algún personaje— de un
caso de pronunciación pseudoculta (-cia) de la terminación
(-cea) de la variante ultracorrecta aquí tratada: eriácea. Y
porque, ya dado ese hecho, la forma resultante eriacia
(grave, acabada en vocal) no necesita tilde o acento or-
tográfico.

157
ESCUCHAR
Escuchar viene de la forma castellana vieja ascuchar, que a
su vez sale del latín tardío ascultare, y este del latín clásico
auscultare, que tenía el mismo significado que escuchar. De
auscultare sale también, directamente, el cultismo auscul-
tar “aplicar el oído a la pared torácica o abdominal, con
instrumentos adecuados o sin ellos...” (DRAE 2001).
Escuchar significa “prestar atención a lo que se
oye”, “aplicar el oído para oír algo” (DRAE 2001). Es-
cuchar implica, al mismo tiempo, intención y atención de-
liberada. No se escucha involuntariamente, ni por azar o
casualidad.
Oír, del latín audire, es ‘percibir los sonidos por me-
dio del oído’, ya sea voluntariamente o por casualidad.
La clara diferencia semántica entre escuchar y oír está
plasmada en refranes tales como Quien escucha, su mal
oye. Es incorrecto, por lo tanto, decir “anoche se escucha-
ron tiros”; lo correcto es “anoche se oyeron tiros”. Tam-
bién es incorrecta una frase como “sube el volumen que
no se escucha bien”; lo correcto es “sube el volumen, que
no se oye bien”.
Sin embargo, en los últimos tiempos, el verbo escu-
char está invadiendo el campo semántico de oír. Eso se
comprueba tanto en España —donde esa confusión es
muy criticada— como en la América hispana.

158
En el Perú, el mal uso de escuchar en vez de oír se
ha extendido hasta el nivel del habla culta —o de lo que
debiera serlo— y llega a la prosa de nuestros mejores
escritores. Es un ejemplo la prosa —generalmente muy
cuidada— de Alfredo Bryce.
En Un mundo para Julius, cierto personaje:

“...pedía que subieran un poco la música, que no se escuchaba


bien afuera...” (pág. 67).

Y en otro pasaje de la misma obra, se dice que:

“Juan Lucas no logró escuchar [lo que decía Bobby] porque Bo-
bby seguía rompiendo cosas y estrellándose contra las paredes
y, a menudo, el ruido de una silla arrojada contra una puerta
o vidrio hacía desaparecer sus palabras”. (Pág. 274).

Un uso límite —o un mal uso límite— se constata en un


aviso periodístico publicado a página entera en un pres-
tigioso diario limeño, para promover una “Nueva línea
de Audio”. Dice el texto publicitario:

“Ahora vas a poder escucharlo todo [...]. Una flauta dulce. Un


silbido. Un saxofón. Un soplo de viento. Una ola golpeando
la playa. Un redoble de batería. Un punteo de Jimmy Hen-
drix. Ahora vas a escuchar absolutamente todo. Cada detalle
perfectamente [...]. Ven, escucha la nueva línea Aiwa y danos
tu opinión. Somos todo oídos”.

Nadie discute que el lenguaje es, ante todo, comunica-


ción. Aceptada esta premisa, ¿es lícito que, en aras de
una eficiente comunicación con una potencial clientela,
los creativos de las agencias publicitarias contribuyan a
la difusión de usos lingüísticos incorrectos? ¿O será, aún

159
peor, que dichos creativos no han tomado realmente
ninguna opción, sino que se han limitado a expresarse
en la única forma en que saben y pueden hacerlo?
Desmoralizadora disyuntiva. Y, al parecer, causa ya
casi ganada la del mal uso de escuchar por oír.

160
ESPECIES
A uno y otro lado del Atlántico se suele censurar el craso
error que implica llamar especies a las especias. Porque, a
pesar de tener el mismo origen (latín species), dichas pa-
labras han llegado a designar cosas distintas:
Especie es un conjunto homogéneo de seres o cosas;
por ejemplo, la especie humana. En botánica y zoología espe-
cie es cada uno de los grupos en que se dividen los géneros.
Especia, que fue en su origen una mera variante fo-
nética de especie, tomó luego un sentido restringido que
la hizo designación concreta de ciertas sustancias vegeta-
les aromáticas, tan apreciadas en la Europa del siglo XV
que en su búsqueda zarpó Colón.
Son típicas especias la pimienta, el comino, la mostaza, el
pimentón, el azafrán, el jengibre (que en el Perú llamamos
kion, palabra de origen chino), la nuez moscada, la canela,
el anís, el clavo de olor y el palillo o cúrcuma. También son
especias la vainilla y el achiote (nombre azteca de la planta co-
nocida también con otros nombres indígenas: onoto, bija);
estas dos últimas son originarias de América y no estaban,
obviamente, entre las que Colón salió a buscar.
Entre los derivados de especia, se usan hoy poco es-
pecería o especiería ‘tienda de especias’ y especiero, especiera
‘vendedor o vendedora’ de ellas. Se oye algo más el plural
especerías o especierías para designar el conjunto de especias

161
que se usan en la cocina, o en un plato determinado. Es-
peciero designa también el armario o depósito en que se
guardan los frascos que contienen las especias secas.
Por otra parte, se prefiere llamar condimentos las
plantas que se usan, en su forma fresca, para sazonar las
comidas: perejil, orégano, culantro (véase), laurel, albahaca,
menta o hierbabuena, huacatay o huatacay.
También llamamos condimentos aquellos vegetales
que, aunque usados para sazonar, son nutrientes en sí
mismos: cebolla, ajo, apio, pimiento morrón, tomate, ají. Ají
es el nombre indígena, del taíno (o arahuaco de las Anti-
llas), que los conquistadores impusieron en el español
del Perú haciendo olvidar su equivalente quechua: uchu.
Tomate es palabra azteca.
Vargas Llosa cae en la difundida confusión de espe-
cies con especias en La casa verde:

“Los cabritos, cuyes, chanchos y corderos que Angélica Mer-


cedes guisaba con misteriosas yerbas y especies llegaron a ser
uno de los incentivos de la Casa Verde...” (pág. 102).

Ribeyro hace lo mismo en una referencia a Vargas Llosa he-


cha en carta a su hermano, desde París, en junio de 1964:

“Acabo de ver a Mario Vargas Llosa, que llegó ayer de Lima.


Me entregó los encargos: ejemplares de Tres historias sublevan-
tes, cenicero con mi nombre y chullo conteniendo ají y espe-
cies”. (Cartas a Juan Antonio, II, pág. 73).

Pero en diciembre del año siguiente usa la variante co-


rrecta, especias, en otra carta al mismo Juan Antonio:

“Creo que puedes seguir mandando por barco revistas y recortes,


incluso especias de cocina, metidas en revistas”, (Íd. íd. pág. 139).

162
*ESPÚREO
La forma incorrecta espúreo aparece con frecuencia en la
lengua escrita de España y América. Está documentada
desde el siglo XVI y se sigue repitiendo, ya sea por error
de los autores o por errata de los impresores.
La forma correcta del vocablo es espurio, tomada
del latín spurius en el siglo XIII. Significa ‘bastardo, ile-
gítimo’ y, en sentido figurado, ‘falsificado, adulterado,
apócrifo’.
La variante espúreo se explica por ultracorreción,
proceso lingüístico mediante el cual el hablante o escri-
biente cree corregir una supuesta incorrección y, en vez
de ello, produce otra, esta sí verdadera.
En efecto, quienes saben que es incorrecto pronun-
ciar *aerio, *erronio, *simultanio, porque estas palabras se
escriben con el grupo vocálico final -eo, pueden incluir
equivocadamente a espurio en esta serie y restablecer
una supuesta forma correcta *espúreo sustituyendo -io
por -eo. Formas ultracorrectas similares son *geráneo por
geranio y *batráceo por batracio.
La forma incorrecta y antietimológica *espúreo está
tan difundida, que hay ya quienes se rinden ante la fuer-
za del mal uso. El filólogo colombiano Baldomero Sanín
Cano, por ejemplo, llega a decir:

163
“Importaría que no muriera espúreo para hacer resaltar cier-
tos matices. Consérvese el viejo término para designar las
desviaciones del tronco moral: ideas espurias, deducción espu-
ria; y el nuevo, y flamante vocablo para determinada bastar-
día material, como cita espúrea, hijo espúreo, chocolates espúreos”.
(Divagaciones filológicas, pág. 151).

En cambio, afirma Marco Aurelio Denegri, polígrafo pe-


ruano:

“Y no porque Enrique Chirinos, uno de nuestros mejores


prosistas, haya dicho más de una vez espúreo dejaré de decir
espurio”. (En El Peruano, edición del 19/12/95).

Por supuesto, la Real Academia Española solo admite


espurio, la forma etimológica, en el Diccionario oficial. Y
el lenguaje correcto de España y América rechaza abier-
tamente espúreo por ser una expresión típica de la media
ciencia.

164
ESTATIZAR, PRIVATIZAR
Estatizar no aparecía aún en la edición de 1992 del Dic-
cionario de la Real Academia Española, que solo consig-
naba su sinónimo estatificar, verbo poco aceptado en el
español de América.
Estatizar es un término ya impuesto en el habla
culta del Perú y de otros países hispanoamericanos. En
algunos se usa estatalizar, derivado del adjetivo estatal
(como nacionalizar se deriva de nacional). Estatalizar tam-
poco se registraba en el DRAE 92.
Pero los neologismos difundidos en el habla culta
de varios países de la América hispana son generalmente
aceptados, al cabo de algún tiempo, por la Real Acade-
mia Española. Y, en cuanto a estatizar, ya era un buen in-
dicio el hecho de que su antónimo privatizar, igualmente
censurado, hubiera sido incluido en la edición de 1992
del Diccionario oficial.
Privatizar es un anglicismo muy moderno. La
prestigiosa revista The Economist se adjudica la crea-
ción y difusión en el inglés británico y luego en el
norteamericano (con z y no s) del verbo to privatise y
del sustantivo privatisation, reconociendo que este úl-
timo término “is not a pretty word, but it has spread
across the world”. (Número del 15 de enero de 1994,
pág. 20).

165
Por otra parte, el sufijo -izar tiene hoy gran vigen-
cia en la formación de nuevos verbos en español. Pero,
por influencia de algunos de estos verbos, que tienen
una t en el radical (tales como alfabetizar, garantizar, poe-
tizar), se ha creado ya un verdadero terminal -tizar. Este
terminal está, al parecer, presente en privatizar, verbo
que la Academia derivaba antes, un poco forzadamente,
de privado: por análogo proceso, estatizar podría haberse
derivado directamente de Estado.
Son también expresiones —aún más modernas—
del flujo y reflujo de las actuales tendencias económicas,
las formaciones prefijales desestatizar y reprivatizar, con sus
respectivos postverbales desestatización y reprivatización. Es-
tas formas no tienen todavía aceptación académica.
Sí aparecen ya en el DRAE 2001, como términos
de la lengua general, estatalizar, estatalización y estatalismo.
Y, como americanismo restringido a la Argentina, Chile,
Cuba y Honduras, la combatida forma estatizar.
Pero en el Perú y en otros países de América segui-
remos prefiriendo, sin duda, los derivados estatizar y es-
tatización, términos ya profundamente arraigados entre
nosotros y usados por nuestros mejores escritores.

166
ESTERILLA
La palabra estera, de origen latino, se usa en castellano
desde fines del siglo XV. Designa —o, más bien, desig-
naba— un ‘tejido grueso de esparto, junco o palma, usa-
do principalmente para cubrir el suelo de las habitacio-
nes’. Esterar era ‘cubrir el piso con esteras’; esterero el que
las fabricaba o colocaba; esterería, el lugar donde ellas se
tejían o vendían.
En su Diccionario de peruanismos, Juan de Arona
nos informa de que a fines del siglo XIX se importaban
esteras en rollos para cubrir los pisos de las residencias
limeñas. Pero ya entonces Arona constataba una sus-
titución de términos: la palabra española estera había
dejado su lugar al aztequismo petate, y el verbo esterar
había cedido ante empetatar, derivado (parasintético) de
petate.
Las residencias limeñas se empetataban entonces
con rollos de fino petate importado, en tanto que la pa-
labra estera designaba una alfombrilla rústica, general-
mente de totora, “que la gente pobre empleaba para ten-
der delante de su cama, y a veces por toda cama”. En
los arenales de la costa peruana, la estera de totora es hoy
emblema de la invasión de un terreno ajeno y cumple la
función primordial de proveer improvisados y precarios
techos y paredes.

167
Durante el siglo XIX un diminutivo de estera, es-
terilla, adquirió contenido semántico diferenciado me-
diante renominalización, proceso que da como resultado
la formación de un nuevo sustantivo por la adición del
sufijo, en principio de diminutivo, -illo, -illa: el hablante
no asocia ya entre sí (véase cerquillo) parejas léxicas tales
como cabeza y cabecilla, espina y espinilla, campana y cam-
panilla, horca y horquilla, etc.
Esterilla designa en el Perú y en otros países de la
América del Sur —Argentina, Uruguay, Paraguay, Ecua-
dor y Venezuela— un ‘tejido o entramado fino, hecho
con tiritas chatas de tallos duros, flexibles y resistentes
de plantas como el bejuco’; la esterilla sirve para hacer
respaldos y asientos de sillas y sillones. Esterillar es fa-
bricar este tejido y también colocarlo; esterillero se llama
el artesano que hace ese trabajo, hoy en vías de extin-
ción. La típica silla de esterilla es una silla con asiento y
respaldo de este tejido; en el Perú, Bolivia, Argentina y
Uruguay se le llama también silla de Viena.
Haciendo nostálgicos recuerdos de su infancia
en la limeña casa familiar, don José de la Riva Agüero
menciona algunos libros y autores que eran entonces
sus favoritos: el Quijote, el Telémaco de Fénelon; Chateau-
briand, Prescott, Olavide. Y relata:

“Me apoderaba con ansia de uno de estos volúmenes, y me


ponía a devorarlo y repasarlo, sentado en una silletita de este-
rilla, semejante a las sevillanas...” (Citado en Quince plazuelas,
una alameda y un callejón, de Pedro Benvenutto, pág. 391).

Hay que aclarar aquí que silleta por silla, sin matiz di-
minutivo (nótese el diminutivo silletita), es también un
peruanismo y americanismo, censurado a fines del siglo
XIX por Arona. Silleta, como equivalente de silla, es un

168
ejemplo anómalo de renominalización de un diminutivo,
en este caso formado con el sufijo -eta.
Pero en España la esterilla se conoce solo con el
nombre de rejilla. Se trata aquí de la típica renominaliza-
ción de un diminutivo, el cual adquiere un sentido dife-
rente del que tiene el primitivo reja.
El Diccionario de la Academia no incluye al Perú en
el área sudamericana de esterilla.

169
EVENTO
Hasta su edición de 1970, el Diccionario de la Real Aca-
demia Española definía el sustantivo evento solo como
“acontecimiento o suceso imprevisto o de realización
incierta y contingente”. Ese matiz de inseguridad, ca-
sualidad o sorpresa predomina todavía en sus deriva-
dos eventual (ejemplo: trabajador eventual), eventualidad
y eventualmente. También en eventualismo, nombre de
un sistema filosófico que lo explica todo por la casua-
lidad.
En el español actual americano y peninsular, sin
embargo, han pasado a un segundo plano los matices de
‘imprevisión’, ‘incertidumbre’ y ‘contingencia’ presentes
en el campo semántico de evento. Los nuevos usos —que
tienen antecedentes en los del étimo latino eventus— ha-
cen del término un sinónimo de hecho, suceso o aconteci-
miento, ya sea este fortuito o previsto y aun cuidadosa-
mente preparado.
En realidad, evento se aplica sobre todo a aconteci-
mientos considerados importantes, que pueden ser reu-
niones de diverso tipo, celebraciones, funciones, ceremonias,
espectáculos, certámenes o competiciones (en América compe-
tencias).
Es frecuente que evento esté acompañado de adjeti-
vos ponderativos tales como gran(de), importante, etc.

170
Este uso moderno del español evento (documentado
desde el siglo XVI en su acepción tradicional de ‘acon-
tecimiento fortuito’) se debe sin duda a calco semántico
del inglés event. Por eso ha sido duramente combatido
por el purismo a ambos lados del Atlántico, llegando a
ser tildado de “anglicismo de la peor especie”.
Pero, desde la edición del Diccionario de la Acade-
mia de 1984, evento tiene ya, como primera y general
acepción, la de “acaecimiento” (palabra que a su vez se
define como “cosa que sucede”). Y, como segunda acep-
ción, la de “eventualidad, hecho imprevisto o que puede
acontecer”.
Lo cierto es que el uso —y más propiamente el uso
culto, que a veces tiene raigambre popular— es, al fin y
al cabo, el amo del lenguaje. Así lo reconoce la Acade-
mia, sobre todo en los casos en que las nuevas palabras
—o las nuevas acepciones de palabras tradicionales—
llegan al nivel del habla culta en el español de ambos
continentes.
Ese es el caso de los usos, no tan nuevos y ya reco-
nocidos, de evento. En la edición del año 2001 el DRAE
recoge como tercera acepción —registrada en el Perú,
Cuba, El Salvador, Méjico, Uruguay y Venezuela— la
más moderna de “suceso importante y programado, de
índole social, académica, artística o deportiva”.

171
EXILAR, EXILIAR
Alfredo Bryce empieza a escribir sus Antimemorias en
Barcelona, en 1986. Y explica:

“Casi la mitad de mi vida había transcurrido en Europa, por


entonces, y esto, por supuesto, produce adicción. De ahí que
lo que empezó siendo casi un exilio forzado por la oposición
de mi padre a que fuera escritor se hubiese ido transforman-
do en agradable condición de exiliado, con ‘esta i, de riguro-
sa estirpe académica [que] añade al exilio una condición de
aristocracia o de rigor’, según ese excelente escritor y amigo
cubano que es Severo Sarduy. En fin, algo tan distinto al exi-
lado, al emigrado, al refugiado, al apátrida...” (Permiso para
vivir, pág. 13).

Exilio era un latinismo (de exilium, íd.) de ámbito exclusi-


vamente erudito hasta que su uso se hizo común moder-
namente. Exilar se tomó directamente del francés exiler, de
igual sentido, a principios del siglo XX o a fines del XIX.
El participio adjetivado exilado (del francés exilé)
era ya de uso frecuente en España cuando terminó la
guerra civil, que tuvo como consecuencia la expatria-
ción de la llamada España peregrina y su asentamiento
principal en tierras de América. Los exilados de la pe-
nínsula trajeron consigo el término, que se difundió en
Hispanoamérica.
El galicismo exilado había sido muy combatido
como tal, supuestamente por contravenir las reglas de
la morfología castellana: si de auxilio sale auxiliar, y no
*auxilar, de exilio tenía que derivarse exiliar, y no exi-
lar. Pero “la coexistencia de palabras de la misma raíz
con y sin i en la terminación no repugna al oído espa-
ñol; compárense, por ejemplo, suicidar, suicidio; delirar,

172
delirio, o dominar, dominio”, según afirma la lexicóloga
hispana María Moliner en su importante Diccionario
de uso del español.
La Real Academia Española tardó en dirimir la
cuestión, y solo incluyó exiliar y exiliado en la edición de
1970 del Diccionario oficial. Para entonces, exilar y exilado
habían echado raíces, sobre todo en el español de Amé-
rica. Como se desprende del texto de Bryce y de su cita
del cubano Sarduy, las formas académicas exiliar y exilia-
do no resultan hoy naturales ni espontáneas en nuestra
lengua americana.
En cuanto al aspecto semántico, exiliar no es sinó-
nimo estricto de desterrar, proscribir o expulsar. Y tiene un
importante rasgo semántico que comparte con expatriar:
el exilio y la expatriación pueden ser voluntarios; hay, de
hecho, un autoexilio, y quienes se exilian por propia deci-
sión podrían, a voluntad, desexiliarse.
Alfredo Bryce, en la obra antes citada, habla de
su “exilio voluntario” en Europa con muchos “retornos
imaginarios a la ciudad natal” y a las casas en las que
transcurrió su infancia limeña:

“Pasar siempre por ahí, volver al brutal enfrentamiento con


los sueños, con esos monstruillos de la razón nostálgica, la
menos crítica de todas. Volver como en el tango y como vuel-
ve cualquiera. Duros placeres del exilio voluntario. Desexiliarse
unas semanas”. (Págs. 187-188).

Mario Benedetti responde a un periodista que le pre-


gunta “¿por qué se le ocurrió publicar una novela sobre
el exilio y el desexilio tantos años después?” diciéndole que
su novela Andamios no es autobiográfica, y expresándo-
le, sobre su relación con el protagonista:

173
“Los dos somos desexiliados, eso es lo que tenemos en común,
nada más”. (En El Sol, edición del 17/11/96).

Las formas prefijadas desexilio, desexiliarse y desexiliado


son creaciones muy modernas y, al parecer, exclusiva-
mente literarias e hispanoamericanas.
La edición de 2001 del DRAE ya incluye exilar y
exilado, remitidos, respectivamente, a exiliar y exiliado.

174
EXTRADITAR
Extraditar significa ‘conceder un gobierno la extradición
(la entrega) de una persona reclamada legalmente por
un Estado extranjero’, casi siempre sobre la base de un
tratado bilateral previo.
Extraditar es un anglicismo: el inglés to extradite está
documentado en Inglaterra desde el siglo XIX y es, a su
vez, un derivado regresivo de extradition, latinismo mo-
derno acuñado antes en francés, en el siglo XVIII.
Extraditar contaba ya con la aprobación de la Aca-
demia Española en 1983, pero no alcanzó a ser incluido
en la edición del Diccionario publicada un año más tarde.
A partir de la edición de 1992, figura extraditar como
tomado del inglés to extradite con la acepción de ‘conce-
der un gobierno la extradición de un reclamado por la
justicia de otro país’; se consigna, además, el participio
adjetivado extraditado, -a.
No ha sido aceptado, en cambio, el equivalente
verbo extradir (tomado del francés extrader, o derivado
regresivo de extradición) que ha tenido cierto uso en el
lenguaje jurídico hispanoamericano y también en la
prensa peninsular. Algunos lexicólogos piensan que ex-
tradir es “igualmente válido y mejor formado” que ex-
traditar, pero en el uso peruano y americano actual lo
general es extraditar.

175
El derivado extraditable, en uso sustantivo y como
autodesignación de algunos grupos de narcotraficantes
colombianos pasibles de extradición, ha sido desafiante-
mente difundido por ellos en los últimos años, junto con
este impresionante eslogan: Antes una tumba en Colombia
que una celda en los Estados Unidos. (Como adjetivo, extra-
ditable está documentado en inglés desde el siglo XIX).
Por último, hay que censurar la incorrecta pro-
nunciación extradicción, que se comprueba aun en el ni-
vel del habla seudoculta y puede explicarse por ultraco-
rrección. Es incorrecto, asimismo, el derivado extradicto
(por extraditado), muy poco usado en el Perú.

176
GRAMA
Grama viene del latín gramina, plural de gramen ‘hierba’,
‘césped’. La palabra se documenta en castellano desde
principios del siglo XV.
También son antiguos en la lengua estos deriva-
dos de grama: gramal ‘terreno cubierto de grama’ del cual
(con el sufijo de aumentativo -ote) se deriva el perua-
nismo y americanismo gramalote, nombre de una hierba
forrajera llamada en otras partes hierba de Guinea; gra-
moso ‘abundante en grama’; y, con el prefijo des-, el verbo
desgramar ‘quitar o arrancar la grama’.
Los usos de grama por hierba, césped se documentan
en los clásicos; Góngora se refiere a un césped de grama
(“sobre el de grama césped no desnudo”; véase el Vocabula-
rio de Alemany, s. v.).
Pero en la Península el uso actual prefiere césped,
y grama designa específicamente algunas plantas de la
familia de las gramíneas, entre ellas dos o tres que tie-
nen propiedades medicinales: una es la llamada grama
del norte.
Los usos medicinales de la grama se documentan
en un inventario de la Botica del Colegio de San Pablo
en Lima, que data de 1770. Después de consignar “seis
libras de grama a medio real”, dicho inventario se refiere
a “un poco de grama dulce” como ingrediente de cierto

177
cocimiento y a otro “cocimiento de grama con raíces de
altea”, el cual recomienda como diurético. (En La medi-
cina popular peruana de Valdizán y Maldonado, tomo III,
págs. 23, 322 y 440).
La conservación americana del uso de grama ‘cés-
ped’ se documenta también en unos versos de Juan de
Arona referidos a la sierra peruana:

“En la región donde pura


y eterna la nieve dura
do el icho [césped ó grama]
nutre á la apacible llama,
señorita de la altura”.
(Diccionario de peruanismos, s. v. icho; corchetes del autor).

Arona equipara el icho, o ichu, gramínea de alturas desola-


das, a la grama o césped. Y es sin duda infeliz la sucesión de
una forma arcaica castellana y un quechuismo: “do el icho...”.
De grama ha salido en el Perú gramado, derivado
que, en uso sustantivo, designa la cancha de fútbol. An-
tonio Cisneros usa el término en sentido figurado, refi-
riéndose a su condición de hincha innato del equipo de
fútbol Sporting Cristal:

“Yo vine al mundo, es decir al gramado, con la celeste puesta. Una


década después nació el Cristal”. (El libro del buen salvaje, pág. 109).

En Colombia, coincidentemente, la cancha de fútbol se lla-


ma gramilla. Y gramilla es, en la Argentina, más o menos
equivalente de grama, aunque en algunas provincias se
aplica al pasto invasor. Por otra parte, en el Perú se llama
grama china cierta especie de pasto invasor o hierba mala.
En su edición de 2001, el DRAE registra ya el uso
hispanoamericano de grama por césped.

178
GRIFO
En la mitología griega grifo era el nombre (que en prin-
cipio significa ‘encorvado, retorcido’) de un animal fa-
buloso, con la mitad superior del cuerpo de águila y la
inferior de león, a más de una cola de reptil. Al grifo se
le atribuía la función de custodiar el oro de las minas.
La imagen erizada de esta fiera híbrida tuvo en la
Edad Media múltiples aplicaciones ornamentales, sobre
todo en el diseño de paños y vestidos. Como era usual
entonces hacer salir el agua de las fuentes o pilas por la
boca de un monstruo o figura animal (de piedra, már-
mol o metal) el nombre de grifo se aplicó, por extensión
de sentido, a dicha boca y más tarde a la llave de cañería
doméstica que controla el paso del agua en las instalacio-
nes de casas y edificios.
Grifo por llave de cañería se documenta desde el si-
glo XIX en español, lo mismo que el aumentativo y sinó-
nimo grifón. Derivado más reciente es grifería, que solo
se registra a partir de la edición de 1992 del Diccionario
de la Academia con esta primera acepción: “conjunto de
grifos y llaves que sirven para regular el paso del agua”,
y una segunda referida a la tienda en que se venden.
En el Perú se usa grifería en su primera acepción,
pero no grifo como llave de cañería, que llamamos sim-
plemente caño: agua del caño es entre nosotros el agua,

179
normalmente potable, que sale por un grifo o llave de
cañería.
Por una nueva extensión de sentido, grifo es en el
español del Perú el ‘puesto de venta de gasolina y pro-
ductos afines’; grifero es el trabajador que lo atiende. (Es
obsolescente el uso peruano de grifo ‘chichería pobre’
que consignan algunos lexicógrafos).
Nuestro grifo se llama en español general gasoline-
ra: en otros países de América (Venezuela, Colombia) se
le conoce como bomba de gasolina.
El Reglamento de Seguridad para establecimientos de
venta al público de combustibles líquidos derivados de hidro-
carburos, promulgado en el Perú en noviembre de 1993,
define así los:

“Establecimientos de Venta al Público de Combustibles. Una insta-


lación en un bien inmueble en la cual los combustibles son
objeto de recepción, almacenamiento y venta al público. En
el país también se les denomina Estaciones de Servicio y Puestos
de Venta de Combustibles o grifos”.

En la edición de 2001 del DRAE se registra ya el uso


peruano con esta definición: “Surtidor de gasolina, ga-
sóleo o queroseno”.

180
GURÚ
Gurú es una palabra de origen sánscrito que significa,
en sentido literal, ‘venerable, guía espiritual hinduista’
y, por extensión de sentido, ‘persona de gran influencia
o con un papel dirigente en un ámbito determinado’,
‘persona que tiene gran habilidad en una actividad es-
pecífica’. Puede decirse, por ejemplo: “es un gurú de la
informática”.
El étimo gurús ‘maestro’ corresponde al nomina-
tivo masculino en sánscrito; el tema de la palabra es
guru, grave, no agudo. La acentuación aguda, hoy pre-
dominante en español, podría deberse a influencia del
francés.
En la edición de 1992, el DRAE no registraba toda-
vía gurú. Ya lo hace en la de 2001, con dos acepciones:

“[1.] En el hinduismo, maestro espiritual o jefe religioso. ||


2. Persona a quien se considera maestro o guía espiritual, o a
quien se le reconoce autoridad intelectual”.

En cuanto al plural, la Academia Española consigna (en


el Boletín de mayo-agosto de 1998) la forma gurús, que
en el Perú y en otras partes alterna con gurúes.
Al relatar los divertidos incidentes de una invita-
ción a comer que le hizo el poeta Leopoldo Chariarse,

181
Julio Ramón Ribeyro escribe en su diario personal, en
París, el 13 de diciembre de 1974:

“Al fin Leopoldo aparece, pero no solo: lo acompaña el Rec-


tor adjunto de La Sorbona [sic]. Pedimos más ‘té verde’. El
Rector, hombre simpatiquísimo, parece haber sido traído un
poco a la fuerza a esa reunión tardía, de la que no espera
nada, concesión que su cortesía hace al gurú peruano”. (La
tentación del fracaso, II, pág. 227).

En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa cuenta que, du-


rante su primera visita a París, en 1958, no conoció a
Julio Cortázar, ni tampoco:

“a algunos de los muchos pintores o escritores latinoamerica-


nos de allá [...] salvo al poeta peruano Leopoldo Chariarse,
[...] que sería luego tocador de laúd, orientalista, gurú y pa-
dre espiritual de una secta...”. (pág. 464).

Es curioso que Ribeyro y Vargas Llosa coincidan en el uso


del término gurú referido a la misma persona: Leopoldo
Chariarse, quien —según el mismo Vargas Llosa— es “el
único poeta en la historia del Perú becado a Europa por
una ley del Congreso”. (Íd. íd., pág. 464).

182
*HABEMOS
El verbo haber viene del latín habere, que significa ‘tener’,
‘poseer’; se documenta en castellano desde el siglo XII
(con la grafía aver). Pero a partir de la época medieval se
comprueba en castellano el progresivo desuso de haber
como verbo principal con el sentido de ‘poseer’, y su
reemplazo, igualmente progresivo, por el verbo tener.
Ese desplazamiento de haber por tener se produjo
a lo largo de los siglos XV y XVI; en la era cervantina,
haber con el significado de ‘tener’ apenas sobrevivía en
algunos casos especiales. Hoy haber es, esencialmente,
solo un verbo auxiliar en español.
En la lengua general quedan, sin embargo, rezagos
del uso de haber como verbo principal equivalente de
tener. Son ejemplos de ellos estas expresiones:
haber menester ‘tener necesidad’;
lo habido y por haber ‘todo lo imaginable’;
habérselas con ‘tratar con’, ‘enfrentarse con’ [alguien
o algo].
En la locución verbal ser habido, el participio habi-
do tiene el sentido de ‘encontrado’, ‘hallado’, ‘atrapado’:
“los asaltantes no han sido habidos”; habido se usa también
como adjetivo: “están en la condición de no habidos”. Se
dice asimismo “habida cuenta” o “habida consideración”
por ‘teniendo en cuenta’, ‘teniendo en consideración’.

183
En el lenguaje jurídico son de uso común las frases “ha
lugar”, “no ha lugar” (es decir, ‘tiene lugar’, ‘no tiene lu-
gar’) con los sentidos de ‘es procedente’, ‘no es proce-
dente’. Tienen similar origen los usos sustantivos de
haber o haberes con el sentido de ‘bien(es), caudal(es),
sueldo(s)’.
La primera persona del plural en el presente de
indicativo de haber era la forma regular habemos, en latín
habemus ‘tenemos’: habemus Papam o Papam habemus es la
frase esperada en cada cónclave.
La forma castellana regular habemos se usó antigua-
mente en la conjugación de haber como verbo principal,
y también como auxiliar en la conjugación de otros ver-
bos o del mismo haber con el sentido de ‘tener’: habemos
venido ‘hemos venido’; habemos habido ‘hemos tenido’.
Pero habemos fue más tarde reemplazado por la for-
ma contracta hemos, al mismo tiempo que la función de
haber se circunscribía a la de auxiliar en la conjugación
de los demás verbos. Hoy en España el uso de habemos
como forma principal se constata solo en el lenguaje
popular o rústico, mientras que en Hispanoamérica, de
Méjico a la Patagonia, habemos llega al nivel del habla
culta.
En el caso del Perú, dan fe del nivel de habla en
que se emplea la forma verbal anticuada habemos estos
ejemplos de uso en los idiolectos de renombrados juris-
tas, médicos y artistas:

“...habemos quienes aquí nacimos, aquí vivimos y aquí nos


moriremos...” (Héctor Cornejo Chávez; en La República,
26/5/91).
“...también habemos personas pensantes que sabemos lo que
es el Hábeas Corpus” (Enrique Chirinos Soto, intervención
oral en el Congreso del Perú; 26/3/97).

184
“...habemos 22.000 [sic] médicos en el Perú...” (Enrique Ci-
priani Thorne; en El Comercio, 27/8/93).
“...los pocos cineastas que habemos aquí...” (Armando Robles
Godoy; en El Comercio, 4/9/88).

Pero no solo se usa como forma verbal no auxiliar habe-


mos, variante anticuada de hemos, en el Perú y en otros
países de América. También se documentan otras for-
mas de la primera persona del plural en otros tiempos y
modos de haber usado como verbo principal, no auxiliar:
habíamos, hubimos, hayamos (háyamos, en lengua inculta),
habremos, etc.
En una oración como “habíamos treinta personas en
la sala”, habíamos tiene, sin duda, la ventaja de expresar
claramente que el hablante está incluido entre dichas
treinta personas. La forma impersonal correcta: “había
treinta personas en la sala”, en cambio, no proporciona
esa información.
La solución podría estar en la sustitución de había-
mos por éramos o estábamos, según el caso: “éramos treinta
personas en la sala”, “estábamos treinta personas en la
sala”.
Pero el uso de habemos, habíamos, etc. resulta irreem-
plazable para muchos peruanos, a pesar de su clara ex-
clusión de la lengua general; mejor dicho, de la lengua
correcta.

185
*HACERSE DE LA VISTA GORDA
Hacer la vista gorda es un viejo modismo castellano que
significa ‘fingir que no se ha visto algo que se tendría que
reprender o corregir’ y, por extensión, ‘no darse por en-
terado de aquello que pudiera comprometer o causar
molestias’, ‘transigir con lo incorrecto o con lo malo’: en
una palabra, ‘pasar por alto’ cualquier acto sancionable
con tal de evitarse contratiempos, incomodidades o dis-
gustos. Hacer la vista gorda parece haber sido, por siglos,
nuestro lema nacional: la lenidad es una característica
del ejercicio de la autoridad en el Perú.
Volviendo a las palabras del modismo, ¿qué signifi-
ca realmente vista gorda? Sabemos que los modismos son
locuciones de significado global, en las cuales las pala-
bras suelen perder su individualidad semántica y el todo
puede no ser igual a la suma de las partes.
Pero cabe también en lo posible que lo oscuro o
críptico de hoy haya sido lo claro y evidente de ayer. Así,
sabemos que para los hablantes de siglos pasados hacer
la vista gorda era, literal y claramente, fingir mala vista:
hacer era, en este caso, equivalente de fingir y vista gorda
era una expresión sinónima de vista torpe, vista deficiente,
mala vista.
Y eso porque gordo (del latín tardío gurdus ‘boto,
romo, obtuso, necio’) significó primero en castellano

186
‘romo, embotado, poco agudo’ y, de allí, ‘necio’, ‘torpe’,
‘tonto’. Tener letras gordas era, por ejemplo, ‘tener poca
instrucción o poco talento’. Mucho más tarde gordo ex-
perimentó la evolución semántica que le dio la acepción
hoy vigente de ‘grueso, graso, obeso’, con el concomi-
tante olvido del significado original.
¿Cuándo se alteró en el Perú la locución verbal
castiza hacer la vista gorda? A fines del siglo XIX se do-
cumenta ya la forma alterada hacerse de la vista gorda, y
también una variante intermedia, hacer de la vista gorda.
Aparece en los escritos de Ricardo Palma y del costum-
brista Abelardo Gamarra, El Tunante.
Gamarra usa la expresión, parcialmente alterada,
hacer de la vista gorda en ¡¡Cien años de vida perdularia!!:

“...hacer un poco de la vista gorda con los abusos de los que


exprimen a los necesitados”. (Pág. 163).

Y Palma dice, en su tradición titulada “La venganza de


un cura”:

“Sabido es que todo revolucionario triunfante se hace de la


vista gorda sobre los excesos y crímenes de sus partidarios...”.
(Tradiciones, pág. 1105).

Los usos de Palma y de Gamarra no son, ciertamente,


ejemplos dignos de imitarse. Si es malo hacer la vista gor-
da sobre algo que se debe corregir, no es bueno alterar
un modismo que es, por definición, una expresión fi-
jada en la que el todo no es ya igual a la suma de las
partes. Así, aunque ya no se sepa con certeza qué es una
vista gorda, el significado del modismo, como totalidad,
resulta claro.

187
*HAIGA
Haiga es una forma anticuada del presente de subjunti-
vo (tercera persona singular) del verbo haber. La forma
hoy correcta es haya, usada como en estos ejemplos: “No
creo que haya mucha gente”; “me tranquiliza que él no
haya protestado”.
No hay duda de que haiga era una forma correcta
en pleno Siglo de Oro de la literatura castellana. Pero
el criterio de corrección tiene carácter histórico: lo correc-
to de ayer puede ser lo incorrecto de hoy, y viceversa.
El uso es el amo de la lengua. Y un amo arbitrario, sin
duda, puesto que actualmente condena a haiga como
forma vulgar mientras considera correctas formas ver-
bales análogas como traiga y caiga.
Tanto en América como en España, el criterio de
corrección considera hoy la forma verbal anticuada hai-
ga como inadmisible en el idiolecto de un hablante edu-
cado. Haiga sobrevive solo en el habla campesina y en la
lengua popular de todo el orbe hispánico, junto a otros
arcaísmos tales como agora por ahora, vide por vi, trujo
por trajo, semos por somos, etc.
En España llegó a llamarse burlonamente haiga
(un haiga) el automóvil grande y ostentoso que era
propiedad de un indiano rico (pero inculto) recién lle-
gado de América. Y eso porque se decía que antes

188
de comprarlo había advertido al vendedor: “quiero lo
mejor que haiga”.
Un frustrado eslogan del APRA, que implicaba un
juego de palabras con el apellido de su líder máximo,
proclamaba: “Haya o no haya, Haya será”. Y se decía que
las fieles huestes apristas habían dado al traste con el
juego de palabras al repetir, fervorosa pero incorrecta-
mente: “Haiga o no haiga, Haya será”.
Defendiendo el derecho del pueblo a ser no solo
informado, sino también instruido y aun educado por
los modernos medios de comunicación, decía yo en
Peruanismos (1969): “Un haiga puede costar un puesto
de trabajo”. ¿Es eso todavía verdad en el Perú del año
2012? A pesar de que el desempleo es uno de los más
graves problemas que el país afronta, ¿puede un haiga
infelizmente proferido costar un puesto de trabajo en el
Perú informal de hoy? Y, si así fuera, ¿un puesto de qué
nivel de empleo o subempleo?
Parece que en la Lima actual, con mayoritaria po-
blación migrante de origen rural y en gran parte que-
chuahablante, el uso de haiga no solo se ha conservado,
sino que también se ha extendido hasta abarcar grupos
socioeconómicos antes no afectados. Y, por otra parte, la
censura social se ha relajado tanto en lo que se refiere a
este uso que hasta hay quienes afirman que haiga cuenta
ya con la aceptación de la Real Academia. No es así, por
supuesto, y no creo que lo sea en el futuro. Porque el
uso que generalmente se acata como amo del lenguaje
es el uso culto generalizado. Y haiga es un uso incorrecto
e inculto.
En cuanto a mi experiencia y actitud personal
sobre el uso de haiga en el habla peruana, puedo ex-
plicármelo en el idiolecto de un líder obrero que lle-
gó a ser Senador de la República. Puedo, igualmente,

189
explicarme el uso de haiga en el habla de un obrero
textil que se hizo terrorista y murió en su ley. Y tal vez
debería explicarme también el haberle oído haiga por
haya a un economista bilingüe (y no de quechua y es-
pañol) que ha llegado hasta el puesto más alto en la
política peruana.

190
HALL
En el español de América —y también en el de la Pe-
nínsula— se usa corrientemente la palabra hall para
designar el vestíbulo, antesala, entrada, recibo o recibimiento
de una vivienda familiar, un hotel o un edificio. Hall se
documenta en la lengua literaria de España desde la úl-
tima década del siglo XIX.
En el Perú es también un anglicismo viejo. Por
ejemplo, se documenta abundantemente en la nove-
la de ambiente limeño Duque, de José Diez Canseco,
publicada en 1934; el capítulo XIV empieza con esta
descripción:

“Club Nacional. Amplia escalinata lujosa. En los corredores,


en el gran hall [en cursiva], grupos de hombres alrededor
del cocktail [en cursiva] matinal”. (Pág. 91; véanse también las
páginas 17, 31, 45, 46, 49, 58, 60, 69, 81, 101, 112).

En inglés, especialmente en la variedad norteamericana,


hall se registra desde mediados del siglo XVII. Su pro-
nunciación es, aproximadamente, /jol/, con h aspirada.
Con una pronunciación que imita la inglesa ha pasado
al español, lo cual es prueba de que el préstamo se hizo
por vía oral. En plural se puede oír /joles/ o /jols/, forma
esta que corresponde al inglés halls.

191
El plural halls, pronunciado /jols/, contradice la
regla académica de que el plural de los sustantivos
acabados en consonante se forma por la adición del
sufijo -es: de film, filmes, etc. Pero hoy se constata, en
algunos préstamos, el reciente desarrollo de un nuevo
esquema fonológico de plural dentro del sistema mor-
fológico español: de club, clubs; de test, tests, de stock,
stocks, etc.
La pronunciación más o menos fiel al idioma de
origen depende, por supuesto, del conocimiento de este
y de la facilidad articulatoria del hablante. Pero al es-
cribir no hay vacilación: no se escribe *clubes, *testes o
*stockes, sino clubs, tests, stocks. Esta tendencia, conside-
rada al principio como un rasgo del lenguaje popular y
periodístico, se comprueba hoy en escritos de científicos
y literatos, hecho que sin duda augura su instalación de-
finitiva en la lengua.
En su diario personal, que lleva el título, cruelmen-
te autocrítico, de La tentación del fracaso, Julio Ramón
Ribeyro nos habla de un viejo millonario peruano que
pasa la mitad del año en Europa y se da la gran vida en
París, a pesar de sus achaques:

“Sufre de incontinencia y se orina en cualquier lugar y en


cualquier momento. Por este motivo sólo se aloja en caros
hoteles donde ya lo conocen y donde no les importa que en
pleno hall o comedor deje sobre la alfombra el charco de su
meado”. (III, pág. 161).

Es importante destacar el hecho de que el filólogo Gre-


gorio Salvador —expresidente de la Real Academia Es-
pañola, expresidente de la Comisión Permanente de la
Asociación de Academias de la Lengua Española y gran
cuentista— haya optado por la grafía jol, que reproduce

192
la pronunciación en español pero choca un poco perci-
bida desde el ángulo óptico. En su cuento “Casarse de
penalti”, incluido en el volumen que tiene como título
Casualidades, un antiguo amor llama por teléfono al pro-
tagonista, que está alojado en un hotel:

“¿Luis? Soy Lucía, quiero hablar contigo. Estoy aquí, en el jol


del hotel, ¿puedo subir?”. (Pág. 131).

Pero la grafía predominante, en España y América, si-


gue siendo hall, que ya registra el DRAE 2001 como voz
inglesa.
En el Palacio Legislativo de Lima, la designación
Hall de los Pasos Perdidos traduce libremente la de la Salle
des pas perdus de la Asamblea Nacional de Francia, alo-
jada en el Palacio Borbón de París. Hall se registra en
francés desde fines del siglo XVII, pero su uso se ha
extendido a partir de la segunda mitad del XIX.

193
HOMENAJE
Homenaje es una vieja palabra castellana, de origen lati-
no pero tomada directamente del provenzal homenatge
forma compuesta en la que home está por hombre, con el
valor específico de vasallo. En efecto, el homenaje era, du-
rante la Edad Media, el juramento solemne de fidelidad que
el vasallo rendía a su rey o señor feudal.
Homenaje tomó, en la época moderna, el sentido
hoy general de ‘acto o serie de actos que se celebran en
honor de una persona’, viva o muerta. Y, por extensión,
el homenaje puede hacerse también a grupos humanos, a
instituciones y aun a objetos personificados.
Es correcto, pues, rendir homenaje a Miguel Grau,
a la Madre, al Soldado Desconocido; también puede
rendirse homenaje a la Ciudad de Lima o a la Canción
Criolla.
Pero las fechas o efemérides no pueden ser objeto
de homenaje directo; ellas, simplemente, se celebran o se
conmemoran. No debe hablarse, pues, de un homenaje al
Día de la Madre, sino de un homenaje a la Madre en su día, o
de una celebración del Día de la Madre. Tampoco es propio
hablar de un Homenaje al Día de la Canción Criolla, sino
de un Homenaje a la Canción Criolla en su día o de una cele-
bración del Día de la Canción Criolla. Lo mismo en cuanto
a un enésimo aniversario de la fundación de Lima: se

194
celebra, o conmemora, el aniversario; se rinde homenaje a la
ciudad misma, personificada.
Por otro lado, choca el uso de la frase verbal dar
homenaje. Tradicionalmente el homenaje se rinde, se hace,
se tributa, se otorga, se dedica o se ofrece, pero no se da. El
difundido uso actual de la expresión dar homenaje puede
deberse a diversas causas.
En los titulares de la prensa escrita, la preferen-
cia por dar homenaje podría explicarse porque dar ocupa
menos espacio que dedicar, rendir, ofrecer, tributar, hacer u
otorgar. Pero a este argumento podría responderse que
el verbo equivalente, homenajear, ocupa aún menos espa-
cio que la construcción dar homenaje.
Homenajear, por otra parte, se usa poco, y hasta
podría decirse que se le evita. ¿Por qué? Tal vez, para
algunos, homenajear es un derivado poco eufónico. Y
en otros puede pesar la trasnochada condena del pu-
rismo, que por largos años ha tenido a homenajear como
censurable neologismo, predominantemente hispano-
americano.
En un artículo publicado en Madrid y recogido en
su libro Limpia y fija, de 1922, pedía y ordenaba don Ma-
riano de Cavia:

“Mándese recoger, como mendigo impostor, el feísimo home-


najear, que comenzó a usarse en son de burla y cierto tono
despectivo, y se ha dado en emplearlo irreflexivamente como
locución formal y de toda licitud”. (Cit. Martín Alonso, Cien-
cia del lenguaje y arte del estilo, pág. 759).

Pero desobedeciendo al brillante periodista —que fue


miembro electo de la Real Academia Española— el ver-
bo homenajear ocupa desde hace un cuarto de siglo un
legítimo lugar en el Diccionario oficial.

195
El participio, adjetivado o sustantivado, ha tenido
mejor suerte en la lengua oral y escrita: homenajeados y
homenajeadas aparecen con frecuencia en los diversos
medios de información, agradeciendo merecidos —o in-
merecidos— homenajes.
El DRAE, en su edición de 2001, concede a homena-
jeado el honor de la entrada aparte.

196
HOMÓLOGO
Se ha difundido en los últimos años, en España y Amé-
rica, el uso sustantivo del adjetivo homólogo, -a para re-
ferirse a personas que ocupan, en diferentes regiones o
países, el mismo cargo o similar posición. Sobre todo en
el lenguaje político, es frecuente oír frases tales como:
“el Presidente del Perú se reunió con su homólogo argen-
tino”; “el Ministro de Educación acudirá a una cita con
sus homólogos de América Latina”.
Homólogo es un cultismo —viene, a través del latín,
del griego homólogos— documentado en castellano des-
de principios del siglo XVIII. Era, hasta hace poco, un
término circunscrito al lenguaje de la geometría, de la
lógica y de las ciencias biológicas.
En francés, homologue está documentado desde fi-
nes del siglo XVI, y llegó a desarrollar la acepción usual
de ‘equivalente’. En el Petit Robert (traducción castellana
de la edición de 1977) se dan estos ejemplos: “el grado
de jefe de escuadrón es homólogo de aquel de jefe de ba-
tallón”; “el obrero americano tiene un salario más eleva-
do que el de su homólogo francés”.
En inglés, homologous se usa desde el siglo XVII
con las acepciones generales de ‘que tiene la misma
relación, proporción o posición relativa’, ‘correspon-
diente’. De esas acepciones sale el uso moderno del

197
inglés aplicado al campo político y social. Homólogo,
en esa acepción, parece ser un anglicismo, más que
un galicismo.
Quienes critican este uso de homólogo, calificándolo
de barbarismo, propugnan su reemplazo por colega. Pero
colega tiene otro contenido semántico. Decía el lexicó-
logo —y expresidente de la Real Academia Española—
Fernando Lázaro Carreter que el moderno uso de ho-
mólogo:

“...permite restituir a colega su exclusiva significación: el cole-


ga de un ministro español no es un ministro extranjero, sino
otro de su mismo país. El extranjero y el nuestro, si gobier-
nan el mismo ramo, serán homólogos”. (El dardo en la palabra,
pág. 345).

Ya el Diccionario manual de la Real Academia Española,


en su edición de 1989, había consignado el adjetivo ho-
mólogo, -ga con esta primera acepción:

“[Dícese de las personas que se encuentran en condiciones


semejantes de trabajo, estudio, etc., o ejercen funciones se-
mejantes”.

El corchete inicial indica el limbo o purgatorio en que per-


manece una palabra o acepción cuando la Academia re-
conoce su existencia, pero no la admite plenamente. En
la Argentina, el Diccionario manual se ha ganado por eso
el mote de:

“...amansadora, porque en él remansan muchos años las pa-


labras neófitas, a la espera de pasar al Diccionario grande”.
(Avelino Herrero Mayor, Cosas del idioma, pág. 42).

198
La plena aceptación del uso nuevo se sancionó en la edi-
ción de 1992 del Diccionario oficial. Allí aparece, como
primera acepción del adjetivo homólogo, -ga:

“Dícese de la persona que ejerce un cargo igual al de otra, en


ámbitos distintos. U. t. c. s. [úsase también como sustantivo]”.

El uso sustantivo, de contenido semántico tácito pero es-


pecífico, corresponde, precisamente, a la acepción nue-
va incorporada en el DRAE 92.
Pero en la edición de 2001 del DRAE se consigna,
por primera vez, una entrada homología con esta acepción:

“Relación entre las personas que ejercen cargos iguales en


ámbitos distintos”.

Y se dan también otras dos acepciones que correspon-


den al campo de la biología y al de la bioquímica, en
tanto que homólogo, ga aparece solo como adjetivo y con
esta definición: “Que presenta homología”. Se ha dilui-
do, pues, el uso sustantivo y más frecuente de homólogo.

199
IMPASE
En el habla culta de España y de América está hoy muy
difundido el uso del galicismo impase (escrito también,
como en francés, impasse, y a veces pronunciado impás).
Quienes piensan que impase es una palabra super-
flua en español la suponen sustituible por las expresio-
nes nominales callejón sin salida o punto muerto y aun por
palabras como atasco, atolladero, estancamiento, crisis o pro-
blema. Pero, como no hay sinónimos estrictos, en el uso
culto actual impase resulta prácticamente insustituible.
Impase no aparece en la edición de 2001 del Diccio-
nario oficial, aunque ya se registra —como palabra cuya
existencia se reconoce, pero cuyo uso no se autoriza—
en la edición de 1989 del Diccionario manual, igualmente
publicado por la Real Academia Española, con la acep-
ción siguiente: “Punto muerto o situación en la que no
se encuentra salida”.
En francés, impasse es una creación de Voltaire. El
autor del Diccionario filosófico se escandalizaba del uso y
abuso de la palabra vulgar cul, ‘culo’, y consideraba que
la expresión figurada cul-de-sac ‘calle sin salida’ (literal-
mente ‘fondo de saco’) era no solo inapropiada sino aun
indigna de los labios de las reinas, quienes se veían obli-
gadas a usarla por haberse hecho ya imprescindible en
la lengua francesa.

200
Como sustituto de cul-de-sac Voltaire propuso en-
tonces una palabra nueva: impasse, que él formó con el
prefijo negativo in-, en su variante im-, y una forma del
verbo passer ‘pasar’. La iniciativa fue aceptada en la Cor-
te y el uso se difundió, hecho excepcional como triunfo
de una creación lingüística individual.
Impasse desarrolló en francés, a mediados del siglo
pasado, la acepción figurada de ‘situación crítica que no
tiene solución inmediata’. Con ese sentido pasó en la
misma época al inglés y, mucho más tarde, al español.
Impasse es hoy un sustantivo femenino en francés.
En el uso de Voltaire, sin embargo, predominaba el gé-
nero masculino, que es, curiosamente, el que ha preva-
lecido en español.
En 1964 Julio Ramón Ribeyro analizaba así su
obra:

“Mi literatura —me refiero a mis últimos cuentos, mi última


novela— se desarrolla en los límites de lo factible, quiero de-
cir, en un terreno insostenible, que ya no vale la pena explo-
rar más. En otras palabras, me encuentro en un impasse y es
inútil imitarme o que yo aliente mi imitación”.

Párrafo de amarga y lúcida autocrítica. Líneas después


escribe: “Soy como un buen actor obligado a desempe-
ñar un mal papel”.

201
IMPLEMENTAR
El verbo implementar ha sido muy censurado por puristas
y academicistas de todas partes. Algunos de ellos llega-
ron a esgrimir el absurdo argumento de que tal palabra
“no existía” en castellano. Si no existiera, ¿cómo podrían
rechazarla?
Lo que en realidad querían decir es que implemen-
tar no era un vocablo correcto porque no estaba acep-
tado por la autoridad oficial: la Real Academia Españo-
la (más conocida en el Perú con el inexacto nombre de
Academia Española de la Lengua).
Implementar es, en efecto, un anglicismo. Pero tie-
ne medio siglo de uso ilegal o clandestino en castellano,
sobre todo en el de América. Se tomó del inglés to im-
plement, que data del siglo XVI. Más antiguo aún es el
sustantivo implement, castellanizado como implemento en
América y usado generalmente en plural: implementos de
labranza, por ejemplo.
Implemento aparece ya en la edición de 1970 del
Diccionario de la Academia. Sin embargo, Joan Coromi-
nas, autor del gran Diccionario crítico etimológico castellano
e hispánico, lo consideraba por entonces como un “an-
glicismo reciente, superfluo e intolerable”. Y un diario
madrileño tan prestigioso como El País sigue recomen-
dando a sus redactores, en su libro de estilo (edición del

202
año 2002) sustituir implementos por utensilios, instrumentos,
aperos o enseres.
Implementar ha soportado un veto aún más tajante
que implemento. El lexicógrafo panameño Ricardo J. Al-
faro, autor de un útil Diccionario de anglicismos, decía en
1964:

“El rodeo a que nos obliga en castellano la falta de un ver-


bo equivalente a to implement afecta necesariamente la conci-
sión”. (Ob. cit., s. v.).

Decía también Alfaro que, en algunos casos, ningún tér-


mino o giro castellano puede traducir to implement “con
la energía y concisión del verbo inglés”.
Sin embargo, el peso del veto del purismo lo hace
llegar a esta conclusión:

“Lamentable como es que no tengamos en español el verbo
de que aquí se trata, es claro, sin embargo, que ningún ha-
blista de conciencia debe usar un anglicismo tan vicioso como
implementar”.

Purismo al margen, implementar resulta hoy insustituible


en castellano. Reconociendo este hecho, la Real Acade-
mia Española acordó en 1988 incluir ese verbo en la vi-
gésima primera edición de su Diccionario, que apareció
en 1992. Se registró en ella, como término restringido a
la informática, con la siguiente definición:

“Poner en funcionamiento, aplicar métodos, medidas, etc.,


para llevar algo a cabo”.

Así quedó abierta la puerta para la aceptación posterior


de otros importantes usos del verbo fuera del campo
señalado. En efecto, en la edición del año 2001 se regis-

203
tra ya implementar con la misma definición, pero sin la
restricción referida a la informática.
También se consigna el postverbal implementación.

204
INCÓLUME
Algunas personas parecen creer que el adjetivo incólume
es sinónimo de impasible, imperturbable, impertérrito, impá-
vido, inmutable, inalterable. Por eso emplean dicho térmi-
no en frases como estas:
“Permaneció incólume ante el insulto”.
“La noticia, aunque grave, los dejó incólumes”.
Pero lo cierto es que incólume es sinónimo de in-
demne, ileso, intacto, íntegro, sano y salvo. Se aplica especial-
mente a seres y a cosas que no han sufrido daño, lesión,
menoscabo o deterioro a pesar de haber pasado por un
serio riesgo o peligro.
Son ejemplos de usos correctos de incólume los si-
guientes:
“Aunque el chofer murió, el niño que iba a su lado
quedó incólume”.
“Solo se veían cuatro casas incólumes después del
terremoto”.
“Los vidrios de una sola ventana salieron incólumes
del incendio”.
Incólume se usa en español desde hace más de un
siglo. Su derivado incolumidad, documentado desde me-
diados del XIX, es de empleo muy restringido.
Incólume viene del latín incolumis, de igual significa-
do; su origen, sin embargo, no está muy claro.

205
Para algunos latinistas, incolumis está en relación
con la palabra griega kolos, que significa ‘completo’. En
este caso, la partícula prefijal in- tendría una excepcio-
nal función intensiva o aumentativa, en vez de la usual
privativa o negativa.
Para otros lexicólogos y romanistas —entre ellos
Corominas— el latín incolumis tiene el mismo radical que
calamitas ‘calamidad’. En ese caso, el prefijo in- tendría el
sentido usual de privación o negación.

206
INCONDUCTA
En un artículo titulado “Moralización a fondo: Malos
jueces en el banquillo...”, Héctor Cornejo Chávez se re-
fería a “magistrados del Poder Judicial cuya inconducta
fuese probada” y a una “sanción oportuna en todos los
casos de inconducta funcional” (La República, edición del
23/6/91).
Inconducta no se usa en España, ni aparece regis-
trada en el Diccionario de la Academia. Es un término
propio del lenguaje jurídico y administrativo del Perú,
la Argentina, el Uruguay y otros países hispanoameri-
canos.
Inconducta parece haberse tomado recientemente
del francés inconduite, que está documentado en esa len-
gua desde fines del siglo XVII. Inconduite es, a su vez,
una obvia formación negativa sobre conduite, equivalen-
te del castellano conducta; inconduite tiene en francés el
mismo significado de ‘mala conducta’, ‘falta’.
¿Podría haberse formado independientemente, en
el castellano de América, la palabra inconducta?
El prefijo negativo in- (hay otro, homónimo, que
significa ‘hacia dentro’) funciona en español con verbos
y adjetivos, y también con sustantivos como conducta.
Este prefijo negativo tiene otras dos formas o va-
riantes: im- (ante b o p) e i- (ante l, o r que se duplica).

207
Son ejemplos de sustantivos formados en castella-
no con el prefijo negativo in- y un sustantivo:
Con la variante in-, incultura, indiscreción, inmadurez,
insensatez.
Con la variante im-, impudor, imprevisión.
Con la variante i-, ilegalidad, irresponsabilidad.
No hay, pues, obstáculo morfológico para que una
palabra como inconducta se haya formado en español in-
dependientemente del francés inconduite.
Sin embargo en este caso concreto se trata de un
muy probable galicismo, por cierto, muy criticado como
tal por puristas y correctores de lenguaje.

208
INUSUAL
El adjetivo inusual no estaba registrado en el Diccionario
de la Real Academia Española hasta su edición de 1992,
y por eso recibía —y sigue recibiendo— acerbas críticas
de parte de un purismo menor.
En Madrid lo censuraban, por ejemplo, varios mo-
dernos Libros de estilo editados por diversos órganos de
prensa.
El del diario ABC, en su edición de 1995, decía:

“Inusual. Evítese y sustitúyase por desusado, inusitado, insólito,


inédito, raro”.

El del también madrileño diario El Mundo llegaba a mu-


cho más:

“inusual. Palabra inexistente. Se dice desusado, inusitado, insó-


lito, raro”.

El Libro de estilo universitario de Arroyo y Garrido, pu-


blicado en Madrid en 1997, asumía, sin embargo, una
distinta posición.

“inusual. No admitido por la Academia a pesar de su gran difu-


sión. Puede emplearse alternándolo con desacostumbrado”.

209
Lo cierto es que inusual ya se registra, desde 1950, en
el Diccionario manual e ilustrado de la lengua española que
también publicó la Real Academia. Pero en esa edición, y
en la de 1989, inusual aparece con el corchete inicial que
indica su precaria condición de vocablo cuya existencia es
reconocida, pero cuyo uso no es todavía respaldado, por
la Real Academia.
Llamaba sin duda la atención el hecho de que inusual
no apareciera registrado en una obra de criterio amplio y
moderno como lo es el Diccionario de uso del español, de Ma-
ría Moliner, publicado entre 1966 y 1967, puesto que ya en
1963 lo registraba el Diccionario ideológico de la lengua española
de don Julio Casares, notable lexicólogo que fue muy activo
Secretario de la Real Academia madrileña. Pero la segunda
edición del Diccionario de uso, de 1998, ya registra inusual.
En la amena prosa del también ilustre lexicólogo
y expresidente de la Real Academia Española, don Fer-
nando Lázaro Carreter, inusual aparece con naturalidad
al explicar que ataviar(se) implica, además de la idea de
‘vestir y adornar a alguien’ la de:

“vestir o vestirse de modo bastante inusual o chocante...” (El


dardo en la palabra, pág. 679).

Y es que inusual resulta, paradójicamente, usual en cas-


tellano desde fines del siglo XVII.
Un purista de la talla del jesuita Juan Mir y Nogue-
ra incluía el término en su obra titulada, precisamente,
Rebusco de voces castizas, publicada en Madrid en 1907. El
Padre Mir daba primero esta cita de una obra de Fray
Juan Gil de Godoy, publicada en 1687:

“Teniendo tanto peso la diadema, era inusual para la cabeza


de un hombre”.

210
Y proseguía:

“El adjetivo usual sirve para expresar ‘lo que comúnmente se


usa ó se practica: dícese de las cosas que con facilidad y frecuen-
cia se usan’. De esta definición del Diccionario se deduce la de
inusual, que será ‘lo que con dificultad se usa, lo que raras veces
se usa’. La necesidad de este vocablo consta claramente, porque
el adjetivo inusitado suena no usado, así como el desusado es falto
de uso; pero lo dificultoso de usar, lo raras veces usado, lo inepto para
el uso, ha de tener término propio, cual es el inusual. Luego así
como usado tiene por contrapuesto el desusado, así el usual ha de
recibir por contrario el inusual. Su adverbio será inusualmente”.
(Pág. 446).

Decía también el Padre Mir en el primer párrafo del


“Prólogo” de esa misma obra:

“Aunque la Real Academia Española, al acometer la valentía


[sic] de formar su Diccionario, entró a velas tendidas en el
mar inmenso de nuestra literatura, [...] gran copia de voca-
blos quedóse escondida en las entrañas de las obras clásicas,
sin [a]parecer en público...”.

Casi un siglo después, don Fernando Lázaro coin-


cide con el Padre Mir en que:

“...el Diccionario académico [...] no es perfecto por el modo de


hacerse. Le faltan palabras y acepciones [...] a causa de descui-
dos que la Institución procura subsanar continuamente, y le so-
bran abundantes entradas léxicas” (Ob. cit., pág. 87).

Pero el caso de inusual es extremo, por el largo tiempo


que ha pasado en el limbo del Diccionario oficial a pesar de
su aceptación y uso por esclarecidos académicos: entre

211
otros, también don Samuel Gili Gaya, quien lo consigna
en su Diccionario de sinónimos, de 1984, s. v. inusitado.
Inusual ya aparece —era hora— en la edición
de 2001 del DRAE con esta equivalencia: “No usual,
infrecuente”.

212
INVIABLE
Inviable por no factible, irrealizable, quimérico, utópico es un
adjetivo muy usado en la lengua culta americana y pe-
ninsular, a pesar de la insistente protesta del purismo.
La intransigencia purista se apoyaba, sin duda, en
el hecho de que inviable no estaba incluido todavía en
la edición del Diccionario de la Academia de 1984. Pero
el neologismo fue aceptado más tarde por la Corpora-
ción, y aparece ya en la edición de 1992 de dicho Dic-
cionario con el sentido de “que no tiene posibilidades
de llevarse a cabo” y, referido a un recién nacido, “que
no tiene aptitud para vivir”. También se consigna el
derivado inviabilidad.
La Academia registra como étimo de inviable un
supuesto vocablo francés *inviable que no parece cono-
cerse en esa lengua. Sí, en cambio, es un seguro galicis-
mo la forma positiva viable, tomada en el siglo XIX del
francés viable, derivado de vie ‘vida’. Su sentido etimo-
lógico era, por tanto, el de ‘que tiene posibilidades de
vivir’ y se aplicaba, en lenguaje forense y de medicina
legal, a los recién nacidos, especialmente los prematu-
ros, que tenían posibilidades de sobrevivir.
De este sentido original de viable salió posterior-
mente el figurado de ‘que tiene posibilidades de reali-
zarse’, ‘factible’, referido a cualquier idea, proyecto o

213
asunto. Y luego, por casual influencia de vía ‘camino’
(influencia basada en la mera identidad formal que hay
entre vía ‘camino’ y la primera sílaba de viable), este ad-
jetivo se hizo también sinónimo de transitable, franquea-
ble, practicable, referido respectivamente a caminos, obs-
táculos o tramoya teatral.
El galicismo viable, que soportó por largos años
los ataques del feroz purismo decimonónico, se consig-
nó ya en la edición de 1936 del Diccionario de la Real
Academia.

214
IRRESTRICTO
En el Perú y en otros países de América se usa el adjetivo
irrestricto con los significados de ‘ilimitado, incondicio-
nal, absoluto, pleno, total’.
Irrestricto no aparecía aún en la edición de 1992 del
Diccionario oficial. El Libro de estilo del tradicional diario
madrileño ABC (edición de 1995) lo daba como ameri-
canismo. El Manual de español urgente, nombre que tiene
el libro de estilo de la agencia española de noticias Efe
(edición de 1998), consideraba el término como un his-
panoamericanismo que se debía evitar.
Irrestricto es una obvia formación negativa sobre
restricto, participio irregular adjetivado de restringir que
se usa desde principios del siglo XVIII. El prefijo de
valor privativo o negativo in- se reduce a i- ante r inicial,
como en irresoluto, irredento, irreductible, irrecusable, irreal.
La duplicación de la grafía r obedece a una mera regla
ortográfica.
Escribe Jorge Basadre en su Historia del Perú:

“Bandos políticos habíanse diseñado entre la nobleza perua-


na después de 1810. En un extremo estuvieron los partida-
rios del antiguo régimen, absolutistas o reaccionarios, o sea
los enemigos, declarados o encubiertos, de la Constitución
que emanó de las Cortes [...]. Formaron el otro extremo los

215
partidarios de la independencia irrestricta e inmediata, cuyo
número fue al principio escaso en esa clase social...” (tomo
I, pág. 83).

Recordando una breve y triste reunión con su hijo, lejos


del hogar, dice en su diario Julio Ramón Ribeyro que el
niño:

“...se vio frustrado y decepcionado cuando al llegar a Wall-


ington le dije que el taxi me esperaba en la puerta y que
apenas iba a quedarme con él unos minutos. Lo vi además
un poco perdido y como exiliado en casa de esa familia in-
glesa, donde por mejor atendido que esté no podrá imponer
sus caprichos ni sentirse seguro de una protección irrestricta”.
(Anotación del 16 de julio de 1978; en La tentación del fracaso,
III, pág. 223).

En Desafíos a la libertad, Mario Vargas Llosa critica un


moderno “despotismo ilustrado” y afirma:

“La libertad, pues, debe ser irrestricta sólo en lo que concierne


a la creación de la cultura...” (pág. 32).

Independencia irrestricta exigida por los peruanos de prin-


cipios del siglo XIX, en Basadre; protección irrestricta en
el seno de la familia, en Ribeyro; libertad irrestricta para la
cultura, en Vargas Llosa. Pero la locución nominal que
se ha hecho lugar común en el español del Perú es irres-
tricta libertad de expresión.
En Los últimos días de La Prensa, cuenta Jaime Bayly
que algunos periodistas de ese diario insertaron, a raíz
de la agresión a uno de ellos, un comunicado no autori-
zado que decía:

216
“...queremos dejar constancia [de] que nada ni nadie nos im-
pedirá seguir defendiendo la plena e irrestricta vigencia de la
libertad de expresión”. (Pág. 102).

Pero la irrestricta libertad de expresión (o de prensa) no debe


entenderse como la impune libertad para la injuria, la
difamación o la calumnia. Los derechos bien entendidos
implican siempre correspondientes deberes respetados
y cumplidos.
Irrestricto, equivalente de ilimitado, se registra ya en
la edición de 2001 del DRAE como uso americano res-
tringido a Méjico y el Uruguay.

217
IRROGAR, ARROGAR
Irrogar, término de la lengua culta general, es un verbo
de uso relativamente moderno en español, pues se do-
cumenta solo desde principios del siglo XIX.
Irrogar viene del latín irrogare (a su vez formado so-
bre rogare ‘rogar, pedir’) que se usaba con el sentido de
‘infligir’ o ‘proponer’ referido a penas, castigos, multas,
tributos o leyes contra alguien o algo.
Su aplicación se extendió en español a toda clase
de daños o perjuicios. Así lo usa, muy tempranamente,
el joven Simón de Bolívar cuando en agosto de 1809
protesta por un “desaire que se me ha irrogado”, ante
el Presidente, Gobernador y Capitán General de Ve-
nezuela. El futuro Libertador también usa ese flaman-
te latinismo referido a insultos, agravios y perjuicios
(véanse Obras, I, pág. 31; II, págs. 786, 909, 921 y III,
pág. 329).
Arrogar, por otra parte, es un verbo castellano
cuyo uso data de los primeros años del siglo XVII.
Viene del latín arrogare (también formado sobre roga-
re ‘rogar, pedir’) cuya acepción de ‘adoptar’ es usada
especialmente en el lenguaje jurídico. En su uso más
frecuente, como pronominal, arrogarse tiene el sentido
de ‘apropiarse o atribuirse indebidamente’ facultades,
poderes o derechos.

218
Arrogar está en directa relación con arrogancia y
arrogante. La arrogancia es ‘orgullo, soberbia, insolencia,
altanería’, generalmente sin el respaldo de cualidades
personales que justifiquen, por lo menos, el orgullo.
Pero arrogancia y arrogante admiten modernamente ma-
tices positivos de ‘gallardía’ o ‘altivez’ bien entendida.
¿Cómo se explica la confusión entre dos verbos tan
distintos como irrogar y arrogar? Aun entre abogados y
congresistas se oyen frecuentemente frases tales como
“el Ejecutivo no debe irrogarse la facultad de legislar”;
“yo no me irrogo ninguna cualidad que no posea”, “no
podemos irrogarnos el mérito de ser los únicos que res-
petan esa escala de valores”, etc.
En casos como esos, en los que el verbo que corres-
ponde es arrogarse, no solo se trata de una confusión de
prefijos sino también de un cambio en el tipo de con-
jugación: irrogar es un verbo esencialmente transitivo,
en tanto que arrogar es un verbo predominantemente
pronominal (reflexivo).
Pero los confundidos infractores de estas normas,
quienes se arrogan el derecho de usar un verbo por otro
e irrogan así grave perjuicio a la lengua —que es un bien
común— pueden consolarse: están en muy buena com-
pañía. Porque, si es verdad aquello de mal de muchos...,
pesa aún más el mal de uno cuando ese uno es un escritor
de la talla de Camilo José Cela.
En efecto, el Premio Nobel español usa irrogarse
por arrogarse. En el tomo I de su Diccionario secreto, Cela
defiende, legítimamente, el derecho a la lícita existen-
cia que tienen todas las palabras —incluidas las soeces—
usadas por los hablantes de una lengua. Y afirma:

“Suponer que no hay más voces válidas que las del diccio-
nario, es despropósito paralelo al de creer que no hay más

219
hijos con el corazón latiendo que los legítimos, tema éste que
quizás pueda interesar al moralista, al civilista o al sociólogo
pero no, de cierto, al demógrafo.
La lexicografía —o arte de componer diccionarios— es la de-
mografía —o arte de componer censos— de las palabras, y
nada ha de importarle, a sus efectos, la conducta de las mis-
mas palabras que registra. Una disciplina (?) infusa y amorfa,
acientífica, convencional y todavía por bautizar, se ha irrogado
en los diccionarios una función que no le compete pero que,
no obstante, le ha llevado a repartir patentes y ejercer vetos
con notorio peligro para la lengua misma. Y contra ese peli-
gro quisiera, con tanta humildad como convencimiento, salir
al paso. No es otra la finalidad de mi esfuerzo”.

La cita está tomada de la primera edición, en la se-


rie “Hombres, hechos e ideas” de Alfaguara, Madrid-
Barcelona 1968 (páginas 24-25 del “Preámbulo”). El
error (se ha irrogado por se ha arrogado) se repite en
la página 24 del primer volumen de la coedición de
Alfaguara y Alianza Editorial, de 1987, en la serie “El
libro de bolsillo”.

220
KEROSENE
En el Perú y en otros países de América se llama kero-
sene o kerosén (escritos también querosene y querosén) el
subproducto de la refinación y destilación del petróleo
que se usa como combustible doméstico y en los aviones
de retropropulsión.
Kerosene se tomó del inglés kerosene o kerosine (pro-
nunciado aproximadamente kerosín) a fines del siglo
XIX; en inglés el término se documenta desde media-
dos de ese siglo.
La pronunciación peruana grave kerosene, en cua-
tro sílabas, indica que el préstamo se tomó por la vía
escrita. La variante kerosín (escrita también querosín) in-
dica, en los países americanos en que se usa, que el prés-
tamo se tomó por vía oral.
En su Diccionario de peruanismos, publicado en 1883,
Juan de Arona ya incluía una variante que no prosperó
en el Perú: kerosine. Por razones poco claras, Arona re-
comendaba una forma femenina, kerosina, y censuraba a
quienes pronunciaban, como hoy lo hace la mayoría de
hablantes peruanos, kerosene.
Parece que en España el anglicismo culto kerosene o
kerosine no tuvo una temprana difusión, como en Hispa-
noamérica. Por lo tanto, el combustible se conoció con
el nombre genérico de petróleo, denominación que, en

221
sentido estricto, se aplica al petróleo natural, o crudo, antes
de su refinación y destilación.
A partir de la edición de 1970, aparece en el Dic-
cionario académico la palabra queroseno como derivado
directo —sin intermediación del inglés— del griego
keros ‘cera’ más el sufijo latino -eno, usado en química
para la formación de nombres de hidrocarburos.
Pero, si queroseno o kerosene tiene como étimo el
griego keros ‘cera’, ¿cuál es la relación semántica que
existe entre ambos términos? Según la última edición
del Webster’s Third New International Dictionary, en el cul-
tismo kerosene su primer elemento (keros ‘cera’) se explica
por el uso de la parafina en la manufactura de dicho
producto industrial (y no por el hecho de que la ilumi-
nación con lámparas de kerosene sustituyó —con muchas
ventajas— a la iluminación con velas de cera). La difu-
sión del uso de la lámpara de kerosene, a partir de 1860,
significó un gran progreso en la iluminación doméstica
por su eficiente funcionamiento, su facilidad de opera-
ción y su seguridad.
Algo semejante puede decirse de la cocina de kero-
sene, que todavía tiene uso en el Perú en los estratos so-
cioeconómicos más débiles.
Julio Ramón Ribeyro empieza así su cuento titula-
do “Los merengues”:

“Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón


y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se
iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron
definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de ke-
rosene y hurgó en una de las hornillas malogradas [‘descom-
puestas’]”. (En La palabra del mudo, I, pág. 177).

222
Mario Vargas Llosa, por su parte, emplea la variante or-
tográfica con qu- cuando se refiere a una lámpara de
querosene en ¿Quién mató a Palomino Molero? Escribe:

“Por la puerta abierta de la casita de barro se veía, en la ha-


bitación iluminada por una lámpara de querosene, el escaso
mobiliario: sillas de paja, algunas desfondadas, una mesa...”
(pág. 13).

Entre las grafías kerosene y querosene, la primera es fiel al


étimo griego keros ‘cera’, pero la segunda es, a primera
vista, más fiel a la ortografía castellana.
En efecto, la k es una letra de origen griego que,
aunque está reconocida oficialmente como integrante
del abecedario español, tiene en esta lengua un status
(véase) marginal. Según el Diccionario de la Academia,
la k solo “se emplea en palabras de origen griego o ex-
tranjero”.
Pero este es, precisamente, el caso: kerosene es pa-
labra de origen griego; por lo tanto, su escritura con k
inicial es claramente legítima. Son igualmente legítimas
las formas con qu: querosene y querosén.
Y, desde luego, también la variante académica que-
roseno, que al parecer no se usa en la América hispana.
En la edición de 2001 el DRAE registra asimismo, como
variantes americanas de extensión diversa, las formas
querosén, querosene y querosín. Igualmente keroseno, como
variante ortográfica de la forma académica queroseno.
Pero no kerosén ni kerosene.

223
LAPSO DE TIEMPO
Algunas personas creen que lapso de tiempo es una lo-
cución incorrecta y aducen, como razón, que es pleo-
nástica porque lapso, por sí solo, expresa ya la idea de
‘espacio o porción de tiempo’, ‘período’ (pleonástica, sí,
es la locución nominal período de tiempo).
Lapso viene del latín lapsus que significa ‘desliza-
miento, resbalón, caída’. Por eso esta forma latina se usa
en español culto con el sentido de “falta o equivocación
cometida por descuido” (DRAE 2001) y en la terminolo-
gía del sicoanálisis equivale a ‘acto fallido’.
Según el DRAE 2001, lapsus linguae es una expre-
sión latina que significa “error involuntario que se co-
mete al hablar”: un ‘resbalón de la lengua’. Y lapsus cá-
lami es el “error mecánico que se comete al escribir”:
un ‘resbalón de la pluma’. En ninguno de estos usos
está presente o implícita la noción de ‘tiempo’ ni, menos
aún, la de ‘período’ o ‘espacio de tiempo’.
Pero, como la forma castellanizada lapso desarrolló
el sentido de ‘paso, transcurso’ (surgido fácilmente del
de ‘deslizamiento’), empezó a aplicarse de preferencia al
‘tiempo entre dos límites’, estando el concepto de tiem-
po casi siempre expresado por otras palabras específi-
cas (siglo, año, etc.) o sobreentendido: “un lapso de dos
años”, “el largo lapso de siglos”, “un breve lapso”. Por

224
último, lapso llegó a entenderse, por antonomasia, como
sinónimo de lapso de tiempo: “tan corto lapso”, “en un lar-
guísimo lapso”, etc.
Estos usos son, sin duda, correctos, pero también
es correcta la expresión supuestamente pleonástica lapso
de tiempo, consagrada por el uso de notables escritores y
autorizada por el Diccionario de la Academia.
La satanización (véase satanizar) del pleonasmo ha
sido uno de los más ostentosos estandartes del antibarba-
rismo. Pero el pleonasmo no solo es una lícita figura de
construcción, sino que aun puede ser recomendable en
algunos casos.
Según la propia definición del Diccionario acadé-
mico, el pleonasmo es la “figura de construcción, que
consiste en emplear en la oración uno o más vocablos
innecesarios para que tenga sentido completo, pero con
los cuales se añade expresividad a lo dicho”. ¿No es aca-
so pleonástica la expresión error involuntario de la antes
citada definición académica de lapsus linguae? Lapso de
tiempo, aunque se sintiera (erróneamente) como expre-
sión pleonástica, podría explicarse como una locución
nominal en que la idea de ‘tiempo’ está doblemente ex-
presada por razones estilísticas.
En más de una ocasión, Luis Alberto Sánchez fue
acerbamente criticado por usar la expresión lapso de
tiempo. La emplea, por ejemplo, en nota a una carta de
Ricardo Palma incluida entre las Diecisiete cartas inéditas
del tradicionista que editó en 1968. LAS (acrónimo con
que se le mencionaba en el ambiente político, y también
en el académico) respondió siempre a esas críticas con
un mudo y olímpico desdén.

225
LEPROSORIO
En el Perú se llama leprosorio el ‘hospital, albergue o asilo
de leprosos’. Se trata aquí de la alteración de un lati-
nismo moderno: leprosarium, formado sobre lepra con el
terminal de sanitarium. (Similarmente, se documenta en
Colombia y otros países leprocomio, con el terminal de no-
socomio, que es sinónimo de hospital). El cambio de lepro-
sario (forma que también se usa en el Perú) en leprosorio
puede explicarse por influencia de leproso.
En El Paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa narra
cómo, en cierta ocasión, se corrió el rumor de que Gau-
guin tenía lepra. Y continúa así:

“Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pa-


vor, se estaban concertando para pedir a las autoridades que
lo echaran del pueblo, lo internaran en un leprosorio o le exi-
gieran alejarse de los centros poblados de la isla”. (Pág. 169).

Pero en el español general los términos usuales para de-


signar el hospital o asilo de leprosos son leprosería, docu-
mentado desde el siglo XIX, y lazareto.
Lazareto es un término que tiene una historia sin-
gular. En una isla cercana a Venecia, la Iglesia construyó
un hospital para enfermos contagiosos donde también
permanecían los viajeros procedentes del Oriente a fin

226
de cumplir con la obligada cuarentena. La isla se lla-
maba Santa María di Nazaret y el hospital de enfermos
contagiosos llegó a conocerse como Nazaretto. Más tar-
de, por influencia del nombre de Lázzaro, el mendigo
ulceroso curado por Jesús según el Evangelio de San
Lucas, Nazaretto se alteró en Lazzaretto, al mismo tiempo
que el término se especificaba para designar el hospital
de leprosos.
Lazareto se usa en castellano desde el siglo XVIII.
Y el propio nombre de Lázaro, y sus derivados lazarino y
lazaroso, se hicieron sinónimos de leproso.
La lepra es una enfermedad infecciosa causada
por el microorganismo bautizado como Mycobacterium
leprae o bacilo de Hansen. Este último nombre hace ho-
nor a Gerhard Hansen, médico noruego que lo iden-
tificó en 1874. Igualmente en su honor, la lepra se
conoce como mal de Hansen, hansenosis, hanseniasis o
hanseniosis.
La lepra fue una de las enfermedades más temi-
das en Europa desde la Edad Media hasta fines del siglo
XIX. El horror al contagio producía tal aversión a los
enfermos que resultaba en su cruel proscripción y aban-
dono. Los leprosos estaban obligados a hacer sonar una
campanilla, o las conocidas tres tablillas de San Lázaro,
para advertir sobre su presencia y dar tiempo a que los
transeúntes se alejaran.
Contaba Voltaire que el rey de Francia Luis VIII
dejó en su testamento una cantidad —pequeña, por
cierto— para cada uno de los dos mil hospitales de leprosos
que había entonces en su reino. Esta cifra, enorme para
el siglo XIII, es un importante indicio de la prioridad
acordada al aislamiento de los enfermos de lepra.
Hoy sabemos que la lepra no es tan contagiosa
como se creía. La lepra y la tuberculosis, actualmente

227
curables, han cedido el lugar al cáncer y al sida como
aterradoras amenazas del siglo XX, y también del XXI.
En la edición de 2001 del DRAE se han incorpora-
do, como sinónimos de leprosería, los americanismos de
extensión diversa leprocomio, leprosario y leprosorio. En el
área de estos dos últimos el DRAE no incluye los usos
peruanos aquí tratados.

228
LLANTA
En el Perú y en otros países de América se conoce como
llanta lo que en España se denomina neumático; también
se llama entre nosotros llanta la cubierta o parte externa
del neumático.
La palabra llanta (originalmente yanta) se tomó, a
fines del siglo XVI, del francés jante, de origen céltico.
Jante designaba el ‘trozo curvo de madera que, unido a
otros similares, forma la rueda’.
El término llanta se aplicó primero en castellano al
‘cerco metálico exterior de las ruedas de coches y carros
de tracción animal’. Más tarde, al difundirse el uso del
caucho o goma elástica (en el habla peruana se prefiere el
sinónimo jebe), se llamó llanta de goma el cerco de caucho
que cubre la rueda de diversos vehículos —automóviles,
camiones, motocicletas, bicicletas— a fin de hacer más
suave su contacto con el suelo.
Pero cuando se desarrolló el automovilismo en
Francia, a fines del siglo XIX, se sustantivó el adjetivo
de origen grecolatino pneumatique, que significaba ‘rela-
tivo al aire’, para designar el conjunto de la cubierta más
la cámara inflada con aire comprimido.
El correspondiente término español neumático,
documentado como cultismo desde principios del siglo
XVIII, tomó también —casi seguramente por influencia

229
del francés— el nuevo sentido relacionado con el auto-
movilismo. La tercera acepción del adjetivo neumático,
sustantivado como masculino singular, aparecía así en la
edición del Diccionario académico de 1992:

“Llanta de caucho que se aplica a las ruedas de los automó-


viles, bicicletas, etc. Consta generalmente de un anillo tu-
bular de goma elástica llamado cámara, que se llena de aire
a presión, y de una cubierta de caucho vulcanizado muy
resistente”.

Esta definición no consideraba los modernos neumáticos


o llantas sin cámara.
Pero en la edición del año 2001, el adjetivo neumá-
tico tiene una segunda acepción en la que funciona como
sustantivo masculino, que es la siguiente:

“Pieza de caucho con cámara de aire o sin ella que se monta


sobre la llanta de una rueda”.

Llanta, a su vez, tiene esta tercera acepción:

“Pieza metálica central de una rueda, sobre la que se monta


el neumático”.

Y el uso de llanta por neumático se reconoce como ame-


ricanismo.
En cuanto a derivados de llanta, en el Perú llante-
ro designa a quien se ocupa de reparar las llantas des-
gastadas o deterioradas. Pero el taller en que se repa-
ran no se llama llantería, llantera o montallantas, como
en otros lugares de América. Se llama reencauchadora
porque el proceso mismo se denomina reencauchar,
formado sobre caucho; la Academia prefiere, con este

230
sentido, otros verbos formados sobre caucho: recauchu-
tar o recauchar. En la edición de 1992 del DRAE ya se
registraban reencauchar, reencauchadora y el postverbal
reencauche como usos colombianos y peruanos. En la
del año 2001, los mismos americanismos se registran
con áreas diferentes que incluyen a diversos países de
la América Central.
En cuanto a locuciones, en el habla coloquial pe-
ruana la expresión nominal boca de llanta designa a quien
tiene labios muy gruesos. Como se pronuncia general-
mente boca ‘e llanta, llega a fundirse en una palabra: bo-
quellanta (pronunciado, con yeísmo, boqueyanta).
Llanta baja es otra expresión nominal, empleada
también como apodo, que describe humorísticamente el
andar sincopado del cojo. Es uso que surge de la replana
y llega al nivel del habla popular y juvenil.
Un uso figurado de llanta referido al rollo o ‘plie-
gue de tejido adiposo formado a la altura del abdomen’
por exceso de comida o falta de ejercicio se documenta
en Los últimos días de La Prensa de Jaime Bayly.
El protagonista y otro conspicuo personaje salen
del local del diario:

“—Primero vamos a darnos un sauna —dijo Botto. —Perfec-


to —dijo Diego.
—Para bajar la llanta —dijo Botto, acariciándose la panza”.
(Pág. 196).

Es curioso que el término correspondiente en el lengua-


je familiar de España sea michelín, tomado de una fa-
mosa marca comercial francesa que se anuncia con una
obesa figura humana formada por neumáticos.
Michelín ya figura en la edición de 1992 del Diccio-
nario de la Academia. Y en la de 2001 aparece, como uso

231
del habla coloquial hispanoamericana, el de llanta con el
sentido de “pliegue de gordura que se forma en alguna
parte del cuerpo”.

232
LUMPEN
En alemán Lumpen significa ‘trapo, harapo, guiñapo, an-
drajo’ y Proletariat es equivalente del español proletariado.
En las Obras de Karl Marx se habla del Lumpen-pro-
letariat, palabra compuesta que ha sido traducida como
infraproletariado, subproletariado o, literalmente, proletaria-
do andrajoso.
Proletariado es un obvio derivado de proletario,
que a su vez lo es de prole, porque el proletarius ro-
mano era el ciudadano que, por carecer de bienes de
fortuna, solo podía servir al Estado ofreciéndole el
trabajo de su prole. Hoy proletario o proletaria es cual-
quier persona de la clase obrera o del más bajo nivel
socioeconómico.
Cuando se difundieron las obras de Marx en Es-
paña y América, en algunos países se prefirió adaptar
el alemán Lumpenproletariat al español variando solo su
terminación. Nació así el término híbrido lumpenproleta-
riado, que tuvo gran difusión.
En uno de los cuentos de Bryce, grita, desespera-
do, un personaje:

“¡Raúl, esto es El Agustino! ¡Una barriada de mierda!


¡Un cerro asqueroso lleno de arañas y lumpenproletariado!”.
(En Dos señoras conversan, pág. 196).

233
La grafía oficial, lumpemproletariado, obedece las normas
ortográficas del español. Pero lumpemproletariado se abre-
via igualmente en su primer elemento, lumpen, conser-
vando intacta su significación.
Dice, por ejemplo, Vargas Llosa en El pez en el agua:

“En vez de un rechazo popular en defensa de la democracia,


el golpe del 5 de abril mereció amplio respaldo, de un arco
social que abarcaba desde los estratos más deprimidos —el
lumpen y los nuevos migrantes de la sierra— hasta el vértice
encumbrado y la clase media, que pareció movilizarse en ple-
no a favor del ‘hombre fuerte’”. (Pág. 534).

También se usa lumpen, como sustantivo, en sentido fi-


gurado. Decía el filólogo Fernando Lázaro Carreter, ex-
presidente de la Real Academia Española:

“No ya de la plebe, sino del puro lumpen lingüístico ha salido


el hoy triunfal delante mío o detrás tuyo”. (El dardo en la palabra,
pág. 511).

Lumpen se usa asimismo como adjetivo, en sentido literal


y figurado. El español Alfonso Sastre dice en un libro
titulado precisamente Lumpen, marginación y jerigonza:

“...he caído en la cuenta de ser yo mismo un escritor lumpen,


dejado de la mano de Dios y más que nada de la de los hom-
bres...” (pág. 31).

En el Perú se emplean asimismo los derivados lumpenes-


co y lumpenizar.
Luis Pásara usa el adjetivo en un artículo titulado “Ex-
portación no tradicional”, en el que afirma que del Perú sale:

234
“un creciente sector lumpenesco, segregado durante los últi-
mos años por el activo proceso de descomposición total del
país”. (En Caretas, edición del 1/9/84).

Y Javier Mariátegui, en un artículo titulado “Estrés so-


cial y espacio individual”, emplea el verbo cuando afir-
ma que, al anochecer, “el centro de Lima se lumpeniza”.
(En El Comercio, edición del 30/5/93).
También se oyen esporádicamente, en el habla li-
meña, otros derivados de lumpen, tales como el sustanti-
vo lumpenaje.
En cuanto a la aceptación académica de lumpen y
sus derivados, hasta 1992 no hay mención en el DRAE
de ese germanismo. Pero en el DRAE 2001 sí aparece
lumpemproletariado con la acepción de “capa social más
baja y sin conciencia de clase”. Y también lumpen, como
forma acortada de la anterior que conserva su sentido, y
con otras dos acepciones: una sustantiva que se refiere a
la “persona que forma parte de este grupo social” y una
adjetiva, subdividida: “perteneciente o relativo al lum-
pen” y “propio de él”.

235
LUSTRABOTAS
En la mayor parte de la América hispana, desde la Cen-
tral hasta el Cono Sur, se llama lustrabotas al trabajador
que limpia, embetuna (betunar, el verbo usual en el Perú,
es una forma sin prefijo anticuada en la lengua general)
y saca brillo al calzado de sus clientes, ya sea en forma
ambulatoria o en un quiosco de madera instalado casi
siempre en plena vereda o acera.
En el primer párrafo de Los últimos días de La Pren-
sa, de Jaime Bayly, se lee:

“Era enero. Hacía calor en Lima. Los portales de la plaza


estaban llenos de lustrabotas, mendigos y vendedores ambu-
lantes”. (Pág. 5).

En Como cada jueves, Ricardo Blume describe un embo-


tellamiento de vehículos durante un apagón, de los mu-
chos que sufrió Lima hace algunos años:

“Un quiosco rodante de lustrabotas se puso enfrente del coche


que iba delante mío [sic]. Parecía un ropero atravesado en la
avenida. Surrealismo puro que pedía a gritos un Dalí que lo
pintara”. (Pág. 97).

236
En la lengua general no se dice lustrabotas sino limpiabotas;
el Diccionario oficial registra también, con el mismo sentido,
betunero. En Méjico se usa el término equivalente bolero; en
Colombia embolador, junto a limpiabotas. Bolero y embolador se
derivan de bola, como reducción de bola de betún.
Pero en la América hispana se usan igualmente,
además del sustantivo compuesto lustrabotas, otros com-
puestos y derivados del verbo lustrar sinónimos de la for-
ma del español general limpiabotas.
Entre ellos están:
Lustracalzado, que se documenta en la Argentina.
Lustrador, usado en ese país, Uruguay, Bolivia y al-
gunos de la América Central.
Lustrín, que en Chile es sinónimo de lustrabotas,
pero designa también un pequeño local en que se lustra
calzado, o la caja en que se guardan los utensilios nece-
sarios para ello.
Asimismo, el verbo lustrar se emplea en casi toda
América con el sentido específico de sacar brillo, referido
a los zapatos (pero en Méjico se usa bolear y en Colombia
embolar; ambos términos formados, como bolero y embola-
dor, sobre bola ‘betún’).
En La ciudad y los perros escribe Vargas Llosa:

“Cuando Alberto salió de su casa comenzaba a oscurecer y,


sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos
media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el im-
petuoso remolino del cráneo, armar la onda”. (Pág. 190).

Es interesante observar cómo, en el uso americano de


lustrabotas y otros compuestos —o derivados— de lus-
trar, el matiz semántico secundario de ‘brillo’ llega a
predominar sobre el primario de ‘limpieza’ presente
en limpiabotas.

237
Parece que, entre nosotros, limpiar los zapatos — o
las botas— no es suficiente. Hay que dejarlos lustrosos y
brillantes. “Como espejos”, según prometen, entusias-
tas, nuestros pequeños lustrabotas.
Por otra parte, cierto prurito —tal vez loable— de
exactitud en el léxico ha hecho que el gremio nacional
de este sector de trabajadores prefiera, como denomina-
ción oficial, la de Federación de Lustradores de Calzado del
Perú: las botas, sin duda alguna, no son hoy predomi-
nantes como tipo de calzado.

238
MALOGRAR
Malograr es un compuesto del verbo lograr y el adverbio
prefijado mal. Se usa en castellano desde principios del
siglo XVII.
De acuerdo con su etimología, malograrse equivale
a mal lograrse, lograrse mal, no lograrse (algo o alguien); es
decir, ‘no llegar a completarse un desarrollo o proceso
esperable’, ‘frustrarse’: “se malograron sus planes a causa
del accidente”, “se malogró toda la cosecha por la nevada”.
Aplicado a personas, el participio adjetivado ma-
logrado se ha hecho sinónimo de fallecido. Pero este uso
solo es correcto cuando se aplica a quienes han muerto
en plena juventud dejándonos sin saber lo que hubieran
podido lograr en una vida larga. Un malogrado poeta es
Javier Heraud; la expresión no es aplicable a Vallejo, ni
menos a Westphalen.
En los últimos tiempos, malogrado se está usando
también en Lima para referirse a jóvenes que han caído
en el vicio de la droga o del alcohol. Meterse (o pegarse)
una malograda equivale a ‘excederse en el consumo de
droga y alcohol a la vez’, o ‘excederse en la bebida mez-
clando diversos tipos de licores’.
Pero en el Perú —y en otros países de Hispanoamé-
rica— el verbo malograr ha experimentado una verdade-
ra revolución semántica. El término ha sido realmente

239
sacado de quicio, pues se aplica, no a lo que aún no ha
llegado a su madurez, sino a lo que la ha alcanzado y
aun sobrepasado. Así, leche malograda equivale a leche
avinagrada o leche cortada. En el español general se dice
que los frutos se malogran cuando son dañados —por he-
ladas, plagas, etc.— antes de madurar. En el Perú, por
lo contrario, las frutas se malogran cuando se pasan de
maduras y llegan a podrirse.
En el campo de la mecánica, de la electricidad y de
la electrónica, malograr (en uso pronominal o transitivo)
campea sin rivales en el español del Perú. Se malogran
los carros (‘automóviles’), los semáforos, los relojes, los
televisores, y hay quienes malogran (por accidente o des-
cuido) cocinas, refrigeradoras, licuadoras, lavadoras, y
aspiradoras: todo con graves consecuencias para el bol-
sillo y la calidad de la vida.
El 30 de agosto de 1976, en París y a las once de la
noche, Julio Ramón Ribeyro anota en su diario:

“Vísperas de mi cumpleaños, esperando a Alida que llega de


Italia [...]. Y en las condiciones más horribles: rodeado de
caca de gato, que se ensució en todos los maceteros que me
rodean, la alfombra inmunda pues la aspiradora se malogró,
el dedo índice derecho tronchado por un absurdo corte con
una lata de conserva, mal de salud y atormentado por la falta
de sueño”. (La tentación del fracaso, III, pág. 84).

Dos años después, el 28 de agosto de 1978, Ribeyro


afronta una situación doméstica análoga:

“Llamada telefónica de Alida para anunciarme que saldrá


de Lima el miércoles para estar el jueves en París, vía Bru-
selas. Me quedan en consecuencia tres días para tratar de
poner orden en casa. Antes que nada, llevar a la lavande-

240
ría toneladas de ropa sucia [...]. Toda la casa huele a gas,
demonios, y hay tres enchufes de luz malogrados”. (Íd. íd.,
pág. 233).

Pequeñas miserias de la vida conyugal en París, mientras


sueña con un departamento frente al mar en nuestra ter-
cermundista Costa Verde limeña.
En cuanto a locuciones, es importante la expresión
nominal teléfono malogrado, que probablemente data de
los tiempos de la Compañía Peruana de Teléfonos (nun-
ca añorada ni aun por los más feroces detractores de la
española Telefónica).
Teléfono malogrado es una expresión, sintácticamen-
te independiente y conclusiva, que expresa una total fal-
ta de comunicación entre personas: “Quise disculparme,
pero no me atendió ni me entendió: teléfono malogrado”.
Tiene un sentido próximo la expresión inglesa
broken telephone.

241
MANDATARIO
En el Perú y en otros países de la América hispana se
usa la frase nominal Primer Mandatario para referirse al
Presidente de la República.
El epíteto tenía en un principio cierta elegante
connotación de modestia democrática pues lo que ex-
presaba era que se reconocía al Presidente de la Re-
pública como al Primer Servidor del pueblo soberano.
En efecto, mandatario es un término del lenguaje
jurídico que designa a quien, en virtud de un contrato
consensual llamado mandato, accede a representar per-
sonalmente a otro, que es el mandante. Por lo tanto, la
expresión Primer Mandatario implica que el Presidente
de la República es el ciudadano que, con la más alta je-
rarquía, cumple el mandato del pueblo que lo eligió y al
cual representa y personifica.
En lenguaje político mandato es también el encargo
o representación que el pueblo confiere, por su voto, a
congresistas, alcaldes, concejales y otros representantes.
Hoy se entiende igualmente por mandato el “periodo
en que alguien actúa como mandatario de alto rango”
(DRAE 2001). Por eso la Constitución peruana vigente es-
tablece, en su artículo 112: “El mandato presidencial es
de cinco años”.

242
Pero en la Constitución vigente no se designa al Pre-
sidente de la República como Primer Mandatario, Manda-
tario de la Nación o Mandatario a secas, tres denominacio-
nes usuales en el lenguaje político peruano.
El cambio de sentido experimentado por la pala-
bra mandatario se explica porque se la ha asociado más
estrechamente con otra acepción de mandato: la de ‘or-
den que da el superior a sus subordinados’ y, por ese
camino, con el verbo mandar en su primera acepción:
‘ordenar el superior al inferior o súbdito’.
Para el común de la gente, pues, el Presidente de
la República es mandatario porque manda a los demás, y
es Primer Mandatario porque manda más que ningún otro
jefe, autoridad o funcionario en el país.
En la edición de 1992 del Diccionario de la Acade-
mia, se recogía ya, en segunda acepción, el uso nuevo
de mandatario como sustantivo masculino:

“En política, el que por elección ocupa un cargo en la gober-


nación de un país”.

Sin embargo la Agencia Española de Noticias Efe re-


comendaba (seis años después), a sus corresponsales
en Hispanoamérica, no emplear el término Mandatario
como sinónimo de gobernante, presidente, ministro o auto-
ridad en los despachos que enviaban a la Península (Ma-
nual de español urgente, edición de 1998, s. v.).
Pero en la edición de 2001 del DRAE hay cambios
sustanciales.
En cuanto a mandatario, antes término exclusivamen-
te masculino, la entrada aparece ahora como mandatario,
ria; se reconoce allí que muchas mujeres ejercen hoy en el
mundo los más altos cargos del Estado. Y pasa a segundo
término la acepción correspondiente al lenguaje jurídico.

243
En lo que se refiere a mandato, hay igualmente una
significativa inversión en el orden de las acepciones.
Pasa a ser primera la que ya admitía (como segunda) el
DRAE 92, y queda como segunda la que corresponde al
Derecho.

244
MANEJAR
En el español de toda América se ha preferido el verbo
manejar a guiar o conducir cuando se trata de automóviles
u otros vehículos; el postverbal correspondiente es ma-
nejo. Conducir solo se usa en España, según el dato que
proporciona el mismo Diccionario de la Academia en su
edición del año 2001.
El verbo manejar se tomó a fines del siglo XVI del
italiano maneggiare, de igual significado. Aunque entró
en castellano como término propio de la equitación,
pronto extendió su uso y amplió su campo semántico.
Como corresponde a la raíz de la palabra, que es
mano en ambos idiomas, manejar tiene como primera
acepción su sentido literal: “usar algo con las manos”
(DRAE 2001). Su directa relación con mano sitúa a ma-
nejar en la línea de otros derivados de este sustantivo
con análogo contenido semántico, tales como maniobrar
o manipular.
Por esos motivos, no debe llamar la atención que
manejar haya prevalecido en el español de América para
identificar la acción de dirigir, con las manos, el volante de
un vehículo (timón por volante es otro americanismo).Y
es indudable que no ofrecen una imagen igualmente
vivida los verbos guiar o conducir que tienen solo como
acepciones secundarias aquellas referidas a vehículos.

245
En efecto, según el Diccionario de la Academia, con-
ducir tiene como primera acepción la de “llevar, trans-
portar de una parte a otra”. La segunda es “guiar o diri-
gir hacia un lugar” y solo la quinta, restringida —como
se ha dicho— a España, es “guiar un vehículo automó-
vil”. Según el mismo diccionario, guiar es, en primer tér-
mino, “ir delante mostrando el camino”; solo su cuarta
acepción es “conducir un carruaje”.
En Los últimos días de La Prensa, Jaime Bayly nos
ofrece variados ejemplos del uso coloquial de manejar en
el habla culta del Perú:

Diego, el protagonista, y la todopoderosa secretaria Patty sa-


len de la redacción del diario que da título a la novela:
“Entraron a la playa de estacionamiento del periódico. Patty
abrió su cartera y sacó sus llaves.
— ¿Sabes manejar? —le preguntó a Diego.
—Sí, más o menos, pero no tengo brevete. —No importa. Ma-
néjame, ¿ya?
—Claro, encantado.
—Porque estoy muerta, hijo. Si manejo ahorita, chocamos y
morimos decapitados de todas maneras.
[...] Diego manejaba por las estrechas y caóticas calles del cen-
tro de Lima. [...]
—Qué bien manejas, Dieguito —dijo—. Eres un chofer de
lujo.
Diego prendió un cigarrillo. Le gustaba manejar y fumar a la
vez. [...]
—No me hagas cosquillas cuando manejo, que ahorita choca-
mos”. (Págs. 62-63).

En La vida exagerada de Martín Romaña, Bryce emplea


manejar, y también el postverbal manejo, cuando se
refiere a:

246
“...un tipo al que habían desaprobado en el examen de mane-
jo, pero que resulta manejando mejor que Fangio, cuando se
presenta la ocasión”. (Pág. 392).

Pero, a pesar de que ni en el Perú ni en el resto de la


América hispana se usa el verbo conducir referido a ve-
hículos, el nombre oficial de nuestro brevete (véase) es
licencia de conducir, y no licencia (o permiso) de manejar.

247
MARATÓN
Maratón era el nombre de una ciudad costera del Ática,
cerca de la cual los soldados atenienses, al mando del
estratega Milcíades, obtuvieron la primera victoria sobre
los persas invasores en el año 490 antes de Cristo.
Según la leyenda, el soldado griego enviado desde
Maratón hasta Atenas para anunciar la victoria, de nom-
bre Fidípides, cayó muerto de fatiga después de correr
los 42 kilómetros que separaban ambas ciudades y cum-
plir su misión.
Según Herodoto, sin embargo, no hubo tal men-
sajero de la victoria griega de Maratón, y Fidípides es
el nombre de un corredor entrenado que se envió de
Atenas a Esparta, para pedir auxilios bélicos, antes de
esa batalla. Fidípides recorrió unos 240 kilómetros en
dos días y, según parece, sobrevivió al esfuerzo.
Pero la leyenda prevaleció sobre la historia. Cuan-
do se restablecieron los Juegos Olímpicos en 1896, se
creó, en homenaje a la hazaña legendaria, la carrera de
maratón como la más larga carrera pedestre de resistencia,
con una longitud que ha variado entre los 40 y los 42
kilómetros más 750 metros (hoy el recorrido está fijado
en 42 km más 195 m).
El Diccionario de la Real Academia Española re-
gistró, a partir de su edición de 1970, el sustantivo

248
masculino maratón. Mantuvo este género como único
en la siguiente edición, de 1984, pero en la de 1992 ya
admite que maratón es “a veces” femenino: la maratón.
Lo cierto es que el uso en femenino se está generali-
zando últimamente en la Península.
El notable lexicólogo Fernando Lázaro Carreter
desaprobaba el cambio de género de maratón. Cree que
puede deberse a influencia del italiano (en este idioma
es femenina la forma adoptada, maratona), pero admite
la hipótesis, que parece más acertada, de que en el cam-
bio de género ha influido “una concordancia subyacente
con carrera’’. (El dardo en la palabra, pág. 336).
En el Perú y en gran parte de la América hispana
ha prevalecido desde el principio el uso en femenino de
maratón, tanto en su sentido original como en el figura-
do referido a ‘cualquier actividad realizada con premu-
ra’, y casi siempre también con esfuerzo y bajo presión.
De ese tipo de actividad decimos en América que
es maratónica, adjetivo que el DRAE 2001 registra como
uso de Argentina, Bolivia, Cuba y Uruguay. El derivado
académico es maratoniano que, según algunos dicciona-
rios, aplica también al corredor de maratón. Según otros,
el corredor de maratón debe llamarse maratonista.
Con la cruel lucidez con que juzgaba sus propias
cualidades y deficiencias, Julio Ramón Ribeyro conside-
raba sus posibilidades de llegar a ser un novelista, y no
quedarse solo como un cuentista. Pero concluía con esta
amarga advertencia a sí mismo:

“Corredor de cien metros planos, no te inscribas en la próxi-


ma maratón”. (La tentación del fracaso, III, pág. 193).

Alfredo Bryce alterna, en una misma página, ambos gé-


neros de maratón:

249
“Regreso a Madrid y reviso la prensa escrita [...]. Diario 16
(25 de abril, 1944) da cuenta de la maratón de Madrid [...]:
ganó un marroquí [en segundo lugar quedó un español ape-
llidado Matamoros]. Frases como ‘Entre moros y cristianos
anda el maratón’ [...] se escucharon repetidamente”. (Atrancas
y barrancas, pág. 60).

Nótese que usa maratón como femenino en su propio


texto, y como masculino en la cita que recoge el habla
de Madrid.
La edición de 2001 del DRAE admite que mara-
tón se usa también como sustantivo femenino. Da como
segunda acepción la de “competición de resistencia” y
como tercera “actividad larga e intensa que se desarrolla
en una sola sesión o con un ritmo muy rápido”.
En varios países de Hispanoamérica se usa el com-
puesto telemaratón como equivalente de maratón televisi-
va, es decir, ‘colecta pública por televisión, de muchas
horas de duración’. En el Perú y en otros países de la
América hispana se prefiere, con este sentido, el com-
puesto contracto teletón, término que tiene antecedentes
en el inglés americano telethon.
El DRAE 2001 recoge teletón, lo explica como acró-
nimo de televisión más maratón, circunscribe su uso a
Honduras y Méjico y lo define, como sustantivo mascu-
lino, de este modo:

“Campaña benéfica que consiste en recoger dinero entre la


población utilizando la televisión, conjuntos musicales y otros
espectáculos”.

El terminal -ton va adquiriendo así la función de un ver-


dadero sufijo, pues se han registrado ya usos como el de
radiotón, de contenido paralelo al de teletón, y algunos otros.

250
MASACRE
Una masacre es una ‘matanza humana colectiva’, ‘un
asesinato en masa’ de personas indefensas o que ape-
nas pueden defenderse: por ejemplo, la masacre de los
inocentes, después del nacimiento de Jesús; la masacre
de los hugonotes franceses, en 1572, que empezó con la
llamada Noche de San Bartolomé. En casos extremos, ma-
sacre puede llegar a ser equivalente de genocidio.
El sustantivo masacre y el correspondiente verbo
masacrar son galicismos, relativamente modernos, de
gran uso en el español de América, aunque tienen tam-
bién alguna difusión en la Península. Masacre y masacrar
han sido, y siguen siendo, términos duramente combati-
dos por el purismo a ambos lados del Atlántico.
En francés, massacre es un término —relacionado
en su origen con la caza— usado ampliamente desde
el siglo XVI. También desde entonces se emplea el ver-
bo massacrer junto con otros derivados de massacre. Sus-
tantivo y verbo se documentan en los textos de los más
notables autores franceses de los siglos XVII y XVIII:
Corneille, Racine, Madame de Sévigné, Boileau, La
Bruyére, Fénelon y Voltaire, quien explica estos usos en
su Diccionario filosófico.
Massacre pasó muy tempranamente al inglés; en
esa misma forma, usada como sustantivo y como verbo

251
(to massacre), se documenta ya en las obras de Shakespea-
re y Marlowe. Este hecho ha dado pie a la suposición, no
fundamentada, de que el galicismo podría haber pasado
al español a través del inglés.
En cuanto al uso castellano, es interesante señalar
el no explicado proceso del cambio de género: massacre
es un sustantivo masculino en francés, pero, al pasar al
español, se ha hecho femenino. ¿Podría tratarse aquí —
como admite Fernando Lázaro Carreter en el caso de
la maráton (véase)— de otra “concordancia subyacente”
—esta vez sobre una base falsa— con el sustantivo feme-
nino masa, que coincide con las dos primeras sílabas de
masacre?
La Real Academia Española solo incorporó masacre
y masacrar en el Diccionario oficial a partir de su edición
de 1984. En las de 1992 y 2001 masacre aparece con esta
definición: “matanza de personas, por lo general inde-
fensas, producida por ataque armado o causa parecida”;
masacrar se registra con el sentido de “cometer una ma-
tanza humana o asesinato colectivos”.
Según estas definiciones, la Academia no acepta el
uso de masacre y masacrar cuando se trata del asesinato
de una sola persona, aunque el homicidio sea especial-
mente cruel, sangriento o alevoso. Y menos aún cuando
solo se trata de un grave maltrato físico, por cruel o sádi-
co que sea, si no ha llegado a producir la muerte.
En francés, en cambio, massacrer se usa, desde
principios del siglo XVII, también con el significado
de ‘asesinar a una víctima que no puede defenderse’.
En inglés, similarmente, massacre se documenta desde
la misma época con el sentido de ‘asesinato peculiar-
mente atroz’ y el verbo to massacre con el significado
de ‘asesinar con crueldad o violencia extrema’. Y esos
usos son hoy corrientes en el habla culta del Perú y

252
otros países de Hispanoamérica. Un ejemplo extremo:
Julio Ramón Ribeyro usa, en su Diario personal, el verbo
masacrar referido a las insoportables picaduras que le
inflige un zancudo (americanismo por mosquito):

“Fatigadísimo no solo a causa de la gripe [...], sino del insig-


nificante pero voraz zancudo que anoche me atacó en [el]
cuarto de Julito impidiéndome dormir de dos a cinco de la
mañana. [...] Cada vez que apagaba la luz y me recostaba en
mis almohadones sentía su agudo zumbido y a los segundos
su picotón. [...] Pero con luz y todo, apenas el sueño me ven-
cía, volvía al ataque y era imposible descubrir dónde se había
refugiado con su gotita de sangre en la trompa abyecta. Sólo
una vez lo distinguí y me precipité sobre él con una impro-
visada pero apropiada arma (la gaceta de la Galería Drout),
mas el insecto se esfumó [...]. A las cinco de la mañana tiré la
gaceta y el arpa y me dije duérmete aunque te masacre”. (La
tentación del fracaso, III, págs. 250-251; anotación correspon-
diente al 31/10/78).

Esta masacre sufrida a trompa de un minúsculo verdu-


go hace dudar a Julio Ramón no solo de la bondad del
todopoderoso sino aun de su existencia. Y, como con-
secuencia, hacer lo que supuestamente hizo, hastiado,
David: tirar el arpa.

253
METETE

En la trigesimonovena reunión de Gobernadores del


Banco Interamericano de Desarrollo (BID), celebrada
en Cartagena de Indias en 1998, el presidente Fujimori
justifico así la acción del Estado tal como él la entendía:

“El manejo de los ríos, la rehabilitación de carreteras, el dre-


naje de las aguas tras las grandes inundaciones de las ciuda-
des imponen una lógica caracterizada por el uso intensivo de
recursos y la rápida decisión para ponerlos a disposición de
la emergencia, algo que, por las características del problema,
no puede ser manejado por la empresa privada.
Tenemos vidas que cuidar y valiosa infraestructura bá-
sica que proteger, de la que depende la producción y, por
ende, el empleo. Por eso, nadie debe llamarse a escándalo
cuando el Estado peruano realiza algunas obras de pre-
vención de desastres como El Niño y compra, con procesos
transparentes, es decir, caracterizados por la honestidad, una
dotación importante de maquinaria para ese fin. No es la
vuelta al Estado intervencionista, ni empresario, populista y,
mucho menos, metete. Es la toma de conciencia del rol funda-
mental de un Estado que surge no de la teoría, sino de la rea-
lidad de los pueblos”. (En el diario oficial El Peruano, edición
del 17/3/98, pág. A9).

254
Son dos párrafos claros y directos que concluyen en que el
Estado debe ser eficiente y previsor, pero no empresario,
ni populista, ni intervencionista. Ni, mucho menos, metete.
Sin considerar términos compuestos como meto-
mentodo —este es, más bien, parasintético— son numero-
sos los adjetivos derivados del verbo meter que expresan
el mismo concepto que el término general entrometido:
Metete, empleado por el presidente Fujimori, es
un expresivo término del lenguaje coloquial del Perú y
de otros países de América (Argentina, Uruguay, Chile,
Guatemala, Costa Rica).
En la Argentina y el Uruguay se usa igualmente me-
terete que lleva el mismo sufijo -ete de metete, pero sobre la
forma completa del infinitivo. El sufijo -ete está presente
también en otros peruanismos y americanismos deriva-
dos de verbos, tales como acusete, adulete y amarrete, todos
con matiz despectivo.
Como sinónimo de metete y meterete se usa igual-
mente el participio adjetivado metido (documentado
en la Argentina, Chile, Venezuela, la América Central,
Cuba y Puerto Rico), reducción de la forma compuesta
general entremetido.
En Méjico se registra metelón (como mordelón), pero
hoy predomina en ese país metiche, derivado difundido
últimamente en el Perú y gran parte de América a través
de algunos programas de televisión mejicanos.
El Diccionario de la Real Academia Española da,
como formas de la lengua general que tienen igualmen-
te la acepción de entrometido o entremetido, otros dos de-
rivados de meter: meticón y metijón. Una variante de este
último, metejón, se usa en el Perú junto con el tradicional
metete y el recientemente difundido metiche.
Pero en Colombia, sede de la mencionada reu-
nión del BID, no se usa precisamente metete; solo se

255
documentan en su habla coloquial los derivados equi-
valentes metido y metiche. A pesar de eso, no se produjo
en Cartagena ningún malentendido a causa del uso del
peruanismo metete en una reunión internacional. Ello,
porque el contexto es importantísimo para la com-
prensión de un texto. Y también porque los términos
del habla coloquial tienen a veces la fuerza de expre-
sión que no logran transmitir los más selectos términos
del habla formal.
Metete se incluye ya en el DRAE 2001, como uso del
Perú y Chile. Metiche aparece, como mejicanismo, desde
la edición anterior, de 1992.

256
*LAS MIASMAS
La palabra miasma viene del griego miasma ‘mancha’. Es
un cultismo, un helenismo de la lengua culta, que entró
en el español a fines del siglo XVIII. Presumiblemente
lo hizo a través del francés, idioma en el que miasma está
documentado un siglo antes (época en que pasó al inglés
como miasm).
En francés y en español, miasma es masculino. Así
lo usa tempranamente Bolívar, quien, refiriéndose a los
disturbios políticos de Chile y Buenos Aires, escribe a
Santander en enero de 1823:

“...nosotros vamos a recibir los miasmas contagiosos de nuestros


hermanos del Sur, que están infectados de la horrible anar-
quía”. (Obras, I, pág. 717).

El uso de Bolívar es, por supuesto, figurado. Según


el Diccionario de la Real Academia, miasma es un sus-
tantivo masculino que se usa más en plural. Lo define
así:

“Efluvio maligno que, según se creía, desprendían cuerpos


enfermos, materias corruptas o aguas estancadas”.

257
El adjetivo miasmático se refiere tanto a lo que produce
o contiene miasmas como a lo que los miasmas ocasionan:
aire miasmático, fiebre miasmática.
En los días anteriores al gran descubrimiento de Pas-
teur, miasma se asoció principalmente a los pantanos en
que se criaba el mosquito que producía el temido paludis-
mo, nombre que viene del latín palus ‘laguna’; el sinónimo
malaria se tomó del italiano malaria, compuesto de mala
aria ‘mal aire’. Estas denominaciones expresaban la idea
de que dicha enfermedad febril, producida por un proto-
zoo, se relacionaba directamente con lagunas y pantanos
—donde, es verdad, se criaban las larvas del mosquito anó-
feles, el trasmisor— y también con el aire contaminado: no
cabe duda de que el mosquito —que en América llamamos
zancudo, sustantivando el adjetivo que significa ‘de zancas o
patas largas’— llega a su víctima por el aire.
Miasma es, como se ha dicho, un sustantivo mas-
culino usado más en plural: el miasma, los miasmas. Pero
la -a final, que es característica del género femenino en
español, puede atraer a miasma, equivocadamente, hacia
ese género. Ello se constata aun en el uso de algunos
notables escritores de España y América.
Es ejemplo de reiterado uso incorrecto de miasma
en femenino nuestro —siempre será nuestro— Mario
Vargas Llosa. Refiriéndose a la criticada labor de los et-
nólogos entre los indígenas de la selva peruana, se pre-
gunta:

“¿Nunca nadie más debería entrar allá a fin de evitar la con-


taminación de esas culturas con las miasmas degenerantes de
la nuestra?”. (El hablador, pág. 35).

En Elogio de la madrastra don Rigoberto recuerda a


“aquellos audaces extravagantes para quienes aspirar

258
fragancias insólitas y consideradas repelentes por el
común, era una necesidad vital”, y se imagina a Mi-
chelet, el gran historiador y prosista francés del siglo
XIX:

“con chaleco, levita de dos puntas, escarpines y acaso plans-


trom [sic: en vez de plastrón], arrodillado y reverente ante la
taza de excrementos, absorbiendo con infantil delectación
las hediondas miasmas que, llegadas a los entresijos de su ro-
mántico cerebro, le devolvían el entusiasmo y la energía, la
frescura de cuerpo y de espíritu, el ímpetu intelectual y los
generosos ideales”. (Págs. 137-138).

Y en El Paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa se refiere


al pequeño hijo de Flora Tristán, al cual, según su mé-
dico:

“había que sacarlo al campo a respirar aire puro, lejos de las


miasmas de París”. (Pág. 59).

Este repetido descuido —y otros muchos constatados en


el léxico de Vargas Llosa— no desmerece, por supuesto,
su reconocida calidad como novelista y ensayista.

259
EL MISMO
El adjetivo mismo, que expresa identidad, carece de las
funciones del pronombre, que son la deíctica (señalar) y
la anafórica (repetir).
Sin embargo, en la moderna prosa periodística,
tanto oral (radio, televisión) como escrita (diarios, revis-
tas) y también en el lenguaje parlamentario, magisterial,
administrativo, publicitario, forense y aun técnico, han
proliferado últimamente —en España y América— al-
gunos usos del adjetivo mismo, sustantivado, que inva-
den la función anafórica del pronombre.
En estos casos mismo, con sus variaciones de género
y número, va precedido del artículo determinado co-
rrespondiente: el mismo, la misma; los mismos, las mismas.
Ejemplos del mal uso: “fue registrado el ómnibus y
también los ocupantes del mismo” (en vez de “los ocupan-
tes de él, o “sus ocupantes”); “la fecha es ilegible, pero es
clara la firma debajo de la misma” [de ella]; “se confirmó
la presencia de aviones, pero se ignora la procedencia
de los mismos” [de ellos, o “su procedencia”]; “el incendio
se propagó a varias viviendas, las mismas que [las que, las
cuales] sufrieron graves daños”.
Estos usos, con pretensiones de ser explícitos y
elegantes, ya en 1973 fueron considerados por la Real
Academia Española como abusivos, vulgares y mediocres.

260
(Véase el Esbozo de una nueva gramática de la lengua espa-
ñola, págs. 211-212).
Don Fernando Lázaro mantenía, un cuarto de siglo
después, esa drástica opinión. Lamentaba que, en el caso de
la censura expresada en el Esbozo, “el plaguicida obró como
si fuera abono” (El dardo en la palabra, pág. 310). Concentra-
ba sus proyectiles en la prensa oral y escrita, y afirmaba que:

“los medios informativos, en general, no están por lo simple,


sino por lo compuesto. Adoran lo escarolado y lo curvilíneo
[...]. Y ahí está ese terrible el mismo con que nos afligen de
continuo prensas y ondas”. (Ob. cit., pág. 200).

Animaba —algo— a don Fernando el hecho de que ese


“nauseabundo y sobrante” el mismo no haya llegado aún
al nivel de la lengua oral. Pero sí ha llegado al nivel del
propio Diccionario de la Real Academia Española, pues
en la entrada monitorio, ria, se lee:

“3. m. Monición, amonestación o advertencia que el Papa, los


obispos y prelados dirigían a los fieles en general para la ave-
riguación de ciertos hechos que en la misma se expresaban...”
(ediciones de 1956, 1970, 1984, 1992 y 2001).

Opuesta a la de Lázaro Carreter es la opinión de Manuel


Seco. En su importante Diccionario del español actual, de
1999, este lexicólogo y académico mantiene la benévola
opinión sobre el censurado uso de el mismo que había
expresado y sostenido ya en su útil Diccionario de dudas y
dificultades (edición de 1986).
Mientras tanto, ya se ha creado en la Argentina el
derivado despectivo mismismo para designar el uso —o
abuso— del adjetivo mismo en las funciones del nombre
o del pronombre. (La Nación de Buenos Aires, Manual
de estilo y ética periodística, pág. 157).

261
MORGUE
Morgue por depósito de cadáveres es general en el Perú y
en otros países de América. El término no se conoce en
la Península, pero en el DRAE 2001 ya se consigna este
galicismo de América como uso general:

“morgue. (Del fr. morgue), f. Depósito de cadáveres”.

La palabra morgue tiene, en francés, una historia curiosa


y complicada:
El verbo morguer significaba ‘poner mala cara,
con fruncimiento de labios’; es decir, lo que en el habla
coloquial peninsular se expresa por la locución verbal
estar de morros. De morguer salió el postverbal morgue
con el sentido de ‘expresión altanera y desdeñosa’,
que está documentado en francés desde el siglo XV.
Tal vez por intermedio de una presunta acepción
de morgue: ‘mirada fija y penetrante’ (por ser altanera y
desdeñosa), el término tomó el sentido (hoy desusado)
de ‘antesala de una prisión’ en la cual los carceleros te-
nían ocasión de mirar fijamente a cada detenido a fin
de grabarse en la memoria sus facciones. Esto sucedía,
por supuesto, en tiempos muy anteriores a los de fichas
fotográficas y huellas digitales, los cuales se prolongaron
hasta mediados del siglo XIX.

262
Por último, dos sucesivas extensiones de sentido
hicieron de morgue la denominación del ‘recinto donde
se exponen provisionalmente los cadáveres de descono-
cidos, a fin de facilitar su identificación’ y, de allí, ‘edifi-
cio que alberga dicho recinto’.
El galicismo morgue por depósito de cadáveres pasó
también, a mediados del siglo XIX, al inglés de los Es-
tados Unidos de América, donde es hoy de uso común.
El gran poeta y narrador estadounidense Edgar
Allan Poe jugó con las connotaciones negativas, y aun té-
tricas, de este término francés cuando tituló “The mur-
ders in the rué Morgue” (Los asesinatos de la calle Morgue)
su famoso cuento, tenido como punto de partida de la
moderna literatura policial. Según Poe, la rué Morgue
era “uno de esos míseros pasajes que corren entre la rue
Richelieu y la rue Saint-Roch”: su genio le permitía dar
detalles supuestamente realistas sobre los vericuetos de
un París que, según parece, nunca llegó a conocer.

263
MOTRIZ
Motriz es el femenino del adjetivo motor. Ambas formas
significan ‘que mueve’: fuerza motriz, impulso motor.
Motor y motriz están en la misma línea, en cuanto a de-
rivación para distinguir el género, que los sustantivos
actor, actriz y emperador, emperatriz, formas que tienen
directos antecedentes en latín (actor, actrix; imperator, im-
peratrix, etc.).
Pero motor tiene también una forma femenina re-
gularizada según la norma castellana: motora (como di-
rectora, de director). Fuerza motora equivale a fuerza motriz;
se dice también causa motora, idea motora, etc. En el espa-
ñol de la Península, además, motora se ha sustantivado
para designar lo que en el Perú llamamos lancha a motor
(o, mejor, de motor).
Sin embargo, muchas personas de supuesta habla
culta incurren en el error de usar el adjetivo femenino
motriz calificando a sustantivos masculinos: impulso mo-
triz, sistema motriz, por ejemplo.
El error puede explicarse —no justificarse— por-
que motor se usa hoy más como sustantivo que como ad-
jetivo.
El Diccionario de la Academia da, como segunda
acepción de motor, la de “máquina destinada a producir
movimiento a expensas de otra fuente de energía”. De

264
este uso sustantivo de motor salen derivados tales como
motorista y motorizar.
Los usos adjetivos incorrectos de motriz por motor
se dan también en la Península: para el lexicólogo Fer-
nando Lázaro Carreter, constituyen ya “un arraigado y
firme disparate”. (El dardo en la palabra, pág. 409).
Pero en el Perú hemos avanzado un paso a partir
de ese “arraigado y firme disparate”: lo que sucede en
España y en el resto de América con el mal uso de motriz
se agrava aquí con el peor uso de sus compuestos auto-
motriz y psicomotriz.
Automotriz es un adjetivo femenino equivalente de
automotora; el masculino es automotor. Es correcto, por lo
tanto, hablar de mecánica automotriz o de tecnología auto-
motriz. No es correcto, en cambio, decir parque automo-
triz, taller automotriz, sector automotriz o impuesto automotriz
(oficialmente, en el Perú, impuesto al patrimonio vehicular).
Se documentan también, en nuestros diarios y
otros medios de comunicación, otras locuciones nomi-
nales erróneas tales como transporte automotriz, seguro
automotriz, crédito automotriz, sindicato automotriz, socio au-
tomotriz, clan automotriz, imperio automotriz, repuestos auto-
motrices. Algunos vehículos destinados a proporcionar
ayuda a automovilistas en apuros tienen este rótulo: au-
xilio automotriz.
Igualmente se censuran, a uno y otro lado del
Atlántico, los similares usos incorrectos del adjetivo
compuesto psicomotriz (el masculino es psicomotor); por
ejemplo, desarrollo psicomotriz, centro psicomotriz, aspecto
psicomotriz.
Usos incorrectos de psicomotriz en el habla culta pe-
ruana son estos de Sebastián Salazar Bondy en Una voz
libre en el caos: “desarreglo psicomotriz”, “epilépticos psico-
motrices” (pág. 219). Otro hablante culto peruano, Juan

265
de Arona (o Pedro Paz Soldán y Unanue), notable lexi-
cógrafo del siglo XIX, llama al agua “elemento matriz”.
(BCP 9**, pág. 105).
Pero lo cierto es que la pérdida de asociación entre
el terminal -triz y el género femenino viene de antiguo,
pues se registra ya en el apócrifo Quijote de Avellane-
da, publicado en 1614. En el capítulo XVII el autor se
refiere a cierto “artificio motriz”. (Edición de Martín de
Riquelme, vol. II, pág. 101).
¿Será esta una batalla perdida? Lo que Fernando
Lázaro llama “error de párvulos” ¿habrá echado ya fir-
mes raíces en el habla culta de España y América, abrien-
do así su camino hacia la lengua general?

266
MUTUO
Mutuo es sinónimo de recíproco, y se aplica a acciones,
bilaterales o multilaterales, en que al mismo tiempo se
da y se recibe algo. Por ejemplo: amor mutuo, odio mutuo;
mutua confianza o desconfianza.
Mutuo no es sinónimo de común. Dos hermanos
pueden tenerse entre sí un afecto mutuo y, a la vez, sentir
un amor común hacia sus padres. No debería hablarse,
pues, de esfuerzos mutuos (para conseguir un fin) cuan-
do se quiere expresar que son esfuerzos comunes, es decir,
realizados igualmente por varias personas. Pero, en los
últimos tiempos, mutuo ha experimentado una especie
de contagio semántico proveniente de común. Y análogo
proceso ha seguido su cognado inglés mutual.
El detonante de estos análogos cambios semánticos,
parece haber estado ligado a una institución de la vida
económica moderna: los fondos mutuos (en inglés mutual
funds). En ella, fondos pertenecientes a los aportantes se
destinan a la ayuda mutua de unos a otros en forma de
préstamos acordados en condiciones ventajosas. Este
sistema de ahorro y prestaciones mutuas, administrado
por Asociaciones o Sociedades mutuales o mutualistas, se
extendió tanto, en España y en algunos países de Amé-
rica, que dio origen a una verdadera familia de palabras.
Ellas son, según el DRAE 2001:

267
Mutualidad (también acortado en mutua, en Espa-
ña), sustantivo que designa la propia institución.
Mutualismo, que se aplica al régimen o sistema de
este tipo de prestaciones.
Mutualista que, como adjetivo, se aplica a dicho ré-
gimen y como sustantivo al miembro de una mutualidad.
Los menos difundidos mutuario, ria y mutuante, que
designan, respectivamente, a la persona que recibe y a
la que da el préstamo.
Y mutual, que para el DRAE solo tiene uso adjetivo,
y es en el Perú el sustantivo preferido —en realidad, el
único— para designar a la mutualidad o mutua.
En Historia de Mayta, por ejemplo, Vargas Llosa se
refiere así a distintos distritos de Lima:

“La prosperidad de Miraflores y San Isidro va decayendo y


afeándose en Lince y La Victoria, renace ilusoriamente en el
centro con las pesadas moles de los Bancos, mutuales y com-
pañías de seguros...” (pág. 61).

Tiempos pasados aquellos en que la prosperidad de las


mutuales (especialmente las Mutuales de Vivienda) se ex-
presaba en la construcción de grandes edificios. Hoy
han dejado su lugar a otros tipos de instituciones de
financiamiento.

268
NOMINAR
Hasta su edición de 1992, el DRAE registraba nominar
solo como “dotar de un nombre a una persona o cosa”,
y nominación como la acción o el efecto correspondiente.
Pero en los últimos años nominar y nominación han to-
mado del inglés modernas acepciones relacionadas con
actividades políticas y culturales.
En inglés, en efecto, (to) nominate es, en primer
lugar, ‘designar, proclamar’, referido especialmente a
un candidato que postula a un alto cargo público. Es
sabido que en los Estados Unidos de América se reali-
zan convenciones de los dos partidos tradicionales —el
demócrata y el republicano— con el fin de nominar a
sus, respectivos candidatos para la presidencia y la vi-
cepresidencia de la república. Se nominan, asimismo,
los candidatos a un premio o distinción, tal como su-
cede con el Óscar de la Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas. En segundo lugar, (to) nominate equi-
vale plenamente a nombrar para un cargo público. En
ambos casos nomination expresa la acción o el efecto
respectivo.
El anglicismo nominar se ha difundido muy rápi-
damente en el español americano y peninsular con las
dos acepciones que tiene en inglés (to) nominate: ‘designar
como candidato’ y ‘nombrar para un cargo’. El postverbal

269
nominación ha tomado, igualmente, los correspondientes
sentidos del inglés nomination.
Don Fernando Lázaro Carreter consideraba estos
usos de nominar como verdaderos barbarismos que perte-
necen a la jerga de la información. Así se refería a la “ex-
plosión de júbilo” que se produjo en España al ser de-
signada Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos
de 1992:

“...todos pudimos oír el estallido de los audiovisuales: ‘¡Barce-


lona ha sido nominada...!’; ‘¡Barcelona gana la nominación...!’.
Fue asombrosa la coincidencia en el barbarismo, gargarizado
por mil laringes unánimes, todas de acuerdo para evitar los
normales designar o elegir. ¡Barcelona nominada! Y así parecía
mayor el triunfo, más gigantesca la victoria sobre París”. (El
dardo en la palabra, págs. 385-386).

Según el acucioso lexicólogo, “nominar significa en es-


pañol solo la acción de poner nombre”. Lo que dice a
Biblia que hizo Adán; lo que hacen quienes bautizan un
invento o un nuevo producto comercial. Lo demás es,
en nuestra lengua, designar o nombrar.
Pero en la edición de 2001 del DRAE se incluyen ya
las nuevas acepciones:
Nominar es, además de “dar nombre a alguien o
algo”, “designar a alguien para un cargo o cometido” y
también “presentar o proponer a alguien para un pre-
mio”.
Y nominación es, no solo “acción y efecto de nom-
brar”, sino también “acción y efecto de nominar”.

270
OVNI
En una nota de su diario personal correspondiente al
29 de julio de 1977, Julio Ramón Ribeyro se refiere al
astrónomo Allen Hynek y a un libro suyo traducido del
inglés con el título de Los objetos volantes no identificados.
¿Mito o realidad? Dice Ribeyro:

“Su libro es lúcido, desapasionado, documentado y científica-


mente convincente. Es quizás el único científico de enverga-
dura que concluye por la afirmación: los ovnis existen
Hynek analiza los casos de aparición de ovnis según un método
en crescendo [sic]: luces nocturnas, discos diurno, ovnis vistos a me-
nos de 200 metros, ovnis vistos de cerca y que dejaron marcas
reconocibles de su paso y finalmente ovnis dotados de ‘habitantes’
vistos por testigos”. (La tentación del fracaso, III, págs. 145-146).

Ovni es la sigla (OVNI) lexicalizada o acrónimo (véase) de


objeto volador no identificado. Se incluye por primera vez
en la edición de 2001 del DRAE con esta definición: “Ob-
jeto al que en ocasiones se considera, según la ufología,
como una nave espacial de procedencia extraterrestre”.
Pero en el DRAE 92 sí aparecía una locución no-
minal equivalente de ovni: platillo volador (o volante), que
es traducción literal de la expresión inglesa correspon-
diente, flying saucer.

271
Se definía así:

“Supuesto objeto volante, cuyo origen y naturaleza se des-


conocen, pero al que se atribuye con frecuencia procedencia
extraterrestre”.

En la edición de 2001, la locución platillo volador se con-


signa solo referida a OVNI.
La denominación objeto volador no identificado
es, asimismo, fiel traducción (o, más bien, calco) de
la expresión inglesa unidentified flying object. Su sigla
UFO, lexicalizada, ha producido el sustantivo ufo,
equivalente de ovni; de ufo se derivan en inglés ufo-
logy y ufologist. Ufology es el estudio de los objetos vo-
ladores no identificados; ufologist, quien se dedica a
dicho estudio.
Es curioso que se usen en español los correspon-
dientes términos ufología y ufólogo y que, en cambio,
el acrónimo propio ovni no haya producido deriva-
dos equivalentes (como podrían serlo *ovniología y
*ovniólogo).
Ya en el Diccionario manual de la Real Academia Es-
pañola, edición de 1989, se incluían los términos toma-
dos del inglés, pero con el corchete inicial que marcaba
el purgatorio o limbo de las palabras que esperaban ad-
misión oficial en el DRAE.

“[ufología. f. Disciplina que estudia los hechos y problemas


suscitados por la hipotética existencia de objetos volantes no
identificados (ovnis) y la posibilidad de acercamiento a la tie-
rra de seres de otros planetas.
[ufólogo, ga. m. y f. Persona que practica la ufología o que
tiene en ella especiales conocimientos”.

272
De ufos, ovnis o platillos voladores se viene hablando desde
hace muchos años sin que el misterio que los rodea haya
sido hasta ahora develado o desenmascarado.
Pero en la edición 2001 del DRAE la Real Acade-
mia parece haberse definido por la última opción, pues
consigna por primera vez ufología con esta definición:

“Simulacro de investigación científica basada en la creencia


de que ciertos objetos voladores no identificados son naves
espaciales de procedencia extraterrestre”.

Consigna, además, ufólogo, ga como “persona versada


en ufología” y el adjetivo ufológico, ca, que se refiere a lo
“perteneciente o relativo a la ufología”.

273
PAQUETAZO
La Real Academia Española incorporó, en su edición
de 1992 del Diccionario la locución nominal paquete de
medidas. La definía como “conjunto de disposiciones to-
madas para poner en práctica alguna decisión” y daba
como ejemplo: “El Gobierno presentó un paquete de me-
didas económicas”.
Si de paquetes de medidas económicas se trata, en el Perú
preferimos hablar de paquetazos. En su primera acepción,
literal, el sustantivo paquetazo se entiende normalmente
como un simple aumentativo: “le regaló un paquetazo [un
paquete grande] de ropa de invierno”. Pero su sentido más
importante es hoy el figurado de ‘golpe propinado con
un paquete de medidas económicas’. En una frase como “¡No
fue un paquetito, fue un paquetazo!” hay un juego de pala-
bras con las dos acepciones del último término.
Es una característica del español, entre las lenguas
latinas, el preferir el empleo del sufijo -azo a la construc-
ción golpe de (usual en francés, italiano, catalán) para ex-
presar el ‘acto de herir o golpear’ con aquello que nom-
bra el sustantivo. Ejemplos: pelotazo, bastonazo, latigazo,
sablazo; balazo, cañonazo; zarpazo, cabezazo, palmazo, codazo,
porrazo.
En sentido traslaticio podemos darnos un duchazo,
un piscinazo o un playazo (con o sin panzazo). Y llamar a

274
otros con un telefonazo, un bocinazo o un timbrazo. O lar-
garnos, por fin, con un portazo.
Pero donde el sufijo -azo tiene vida plena y agitada
es en el lenguaje político hispanoamericano.
En 1930, desde Berlín, decía Víctor Raúl Haya de
la Torre:

“Muchos piensan ya en nuestros países, que la alternativa de


la tiranía y el cuartelazo no implican solución. Y son los jóve-
nes de América los que piensan así”. (¿A dónde va Indoaméri-
ca?, pág. 133).

A pesar del optimismo del fundador del APRA, muchos


cuartelazos ha soportado su idealizada Hispanoamérica
en los últimos ochenta años. Y hace ya más de medio
siglo del terrible bogotazo, el levantamiento popular que
se produjo en la capital y en otras ciudades de Colombia
a raíz del asesinato del líder del partido liberal, Jorge
Eliécer Gaitán.
El Perú tuvo más tarde el consagratorio manguerazo
de Fernando Belaunde. También un oscuro febrerazo y
un tacnazo.
Superadas ya las épocas del caballazo y del tancazo
(o tanquetazo), siguió un negativo lustro signado de balco-
nazos, carpetazos y tarjetazos. Sus paquetazos (salinazos, gaso-
linazos) tuvieron un mortal eco de bombazos y dinamitazos.

275
PASARELA
Hasta su vigésima edición, de 1984, el Diccionario de la
Real Academia Española registraba pasarela con solo dos
acepciones: “puente pequeño o provisional” y “puente-
cillo transversal” en los barcos de vapor.
Pero en la edición de 1992 se añadieron otros dos
usos, más modernos: “puentecillo para peatones, des-
tinado a salvar carreteras, ferrocarriles, etc.” y “pasillo
estrecho y algo elevado, destinado al desfile de artistas,
modelos de ropa, etc., para que puedan ser contempla-
dos por el público”.
En cuanto al origen del término, la Academia da
como étimo el italiano passerella, de análogos significa-
dos. El Diccionario VOX, en cambio, se inclina por el fran-
cés passerelle, documentado desde mediados del siglo XX
(lo usa Proust).
En uno u otro caso, el resultado en español debería
haber sido paserela, y no pasarela. La forma vigente, con a
en la segunda sílaba, se explica sin duda por la presencia
mental del verbo pasar.
A ambos lados del Atlántico, pasarela es hoy, en pri-
mer lugar, un término del mundo de la moda, de los
modistos o modistas y de las modelos y top models.
Así lo usa Bryce en un texto titulado “A correr se
dijo”, dándose además el lujo de crear un verbo: pasarelear.

276
Refiriéndose a la rapidísima “curva de realimentación en-
tre el fabricante y el consumidor”, y dice Bryce:

“Las tendencias de la voluble moda pueden ser variadas mu-


chas veces al año mientras se mantienen los inventarios bajos
y, por hablar sólo de una posible consecuencia de este cambio
del cambio de la moda que está de moda en la moda que
estará de moda [sic] hasta dentro de un ratito, una top model
como Claudia Schiffer podrá hacer muchísimo más camino
al pasarelear que [...] Cari Lewis, el de los ágiles pies de atleta.
Ya verán ustedes cómo todo paso curvilíneo y triunfal por
una pasarela esconde otra pasarela y otra moda comunicada
con la moda de la pasarela anterior...” (en A trancas y barrancas,
pág. 359).

Dice también Bryce en ese mismo artículo que, “dada la


aceleración de la producción, la mano de obra barata se
está volviendo día a día más costosa” y que “cualquier
país lento que desee participar en la economía global del
mañana, debe tener como prioridad absoluta el unirse
electrónicamente al mundo rápido”. (Íd. íd., págs. 360
y 361).
A través de una —no tan frívola— pasarela, Bryce
pasa a tratar de la seria brecha existente entre la crea-
ción y la distribución de la riqueza, entre el mundo rápido
y el mundo lento, entre el Norte y el Sur.

277
PEATONAL
Peatón, “persona que va a pie por una vía pública”, se
tomó a fines del siglo XIX del francés piéton, de igual
significado. El derivado peatonal, referido generalmen-
te a calles reservadas para viandantes, aparece ya en
la edición de 1992 del Diccionario de la Real Academia
Española con la definición “perteneciente o relativo al
peatón” y el ejemplo calle peatonal. En la edición de 2001
del DRAE se registran también los derivados peatonalizar
(‘hacer peatonal’) y peatonalización, al parecer más usados
en España que en América.
Peatonal se cree generalmente tomado del italiano
pedonale, de igual significado, y algún purista ha llegado
a calificarlo de “italianismo abominable”. Pero es muy
improbable que —por diversas razones— peatonal sea
un italianismo.
Peatonal podría haberse formado independiente-
mente en español, como otros tantos adjetivos derivados
de sustantivos mediante el productivo sufijo -al.
Pero don Fernando Lázaro Carreter, eximio lexi-
cólogo, no lo creía así. Aducía que el sufijo -al se aplica
a sustantivos acabados en -ón solo cuando el terminal es
-ión: nacional, pasional, regional, etc. Decía también que
peatonal se siente como ajeno a nuestro sistema léxico
porque el sufijo -al aporta normalmente la noción de

278
‘que tiene las propiedades de’, tal como sucede en an-
gelical, artificial, personal, estomacal. Y concluye: “Peatonal
enfurece porque una calle así llamada no posee las cua-
lidades o la naturaleza del peatón”. (El dardo en la palabra,
págs. 282-284).
Sin embargo, en algunos usos de personal o estoma-
cal se anuncia ya una función del sufijo -al semejante a la
que cumple en peatonal: un equipaje personal no es como
la persona, sino de la persona; una bebida estomacal no
es como el estómago sino para el estómago; del mismo
modo, una calle peatonal no es como el peatón sino para el
peatón.
En España, peatonal sigue provocando la iracunda
desaprobación de puristas, lexicólogos y aun alcaldes.
Contaba Lázaro Carreter que el respetado alcalde de
Madrid don Enrique Tierno Galván evitaba el término
y usó en un bando la expresión calles de sólo andar, en vez
de calles peatonales (ob. cit., pág. 284).

279
PELICULINA
Peliculina es un obvio derivado de película. El sufijo -ina
(forma femenina de -ino), que produce sustantivos feme-
ninos, expresa también un matiz de diminutivo (como
en neblina, de niebla o chalina, de chal).
Película viene, a su vez, del latín pellicula, que es un
diminutivo de pellis ‘piel’. Película significa literalmente
pielecita, pero a lo largo del tiempo ha desarrollado sen-
tidos específicos.
Uno de los más modernos, entre esos nuevos sig-
nificados, es el que hace a película nombre de la ‘cinta de
celuloide en que están impresas imágenes cinematográ-
ficas’ y, partiendo de allí, designación de la misma ‘obra
cinematográfica’.
La cinematografía es, sin duda, el arte que ca-
racterizaba al siglo XX. Y desde su nacimiento, a fines
del XIX, este llamado sétimo arte se ha extendido por el
mundo con fuerza arrolladora.
Ya en la Lima de “los alocados años veinte”, el hu-
morista Federico Blume criticaba la pasión de las lime-
ñas por el cine en una composición en verso titulada
Peliculismo:
“Todas las niñas solteras
se han vuelto peliculeras.
en tal forma va aumentando

280
el montón de aficionadas,
que hoy están peliculeando
hasta viejas y casadas.
Nuestros diarios y revistas
llenan páginas enteras
con latas peliculeras
y avisos peliculistas.
Y así la vamos pasando
¡Peliculeando!
¡Peliculeando!”.
(En Sal y pimienta, págs. 157 y 158).

Peliculina es un derivado más moderno que los cua-


tro consignados por Blume (los cuales parecen, por
cierto, de creación personal). Peliculina —término al
parecer exclusivo del habla peruana— tiene más que
ver con la fotografía y la televisión que con el cine;
en realidad, tiene que ver con todos los medios de
comunicación.
Porque la peliculina es el “afán de notoriedad, de-
seo de figurar” (M. A. Ugarte Chamorro, Vocabulario de
peruanismos, s. v.). Y también la “inclinación, más o me-
nos morbosa, hacia el exhibicionismo y la propaganda”
(A. Tauro, Enciclopedia ilustrada del Perú, s. v.).
En Conversación en La Catedral, Vargas Llosa pone
en boca de un inspector de policía estas palabras, diri-
gidas a los reporteros que están cubriendo la noticia de
un asesinato:

“Nosotros les damos la primicia y ustedes nos dan un poco de


peliculina, que nunca está de más”. (II, pág. 11).

Aquí, peliculina tiene, además, un matiz semántico de


‘difusión, imagen, propaganda’.

281
A quien está ávido de peliculina se le llama en el
Perú peliculinero o peliculinera; menos frecuentes son
los sinónimos peliculero y peliculera (este último término
coincide con peliculera ‘fanática del cine’ en los versos
citados de Blume; hoy se diría cinemera).
Algunos artistas del espectáculo —y no menos per-
sonajes de la política— son proclives a caer en la adicción
a la peliculina. Fotógrafos y camarógrafos de los distintos
medios de comunicación tienen muy bien identificados
a esos incansables robacámaras.
En los últimos tiempos se ha difundido en Lima un
término equivalente a peliculinero: figuretti, escrito tam-
bién figureti. La palabra, de indudable origen italiano, se
ha tomado de un programa muy difundido de la televi-
sión argentina.
Aunque figuretti es un claro plural en italiano, se
usa como singular, con el plural españolizado figuretis.
Caso semejante es el de paparazzi, plural de Paparazo,
nombre de un audaz fotógrafo de prensa que fue perso-
naje de una película que marcó época: La dolce vita, de
Federico Fellini.

282
PELUCA
Peluca es una palabra tardía en castellano, pues solo se
documenta desde principios del siglo XVIII.
Según Corominas —el más notable etimologista de
la lengua española— peluca se tomó muy probablemente
del francés perruque, que tiene el sentido de ‘cabellera
postiza’ desde el siglo XVI. El cambio de la consonante
(de la vibrante múltiple rr en l) se debió, casi seguramen-
te, a la explicable influencia del supuesto —y descarta-
do— étimo pelo.
Lo curioso es que el francés perruque podría, a su
vez, tener origen castellano.
En efecto, perruque está relacionado con perroquet,
nombre del loro o papagayo que se aplicó como apodo
a antiguos funcionarios de la justicia francesa, cuyas
grandes cabelleras postizas les daban una imaginada se-
mejanza con esas adornadas aves tropicales. En francés,
perroquet viene muy probablemente del español periquito,
doble diminutivo de Pero (perico, periquito) que es la for-
ma castellana anticuada del nombre propio Pedro.
Hasta aquí la interesante historia de la palabra pe-
luca dentro de los predios del español de todas partes, y
aun de la lingüística románica.
Pero ocurre que en el español del Perú y de otros
países de Sudamérica peluca se usa, también, como

283
sinónimo —no estricto— de melena y designa la ‘cabe-
llera natural, suelta y más o menos corta’.
En una carta a su hermano Juan Antonio, escrita
en Múnich el 30 de marzo de 1956, Julio Ramón Ribe-
yro se refiere así a una atractiva muniquesa:

“Es divina, y de una fuerza de seducción inverosímil. Mi exo-


tismo americano, representado por un horrible bigote y una
gran peluca, parece que ha despertado su interés y he tenido
ya varias entrevistas muy halagüeñas”. (Publicada en El Sol,
edición del 7/7/96).

Casi exactamente un año antes, pasando miserias en Pa-


rís, Ribeyro había escrito en su diario:

“He empeñado todo lo que tenía de valor. Me he quedado


sólo con un vestido y mis libros, naturalmente. Hoy he po-
dido cortarme el pelo, después de tres meses de usar una
peluca abyecta”. (La tentación del fracaso, I, pág. 72, anotación
del 24/3/55).

Aquí parece darse cierto matiz de ‘desorden, descuido’ y


aun ‘desaseo’ que puede estar presente en algunos usos
peruanos de peluca y pelucón: Ribeyro había estado pelu-
cón, y se dolía de ello.
Federico Blume, ya a fines del siglo XIX, toma
como tema de algunas de sus letrillas a los calvos o pe-
lones, que opone a los pelucones, a veces preferidos y a
veces también denigrados:

“¡Fuera pelucas!
¡Muestren las nucas
Hipocritones
Y pelucones!”.

284
Blume se refiere también a “mujeres pintadas y petaco-
nas” y a una a quien le cortaron una peluquita a la garzón.
(Sal y pimienta, págs. 43, 188, 184).
De peluca ‘cabellera natural corta’, ‘melena’ sale
el verbo peluquear o peluquearse que tiene el sentido de
‘cortar o cortarse el pelo’ en el Perú y en otros países de
Centro y Sur América. El DRAE 2001 incluye ya, como
americanismos, peluquear y peluqueada.
Y, como consecuencia de la extensión semántica de
peluca, se constata el uso peruano redundante de peluca
postiza. En un cuento de Alfredo Bryce se lee:

“...la bestia de Raúl tenía la peluca postiza puesta en la foto


de su documento de identidad”. (En Dos señoras conversan,
pág. 213).

Esa expresión pleonástica resulta realmente desconcer-


tante para hablantes de otras latitudes y longitudes.

285
PERIPLO
Este cultismo se tomó, a través del latín periplus, del grie-
go periplous ‘circunnavegación’, ‘viaje marítimo alrede-
dor de algo’ (un continente, por ejemplo). El latín peri-
plus tenía análogo sentido y, también, el de ‘descripción
de las costas de un territorio’.
En castellano periplo se aplicó, además, a la obra
escrita en que se relataba un viaje de circunnavegación.
A partir del siglo XVI se llamaron también periplos los
viajes alrededor del mundo, como el de Magallanes o el
de Drake.
En los últimos tiempos, sin embargo, el español
periplo ha experimentado una importante extensión de
sentido que primero lo hizo equivalente de cualquier
‘viaje por mar, más o menos largo’ y luego, simple si-
nónimo de viaje (el uso tiene antecedentes modernos
en francés), sobre todo si se trata de un viaje largo,
complicado o agitado, con diversas etapas y algunas
peripecias.
Quienes se atienen estrictamente a la etimología
(peri ‘alrededor’, plous ‘navegación’) arguyen que todo
esto —complicaciones, agitación, peripecias— puede
haber, por supuesto, en un periplo, pero que lo que no
puede faltar es la navegación, porque no hay periplos por
tierra ni por aire.

286
Las cosas cambian, sin embargo, y los viajes cam-
bian también. Hoy los viajes por mar son cada vez me-
nos frecuentes, y las grandes distancias se cubren ma-
yormente por vía aérea.
La Real Academia Española lo ha reconocido así.
En la edición de 1992 del Diccionario oficial se incluía
ya una tercera acepción de periplo que decía: “Por ex-
tensión, cualquier viaje o recorrido, por lo común con
regreso al punto de partida”.
Pero en la edición de 2001 del DRAE esta acepción
ha pasado a ser la primera.

287
PICANA
En el Perú y en el Cono Sur de América se usa la palabra
picana en vez de aguijada, es decir, ‘vara larga, terminada
en una punta de metal, con la que se aguijonea o azuza
a los vacunos’.
Picana es una palabra híbrida: se compone del ra-
dical del verbo español picar más el sufijo quechua -na.
Este morfema es nominalizador e instrumental, pues
produce sustantivos que designan aquello con lo que se rea-
liza la acción expresada por el verbo al que se une. Picana
es, pues, etimológicamente, el ‘instrumento con que se rea-
liza la acción de picar o aguijonear’ aplicada a los bueyes.
El sudamericanismo picana se documenta ya en el
siglo XVIII, en la amenísima narración de viaje que es-
cribió, con el seudónimo de Concolorcorvo, el Visitador
de Correos español don Alonso Carrió de la Vandera. El
libro, titulado El lazarillo de ciegos caminantes y subtitula-
do desde Buenos Aires hasta Lima, se publicó en esta ciudad
en 1775 (pero, por motivos no totalmente esclarecidos,
con falso pie de imprenta: Gijón 1773).
Concolorcorvo habla de:

“...la picana, que llaman de cuarta, que regularmente es de


caña brava de extraordinario grosor o de madera que hay al
propósito”. (BCP 6, págs. 80-81).

288
Y continúa:

“Esta picana pende como en balanza en una vara que sobre-


sale del techo de la carreta, del largo de vara y media a dos,
de modo que, puesta en equilibrio, puedan picar los bueyes
cuarteros con una mano, y con la otra, que llaman picanilla, a
los pertigueros, porque es preciso picar a todos cuatro bueyes
casi a un tiempo”. (Íd. íd., pág. 81).

Concolorcorvo también aplica el término al ‘trozo de


carne de res vacuna que se pica’. Hablando de los gaude-
rios (antiguo nombre de los gauchos) dice:

“Se convienen un día para comer la picana de una vaca o no-


villo: le enlazan, derriban y bien trincado de pies y manos le
sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole
unas picaduras por el lado de la carne, la asan mal, y medio
cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la
llevan por contingencia”. (Íd. íd., pág. 38).

En el campo argentino todavía se llama picana el ‘corte


de carne vacuna que se extrae del anca’ y también el
‘corte que se saca de la rabadilla del ñandú’; algunos
diccionarios dan, como uso del Perú y Bolivia, el de
picana con el sentido de ‘ternero asado para la comida
navideña’. Y en el campo argentino se emplea también
hoy, al lado de la picana simple, la picana eléctrica, ‘dis-
positivo que funciona a pilas con que se azuza o agui-
jonea al ganado’.
De este uso de ganaderos ha surgido, sin duda,
el de picana eléctrica como denominación del ominoso
‘instrumento de tortura que trasmite descargas eléctri-
cas al cuerpo del ser humano que es su víctima’. El pro-
tagonista de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato,

289
ironiza así sobre las supuestas ventajas del progreso y
de la técnica:

“Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es


mejor matar a los bichos humanos con bombas Napalm que
con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica
que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con
picana eléctrica que con ratas, a la china”. (Pág. 271).

En la misma obra, un grupo de arquitectos habla de


cierto proyecto:

“...para realizar comisarías modelos en el territorio de Misio-


nes. ¿Con picanas electrónicas?”. (Pág. 330).

Derivados de picana son el verbo picanear y el sustantivo


picanazo, que en la Argentina y el Uruguay se refieren
tanto a la picana ‘aguijada para bueyes’ como a la picana
eléctrica.
La picana electrónica parece ser —hasta hoy— solo
un producto de la imaginación torturada de Sábato.

290
PLAGIAR
Plagiar viene del latín plagiare que en la Roma antigua
significaba ‘comprar a un hombre libre, sabiendo que
lo era, y retenerlo en servidumbre’ y también ‘utilizar a
un siervo ajeno como propio’. Plagiaria, con el sentido
de ‘arrebatadora, seductora’, era un epíteto de Venus, la
diosa del amor.
Pero ya en la literatura latina clásica el verbo pla-
giare había desarrollado, paralelamente a su sentido ori-
ginal, una acepción figurada que se refería al robo de la
propiedad intelectual: ‘copiar en lo sustancial una obra
ajena y presentarla como propia’. El hecho mismo era el
plagium y quien lo cometía, un plagiarius.
Estos usos figurados latinos son los únicos que
sobreviven en el español general referidos al plagio, al
plagiario (en ciertas regiones, plagiador) y a la acción de
plagiar.
Pero en algunos países de Hispanoamérica —en-
tre ellos el Perú— plagiar ha desarrollado otras acepcio-
nes que parecen estar en la línea del significado original
de plagiare en latín: plagiar se ha hecho, en esos países,
equivalente de secuestrar, plagio de secuestro y plagiario (o
plagiador) de secuestrador. Desde 1992 se registra en el
DRAE la acepción americana de plagiar: “apoderarse de
una persona para obtener rescate por su libertad”.

291
Por otra parte, secuestrar es un cultismo que, en sus
primeras acepciones, jurídicas, significaba ‘depositar ju-
dicialmente una alhaja en poder de un tercero hasta que
se decidiera a quién pertenecía’ y también ‘embargar
judicialmente’. Más tarde tomó el sentido de “retener
indebidamente a una persona para exigir dinero por su
rescate, o para otros fines”, sentido que últimamente se
ha extendido a “tomar por las armas el mando de un
vehículo (avión, barco, etc.) reteniendo a la tripulación y
pasaje, a fin de exigir como rescate una suma de dinero
o la concesión de ciertas reivindicaciones” (DRAE 92 y
2001).
Sinónimo de secuestrar es raptar, verbo antes res-
tringido a la acepción de “sacar a una mujer, violenta-
mente o con engaño, de la casa y potestad de sus pa-
dres y parientes”, que ahora figura como segunda en
el Diccionario de la Academia (edición 2001). Rapto por
secuestro y raptor por secuestrador son, igualmente, usos
modernos difundidos en la lengua general.

292
PLANCHA
En el Perú se usa, desde hace algunos años, la locución
nominal plancha presidencial, o electoral, para designar el
‘conjunto de los candidatos a la Presidencia y a las dos
Vicepresidencias de la República’ (antes se dijo fórmula
electoral). También se usa con este sentido el sustantivo
plancha, sin adjetivos.
Se trata aquí de un uso político, figurado, que
surgió en Colombia sobre la base de otro uso, material,
francés.
En efecto, planche era en francés la ‘lámina de me-
tal o de madera empleada por grabadores e impresores’.
El nombre se aplicó luego al producto de ese trabajo, es
decir, a la lámina, figura o grabado impreso en un libro, que
abarcaba a veces toda una página. Así se documenta el
uso en la prosa de Voltaire, a principios del siglo XVIII.
Pero esta acepción, generalizada ya en Colombia
en el último decenio del siglo XIX, dio origen, en el es-
pañol de ese país, a sucesivos usos figurados: ‘ilustración
que cubre toda una página’, ‘lista impresa de candidatos
a un cargo público’ y, por último, ‘lista de candidatos a
un cargo público’, aunque no se presentara impresa.
Este uso colombiano pasó a Venezuela en los últi-
mos años del siglo XIX, pero solo tomó auge en ese país
a partir de la muerte del longevo dictador Juan Vicente

293
Gómez y de la siguiente restauración del proceso demo-
crático. También pasó al Ecuador el uso colombiano de
plancha en su acepción de ‘lista de candidatos a un cargo
público’.
La moderna acepción americana de plancha pare-
ce haber llegado al Perú directamente desde Venezuela,
por la vía de las estrechas relaciones existentes entre los
partidos socialdemócratas gobernantes en ambos países
en la década del 80: el APRA y Acción Democrática, res-
pectivamente.
En la edición de 2001 del DRAE se consigna plan-
cha como uso americano, pero restringido a Nicaragua y
definido como “lista de candidatos para varios cargos”.

294
PLANILLA
Planilla es un derivado del sustantivo plana, equivalente
de página o carilla: ‘cada una de las dos caras de una hoja
de papel o folio’.
El sufijo de diminutivo -illo, -illa ha asumido en
español una importante función de renominalización, es
decir, de producción de nuevos sustantivos cuando se
aplica a algunas raíces nominales. El resultado de esa
función renominalizadora es un considerable incremento
del léxico, pues muchas veces hay ahora poca o ningu-
na relación semántica entre el primitivo y el correspon-
diente derivado.
El actual hablante de español no asocia mental-
mente entre sí términos como carro y carrillo, cerco y
cerquillo (véase), cepo y cepillo, freno y frenillo, torno y tor-
nillo. Tampoco encuentra relación directa entre espina
y espinilla, horca y horquilla, presa y presilla, muleta y mu-
letilla, etc.
La lengua castellana hizo repetido uso de este re-
curso incrementador del léxico durante la época del
descubrimiento y la colonización de América, cuando
hubo que dar nombre a muchas nuevas especies ve-
getales y animales. Así, entre tantos otros casos, se lla-
mó vainilla, diminutivo de vaina, la planta americana
que vino a enriquecer el grupo de las preciadas especias

295
(véase especies), y se bautizó como conejillo de Indias a
nuestro cuy o cobayo.
Hasta allí estamos todavía en los predios de la len-
gua general. Pero el español de América no cesó de ha-
cer uso del fértil recurso de la renominalización. Por eso
en el Perú llamamos jaboncillo el ‘jabón disuelto y hervi-
do’, aceitillo cierto ‘aceite de tocador’, huesillo el ‘hueso
de melocotón con algo de pulpa seca’, esterilla (véase) el
‘tejido de esparto usado en asientos y respaldos de mue-
bles’, postemilla el ‘absceso en la encía’, estampilla el ‘sello
de correos’ y planilla lo que en España se llama plantilla
(término derivado, a su vez, de planta con el mismo sufi-
jo -illa) y designa la nómina.
Según el DRAE, nómina es la “relación nominal de
los individuos que en una oficina pública o particular
han de percibir haberes y justificar con su firma haber-
los recibido”. Ser de plantilla es ‘estar en la nómina’, he-
cho que en el Perú y en otros países de América se ex-
presa con la locución verbal equivalente estar en planilla.
En cuanto a derivados, el sustantivo planilladora
designa la ‘máquina de escribir con rodillo especial para
hacer planillas’.
El uso peruano de planilla por nómina o plantilla
se documenta también en el Ecuador, Colombia, la Ar-
gentina, el Uruguay y el Paraguay; tiene antecedentes
en el uso andaluz de planilla por ‘relación de gastos
diarios’.
En Colombia, la Argentina y el Uruguay planilla
equivale también a formulario o ‘impreso con espacios
en blanco’, sentido análogo al que en el Perú tiene el
aumentativo planillón ‘formulario para la lista de adhe-
rentes a un partido político o a una candidatura’. En
Méjico, planilla tiene las acepciones de ‘cédula o boleta
electoral’ y ‘billete para el transporte público’.

296
Una primera documentación peruana de planilla,
al parecer en su acepción andaluza y también americana
de ‘estado de cuentas’, se remonta a un documento pu-
blicado en 1791 en el Mercurio Peruano. Sobre los “Nue-
vos beneficios de metales en las máquinas de Potosí” se
lee:

“En atención á que quando se pidieron las Planillas se hallaba


el Correo próximo á su salida, y por consiguiente sin reducir
á plata la pella [masa de metal fundido], solo dí por entonces
razón de la pella por no dar la cuenta contingente de la ley á
que correspondían los caxones que constan de dichas Plani-
llas...’’ (II, pág. 273).

Planilla se documenta ampliamente a lo largo y ancho


de nuestra literatura.
En ¡¡Cien años de vida perdularia!!, Abelardo Gama-
rra relata cómo a cierto “caballero” se le ofrece:

“el colocamiento de toda la familia, como plaza supuesta


donde gustes, en la planilla de soplones, si son demasiado
inútiles...” (pág. 81).

En Viejos y nuevos tiempos, Mario Polar cuenta cómo se


consiguió, en diciembre de 1955, en Arequipa:

“que el Comité de Huelga autorizase la apertura parcial de


los Bancos para que las fábricas y comercios pudiesen reco-
ger dinero; y autorizase también que los empleados encar-
gados de los pagos acudieran a sus oficinas para hacer las
planillas de sueldos y salarios”. (Pág. 193).

En Crónica de San Gabriel, Julio Ramón Ribeyro anota:

297
“La cosecha se acerca y todavía no están hechas las plani-
llas...” (pág. 135).

Mario Vargas Llosa, en cambio, usa la forma peninsular


plantilla en un artículo titulado “Desquite de los pobres”
(de la serie “Piedra de toque”); critica el hecho de des-
alentar:

“a las empresas a crecer y experimentar nuevos productos


o servicios por el temor de verse luego, si aquel empeño no
tiene éxito, ahogadas por la servidumbre de una plantilla in-
útil”. (En Caretas, edición del 8/1/98).

¿Efecto de la doble nacionalidad o del cosmopolitismo?


Más bien parece el efecto de una comprensible necesi-
dad de usar los términos de la lengua general en textos
que se difunden en todo el orbe hispánico.

298
PLOMO
Plomo (del latín plumbus) es el nombre de un metal blan-
do, pesado, dúctil y maleable. Para definir el color del
plomo el español tiene el adjetivo gris, y también dos de-
rivados del sustantivo plomo: plomizo y aplomado (este úl-
timo de poco uso como equivalente de plomizo y en rela-
ción más directa con aplomo).
Pero en el Perú y otros países de América (Ecua-
dor, Chile, Argentina, Méjico) se emplea el sustantivo
plomo como adjetivo, con una insólita variación para el
género y el número: pantalón plomo, tela ploma; sombreros
plomos, paredes plomas.
El uso adjetivo de plomo no es moderno. Ya a fines
del siglo XIX lo señalaba Pedro Paz Soldán y Unanue en
su Diccionario de peruanismos:

“Ploma. Por femenino de plomo (color plomo), es una barbari-


dad que se suele oír en el Perú y en Chile. Vaya una muestra
de este último lugar que tomamos de uno de sus periódicos:
El poeta Juan de Arona,
Su espléndida leva ploma”.

Juan de Arona era, precisamente, el seudónimo con que


Pedro Paz Soldán y Unanue había publicado su Dicciona-
rio en 1883. Hay que señalar que en el caso de leva ploma

299
se acumulan dos peruanismos: el primero es leva por
levita, forma esta tomada erróneamente por diminutivo.
También hay acumulación de peruanismos en expresio-
nes nominales como chompa ploma (por jersey gris) y me-
dias plomas (por calcetines grises).
En La vida exagerada de Martín Romaña, el protago-
nista se refiere a los preparativos de su próxima boda:

“En vez de comprarme un terno nuevo, pensé inmediata-


mente en un viejo terno color plomo, con el que me había en-
frentado a otros pasos importantes en la vida de un hombre.
Lo había usado en Lima cuando me gradué en Letras y cuan-
do me gradué de abogado. Las dos veces salí airoso y las dos
veces sentí que el terno había tenido muchísimo que ver en
el asunto. En la graduación de abogado, en todo caso, creo
que me salvó la vida, porque la verdad es que yo de Derecho
sabía lo que puede saber un terno plomo de Derecho, más o
menos”. (Pág. 175).

Es interesante comprobar cómo Bryce, haciendo gala de


su agudo sentido de la corrección y cuidado del lengua-
je, explicita y justifica el uso peruano terno plomo me-
diante el recurso del empleo anterior de la expresión de
la lengua general terno color plomo.
Por otra parte, el adjetivo gris tiene origen germá-
nico. El castellano lo tomó en el siglo XIII, a través de
un dialecto francés, como término del comercio de pie-
les. Al principio gris tuvo un uso restringido a la descrip-
ción y calificación de cierta ardilla y de su piel, utilizada
para forros de abrigos. Entonces era usual también el fe-
menino grisa, que cayó en desuso al imponerse gris como
adjetivo de una sola terminación.
Gris se hizo de uso general en español a partir del si-
glo XVI. Hasta entonces se había empleado generalmente

300
el adjetivo pardo para calificar lo que tenía un ‘color inter-
medio entre negro y blanco’. Rezagos de este sentido de
pardo, hoy olvidado, subsisten en expresiones figuradas ta-
les como gramática parda, o en dichos como de noche todos los
gatos son pardos.
Pardo se define hoy como “del color de la tierra, o
de la piel del oso común, intermedio entre blanco y ne-
gro, con tinte rojo amarillento, y más oscuro que el gris”
(DRAE 2001). Pardo se incluye, así, en la línea cromática
del castaño o marrón.

301
POLIZONTE
Un titular de nuestro diario —no oficial— más antiguo
decía hace ya algunos años:

“Polizontes bajaron en Honduras creyendo estar en Nueva York”.

Y el texto de la información reiteraba:

“Cuatro ecuatorianos, que viajaban como polizontes en un


barco carguero, con la esperanza de ver las luces de Nueva
York, terminaron su viaje en un modesto puerto hondure-
ño...” (El Comercio, edición del 17/4/89, pág. III)

Pero polizonte no significa —como en esta información


se da a entender— ‘viajero clandestino’; es decir lo que
en nuestra lengua familiar llamamos pavo y lo que en
la Península se llama polizón, y también —no muy fre-
cuentemente— llovido, por reducción, con ironía, de la
expresión figurada llovido del cielo.
Polizonte es un sinónimo —despectivo— de policía
en el sentido de ‘agente de policía’. Polizonte resulta de
la alteración de las sílabas finales de policía, al parecer
por influencia de clerizonte, variante de clerizón, que es (a
través del francés anticuado clergeon) un derivado des-
pectivo de clérigo.

302
Volviendo a la información periodística citada, los
chasqueados ecuatorianos no eran, pues, polizontes sino
polizones.
En un cuento titulado “El Papa Guido Sin Núme-
ro”, Alfredo Bryce refiere que el personaje del título,
antes de llegar al cargo, “se había metido de polizonte
en tres cónclaves seguidos” y así había sido testigo de la
elección de tres Papas. (15 cuentos de amor y humor, pág.
218). Este falso polizonte de Bryce —según él luego Papa
Sin Número— era también un claro polizón. Raro des-
cuido en Bryce.
Polizón es un galicismo del español que data del
siglo XVIII. El francés polisson tenía, entre sus varias
acepciones, la de ‘persona que se introduce en un lugar
sin autorización’; de esta acepción sale la más concreta
de ‘viajero clandestino’.
Acepciones del francés polisson eran también las de
‘niño travieso, mal educado y callejero’ y ‘persona im-
pertinente’; a partir de estos significados parece haber
surgido otra acepción del castellano polizón: “sujeto ocio-
so y sin destino”, la cual está documentada desde el siglo
XVIII. Algo posterior es el uso en nuestra lengua de
polisón ‘almohadilla o armazón que levanta por detrás,
debajo de la cintura, la falda de la mujer’, según modas
y estilos de los siglos XVIII y XIX que llegaron hasta
el XX. Pero en francés ese adminículo tuvo un nombre
diferente: pouf (pronunciado puf).
El nexo semántico entre el francés polisson ‘niño tra-
vieso’ y el español polisón ‘almohadilla atada por detrás a
la cintura femenina’ parece estar en el concepto de ‘tra-
vesura’, usado y entendido, por eufemismo, como ‘inmo-
destia’ o ‘liviandad’ asociada al atrevido aditamento.
Es interesante comprobar cómo polisón y polizón, to-
mados ambos del francés polisson (el cambio de s en z en el

303
segundo caso puede haberse debido a influencia del étimo
latino politio, -onis) llegaron a desarrollar en nuestra lengua
nuevas, propias y divergentes extensiones de sentido:
La acepción de ‘niño travieso y mal educado’ se
extendió —en épocas pasadas— hasta llegar a designar
un adminículo del vestuario femenino que fue muy cri-
ticado como atrevido, inmodesto y aun provocador.
Y la acepción de ‘persona que entra en un lugar
no estando autorizada’ se ha especificado, en la lengua
general, para referirse a quienes se introducen clandes-
tinamente en un barco o avión (el término no es usual
tratándose de trenes).
Polizón tiene además, según el DRAE, la acepción
de “individuo ocioso y sin destino, que anda de corrillo
en corrillo”.

304
PÓSTER
Póster viene del inglés poster, de igual significado; la pala-
bra (de origen latino) se documenta en ese idioma desde
el siglo XIX.
Póster es un anglicismo muy moderno en español:
su extensa difusión se ha hecho en el último medio siglo.
El Diccionario de la Real Academia Española solo
incluye póster desde su edición de 1992. En ella aparece
con esta definición: “Cartel que se cuelga en la pared
como elemento decorativo”. Pero el propio expresiden-
te de la Real Academia Fernando Lázaro Carreter admi-
tía diferencias semánticas entre cartel y póster:

“Un poster se parece a un cartel como una gota de agua a otra


gota, pero un rasgo los separa: el poster no anuncia nada (en
todo caso, anunció); y no se fija a una pared con propósito
publicitario, sino sólo ornamental y, tal vez, ideológico”. (El
dardo en la palabra, pág. 582).

El matiz semántico relacionado con la ideología y la po-


lítica es, precisamente, lo que también diferencia póster
de afiche (véase), galicismo sinónimo que tiene un siglo
de uso en español.
Ejemplos del empleo de póster con una clara con-
notación ideológica y política encontramos en la prosa

305
de Alfredo Bryce. Refiriéndose a los libros revoluciona-
rios que circulaban en París durante aquel mágico mayo
del 68, escribe:

“Estos libros se vendían acompañados de posters y, si mal


no recuerdo, el poster del Che Guevara era el que se vendía
más, perdonen la tristeza. Entonces aquellos muchachos co-
leccionaban esos libros bajo sus posters y yo, horrible curioso
de la pena, los leía”. (La vida exagerada de Martín Romaña,
pág. 281).

Millones de posters con aquella fotografía, mundialmente


difundida, que perenniza el rostro del médico idealista
y guerrillero, adornan todavía otras tantas paredes de
muchas viviendas y lugares públicos del mundo.
Y, volviendo a Martín Romaña, él comenta, en esos
días, con un amigo:

“¿Has visto a Sartre? Anda como loco porque lo acepten de


gochista [‘izquierdista’]; el tipo va a terminar tocando la puer-
ta de una comisaría, a ver si lo meten preso, aunque sea un
ratito, para que después lo saquen en póster como a Mao Tse-
tung…” (íd., pág. 353).

En cuanto a la adaptación del préstamo del inglés al es-


pañol, está claro que póster entró por vía oral: su pro-
nunciación como palabra grave es prueba plena. Por lo
tanto, debe tildarse en la primera sílaba, como lo hace
el Diccionario de la Academia de Madrid (no su expre-
sidente, según el texto citado). Bryce, por su parte, al-
terna variantes acentuadas con inacentuadas, como se
comprueba en los textos anteriores.
En cuanto al plural, lo normal en español sería
*pósteres, tal como lo recomienda la edición de 1998 del

306
Libro de estilo del diario madrileño El País. La edición
de 1990 del mismo Libro de estilo, sin embargo, da como
forma plural la original inglesa posters, que usa Bryce en
uno de sus textos citados.
El Diccionario de María Moliner da como plural
pósters.

307
PREMIACIÓN
Desde hace algún tiempo se usa en el Perú la palabra
premiación con el sentido de ‘distribución de premios’,
‘ceremonia de entrega de premios obtenidos en un con-
curso o competencia’. El término está documentado
también en Venezuela (desde los años 50), Colombia, el
Ecuador, Bolivia y Chile.
Premio viene del latín praemium ‘botín, despojo’,
‘recompensa, premio’. Está documentado en castellano
desde el siglo XVI y aparece en los textos de muchos au-
tores clásicos (antes predominaba el sinónimo galardón).
Premiar viene del latín tardío praemiare ‘recompensar’, y
está documentado aún antes que premio, desde la época
preclásica (siglo XV).
Según algunos lexicólogos, el neologismo premia-
ción se ha tomado del italiano premiazione, de idéntico
significado. Pero existe la posibilidad de un desarro-
llo autónomo dentro del castellano: podría tratarse de
una forma derivada analógica, según el modelo de los
infinitivos, acabados en -ar (específicamente en -iar,
como premiar) que tienen postverbales terminados en
-ción.
Son ejemplos los siguientes: conciliar-conciliación;
desviar-desviación; variar-variación; mediar-mediación; nego-
ciar-negociación; asociar-asociación; iniciar-iniciación, etc.

308
Premiación aparecía ya, como americanismo, en
la edición de 1984 del Diccionario de la Real Academia
Española. Tanto en esta como en la de 1992 premiación
se registraba con dos acepciones, semánticamente casi
idénticas:

“premiación, f. Bol., Ecuad. y Perú. Acción y efecto de pre-


miar, distribuir los premios asignados en un concurso, una
competencia, etc. | | 2. En diversos países de América, repar-
to o distribución de premios en un concurso, competencia,
etc.”.

En una ocasión (en el diario El Peruano de Lima, el


14/8/97) propuse reunir ambas acepciones en una, con
la indicación general de americanismo a causa de ser seis
—por lo menos— los países hispanoamericanos en que
se usa el término; la propuesta aparece en la primera
edición de esta obra, del año 2000. La edición de 2001
del Diccionario oficial consigna ya premiación como ame-
ricanismo general y con una sola acepción: la primera.
El Diccionario del español actual, de Manuel Seco
y colaboradores, da premiación como sustantivo de uso
raro (en la Península, se entiende).

309
PREMIER
Según la Constitución vigente, no hay en el Perú un Pre-
mier ni un Primer Ministro; solo hay un Presidente del Con-
sejo de Ministros.
La palabra francesa Premier abrevia la expresión
Premier Ministre. Pero, curiosamente, tanto en Francia
como en España, Premier solo se usa hoy para designar
al Primer Ministro británico.
En Inglaterra, el galicismo Premier se usó para de-
signar al Primer Ministro desde el siglo XVIII hasta el
XX, pero hoy predomina en la Gran Bretaña la expre-
sión inglesa Prime Minister. El cargo mismo, que antes se
llamó Premiership, tiene hoy el largo nombre de Primemi-
nistership.
En el Perú se usa, desde hace algunas décadas y
sin ningún fundamento, el término Premier para de-
signar al Presidente del Consejo de Ministros. Y también
se emplea el derivado premierato para referirse al cargo
respectivo.
Explicando el fracaso del segundo gobierno de Be-
launde, sobre todo en la política económica, Vargas Llo-
sa da esta como su causa principal:

“Confió el premierato y la cartera de Economía sus dos pri-


meros años a Manuel Ulloa, hombre inteligente y simpático,

310
muy leal a él, pero frívolo hasta la irresponsabilidad”. (El pez
en el agua, pág. 87).

Hay esenciales diferencias entre un Prime Minister o Pre-


mier británico y un Presidente del Consejo de Ministros pe-
ruano:
Gran Bretaña es una monarquía constitucional de
régimen parlamentario. El Rey (en el caso actual, la Rei-
na) es el Jefe del Estado y personifica a la nación en su
continuidad histórica. El Primer Ministro (Prime Minister)
es el Jefe del Gobierno, cuyo poder emana no del rey sino
de la Cámara de los Comunes.
El Perú tiene, opuestamente, un régimen repu-
blicano fuertemente presidencialista. El Presidente de la
República es, al mismo tiempo, Jefe del Estado y Jefe del
Gobierno.
El Presidente del Consejo de Ministros es nombrado y
sustituido por la sola voluntad del Presidente de la Repú-
blica. A veces ni siquiera llega a ejercer su prerrogativa
constitucional de proponer al Presidente de la Repúbli-
ca (y aprobar, más tarde) el nombramiento de los demás
miembros de su Gabinete.
Pero el Presidente del Consejo de Ministros, con
cartera o sin ella, tiene en el Perú la reconocida dignidad
de Primus inter pares. Y hemos tenido ya a una brillante
mujer como Presidenta del Consejo de Ministros o Primera
Ministra: Beatriz Merino.

311
PRIORIZAR
Desde hace algunos años se está difundiendo en Espa-
ña y América el uso del verbo priorizar con el sentido de
‘dar prioridad, anteponer’. Priorizar pertenece sin duda
al nivel del habla culta, y llega aun al del habla de los
académicos.
En una ponencia titulada “Sobre enseñanza lin-
güística en la universidad”, presentada en el IX Congre-
so de la Asociación de Academias de la Lengua Española
que se realizó en San José de Costa Rica en 1989, escribe
Luis Jaime Cisneros, expresidente de la Academia Pe-
ruana:

“Obviamos definiciones y términos técnicos y priorizamos los


‘hechos lingüísticos’...” (Memoria de dicha reunión, San José de
Costa Rica 1990, pág. 273).

A pesar de su probado uso culto y de su gran difusión,


el neologismo priorizar sigue siendo atacado por lexicó-
grafos y puristas —a veces mal informados— de España
y América.
Para los asesores del útil Manual de español urgente,
libro de estilo de la Agencia de Noticias Efe (edición de
1994), por ejemplo, siempre debe sustituirse por otro el
“verbo inexistente” priorizar.

312
Para el lexicólogo y académico Fernando Lázaro
Carreter (quien figuraba entre los asesores del Manual
antes citado):

“bien docto quiere ser el priorizar que, sobre el galicismo prio-


ritario, han engendrado gobernantes y políticos...” (El dardo
en la palabra, pág. 651).

Lázaro Carreter enumera priorizar entre “los verbos


que, sobre modelos ingleses o franceses, adoptan -izar
como cola suntuosa” (íd., pág. 517) y rechaza “la presión
del fecundo sufijo -izar, que a los mal avenidos con el
idioma, les permite crear palabras largas y, por tanto, de
apariencia más culta que las cortas” (íd., págs. 728-729).
El verbo priorizar ha sido atacado, erróneamente,
como presunto galicismo o anglicismo. Pero priorizar no
puede ser un galicismo, por la simple razón de que no
hay en francés un verbo equivalente *prioriser, y tampo-
co puede ser un anglicismo porque no existe en inglés
un verbo *to priorize.
La forma verbal priorizar es, pues, producto de
creación heroica en español, a partir del galicismo —ese sí
lo es— prioritario (del francés prioritaire) que figura en el
Diccionario de la Academia solo a partir de su edición de
1984. Priorizar ya aparece en la de 2001.
Madre —o abuela— de esta controvertida familia
léxica es prioridad que (como el inglés priority) se tomó
en el siglo XVI del francés priorité (que sale, a su vez, del
latín tardío prioritas ‘precedencia, prelación’).
La antipatía visceral del expresidente de la Real
Academia Fernando Lázaro abarca a toda la familia del
neologismo priorizar.
Entre las leyes que deberían regir una propuesta
Ciudad de la Palabra está la siguiente:

313
“3. Sé humilde: deja que sólo innoven los que saben. Si eres
mentecato, no por decir [...] prioritario [...] dejarás de serlo”.
(Íd., pág. 356).

Y considera a prioridad, palabra que tiene varios siglos


de vida en el idioma, como uno de tantos “vocablos de
moda en la lengua general”, que constituyen verdade-
ros “culteranismos de la época” (íd., pág. 410).
El Diccionario del español actual (peninsular) del
también lexicólogo y académico Manuel Seco —y cola-
boradores— no solo incluye y documenta priorizar, sino
también el postverbal priorización.

314
PRÍSTINO
Prístino (del latín pristinus ‘anterior, pasado, precedente,
primero, primitivo’, palabra afín a primus ‘primero’) sig-
nifica en español ‘primero, antiguo, primitivo, origina-
rio, original, primigenio, inalterado, intacto, incólume’,
‘tal como [algo] nació, fue creado o apareció por prime-
ra vez’.
En frases usuales como “prístina blancura”, “prísti-
na pureza”, “prístina inocencia”, la blancura, la pureza
o la inocencia se expresan, respectiva y exclusivamen-
te, por medio de dichos sustantivos; el adjetivo prístino
solo indica que esas cualidades son las originales y no
han sido alteradas: que están, en cada caso, en su prís-
tino estado.
Pero su asociación frecuente con palabras como
blancura, inocencia o pureza ha inducido a muchos a pen-
sar que prístino denota o connota las ideas de ‘puro, diá-
fano, transparente, inmaculado’.
No es, en principio, así. Con la misma lógica puede
aplicarse el adjetivo a nombres de contenido semánti-
co negativo y decirse legítimamente “prístina negrura”,
“prístino pecado”, “prístina maldad”, “prístino odio” o
“prístina cobardía”.
La edición de 2001 del Diccionario de la Real Acade-
mia Española recoge solo las acepciones que podríamos

315
llamar neutras de prístino: “antiguo, primero, primitivo,
original”. Pero es indudable que el término está en un
franco proceso de restricción semántica hacia exclusivos
matices positivos.
Dicho proceso empieza a ser reconocido por algu-
nos serios lexicógrafos españoles. El Diccionario Vox, en
su edición de 1987, por ejemplo, consigna ya prístino con
una primera acepción de “antiguo, primitivo” y una se-
gunda de “puro, sin igual”.

316
PRIVACIDAD
En El pez en el agua relata Mario Vargas Llosa:

“Desde el mitin de la plaza San Martín [en agosto de 1987],


mi vida dejó de ser privada. Nunca más, hasta que salí del
Perú luego de la segunda vuelta [electoral], en junio de 1990,
volví a disfrutar de aquella privacidad de la que había sido
siempre tan celoso [...]. Para tener privacidad teníamos que
cerrar persianas y bajar cortinas y hacer que los visitantes
entraran en auto al garaje si no querían ser acosados por las
hordas periodísticas”. (Págs. 207 y 445).

Privacidad viene del inglés privacy, palabra documenta-


da en ese idioma desde el siglo XV como ‘condición de
estar apartado del ámbito o del interés público’, ‘con-
dición de estar solo y tranquilo, no perturbado por los
demás’, ‘reclusión voluntaria’.
Privacidad es un anglicismo reciente muy usado en
América y también en España (en algunos países se pre-
fiere la variante privacía, fonéticamente más cercana al éti-
mo). Privacidad no se registraba todavía en el DRAE 92 y
se censuraba en España y América como barbarismo inne-
cesario que usurpa el lugar del término correcto intimidad.
Pero, según el Diccionario de la Academia (edición
2001), intimidad es la “zona espiritual íntima y reservada

317
de una persona o de un grupo, especialmente de una
familia”; el DRAE registra asimismo un curioso —y poco
usado— sinónimo de intimidad: intrinsiqueza, derivado
de intrínseco. También privanza se ha documentado en
castellano como equivalente de vida privada, y hay quie-
nes proponen revivir su uso a fin de evitar el anglicismo
privacidad.
Pero privacidad no es un equivalente de intimidad,
ni, mucho menos, de intrinsiqueza o de privanza.
Intimidad se deriva de íntimo, palabra que está en
directa relación semántica con interior e interno. La in-
timidad se refiere solo al ambiente más recóndito de la
vida privada: aquel de los sentimientos y de los pensa-
mientos, de la amistad, de la vida familiar, del sexo y del
amor.
La privacidad, en cambio, incluye esos campos pero
se extiende a otros más amplios y menos subjetivos: el
del trabajo y la vida profesional, el de la reserva de las
comunicaciones, el de los bienes de fortuna y el secreto
bancario, y aun el del silencio ambiental y nocturno.
La privacidad constituye ya un moderno derecho
en una sociedad en que los diversos medios de comuni-
cación invaden sin respeto la vida privada, y aun la in-
timidad, de las figuras públicas. Por eso el término em-
pieza a aparecer en textos jurídicos, en casos en que no
sería apropiado hablar de intimidad. Y por eso el bastión
de la Real Academia se ha rendido, al fin. En la edición
de 2001 del DRAE se consigna privacidad con esta ade-
cuada definición:

“Ámbito de la vida privada que se tiene derecho a proteger


de cualquier intromisión”.

318
PROVISORIO
Provisorio por provisional es un término generaliza-
do en la América hispana desde principios del siglo
XIX. Bolívar lo usa ya en 1813 (“la constitución pro-
visoria”; Obras, I, pág. 72). También el adverbio pro-
visoriamente:

“La ciudad de Angostura será provisoriamente la residencia y


capital del Gobierno de Venezuela”. (1.º de noviembre de
1817; íd., III, pág. 656).

Y es que durante la lucha por la independencia


americana y los primeros tiempos de las repúblicas
nacientes, sus gobiernos solían llamarse Juntas Pro-
visorias y los esbozos de constituciones, Estatutos Pro-
visorios.
Provisorio se tomó del francés provisoire (que viene
del latín provissum, a su vez del verbo providere ‘proveer’),
documentado en esa lengua desde el siglo XVI.
Varias generaciones de puristas americanos y pe-
ninsulares han combatido el galicismo provisorio, y su
derivado provisoriamente, por más de siglo y medio, a la
vez que propugnaban el uso exclusivo de provisional y
provisionalmente como formas castizas.
Palma, en cambio, defendía el galicismo en 1903:

319
“La Academia exige que se diga y escriba provisional. En
América el adjetivo provisorio tiene ya carácter histórico,
pues han abundado las juntas provisorias, etc. Nadie ha que-
rido jamás intitularse alcalde provisional, y de presidentes y
gobiernos provisorios está empedrada nuestra historia. No
hemos de rehacer ésta (y ojalá fuera posible) sólo por escrú-
pulos de purismo y por acatamiento a la Academia”. (Pape-
letas lexicográficas, s. v.).

Provisorio no figuraba todavía en la edición del Dicciona-


rio de la Academia de 1984. El veto fue levantado en una
de las “Enmiendas y adiciones” al Diccionario a principios
de 1987 y la Academia incluyó provisorio en la edición de
1992 del Léxico oficial. (No registra provisoriamente, pero
no todos los adverbios acabados en -mente están consig-
nados). La entrada se repite en el DRAE 2001.
Un pequeño triunfo póstumo del purismo: la Real
Academia no ha dado su brazo a torcer en cuanto al ori-
gen francés —que niega— de provisorio. Ha preferido
pretender que este claro galicismo no lo es, y que el tér-
mino deriva directamente del latín provissum, supino de
providere ‘proveer’.

320
QUEPÍ
En el Perú y en otros países de Suramérica (Argentina,
Paraguay) quepí designa una ‘gorra militar rígida, cilín-
drica o ligeramente cónica, con la cara superior plana y
una visera horizontal’.
Quepí viene del francés képi, de pronunciación aná-
loga a la de quepí, puesto que la tilde solo indica en fran-
cés el timbre cerrado de la vocal é, y el acento de intensi-
dad recae sistemáticamente en la última sílaba.
En francés, képi se documenta desde los primeros
años del siglo XIX. La palabra se tomó del suizo-alemán
Käppi (pronunciado kepi), que es el diminutivo de Kappe
‘gorra, bonete’. El képi es prenda usada en Francia por
oficiales del ejército, gendarmes y legionarios.
El Diccionario militar, publicado en Madrid en 1869
por el coronel José Almirante, no incluye kepí en el cuer-
po de la obra, pero sí formas gráficamente idénticas
para ambos idiomas en un vocabulario anexo francés-
español: “kepi. kepi” (pág. 1150).
Sin embargo, el Diccionario de la Academia Espa-
ñola, que incluye el galicismo a partir de su edición
de 1925, patrocina una no explicada forma grave con
s final en singular: quepis. Lo que en quepis llama la
atención no es, obviamente, la sustitución de la k por
el dígrafo qu, sino la s final del singular, además de la

321
insólita acentuación grave solo explicable si el présta-
mo hubiera entrado por vía escrita, o si se tratara de
un germanismo tomado directamente.
El uso del quepí como prenda del uniforme militar
fue introducido a principios del siglo XX en el Perú por
la Misión Francesa. Más tarde fue descartado y solo lo
lucen hoy los cadetes y oficiales de la Escuela Militar,
pero el término quepí se aplica también, por extensión, a
otras gorras militares con visera.
En sus obras iniciales, Mario Vargas Llosa emplea
la forma peruana y americana de la palabra: quepí. Por
ejemplo: “una cabeza con quepí” en Conversación en La
Catedral (II, página 54); “se atreve a quitarse el quepí” y
“coge su quepí” en Pantaleón y las visitadoras (páginas 24 y
121, respectivamente).
Pero en sus obras más recientes Vargas Llosa pre-
fiere adoptar la forma anómala y académica quepis, to-
talmente extraña al habla peruana. Quepis se documenta
muchas veces, por ejemplo, en el idiolecto del narrador
de ¿Quién mató a Palomino Molero? Estas son algunas citas
de esa obra:

“Se puso el quepis de cualquier modo”. (Pág. 20).


“Se llevó la punta de dos dedos a la visera de su quepis...”
(pág. 104).
“En la frente le había quedado el surco del quepis...” (pág.
132).
“Lo vio calarse el quepis”. (Pág. 141).
“...echarse el quepis atrás...” (pág. 169).
“...calzándose el quepis...” (pág. 179).

Vargas Llosa usa también, como en España, la forma


quepis para el plural; en la misma obra escribe:

322
“...se calaron los quepis”. (Pág. 45).

Hay en el Perú dos derivados, al parecer formados so-


bre el plural quepis: quepisero ‘artesano que confecciona
quepis’ y quepisería ‘establecimiento destinado a su con-
fección y venta’. En el habla peruana quepí se documenta
también como designación de un tipo de orquídea que
recuerda la forma de dicha gorra militar.
La edición de 2001 del DRAE registra ya quepí
como variante peruana de quepis.

323
* QUERRAMOS
La forma verbal incorrecta querramos es usual en el Perú
y en otros países de Hispanoamérica y llega al nivel del
habla culta (o de lo que debiera serlo).
Frases como “aunque no querramos” y “querramos o
no querramos” se oyen por igual a catedráticos, profeso-
res y maestros (no excluidos los de lenguaje), políticos,
congresistas y profesionales de todas las áreas, incluida
la de comunicación social. Y, en esta última, a locutores,
entrevistadores y conductores de programas de radio y
de televisión.
En cuanto a escritores, un ejemplo (mal ejemplo)
es Vargas Llosa. En Contra viento y marea 3, afirma, con
exagerado optimismo, que “toda palabra tiene el conte-
nido que querramos darle” (pág. 361).
Pero la forma correcta de la primera persona del
plural del presente de subjuntivo del verbo querer no es
querramos sino queramos (yo quiera, tú quieras, él quiera,
nosotros queramos, etc.).
La consonante de sonido vibrante múltiple —re-
presentada en posición intervocálica por la grafía doble
rr— es correcta en otros tiempos del verbo: el futuro de
indicativo (yo querré, tú querrás, él querrá, nosotros que-
rremos, etc.) y el condicional (yo querría, tú querrías, él
querría, nosotros querríamos, etc.). Esta erre implica, por

324
otra parte, una anomalía fonética en la conjugación de
querer, pues es el resultado de la absorción de la vocal e
situada entre dos eres (simples) en las antiguas formas
verbales regulares del futuro, que eran quereré, quererás,
quererá, quereremos, etc.
Así, de quereré salió querré; de quererás, querrás; de
quererá, querrá; de quereremos, querremos, etc. Análoga-
mente, de querería salió querría; de quererías, querrías; de
quereríamos, querríamos, etc. Y, sin duda por influencia de
esas dos series de formas verbales contractas y correc-
tas (y, específicamente, de las de primera persona del
plural, querremos y querríamos) queramos llegó a hacerse
querramos en el habla de algunos seudocultos.
Lo curioso es que esa alteración fonética se limita
a un solo verbo: querer, a un tiempo y modo (presente
de subjuntivo) y a una persona y número (la primera
del plural). Quienes dicen querramos no dicen también
quierras, quierra ni quierran.
¿Habrá que agradecerlo?

325
RECEPCIONAR
En los últimos años está cundiendo el uso —en España
y América— del verbo recepcionar como equivalente de
recibir.
Recibir (del latín recipere ‘tomar, coger’, ‘recibir’) se
usa en español desde el siglo XVII, lo mismo que sus
derivados recibidor, recibimiento, recibo.
Recepción, en cambio, es un latinismo o cultismo del
siglo XVIII que en español tiene muchas acepciones:
‘admisión en un empleo, oficio o sociedad’; ‘ceremonia
oficial en que se recibe a un personaje’ (o a más de uno);
‘reunión social con carácter de fiesta’; también, moder-
namente, ‘dependencia, en un hotel o en un congreso,
en la que se recibe e inscribe a los huéspedes o a los
participantes’ y ‘captación de ondas radioeléctricas por
un receptor de radio, televisión y computadora’. En len-
guaje jurídico recepción es el ‘examen de testigos’.
Pero el verbo recepcionar es un galicismo muy re-
ciente en español. Aun en francés réceptionner solo está
documentado desde el segundo decenio del siglo XX
como término del lenguaje administrativo aplicado ex-
clusivamente a la acción de ‘recibir lo que se entrega o
envía formalmente’, dejando por lo general constancia
escrita (en el Perú, cargo) de la conformidad. En todos
los demás casos, en francés se emplea recevoir ‘recibir’.

326
En español, igualmente, se recibe un saludo, un
consejo, una noticia; un premio, un salario, una grati-
ficación; una injuria, un golpe, una lección. Se recibe
a personas, personajes, amigos... o enemigos. Se recep-
ciona, en cambio, un documento oficial en una ofici-
na pública, un envío por correo certificado (con firma de
quien lo recibe), una citación judicial, una mercancía
encargada por teléfono (con verificación del estado en
que ha llegado y constancia de ello en un recibo, cargo
o guía).
Con estas limitaciones puede defenderse el uso
específico del verbo recepcionar en español, aunque no
esté incluido en la edición de 2001 del Diccionario de
la Academia. Es censurable, en cambio, el uso de re-
cepcionar con el sentido general de recibir: recepcionar
un saludo, una propina, una limosna o recepcionar a
personas, por formal que sea el acto de recepción co-
rrespondiente.
A un nuevo académico, por ejemplo, se le recibe
en la Corporación, no se le recepciona. Tampoco el —o
la— recepcionista de un hotel o de un congreso recepciona
a los huéspedes o a los participantes: sencillamente los
recibe. A propósito de recepcionista, el término ha sido ya
aceptado y se registra en el DRAE 2001 como sustantivo
común a ambos géneros, con esta acepción:

“Persona encargada de atender al público en una oficina de


recepción”.

Don Fernando Lázaro Carreter admitía que recepcionar,


verbo “feo como Picio”, no es estricto sinónimo de recibir.
Consideraba la posibilidad de sustituir recepcionar por recep-
tar, verbo “mucho más presentable” y de la misma familia.
Pero concluye en que receptar tiene el inconveniente de

327
significar —además de ‘recibir, acoger’— “ocultar o encu-
brir delincuentes o cosas que son materia de delito”, y el de
tener “bien poca vida fuera del ámbito policiaco y penal”.
(El dardo en la palabra, págs. 716-717).
El Diccionario del español actual de Seco, de 1999,
registra y documenta el verbo recepcionar, pero lo consi-
dera de uso “raro” en la Península.

328
REIVINDICAR
Reivindicar viene de las palabras latinas res, rei ‘cosa’ y
vindicare ‘reclamar’. Etimológicamente significa, pues,
‘reclamar para sí una cosa’, ‘exigir aquello a que se tiene
derecho’.
En la edición de 1984 del Diccionario de la Acade-
mia reivindicar aparecía solo como término del lenguaje
jurídico con la única acepción de “reclamar o recuperar
uno lo que por razón de dominio, cuasi dominio u otro
motivo le pertenece”.
Pero, en los últimos tiempos, grupos terroristas
—a ambos lados del Atlántico— dieron en usar el verbo
reivindicar cuando reclamaban para sí la autoría de aten-
tados cometidos, por la obvia razón de que la publicidad
es muy importante en su táctica de propaganda.
Y al parecer fueron, precisamente, las agencias de
noticias y los medios de comunicación (escrita, radial y
televisiva) los difusores de ese uso nuevo —y sin duda
chocante— de reivindicar. Titulares como “ETA reivin-
dicó el atentado”, “Nadie ha reivindicado el secuestro del
industrial”, son todavía frecuentes en los medios de in-
formación de España y América.
Esta vez, la Real Academia Española ha sido ex-
cepcionalmente rápida para admitir el uso nuevo. Una
“Adición” de 1986 al Plan de la siguiente edición del

329
Diccionario incorporó, como segunda acepción de rei-
vindicar, la de “reclamar para sí la autoría de una ac-
ción”, fuera ella buena o mala. En la edición de 1992
del DRAE (y también en la de 2001) dicha acepción
aparece como tercera. Pero ya en 1999 el Diccionario
del español actual de Seco concreta y especifica el uso
predominante de reivindicar: “reclamar la autoría [de
un atentado]”.
Pueden quedar tranquilos, esta vez, aquellos puris-
tas siempre listos para protestar por reales o supuestos
atentados cometidos contra el idioma oficial: atentados
que, por cierto, nadie ha tratado de reivindicar.
Pero los que no parecen haber quedado tranqui-
los ni conformes con la rápida aceptación del uso nuevo
son, precisamente, quienes pueden haber tenido la ma-
yor responsabilidad en su difusión: los medios de comu-
nicación. Dice, por ejemplo, el Manual de español urgente
de la Agencia Española de Noticias Efe, en su edición de
1994:

“reivindicar. Aunque aparece en el DRAE con el significado


de ‘reclamar para sí la autoría de una acción’, es preferible
usar, en casos de terrorismo, reclamar para sí, declararse autor
o atribuirse la autoría”.

Don Fernando Lázaro Carreter, ilustre académico de la


Española que ocupaba en ella el sillón R y era por eso
responsable, según cierto lector, de todas las palabras
que empiezan con dicha letra, se puso a pensar qué ha-
ría si tuviera poder de decisión sobre esa porción del
léxico español:

“Se me llevarían los demonios contra los que emplean reivin-


dicar en frases como ‘Nadie ha reivindicado aún el crimen’,

330
en vez de ‘Nadie se ha declarado autor del crimen’ o ‘Nadie se
ha atribuido aún el crimen’: ese verbo, connotado con rasgos
de justicia y dignidad, se nos está ensangrentando”. (El dardo
en la palabra, pág. 229).

Al otro lado del Atlántico, Mario Vargas Llosa presentó,


en 1983, un importante informe sobre la matanza de
ocho periodistas en un lugar recóndito de la serranía
peruana: Uchuraccay. Según él, es comprensible que:

“los comuneros de Uchuraccay no reivindiquen el asesinato de


Juan Argumedo como lo hacen con el de los otros periodis-
tas. Reivindicarlo a la luz pública revistiría la característica de
una verdadera declaratoria de guerra a los vecinos y comu-
neros...” (Contra viento y marea 3, pág. 100).

De reivindicar derechos a reivindicar masacres: este es,


sin duda, un claro caso de degradación semántica de un
término.

331
REMARCABLE
Ya a mediados del siglo XVIII el Padre Benito Jerónimo
Feijoo (murió en 1764) decía, en su artículo titulado “Pa-
ralelo de las lenguas castellana y francesa”:

“A infinitos españoles les oigo usar la voz remarcable diciendo:


es un suceso remarcable, una cosa remarcable. Esta voz francesa
no significa más ni menos que la castellana notable; así como
la voz remarque, de donde viene remarcable, no significa más
ni menos que la voz castellana nota, de donde viene notable.
Teniendo, pues, la voz castellana la misma significación que
la francesa y siendo, por otra parte, más breve y de pronun-
ciación menos áspera, ¿no es extravagancia usar de la ex-
tranjera dejando la propia?”. (Teatro crítico universal, I, págs.
224-225).

Casi un siglo después, el famoso e influyente purista ve-


nezolano Rafael María Baralt decía que remarcable era
un “puro e intolerable galicismo por notable” y otros tér-
minos o expresiones. Y concluía:

“Si en castellano hubiese tal vocablo, significaría lo que se pue-


de remarcar, esto es, volver a marcar, como un fardo, una caja,
y un galeote cuando se ponía marca a los pícaros con hierro
candente”. (Diccionario de galicismos, s. v.).

332
Hoy, a más de siglo y medio de esa dura crítica del
más importante entre los antigalicistas, remarcable sigue
ausente del Diccionario oficial. Sí se consigna —con el
corchete inicial que indica el limbo académico en que
permanece— en el Diccionario manual (edición de 1989)
que igualmente publicaba la académica Corporación;
allí aparece como “voz francesa” equivalente de “nota-
ble, señalado, sobresaliente”. Remarcar, por otra parte,
se registra todavía en el DRAE 2001 —como lo habría
querido el implacable Baralt— con la sola acepción de
“volver a marcar”.
Pero en el Diccionario del español actual de Seco —
testimonio documentado del habla peninsular, publica-
do en 1999— se registra ya remarcar como “subrayar o
poner de relieve” y también remarcable como “notable o
digno de mención”.
Volviendo a este lado del océano, no hay duda de
que remarcar por hacer notar y remarcable por notable han
sido y son términos insustituibles en la lengua culta del
Perú y otros países de la América hispana.
José Carlos Mariátegui, por ejemplo, hace frecuen-
te uso de ambos términos, que se documentan aun en
un mismo párrafo. Refiriéndose a un ensayo de Federi-
co More sobre literatura peruana, escribe:

“El juicio sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al


cual confieren remarcable valor las ideas y las tesis que sus-
tenta; nó a una panfletaria y volandera disertación de sobre-
mesa. Y esto obliga a remarcarlo y rectificarlo”. (7 ensayos de
interpretación de la realidad peruana, pág. 185).

Pero todavía subsiste la intolerancia académica frente al


uso, ya viejo, de remarcable y Baralt, como el Cid, gana
batallas después de muerto.

333
RUBRO, RÚBRICA
El adjetivo rubro, -a (del latín rubrus) significa en español
general ‘rojo, encarnado’. Está en directa relación con
rubro el sustantivo rúbrica (del latín rubrica, que debería
haber dado una palabra grave o llana en español).
Rúbrica era el nombre del ‘almagre u óxido de hie-
rro’ y de la tierra roja que lo contenía. De este sentido
pasó a tener el de ‘señal o letra roja’ hecha con tinta de
ese color. Y, por extensión de este último significado,
rúbrica se aplicó al ‘trazo, irregular pero invariable, que
se añade al nombre propio al firmar’; eso, porque era
costumbre, en épocas pasadas, destacar dicho trazo ha-
ciéndolo con tinta roja.
Rúbrica tiene también, en la lengua general, los
sentidos figurados de ‘epígrafe, rótulo, título, renglón’,
‘capítulo, párrafo’, ‘palabra o frase que precede a una
enumeración de cosas afines’. Este último uso no es hoy
frecuente en España; tampoco en el Perú. Se documen-
ta, sin embargo, en un texto de Alfredo Bryce. Dice de
un personaje de sus cuentos:

“...dejó los próximos festejos de la guarnición perfectamente


bien preparados en las rúbricas referentes a gastos, música,
seguridad, menú y otros pormenores más”. (En Dos señoras
conversan, pág. 250).

334
Volviendo a rubro, es un americanismo muy difundido
con los sentidos —en parte equivalentes al último seña-
lado en rúbrica— de ‘epígrafe, rótulo, título, renglón’;
‘ítem, apartado’; ‘asiento’ (en lenguaje comercial); ‘par-
tida presupuestal’.
Fernando Cabieses hace, en Cien siglos de pan, la
historia y descripción de muchas plantas de origen ame-
ricano que hoy consume la población de gran parte del
mundo. Entre ellas está una denominada —en tres dife-
rentes lenguas autóctonas— achiote, onoto o bija. En este
caso se trata, no de un alimento, sino de un apreciado
colorante natural muy usado en la cocina y en la indus-
tria alimentaria. Dice Cabieses:

“Las exportaciones de achiote hacia Europa y a los Estados


Unidos de América se incrementaron hasta constituir uno
de los rubros más importantes del intercambio norte-sur du-
rante el siglo XIX [...] el achiote resulta en el Perú un rubro
parcialmente explotado de agricultura de exportación”.
(Págs. 168 y 169).

Este uso de rubro es desconocido en España, pero bas-


tante extendido y antiguo en el español de América. A
fines del siglo pasado, el gran filólogo colombiano Rufi-
no José Cuervo explicaba, pero también condenaba, el
uso americano:

“Porque los epígrafes de los títulos en los libros de dere-


cho solían escribirse con letras rojas se llamaron rúbricas;
a pedantería de abogados ignorantes ha de atribuirse el
que se dé a rubro (rojo, encarnado) la significación de títu-
lo, epígrafe”. (Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano,
parágrafo 511).

335
En la línea condenatoria del ilustre Cuervo, la agencia
española de noticias Efe advierte así a sus periodistas:

“rubro. Americanismo que en los despachos para España de-


bemos evitar. Dígase sector, capítulo, etc. ‘...la sola excepción
del rubro alimentos’. Digamos ‘la sola excepción del sector
alimentario’”. (Manual de español urgente, edición de 1998,
s. v.).

El DRAE 2001 da rubro, bra como adjetivo, con una pri-


mera acepción de “encarnado, rojo”; la segunda acep-
ción se refiere al uso sustantivo americano de “título,
rótulo”.

336
RUMA
Refiriéndose a la publicación del tercer volumen de La
palabra del mudo, que ha tropezado con serios obstáculos
en Lima, Julio Ramón Ribeyro confía a su diario estas
amargas reflexiones:

“...mi libro quedará atracado no se sabe hasta cuándo. Puede


ser unos meses, un año o siempre. Tanto trabajo acumulado,
tantos sacrificios y penares para nada, para ser una ruma de
papeles que seguirán deteriorándose hasta ser inutilizables”.
(Anotación del 13 de setiembre de 1977; en La tentación del
fracaso, 111, págs. 169-170).

En otras circunstancias —y con muy diferente estado de


ánimo— Alfredo Bryce se refiere varias veces a la abruma-
dora generosidad de sus anfitriones cubanos, que le obse-
quian libros “por toneladas”. Dice, en Permiso para vivir:

“Y cada mañana una ruma más de libros de Fidel, Marx, Le-


nin, el Che...” (pág. 342).
“Desperté con más obras completas en varias rumas más...”
(pág. 344).
“...me he olvidado de desenlazar el asunto aquel de las obras
completas que, por rumas, crecían día a día en mi habitación
del Riviera...” (pág. 352).

337
Ruma por rimero se usa en casi toda la América del Sur.
En algunas regiones de Colombia se documentan, igual-
mente, el aumentativo (con cambio de género) rumazo y
la variante masculina rumo. Y en ciertas zonas del Caribe
se usa el derivado y sinónimo rumero, más próximo en su
forma al sinónimo del español general rimero.
El americanismo ruma viene del portugués ruma
‘montón, porción de cosas que se acumulan’ que pasó
al español en el siglo XVI pero no perduró en la lengua
general.
En relación directa con ruma está el verbo deriva-
do arrumar, que inicialmente significó ‘estibar la carga’
en los barcos y, de allí, ‘arrinconar, desechar, descartar’,
referido a lo que ya no es útil. Con estos últimos sentidos
se usa también arrumbar, que se debe a simple alteración
fonética de arrumar.
Volviendo a ruma, la edición del Diccionario acadé-
mico de 1984 incluía el término como propio del Perú y
otros países de la América del Sur. Curiosamente, en la
siguiente edición, de 1992, ruma aparecía con la misma
extensión geográfica pero con la errónea calificación de
desusado. Y en la edición de 2001 dicho americanismo
ha sido omitido como consecuencia de esa inexacta in-
formación.
Los modernos ejemplos de Ribeyro y Bryce son,
sin embargo, prueba plena de la vitalidad de este ame-
ricanismo en nuestra lengua coloquial. Y lo mismo se
comprueba en otros países de la América hispana, desde
Méjico hasta Chile.

338
SATANIZAR
Satanizar, con el sentido de ‘hacer que alguien o algo sea
tenido como un compendio de maldades o defectos’, es
un uso bastante nuevo en el habla culta de Hispanoamé-
rica y España.
El Manual de español urgente de la Agencia Españo-
la de Noticias Efe, destinado a la orientación lingüística
de sus corresponsales, lo incluye en su edición de 1998,
pero sin censurar su uso:

“Satanizar. Puede utilizarse con el significado de atribuir al


enemigo cualidades extremadamente perversas”.

Satanizar solo aparece en la edición de 2001 del DRAE


con esta definición, muy cercana a la de la Agencia Efe:

“Atribuir a alguien o algo cualidades en extremo perversas”.

Satanizar es un obvio derivado de Satán, nombre hebreo


del Demonio o Diablo (estas dos denominaciones tienen
origen griego; en latín el equivalente es Lucifer).
En hebreo Satán significa ‘adversario, enemigo’,
pero su ámbito semántico se restringió posteriormente
para designar, por antonomasia, al ‘adversario o ene-
migo de Dios’. El otro morfema en satanizar es el sufijo

339
-izar, que se une a adjetivos o a sustantivos para formar
los correspondientes verbos. Por ejemplo: agilizar, nacio-
nalizar, estabilizar, sobre los adjetivos ágil, nacional, esta-
ble; carbonizar, cristalizar, escandalizar, sobre los sustantivos
carbón, cristal, escándalo.
Es menos frecuente que el sufijo -izar forme verbos
posponiéndose a nombres propios como Satán. Entre
los escasos ejemplos están quijotizar, de Quijote; galvani-
zar, del apellido del físico italiano Galvani; pasteurizar, de
Pasteur, notable químico y biólogo francés; vulcanizar, del
nombre del dios romano del fuego, Vulcano. Mucho más
moderno es el verbo calcutizar, formado sobre Calcuta,
nombre de esa ciudad de la India; verbo —casi siem-
pre usado como pronominal— que no registra todavía
el DRAE 2001.
En setiembre de 1988, Mario Vargas Llosa consi-
deraba la política del entonces presidente del Perú, Alan
García, como:

“...la política que arruinó al país, destruyó el ahorro, ahuyen-


tó la inversión, nos aisló del mundo, satanizó a los empresa-
rios, pretendió estatizar [véase] nuestra economía y condenó
al Perú rural a la miseria”. (Contra viento y marea 3, pág. 406).

Y un mes después escribía, sobre la realidad económica


hispanoamericana:

“La ‘empresa’ está tan satanizada por la cultura política lati-


noamericana como el ‘capital extranjero’ y la ‘trasnacional’:
ella es una de las heroínas de nuestra demonología ideológi-
ca”. (Íd. íd., pág. 432).

Nueve años más tarde, en julio de 1997, José María de


Romaña escribía: “Literalmente, satanizar es convertir

340
en Satanás, es decir, crear una leyenda negra” acerca de
una persona o de una institución. Y continuaba así:

“Una hábil y persistente campaña de satanización puede lo-


grar que una persona buena o capaz sea percibida como
mala o incapaz [...]. Asistimos a un ataque masivo, periodísti-
co y parlamentario, al Gobierno; concretamente al Presiden-
te de la República [...]. Lo que preocupa a los peruanos cons-
cientes, angustiados por el futuro del país, es que el ataque
justificado y la satanización injustificada lleguen a afectar a la
política económica, a los programas de reforma y a la filosofía
que los inspira...” (“Satanizar”, en El Sol del 7/7/97).

Satanizar todo lo que un gobierno hace (y aun sus pre-


suntas o inventadas intenciones) es la consigna de cierta
destructiva —y, a la larga, autodestructiva— oposición
política en el Perú de hoy y de antes. Es digna de un
profundo estudio sociológico la letal eficacia que puede
tener una persistente satanización de algunas institucio-
nes o personas, con un costo que siempre ha tenido que
asumir el país entero.
El DRAE 2001 no registra el postverbal satanización.

341
SEMÁNTICO
Algunas personas parecen estar convencidas de que el
adjetivo semántico significa ‘solo gramatical’, ‘meramente
formal’ y, en consecuencia, ‘no grave’, ‘poco importan-
te’, ‘intrascendente’, ‘superficial’.
Por eso es frecuente leer y oír frases tales como:
“parece que habrá consenso, porque las divergencias son
solo semánticas”; “hay desacuerdos meramente semánticos
entre los miembros de la Comisión”; “se aprobaron, con
solo cambios semánticos, cuatro títulos del Código”; “en
lo esencial estamos de acuerdo; solo nos falta resolver
algunas diferencias semánticas”.
Pero semántico, según el sentido correcto que con-
signa el Diccionario académico, en su primera acepción,
es lo “perteneciente o relativo a la significación de las
palabras”. Ciencia lingüística bastante reciente, la Se-
mántica —creada por Michel Bréal a fines del siglo XIX,
en francés Sémantique— se define como el “estudio del
significado de los signos lingüísticos y de sus combina-
ciones” (segunda acepción del DRAE 2001).
El signo lingüístico es la palabra. En español, la forma
del signo lingüístico o palabra está constituida por los
sonidos significativos o fonemas (vocales y consonantes, repre-
sentados por letras o grafías en la lengua escrita); por
las combinaciones de fonemas en sílabas y por el acento

342
de intensidad (prosódico, y a veces también ortográfico) que
radica en una de ellas. El fondo o esencia del signo lin-
güístico es, precisamente, su significado.
Una diferencia semántica es, pues, una diferencia
de fondo, no de forma. Puede llegar a ser la máxima di-
ferencia de sentido que existe entre palabras tales como
Dios y hombre, vida y muerte, blanco y negro, antes y después.
En la raíz de la minimización del significado del
adjetivo semántico parece haber un subconsciente des-
dén por lo intrínsecamente lingüístico. Pero, aun para
minimizar el valor de la palabra es necesario un buen
conocimiento del lenguaje. Lo que muchos, al parecer,
quieren decir —pero no dicen— cuando se refieren a
poco importantes “diferencias semánticas” es “diferen-
cias terminológicas” o simples cuestiones de palabras. Porque
las verdaderas diferencias semánticas son, por definición,
esenciales.
Don Fernando Lázaro Carreter censuraba acre-
mente el “idioma caótico” de quienes creen que lo se-
mántico se refiere a lo intrascendente o meramente for-
mal en el lenguaje. Y concluía:

“...la Semántica es la ciencia de las significaciones, de los con-


tenidos; si las diferencias son semánticas, es que son totales”.
(El dardo en la palabra, pág. 617; cfr. t. íd. íd., págs. 79-81).

El uso disparatado de semántico por ‘meramente formal’,


‘terminológico’ se ha difundido en España y América en
la segunda mitad del siglo XX.

343
*SEUDOS, *SEUDA(S)
Seudo es un elemento compositivo prefijal que significa
‘falso’, ‘supuesto’, ‘ficticio’, ‘espurio’. Viene de pseudo-,
primer morfema de palabras griegas compuestas, saca-
do del adjetivo pseudés que significa ‘mentiroso, falso’.
En su forma etimológica, pseudo (la p inicial no debe
pronunciarse) está documentado en castellano desde
fines del siglo XVI. Su forma moderna, seudo, está en
el Diccionario de la Academia desde principios del siglo
XIX.
Hasta la edición de 1984 del Diccionario oficial, la
Academia consideraba a seudo o pseudo como un adjetivo
invariable en su terminación para el género y el núme-
ro; admitía, por tanto, que se escribiera separado del
sustantivo que modificaba: seudo profeta.
Pero desde la edición de 1992 el Diccionario aca-
démico solo incluye seudo o pseudo como elemento com-
positivo, es decir, como primer morfema (o prefijo) de
palabras compuestas tales como seudónimo, seudópodo,
seudocientífico, seudohermafrodita. Sin embargo, en la len-
gua culta de España y América se acepta escribir seudo
como partícula separada (la variante etimológica pseudo
va cayendo en desuso).
Lo que la lengua culta no acepta, sin embargo,
es hacer variar a seudo para el género y el número:

344
son inaceptables, por lo tanto, el femenino seuda y los
plurales seudos, seudas, que proliferan aun en la pren-
sa escrita.
Hace algún tiempo, un titular de El Comercio de
Lima decía, por ejemplo: “Detienen a seudos notarios”.
Y en el texto se explicaba que “intervinieron las oficinas
de seudos notarios” quienes “ilegalmente legalizaban [sic]
documentos”. (Edición del 10/3/91, pág. A12). El mismo
diario había informado antes sobre “una seuda comisión
reorganizadora” de cierta universidad peruana (edición
del 3/12/89, pág. A3); también sobre “la proliferación
de pseudas academias folklóricas” en las que ejercen la
docencia “pseudos profesores” de marinera. (Edición del
20/3/89, pág. A5). ¿Habrán sido responsables de estos
errores algunos seudocorrectores?
Caso muy distinto es la sustantivación y pluraliza-
ción deliberadas de seudo en este texto de Vargas Llosa
sobre la responsabilidad de:

“quienes, teniendo, como nunca antes, todo en sus manos


para cambiar el destino de América Latina, hicieron lo nece-
sario para que éste permaneciera dentro del círculo vicioso
tradicional de los tres seudos, los grandes protagonistas de
nuestra historia: seudodemocracia, seudocapitalismo y seudorrevo-
lución”. (Artículo titulado “Ruido de sables”, incluido en De-
safíos a la libertad, pág. 103).

345
SIDA
Han transcurrido ya unos treinta años desde que irrum-
pió en el mundo entero la terrible —y hasta ahora in-
curable— enfermedad viral bautizada en inglés como
acquired inmunodeficiency syndrome, más conocida en ese
idioma por su sigla AIDS (que, por azar y cruel ironía,
coincide con la palabra aids ‘ayudas, auxilios’).
Al hacerse la traducción al español, el resultado
fue síndrome de inmunodeficiencia adquirida, la corres-
pondiente sigla SIDA no tomó en cuenta —como es
usual— la preposición de, y sí —como en inglés— la
d inicial del segundo elemento del vocablo compuesto
inmunodeficiencia.
La Real Academia Española aprobó en 1986 la in-
clusión en el Diccionario de la palabra artificial sida. Así se
hizo en la edición de 1992, que también incluyó el poco
usado término de siquiatría sidafobia “temor morboso al
sida”.
El Diccionario académico no incluyó, entonces,
ninguna designación específica del enfermo de sida.
Es verdad que, como lo ha señalado Fernando Lázaro
Carreter, hay también en español otros nombres de en-
fermedades —tales como sarampión, lumbago, tétanos—
a los cuales no corresponden designaciones específicas
para los enfermos respectivos. Pero en el caso de sida sí

346
surgieron varias designaciones, y aun hubo cierta pre-
sión para que la Academia se pronunciara por una de
ellas. De acuerdo con las tendencias y posibilidades de
la lengua destacaron tres opciones:
Primera: sidoso, formada por analogía con gotoso,
griposo, varioloso, la cual encontró en algunos lexicólogos
un rechazo visceral, explicable tal vez por la histórica
resonancia negativa de análogos términos como sarnoso,
leproso, tuberculoso.
Segunda: sídico, acuñada en el molde de tísico, tífico,
que tuvo desde el principio muy poca aceptación.
Tercera: sidático, formada a semejanza de asmático,
reumático y respaldada por el análogo derivado francés
sidatique. La Real Academia expresó su preferencia por
sidático en una nota de diciembre de 1993, pero al fin se
decidió por sidoso, que se registra en el DRAE 2001.
En cuanto a otros derivados de sida, se han señala-
do dos usos cubanos: sidatorio ‘hospital en que se recluye
a algunos enfermos de sida’ y sidaca ‘enfermo de sida’,
con el mismo matiz despectivo que tiene el peninsular
sudaca, aplicado al sudamericano, o al hispanoamericano
en general.

347
SILBATINA
En el Perú, el Ecuador y los países del Cono Sur se dice
silbatina en vez de silba, rechifla o pita, términos equiva-
lentes en la lengua general. Otro peruanismo —y ame-
ricanismo— equivalente de silbatina es pifia, y son sinó-
nimos menos cercanos siseo, chicheo y abucheo, también
términos del español general.
Para llegar al derivado silbatina partiendo de sil-
ba o silbo (equivalentes de silbido), es indispensable pa-
sar por la forma intermedia silbato, que explica la t de
silbatina.
El sufijo -ato (presente en derivados como mandato,
decanato, asesinato) expresa, en el caso de silbato, la idea
de ‘instrumento’ con que se produce un sonido pareci-
do al del silbo (este tiene, como órganos exclusivos, los
humanos de la fonación). El sufijo final -ina expresa, a
su vez, ‘acción colectiva’ (a veces con un matiz de desor-
den o violencia, tal como en tremolina, degollina).
La silbatina está directamente asociada a la vida po-
lítica peruana pasada y presente.
Entre las Crónicas político-doméstico-taurinas de Juan
Apapucio Corrales (seudónimo de Clemente Palma),
una crónica taurina correspondiente al 27 de enero de
1918 —toreaba Juan Belmonte— relata:

348
“El Jefe del Estado [don José Pardo y Barreda] asistió con dis-
tinguido personal al local de la zona que por ley le corresponde,
y de acuerdo con prácticas recientes establecidas, y que en mi
concepto constituyen una corruptela de nuestro régimen de-
mocrático, fue obsequiado con una silbatina que felizmente fue
apagada por no menos intempestivos aplausos”. (Pág. 162).

En El pez en el agua, Vargas Llosa recuerda que los luga-


res del Perú en que percibió mayor rechazo a su candi-
datura presidencial fueron las regiones campesinas más
pobres; entre ellas, “Puno, uno de los departamentos
más miserables (y más ricos en historia y en belleza na-
tural) del país”. Y sigue

“Todas mis giras puneñas fueron objeto de violentas contra-


manifestaciones. En la del 18 de marzo de 1989, en la ciudad
de Puno, Beatriz Merino, luego de pronunciar su discurso,
sin amilanarse ante una muchedumbre que la abucheaba y le
gritaba ‘¡Fuera, tía Julia!’ (nos aplaudía apenas un puñadito
de pepesistas pues Acción Popular había boicoteado el mitin),
cayó desmayada por la impresión y por los cuatro mil metros
de altura y hubo que darle oxígeno allí mismo, en un rincón
del estrado. Al día siguiente, 19 de marzo, en Juliaca, Miguel
Cruchaga y yo casi no pudimos hablar por la silbatina y los
gritos (‘¡Fuera, españoles!’)”. (Pág. 366).

Silbatina y pifia (se oyen también los respectivos deriva-


dos equivalentes silbadera y pifiadera) no están, sin embar-
go, circunscritas al ámbito de la política. Pueden sufrirlas
también los protagonistas de las llamadas artes del espectá-
culo (teatro, ópera, ballet, etc.); de los deportes masivos
como el fútbol, o de las corridas de toros. En estos dos
últimos casos, árbitros, jueces de línea y picadores son los
blancos preferidos.

349
SILO
Silo es una palabra de historia interesante y peculiar. Su
origen es incierto: hoy se descarta la etimología latina
que antes se aceptaba. Silo puede estar en relación con
el vasco —lengua prerrománica sin ningún parentesco
con el latín— o ser de origen celta, lengua indoeuropea
lejanamente emparentada con el latín.
El Diccionario de la Academia define silo, en pri-
mer lugar, como “lugar subterráneo y seco en donde
se guarda el trigo u otros granos, semillas o forrajes”. Y
añade, al fin de esta primera acepción: “Modernamen-
te se construyen depósitos semejantes sobre el terreno”.
Como segunda acepción, el DRAE da para silo la de “lu-
gar subterráneo, profundo y oscuro”. Y como tercera
acepción, la que silo tiene por una moderna extensión
de sentido: “depósito subterráneo de misiles”.
Es curioso que la palabra silo, documentada en cas-
tellano desde hace diez siglos, sea sin embargo un térmi-
no ajeno a las demás lenguas latinas, incluidas aquellas
dos que comparten con el español el área de la Penínsu-
la Ibérica: el catalán y el portugués.
Y es más curioso todavía que una palabra exclusiva
del español se haya difundido internacionalmente, en
los últimos tiempos, con el sentido de ‘depósito (subte-
rráneo o superficial) de granos o forraje’. Silo pasó al

350
francés en el siglo XVIII, al inglés y al italiano en el XIX
y más tarde al portugués y al alemán. Con el moderno
sentido de ‘depósito subterráneo de misiles’ se ha difun-
dido desde el inglés (pronunciado aproximadamente
sailo) a partir de la segunda guerra mundial.
Cierra el círculo de esta peculiar historia de la
palabra silo, el cambio semántico experimentado en el
Perú, sin duda a partir de la acepción que figura como
segunda en el Diccionario: “lugar subterráneo, profundo
y oscuro”. En efecto, es corriente entre nosotros usar el
término silo para denominar el pozo negro, llamado tam-
bién pozo séptico y, en algunas regiones hispanohablantes,
pozo ciego.
Este uso nuestro se documenta ya a fines del si-
glo XVIII. En efecto, en el “Tratado sobre las aguas de
los valles de lima”, publicado en el Mercurio Peruano en
1793, se habla de “las varias Acequias, sabiamente distri-
buidas con destino al servicio y aseo de la Población” y
de que:

“El Rio Rímac es quien provee estas Acequias, sobre cuya


nueva forma, ó descubierta ó subterránea, igualmente que
sobre su extinción, subrogándose á ellas Silos domésticos,
Depósitos generales, ó Alcantarillas maestras á que tengan
salida, se han tentado en varios tiempos bien meditados me-
dios...” (VII, pág. 192).

En el actual español del Perú silo se aplica también, por


una nueva extensión de sentido, al retrete rudimentario
construido generalmente a ras del suelo (véase wáter).

351
SITO
Sito es una palabra de origen incierto (hoy se siente
como si estuviera en relación directa con sitio) y de pecu-
liar vida en español; probablemente se deriva del latín
situs ‘dejado’. Sito es un adjetivo empleado sobre todo en
el lenguaje jurídico, y en él su uso está prácticamente
restringido a la calificación de los bienes inmuebles o bienes
raíces, llamados también bienes sitos.
Sito equivale generalmente al participio adjetivado
situado, y así como situado varía en su terminación según
el género y el número del sustantivo que califica (casa si-
tuada, casas situadas; local situado, locales situados), sito tiene
que cambiar su terminación según el género y el núme-
ro del sustantivo que modifica: edificio sito, edificios sitos;
finca sita, fincas sitas.
Sin embargo, muchas personas creen que sito es
una palabra invariable. Por eso es frecuente leer en la
prensa frases como estas:

“la matrícula está abierta en los locales sito en las


calles mencionadas”;
“se inauguró la muestra en la galería sito en una
importante avenida”;
“los documentos pueden entregarse en nuestras ofi-
cinas sito en el edificio siguiente”.

352
En una información publicada en El Comercio de Lima
sobre los Premios Príncipe de Asturias, se recuerda a los
interesados que los documentos sobre candidatos pro-
puestos pueden dejarse “en las oficinas de la Embajada
de España, sito en Av. Jorge Basadre 498, San Isidro”.
(Edición del 7/3/91, pág. C10; las cursivas son mías).
En vez de usar incorrectamente, como invariable,
un adjetivo que no se conoce bien, podría emplearse su
equivalente situado, que no tiene problemas en cuanto
a variación según el género y el número del sustantivo
que califica.
Los cultismos deben usarse cultamente.

353
SOBÓN
El verbo sobar es una palabra de origen incierto, docu-
mentada en castellano desde el siglo XI.
Según el Diccionario de la Academia, sobar es, en
primer término, “manejar y oprimir una cosa repetida-
mente a fin de que se ablande o suavice”; sobar resulta,
en esta acepción, sinónimo no estricto de amasar. Como
tercera acepción, figura en el DRAE 2001 la de “mano-
sear a alguien”.
No figuran, en cambio, en el Diccionario oficial ni la
acepción de ‘frotar, friccionar’ ni la figurada de ‘adular’
que tiene sobar en el habla familiar del Perú y otros paí-
ses de la América hispana; de la primera puede haber
surgido la segunda, por la imagen del que, obsequio-
so, pasa repetidamente la mano sobre el hombro o la
espalda del adulado. El DRAE registra, sin embargo, la
locución verbal argentina sobar el lomo “adular, halagar
a alguien para obtener de él alguna ventaja”, en la que
está presente la imagen sugerida.
En La ciudad y los perros, Vargas Llosa pone, en el
monólogo interior del protagonista, estas palabras refe-
ridas a un compañero:

“El Jaguar ha cambiado mucho, es para asustarse. Anda


furioso, no se le puede hablar [...]. No pienso volver a

354
acercarme a él, va a creer que lo estoy sobando y yo trataba
de hablarle por amistad”. (Pág. 240).

El derivado sobón (con su femenino sobona), de uso adje-


tivo y sustantivo en nuestra habla familiar, define, según
la primera acepción del Diccionario académico, al “que
por su excesiva familiaridad, caricias y halagos se hace
fastidioso”.
Pero esa acepción figurada de sobón no implica los
matices semánticos de ‘hipocresía’, ‘interés propio’ o
‘conveniencia egoísta’ que el término tiene en el español
de América: sobón es sinónimo de adulón, y el derivado
sobonería equivale a adulonería o adulación.
En sobón, el elemento compositivo -ón pospuesto
a la raíz del verbo aporta un matiz semántico a la vez
intensivo y despectivo, tal como se comprueba en los
derivados verbales análogos mirón, llorón, gritón, tragón,
mandón y muchos otros.
Si a estas formas se añadiera —lo que no es usual—
el sufijo de superlativo -ísimo, los derivados resultantes
serían, respectivamente, mironísimo, lloronísimo, gritonísi-
mo, tragonísimo, mandonísimo, etc. Y, por lo tanto, también
sobonísimo.
Pero Bryce usa, en Un mundo para Julius, una for-
ma anómala de superlativo: sobonsísimo. Cuando se están
preparando unas crêpes Suzette en honor del niño de la
casa:

“...Julius, que ya le andaba bostezando en la cara hasta al


propio Juan Lucas, no tuvo más remedio que despertar de
nuevo al ver que maitre y mozo, felices, instalaban el apara-
to sobre la mesa, el hornillo de plata reluciente, la pequeña
sartén y todo, mirándolo sobonsísimos y deseando que él les
preguntara algo...” (pág. 199).

355
Bryce usa también el derivado, muy frecuente, sobonería.
En No me esperen en abril, Manongo Sterne recuerda el
grave incidente escolar que más tarde causó su expul-
sión del colegio:

“Dos o tres compañeros que le pegaron de verdad no era


nada al lado del daño que él les había hecho a sus compañe-
ros. Además, pudieron haberle pegado por miedo, por sobo-
nería de niños, porque se tomaron lo militar o al furibundo
militar en serio...” (pág. 42).

Sobar y adular, sobón y adulón, sobonería y adulonería son


parejas de palabras que expresan, en el español del
Perú, una misma faceta, negativa, de un rasgo de pe-
queñez en la conducta humana.

356
SOBREPARAR
En una de sus lúcidas Prosas apátridas escribe Julio Ra-
món Ribeyro, entonces ciudadano de París:

“En la calle Gay Lussac me cruzo con el colombiano que viajó


en mi camarote cuando regresé al Perú en 1958 a bordo del
Marco Polo. Entonces fuimos muy amigos, vivíamos encerra-
dos en un pequeño espacio, leíamos, fumábamos y bebíamos
juntos. Ahora, seis años más tarde, nos cruzamos como dos
desconocidos, sin ánimo de sobrepararnos para estrecharnos la
mano”. (Pág. 86).

En su importante “Informe sobre Uchuraccay”, Vargas


Llosa usa sobreparar en contextos más prosaicos:

“Los viajeros pasaron un solo control, a la salida de Ayacu-


cho: la barrera policial de la Magdalena. Este control fue más
simbólico que real. El chofer apenas sobreparó, dentro de cier-
ta congestión de vehículos [...]. El chofer sobreparó, en la cola
de vehículos...” (En Contra viento y marea 3, págs. 85 y 146).

Sobreparar significa en el Perú ‘parar a medias’, ‘detener-


se solo un instante’, ‘parar súbitamente’.
El elemento compositivo sobre-, unido a verbos,
puede aportar, entre otras, la idea de ‘superposición’

357
(como en sobresalir, sobrenadar), la de ‘repetición, dema-
sía’ (como en sobrecargar, sobregirar, sobrealimentar) o la de
‘acción súbita’ (como en sobresaltar, sobrecoger, sobrevenir).
En sobreparar el sentido de ‘acción repentina’ se ha con-
jugado con el de ‘acción ejecutada a medias’ que apare-
ce en formas verbales obsolescentes tales como sobrecurar
‘curar a medias’ o sobrebarrer ‘barrer ligeramente’.
Sobreparar, como se ha visto en el primer ejemplo,
se usa también en su forma pronominal sobrepararse. Y
de nuevo es Ribeyro quien nos proporciona otro caso
del uso reflexivo, esta vez en su Crónica de San Gabriel:

“Al verme Leticia se sobreparó en el umbral, pero luego pro-


siguió su camino [...] Felipe cruzó de largo, sin sobrepararse
siquiera...” (págs. 93 y 119).

Sobreparar no está registrado en el Diccionario de la Aca-


demia, ni en los diccionarios de americanismos más
importantes (Santamaría, Malaret, Morínigo, Haensch-
Werner, entre otros), pero ya aparece en el Diccionario de
Americanismos publicado por la Asociación de Academias
de la Lengua Española en el año 2010.
Este gráfico verbo parece de exclusivo uso perua-
no. Pero tampoco aparece en el Diccionario de peruanis-
mos de Arona, ni en vocabularios peruanos modernos ta-
les como los de Miguel Ángel Ugarte Chamorro y Juan
Álvarez Vita.

358
SOFISTICADO
El Diccionario de la Real Academia registra —solo desde
su edición de 1992— acepciones positivas del participio
adjetivado sofisticado, tales como ‘elegante, refinado’ y
‘técnicamente avanzado’ en referencia a aparatos o me-
canismos. Estos usos se han impuesto en el español ame-
ricano y peninsular sobre los primeros —negativos— de
‘falto de naturalidad’, ‘afectadamente refinado’.
Sofisticado equivale hoy a exquisito, refinado, distingui-
do, mundano. Una belleza sofisticada es una belleza muy
cuidada (y, tal vez algo artificial). Puede haber, asimismo,
una elegancia sofisticada, gustos sofisticados, un lenguaje so-
fisticado, actitudes sofisticadas. El calificativo se aplica tam-
bién a todo aquello que podría atraer a una personalidad
sofisticada: lugares de esparcimiento, modas, perfumes y
aun libros u objetos de arte.
Referido a máquinas, vehículos, instrumentos o
armas, sofisticado equivale, como se ha dicho, ha evolucio-
nado, complejo, complicado, de alta tecnología o precisión (y,
muchas veces, de difícil manejo). Se habla, así, de com-
putadoras muy sofisticadas y aun de vehículos espaciales
ultrasofisticados.
En su descarnado y hermoso diario, Ribeyro habla
en cierta ocasión sobre una mujer “rubia, un poco sofis-
ticada, con aspecto de actriz” (La tentación del fracaso, II,

359
pág. 71). En otro momento de su vida se siente desam-
bientado en una estación de esquí:

“Los pies helados por haber venido vestido de ciudadano a


un lugar que exige una indumentaria cara y sofisticada”, (íd.
íd., pág. 198).

Y más tarde describe la casa solariega cercana a Porto


Ercole, en Italia, en la que está pasando unas vacaciones:

“...es una mansión maravillosa, obra de algún millonario de-


mente: dos piscinas, diez habitaciones con baño, cocina ul-
trasofisticada, salón rústico, salón morisco, biblioteca, y una
huerta-jardín construida en diferentes terrazas...” (Íd. íd.,
págs. 210-211).

Sofisticar, derivado de sofístico, tuvo originalmente el


sentido de “adulterar, falsificar con sofismas o procedi-
mientos engañosos”. Así aparecía todavía en la edición
de 1984 del Diccionario académico; en las de 1992 y 2001
se registra como ‘adulterar, falsear’, ‘falsificar’.
Análogos sentidos tenía en inglés el latinismo (to-
mado, a su vez, del griego) to sophisticate, documentado
en esa lengua sajona desde el siglo XVII. El cambio se-
mántico que condujo a los usos positivos y modernos
de sofisticar, sofisticado y sofisticación se produjo primero
en el inglés de los Estados Unidos. De allí pasó al de In-
glaterra y luego al francés, al español y a otras lenguas
europeas.

360
STATUS
Status es una palabra latina, derivada del verbo stare (éti-
mo del español estar).
En latín status ofrecía un verdadero abanico semán-
tico, pues significaba ‘postura’ (especialmente el ‘acto de
estar de pie’), ‘descanso, reposo’, ‘inmovilidad’, ‘estabili-
dad’, ‘actitud’, ‘situación’. En usos figurados se aplicaba
también, entre otras cosas, a la ‘forma de gobierno’ o al
‘punto de debate’. Status vitae equivalía a ‘situación so-
cial’ (así lo emplea Cicerón).
A fines del siglo XVII, el inglés tomó status del latín
clásico. El latinismo se difundió en esa lengua como térmi-
no de la patología, y luego del derecho. Pero, a partir del
siglo XIX, status (o la locución nominal equivalente, social
status) se aplica a la ‘posición jerárquica que una persona
o un grupo humano ocupa en la sociedad’, ya sea por na-
cimiento o por logros personales. Dentro de la sociedad
moderna occidental, urbana e industrializada, se constata
hoy una dura lucha por acceder a un status más alto. (La
palabra, sin adjetivación, tiene connotación positiva).
El latinismo status se ha difundido recientemente
en español por la vía del inglés; puede considerársele,
por lo tanto, como un anglicismo.
Don Fernando Lázaro perdía la paciencia ante el
uso actual de status en español.

361
Primero, por el abuso que se hace de la palabra, a
su juicio sustituible:

“La cual está trepando por las columnas de los diarios,


e infiltrándose por el tejido del habla pública cotidiana,
con virulencia tropical. Por cualquier rincón de la prosa
periodística, oral o escrita, asoma su culta faz; y aletea
en toda parla con pujos de distinción. [...] Parece que el
triunfo social consiste hoy en conseguir un status, es decir,
en algo rebautizado a la inglesa. Porque tal cosa, obvio
es recordarlo, se llamó siempre, en el castellano secular,
situación, posición o rango; incluso categoría”. (El dardo en la
palabra, pág. 347).

Y segundo, por la heterodoxa trayectoria del término:

“Que se trate de un vocablo latino no impide su pertenencia


a la angloparla. [...] El caso es que estamos asistiendo a un
fascinante episodio de latinización del español. [...] Paradóji-
camente, son sus agentes actuales los bárbaros del Norte [...].
Ahora, hombres de alma electrónica y ojos azules realizan
esta hazaña de hacernos ultralatinos, de invadirnos con una
materia prima que era nuestra por herencia en primer gra-
do”. (Íd. íd., págs. 347-348).

A fines de 1986, status estuvo entre algunas palabras


preadmitidas por la Real Academia Española (en
unas “Enmiendas y adiciones” al Diccionario oficial).
El término se consignó, solo como marginal, en el
Diccionario manual de la Academia (edición de 1989)
con la acepción de “posición social que una persona
ocupa dentro de un grupo o en la sociedad”. No se
incluyó, sin embargo, en la edición de 1992 del Dic-
cionario oficial.

362
Pero el uso de este latinismo-anglicismo había lle-
gado ya hasta el lenguaje de los propios académicos de
la Española.
Por ejemplo, Gregorio Salvador, quien se incorpo-
ró como Miembro de Número en 1987 con un original
discurso sobre la letra q, usa en él status (en la forma
estatus, que está adaptada a la fonética española). Dice
Salvador, exvicepresidente de la Real Academia Españo-
la, que, entre las veintinueve letras de nuestro alfabeto,
tenemos “dos dígrafos con estatus de letra, la ch y la ll”. Y
refiriéndose a la q, que solo se usa con una u siguiente,
afirma:

“...si la consideramos como lo que realmente es, como una


letra doble, como un dígrafo, [...] lo que creo es que, bajo
ningún concepto, debiera alterarse ese estatus”. (“Latina y
académica” en Historia de las letras, pág. 180).

Estatus es también la forma que emplea Alfredo Bryce


en No me esperen en abril: “habían vendido el estatus
que representaba para ella su flamante Pontiac azul”
(pág. 178).
Sea en su forma latina original, status, o en la castellani-
zada estatus, el término —hoy insustituible en el español
culto de ambos continentes— ha obtenido, por fin, esta-
tus académico. El DRAE 2001 lo registra con dos acep-
ciones: “posición que una persona ocupa en la sociedad
o dentro de un grupo social” y “situación relativa de
algo dentro de un determinado marco de referencia”.

363
TACO
Según el notable etimólogo catalán Joan Corominas, taco
forma parte de un grupo de palabras, de origen desco-
nocido, que son comunes a las más importantes lenguas
latinas y germánicas de Occidente.
En el DRAE 2001 taco se registra con veintisiete
acepciones: materiales, figuradas; generales, dialectales,
locales, coloquiales, etc.
La primera es “pedazo de madera, metal u otra
materia, corto y grueso”; entre las que siguen están, por
ejemplo, “bocado o comida muy ligera” y “voto, jura-
mento, palabrota”.
Hay que llegar a la acepción número 23 para ente-
rarnos de que taco es, en la América del Sur y en Puerto
Rico, equivalente de la forma general tacón. ¿Y cómo se
define tacón, obvio derivado de taco? Pues como la “pieza
de mayor o menor altura unida a la suela del calzado en
la parte que corresponde al calcañar”. Es decir, al talón;
la superficie de contacto es más o menos circular.
En el DRAE 2001 se describen dos tipos de taco-
nes: el alto y el de aguja, “muy fino y alto”. En el Perú se
distinguen: el taco alto, el taco bajo o chato (véase), el taco
cubano (grueso y de altura mediana), el académico taco
aguja (en el Cono Sur, taco alfiler) y el taco aperillado (lla-
mado también taco Luis XV).

364
Pero la definición académica de tacón no vale para el
llamado tacón de cuña, que se une al zapato no solo en la
zona correspondiente al talón sino en toda la longitud del
calzado, hasta la punta. En el Perú se llama, análogamen-
te, taco de cuña; en Chile taco terraplén y en la Argentina taco
chino. Conservando el término general tacón, en Colombia
se le llama tacón corrido y en Venezuela tacón cubano.
Volviendo al uso peruano, ya en 1883 decía Juan
de Arona que taco por tacón era “un vulgarismo inso-
portable, y tan corriente, que forma parte de nuestra
conversación, y hasta de nuestros escritos literarios, dra-
máticos, etc.” (Diccionario de peruanismos, s. v.).
En efecto, taco por tacón se documenta ampliamen-
te en la literatura peruana, incluidos los versos de Valle-
jo. En Poemas humanos, por ejemplo, se lee:

“...coteja su coturno con mi traspié sin taco, / la primavera


exacta de picotón de buitre”.

Y también:

“Ha de cantar calzado de este sollozo innato, / hombre con


taco...” (en Obra poética completa, edición Moncloa, págs. 283
y 345).

Vargas Llosa emplea la expresión, usual en el Perú, za-


patos sin taco como equivalente de zapatos de taco bajo o
de taco chato (Conversación en La Catedral, I, pág. 44). En
La casa verde predomina el americanismo taco (cfr. págs.
166, 312, 327), pero en una ocasión el autor usa, ex-
cepcionalmente, el término general: “zapatos blancos de
tacón” (pág. 311).
En Crónica de San Gabriel, Julio Ramón Ribeyro
describe a Leticia bailando en la sala de la casa-hacienda:

365
“Desde un rincón la veía pasar de brazo en brazo, la cabeza
muy levantada, esbelta sobre sus zapatos de taco”. (Pág. 29).

Pero antes había usado el término general al referirse a


la misma Leticia, “ceñida en un vestido rojo, sobre altos
tacones”. (Íd. íd., pág. 27).
Jaime Bayly, en Los últimos días de La Prensa, crea
un personaje, el de la intrigante secretaria Patty, que tie-
ne como característica taconear (DRAE), es decir, hacer
sonar, o golpear, sus tacones o tacos al caminar:

“Patty cruzó la redacción haciendo sonar sus tacos...”


(pág. 29).
“Patty entró en la redacción haciendo sonar sus tacos”.
(Pág. 79).
“Estaba indignada. Gesticulaba, agitaba los brazos, hablaba a
gritos, golpeaba sus tacos en el endeble piso de madera de la
redacción”. (Pág. 179).

Por último, hay un modo adverbial, de taquito (con el


diminutivo que censuraba doblemente Arona), que nos
viene del fútbol rioplatense. Golpear o darle a la pelota
de taquito es hacerlo ‘con el talón’ y, por extensión, hacer
algo ‘con facilidad, sin mayor esfuerzo’.

366
TAITA
Taita y tata, variantes de una misma palabra que origi-
nalmente pertenece al lenguaje infantil, son apelativos
del padre tradicionales en español, aunque actualmente
tienen mayor vigencia en la América hispana.
Tata se tomó directa y fielmente del latín tata ‘pa-
dre’. Taita se explica por un cruce posterior de tata con
el vascuence aita, que igualmente significa ‘padre’.
Tata se documenta en castellano desde el siglo
X, y taita desde el XV. El origen latino y peninsular
de la variante taita está fuera de toda duda, pues el
término aparece ya en unos versos de Antón de Mon-
toro, poeta que murió en 1480; es decir, doce años
antes del descubrimiento de América. Los versos son
estos:

“Para niños que non han [‘no tienen’]


más saber que decir taita
es oír los que se van
tras los coros de la gaita”. (Citado por Ángel Rosenblat en
“Notas de morfología dialectal”; BDHA, II, pág. 128).

A pesar de pruebas tan contundentes como esta, hay to-


davía quienes siguen propugnando para taita un origen
quechua, aimara o aun azteca.

367
Pero en quechua padre es yaya. Así aparece en el
primer Lexicón o vocabulario de esa lengua, publicado
por Fray Domingo de Santo Tomás en 1560, el cual no
registra taita. Tampoco aparece taita ‘padre’ en el Voca-
bulario quechua de González Holguín, de 1608.
Lo cierto es que, más tarde, la palabra taita fue tan
plenamente asimilada por el quechua que sus actuales
hablantes la sienten como propia de esa lengua.
José María Arguedas, bilingüe de quechua y es-
pañol, se refiere en Agua al “tayta Vilkas”, indio viejo
respetado por los comuneros (la grafía tayta se explica
por mero prurito arcaizante). Arguedas pone en boca
de los personajes de Agua referencias a “Taytacha Dios”
(taytacha ‘padrecito’ lleva el sufijo quechua de diminu-
tivo -cha); en ese texto Arguedas usa también taytakuna
por ‘padres de familia’; el sufijo quechua -kuna indica
plural. (Véase Diamantes y pedernales. Agua, págs. 103,
104, 105, 109).
La sufijación señalada es prueba del profundo
arraigo de taita en quechua. Pero, frente al arraigo
comprobado de taita en quechua, hay —como se ha
visto— pruebas irrefutables de su existencia en caste-
llano antes del contacto histórico entre ambas lenguas
y culturas.
Por último, vale la pena detenerse en el hecho de
que la forma original, tata, pertenece a un grupo, redu-
cido y marginal, de voces del lenguaje infantil que están
entre las llamadas de creación expresiva.
Esas palabras tienen, generalmente, estructura
fonética simple: una misma consonante repetida con
el apoyo de una a, que es la vocal de articulación más
abierta y natural. Sus significados se refieren a seres, co-
sas, procesos y actividades vitales para el infante y cons-
tituyen una suerte de limitada tierra de nadie —o tierra

368
de todos— entre los ámbitos léxicos de las lenguas más
diversas.
Así, tata es ‘padre’ en latín y, de allí, también en
castellano; es igualmente ‘padre’ en sánscrito y en ruso.
Las cuatro lenguas pertenecen a la familia indoeuropea.
Por otra parte yaya, la palabra quechua original
para designar al padre, se usa también con este sentido
en el dialecto aragonés del español. Yaya significa, asi-
mismo, ‘abuela’ en catalán, ‘tía’ en Navarra y ‘hermana’
en la provincia argentina de La Rioja. En el español del
Perú yaya es término del lenguaje infantil que designa
cualquier herida, lesión o dolor.
Volviendo al uso peruano de taita, Ciro Alegría
emplea también un diminutivo taitito (en Los perros ham-
brientos, págs. 34 y 36). Alfredo Bryce prefiere el más
usual taitita (“taitita Dios” en No me esperen en abril, pág.
422).
En cuanto al aspecto semántico, taita designa hoy,
en el argot carcelario del Perú, al preso que hace de jefe
en un pabellón del penal.

369
TINTERILLO
Desde los inicios del siglo XV se llama tintero el ‘recipien-
te en que se pone la tinta de escribir’. El término resulta
hoy obsoleto, al haber sido desplazada la pluma (de gan-
so o de metal) por el bolígrafo, la pluma estilográfica (pluma
fuente, calco lingüístico de fountain pen, es un anglicismo
de América) y el finepen, otro —novísimo— anglicismo.
Tintero, más el sufijo -illo, dio tinterillo, en princi-
pio diminutivo de tintero pero pronto (desde el siglo
XVII) aplicado como apelativo despectivo al ‘oficinista
de poca categoría’. Este desprestigiado servidor, que
tenía el tintero como objeto emblemático, ha recibido
también otros apelativos peyorativos tales como chupa-
tintas y cagatintas.
Volviendo al sufijo -illo, es un hecho notable —y va-
rias veces notado en este libro— el moderno abandono
de su primera función de estricto diminutivo (semejante
a la de -ito) y el paralelo desarrollo de una nueva fun-
ción, hoy predominante: la de incrementador del léxico por
la vía de la renominalización, es decir, la producción de
nuevos sustantivos de contenido semántico diferente del
de aquellos que funcionan como sus respectivas raíces.
Pocos hablantes perciben hoy, por ejemplo, la relación
existente entre estribo y estribillo, cepo y cepillo, barco y bar-
quillo, y muchos otros (véase cerquillo).

370
Pero, además de este hecho morfológico y semán-
tico constatable en el léxico del español general, tinteri-
llo ha pasado —en América— por un nuevo proceso de
cambio de sentido: de ‘oficinista de bajo nivel’ a ‘seu-
doabogado’ o ‘abogado sin prestigio’. Convertido así
en sinónimo —aunque no estricto— de leguleyo, rábula
o picapleitos, y extendido su uso por casi toda la Améri-
ca hispana, tinterillo ha desarrollado varios derivados.
El primero, tinterillada, designa —también despectiva-
mente— la maniobra jurídica no ética. Pero la tinteri-
llada (o, más exactamente, la leguleyada) puede com-
probarse aun en los procedimientos de algunos estudios
(americanismo por bufetes) de abogados.
En su Diccionario de peruanismos, publicado en Lima
en 1883, Juan de Arona decía que el término tinterillo
designaba “á un abogadillo de tres al cuarto, á un tipejo de
leguleyo”. Pero luego hacía una tajante distinción entre
leguleyo y tinterillo.

“El leguleyo, bien que mal, sabe ó aplica la ley; el animal que
en los pueblos ó aldeas y en los Juzgados de Paz de Lima,
con los apodos de Bizcocho frío y otros no menos pintorescos,
se dedica á defender indígenas y á otros más animales que
él, lleva por todo atributo de Témis, por todo emblema de
su personería jurídica, un tintero, ó mejor, un tinterillo que
es el que le conviene por más portátil, que al fin nadie sabe
cómo, cuándo, ni dónde tendrá que extender sus escritos.
Llamar leguleyo á un tinterillo nuestro sería hacerle tanto ho-
nor, como sería chocante y desgraciado calificar de tinterillo
a un leguleyo. Si éste es un término despreciativo, el otro es
despreciativo de despreciativo”. (Págs. 478-479).

Arona se asombraba de que no se hubiera inventado to-


davía la palabra tinterillaje para denominar —a la manera

371
de caudillaje— “los daños y perversión causados por la
falange de tinterillos”, (ob. cit., pág. 480).
En efecto, Palma no registraba todavía tinterillaje
entre sus Neologismos y americanismos, de 1896. Pero sí in-
cluyó el derivado en sus Papeletas lexicográficas, de 1903:

“Tinterillaje.- Este neologismo, de muy reciente vida, satisface


una exigencia de lenguaje, pues carecíamos de palabra que
expresase sintéticamente la idea de asociación de rábulas y
escritorzuelos para defender, en la prensa ó ante los tribuna-
les, una mala causa de partido o jurídica. El tinterillaje politi-
quero es el más generalizado y odioso”.

Más moderno que el sustantivo tinterillaje es el adjetivo


tinterillesco, aplicado a todo lo que se relaciona con las
actividades del tinterillo.

372
TRASPIÉS
En setiembre de 1987, Mario Vargas Llosa afirmó en un
discurso (reproducido en Contra viento y marea 3) que la
anunciada estatización (véase estatizar) de la banca perua-
na constituía “un verdadero traspiés en las credenciales
cívicas del partido de Haya de la Torre” (pág. 383).
Y en un subtítulo de su columna “Sin confirmar”,
publicada en El Comercio de Lima el 15/3/91, el periodis-
ta Alfonso Baella Tuesta se refería a un supuesto “Tras-
piés de la ex ministra Gloria Helfer”.
Ya en el siglo XIX Manuel Atanasio Fuentes,
“El Murciélago”, se refería a un maestro de baile que
“daba a sus pasos los nombres de figura real; traspies
circunflejo; paso de la sirenita; cohete de soga falso, etc.”.
(BCP 9*, pág. 307).
Pero traspiés no es un sustantivo en singular, sino el
plural de traspié, compuesto de tras y pie (documentado
en castellano desde el siglo XV) que en sentido literal
equivale a tropezón, resbalón y en sentido figurado es si-
nónimo de equivocación, paso en falso, indiscreción, metida
de pata.
El error se constata también en el idiolecto de Luis
Alberto Sánchez (“No hablemos del traspiés sobre el de-
porte...” en Caretas, edición del 25/11/91). Fuera del
Perú, el uso singular del plural traspiés se documenta,

373
por ejemplo, en Ramón Gómez de la Serna (“El morir
adviene en un traspiés” en Los muertos y las muertas, pág.
54; cit. M. Seco, Diccionario de dudas, s. v.) y en Carlos
Fuentes (“da un traspiés y cae” en Cambio de piel, pág.
437).
Ya en el siglo XVIII, don Leandro Fernández de
Moratín usa un plural reduplicado traspieses a pesar de
que emplea el singular correcto traspié. (Vocabulario de
Ruiz Morcuende, s.v.).
El uso de traspiés por traspié puede explicarse por
influencia de otros compuestos que, en singular, tienen
como último elemento formativo el plural pies: un ciem-
piés, un buscapiés. Pero traspié no forma parte de esa serie,
sino de otra en la que el último elemento es el singular
pie: puntapié, hincapié, sobrepié ‘tumor de los caballos’, ba-
lompié (término con el que se trató de detener la difusión
del anglicismo fútbol).

374
*TRAUMAR
En los últimos años se oye frecuentemente, aun en boca
de siquiatras y sicólogos, un verbo traumar que no fi-
gura en el DRAE 2001 (pero se incluirá en la próxima
edición). Es igualmente muy usado el participio pasivo
adjetivado traumado, -a y, bastante menos, el participio
activo, igualmente adjetivado, traumante.
El Libro de estilo del diario madrileño El País prescribe:

“traumado. Palabra incorrecta. Escríbase traumatizado”. (Edi-


ción de 1990).

Y repite la prescripción —o proscripción— en sus edi-


ciones de 1998 y 2002.
Traumar se deriva, obviamente, de trauma, palabra
de origen griego que en esa lengua significa ‘herida’.
En español ha dado origen a una verdadera familia de
palabras, que, en los últimos años, se han venido repar-
tiendo un área semántica antes no delimitada.
Así, traumatismo “lesión de los órganos o de los senti-
dos por acciones mecánicas externas” (DRAE 2001) hace
casa aparte con traumatología, traumatólogo y traumatoló-
gico para referirse a daños físicos y a su tratamiento. Y
la propia palabra, trauma (antes especificada en la locu-
ción trauma síquico) aparece, sin adjetivo, con dos nuevas

375
acepciones en el DRAE 2001: “choque emocional que
produce un daño duradero en el inconsciente” y “emo-
ción o impresión negativa, fuerte y duradera”. Su familia
léxica está constituida por el adjetivo traumático, el verbo
(también pronominal) traumatizar, con su participio trau-
matizado (desplazado por traumado) y el menos frecuente
—y ya académico— traumatizante.
Traumatizar, por otra parte, es un claro ejemplo de
la vigencia, en la derivación de verbos, del sufijo de pri-
mera conjugación -izar pospuesto a raíces de sustanti-
vos y adjetivos (véase satanizar). Pero en este excepcional
caso, el habla coloquial ha optado por la forma verbal
que, precisamente, ha eliminado el sufijo -izar.

376
VERGONZANTE
Aunque vergonzante y vergonzoso son, ambos, derivados
de vergüenza, no son términos sinónimos y, por lo tanto,
no pueden emplearse indiscriminadamente, ni inter-
cambiarse en su uso.
Vergonzoso es lo que causa —o debería causar— ver-
güenza, por ser algo incorrecto o inmoral. Vergonzoso se
aplica también a quien “se avergüenza con facilidad”
(DRAE) o a quien es propenso a avergonzarse en el sen-
tido de ‘inhibirse socialmente por pudor o timidez’.
Vergonzante es, en cambio, aquello que, no siendo
incorrecto ni inmoral, no tenemos el valor de afrontar
públicamente. Hay una pobreza vergonzante y, en diversas
épocas de persecución religiosa, ha habido un calvinismo
vergonzante, un judaísmo vergonzante, un cristianismo ver-
gonzante.
Vergonzante es un calificativo que se aplica también
a quienes no se atreven a afrontar públicamente su ad-
hesión a una ideología, actitud o costumbre determina-
da. Hay, así, marxistas vergonzantes, machistas vergonzantes,
homosexuales vergonzantes, racistas vergonzantes, bebedores
vergonzantes y hasta fumadores vergonzantes.
Un ejemplo en el Perú del uso erróneo de ver-
gonzante por vergonzoso se documenta en el himno de la
Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA):

377
“Contra el pasado vergonzante nueva doctrina insurge ya...”

Dicen que fue el líder obrero Arturo Sabroso quien im-


provisó la letra de la canción del APRA al mismo tiempo
que ejecutaba, al acordeón, la melodía del himno nacio-
nal de Francia. Y ha dicho sobre eso Enrique Chirinos
Soto:

“El pasado vergonzante es un giro teñido de barbarismo que,


en verdad, afea la marsellesa aprista”. (En El Comercio, edi-
ción de 26/2/90).

Don Fernando Lázaro Carreter lanzó uno de sus certe-


ros dardos contra quienes —en España y América— di-
cen vergonzante en vez de vergonzoso. Después de calificar
esa confusión como “fantástica” explica el error “por un
mecanismo mental muy claro: vergonzoso les parece vo-
cablo duro y más agresivo que vergonzante”. (El dardo en
la palabra, pág. 238).
Este es, pues, un caso claro de falsa equivalencia de
sufijos y un ejemplo típico de lesa cultura.

378
VERSÁTIL
Versátil, del latín versatilis, está documentado en español
desde fines del siglo XVIII. Su derivado versatilidad es
más moderno.
Según su etimología, versátil significa ‘que se
puede fácilmente hacer girar, dar vuelta o invertir en
su posición’. Pero más tarde desarrolló en español un
sentido figurado, de matiz negativo, aplicado espe-
cialmente a las personas de carácter voluble e incons-
tante, que cambian con facilidad sus afectos, aficiones
u opiniones.
Ejemplos de estos usos encontramos en el dis-
curso de Manuel González Prada, leído (por otra per-
sona) en el Teatro Politeama de Lima en 1888. Nadie
ha descrito con tanta dureza y pesimismo la identidad
peruana:

“Anémicos i nerviosos, no sabemos amar ni odiar con firmeza.


Versátiles en política, amamos hoi a un caudillo hasta sacrificar
nuestros derechos en aras de la dictadura; i le odiamos maña-
na hasta derribarle i hundirle bajo un aluvión de lodo i sangre.
[...] La historia de muchos gobiernos del Perú cabe en tres
palabras: imbecilidad [‘debilidad’] en acción; pero la vida toda
del pueblo se resume en otras tres: versatilidad en movimiento.
Si somos versátiles en amor, no lo somos menos en odio: el

379
puñal está penetrando en nuestras entrañas i ya perdonamos
al asesino”. (Obras, tomo I, vol. 1, pág. 91).

Pero en el habla culta hispanoamericana versátil es


hoy equivalente de polifacético. Se dice, por ejemplo:
“es un músico versátil: compone, canta y toca varios
instrumentos”. Y la mayoría de nuestros hablantes
desconoce la acepción negativa de ‘voluble, incons-
tante’. En la Península, los usos modernos de versátil
llegan también al nivel del habla culta, pero no los
registraba todavía la edición de 1992 del Diccionario
de la Academia.
En 1990 su entonces director, el lexicólogo Fer-
nando Lázaro Carreter, criticaba acerbamente —pero
con gran sentido del humor— los nuevos usos de versátil
a propósito de un proyecto de ley sobre el Bachillera-
to, que propugnaba una formación “más versátil” de los
estudiantes y una educación de “carácter versátil”. Fer-
nando Lázaro condenaba estos usos, introducidos en
España:

“por la publicidad, la cual bombardea ofreciendo objetos ver-


sátiles, como divanes que se transforman en paragüeros, en
reloj de pared y hasta en piano de media cola”. (El dardo en la
palabra, pág. 552; cfr. t. “Hablar versátil” en El nuevo dardo en
la palabra, págs. 103-106).

Ese último uso, referido a objetos, proviene del inglés,


lengua que a su vez lo tomó del italiano (tiene antece-
dentes en latín clásico). La forma inglesa versatile exten-
dió más tarde su acepción figurada positiva, ya aplicada
a personas desde el siglo XVIII, a todo aquello que sirve
para usos diversos o cambiantes.

380
La Real Academia Española ha acabado por legiti-
mar los usos criticados. En el DRAE 2001 versátil tiene,
como segunda acepción, la siguiente:

“Capaz de adaptarse con facilidad y rapidez a diversas fun-


ciones”.

Y esta, como tercera:

“De genio o carácter voluble e inconstante”.

381
VERSUS
Versus es una preposición que en latín clásico significaba
‘hacia’, ‘en la dirección de’, ‘del lado de’: “In Galliam
versus” significaba ‘hacia la Galia’.
Su actual sentido, que hace a versus equivalente de
contra (concepto expresado en latín clásico por la prepo-
sición, idéntica, contra) puede haberse desarrollado en
latín medieval, o bajo latín. Pero es más probable que ese
cambio semántico haya tenido lugar dentro de la propia
lengua inglesa, la cual adoptó dicho latinismo a media-
dos del siglo XV.
En inglés versus (abreviado gráficamente en vs. o
v.) es un término del lenguaje jurídico y del lenguaje de-
portivo. Pero ha desarrollado asimismo el matiz, menos
duro, de ‘frente a’, ‘opuesto a’, ‘en contraste con’ (“free
trade versus protection”).
El uso jurídico es hoy corriente en el español de la
Península y de algunos países de América (la Argentina,
por ejemplo). En lenguaje deportivo, versus se usa en el
Perú especialmente referido a partidos de fútbol (“Alian-
za versus Universitario”) y matches de box. En el español
de todas partes, versus se emplea también —como en in-
glés— con el matiz semántico más suave de ‘frente a’,
‘en contraste con’: “ciudad versus campo”, “centralismo
versus descentralización”.

382
En España versus ha desarrollado, además, otros
usos y abusos considerados hoy intolerables. El filólogo
—y expresidente de la Real Academia Española— don
Fernando Lázaro Carreter se escandalizaba porque esta
partícula anglolatina hubiera invadido el sistema cerra-
do de las preposiciones castellanas. Consideraba que el
desplazamiento de la legítima partícula castellana contra
por “el horroroso versus” constituía “la última felonía”
contra nuestra lengua. Y que:

“lo que aquí importa es denunciar cómo versus avanza ya en


nuestro idioma, hombro a hombro, con una legión de inva-
sores, como una lava letal vomitada sobre la lengua castella-
na”. (El dardo en la palabra, pág. 334).

La verdad es que algunos de los ejemplos que cita, to-


mados de los medios de comunicación de la Penínsu-
la, son realmente escandalosos: “versus viento y marea”,
“loción versus la caspa”, etc.
Pero versus ha llegado, también, al nivel más alto
del habla culta y del lenguaje científico, de la lógica y
aun de la lingüística. En esos usos el anglolatinismo per-
tenece, según Lázaro, a “un español nuevo, joven, liofi-
lizado y aromatizado...” (Ob. cit., pág. cit.).
Versus no figura en la edición de 2001 del Léxico
oficial. Ya se incluye, como anglicismo del lenguaje jurí-
dico, en la edición de 1989 del Diccionario manual que
publicó la misma Academia, limbo o antesala de lo que
será eventualmente aceptado por la docta Corporación.

383
VICTIMAR
Víctima era, en la antigua Roma, la persona o animal
destinado al sacrificio ante los dioses. El sacerdote que
se hacía cargo de los preparativos se llamaba victimarius,
pero el que realmente consumaba el sacrificio era el vic-
timator.
Víctima se documenta en castellano desde el siglo
XV, en referencia al uso romano. Más tarde se exten-
dió su ámbito semántico al de “persona que se ofrece
a un grave riesgo en obsequio de otra”. A partir del si-
glo XVIII, y por influencia del francés, víctima tomó el
sentido actual de “persona que padece daño por culpa
ajena o por causa fortuita” (DRAE 2001).
En efecto, durante la Revolución Francesa el lati-
nismo victime, antes restringido a la traducción del uso
histórico, se aplicó a las personas ejecutadas durante el
Terror. Hubo entonces peinados á la victime que imita-
ban aquellos que llevaban, obligadamente, quienes iban
a ser decapitados por la guillotina, y aun bailes á la victi-
me, en los que era obligatorio mostrar el nombre de un
miembro de la propia familia ejecutado por mano del
verdugo.
El verbo derivado victimar es relativamente nuevo
en español. Puede haberse tomado directamente del la-
tín victimare (restringido, como víctima, al uso ritual) o

384
a través del neologismo francés victimer. Victimar se usa
más en América que en España, y por eso ha sido censu-
rado durante varias décadas y considerado como ameri-
canismo innecesario.
La Real Academia Española aceptó victimar —entre
otras “Adiciones” al Diccionario oficial— en 1982, pero el
término no alcanzó a ser incluido en la edición de 1984.
Sí se registró en la de 1992, con el significado de “asesi-
nar, matar”.
Consecuentemente, a victimario se le añadió, como
primera acepción, la de “homicida” y se relegó a un se-
gundo lugar el uso histórico referido al ritual pagano.
En cuanto a los usos actuales de víctima, constata-
dos sobre todo en el lenguaje periodístico, se censuran
aquellos que hacen al término equivalente de occiso, es
decir, “muerto violentamente” (por agresión, accidente,
guerra o catástrofe). En la lengua general actual, víctima
comprende al muerto y también al herido o lesionado.
Para aclarar cada uso, algunos periodistas especifican
víctimas fatales o víctimas mortales en los casos en que vícti-
ma equivale a occiso.

385
VISA
En latín visa ‘cosas vistas’ era el neutro plural de visus, a
su vez participio pasado del verbo videre ‘ver’.
A mediados del siglo XVI, el lenguaje administra-
tivo de Francia adoptó, como sustantivo masculino, el
latinismo visa con el sentido de ‘sello y firma puestos en
un documento para darle validez’.
Del francés visa salió el correspondiente verbo viser
‘poner sello y firma para dar validez a un documento’,
‘poner el visto bueno’. Este latinismo galo pasó al inglés
en el primer tercio del siglo XIX, un poco antes de que
el verbo correspondiente castellano, visar, se registrara
en la edición de 1843 del Diccionario oficial.
La lengua de la Península, sin embargo, no tomó
del francés el sustantivo visa. Para expresar ese concep-
to, prefirió usar el participio del verbo visar, sustanti-
vado: el visado es la forma oficialmente aceptada por la
Real Academia Española. Tampoco se usa en la Penín-
sula el postverbal visación, que se documenta en varios
países de América (aparece como la única forma caste-
llana, frente al francés e inglés visa, en los más recientes
pasaportes diplomáticos peruanos).
Desde la edición de 1992 del Diccionario académico,
visa se registra como americanismo equivalente del sustan-
tivo general visado, con origen francés y género ambiguo.

386
Origen francés —y, en último término, latino— sin
duda lo tiene. Algunos lexicógrafos opinan que el paso
de visa al español se hizo por intermedio del inglés, pero
el hecho de que visa haya tenido —o tenga todavía— gé-
nero masculino en algunas regiones de América apunta
a un préstamo directo del francés.
En el Perú visa parece haber tenido, desde el prin-
cipio, género femenino predominante o exclusivo. Así
lo usa Bryce:

“Me llegaron por fin la visa y los billetes...” (Permiso para vivir,
pág. 160).

Pero Haya de la Torre usa visa como masculino en un


documento de 1929, firmado en Londres. Refiriéndose
al Secretario de la Legación de Panamá en Costa Rica,
escribe:

“Me otorgó él personalmente el visa de mis pasaportes...” (¿A


dónde va Indoamérica?, pág. 72).

En este caso es difícil saber si el uso corresponde al habla


peruana: Haya de la Torre fue, desde muy joven, cos-
mopolita por la fuerza del destierro.
En español son muchos los sustantivos femeninos
en singular que provienen de neutros latinos plurales, a
causa del falso indicio que daba su vocal final -a, carac-
terística del género femenino en castellano. Un ejemplo
típico es boda, femenino singular proveniente del neutro
plural latino vota, que significa ‘votos’: los que se pronun-
cian en la correspondiente ceremonia (véase currícula).
En esa línea se incluye sin duda visa, término del
lenguaje consular y diplomático de varios países hispa-
noamericanos.

387
VUESTRO
Vuestro es el posesivo de vosotros, pronombre de la segun-
da persona del plural que en la América hispana ha sido
totalmente olvidado y sistemáticamente sustituido por
ustedes.
Ustedes fue en su origen un pronombre de tercera
persona, puesto que resulta de la contracción (con varias
formas intermedias) de la fórmula de tratamiento respe-
tuoso Vuestras Mercedes.
El posesivo de ustedes es suyo, su, que también co-
rresponde al singular usted y a los pronombres de terce-
ra persona él, ella, ellos, ellas.
Suyo (con sus variaciones de género y número) y su
(con su plural) son, pues, posesivos ambiguos. Y, tal vez
para evitar la ambigüedad, se cae en el error de cons-
truir frases en que se mezclan formas correspondientes
a ustedes con otras correspondientes a vosotros.
Oradores y políticos (incluidos algunos congresistas)
caen a veces en ese error, que puede constatarse hasta en
textos y fórmulas oficiales del más alto nivel. En documen-
tos parlamentarios, por ejemplo, se leen frases tales como
“Ha llegado a vuestra Comisión...”, pero no se trata al des-
tinatario de vos, sino de usted. En este caso, “vuestra Co-
misión” puede ser correctamente sustituida por “su Comi-
sión”, o “esta Comisión” si el su no satisface por ambiguo.

388
Hemos oído a locutores de televisión despedirse
con la fórmula “les agradecemos por habernos dejado
entrar en vuestros hogares”, frase que resulta, al mismo
tiempo, artificiosa e incorrecta. Lo correcto y natural
es “les agradecemos por habernos dejado entrar en sus
hogares”. La ambigüedad es inherente al lenguaje y el
contexto se encarga, generalmente, de aclararla.
En Madrid podría decirse, con naturalidad, “os
agradecemos por habernos dejado entrar en vuestros
hogares”. Pero en América vosotros, vuestro y os no son
usuales en la lengua culta familiar, y tienen por eso un
cargado matiz de artificio y solemnidad. ¿Por qué, en-
tonces, arriesgarse a usar la forma vuestros en casos en
que va tan mal unida a les?
En el habla culta de la América hispana no hay,
pues, obligación de decir vos, ni vosotros, ni vuestro,
ni os. Pero, si se opta por usar el posesivo vuestro, no
queda más remedio que emplear también, obligatoria-
mente, los correspondientes pronombres personales
vos, vosotros y os.

389
WÁTER
En 1596, un miembro de la Corte de la reina Isabel I de
Inglaterra, sir John Harington, inventó el “moderno”
evacuatorio doméstico que funciona con descarga de
agua. Se llamó water closet el cuarto pequeño (closet) don-
de estaba instalado ese aparato sanitario que funcionaba
con agua (water) corriente y descargable. La denomina-
ción compuesta water closet (documentada desde 1755)
se abrevió en Inglaterra en las iniciales W. C.
Aunque en el inglés actual predominan sinónimos
como toilet, durante el siglo XIX la locución water closet
estuvo de moda en las principales lenguas europeas.
Proust criticó el uso en francés de este anglicismo.
En el segundo volumen de En busca del tiempo perdido,
que tiene el título de A la sombra de las muchachas en flor,
se refiere a:

“...lo que en Inglaterra llaman lavabos y en Francia por una


anglomanía mal informada, water-closets”. (Traducción de Pe-
dro Salinas; pág. 78).

Y en el cuarto volumen, titulado Sodoma y Gomorra,


Proust se refiere al uso en francés de la forma reducida
water, en plural: les waters. La abreviatura W. C. de la for-
ma completa water closet, usada con el artículo en plural

390
(les W. C.), ha dado lugar a una grafía popular (les vécés)
que corresponde a la pronunciación francesa corriente
de W. C.
En el habla familiar de la América hispana se usa
hoy watercloset (pronunciada como la sucesión de dos bi-
sílabas graves), o abreviadamente water, para designar
el aparato sanitario llamado retrete, servicio, excusado o
inodoro y también, por extensión, el cuarto en que está
instalado, generalmente junto con otros aparatos higié-
nicos. Inversamente, y por eufemismo, términos como
lavabo, baño o cuarto de baño se emplean a veces para de-
signar recintos en que solo hay inodoros.
En la edición de 1989 del Diccionario manual de la
Real Academia Española, donde se consignan palabras
todavía no aceptadas oficialmente por la Corporación,
aparecía ya, con el corchete inicial que indicaba su con-
dición precaria o expectante:

“[wáter o water-closet, (voz inglesa), m. Retrete, excusado. |


| Habitación con instalaciones sanitarias”.

Era de esperarse, por lo tanto, que en la edición de 1992


del Léxico oficial se incorporara esa entrada. Sin embar-
go, en ella aparecía:

“váter. (Del Ing. water) m. Inodoro. || 2. cuarto de baño,


habitación”.

El dato etimológico consignado distorsionaba los hechos


en cuanto al origen de la forma reducida váter, que no
viene directamente del inglés water ‘agua’ sino del pri-
mer elemento de la expresión nominal water closet, y así
lo hice notar en la primera edición de este libro del año
2000.

391
En la edición de 2001 del DRAE se ha corregido el
error:

‘váter. (Del ingl. water-closet), m. Inodoro. || 2. cuarto de


baño (|| habitación)”.

La entrada académica nos informa sobre la plena con-


sonantización de la semiconsonante inglesa inicial, muy
probablemente porque el préstamo se recibió por vía
escrita. En América, en cambio, wáter se pronuncia ge-
neralmente uáter, lo que indica que el préstamo se hizo
por vía oral.
En El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, Bryce
se refiere a una sesión de profesores en la Universidad
francesa de Vincennes. Su protagonista y álter ego, el
profesor Martín Romaña, explica que en dicha sesión:

“El orden del día era el water [...]. El water ha desaparecido,


resumió el secretario [...]. Resulta que el water robado era un
water de asiento, y precisamente por eso era tan fácil robárse-
lo. La solución al problema sería, por consiguiente, adquirir
un water de hueco en el suelo, también llamado turco, en vista
de que es imposible robarse un hueco...” (pág. 217).

Efectivamente, en francés se llaman cabinets à la turque o


latrines à la turque los servicios higiénicos a ras del suelo,
sin ningún tipo de asiento, en los cuales hay que defecar
en cuclillas (véase silo).
Algo más en cuanto al texto de Bryce: según las re-
glas de acentuación del español, la palabra ya asimilada
wáter necesita la tilde sobre la a para ser pronunciada
como grave o llana.

392
ZAPEAR
En las últimas décadas se ha impuesto en español el ver-
bo zapear con el sentido de ‘cambiar frecuentemente de
canal de televisión, apretando los botones del control re-
moto, en busca de un programa mejor o para evadir la
publicidad comercial’.
Zapear no estaba incluido, con esta acepción, en la
edición del Diccionario de la Academia de 1992. Sí se re-
gistra en la de 2001, pero no como entrada o lema inde-
pendiente, sino como acepción 4 (“practicar el zapeo”)
de otro verbo zapear que significa “espantar al gato con
la voz zape” (la interjección ¡zape! se documenta en caste-
llano desde principios del siglo XVI).
Zapear ‘operar, reiteradamente, el control remoto’
y zapear ‘espantar al gato’ son, obviamente, dos palabras
distintas, aunque coincidan en su forma. Tales palabras,
llamadas homónimas, deben consignarse, según las pro-
pias normas del Diccionario de la Academia, como lemas
o entradas diferentes, en el orden de su primera docu-
mentación en la lengua y con un superíndice (número
pequeño y elevado) pospuesto a dicha entrada o lema.
Por lo tanto, los dos verbos zapear deberían aparecer así
en el DRAE:
Zapear1
Zapear2

393
Bajo zapear1 deberían ir las tres primeras acepcio-
nes que consigna el DRAE como referentes a la voz tra-
dicional derivada de la interjección ¡zape!
Bajo zapear2 debería ir el verbo moderno referido
a la televisión.
Así aparecen, por cierto, en la última edición del
Diccionario de uso del español, de María Moliner. Y en el
Diccionario del español actual de Manuel Seco, que expone
solo el uso de hoy en la Península, el verbo tradicional
zapear ni siquiera se consigna (¿por obsolescente u ob-
soleto?) en tanto que aparecen los neologismos zapear
‘hacer zapping’ y zapeo ‘zapping’.
El zapear de la televisión es un modernísimo angli-
cismo de origen norteamericano. En efecto, el verbo to
zap significa, entre otras acepciones menos modernas,
‘cambiar de canal de televisión, especialmente durante
la emisión de los avisos comerciales’. Su gerundio sus-
tantivado zapping se traduce generalmente como zapeo,
pero a veces se castellaniza como zapin: hacer zapin equi-
vale a zapear.
En el DRAE 2001 está también zapeo como adapta-
ción del inglés zapping, con influencia del español zape, y
esta definición: “cambio reiterado de canal de televisión
por medio del mando a distancia”.
En la revista Caretas y en la columna titulada, pre-
cisamente, “Zapeando”, el periodista Gilberto Hume
contesta así la encuesta semanal sobre hábitos frente a
la pantalla chica:

“...como en el canal hay una docena de televisores encen-


didos, voy saltando, sin zapear, por la BBC de Londres, la
Deutsche Welle (Tv. Alemana) y las cadenas americanas.
Por la noche, en casa [...] comienza el zapeo entre las series de
Sony, los canales de película, las biografías y los programas

394
de diversas productoras gringas...” (edición del 6 de mayo de
1999, pág. 83).

En cuanto al instrumento utilizado en el zapeo, la desig-


nación preferida en la América hispana es control remoto,
calco de la expresión inglesa remote control. En España,
en cambio, se prefiere la designación mando a distancia,
que evade el anglicismo crudo. Ambas locuciones nomi-
nales se reducen, en el habla coloquial, al primer ele-
mento: control o mando a secas.
Tanto control remoto como mando a distancia se han
incluido ya en el DRAE 2001, pero sin referencia espe-
cífica a la televisión y, en el caso de control remoto, sin
referencia específica a su uso en América.
El especialista en comunicación social Julio Hevia
ha estudiado el cambio sustancial que la televisión ha
producido en el hombre de hoy. El periodista Carlos
Bejarano glosa a Hevia en un artículo sobre el tema y
concluye:

“Agotado el homo sapiens en medio de las tecnologías que lo


cercan, quizá debamos estar más atentos al imperceptible ad-
venimiento de su doble digitalizado: el homo zapping”. (En El
Dominical, edición del 27 de abril de 2003, pág. 5).

No cabe hoy duda alguna de que la televisión ha pro-


ducido cambios estructurales en la actitud y en la con-
ducta de quienes tienen acceso a ella por elección o por
invasión de espacio vital y cognitivo. Y lo mismo puede
decirse en cuanto a las relaciones entre distintos y dis-
tantes grupos humanos a lo largo y lo ancho del mundo
entero.

395
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420
ÍNDICE

PRESENTACIÓN 5

abreviaturas y signos 13

ARTÍCULOS
ACREENCIA 15
ACRÓNIMO 17
ADOLECER 21
AEROMOZA 23
AFICHE 25
¡ALÓ! 27
ANCESTRO 30
*ANDARA 32
ANTÍPODAS 35
*APERTURAR 38
APLANADORA 40
APÓSTROFE 43
ARGOLLA 45
ATARJEA 47
ATORARSE 49

421
AUQUÉNIDO 52
AVIONERO 55
AZAFATE 58
BACÁN 60
BALOTEAR 62
BASUREAR 64
BEBE 66
BEIGE 69
BÍPER 72
BIVIDÍ 74
BLANQUIÑOSO 76
BONHOMÍA 79
BREVETE 81
CACHETADA 83
CAMPUS 85
CANDIDATEAR 87
CANIBALIZAR 89
CANTALETA 92
CANTINFLADA 94
CÁRTEL 97
CERQUILLO 100
CHANCLETERO 103
CHATO 105
CIERRAPUERTAS 109
CLONAR 112
CONCRETO 115

422
CULANTRO 117
*LA CURRÍCULA 119
*EL CURUL 122
DEBACLE 124
DE REPENTE 126
DESBARRANCARSE 128
DESCARTABLE 131
DETENTAR 134
DIFERENDO 136
DINTEL 139
DURMIENTE 142
*ECRAN 145
ÉLITE 148
ENTENADO 150
EPÓNIMO 153
*ERIÁCEO 156
ESCUCHAR 158
ESPECIES 161
*ESPÚREO 163
ESTATIZAR, PRIVATIZAR 165
ESTERILLA 167
EVENTO 170
EXILAR, EXILIAR 172
EXTRADITAR 175
GRAMA 177
GRIFO 179

423
GURÚ 181
*HABEMOS 183
*HACERSE DE LA VISTA GORDA 186
*HAIGA 188
HALL 191
HOMENAJE 194
HOMÓLOGO 197
IMPASE 200
IMPLEMENTAR 202
INCÓLUME 205
INCONDUCTA 207
INUSUAL 209
INVIABLE 213
IRRESTRICTO 215
IRROGAR, ARROGAR 218
KEROSENE 221
LAPSO DE TIEMPO 224
LEPROSORIO 226
LLANTA 229
LUMPEN 233
LUSTRABOTAS 236
MALOGRAR 239
MANDATARIO 242
MANEJAR 245
MARATÓN 248
MASACRE 251

424
METETE 254
*LAS MIASMAS 257
EL MISMO 260
MORGUE 262
MOTRIZ 264
MUTUO 267
NOMINAR 269
OVNI 271
PAQUETAZO 274
PASARELA 276
PEATONAL 278
PELICULINA 280
PELUCA 283
PERIPLO 286
PICANA 288
PLAGIAR 291
PLANCHA 293
PLANILLA 295
PLOMO 299
POLIZONTE 302
PÓSTER 305
PREMIACIÓN 308
PREMIER 310
PRIORIZAR 312
PRÍSTINO 315
PRIVACIDAD 317

425
PROVISORIO 319
QUEPÍ 321
*QUERRAMOS 324
RECEPCIONAR 326
REIVINDICAR 329
REMARCABLE 332
RUBRO, RÚBRICA 334
RUMA 337
SATANIZAR 339
SEMÁNTICO 342
*SEUDOS, *SEUDA(S) 344
SIDA 346
SILBATINA 348
SILO 350
SITO 352
SOBÓN 354
SOBREPARAR 357
SOFISTICADO 359
STATUS 361
TACO 364
TAITA 367
TINTERILLO 370
TRASPIÉS 373
*TRAUMAR 375
VERGONZANTE 377
VERSÁTIL 379

426
VERSUS 382
VICTIMAR 384
VISA 386
VUESTRO 388
WATER 390
ZAPEAR 393

BIBLIOGRAFÍA 397
(obras y publicaciones citadas)

427
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de
METroCoLor S. A.,
Los Gorriones 350, Lima 9, Perú,
en marzo de 2012.

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