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Horacio Quiroga, tras su paso inicial por el decadentismo francés y las neurosis y
estridencias del modernismo, heredó el espíritu trepidante del estilo policial de Edgar
Alan Poe y de autores como D.H. Lawrence, Maupassant, H. G. Wells o E. Hemingway.
Quiroga extremó en su prosa la exaltación de lo fantástico y en él la expresión del
americanismo latinoamericano. Los cuentos de terror, de este maestro uruguayo,
aparecen embalsamados por la tragedia y la muerte –experiencia, además, que
acompañó al autor de Cuentos de la selva, desde su infancia hasta su suicidio en el
Hospital de Clínicas de Buenos Aires–.
Sin duda que la objetividad y el realismo, son dos elementos centrales de la cuentística
quirogueana. Pero, también, lo que hacen al estilo y talante propio de un narrador que
supo llevar con cautela sobre su pluma la transición del modernismo hacia el
regionalismo. Esta objetividad y realismo tan propios en el estilo de Quiroga son parte
inescindible de sus personajes y la naturaleza. Así en La gallina degollada dice: «El
patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo
a él, a cinco metros y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos». Esta
objetividad y realismo presente en la mayoría de sus cuentos, se manifiesta unas veces
desde el interior de los personajes, como en La insolación: «Fue en ese momento
cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido
de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo volvió la cabeza a
su patrón y confrontó. -¡La Muerte, la Muerte!- aulló»; o en El Hombre muerto: «Por
entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa.
A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe
muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su
cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo,
todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos
inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que
cambiar...». En La gallina degollada, es el narrador quien evoca un realismo impecable:
«Corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un
mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada, y lanzó un grito de horror».
Este estilo alcanzado por Quiroga, en sus cuentos de efecto como gustaba de llamar a
sus creaciones, rehuyó siempre los circunloquios y las formas oscuras que tienden a
demorar la acción; su estilo se nutría del lenguaje directo, sin remilgos de ninguna
índole: «Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro».
Y no sin razón, por todo lo que vivió y experimentó Quiroga en esta vida, el
guatemalteco Augusto Monterroso, autor de La Oveja negra y otros cuentos, decía que
si la desgracia humana existía en la vida de los seres humanos, Quiroga las había vivido
todas. Camilo Cela en La Muerte de Pascual Duarte, dijo, cuando la desgracia se
ensaña con la vida de un hombre, este aunque se meta bajo las piedras igual lo alcanza.
La desgracia se ensañó con el autor de El hombre y al Tortuga; pero esto no le impidió
ni frenó su americanismo tan presente en su narrativa. Lo expuso en sus cuentos de
manera irrefrenable. Un americanismo situado entre el vértice de un realismo natural y
el regionalismo de un continente sometido a la voracidad del capital.