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HORACIO QUIROGA Y EL AMERICANISMO

En memoria de Víctor Manuel Castro

Horacio Quiroga, tras su paso inicial por el decadentismo francés y las neurosis y
estridencias del modernismo, heredó el espíritu trepidante del estilo policial de Edgar
Alan Poe y de autores como D.H. Lawrence, Maupassant, H. G. Wells o E. Hemingway.
Quiroga extremó en su prosa la exaltación de lo fantástico y en él la expresión del
americanismo latinoamericano. Los cuentos de terror, de este maestro uruguayo,
aparecen embalsamados por la tragedia y la muerte –experiencia, además, que
acompañó al autor de Cuentos de la selva, desde su infancia hasta su suicidio en el
Hospital de Clínicas de Buenos Aires–.

La prosa fantástica de Horacio Quiroga, exhala a cada instante lo misterioso e


irracional, y que la misma como una postura estética, se torna una respuesta al
positivismo materialista y científico tan en boga a principios del siglo XX. Si bien el
modernismo buscó una evasión ante esta realidad cientista, por medio del exotismo,
Quiroga, intentó seguir el exotismo modernista pero de forma inversa. El exotismo de
Quiroga es interior. Inicia un descenso hacia la interioridad humana, para contarnos
cómo se esconden y se camuflan los estados psicológicos hasta llegar a niveles
patológicos. Esta indagación en la interioridad subjetiva, no es sino la notable influencia
de Poe y Dostoievski. Pero, además, la obra de este uruguayo quien se desterró
voluntariamente en las entrañas de la selva en Misiones, constituye una muestra clara de
cómo la experiencia vital es transformada en una postura estética. Para Quiroga el
quietismo y la mirada inactiva del escritor frente a la realidad no tiene sentido, por eso,
advierte que, antes que el arte está la vida. En ese sentido asume la postura del escritor
en el papel de héroe de la acción, como Ernest Hemingway o Henry Miller. Toda la vida
de Horacio Quiroga no es sino una respuesta estética. No es gratuito en esa dirección el
primer postulado de su decálogo del perfecto cuentista: «Cree en el maestro –Poe,
Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo».

Quiroga es un escritor que se apropia del entorno y lo hace expresándolo en toda su


intensidad y dramatismo: “El Paraná corre allí en el fondo de un inmenso hoyo, cuyas
paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río […] El paisaje es agresivo
y reina en él un silencio de muerte” (A la deriva). “La noche había caído ya, y el
monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario. […] La luna ocre en su
menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el
confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape”. (Los
inmigrantes).

Sin duda que la objetividad y el realismo, son dos elementos centrales de la cuentística
quirogueana. Pero, también, lo que hacen al estilo y talante propio de un narrador que
supo llevar con cautela sobre su pluma la transición del modernismo hacia el
regionalismo. Esta objetividad y realismo tan propios en el estilo de Quiroga son parte
inescindible de sus personajes y la naturaleza. Así en La gallina degollada dice: «El
patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo
a él, a cinco metros y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos». Esta
objetividad y realismo presente en la mayoría de sus cuentos, se manifiesta unas veces
desde el interior de los personajes, como en La insolación: «Fue en ese momento
cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido
de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo volvió la cabeza a
su patrón y confrontó. -¡La Muerte, la Muerte!- aulló»; o en El Hombre muerto: «Por
entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa.
A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe
muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su
cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo,
todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos
inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que
cambiar...». En La gallina degollada, es el narrador quien evoca un realismo impecable:
«Corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un
mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada, y lanzó un grito de horror».
Este estilo alcanzado por Quiroga, en sus cuentos de efecto como gustaba de llamar a
sus creaciones, rehuyó siempre los circunloquios y las formas oscuras que tienden a
demorar la acción; su estilo se nutría del lenguaje directo, sin remilgos de ninguna
índole: «Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro».

La cuentística de Horacio Quiroga es la expresión incuestionable del americanismo, que


luego alcanzará expresiones importantes en novelas como Doña Bárbara de Rómulo
Gallegos, La vorágine de José Eustasio Rivera y en Don Segundo Sombra de Ricardo
Güiraldes. Es asimismo, en este regionalismo presente en Quiroga cómo hunde sus
raíces el americanismo. Quiroga fue un extraño, voluntariamente distante a los venenos
de la gran urbe; por su lenguaje preciso, directo, objetivo y fantástico, se abrió la selva a
la narrativa latinoamericana. En pocos trazos hacia que lo inconmensurable de la selva
saltará a la vista del lector: «Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de
campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del
monte». Enfermo de tragedia y de muerte y de desgracia humana, sintió la necesidad de
hablar de ellas con la más refinada objetividad y sencillez. En sus Cuentos de amor, de
locura y de muerte o los Cuentos de la selva –leía yo a mi hijo cada noche antes de
dormir en versiones aumentadas y corregidas– hay un hombre, la voz de un hombre, la
vida de un hombre, que sufre los embates de lo trágico y lo contingente del acontecer
humano, muchas veces teñido por la desgracia, pero que, alza su voz henchida de
pasión, de ansias de anhelo y, sobre todo, un sediento de verdad que sabe que nuestro
destino ante la tragedia no es callar sino exaltar la abundancia de la vida, porque la
esperanza no es del ser humano, como dice Cortázar, sino de la vida.

Y no sin razón, por todo lo que vivió y experimentó Quiroga en esta vida, el
guatemalteco Augusto Monterroso, autor de La Oveja negra y otros cuentos, decía que
si la desgracia humana existía en la vida de los seres humanos, Quiroga las había vivido
todas. Camilo Cela en La Muerte de Pascual Duarte, dijo, cuando la desgracia se
ensaña con la vida de un hombre, este aunque se meta bajo las piedras igual lo alcanza.
La desgracia se ensañó con el autor de El hombre y al Tortuga; pero esto no le impidió
ni frenó su americanismo tan presente en su narrativa. Lo expuso en sus cuentos de
manera irrefrenable. Un americanismo situado entre el vértice de un realismo natural y
el regionalismo de un continente sometido a la voracidad del capital.

Iván Jesús Castro Aruzamen

Teólogo, filósofo, poeta y escritor

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