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Texto tomado del libro: “Genoma: la autobiografía de una especie en 23 capítulos”.

Matt
Ridley. Editorial Taurus. Madrid. 2001. Pág. 15-27.

Cromosoma 1. Vida
Otras formas suplen a todas las formas que perecen, (de uno en uno
dejamos de respirar y morimos) Como burbujas en el mar nacidas de
la materia, Se elevan, se rompen y a ese mar regresan.
Alexander Pope, Ensayo sobre el hombre.

En un principio fue la palabra. La palabra convirtió al mar con su mensaje, copiándose sin cesar
y para siempre. La palabra descubrió cómo reordenar las sustancias químicas a fin de captar
pequeños remolinos en la corriente de la entropía y hacerlos vivir. La palabra transformó la
superficie terrestre del planeta de un infierno polvoriento a un paraíso de verdor. Finalmente,
la palabra floreció y se tornó suficientemente ingeniosa como para construir un artilugio
pastoso llamado cerebro humano, que podía descubrir y tener conciencia de la palabra misma.

Mi artilugio pastoso se sobresalta cada vez que medito esta idea. En cuatro mil millones de
años de historia terrenal, tengo la suerte de estar vivo hoy. Entre cinco millones de especies,
tuve la fortuna de nacer un ser humano consciente. Entre seis mil millones de personas sobre
el planeta, tuve el privilegio de nacer en el país donde se descubrió la palabra. En toda la
historia, la biología y la geografía de la Tierra, nací justo cinco años después del momento, y a
sólo trescientos kilómetros del lugar en el que dos miembros de mi propia especie
descubrieron la estructura del ADN y con ello revelaron el secreto más grande, simple y
sorprendente del universo. Búrlense de mi fervor si lo desean; considérenme un materialista
ridículo por dedicarle tal entusiasmo a un acrónimo. Pero síganme en un viaje de vuelta al
mismísimo origen de la vida y espero que pueda convencerles de la inmensa fascinación de la
palabra.

“Como la Tierra y el océano estaban probablemente poblados de productos vegetales mucho


antes de la existencia de los animales, y numerosas familias de estos animales mucho antes
que otras familias de éstos, ¿podemos suponer que un mismo tipo de filamentos vivientes es y
ha sido la causa de toda vida orgánica?”, preguntaba el poeta y médico erudito Erasmus
Darwin en 1794. Era una asombrosa conjetura para la época, no sólo por la audaz suposición
de que toda vida orgánica compartía el mismo origen, sesenta y cinco años antes de la
aparición del libro de su nieto sobre el tema, sino por el extraño uso de la palabra
“filamentos”. El secreto de la vida es, en efecto, una hebra.

Sin embargo, ¿cómo puede un filamento hacer que algo viva? La vida es algo escurridizo de
definir, pero consta de dos aptitudes muy diferentes: la capacidad de replicar y la capacidad de
crear orden. Las cosas vivas producen copias aproximadas de sí mismas: los conejos producen
conejos, los dientes de león producen dientes de león. Sin embargo, los conejos hacen más
que eso. Comen hierba, la transforman en carne de conejo y de alguna manera construyen
cuerpos de orden y complejidad a partir del caos aleatorio del mundo. No desafían la segunda
ley de la termodinámica, que dice que en un sistema cerrado todo tiende del orden al
desorden, porque los conejos no constituyen sistemas cerrados. Los conejos construyen
paquetes de orden y complejidad llamados cuerpos, pero a costa de gastar grandes cantidades
de energía. En palabras de Erwin Schródinger, las criaturas vivas “beben orden” del ambiente.

La clave de estos dos rasgos de la vida es la información. La capacidad de replicar se hace


posible por la existencia de una receta, la información necesaria para crear un nuevo cuerpo.
El óvulo fecundado de un conejo lleva las instrucciones para componer un nuevo conejo. Pero
la capacidad de crear orden por medio del metabolismo también depende de la información:
las instrucciones para construir y mantener el material que crea el orden. Un conejo adulto,
con su capacidad tanto de reproducir como de metabolizar, está prefigurado y presupuesto en
sus filamentos vivientes del mismo modo que un bizcocho está prefigurado y presupuesto en
su receta. Ésta es una idea que se remonta a Aristóteles, quien dijo que el “concepto” de pollo
está implícito en el huevo o que una bellota estaba literalmente “informada” por el plan de
una encina. Cuando la confusa percepción de Aristóteles de la teoría de la información,
enterrada bajo generaciones de química y física, resurgió en medio de los descubrimientos de
la genética moderna, Max Delbruck decía en broma que se debería conceder un Premio Nobel
póstumo al sabio griego por el descubrimiento del ADN.

El filamento de ADN es información, un mensaje escrito en un código de sustancias químicas,


una sustancia química por cada letra. Es casi demasiado bueno para ser verdad, pero resulta
que el código está escrito de una forma que podemos comprender. Al igual que el inglés
escrito, el código genético es un lenguaje lineal, escrito en una línea recta. Al igual que el
inglés escrito, es digital, ya que cada letra tiene la misma importancia. Además, el lenguaje del
ADN es considerablemente más sencillo que el inglés, puesto que tiene un alfabeto de sólo
cuatro letras conocidas convencionalmente como A, C, G y T.

Ahora que sabemos que los genes son recetas codificadas, es difícil recordar que eran pocos
los que siquiera imaginaban tal posibilidad. Durante la primera mitad del siglo xx, una
pregunta resonaba sin respuesta a través de la biología: ¿Qué es un gen? Parecía de lo más
misterioso. Volvamos, no a 1953, el año del descubrimiento de la estructura simétrica del
ADN, sino diez años atrás, a 1943. En este año, aquéllos que más harán por romper el misterio,
toda una década después, trabajan en otras cosas. Francis Crick trabaja en el diseño de minas
navales cerca de Portsmouth. Al mismo tiempo, James Watson acaba de inscribirse como
estudiante en la Universidad de Chicago a la precoz edad de quince años; está decidido a
dedicar su vida a la ornitología. Maurice Wilkins ayuda a diseñar la bomba atómica en los
Estados Unidos. Rosalind Franklin estudia la estructura del carbón para el gobierno británico.
En Auschwitz, en 1943, Josef Mengele tortura gemelos hasta la muerte en una parodia
grotesca de investigación científica. Mengele intenta comprender la herencia, pero se
comprueba que su eugenesia no es el camino hacia el aprendizaje. Los resultados de Mengele
no serán de utilidad para los futuros científicos.

En Dublín, en 1943, un refugiado de Mengele y los de su calaña, el gran físico Erwin


Schródinger, emprende una serie de conferencias en el Trinity College tituladas “¿Qué es la
vida?”. Intenta definir un problema. Sabe que los cromosomas contienen el secreto de la vida,
pero no puede comprender cómo: “Son estos cromosomas... los que contienen en una especie
de guion en clave toda la pauta del futuro desarrollo del individuo y de su funcionamiento en
el estado maduro”. El gen, dice, es demasiado pequeño como para ser algo más que una gran
molécula, una revelación que inspirará a una generación de científicos, incluidos Crick,
Watson, Wilkins y Franklin, para abordar lo que de repente parece un problema viable. Sin
embargo, habiéndose acercado de un modo tentador a la respuesta, Schródinger da un giro.
Piensa que el secreto de la capacidad de esta molécula para transportar la herencia reside en
su amada teoría cuántica, y persigue esa obsesión, que resultará ser un callejón sin salida. El
secreto de la vida no tiene nada que ver con los estados cuánticos. La respuesta no vendrá de
la física.

En Nueva York, en 1943, un científico canadiense de sesenta y seis años, Oswald Avery, está
ultimando un experimento que identificará decisivamente el ADN como la manifestación
química de la herencia. Ha demostrado en una serie de ingeniosos experimentos que una
bacteria de la neumonía puede transformarse de una cepa inocua a una virulenta absorbiendo
simplemente una sencilla solución química. Hacia 1943, Avery ha llegado a la conclusión de
que la sustancia transformadora, una vez purificada, es ADN. Pero al publicar sus conclusiones
las expresará en un lenguaje tan prudente que pocos les prestarán atención hasta mucho
tiempo después. Sólo en una carta a su hermano Roy, escrita en mayo de 1943, Avery se
atreve a mostrarse un poco menos prudente: Si estamos en lo cierto, y desde luego todavía no
está demostrado, entonces significa que los ácidos nucleicos [ADN] no son sólo sustancias
estructuralmente importantes, sino funcionalmente activas en la determinación de las
actividades bioquímicas y características específicas de las células, y que por medio de una
sustancia química conocida es posible inducir cambios previsibles y hereditarios en las células.
Eso es algo con lo que han soñado los genetistas desde hace mucho tiempo, Avery casi lo ha
conseguido, pero todavía piensa en términos químicos.

“Toda la vida es química", dijo Jan Baptistavan Helmont en 1648, haciendo conjeturas. “Al
menos, una parte de la vida es química”, dijo Friedrich Wóhler en 1828 después de sintetizar
urea a partir de cloruro amónico y cianuro de plata. De ese modo, rompió la hasta entonces
sacrosanta división entre los mundos químico y biológico: la urea era algo que, hasta entonces,
solamente habían producido los seres vivos. Que la vida es química es cierto pero tedioso, lo
mismo que decir que el fútbol es física. La vida, más o menos, consiste en la química de tres
átomos, hidrógeno, carbono y oxígeno, que entre ellos constituyen el 98 por ciento de todos
los átomos de los seres vivos. Pero lo que resulta interesante son las propiedades de la vida
que están apareciendo —como la heredabilidad—, no las partes constituyentes. Avery no
puede explicarse qué tiene el ADN que le permite contener el secreto de las propiedades
hereditarias. La respuesta no vendrá de la química.

En Bletchley, Gran Bretaña, en 1943 y con total discreción, un brillante matemático, Alan
Turing, ve su intuición más sagaz convertida en una realidad física. Turing ha sostenido que los
números pueden calcular números. Para descifrar las máquinas codificadoras Lorentz del
ejército alemán, se ha construido un ordenador llamado Colossus basado en los
principios de Turing: se trata de una máquina universal con un programa almacenado que
puede modificarse. En ese momento nadie se da cuenta, Turing menos todavía, pero
probablemente está más cerca del misterio de la vida que ningún otro. La herencia es un
programa almacenado que se puede modificar; el metabolismo es una máquina universal. La
receta que les vincula es un código, un mensaje abstracto que se puede expresar de una forma
química, física o incluso inmaterial. Su secreto es que puede hacer que se replique a sí mismo.
Todo aquello que pueda usar los recursos del mundo para lograr copias de sí mismo está vivo;
lo más probable es que tal cosa tome la forma de un mensaje digital: un número, un
manuscrito o una palabra.

En New Jersey, en 1943, un investigador tranquilo y solitario llamado Claude Shannon está
rumiando una idea que tuvo por primera vez en Princeton algunos años antes. La idea de
Shannon es que la información y la entropía son las caras opuestas de una misma moneda y
que ambas están íntimamente ligadas a la energía. Cuanta menos entropía tenga un sistema,
más información contiene. Una máquina de vapor reparte la entropía para generar energía
debido a la información que le ha inyectado su diseñador. Lo mismo hace un cuerpo humano.
La teoría de la información de Aristóteles y la física de Newton se dan cita en el cerebro de
Shannon. Al igual que Turing, Shannon no posee conocimientos de biología. Pero su intuición
está más relacionada con la cuestión de qué es la vida que una montaña de química y física. La
vida es también información digital escrita en el ADN.

En un principio fue la palabra. La palabra no era ADN. Eso vino después, cuando la vida ya
estaba instaurada y cuando había repartido la tarea entre dos actividades distintas: el trabajo
químico y el almacenamiento de información, el metabolismo y la replicación. Pero el ADN
contiene un historial de la palabra, transmitido fielmente a lo largo de todos los periodos de
tiempo subsiguientes hasta el asombroso presente. Imagínense el núcleo de un óvulo humano
bajo el microscopio. Ordenen los veintitrés cromosomas, si pueden, por tamaño, el más
grande a la izquierda y el más pequeño a la derecha. Ahora, acerquen el objetivo sobre el
cromosoma más grande, el llamado cromosoma 1 por razones puramente arbitrarias. Cada
cromosoma tiene un brazo largo y un brazo corto separados por una constricción conocida
como centrómero. En el brazo largo del cromosoma 1, cerca del centrómero, encontrarán, si lo
estudian con detenimiento, que hay una secuencia de ciento veinte letras —A, C, Gy T— que
se repite una y otra vez. Entre cada repetición se halla un tramo de texto aleatorio, pero el
párrafo de ciento veinte letras sigue apareciendo de nuevo como un estribillo conocido más de
cien veces en total. Este corto párrafo es tal vez lo más cercano que podemos obtener a un eco
de la palabra original.

Este “párrafo” es un gen pequeño, probablemente el único gen más activo del cuerpo
humano. Sus ciento veinte letras están copiándose constantemente en un corto filamento de
ARN. La copia se conoce como ARN 5S. Se establece con un montón de proteínas y otros ARN,
cuidadosamente entrelazados, en un ribosoma, una máquina cuya tarea consiste en traducir
las recetas del ADN en proteínas. Y son las proteínas las que permiten que el ADN se replique.
Parafraseando a Samuel Butler, una proteína no es más que la forma que un gen tiene de
producir otro gen; y un gen no es más que la forma que tiene una proteína de producir otra
proteína. Los cocineros necesitan recetas, pero las recetas también necesitan cocineros. La
vida consiste en la interacción de dos tipos de sustancias químicas: proteínas y ADN.

La proteína representa la química, la vida, la respiración, el metabolismo y la conducta, lo que


los biólogos llaman fenotipo. El ADN representa la información, la replicación, la procreación,
el sexo, lo que los biólogos llaman genotipo. Ninguno puede existir sin el otro. Es el clásico
argumento del huevo y la gallina; ¿qué fue primero, el ADN o la proteína? No puede haber
sido el ADN, porque el ADN es un fragmento matemático pasivo e inútil que no cataliza
reacciones químicas. No puede haber sido la proteína, porque la proteína es pura química y no
tiene una forma conocida de copiarse exactamente a sí misma. Parece imposible que el ADN
inventara la proteína o viceversa. Podría haber seguido siendo un enigma extraño y misterioso
si la palabra no hubiera dejado una huella de sí misma ligeramente trazada en el
filamento. Al igual que ahora sabemos que los huevos aparecieron mucho antes que las
gallinas —los antepasados reptiles de todas las aves ponían huevos—, también hay cada vez
más pruebas de que el ARN apareció antes que las proteínas.

El ARN es una sustancia química que une los dos mundos del ADN y la proteína. Se emplea
principalmente en la traducción del mensaje del alfabeto del ADN al alfabeto de las proteínas.
Pero por la forma en que se conduce, apenas deja lugar a dudas de que es el antecesor de
ambos. El ARN es al ADN lo que Grecia fue a Roma: el Homero de su Virgilio. El ARN fue la
palabra. El ARN dejó tras de sí cinco pequeñas pistas de que precedió tanto a la proteína como
al ADN. Incluso hoy día, los ingredientes del ADN se elaboran modificando los ingredientes del
ARN, no mediante un camino más directo. Además, las letras T del ADN se forman a partir de
las letras U del ARN. El funcionamiento de muchas enzimas modernas, aunque están hechas
de proteína, depende de pequeñas moléculas de ARN. Así mismo, el ARN, a diferencia del ADN
y la proteína, puede copiarse a sí mismo sin ayuda: dadle los ingredientes apropiados y los
unirá formando un mensaje. Se mire donde se mire en la célula, las funciones más primitivas y
básicas requieren la presencia del ARN. Una enzima dependiente del ARN es la que lleva el
mensaje, hecho de ARN, del gen. El ribosoma, una máquina que contiene ARN, es el que
traduce ese mensaje, y es una pequeña molécula de ARN la que busca y transporta los
aminoácidos para la traducción del mensaje del gen. Pero por encima de todo, el ARN —a
diferencia del ADN— puede actuar de catalizador, rompiendo y uniendo otras moléculas entre
las que se cuentan los propios ARN. Puede cortarlas, juntar los extremos, fabricar algunos de
sus propios componentes básicos y alargar una cadena de ARN. Puede incluso actuar sobre sí
mismo, eliminando un fragmento de texto y empalmando de nuevo los extremos libres.

Estas notables propiedades del ARN fueron descubiertas a principios de los años ochenta por
Thomas Cech y Sidney Altman, un hecho que transformó nuestra forma de entender el origen
de la vida. Hoy día parece probable que el primero de todos los genes, el “gen ur”, fuera una
combinación de replicador-catalizador, una palabra que utilizaba las sustancias químicas que
tenía a su alrededor para duplicarse. Es muy posible que estuviera hecho de ARN. Eligiendo
reiteradamente moléculas de ARN aleatorias del tubo de ensayo basadas en su capacidad para
catalizar reacciones, es posible “desarrollar” ARN catalíticos de la nada, casi para reconstruir el
origen de la vida. Y uno de los resultados más sorprendentes es que estos ARN sintéticos
acaban a menudo con un tramo de texto que reza extraordinariamente igual que parte del
texto de un gen de ARN ribosómico como el gen 5S del cromosoma 1.

Retrocediendo a la época previa a los primeros dinosaurios, los primeros peces, los primeros
gusanos, las primeras plantas, los primeros hongos, las primeras bacterias, había un mundo de
ARN, probablemente en alguna parte hace unos cuatro mil millones de años, poco después del
comienzo de la existencia del planeta Tierra y cuando el universo tenía una edad de sólo diez
mil millones de años. No sabemos qué aspecto tenían estos “ribo-organismos”. Sólo podemos
imaginar qué hacían para vivir, químicamente hablando. No sabemos lo que hubo antes que
ellos. Podemos estar casi seguros de que una vez existieron debido a los indicios de la función
del ARN que hoy día sobreviven en los organismos vivos.
Estos ribo-organismos tenían un gran problema. El ARN es una sustancia inestable que se
descompone en el plazo de unas horas. Si estos organismos se hubieran arriesgado a vivir en
algún lugar caliente, o si hubieran intentado crecer demasiado, se habrían enfrentado a lo que
los genetistas llaman una catástrofe por error, un rápido deterioro del mensaje de sus genes.
Uno de ellos inventó, a fuerza de errores, una versión nueva y más resistente del ARN llamada
ADN y un sistema para hacer copias del ARN a partir de ella, incluida una máquina a la que
llamaremos protorribosoma.

Tenía que trabajar deprisa y con precisión. Tenía que unir copias genéticas de tres letras a la
vez, de modo que lo mejor era ser rápida y precisa. Cada grupo de tres letras venía señalado
con una etiqueta para que el protoribosoma lo encontrara con más facilidad, una etiqueta
hecha de aminoácidos. Mucho después, esas etiquetas se unieron para formar las proteínas y
la palabra de tres letras se convirtió en un tipo de código para las proteínas: el mismísimo
código genético —de ahí que hoy día el código genético consista en palabras de tres letras,
cada una de las cuales representa específicamente uno de los veinte aminoácidos como parte
de la receta para elaborar una proteína—. Y de este modo nació una criatura más compleja
que almacenaba su receta genética en el ADN, fabricaba sus máquinas para elaborar proteínas
y utilizaba el ARN para salvar el vacío entre ellos.

Su nombre era Luca1 el último ancestro común universal. ¿Qué aspecto tenía y dónde vivía? La
respuesta convencional es que tenía el aspecto de una bacteria y vivía en un estanque cálido,
posiblemente cerca de una fuente termal o en una laguna marina. Durante los últimos años ha
estado de moda darle un domicilio más siniestro, ya que se hizo patente que las rocas bajo la
tierra y el mar están impregnadas de miles de millones de bacterias cuya fuente de energía
eran sustancias químicas. Actualmente, a Luca se le sitúa a una gran profundidad, en una
Fisura de las rocas ígneas, donde se alimentaba de azufre, hierro, hidrógeno y carbono. Hasta
el día de hoy, la vida sobre la superficie de la tierra no es más que un barniz. En las bacterias
termófilas que se encuentran a gran profundidad bajo la superficie, donde posiblemente son
responsables de generar lo que llamamos gas natural, puede que haya diez veces más carbono
orgánico del que existe en toda la biosfera.

Existe, sin embargo, una dificultad conceptual en lo que se refiere a tratar de identificar las
formas de vida más primitivas. En la actualidad, a la mayoría de las criaturas les es imposible
obtener genes salvo de sus padres, pero esto no ha sido siempre así. Aún hoy día, las bacterias
pueden obtener genes de otras bacterias simplemente ingiriéndolas. En otro tiempo pudo
haber habido un comercio extendido de genes, incluso robo. En el pasado remoto, los
cromosomas eran probablemente numerosos y cortos y cada uno sólo contenía un gen, que
podía perderse o adquirirse con suma facilidad. Si esto era así, señala Cari Woese, el
organismo no era todavía una entidad perdurable. Era un grupo temporal de genes. Por lo
tanto, los genes que acabaron en todos nosotros pueden haber procedido de muchísimas
“especies” de criaturas diferentes y es inútil tratar de clasificarlos en distintos linajes. No
descendemos del único ancestro Luca, sino de toda la comunidad de organismos genéticos. La
vida, dice Woese, tiene una historia física, pero no una genealógica.

Tal conclusión puede considerarse como un fragmento confuso de filosofía reconfortante,


holística y comunitaria —todos descendemos de la sociedad, no de una especie individual—, o
1
Luca es el acrónimo de Last Universal Common Ancestor (Último Ancestro Común Universal) (N.de laT,).
puede verse como la prueba decisiva de la teoría del gen egoísta: en aquellos tiempos, aún
más que hoy día, la guerra se sostenía entre los genes, utilizando organismos como carros
temporales y formando alianzas que sólo eran pasajeras; en la actualidad es más que un juego
por equipos. Escojan el que más les guste. Incluso si hubiera muchos Lucas, podemos seguir
especulando acerca de dónde vivían y qué hacían para vivir. Aquí es donde surge el segundo
problema con las bacterias termófilas. Gracias a un brillante trabajo detectivesco publicado en
1998 por tres neozelandeses, podemos vislumbrar súbitamente la posibilidad de que el árbol
de la vida, tal como aparece en prácticamente todos los libros de texto, pueda estar al revés.
Esos libros afirman que las primeras criaturas eran como las bacterias, simples células con un
solo cromosoma circular y que todos los demás seres vivos aparecieron cuando las bacterias se
agruparon para formar células complejas. Es mucho más verosímil que fuera exactamente a la
inversa. Los primeros organismos modernos no eran como las bacterias; no vivían en fuentes
termales ni en orificios volcánicos de las profundidades marinas. Eran mucho más parecidos a
los protozoos; con genomas fragmentados en varios cromosomas lineales antes que uno
circular, y “poliploides”, es decir, con varias copias de más de cada gen para ayudar a corregir
los errores ortográficos. Además, se habrían encontrado más a gusto en climas fríos. Desde
hace mucho tiempo, Patrick Forterre ha sostenido que en la actualidad parece como si las
bacterias aparecieran con posterioridad, descendientes sumamente especializadas y
simplificadas de los Lucas, mucho después del invento del mundo ADN proteína. El truco fue
abandonar específicamente gran parte del material del mundo ARN para permitirles vivir en
lugares cálidos. Somos nosotros los que hemos conservado los rasgos moleculares primitivos
de los Lucas en nuestras células; las bacterias están muchísimo más “evolucionadas” que
nosotros.

Este extraño cuento está respaldado por la existencia de “fósiles” moleculares, pequeños
fragmentos de ARN que merodean dentro del núcleo de las células haciendo cosas tan
innecesarias como autosplicing fuera de los genes: ARN guía, ARN en exceso, ARN nuclear
pequeño, ARN nucleolar pequeño e intrones eliminados por el proceso de splicing2
autocatalítico. Las bacterias no tienen ninguno de éstos, así que el supuesto más sencillo es
creer que ellas los abandonaron y no que nosotros los inventáramos —se supone que la
ciencia, tal vez de un modo sorprendente, considera que las explicaciones sencillas son más
probables que las complicadas a no ser que haya una razón para pensar lo contrario; en lógica,
el principio se conoce como la navaja de ockham— Las bacterias abandonaron los viejos ARN
cuando invadieron lugares cálidos, como las fuentes termales o las rocas subterráneas, donde
las temperaturas pueden alcanzar los 170°C; para minimizar los errores causados por el calor,
lo mejor era simplificar la maquinaria.

Después de abandonar los ARN, las bacterias descubrieron que su nueva maquinaria celular,
más eficiente, las capacitaba para competir en comunidades ecológicas, tales como las
parasitarias y carroñeras, donde la velocidad de reproducción constituía una ventaja. Nosotros

2 Al hablar de splicing, también llamado corte y empalme, empalme o ayuste, podemos referirnos a:
 Splicing de ARN: Es un proceso co-transcripcional de corte y empalme de ARN. Este proceso es muy común en eucariotas,
pudiéndose dar en cualquier tipo de ARN aunque es más común en el ARNm. También se ha descrito en
el ARNr y ARNt de procariotas y bacteriófagos.
 Splicing de proteínas: Es un proceso post-traduccional de corte y empalme de una proteína precursora. Este proceso conlleva la
eliminación de una secuencia de aminoácidos de la cadena polipeptídica para originar una proteína madura.
 Splicing de ADN: Proceso que consiste en la unión covalente de dos fragmentos de ADN bicatenario, catalizado por una ligasa de
ADN.
conservamos esos viejos ARN, reliquias de máquinas reemplazadas desde hace mucho tiempo,
pero nunca desechadas del todo. A diferencia del mundo tremendamente competitivo de las
bacterias, nosotros —es decir, todos los animales, plantas y hongos— nunca nos vimos
sometidos a una competencia tan feroz para ser rápidos y sencillos. En cambio, dimos mayor
importancia al hecho de ser complicados, de tener tantos genes como fuera posible, antes que
una máquina más eficiente para utilizarlos.

Las palabras de tres letras del código genético son las mismas en todas las criaturas. CGA
significa arginina y GCG significa alanina en los murciélagos, los escarabajos, las hayas y las
bacterias. Incluso significan lo mismo en las denominadas erróneamente arqueobacterias, que
habitan a temperaturas muy elevadas, en manantiales sulfurosos, a miles de metros bajo la
superficie del Océano Atlántico o en esas cápsulas microscópicas de carácter tortuoso
llamados virus. Donde quiera que vayas por el mundo, sea cual sea el animal, planta, bicho o
masa amorfa que observes, si está vivo, utilizará el mismo diccionario y conocerá el mismo
código. Toda la vida es una. El código genético, con excepción de algunas diminutas
aberraciones locales, principalmente en los protozoos ciliados por razones inexplicadas, es el
mismo en todas las criaturas. Todos utilizamos exactamente el mismo lenguaje.

Esto quiere decir —y las personas religiosas podrían encontrar en esto un argumento útil—
que sólo hubo una creación, un único acontecimiento cuando nació la vida. Por supuesto, esta
vida podría haber nacido en un planeta distinto y haber sido sembrada aquí por una nave
espacial, o pudo haber habido incluso miles de tipos de vida al principio, pero solamente
sobrevivió Luca en la implacable refriega de la sopa primitiva. Pero hasta que se descifró el
código genético en los años sesenta, no sabíamos lo que sabemos ahora: que toda la vida es
una; el alga es nuestro primo lejano y el ántrax uno de nuestros parientes avanzados. La
unidad de la vida es un hecho empírico. Erasmus Darwin se acercó escandalosamente a la
verdad: “La causa de toda vida orgánica ha sido uno y el mismo tipo de filamentos vivientes”.

ACTIVIDAD

1. De acuerdo al texto, y tomando como base la analogía del huevo o la gallina ¿Qué fue
primero, el ADN o las proteinas? Explica
2. ¿Será posible que LUCA hayan sido muchísimos? Explica.
3. De acuerdo a tus creencias ¿Cuál de las posibilidades planteadas, sobre el origen de la
vida, consideras más acertada? Argumenta.
4. Escribe un texto de al menos una página en torno a lo que te ha generado la lectura.

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