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El cuerpo como cicatriz.

Relaciones coloniales y violencia racista


Maria Emilia Tijoux

Este texto busca que podamos detenernos y reflexionar por un lado sobre la
urgencia de una Ley que contemple las características de las migraciones actuales
y también sobre las condiciones en que hoy viven los inmigrantes de seis países
que han sido considerados como tales por la sociedad chilena.
Al mismo tiempo es necesario que las escuelas, los hospitales o los municipios
comiencen a tejer el respeto que se debe a las personas inmigrantes que trabajan
para nosotros en pésimas condiciones que hemos normalizado a pesar de la
violencia que presentan. Porque más allá de degustar comidas, aprender bailes,
entonar músicas “exóticas” y organizar ferias “multiculturales”, debemos abrir
nuestro país a su palabra y a sus urgencias, comprender sus situaciones e iniciar
al mismo tiempo un ejercicio reflexivo crítico sobre nuestras vidas cotidianas
cuando interactuamos con ellos y ellas, para examinar con cuidado nuestras
prácticas y discursos y los efectos que estos pueden tener. Al mismo tiempo es
importante enriquecernos con los distintos capitales culturales que traen consigo.
Se trata de un compromiso político-crítico que advierta de la preocupación por
cambiar nuestros modos de acercarnos y comprender las situaciones que han
vivido.
El propósito es por lo tanto también pensar en el “nosotros” que tanto se cansa y
se desgasta en pos de una búsqueda identitaria que trata de calmar su angustia,
focalizando a un Otro sobre el cual imperativamente construir la falsa diferencia
que autorice y convenza de que somos efectivamente chilenos.

El cuerpo de un inmigrante no precisa develar lo que contiene. Su sola presencia


lo hace hoy objeto de desprecio y de castigos reiterados. Sus rasgos, su color y su
género, sumados a su falta de capitales económicos, lo configuran como cuerpo
para extraer trabajo, depredar o aniquilar. Esta deshumanización no es nueva,
proviene de los residuos de una historia colonial y de la configuración de un
Estado nación que buscó el progreso en clave “blanca-europea”, que marca la
separación entre el Amo que despoja y un sirviente sometido, que hoy se vive en
medio del caos neoliberal que favorece el reparto desigual entre los seres
humanos.

Pero este no es solo un ejercicio individual, están involucrados los Estados, sus
instituciones y la misma sociedad. La historia social y política de nuestro país,
entrega interesantes pistas –que no podremos abordar de forma exhaustiva- pero
que ayudan a comprender nuestros comportamientos frente a las personas

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inmigrantes, especialmente aquellas que portan el cuerpo “negro” y “mulato”
donde destacan los cuerpos de las mujeres que han experimentado procesos de
racialización y sexualización que consiguen que una ficción racial, sea indisociable
de la desfiguración de las fronteras antropológicas y políticas.

-Introducción-

Son millones las personas que se desplazan por el mundo. La cifra es tan alta que
probablemente ya ha cambiado y eso lo revela el informe del Alto Comisionado de
la ONU para los refugiados (ACNUR) que desglosa las claves de desplazamiento
a nivel mundial, mientras que el espacio de asilo se restringe en Europa y en otras
regiones. Vale señalar que una característica de las políticas migratorias en los
países desarrollados es su carácter restrictivo, pues la inmigración es considerada
en términos de seguridad, como un “problema” y los gobiernos se creen obligados
a enfrentar esta amenaza. Los Estados entonces implementan políticas cada vez
más duras para controlar la inmigración y más hostiles hacia el inmigrante. Solo
que cada vez son mayores los fracasos que se concentran en la restricción de
visas, los controles, las expulsiones del territorio y las diversas sanciones que no
consiguen responder a la demanda real de esta mano de obra -calificada o no-,
en cada país. Así, el comportamiento de los gobiernos en esta materia es
alienada, pues de una parte impone exigencias legales para obtener permisos de
residencia y al mismo tiempo expulsa a los “irregulares”, para después de un
tiempo, otorgar amnistía a los que llegaron sin la visa ni los documentos exigidos.

Los países que antes los veían como una mano de obra bienvenida, los
consideran ahora “peligrosos”, cuestión que los constituye como los “enemigos”,
que se asegura, invadirán los territorios nacionales. Estas cifras podrían explicar la
tesis de la “invasión”, políticamente esgrimida y difundida para administrar la
inmigración, o sea para cuidar y cerrar las fronteras y bajo lógicas estatales,
elaborar también políticas. Pero, ¿Por qué se vincula la inmigración -cuando se la
erige como “problema grave a resolver”-a problemas sociales como la cesantía, la
pobreza o la exclusión? Claramente, hay que enfrentar y desechar las respuestas
emanadas del sentido común, pues un “problema social” no es una entidad
verificable, sino una construcción que proviene de intereses ideológicos y lo que
se califica como “problema”, arranca de intereses muy precisos que buscan
construir una opinión pública (Edelman, 1987), que como bien lo ha demostrado
Bourdieu “no existe”.

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Este enfoque seguritario permite la elaboración y el desarrollo de dispositivos de
controles externos en las fronteras; de dispositivos internos en las regiones para
quienes ya residen regular o irregularmente, y de dispositivos sociales destinados
a controlar los modos de vida y administrar estos cuerpos “extraños”, en torno a
las lógicas que arma el par exclusión/inclusión. Al igual que los pobres, habrá
“buenos y malos inmigrantes”, que se seleccionarán según su disposición por
someterse o no al trabajo precario e hiperexplotado. Habría que entender al
inmigrante entonces como “una paradoja de la alteridad”, si atendemos a Sayad.
Porque dado que la dimensión económica determina todos los otros aspectos de
su estatus y es el trabajo que le da origen, cuando el empleo falta, su presencia se
vuelve ilegítima y será entendida como una presencia provisoria.

Las migraciones actuales se producen en un contexto de mundialización que


obliga a los refugiados a huir y a los trabajadores pobres a desplazarse por el
mundo, en unos tiempos donde la política se subsume en una economía
desterritorializada y las fuerzas de apropiación privada operan sin impedimento.
Son millones de personas las deberían ser protegidas de las guerras, de la
pobreza extrema, del narcotráfico o de las dictaduras, para evitar lo que ocurriera
en nuestro país en 1973 y que hoy se demuestra en que más de un millón de
chilenos vivan en distintos países del mundo.

Los desplazamientos de quienes hoy buscan sobrevivir, tienen explicaciones


económicas poderosas, sobre todo cuando se trata de la mundialización de una
mano de obra barata y cada vez más desechable, debido a su aumento. Pero la
economía que las funda proviene de una política de guerras y de conflictos
armados que secretan persecuciones políticas, religiosas y sociales. Es cierto
también que los países ricos u otros que pretenden serlo, atraen a los inmigrantes,
pero dicha atracción emana del empobrecimiento y del abandono de sus propios
Estados que los arroja fuera del territorio y los convierte en “emigrantes”. Luego
comienza el viaje para armar la otra cara de la migración. Un periplo interminable,
repleto de múltiples obstáculos que van lentamente desarmando la ilusión del
inicio y trazando la ruta de una vida ahora convertida en “inmigrante”.

Aunque el fenómeno migratorio no tiene en Chile los ribetes dramáticos que


presenta en otros países del mundo, dado que todavía se necesita la mano de
obra de estos trabajadores, las prácticas violentas, como otras situaciones de
castigo que se producen en las fronteras, impulsan a procesos de etnicización
(Liberona, 2014) y a la naturalización de prácticas racistas. El tráfico ilegal y la
trata de personas ya son una realidad. Esto lleva a pensar que en los próximos
años, las condiciones de vida de los inmigrantes en Chile podrán empeorar, sobre
todo cuando su mano de obra se presente en exceso y quizás ya no se necesite.

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Entonces el inmigrante estará de sobra y en razón de la deshumanización
proveniente de la inmigración entendida como “problema”, su amenaza será
tangible y se atará falsamente al peligro.

De cierto modo, los hechos que acaecen en nuestro país, se agregan lentamente
a la tragedia que presenta al mundo el contenido de una forma brutal y
vergonzosa de desprecio por la vida que ha dejado su mancha en miles de
muertos flotando en el mar, en cadáveres diseminados en los desiertos y en los
cuerpos masacrados, abandonados o congelados de hombres, mujeres y niños
que huyen de sus países intentando atravesar las fronteras de otros, que les
podrían proporcionar la sobrevivencia, después de haberlos colonizado. La
dimensión espacial de los controles, ligados a las fronteras de los Estados, se
encuentra con la dimensión vinculada al estatus y a las condiciones personales de
los inmigrantes que están sujetos a las medidas de control. Y esos mismos estatus
representan fronteras que impiden, favorecen u obstaculizan la travesía de
distintas fronteras territoriales. Y por lo mismo pueden ser usadas por el poder
territorial (Cuttita, 2007).

Las imágenes que remecieron unos días al mundo se hacen más insoportables
cuando exponen el cuerpo de un niño blanco, ahogado en una playa, logrando
construir una emoción más radical que las que provocan las infinitas columnas de
familias extenuadas que terminan acumulándose como basura improductiva del
capital en las fronteras europeas; o la de cuerpos amontonados que se equilibran
sobre los vagones del tren de la muerte, para conseguir entrar al “norte”, desde El
Salvador, Honduras o Guatemala, o los peligros que corren quienes ingresan a los
países acarreados por “coyotes”. Las consecuencias humanitarias y económicas
de estos hechos, se les endosa a los inmigrantes cuando sus verdaderas causas
son los estrictos controles migratorios implementados por políticas ejecutadas por
burócratas que buscan dar una apariencia de seguridad. Medidas de las cuales
constantemente se comprueba su crueldad y su ineficacia.

-¿Quién es inmigrante?-

Como Sócrates –señala Bourdieu- “el inmigrante es un atopos, desplazado e


inclasificable. Este acercamiento no está hecho únicamente para ennoblecer, ni
por la virtud de la referencia. Ni ciudadano, ni extranjero, ni realmente del lado del
Mismo ni del lado del Otro, el inmigrante se sitúa en ese lugar “bastardo” del que
habla Platón. La frontera del ser y del no-ser social. Desplazado en el sentido de
incongruente e inoportuno, suscita la incomodidad; y la dificultad que se tiene para
pensarlo, incluso en la ciencia, que sin saber retoma los presupuestos y las

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omisiones de la visión oficial que consigue reproducir la incomodidad que crea su
molestosa presencia. Está demás, en la sociedad de origen y en la de llegada”.

Desde la década de los noventa, cuando una apertura económica ya iniciada por
la dictadura, ofrece la posibilidad democrática de una expansión, ciudadanos de
países vecinos que emigran de sus países, buscarán establecerse en Chile,
atraídos por la seguridad que el país exhibe internacionalmente. No es una
situación nueva, pues siempre han llegado inmigrantes en distintos momentos de
la historia, por grupos, huyendo también o buscando trabajo. Solo que hoy el
número aumenta y sus actores no son tan bienvenidos como los del siglo XIX por
ejemplo, debido a su color, su condición, su nacionalidad y su género.
Principalmente vienen de Perú, Bolivia, Ecuador, República Dominicana, Colombia
y Haití, orígenes que los cataloga para que la sociedad chilena los perciba
negativamente como “inmigrantes”, logrando que el concepto de inmigración se
vacíe de su sentido al señalarlos como tales, mientras que lo extranjero, será el
concepto que nombrará a quienes serán bien o medianamente bien acogidos, al
menos hasta ahora y según el modo en que siga dándose la dinámica migratoria
en el mundo.

Siguiendo a Brossat, podemos pensar al inmigrante que hoy llega como una
fantasmagoría del poder y sobre todo como “el punto de cristalización de un
dispositivo psíquico colectivo, poblado de malos sueños” (Brossat, 2012, p. 7). Tal
vez, porque es un trabajador pobre y no está de paso, pues –como señalaba
Simmel- es el extranjero que llega para quedarse. Es esa “fuerza de trabajo
provisoria, temporal y en tránsito”, que ya advirtiera Sayad como una fuerza que
se necesita. De lo contrario, no se abrirían los mercados de la trata de personas y
del tráfico ilegal de inmigrantes, dos delitos que implican captar, desplazar o
receptar personas cuando las víctimas no consienten o les limitan su
consentimiento; y sacar beneficios materiales directa o indirectamente con la
entrada ilegal de personas. Manejado por bandas internacionales, este negocio
trafica con los inmigrantes y con los refugiados rechazados en las fronteras, para
que ingresen por los pasos no habilitados en las regiones de Arica y Parinacota,
en medio de campos minados o a través de pistas de aterrizaje del aeropuerto.
Todo un “affaire” manejado por “coyotes” también desafiliados y excluidos que se
mueven en las fronteras.

Durante este acarreo, se producen otros delitos que obviamente quedan impunes
y que proponen “vender la entrada”, al precio que se le ponga a las vidas de estas
personas, ya plenas del sentimiento de inseguridad que involucra su llegada a una
tierra que los acoja. Han sido encontrados en transportes de animales, para
trabajar en la construcción u ocultos por dueños de restaurantes, como cosas
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desechables, junto a sus papeles que nunca les devuelven. Hoy ya hay muertos
en esta ruta de un viaje duro y esos muertos son niños, mujeres y hombres que
vieron en Chile la posibilidad de permanecer. La necesidad de estadía obliga a
aceptar cualquier trato, pero también exige callar y someterse a condiciones
inhumanas de vida. Al mismo tiempo la presencia inmigrante hace regresar viejos
fantasmas coloniales y estatales-nacionales que convierten a una persona en
enemigo.

Pero el inmigrante es también resultado de una construcción discursiva, donde se


encuentran y condensan juegos de poder y de verdad que surgen como algo tan
crucial que parece comprometer la existencia, la identidad y la subjetividad de los
nacionales. El ¿quiénes somos? parece pregunta obligada ante la presencia de
alguien construido en la diferencia. Que está demás. En demasía.

Para los inmigrantes la vida de todos los días es tan real como el temor que
producen en los chilenos. Imaginado y señalado como amenazante, parasitario o
ingobernable su existencia parece condenada a la exclusión, debido a la ausencia
de un territorio que le entregaba una historia y un amarre y que al dejarlo fuera de
ese lazo esencial, lo desarraigó para llenarlo de inseguridad e incertidumbre en
este país ajeno que ahora lo objeta, empujándolo constantemente a buscar la
invisibilidad que le evite el maltrato atado a la sospecha. Tratará entonces de
desaparecer en una nación que no es la suya. Luchará todo el tiempo contra el
sufrimiento anunciado por su color, ese que le han adherido a su condición de
persona, (llamándolo persona de color), despersonalizándolo.

El cuerpo inmigrante surge como la frontera que indica la diferencia entre lo


nacional/no nacional, es decir entre lo bueno y lo malo que lo muestra como objeto
contaminante, construcción negativa que termina ejerciendo diversas violencias
expresadas en prácticas racistas físicas, verbales y simbólicas. Y sin saberlo, se
convierte en un cuerpo de espectáculo al devenir portador de signos de una
visibilidad lejana, que apela permanentemente a interpretaciones debido a las
informaciones que entrega de modo no consciente, pero que terminan
organizando un orden social en torno al paradigma de la exclusión del otro (Balibar
& Wallerstein, 1988). La forma ‘nación’ ayuda a entender estas prácticas injustas,
basadas en mitos cuya falsedad ha sido reiteradamente demostrada: los
inmigrantes tienen más años de estudios que los chilenos; no son responsables de
la cifra de delitos cometidos en el país (solo es de un 1%), ni de las enfermedades
de transmisión sexual. Además, representan menos de un 4% a nivel nacional,
pagan regularmente sus impuestos y en algunos casos, se destaca con énfasis
que son “buenos trabajadores” (DEM). Solo que los mitos son poderosos,
construyen verdades, ordenan los estereotipos y legitiman maltratos y rechazos,
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permitiendo que sobre su base, se consolide el temor xenófobo y las prácticas
racistas que la sociedad contempla o explica como acciones normales.

La condición de clase, sumada a su origen y a su género, lo convierte en un ser


peligroso y temido que se condena por lo que pudiera cometer contra el Estado-
nación. Como declara Sayad, dado que la inmigración en tanto fenómeno
universal es pensada en el marco nacional, su universalidad implica constantes
dadas a lo largo de toda su historia. Pero sobre todo es producto y objetivación del
“pensamiento de Estado” que refleja las estructuras que terminan haciéndose
cuerpo y organizando desde allí, la incorporación de todo lo que el Estado
determina en los sujetos, de modo duradero y muchas veces no consciente.
Heredamos esta postura de Estado e incorporamos la manera en que éste
discrimina cuando se trata de reconocer a los suyos logrando que los “suyos” se
reconozcan a su vez en los “otros”, de los cuales solo importa la presencia
jurídica, porque están presentes en el campo de su soberanía.

La inmigración sería entonces una categoría de la historia y de la historia de las


relaciones de dominación simbólica y material entre lo social y lo nacional. La
visión de mundo se organiza así entre la existencia de los nacionales y de los no-
nacionales y por lo tanto, un no-nacional, venido de afuera, sin dinero ni linaje,
perturba el orden fundado en esta separación e interrumpe la calma nacional.

Abordar la inmigración por lo tanto, precisa pensar al Estado, interrogar sus


fundamentos y examinar sus mecanismos y también buscar en su historia las
condiciones sociales e históricas de su génesis. Haciendo como Sayad, un
ejercicio que lo re-historice, lo desnaturalice y lo sacuda del olvido, respecto a lo
que fue y lo que ha hecho, porque lo tenemos en el nosotros, incorporado y resulta
muy difícil cuestionarlo. La inmigración obliga a someter los postulados de su
pensamiento, a una reflexión crítica y a un proceso de reflexividad. Solo de ese
modo sería posible deslegitimarlo, a partir de una operación de objetivación y de
ruptura con la doxa que lo sacraliza. No olvidemos que los procesos de
colonización y de conformación del Estado–Nación son fundacionales respecto a
categorías raciales que fundamentan diversas prácticas del racismo
contemporáneo, estableciendo formas de odio y deseo, instauradas en estas
categorías (Dorlin, 2007). Por ejemplo, la relación entre “raza”, sexualidad y
migraciones, adquiere características particulares que hace surgir al racismo como
una producción relacional actualizada, promovida por el temor xenófobo y la rabia
heterofóbica que realza de manera generalizada y definitiva, diferencias reales o
imaginadas sobre quien se debe excluir, rechazar o expulsar (Memmi, 1982).
Triunfa además, el discurso cientificista-político que crea el racismo biológico y la

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producción de una teoría racionalizada y legitimada que se incorpora tanto al
sujeto racista como a quien se desprecia.

La fuerza de la nación reaparece con los esfuerzos identificatorios de los


nacionales por un posicionamiento que los ubique en lugares superiores frente a
quienes considera inferiores y en lenguaje de guerra: “enemigos que vienen a
invadir”; o del delito “como ladrones de trabajo” o de la sexualidad: “ladronas de
maridos; demonios, prostitutas”. El inmigrante y la inmigrante es puro
estereotipo, incrustado en un lenguaje cotidiano que surge como idea y luego
como concepto, como “una imagen en la cabeza” dice Lippmann, (1922), que
designa atributos imaginarios que categorizan y determinan formas de pensar,
sentir y actuar, como una creencia exagerada, asociada a categorías y
representaciones colectivas simplificadoras, solo aplicables a ciertos individuos y
a ciertos grupos (Allport, 1958). Este es un ejercicio que implica aprehender a un
individuo que aprehende a otro, que lo percibe y lo aprecia, que lo desprecia o lo
concibe en realidades particulares, dando cuenta con ello de una política de
representaciones de significados y percepciones que se tienen sobre la
inmigración. El estereotipo inmigrante es la doxa a relativizar para desarmar los
mitos que controlan el lenguaje y la vida, pero también sobre el modo en que
trabajan las instituciones sociales cuando cumplen funciones de vigilancia.

-Racismo y relaciones coloniales-

Que ha habido presencia negra en la historia de Chile no hay duda. La historia


nacional muestra registros del tráfico de esclavos y documentos sobre cláusulas
legales, pero es escasa la documentación respecto a los lazos más cotidianos que
se establecieron, debido a una relación cosificada, que siempre muestra al esclavo
como un objeto que se compra y se vende, lo que hace más compleja la entrada a
la búsqueda de una historia entregada por su boca o su experiencia. Su condición
mercantil surge bestializada ya a inicios del XV cuando devino mercancía y capital
deshumanizado calificado de salvaje. La literatura que se expandía por el mundo
mostraba exóticamente al negro y a la negra en un contexto romántico, como una
figura marcada por la ambivalencia que lo restringe a roles asociados al sexo y a
la muerte (Lorrie, 2008). Luego vino el uso mercantil dado por su rareza en
exposiciones que los mostraban en zoológicos humanos, en espectáculos
“étnicos”, en afiches publicitarios que atraían a públicos curiosos. La empresa
colonial los exhibió para promover la venta de café, azúcar, cacao o ron. Se le
asignaron roles a los blancos y a los negros, diferenciándolos como buenos y
malos, siendo estos últimos los caricaturizados como cosa para ser burlada o
explotada. Esta forma de tratar, que ha seguido produciéndose, tuvo su apogeo
con la exposición colonial de Paris en el año 1931.
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El racismo, proyectado e inscrito en la figura del inmigrante contemporáneo,
proviene de esos tiempos coloniales que retratan la violencia del imaginario
humanista occidental que niega la “humanidad” que el colonialismo europeo
operaba respecto de los pueblos negros de las colonias, y cuya consecuencia fue
el desprecio, la explotación, la denigración y la brutalidad. Léopold Senghor y
Aimé Césaire, advierten que la cultura occidental se autoafirma en base a un
imaginario humanista cuyo reverso es el racismo. Hay acá un lazo funcional entre
saber/poder o más aún, entre ideología colonial/poder militar y prácticas de
explotación, que devela al trabajo como algo presente de modo permanente en
estas figuras de la negación, de las cuales solo importa su explotación corporal.

Una lógica de jerarquía cultural y racial, configura la dimensión discursiva que


opone el “salvaje” al civilizado. En su famoso discurso sobre el colonialismo, Aimé
Césaire advierte que más allá de los efectos que la colonización tiene sobre los
colonizados, es necesario reinterpretarla desde las prácticas y el vaciamiento
cultural que contiene. Hay que descolonizar, insiste, pero descolonizar implica ir
más lejos que una mera declaración discursiva, porque hay que ingresar en sus
aspectos científicos y epistemológicos, debido a la fuerza del colonialismo que se
presentó como lo que no es y con ello agarró fuerza: no es evangelización, ni
empresa filantrópica, ni combate contra la ignorancia, la enfermedad y la tiranía, ni
tampoco una extensión de la fuerza pacificadora de la ley. El colonialismo es una
potente empresa económico-política sustentada en la supremacía europea que
pregona y afirma la civilización greco-cristiana. El problema principal ha sido y es
la violencia colonialista de la civilización occidental, proveniente del colonialismo,
que no es una relación de intercambio, sino una relación de sumisión y
dominación, cuyo paroxismo es la relación amo-esclavo. De ahí se desprenden la
humillación cotidiana, la explotación, la violación, la mutilación, la tortura y el
asesinato.

Respecto a América Latina, la historiadora y profesora de la Universidad de Chile


Celia Cussen, informa claramente como doce millones de hombres, de mujeres y
niños fueron capturados en África y arrastrados por la fuerza hasta América. Estas
“piezas de India” también llegaron a Chile para ser rematadas como mercadería
humana, hablando wolof, congo, mandinga y otras lenguas africanas. Estas
personas fueron arrancadas de sus tierras y obligadas a obedecer las exigencias
de lo que implicaba insertarse en el llamado “Nuevo Mundo”. La “raza” aún no
estaba presente como concepto y solo posteriormente se incrustaría en el
imaginario colectivo, cuando los antiguos reinos de ultramar se convirtieron en
Repúblicas independientes. La esclavitud se abolió en 1823 después que los
esclavos fueran sometidos a las necesidades y los caprichos de sus amos.
Estamos de acuerdo con la autora cuando señala que es dificil entender como

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durante trescientos años la sociedad aceptara y naturalizara la condición de
esclavo. De ahí que los indicios sobre lo ocurrido en ese entonces instalan
múltiples preguntas respecto al modo en que esas relaciones tuvieron lugar. La
marca imborrable de lo negro impedía la vida junto a los demás y planteaba
diversos obstáculos para aquellos que intentaban integrarse.

Cuando se profundizan las implicancias de la racialización y la sexualización en un


contexto de colonialidad, es posible proponer que dichas prácticas formaran parte
de un complejo entramado de poder, mediante el cual se construyen y se
sostienen relaciones de dominación cognitivas, representacionales y
experienciales, cuyo origen está en el encuentro entre europeos y nativos y que
son constitutivas de jerarquías sociales que subyacen a los fenómenos de
dominación y explotación conocidos habitualmente como colonialismo, cuestión
que sostiene muy claramente Anibal Quijano (2000). Se trata del carácter
epistemológico de la colonialidad, que constituye la base sobre la cual se instala la
modernidad eurocéntrica a nivel mundial y que permite entender que las prácticas
racistas y sexistas coloniales, continúen todavía siendo eficaces, aún con
posterioridad al término formal del colonialismo y que están en los fundamentos de
las clasificaciones sociales del capitalismo global contemporáneo.

Rosa Soto1, refiere a la memoria histórica de las olvidadas para develar como lo
negro y la esclavitud, incomunican los prejuicios raciales de una sociedad que
segrega y generaliza. Las esclavas aparecen en los registros, como denunciadas
o denunciantes y como objetos para ser vendidas alquiladas, rematadas,
embargadas, heredadas y donadas. La sexualización que operaba las veía como
obscenas y desvergonzadas al igual que lo eran sus bailes y ceremonias. Los
negros eran lujuriosos y desenfrenados y para ello el rey recomendaba traer
esclavas que frenaran estos ímpetus, pero los amos y su descendencia las
usaban y abusaban sexualmente. El mestizaje reinstalará una sexualidad
vergonzosa llena de temor, mistificando la sexualidad de las mujeres negras.

Considerando estas reflexiones, estamos en condiciones de afirmar que los


procesos de racialización y sexualización pueden comprenderse como prácticas
sociales, mediante las cuales se producen marcas o estigmas sociales de carácter
racial y sexual, derivados del sistema colonial global y de la conformación de
identidades nacionales chilenas inscritas en los cuerpos de los y de las


1http://web.uchile.cl/publicaciones/cyber/19/rsoto.html
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https://palabrademujer.wordpress.com/2009/11/29/la-esclava-en-la-colonia/
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Es violencia, porque implica imposición sobre otros y es simbólica porque impone sentido; es arbitraria,
porque contribuye a reforzar la desigualdad social entre las clases, privilegiando una sobre otras y porque no
está fundada en ningún principio biológico, filosófico u otros que transciendan intereses individuales o de las
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dominadas. Mediante estas prácticas determinados rasgos corporalizados son
considerados jerárquicamente inferiores frente al “nosotros”, impactando
epistemológicamente en la construcción de subjetividades y justificando distintas
formas de violencia, desprecio, intolerancia, humillación y explotación donde el
racismo y el sexismo adquieren una dimensión práctica en la experiencia de las
comunidades de inmigrantes en Chile. Tales prácticas, mediante su misma
realización y a partir de su diversidad, pueden contener el germen de la
subversión de las relaciones de poder que dan origen al sexismo y al racismo.

-El cuerpo como cicatriz: racismo en Chile-

El cuerpo “negro” generalizado, contiene signos y mitos que devienen verdades y


juicios vinculados a la “raza” y a la sexualidad. Lo que hemos observado en la
actualidad deja ver que “negro” y “negra” son estereotipos de una sexualización
racializada, apreciada por ejemplo en la “fuerza” masculina del cuerpo que
trabaja duro, que avisa de la performatividad sexual contenida en esas
“imágenes en la cabeza” a las que aludimos, o que se advierte en la forma del
cuerpo de la caribeña, señalada como “cuerpo ofrecido” que lo supone siempre
presto a todo uso. Lo quieran ellas o no. Es la demanda nacional erotizada
vestida con el imaginario del goce prohibido que permanentemente se espera.
No obstante y a pesar de la instalación de un deseo visible en las peluquerías,
los locales de comida, los nigths-clubs, o los cafésconpiernas, donde las miradas
se detienen en partes específicas del cuerpo, sin poder salir de allí, hipnotizadas
por la forma; donde el sí mismo chileno blanco surge para contar lo que quisiera
hacer con esa negra y lo que no puede o no debe hacer con su pareja chilena.
Reaparece la esclava explotable sexualmente que la convierte en prostituta. Un
camino que paradójicamente durante la Colonia, les permitió una vida mejor y la
conquista de su libertad, más que cuando eran lavanderas, cocineras, aseadoras
de la casa, planchadoras y cuidadoras de enfermedades como lo declara María
de la Paz Alvarez2.

Se trata de emociones registradas en una historia social minoritaria que implica


una posición que dice que la historia no solo se cuenta con acciones humanas,
sino también con pasiones y emociones experimentadas por los pueblos. Porque
los cuerpos se encuentran “afectivamente en el mundo” (Didi-Huberman 2014).
Esta inmigración forcluída entre mercados económicos chilenos donde el “negro”
es el objeto de fetiche, burla o exotización y donde los afectos, daños, vergüenzas
y humillaciones, surgen como el torrente que informa de lo que como somos. Las
particularidades de estas emociones fraguadas en las violencias cotidianas,

2
https://palabrademujer.wordpress.com/2009/11/29/la-esclava-en-la-colonia/
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forman parte de la investigación social de los cuerpos afectivos, dirá Le Breton
(2004), pues allí se escudriña de otro modo para reconocer saberes, trayectorias,
características del trabajo y de la vida, lugares de ocultamiento o de exposición, de
rechazo de los chilenos, tan curiosos por una presencia “de color” negado, que la
historia, la estética, las ciencias sociales y la política han armado.
Es un “negro” o una “negra” y punto. Su cuerpo está allí y no precisa de reflexión
ni merece explicación pues su negritud lo expresa todo mostrando una sola y gran
cicatriz que por medio de la repetición de actos pedagógicos de enseñanza, ha
conseguido ingresar negativamente y complejamente al habitus chileno. Las
prácticas racistas contra inmigrantes colombianos, dominicanos y haitianos se
repiten sin que nadie las detenga, devienen costumbre y conforman el racismo
cotidiano repleto de la violencia simbólica que contiene a todas las otras violencias
para conseguir –como plantea Bourdieu- imponer significaciones como si fueran
legítimas al disimular todas las relaciones de fuerza que fundamentan su propia
fuerza3.
Los inmigrantes actualmente son objeto de la racialización y sexualización
contenida en el proceso deshumanizador que impuso el sistema de dominación
colonial. Y al historizar y politizar las categorías usuales, vemos que el proyecto
modernizador que usó a la “raza” como categoría de clasificación y diferenciación
social, da cuenta de las transformaciones históricas que conllevan nuevas formas
de racismo. Estudios contemporáneos sobre las fases y las características
sociodemográficas y económicas de la migración latinoamericana en Chile,
muestran que la sexualidad emerge como una forma que, junto a la “raza” y la
“clase”, producen sentido y acción. La raza, unida a las otras categorías
señaladas, performa discursivamente las marcas del disciplinamiento que inscribe
a los vivientes en los estereotipos coloniales.
La presencia de los inmigrantes latinoamericanos y caribeños devela para los
chilenos-, características culturales que dicen reconocer y diferencian según el
“color”, la “figura”, los “olores” o el “carácter” – que los hace a ellos “bulliciosos”,
“violentos”, “ladrones” y “promiscuos” y a ellas “prostitutas, desvergonzadas,
infecciosas”. Estas características, los y las predispondría al crimen, la maldad, la
brujería y los excesos. “A lo mejor son pocos, pero parecen miles”, escuchamos.
Los imaginarios racistas los sobredimensionan, como la multitud invasora que: “se
están llevando a nuestro país” y por eso: “ya no quedan chilenos”. Entre la
sorpresa y la exageración, se comparte la doxa del robo y con ella de todos los

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Es violencia, porque implica imposición sobre otros y es simbólica porque impone sentido; es arbitraria,
porque contribuye a reforzar la desigualdad social entre las clases, privilegiando una sobre otras y porque no
está fundada en ningún principio biológico, filosófico u otros que transciendan intereses individuales o de las
clases sociales. Aparece además como “legítima” porque está “destinada” a excluir a otros y tiene un valor
reconocido por todos.
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robos que les inventa una delincuencia que no corresponde a las cifras. Pero de
nada sirve demostrarlo, debido a que “lo negro” como “lo indio” siguen siendo dos
figuras que pesan, eternamente acusadas, de los cuales los chilenos buscan
apartarse, porque temen a que se pueda demostrar que esa sangre bárbara
pueda correr en sus venas. El temor a perder lo chileno se instala como la coraza
que impediría la contaminación de la cual desde hace siglos otros más blancos y
lejanos también han buscado limpiarse.
Entonces lo negro tiene su lugar, pero únicamente como cuerpo vacío, sin la
humanidad que le otorgue algún derecho, para que quien lo lleva, sea mirado y
mirada, tocado y tocada, usado y usada, sin límite, dado que no hay derecho, ni
tampoco -como lo dijimos al comienzo-, hay ley. Pero es un cuerpo que se desea
pues toca a la chilena cuando la peina, la trenza, la maquilla, le pinta las uñas, o
cuando a él lo afeita, le hace peinados tribales, lo roza, lo porta, le enseña a bailar,
invitándolo a moverse en la difícil tarea de dominar la escena para lucirse. En esos
encuentros, los cuerpos chilenos se calman, suavizan, erotizan y sexualizan,
cumpliendo el sueño de la imposibilidad en donde ellas, las mulatas, las negras
que nos dicen son “perfectas” devienen las reinas, las bellas, las suaves, las
comprensivas, las afectuosas y mejores amantes. Pero una vez fuera de la
escena, se les puede matar, cortar, aniquilar. Y en la lejanía cercana se pueden
escupir, gritar, insultar.
Pero estos cuerpos no surgen de forma fortuita. Solo se puede saber cómo es
cada uno de ellos desde la insistencia que detiene la mirada en lo que no se
puede ver porque la naturalización lo borra desde la práctica y el lazo que lo ata
de todos modos a lo chileno y a los/as chilenos. Acercarse para investigar implica
apropiarse del contexto y de un escenario que parece formal, pero que está
repleto del deseo y del rechazo, confundidos. Hay que aprender a sentir, a olfatear
perfumes y a preparar comidas con otros ingredientes, a tocar espacios y a
reconocer texturas para comprender aquel orden de las cosas que se sale del
nuestro. Y hay que hacerlo solamente con y desde el cuerpo.
La hegemonía de un discurso racial que promueve la blancura no es pensada
siempre como raza sino a partir de una ausencia, que opera como contracara a
una racialización percibida como lugar del erotismo. El imaginario racista se
manifiesta en las metáforas de una diferencia sexual, implícita en la construcción
de las diferencias raciales que dan forma a la estructura social de nuestras
sociedades. Según Butler (2002), la producción performativa del racismo por parte
de los dominados estaría relacionada con la puesta en escena de una imitación
colonial sustentada en diversas oposiciones analíticas de las jerarquías coloniales
(tales como la distinción “puro/impuro”) y a cuyos estereotipos el sujeto colonizado

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se ve obligado a recurrir, como condición de su propia existencia dentro del orden
social.
La performatividad de la imitación colonial, logra que las categorías sociales de
raza y género se incorporen, posibilitando así la construcción de subjetividades
coloniales recíprocas, donde lo blanco produce a la raza (lo negro) tanto como la
raza produce a lo blanco; e igualmente cada categoría de género produce
relacionalmente a sus oposiciones. Para Butler en el seno de la performatividad se
encontraría una permanente tensión entre la habilitación social que conlleva la
subjetivación y la reproducción de estereotipos normativos de raza y género que
yacen en la imitación colonial. Dicho de otro modo, ello permite la inserción social,
aunque reproduciéndola en una posición subordinada construida y reproducida
hasta hoy como situación de colonialidad.
La cicatriz es demasiado grande e impide por ahora cualquier cura. Ha conseguido
armar la costra que se ha endurecido con la historia, los intereses políticos y luego
con el olvido. Se ha hecho más fuerte con la producción de impunidad sostenida
en el marco soberano de un país, que olvida demasiado pronto y que recuerda
solo de repente, según las circunstancias. El cuerpo que acá hemos buscado
mostrar, es el cuerpo que deja ver la gran cicatriz que se ha construido sobre los
inmigrantes, conjuntamente con otros cuerpos, también deshumanizados y
marcados como el de los pobres abandonados o de los niños que sobran o de las
mujeres olas transexuales que salen por la noche buscando subsistir. Pero la
clase sigue marcando sus tiempos y la nación avisa, para nuevamente controlar la
diferencia de venir de acá o de allá y prevenir y controlar todo daño a los
“nacionales”.
La “raza” de la cual no se habla en Europa, en América Latina es -como señala
Quijano-, una categoría mental nueva, proveniente de discusiones históricas
respecto a las relaciones entre europeos y no europeos y de aborígenes que no
tenían alma ni naturaleza humana y que aun cuando un papa decretara que si la
tenían, se había ya construido la idea que los no europeos eran biológicamente
inferiores. Desde entonces funciona en el seno de nuestras sociedades una
construcción subjetiva y estructurada de la diferencia, que no es otra cosa que
racismo.
Es necesario seguir examinando lo que le sucede al “nosotros” con los inmigrantes
desde ese carácter colonial que permanece en las relaciones sociales pues
designa la reproducción de antiguas jerarquías coloniales etno-raciales. El
autoritarismo permanentemente presente en la sociedad y en el Estado, articula
desde el siglo XVI, relaciones que marcan, impregnan y condicionan la vida. Esta
colonialidad forjada en el Estado y en la vida privada, ha permanecido y hoy
adquiere otras formas para expresarse con mucha evidencia en el trato a
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inmigrantes convertidos en sujetos racializados y sexualizados que se intentan
rehumanizar en clave capitalista y neoliberal chilena.
Podemos sin embargo intentar ponernos de acuerdo y trazar alguna ruta reversa
para desarmar lo que se aprendió como verdad y buscar una salida. Comenzar
por entregar la palabra y desapropiarnos de lo que no es nuestro, dejando de
hablar en el nombre de quienes han sido aplastados. Luego valdría la pena
enfrentar lo que somos y reír un poco frente a la idea de la blancura chilena como
signo de europeización. Tenemos sangre negra e indígena en nuestras venas y el
resto proviene a su vez de muchas partes del mundo que probablemente nos
harían regresan al mismo lugar de donde todos y todas partimos. El temor a este
declarado “enemigo” no se sostiene. Pero la violencia racista no terminará por ello,
habrá que seguir trabajando en contra de esta ficción racial que autoriza al
soberano a encarnizarse con un cuerpo hecho cicatriz por su color, para cazarlo y
devolverlo a la frontera.
Queda esta tarea incómoda de preguntarnos cómo y qué hacer, pero saber que
hacer con este nosotros que nos hace inhumanos.

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