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libertad y el encierro
Cultura
25 Abr 2020 - 4:45 PM
Por: Anderson Benavides Prado
Hay un proverbio -italiano, por cierto-, que dice que el pájaro en la jaula no canta
de placer sino de rabia. Lo mismo podría decirse del tigre y el león en la jaula:
que no rugen de placer sino de rabia; del mono en la jaula, que no salta de placer
sino de rabia; del tiburón en la jaula, que no nada en ella de placer sino de rabia;
y de cualquier otra especie animal no humana a la que se saque de su entorno
natural para encerrarla. En toda la naturaleza, a decir verdad, existe un solo
animal al que se le priva de la libertad convenciéndolo de que es por su propia
seguridad; un solo simio al que se le pega en las patas mientras se le hace bailar;
un solo tonto al que se condena al cielo mientras se le hace rezar. Y ese animal
no solo fue el que inventó la palabra “racional”, sino que, convencido de que era
el único capaz de pensar, enjauló al pájaro para hacerlo cantar, al tigre para
hacerlo rabiar, al mono para verlo payasear, y a sí mismo para cuidarse de
enfermar.
Pero como dicho animal siempre tuvo miedo de llamar miedo a lo que le provocó
más miedo, y como en el mundo natural no encontró un ejemplo que le sirviera
para escapar del peligro sin apelar a ese término, como no halló, mejor dicho, a
otra especie que se condenara por gusto al encierro, se persuadió de que lo hacía
por la comodidad que no encontraba afuera y sí encontraba adentro. Aunque, en
realidad, no fue por comodidad que se resguardó de la furia del sol, la lluvia y el
viento; tampoco fue por comodidad que aprendió a juntar madera para
proporcionarse un techo; la comodidad no fue la que lo llevó a dejar de dormir
sobre el suelo, ni a abandonar la madera para levantar sus paredes con ladrillos y
acero; ni a juntarse con otros hombres para vivir comúnmente con ellos; ni a
inventar sistemas y leyes para someterse a un único gobierno; ni a construir
murallas para protegerse de otros pueblos; ni a reclutar ejércitos para apropiarse
por las armas de los recursos ajenos; ni, en fin, a inventar mil nombres distintos
para explicar el origen de cosas que no nacieron mucho más allá de su miedo.
El miedo individual paraliza, pero sólo el miedo colectivo esclaviza. Sobre este
precepto se fundaron casi siempre todos los pueblos, sobre este precepto se
dieron a sí mismos unas leyes y una forma de gobierno, sobre este precepto se les
dio una economía y un comercio, sobre este precepto se les enseñó a diferenciar
lo malo de lo bueno, sobre este precepto se les mandó a salir de sus fronteras para
exterminar a otros pueblos, sobre este precepto se les ocultó que para la
naturaleza no existen los conceptos falso y verdadero, sobre este precepto, en fin,
se condenó a unos hombres al infierno y se expulsó a otros al cielo. De ahí que
no exista un solo orden social que no haya nacido de la necesidad de esclavizar,
ni exista un solo interés general que no haya nacido de la renuncia total o parcial
a la libertad individual. No. Libre no fue el hombre de ayer, ni lo es el hombre de
hoy, pues ambos han vivido sugestionados y empujados hacia el temor: al temor
a la enfermedad, al temor a dios; al temor a la locura, al temor a la mala opinión;
al temor al dolor, al temor a no tener razón; al temor a la necesidad, al temor a
morir sin tener siquiera para el cajón; al temor a lo sublime, al temor a no hacer
parte de un grupo o un montón; al temor al futuro, al temor a todo tiempo
anterior; al temor a la risa, al temor al ocio y la diversión; al temor a la cobardía,
y al temor a sentir alguna clase de temor.
Lo peor del caso es que el problema no es en sí del ser humano, sino del ser
humano que junta sus temores a los de su rebaño. Pensemos, o tratemos de
pensar, en un hombre que teme contagiarse de una enfermedad, que se aleja de
las personas y animales que lo pueden infectar, y que se encierra definitivamente
para evitar toda clase de contacto con el resto de la sociedad. Este hombre, sea su
miedo fundado o infundado, está actuando de un modo naturalmente humano,
pues en el aislamiento y la soledad busca cómo cuidarse de los peligros que cree
encontrar en la compañía de los demás. Pensemos ahora que el temor a caer
enfermo no se reduce a un solo hombre, sino a todo un pueblo, que temiendo
infectarse de lo que padecen otros reduce el trato con ellos hasta donde su
dependencia a ellos le permite hacerlo. Este pueblo, en que cada ciudadano huye
del otro presumiendo que está enfermo, es tan necio que como médico se está
previniendo, como enfermero se está protegiendo, como sepulturero se está
dando entierro, y como enfermo está corriendo para no caer muerto en manos del
médico, el enfermero o el sepulturero. Está, mejor dicho, escondiéndose de sí
mismo, temiendo contagiarse de sí mismo, y condenándose a morir a causa y por
motivo de sí mismo. Así es como el temor del individuo, en sí tan inofensivo,
termina convertido en un espantoso terror colectivo, del que ningún hombre
puede salir cuando así lo ha decidido, sino hasta tanto se le diga que puede
confiar en la buena salud de los demás seres vivos. El terror colectivo, sea dicho
una vez más, es el ingrediente principal de la pérdida de la libertad, y es, además,
el primer golpe con que se derrumba todo lo bueno que pueda existir en una
sociedad.
Los hombres, juntos en sociedad, han tenido siempre una definición muy
diferente de la palabra libertad, que por lo regular no solo fue de la mano de su
idea de seguridad, sino que quisieron imponer como la única realmente cercana a
la verdad. Ahora bien, del hombre, solo, visto por su lado individual, difícilmente
se podría pensar que tenga una idea distinta de la libertad a la de su potencia de
actuar, o a la de poder caminar por el mundo sin temor a que el americano lo
pueda matar, el ruso lo obligue a trabajar, el alemán lo haga bombardear, el
francés lo haga colgar, el inglés lo haga decapitar, el mahometano lo haga
lapidar, el judío lo haga acuchillar, el cristiano lo haga quemar, el romano lo haga
crucificar, el ateniense lo haga envenenar, el persa lo haga torturar, el espartano
lo haga emboscar, o algún héroe homérico lo enganche a su carro para hacerlo
arrastrar. O, en otras palabras, el hombre, solo, por fuera de su sociedad, quiere
seguridad, pero no al costo de tener que pagarla con su propia libertad. ¿Qué más
tiene pues para pagarla? ¿Su dinero? El dinero lo imprime a placer su gobierno, y
difícilmente esté interesado en vender seguridad a tan bajo precio. ¿Su
inteligencia? Pocas veces se encuentra quien la valore en lo que realmente cuesta.
¿Su trabajo? Hace años que serían libres casi todos los esclavos. ¿Su amor? Se
puede amar la libertad, pero dar el poco amor que se tiene a cambio de ella es una
imbecilidad -y una imposibilidad-. ¿Su fuerza? La fuerza de un solo hombre será
siempre insuficiente para oponérsela a quienes con su seguridad comercian. ¿Su
amistad? Con la amistad no se paga más que por la incertidumbre y la
inseguridad. La única moneda que parece alcanzar para pagar por algo de
seguridad es, pues, la de la libertad, tanto más cuanto que quien vende seguridad
ofrece con ella un poco de fuerza, y que lo último que como vendedor le interesa
es que quien compra su mercancía tenga al alcance una manera propia de
obtenerla. Es necesario, para que la demanda se mantenga, que exista una
relación de dependencia, y a una relación de dependencia no se llega sino
privando al otro de su independencia. Pero a los hombres, por muy extraño que
suene, les ha alcanzado siempre con considerarse seguros para juzgarse libres e
independientes, aun cuando se les amarre y se les encierre, y aun cuando su
misma historia les demuestre que un hombre seguro en una jaula es justo lo
contrario a un hombre independiente.
Un hombre libre, dicho sea de nuevo, puede tener miedo, pero un hombre que da
su propia libertad por dejar de tenerlo es, en todo aspecto, un auténtico pendejo.
Es un pájaro en una jaula, que canta a placer de quien lo maltrata; es un león en
una prisión, que ruge como se lo manda su carcelero y patrón; es un mono en un
mostrador, que brinca y baila para divertir a su pequeño espectador; es, dicho de
otra manera, una especie de animal que con su libertad avergüenza a las demás
criaturas de la naturaleza.