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INTRODUCCIÓN

COMO INDICA EL TÍTULO, este pequeño libro trata el 'inabarcable tema de la estupidez humana. Hace
casi medio siglo, cuando todo joven que se preciara de avanzado iba de marxista, existía el
convencimiento de que casi no había conflicto entre los hombres que no tuviera un trasfondo
económico y, cómo no!, de lucha de clases. Los militantes de los diversos grupúsculos marxistas que por
entonces pululaban y que se tenían literalmente excomulgados los unos a los otros en esto sí coincidían,
era casi lo único que tenían en común (además de que ninguno de ellos había leído a Marx, pero eso era
un pequeño detalle sin importancia que a estas alturas vale más no remover). Ahora bien, el tiempo y
los acontecimientos demuestran que las más de las veces la estupidez explica las guerras y los
enfrentamientos mucho mejor y con menos necesidad de hipótesis subsidiarias que la economía. El
conocido como principio de Hanlon, según el cual no se ha de atribuir a la maldad lo que pueda ser
explicado por la estupidez, va a ser el tema recurrente a lo largo de todo este tratado. Este principio es
algo así como una navaja de Oekham de andar por casa, pero extremadamente útil, como tantos otros
instrumentos caseros. Es muy larga la lista de conflagraciones que han ensangrentado la historia y
terminaron arruinando a los contendientes sin beneficiar a ninguno de ellos, y también Io es la de las
personas que a nadie estorbaban pero que fueron perseguidas por razones que tan sólo a su vida
privada concernían. Los estragos del nacionalismo, que de ningún modo han beneficiado nadie, ni
siquiera a la misma nación que pretenden defender, están a la vista de todos. La estupidez es lo más
parecido a la máquina del movimiento continuo que durante tanto tiempo buscaron tantos de los
chiflados que en el mundo han sido, porque tiene efectos multiplicadores y genera su propio
combustible sin agotarse jamás. Por esto es una ingenuidad creer que las estupideces se descalifican por
sí mismas. No, la estupidez se desarrolla alimentándose de su propia sustancia, y por eso ante ella nunca
se ha de callar. Es verdad que el esfuerzo necesario para elaborar razones contra quienes no saben
razonar, o para rebatir proclamas que de puro vacías no dejan ni asideros para argumentar, es ímprobo
y agotador, pero es una tarea ineludible. Con el inconveniente añadido de que para llevar a cabo las
majaderías anejas a su condición la estupidez provee al estúpido de unas energías que, muy
lamentablemente, la sensatez no suministra al hombre sabio cuando ha de luchar contra la estupidez.
Por esta razón es un combate muy desigual y da mucha pereza, pero es preciso sacudírsela para no
tener que deplorar males mayores.

Si todos los intentos de averiguar las leyes de la historia han fracasado ha sido precisamente porque el
motor de la historia es

la estupidez y sus derivadas (la hipocresía, la intolerancia, el fanatismo, la ambición desmedida...), y la


estupidez carece de leyes y de normas. Por eso las cosas que van a suceder son imprevisibles, y los
politólogos y los periodistas se equivocan mucho más que los meteorólogos cuando predicen el futuro.

Se oye decir con frecuencia que la explicación de muchos conflictos se puede encontrar en el
aburrimiento. Si los seres humanos estuvieran entretenidos con sus pasatiempos privados tendrían
menos tiempo y ganas de pelearse con los demás y marear a sus semejantes con tonterías. Esto es
rigurosamente cierto, pero no contradice las afirmaciones anteriores, más bien abunda en ellas: sólo los
tontos se aburren. Quien no es tonto del todo sabe llenarse su tiempo libre sin molestar a nadie, y
procura evitar las disputas y los enfrentamientos que le distraerían de sus aficiones.

Es verdad que además de la estupidez está la maldad humana, que también ha causado catástrofes, y
que han existido muchas personas perversas que han hecho mucho daño para beneficiarse a sí mismas
sabiendo muy bien lo que hacían. Todo esto es cierto. Pero la estupidez es más dañina que la maldad,
porque es más fácil luchar contra la segunda (porque actúa con una cierta lógica) que contra la primera
(que carece de ella). Con un malvado se puede dialogar e incluso llegar a convencerle de que podría ser
mucho más feliz convirtiéndose en una buena persona. Un estúpido, en cambio, es invulnerable a los
razonamientos. Si pudiéramos suprimir la maldad, el mundo sería un poco mejor. Pero si pudiéramos
suprimir la estupidez, el mundo sería muchísimo mejor.

Por otra parte, la maldad y la estupidez no son incompatibles ni antagónicas, y las más de las veces
tampoco fáciles de distinguir, porque la frontera que las separa es extremadamente borrosa. Y si tantas
de las conquistas sociales y de las cosas que contribuyen a nuestro bienestar se van consiguiendo mucho
más lentamente de lo que sería de desear, no es tanto por culpa de los malvados que las boicotean y
obstaculizan como por los tontos que las reivindican y apoyan.

No se va a entrar aquí en la distinción que quizás se podría hacer entre «tontería» y «estupidez». Ambas
palabras junto con algunas otras como «necedad» o «majadería» serán utilizadas como si fueran
sinónimas. Ni siquiera se intentará dar una definición de ninguna de ellas. A bote pronto se podría decir
que un tonto es alguien que hace tonterías, pero eso es como decir que una cosa es roja porque es de
color rojo. Ahora bien, igual que el color rojo no se puede definir pero sí reconocer y distinguir del verde,
también se puede reconocer la estupidez y distinguirla de la inteligencia. Todo el texto que viene a
continuación da pues por conocido el significado de todas estas palabras. Y por supuesto, cuando sean
usadas refiriéndose a personas, se entenderá a hombres y mujeres sin necesidad de más aclaraciones.
Se hablará de «los tontos» y «los majaderos» y no de «los tontos y las tontas» ni de «los majaderos y las
majaderas», confiando en que el avispado lector se hará cargo de que tanto el plural como el
indeterminado abarca ambos sexos.

BREVE TRATADO SOBRE LA ESTUPIDEZ HUMANA


1

«Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están
completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.»

BERTRAND RUSSELL

La afirmación de Russell es cierta en muy gran medida: los tontos acostumbran a estar mucho más
seguros de sí mismos que los inteligentes. Para el filósofo y matemático Girolamo Cardano esto no es
tan sólo una característica de la estupidez, sino su definición y su esencia, y en su obra De utilitate ex
adversis capienda se puede leer la siguiente reflexión: «Ten presente ante todo que la estupidez
consiste, enteramente o casi, en tener un concepto exagerado de sí mismo». Todo esto es una gran
verdad, no cabe duda. Pero es una verdad que tiene la desventaja de estar tan dicha repetida que los
tontos y los ignorantes ya la han hecho suya, y para disimular su condición de tales blasonan de carecer
de certezas diciendo muy solemnemente que «no hay verdades absolutas» (profesión de fe que encierra
en sí misma su propia contradicción) o que «todo es relativo» (y si es todavía más tonto que la media
remata esta última frase con la coletilla: «como dijo Einstein», cuando Einstein jamás dijo semejante
cosa). Y con una confianza en sí mismos que desmiente la presunta modestia. Pero ni todo es relativo ni
es cierto que no haya verdades definitivas, y a estas alturas de la historia, después de los miles de años
de existencia de la especie humana sobre el planeta y de más de dos mil años de reflexión y
pensamiento, sí que existen algunas certezas (más allá de la evidencia de que las cosas caen y el fuego
quema). Y son certezas que incluso las personas inteligentes pueden defender sin dejar por ello de serlo.
Veamos algunos ejemplos.

Hasta no hace tanto tiempo, no se consideraba que la esclavitud fuera inmoral. Se nacía esclavo o libre
igual que se nace feo o guapo. No había nada que hacer, la vida es así de triste. Incluso se hablaba de los
deberes del buen amo: el buen amo no debía maltratar a los esclavos, ni abusar sexualmente de ellos, ni
hacerlos trabajar más allá de lo razonable, y tenía la obligación de ocuparse de ellos en la vejez y la
enfermedad. Ahora sabemos que no puede haber un buen amo de esclavos, sencillamente porque nadie
puede poseer esclavos. Esto es una conquista definitiva e insuperable: ningún hombre puede pertenecer
a otro. Sería un despropósito sostener que cualquier saber es provisional, que hay que estar abierto a las
novedades y que a lo mejor con el tiempo los antropólogos descubren una raza de seres humanos a los
cuales, por su propio bien, conviene esclavizar. No, a quien predique semejantes novedades o diga que
la inmoralidad de la esclavitud es «una verdad relativa» no se le ha de prestar ninguna atención.

Más reciente aún es el derecho al voto de la mujer y la igualdad entre ambos sexos que, si bien en el
plano práctico queda todavía mucho camino por recorrer, en el teórico (por lo menos en el mundo
occidental) ya nadie se atreve a discutir. No es una verdad provisional a la espera de que los avances en
psicología puedan demostrar que a lo mejor tenían razón quienes sostenían que las mujeres son más
tontas que los hombres. Es una certeza de la que sólo un imbécil puede dudar, Del mismo modo
sabemos que todas las personas, con independencia de su sexo, preferencia sexual, características
raciales o situación económica, tienen idéntico derecho al voto, a la libertad de expresión, y al acceso a
la educación y a la sanidad.

Antaño, cuando se declaraba la peste, se hacían oraciones, procesiones y rogativas, y había quienes se
protegían con conjuros y reliquias. Hogaño, cuando aparece una enfermedad hasta ahora desconocida,
los investigadores se afanan en los laboratorios para estudiarla y buscar remedios y paliativos. Hoy día ni
el creyente más ortodoxo admitiría que un médico le recomendara una peregrinación a un cierto
santuario y le diera una receta prescribiéndole las oraciones que habría de rezar delante del santo. Ésta
es otra certeza irrevocable e inmejorable: la medicina es cuestión de ciencia, no de religión, ni de magia,
ni de sortilegios, y tan sólo avanza por el estrechísimo carril de la investigación científica rigurosa y
contrastada. Y ni al más lerdo se le ocurriría sostener que como nadie sabe lo que nos depara el futuro,
no es imposible que en tiempos venideros un equipo interdisciplinar formado por médicos y teólogos
pueda llegar a descubrir unas oraciones curativas.

Incluso tenemos algunas certidumbres sobre los límites del progreso técnico. Por mucho que se
descubran máquinas más y más eficaces, sabemos que sólo podrán transformar energía en trabajo
aprovechable para el ser humano, pero no crear energía de la nada. Dicho de otro modo: la máquina del
movimiento continuo es imposible. Esto también es una conquista insuperable y concluyente, y quien
pretenda hacernos creer que ha encontrado el modo de fabricarla ha de ser tratado con el desdén que
merece cualquier charlatán. Con idéntica desatención debemos portarnos con el que diga que ha
descubierto el elixir de la eterna juventud, la piedra filosofal o un brebaje que proporciona la
inmortalidad,

Y poseemos otras evidencias un poco más antiguas pero que no por ello dejan de ser evidencias: vale
más tener amigos que carecer de ellos, es mejor ser una persona instruida que una persona ignorante, la
bondad siempre es preferible a la maldad, la prosperidad a la pobreza, la paz a la guerra, la belleza a la
fealdad y la inteligencia a la necedad. Y ya hace mucho tiempo que ninguna persona, por inteligente que
sea, alberga dudas acerca de ellas. Y quien se vanagloria de tenerlas para que los demás no piensen que
tiene la seguridad de los tontos, entonces es que es tonto. También conviene señalar a otra especie de
mentecatos (de la cual forman parte algunos jerarcas religiosos) que no están de acuerdo con que todo
sea relativo (y en eso llevan razón) pero que para desmentirlo dicen que «vivimos bajo la dictadura del
relativismo», afirmación tan tonta como la que intenta rebatir. Y esto es muy importante: nunca se ha
de refutar una tontería con otra tontería, aunque en un primer momento pueda dejar enmudecido al
interlocutor, porque es una victoria efímera. Dos bobadas que digan cosas incompatibles no se anulan
mutuamente ni se restan, muy al contrario, se suman, y con ello sube el ya alarmante nivel de estupidez
del mundo. Por eso conviene no aumentarlo, aunque proporcione el momentáneo gozo de dejar callado
a un tonto.

¿y en qué se diferencian entonces, frente a estas convicciones ya indiscutibles, los inteligentes de


quienes no lo son? Principalmente en dos cosas. En primer lugar, la persona cultivada y sensata sabe
que estas certezas, por evidentes que nos puedan parecer, no las hemos descubierto nosotros, sino que
alguien nos las ha enseñado. Son el fruto de largos años de pensamiento, y durante mucho tiempo
muchos hombres muy inteligentes no las consideraron tan incontestables. La mayoría de quienes las
tenemos por tales no es gracias a nuestra clarividencia mental, sino por haber nacido en la época y en el
lugar en el que hemos nacido. Por ello el hombre sabio opina sobre los personajes históricos y los
hechos del pasado con más prudencia y reserva de como lo hacen los ignorantes, que descalifican
sumariamente la democracia griega porque no todos tenían derecho a voto o condenan sin más
miramientos la colonización de América porque la juzgan a la luz del derecho internacional
contemporáneo. Y en segundo lugar sabe que, por muy seguros que estemos de algunas verdades, en
cuanto se hacen realidad y se convierten en conquistas sociales son extremadamente frágiles. Que el
agua potable o la energía eléctrica lleguen hasta nuestra casa sin necesidad de ir a buscarlas es algo tan
cotidiano y un derecho tan básico que lo damos por descontado y convivimos con ello como si fuera algo
tan natural como el sol o la lluvia. Pero es una conquista muy reciente y, como toda obra humana, no es
ni definitiva ni irreversible

Por ello las personas inteligentes, cuando luchan por mejorar algo del mundo en el que viven, procuran
apuntar a metas muy concretas. para que la lucha contra las cosas malas no se lleve también las cosas
buenas. No se hacen los interesantes poniendo cara de antisistema ni condenan fulminantemente a la
sociedad en su totalidad (para lo cual no se precisan grandes esfuerzos mentales) porque tienen muy
presente que la democracia en la cual vivimos es muy joven y muy endeble, y que algunos logros que a
estas alturas nos parecen incuestionables, como la abolición de la pena capital, el acceso a la sanidad o
el sufragio universal, son tan inestables como un castillo de naipes. Y esta inestabilidad no es debida a la
conspiración de fuerzas oscuras y malvadas, sino a que estos logros están a merced de cualquier
botarate con capacidad de organización, con facilidad para hacerse sitio en algunos medios de
comunicación y con destreza para conseguir apoyos para propuestas políticas disparatadas que arrasen
con estas conquistas. Propuestas que, por supuesto, prometen defender a quienes más se iban a
arruinar si se llevasen a efecto.

Pero no existe sistema político ni constitución perfecta sencillamente porque es imposible poner
completamente de acuerdo a unos cuantos millones de seres humanos, y por ello no hay ninguna que
no sea producto de pactos, componendas, zurcidos y remiendos. Ante esta ineludible imperfección, los
inteligentes señalan los lugares concretos por donde se ha de coser y recomponer; los tontos hablan de
ella como de «un papelucho» o demuestran su desprecio rompiéndola en público, ignorando que
aquello que rompen es precisamente la garantía de que nadie pueda meterse con ellos aunque escupan
a la misma ley que les protege. Bien es verdad que hacer trizas un ejemplar de la constitución es algo
que hasta el más zoquete sabe hacer, mientras que leerla con atención y reflexionar sosegadamente
sobre cómo podría ser mejorada requiere una capacidad de razonamiento que ya no está al alcance de
cualquiera, aunque el tal cualquiera sea un parlamentario. Nadie puede ser considerado tonto por
poseer la seguridad de que cualquier constitución democrática, por defectuosa y limitada que pueda
ser, es preferible a cualquier dictadura. Pero sí se puede considerar tonto a quien sostiene que la
constitución no puede ser un «muro», cuando de eso es precisamente de lo que se trata. Las
constituciones han de ser justamente diques que impidan que los gobernantes estúpidos, que son la
mayoría (no por ser gobernantes sino por ser seres humanos), hagan excesivo daño a los gobernados. Si
un descerebrado puede alcanzar la presidencia de Estados Unidos sin llegar a destruir el país es gracias a
la extrema solidez de su constitución, una barrera que no tienen ante sí todos los dictadores que en el
mundo han sido y que, faltos de ella, sí han podido destruir su país. Por eso las constituciones han de ser
lo más estables posible y no deben ser alteradas mientras no existan razones muy sólidas para ello
(decir, como se ha escuchado más de una vez, que la española hay que reformarla porque después de
cuarenta años ya va siendo hora de hacerlo, no es ningún argumento a favor ni en contra de ninguna
modificación) y una mayoría muy cualificada apoye los cambios. Cambios que, si se hacen, se han de
hacer pensando en el bienestar de todos y no en la singularidad de unos pocos, porque por muy
singulares que se consideren algunos no por ello han de tener más derechos ni menos deberes que
quienes somos unos seres corrientes, vulgares, insignificantes y prescindibles.

Y también es tonto quien desprecia la constitución olvidando que si es «un papelucho», los papeles
arden con mucha facilidad y que en España, a lo largo de toda su historia, ya han ardido demasiadas
cosas.

II

«Los hombres son como los vinos: la edad agria los malos y mejora los buenos.»

CICERÓN

Esto es así porque, inevitablemente, todos nacemos ignorantes, y por culpa de nuestra ignorancia
hacemos más tonterías de las que sería menester. Las personas inteligentes saben que las hacen,
aunque no siempre sepan que las están haciendo (de lo contrario ya no las harían). Pero la certeza de
saberlo les obliga a reflexionar sobre sí mismos y sobre los errores que puedan haber cometido, a
cuestionar las propias ideas, a cotejarlas con los hechos y, por supuesto, a no contentarse nunca con lo
que ya saben. La razón necesita seguir aprendiendo y estudiando porque los contenidos del saber son
los nutrientes de la inteligencia, la materia prima sobre la cual podemos pensar. Un hombre sabio nunca
puede estar satisfecho con lo que ya sabe. Y si lo está, es que no es un hombre sabio.

Los tontos, en cambio, ignoran su propia limitación y ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de que
hacen tonterías igual que cualquier otro ser humano, y no consideran necesario reflexionar sobre su
manera de hacer ni mucho menos sobre la culpa que pueda corresponderles de sus propios fracasos.
Ante la dificultad de pensar, al tonto le quedan dos caminos: apuntarse a la última moda, negando
haber sostenido lo que defendía hasta entonces, o anclarse en el pasado diciendo a los cincuenta años:
«Yo soy el mismo que era a los veinte», como si pasarse treinta años sin gestar una sola idea nueva y
mantener las que ya se tenían en estado de congelación fuera signo de agilidad mental y coherencia.

No cabe duda de que para reconocer que uno se ha equivocado en tiempos pretéritos defendiendo
cosas que hoy nos parecen delirios se ha de pasar por una situación más bien poco airosa, pero una
persona sensata prefiere afrontar gallardamente esa incómoda experiencia, que al fin y al cabo tampoco
es muy duradera, que renunciar para siempre a aprender las duras lecciones que suministran los
hechos, siempre tan refractarios a las fantasías y los desvaríos. En cambio, quien no es inteligente, más
preocupado por conservar una imagen estupenda de sí mismo que por la prudencia y la discreción,
procura negar los hechos si éstos desmienten lo que ha defendido desde siempre (si son los que siguen
el segundo camino), o borra de su recuerdo haber sostenido lo que sostenía hasta la víspera (si son de
los que siguen el primero). Es por esto que la estupidez es amnésica. Si la memoria es indispensable para
la inteligencia, porque sin ella la inteligencia carece de material sobre el cual ejercitarse, la desmemoria
lo es para la tontería, porque al borrar los errores cometidos en el pasado desaparece la posibilidad de
reflexionar sobre ellos, y con ella la de llegar a conclusiones poco halagüeñas sobre la propia cordura. Se
atribuye habitualmente a Einstein, ignoro con qué fundamento, ese dicho de que «la memoria es la
inteligencia de los tontos». Sea quien sea su autor, es del todo desafortunado, porque precisamente son
los tontos quienes más desprecian la memoria. Tan es así que muchos de ellos creen que la inteligencia
y la memoria son inversamente proporcionales, y por ello no es infrecuente oír a un imbécil blasonar de
ser muy desmemoriado imaginando así que de un modo indirecto enaltece su inteligencia. Más acertada
es la opinión de Shakespeare, quien llamaba a la memoria «el centinela del bro» O' no olvidemos que
una mente sin centinela es una mente enloquecida), Y todavía más certera es la siguiente máxima del
célebre moralista Nicolas de Chamfort: «Poca filosofía lleva a despreciar la erudición. Mucha filosofía
lleva a estimarla». El estúpido (digamos quien «tiene poca filosofía») ignora su estupidez pero puede no
ignorar su ignorancia, o por lo menos reconocer que hay quienes saben más que él. Ahora bien, como
estudiar y aprender le supone, por un lado, un esfuerzo que le supera y, por otro, una inversión de
tiempo que le restaría horas al que habitualmente dedica a hacer las bobadas inherentes a su
naturaleza, desprecia el saber descalificándolo como «erudición memorística», y de quien dedica la
mayor parte de su tiempo al estudio dice que «no sabe nada de la vida». Quien no es un estúpido sabe
que la erudición (por muy memorística que pueda ser) es lo que provee de alimento a la inteligencia, y
por eso la busca, la estima y la cultiva.

Cuando en España desapareció la dictadura por fallecimiento de su titular se hicieron

patentes las distintas especies de tontos. Los de la primera eran los «demócratas de toda la vida», a
quienes nunca se les había visto en las manifestaciones que reclamaban la libertad y denunciaban los
atropellos del franquismo, pero que al extinguirse físicamente el dictador aparecieron por multitudes.
Algunos de ellos habían estado incluso muy comprometidos con la dictadura, pero luego no se
recataban de dar lecciones de democracia a quienes desde mucho antes habían luchado por ella. Es
verdad que estas conversiones en masa facilitaron la transición, y nunca es tarde cuando la dicha es
buena, pero la mayoría de todos esos neo-conversos, por lo menos los de buena fe (aunque la «buena
fe» de los estúpidos es un tema de gran enjundia sobre el cual habría mucho que decir y del que algo se
hablará más adelante), no sabían que lo eran.
Y borrando sus recuerdos pudieron fabricarse una imagen de luchadores antifranquistas de toda la vida.

Los de la segunda especie se dieron cuenta de que es mucho más glorioso luchar contra una dictadura
que trabajar políticamente en una democracia, donde hay que entenderse civilizadamente con
adversarios políticos, ceder en muchas ocasiones, retroceder en otras, avanzar a pasos contados, y
contentarse las más de las veces con éxitos modestos y progresos siempre muy parciales. Todo esto
después de un trabajo que habitualmente es anodino, rutinario y poco espectacular, y además con el
riesgo permanente de equivocarse, de tener que rectificar y de dar la razón al otro (porque las
propuestas concretas siempre pueden ser medidas con la realidad, al contrario de lo que sucede con las
grandes proclamas). Contra la dictadura se podía luchar enarbolando ideas equivocadas, pero en la
lucha misma se tenía la seguridad absoluta de tener razón, porque ninguna dictadura es buena (y esto
también es un descubrimiento irrevocable e imposible de superar). Y también se hizo muy evidente que
una cosa es luchar por la libertad de difundir libremente nuestras ideas y otra muy distinta la capacidad
de elaborar ideas para tener ideas que difundir. Y en lugar de enfrentarse a estas perplejidades
decidieron que nada había cambiado, que todo aquello no era más que franquismo disfrazado y que la
lucha continuaba. Y así vivieron durante mucho tiempo, blasonando de ser «el mismo de siempre».
iVaya por Dios! Y he aquí que cuando la especie parecía ya extinguida, y desde la caída del muro de
Berlín hasta los más remolones reconocieron que todavía no se ha inventado nada mejor que la
democracia (por muy «formal» o «burguesa» que pueda ser), aparecieron unos neo-progres que hablan
del «régimen del 78» como una prolongación del franquismo para así poder asumir una imagen de
luchadores contra una dictadura bajo la cual la mayoría de ellos nunca vivieron, y hablan de «presos
políticos» y de «estado represor». Pero en lugar de mejorar paulatinamente la sociedad en que vivimos,
les parece más estimulante tener un enemigo con nombre propio, y de este modo calificar de «facha» o
de «franquista» a quien discrepa de ellos sin pasar por el incómodo trámite de pensar (ejercicio que a
algunos les debe producir terribles dolores de cabeza a juzgar por lo reacios que son a practicarlo). Es
más fácil, intelectualmente hablando, tener una pared contra la que embestir que una casa que
restaurar, porque para lo segundo se ha de reflexionar sobre qué se ha de restaurar, cómo se ha de
restaurar y qué hay que dejar como está. Es por esto que escribía Antonio Machado:

De diez cabezas, nueve embisten y una piensa.

Nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por la idea.

También es verdad que consiguieron resucitar a Franco, algo que ni los más nostálgicos de Fuerza Nueva
habían logrado, y esto es algo que no deja de tener su mérito.

En cambio las personas inteligentes asumieron los inconvenientes de un trabajo político que raramente
produce héroes y la difícil pero necesaria tarea de «desenmascarar el desenmascaramiento», como
decía Jaspers. Necesaria por dos razones. La primeva, porque se descubrió que, en contra de lo que
muchos ingenuamente creían, algunos de los luchadores contra el franquismo no eran tan idealistas
como podría parecer, y a veces ni siquiera eran buenas personas (lo cual no empaña, por supuesto, la
legitimidad de la lucha). Esta ingenuidad u otras muy semejantes alcanzaron incluso a personas muy
inteligentes, como demuestra un texto de Isaiah Berlin quien, refiriéndose a Einstein, escribió lo que
viene a continuación:
Su odio a la crueldad y la barbarie de los reaccionarios y fascistas le llevó, a veces, a creer que no había
enemigos a la izquierda, un engaño de muchas personas decentes y generosas, algunas de las cuales lo
pagaron con su vida.

La otra razón, porque contra la dictadura habían combatido comunistas y nacionalistas, y esa lucha fue
en sí misma justificada y merecedora de aplauso, pero una vez desaparecido el dictador y recobrada la
libertad empezó la segunda parte de la tarea, la de desenmascarar lo que no eran más que ideologías y
la de cuestionarnos a nosotros mismos. Se requiere mucho valor para luchar contra una tiranía, pero
mucho más se necesita para someter las propias ideas a un severo escrutinio. Con la desventaja añadida
de que, por ser una valentía invisible a los ojos de los demás, no sirve

para alimentar el ego de nadie. Es una tarea ardua y embarazosa, porque las lecciones de humildad
nunca son fáciles de aceptar, pero también es propia de personas inteligentes. De aquellas personas
que, como el buen vino, mejoran con el tiempo.

III

«Estar preocupad') es ser inteligente, aunque de un modo pasivo. Sólo los tontos carecen de
preocupaciones.»

GOETHE

La idea de que los tontos carecen de preocu paciones o son más felices que los listos está muy
extendida, incluso entre personas inteligentes. Hasta un hombre tan agudo como Voltaire llegó a decir
(en una carta dirigida a Madame du Deffant con fecha del 2 de julio de 1754) lo siguiente: «Nunca
seremos tan felices como los tontos, pero tratemos de serlo a nuestra manera». Pero es algo
rigurosamente falso, porque los cimientos de la felicidad de cualquier ser humano están dentro de él
mismo. Esta idea la expresa de un modo muy sugerente Stevenson en su obra Moral laica

(un libro tan limpio y lleno de encanto que no hay en el una sola línea que no merezca ser subrayada):

Pues ¿qué puede poseer un hombre o de qué puede gozar, sino de sí mismo? Si engrandece su
naturaleza, engrandecerá sus dominios. Si su alma es feliz y valiente, disfrutará del universo como si
fuera su parque y su jardín.

Si la felicidad se construye con lo que cada uno puede extraer de sí, los necios lo tienen más complicado
porque en su vaciedad interior poco material de construcción hay disponible, de modo que tanto
Goethe como Voltaire, casi siempre tan certeros, en esto van errados. Lo que sucede es que si los
inteligentes se preocupan por cosas sobre las que merece la pena preocuparse, digamos que tienen
preocupaciones inteligentes, quienes no lo son tienen preocupaciones tontas. Preocupaciones que
normalmente proceden de complicar las cosas sencillas porque, en contra de otra opinión también muy
aceptada, la simplicidad y la estupidez no tienen nada que ver. El no embrollar las cosas simples y no dar
a los problemas más importancia de la que merecen es propio de la sensatez, no de la majadería. En una
carta, escrita desde la cárcel de Reading, decía Oscar Wilde algo que viene muy al caso: «La vida no es
compleja. Nosotros somos los complejos. La vida es sencilla y lo sencillo es lo correcto». Complicamos la
vida por culpa de la parte tonta que todos inevitablemente arrastramos. Y cuanto más grande es esa
parte, tanto más complicamos innecesariamente la vida. Es difícil de entender por qué con tanta
frecuencia se confunde a los simples con los tontos, siendo los tontos tan complicados, pero es un error
muy habitual.

Si a los tontos no les funcionara la cabeza, Goethe tendría razón, pero la cabeza de los tontos sí que
funciona. Funciona mal, pero funciona. No son como una lavadora vieja y oxidada que ya ni se enciende,
sino como una lavadora que pierde agua, destroza la ropa y te suelta un calambre en cuanto te acercas a
ella para intentar controlarla. En febrero de 2018, apareció en El País un artículo de Manuel Cruz con el
sugerente título de: «El no saber ocupa lugar». Y es muy cierto. Si el saber no ocupa lugar (y esto es así
porque nunca sabe uno tantas cosas que ya no pueda aprender otra nueva por falta de espacio en el
cerebro), la ignorancia sí ocupa lugar. La cabeza de los tontos y los ignorantes no está vacía sino repleta
de prejuicios, tonterías, creencias sin fundamento, conceptos sin digerir y eslóganes sin analizar,
enredados unos con otros sin mayor orden ni concierto formando un batiburrillo que bloquea la entrada
de conocimientos y de pensamientos juiciosos.

Hay quien sostiene que no debe ser tan grave ser tonto cuando todos los tontos están tan satisfechos
consigo mismos, Y es verdad, pero aun así puede un tonto estar insatisfecho con lo que le rodea porque,
entre otras muchas razones que señalaremos a continuación, nuestros semejantes suelen ser más bien
reacios a compartir con uno la alta percepción que cada cual tiene de sí mismo. Por modesta que sea la
consideración que alguien tenga de su propia inteligencia, los demás la tendrán más modesta todavía.
Esto provoca en el tonto muchas y muy graves frustraciones. En cambio, el inteligente lo asume
bravamente porque sabe que así somos los humanos. El tonto se enfrenta a diario con los
inconvenientes de su necedad, pero como desconoce su origen (porque ignora su propia condición) no
sabe hacerles frente. Y cree que tropieza contra el mundo cuando en verdad tropieza contra sí mismo, y
piensa que entre él y sus semejantes han abierto trincheras sin caer en la cuenta de que él mismo las ha
excavado. En un pasaje del Quijote saca Sancho Panza a colación el conocido refrán de que «más sabe el
necio en su casa que el cuerdo en la ajena», y don Quijote, con su acostumbrada sensatez, le contesta
que «el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa de que sobre el cimiento de la necedad no
asienta ningún discreto edificio». Y sobre ese cimiento no puede edificarse una vida alegre y
satisfactoria. Don Quijote tiene razón, como casi siempre, y ser tonto no es ninguna bicoca.

Por otra parte, si bien es cierto que el gran concepto que tiene el tonto de sus propias capacidades
intelectuales le blinda contra muchas frustraciones, también lo es que le hace saltar desmesuradamente
contra todo lo que pueda deteriorar ese blindaje, lo cual le crea preocupaciones tontas e inquietudes
que no padecen quienes tienen buen juicio. Dicho de otro modo, los necios son las más de las veces
susceptibles, y la susceptibilidad es origen de muchos sinsabores que las personas sabias desconocen.
Además, mantener permanentemente la imagen de algo o de alguien es no sólo aburrido para quienes
nos rodean, sino vivir en permanente tensión, negarse a uno mismo una vida relajada. Claro que hay
tontos que salen al paso de esto diciendo: «No me preocupa lo que piensen los demás de mí», con lo
cual ya están queriendo dar la imagen de persona a la cual no le importa la imagen que los demás tienen
de él, con lo cual se contradice y no sale del círculo. Por muy indispensables que sean los afectos y la
amistad para construirse una vida feliz, a todo el mundo le gusta que los demás piensen que es
estupendo, que le hagan caso, tener fama y tener dinero, y negarlo es una necedad. La persona con
inteligencia que consigue todas estas cosas las sabe disfrutar sabiamente, y si no las llega a alcanzar
también es capaz de gozar alegremente de lo poco que tiene sin amargarse y, lo que es más importante,
sin poner cara de despreciar aquello que no tiene. En cambio, quien carece de inteligencia no sabe ser
feliz, aunque tenga a su alcance los medios materiales para serlo, igual que nadie se convierte en buen
intérprete por poseer un piano de gran calidad. Porque las cosas buenas de este mundo son tan sólo
arpegios sueltos, y sólo el hombre sabio sabe componer con ellos una melodía que dé significado y
sentido a su fida. Y si el tonto carece de lo que le hubiera gustado tener, entonces se pone estupendo y
blasona de no estar preocupado ni por el dinero ni por la fama. Y ya vuelve a enredarse consigo mismo
poniendo cara de interesante y dando explicaciones que nadie le ha pedido ni a nadie interesan.

La envidia es otro procedimiento muy utilizado por los tontos para complicarse la vida. Desear lo que
otros tienen no es envidia: a cualquiera le gustaría poseer la inteligencia de Aristóteles, el físico de
George Clooney y el patrimonio de los duques de Alba, y no reconocerlo sería propio de tontos. En
principio la envidia se podría definir como coger antipatía a quienes poseen aquello de lo que uno
carece, pero la cosa es más complicada porque todo lo que tenga que ver con la estupidez humana es
complicado. Porque la mayoría de los envidiosos primero lo son, y luego ya encontrarán algún objeto
sobre el cual ejercer su envidia. En cuanto alguien les desagrada califican su competencia profesional de
«elitismo», su cultura de «pedantería» y su encanto personal como «querer ser el centro de la reunión».
En contra del dictamen de Goethe, la envidia envenena la vida del estúpido, le crea preocupaciones y,
como éste tenga poder, envenena también la de aquel a quien envidia. Si no lo tiene, no hace más daño
que aumentar el ego del envidiado a quien dificulta el ejercicio de la virtud de la modestia (pero es un
daño colateral no demasiado alarmante, que ya le bajará los humos algún amigo malicioso), Sólo se hace
daño a sí mismo, como es propio de la estupidez, y se nutre de su propio veneno. Como tan
cuerdamente decía don Francisco de Quevedo: «La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no
come». Un ladrón actúa con más lógica y sensatez que un envidioso.

Y todo esto de la envidia proporciona otro criterio altamente fiable para distinguir al tonto del listo. En la
casi siempre inevitable alternativa entre la libertad y la igualdad, el inteligente suele decantarse por la
primera y quien no lo es por la segunda. El filósofo americano Eric Hoffer, en El verdadero creyente (su
primera y más famosa obra), lo explica con enorme lucidez:

Es un profundo consuelo para el frustrado ser testigo de la caída del afortunado y de la desgracia del
honesto. Ve en la decadencia general una aproximación hacia la fraternidad de todos. El caos, como la
tumba, es un refugio de igualdad.

Una vez conseguida la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley, las únicas por las cuales tiene
sentido luchar políticamente, el ser humano se enfrenta inevitablemente con la libertad, y en
consecuencia también con la desigualdad, porque quien sabe usar sensatamente su libertad es más feliz
y le van mejor las cosas que a quien no sabe. Por eso al estúpido no le preocupa la libertad. En primer
lugar, porque no sabe qué hacer con ella y se convierte para él en un estorbo, y en segundo lugar
porque hace patente su inferioridad frente a quienes sí saben emplearla beneficiosamente. La persona
inteligente aprovecha las posibilidades que le brinda el mundo que le rodea para crearse aficiones,
cultivarse más y convertirse en buen profesional de lo que sea. Ahogar la libre iniciativa puede conseguir
más igualdad, cierto, pero suprime el mérito y la excelencia, y gracias a ello el tonto envidioso puede
disfrutar de una mayor paz espiritual. Por eso prefiere la igualdad por encima de la libertad. Escuchemos
de nuevo la juiciosa opinión de Hoffer (de la misma procedencia que el texto anterior):

Aquellos que chillan con más fuerza por la libertad son con frecuencia los que serían menos felices en
una sociedad libre. Los frustrados. oprimidos por sus deficiencias, culpan de su fracaso a las
prohibiciones existentes. Su deseo más íntimo es poner fin a la «libertad para todos». Desean eliminar la
libre competición y las despiadadas pruebas a las que continuamente está sujeto el individuo en una
sociedad libre.

Es frecuente decir que en la desgracia se conoce a los amigos, y es verdad, pero más se les conoce en el
éxito. No en el éxito económico (es cosa muy sabida que quien acierta una quiniela millonaria de
inmediato se ve rodeado de un enjambre de amigos y parientes de cuya existencia no tenía hasta
entonces ni la menor idea) sino en el éxito imposible de compartir. Volvemos a la siempre sabia opinión
de Wilde quien, en El alma del hombre bajo el socialismo, hizo estas prudentes reflexiones:

Cualquiera puede simpatizar con los sufrimientos de un amigo, pero se requiere una naturaleza muy
superior para simpatizar con el éxito de un amigo.

Quien se alegra sinceramente cuando alguien por cualquier razón adquiere renombre o un importante
logro profesional, ése es en verdad un amigo. Y con esto llegamos a otro de los inconvenientes que
soportan los envidiosos (y la envidia es una de las manifestaciones más habituales de la necedad):
ignoran la verdadera amistad. Se pierden lo mejor de la vida.

Además, sólo podemos aprender de quienes en algún aspecto admiramos, y como el envidioso no sabe
admirar, no tiene de quién aprender. En su libro Los siete pecados capitales dice Fernando Savater lo
siguiente: «En definitiva, admiramos con lo que hay de admirable en nosotros. Nuestra parte admirable
es la que admira a los demás». Vauvenargues, en una de sus célebres máximas, dice algo parecido, si
bien con menos comedimiento que Savater: «Los tontos no comprenden a los hombres de talento». Es
por esto que los tontos, al no saber de quiénes pueden aprender, no mejoran con el tiempo. Otro
inconveniente más de ser tonto.

«Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis,»

MICHEL DE MONTAIGNE

El estúpido dice las estupideces con énfasis porque sustituye con la vehemencia los argumentos de los
que carece. Por eso el hablar sencillo, además de ser más grato para quienes escuchan que el discurso
engolado, hace que las estupideces que inevitablemente soltamos todos de cuando en cuando pasen
más desapercibidas o por lo menos parezcan menos estúpidas. Pero de la cita de Montaigne se puede
extraer alguna enseñanza de más calado. Y es la de que, si nadie está exento de decir estupideces, es
porque todos tenemos, unos en más medida que otros, una cierta dosis de estupidez. No es tonto quien
dice tonterías, porque nadie está libre de ello, sino quien se apega a ellas como si de un recuerdo con
valor sentimental se tratasen, aunque los hechos las contradigan o razones juiciosas las rebatan. En un
capítulo precedente ya se aludió a la porción de tontería con la que todos irremediablemente cargamos,
pero por si el discurso resulta un tanto maniqueo, se ha de insistir en que al hablar de tontos y listos no
se ha de entender seres químicamente puros (sobre todo refiriéndose a los segundos), sino los dos seres
o las dos partes que conviven en cada uno de nosotros. Es por esto que se equivocan quienes, para
desacreditar a alguien, desentierran tonterías pasadas, sin pararse a pensar que a lo mejor ya han sido
rectificadas, o simplemente sin caer en la cuenta de que ni el más sabio se levanta todos los días
igualmente lúcido ni hay discurso, por inteligente que sea, sin una cierta dosis de lastre inútil. Y
entonces reputan a la persona de «impostor intelectual», sin advertir tampoco que si buscamos los
textos menos afortunados de cada intelectual, no encontraríamos uno solo, desde Aristóteles a
Heidegger, que no fuera un impostor.
Ahora bien, si no hay hombres completamente inteligentes, sí los hay completamente tontos. Por
inescrutables razones que están más allá de nuestra escasa capacidad de comprensión, el Sumo Hacedor
puso límites a la inteligencia humana y ninguno a la estupidez, repartiendo además con mucha más
generosidad la segunda que la primera. Una interpretación superficial de El extraño caso del Dr. Jekyll y
Mr. Hyde, la célebre novela de Stevenson, llevaría a pensar que en cada ser humano conviven una parte
buena y otra mala. Pero no es así. Hyde es intrínsecamente malvado, sin un átomo de bondad, y en
cambio Jekyll no es completamente bueno. Si lo fuera, no habría cedido a los impulsos de tomar por
segunda vez la droga que le había de transformar en Hyde cuando ya había comprobado sus efectos
perversos la primera vez que lo hizo. Si una de las dos personalidades era mala, la otra era tan sólo
humana, vulgar y corriente, con sus más y sus menos. La maldad a la que podría llegar cualquiera de
nosotros si tuviéramos los medios a nuestro alcance es algo que, afortunadamente, desconocemos. Las
barbaridades que tuvieron lugar durante el nazismo o el comunismo fueron cometidas por personas que
hasta entonces parecían tan normales como cualquier otra, así que vale más distanciarse de ciertas
situaciones y morir en la ignorancia.

Y así como no existen personas del todo buenas, pero sí del todo malas, o casi completamente malas,
hay personas completamente tontas, aunque no las haya completamente inteligentes. Nadie es tan listo
que no tenga su porción de tontería, pero sí existen tontos sin la menor partícula de inteligencia. Es
cierto que hay tontos a medias, medio tontos, tontos a ratos, tontos para unas cosas sí y para otras
cosas no (todas estas especies formamos la mayor parte de la humanidad), pero después hay el tonto de
solemnidad, el tonto a tiempo completo, el que no abre la boca si no es para soltar una necedad, el
tonto que no hay por dónde cogerlo. Dejando aparte estos casos sin solución, la tarea que con más
urgencia apremia a quienes sí tienen remedio consiste en armarse con la fracción de inteligencia que la
madre naturaleza en sus inescudriñables designios le haya concedido y con ella explorar su parte
estúpida, a fin de reducirla y de este modo hacer más sitio a la primera. Este es, sin lugar a dudas, el
quehacer humano por excelencia.

Y para que esta exploración sea fructífera se ha de tener algo muy presente: nuestras ideas son
accidentes de nuestra persona, no su esencia. Es cierto que la facultad de tener ideas sí es esencial a la
condición humana, por lo menos a la condición de quien no es uno de los casos perdidos a los que se
aludía antes, pero las ideas en sí mismas son accidentales. podemos «tener» ideas, pero no «somos»
nuestras ideas. Si a alguien se le aporta un argumento en contra del nacionalismo, pongamos por caso, y
en lugar de concordar o rebatir racionalmente contesta: «Obviamente no puedo estar de acuerdo
contigo porque 'soy nacionalista», entonces ese alguien ha convertido sus ideas nacionalistas en la
esencia de su persona. Se ha acorazado a priori contra toda argumentación que pueda contrariar su «ser
nacionalista», con el cual se siente seguro en su deambular por el mundo y le exime de razonar. El
pensador inglés Roger Scruton, en Usos del pesimismo, aclara muy bien cómo funciona este expediente:

La estrategia consiste en no defender una postura, sino en ocultarla detrás de una ciudadela fortificada
de sinsentido, diseñada para acusar al crítico de ser un ignorante o de no tener recursos ni pericia lógica
suficiente.

Por ello, a la hora de revisar las propias ideas para depurar de entre ellas las estupideces, no

se ha de olvidar que la única esencia irrenunciable es la humana, y que, si encontramos ras zolles para
dejar en el camino algunas ideas, aunque formen parte esencial de lo que uno cree ser, o de la siempre
amada imagen que tenemos de nosotros mismos, se han de abandonar esas ideas sin más miramientos,
aunque ese abandono pueda dejar una cierta sensación de desnudez y de soledad. Pero es a corto
plazo: con el tiempo se pasa, y a lo mejor hasta se reencuentran viejos amigos de los que se estaba algo
distanciado a causa de que se habían bajado de la burra un poco antes que uno. Y se ha de hacer así
porque renunciando a esas ideas no se prescinde de nada que sea sustancial al ser humano. De lo
contrario, las ideas dejan de ser un instrumento para pensar (propiamente hablando: ya no son ideas),
el pensamiento se fosiliza y nunca podrá ser utilizado para sanear nuestra correspondiente parcela de
estupidez.

Así ha de actuar incluso una persona religiosa. Es cierto que quien cree que las contradicciones de este
mundo se van a resolver en un Ser más allá de nuestro conocimiento (o mejor, en una Realidad más allá
del ser), se sitúa ante la vida de un modo que sí parece esencialmente distinto al de quien no espera
nada más allá de la muerte. Pero no es así. Quien dice: «No puedo admitir el divorcio porque soy
católico», cae en la misma falacia que el nacionalista antes mentado. No, quien piensa (es un decir) que
lo razonable es que dos cónyuges deben seguir viviendo juntos, aunque se amarguen la vida
mutuamente y se hagan desgraciados el uno al otro, podrá seguir siendo católico sin contradicción,
porque considera que su religión no le obliga a admitir cosas reñidas con la razón. En cambio, quien
opine que es una locura prolongar

una vida miserable y que es mejor divorciarse, habrá de cuestionar su catolicismo (sea para
abandonarlo, sea para pensar que se puede ser católico y partidario del divorcio), pero no renunciar a la
razón para atrincherarse en lo que considera que es una esencia propia sin la cual no podría vivir.
Ciertamente, ante este ejemplo se podría argumentar que lo que le sucede a este creyente es que
ignora que la religión no funda la moral, muy al contrario, desde la Ilustración, y más concretamente
desde Kant, sabemos que es la religión la que se ha de fundar en la moral. Aun así, un creyente ilustrado
que tenga claro que la moral es un saber profano, ha de reflexionar sobre su credo religioso con el
mismo rigor que cualquier otra persona ha de reflexionar sobre cualquier otra cosa. Porque si una
opción religiosa es realmente libre, tampoco esa opción es esencial a la persona.

Cuando las ideas se convierten en un cuerpo de doctrina cerrado que se define como «algo», se
convierten en ideología, en un armazón sobre el que se sustenta la imagen que el sujeto quiere tener de
sí mismo. Y entonces ya dejan de ser ideas. Porque si las ideas sirven para pensar, las ideologías sirven
para disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas. Las ideologías prestan a quienes
carecen de ideas el mismo servicio que las pelucas a los calvos. Un ejemplo reciente de ideología
utilizada para tapar la oquedad abierta por la falta de ideas está en un decálogo elaborado por dos
autoras españolas con diecinueve propuestas para una escuela feminista. Dejemos de lado el pequeño
detalle de que las autoras no saben contar: hablar de un decálogo de diecinueve puntos es como
«proponer una terna de cuatro o cinco personas». Una de las propuestas consiste en eliminar de las
escuelas a los autores machistas, entre ellos Pablo Neruda. Ahora bien, Neruda era comunista, y en la
tercera parte del canto noveno de su Canto general hay una loa a Stalin.

¿Qué habrían dicho las autoras del despropósito si algún tonto de derechas (por otra parte, tan
indistinguible de un tonto de izquierdas) propusiera eliminar a Neruda de las escuelas por comunista y
estalinista? ¿se puede interpretar esa loa, a estas alturas de la historia, como una apología de la
dictadura y el genocidio? Un poco de seriedad, por favor. Y aunque así fuera, se trataría de leer esa
parte del Canto atendiendo a su valor poético, que es el único modo de leer poesía, igual que un
descreído puede disfrutar del «Soneto a Cristo crucificado» aunque no tenga la menor simpatía por
Jesús de Nazaret. Y si el amor a la buena literatura es lo que se ha de inculcar a los escolares, hay que
darles textos bellamente escritos, sin atender a la manera de pensar de sus autores. Oscar Wilde lo dijo
con claridad meridiana: «Un libro no es nunca moral o inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo».
Ignoro si las creadoras del «decálogo de diecinueve puntos» han leído o no a Wilde, pero muy leídas en
general no parecen. Yo les recomendaría que leyeran más y se acostumbraran a juzgar una obra de arte
por su valor intrínseco, no por las deficiencias de su autor, que como ser humano seguro que las tiene.
Es cierto que para reflexionar sobre el contenido de un libro hace falta leerlo reposadamente y después
analizarlo a la luz de las ideas, herramientas que no todos tienen a su alcance. En cambio, para
descalificar a un autor llega con encasillarlo en el esquema de la propia ideología. Y esto sí lo puede
hacer cualquiera, igual que cualquiera puede hacerse con una peluca y ponérsela. En una ocasión, hace
ya casi cuarenta años, un amigo me censuraba mi afición por Álvaro Cunqueiro porque en algunas
ocasiones había demostrado simpatías por el franquismo. Recientemente, esto es, cuarenta años más
tarde, el mismo amigo me reñía por leer a Pablo Neruda por ser comunista. ¿Había cambiado de peluca?
No, tan sólo se la había puesto al revés.

«Las ideas son peligrosas, pero el hombre para el cual son más peligrosas es el hombre sin ideas.»

CHESTERTON

El diálogo y el intercambio de ideas son una gran cosa, no cabe duda, pero con las ideas sucede lo
mismo que con los cromos: que para cambiarlas hay que tenerlas repetidas. No se pueden intercambiar
ideas cuando se está falto de ellas. Esto es así porque cuando se recibe una idea nueva se coteja con las
que ya estaban antes, y con la ayuda de ellas se reflexiona sobre la recién llegada. Por esta razón, quien
no tiene ideas no sabe qué hacer con la que se le acaba de brindar, igual que un ciego a quien le regalan
un telescopio, pero como no sabe que no lo sabe, la utiliza mal y peligrosamente.

Esta es la causa por la cual las buenas ideas tardan tantísimo tiempo en abrirse paso y hacerse realidad,
siglos y siglos a veces, porque son enarboladas y defendidas por quienes no saben utilizarlas. Y
lamentablemente, es un mal que no tiene remedio. Las buenas ideas son gestadas por personas
inteligentes, pero no pueden materializarse si no es con el apoyo de muchas otras personas, las cuales
bloquean la misma idea buena que pretenden defender porque en cualquier multitud (y eso lo sabemos
por pura estadística) la estupidez

es siempre mayoritaria. Esto es así por lo menos en las ideas sobre la política y la sociedad, sobre las que
cualquiera puede opinar, no en aquellas ideas que sólo pueden ser generadas por personas muy
especializadas. Hay quienes se preguntan por qué, habiendo avanzado tanto en la ciencia, seguimos
matándonos entre nosotros y no hemos progresado casi nada en algo mucho más importante como es
el arte de vivir en paz y armonía los unos con los otros. Una explicación del enigma podría ser la
siguiente: el avance en el álgebra, la mecánica cuántica o la cirugía ocular no necesitan el apoyo de
multitudes enfervorizadas, sino de un trabajo constante y sosegado, realizado por personas
previamente muy preparadas y formadas, y al investigador que no progresa o que propone sugerencias
delirantes se le retira la dotación sin más contemplaciones o directamente se le pone en la calle. En
cambio, si salimos del recinto de la ciencia, no hay idea, por disparatada que sea, que no suscite el
aplauso y no consiga subvención de alguna corporación, organismo o diputación, con tal de que parezca
políticamente correcta y suene bien al ser expresada (no olvidemos el sensato dictamen del ya citado
Chamfort: «También hay tonterías elegantes igual que hay tontos bien
vestidos»). Que la idea al final no funcione o se demuestre perniciosa es lo de menos, y sus mentores
siempre pueden atribuir el fracaso a que no fue bien entendida, o a la escasez de la dotación, o al
'boicoteo de las personas sensatas que desde el principio denunciaron lo desacertado del proyecto, o a
que quienes tenían que llevar a cabo la idea no habían entendido su «filosofía» (este último argumento
es muy corriente cuando se quiere justificar el fracaso de proyectos educativos delirantes). Todo vale
antes que admitir que ninguna idea es buena por muy aparente que sea, si no sale airosa del cotejo con
los hechos. Todo vale antes que reconocer la propia estupidez. Hay un pensamiento muy lúcido
habitualmente atribuido a Talleyrand que viene muy a cuento: «Nadie puede sospechar cuántas
idioteces políticas se han evitado gracias a la falta de presupuesto». Y es cierto. Pero en esta sociedad
próspera, donde no hay necedad que no consiga hacerse un lugar, ni despropósito que no encuentre su
asiento, ni estupidez que no obtenga partidarios, podemos comprobar el reverso del dicho de
Talleyrand: la cantidad de idioteces que no se han evitado por culpa del exceso de presupuesto. Hay
quienes se preguntan si el número de idiotas es mayor ahora que en otras épocas del pasado. Y así lo
parece, en efecto, pero es una percepción engañosa. En realidad, los idiotas han estado en aplastante
mayoría des de que el mundo es mundo. Lo que sucede es que los estúpidos tienen ahora más medios y
más tiempo libre para llevar a cabo las majaderías propias de su naturaleza. Sencillamente, que la
estupidez está más subvencionada que nunca. Cualquiera puede escribir un Diccionario Español-Andaluz
o una Gramática del Lenguaje no Sexista con la casi total seguridad de que alguna institución u
organismo habrá que financie su publicación.

Las ideas pioneras sobre feminismo proceden de personas inteligentes, pero luego las hicieron suyas
otras que no lo eran tanto, dando lugar a espectáculos lamentables como es el entrar en una capilla
dando voces (cosa que ni hace avanzar la causa feminista ni mucho menos la prestigia) o a desatinos
como la preocupación por el lenguaje políticamente correcto. Quienes se empeñan en decir «votaron
los inscritos y las inscritas» o «los catalanes y las catalanas estamos hartos y hartas» ignoran que hay
palabras neutras pero que gramaticalmente funcionan como femeninas, y nadie se escandaliza por que
sean usadas aun cuando se refieran exclusivamente a seres del sexo masculino. Decimos «había varias
personas disfrazadas», aunque entre ellas no haya ninguna mujer, o «qué criatura más linda!», aunque
se trate de un niño, o «la víctima falleció en el acto», aunque la tal víctima sea un hombre, o «las hienas
son carroñeras», refiriéndose a la especie y no al sexo. Quedaría un poco cursi decir: «las hienas son
carroñeras y carroñeros». Por otra parte, hay palabras que sin ser femeninas acaban en «a» y a nadie se
le ocurre poner una «o» final cuando se refieren a un hombre. Decimos «las atletas y los atletas», y no
«las atletas y los atletos» (y además, quedaría un poco feo decir «las logopedas y los logopedos»). Este
género de bobadas no sólo consumen muchas energías en discusiones absurdas sobre cómo hay que
decir las cosas para que nadie se sienta excluido ni herido (en los últimos tiempos se considera muy
elegante tener la piel extremadamente fina y ofenderse por cualquier cosa), sino que también desvían la
atención sobre los problemas más apremiantes y desacreditan el movimiento feminista.

Curiosamente, los políticos más cuidadosos que hablan de «los afiliados y las afiliadas» no tienen
inconveniente en decir (con toda la razón del mundo, además) que «los corruptos deben ir a la cárcel», y
nadie de quienes escuchan entiende que las señoras que se corrompen no hayan de pagar también por
sus delitos. No hace falta decir «los corruptos y las corruptas deben ir a la cárcel» para que todo el
mundo lo comprenda. Asimismo, basta con decir que «hay que castigar a los ladrones» o que «hay que
perseguir a los asesinos» para que se advierta sin necesidad de ulteriores aclaraciones que también hay
que castigar a las ladronas y perseguir a las asesinas. Y cuando se oye decir que «en este mundo no cabe
un tonto más», nadie interpreta que a una tonta sí se le podría hacer sitio si nos apretamos todos un
poco. ¿por qué será que cuando un adjetivo designa algo peyorativo se acepta que el masculino haga la
función de neutro sin necesidad de usar la forma femenina?

Esta obsesión por no incurrir en un lenguaje políticamente incorrecto, una de las muestras más
palmarias de la estupidez humana, está dando ya lugar a auténticos desvaríos. Hay quienes, por razones
incomprensibles, consideran ofensivas las palabras «moro» o «ciego». A Io largo de toda nuestra
literatura se ha llamado moros a los moros, incluso cuando se habla de ellos con admiración, cosa que
por cierto sucede con mucha frecuencia (el fenómeno de la morofilia ha sido ya muy estudiado por los
historiadores de nuestra literatura), y no se entiende por qué se ha de considerar ahora un término
despectivo. En cuanto a la palabra «ciego», se piensa ahora que es más correcto sustituirla por
«invidente» (aunque últimamente parece que se está afinando más y se habla de «personas con reto
visual», o de «personas con discapacidad visual», que también queda muy bonito). No hay razón para
ello. La palabra «invidente» es fea, empieza ya con una partícula negativa, en cambio «ciego» es una
palabra mucho más hermosa y además con bellas resonancias literarias: hablamos de romances de
ciego», y sonaría un poco espeso “romances de invidente” (y ya no digamos decir “romancesde
personas con discapacidad visual»).

Uno de los dislates más recientes de este género consiste en decir «portavozas», algo tan disparatado
como si en el ejército se hablara de «la portaestandarta» para referirse a la mujer que lleva la bandera.
Estandarte es una palabra masculina, sea cual sea el sexo de quien lo lleve, y del mismo modo «voz» es
una palabra femenina cuyo plural es «voces» y no «vozas», y el carácter femenino de la palabra no se
altera cuando quien hace de portavoz es un hombre (sonaría fatal decir los «portavozos»).

Estos disparates serían divertidos si no fuera porque demuestran la indigencia intelectual de quien los
defiende, y si quien lo defiende es alguien con responsabilidades políticas, la cosa es extremadamente
alarmante y dista mucho de ser divertida. ¿No sería aconsejable que a los parlamentarios se les exigiera,
como requisito indispensable antes de tomar pose- sión, un certificado de estudios primarios?

Otra idea acertada es la de que se deben proteger las especies animales y vegetales en peligro de
extinción. Ahora bien, si tenemos obligación de hacerlo es por un deber hacia nuestros semejantes,
copropietarios con no- sotros del espléndido patrimonio zoológico y botánico de la tierra, igual que
todos somos copropietarios de nuestro patrimonio artístico. Pero en cuanto esta idea, en sí misma
buena, entra en cabezas menos dotadas que aquellas en las que se gestó, es puesta del revés: la
obligación de salvaguardar las especies vivas es hacia las especies vivas, que tienen derecho a ser
salvaguardadas. Quienes así piensan parecen olvidar que si hablamos de derecho, el derecho a la vida de
los carnívoros sólo puede ser ejercido devorando herbívoros, mientras que el derecho a la vida de los
herbívoros sólo puede ser ejercido no dejándose devorar por los carnívoros. ¿Cómo puede resolverse
este

conflicto a la luz de la jurisprudencia? Olvidan también que los carnívoros matan a las crías de los de
distinta especie siempre que las encuentran para así suprimir futuras competencias, que los
depredadores se roban las presas los unos a los otros con la mayor desvergüenza, a veces entre los de la
misma especie, y que los machos se pelean por las hembras sin conceder a éstas el derecho a opinar
sobre un asunto que tan directamente les concierne. Precisamente el derecho es una herramienta
creada por el hombre para poder vivir sin quitarnos la comida ni devorarnos los unos a los otros. Olvidan
también que proteger a los linces significa condenar a muerte a todos los seres vivos de los cuales se
alimentan estos felinos, que es imposible proteger a una especie sin agredir a otra, y que con el mismo
derecho que protegemos a los linces y las mariposas matamos a las ratas y las cucarachas. Y cuando se
intenta razonar con estas personas, entonces se declaran «animalistas». Para muchos de ellos la
naturaleza es un todo en el cual el hombre es un animal más, sin darse cuenta de que si así fuera sería
justificable que los hombres se comporten como depredadores sin la más mínima preocupación por la
supervivencia de las especies, igual que hacen todos los demás animales. Si queremos conservar los
seres vivos que hacen hermoso nuestro planeta tenemos que cuidar de nuestro entorno racionalmente,
lo cual significa precisamente dejar de comportarnos como animales. Pero es igual. Se ha proclamado
«animalista», ha convertido una obligación que a todos nos atañe en la esencia que le define, y todo
intento de dialogar es inútil.

Y aunque pueda parecer increíble, hasta la célebre recomendación de Horacio: iAtrévete a saber! (que la
Ilustración tomó como emblema y que en principio no tendría por qué hacer daño a nadie) puede ser
letal en manos de un tonto. Porque si es cierto que es bueno criticar y cuestionar presuntas verdades
que nos han legado como 'inamovibles e incuestionables, también lo es que esa crítica ha de ser
razonada y acompañada de alternativas razonables a

aquello que se critica. La crítica no controlada por el conocimiento no es propia de personas ilustradas,
sino de fanáticos y charlatanes. Una persona ilustrada que defiende la república frente a la monarquía lo
hace con razones y argumentos largamente pensados y meditados. Un charlatán, en cambio, demuestra
su preferencia por la república quemando en público una foto del rey o dándole un desplante en un acto
público, actuaciones ambas que no suelen ir precedidas de una sosegada reflexión. Y a lo mejor el
segundo cree, en su estulticia, que está en idéntica bandería que el primero, y que ambos están
defendiendo lo mismo. Pero en verdad no están defendiendo lo mismo, porque la brecha entre
ilustrados y charlatanes es mucho más insalvable que la que pueda haber entre partidarios de la
monarquía o de la república.

Hay que atreverse a saber, pero para saber hay que atreverse a estudiar. Y ya se explicó un poco más
atrás las razones por las cuales los estúpidos suelen ser más bien refractarios al estudio.

«No hay, en efecto, tonto bueno; el tonto, y más si es amigo de burlas, rumia el amargo pasto de la
envidia. »

UNAMUNO

Esta afirmación de Unamuno, como tantas otras suyas, parece quizás demasiado categórica (aunque no
tanto como la de Oscar Wilde: «La gente vocifera contra el pecador, pero no es éste sino el estúpido
quien nos avergüenza. No hay más pecado que la estupidez»). Todos conocemos algunas personas de
pocas luces que, a falta de la virtud de la inteligencia y sus derivadas (como la del don del buen consejo y
la de saber callar a tiempo), sí son amables y serviciales. Es verdad que cuando quieren ayudar vale más
agradecerles la buena intención y rehusar discreta y cortésmente la ayuda, porque es mejor apañárselas
uno solo que con la cooperación de tontos, pero no se puede decir de ellas que sean mala gente. Con
todo, mirando las cosas un poco más de cerca algo de razón sí tenía don Miguel. No siempre es fácil
distinguir la frontera que separa la estupidez de la mezquindad y la miseria moral. El envidioso, como
señalábamos antes, es víctima de su estupidez, pero si no sabe controlar su envidia y si sabe es que no
es tan tonto) se comporta como una mala persona. ¿Dónde acaban de verdad las tonterías y empiezan
las malas intenciones? Es un problema difícil de elucidar.
Pensemos en todas las profecías que hicieron los nacionalistas catalanes: las empresas y los bancos se
pelearían por asentarse en Cataluña y Europa les recibiría con los brazos abiertos. Como todo el mundo
sabe, sucedió exactamente lo contrario. Las empresas huyeron y la Unión Europea les dio portazo. Los
profetas arruinaron Cataluña y arruinaron sus 'fidas. ¿Había maldad en ellos o necedad pura y dura?
Admitamos lo segundo. Pero sucedió que después de tropezar contra la dura realidad, siempre tan
obstinada y pertinaz, siguen sin rectificar. ¿Son tan malas personas que prefieren seguir devastando su
país con tal de no doblegar su orgullo y reconocer su error, o siguen pensando que tenían razón, en cuyo
caso son todavía más tontos de lo que parecían? Es cierto que como fenómeno de masas esto es algo
hasta cierto punto explicable, porque pensar, lo que se dice pensar, las multitudes no piensan, sólo
piensan las personas (y no todas, y sólo a ratos, y no siempre con el acierto que sería menester). Y
tampoco es un fenómeno en absoluto novedoso. Cada vez que un predicador anuncia el fin del mundo y
se pasa la fecha sin que ninguna de las catástrofes anunciadas suceda, el profeta no es abandonado por
sus seguidores, más bien al contrario, le siguen con más fervor todavía

y reúnen más prosélitos. Pero el tema de la estupidez colectiva no es el que aquí se discute, sino la de
los individuos. Y puestos en la cabeza del profeta: ¿es un miserable que sabe que está engañando a sus
adictos, o es tan imbécil que se cree sus propias profecías aunque no se cumplan?

Más complicado todavía es el caso de quienes matan y se arriesgan a treinta años de cárcel, como
hicieron los etarras, por una arcadia feliz que sabían que nunca conseguirían. Es el caso de quienes se
suele decir que «matan por una idea», expresión perversa que olvida que las ideas sirven para pensar,
no para matar, y que los asesinos que se escudan en sus ideas están entre esos mentecatos a quienes
alude Chesterton en la cita que encabeza el capítulo anterior, para los cuales las ideas son peligrosas
porque carecen de ideas. Hay quienes opinan que estos seres son absolutamente estúpidos, pero que
no pueden ser catalogados como malvados porque corren terribles riesgos por algo que se supone (bien
sea equivocadamente) es un beneficio para su patria, no para ellos. Los que así piensan tienen razón en
lo primero, pero no en lo segundo, porque la estupidez no es incompatible con la maldad. Y digan lo que
digan algunas almas de cántaro, se podría pensar (puliendo un poco el criterio de Unamuno, siempre tan
tajante) que «casi» no hay tonto bueno. Quien se arriesga a un montón de años de cárcel y mata por
varios millones de euros es un infame, pero no necesariamente un tonto. Quien se arriesga a la cárcel y
mata por cinco euros es igualmente un infame, pero además es un tonto. Pero que el beneficio del
segundo sea más reducido que el del primero y su inteligencia más reducida todavía no lo hace menos
criminal. Un terrorista puede no beneficiarse económicamente de sus actos, pero creerse elegido para
una misión, sentirse un héroe, considerarse dueño y juez de la vida de sus semejantes es un botín que
puede ser más codiciado por un tonto que el dinero. Decidir quién merece morir y quién merece vivir es
suplantar a Dios, y quien asume el oficio de Dios es porque no se encuentra a gusto dentro de su propia
piel. Dicho con menos rodeos: porque es un majadero. Y quien no lo es encuentra tan grato acomodo en
su naturaleza humana que ya no aspira a la divina. Es verdad que una persona inteligente puede abrazar
una causa porque su conciencia así se lo aconseja, pero no necesita la causa para dar sentido a su vida ni
para sentirse alguien, porque la inteligencia es precisamente lo que permite a cada uno fabricarse una
vida razonablemente feliz sin necesidad de causas que abrazar. El tonto necesita la causa para no
aburrirse, y como su parquedad de luces le impide distinguir las causas justas de las delirantes se apunta
a las que caigan, si bien con una marcada preferencia por las segundas. Y si le han comido
cuidadosamente el poco seso con el cual fue dotado por nuestra madre naturaleza (siempre tan
avariciosa como poco equitativa con sus hijos cuando se trata de distribuir entre ellos la sensatez) puede
llegar a matar. Se convierte en un criminal. En un criminal tan tonto como el que mata por cinco euros,
pero en un criminal. Y si matar tan sólo por cinco euros no es un atenuante, ni moral ni jurídico,
tampoco lo es «matar por una idea». Es más, en contra de lo que piensan algunos hombres muy
inteligentes, personas vulgares y estúpidas pueden convertirse en seres terriblemente perversos lo cual
significa que la perversidad carece de toda grandeza y profundidad. Platón afirma en su República que
«de las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal», y La
Rochefoucauld sostiene en una de sus máximas algo muy parecido: «Sólo los grandes hombres tienen
grandes defectos». Ambos pensadores están equivocados de parte a parte. Los jerarcas nazis, los
terroristas, los dictadores como Franco, Stalin o Mao son personajes absolutamente planos. Hannah
Arendt, quien acuñó el término de «banalidad del mal», explica esta idea en el siguiente texto
procedente de una carta a Gershom Scholem:

He cambiado de opinión y he dejado de hablar del mal radical. No veo por qué se refiere usted a la
expresión «banalidad del mal» como una consigna. Por lo que yo sé, nadie ha utilizado todavía dicha
expresión. Pero qué más da. Hoy en día pienso, efectivamente, que el mal es siempre extremo, pero
nunca radical. Que no tiene profundidad, ni nada de demoníaco. Puede devastar el mundo, justamente,
porque es como un hongo que prolifera en la superficie. Profundo y radical es siempre sólo el bien.

Efectivamente, el mal nunca es radical, siempre es insustancial, plano y vulgar. Carece de hondura y de
nobleza. Los malvados con cierta grandeza, capaces de horrorizarse de sus propios crímenes, como
Ricardo III o Macbeth, sólo existen en la ficción. También está el malvado carente de escrúpulos, incapaz
de remordimiento, pero de cierto encanto personal, como el John Silver de La isla del tesoro, o el
Ruperto de Hentzau de El prisionero de Zenda. Pero también esta variante es difícil de encontrar fuera
de la imaginación de los escritores. En la vida real, lamentablemente, el mal siempre es estúpido, frívolo
y superficial. Y la estupidez casi siempre es malvada.

Es curioso que a quienes defienden su proyecto político haciendo el gamberro o asesinando se les
califique de «radicales», cuando sería más ilustrativo llamarlos «superficiales».

Radical es quien, para comprender mejor el mundo que le rodea, intenta llegar a la raíz de las cosas a
través del pensamiento. Y no da la impresión de que el burro que mata a un semejante porque está
convencido de que ese crimen librará al País Vasco de la terrible opresión española haya dedicado
previamente mucho tiempo a reflexionar sobre los problemas de la sociedad en que vive para llegar a su
raíz Se ha quedado tan en la superficie que ni se ha enterado de que el mayor de los problemas es él
mismo.

En una sociedad absolutamente justa en la cual no estuvieran lesionados los derechos de nadie y todo el
mundo tuviera a su alcance los medios para realizarse como personas, sólo los listos serían felices. Los
tontos se aburrirían tanto que no tendrían más remedio que sentirse víctimas de lo que sea e inventar
injusticias para tener injusticias contra las que luchar. Y no tan sólo por aburrimiento, sino también
porque es muy propio de imbéciles creer que ser víctima de algo o ir por la vida con cara de oprimido le
hace a uno más interesante, aunque en realidad no es así. Tan sólo le hace más aburrido. Ahora bien,
quien se convierte en víctima de una iniquidad o de un accidente se hace acreedor de la solidaridad de
los demás (porque los derechos humanos, precisamente por ser tales, alcanzan también a los menos
dotados), pero no de su admiración, porque la condición de víctima no hace listo al mentecato ni
despeja la mente del obtuso. Si era un ser desprovisto de interés antes de transformarse en víctima,
sigue igualmente desprovisto después. Y cuando se empieza a luchar contra injusticias imaginarias se
acaban creando injusticias de verdad, y ya tenemos el cacao montado otra vez. Y como haga el bestia
más de la cuenta acabará en la cárcel, y dirá que los hechos le han dado la razón porque es una víctima
de una sociedad llena de injusticias, sin darse cuenta el muy tontaina! que los desafueros que denuncia
los ha creado él y que también ha sido él mismo quien se ha encerrado en la celda y ha tirado la llave
por la ventana. Ha conseguido lo que quería, ya es una víctima, y hasta puede hacerse con la admiración
de quienes son todavía más tontos que él (que siempre los habrá: la estupidez nunca toca fondo). Por
eso es imposible una sociedad completamente justa, no tanto por culpa de la maldad humana como por
la de la estupidez humana.

Sostenía Sócrates que nadie es malo a sabiendas, porque quien es consciente de los destrozos que las
maldades provocan en la persona que las hace no puede ser malo. Si para Unamuno no hay tonto
bueno, para Sócrates no hay inteligente malo. No son opiniones contradictorias ni incompatibles, pero si
aceptamos ambas debemos entonces admitir que el colectivo de los tontos coincide exactamente con el
de los malos, aunque la maldad y la estupidez no sean conceptualmente idénticas. Y esto quizás sea una
conclusión un poco sumaria y exagerada. Por ello se ha de afinar más en la opinión de Sócrates.
Pensemos en los escolares que acosan a sus compañeros más débiles. Obtienen un placer en ello que
para las personas inteligentes es difícil de entender, pero el placer de hacer sufrir a los demás existe,
aunque sea un placer perverso. Quien disfruta con el padecimiento ajeno es un estúpido, pero sabe
perfectamente lo que hace. Sabe el daño que hace al otro y tampoco ignora el perjuicio que se hace a sí
mismo: no lo hace pensando que de ese modo va a crecer más como ser humano y realizarse mejor
como persona. Sabe que a cambio de disfrutar de un placer miserable y mezquino se convierte en un ser
miserable y mezquino. Es malo a sabiendas, aunque el placer que se proporciona sea un placer estúpido.
Al vedarse a sí mismo los placeres de la amistad y la buena convivencia con sus compañeros se porta
corno un imbécil, pero eso no resta un adarme a su maldad. Y por mucho que algunos pedagogos
despistados se empeñen en explicar todo mal comportamiento infantil a la luz de desajustes
psicológicos incontrolables, ningún niño acosador vuelve a casa lleno de magulladuras porque se mete
con quienes son más fuertes que él. No, frente a los más forzudos y corpulentos domina sus
condicionamientos con la misma madurez que podría hacerlo un adulto inteligente.

Pero hay algo más en la cita de Unamuno que invita a la reflexión. No hay tonto bueno, y mucho menos
si es amigo de burlas. Esto proporciona un criterio muy certero para reconocer a un estúpido. Quien
considera divertido hacer pasar una situación incómoda a alguien es tonto. Decía Jonathan Svfft (en su
libro Ideas para sobrevivir a la conjura de los necios) lo siguiente: «Jamás he conocido a un bromista que
no fuera un necio», y La Bruyàre sostenía (en Los caracteres) algo muy semejante: «La burla es propia de
los pobres de espíritu». Ambos dictámenes son acertados. Sólo alguien mentalmente muy limitado
puede encontrar gracioso reírse de las limitaciones de los demás, ni hacer pasar a un semejante un rato
desagradable ni ponerlo públicamente en una situación desairada. Y los bromistas son tontos pero
malos, porque saben que a nadie le gusta soportar chistes a su costa. Pero en cambio son incapaces de
entender la gracia de las bromas que le hacen a él, por muy ingeniosas que puedan ser. Son malos pero
tontos.
A MODO DE EPÍLOGO

Cómo luchar contra la estupidez

LAS RECETAS que se proponen a continuación no tienen ninguna garantía. Es más, probablemente no
sirvan para nada. Porque si son propuestas tontas serán inútiles, y si son propuestas inteligentes serán
más inútiles todavía: los tontos no las entenderán y los inteligentes no las necesitarán. Es verdad que
nocivas tampoco son y que carecen de efectos secundarios perjudiciales. Con todo, a lo mejor pueden
ser parcialmente útiles tanto a los educadores, que han de procurar que quienes pasan por sus manos
salgan de ellas más inteligentes y cultos de lo que eran cuando entraron a su cargo, como para luchar
contra esa parte estúpida de nuestro ser que irremediablemente convive con cada uno de nosotros. Y si
esto no es posible, por lo menos para no parecer estúpidos todo el rato.

La primera parece trivial, pero es importantísima: buscarse distracciones solitarias, tranquilas y


silenciosas. Quien es aficionado a la lectura, al ajedrez, a coleccionar sellos, a las matemáticas o al
modelismo ferroviario, en cuanto que tiene cierta capacidad para llenarse su tiempo libre ya tiene un
punto de inteligencia, pero también puede poseer una generosa dosis de estupidez. Ahora bien,
mientras está absorto en su pasatiempo está callado no da la monserga a nadie y se porta con sus
semejantes igual que si fuera inteligente. Durante las horas en las que está abstraído con sus cosas el
número de tontos que hay en el mundo decrece en una unidad. Ciertamente es una mejoría pequeña,
pasajera y transitoria, pero merece ser tenida en cuenta.

La segunda está en parte ya dicha en un capítulo anterior. Si hay alguna injusticia que reparar o una
razón por la cual implicarse en la vida pública, está muy bien renunciar a parte del tiempo de dedicación
a uno mismo para enmendar alguno de los muchos males que nos asedian. Pero se ha de tener mucha
prudencia para que estas preocupaciones por el bienestar de los demás no procedan del aburrimiento ni
del no saber qué hacer. Quien lucha por algo con desgana (aunque eso no suponga hacerlo con
semblante adusto) porque el tiempo invertido lo resta al que habitual- mente dedica a sus
esparcimientos puede ser mucho más eficaz que quien hace de la causa la razón de su vida. El primero
trabaja por una pronta victoria para así poder volver lo antes posible a sus aficiones privadas, en cambio
al segundo el triunfo no le corre ninguna prisa porque eso supone retornar a una vida de vaciedad y
hastío. Como dice Hoffer en su ya citada obra: «La fe en una causa sagrada es en gran medida un
sustitutivo de la fe perdida en nosotros mismos». Por eso las metas por las que combaten los tontos y
los aburridos son las más de las veces quiméricas, y de este modo su misma imposibilidad le garantiza la
duración de la lucha. Y todavía le proporciona una segunda ventaja, en absoluto desdeñable para un
estúpido: un objetivo inalcanzable nunca puede ser contrastado con los hechos, y este saber confrontar
las ideas con la realidad es precisamente la misión primordial de la inteligencia de la cual él carece.

Dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, de buenos propósitos
incumplidos y de generosas resoluciones más fáciles de proclamar que de llevar a cabo. Puede que sea
así, pero todavía más cierto es que el infierno en esta tierra está empedrado en muy gran medida de
intenciones que sí se han intentado consumar, pero por personas de tan escasas luces que mejor
hubieran estado quietecitas en sus casas. No hay razón para censurar a los terroristas de ETA por no
haberse ido al tercer mundo a trabajar con los más desfavorecidos, sino por no haberse quedado
tranquilamente en el primero entreteniendo su tiempo libre resolviendo crucigramas, haciendo punto
de cruz o aprendiendo a tocar el clarinete. Cualquier pasatiempo podría valer, con tal que fuera más
inofensivo y menos molesto para los demás que el de asesinar a sus conciudadanos. Esta idea está muy
bien explicada en los Pensamientos de Pascal:

Cuando me he puesto a considerar algunas veces las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y
las penas a que se expo nen en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas querellas, pasiones,
empresas audaces y con frecuencia malas, etc., he descubierto que toda la desgracia de los hombres
viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación. Un hombre que tiene
suficientes medios de vida, si supiera estar en casa a gusto, no se marcharía para ir al mar o asediar una
plaza. No se compraría tan caro un puesto en el ejército si no fuera insoportable el no moverse de la
ciudad; y no se buscan las conversaciones y los divertimientos de los juegos sino porque no se puede
permanecer en casa a gusto.

También es verdad que hay personas que han dedicado su vida a tiempo completo y de un modo muy
eficaz a causas muy dignas, y no lo han hecho por huir del tedio. Y son por ello merecedoras de nuestra
estima, pero nunca se ha de olvidar que la preocupación desinteresada por los demás no lleva
necesariamente aparejada consigo la inteligencia. De hecho,

en algunas ONG muy útiles, como «El teléfono de la esperanza», son extremadamente estrictos a la hora
de aceptar a alguien como voluntario, porque la experiencia les ha enseñado que la buena voluntad y el
recto discernimiento no siempre van de la mano.

Es una gran cosa eso de proponerse dejar el mundo mejor de lo que estaba cuando llegamos a él, pero
como primera meta se ha de tener la de no dejarlo todavía peor. Es una meta más modesta y de
menguada brillantez, porque a nadie levantan una estatua, ni otorgan una condecoración, ni pasa a la
historia por no haber asesinado, ni robado, ni secuestrado a nadie en su vida. Pero por ella se ha de
empezar. No sabemos cuánto debemos a personas que nos han ayudado sin que nos percatáramos de
ello y sin buscar nuestro agradecimiento, que han controlado su mal genio frente a nuestros errores, no
se han burlado de nuestras meteduras de pata, no nos recuerdan las ocasiones en las que nos han visto
desairados, no se han metido en nuestras vidas ni nos han abrumado con consejos no solicitados.
Personas que saben acompañar con un discreto silencio y colaboran en la felicidad de los demás
simplemente no molestando ni haciendo ningún mal, y cuya generosidad pasa casi

siempre desapercibida (como suele suceder con la generosidad más auténtica). La célebre novela
Middlemarch, de la escritora George Elliot, acaba con un hermoso homenaje a estos benefactores
anónimos de la humanidad:

Pero el efecto de su ser en los que tuvo alrededor fue incalculable, porque el creciente bien del mundo
depende en parte de hechos sin historia, y que las cosas no sean tan malas como pudieran haber sido se
debe, en parte, a muchas personas que vivieron fielmente una vida discreta y duermen en tumbas que
nadie visita.

La tercera receta es muy tópica pero nunca repetida lo suficiente: hay que leer, leer y leer. La literatura
de ficción nos proporciona un refugio interior desde el cual podemos juzgar y entender la realidad desde
una cierta distancia y con más serenidad, y los buenos libros de humor nos enseñan a reírnos de
nosotros mismos, ejercicio indispensable para mantener la mente despierta y la cabeza en su sitio. pero
además hay que leer mucha historia. La mayoría de las tonterías que se predican como novedosas son
muy poco novedosas, pero a los tontos les sucede que están tan atareados diciendo y haciendo
tonterías que no les queda tiempo para estudiar historia, y por este motivo no se enteran de que se
repiten con una monotonía desesperante. Porque si es difícil aportar algo nuevo en cualquier campo de
conocimiento, mucho más difícil es discurrir una tontería que no se haya dicho o hecho ya. Por ejemplo,
cuando algunos tontos dicen, como quien descubre algo muy original, que ahora ya no hay que estudiar
contenidos porque están en internet, no caen en la cuenta de que se están repitiendo. Y es así porque
cosas parecidas dijeron algunos tontos allá por el siglo XVIII, cuando se publicó la Enciclopedia, y que
tanto D'Alembert como Voltaire alertaron contra esa majadería: los diccionarios y las enciclopedias son
útiles solamente a las personas ya instruidas, porque nadie se convierte en una persona culta leyendo
una enciclopedia. Un ejemplo más. Corren por las librerías dos libros cuyos títulos son respectivamente
Todos los niños pueden ser Einstein y Libera al Einstein que llevas dentro. Lo que pretenden decir ambos
títulos es una estupidez, pero es una estupidez que dista mucho de ser original, como lo demuestra este
párrafo de una carta de Voltaire fechada el 22 de diciembre de 1760 y dirigida a D'Aquin de Château-
Lyon:

Dios ha dado el canto a los ruiseñores y el olfato al perro. Y con todo, hay perros que no lo tienen. iQué
extravagancia pensar que todo hombre habría podido ser Newton! iAh, señor! Ya que antaño estabais
entre mis amigos, no me atribuyáis semejantes despropósitos.

Es cierto que ahora las bobadas resplandecen más que nunca a causa de las redes sociales y también por
algo que ya se dijo un poco más atrás: porque la estupidez está subvencionada. Pero si supiéramos más
historia no perderíamos de vista la cantidad de proyectos sociales o educativos que han resultado
catastróficos, y entonces seríamos todos mucho más comedidos a la hora de exponer propuestas
nuevas. Si conociéramos mejor el pasado y recordáramos las causas estúpidas por las cuales los
hombres se han asesinado los unos a los otros a lo largo de toda la historia, los terroristas de ETA no
habrían disfrutado de las simpatías de tantos progres desnortados. Si tuviéramos presentes los estragos
que ha causado el nacionalismo nadie reiría las gracias a los nacionalistas, ni mucho menos propondría
el diálogo como solución para entenderse con quienes se saltan la ley (¿por qué sería que cuando Tejero
y compañía dieron un golpe de Estado nadie habló de diálogo ni de cambiar la Constitución para que los
militares se «sintieran cómodos» dentro de ella?). Si tuviéramos mayor memoria histórica sabríamos
cuántas situaciones políticas que parecían sólidas y estables se fueron al garete de la noche a la mañana
por culpa de unos pocos descerebrados, y entonces nadie jugaría a ser antisistema. Si estuviéramos más
familiarizados con lo que fue el pasado de Europa hasta mediados del siglo xx, nadie criticaría a la Unión
Europea tan frívolamente como a veces se hace porque sabrían que, por muchos defectos que puedan
tener las instituciones comunitarias, ha proporcionado un período de paz y prosperidad hasta ahora
inédito en nuestro viejo continente. En relación con todo esto es altamente aconsejable la lectura de El
mundo de ayer, del siempre recomendable Stefan Zweig. Corre por ahí un dicho cuya paternidad ignoro
pero que es, a mi juicio, de una cordura deslumbrante: «Si todos los españoles hubieran leído los
Episodios Nacionales de Galdós, no hubiéramos tenido en España una guerra civil».

Y también es un buen estimulante para la inteligencia leer filosofía porque, aunque no nos agrade
reconocerlo, también a pensar y a filosofar aprendemos por imitación. Nos gusta imaginar que hemos
ido descubriendo el mundo por nosotros mismos y que nuestros pensamientos son muy originales, y la
desmemoria colabora en sostener esa idea. Pero todo, o casi todo, nos lo ha enseñado alguien, y la
mayor parte de las ideas que consideramos de nuestra cosecha las hemos leído o escuchado en algún
lugar. Después las hacemos nuestras, y eso no es malo en sí mismo, pero luego olvidamos la fuente y las
creemos propias y concebidas por nosotros. Pero no es así, a pensar también nos han enseñado, y para
esa enseñanza los filósofos son los mejores maestros. Cierto que, salvo para lectores muy avezados, es
poco apetecible meterse con la Metafísica de Aristóteles, la Crítica de la razón pura de Kant o la
Fenomenología del espíritu de Hegel, pero hay algunos diálogos de Platón, textos de Epicuro, máximas
de Demócrito o cartas de Voltaire de muy fácil e instructiva lectura. A través de ellos vemos cómo se
reflexionaba hace siglos sobre cuestiones que nos siguen interesando, como la amistad y la belleza, la
paz y la guerra, el valor y la cobardía, y tantos otros. Y este género de lecturas son muy recomendables
para los adolescentes (y esto lo han de tener muy presente los educadores) porque la condición del
adolescente consiste precisamente en considerar que el mundo vivía en las tinieblas antes de nacer él.
Cuando a un quinceañero se le ocurre una idea piensa que es el primero que la ha tenido. Es la
estupidez de la adolescencia, en principio no demasiado alarmante y (si el adolescente no es tonto del
todo) tan pasajera como el acné, pero es tarea fundamental de los profesores que no se convierta en
crónica. Y para ello la lectura de los filósofos es una buena terapia, porque enseña que el mundo es muy
viejo ya y que casi no hay una idea que no se haya tenido antes, y que pocas cosas hay en el mundo
sobre lo que no se haya pensado y repensado mucho. Y por esta razón, antes de enarbolar un
pensamiento como novedoso conviene dedicar un cierto tiempo al estudio, la lectura y la reflexión.
Leyendo a los pensadores clásicos se aprende modestia, virtud inseparable de la inteligencia e ignorada
por los necios.

Sobre la utilidad de la lectura y el estudio en sus numerosas vertientes para limar la ración de estulticia
que a cada cual le haya tocado en el desigual e injusto reparto, hay un bonito texto de Francis Bacon
(extraído de su libro De la sabiduría egoísta) que dice así:

La historia hace sabios a los hombres; la poesía, ingeniosos; las matemáticas, sutiles; la física, profundos;
la moral, graves; la lógica y la retórica, diestros en discurrir. Es más, no hay detención o impedimento de
la inteligencia que no pueda ser eliminado con los estudios apropiados.

La última afirmación es, a mi juicio, optimista en exceso. Hay muchos conocimientos que están más allá
de algunas inteligencias (por lo menos de la mía) ante los cuales se levanta un impedimento que ni el
estudio más concienzudo podría superar. Pero un poco sí que podemos poner todos de nuestra parte
para que, por medio de los libros y del estudio, nos convirtamos en seres un poco menos cenutrios.
Madame du Chàtelet dijo algo parecido pero que va mucho más allá de Bacon: «El amor al estudio es la
pasión más necesaria para nuestra felicidad». Aquí sí que no hay exageración ninguna. Como tampoco la
hay en algo que escribió Voltaire al futuro Federico II: «Pienso que la virtud, el estudio y la alegría son
hermanas que no deben ser separadas».

En cuarto lugar, la más difícil. Se ha de tener una idea lo más aproximada posible de los propios límites.
Por razones incomprensibles, los tontos, que los tienen mucho más cerca, los ven más difusamente que
los listos, que los tienen más lejos. Tendría que ser al revés. Decía Descartes que el buen sentido es el
bien mejor repartido del mundo porque nadie está descontento con la porción que le ha tocado, pero
esto es un error palmario. Sólo los necios, cuya miopía mental les impide percibir los confines de su
inteligencia, aunque estén justo delante de sus narices, están satisfechos con la exigua fracción de
lucidez que les ha sido adjudicada. Y como todos tenemos es muy viejo ya y que casi no hay una idea
que no se haya tenido antes, y que pocas cosas hay en el mundo sobre lo que no se haya pensado y
repensado mucho. Y por esta razón, antes de enarbolar un pensamiento como novedoso conviene
dedicar un cierto tiempo al estudio, la lectura y la reflexión. Leyendo a los pensadores clásicos se
aprende modestia, virtud inseparable de la inteligencia e ignorada por los necios.

Sobre la utilidad de la lectura y el estudio en sus numerosas vertientes para limar la ración de estulticia
que a cada cual le haya tocado en el desigual e injusto reparto, hay un bonito texto de Francis Bacon
(extraído de su libro De la sabiduría egoísta) que dice así:

La historia hace sabios a los hombres; la poesía, ingeniosos; las matemáticas, sutiles; la física, profundos;
la moral, graves; la lógica y la retórica, diestros en discurrir. Es más, no hay detención o impedimento de
la inteligencia que no pueda ser eliminado con los estudios apropiados.

La última afirmación es, a mi juicio, optimista en exceso. Hay muchos conocimientos que están más allá
de algunas inteligencias (por lo menos de la mía) ante los cuales se levanta un impedimento que ni el
estudio más concienzudo podría superar. Pero un poco sí que podemos poner todos de nuestra parte
para que, por medio de los libros y del estudio, nos convirtamos en seres un poco menos cenutrios.
Madame du Châtelet dijo algo parecido pero que va mucho más allá de Bacon: «El amor al estudio es la
pasión más necesaria para nuestra felicidad». Aquí sí que no hay exageración ninguna. Como tampoco la
hay en algo que escribió Voltaire al futuro Federico II: «Pienso que la virtud, el estudio y la alegría son
hermanas que no deben ser separadas».

En cuarto lugar, la más difícil. Se ha de tener una idea lo más aproximada posible de los propios límites.
Por razones incomprensibles, los tontos, que los tienen mucho más cerca, los ven más difusamente que
los listos, que los tienen más lejos. Tendría que ser al revés. Decía Descartes que el buen sentido es el
bien mejor repartido del mundo porque nadie está descontento con la porción que le ha tocado, pero
esto es un error palmario. Sólo los necios, cuya miopía mental les impide percibir los confines de su
inteligencia, aunque estén justo delante de sus narices, están satisfechos con la exigua fracción de
lucidez que les ha sido adjudicada. Y como todos tenemos nuestra parte de necedad (y el peso de
nuestra necedad es directamente proporcional a la cercanía de nuestros límites mentales e
inversamente proporcional a nuestra penetración para vislumbrarlos), no hay más remedio que
esforzarse por aguzar la vista lo mejor posible. Lo que sucede es que con la inteligencia podemos medir
cosas que no sean nuestra inteligencia, la propia estatura, la edad, la cantidad de amigos o la paciencia
para soportar a los demás. Pero para medir la propia inteligencia no se tiene más que la propia
inteligencia, de modo que el instrumento de medida está trucado. La inteligencia es tan inútil para
calcular la propia inteligencia como lo sería una cinta métrica elástica para calcular longitudes.
Entonces una manera de encontrar, si no la medida de la inteligencia, sí por lo menos su frontera, es la
discordancia con personas claramente inteligentes. Se podría argumentar que para caer en la cuenta de
que una persona es inteligente se ha de ser inteligente, con lo cual seguimos sin salir del círculo (aparte
de la tendencia natural que a todos nos aqueja de encontrar inteligentes a quienes piensan igual que
nosotros). Claro que también puede ser útil el criterio negativo: es listo quien no es tonto, y las
características que definen al tonto sí son bastante visibles, muchas de ellas ya apuntadas en páginas
anteriores. Para no repetir, tan sólo brindaremos algunos rasgos distintivos de la estupidez procedentes
de Los caracteres de La Bruyàre:

Un hombre que no tiene inteligencia más que en una pequeña medida es serio y todo de una pieza. No
ríe, no bromea jamás, no obtiene ningún provecho de las cosas pequeñas. Tan incapaz de elevarse a las
grandes cosas como de acomodarse, ni siquiera para relajarse, a las más pequeñas. Casi ni sabe jugar
con niños.
si no a través de sus escritos. Y es muy portante escoger entre esas personas aquellas que discrepan
claramente de nosotros. Escuchar la defensa de ideas que no compartimos sostenidas con argumentos
juiciosos obliga a revisar las propias, sea para abandonarlas sea para buscar nuevas razones que las
sustenten. El trato con quienes nos superan en discreción y prudencia nos enseña nuestros límites, y el
conocimiento de los límites es el camino más derecho hacia la sabiduría.

Pero hay más. Decía Albert Camus en El hombre rebelde algo muy sensato sobre nuestras relaciones con
los demás: «Son los otros quienes nos engendran. Solamente en sociedad recibimos un valor humano,
superior al valor animal». Si somos en gran parte resultado de las personas que hemos tratado, si todas
ellas han hecho de nosotros lo que somos (lo que significa que si hubiéramos frecuentado otras distintas
seríamos también personas distintas), el acercarse a personas más sabias y cultas que uno es un buen
tónico para menguar nuestra ineludible dosis de estupidez. Mucho antes que Camus, el esclavofilósofo
Epicteto dijo algo muy parecido: «Una de las mejores maneras de elevar el carácter de inmediato
consiste en encontrar personas ejemplares que valga la pena emular». También es cierto que, si de las
personas brillantes se puede aprender, también lo es que el trato con ellas puede bloquear porque,
además de dejar en más triste evidencia las propias limitaciones, puede crear la impresión de que la vida
de quienes distamos mucho de ser brillantes no merece ser vivida. La sensación de que sólo vale la pena
vivir para ser Cervantes o Voltaire. Pero es una sensación tramposa. Nadie que tenga un adarme de
sentido común, aficiones que alegren su existencia y capacidad para hacer amigos puede sentir que está
de más en el mundo. Porque entre ser un idiota integral y ser Cervantes o Voltaire hay una posibilidad
intermedia que basta para hacer digna la vida de cualquiera y que está al alcance de todos los seres
corrientes y medio tontos que vagamos por el mundo: leer a Cervantes y a Voltaire.

Y para terminar, ¿cómo se ha de tratar con los tontos que inevitablemente nos encontramos varias
veces al día? Si lo son tan sin remedio que ni van a aportar nada a nadie ni mucho menos aprender de
nadie, lo mejor es mantener con ellos la mayor distancia de seguridad posible. Por supuesto, dentro de
lo que permita la cortesía, porque la estupidez no hace perder a nadie su condición de ser humano, y en
consecuencia ni al hombre más corto de luces se le puede privar de su derecho a ser tratado con
consideración y buenas maneras. Sobre el trato con los tontos hay un dicho de Mark Twain, lúcido como
todos los suyos: «Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por
experiencia». Pero si te enzarzas sin querer en una discusión con un tonto y él te trata como si el tonto
fueras tú ¿estáis a tablas? ¿Cómo saber que el tonto es él y no tú? La honestidad intelectual de la que se
habló antes obliga a plantearse la cuestión. Pero la misma pregunta lleva implícita la respuesta: el tonto
nunca se la hace.
Alba, duque de 51

Arendt, Hannah 84

Aristóteles 51, 58, 101

Bacon, Francis 102, 103

Berlin, Isaiah 42

Camus, Albert 106

Cardano, Giordano 23 Cervantes, Miguel de 107

Chamfort, Nicolas de 38, 69

Châtelet, madame du 103

Chesterton, G. K. 67, 82 Cicerón, Marco Tulio 35

Clooney, George 51

Cruz, Manuel 47 Cunqueiro, Alvaro 66

D'Alembert, Jean le

Rond 97

D'Aquin de ChâteauLyon, Pierre-Louis 98

Deffant, madame du 45

Demócrito 101

Descartes, René 103 Einstein, Albert 24, 37, 42

Elliot, George 96

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Epicteto 106

Epicuro 101 Federico II de Prusia 103

Franco, Francisco 42, 84

Goethe, Johann W. von 45, 46, 47, 51

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 101

Heidegger, Martin 58 Hoffer, Eric 52, 53, 93

Horacio 76

Jaspers, Karl 42

Jesús de Nazaret 65 Kant, Immanuel 63, 101


La Bruyêre, Jean de 89, 105

La Rochefoucauld,

François de 84

Machado, Antonio 41

Mao Zedong 84

Montaigne, Michel de 57

Neruda, Pablo 64, 65, 66

Newton, Isaac 98

Pascal, Blaise 94

Pérez Galdós, Benito 100

109

Talleyrand, Charles

Platón 84, 101 Maurice de 70

Quevedo, Francisco de 52 Tejero, Antonio 99

Russell, Bertrand 23 Twain, Mark 108

Savater, Fernando 55 Unamuno, Miguel de

Scholem, Gershom 84 Scruton, Roger 61 79,

82, 88, 89

Shakespeare, William 38 Sócrates 87, 88 Vauvenargues, de 55 marqués

Stalin, lósif64, 84 Voltaire 45, 46, 97, 98,

101, 103, 107

Stevenson, Robert Louis

Wilde, Oscar 47, 54, 65, 79

45, 59

Svsfft, Jonathan 89 Zweig, Stefan 100

Esta tercera edición de Breve tratado sobre la estupidez humana, de Ricardo Moreno Castillo, se envió a
imprenta el 15 de julio de 2019, en el aniversario del nacimiento del filósofo, crítico literario, traductor y
ensayista alemán Walter Benjamin (1892-1940).
«Si el enemigo triunfa, ni siquiera los muertos estarán a salvo.»

Walter Benjamin,

Sobre el concepto de Historia

La fórcola es la parte más rara y hermosa de la góndola veneciana, realizada en madera, en la que el
gondolero apoya el remo para maniobrar. Una auténtica fórcola se talla, de forma artesanal, sobre la
curvatura natural del árbol, por eso no hay dos fórcolas iguales.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo
puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a
CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra. En cualquier caso, todos los derechos reservados,110

OTROS TÍTULOS

Colección Singladuras

1, El filósofo ignorante. Voltaire (2.a ed.)

Tocar los libros. Jesús Marchamalo (3.a ed.)

Un corazón bajo una sotana. Arthur Rimbaud

4. Libros y libreros en la Antigüedad. Alfonso Reyes

Escritura y melancolía. Juan Domingo Argüelles

6. Los signos en rotación. Octavio Paz

7. Consejos maternales a una reina. María Teresa de

Austria y María Antonieta de Francia

8, Cortázar y los libros. Jesús Marchamalo (2.a ed.)

9, Crónicas literarias y autorretrato. Gabriele d'Annunzio

10. Falkland-Malvinas. Panfleto contra la guerra.

Samuel Johnson

11. La guerra civil: ¿Cómo pudo ocurrir? Julián

Marías (3.a ed.)

12. Conversaciones y entrevistas. Encuentros en

Yásnaia Poliana. Lev Tolstói


13. ¿Qué es la Historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador. Azorín

14. Cartas sobre Luis II de Baviera y Bayreuth.

Richard Wagner

15, Caricaturas y retratos. Semblanzas de escritores y pensadores. Julio Camba

16, Mi testamento. Napoleón Bonaparte

17. Nietzsche y la música. Blas Matamoro

18. Recuerdo de don Pío Baroja. Camilo José Cela

19, Beethoven, La dirección de orquesta. Richard

Wagner

20. Tocar los libros. Nueva edición ampliada. Jesús

Marchamalo

21. Notas sobre Venecia. Juan Lamillar

22. Alejo Carpentier y la música. Blas Matamoro

23. Conocer Irán. Patricia Almarcegui

24. Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta. Juan Malpartida

25. Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica. Leonardo Valencia

Colección Señales

1. Si quieres lee. Contra la obligación de leer y otras utopías lectoras. Juan Domingo Argüelles

2. Elfizncionariopoeta. Elementos para una estética de la burocracia. Carlos Eymar

3. Paseos sin rumbo. Diálogos entre cine y literatura.

Mauricio Montiel

4. La ciudad de los extravíos. Visiones venecianas de

Shakespeare y Thomas Mann. Jaime Fernández

5. Un cuarto propio conectado. (Ciber)espacio y (auto)gestión del yo. Remedios Zafra.

6. Tintín-Hergé, Una vida del siglo XX. Fernando

Castillo (2. 0 ed.)

7. A/ vuelo de la página. Diario 1990-2000. Juan

Malpartida
8. Elogio del texto digital. Claves para interpretar el nuevo paradigma, José Manuel Lucía Megías

9, Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales. Blas Matamoro

10. Juan Rulfo, Biografia no autorizada. Reina Roffé

11. Hijos de Babel, Reflexiones sobre el oficio de

traductor en el Siglo XXI. Varios autores

12. Clarice Lispector. La náusea literaria. Carolina Hernández Terrazas

primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico.

Fernando Báez

Ningún día sin línea. El catalanismo español.

14,

Ignacio Agustí

Mierda y catástrofe. Síndromes culturales del arte

15. contemporáneo. Fernando Castro Flórez (2.a ed.)

16. Huérfanos de Sofia. Elogio y defensa de la enseñanza de la filosofia. Varios autores Melancolía y
suicidios literarios. De Aristóteles a pizarnik. Toni Montesinos

18. Baroja y España. Un amor imposible. Francisco

Fuster

19. El amor en la literatura. De Eva a Colette. Blas

Matamoro

20. Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos. Justo Serna

21. La danza de la muerte. Bailar lo macabro en la escena, la literatura y el arte contemporáneos.


Miguel Angel Ortiz Albero

22. Burgueses imperfectos. Heterodoxia y disidencia literaria en Cataluña. De Josep Pla a Pere
Gimferrer. Jordi Gracia

23. Estación de cercanías. Diario. Juan Malpartida

24. Simplemente divas. El arte operístico de Isabel de

Médici a Maria Callas. Fernando Fraga

25. Julián Marías, crítico de cine. Elfilósofo enamorado de Greta Garbo. Alfonso Basallo

26. La Menina ante el espejo, Visita al Museo 3.0. Luis Bagué Quílez

27. Todas las pantallas encendidas. Antón Patiño


28. La mirada del otro. La imagen de España, ayer y hoy, José Varela Ortega, Fernando R. Infuente
(eds.)

29. Margen interno. Juan Malpartida

30. Variaciones sobre el naufragio. Acerca de lo imposible del concluir. Miguel Angel Ortiz Albero

31. Maria Callas. El adiós a la diva. Fernando Fraga

(2, a ed.)

32, Manifiesto de la mirada. Hacia una imagen sensorial. Antón Patiño

33. Periferias de la literatura. De Julio Verne a Luis Buñuel. José-Carlos Mainer

34. Glenn Gould La imaginación alpiano. Carmelo di Gennaro

Colección Periplos

1. El largo hilo de seda. Viaje a las montañas y los desiertos de Asia central. Eduardo Martínez de

Pisón (2. a ed)

2. Amundsen-Scott: duelo en la Antártida. La carrera alPolo Sur. Javier Cacho (5.a ed.)

3. VivantDenon. El caballero del Louvre. Philippe

Sollers

4. Imagen delpaisaje. La Generación del 98 y Ortega y Gasset. Eduardo Martínez de Pisón

5. Crónicas romanas. La sociedad y la vida mundana afines del Ottocento en Roma. Gabriele
d'Annunzio

6. Claudius Bombarnac, corresponsal de El Siglo XX.

Viaje en tren por Asia Central, de Tiflis a Pekín.

Jules Verne

7. Auroras de medianoche. Viaje a las cuatro

Laponias, Luis Pancorbo

8. Shackleton, el indomable. El explorador que nunca llegó al Polo Sur, Javier Cacho ('2. a ed.)

9. Crónicas de viaje. Impresiones de un corresponsal español. Julio Camba (2.a ed.)

10. Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París. Azorín

11. Napoleón y Josefina. Cartas, en el amor y en la guerra. Edición de Ángeles Caso

12. La mano azul. La Generación Beat en la India.


Deborah Baker

13, La Tierra de Jules Verne. Geografia y aventura.

Eduardo Martínez de Pisón (2.a ed.)

14. Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa. Ignacio Peyró (4' ed.)

15. Galicia. Julio Camba

16. César Cascabel. Jules Verne

17. Venecia. Impresiones del viajero. Théophile

Gautier

18. Los tres dioses chinos. Toni Montesinos

19. No dejaría nunca de escribirte. Cartas de amor a

Barbara Leoni. Gabriele d'Annunzio

20. Los enemigos de los libros. William Blades

21. Tangos,jazz-bands y cupletistas. Julio Camba

22. Los países invisibles. Eduardo Lalo

23. El espejo blanco, Viajeros españoles en la URSS.

Andreu Navarra

24. Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina. Blas Matamoro

25. La antivida de Italo Svevo. Maurizio Serra

26. Juan Rulfo. Biografia no autorizada. Reina Roffé

27. La música invisible. En busca de la armonía de las esferas. Stefano Russomanno

28. Ningún día sin línea. Artículos y crónicas literarias. Ignacio Agustí

29. En busca de la Isla Esmeralda. Diccionario sentimental de la cultura irlandesa. Antonio

Rivero Taravillo

30. La montaña y el arte. Miradas desde la pintura, la música y la literatura. Eduardo Martínez de
Pisón (2. a ed.)

31. Clarice Lispector, La náusea literaria. Carolina Hernández Terrazas

32. Cleopatra. La mujer, la reina, la leyenda. Lucy

Hughes-Ha11ett
33. Nansen, maestro de la exploración polar. El científico que llegó a Premio Nobel de la Paz. Javier
Cacho

34. Wagnery el cine. De laspelículas mudas a la saga de Star Wars. Jeongwon Joe y Sander L.

Gilman (eds.)

35. Vigíes al centro de la Tierra. Noticias literarias, de Homero a Jules Verne. Eduardo Martínez de
Pisón

Colección Siglo XY

1, Noche y niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro. Fernando Castillo

2. Recuerdos de un alemán en París 1940-1944.

Crónica de la censura literaria nazi. Gerhard Heller

3. Cuadernos de Rusia. Diario 1941-1942. Dionisio

Ridruejo

4. Guerra, Un soldado alemán en la Gran Guerra

1914-1918. Ludilig Renn

5. Espías de Franco. Josep Pla y Francesc Cambó.

Josep Guixà

6. El ocaso de Europa, Alejo Carpen tier

7. París-Modiano: De la Ocupación a Mayo del 68.

Fernando Castillo

8. La Guerra Civil española. Ludwig Renn

Crónicas de la Primera Guerra Mundial. Rudyard

9.

Kipling

10. Los años de Madridgrado. Fernando Castillo

11. Madrid-Moscú. Notas de viaje 1933-1934. Ramón

J. Sender

12. Españoles en París 1940-1944. Constelación literaria durante la Ocupación. Fernando Castillo

13. Panamá Al Brown. Una vida de boxeador.

Eduardo Arroyo
14. La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Madrid 1936-1943. Fernando Castillo

Colección Ficciones

1. Los que miran. Remedios Zafra

2. Elpulso de la desmesura. Amelia Pérez de Villar

3. Lorca en Buenos Aires. Reina Roffé

4. Los durmientes. Luis de León Barga

5. Simona Eduardo Lalo

6. La memoria del cuerpo. Patricia Almarcegui

7. Brillo de asfalto. Marian Torrejón

8, Mi vida sin microondas. Amelia Pérez de Villar

También ahora se podría argumentar que estos criterios siguen siendo inservibles para los imbéciles,
quienes suelen confundir lo que es bromear alegremente con gastar bromas de mal gusto, una discreta
ironía con soltar impertinencias, y elevarse a las grandes cosas con hablar de ellas en un tono solemne y
campanudo. Y ciertamente este argumento, igual que el anterior, no carece de peso. Ahora bien, hay
personas sobre cuya inteligencia y buen criterio hay un consenso casi general, y podemos confiar en ese
consenso y acercarnos a ellas, directamente si tenemos la ocasión y

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