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PIEZAS ®

PERVERSAS
rodolfo santana

CUADERNOS DE D IFU SIO N / 2 5


rodolfo santana

P IE Z A S PERVER SA S

I. la horda

II. la empresa perdona un


momento de locura

III. el animador

fu nd arte
RO D O LFO SA N TA N A

PIEZA S P E R V E R SA S

C olección Cuadernos de Difusión / No. 25


E ditado por FU N D A RTE
Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal

Portada; Marcos Vásquez

Impreso por 5o. Color

Caracas, Venezuela, 1978.


BIBLIOTECA NACIONAL
Depòsito Legai
D. L. / ? _ 3 . -?£o
VENEZUELA

PARA TI, AURA FRANCIA, CON TODO MI AMOR


rodolfo santana

P IE Z A S PERVERSAS

I. la horda

la empresa perdona un
II. momento de locura

III. el animador

FU N D A RTE
RODOLFO SANTANA

PIEZAS PE R V ER SA S

Colección Cuadernos de Difusión / No. 25


Editado por FUNDARTE
Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal

Portada: Marcos Vásquez

Impreso por Servicio Gráfico Editorial

Caracas, Venezuela, 1978.


“ LA H O RD A"

P E R SO N A JES:

Bernardo
Alejandra
Paulina
Enrique
Los hombres de la horda
Es un refugio.
Gruesas vigas de hormigón sostienen el
techo.
Pequeñas ventanas con mirillas. Un teles­
copio en una de ellas.
Una puerta de acero.
Muebles funcionales.
Dos puertas que conectan a recintos in­
teriores.
Hay cierto descuido en el refugio. Se no­
ta que las personas que viven en él no es­
tán habituadas a cuidarse a sí mismas.
Bernardo está sobre una escalera con un
rifle en la mano. Apunta frente a él.
Alejandra toma notas recostada en uno
de los muebles.
ESCENA I

Bernardo —Es un hombre gordo con las manos en


los bolsillos, gafas negras y traje verde
brillante. Dacrón, seguramente. (Pausa
corta) Siempre odié los trajes de dacrón.
(Deja de amenazar con el rifle. A Ale­
jandra) No tienen clase. Se parecen a las
ensaladas “ Heinz” . . .
Alejandra —¿Por qué a las ensaladas “ Heinz” ?
Bernardo No sé. Es una opinión. (Apunta de nuevo
con el fusil) El hombre gordo camina co­
mo una morsa y piensa en todos los in­
convenientes de su obesidad; la mujer le
pone cuernos con un chiquito perverso
de dieciséis años y su amante, que es
muy delgada, también se los pone. (A
Alejandra) Cornudo por partida doble.
Casi es un favor matarlo. (Apunta) To­
dos detestan comer con él.
Alejandra —¿Por qué?
Bernardo —Lo hace como un cerdo
Alejandra —¿Comen realmente los cerdos de una
manera indecente?
Bernardo —Todo el mundo lo dice y yo soy demo­
crático . . . (Pausa corta) Me distraes y
por poco pierdo al hombre gordo. Ahora
piensa por centésima vez en entrar a un
gimnasio y transformarse en un Hércu­
les que arrase con todas las hembras de
la ciudad . . . ¡Ah, se detiene frente a una
heladería! (Pausa corta) Si le vieras la
cara de luna y los ojitos codiciosos. Es u-
na mirada que traspasa la libido de las
mujeres £ la vainilla y a los montículos
de chocolate con lluvia de avellanas. La
misma cara de un presidiario fugado fren-

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te a un prostíbulo. (Pausa corta) Mira al
cielo. Implora perdón por sus flaquezas,
como si Dios fuera dietista. Pulsa la puer­
ta de la heladería . . . (Pausa corta) ¡Pam!
¡Pam! . . ¡Cae! ¡C ae!. . .la gente lo mira
con curiosidad. Con esa deliciosa indife­
rencia de los civilizados . .Un chorrillo de
sangre le brota por la nariz. ¡Hermosísi­
mo! Semeja a las estatuas de Trevi. (Mi­
ra a Alejandra) ¿Y bien?
Alejandra —Llevas dieciocho ¿No te cansas?
Bernardo —cTe ocurre a ti cuando te maquillas?
Alejandra —El colorete es distinto al asesinato

Bernardo —Olvida esas sutilezas y dale un rápido


vuelo a lo desarrollado hasta el momen­
to.
Alejandra -(L ee) Subes a la torre del campanario y
te comes un sandwich de chorizo espa­
ñol. ¡Qué gusto!
Bernardo —A ti te gustan las ancas de rana
Alejandra —Las ancas son un plato de gourmets
Bernardo — ¡Y el chorizo también!
Alejandra —Sacas el rifle de su funda. Lo revisas y
acaricias. Te sientes excitado y estás a
punto de masturbarte, pero razonas y de­
duces que luego vendrían los sentimien­
tos de culpa y eso estropearía los planes.
Abandonas la idea y observas el panora­
ma a través de la mira . . .
Bernardo —( Viendo por la mira del rifle) Allí están.
Todos. Ellos.
Alejandra —Te atrae una pareja sentada en el banco
del parque. El insiste en acostarla. Ella
está francamente caliente y él jadea co­
mo un caballo. ¿Cómo pudiste saberlo?
Bernardo —El rostro, los labios abiertos, la lengua
saliente y los dientes vibrando indicaban
un perfecto resuello de caballo.
Alejandra -(L ee) Calculaste que él sería un seduc­
tor profesional de baja estofa y ella una

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1 mujer casada, dueña de un lamentable ro-
, manticismo. Les disparaste repetidas ve­
ces hasta dejarlos sorprendidos y difun-
! tos sobre el banco del parque,
i Bernardo —No me negarás que fue un buen co­
mienzo.
: Alejandra —Se congrega público alrededor de la pa­
reja. N otas a una mujer acompañada de un
niño precioso que observa los cadáveres
tom ando coca-cola.
Bernardo — ¡Perversa! ¿Cóm o puede permitir que
un niño vea esos espectáculos?
to Alejandra —Abres un agujero en la frente del niño
para que no soporte más a una madre
o tan desnaturalizada,
i- Bernardo —La gente mira con terror a todos lados.
. Grita y huye. ¡Soy Jehová sobre el mon-
y te Sinaí! ¡R ayos y truenos en mi mano!
i-

Alejandra (Leyendo en tono natural) Eso no lo di­


jiste.
Bernardo Lo digo ahora. Y agrego, ademas, “ ¡A po­
lo disparando sus flechas contra las mu­
rallas de T ro y a!”
Alejandra —Está bien. (Escribe. Pausa. Lee) Lo de
Jehová, Apolo, bla, bla, bla. Terrible do­
lor en el corazón. Es una intolerable sen­
sación de poder y amor. Tom as el rifle y
lo apuntas contra varias personas, una
tras otra y dices . . .
Bernardo —“ Te perdono” . “ Te perdono” . “ Te per­
dono” . ¡Increíble! ¿No era Dios? ¿No
y era el amor por excelencia? Pude matar-
i los, Alejandra, pude. Y les di la vida. ¿Te
imaginas? La posibilidad de andar, comer,
amar. Les di la suerte. Los hice afortuna-
a dos.
i Alejandra —(Lee) Borrachera mística. Cantas loas.a
ti mismo. La torre del campanario penetra
en lo más profundo del universo. Las ga-
i laxias se abren a tu paso. Cuentas la vida

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en miles de planetas y les permites vivir.
Llegas al centro del cosmos, a la oscura
nova donde se expandió todo lo que fue
y será y cantas en lo alto del campanario.
Te duele el peso de la muerte y, de pron­
to, sientes la tentación de arrojarte al va­
cío. Regresan de nuevo tus miedos, las
paranoias de oficinista en una factoría de
embutidos. Sientes el disgusto de la piel,
el rechazo a tus piernas delgadas y feas,
el odio a la nariz deformada por los gra­
nos. Tomas el rifle y comienzas a dispa­
rar.. .
Bernardo — ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Alejandra —Cuatro: un agente de policía que corre
al parque en busca de un ascenso, asesi­
nos fácilmente capturables, el respeto de
sus compañeros y los halagos de su mu­
jer, una chica esforzada que estudia pia­
no a pesar de carecer del pulgar y el ín­
dice en la mano izquierda. Quinto: un
joven que se oculta tras un árbol, sin no­
tar que lo hace en dirección equivocada
pues te presenta la espalda como un
blanco inmejorable. Le riegas los sesos
sobre la corteza del pino añoso. (Pausa
corta) ¿Pino añoso?
Bernardo —El árbol era un pino grande. Añoso de
años. Es un giro que se encuentra fuera
de tu capacidad de lenguaje.
Alejandra —¿Lo crees?
Bernardo —Seguro.
Alejandra —Te equivocas en eso como en muchas
otras cosas.
Bernardo —Bueno, no defiendas más tus deficien­
cias y continúa.
(Pausa corta)
Alejandra —Eres feo, Bernardo. No sabes lo feo que
eres.
Bernardo — ¡El que sigue! No seas tan quisquillosa.
Lo peor de ti es que respondes con em o­
ciones al sentido del humor.
Alejandra —(Lee) Sexto: un antiguo compañero de
colegio. Próspero comerciante en ferre­
tería y negocios sucios de baja monta.
Una o dos veces se encontró contigo en
la calle y disfrutaba horrores restregán­
dote su dinero y posición, hasta hacerte
sentir como un t r a p o .. . Un balazo, al la­
do del diamante colgado en la corbata.
Bernardo —¿Un solo balazo?
Alejandra —Te pareció excelente despacharlo de
esa manera.
Bernardó —¿A semejante hijo de puta? ¡No puede
ser!

Alejandra —A quí está escrito.


Bernardo —Demasiado simple. No estoy aquí arriba
para ser piadoso. ¿Qué es eso de un mise­
rable balazo a un tipo que me gustaría
ver devorado vivo por la marabunta am a­
zónica? Nada de un solo balazo. Borra
eso.
Alejandra -(T acha en la libreta) Borrado.
Bernardo —( Observa por la mira) Un disparo en la
pierna izquierda. ¡Pum! (Pausa) Se asom ­
bra. Ahora voy con la pierna derecha.
¡Pum! (R íe) La cara es de terror. Se
arrastra tras un cesto de basura. ¡Pum!
Brazo derecho destrozado. Está a punto
de desvanecerse. ¡No, eso no! (Se toma
las sienes) Proyecto telepáticamente mi
imagen a su cerebro. . ¡Ajá, le llegué! No
encuentra qué hacer conmigo en sus
neuronas. Me apoyo en una de sus esca­
sas células grises y lo apunto con el rifle.
(Ríe) ¡Llora!. . . . Llora como un bebito.
Se lamenta de su vanidad, manda a la
mierda su prepotencia y me implora
que lo deje vivir como el más misera­
ble de los perros. ¡No, no, no! ¡Pam!
. . . . Agujerillo en la frente que atraviesa
mi imagen. ¿Te das cuenta? Me he re­
ventado las tripas en la cabeza de ese su­
jeto tan detestable............Suelto el rifle y
pienso. ¡Qué fenómeno tan interesante!

Alejandra anota
Alejandra —¿Es todo?
Bernardo —Efectúa un breve repaso de los que fal­
tan.
Alejandra —Una monja. Sor Consolación de los Pe­
chos Pecaminosos.
Bernardo —¿Pechos Pecaminosos? Elemental. Escri­
be . . . (Piensa) Sor Consolación a secas.
Tiene más personalidad.
Alejandra —( Tacha y luego sigue leyendo) Dos niños.
Un vendedor de helados. Tres viejas gor­
das. . . Te dedicas a eliminar mirones que
asoman la nariz por las ventanas, tras los
árboles y autos. Todos tienen sus histo­
I rias. ¿Las leo?
Bernardo - N o .
Alejandra —(Lee) Ha transcurrido media hora y la
policía acordona la zona alrededor del
campanario. Matas otro policía . . .Todos
te odian. El odio asciende y te ríes de
tus piernas flacas y la nariz llena de gra­
nos. ¡Es tan bello ser tomado en cuenta!
Mañana el mundo mencionará tu nom­
bre. Verán tu foto y buscarán descubrir
tras los ojos ambiguos y llorosos, la fuer­
za que te elevó al campanario y te hizo
profeta, Dios, poseedor de todos los ho­
rrores. . . Extraño. Nadie te verá feo. Las
chicas que te despreciaron dirán que dur­
mieron contigo; que las poseías como un
demonio . . . . El hombre gordo. Descrip­
ción . . .

Alejandra suelta la libreta y ve a Bemar- ,


do.
Enciende un cigarrillo.

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Bernardo —¿Qué opinas?
Alejandra —Me resulta imbécil y de mal gusto, como
la m ayoría de las cosas que haces.
Bernardo ríe.
Bernardo —Nunca entenderás.
Alejandra —Crees que eres una personalidad fuerte,
que usa al mundo como le da la gana y,
la verdad, eres elemental, chato y débil.
Bernardo —Llevas años acostándote conmigo. Eso
es lo que te hace creer que no reservo
sorpresas.
Alejandra —Hace tiempo que no me entero de las
escaseces de tu cuerpo, querido.
Bernardo —Eres una tundra. Las flores no germi­
nan en la tundra.
Alejandra —Tu florecilla no germina ni en un labo­
ratorio.
' Bernardo —(Pausa corta) T odo te molesta de mi,
por lo que veo. Hasta la manera en que
me divierto.
Alejandra —Hay multitud de hobbies mucho más sa­
ludables: ruleta rusa, Hara-Kiri, coleccio­
nar tarántulas y cobras.

Pausa. Bernardo estudia a Alejandra.

Bernardo —Alejandra. . .
Alejandra —(Se dispone a copiar) A ver si dices algo
divertido . . .
Bernardo —Tienes un amante.
Alejandra —(Pausa corta: ve a Bernardo) ¿Te extra­
ña?
Bernardo —Un buen amante, quiero decir.
Alejandra —¿Cómo lo sabes?
Bernardo —Ha cambiado rasgos en ti. ¿Te has escu­
chado? ¡Sutilezas! ¡Has dicho las pri­
meras sutilezas en años!
Alejandra —Siempre fuiste un sordo irremediable.
Bernardo —(R íe) Tienes que presentármelo. Hare­
mos una cena en toda la línea. Buenos
vinos y tú misma prepararás la comida,

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por supuesto.
Alejandra —Sabes que detesto la cocina.
Bernardo —¿Cómo se llama?
Pausa.
Alejandra —Enrique.
Bernardo —¿Lo conozco?
Alejandra — ¡Claro!
Bernardo—(Tras hacer memoria) No conozco a
ningún Enrique capaz de nutrirte el sen­
tido del humor.
Alejandra —Ya sabrás a quien me refiero.
Bernardo —¿Cuándo?
Alejandra —Pues. . . Si te portas b ie n .. .
Bernardo —Lo haré.
Alejandra —Esta misma noche.
Bernardo —¿Esta noche? (Pausa muy corta) ¿Enri­
que? ¿Mi amigo?
Alejandra — ¡Ajá!
Bernardo —¿Mi socio?
Alejandra —El mismo.
Bernardo —(Incrédulo) ¿Nuestro invitado a cenar?
Alejandra —Ya casi adivinas de quien se trata.
Bernardo —No te creo.
Alejandra —Lo sabía. Eres demasiado acartonado.
Bernardo —Me sorprende.
Alejandra —Somos amantes desde hace un año.
Bernardo — ¡Pero Enrique no tiene ningún sentido
del humor!
Alejandra —Opino lo contrario.
Bernardo —Es el fastidio sobre zapatos. Frío, dis­
tante, conservador.
Alejandra —Caliente, cercano, liberal.
Bernardo —Respetuoso con las mujeres casadas.
Alejandra —Un salvaje corrompido cuando está en
la cama con una mujer casada.

Pausa.

Bernardo —¿Por qué me lo dices?


1
Alejandra —Lo preguntaste. ¿No? Nunca te he
mentido.
Bernardo —Muy cierto. Nadie puede venir con chis­
mes, pero ¿Enrique? No. Definitivamente
no. (Toma el rifle y encañona a Alejan­
dra) Mujer cínica e intrigante acostada
en un sofá.
Alejandra —¿Anoto?
Bernardo—Claro (Pausa) No espera una bala en me­
dio de sus cejas calculadoras.
Alejandra—'Es el aporte de Helena Rubinstein.
Bernardo —Incapaz de imaginar que su manipula­
ción, sus juegos sucios, tendrán un final
tan ridículo.
Alejandra —(Seria) Apártala.
Bernardo— ¡Te asusta!
Alejandra —Está cargada, estúpido.
Bernardo —Tiembla.
Alejandra —¿Por qué no sales y te tiroteas con los de
afuera?
Bernardo —Soy muy listo para eso.
Alejandra —(R íe) Dispara. ¿Ah? ¡R idículo! ¿Qué
esperas?
Bernardo —Ahora sonríe. Pobre y lamentablemente
sonríe.
Alejandra —No me digas que estás celoso.
Bernardo — ¡Pam! ¡Pam!
Alejandra —¿Muerta?
Bernardo —Muerta estás, doncella de soldadesca.
Virgen de los muelles.
Alejandra —Llevas veinte. ¿Puedo seguir escribiendo
en mi nueva condición de cadáver?
Bernardo —Increíble, Alejandra. ¡Estás irreconoci­
ble! ¡Es la primera vez en años que me
haces sentir! . . .
Alejandra —¿Sentir?
Bernardo —Odio, dolor, no lo sé, pero siento. Te es­
toy agradecido.
Alejandra —¿A mí?
Bernardo —(Mira fijamente a Alejandra, luego toma
el rifle y apunta en dirección al público)
El alcalde llega al lugar de los feroces.a­
contecimientos. Tiradores expertos son
apostados en las azoteas de los edificios
cercanos y apuntan sus armas contra la
torre del campanario. El alcalde se aproxi­
ma con temeridad, a pesar de las adver­
tencias de sus subordinados. Se considera
protegido por un talismán particular, que
averigüen ustedes en qué lugar del Tibet
lo consiguió. Le apunto. A su bigote fi­
namente recortado. Varios disparos pa­
san cerca de mi cabeza . . .
Suena un timbre agudo. Disparos en el
exterior.
Alejandra se levanta normalmente. Ber­
nardo no se altera.

Bernardo -M e quieren matar, marranos podridos.


¿Saben ustedes lo que es trabajar en el
engranaje de una fábrica de embutidos?

Gritos afuera. Otros disparos. Alejandra


se acerca a la puerta, mientras escribe en
la libreta.

Bernardo -D ías y días acumulados frente a correas


sin fin, con su carga eterna de longanizas,
chorizos, salamis.

Alejandra toma una pistola de una mesa


cercana.
Pierde toda distracción y se convierte en
un felino vigilan te.

Alejandra -(A los que se encuentran tras la puerta)


¿Quién?

Golpes en la puerta.

Voz de
Enrique — ¡Enrique y Paulina, cabrona! ¡Abre
pronto, pronto!
Alejandra abre varios cerrojos y desarma
un complejo dispositivo de barras.
Golpes a la puerta.

Bernardo —¿Saben ustedes de mi olor? ¿De mi piel


viscosa y húmeda?

Disparos.

Voz de
Enrique — ¡Rápido, carajo! ¡Rápido, que vienen,
maldita!
Bernardo ~ ¿De mi imposibilidad de sonreír normal­
mente?
Alejandra —(Con bastante reposo en la voz) Tómen­
lo con calma.

Alejandra abre la puerta. Entran Paulina


y Enrique. Enrique dispara a un enemigo
en el exterior del refugio. Alejandra cie­
rra la puerta.

Enrique— ¡Le d i! ¡Ojalá se vaya a los infiernos!

Alejandra corre todos los cerrojos.

Alejandra —No tiene que caminar mucho, por lo vis­


to.

Paulina se recuesta en la pared con los


ojos cerrados y la cartera apretada sobre
el pecho.

Paulina —Por poco. . .Son horribles.


Bernardo-(En su juego) Para ustedes todo resulta
fácil, ¿no? Matan por encargo. . .
Enrique -(A Alejandra, refiriéndose a Bernardo)
¿Qué le pasa?
A lejandra- Saca las locuras en ese estilo.

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Bernardo -S i no fuera así, es posible que estuvieran
aquí, a mi lado, apuntando al bigote del
alcalde.
Paulina—i Qué alcalde?
Alejandra—(A Paulina) Si no quieres fastidiarte per­
manece en la ignorancia.

Enrique se adhiere a la puerta y escucha.

Enrique —Están allí.

Golpes a la puerta desde afuera.

Alejandra - L a puerta es sólida, no te preocupes.

Alejandra toma la libreta y escribe.

Bernardo - L a s balas buscan rabiosas los huesos de^


mi cabeza y rebotan en la campana. In­
dican a la gente que estoy a punto de
morir.
Paulina -¿Q ué haces jugando al mono sobre esa
escalera?
Alejandra - Se dispone a matar al alcalde.
Enrique - ¡Pues claro! ¿Qué otra cosa puede ha­
cer? ¡Matar al alcalde!
Bernardo El representante de la ciudad avanza de­
cidido a darme una regañina. ¿Pobre de
mí! Ya me veo en un rincón, con gorro
de burro, las manos a la espalda y todo
el mundo dándome palmeta . . . (Se de­
tiene. A Enrique y Paulina) ¿Serían uste­
des capaces de actuar como policías?
Paulina - ¿Policías?
Enrique-(Casi furioso) ¡Por poco nos matan allá
afuera y tú. . .!
Bernardo -Disparan sobre m í hasta que muera. ¿Sí?
Enrique -N o le veo la gracia, pero ya que insistes.
(Apunta a Bernardo con su pistola) Lás­
tima . . .
Bernardo - ¡No tan en serio!
Enrique - ¿Cómo?
Bernardo —Deben SIM ULAR que disparan sobre mí.
Enrique —A sí se pierde el encanto.
Paulina —(Apunta a Bernardo con sus manos y se
presta al juego) ¡Pam! iPam!
Bernardo —(Recibe los dos impactos y gime) ¡Ah!
¡Oh! (Se recupera y se dirige a Enrique)
Creí que tenías mejor sentido del humor.
(A Paulina) Prosigue, cariño. (Toma de
nuevo la actitud de moribundo) ¡Duele!
¡Cóm o duele!

Paulina se sitúa tras un sofá y dispara so­


bre Bernardo.

Bernardo —(Empuña el rifle) Apunto a la garganta


del alcalde que me amenaza con el puño.
¿Qué maldito ser creo que soy con dere­
cho a llenar de cadáveres y sangre las
calles de la ciudad? ¡Deja que me agarre!
¡Las nalgas me quedarán hinchadas a pa­
tadas! (Pausa corta) ¡Pam! ¡Pam! El al­
calde se lleva las manos a la garganta tra­
tando de evitar que la sangre manche su
traje blanco. ¡Qué incorrección! ¡Qué
inelegancia! ¿Qué hacer? Por lo visto
tendrá que caer al suelo sin ningún tipo
de prevenciones. Y precisamente sobre
unas cáscaras de plátano que arruinarán
su estampa. (Ríe) ¡Vean! Vean mis dien­
tes separados. Mis dientes grandes! (Pau­
sa corta. Se asombra) ¡Oh! . . , Una bala
me entra por la oreja derecha. ¡Que mo­
lestia! ¡Penetra más y más! Y más. Más.
Sale por el otro lado de la cabeza mar­
cando una raya de separación en los pen­
samientos. Las ideas aún nacen pero sin
encontrar definiciones exactas. El mun­
do . . . .L a mu. El mié.Rifle. Dispa. Quie­
tas. Inmóvil. Sona. Campa. A g u je ............

Bernardo se ha ido deslizando por la es-

21
calera.
Llega al piso. Paulina sigue disparando
sobre él
Bernardo—Mué. Honor. Mamia. (Abre los brazos.
Se tambalea y cae en el sofá) ¡Perdo
que no ben que cen!

Bernardo muere. Paulina aplaude.

Alejandra—¿Tuvieron dificultades para llegar?


Enrique —Las normales. (Se acerca a la puerta y
escucha) Aún están ahí . . .

Paulina se acerca a Bernardo.

Paulina—Magnífica actuación.
Bernardo—El que lo hizo de veras fue el gran actor.
Paulina—Pero está muerto.

Bernardo acaricia el rostro de Paulina.


Alejandra y Enrique lo ven.

Enrique —Bello rostro, ¿no?


Bernardo —\Hum! (Estudia el rostro de Paulina)
Un poco desquiciado para mi gusto.
Paulina —(Sonriendo) Me siento bien.
Bernardo —(Estudia a Paulina) Es un cuerpo a pun­
to de reventar.
Paulina —¿Te parece?
Bernardo —La mirada dura, pero cuando entraste vi
en eílos el pánico de los animales inde­
fensos.
Enrique —Era natural. Nos perseguían.
Alejandra —Todos sentimos el pánico, Bernardo. ¿0
aún en eso eres una brillante excepción?
Bernardo—(Se levanta) Mantengo mis arquetipos
bien engrasados. Puedo regresar al pleis-
toceno sin mayores dificultades.
Paulina —Todos lo hacemos.
Bernardo —No. Ustedes no. (Se acerca a la puerta)
Esos tipos de allá afuera me gustan.
Alejandra —¡Mentira!

Enrique ríe.

Bernardo —Mientras todo era normal, fui una buena


expresión de hombre civilizado. Ustedes
tienen esa imagen de mí. ¿Me equivoco?
(Nadie responde) Ahora todo ha cambia­
do. Ellos están afuera correteando desde
hace meses por las calles. Han convertido
la existencia en otra cosa, y rrte he adap­
tado. Y me gustan. Y mientras más me
gusten y me adapte y sea como ellos, me­
jor sobreviviré. (Se asoma a la mirilla)
¡Yujuuu! ¡Bonitos!

Alejandra -T e o ría s.
Bernardo -R azo n es.
Alejandra —¿Ves? Aún razonas, por lo tanto estás
muerto.
Paulina —Y o .. . no puedo.
Enrique —Bueno, abandonemos el maldito tema
¿Dónde están las botellas?
Alejandra —(Señala el bar) En su altar.
Paulina —No sé hasta dónde podré llegar.

Enrique se traslada al bar. Saca hielo y


vasos.

Enrique ~ Exageras, Paulina. Eres más fuerte de


lo que aparentas.

Alejandra se dirige al bar.

Alejandra- Déjame hacer los honores.


Enrique-(Se aparta) Con gusto (A Paulina) ¿Es
que no recuerdas tu hazaña de la sema­
na pasada?
Paulina -Pura suerte.
Enrique - N i yo lo habría hecho mejor.
Alejandra - ( Preparando tragos) ¿Qué hizo?
23
Paulina —Estaba con terror hasta los pelos. Inclu­
yelo en el relato.
Enrique —¿De dónde nace el valor?
Bernardo —De sí mismo.
Enrique —A veces del miedo.
Bernardo —Eso es desesperación.
Enrique —No vamos a entrar en filosofías. Lo cier­
to es que Paulina salió a efectuar unas
com pras. . .
Alejandra —¿Compras? (Ríe) ¿Aún hay gente que
vende cosas?
Enrique —Más de las que te puedes imaginar.
Bernardo —Todavía muchas grandes tiendas abren
en la ciudad.
Enrique—Y los pequeños comerciantes son aún
más obstinados.
Bernardo —Creen que es una mala racha.
Paulina —Me asaltaron. Sigue contándoles, quiero '
saber qué piensan.
Enrique—(Retomando el relato con entusiasmo un
tanto falso) Un vecino la vio defenderse.
A uno de los ladrones le clavó un puñal
en el estómago y el otro huyó. ¿Es o no
una prueba de fuerza?
Alejandra—Lo es (Alarga un vaso a Paulina) Toma.

Paulina toma el trago.

Enrique —¿Y cuando veníamos? Manejar es relati­


vamente seguro mientras lo haces en la
ciudad. Allí, aún están establecidas cier­
tas convenciones que impiden la agre­
sión. Todos van armados, y dispuestos a
responder cualquier ataque y por eso rei­
na la paz . . .
Bernardo —A menos que aparezca cualquier loco
clavando puñaladas a ciegas o disparando
con un revólver en cada mano. Y o los he
visto. ,
Enrique —A pocos kilómetros de aquí un hombre
intentó detenernos y tuve que atropellar-
24
lo. Paulina lo maldijo con bastante entu­
siasmo.
Paulina —Le arrojaste el auto encima.

Pausa corta.

Enrique —¿Cómo?
Paulina —El hombre sólo quería cruzar la calle.
Enrique —Hizo señas, se interpuso.
Paulina —Te maldije a ti, si es que no te habías da­
do cuenta.
Enrique —Eres injusta.
Paulina —Y tú, un asesino.
Bernardo —Ese es un buen título en esta época.
Enrique —(Sin prestar atención al comentario de
Bernardo) Ese hombre form aba parte de
una trampa. Seguro. Era el señuelo de
una pandilla.
Paulina —No nos vio. Prestaba atención a una mu­
jer que lo despedía desde la puerta de
una casa.
Enrique:—¿Mujer? ¡No vi a ninguna condenada
mujer!
Paulina — ¡Yo sí!
Enrique — ¡Era campo abierto!
Paulina — ¡Sonreía y le lanzaba besos al hombre!
¡Era morena, regordeta y vestía una ba­
ta blanca!
Enrique — ¡Deliras!
Paulina — ¡Era una pareja de amantes!
Enrique — ¡Cuentos!
Paulina — ¡Conozco la mirada de esa mujer, hijo
de puta, no me contradigas!

Pausa corta.

Paulina ha agarrotado sus brazos y ma­


nos como dispuesta a embestir.

Enrique —Está bien. (Calmado) Fue una aprecia­


ción falsa J5 u pus£_au£_nos. atacab a .

25
Alejandra—(A Bernardo) Tu trago.

Alejandra le alarga un trago a Bernardo.

Paulina~ Quizá era un matrimonio que aún se


amaba. Raro, ¿verdad? (Pausa Corta) ¿
Este hombre sólo tenía ojos para ella.
Le hacía muecas como un niño. Se ve
que bromeaban. (Lanza una risa nervio­
sa) Habían estado en la cama hacía poco.
Lo digo por la bata que vestía ella..........
(Pausa corta. Ve a Enrique) Y entonces
llegaste tú. Tú, con el poderosísimo Ford /
y el tanque bien repleto de gasolina. To­
nelada y media de chatarra conducida a
toda velocidad por un idiota. Por un co­
barde gusano bien vestido, bien comidoi
y bien bañado. Te arrojaste sobre él. G\r
raste el volante en dirección al hombre
que decía “ Espera, ya vuelvo” y lo vol­
viste papilla, masa de huesos partidos,
visceras, ojos reventados y manos exten­
didas.
Paulina lanza una bofetada sobre Enri­
que. Luego se dirige a una butaca y aban­
donando el trago en el suelo, se sienta ro­
deando las rodillas con los brazos.
Pausa corta.
\
Alejandra~(A Enrique) ¿Lo hiciste?
Enrique—Así es. Me encantan las tragedias. No re­
sistí ver tanta felicidad y la destripé con
el auto.

Bernardo ríe.

Paulina—Lo siento.
Enrique—Por nada (Se acerca a Paulina) En adelan­
te te ofreceré mejores aspectos de mi sá-)
dica personalidad. Con niños, por ejem­
plo. Sé que te gustan los niños.
26
Bernardo—¿Fritos o al horno?

Bernardo ríe. Lo sigue Enrique.

Enrique —Descuartizados, a la medieval.


Alejandra — ¡Ya basta!
Enrique —(A Alejandra) ¿Piensas detener con pala­
bras a un criminal consumado?

Enrique se sitúa tras el mueble donde se


halla Paulina.

Alejandra —Déjala en paz.


Enrique —(A Paulina. Cruel) Es probable que la
próxima víctima seas tú. Morirás. ¿Te
enteras? Eres la que está más cerca de
v mí. ¿Te has preguntado a qué punto nos
conduce lo que ocurre? Y o tiendo a la
superficie y tú al fondo. Cuando nos en­
contremos, es posible que te patée para
acelerar tu caída y mi ascenso.

Paulina se levanta y se acerca a Alejandra.

Enrique -(L a sigue, insistente) O simplemente veré


como te devoran, sin mover un dedo,
formando parte de la horda. Siendo uno
más de ellos.
\
Enrique agarra a Paulina y la arroja a un
lado.
Paulina cae al suelo.
Enrique levanta el brazo con intención
de pegarle y es retenido por Alejandra.
Enrique se percata de la situación. Afloja
el brazo. Se tranquiliza.

Enrique —(Suave a Paulina) Supongo que no acep­


tas que ayude a levantarte.

Enrique tiende el brazo a Paulina.


27
Paulina se levanta sin prestar atención ,
la mano extendida y se traslada a un si
llón.

Enrique—Por lo que veo esta será una deliciosa ve


lada.
Bernardo—Es la crisis de guerra, Enrique.
Enrique—i Crisis de guerra?
Bernardo—Te lanzas contra los tuyos. Es la primen
reacción del soldado vencido: asesinar.
los suyos para congraciarse con el enemi
g°-
Enrique—Nunca le haría daño a Paulina y ella lt
sabe.
Paulina—No. . . No lo sé.
Bernardo—Somos más bestiales que los lemingos
Ellos se suicidan en masa cuando lo*
equilibrios tienden a romperse. Alguna
sobreviven y organizan de nuevo su so
ciedad. Nosotros no. Fracturamos lo:
equilibrios y nos devoramos unos a otros
(Pausa corta) Espero que alguna herenci;
permanezca.
Alejandra-E stás equivocado.
Bernardo~¿Sí?. . .
Alejandra- A los que queden no les interesará lo que
dejemos.
Bernardo- ¿Todo perdido, entonces? ¿Seis mil años
de basura?
Alejandra-Son diferentes.
Bernardo—Son hombres.
Alejandra—Otro tipo de hombres. Hombres que pien
san vivir sin nada de aquello que, para vi
vir, nos resulta necesario.
Enrique —Pienso igual que Alejandra.
Bernardo —iAh, piensas igual! ¡Qué coincidencia!
¿Qué te parece, Paulina?
Paulina — ¡Me importa un carajo!
Bernardo —Tu marido y mi esposa comulgan con las^
mismas ideas. Son solidarios. ¿Los
ves?
Paulina —Los felicito.
Bernardo —No me negarás que hacen una magnífica
pareja, allí, defendiendo sus posturas an­
te el resto del mundo.
Enrique - ( A Bernardo) ¿Qué te pasa?
Bernardo—Deberíamos estar apesadumbrados por
no formar parte de tan extraordinario
cónclave.
Paulina—Me importa un carajo el cónclave.
Bernardo —¿No te provoca llorar?
P aulin a- No. Y me. . .
Bernardo—(Interrumpiéndola) ¡Im porta un carajo!
Pero, abandona tu originalidad un mo­
mento y siente la desolación . . .(Cierra
los ojos y extiende los brazos y tantea
con los dedos el aire) ¿No lo sientes?
¿Estar separados de una gesta tan mara­
villosa?
P aulina- Pueden compartir ideas. Las que se les
ocurra. ¡Me importa un carajo!

Pausa corta.

Bernardo -C ierto. Cierto.


Alejandra ~(A Paulina) Me temo que Bernardo quie­
re hacerte ver otras cosas.
Bernardo—Gracias, Alejandra.
Paulina —¿Qué cosas?
Bernardo—La. grata noticia que recibí poco antes de
que llegaran.
Paulina - ¿Noticia?
Bernardo-(A Enrique) ¿No se lo has dicho?
Enrique-¿Qué cosa?
Bernardo-(Reprendiendo buenamente) Has he­
cho mal en no decírselo. Hum. . Toca los
lím ites de la deshonestidad.
Alejandra—(A Enrique) Que tú y yo som os amantes.
Enrique —¿Cómo?
Paulina—No lo creo.
Enrique —¿Que tú y yo. . .?
Alejandra—Nos entendemos, como dicen las beatas.
29
Enrique—(A Alejandra) Suena cómico.
Bernardo —( Grave) Alejandra defiende tenazmente
la relación, Enrique.
Enrique—(Tomándolo a broma) Claro, a capa y es­
pada. O mejor dicho, a sábana y colchón.
Bernardo—iAcentuando la gravedad) Enrique, creo
que un caballero, llegada la circunstan­
cia, debe defender las sábanas que man­
cha. Y más si son ajenas.
Enrique ~(Con la misma gravedad. Coloca su mano
sobre el hombro de Bernardo) Tienes ra­
zón, no lo haré más, amigo mío.
Alejandra -M e disgusta que lo tomes a broma.
Enrique-(Ve a Alejandra con duda) Espera... ¿Qué
es todo ese cuento?
Alejandra-S i acostarte conmigo fue un cuento, a mí
no me ocurrió igual. t
Enrique —¿Cuándo?
Alejandra - ¡En muchos momentos!
Enrique - ¿En qué lugar hemos. . .?
Alejandra -A qu í mismo. En ese mueble donde se
sienta Paulina. ¡En la alcoba!
Bernardo —¡Mi alcoba!
Alejandra —¡En la alfombra y en la cocina!
Bernardo —¡Mi alfombra y mi cocina!
Enrique—¡Estás loca!
Alejandra —La verdad es que nunca nos deteníamos
a pensar en la comodidad de los lugares.
Enrique—Ya está bueno de chistes.
Alejandra —Cualquier postura era excitante.
Paulina - L o creo.

Paulina marcha cerca de la puerta.

Enrique—¿Tú} ¡Tonta! ¡Entérate, también man­


tengo relaciones con la elefanta del zoo­
lógico!
Alejandra—Sin hacer comparaciones, por favor.
Enrique—(A Alejandra) ¿Qué te pasa?
Alejandra —¿Le tienes miedo a Bernardo?

30
Enrique -D ejém on os de juegos, ¿Sí? (Toma el tra­
go de un envión) Prepárame otro trago.
Alejandra—(Apartándose del bar) Es privilegio de
los cobardes que ellos mismos se sirvan.
Enrique—(A Bernardo) Por supuesto que no cree­
rás toda esta patraña.
Bernardo- L a creo. Y apoyo a Alejandra en su de­
cepción. Eres una gallina.
Enrique—(Pausa corta) Te ves muy tranquilo con
los cuernos. ¿No te hacen peso?
Bernardo —Ella puede hacer lo que le venga en gana.
Alejandra —Sin tu permiso.
Bernardo—Yo también me divierto, a mi manera.
Enrique —Y tú, amante suculenta. ¿Qué sacas de
todo este asunto?
Alejandra—Nada.
Enrique —¿Nada?. . .No creo que seas tan despren­
dida.
Alejandra—Es un impulso. Me dio por decir las co­
sas que hago.
Enrique—Me da mucha alegría una decisión tan va­
liente, pero no me metas en ella. ¿Sí?
¡Sácam e de tu maraña neurótica! Jam ás
te hice ninguna proposición.
Alejandra —¿No?
Enrique—No me gustas.
Paulina —¡Que mal gusto!
Bernardo —Una mentira del tamaño de un tren.
Enrique—(A Bernardo y Paulina) Uno tiene sus
troqueles. Ella no es mi tipo. (A Alejan­
dra) Jam ás podría acostarme contigo.
Alejandra —¿Y para qué lo hiciste tan repetidas ve­
ces? ¿Con tanto entusiasmo?

Bernardo ríe. Y Paulina.

Bernardo—¡Increíble!

Pausa corta.

Enrique—Sí, estuvo buena. (R íe suavemente) ¡ Muy


31
buena! (Se enseria) No me gustan esos
juegos perversos.
Bernardo—No quise decir que fuera una broma de
Alejandra. Su actitud es lo que me tiene
cautivado.
Alejandra-Te. permito que me beses la mano.

Alejandra alarga la mano a Bernardo en


un gesto irónico.
Bernardo acepta de buena gana y la besa.

Enrique—¿Te cautiva que te ponga los cuernos?


¡Esa sí es una buena noticia!

Paulina mira por el telescopio. Se aparta


de él con un gemido. Tomándose el estó­
mago, se tambalea mientras avanza unost
pasos y cae al suelo. Alejandra se le acer-'
ca.

Bernardo —¿Qué te pasa?


Alejandra —¿Te hizo mal el trago?
Paulina —Entraron. . . en la casa del frente.

Bernardo toma el telescopio. Observa

Paulina—Un hombre escribía en el primer piso.


Bernardo —No distingo a nadie. . . Y es raro. (Mira a
Paulina) Esa casa está abandonada.
Paulina —l 0 descuartizaron.

Bernardo mira por el Telescopio.

B e rn a rd o —Veo el escritorio y no hay señales de lo


que dices.
Paulina—Y en la entrada de la casa. . . Una mujer
salió por un momento, con cuidado a re­
coger el diario . . . |
Alejandra—Ya no hay d iarios.. .
Paulina— ¡Recogió un diario!

32
Bernardo —No hay nadie frente a la puerta.
Paulina - U n hombre. . . vestido con trapos y pie­
jos . . . . Le cortó la cabeza con una espa­
da.
Bernardo -N i la más puta señal de sangre.
Enrique -(A Paulina) Deliras.

Bernardo abandona el telescopio y Ale­


jandra lo toma.

Paulina - L a cabeza rodó por las escaleras y la mu­


jer avanzó dos pasos. Rígidos.
Alejandra —No se ve nada.
Paulina —Sabían que los veía. Uno de ellos envió
un mensaje.
Enrique - ¿Mensaje?

Enrique ve por el telescopio.

Paulina —Escrito sobre un cartón. En el primer


piso. Tras él, una pareja mutilaba al hom­
bre sobre el escritorio. Tomaban trozos
sanguinolentos y se los llevaban a la boca
( Gime y se aprisiona el estómago) Lo . . .
lo comían.
Enrique -(Abandona el telescopio) Paz absoluta
en la casa del frente.
Alejandra —¿Qué decía el mensaje?
Enrique —“ Estás loca de rem ate” . Eso decía. ¿Ah,
Paulina?. . Excelente momento para aflo­
jar los tornillos. ( Toma a Paulina por los
hombros y la zarandea) ¡ Recupérate, ta­
rada! (La abofetea) ¡Recupérate! ¡Estú­
pida!

Bernardo separa a Enrique de Paulina.

Bernardo — i B ruto!

Alejandra permanece impasible.

33
Enrique -(Jadea. Tranquilo, a Paulina) Recupérate,
pequeña. Nadie podrá detenerte si caes.
Paulina —No te estoy pidiendo ayuda.
Enrique—Es por tu bien. No puedes perderte así,
tan tontamente.
Paulina —i Desde cuándo te preocupas por mí?
Enrique—Siempre lo hago.
Paulina—Deja de hacerlo. En una de esas me ma­
tas.
Enrique—Y a verás, saldremos de ésta.
Paulina — i No me hagas reír!
Enrique —Tenemos que apoyarnos.
Paulina —Aunque yo quiera salvarme a tu lado, me
abandonarás como a un trapo viejo a la
menor oportunidad.
Bernardo—Perdonen. . . (Pausa corta. Paulina y En­
rique se calman) No es que el suspenso ^
sea algo irresistible para mí, pero. . ¿Qué
decía el mensaje?
Enrique—No hubo ningún mensaje. ¿No te das
cuenta? No está en sus cabales.
Bernardo —Bueno, quiero saber hasta qué punto lle­
ga la locura de Paulina. (A Paulina) ¿Qué
decía?
Paulina —Nada.
Bernardo —¿Cómo?
Enrique—La. oiste.
Paulina—No hubo ningún mensaje.
Enrique —( Toma a Paulina por los hombros) Muy s
bien, chiquita. Ya verás, todo marcha- '
rá . . .
Paulina—(Se desprende de Enrique) ¡Suéltame!
Enrique—(Bajo) sobre ruedas. . . (Más alto) Nos
iremos a la selva. A la selva más profun­
da.
Bernardo - ¿El hombre que devoraban? ¿La mujer
con la cabeza cercenada?
Paulina—Todo es falso (Pausa corta) Mi propia
imagen, es posible. (Pausa. Pasa su mano '
por la cabeza. A Enrique) Tienes razón.
Debo sacarme estos monstruos de la ca­
beza. (Ríe). ¡Qué pesadilla! . . .Una hor­
da rodeando con ojos hambrientos la pa­
rrilla donde se cocina un hombre. Niños
devorando lagartijas. . . .
Bernardo—T odo eso ha ocurrido.
Paulina—Pero yo lo vi. O presumí verlo. He creído
que estaba entre ellos. ¿Entienden? Dis­
putando las lagartijas con los chicos. Me
uní a un hombre fuerte, bárbaro, cruel,
para que me lograra buenos trozos del
hombre que se cocinaba en la parrilla.
Alejandra—( Observando por el telescopio) Tienes ra­
zón, Paulina.
Enrique—¿Razón? ¿Qué razón?

Bernardo se acerca al telescopio.

Alejandra —Veo al hombre. Leo el mensaje.

Bernardo aparta a Alejandra.

Paulina — ¡Eres una mentirosa podrida!


Bernardo -{M irando por el telescopio) ¡Nada!
Alejandra —Estás ciego o el hombre ha desaparecido.
Paulina —¡No lo vi! ¡No lo vi!

Enrique se encima sobre Alejandra y la


toma por los brazos.

Enrique —¿Qué buscas, zorra?


Alejandra — ¡Suéltam e!
Enrique—¡D i que mientes! ¡Dilo!
Alejandra —¡L o vi, debilucho! ¡Cobarde!
Enrique — ¡Perra! (Tuerce el brazo de Alejandra)
Te diviertes. ¿No?

Bernardo empuja a Enrique separándolo


de Alejandra. Pausa. Bernardo se sienta
en uno de los sillones.

Bernardo—A. veces la sangre fría es un buen ingre­

35
diente. Nos hace ganar tiempo y brinda
posibilidades de éxito en situaciones pe­
ligrosas. Nos corta las palabras inútiles e
impide que saltemos a ciegas sobre aque­
llos que están a nuestro lado.

Pausa.

Enrique —¿Viste el mensaje?


Bernardo —No.
Enrique —Paulina tampoco. Lo que indica, con la
mayor sangre fría, que Alejandra miente
de nuevo.
Bernardo—(Tras una pausa. A Alejandra) Bueno.
¿Qué decía?
Enrique—“ Saludos a todos” “ ¡Buen apetito!”
“ ¡Diviértanse!” >
Alejandra-Nada de eso.
Paulina —Iremos por ustedes. Más tarde.

Todos ven a Paulina.

Enrique —¿Vas a seguirle el juego? (Toma a Pauli­


na del brazo y la arrastra tras él en direc­
ción a la puerta) ¡Vámonos de aquí!
Bernardo —Ya es de noche y es peligroso.
Enrique —Menos que Alejandra. O que yo mismo.
No quiero asesinar a nadie.
I
Enrique comienza a descorrer los cerrojos. '

Paulina—No voy a salir.


Enrique —Vendrás.

Enrique no ha soltado a Paulina. Paulina


forcejea.

Paulina—¡Suéltame!
Bernardo—Es posible que estén tras la puerta. )

Enrique detiene sus movimientos.


36
Alejandra—(A Enrique) El mensaje de Paulina es el
mismo que yo leí.
Enrique—¡Basura!
Alejandra—Quieres marcharte porque sabes que ven­
drán en cualquier momento. Salir es pre­
ferible a permanecer en esta ratonera.
Bernardo—Bien protegida, a pesar de todo.
Paulina—Yo no he dicho aún lo que leí en el men­
saje.
Alejandra—“ Iremos por ustedes. Más tarde” Eso de­
cía.
Paulina- F a lso .
Alejandra -C ierto.
Bernardo—Nada lograrán huyendo.
Alejandra —La situación es la misma en todas partes.
Paulina—Nuestro barrio es más tranquilo.
^Alejandra—La tranquilidad ya no existe.
Paulina— ¡Enrique me proteje!
Alejandra —¡Felicitaciones!
Paulina—Yo misma me protejo. Siempre lo hice.
(A Enrique) Nunca he necesitado a na­
die para llevar mis muletas. (Pausa corta)
¡Lo leí! ¡S í que lo leí! (Se acerca al bar
y se prepara un trago) Vendrán y aquí
estaré, esperándolos.
Bernardo—Y yo. (Pausa corta) ¿Creerán ellos que
todo será fácil? ¿Qué abriremos la puerta
cuando toquen?
^ Enrique —(Irónico) “ Abran, es la horda” .
Bernardo —Me encanta una buena batalla.
Enrique —(Toma su revólver y lo observa. Cambia
las balas) Y a mí.

Bernardo toma su fusil.

Bernardo—Tenemos buenos ingredientes. (Palmoteo


el fusil) Hachas y cuchillos en la cocina.
Enrique —¿ Gasolina?
> Bernardo—Un poco. . .
Enrique—Para quemar unos cuantos.
Bernardo—(V ea los demás) ¿Qué hacen de pie? (7o-
37
dos se van sentando) La noche es larga
tendremos que vigilar hasta la mañad
Ellos se marcharán como vampiros y tr
taremos luego de funcionar normalme
te. Iremos a la oficina . . .
Enrique - Y a los empleados no van.
Bernardo -H a y secretarias fieles. Quizás vaya algún
Enrique —¿Qué vas a dictarles?
Bernardo -(Tras una pausa) ¿No es posible que seJ
mos demasiado pesimistas?
Alejandra —¿En qué forma?
Bernardo -Vivim os una crisis, cierto. Quizás la m;
grave en la historia de la humanidad. P:
ro no somos brutos. No som os piteca;
tropus. Es posible que se encuentre ur.
salida.
Alejandra —Ninguna.
Bernardo —El ejército y la policía aún están funci
nando.
Enrique - S e matan entre ellos. Son hordas. Disc
plinadas, pero igual de brutales. &
Bernardo - (S e levanta. Enarbola el rifle) Pueden er
viar los mensajes que quieran. Agotar 1
literatura si les da la gana. Todo será e-4
vano. No podrán entrar. (Se vuelve) P: B
sérnosla bien, entonces.
Paulina - E s una gran idea esa de pasarla bien. Ha
cer cosas. A
Bernardo -S e escuchan proposiciones.
Paulina -¿Q ué tal si intercambiamos? B
Bernardo ~ ¿Qué cosa? A
Paulina -Parejas.

Pausa corta. Paulina ríe. Todos ríen.

Paulina - ¡Ah, pero es en serio que lo digo!


A
Pausa corta e incómoda.
\ L
Alejandra —No te atreverías.
Paulina —¿No?
38
lrBernardo —Me considero halagado, Paulina. Y acep-
tr to -
ie Paulina —¡Bravo!
Bernardo—Me encantará vengarme de tu marido.
Paulina—Eso está mal. Se trata de un intercambio
m sin resentimientos.
Enrique Bernardo, te repito que yo. . .
■¡.Bernardo - ¡Por Dios! (Como si hubiera dicho algo
incorrecto) Mierda, tienes una falta de
humor insoportable.
, Paulina —¿L o hacemos o no?
) Enrique —Cuando no te da por la locura, la agarras
u con la ninfomanía.
r Paulina —Eso me hace bastante divertida, ¿no?
Enrique —Me muero de la risa.
Paulina—Me quiero acostar con Bernardo.

Paulina ve a Bernardo. Pausa.

Bernardo —Las mujeres, definitivamente, son supe­


riores a los hombres. Menos mal que no
se han dado cuenta.
Alejandra —¿Por qué lo dices?
Bernardo —Por la form a en que muchas veces abor­
dan las cosas. Directamente, como si
asaltaran un barco.
Alejandra —Por mi parte no acepto la sugerencia de
Paulina.
Bernardo —¿No?
Alejandra —No me quiero acostar más con Enrique.
Enrique —¿Intercambio? Pues, ¡bienvenido el in­
tercambio! Siempre quise participar en
una orgía desenfrenada. (Pausa corta)
Yo con Bernardo y Paulina con Alejan­
dra.
Alejandra — ¡Esta sí es una noticia!
Paulina —De primera plana.
Bernardo —No te conocía esas inclinaciones.

Enrique se traslada cerca de Bernardo.

39
Enrique —¿Y qué dices ahora que las conoces?
Bernardo —Como homosexual te morirías de han
bre y continencia.
Enrique —Siempre me has gustado. Creo que t
amo.

Enrique toma la mano de Bernardo


Paulina y A lejandra ríen nerviosas.

Bernardo -E stá bien. Tu humor sube varios punto:


Enrique -N o se trata de humor, querido. Es amo:
no humor.
Bernardo - ¿Querido?
Enrique - E s una noche terrible. ¿No crees?
Bernardo — iA já!
Enrique —Con todos esos forajidos rondando po:
las calles. La humanidad disolviéndose
y los dos aquí.
Bernardo - ¿Los dos?
Enrique -Tam bién nuestras mujeres, pero ellas en
tienden. ¿No es así?
Alejandra —Perfectamente.
Paulina —Les deseo que sean muy felices.
Enrique —(A Bernardo) Vámonos a la alcoba.
Bernardo —¿A la alcoba? (Ríe) ¡Está bueno e s o !..
Prefiero a Paulina.
Enrique —Ella no te hará ver las delicias del pa­
raíso. ¿Ves? (Lleva la mano de Bernardo
a su brazo) Estos brazos fuertes te apre
tarán mientras te destrozo el trasero.
Bernardo - ¿ T ú a m í? O sea ¿No seré yo el que te...?
Enrique -N o querido. Yo a ti.

Bernardo ríe. Paulina y Alejandra tam­


bién, débilmente. Enrique, inmutable,
abraza a Bernardo.

Bernardo - L a verdad es que me repugnas.


Enrique —Mentiroso. Tus ojos siempre me buscan
la bragueta.
Bernardo retira el brazo de Enrique.

Bernardo —Búscate un burro.


Enrique—(A Paulina y Alejandra) No veo de qué
se ríen. Nerviosismo, me imagino.
Alejandra —Y sorpresa.
Paulina —El bromea.
Enrique —(A Bernardo) ¿Por qué mi propuesta te
parece repugnante?
Bernardo —Es obvio.
Enrique—Siempre fuiste un maricón solapado.
Bernardo —¿Sí?
Enrique —Deberías descubrirte. Contar tus aventu­
ras con el office boy, con los choferes de
taxi.
Alejandra —¿Cóm o es eso?
i Enrique—Un día entré al baño y lo vi en actitud
muy sospechosa con el office boy.
Bernardo —fA Alejandra) Entérate.
Alejandra—Eres una mina de sorpresas.
Bernardo-(Con tono afeminado) ¿Verdad que sí,
encanto? Y eso que no conociste a mi
último amante. Te hubieras muerto de
la envidia ¡Fuerte! ¡Bello! ¡Con unos
brazos velludos como King Kong!

Alejandra ríe.

P aulina- El mundo reventando y nosotros fabri­


cando mentiras.
Alejandra -V am o s, el mundo no reventará.
Paulina-¿N o?
Alejandra - S o m o s nosotros los que reventaremos.
Las ranas y las hormigas seguirán de lo
más felices.
Paulina - Y o creo..........Bueno, algunas veces pien­
so . . . .E s malo creer que todo se ha per­
dido. ¿No? Es posible que podam os sal­
varnos.
Bernardo—¿Con qué formula?

41
Enrique — ¡Ajá! ¿Cuál es tu varita mágica?
Paulina —Pues. . . (Pausa Con cierto temor) Co­
sas que forman parte de uno también.
No todo es brutalidad . . Hasta hace poco
se hablaba de. . .justicia. Había jueces. ..
El amor. ¿No? Todo el mundo lo busca­
ba.

Bernardo, Enrique y Alejandra se ven


incrédulos.

Enrique —¿Lo dices en serio?


Bernardo —Prefiero una ametralladora pesada.
Paulina —(A Enrique) Pon tú el caso nuestro.........
(Pausa corta) Cuando nos amábamos
éramos capaces de cualquier cosa.
Enrique —El Tiranosaurio Rex amaba a su compa­
ñera la Tiranosauria. Y no se salvaron.
Paulina -N ad a me importaría un carajo si sintiera
de nuevo.
Enrique - L o que dices es una declaración de des­
amor.
Paulina -M ás sincera que tu cinismo.
Enrique - ¿ Y a no me amas?
Paulina -N o .

Alejandra ríe.

Enrique -¿C u ál es tu último chiste?


Alejandra —¡Te torturabas tanto! (R íe) “ Se volverá
loca si le digo que ya no la am o” “ Que
no se entere, no quiero dañarla” Y es ella
quien te dice que no te ama. ( Chasquea
los dedos) Así, suavemente.
Enrique -N o sabía que tenías tanto veneno aden­
tro.
Bernardo -Bueno,bueno, bueno . . Creo que deben
enterarse de algo. Noche extraña, ¿no?
(A Enrique y Alejandra) Paulina y yo
somos amantes desde hace algún tiempo.
Paulina -Mentira.
42
Alejandra — ¡Qué ridículo! ¡Qué ridículo!
Enrique —Es el número más gastado del circo.
Bernardo —Uno no puede ganarlas todas. (A Enri­
que) Lo que es una gran verdad es que
estás en la ruina.
Enrique —¿Quién no?
Bernardo —Otro tipo de ruina, además de tu natural
ruina espiritual. Económicamente estás
hundido.
Enrique —(Burlón) ¡Qué catástrofe!
Bernardo —Sin un miserable centavo.
Enrique —Tú también lo estarías.
Bernardo —¿Y o? (Sonríe) ¿Nunca escuchaste histo­
rias sobre hombres de negocios que des­
tripaban a sus socios?
Enrique -A lgunas.
Bernardo —Yo soy uno de ellos. Y tú eres el socio.
Enrique —¿A sí que me destripaste?
Bernardo - No tienes ni un miserable agujero donde
meterte.
Enrique -N o has tenido oportunidad de hacer lo
que dices.
Bernardo —Eres un inocente. ¿Acaso has olvidado
que el capital es algo muy fácil de trans­
ferir? Te esperan muchas sorpresas cuan­
do revises las cuentas.
Enrique —No puedes haberme liquidado. Es mi ne­
gocio.
Bernardo —Te verás en una oficina que no te perte­
nece.
Enrique —Le he dedicado los mejores años de mi
vida.
Bernardo —Ahora todo es m ío.
Enrique — ¡Si es cierto te mato!
Bernardo - (R íe ) Sentado en un sillón ajeno y hasta
con el traje empeñado.
Enrique —¡T odo el fruto de mi vida!
Bernardo - T e descuidaste mucho y yo aproveché.
Enrique —Mis ilusiones.
Bernardo —Demasiada visión del nivel ejecutivo.
Enrique —¡Mi manera de vivir!

43
Bernardo -Falta, de agudeza para vigilar los libros
de cuentas.
Enrique—¡No descansaría hasta picarte en tiras!
Bernardo—A rruinado.. . arruinado. . .
Enrique —(Amenaza a Bernardo con la pistola)
¡D i que es mentira!
Bernardo —Es la ley de la selva: Ya vivimos en ella,
pobretón.
Enrique —¡Dilo!
Paulina —(A Enrique) ¡Estúpido! ¡Estúpido!

Enrique al escuchar a Paulina parece


despertar de un sueño.

Paulina—Ya no hay oficinas. . .


Alejandra—No hay negocios, no hay dinero.
Enrique —Las cosas. . . las cosas pueden tomar su ;
cauce.

Enrique deja de encañonar a Bernardo.


Bernardo ríe.
Golpes violentos a la puerta.

Bernardo —¡Cuidado!

Bernardo toma el rifle. Se dirige a una


de las mirillas. Abre. Rugidos al otro la­
do de la puerta. Tambores. Enrique ac­
túa sobre la otra mirilla. Disparan.

Paulina-(Encogida) ¡Que no entren! ¡Que no


entren!

Paulina se refugia en un rincón. Alejan­


dra toma una pistola que se halla sobre
el bar y se dirige a una de las mirillas.
Dispara.

Enrique —¡Tomen, cabrones!


Bernardo —(Grita como si domara un potro salvaje)
¡Yajaiii! ¡Vengan a recibir su parte!

44
Paulina —¡Déjenlos entrar! ¡Déjenlos!
Enrique — ¡Tom a, sucio! ¡Tom a!

Bernardo, Alejandra y Enrique disparan.


Gritan.

Paulina — ¡Una bandera blanca! ¡Una bandera


blanca!
Bernardo — ¡Huyen!
Enrique — ¡Fuera! ¡Fuera!
Bernardo — ¡A correr, perros rabiosos!

Disminuyen los disparos. Pausa.


Abandonan las mirillas. Tensos. Impacto­
dos.

Enrique —Por lo menos cuatro.


Bernardo —Y varios heridos.

Alejandra se asoma a la mirilla. Cuenta.

Alejandra —Se ven seis cuerpos.


Enrique —(Toma una botella del bar y la eleva)
¡Seis!

Enrique bebe. Alejandra permanece vigi­


lante en la mirilla.

Bernardo -(R ecibe la botella que le alarga Enrique)


Y los heridos . . .
Enrique -(A Paulina) Tú, estúpida, pidiendo ban-
deritas blancas.
Bernardo — ¡De paz!
Enrique —Una estaca por las nalgas es lo que pode­
mos lograr si abrimos la puerta agitando
banderitas.
Paulina —No puedo seguir encerrada.
Enrique —¡Pues te acostum bras!
Paulina —Con miedo a todo. No se puede vivir así.
Yo no p u e d o . .Mi vecino tam poco pudo.
¿Les hablé de mi vecino?
45
Enrique -Cien veces has parloteado sobre los mal­
ditos vecinos.
Paulina —(Nerviosa, casi al borde del colapso) ¡Me
importa un carajo!. . . Además, ahora re­
cuerdo cosas que nunca he dicho. Era
viejo. . .
Enrique —Entre cincuenta y cinco y sesenta años.
Paulina —Vivía con su mujer, que era tan gorda. . .
Enrique —Y amable como é l .. .
Paulina —El señor Fagúndez. “ Hola, señor Fagún-
dez” -Todas las mañanas. Trabajaba en
una compañía de seguros y le cayeron
los acontecimientos. Nadie quiso asegu­
rar nada más. ¿Para qué asegurar? Todo
el mundo dejó de tener miedo a la vida o
a la muerte. La vida y la muerte comenza­
ron a valer tan poco que nadie quiso per- i
der nada asegurándolas. El mundo co­
menzó a detenerse. ¿Hace cuánto? Unos
pocos meses. Parecen siglos. ¿Verdad? ;
(Se toca la cara) Siento que he envejeci­
do. . . (Pausa corta) Las com pañías de se­
guro cerraron. Y los bancos. Montones
de papeles que días antes valían millones
fueron sacados de las cajas de caudales y
usados como combustible por los deses­
perados. El señor Fagúndez comenzó a
participar en las hordas que asaltaban los
supermercados y las tiendas. Se volvió un
desesperado. Llegaba a su casa, en la ma­
drugada, cargado con los objetos más in­
verosímiles: maniquíes, decenas de latas
sin etiqueta, docenas de vestidos. En el
día cavaba trincheras alrededor de la casa
o vigilaba desde la ventana del dormito­
rio. Un día mató a su mujer y salió a la
cálle. Intentó entrar en casa para ase­
sinarnos y un soldado que montaba guar­
dia en una esquina cercana le dio muerte. >
Después, el soldado se volvió loco. Lásti­
ma, era joven. ¿No? Mató a varios que se
acercaron a curiosear y paró de matar
cuando fue muerto a su vez. ¿Por qué te­
nía que pasar todo eso? El viejo Fagún-
dez era un hombre bueno. Creo que ma­
tó a su mujer y salió a matar y a que lo
mataran porque no quiso mentirse más.
El era decente. ¿Cóm o podía sentirse a
gusto con una horda? Vigilando desde la
ventana como un criminal. Era dem asia­
do...Y o creo que hay que optar. ¿S i? So ­
mos los decentes que se extinguen. Afue­
ra está la horda, lo nuevo... ¿Por qué no
salimos y nos unimos a ellos?
Enrique -B uen ísim a idea.
Bernardo —Podríam os salir cantando un himno sal­
vaje.

Enrique salta y aúlla alrededor de Pau­


lina.

Bernardo —Nos recibirían con los brazos abiertos.


Paulina —O buscar. . . Buscar algo muy fuerte. . . .
El amor, por ejemplo.
Enrique —( Burlón, remedando a un declamador)
¡El amor!
Bernardo —(Imitando a Enrique) ¡El amor!

Enrique y Bernardo unen sus manos y se


miran con arrobo, mientras repiten bur­
lonamente "el am or”, "el am or”, se dan
cachetaditas.

Alejandra —Y a está bien.

Bernardo y Enrique prosiguen sus burlas.

Alejandra - (S e asoma a una de las mirillas) ¡Vienen!

Enrique y Bernardo corren a las mirillas.


Paulina se encoge y gime. Bernardo y En­
rique observan por las mirillas. Ven a
47
Alejandra.

Enrique —Nadie.
Bernardo —(Amenazante) No vuelvas a hacerlo.

Paulina, al ver que era una falsa alarma,


se recupera. Sonríe. Arregla su pelo.

Paulina —Bestias. Son todos unos bestias.


Bernardo- Nos defendemos, pequeña. Sólo eso.
Enrique—No tenemos tu pasta de mártir.
Paulina—(Cruel) Los destrozarán a todos. (Pausa
corta) Ojalá pudiera verlo.
Enrique —Eres la más débil. Primero se arrojarán
sobre ti.
Bernardo —Además, ¿quién te garantiza que cae­
remos?
Enrique —Tenemos armas y un poquito de cerebro.
Paulina —No les servirá de nada.

Pausa. Se miran.

Bernardo —Por lo menos venderemos caro el pellejo.


Enrique — ¡Tú lo darás gratis!
Alejandra —Yo no pienso venderlo.
Bernardo —¿No?
Alejandra —Me salvaré. (Extiende sus piernas) Tengo
las mejores armas.
Bernardo —¿Tus piernas?
Alejandra —Hay cosas que no cambian en los hom­
bres.
Bernardo —Te las comerán sin preguntarte.
Alejandra —¿Sí? Yo creo que me salvaré bien. So­
breviviré a mi gusto.
Enrique —Es el ideal que todos perseguimos.
Alejandra —Ustedes no llegarán a ninguna parte. Es­
tán marcados. Han perdido el instinto.
Yo no. (Pausa corta) Cuando entren,
sonreiré. (Sonríe) A ustedes los despeda­
zarán y yo sonreiré. (Pausa corta) Acce­
deré a todo lo que me asalte. Sonreiré a
medio centenar de hombres, si es preci­
so. Seré la favorita de la horda. La reina.
Bernardo —La favorita.
Alejandra —iTom a un trago) Ajá.
Bernardo —Te llevarán los trozos más suculentos.
Alejandra —Administraré mis favores, manipularé,
provocaré rivalidades. Gozaré todo el ho­
rror que se presente.
Paulina —Yo también tengo buenas piernas.
Alejandra —Pero no las sabes utilizar. Las buenas
piernas piensan y tú estás demasiado ate­
rrorizada para pensar.
Paulina —Te ves muy segura.
Alejandra —Será difícil.
Paulina —Me resulta asqueroso eso de sonreír
^ mientras nos matan.
Alejandra —Sobrevivir es la única experiencia que
me importa.
Enrique —Y o y Bernardo som os más fuertes que tú.
Alejandra —Pero ustedes se han apegado demasiado
a los objetos, al pasado. Yo no. Ustedes
insisten en vivir en un circuito que ya fue
tragado por la selva. Parecen rinoceron­
tes.
Bernardo—Esta es una noche donde dejas ver talen­
tos ocultos.
Alejandra —Los he utilizado. Muchos de ellos cuan­
do no estabas.
Bernardo — ¡Brillante! ¿Y qué? ¿Consideras que tus
privilegios te salvarán?
Alejandra — ¡U njú!. . . No he perdido el instinto. Us­
tedes dicen lo mismo, pero se equivocan.
Ultimamente han hecho ejercicios físi­
cos, han agudizado la musculatura, se
han puesto agresivos y creen que están lo
suficientemente duros para retornar al
mezozoico. Pero se equivocan. . . El ins-
> tinto es algo más que la creencia de po­
der alternar con el salvajismo. Algo más.
Pequeños detalles como ser salvaje, capaz

49
de abandonar todo esquema y espera
con apetito a que el hombre termine do
asarse en la parrilla.

Pausa corta.

Paulina -Bernardo. ¿Qué tal mis piernas?

Paulina exhibe sus piernas.

Bernardo —(Ríe) Bien, bien. . . son bellas-piernas.


Paulina —(Tratando de ser insinuante en medio d
su nerviosismo) ¿Te gustan?
Bernardo —Me parecen divinas.
Paulina —Muchos hombres piensan igual. (Se acei
ca a Bernardo) Tócalas. (Bernardo duá
Puedes opinar. ¿No? ¿O prefieres prn
guntar a Enrique sobre las piernas dr
Alejandra?
Bernardo —Sé como son las piernas de Alejandra.

Bernardo acaricia las piernas de Paulim


Paulina le acaricia el pelo.

Paulina — ¡Hum!. . . Tienes buenas manos.


Bernardo —Eléctricas.
Paulina —Vámonos al dormitorio.

Bernardo mira levemente a Enrique y í


Alejandra.

Paulinar-No tienen nada que ver. Ella es la rein:


de la horda y él es o fue su amante.
Enrique -E stúpida.
Paulina —No lo amo y no me interesa.

Pausa. Bernardo abraza a Paulina. La bt


sa. Se dirigen al dormitorio.

Alejandra—(Con media sonrisa) Creo que estarna


perdiendo los estribos.

50
Enrique—Ya no tendré que ocuparme más de ella.
i Alejandra —Siempre te has ocupado de ti mismo.
Paulina ni nadie te importa.
Enrique —Se fueron a. . .
Alejandra —A la cama. Algo fuera de lo común. O
común. La pelea es por romper esquemas.
Enrique—(Toma el rifle) Soltar la furia que uno
r'.ene en el pecho.
Alejandra - ¿Y el rifle?
Enrique—(Ve el rifle) No sé. (Abandona el rifle)
La muy puta, delante de mis narices.
Alejandra —Y las mías.
Enrique —¿Rom piendo esquemas? La debí arrojar
por la ventana desde hace tiempo. (Pausa
corta) Todos lo están haciendo. ¿No?
(Se dirige a Alejandra. Le manosea el
cuerpo torpemente) Podríamos. . .
( Alejandra—No tengo ganas.
Enrique—Ellos lo están haciendo.
Alejandra —Que lo gocen.

Enrique toma el rifle y se dirige al dormi­


torio.

Alejandra — ¡Imbécil!

Bernardo aparece en la puerta del dormi­


torio.
\
1 Enrique —¿Y qué?
Bernardo —Llora. Imposible hacer el amor con una
mujer aullándote en las orejas.
Enrique—A sí que lloró. . . ¡Cursi! Siempre fue una
cursi amante de flores y poemas. De esas
que guardan pétalos en los libros.
Bernardo —¿Por qué me apuntas?
Enrique —(Se da cuenta) ¡Ah!. . . (Pausa corta. Ba­
ja el rifle) Creo que iba a matarlos. . .Na­
da de celos. (Suelta el rifle) R eflejo de
los tiempos.

51
Aparece Paulina. Se dirige al bar.
\
Enrique —(A Paulina) Adiós, Dama de las Camelias,
Paulina —(A Alejandra) Debe haber sido muy du­
ro para ti vivir tantos años al lado de Ber­
nardo.
Alejandra —Algunas veces.
Paulina —Es de una impotencia desesperante.
Bernardo —¿Impotente?
Paulina —(Ve a Bernardo) Sí, impotente. Eso ocu­
rre siempre con los fanfarrones.
Alejandra —Conmigo nunca falló.
Paulina —Conmigo sí y eso me basta.
Bernardo —Si hubieras llorado menos.
Paulina —Cuando hago el amor todas mis glándi
las funcionan. A ti te ocurre todo io con­
trario, por lo visto. Se te encogen.
Golpes tremendos a la puerta.
Bernardo —¡Pronto!
Enrique, Bernardo y Alejandra se dirigei
a las mirillas. Disparan. Se escucha w
canto primitivo. Un ulular monocoré
acompañado de tambores.
Paulina — ¡Déjenlos entrar de una buena vez!
Bernardo — ¡Bestias!
Enrique — iHijos de puta!
Paulina se arroja sobre la puerta y co
mienza a descorrer los cerrojos.
Paulina —¡Entren! ¡Un momento más! ¡Entren
Enrique extrae un puñal. Se arroja soba
Paulina y la hiere. Paulina se desliza fren
te a la puerta. Enrique prosigue disparai)
do por la mirilla. Alejandra ayuda a Pan
lina y la lleva con dificultad a uno de la
52
muebles.
Bernardo —¡Corran! ¡Corran!
Enrique -(Aúlla) ¡Recojan a sus muertos podri­
dos!
Pausa. Ven por las mirillas. Bernardo se
vuelve. Enrique se deja caer al suelo, cer­
ca de la puerta.
Paulina —El. El fue. . .
Alejandra —Cálmate.
Paulina —Por poco abro la puerta. . . Ahora seré
yo sola. . . ¡y por él! ¿Dónde estás? (Ele­
va la cabeza, ve a Enrique encogido) Ven
para que veas.
Alejandra —Descansa.
Paulina - ¡Suéltame! (Empuja a Alejandra con
violencia) Déjenme. . .sola.
Bernardo -(Acercándose) Deja que te revise la he­
rida.
Paulina —(Se encoge) No necesito a nadie. . .(Pau­
sa corta) Enrique. . .¿Qué tal ese orgullo,
Enrique?...(Con dificultad) El...El gran
cazador de la selva. (Sin moverse) ¡Quie­
ro salir de aquí! (Manotea) Pueden dejar­
me. ¿No? Lo último que quiero es ver­
los. . .Prefiero a los de afuera. . .
Paulina muere. Pausa. Alejandra se acer­
ca y la examina. Mira a los otros, Enri­
que se manosea la cara.
Bernardo —(A Enrique) No te sientas mal.
Enrique —No. No me siento.
Bernardo —Si llega a abrir la puerta todos estaría­
mos liquidados.
Enrique —Lo sé.
Bernardo —Estaba loca.
Enrique —Sí. Como una cabra.
5
Pausa.
Bernardo —(Se asoma a la mirilla) Lo hicimos bien.
Si seguimos así no quedará uno solo.
Enrique -Ajá.
Bernardo —(Cuenta) Seis más, por lo menos.
Enrique —Yo tumbé a cuatro.
Bernardo —Hay dos soldados. ¿Los notaste?
Enrique —Un coronel.
Bernardo —¿Coronel?
Enrique —Le vi los galones.
Bernardo —Espero que no haya sido el ejército el
que tocaba.
Enrique —No tocaba. Intentaban derrumbar la
puerta.
Bernardo —Sí. (Pausa corta) Era una horda.
Enrique —Y si era el ejército me importa un comi­
no. Para lo bien que hacen las cosas. (Se
levanta. Ve a Paulina. Pausa) Desde hace
tiempo pensaba matarla. Imaginaba pre­
textos, pero no me atrevía. . .puñal, ve­
neno. . . Siempre me contuve. (Pausa
corta) Fue fácil.
Bernardo —¿Seguro?
Enrique —No siento nada. (Se acerca a Paulina. La
estudia) Parece dormida.
Alejandra —Está muerta.
" Bernardo —¿Ningún dolor?
Enrique —¿Dolor?
\ Bernardo —Vivió mucho tiempo a tu lado.
Enrique —Demasiado.
Bernardo —Era tu pareja.
Enrique —Mi grillete.
Bernardo - Estabas acostumbrado a su presencia.
Enrique —Un mal hábito.
Bernardo —Seguías sus palabras y gestos. Uno esta­
blece patrones afectivos.
Enrique —Quizá más adelante lo sienta. Ahora no.
Bernardo —(A Alejandra) ¿Te das cuenta? (Sube a
la escalera armado del rifle. Encañona a
Alejandra) Bella mujer aspirante a reina
Bernardo —No. Estás mal.
Enrique —¿Y si vienen ellos?
Bernardo —Ya veremos.
Enrique -Estamos en el mismo saco.
Bernardo —Guarda el cuchillo.
Enrique —¿Por qué no matas a Alejandra? La van a
despedazar.
Bernardo —(Pausa corta. Ve a Alejandra) Mala suerte.
Enrique —O quizá se salve mientras a ti te revien­
tan. ¿No te molesta eso? Dicen que las
mujeres se salvan al principio, hasta que
cometen una imbecilidad o se niegan a
conceder sus favores.
Bernardo —¿Eso dicen?
Enrique —¿Quieres que llegue a ser la reina?
Bernardo —No creo que lo logre.
Enrique -Tiene todo planeado. Manipula bien a
los hombres.
Bernardo —Correrá mi suerte.
Enrique —No creas esa porquería.
Bernardo ve a Alejandra con sospecha.
Alejandra —Dile que guarde el cuchillo.
Bernardo —(Pausa. Ve a Enrique) Guárdalo.
Enrique —Dame el revólver, lo necesito para defen­
derme. (Ve el cuchillo. Lo guarda. Lue­
go, refiriéndose a Alejandra) Te quiere
poner en contra mía.
Alejandra —No caigas en el juego, Bernardo. Está lo­
co.
Enrique —¿Loco? ¿Qué quieren? ¿Que me siente
sin mover un dedo? (Se dirige al sillón y
se sienta) Somos tus prisioneros. Estás en
la obligación de defendernos. Veamos si
puedes contra toda la horda.
Bernardo —Te duele lo de Paulina.
Enrique — ¡A la mierda, Paulina!
Bernardo — ¡La mataste!
Enrique— iY tú eres incapaz de hacer lo mismo
con esa ramera que dice ser tu esposa!
¡Fue mi amante!
Alejandra—Falso.
Enrique —¡Te jodí por todos los agujeros!
Alejandra—Fue una broma.
Enrique—Hasta por las narices. ¿Vas a negarlo?
Decías que Bernardo no tenía imagina­
ción.
Alejandra—(A Bernardo) Nunca me acosté con él.
Bernardo —Cuando lo dijiste sonabas muy convin­
cente.
Enrique—Me hiciste todas las porquerías. (A Pauli­
na) ¿No te molesta? Es un momento en
que se pueden decir muchas cosas. ¿En­
tiendes, verdad?
Alejandra—(A Bernardo) Y tú, guarda el revólver.
No puedes andar así, amenazando cons­
tantemente.
Bernardo —(Receloso) Los estoy vigilando.
Alejandra-Serénate. . .
Enrique- ( Indicando aBernardo) ¿Qué, Alejandra?
¿Le cuento de tus aullidos?
Bernardo -(Situando la boca del revólver cerca del
rostro de Enrique) ¡Si vuelves a abrir la
boca te la cierro con plomo! (Se aparta.
Los ve) ¿Creen que pueden burlarse de
mí?
Alejandra (Suave) Nadie hace eso.
Bernardo —¡Los quemo! ¡Los abollo!
Enrique—¿Te vas a poner violento? Eso es lo úni­
co que faltaba.
Alejandra -No dejes que te provoque.
Bernardo —¡Cállate, zorra!
Enrique-(Risita) Tiene los senos un poco caídos.
Como si tuviera plomo en los pezones.
Bernardo -(V e a Enrique. Ríe) Mentira. (Ríe) Ale­
jandra no tiene los senos caídos.
Enrique -A mí me lo parece.
Bernardo—¡Nunca te acostaste con ella!
Alejandra —¡Nunca!
Bernardo ríe. Abraza a Alejandra y luego
Bernardo—A la montaña.
Enrique—Demasiado frío.
Bernardo A un sitio inaccesible.
Enrique —Hay mucha gente buscándolos.
Bernardo —Lo intentaremos juntos. ¿Qué tal?
Enrique —Ya no me importa ni mierda lo que pase.
Bernardo—(Se levanta, erguido) ¡Animo! ¡Animo!
El pesimismo es lo peor en un momento
como este. (Pausa. Se desinfla) Puede re­
gresar de un momento a otro. (Se acerca
a la mirilla) Ella es lista.
Enrique—Y Paulina despertará y haremos la gran
fiesta.
Pausa.
i Bernardo —¿Fuiste su amante?
Enrique —No importa.
Bernardo-A mí sí.
Enrique —A mí no. (Pausa corta) No. No nos acos­
tamos.
Bernardo —¿Lo dices para tranquilizarme?
Enrique—Para atormentarte. Así te dolerá más ha­
berla echado.
Bernardo—l e equivocaste en lo de los senos. Ella
los tiene duros como piedras.
Enrique —Me acosté con ella.
Pausa corta.
Bernardo —Violaste la amistad.
Enrique —Terrible. ¿No?
Bernardo —Eras como un hermano para mí, te lo ju­
ro.
Enrique—Te creo.
Bernardo —Ahora te desprecio.
Enrique —Tú me arruinaste en los negocios.
Bernardo —¿Qué negocio? Han quemado todo lo
que huele a comercio.
Enrique —¿Qué Alejandra? Está difunta.
66
ra comprobarle que. . .
Enrique -Te necesitaba.
Bernardo — ¡Ajá!
Enrique —Y se marchó.
Bernardo —La atraparon.
Enrique —Ni tú mismo crees eso.
Bernardo —Estaban emboscados y la apresaron. . .
Enrique —Fue hacia ellos. . .
Bernardo —Por poco entran aquí, también.
Enrique —(Bebe) ¡A su salud! (Pausa corta) ¿Cuál
habrá sido su destino? (Bebe) Para lo que
me importa. (Se sienta cerca del cuerpo
de Paulina) Un carajo, como dices tú. (Se
acuesta) Estoy cansado.
Bernardo —Mejor te avivas.
Enrique — ¡Qué va! Esa es una puerta sólida y quie­
ro dormir. Además, tú estarás vigilando.
Bernardo —¡Alejandra! ¡Alejandra! (Enrique ríe)
Sólo pretendí asustarla.
Enrique —Sí, fue un sustico sin importancia. (Pau­
sa corta) No importa.
Bernardo —Ya me tenía harto con sus aires. ¿Qué se
habrá creído? (Por la mirilla) ¡Bien me­
recido te lo tienes! (A Enrique) El mun­
do es un prostíbulo lleno de camorristas
donde ella llegaría a ser la gran ramera.
(Pausa corta) El apocalipsis... ¡Mierda!
¿Figura o no la gran ramera en el Apoca­
lipsis?
Enrique—El Apocalipsis no es un libro pornográfi­
co.
Bernardo —¿Será ella?. . . Nunca la vi leyendo la bi­
blia.
Enrique —Murió y no importa.
Pausa.
Bernardo -Cuando amanezca nos vamos.
Enrique —¿A qué lugar?
Bernardo—Al campo.
Enrique—No me gusta el campo.
do. A Enrique. A la puerta. Camina y sa­
le fuera, erguida. Bernardo cierra la puer­
ta. Se asoma tras un momento por una
de las mirillas.
Bernardo —¿Cómo está allá afuera? . . ¿Mucho fri'o?
(Ríe) ¿Quieres una manta? (Ríe) Me ne­
cesitas. ¿Verdad que sí? Necesitas a tu
buen Bernardo. . .Dílo. (Pausa corta) Dí-
melo y te dejo entrar. Siempre te he
complacido en todos los caprichos. ¿No?
(Pausa corta) Habla, pues. ¿Te gusta es­
tar a la mano de los salvajes? (Pausa cor­
ta) ¡Habla!. . .Sólo dos palabras: te nece­
sito. (Pausa corta) ¡Maldita orgullosa de
mierda! ¡Dílo! ¡Dílo!
Abre la puerta Alejandra no está. Pausa.
Bernardo -(Suave) Alejandra. (Pausa corta) Déjate
de tonterías.
Enrique ¡Cierra la puerta, estúpido! ¡Deficiente
mental!
Bernardo—Ya. está bien de jugar al gato y al ratón.
Enrique - ¡Ciérrala!
Bernardo avanza tras la puerta. Desapare­
ce por un instante y luego retorna y cie­
rra con rapidez.
Bernardo —Vienen.
Enrique se levanta lentamente, contras­
tando con la celeridad de Bernardo que
toma el rifle y obseira por la mirilla.
Pausa.
Bernardo — ¡Alejandra!
Enrique-(Preparándose un trago en el bar) La
echaste fuera.
Bernardo —Su maldita suficiencia. Sólo la saqué pa-
Alejandra lo evita y se sienta en uno de
los sillones. Enrique lanza una risita.
Bernardo -Puedo asumir mi derecho, entonces.
Alejandra -Todos los que quieras.
Bernardo —Sobrevivir. De eso se trata, ¿no? Arrojar
los impedimentos por importantes que
hayan sido. A la mierda convenciones,
afectos, compromisos.
Alejandra —El lenguaje de la época.
Bernardo saca el revólver y amenaza a
Alejandra.
Bernardo-De acuerdo.
Alejandra —Estás demasiado tenso.
Bernardo Vas a salir de aquí'.
Alejandra —Claro que te necesito. Lo que. . .
Bernardo —¡Sal de aquí!
Alejandra —Lo que quiero hacerte entender es que |
una necesidad, en este momento, es una
debilidad fatal.
Bernardo se asoma por las mirillas. Ob­
serva. Descorre los cerrojos y abre la puer­
ta.
Enrique —¿Qué pasa?
Bernardo —(A Alejandra) ¡Sal!
Enrique -(Encogiéndose) ¡Cierra esa puerta! ¡Cié­
rrala!
Alejandra —No puedes hacer eso.
Bernardo -Sal o te mato.
Alejandra —Me van a. . . No puedo. . .
Bernardo —( Toma a A lejandra y la arrastra a la puer­
ta) ¡Camina. . . Anda, ve y conviértete
en faraona!
Enrique - ¡Mátala! ¡Mátala!
Alejandra —¡No puedes! ¡Bernardo!... )
Alejandra se suelta. Pausa. Ve a Bernar-
de la horda. La gran prostituta. La miste­
riosa deidad nacida de un ama de casa
modelo. . .
Alejandra—Puedes caerte.
Bernardo—Puedo matarte. (Pausa) ¿Recuerdas nues­
tras reuniones sociales? (Deja de encaño­
narla) Has cambiado mucho. . .
Alejandra—Un poco, nada más.
Bernardo - Desapareció tu eterna sonrisa.. .
Alejandra—Baja de allí'.
Bernardo (La encañona y grita) ¡Me quedo! (Pau­
sa. Baja el cañón) Se te esfumó el trato
discreto, la exactitud de modales. Los
peinados que realzaban tu rostro altivo.
Alejandra—Tú si que no has cambiado.
Bernardo—Soy un asesino, igual que todos.
Alejandra Falso.
Bernardo —¿Por qué no te asomas a la mirilla y ob­
servas?
Alejandra—Estás más atado a mí de lo que supones.
Pausa. Bernardo sube un poco el cañón.
Bernardo -Enrique no sintió nada.
Alejandra—Eso es lo que él cree.
Bernardo-No sabes las ganas que tengo. . .
Alejandra ¿Y por qué? No tienes ningún motivo.
No te amenazo ni intento abrir la puerta.
Bernardo-(Desciende la escalera) Sí. (Reflexivo)
Es posible que llegues a ser reina de la
horda. (V ea Alejandra) Raro, nunca lo
hubiera creído. (A Enrique) La naturale­
za humana está cambiando. ¿No crees?
(Enrique no responde) ¿Recuerdas a
Pom-Pom? (Enrique esta abstraído) ¡En­
rique!
Enrique —(Recobrándose) ¿Sí?
Bernardo —Hablaba de Pom-Pom.
Enrique—VA portero de nuestro edificio.
Bernardo (A Alejandra) ¿Lo conociste?
Alejandra —Bajito, fuerte y silencioso.
55
Bernardo-Esc mismo.
Alejandra—Siempre silbando una canción y rcco-
giendo colillas.
Enrique-Pom-Pom. . .
Bernardo—Escrupuloso hasta la exageración. En
una oportunidad me dijo que el mundo
sería bueno y normal cuando todos lan­
zaran sus desperdicios en los lugares des­
tinados.
Enrique—Estúpida teoría.
Bernardo—Medía el equilibrio del universo por el
mayor o menor número de colillas que
eran arrojados en los ceniceros.
Enrique —Tenía las mejillas rojas como remola­
chas. Por eso le decíamos Pom-Pom.
Bernardo—Pacífico. Filósofo de las colillas. . .(Pausa
corta) Comandó la horda que atacó al \
Congreso y masacró a los diputados y se- 1
nadores. . . No permitió que los sepulta­
ran. “ Debemos conocer el olor que tiene
la legislación en este país” -dijo. . .
Enrique—No pidió clemencia.
Bernardo—(Tras una pausa corta) ¿Quién?
Enrique —No le di oportunidad.
Bernardo - ¿Paulina?
Enrique —Me maldijo. ¿Tendrá eso algún efecto?
Bernardo -El que quieras darle.
Enrique —(Más para sí) Ni lo pensé. Le clavé el cu­
chillo con naturalidad. . .¿Puedo retroce­
der tanto? (A Paulina) Yo te dije que sí. /
Todo eso de ser civilizado es recubrir a
Cro-Magnon de fibras sintéticas.
Bernardo -Enrique. . .
Enrique - ( A Paulina) A ti te preocupa más lo sin­
tético. El sombrero y los gestos que pro­
vienen de su uso. Los zapatos. Lo correc­
to de una vivienda moderna.
Bernardo —(A Enrique) ¿Quiéres un tragó?
Enrique -Exes incapaz de vivir en un tugurio o re-,
gresar a las cavernas. Estarías empeñada
en bañarte todos los días. Provocarías las
56
sospechas de todos. Fíjate en Alejandra.
¡Fíjate! ¡Deberías tomar ejemplo! Ella
quiere ser reina de la horda. (A Alejan­
dra) ¿Crees que esta tonta puede pensar
siquiera en esa posibilidad?
Pausa corta.
Alejandra —Está muerta.
Enrique -L o sé. (Pausa corta) ¿Crees que podría
llegar a algo si yo le faltara?
Alejandra —Creo que no.
Enrique—(A Paulina) Y tendrías que pasar por el
horror de una docena de hombres despe­
dazándote sin ningún miramiento. Serías
tan bruta que pedirías piedad. . .(Reme­
da burlón) ¡Piedad! ¡Piedad! (Ríe) ¿No
crees, Bernardo?
Bernardo —Mejor te tranquilizas. Estás. . .
Enrique-- ¡Como me da la gana! (Amenaza a Ber­
nardo con el revólver) Bésale el culo a la
rana. . .
Bernardo —Está bien.
Enrique —(Señala a Paulina) ¿No crees que lo más
piadoso sería meterle dos plomos en la
cabeza a esta chiquilla melindrosa?... Co­
mo si viviera en otro planeta, Bernardo.
Esta mañana se recortó y pintó las uñas.
(Toma la mano de Paulina y la exhibe)
Míraselas. ¡Rojas!
Bernardo se aparta dbl punto de fuego de
Enrique y se coloca a sus espaldas.
Enrique —(A Paulina) ¿Qué crees que haces, puti-
ca? (Da un empujón a Paulina) Déjatelas
sucias y largas, quizá eso te salve la vida.
(Pausa corta) Y días atras atormentándo­
me por la falta de shampoo. ¡Shampoo!
(A Alejandra) ¿Te lavas el pelo?
Alejandra —No.
57
Enrique —¿Te cepillas los dientes?
Alejandra—Algunas veces. ’
Enrique —Ella se empeña en limpiárselos cada ma­
ñana, después de cada comida y antes de
acostarse. ¡Ridicula! (Empuja el cuerpo
de Paulina) ¿Te atormenta no tener toa­
llas cuando te viene la menstruación?
Alejandra—No.
Enrique —Ella quiere lechugas frescas, tomates, po­
llos tiernos. . .
Bernardo se encima sobre Enrique y le \
arrebata el revólver.
Enrique —iNo!
Bernardo - ¡Cálmate!
Enrique —¿Qué quieren? Nos iremos en la mañana. :
Bernardo —Ella está muerta.
Pausa. Enrique ve a Paulina, desesperado.
Enrique -Lo sé, miserable. ¡Me la llevaré en la ma-j
ñaña! ¿Crees que la voy a dejar en tu sa­
la? (A Paulina) Te metiste en la cama
con él, roñosa. Y no pudiste. (Se va acer-l
cando imperceptiblemente a Bernardoll
Nos largamos al amanecer. Durante el
día la horda descansa. ¿Tendrán comple-;
jo de vampiro? Eso de ocultarse durantei,
el día. . . Al principio el ejército los aniV
quilaba fácilmente. Después, el ejércitoj
también se pasó. . .
Alejandra—(A Bernardo) ¡Cuidado!
Enrique saca el cuchillo e intenta arrojar­
se sobre Bernardo. Bernardo lo apuntai
con el revólver.
Enrique—Sólo intentaba defenderme.
Bernardo —Suéltalo.
Enrique—Dame mi revólver.
58
se separa.
t

Enrique —De cornudos complacientes está lleno el


mundo.
Bernardo —¿Quieres que te saque de aquí? ¿A ti y a
tu muerta? ¿A esta hora de la noche?
Enrique —Eso sería una descortesía perra.
Bernardo —Pórtate entonces como un huésped co­
rrecto.
Enrique —Hacemos todo lo posible. Paulina está
muy quieta. ¿No? Yo también. La que
está molestando es Alejandra.
Bernardo—No te metas con Alejandra.
Enrique—Estaremos quietos hasta mañana. Nos
marcharemos y más nunca pisaremos es­
ta casa.
Pausa. Bernardo se sitúa cerca de Alejan­
dra. La ve.
Alejandra —Guarda el revólver.
Bernardo guarda el revólver.
Bernardo —Eres fuerte. Más de lo que suponía. (Le
acaricia el cabello) Y bella. (Ríe corta­
mente) Claro que puedes ser reina de una
horda. (Pausa corta) Te quedarás a mi la­
do.
; Alejandra—Estoy a tu lado.
Bernardo —En los días que vienen, los difíciles. Ten­
dremos que salir y confundirnos con los
de afuera. Tú y yo.
Pausa corta.
Alejandra —Hace tiempo que cada uno ve por sí mis­
mo.
Bernardo—Por eso se matan como gusanos.
Alejandra - Matan para no estar atados.
Bernardo—Dos mentes afines pueden superar mejor
61
las situaciones difíciles.
Alejandra —Se acabaron las mentes afines, Bernardo.
Esa era una cualidad sedentaria.
Pausa.
Bernardo—'Exes dura.
Alejandra —Dejo que mis atavismos fluyan con natu­
ralidad.
Bernardo —Yo. . . Yo. . . ¿Para qué negarlo?. . . Te
necesito.
Alejandra —No lo creo.
Bernardo —¿Tú a mí?
Alejandra—(Pausa corta) No.
Bernardo—Eso lo dices porque te sientes protegida.
¿Y quién te protege? ¡Yo!
Alejandra—Gracias.
Bernardo- Todo es muy cómodo para ti. ¿No? Allí.
tomando tragos, mientras yo mato a los;
bárbaros.
Alejandra—También yo maté a algunos.
Bernardo—Encerrada en el mundo de tus bellas
piernas. (Le agarra las piernas. Alejandra
no se inmuta) Tus bellas piernas. Capaces:
de satisfacer cualquier montón de salva­
jes.
Alejandra—Exageras.
Bernardo—¿Y yo?
Alejandra—(Pausa corta) ¿Tú? l,
Bernardo Te he protegido. Te protejo.
Alejandra—Por ahora. Y lo haces porque quieres.
Pausa corta.
Bernardo —Me necesitas.
Alejandra—No.
Bernardo— ¡Me necesitas!
Alejandra—(Ve las manos de Bernardo engarjiadai
en su pierna. Pausa corta) Contrólate. /
Bernardo intenta abrazar a Alejandra.
62
y me dio unos golpes. (Pausa) No tenía
miedo, lo recuerdo. Intente disculparme
y no me escucharon. El hombre era vie­
jo y no pegaba muy fuerte; lo habría
podido tumbar de un sólo manotazo y
no lo hice.
Psicologa -¿Por qué?
Orlando —Había faltado y me quedé con mis gol­
pes. Desde ese día controlo la bebida
para no irrespetar a nadie. No he tenido
más peleas. No me gusta pelear. (Pausa
corta). Pienso las cosas.
Psicologa —¿Dónde vive?
Orlando -Pues......... en un rancho como cualquiera.
Usted sabe.
Psicologa -No sé
Orlando -Cierto, usted no vive en un rancho.
¿Quiere visitarnos?. Claro, tendrá que
subir muchas escalinatas.
Psicologa —Me gustaría que me describiera el lugar.
Orlando —¿Describiera?
Psicologa —Me lo explicara; dibujara con sus pala­
bras.
Pausa
-Tiene ya dos habitaciones de ladrillo. Las
hice yo, poco a poco. Compraba algo de
cemento, algo de arena, varios ladrillos y
las iba levantando. Era una fastidio por­
que mientras se construía no podíamos
utilizar ese espacio y nos arrinconába­
mos mucho. Pero por otro lado, era agra­
dable. Primero una pared, luego otra,
otra, y otra. Un cuarto con ventana y to­
do. Otro cuarto con ventana también.
Dos habitaciones. Pienso ponerles techo
de concreto, pero más adelante.-Ahora
con el zinc es suficiente. (Pausa). Dos
cuartos de ladrillos, una cocina y un sa-
Pausa.
La psicólogo escribe y estudia varios pa­
peles.
Orlando observa a la psicólogo esperando
su atención.
Psicólogo ~(De pronto sin mirar a Orlando, sigue es­
cribiendo>). ¿Por qué lo hizo?
Orlando —¿Eh? Bueno............ ¿Se refiere a la cosa?
(La psicólogo no responde) Pues.............
Vaya, usted no camina por las ramas, i
Va directo al . . . . S
Psicólogo -¿Por qué lo hizo?
Pausa. Orlando ve su sombrero.
La psicólogo guarda plumas y lápices.
Acomoda papeles. Ve a Orlando.
Orlando —Yo siempre he sido pacífico. ¿Sabe?
Nunca he atacado a nadie.
Psicólogo —¿Ha tenido peleas o discusiones con sus
compañeros?
Orlando -No.
Psicóloga —¿Nunca ha peleado?
Orlando —Nunca. (Pausa. La psicóloga lo observa) 1 ;
Bien, en cierta ocasion, hace muchos
años. (Pausa) Me pasé de tragos en una
fiesta. (Pausa corta) Era joven y cortejé
a una muchacha............digamos, un poco
a la cañona.
Psicóloga —¿Bruscamente?
Orlando —Eso. Le falté el respeto.
Psicóloga —¿Cómo?
Orlando ~No recuerdo. Eran demasiados tragos en
mi cabeza. Puede ser que me le haya i
recostado demasiado. Estaba el padre
Un escritorio ejecutivo. Un sillón ejecu­
tivo.
Sentada en el sillón, la psicóloga indus­
trial, joven y bonita.
Una silla simple de metal.
Sentado en ella, Orlando. Obrero.
Colgados, varios muñecos.
Cerca de ellos, garrotes de goma.
Orlando sentado en la silla, muy dere­
cho. Viste un traje gris, un poco arruga­
do. Zapatones grandes. Un sombrero,
que hace girar entre sus manos nervio-
LA EMPRESA PERDONA UN MOMENTO
DE LOCURA”

PERSONAJES:
Orlando Núñez
Psicologa
Pausa.
Bernardo —Pude acostarme con Paulina y no lo hice.
Enrique - ( Señalandola) Aún estás a tiempo. Apro­
vecha.
Pausa.
Bernardo -Estoy. . .Estaba escribiendo un libro que
narraba todo lo que ocurre. Lo que ocu­
rrió. (Toma la libreta en que Alejandra
anotaba) Alejandra me ayudaba.
Enrique —¿Quién lo leería?
Bernardo —¿Quién sabe? Las generaciones futuras.
Enrique —Las ratas inventarán su propia escritura.
Tu libro no les servirá.
Bernardo —Lo que pasa es que asesinaste a Paulina y
estás quebrado.
Enrique - ¿Yo?
Bernardo —Ajá. Quebrado. Ya nada te importa.
(Pausa corta) Viéndolo bien serás un obs­
táculo más que una ayuda en el camino a
la montaña.
Enrique No te acompaño.
Bernardo —Irás. (Pausa corta) Si te sobrepones, iSi
eres optimista! (Ruge como un león y
lanza un zarpazo. Se ríe) Vamos, ruge.
Enrique Miau.
Pausa.
Bernardo - Te gustará la montaña, ya verás. Ahito-
das las cosas son diferentes. Tengo una
cabaña bien oculta en el bosque. La man­
dé a construir en un arranque de amor
por la naturaleza. Fui varias veces pero
siempre, al segundo día, estaba aburrido
de los pajaritos y regresaba al concreto,
la polución, los montones de gente. (Pau­
sa corta) Hoy es distinto. Iremos allá y el
loncito pequeño con paredes de madera
y lata. No entra el viento ni el frío.
Psicóloga- ¿Cuántas personas componen su fami­
lia?
Orlando - Nueve. Algunas veces diez, cuando llega
Ruperto, un hermano que vive en ei in­
terior.
Psicóloga - ¿Qué parentescos?
Orlando- ¿Parentescos? <Pausa) Yo soy el padre.
María Antonia de Núñez es mi mujer,
mi esposa. Y los siete muchachos. Seis
muchachos. Con Antonio, el primero,
habrían sido siete. Julio es el segundo,
Marmita, la tercera; Felipe, el cuarto.
No, Orlando, como yo, el cuarto y Feli­
pe el quinto, (iracielita Angélica la sexta
l y Sonia la séptima.
Psicóloga— ¿Se la lleva bien con su mujer?
Pausa
Orlando - ¿Qué tiene que ver?
Psicóloga - Me gustaría saberlo.
Orlando —Apenas la conozco, a usted, digo, con
todo respeto.
Psicólogo — ¿Y eso que tiene que ver?
O rlando— ¿Debo hablarle d e ......... mis cosas? ¿Mis
cosas íntimas? Eso no es el problema
^ ¿No cree?
1 PsicóloSa —Señor Núñez, no soy una curiosa ni na­
da que se le parezca. No me interesa su
vida privada. Simplemente trato de en­
contrar las causas que lo indujeron a ha­
cer lo que hizo.
O rlando— Me volví loco. Fue eso, ¿no? Es lo que
yo creo.
PsicóloSa ~ A la Compañía le interesa saber porqué
se volvió loco, como dice usted. Uno no
i se vuelve loco así, de repente.
Orlando- ¿No? Pero yo . . . .
75
Psicólogo-H ay causas. Todo influye, el hogar, la
edad, el estado físico. Le pido entonces
que responda mis preguntas.
Pausa
Orlando-Es mi mujer. Tenemos veinticuatro años
juntos, yo y la María Antonia y nunca
nos hemos disgustado seriamente.
Psicólogo - ¿Nunca?
Orlando -Los líos habituales con los muchachos.
Pausa corta
Psicólogo - Usted no me ayuda.
Orlando —Bueno, en dos ocasiones se ha enterado
de mis parrandas con otras mujeres y no
ha dicho nada. Ha guardado su puesto de
señora y nunca me ha faltado. Las discu­
siones, cuando las hay, se refieren casi
siempre a las diabluras de los muchachos.
Psicólogo —¿Intenta hacerme creer que en veinticua­
tro años de matrimonio nunca tuvo un
disgusto grave con su esposa?.
Orlando —Es así. Mi familia es buena, le doy gracias
a Dios.
Psicólogo —Piense. Recuerde.
Pausa
Orlando —Ahora que lo dice . .Tuvimos una agarra­
da grande, hace años.
Psicólogo —i Cuál fue la causa?
Pausa
Orlando ve a la psicólogo.
Al sombrero. A la psicólogo.
Orlando-Se negaba a acostarse conmigo. ¿Qué le
parece?
Psicólogo- ¿Por qué razón?
76
Orlando Siempre estaba enferma de algo: el híga­
do, las muelas, el pecho. Yo le pregunta­
ba acerca de lo que debía hacer conmigo
y mi calentura. Usted me perdonará, pe­
ro se me. . ¿No? . paraba en todos lados.
En el autobús, en la fábrica. Y ella no
quería acostarse conmigo. Me sentía co­
mo un perro. Llegué a suponer que te­
nía otro hombre. Llegaba a la casa
abriendo la puerta de repente y bus­
cando debajo de la cama. Estudiando su
rostro a ver si le distinguía un asomo de
traición para matarla.
Psicólogo ~ ¿Matarla?
Orlando —Claro. Si me hubiera volteado lo habría
hecho. No soy de esos cabrones de hoy
día que consideran civilizado tener cuer­
nos. Fui criado en el monte. ¿Sabe? Bue­
no, cuando le dije lo del otro hombre me
respondió sencillamente que no quería
acostarse conmigo para no tener más hi­
jos. ¿Se imagina? ¡Así que debía cortar­
me las bolas! ¿Quieres tener un buey en
la casa? Le gritaba, Me quiso obligar a
usar esas gomas.
Psicólogo —Preservativos.
Orlando — ¡Ajá, esos! Que es igual a orinarse en los
pantalones o comer sin sal. Tuvimos el
gran lío esa vez. Intenté violarla, pero
cerró tanto las piernas que ni un cerraje­
ro. ¡Qué fuerte! Ella me demostró que
ninguna mujer es violada si no quiere
permitirlo.
Psicólogo —¿Cómo se solucionó el problema?
Orlando —Usted es una señorita (Pausa) ¿No le
sonroja escuchar estas cosas? La veo tan
fina. Tan delicada.
Psicólogo —No se preocupe. Cuénteme.
Orlando —¿Con pelos y señales? ¡Pelos! (Ríe. Se
enseria) Perdón (Pausa) Engañé a la Ma­
ría Antonia. Me puse la goma. Ella las
77
había comprado, la muy desvergonza­
da. Gastando en estas vainas. Me la puse.
Es como una especie de globo, ¿sabe?,
alargado. Creo que no era de mi medida
porque me apretaba. Olía a caucho. Vie­
nen en unos paquetitos aceitosos.
Psicólogo —Los conozco.
Orlando —¿Usted? (Pausa. Ve a la psicólogo con
malicia) Bien, me quité la goma antes de
metérselo a la María Antonia, sin que se
enterara. Fue un . . .
Psicólogo —¿Sí?
Orlando —Me da pena con usted. (Pausa corta) se­
ñorita. Me da pena decirle que fue un
polvo increíble.
Psicólogo - No le dé pena
Orlando ~Fíjese, se puso un poco roja. Lo siento.
Psicólogo ríe
Psicólogo ~N° haga caso. Lo escucho con mucha
atención y no me avergüenza. Es mi pro­
fesión.
Orlando -Esto . . . . ¿Cuál?
Psicólogo —Escuchar. La psicología es una ciencia de
escuchar. Escuchar a personas como us­
ted y solucionarles sus problemas.
Orlando ~Yo no tengo ningún problema. Claro,
ahora sí, con lo que pasó. Y los estudios
de los muchachos, la enfermedad de So-
nia y antes, las loqueras de Antonio, Nin­
gún otro.
Psicólogo —¿Se enteró su esposa del engaño que le
hizo?
Orlando —Sí, cuando se sintió mojada. La muy ton­
ta se puso a llorar. Salió a lavarse como si
se hubiera acostado con un leproso. La
mandé al carajo, me fui de casa y regresé
a los dos días. Más nunca me pidió po­
nerme los globos.
Psicóloga— ¿Cómo se lleva con sus hijos?
78
Orlando- Bien. Son obedientes. Julio también tra­
baja aquí' en la fábrica, conmigo. No le
harán nada a él, ¿no?
Psicólogo—No creo.
Orlando—Fui yo el de la cosa. El pobre estaba más
sorprendido que los demás, cuando me
vio todo loco echando espuma por la
boca.
Psicólogo —¿De dónde es usted?
Orlando—De Pejugal.
Psicólogo—En el interior, ¿no?
Orlando—Bien al interior del país. En el fondo,
diría yo. Una vez escuché una leyenda
acerca de un pueblo perdido en el que
nadie entraba ni salía. El que escribió
eso, era de Pejugal, seguro. Mucho sol,
arena y chivos. Creo que los vientos se
dan vuelta allí para regresar al mundo.
Psicólogo —¿Cómo llegó a la ciudad?
Orlando-Me trajo la recluta. Un día llegó el
ejército y a planazos se llevó a todos
los muchachos varones. Así, sin pregun­
tar nada. A los coñazos a defender a
la patria. Nadie se explicaba como lle­
garon. Nos recogieron como ganado y
nos metieron en el cuartel. Nos ense­
ñaron a marchar, disparar fusiles, lim­
piarle las botas a los tenientes y capita­
nes y a medio leer también. Cuando
terminé el servicio intenté llegar a Pe­
jugal pero no encontré la ruta. Me
arrejunté con una mujer aquí mismo,
antes de la María Antonia. Ella ya te­
nía cuatro hijos y se llamaba Patricia.
Me las vi negras. No conseguía trabajo
ni de gratis (Pausa) Si usted supiera las
cosas que hice en ese entonces.
Psicólogo-Cuénteme.
Orlando-Estaba con la Patricia. ¿Sabe? Y por más
que sea tenía que responderle por sus
muchachos y por los otros que tuvo con­
79
migo. Esas cosas que siempre pasan. Se
nos murieron dos chamos. De hambre.
En el hospital siempre decían que esta­
ban deshidratados, pero no lo creo por­
que lo más que comían era agua. Hice
de todo en aquella época: buhonero,
vendedor de loterías, helados, cortauñas;
quincallero.
Pausa
Orlando—¿Me guarda el secreto?
Psicólogo- ¿Cuál?
Orlando- Uno que tengo y que quiero decirle.
Psicólogo - S e lo guardo.
Orlando- ¿Lo jura?
Psicólogo—(Levanta la mano) Lo juro
Orlando—Quiere oírlo todo ¿no? (Pausa corto)
Fui ladrón.
Psicólogo- ¿Cómo?
Orlando -C om o lo oye ¡ladrón! (Pausa corta)
Una vez robé. Sólo una. Siempre será
mi vergüenza. Pero, ¿qué puede hacer
uno? La gente no da limosna. Cuando
les pedí, me observaban como a un bo­
rracho. Y la Patricia y los carajitos en
el rancho y yo, detrás de la gente como
un perro. Ni de compasión me daban.
Uno que otro, alguna vez. Un día me
arreché y atraqué a uno. (Pausa corta)
Cosas que pasan.
Psicólogo- ¿Cómo fue? ¿Qué hizo en aquella
ocasión?
O rlando-Es remover mi vergüenza, señorita.
Psicólogo-Vamos, le será muy útil. Apuesto a que
nunca lo había contado a nadie.
Orlando- Asi es. Y estoy arrepentido de habérselo
dicho a usted.
Psicólogo-No se sienta mal. Yo lo ayudo. Jamás
podría perjudicarlo. Cuénteme. ¿Eh?
80
Hágalo como una confesión. Como un
desahogo.
Pausa
Orlando ~ Fue un poco cómica la vaina. (Pausa cor­
ta) (Se incorpora de la silla) Como le di­
je, estaba con furia y un hambre de es-
trellitas y mareos que para qué le cuento.
Me busque un cuchillo mata cochinos y
me fui caminando. Caminando. Encontré
un buen lugar en el este de la ciudad. Una
calle oscura y cercana a varios bares y ca­
fés. Había un árbol grueso y me oculté
tras él, borracho por el hambre y el
miedo. ( Utiliza la silla como el árbol
mencionado. Su mano derecha se extien­
de como si oprimiera un cuchillo. Pausa
corta). Pasaron unos cuantos sujetos, pe­
ro no les vi pinta de plata. Ya me estaba
fastidiando, cuando vi salir a un hombre
de uno de los bares. Era gordo y bajito,
fumaba en pipa, vestía bien y camina­
ba derechito al lugar donde me encontra­
ba. (Pausa corta. Se tensa) Acércate
—decía bajito - Acércate. Más. Otro po­
quito. No me veas (Se abalanza sobre un
personaje supuesto. Grita) ¡Manos arri­
ba! ¡Cono, esto es un atraco! Y no me
veas así, carajo. ¡Y levanta las manos
porque te saco el mondongo! ¡Date vuel­
ta! ¡Vamos, coño, voltéate! ¿Eres sordo?
(Revisa al hombre supuesto) ¿Dónde
tienes las monedas? Ah, aquí'. ¡No te
muevas! ¡Que no te muevas! ¿Es que es­
tás temblando? ¿Estás cagao? Dame el
bobo. ¡El bobo! ¡El reloj, analfabeta
de mierda! Y la cadena. Y la sortija. ( Ve
al trasluz la sortija) Seguro que es un cu­
lo de botella. ¡Y no me veas! Cierra los
81
ojitos, así, bonito. Quítate los pisos. ¡Los
pisos'. Carajo, los zapatos, vamos a ve’ si
aprendes a hablar. La chaquetona. ¡Rá­
pido! ¿Quieres que llegue la ley y me jo­
da? ¿Me ponga preso? Te corto las bolas
antes. La misaca y los leones. ¡Mi-sa-ca,
leo-nes ! ¡Pantalones y camisa, burro
con sueño! ¡Ve mañana a la escuela! ¡Y
apúrate que ésto no es un striptease! Así.
De pinga. Dámelo todo y vete caminan­
do despacito. Vamos a creer que es un
préstamo. Mañana te firmo un recibo por
todas estas vainas. ¿Me las prestas? De
pinga, ¡loco! ¡Qué generoso res! ¡Co­
rre! Corre o te saco el tripero, ¡coño!
J^ausa
Orlando —Así fue. Claro, yo no hablo así. Es “Ca­
lé” ¿Sabe? Por donde vivía era un len­
guaje común entre la mala gente y con­
sideré que para ese tipo de cosas hay que
adoptar el hábito y la labia del monje. Se
imagina usted un atraco diciendo -Doc­
tor, ¿podría permitirme su billetera, por
favor? Le romperían las bembas a uno
(Pausa corta). Con esa plata comimos du­
rante tres meses. Después me separé de
la Patricia porque se fue a otra ciudad y
me saqué a la María Antonia de su casa.
Vivimos arrejuntados un tiempo, pero
después nos casamos ya que los padres
son muy cristianos. Yo también lo soy
y me gustó mucho lo de la iglesia y los
anillos. Por ese entonces conseguí el tra­
bajo en esta compañía donde tengo ya
más de veinte años.
Psicóloga— ¿Qué piensa de la compañía?
Orlando—Es mi segunda casa, puedo d e c ir..............
Psicóloga— ¿Cómo se siente en ella?
Orlando—Bien. Muy bien. Conozco al señor Men­
82
doza desde que era un muchacho em­
prendedor y abrió esta fábrica. Comencé
desde el principio, cuando sólo éramos
quince obreros. Hoy tiene setecientos y
va viento en popa, pero yo la conocí va­
rias veces en tiempos de vacas flacas. F.n
algunas ocasiones trabajé sobretiempo
gratis y los jefes vieron muy bien esto.
Supongo. Nunca me despidieron cuando
hacían reducciones de personal (Pausa
corta). Pero le juro que lo del sobretiem­
po me sincero, para ayudar a la compañía.
¿Sabe? Nadie ha llegado a los diez años
aquí. Sólo yo y el doble. Y no fue por
mi cara linda sino por mi trabajo. Ade­
más, nadie maneja mejor las troquela­
doras y a bastantes aprendices he ense­
ñado, incluyendo a Miguel, el que se da­
ñó la mano.
Psicólogo- Así que trabajó sobretiempo gratis.
Orlando~ i Ajá! Y siempre he llegado con diez mi­
nutos de adelanto al trabajo.
Psicólogo- ¿Nunca ha faltado?
O rlando-Nunca (Pausa corta) Una vez me enfermé
De los riñones. Sólo cuando me dio un
cólico frente a las máquinas, fue que me
tiré en la cama. Esas cosas se toman en
cuenta, ¿no?
Psicólogo~ Por supuesto..
Orlando'- (Con vehemencia) Créame, me siento
muy mal por lo que hice. Si tuviera dine­
ro pagaría lo dañado. Pero no lo tengo.
Psicólogar Eso es lo de menos, en este momento.
Orlando- Todo es tan difícil. Me hago miles de
preguntas. F.stas son cosas que nunca me
bían ocurrido. Uno cree que las tiene to­
das consigo y ¡paf! . . . . . A la mierda los
pastores, se acabó la navidad, si perdona
usted la expresión. De repente uno está
loco. Loco. Gritando y echando espuma
por la boca como un perro rabioso, fren­
te a las gentes que le guardan considera­
ción a uno. (Pausa corta) Me siento.........
créame.
Psicólogo~ ¿Apenado?
Orlando- Sí, eso, eso, (Pausa corta) Sé que merezco
lo que viene
Psicólogo~ ¿Se siente culpable?
Orlando- Pues. . .(Pausa corta) ¿Cuál es el castigo?
Debe existir un castigo en todo esto.
¿No?. Es posible que me despidan sin pa­
garme las prestaciones.
Psicólogo- Cálmese. Tome las cosas con calma.
Orlando~ Es posible que me dejen trabajando y me
recorten los daños de mi sueldo. ¿No
cree? Me las voy a ver negras en el ran­
cho, estoy seguro.
Psicólogo- ¿Alguno de su familia sufrió o sufre
trastornos mentales?
Orlando- (Pause. Piensa) No. No recuerdo. Locos.
Quiere decir eso, ¿no?
Psicólogo- Eso mismo.
Orlando- Dicen que se hereda pero en mi familia
nunca los hubo ¿Seré yo el primero?
¡Tronco de lotería! (Pausa) Señorita, si
me recortan el sueldo, le veré las chivas
al diablo.
Psicólogo- ¿Qué es lo que más teme en todo esto?
Orlando- Pues. . . .no sé. La policía. Pero ella no se
meterá en todo este asunto; no le co­
rresponde, señorita ¿verdad? Es un pro­
blema entre la compañía y yo.
Psicólogo- Nada de policías, de eso puede estar se­
guro.
O rlando* (Sin ocultar su alivio) ¡Qué bien! Ya sa­
bía yo que la policía no tiene nada que
ver en esto.
Psicólogo." No tiene que ver porque la compañía no
lo quiere así, señor Núñez.
Pausa corta
Orlando - Sí, claro. Eso quise decir. No sabe cómo
j estoy de agradecido . . . Yo . . .
Pausa
Psicólogo- ¿Cuál es el hijo que usted más quiere?
Orlando - A todos los quiero igual.
Psicólogo- Menciona mucho a Antonio.
Orlando- ¡Ah, el fue el primero! El primero que
tuve con la María Antonia. Me encariñé
con él. Era inteligentísimo, señorita.
Psicólogo - ¿Era?
O rlando-Murió. Trabajaba como un demonio y
entregaba todo el dinero a la madre.
Esas cosas que rara vez pasan. Un hijo
modelo. Estudiaba de noche y llegó a se­
gundo año de economía en la Universi­
dad. ¿Se imagina? Estábamos orgullosos
de Antonio.
Psicólogo- ¿Cuándo murió?
Orlando~ Hace cerca de dos años?
Psicólogo— ¿Cómo murió?
Pausa
Orlando—Un accidente.
Psicólogo - ¿Qué tipo de accidente?
Pausa
Orlando — ¿Para qué remover esas cosas tristes? Son
dolorosas, ¿no cree?.
Psicólogo —Me gustaría saberlo.
Pausa

Orlando— Pues, la verdad, de un tiro.


| Psicólogo— ¿Quién lo mató?
Pausa

85
Orlando— Mire, señorita, lo mató la policía, pero
no era ningún delincuente. Era un gran
muchacho. Responsable y serio. Pueden
atestiguar muchos vecinos, si así lo de­
sea.
Psicólogo— ¿Existen opiniones contrarias a la suya?
Orlando— (Alterándose) Los malditos periódicos
lo sacaron fotografiado como ladrón.
¡Hijos de puta! No lo iba a conocer yo,
al pobrecito. ¡Coño, murió por sus
ideas!
Psicólogo- Cálmese.
Orlando- Me jode mucho recordar, señorita. Me
jode que jode.
Pausa
Psicóloga- ¿Cuáles eran las ideas de Antonio?
Orlando- Las de él. Muy suyas. Y ahí estaba, en
la página roja, tendido en la calle, con
la cabeza destrozada y una pistola en
la mano. Asaltante de bancos. Mi An­
tonio asaltante de bancos.Malditos perió­
dicos ¡La puta que los parió! Ni por
un minuto me lo creí. Menos la María
Antonia que se volvió como loca. No co­
mió en cinco días.
Pausa corta
Orlando- Era un muchacho muy bello. Usted lo
hubiera conocido y se habría enamorado
de él. Por lo menos le habría gustado.
Psicóloga— ¿Sufrió usted mucho cuando murió?
Orlando— ¿Sufrí? Sufro, señorita, me duele como
el carajo.
Pausa corta
Orlando.— Lo velamos y algunos vecinos, nos veían j
con ironía. Se burlaban de mi hijo mode­
lo y ladrón, según ellos . . Los saqué de la
86
casa y nos quedamos la familia y el An­
tonio en la urna. Muerto por sus ideas.
Equivocadas, pero ideas; locas, pero
ideas; no alma de ladrón.
Psicólogo- ¿Qué ideas señor Núñez?
Orlando- Políticas, señorita. ¡Ideas políticas!
(Se levanta alterado) ¡Coño, usted sí
pregunta! ¿No podemos terminar esta
joda? Me está revolviendo las tripas.
(Se encima sobre el escritorio) Parece
un policía, con su cara de mosquita
muerta. Muy bonita y decente, pero ma-
landrosa y echadora de vaina. ¡No me
joda más!
Pausa
Psicólogo— ¿Otro ataque, señor Núñez?
Pausa. Orlando se sienta
Psicólogo—No creo que la compañía soporte otro
de sus ataques. Queremos ayudarlo, pe­
ro si insiste en ahogarse no podemos ha­
cer nada.
Pausa

Orlando — (Bajo) Se metió en la política desde li­


ceísta. . . Un día me lo llevaron preso por
estar en una manifestación en la emba^
jada de los yanquis. El era antiyanqui,
pero eso no tiene nada de particular, ¿No
cree? (Pausa corta) Yo soy antiportu­
gués. Los portugueses se han tomado to­
dos los abastos, bares, restaurantes, y
juegan con los precios, además de qui­
tarle el trabajo a los que somos de aquí.
Si prepararan una manifestación contra
la embajada de Portugal, yo participaría.
87
Aunque me pusieran preso.
Psicologa ¿Y por qué era antiyanqui?
Orlando Decía que eran los dueños de medio mun­
do. Incluyendo a este país. “No seas bru­
to —le decía— Muéstrame un yanqui.
¡Enséñame un bar, una pulpería o ven­
ta de fritangas atendida por un yanqui!
¡Una sola!”. (Pausa corta). Nunca pudo
hacerlo. El enemigo invisible, le decía
yo y le jodía la paciencia al Antonio. Me
divertía diciéndole que los portugueses
eran yanquis disfrazados de portugueses.
El se orinaba de la risa y me insistía en
que los yanquis dominaban a los jefes
de empresas.
Psicologa- ¿Sí?
Orlando- De empresas como esta. ¡Qué bolas!
O sea, déjeme que le explique. El decía
que el jefe del señor Mendoza, era un
yanqui que no se veía pero que estaba
allí. Y de esta manera dominaban al pre­
sidente de la república, a los generales,
obispos y al cardenal. ¡Atutilimundi!
Total, una película de misterio.
Psicóloga- ¿Que opina usted de sus ideas?
Orlando- No las entendía muchas de ellas. Algunas
me parecían ateas y anticristianas y se lo
dije. Varias veces se puso insolente cuan­
do se refería a mí. Miento. Discutíamos.
Nunca se puso insolente.
Psicóloga- ¿Qué le decía en las discusiones?
Orlando- Que yo era explotado. Que esta empresa
me debía miles por mi sudor.
Psicóloga- ¿Y que punto de vista mantenía usted?
Orlando- Le decía que era obrero. Pero de obrero
a explotado hay mucho trecho. ¿No le
parece? (Pausa corta) Tengo conciencia
de mi clase. Sé que no soy estudiado y
no puedo ganar más de lo que gano.
¿Voy a pretender el mismo sueldo de un
doctor? ¿Voy a envidiarle los millones al
señor Mendoza? Dios no le da peras al ol­
mo y burro no come sal. Tengo concien­
cia de lo que soy y valgo.
Psicólogo- ¿Qué opinaba Antonio de esas últimas
cosas que usted me dice?
Orlando- ¿Qué iba a decir? ¡Que yo estaba equi­
vocado!
Psicólogo- ¿Y qué más?
Orlando- Bueno, que yo era explotado, como le
dije. Que conciencia obrera era concien­
cia de ser explotado y nada más.
Psicólogo- Prosiga.
Orlando- Que el señor Mendoza era mi enemigo
irreconciliable.
Pausa
Psicólogo- Continúe.
Orlando- Que un patrono y un obrero eran como
gato y ratón.
Psicólogo- Adelante.
Orlando- ¡Agua y aceite!
Pausa
Psicólogo- Dígame más.
Orlando— ¡Coño!. ¡Que eramos soldados y ene­
migos, que tendríamos que enfrentar­
nos algún día en lucha a muerte!
Psicólogo— ¡Más!
Orlando— ¡Que el señor Mendoza me mataría a
mí o yo a él! ¡Yo a él o él a mí! ¡Y no
me joda más con sus preguntas, ya le
dije! ¡Si quiere llevársela bien conmigo,
tráteme con decencia! ¡Y me voy de
esta vaina lamentando que no sea un
macho para partirle lo^ dientes!.
Orlando se dirige a lateral.
Se detiene. Pausa. Se gira.
Ve a la psicólogo.
89
Psicólogo —cCómo era Antonio en sus estudios?
Orlando —Notas. . .Notas magníficas. Notas magní­
ficas siempre. (Pausa) Los compañeros
subían al rancho a pedirle los apuntes.
(Se acerca a las sillas) Si alguna vez va a
visitarnos le mostraré sus libros. Los
compraba usados pero se esmeraba en
cuidarlos. Los cubría con papel de se­
da y les ponía las etiquetas que decían
las materias. Eran muchas materias y
muchos libros. También tengo sus no­
tas ......... Bellas notas...........Era un genio.
Psicólogo— ¿Les hablaba de política?
Orlando—Pues............(Pausa corta.. Se sienta) No
soy estudiado. Cosas que pasan. La vida
es la que me ha enseñado. La María
Antonia también aprendió como yo, re­
buscando entre la ignorancia. El Anto­
nio se nos acercaba un poco como maes­
tro, pienso yo. Estudiaba mucho y creo
que se consideraba con derechos de pro­
fesor. (Ríe) Yo me le reía en las chivas
cuandos nos sentaba a la mesa y se po­
nía a explicarnos que si la plusvalía y la
infraestructura y la superestructura. Me
volvieron loco al muchacho con todas
esas divisiones del mundo.
Psicólogo— ¿Sabe lo que es infraestructura?
Orlando— No, no entendía. Sólo me quedó la pala­
breja (Ríe) para soltarla los domingos.
Psicólogo — ¿Y la plusvalía?
Orlando—Alguna relación con mi trabajo. ¿No es
eso?
Psicólogo—No sé.
Orlando— Fue por sus ideas que murió ¿verdad?
Psicólogo—Tiene que hablarme más del asunto pa­
ra darle una opinión.
Orlando— Al día siguiente del entierro varios hom­
bres tocaron la puerta del rancho, en la
madrugada. Me saludaron con mucho
respeto y me dijeron qye eran amigos
de Antonio. Con lágrimas en los ojos
me repetían una y otra vez que Antonio
era un héroe, ¿sabe usted? Yo lloré y la
María Antonia gemía como un perrito,
agarrada a la puerta para no caerse, en la
madrugada, frente a unos rostros serios
que lloraban y me decían que se había
perdido un gran hombre (Pausa corta)
Un gran hombre. Les dije de llamar a
los vecinos para que les repitieran lo
mismo, pero se negaron. Hubo muchos
abrazos y se marcharon luego, llenos de
pena. Al día siguiente, frente a mi casa y
en muchas paredes del barrio podía leer­
se un letrero que decía “Antonio Núñez,
héroe de la revolución, tu muerte será
vengada”.
Pausa
Psicólogo - Póngase de pie, señor Nuñez.
Orlando se levanta
Psicólogo— Usted está en su trabajo. ¿De acuerdo?
Orlando— ¿Cómo?
Psicóloga— En los talleres. Vamos a retornar al día
de ayer. Al momento en que ocurrió to­
do.
Orlando— ¿Para qué recordar esas cosas, señorita?
Psicóloga- Vamos, está en su tarca habitual. ¿Qué
hacía?
Orlando— ¿Ayer? (Pausa) Controlaba las troquela­
doras. Estaba de buen humor. Observa­
ba el trabajo de varios aprendices. Les
indicaba errores. “Que no muevas esta
palanca antes de tiempo” “Cuidado con
las manos” “Siempre cuidado con las
manos” Poco antes había visto el trabajo
de un muchacho llamado Miguel. Bueno,
no. Me había dado cuenta antes. Pero . . .
91
lo sentí, sentí como Antonio cuando la
troqueladora le agarró la mano y le rom­
pió los dedos.
Psicóloga- ¿Qué hizo?
Orlando— No sé
Psicóloga— ¿Sabe que agarró un martillo?
Orlando- No me di cuenta.
Psicóloga—En vez de auxiliar al joven con la mano
rota, accidente que ocurrc con relativa
frecuencia en esta empresa, tomó el
martillo y se dedicó a golpear las máqui­
nas.
Orlando—Me volví loco.
Psicóloga—Gritaba que había que quemar los talle­
res.
Orlando- ¿Quemar?
Psicóloga—Preguntó por eí señor Mendoza, el yan­
qui jefe del señor Mendoza y la Junta
Directiva para romperles la cabeza.
Orlando —Soy incapaz . . .
Psicóloga- Aullaba diciendo que los yankis eran
dueños de esta empresa y que la plus­
valía del trabajo —palabra que usted
dice no conocer— ¡Era saqueada y
explotada!
Orlando—No me meto en política. Nunca lo hice.
Psicóloga—Gritó a sus compañeros que eran unos
becerros, unas bestias de carga sin con­
ciencia de ser bestias de carga.
Orlando—Siempre he respetado a mis compañeros
de trabajo.
Psicóloga— Les repetía que algún día serían asesi­
nados como sus compañeros obreros de
Chile. Que había que adelantarse y que­
mar y hundir toda la corrupción burgue­
sa y todo el sistema capitalista de mier­
da.
Orlando—No lo creo.
Psicóloga- ¡Eso y muchas otras cosas más, dijo!
Orlando- ¡Usted es una mentirosa!
92
Psicólogo— ¡Así fue!
Orlando— ¡No le creo un coño!
Psicólogo—Puedo traerle testigos, ¿Quiere?
Pausa
Orlando—Yo no hablo así. No soy un sindicalista.
Jamás he hablado de política. ¡No sé un
carajo de esas vainas! ¿Cómo carajo voy
a gritar cosas que no entiendo, como
eso de la plusvalía?
Psicóloga—Lo entiende.
Orlando— ¡No! Me volví loco de bola. ¡De bola!
Eso fue. Agarré el martillo. Me impre­
sionó mucho el Miguel. Es un buen mu­
chacho. Me dio dolor verlo así con la
mano reventada. Gritaría otras cosas:
“Esas troqueladoras de mierda” “A que­
mar las troqueladoras”, quizás. Pero to­
do con una posición humana, piadosa,
no política.
Psicóloga—Acabo de decirle lo que ocurrió.
Orlando—Pregúntele a la gente. Al señor Mendoza.
A los aprendices. Pregúnteles, cuándo
les he hablado de política. Cuándo he
amenazado. ¡Usted es una lengualarga
mentirosa! (Amenaza con el puño)
¡Si fuera un macho ya le habría roto
las bembas!
Psicóloga—Lo dijo. Una reacción histérico-paranoi-
de.
Orlando— ¿Qué? (Orlando se asombra ante el tér­
mino. Se retira hacia atrás. Lentamente)
¿Me va a decir que no fue un ataque de
locura? ¡Qué vaina! ¡Histérico dice us­
ted! ¡No soy una mujer, la histeria es pa­
ra las mujeres! ¡Usted es una histérica!
¿Y lo otro? Para . . . .
Psicóloga—Paranoide. Perdóneme, no me supe ex­
plicar.
Orlando—Usted me dice que yo dije todas esas
93
cosas para ver cómo reacciono, ¿ah?
Me está estudiando, ¿no? Examinando
(Pausa corta) Pues vea (Grita) ¡Me indig­
no! ¡Me arrecho! ¡No creo!
Psicólogo— ¡Siéntese!
Orlando se sienta
Psicólogo—Lo dijo y usted lo sabe.
Pausa
Psicólogo— ¿Lo sabe?
Pausa
Orlando —Recuerdo algo (Pausa corta) Mire, le
soy sincero. Recuerdo algo pero no
tan exacto. No tan político. Veo con
sospecha todo lo político. A mi barrio
van todos los días mensajeros de la polí­
tica prometiéndonos el paraíso y lo que
hacen es meternos más en la mierda.
Psicólogo —Esa es una opinión política.
Orlando — ¡Es la pura verdad! Váyase en tiempo de
elecciones a mi rancho. Los tipos entran
como Pedro por su casa. Abrazan a la So-
nia y al Julio. Me toman todo el café.
Ensucian la sala. Dicen que no permiti­
rán que yo y mis vecinos vivamos como
vivimos. Manosean a la María Antonia
y le dicen “Vieja” , “ Doña” y preguntan
cuál va a ser su ahijado viendo a los mu­
chachos. Después se van y no vuelven.
¿Es eso ppli'tica?
Psicólogo—Remitámonos a nuestro asunto, señor
Núñez. (Saca una carpeta) ¿Sabe qué es
esto?
Orlando—No.
Psicólogo—Es el expediente sobre su trabajo en la
fábrica.
94
1 Orlando—Mire, pues. Está bien grueso.
Psicólogo—Más de veinte años. Antes de llegar usted
lo estuve estudiando. Con todo lo que
me dijo ahora y su expediente, el rompe­
cabezas sobre su crisis está bastante com­
plejo.
Orlando— ¿Rompecabezas?
Psicólogo- Los motivos que lo indujeron a hacer lo
que hizo.
Orlando— ¿Podría explicarme
Psicólogo- Usted sufrió un acceso de histeria para-
noide debido a una serie de elementos
encontrados. Toda su vida está implica­
da en ello, pero hay factores resaltantes
que hay que tratar clínicamente para que
usted vuelva a ser lo que era. (Pausa cor­
ta) Un obrero modelo. El decano de esta
empresa, podríamos decir. Es más, desea­
mos no sólo que sea como era antes, sino
mejor. (Pausa corta) Para ello debemos
corregir ciertas fallas en su psique.
Orlando- ¿Cómo?
Psicólogo- Sistema emocional . . . .
Orlando- ¿Estoy fallando del coco? ¿Me volveré
completamente . . . ?
Psicólogo- No (Se levanta del sillón) Vamos por par­
tes.
Orlando- Lo que diga.
Psicólogo se acerca al monigote. Lo mue­
ve.
Psicólogo- ¿Qué tal?
Orlando- Bien grande, el muñeco. Los niños no
pueden jugar con él.
Psicóloga- Es el señor Mendoza.
Orlando- ¿El señor . . . ?
Psicóloga- Este muñeco lo es todo. Todo. (Pausa
corta) Présteme mucha atención. (Pausa
corta) Es la empresa donde usted trabaja
95
por más de veinte años. Las troquelado­
ras y sus ruidos. Los pasillos anchos y ne­
gros. Su salario y el de los demás obre­
ros. Es la junta directiva.
Orlando—Me va a perdonar, pero no le entiendo.
Psicóloga- Acérquese.
Orlando se acerca al muñeco.
Psicóloga le entrega un grueso garrote de
madera.
Orlando- ¿Y esto?
Psicóloga- (Indica al muñeco) Golpéelo.
Orlando- ¿Al muñeco?
Psicóloga- No es sólo un muñeco, como le dije.
Es el señor Mendoza.
Orlando- Señorita, déjese de juegos. Soy un hom­
bre mayor.
Psicóloga- La empresa considera, señor Núñez, que
usted en parte tiene razón. Ha trabajado
durante muchos años y no ha elevado su
nivel de vida. Como repite usted, son co­
sas que pasan. El mundo es así, unos tie­
nen y otros no. Pero la empresa ha toma­
do conciencia de su situación. No es cie­
ga. Comprende las pasiones ocultas de
los hombres y accede a ser golpeada por
usted.
Orlando- Es un paquete muy grande. Lo que usted
dice me confunde.
Psicóloga- Golpée, vamos. Es el señor Mendoza y la
junta directiva.
Orlando—No es lo mismo.
Pausa
Psicóloga— ¿Pretende que vengan ellos, en persona,
a ser golpeados por usted?
Orlando-- No. ¡No quise decir eso! Sólo que...........
Psicóloga— Repita conmigo. (Grita) ¡Viejo Mendo­
za, eres un hijo de la gran puta!
I O rla n d o — (V ea to d o s la d o s)
Señorita
f Psicólogo - ¿Lo va a decir o no? ¡Vamos, vamos!
O r la n d o - Yo respeto . . .
Psicólogo— ¡Usted no respeta un carajo, señor Nü-
ñez (Pausa corta) Tiene mucha agresi­
vidad y este es un modo de descargar­
la. La empresa se la ofrece. Aprovéche­
la.
Orlando- No puedo.
Psicólogo— No vamos a estar soportando que cada
vez que se le ocurra descargue martilla­
zos sobre las máquinas y provoque
motines.
Orlando—No lo harc más ¡usted lo sabe!
Psicólogo— ¡No lo sé (Pausa corta) Después de gol­
pear ese muñeco, quizá me de una idea,
pero en este momento no puedo creerle
ni mierda.
Orlando— ¿Ni mierda? (Pausa) ¿No va a salir des­
pués con el chisme?
Psicólogu— Esto queda entre usted y yo.
Orlando— ¿Seguro?
Psicólogo —Soy psicóloga. Algo así como un médico.
Hacemos un juramento. ¿Ha escuchado
ese juramento?
Orlando -Nunca.
Psicóloga -Pero existe. Vamos, golpée el muñeco,
sin pronunciar palabras.
Orlando golpea débilmente.
Psicóloga —Más duro, como un hombre.
Orlando asciende los golpes it

Psicóloga — ¡Así! ¡Así! ¡Piense que es esta empre­


sa! (Orlando se detiene un segundo)
¡Adelante! (Orlando golpea) ¡La jünta
directiva! ¡El señor Mendoza!
Orlando comienza a gruñir
97
Psicólogo- ¡Grite! ¡Grite! ¡Compañía de mierda!
Orlando —(Grita, abruptamente, cortadamente)
¡Compañía . . . !
Psicologa-- ¡De mierda! ¡De mierda!
Orlando_ ¡Compañía de mierda!
Psicologa _ ¡Mendoza, hijo de puta!
Orlando— ¡Mendoza, hijo de puta!
Psicologa — ¿Quién te dio derecho a tener más suerte
que yo?
Orlando— ¿Quién te dio derecho a tener más suerte
que yo?
Psicóloga— ¡Al carajo con tus trajes!
Orlando— ¡Al carajo con tus trajes!
Psicóloga— ¡Tus joyas!
Orlando— ¡Tus joyas!
Psicóloga— ¡Tus autos podridos!
Orlando— ¡Tus autos podridos!
Psicóloga— ¡Tu comida y tus mujeres!
Orlando— ¡Tu comida y tus mujeres!
Psicóloga— ¡Me orino en tu sillón ejecutivo!
Orlando— ¡Me orino en tu sillón ejecutivo!
Psicóloga— ¡Soy feliz con lo que tengo!

Orlando se detiene
\

Psicóloga— ¡Prosiga! ¡Prosiga!


Orlando se detiene

Psicóloga- ¡Prosiga! ¡Prosiga!


Orlando—(Jadea) No . . . (Jadea) No soy feliz con
1 lo que tengo.
Psicóloga—Debe decirlo, forma parte del tratamien­
to.
Orlando— No puedo.
Psicóloga— Dígame. ¿Cómo se sintió después de gol­
pear las máquinas y gritar?
Orlando—Ya se lo dije, muy apenado.
Psicóloga —Vero le gustó ¿no?
Orlando— ¿Cómo cree?
98
Psicólogo —Le gustó. Se sintió bien. Como nunca. Y
no me mienta
Orlando —Me sentí libre, si eso es lo que quiere de­
cir.
Psicólogo —Libre, bien, no hay diferencia. El hecho
es que usted descargó su agresión y se
sintió magníficamente. Es lo que intenta­
mos hacer ahora.
Orlando — ¡Pero no puedo decir que soy feliz con
lo que tengo!
Psicóloga—Eso es lo que le hace sentirse mal. ¿No
entiende? Cuando usted acepte su condi­
ción, el papel que le toca jugar en este
mundo . . . .
Orlando —Lo acepto, pero no estoy satisfecho.
Psicóloga —Esa insatisfacción es agresividad, señor
Núñez. Es lo que lo daña. Es lo que hará
que mate a alguien. O se suicide.
Orlando — ¿Suicidarme?
Psicóloga —Así es. ¿Quiere eso?
Orlando - ¿Usted cree que sería capaz?
Psicóloga —En medio de un acceso como el que su­
frió ayer, todo es posible.
Orlando - Soy cristiano, creo que nunca lo haría.
(Pausa corta) ^Los muchachos. ¿Quién
los atendería? La María Antonia sola
porque me corté el cuello. Increíble . . .
Psicóloga —Ese resentimiento será mayor que la fe
religiosa. Que el amor a los seres queri­
dos.
Orlando— ¡Vivo una vida dura! Todas las mañanas
debo esquivar porquerías cuando bajo
las escalinatas del cerro para venir al tra­
bajo. Soporto los ruidos de esta ciudad.
Su presión. Me preocupan los libros de
los muchachos. ¡La comida que falta!
¡El Antonio que falta! (Pausa corta)
La María Antonia sin un vestido nuevo
desde hace siglos. Mis vecinos mareados
por el hambre. ¿Sabe algo? Soy el rey de
mis vecinos. ¿Qué le parece? Envidian mi
99
miseria. La estabilidad de mi trabajo. Me
envidiaban al Antonio, i Sus hijos salen
ladrones, prostitutas, despreocupados,
desesperados! Y yo me las veo negras y
sin embargo me envidian. (Pausa) ¿Có­
mo quiere que esté satisfecho?
Psicólogo—Observe el lado positivo. Lo positivo.
Veamos: estabilidad, hijos bien educa­
dos. Con sacrificios, pero bien educados.
Compare su situación con la de sus veci­
nos. Sólo eso debería hacer que se sintie­
ra satisfecho. El mundo es muy duro pa­
ra todos, señor Núñez. El señor Mendoza
sufre de úlceras. ¿Lo sabía?
Orlando— ¿Ulceras?
Psicólogo- Estomacales. Debe comer sólo contados
alimentos. Atenderse constantemente
con un médico. ¿Usted cree que dirigir
esta empresa de ochocientas personas es
un pasatiempo? En su lenguaje, querido
amigo, eso es jodido. ¿Entiende? Bien jo­
dido. Y la junta directiva tiene sus pro­
blemas. Hijos delincuentes y vagos. ¡Mu­
jeres y niños enfermos! ¡Los ricos tam­
bién se enferman y mueren! ¿Lo sabía?
Pausa
Orlando- Yo le decía eso a Antonio. El decía que
no era lo mismo.
Psicólogo- Usted y yo tenemos razón. Vamos, gol-
pée de nuevo al muñeco.
Orlando golpea al muñeco
Psicólogo- ¡Más! ¡Más!
Orlando arrecia los golpes
Psicólogo- Soy feliz con lo que tengo.
Orlando- ¡Soy . . . !
100
Psicólogo— ¡Soy feliz con lo que tengo! ¡Séalo!
¡Séalo! Vamos.
Orlando— ¡Soy feliz con lo que tengo! (Arrecia los
golpes hasta el paroxismo) ¡Soy feliz
con lo que tengo! ¡Soy feliz con lo que
tengo! ¡Soy feliz con lo que tengo!
Psicólogo- ¡Ya! ¡Ya está bien!
Orlando prosigue golpeando y gritando
Psicólogo—(Toma a Orlando por los hombros) ¡De­
téngase]
Orlando se detiene. Se tambalea. Se en­
corva.
Intenta vomitar y no lo logra.
Como un sonámbulo se dirige a la silla y
se sienta. Psicólogo lo observa. Pausa.
Psicólogo—Señor Núñez, una pregunta.
Orlando—(Aturdido) ¿Sí?
Psicóloga—¿Usted cree que soy una persona decen­
te?
Orlando—Eso creo. Sí.
Psicóloga—Si salgo a la calle armada de un revólver
y mato a alguien. ¿Qué creería usted?
Orlando—Un ataque de locura. (Pausa corta)
Histeria paranoide. ¿No? Eso sería.
Psicólogo:—(Ríe, cortadamente) ¡Muy bien! (Pausa
corta) ¿Y si planifico el asesinato de al­
guien y lo cometo?
Orlan do - Usted nunca haría eso.
Psicóloga-Si lo hiciera. ¿Qué sería?
Pausa
Orlando—Un crimen.
Psicóloga—Señor Núñez, usted es una gran persona.
Un hombre honesto. Yo también lo soy.
(Pausa corta) Estudié sin privaciones.
101
Fui educada en un medio católico y con­
servador (Pausa) Tengo algo que propo­
nerle.
Orlando—¿Sí? ¿Qué es?
Psicólogo- No sé. Es algo difícil. (Pausa corta)
Bien. ¿Sabe cuánto dinero hay en la caja
fuerte de esta empresa? ¡Un millón!
¡Un millón!
Orlando- ¿Y? (Pausa)
Psicólogo- Podemos tomarlo.
Orlando- ¿Tomarlo? (Pausa corta)
Psicólogo- Robarlo. No me gusta la palabra.
Orlando- ¡Usted sí tiene bolas!
Psicólogo-Todos confían en nosotros. Tenemos ac­
ceso a la caja.
Orlando- Déjese de esas cosas.
Psicólogo- ¡Podríamos acercarnos y puaff! ¡Usted
mucho dinero y yo mucho dinero!
Más del que ha ganado en toda su vida.
Orlando- ¿Se está burlando de mí?
Psicólogo- Hagámoslo.
Orlando- ¿Es una prueba? ¿Qué reacción espera
de mí? ¿Se está aprovechando sucia­
mente de la confesión que le hice sobre
mi robo, hace muchos años?
Psicólogo- No. No. Hablo seriamente. ¿Me acompa­
ñaría?
Orlando No soy ladrón. Usted tampoco. Dejemos
eso claro, ¿no? ¡Yo estoy aquí por loco!
¡Por loco! No por ladrón.
Psicólogo- El dinero le servirá para muchas cosas,
señor Núñez. Educaría a sus hijos. Vesti­
ría a su mujer. Compraría una nueva
casa.
Orlando- El dinero mal habido nunca sirve para
buenas intenciones. Además, señorita,
usted es una ladrona imbécil. No tardaría
ni dos horas en ser atrapada.
Psicólogo- Si eso ocurre, que no lo creo ya que pre­
pararíamos una buena escapatoria, po­
dríamos excusarnos. Hemos sido hones­
102
tos siempre, no nos tacharían de ladro­
nes.
Orlando- Seríamos ladrones lo mismo.
Pausa. Orlando ve a la psicólogo
Orlando- (Suave) ¿Qué pretende? (grita) ¿Qué
pretende?
Psicólogo enciende un cigarro
Orlando- (Se levanta, grita al oído de la psicólogo)
¡Dígamelo! ¡Coño, dígamelo!
Psicólogo- Si usted tuviera un hijo.
Orlando- (Tira a la psicólogo del brazo) ¡Si yo
tuviera un hijo!
Psicólogo- (Grita) ¡Estudioso! ¡Trabajador!
Orlando atrapa a la psicólogo por los
hombros.
Orlando— ¡Estudioso! ¡Trabajador!
Psicólogo— ¡Su orgullo! ¡Bondadoso con sus her­
manos y su madre!
Orlando empuja a la psicólogo
Se derrumba sobre el escritorio
Orlando— ¡El sol de María Antonia! ¡El héroe del
Julio y la Sonia y los otros!
Psicólogo— ¡Y un buen día muere en el atraco a un
banco!
Orlando— ¡Y un maldito día matan al Antonio con
balazos a la cara!
Psicólogo— ¡Robando un banco!
Orlando— ¡Por sus ideas!
Psicólogo— ¿Cómo llamaría usted a este acto?
Orlando se enfrenta a la psicólogo
Orlando— ¡Fue por política! ¡El letrero : “Anto-
103
nio, tu muerte será vengada” !
Psicólogo— ¿Desde cuándo es política robar un
banco?
Orlando- ¡Vinieron aquellos hombres en la no­
che! (Gimotea, llora) ¡Llorando!
Psicólogo— Todas las cárceles del mundo están lle­
nas de presos políticos-, entonces, todos
los criminales y mañosos son eminentes
políticos.
Orlando- ¡Los hombres me abrazaron y me lo di­
jeron! Si no es por ellos y su consuelo, la
María Antonia se muere de pena. ¡Y yo
también!
Psicólogo —El resto de la banda. Entienda, no quiero
ser dura. Esos hombres condujeron a su
hijo por un camino equivocado. Le indi­
caron una vía fácil para solucionar sus
problemas. Quizás Antonio pensó en us­
ted. En darle una vida mejor. En sus her­
manos y su madre. Regalarles cosas que
nunca tuvieron . . . Pero . . . ¿Es eso sufi­
ciente para validar un crimen?
Orlando—Decía que esta sociedad era injusta.
Psicóloga—No se sentía satisfecho, igual que usted.
El roba un banco y lo matan. Usted
rompe máquinas y grita. El quiso, me­
diante el crimen, hacer una vida más jus­
ta. Igual que usted gritando por la cabe­
za del señor Mendoza y rompiendo má­
quinas.
Orlando— ¡No era un criminal, puta! ¿Lo oyes?
¡No lo era!
Psicóloga—No quiero decirle que lo repudie. En
absoluto. Recuérdelo trabajador, estu­
dioso, buen muchacho. Pero tenga en
cuenta que cometió un delito. Acéptelo
La sociedad en que vivimos pretendo
ser justa y a la violencia de su hijo res
pondió con la violencia de la paz y 1í
equidad.
104
Orlando—No voy a tragarme todas esas basuras.
ft/có/oga-Piénselo. Sólo piénselo. Ya hablaremos
muchas veces más.
Pausa
Orlando —¿Muchas?
Psicólogo—(Se dirige tras el escritorio. Se sienta y
sonríe) La empresa me ha dado su caso
para que lo trate con especial cariño.
Orlando se sienta
Orlando—¿Especial cariño? Le ruego que no me
quiera. Señorita, se lo suplico.
Psicóloga— ¡Bromista!
Pausa
Orlando—¿Vendré otras veces?
Psicóloga Muchas
Orlando—No me interesa nada de esta vaina. (Pau­
sa corta) Me duele el estómago. (Pausa
corta) Si tienen intenciones de despedir­
me, no busquen tantas excusas y háganlo
de una vez.
Psicóloga—(Ríe) ¿Despedirlo? Jamás lo despedire­
mos. (Pausa corta) Claro, haremos otra
cosa.
Orlando —¿Cosa? ¿Qué cosas?
Psicóloga —Darle quince días de reposo, por ejem­
plo. Pagados. Y una prima especial.
Orlando—¿Reposo? ¿Prima especial?
Psicóloga —Tres o cuatro meses de sueldo. Sí, creo
que son cuatro.
Orlando—¿Mis prestaciones?
Psicóloga— ¡Un regalo señor Núñez! Quítese de la
cabeza que vamos a despedirlo. Podrá
comprarle un vestido a Doña María An­
tonia.
105
Orlando —¿La compañi'a me regala? ¿A mí
¿Después de lo que hice?
Psicólogo —¿Qué quiere? ¿Que lo mandemos a 1
cárcel?
Orlando —No, pero . . . .
Psicólogo -Ese señor Mendoza que tantos conflic
tos ha creado en su cabeza, se muestr
sumamente preocupado por usted. El fu
el de la idea de la prima especial.
Orlando— ¿Y los destrozos? ¿Se enteró que desea
ba matarlo?
Psicólogo—Claro.
Orlando —Y todavía . .Bueno, la verdad, no entier
do.
Psicólogo— ¿Me promete que va a pensar en todo li
que hemos hablado?
Pausa
Orlando—Sí, lo pensaré.
Psicólogo—Lo de Antonio, especialmente. Sé que e
doloroso, pero como usted dice, “son co
sas que pasan”. En los siguientes días se
guiremos golpeando el muñeco, también
Orlando- ¿Todavía? No creo que sea correcto.
Psicóloga—Será bueno para usted. Tiene mucha a
gresividad y debe descargarla. Ya verá có
mo se siente más tranquilo después. Má
pacífico. Sin nada de esas torturas y te
rrores dañinos.
Orlando se levanta
Orlando— ¿Cuándo debo venir de nuevo?
Psicóloga—Pasado mañana, pero siéntese. Aún n<
hemos terminado.
Orlando se sienta
Psicóloga- Faltan algunas sorpresas.
Orlandor- ¿Más?
106
Psicologa—Tiene un aumento de sueldo.
Pausa. Orlando se remueve.
Orlando— ¿Qué me van a pedir?
Psicólogo— ¿Pedir? ¿A usted? i Por Dios, señor
Núñez! Nada en absoluto.
Orlando—Todas esas amabilidades son por algo,
¿no? ¿Qué más hay?
Psicólogo - Mire, señor Orlando. ¿Me permite lla­
marlo por su nombre?
Orlando— Claro. Ya nos conocemos más que sufi­
ciente.
Psicólogo—Su caso fue tratado a nivel directivo. Eje­
cutivo.
Orlando- ¿Y qué paso?
Psicólogo- Alguno que otro quería hacerlo trizas.
Despedirlo. Sin prestaciones, para cobrar
los daños. Y la mayoría se opuso. La ma­
yoría le conoce a usted bien. Vieron su
despido como algo imposible. Lo tienen
en gran estima.
Orlando~ Esta vida sí es rara, coño.
Psicólogo —Los dirigentes sindicales también interce­
dieron. Todo el mundo, aprendices, o-
breros y ejecutivos están preocupados
por usted. Orlando es realmente la ban­
dera de esta fábrica. Una voz muy impor­
tante (Pausa) Entonces se decidió testi­
moniar el agradecimiento a muchos años
de trabajo tesonero, antes que castigar
un momento de irreflexión.
Orlando —Histeria paranoide.
Psicólogo - Eso. Me lo enviaron a mí, para hacerlo
de nuevo un hombre feliz y útil a esta
empresa. Que lo necesita, ¿entiende?
Que lo necesita.
Pausa
Orlando —No sé qué decirle . . . .
107
Psicóloga— Se lo merece. No se sienta culpable por
lo que hizo. Esas cosas siem pre ocurren
a todos, alguna vez. (Pausa corta) ¿Sabe?
Me pidieron que le solicitara algo.
O rlando—(D escon fiado) ¿Qué?
Psicóloga— Me pidieron tam bién que no insistiera.
Que todo dependía de su estado, de
ánimo.
Orlando - (S eco ) ¿Qué le pidieron?

Pausa

Psicóloga— ( D esatendiendo el asu n to) Olvídelo, hay


cosas más im portantes que solucionar.
O rlando —Dígamelo. Vamos, señorita.
Psicóloga— ¿Realmente?
O rlando— ¿Qué es?
Psicóloga— Bueno, ahí le va. (Pausa corta) ¿Sabe
que la próxim a semana celebran los vein­
titrés años de esta com pañía?
Orlando— (R ecu erda) Sí, tiene razón.
Psicóloga— Ellos quieren, el señor M endoza y la jun­
ta directiva, entregarle una medalla.
Orlando— ¿Una medalla?
Psicóloga - El acto será en su honor.
O r la n d o - ¿Para mí?
P sicóloga~ Ajá. Será m uy bello todo. Estarán, como
usted sabe, todos sus com pañeros. Debe
traer a su familia. ¿Acepta, no es así?
Eso es lo que le pide la com pañía.
O rlando— ¿Eso sólo? ¿Que asista a un hom enaje a
mi persona?
Psicóloga— Y a su trabajo.
O rlan do— ¿Y una medalla? Pues . . . .
Psicóloga ~ ¿Qué me dice?
Orlando - Claro que iré.
Psicóloga— Qué bien. Entonces to d o está soluciona­
do.
O rlan do— ¡Increíble! (R íe ) La M aría A ntonia se va
a poner loca cuando le cuente.

108
Psicólogo — Deberá preparar su discurso, por supues­
to.
Orlando— ¿Discurso?
Psicólogo— Es la costum bre. El hom enajeado dice
un discurso.
Orlando— ¿Yo, un discurso?

Orlando ríe

Psicólogo — Habrá m uchos invitados. Vendrá hasta el


gato. Me imagino que los ladrones roba­
rán la em presa esa noche.

Psicólogo ríe

Orlando— No puedo.
Psicólogo— ¿No puede, qué?
Orlando— Hablar en público. Me quedaría paraliza­
do. T odos se reirían de mí.
Psicólogo— No lo creo.
O rlando~ Es así, soy m uy nervioso.
Psicólogo— Los conoce a todos o a la m ayoría perso­
nalm ente. Con m uchos ha bromeado.
Orlando — Por separado, no todos juntos.
Psicólogo— R om pería la tradición si no lo hace.
Orlando— No tengo nada que decir. Nunca he pre­
parado un discurso.

Pausa

Psicólogo —Todos quieren oírlo, Orlando.


Orlando — Es un paquete dem asiado grande.
Psicólogo— Aclaremos algo, entre nosotros (Pausa
co rta ) Usted provocó un desorden, una
crisis; la em presa está alterada. Los o-
breros preguntan qué pasará con usted,
en voz alta.
O rlando— Tengo buenos amigos.
Psicólogo - Hay riñas.
Orlando - ¿Por qué?
Psicólogo - No sé.
109
Orlando - ¿Por lo que dije? ¿Por lo que hice?
Psicólogo—Quizás. Señalan los golpes en las tro q u e ­
ladoras. M urm uran, hay problem as.
O rlando— ¿Problemas?
Psicólogo— Ha bajado la producción. Se producen
accidentes innecesarios. Hay quien habla
de sabotaje.
Orlando— ¿Y me quieren echar la culpa a mí?
Psicólogo— No digo, eso, pero hay malestar. Bueno,
ya se calmarán con el tiem po, ¿no crcc?
Esos ricachos de la ju n ta directiva tam ­
poco pueden pretender que to d o sea
agua de rosas en una empresa como ésta.
(Pausa corta) Bueno, entonces quedamos
en que acepta el hom enaje, ¿no?
O rlando—Si, claro.
Psicólogo —Y dirá el discurso.
O rlando— No sé decir discursos, señorita. No sé.
Psicóloga—Todo se aprende, O rlando, yo puedo
ayudarlo.
O rlando— ¿Usted?
Psicóloga— Sé escribir discursos.
O rlando— Pero es que tam poco sé decirlos. Ade­
más, es mi problem a. No quiero moles­
tarla.
Psicóloga—(Suave) Usted me cae sim pático, Orlan­
do. Seré su ayudante. (S e levanta) Va­
mos, coloqúese allá. (Señala el cen tro ,
Orlando camina al p u n to indicado) Suel­
te los brazos. Ajá, así. Aflójelos. Calma.
Mucha calma.
O rlando—(R íe ) Me da m ucha risa.
Psicóloga— Respire hondo, m uy hondo.

Orlando respira, ríe. R espira de nuevo.


R íe.

O rlando— Estoy nervioso.


Psicóloga— Hondo. Hondo. M anténgase tranquilo.
Relaje el cuerpo. R epita c o n m ig o ............
“ Estim ado señor M endoza, presidente

110
ñ o r). A unque no sería mala idea: te n ­
dríam os huevos frescos por la mañana. . . .
(Pausa. Ve a Carlos qu e detalla los ú ti­
les d e l cu b o ) Bien. ¿Tengo que enviar
un mensaje? ¿Qué quiere que diga?............
Deme papel y lápiz. “ Estoy vivo, mis
captores me tratan com o un sultán y
vayan soltando la plata rapidito” ¿Algo
así? ¿C uánto van a pedir?
Carlos —Deja de hablar y descansa.
Marcelo — ¡Que descanse?. . Descanso es el que ha­
bría tenido usted si me hubieran rodeado
mis guardaespaldas cuando me secuestró.
¿Cómo pudo evitarlos?
Carlos —Por la puerta trasera.
Marcelo —¿Por donde sacan la basura?
Carlos —Ajá. Las puertas traseras son una bendi­
ción. Nadie se fija en ellas. Y menos unos
guardaespaldas aburridos de cuidarle el
culo a un necio com o tú . . .
Marcelo — ¡Hijos de puta! ¡Y tan caros que me re­
sultan! Cuando salga de esta me dedicaré
a ellos. Para trabajar van a tener que irse
a Groenlandia, los m uy monos.
Carlos —(S e acerca a M arcelo con una soga corta
en las m anos). Las manos atrás.
Marcelo —¿Para qué?

Carlos tom a los brazos de M arcelo con


cierta violencia.
L o ata.

Marcelo —No me ate. Prom eto que no haré movi­


m ientos extraños.
Carlos —Eres m uy soberbio y m uy m entiroso.

Carlos com ien za a m aquillar la cara de


M arcelo.

Marcelo —¿A qué viene to d o esto?


Carlos —Form a parte del asunto.
N a d a d e p reso s.

Carlos abandona sus tareas. Cierra ¡a


agenda.
S e acerca a M arcelo y lo encañona.

Carlos —Levántate.

Marcelo se levanta

Carlos —(Con cierta tim id ez). T om a aquellos sa­


cos que están en el rincón y sitúalos aquí,
en el centro. . .
Marcelo -( M id e la situación ) No. . .

Carlos se encim a fu rioso sobre Marcelo.


L o em puja en dirección a los sacos.

Carlos — ¡Tómalos!

M arcelo se levanta. R ecobra su com pos­


tura. Tom a los dos sacos d el rincón y los
lleva al centro.

Carlos —(Indicando los sacos) Siéntate. (M arcelo


duda) ¡Nada me cuesta pegarte un tiro!
(M arcelo se sienta) Es más, me encantaría
ver tus sesos regados por el piso, comidos
por las gallinas . . .

Carlos deja de encañonar a M arcelo y se


dirige a foro. Tras unos m uebles.

M arcelo —¿Por qué tiene que gustarle? Esto es un


secuestro. ¿No? Un negocio para u sted . . .
(S e encienden luces fuertes. M arcelo es
deslum brado) Carajo, to d o un estudio. . . .
Carlos —(C on orgullo, tratando de ser hum ilde)
Bueno, no tan bueno com o los tuyos. . .
M arcelo —No acostum bram os a criar gallinas. (Car­
los ríe, tom a un cu bo y exam ina su inte-
Marcelo —(Esquiva el m aquillaje). ¿Que asunto?
> ¿No se conform a con el dinero? ¿P orqué
tiene que humillarme?

Carlos encañona a Marcelo. E ste se calma.


Carlos term ina de maquillarlo. Toma una
pelu ca d el cubo. La coloca sobre la cabeza
d e Marcelo.

Marcelo —( R esistién d o se) ¡Maldita sea!


Carlos —(H aciendo presión sobre M arcelo hasta
qu e se calm a) ¡Quieto, quieto! . . . .que te
ves lindo. ( Ve la peluca. Se enajena un p o ­
c o en ella) Cuchita, cuchita la más linda
peluquita de quita y pon . . . .(Se separa
un p o c o de Marcelo. Saca un papel, con
cierta tim id e z) Escucha bien lo que voy
a decirte . . . Deberás leer unas cuantas co­
sas . . . .(R ep en tin am en te violento, com o
para dar más énfasis a sus palabras. En
cierto m o d o actúa su violencia, a la m a­
nera d e un person aje de televisión) ¡Si
intentas quitarte la peluca o el m aquilla­
je, si rom pes algún papel o se te ocurre
volar, te m ato! (Pausa corta. T ím ido)
¿Entendido?
Marcelo - S í.
Carlos —(P isotea el p is o ) ¡Te m ato com o a una
m ism ísim a cucaracha! (Hace gestos fan ­
farrones, a la manera de los pistoleros
d el o este) Recuérdalo bien porque no voy
a prevenirte, ni a decir que te corrijas o
dejes de ser un m atón . . . . (V io len to )
¡Al m enor gesto que no me guste te me­
to una bala en el ojo! (T ím id o ) ¿Okey?

M arcelo afirma.
Carlos le sitú a una hoja d e p a p el sobre
la pierna. L o desata.
M arcelo tom a la hoja de papel.

121
Carlos — ¡No leas aún!.

Carlos se dirige a un lateral, so b re unos


sacos.

Carlos —Lee ahora, Marcelo, con entusiasmo,


como si estuvieras frente a las cámaras de
tu estación. . .
M arcelo —(L eyen do. S e asom bra) Pero esto es ri­
dículo. . .
Carlos — ¡Sin com entarios! ¡Vamos, lee!
Marcelo —(Lee, bajo) Señoras y señores, les habla
Marcelo Ginero. . .
Carlos — ¡Dije con entusiasm o, Marcelo! ¡Como
si te escucharan todos tus clientes!
M arcelo — ¡Señoras y señores, les habla Marcelo
Ginero, dueño de la estación televisora Ca­
nal nueve!. . .
Carlos — ¡Más! ¡Mucho más! ¡De la forma en
que aconsejas a tus locutores! ¡Alto, casi
un aullido! ¡Un grito que se interne en to­
das las conciencias!
M arcelo — ¡Señoras y señores, les habla Marcelo
Ginero, dueño de la estación televisora Ca­
nal nueve!. . .
Carlos —Mejor, mejor, pero dale tonos y matices.
M arcelo — ¡He sido invitado cortésm ente, esta no-
chc, a un foro con uno de mis queridos
televidentes! . . .
Carlos —(S e arroja sobre Marcelo. Le arrebatad
papel) ¡El tono! ¡Los matices! (Pausi
M arcelo perm anece rígido. Carlos co
m ien za a acariciar la peluca. Encañona ¡
M arcelo) Sonríe . . . . ¡Sonríe! (Marcelo
so n ríe) ¡Más! . . . Y ahora anuncíame el
Cham pú “ T ernura” . . .
M arcelo —¿Champú “ T ernura” ?
Carlos —Ajá.
M arcelo —Pero. . .no me sé el com ercial. . .
Carlos —Descúbrelo, entonces. Invéntalo. Y que
sea exacto al que trasm iten por tu canal
122
gar) ¡Un gallinero! ¿No podi'an conseguir
algo mejor? T odo lleno de mierda, con
olor a mierda. . . (A ltan ero) ¿Con quien
creen que están tratando? (A n te una mi­
rada rápida de Carlos, se calma). Siempre
o í que los secuestradores tenían estilo.
Que proporcionaban una celda cómoda,
libros, com ida china . . . (Pausa. Se enco­
ge. La tensión cae sobre él). Seguro que
Virginia llamó a la estación. La noticia la
pasarán por el noticiero de las ocho, sin
im portarles el peligro que pueda corrcr a
causa de tan to escándalo............ ¡Y seguro
que los perros encargados del noticiero
no tendrán escrúpulos en aullar el lío
a los cuatro vientos! ¡Como si no cono­
ciera a esos maricones! ¡Son capaces de
sacarle filo a una bola de billar!
Carlos —Tú los enseñaste.
Marcelo —(S o rp ren d id o p o r la intervención de Car­
los) ¿Yo? (R íe a medias). No conoce us­
ted la iniciativa, mi amigo. . .
Carlos —Los llamas a tu despacho y les gritas que
hay que sacarle filo a las bolas de biliar.
¡Es tu política!
Marcelo —¿Política?. . . (Pausa. Se levanta). ¿Esto
es un secuestro político?
Carlos —No.
Marcelo —¿Y toda esa verborrea sobre mis noticie­
ros?
Carlos —Tú eres el que está hablando demasiado.
Marcelo —(A d en trá n d o se m ás en la idea). Así que
es cosa política. ¿Y que esperan? ¿Que
suelten algunos presos por mí? (Carlos no
resp o n d e) ¡Eso no lo harán nunca! Esas
lacras del gobierno estarán encantadas con
to d o esto. ¡Les fascinaría que me picaran
en tr o c ito s ! ..........Claro, dirán que les pesa
m ucho este lam entable acontecim iento,
i que la policía busca em peñosam ente. ¡Pe­
ro nada de presos! (S e sienta, cansado)
118
Carlos, al ver la cara de su sto de Marce­
lo, ríe. S e dirige a la continuación d e sus
tareas.

Marcelo —¿Trata de quebrantarm e?. . .Se equivoca


si eso es lo que pretende. Estoy acostum ­
brado a situaciones duras, a los sujetos
como usted.
Carlos —Lo sé.
Marcelo —(U n p o c o sorpren dido)¿S í?. . .Claro, su­
pongo que habrán estudiado todas mis
costum bres, la ubicación de mi hogar, los
lugares que frecuento,el nom bre de mis hi­
jos, los colegios donde estudian. ¡Qué ra­
ro que no hayan secuestrado a uno de mis
hijos! Ustedes prefieren a los adolescentes.
Son más indefensos. Recuerdan menos . . .
(Pausa) Con toda seguridad ya contacta­
ron a mi esposa. ¿Sí?. . .Mejor, así ahorra­
mos tiem po. (Pausa corta) ¡Lo primero
que hará mi m ujer será llamar a la poli­
cía! (Pausa. Se m uestra ^agotado) Estoy
cansado. ¿Permite que me siente?

Carlos asiente.
M arcelo busca un sitio d o n d e sentarse.
Saca un pañuelo y lim pia el lugar esco­
gido.
S e sienta.

Marcelo —Ella no tiene acceso a mi cuenta banca-


ria. Si le perm itiera firm ar el dinero se es­
fum aría en pocos días. . I.Su cuenta siem­
pre está vacía. Yo la lleno y ella la vacía.
(Pausa. E studia a C arloi) Ni una palabra.
¿Por qué no habla? ¿Teme que después
lo identifique por la voz? No se preocupe,
no tengo tan buen oído. (Pausa) ¿Y sus
cómplices? ¿Los está esperando?. . . ¿Es
este el sitio donde voy a perm anecer has­
ta que consigan el dinero? (O bserva el lu-
m ien za a arreglar el gallinero. Quita los
lienzos, acom oda sacos, etc.

Marcelo —A esta altura habrá llamado a varios lu­


gares tratando de localizarm e/S e muestra
nervioso p o r las idas v venidas de Carlos)
Ella es nerviosa. Se pone histérica por
cualquier c o s a ......... Llamará a los hospita­
les, a la Dirección de Tránsito y al final,
cuando desocupe el teléfono, recibirá una
llamada de mis guardaespaldas notificán­
dole que he desaparecido. . .¿Ve? En una
hora la policía estará registrando todos los
rincones de esta ciudad, hasta los más p o ­
dridos . . . . Y la pagará.
Carlos —Siempre se paga.
Marcelo —(C o n fia d o ) i Ah! . .Eso es. Dinero, ¿Cuán­
to van a pedir por mí? (Pausa) ¿Un mi­
llón? ¿Dos millones? (R íe alterado) Se
equivocaron de 1pájaro, amigo, no tengo
ta n to efectivo a m ano . . . . Porque ustedes
siem pre lo piden en efectivo. ¿ N o ? ............
Billetes usados, con diferentes denom ina­
ciones. No llamar a la policía y un en­
cuentro en algún lugar s o lita rio ......... ¡No
tengo efectivo, vaya m etiéndoselo en la
cabeza! A lo más unos cuantos miles. Una
m iseria . . .

M arcelo, agotado, se sienta en el suelo.


Carlos abandona las tareas que efectúa
escrupulosam ente, siguiendo el orden
p rescrito en una agenda. Se acerca a
M arcelo am en azándolo con el revólver.

Carlos — ¡Levántate!
Marcelo —(S e levanta, rápido). Dijo que podía sen­
tarm e.
Carlos —Eso fue antes, perdiste tu oportunidad.
A hora te quiero de pie.

116
Carlos (Se deja caer sobre unos sacos. A M arcelo)
—Descansa.
Marcelo G i ñero afloja los brazos. Intenta
girar con cuidado.

Carlos - ¡No te voltees! (M arcelo detien e sus m o­


vim ientos) Si quieres, puedes sentarte allí
mismo.

Marcelo mira al suelo. Está sucio.

Marcelo —¿Aquí?
Carlos —Ajá.
Marcelo —Está sucio. (Indica unos sacos) ¿No po­
dría sobre aquellos sacos?
C'arlos - N o .
Pausa

Marcelo —Esto le va a costar bastante caro.


Carlos —Así es. Prácticam ente he gastado todos
mis ahorros, pero creo que vale la pena.
Marcelo —La policía pronto me buscará . . .
Carlos —Es natural. ¿No?
Marcelo —Y me encontrará . . .
Carlos —No es tan eficiente. Siempre llega tarde,
cuando ya el protagonista ha pulverizado
a los maleantes.
Marcelo —¿Usted cree que puede secuestrarm e sin
ninguna consecuencia?
Carlos -( D u d a ) Pues . . . no, no . . .
Marcelo —Le dije a mi esposa que estaría en casa a
las siete de la noche.

Carlos estudia su reloj. Se levanta y co-


ACTO UNICO
í
Un gallinero.
Las aves dorm itan tranquilas. Picotean.
Hay tam bién gallinas de plástico o yeso,
aferradas a cuerdas o palos.
Sacos llenos de viruta. Baúles.
Anuncios de program as de televisión
enmohecidos. Carteles.
Un m adero alto y grueso a la derecha.
Tres o cuatro televisores.
Una gran cantidad de objetos está cubierta
por lienzos.
Los televisores están encendidos y sus
imágenes se ven fantasmales bajo las telas.

Ruido de pasos apresurados. Aparece Mar­


celo G inero con un estupendo traje gris,
corbata gris con acertados detalles rojos,
zapatos pulidos y una terrible cara de sus­
to. Tiene las m anos sobre la cabeza y m ue­
ve los ojos hacia atrás com o tratando de
ver y no ver algo que lo amenaza. El algo
que lo am enaza es un revólver, sostenido
por una m ano perteneciente a Carlos, un
hombre joven enfundado en unos jeans
desteñidos, zapatos de tennis, chaqueta
de plástico azul y lentes gruesos sobre una
cara nerviosa y concentrada.
“ EL ANIMADOR”

PERSONAJES:

Carlos

Marcelo Ginero
de la com pañía” . . . .
Orlando - ¿Lo digo?
Psicóloga —Sí. En voz alta y clara.
Orlando — E stim ado..........Estimado señor Mendoza
No puedo . . . .
Psicóloga— Será el mejor discurso del m undo, se lo
aseguro. Todos quedarán boquiabiertos.
Tiene usted una voz fuerte y bien tim­
brada. . . “ Estim ado señor M endoza, pre­
sidente de la com pañía” . . . .
Orlando— ( Carraspea) Estim ado señor Mendoza,
presidente de esta com pañía . . .
Psicóloga— Señores m iembros de la ju n ta directiva .
O rlando— Señores miembros de la ju n ta directiva .
Psicóloga— Compañeros obreros . . . . Com pañeros a-
prendiccs. En esta bella ocasión en que
la gran familia de esta empresa se reúne

O rlando -■ Com pañeros obreros. C om pañeros a-


prendices. En esta bella ocasión en que
la gran familia . . . .
(L o encañona) Y con sonrisa.
Marcelo —Cham pú “T ernura” es el champú de las
chicas bellas. . .
Carlos —(S e vuelve, decepcion ado)i No! ¡Con
más gracia! ¿Entiendes? Como lo dices
suena impersonal. Agárrate el pelo, co­
quetea, muévete como una adolescente. . .
Marcelo —( Con tensión, p ero tratando de dar lo que
se espera d e él) Cham pú “ Ternura” es el
cham pú de las chicas bellas, que quieren
atraparlo . . . .

Carlos hace g estos sedu ctores desde su


rincón. M arcelo los im ita con cierta ri­
gidez.

Marcelo —Chica, dime. ¿Por qué te siguen tanto los


hom bres?............ “ Ay, no sé, querida, pero
m ucho me tem o que es ese nuevo champú
que estoy usando ahora ” ¿Y cóm o se lla­
ma? . . . “ T ernura” . . . ¿No es una ternura?
(S e levanta y arroja la peluca) ¡Me pare­
ce ridículo to d o esto!
Carlos —(L o encañona) iPóntela!
Marcelo —(S e so b rep o n e a su m ied o ) No. . .No voy
a ponérm ela (F u rioso) ¡Póngasela usted,
si quiere! ¡Le quedaría bien con esa pinta
de rufián que tiene! ¡R atero! ¡Eso es lo
que es. Una m ierda de hom bre que no
sirve ni para lam erm e las botas!
Carlos —(H istérico, le arroja la pelu ca) ¡Ponte la
peluca o te m ato!
Marcelo —(L e devu elve la peluca, a su ve z) ¡Qué
m atar ni qué m atar! ¡Dinero es lo que
quiere! ¿No? Bueno, dinero se le dará.
Así que no me venga con la m anquera
esa de cham pú Ternura ni pretenda ridi­
culizarm e. ¡Eso le queda m uy grande! . . .
Carlos —(L e arroja la pelu ca) ¡No me interesa tu
dinero!
Marcelo —(Pausa co rta ) ¿Qué?
123
Carlos —Puedes hacer con él lo que te de la gana.
M etértelo centavo a centavo por las nal­
gas.
M arcelo —(A tu rd id o ) ¿Que no le interesa mi dine­
ro?
Carlos —(Indicando la peluca) ¡Póntela!. . .Nadie
pide por ti ni una cochina m oneda.
M arcelo —(A u to m á tica m en te se p o n e la peluca, de
cualquier fo rm a) Pero . . . Estoy secuestra­
do. ¿No?
Carlos —No tengo cómplices. Estam os tú y yo,
solos. Nadie más. E ntiende eso.
M arcelo — ¿Qué interés. . . aparte del dinero?
Carlos —(S e concentra en s í m ismo. T ím id o ) Mo­
tivaciones personales. . .
Marcelo —(S o rp ren d ido) ¿Qué?. . .(E studiá a Car­
los) ¡Pero si nunca antes vi su cara! ¿Qué
le hice? . . . ( Carlos ocu lta su cara al escru­
tinio de M arcelo) ¡Hey! ¿Quién es usted?
¿Un actor fracasado?
Carlos —(R eh u yen d o ) No.
M arcelo —¿Un locutor del m ontón resentido por
no encontrar trabajo en mi planta?
Carlos -N o .
M arcelo —¿Un técnico mal pagado?
Carlos —Nada de eso.
M arcelo —¿Un libretista m ediocre?
Carlos —(E ncañonándolo) ¡Modérate!
M arcelo — ¡Viene con una pistola, am enazando mi
vida y me trae aquí'! ¡Aquí! Y to d o por
unas oscuras m otivaciones personales.
¿Usted cree que soy ingenuo? (Saca pa­
ñuelo. Se calma. S e qu ita el maquillaje)
Dígame. ¿Cuáles son esas motivaciones
personales?
Carlos —( Con cierta duda) No me gusto como
term inó la novela “ A rráncam e la vida” . ..
Marcelo —(C reyen d o o ír m al) ¿Cómo?
Carlos —¿Te gustó ese final?
M arcelo —¿Está loco?
Carlos — ¡Ah, a ti sí te gustó! (F u rioso) ¡Anda,

124
I dime que te gustó! ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Marcelo —{A n te la evidencia irrefutable delalocura
d e Carlos) La verdad, no fue el final más
adecuado . . .
Carlos —(C en trado en su m un do interior) ¿Por
qué M atilde Rom ero tenía que term inar
dueña de la fortuna de Luis A ntúnez y
el am or de Ricardo García?
Marcelo —Fue una injusticia trem enda.
Carlos — ¡Matar a Luis A ntúnez de esa forma!
¡No puede ser!
Marcelo —No puede ser.
Carlos —(Y a d irectam en te a M arcelo) Era el per­
sonaje más prom etedor de la novela. El
hom bre bueno que escala posiciones a
base de esfuerzos. T odo m archaba bien
en su vida y ¡Pam! . . Se encuentra con la
Ì zorra esa de Matilde. Frívola, arruinada
por la bebida y el juego y a punto de
caer en la prostitución. (Pausa corta) Ese
era su destino si no se encuentra con el
buenazo de Luis. ¿No crees?
Marcelo —Era carne de burdcl, lo confirm o.
Carlos — ¡Y se casa con él!
Marcelo —Un error.
Carlos —¿Error? ¡Ningún error! ¡Era la maravi­
lla! ¡Una m agnífica tram a!. . .Hasta allí.
(S e acerca a M arcelo) ¿Por qué ten ía que
aparecer Ricardo García?
Marcelo —Escucha, las proposiciones de la tram a
las realizan los libretistas. . .
Carlos —Tú hablas con los libretistas.
Marcelo —Un poco, sí.
Carlos —Los llamas a tu oficina y los enseñas.
Marcelo —No tan to . Carezco de imaginación.
Carlos — ¡He hablado con ellos!
Marcelo —(Pausa co rta ) ¿Y qué han dicho?
Carlos —(E m puja a M arcelo, suave, hasta hacerlo
sen ta r) T ú, M arcelo G inero, les pediste
que en “ A rráncam e la vida” apareciera un
personaje listo, deportista, play boy, un

125
poco arruinado tam bién. Y les exigiste
que la ram era de M atilde ligara con él.
M arcelo —M atilde Rom ero no am aba a Luis Antú-
nez.
Carlos —¿No? ¿Y por qué se casó con él, enton­
ces?
M arcelo —Creyó que lo quería.
Carlos —¿Creyó? ¿Por qué no lo dejó tranquilo?
M arcelo —Bueno, tú sabes com o era M atilde: vehe­
m ente, im petuosa. . .
Carlos —(Pausa corta en qu e du da) ¡No, no y no!
(Pausa corta. Mira a M arcelo) Escucha,
quizá la m ayoría de los televidentes no ha­
yan estado atentos a las evoluciones de
la tram a, pero yo s í. .En el capítulo cator­
ce, escena segunda, después del comercial
de la Panam, Luis A ntúnez, antes de co­
nocer a M atilde Rom ero, poco después de
graduarse de veterinario, expresó sus sanas
intenciones de viajar a Londres para efec­
tu ar un curso de Post G rado con el célebre
doctor Byron, experto en la cría de cer­
dos . . .
M arcelo —Tienes to d a la razón. . .
Carlos —¿Recuerdas sus ilusiones?
M arcelo -S í.
Carlos —¿Sus am biciones de hom bre bueno?
M arcelo —Era un personaje notable, sin duda.
Carlos —Notable. Sí, lo era (T o m a a M arcelo por
la corbata, lo hace arrodillar y situándose
trás él lo ahoga) Y ten ías que intervenir

tú, ejecutivo inm undo, con el proyecto de
adúltera de M atilde . . .
M arcelo — ¡Un error lo com ete cualquiera!
Carlos —¿Por qué no lo enviaste con to d o el amor
del m undo a Londres, para que culminara
su tesis sobre los cerdos?
M arcelo — ¡Me ahogo. . .!
Carlos —(S u elta a M arcelo) ¡Tenías que dejarlo
aquí, enam orado! ¡Y M atilde humillán­
dolo con su lástim a!. . .
126
Pausa. M arcelo se refugia en un rincón,
aterrorizado.

Carlos — ¿Por qué le tenía lástima?


Marcelo —No lo quería, ya te lo dije.
Carlos —Esa hiena de Matilde no quiere ni a la ca­
rroña. . .(Pausa) ¿O existe algún trasfondo
acerca de Luis que desconozco?
Marcelo —No, que yo sepa.
Carlos —¿Era im potente?
Marcelo —(C on m ucha paciencia, tratando d e ser
ló gico) Ese tipo de cosas no las trata­
mos . . Quiero decir, la censura no lo per­
m itiría.
Carlos —No me vengas a decir que lo era.
Marcelo —Son personajes de ficción, producto de
la m ente de los libretistas.
Carlos —Y la tuya.
Marcelo —La m ía tam bién, de acuerdo, pero no
tienen nada que ver con la vida real.
Carlos —¿Qué?
Marcelo —Son entidades imaginarias.
Carlos —(E xasperándose) ¿Que no tienen nada
que ver con la vida real?
Marcelo - ¡Nada!
Carlos — ¡A m í me ocurrió lo mismo que a Luis!
Marcelo — ¡No puede ser!
Carlos — ¡E xactam ente lo mismo!
Marcelo — ¡No puede ser!
Carlos — ¡Tenía una novia que me dejó por un ca­
rajo con la misma pinta que Ricardo Gar­
cía!

Pausa Corta.
Carlos rum ia su desengaño am oroso.

Marcelo —Lo siento.


Carlos —¿Y sabes una pequeña cosa? No soy im­
potente.
Marcelo —Lo creo.
Carlos —C uando me acostaba con mi Mariela no
127
le dejaba sangre ni para los mosquitos.
Marcelo —Gran vitalidad.
Carlos —Soy capaz de tener una erección con so­
lo pensarlo.
M arcelo —Fenóm eno.
Carlos —¿Era, entonces, im potente Luis Antúnez?
Marcelo —No. Es más, era un m acho com pleto.
Carlos —(Pausa corta) Se parecía a mí.
Marcelo —El vivo retrato.
Carlos —¿A qué se debía, entonces, esa repentina
lástima de Matilde?
M arcelo —Esos casos se dan, igualm ente en la vida
real. . .Son lam entables, pero. . .
Carlos — ¡Nada de lam entos ni de peros! (Se acer­
ca a M arcelo) Sim plem ente a ti se te ocu­
rrió que debía ser adúltera. La enredas­
te con un personaje de su “ nivel social"
y planeaste con to d a sangre fría ese
encuentro m aldito en el “ Tennis Club’
Encuentro que los llevó al adulterio, que
gozaron bastante a pesar de todos los ac­
tos de contricción expresados en la panta­
lla.
M arcelo —Eran personajes llenos de contradicciones.
Carlos —(Im ita n d o la vo z d e M a tild e )llUe actuado
mal contra Luis, él es un buen hombre y
me am a” le dijo M atilde a R icardo en el
capítulo diecinueve, pero lo dijo después
de revolcarse bastante y seguidito con él.
(Pausa corta) Y eso no es todo.
M arcelo —¿Hay más?
Carlos —Lo asesinaron.
M arcelo —Murió en un accidente.
Carlos — ¡No pod ían dejarlo vivo! ¡Tenían que
m atar al pobre diablo! (S en tim e n ta l) ¿Por
qué no dejaste que rehiciera su vida!
M arcelo —Una m uerte siem pre agrega em oción ala
novela.
Carlos —¿Em oción? ¡Eso no es suficiente!. . .¿V
los sentim ientos? ¿En qué basurero de
jas los sentim ientos?
128
Marcelo —M atilde se sintió culpable al morir Luis.
Carlos —Simulaba, la m uy hipócrita.
Marcelo — ¡No, era real, su crisis! Rom pió con Ri­
cardo y no se m etió al convento. . .
Carlos — ¡Al descubrir que estaba embarazada!
Marcelo — ¡Por Luis!
Carlos —¿Quién lo garantiza?
Marcelo —Ella lo dijo.
Carlos —Dem uéstram elo. Vamos, demuéstrame
que no era un hijo adulterino. (Pausa) No
puedes. (T o m a a M arcelo violentam ente
p o r el h om bro) ¡No puedes! (Pausa. Se
distancia un p o c o de M arcelo) Lo que no
entiendo es la saña con que se dedicaron a
joderle la vida. El peor de los criminales
nunca sufrió tanto. Primero le ponen esa
voz aflautada, los lentes gruesos y una ti­
m idez espantosa. Después lo ligan con Ma­
tilde. Le ponen cuernos y al final le m on­
tan una gandola sobre el abdom en. ¿Efec­
tu ó algún genocidio? No. ¿Era un violador
nocturno? No. (A M arcelo) ¿Por qué no
hicieron que se tropezara con una m ucha­
cha rom ántica y buena?
Marcelo —Una pareja así no ofrece contrastes.
Carlos — ¡Al carajo los contrastes! ¿Por qué no lo
enviaron a Londres para que realizara su
tesis sobre los cerdos? ¿Por qué? ¿Por
qué?
Marcelo —Una historia feliz no interesa a la gente.
Hemos efectuado estudios. Los especta­
dores desean ver tragedias, sufrir un poco
a la hora de la cena. N ada irremediable.
Pienso que tú te has tom ado el asunto en
serio. Dem asiado en serio . . .
Carlos -D u ra n te días tuve m iedo de m orir. Que
me ocurriera lo m ism o que a él. . .
Marcelo —Estás vivo, lo que dem uestra que se trata
de un tem o r absurdo.
Carlos —V eía la m uerte en todos lados. Me espe­
raba en la escalera. . .Al final supe que no
129
m oriría. (Se ilum ina) ¡En la soledad d<
mi cuarto descubrí que ten ía una misiór
que cumplir. La m uerte de Luis Antúnez
asesinato perpetrado ante millones de tele
videntes impasibles no podía quedar ¡m
pune! . . .(Pausa. Ve a M arcelo) Por eso
estás a q u í . . .
M arcelo -¿Y o ?
Carlos —Esas son mis m otivaciones personales...
Marcelo —¿Qué tengo que ver?
Carlos —No hay secuestro. No quiero tu dinero.
Me im porta un pepino tu dinero.

Pausa.

Marcelo —Entiendo. (Carlos lo ve) Perfectamente.


Carlos —¿Seguro?
M arcelo —Nos olvidamos con frecuencia de la gen­
te, de las pasiones que removemos. Es
bueno que existan personas como tú.
que nos recuerden ciertas cosas. ¿Cómo
te llamas?
Carlos —Carlos.
Marcelo —Seudónimo, por supuesto.
Carlos —Es mi nom bre auténtico.
Marcelo —Claro, claro. . . Bien, Carlos el asunto no
es tan com plicado. Podem os enmendar
las fallas . . .
Carlos —¿Cómo?
M arcelo —Rehacer la telenovela. ¿Qué te parece?
Carlos —¿Es una brom a?
M arcelo —No, no. Escúchame: la misma estructura,
salvo que al final M atilde resulta ser una
buena mujer y se queda con Luis. ¿Que
tal?
Carlos —Eso es lo que quiero. ¡Eso! ¿Cómo lo
supiste?
M arcelo —Supongo que la costum bre. Tengo que
agarrar el olfato de los televidentes.
Carlos —Me gusta m ucho que pienses así.
Marcelo - N o hay nada más que hablar, Carlos. (Pé
130
m ea a Carlos) Enseguida voy a la estación
■para dar las órdenes pertinentes. (Piensa)
Veamos. . .Una semana. No, es m uy poco.
¡Diez días a lo sum o y la lanzamos al
aire! (S e separa d e Carlos) Ya verás
¡Nos robarem os el rating! (V e a carlos.
Pausa corta) Eres inteligente.
Carlos - ¿ Y o ?
Marcelo —Es más, eres un g e n io .. .

Carlos r íe tím ido.

Marcelo —Yo aprecio el genio. Lo o lfa te o .. . (Saca


una tarjeta d e su traje) Mira, este es mi
núm ero privado. ¿Por qué no te acercas
m añana por la planta? Te ofrezco un pues­
to de asesor bien pagado. (S e dirige a f o ­
ro con intenciones d e m archarse) Lláma­
me antes de ir, preferiblem ente en la ma­
ñana . . . .
Carlos —(E ncañona a M arcelo) ¡No te muevas!
Marcelo —(S e d etien e) ¿No quedam os?. . .
Carlos —Los arreglos los harem os aquí.
Marcelo —¿Aquí?. . .Imposible. ¿Dónde están las
cámaras, los m icrófonos, el control de
video?

Carlos va a uno de los baúles. Saca un ves­


tid o largo y lleno de prom inencias. Una
pelu ca platinada, guantes y marabú. Lo
lleva con cierta cerem onia a los brazos de
M arcelo qu e lo recibe con estupor.

Carlos —V ístete. T odo te va a quedar m uy lindo,


ya vas a ver.
Marcelo —¿Qué se supone que debo hacer?
Carlos —M atilde A ntúnez. ¿Quién más?
Marcelo — ¡Me niego!
Carlos — ¡No puedes!
darcelo — ¡Va contra mi carácter, com prende!
Carlos — ¡Vamos, vístete!
131
M arcelo —(Arroja to d o sobre unos sacos) ¡No ten­
go por qué som eterm e!
Carlos —(L o encañona) Acomodas la historia o te
mato.
M arcelo — ¡No entiendo!
Carlos —Voy a reivindicar a Luis A ntúnez. (Se
acerca a M arcelo con cierto aire fanfa­
rrón) Y lo haré, aunque tenga que es­
parcir tu cerebro por todo M anhattan, cu­
caracha. . .(R íe a lo K ojac) ¡Como dijo
Kojac en el últim o capítulo. . . vamos, vís­
tete!. . .

M arcelo tom a las ropas, se quita la camisa

Carlos - ( A m en a zá n d o lo ) ¡Rápido! ¡Más rápido!

M arcelo apresura su transformación.


Carlos deja de encañonarlo y se dirige u
o tro secto r d on de viste a su vez indu­
m entaria de tennista.

Carlos —R econstruirem os la tram a a partir del


capítulo dieciseis, cuando M atilde se en­
cuentra con Ricardo . . .
M arcelo -(V is tié n d o s e ) ¿Y eso será todo?
Carlos —Todo.
M arcelo —¿Qué hará Matilde?
Carlos —Eso es asunto tuyo.
M arcelo — ¿No podrías darm e una guía?
Carlos —¿Para qué?
M arcelo —Algo que me perm ita conocer cómo ves
tú el asunto.
Carlos —Saca tus propias conclusiones.
M arcelo —Mira que M atilde es un personaje vacío
com o un bom billo.
Carlos —Sí, ya lo sé. Y lleno de tram pas.
M arcelo —¿Debo inventarle una infancia aban­
donada? ¿Un traum a irreparable? ¿Seguro
que no tienes un libreto?
Carlos — ¡Ya te dije que no! ¿Estás listo?
132
I Marcelo —Pronto, pronto. . . (Term ina de vestirse)
¿Y tú qué harás?
Carlos —(Sim ula jugar tennis, raqueta en mano).
Yo seré Ricardo García, un galán rastrero
pero sim pático. (Entra en personaje).
Com o buen adulto me encanta el adulte­
rio y siempre ando a la caza de esposas.
Esposas cansadas. Hastiadas del ritornello
fornicador con el marido. Hartas de tri-
clorines, platos que fregar y todo lo de­
más . . .(V e a M arcelo, se sorpren de) ¡Oh!
¿Qué veo? Una candidata de buenas cur­
vas con el flam ante anillo que denuncia su
disponibilidad . . . (A van za en dirección a
Marcelo. Saca un a to m iza d o r bucal. Lo
usa y luego, con voz sugestiva) H o la ..........
Marcelo - ( Q uitándose la peluca) ¡Me m olesta esta
peluca!
Carlos —(Saca e l revólver. A m en aza) ¡Te quedas
con ella! ¡Te quedas con ella, hijo de puta!
Marcelo —Perdón. . .Sólo quise. . .
Carlos — ¡No voy a perm itirte más saboteos! (R e ­
torna al sitio de partida y cam ina de nue­
vo en dirección a Marcelo. Se seca con una
toalla) Hola . . .
Marcelo —Hola. . .
¡Voz fem enina, m ari­
Carlos —(A m en a zá n d o lo )
cón! ¿Voy a tener que instruirte en todo?
Marcelo —Mi voz es gruesa. Por más que. . .
Carlos — ¡Quiero voz fem enina '.(Retorna al arran­
q u e original. Ve a M arcelo co m o si lo dis­
tinguiera p o r prim era vez. S e despide de
un co n te n d o r d e tennis) No, no juego
más. Tengo una cacería para esta tarde . . .
(R e tr o c e d e y tro p ieza con Marcelo. Se
vuelve) ¡Oh, perdón!
Marcelo - ( C arraspeando) Por nada. . .
Carlos —Soy m uy torpe, disculpe. . .
Marcelo —Este. . . Y o tam bién estaba distraído. . . .
distraída. . .
Carlos —Bien, hasta pronto.
133
Marcelo —(A flau tan do la vo z) Que le vaya bien. ..

Carlos se retira a foro. M arcelo perma­


nece tenso. Carlos se d etien e a mitad
de camino. Se vuelve y mira a Marce­
lo. S e escucha música d e tango.

Carlos —Señorita. . .
M arcelo —(S e vuelve) i Ah?
Carlos —(S e acerca a M arcelo) ¿No es usted la es­
posa de Luis A ntúnez?
M arcelo —Sí.
Carlos —(L e alarga la m an o) Encantado. Ricardo
García.
M arcelo —M ucho gusto.
Carlos —Por la televisión estoy enterado dé todos
los problem as que sufren.
M arcelo —Cosas del destino.
Carlos —Especialm ente tú. Mejor dicho, sólo tú.
El, desde que te tiene es un hom bre fe­
liz, pero a ti se te ve en la cara que la pasas
bastante mal.
M arcelo —No se de dónde saca esas ideas tan absur­
das. . . (S e separa de Carlos) Soy feliz con
mi m arido. Sépalo.
Carlos —Eso no te lo cree ni tu m adre sorda, así
pudiera escucharte.
M arcelo —(L e da la espalda a Carlos) Y me discul­
pa, no hablo con desconocidos.
Carlos —Sé que no lo amas.
M arcelo —Lo amo con todas las fuerzas de mi cora­
zón apasionado.
Carlos —A yer dijiste en la escena del cuarto,
cuando lloraste com o una Magdalena
porque se te quem ó el pollo en el horno:
“ Luis es un hom bre con el corazón de
oro, pero no lo am o ” . . .
M arcelo —Cocino m uy mal, me ofusco y digo cosas
sin sentido.
Carlos —Suspiraste así. . .(Suspira) Y luego pro­
seguiste: “ ¿Por qué he de ser tan cruel
134
con él? ¿Por qué?” . . . (S e le adelanta, se­
d u cto r) Y yo, Ricardo García, te digo:
¡Matilde, aparezco en este capítulo para
ser el hom bre de tu vida! . . .
Marcelo —(R eh u yen d o ) No, déjame o llamo a las
fuerzas del orden.
Carlos —( S e le acerca, ex tien de una m ano en direc­
ción a la espalda d e M arcelo) Matilde, no
pretendas hacerte la difícil conmigo.

M arcelo se vuelve. La m ano exten dida de


Carlos le roza un seno.

Marcelo —(D a una ligera bofetada a Carlos) ¡Lo


encerrarán en un presidio por abusador!
Carlos — ¡Detergentes superiores y cigarrillos de
marca fam osa decidieron que sintieras una
irresistible pasión por mí!
Marcelo — ¡Jamás de los jamases! (R íe falsam ente).
Anda a buscar por otros lados, nene. . .

M arcelo se sienta en unos sacos. Se cubre


con el marabú. Carlos se le acerca. Se in­
clina. A cerca su cuerpo.

Carlos ~ ¡Mírame! (M arcelo lo hace). . .Y enam ó­


rate. Son cosas del libretista y del presi­
dente de la estación con las que no puedes
luchar. Serem os am antes. Tu m arido m ori­
rá y viviremos ju n to s, disfrutando su dine­
ro.
Marcelo —(S e levanta) ¡Pase lo que pase nadie po­
drá separarm e de Luis! ¡Así lo deform e u-
na caravana de camiones siem pre lo querré!
Carlos — ¡Luis es un m equetrefe, lo sabes!
Marcelo — ¡Y retíra te , me resultas repulsivo y
odioso!
Carlos — ¡Es un m aldito ignorante! ¡Eso es lo que
es!
Marcelo - ¡Conoce to d o lo que hay que saber sobre
los cerdos! (Se retira. Se vuelve) ¡Se co-

135
mu nica telep áticam en te con ellos!

Pausa. Carlos se m uestra destrozado. Mar­


celo, altanero.

Carlos —Tu voz suena sin convicción. . .


M arcelo —Puedo jurar sobre la biblia, si quieres..
Carlos —Todas esas cosas que dices son falsas, co­
mo si estuvieras recitando un mal libreto

M arcelo —Hablo con las cuerdas vocales del cora­


zón.
Carlos —¿Y si te pegara? ¿Si te obligara a venir
conmigo y consum ar lo que está escri­
to para millones de televidentes?

Carlos enarbola la raqueta. Marcelo se


retira pru den tem en te.

M arcelo —No lo harás. No te ensañarías con una


débil mujer.
Carlos —¿Débil?
M arcelo —(S e retira aún más) Lánguida, como las
damas del renacim iento.
Carlos — ¡Cuentos, eres una zorra m oderna!
M arcelo — ¡Qué horror!
Carlos — ¡Inm unda y caliente!
M arcelo — ¡Esa no es form a de tra ta r a una dama!
Carlos — ¡Con todos los adelantos tecnológicos
de la pildora! (S e le acerca) Vamos, de­
m uestra tu verdadera naturaleza y arró­
jate a mis brazos.
M arcelo - ¡ R e tír a te !
Carlos — ¡Somos tal para cual!
M arcelo -¡M e n tira !

Carlos se acerca a M arcelo con la raqueti


en alto, am enazante. Grita. Marcelo st
encoge esperando el golpe. Carlos detieni
sus m ovim ientos.

136
Carlos —(R etirán dose, con voz nasal) ¿Qué pasa­
rá con M atilde A ntúnez? ¿Logrará Ricar­
do García conquistar su corazón? ¡No se
pierda el próxim o capítulo! (V e a M arcelo
que se ha levantado con apresuram iento y
lo mira con incredulidad y pán ico) Com er­
ciales . . . Siempre hay comerciales en los
m om entos de m ayor tensión.
Marcelo —¿Puedo quitarm e esta ropa?
Carlos —Aún no hemos term inado.
Marcelo —Estás am enazando con pegarme.
Carlos —¿Am enazando? Voy a pegarte a ver
cuánto resiste tu am or por Luis. A ver si
es cierto que lo amas.
Marcelo —En la televisión no se golpea. Se simula
que se golpea.
Carlos —¿Vas a venir con cotorras? ¿Y todos esos
m oretones, cicatrices y sangre?
Marcelo —Maquillaje, tú lo sabes.
Carlos —No lo sé.
Marcelo — ¡Lo sabes!
Carlos —(D e nuevo en el p a p el d e Ricardo. Se­
d u cto r) Ven acá, M atilde, mi amor. . .
Marcelo — ¡Estás loco! ¡Loco!
Carlos —(C on el corazón d estro za d o ) ¿Me dices
loco a m í, a tu R icardo García? ¡Esto es
lo últim o que podía ocurrirm e.
Marcelo —(R e to m a n d o el p a p el de M atilde con
cierta d ificu lta d ) L u is .. .
Carlos — ¡Afloja to d o el resentim iento que tienes
contra el cabrón de tu m arido!
Marcelo — ¡Luis! ¡Luis!

Carlos da un ra qu etazo en las nalgas de


M arcelo.

Carlos —¿Vas a seguir nom brándolo?

M arcelo retrocede. In ten ta buscar una sa­


lida.
M arcelo — ¡Amo! ¡Amo a Luis A ntúnez!
Carlos —(A braza a M arcelo) Esc tipo se m uere,1
sucia. Lo m ata una gandola cinco ca- j
pítulos más adelante, cuando regresa de
inspeccionar una granja llena de cerdos. I
Marcelo — ¡Lo quiero!
Carlos —Casi estoy a punto de creerte.
M arcelo — ¡Créeme!

Carlos hace girar a M arcelo. Un brazo le


rodea la cintura a M arcelo y con el otro
ejerce presión sobre el cuello.

Carlos —¿Vas a rom per to d a la estructura déla


telenovela? ¿El pensam iento vertido por
el dueño de la estación y el libretista?
M arcelo — ¡Lo único que me im porta es que adoro
a Luis!
Carlos —(H ace que M arcelo caiga al suelo. Se
m on ta so bre su espalda) No te m ato por­
que es una contingencia que no veo en el
libreto. Si no, estarías frita. ¡Hipócrita!
¡Verdulera! ¡Terminarás en el campo,
desdentada y llena de crios!
Marcelo — ¡Si es con Luis no me im porta!
Carlos — ¡A lim entando gallinas y perm itiendo que
los cerdos se te m etan hasta en la cama!
M arcelo — ¡Com partiré to d o con el hom bre que
amo!
Carlos — ¡Ni televisión tendrás!
Marcelo — ¡No! ¡No!
Carlos —Luis A ntúnez, al verte gorda y fea te
abandonará. . .
M arcelo —(R ogan do d e rodillas a Carlos) No digas
eso, Ricardo. . .
Carlos —Sí, te abandonará p o ru ñ a cam pesina más
gorda y espantosa que tú , pero que lo cau­
tivará con su olor a cerdo p odrido. . . . ¡Y
m orirás de celos!
M arcelo — ¡No, po r favor!
Carlos —(E m pu jan do a M arcelo) ¡Morirás de ce­
138
los, perra! ¡Perra! (E scupe sobre M arcelo)
Y ahora, me voy al Tennis Club. . .

Carlos se retira unos pasos, m ueve la


raqueta co m o si estuviera jugando una
p artida de tennis.

Marcelo —(E n trém o lo fin al) ¡Amo a Luis Antú-


nez! ¡Amo a Luis Antúnez!

Carlos d etien e sus raquetazos. Observa a


M arcelo qu e lo mira interrogador.

Carlos —(Suave) ¿Ves? Yo sabía que Matilde era


fiel, igual que mi Mariela. (M arcelo se
levanta) Más tarde la buscaré y haremos
las paces. ( C om ienza a arreglar algunos
sacos fo rm a n d o d o s prom inencias, una
más alta que la otra) La pobre, seguro
que está pasando malos ratos con ese
condenado que intentó seducirla............ Se
casaron, se m udó con él y ya van bus­
cando un carajito, pero eso no im porta.
¡Este nuevo final de “ Arráncam e la vi­
d a” me abrió los ojos! . . . . Es com o si hu­
biera sido inundado por una ola de co­
lirio e-lle-mo.

M arcelo co m ien za a quitarse las ropas.

Carlos —¿Cómo te sientes?


Marcelo —Bien, bien. . .
Carlos —Me alegro.

Carlos m archa a la pa rte de atrás. Se ocul­


ta entre los baúles.

139
M arcelo —64 Carlos a quien no ve) Un poco aturdi­
do, pero bien. ¿Y tú?
Carlos —Feliz.
M arcelo —Me alegra que todo se haya solucionado.
Carlos —Un poco a contrapelo, pero eso no im­
porta ¿verdad?
M arcelo —Lo fundam ental es el final feliz. ¿Cómo
no lo vi antes?
Carlos —Es la televisión, que tiende a enredar las
cosas, me he dado cuenta.
M arcelo —Cierto.

M arcelo se ha q u itado las ropas de mujer.


Queda con los pantalones recogidos. Se
coloca la camisa apresuradam ente.

Carlos —(En off, entre los baúles) Siempre salen


cosas raras. Uno nunca sabe po r dónde
va a saltar la liebre. Está tranquilamente
observando a una pareja que se quiere
con todas las de la ley y ¡Zas! Aparece
el tipo malo que se quiere coger a la pro­
tagonista . . .
M arcelo —O la hem bra platinada que desata sus fu­
rores uterinos sobre el m uchacho bueno...
Carlos —Eso. Enredos, puros enredos.

M arcelo tom a los co m p o n en tes de su


traje. Camina a lateral.

M arcelo —Bueno, me voy. . .

Surge Carlos vestid o de mujer. En esta


ocasión, el traje es severo. Un p o c o cursi,
tam bién. S om brerito con malla y un chal
Lleva un cu bo en una m ano y la pistola
en la otra.

Carlos —¿A dónde?


M arcelo —(O bserva a Carlos con asom bro y terror!
A . . . a casa.

140
Carlos —¿Para qué?
Marcelo —Dormiré veinticuatro horas seguidas.
Carlos —Más tarde.
Marcelo — ¡Déjame ir!
Carlos —Tenemos que arreglar otras cosas.
Marcelo —¿Otras?
Carlos —Tengo que reconstruir mi vida, Marcelo.
M editarla de nuevo. Tengo muchos ren­
cores en la cabeza.
Marcelo —¿Rencores?
Carlos — ¡Ajá ! Y esta es la oportunidad de sacar­
los.

Carlos se dirige a los sacos. Se sienta en


una de las prom inencias. Utiliza la otra
co m o mesa. D el cu bo extrae un p la to y
con un cucharón com ien za a derramar
cantidades de corn flakes qu e saca, igual­
m ente, d el cubo.

Marcelo — ¡Yo no puedo ser tu paño de lágrimas!


Carlos —Com enzando desde mi niñez. ¡Nunca
me gustó el Corn Flakes y durante ocho
años mi m adre me obligó a comerlo! (Se
transform a en anunciadora de televisión)
“ porque usted sabe, comadre, Corn Flakes
tiene com puestos vitam ínicos que asegu­
ran la salud del niño y le otorgan esa son­
risa nueva de los cam peones” . ¡Corn Fla­
kes para su nene! ¡Nene para su Corn Fla­
kes!
Marcelo — ¡Yo no tengo la culpa de que tu m adre
te hiciera com er cosas que no te gustaban!
Carlos -¿ N o ?
Marcelo — ¡Ni la conozco!
Carlos — ¡Eres el dueño de la televisora!
Marcelo —Sólo soy el presidente.
Carlos —¿Y qué más quieres? (S e acerca a M arcelo
con un babero y una gorra qu e ha sacado
d e l cu b o ) Tu estación aullaba día tras día
las benditas propiedades mágicas del Corn

141
Flakes. ( Coloca el babero a Marcelo. Igual |
la gorra) En la mañana, en la tarde y en
la noche. Especialmente en la tarde, an­
tes, durante y después de “ El Investiga­
dor Subm arino” donde pregonaban la
horrible calumnia de que Mike Nelson
tom aba Corn Flakes antes de sumergirse
en las profundidades llenas de tiburo­
nes, barracudas y otras alimañas m arí­
timas . . . . (L o em puja) Y no tienes la cul­
pa . . .
Marcelo —Escucha, Carlos, hay algo en lo que estás
equivocado. . .
Carlos —(En nuevo rol) Puedes llamarme Teresa,
como mi mamá. . .
M arcelo —Teresa. . .sencillamente yo no soy el due­
ño de la estación televisora.
Carlos —(S e acerca com o m adre com prensiva ante
un chiste de su p eq u eñ o hijo) ¡Ay, que
gracioso mi nene ¡ (L e pellizca las mejillasI
¡Cuchi, cuchi! ¡Eso no te lo cree ni el
coyote estúpido que persigue al correca-
minos!
M arcelo — ¡Es cierto! ¿Cómo explicarte?
Carlos —(.A bandona rol. S e dedica a preparar el
p la to de Corn F lakes) Nadie tiene un es­
critorio más grande que el tu yo.
M arcelo — ¡Pura pantalla!
Carlos —Eres el presidente. T odos lo dicen. Hay
un rótulo en la puerta de tu despacho.
M arcelo —Se tra ta de un truco.
Carlos — ¡El truquero eres tú!
M arcelo —Un truco económ ico. Los verdaderos
dueños son otros tipos.
Carlos — ¡Fantasías!
M arcelo —Y o soy el que da la cara y to d o lo de­
más, pero los amos del negocio son otros.
Carlos —(T om a ro l d e m adre) ¡Estás peor que
Walt Disney! ¡Vamos, ven a la mesa y có­
m ete este Corn Flakes!
M arcelo ; —(S e acerca a la mesa. In te n ta explicar) Es
142
una transnacional. ¿Tu sabes lo que es
una transnacional?
Carlos —No. (E m puja a M arcelo hacia los sacos)
i Y siéntate!
Marcelo —(S e sienta y tom a la cucharilla qu e le ex­
tien de Carlos) Son corporaciones m ons­
truosas. Dependem os de ellas. . .
Carlos — ¡Come m uchacho, si no quieres que te
rom pa los dientes!
Marcelo —(C o m ien d o y explican do) Nos procuran
toda la tecnología. Los repuestos, los e-
quipos. . .
Carlos — ¡Traga tu Corn Flakes, para que seas un
chico sonriente que le gane a todos en
las carreras por los campos verdes . . .
Marcelo —Los programas en video, las películas. . .
Carlos — ¡Mastica bien tus minerales, chiquillo de
mierda! (Da un golpe a la cabeza de Mar­
celo) La vitamina A, la B, la C, la D, la F...
Marcelo — ¡Soy un testaferro!
Carlos —¿Te gusta El Zorro? (L e hace espadas)
¡V itam inízate hasta la zeta de El Zorro!
Marcelo — ¡Un testaferro! ¡No soy el dueño! ¡Dé­
jam e ir!
Carlos —(A to rm e n ta d o ) ¡Ah! ¿Con que no te
gusta el Corn Flakes? ¿Y qué quieres?
¿Hacerme pasar vergüenza con la vecina?
¿Ser una m ierda de niño al que los otros
le peguen? . . .Pues no, no, no. ¡A la fuer­
za te lo vas a comer! (H unde la cabeza
de M arcelo en el p la to ) ¡Come! ¡Come y
m ineralízate hasta los cojones!

M arcelo se derrum ba. Se arrastra h u y en d o


d e Carlos.

Marcelo — ¡No soy! ¡No soy!

Carlos tom a el cu b o lleno d e corn fla k es


y lo arroja so b re M arcelo.
M arcelo gim otea. Carlos lo am enaza.

143
Carlos —Los niños que comen Corn Flakes no llo­
ran. Prefiero tener un hijo m uerto antes
que un crío llorón y mocoso.
Marcelo —(R epon ién dose) ¿Llora? ¿Quién llora?
Nadie llora.
Carlos —Ve a la mesa y term ínate la comida.
Marcelo —(Tras una pausa en que m edita veloz­
m en te todas las alternativas) No.
Carlos —¿Qué no?
Marcelo —No me gusta el Corn Flakes. (A h ora fran­
cam ente en rol de niño) ¡Es una mierda
de producto y no me comeré ni una podri­
da hojuela más!
Carlos —(H orrorizado an te la rebelión) ¡Con que
eres un niño rebelde!
Marcelo —¡Sí!
Carlos — ¡Dios m ío!
M arcelo — ¡Y Mike Nelson no come Corn Flakes.
Es más, lo odia! ¡Y antes de sumergirse
en las profundidades marinas llenas de
pulpos y cangrejos, recom ienda a los
niñitos botar a la basura todas las cajas
de Corn Flakes que tengan a mano!
Carlos — ¡Mira que te voy a pegar!
M arcelo — ¡No me im porta!
Carlos —(S e desm aya) ¡Ay, no le im porta!
M arcelo —(Da pasos m arciales y rep ite) ¡No me
im porta! ¡No me im porta! ¡No me
im porta!
Carlos —(R ep o n ién d o se d e l d e sm a y o ) ¡Dios, por
qué me has castigado con esta criatura del
demonio!
M arcelo — ¡Viva el diablo! ¡Viva el diablo!
Carlos —Seguro que esa actitud se debe a las
com potas que ta n to te gustan. . .
M arcelo —Sí, a las com potas Heinz. ¡Heinz! ¡Heinz!
Carlos —(A b a n d o n a n d o rep en tin a m en te su rol.
E m puja a M arcelo) ¡Gerber! ¡Gerber!
M arcelo —(A su sta d o ) Gerber. . .que cuida la exis­
tencia de los bebés com o si fueran capu­
llos de rosas.
144
Carlos ~ (A n g u stia d o ) ¿Qué habré hecho yo para
m erecer semejante castigo? Mi pecado fue
haberte parido. . . (S e sienta en los sacos.
Hace señas a M arcelo) Ven acá niño ma­
l o .. .
Marcelo —No.
Carlos — ¡Venga! ¿Se va a poner desobediente?
Marcelo —¡Si'!
Carlos —En castigo no verás televisión durante
una semana.
Marcelo —(C om ien za a lloriquear) No, eso no. No.
No.
Carlos —Además de los azotes. Venga.

M arcelo se niega.
Carlos se levanta y va en busca de Mar­
celo..

Carlos — ¿Pero qué se cree este carajito? ( L e tom a


la m an o) Venga (S e vuelve suave) Nadie
va a pegarle al nene de la casa . . . . ( L o lle­
va a los sacos. S e sienta y hace qu e Mar­
celo se acu este sobre sus rodillas) Así,
ponga su tr a s e r ito ..........Entonces. ¿No te
gusta el Corn Flakes?
Marcelo —No.
Carlos —¿Y rechazas todos sus m inerales, vitam i­
nas y estroncios?
Marcelo — ¡Sí!
Carlos —( C om ienza a a zo ta rle e l trasero) ¡ Los re­
chazas! ¡Toma! ¡Toma!
Marcelo — ¡Sí! ¡S í! ¡S í !

Carlos azota. M arcelo se queja y se d e­


rrumba. C arlos lo ve y com ien za a reír con
estruendo.

Carlos — ¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste!


Marcelo —(S e levanta to r p e m e n te ) Sí, lo hice. . .
Carlos — ¡Hay que decírselo a los niños! ¡A to ­
dos los niños! ¡No tienen po r qué so-

145
po rtar las sopas en sobres, las salchichas!
M arcelo — ¡Las merm eladas, el germ en de trigo!
(S e sienta en los sacos y luego, en un acce­
so de angustia) ¡Déjame ir, quiero estar de
nuevo con mi familia, con mi gente. . .
Carlos —( Q uitándose el traje de m ujer) Con los
otros. . .
M arcelo —¿Otros? (A n gu stiado) ¿Qué otros?
Carlos —Dijiste que eras un testaferro.
M arcelo —(S e qu ita la gorra y el babero) Testaferro
es una fea palabra.
Carlos —¿Cuál prefieres?
M arcelo —A lto ejecutivo, presidente. . .
Carlos —¿Quiénes son los otros?
M arcelo —(In ten ta n do ser lógico) Somos una espe­
cie de sucursal. ¿Entiendes?
Carlos —No m ucho.
Marcelo —Nos procuran la tecnología, patentes y
programas, y nosotros les enviamos los
cheques.
Carlos —¿Cheques?
M arcelo —Transferencias en pago a sus servicios a
través del Banco Nacional.
Carlos —¿Banco Nacional?
M arcelo —Ajá.
Carlos —No te creo.
M arcelo —Es el Banco Nacional. Yo mismo firmo
las transferencias.

Carlos busca en sus bolsillos. Saca una


L ibreta de A h o rro y la muestra.

Carlos —¿Ves? Banco Unido. Yo ahorro en el


Banco Unido.
M arcelo —No es m uy buen banco que se diga.
Carlos - ¿ N o ?
M arcelo —Tiene pésimos servicios y sus ejecutivos
son unos ladrones.
Carlos —(In crédu lo) En tu estación dicen que es
lo m ejor de lo m ejor.

146
queño, las m anos te resbalan, pero sigue
. . . ¡Sigue! ¡Pedalea duro! ¡Duro!

M arcelo cae exhausto.

Carlos — ¡Bravo! ¡Has ganado la prim era prueba


(Palm ea a M arcelo) ¿Cómo te sientes?
M arcelo — ¡Déjame ir! ¡Le daré el apartam ento!...
Carlos —(L e da un rod illa zo ) ¿Cómo te sientes?
M arcelo —Orgu. . .orgulloso. (S e aferra a las rodi­
llas d e Carlos) Escucha, sé que supones
que no cum pliré lo que prom eta. Que
al salir de a q u i me olvidaré del asunto. . . .
Carlos —(D espren diéndose de M arcelo). ¡Orgu­
lloso, esa es la palabra! También nosotros,
C arm encita y todos los televidentes esta­
mos orgullosos de ti. Te anima el espíritu
del amor. Ese mismo fuego que anim ó a
nuestros proceres en las Guerras de la In­
dependencia frente al yugo español.

M arcelo —Ese Henry A m ador es un salvaje.


Carlos —En tu estación lo estiman mucho.
Marcelo —No sabía que era capaz de estas hum i­
llaciones. Escucha, te juro por mis hijos.
Le daré a R igoberto el apartam ento, el
viaje a Roma y una suma para indem ni­
z a r la . ¿Me crees? ¿Me crees? (En un gri­
to ) ¡Tienes que creerme!
Carlos —(S e adelanta) Señora amiga m ía, usted
que conoce los secretos de la buena comida
tiene un m agnífico aliado én el aceite
“ C abran” . ¡Ensaladas, tortillas, carnes,
frituras, pescados, buñuelos, panquecas,
asados, saben m ejor. . . . . pero m ucho mc-
► jor con aceite “C abran” !
Marcelo — ¡No te guardo rencor! ¡No enviaré tras
de ti a la policía! ¿Quieres dinero?
Carlos — ¡Su m arido lo sabe!
M arcelo —Tú d i la suma, yo pongo el cheque.
Carlos — ¡La felicidad conyugal es com pleta
158
y sea feliz en “ M atrim onio en las estre­
llas” ! (Sube sobre unos sacos) ¡Y ahora,
por cortesía del aceite “C abran” , la pri­
m era prueba de nuestro programa!

Carlos desciende de los sacos. Va en busca


d e un triciclo d e niño y lo lleva fre n te a
Marcelo.

Carlos — ¡Rigoberto tendrá que com pletar tres


vueltas a la pista en el lapso de un m inuto
que comienza . . .Ya!
Marcelo — ¡Yo no puedo m anejar eso!
Carlos —¿Qué no puedes?
Marcelo —Es un triciclo de niño, se reventaría bajo
mi peso.
Carlos —Uno así utilizó Rigoberto.
M arcelo — ¡Ese fue Rigoberto! ¡Yo no soy Rigo­
berto!
Carlos — ¡Eres Rigoberto! (L o encañona) ¡Y tu
novia se llama Carmencita! ¡Y si no es así,
te mueres!

E m puja a M arcelo sobre el triciclo. Mar­


celo com ien za a pedalear con dificultad.
Carlos se encim a sobre unos sacos.

Marcelo — ¡Es duro!


Carlos — ¡Tú, Carm encita, que lo estás viendo por
la pantalla de televisión de algún vecino,
porque eres tan pobre que ni televisor tie­
nes, reza a todos los santos y sobre todo
. . . ¡Amalo!
Marcelo — ¡Déjame ir! ¡Prom eto entregarle el apar­
tam ento a Rigoberto! ¡Se lo regalo!
Carlos — ¡El se lo ganó!
M arcelo — ¡Se lo pago entonces, coño! ¡Se lo pago!
Carlos —(A n im a a M arcelo. L o em puja. M arcelo se
m uestra a g o ta do) ¡A presúrate, Rigoberto!
¡Sé que te duelen las piernas. Las nalgas
se te hincan en un asiento dem asiado pe-
157
Carlos — ¡Gran experiencia!. . . Algunos nacen en
avión, o tro s ct\ 6arcos y f c j o b m o cti
un autobús. Y, dime, a q u í entre nos
¿Tu novia?
Marcelo —(R íe to n ta m en te) Está bien.
Carlos —¿La quieres?
M arcelo —M ucho. Me está viendo por la televisión
ahorita.
Carlos —(A una cám ara) M ucho gusto,señorita...
(A M arcelo) ¿Quieres enviarle un saludo?
M arcelo -(A g a rra el m icró fo n o ) Hola. (V a a en tre­
gar el m icrófon o a Carlos. L o recupera)
¡Y dile a Chucho, el carnicero, que no se
te acerque si no quiere tener una pelea
conmigo! . . .
Carlos —(C on sonrisa falsa. Le qu ita el m icrófo­
n o) Qué brom ista. ¡Estupendo sentido del
hum or! (A M arcelo) ¿C óm o se llama tu
novia?
Marcelo —Carm encita. Y es m odista.
Carlos —¿Modista?
M arcelo —Sí, c o s tu re ra .. .
Carlos —(Se adelanta en tusiasm ado) ¡Es m odista!
¡Modista! ¡Un obrero y una m odista, ex­
celente pareja, amigos míos! (S e torna gra­
ve. A d ela n ta paso p a té tic o ) Estas son las
cosas que parten el alma. Que nos hacen
ver que el am or aún existe en el m undo a
pesar de las guerras y de los niños m uer­
tos de ham bre ... .(S e recupera) El am or es
el sím bolo de este su program a y el aceite
“ C abran” su cupido. “ C abran” el aceite
que dora sus papas con auténtico am or.
(P a tético d e n u evo) A todos ustedes, am i­
gos televidentes, les pido que unan sus m a­
nos y rueguen po r este pobre m uchacho,
m ecánico. Véanle las uñas, llenas de grasa.
. . . (M arcelo estudia sus m anos) Que ama
a una m ujer. Que quiere hacerla suya.
¡Unan sus m anos para que R igoberto R o­
dríguez pase bien todas nuestras pruebas
Carlos —(Por lo bajo) Anim o, Rigoberto, todo
saldrá bien. (L o m uestra al au ditorio)
¡A quí lo tenem os! Como pueden apre­
ciar es un m uchacho bastante fuerte.
Casi estoy seguro que logrará el aparta­
m ento propiedad horizontal y el viaje a
Roma con todos los gastos pagos. . . . (Pal­
m ea a M arcelo) ¿Cómo te sientes?
Marcelo — ¡No me golpées tan fuerte!
Carlos —Es un cariño que acostum bram os aquí
en la estación. ¿Cómo te sientes?
M arcelo —Bien.
Carlos —¿Emocionado?
M arcelo —Un poco.
Carlos —(D ándole un peq u eñ o golpe, m antenien­
do la sonrisa a m edias) ¿Cómo un poco?
Marcelo —M ucho, quiero decir.
Carlos —(Indica unos sacos a M arcelo) Siéntate.
(M arcelo lo hace y Carlos se sitúa a su la­
d o ) ¿Puedes hablarnos algo de ti?
M arcelo —¿Algo?
Carlos —Anécdotas. Tu vida. . .
M arcelo —(En p a p el de R ig o b erto ) Pues. . . Yo veo
el program a por televisión. . .
Carlos — ¡Ah, que bien! Son m uchos los especta­
dores de este program a. . . (S itúa el m icró­
fo n o an te el rostro de M arcelo) ¿Algo
más?
M arcelo —(Tras pensar. Tom a el m icrófon o con las
i** tí- dos m a n o s y habla'en voz un ta n to alta).
' X '

Yo espero ganar esta noche.


Carlos —Ganarás. Ganarás. (A n te el silencio de
M arcelo) Prosigue.
Marcela *—Yo. .-¿este.-Pues. O sea.
Carlos .—(Salvándolo en la contingencia) Rigo­
b erto es- obreró y gana, el salario mínimo
im puesto por el Estado y . . . .(L leva el
m icró fo n o »•an te M arcelo) ¿Y nació?
Marcelo —En un autobús, cuando mi viejo llevaba
a mi vieja a la m aternidad, con los dolo-
novia Carmencita. El único contra el sue­
lo era yo. Llamé a la planta para reclamar
la infamia que estaban com etiendo y me
gritaron que estaba loco. ¡Sí, que estaba
loco! ¡Y que me fuera a lavar el culo con
M istolín y otras linduras!
Marcelo —No tengo nada que ver con eso.
Carlos — ¡Eres el Presidente!
Marcelo — ¡Ya te dije que son otros!
Carlos — ¡Cuentos!
Marcelo —¿Por qué no traes a Henry A m ador aquí
y tratas con él? ¡El produce ese progra­
ma! ¡Me niego a pagar por ese degenera­
do!
Carlos — ¡Eres el dueño!
Marcelo — ¡Son otros!
Carlos —Además, tratar con Henry A m ador no
me conduciría a nada. Es un anim ador
que puede ser sustituido por otro más
desvergonzado y rufián. Estas cosas hay
que tratarlas contigo, el Capo, el Jefe . . . .
M arcelo — ¡No me parece justo!
Carlos — ¡Es justo! (Se enfrenta a un invisible au­
d ito rio ) Señoras y señores, de nuevo con
ustedes el sansacional program a “ M atri­
m onio en las estrellas” (Marcha nupcial
estruendosa) ¡Esta noche con nuestro
concursante de la semana! . . . . ( Señala a
M arcelo) ¡Rigoberto Rodríguez!
Marcelo —¿Yo, Rigoberto?
Carlos —(A l a u d ito rio ) Es tím id o ante las cám a­
ras. . . (C on disim u lo se acerca a R igo­
b e rto y to m á n d o lo del brazo lo lleva al
centro. M ientras, le dice p o r lo bajo)
P órtate bien o te corto las o re ja s .................
Marcelo —(P or lo bajo) Estás desajustado. Necesi­
tas un psiquiatra. . .
Carlos —(P o r lo bajo) Sonríe que las cámaras te
enfocan, R igoberto. . .
Marcelo —Yo te pago el tratam iento, así dure cien
años. ¡Te lo juro!
“ Cabran” se vendió com o agua de la eter­
na juventud. . .
M arcelo — ¡Son muchos programas!
Carlos — ¡Te tienes que acordar de este!
M arcelo —(Pausa corta) Sí. Recuerdo algo.
Carlos —(C on sospecha) ¿Y por qué lo negabas?
¿Tienes algo entre manos?
Marcelo —Mala memoria, sólo eso.
Carlos —Cuidado con seguirme la corriente. No
soy un tonto.
Marcelo —Fue un lapsus. Excúsame.
Carlos —¿Recuerdas la mecánica del programa?
M arcelo —(R ecuerda) Algo así com o. . .com o una
escalada de premios. ¿No?
Carlos — ¡Correcto! Las pruebas son cada vez más
difíciles. Si logras superar la últim a el pre­
mio consiste en un apartam ento am obla­
do y una luna de miel en Italia con todos
los gastos pagos. ¡La locura! (V e a Marce­
lo. Con rabia) Bueno, R igoberto ganó ese
apartam ento y ese viaje y ustedes se lo es­
tafaron . . .

Carlos com ien za a vestir una brillante


chaqueta d e anim ador y un gran lazo.

M arcelo —Siempre procuram os cum plir con nues­


tros compromisos.
Carlos —Este no lo cum plieron.
M arcelo ^Seguró que te equivoca! Si hay algo en *'!
lo que no nos detenem os es en el dinero.
Carlos —(M uestra su reloj) Mira, un cronóm etro
de los que fueron a la luna con los astro­
nautas norteam ericanos. M edí el tiempo* I
de la prueba final. Le robaron cinco se­
gundos . . . ■ t
Marcelo —No lo creo.
Carlos — ¡Tocaron la alarma cinco segundos antes! .
(Pausa corta) Le regalaron una nevera y
mil bolívares. T odo el m undo salió con­
tento, inclusp el mismo R igoberto y su
153
la m ano que la vida eterna de la que habla­
ba mi viejo!

M arcelo agrede. Carlos evita el golpe y se


refugia tras unos sacos. M arcelo retrocede,
arrepentido.

Carlos —(Encañona a M arcelo) ¡Ah, traidor! ¡Ba­


sura!
Marcelo —No pretendía hacerte daño.
Carlos — ¡Son tram pas dem asiado viejas! Las usa­
ron con Bronco Lane. ¡Ah! ¿Es que tú
crees que soy inculto, no? Anda, dílo.
Marcelo —Eres un sabio, Carlos.
Carlos — ¡Voltéate! (M arcelo se gira y Carlos lo
revisa) ¡Quieto!
Marcelo —¿Por qué me revisas?
Carlos —Siempre hay que hacerlo cuando se lleva
a un enemigo a la pared. Es una técnica
que aprendí con Eliot Ness y Mike Ham-
mer. (E m puja a M arcelo) ¡Estás limpio,
truquero! (S e acerca a un baúl) Y ahora
vamos a seguir. . . (T om a algunas ropas y
se las alarga a M arcelo. S e trata d e una
braga obrera, un cuello d e pa ya so ) Ponte
to d o eso . . .Tenemos que arreglar muchas
cosas en el program a “M atrim onio en las
estrellas”
Marcelo —(V istie n d o la braga) ¿No te parece un
buen programa?
Carlos —Sí, pero com etieron una injusticia tre ­
m enda.
M arcelo —No sabía.
Carlos —¿Recuerdas el mes pasado cuando Rigo­
b erto R odríguez estuvo a p u n to de ganar?
Marcelo —No m uy bien, la verdad.
Carlos —Bromeas.
M arcelo —Me ocupo de los grandes detalles. Las in­
terioridades de los program as nada tienen
que ver conm igo.
Carlos —Lograron los más altos ratings. El aceite
M arcelo — ¡Creo!
Carlos — ¡Creo en el talco Anmen y el aceite Me-
nnen!
M arcelo — ¡C reo!
Carlos — ¡En la Coca Cola, presente en los acon­
tecim ientos más im portantes de mi vida!
M arcelo — ¡Creo!
Carlos — ¡En la diestra del Banco Unido!
M arcelo — ¡Creo!
Carlos — ¡Y en la vida perdurable de la fórmula
33 con extronol!
M arcelo — ¡C reo!
Carlos —¡En todo! ¡Creo en todo!
M arcelo —¡No puedes! ¡No puedes!
Carlos —(M usitando al o íd o de M arcelo) Y no soy
el único. T odo el m undo cree. T odo el
m undo se sienta noche tras noche frente
al televisor para creer. ¡Sí, para creer!
(Pausa. S e desprende de Marcelo. A rran­
que m ístico ) Y se escucha una musiqui-
ta del renacim iento. Aparece un Ford
Mustang entre la floresta, com o un tigre,
ilum inando la noche. Y en el Ford Mus­
tang la mujer que quisieras tener. Y para
las mujeres, el hom bre que quisieran te­
ner. Vestidos de etiqueta. Van al casino,
a la cena de gala, al chalet de la m ontaña.
Y el Ford se mueve . . . com o una cente­
lla y enciende sus faros sobre el mar, entre
los árb o les......... ¡Y crees, carajo! ¡Crees!

M arcelo se ha levantado cautelosam ente.


Mira la antena. La calibra co m o un buen
elem en to para partirle la crism a a Carlos.

Carlos — ¡Y te im porta una m ierda am ar a tu pró­


jim o como a tí mismo! ¡Lo único que
quieres en esta vida es el dorado, crom ado
y brillante Ford M ustang y la m ujer de
tus sueños que lleva dentro, retorciéndose
sobre la tapicería de vinil! ¡Y está más a
151
•}
blar de Moisés y los diez m andam ien­
tos después que Cecil B. de Mille diri­
gió ese episodio bíblico en su m onu­
m ental superproducción? ¡Interpretando
C harlton Heston el papel de Moisés!. . .Di-
me. ¿Cuál?
M arcelo —Son cosas distintas.
Carlos —Ninguno. Todos están jodidos, jo d i­
dos. . .
Marcelo —La religión tra ta del alma, de la vida
eterna. La televisión es una empresa
comercial.
Carlos —¿Y qué?
Marcelo —(A g o ta d o ) Casi haces ver com o si la tele­
visión fuera una especie de Dios.

Pausa.

Carlos —(L e n to ) Y. . .¿Y no lo es?


M arcelo - ¡No! ¡No lo es!

Carlos corre a foro.

Carlos ~ (T o m a una antena d e televisión ) ¡Hereje!


¡Hereje!
M arcelo ~~ ¡Todo es propaganda! ¡Ficción! ¡Dinero
que se invierte!
Carlos —(E n fren tá n d ole la antena de la televisión
co m o si fu era una cruz) ¡Hereje!'
Marcelo ~ ¡Productos que quieren aum entar sus
ventas!

Carlos hace qu e M arcelo to m e la cruz y


se arrodille.

Carlos - ¡ D i creo!
M arcelo — ¡No!
Carlos —(L o am enaza con el revólver) ¡Dílo!
M arcelo —Creo, creo, creo. . .
Carlos —Creo en las com potas Gerber, las únicas
capaces de m antenerm e con vida y feliz...
¿No te parece?
Marcelo —Cada quién con sus creencias.
Carlos —Eso (Pausa corta) Los santos no son como
las modelos de la pantalla. Y los paisajes.
Com para tú, por ejemplo, a la Virgen de
Guadalupe ofreciéndote satisfacciones en
la vida. (Señala fre n te a él un cierto lugar
destinado a la Virgen de G uadalupe) Con
la rubia Mariluz García . . . (L e da un sitio
paralelo a la Virgen) ofreciéndote lo mis­
mo, con una Coca Cola en la m a n o ............
(Cierra la m ano de M arcelo alrededor de
una invisible Coca Cola) Anda ¿cuál pre­
fieres?
M arcelo —(M edita) A la Mariluz. . .
Carlos -(In d ic a la m ano de M arcelo) i A la Coca
Cola! ¡Y la Virgen de la G uadalupe al
carajo con sus angelitos! (Pausa corta.
M arcelo se levanta y se retira con f r ío en
el alm a) ¿Entiendes lo que quiero decir?
M arcelo —Intento. Hago lo posible.
Carlos —(Pausa co rta) Tú lo que tienes es miedo.
M arcelo - ¿ Y o ?
Carlos — ¡Me tienes m iedo y a to d o dices que sí!
¡Eres incapaz de adoptar una miserable
actitud sincera. . . . ¡Se trata de fe! ¿Sabes
lo que es eso? ¡Fe!
M arcelo —La fe mueve m ontañas. . .
Carlos — ¡Qué carajo de mover m ontañas! Es­
tás hablando igual que mi viejo. ¿Para
qué necesitas mover una m ontaña?
¿Es fe tirarse varias toneladas de piedra
encima? No, no, no. (E x p lica tiv o ) Eso
era cuando no existía la televisión y el
cura tenía que imaginar recursos fantás­
ticos. Y te hablaba de Moisés y los diez
m andam ientos con una voz del carajo,
desde el pulpito.
Marcelo —¿Te estás. . . burlando de m í?
Carlos — ¡De ninguna m anera! Dime: ¿Cuál es
el cura que se atreve hoy en d ía a ha-
M arcelo —Bueno, si tú lo dices. . .
Carlos —Hay que probar el producto. ¿Cómo
pueden recom endar las sopas en sobres
si son una porquería?
M arcelo —No podem os estar calificando a los pro­
ductos. No tenem os control de calidad.

Carlos — ¡Ahí está la falla! ¡Ahí!


M arcelo —Cierto.
Carlos —El directorio de la planta debería reunir­
se con el fabricante. Todos en una sala
de conferencias. Un cocinero prepara las
sopas de los sobres y la sirve a continua­
ción en un plato que tendrá frente a sí
cada m iem bro del D irectorio. La prueban,
les parece líquido podrido y le dicen al fa­
bricante que se vaya con sus sopas a una
letrina.
M arcelo —(C ansado) ¡Coño, que idea tan buena!
Carlos —Tienen que hacerlo. Es que tienen que
hacerlo. (S e acerca a M arcelo y lo hace
sentar, con m ucha cortesía, sobre unos sa­
co s) Ustedes son. . . ¿Cómo decirlo? i Lo
m áximo! ¡Lo único en que se puede
creer!. . .
M arcelo —Bueno, no tanto.
Carlos —Lo que se cree desde niño. Y está muy
mal que salgan con tram pas. Yo nunca su­
pe que Jesucristo engañara a mi padre, po r
lo m enos tan sangrientam ente.
M arcelo —¿Jesucristo?
Carlos —Sí. ¿Lo conoces?
M arcelo —Ajá.
Carlos —Bueno, él creía en Jesucristo. Y en los
santos. Las imágenes ésas que están en las
iglesias. ¿Las has visto?
M arcelo - S í.
Carlos —A mi me parecen anticuadas. El viejo m ío
decía que le daban felicidad, paz. (R íe,
in crédu lo) Que lo ayudaban en sus necesi­
dades, decía. . Bueno, allá él con sus ideas.

148
Marcelo —(N o ta n d o que pisa terreno peligroso).
Bueno, no es tan deficiente.
Carlos —En el comercial explican que el dinero
está custodiado por miles de perros. Mas­
tines de grandes colmillos. Y tam bién
m uestran guardias robustos y alarmas e-
lectrónicas. Que puedo dorm ir tranquilo
mientras mis ahorros ganan los mejores
intereses . . . ¡Y vienes a decirme que usas
el Banco Nacional para una cosa tan seria
com o una transferencia!

Carlos se retira un p o c o ofendido.

M arcelo —Te juro que lo usamos únicam ente en ese


tipo de operaciones. De resto, todas nues­
tras actividades bancarias las cubre el Ban­
co Unido.
Carlos —(Pausa co rta ) Me estás engañando.
Marcelo —Soy sincero, Carlos. Lo juro.
Carlos —¿Y las transferencias? Me parece una fal­
ta de seriedad.
M arcelo —Tienes razón. No es honesto. A la prim e­
ra oportunidad corregiré esa falla.
Carlos —(R ese n tid o ) Me he dado cuenta de m u­
chos engaños en esa m aldita pantalla. Uno
se lo cree to d o y de repetente ¡Paf! ..........
Te das cuenta de un engaño y quedas
con una rabia de com erte las paredes.
Marcelo —Esos son los fabricantes.
Carlos — ¡No!
M arcelo — ¡La culpa es de ellos! Se vienen con su
cera bajo el brazo diciendo que te pule
hasta las arrugas de la cara y, pues, uno
les cree. Uno es honesto en creer. Si la
cera es una m ierda de p ro d u cto que te
em pegosta to d o el piso, la culpa no es de
la televisora.
Carlos — ¡Sí es!
M arcelo — ¡No!
Carlos — ¡Sí!. . .
147
cuando usted prepara una buena co­
mida!
Marcelo — ¡Tú no haces esto en serio!
Carlos —Hogar, dulce hogar y aceite “ C abran” .
Marcela — ¡No puedes estar tan loco! ¡No puedes!
Carlos —¡Y ahora! . ¡La segunda prueba de nues­
tro programa! (S e acerca a M arcelo y
lo hace arrodillar. Saca un cordel y le
ata las m anos) P e rm íte m e ..........Vean que­
ridos televidentes cóm o ato las manos
de nuestro c o n c u rsa n te ..........Este es juego
lim pio y sin tra m p a s .............. (T erm ina de
atar. Levanta a M arcelo y lo lanza a un
la d o ) Listo..........(Se encim a sobre unos sa­
cos. Saca m onedas del traje) Monedi-
t a s ......... ( Las arroja) M oneditas por aquí,
por allá, por acullá, por a c u q u í...............
¡Nuestro concursante deberá tom ar to ­
das las m onedas con la boca en el lapso
de un m inuto que com ienza. . . ¡Ya!

C om ienza m úsica d e circo.

Marcelo — ¡El piso está lleno de m ierda de gallina!

M arcelo se arroja al p iso en busca de


la prim era m oneda. Carlos lo fu erza un
poco).

Carlos — ¡Así, R igoberto, tóm alas todas!


Marcelo —(En busca d e otra m on eda) ¡Hay polvo!
¡Suciedad!
Carlos —Son pocas las m onedas y el tiem po es
breve . . . . ¡No te las comas! (T o m a a Mar­
c elo y lo arroja en busca de otra m o n e­
da) ¡Que nuestros televidentes vean
cóm o tus labios buscan en la tierra, en­
tre la m ierda de gallina!
Marcelo — ¡Te daré cien mil bolívares!
Carlos — ¡U tilizando el labio inferior com o palan-
ca, la m oneda es capturada entre los dien­
tes!
M arcelo — ¡Doscientos! ¡Doscientos mil!
Carlos — ¡El tiem po se acaba, se acaba!
M arcelo — ¡No te denunciaré a la policía!
Carlos — ¡Se pierde, se pierde!
M arcelo — ¡No! ¡No!
Carlos —(A rrastrando a M arcelo) ¡Es la última
moneda!
M arcelo — ¡Medio millón!
Carlos — ¡La últim a! ¡La última! (M arcelo recoge)
¡En la raya! (Se m ed io incorpora, agota­
d o ) Así, querida amiga, con la misma pre­
cisión. . . .funciona el aceite “ C abran” . ..
sobre su cordero al horno. (Pausa. Se
acerca a M arcelo que perm anece respiran­
d o con dificu ltad) ¿Cómo se encuentra
nuestro ganador?
M arcelo —(Pausa co rta) Bien.
Carlos -¿Q u ie re s enviarle un saludo a Carmen-
cita?
M arcelo —(Pausa corta) Besitos. . .Deseo que estés
bien. Haré to d o lo posible por ganar. . .

Carlos desata a Marcelo.

M arcelo. —Carlos, me siento mal. . .


Carlos. —(L evan tan do a M arcelo) La tensión. . .
M arcelo.—Sufro de úlcera.
Carlos — ¡La em oción!
M arcelo —Creo que se reventó. . . (S e queja) ¡Me
duele!
Carlos —Ven, que ahora te toca bailar. . .
M arcelo —Me duele. . .

Carlos abraza a Marcelo. C om ienzan a bai­


lar un extravagante bolero. S e escucha
música.

Carlos D entro de poco estarás en Italia . . .


M arcelo —Estas cosas no deben de ocurrir.
160
Carlos —Nápoles. . .La Piazza Navona. . .
M arcelo - N o deben. . . ¡Me duele!
Carlos —San P ie tro .. .Padua. . .
M arcelo —No llevo una vida feliz, Carlos. . .
Carlos —Si lo dices tú, que eres un privilegiado.
Marcelo —Tengo una familia que es una ruina. La
histérica de mi mujer y unos hijos b ruta­
les. . . Y esa estación de televisión. ¡Mal­
dita sea! Me quita la vida pedacito a pe-
dacito . . . Me he vuelto duro sin quererlo,
sin presentirlo (L o acom ete un sú bito
dolor, cae al suelo) ¡Me m uero, Carlos!
¡Me muero!
Carlos — ¡No, No! ¡Aún no!

Pausa. M arcelo ve a Carlos. Supera el d o ­


lor.
M arcelo —¿Aún? (S e qu eja) ¿Qué quiere decir aún?
Carlos —No debes m orir todavía.
M arcelo —¿Piensas. . .piensas m atarm e?

Carlos no responde. Da la espalda a Mar­


celo y busca el m icrófono.

Marcelo —No puedes m atarm e com o si fuera un in­


secto . . . ( Trata de buscar el lado alienado
d e Carlos) Escucha, eso no lo hacen ni
en las más crueles películas de la tele­
visión............ Tú eres el héroe. ¿N o?............
Y yo soy el villano. Tú castigas mis fe­
chorías. ¿No es así? Y la filosofía del
héroe siem pre es positiva. ¡Positiva!
N unca m ata a nadie, ni a los malos, a no
ser que la heroína o su propia vida corran
peligro. . . Y aq u í no hay heroínas. . . Y
y o no te am enazo . . . ¡Así que no puedes
m atarm e! (S e arroja a los p ies de Carlos)
¡No puedes! ¡No puedes m atarm e!
Carlos —Pocos program as logran conm over el al­
ma de los televidentes com o “ M atrim onio
en las estrellas” . . . ¿Por qué?

161
Fundación par/la Cultura y las Artes del Distrito Federal

R odolfo Santana ofrece en el presente volumen tres pie­


zas cortas de su más reciente producción.“ El Animador”
y “ La Empresa Perdona un m om ento de locura” lo hi­
cieron merecedor del Premio Nacional de la Crítica
(Critven) 1.978 com o el m ejor dramaturgo venezolano,
apoyado en el siguiente juicio: “ El Premio le ha sido
^Concedido por las piezas antes mencionadas ya que, no
sóloüvaffitó en una síntesis expresiva diáfana sino que ra­
tificó su compromiso personal, desprovisto de concesio­
nes, con una posTuRrcri'tica frente al país y al mismo ar­
te teatral.

Santana desarrolló nuevos temas de discusión con ine­


quívoco rigor lingüístico y clarax profundidad doctrina­
ria, contribuyendo así a enriquecedla temática de la dra­
maturgia de habla hispana” . \

R odolfo Santana ha publicado 8 Piezas C ortas (Univer­


sidad de Carabobo 1.972). Nuestro Padre Drácula (Mon­
te Avila., 1.969). Baibarroja (Premio Nacional de Teatro
1.970. M onte Avila, 1.971) Tarántula (Mención de Ho­
nor Premio Internacional León Felipe, México. Monte
Avila, 1.975.)

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