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el complejo de

edipo en la
tragedi
dré green
anare

EDICIONES BUENOS AIRES S.A.


f Titulo del original:
f Un oeil en trop. Le complexe d ’Oedipe
dans la tragédie
© Les Editions de Minuit, 1969, París.

Traducción:
JOSEFINA LUDMER

Portada:
F. J.C .

© de todos los derechos en lengua castellana


Ediciones Buenos Aires, S.A.
Sicilia, 174, Io, 2a
BARCELONA 13, España.

Depósito legal: B-38.711-1982


ISBN: 84-85989-03-1
Imprime E.S.G., S.A.
Lisboa, 13 - Barberá del Vallés
Impreso en España - Printed in Spain
Indice

Prólogo. La lectura psicoanalítica de los trágicos 13

1. Orestes y Edipo del oráculo a la ley 61

2. Otelo, una tragedia de la conversión. Magia


negra y magia blanca. 13S

3. Ifigenia en Aúlida. La economía del sacrificio 199


Epílogo
Edipo, ¿mito o verdad? 263
L
“Que alguien vea en el espejo, un hombre,
Vea su imagen entonces, como pintada, se asemeja
A ese hombre. La imagen del hombre tiene ojos, pero
La luna tiene luz. El rey Edipo tiene un
Ojo suplementario, quizá. Esos dolores y
De ese hombre, parecen indescriptibles,
Inexpresables, indecibles. Cuando el drama
Produce hasta dolor, helo aqui, de golpe. Pero
De mí, ahora, ¿qué ocurre, que pienso en ti?
Como si fuera un arroyo me transporta el fin de algo,
Y que se despliega como Asia. Este dolor
Naturalmente, Edipo lo conoce. Por eso sí naturalmente

Vivir es una muerte, y la muerte es también una vida.”


HOLDERLIN
En adorable azul
Este libro debe mucho a muchos. Mi descubrimiento de la tragedia
viviente data de los años que pasé en el Grupo de teatro antiguo de
la Sorbona. Sin esa experiencia concreta de la tragedia antigua no
hubiera descubierto nada verdadero en ese campo. Más adelante,
colaboraron en ello otros grupos. Por ejemplo el de los participantes
en el seminario que dirijo en el Instituto de Psicoanálisis de París.
Ellos me permitieron un intercambio cuyos aportes quiero subrayar.
Varios amigos contribuyeron con Su apoyo al nacimiento de esta
obra. En primer lugar, Michèle y Christian David. Agradezco igual­
mente a Claude Monod por la preciosa ayuda que me brindó, sin
reservas. Bernard Pinguad y Catherine Baçjés me apoyaron con sus
consejos. Muguette Creen tiene derecho a un reconocimiento infini­
to por la paciencia incansable que puso de manifiesto ante las
tareas, muchas veces fastidiosas, que requirió el establecimiento del
texto definitivo.
Agradezco finalmente a Jean Piel por la confianza que me dispensó,
primero en la revista Critique, y luego en esta colección, que lleva el
mismo nombre.
Cuando no se indique la traducción, las referencias a la obra de
Freud están tomadas de la edición inglesa. The complete psychologi-
cal works o f Sigmund Freud, llamada Standard Edition, que designa­
remos mediante la sigla S.E.*

Sota de la traductora: en español, las referencias pertenecen a las


Obras completas de S. Freud, Biblioteca Nueva (Madrid), en
adelante B.N., 3 volúmenes.

11
Prólogo

La lectura psicoanalítica de los trágicos

“De hecho, el juego no es una cuestión de reali­


dad psíquica interna ni una cuestión de realidad
externa.

“El lugar donde se establece la experiencia cultu­


ral se encuentra en el espacio potencial entre el
individuo y el medio que lo rodea (originalmente
la madre).

“Presumo que las experiencias culturales estable­


cen una relación de continuidad directa con el
juego (playj de aquellos que todavía no oyeron
hablar de los juegos (games)
D.W.Winnicott
El lugar de la experiencia cultural

13
r~

L
UN TEXTO EN REPRESENTACION:
DE LOS CAMINOS DE LA IGNORANCIA AL CONOCIMIENTO

Entre el psicoanálisis y el teatro existe un vínculo misterio­


so. Cuando Freud cita las obras más grandes de la literatu­
ra: Edipo rey, Hamlet, Los hermanos Karamazov, comprue­
ba que las tres tienen como tema el parricidio; se atribuyó
menos importancia al hecho de que dos de ellas sean obras
de teatro. Hay que preguntarse si el teatro, entre los diver­
sos géneros artísticos, no gozó para Freud de un favor
especial, a pesar de todo lo que llamó su atención en los
otros. Más que ías expresiones plásticas, a pesar del Moisés
de Miguel Angel o de la Santa Ana de Leonardo, más que
la poesía, a pesar de Goethe, Schiller o Heine, más que el
cuento, a pesar de Hoffmann, más que la novela, a pesar de
Dostoievski y Jensen. Aparte se encuentran Sófocles y
Shakespeare, sobre todo este último, puesto que Freud
reconocía en él a urt maestro cuyos textos analizó como si
fueran los descubrimientos de un ilustre precursor. Pero
esta preferencia parece referirse al género en su conjunto.

Escena y Otra escena

¿A qué se debió este hecho? ¿Acaso el teatro no es la


mejor encarnación de esa otra escena que es el inconscien­
te? Es otra escena, y también una escena donde la rampa
materializa el corte, la línea de separación, el borde a partir
15
del cual conjunción y disyunción podrán cumplir su otlcio
entre la sala y la escena para la representación, así como el
bloqueo de la motricidad es la condición del despliegue del sue­
ño. Pero- la textura de la representación no es la del
suefio, y podríamos inclinarnos a compararla con la de la
fantasía. Esta debe mucho a la captura, por parte del
proceso secundario, de elementos vinculados por pertenen­
cia a los procesos primarios, que sufren entonces una elabo­
ración comparable a la que tiene lugar en el ceremonial, el
ordenamiento de las acciones y de los movimientos dramá­
ticos, la coherencia de la intriga teatral. Sin embargo exis­
ten muchas diferencias entre la estructura de la fantasía y
la del teatro. Resumámoslas diciendo que, en rigor, habría
que comparar la fantasía con cierta forma de teatro que
incluyera un recitante que hablaría de una acción que se
desarrolla en un lugar que él designaría, desde afuera,
aunque sin serle extraño. La fantasía evoca más al cuento y
aun a la novela. Sus vínculos con la novela familiar refuer­
zan esta comparación. En el derecho si no de hecho, que
reina entre los diversos protagonistas que comparten el espa­
cio de la escena. Hasta tal punto que, en el sueño, cuando
la representación del soñante se carga de un peso excesivo,
éste la desdobla y encarga a otro personaje que represente,
en estado aislado, uno o varios de sus rasgos o afectos.
Conformémonos con este juicio que, a pesar de su carácter
aproximativo, nos parece el más justo: la situación del
teatro debe colocarse entre el sueño y la fantasía.
Quizá debamos recurrir a lo más simple, a lo más eviden­
te. ¿A (So la resonancia del teatro no previene de que es
un intercambio de lenguaje, una serie de enunciados desnu­
dos, sin otra interferencia? Entre las réplicas, entre los
monólogos, no se añade nada que diga el estado de alma
del personaje (o entonces es él quien lo dice); nada llega a
completar esos enunciados refiriéndose a ia descripción de
los lugares, a la situación histórica, al contexto social o a la
reflexión interior. Nada más que el texto de los enunciados,
del cual no puede surgir ningún desarrollo.
Lo mismo ocurre con el niño, testigo del drama familiar
cotidiano. Nada más que actitudes, movimientos, enuncia­
dos de los padres para el infans que sigue siendo mucho

16
después de la adquisición del lenguaje. Si hay un resto, él
debe tomarlo a su cargo. A él le corresponde asumir la
interpretación. El padre y la madre dicen tal o cual cosa y
actúan de tal o cual manera. El debe descubrir, corriendo
sus riesgos y peligros, lo qué piensan verdaderamente, así
como la verdad de lo que ocurrió. Toda obra teatral es
enigma, como toda obra de arte, pero enigma de una
palabra articulada, enunciada, dicha y oída, sin que ninguna
plenitud extraña a ella cubra sus intervalos. Por eso el arte
del teatro es el arte del malentendido.

El espacio de la escena: el espectador en el espectáculo

Pero esta estructura forma espacio, no se concibe sino


en un espacio que es el de la escena. El teatro define su
propio espacio y la representación teatral sólo es posible en
tanto se pueden ocupar posiciones en ese espacio. El espec­
táculo presenta menos una visión global y unívoca a com­
prender que una serie de puestos que invita al espectador a
ocupar, para que éste se sitúe “en vista de” lo que la
representación propone a su participación. Esto obliga a
considerar, con Jacques Derrida, la clausura de la represen­
tación. Así como el sueño depende de la clausura del
soñante, la del dormir -m ás allá de la cual ya no hay
sueño, sino el despertar o el sonambulismo-, los límites del
teatro son los de la escena.
El espacio teatral es aquél que define la clausura que ha
sufrido una vuelta doble, en Jos intercambios que se desa­
rrollan entre el espectador y el espectáculo, de uno y otro
lado de la rampa, que se trata en vano de suprimir, sin que
esto le impida reconstituirse en otra parte. Este es el límite
invisible donde la mirada del espectador choca como con­
tra una barrera que la detiene y la remite -prim era vuelta-
ai destinatario del espectáculo, es decir a él mismo en tanto
fuente de la mirada. Pero, como el objetivo del espectáculo
no es, por cierto, encerrar a sus participantes en una soledad
solipsista, ni tampoco restringir sus efectos mediante una ex*
terioridad mutua de sus partes, se debe explicarlo con
otra operación. Esa remisión a la fuente ha puesto a ésta,
17
no obstante, en relación con el objeto del espectáculo que
la mirada reencontró al atravesar la barrera de la rampa. Sin
embargo la rampa conserva su función de separación entre
la fuente y el objeto." El espectador no podrá dejar de
establecer la comparación con la experiencia de un encuen­
tro análogo, donde se establece la misma relación de con­
junción y de disyunción, que vincula el objeto del espec­
táculo con los objetos de la mirada que otra barrera, la de
la represión, vuelve inalcanzables. Como si esos objetos no
debieran ofrecerse plenamente a la visión y, por una para­
doja incomprensible, acorralaran a quien los percibe para
no liberarlo jamás, lo obligaran a someterse a su retorno
vivido en la compulsiáfi de su manifestación, y al mismo
tiempo intimaran a sU destinatario para que tuviera presente
su existencia en su efébto indomeñable y su evanescencia.
La permanencia del objeto de la mirada en el espectáculo
es el cebo que permite 'pensar que la solicitación podrá ser,
esta vez, ocasión de una captura hasta ese momento negada,
dejando primero que él'espectáculo siga su curso -quizá
con la esperanza de que él secreto que rodea al momento
del desvanecimiento de ios objetos reprimidos será revela­
d o - para estar mejor áfs^uesto para sorprender su secreto.
Esta vuelta sobre si irá ácompañada de una segunda inver­
sión —vuelta en su conttario— cuya significación es más
difícil de captar. La prirriéra inversión dio, por así decirlo,
la medida de la alteridadfundam ental del especia^ 'o con
respecto al espectador. Si el espectador consintiera a esta
alteridad se iría o se dormiría, y esto significaría el fin de
un espectáculo que nunca hubiera comenzado. Pero esta
alteridad lo convoca. Sin que pueda desembarazarse de ella
rechazándola como extraña a sí, la mirada se desprende, en
parte, de su objeto, sin ló cual la participación total del
espectador con las fuerzas del espectáculo los fundirían
ante el ojo de un Dios que desde lo alto, vela por
la unificación de la sala y la escena. La mirada explora la
escena desde el punto en que el espectador mismo es mira­
do por su objeto. La bipartición entre la sala y la es­
cena se ve duplicada por la bipartición entre la escena,
espacio visible, y el espacio invisible de sus bastidores. A su
vez, el conjunto de estos dos espacios se opone al espacio
18
del mundo, cuya presión constrjctpfa confina entre sus
paredes al espacio del teatro. ■.
La contradicción que sufre el espectador es tal que mien­
tras que el proyecto de estar en >elespectáculo realizaba
inicialmente un corte entre el teatro y el mundo, el hecho
de estar en el espectáculo reemplaza la confrontación entre
el espacio del teatro y el del mundo (transformado en
invisible, y cuya pérdida de toda d^m itación lo excluye de
la conciencia del espectador) por Ja confrontación entre el
espacio teatral visible y el espació |e£tral invisible. El mun­
do es el límite del teatro y, en cierta medida, su razón de
ser. Pero la relación de alteridad en^e el sujeto y el mundo
da lugar a la alteridad del espectador con los objetos de la
mirada que ya no se funda socamente en un límite (el
recinto del teatro o la barrera de; .]$ rampa) sino en otro
espacio, como espacio sustraído a la mirada. Se produce, en
consecuencia, un desplazamiento ./elaciones entre el es­
pacio teatral y el espacio del mundo sobre el espacio
teatral, que a su vez se escinde en espacio teatral visible
(espacio de la escena) y espacio teatral invisible (espacio de
los bastidores). Este último espacio suscita la exploración,
pues no es solamente el espacio mediante el cual se traduce
la expresión de la ilusión, sino aquel de la fabricación de lo
falso. Es espacio de la escena es espacio de la intriga, la
sospecha, el complot. No obstante, este espacio puede ser
cercado, puesto que está confinado entre las paredes de esa
gran cámara que es el teatro1. Así, el límite de la rampa se
traslada a los límites del espacio de la escena, y ésta se
presenta como espacio a transgredir, por su vínculo con el
espacio invisible de los bastidores.
Esta transgresión es suscitada, pues, por lo que constituye
su segundo límite, radicalmente infranqueable, que prohibe
a la mirada del espectador el acceso al espacio invisible de
los bastidores. Como debe cumplirse el duelo de esta segun­
da transgresión imposible, sólo queda como posible la in­

Su carácter ilimitado en el cine -la cámara es la cámara pero en


ella puede abismarse el mundo entero- imposibilita todo pro­
yecto de exploración de esos medios como atractivo para el
espectador de cine.

19
corporación mayor dd espacio escénico, connotado con la
calificación de ilusorio y según la cual lo que es incorpora­
do es lo contrario de la verdad. Ese será el sentido de esa
segunda vuelta. Por un deslizamiento de planos que podría
denominarse el pasaje de la veracidad a lo verídico, lo
afectado por esta denuncia tocará a lo no dicho del espacio
de la escena, a su problemática invisible inconsciente que,
en tanto no verídica, será capturada en el movimiento de
vuelta en su contrario y se suturará con la primera inver­
sión de la vuelta contra sí2.
Así, mientras que el espectáculo tiene lugar fuera de sí, extra­
ño a sí, se constituye la alucinación negativa de lo no
dicho de la escena, sobre la cual se inscribe todo lo dicho.
El valor alucinatorio de la representación, que la rampa ha
materializado por la relación de alteridad, de conjunción y
disyunción al mismo tiempo, se inscribe sobre la opacidad
de los bastidores donde se ha maquinado lo falso, donde el
espectador se encuentra en un lugar tan metafórico como
aquél al cual remitía la aparición de los objetos cuya
represión sólo dejaba filtrar los retofios evanescentes. Ellos
también eran susceptibles de agruparse en un escenario
construido. Pero esta construcción tapaba, por así decir, la
visión de su núcleo de origen, donde el sujeto hubiera
tenido que reconocer sus propios contornos, como en la
alucinación negativa, donde quien se mira en d espejo ve
todos los elementos del decorado que lo rodea, excepto su
propia imagen. De un modo más fragmentario esta impre­
sión se vuelve a encontrar, en el espacio onírico, donde se
ve sin ver, se oye sin oir, se habla sin hacerse entender. Este
no es el efecto de una carencia que vuelve anémico el
tejido vivo del sueño, transformándolo en algo semejante a
un cuerpo exangüe. Lo atestiguan el efecto de sobrerrealidad
de algunos de ellos que- contrasta con el carácter ininteli­
gible de sus mensajes. El espacio de los bastidores enmarca
ese “blanco” de la escena en el cual se inscribe la acción.
La suturación de esa doble vuelta “juega” con lo que se remi-

Para más detalles sobre la construcción de ese modelo aplicado a


otro problema, cfr. “Le narcissisme primaire”, L'Inconscient,
Nos. 1 y 2, París, P.U.F.

20
te al espectador, como su mirada, a la que no se per­
mite penetrar el mis allá de la escena. Con esta imposibi­
lidad se constituye el espacio teatral, donde afuera y aden­
tro ya no tienen más sentido en la clausura de las dos
inversiones, pero donde su carácter bifásico -como en la
figura constituida por la sutura de la doble vuelta-, que
remitiría a la oposición del teatro y del mundo, se ha
transformado en la oposición cuyo espectador es el teatro,
como aquélla entre lo dicho y lo no dicho.

Texto y representación

Este es el movimiento de esa operación de lectura por parte


del espectador, lectura nunca explicitada, solicitada a partir'
de otro punto situado en el espacio potencial entre texto y
representación.
Este espacio define sus objetos: las palabras y los persona­
jes. Los personajes, héroes y heraldos, sólo existen a través
de sus enunciados. Sus enunciados no pueden decirse en su
ausencia; nadie puede emitirlos fuera de ellos. Se nos remi­
te al texto. Pero hasta la destrucción del texto es aún
un texto. Hasta el hedió de borrarlo en la valorización de un
teatro que ponga el acento en la acción nos remitirá al
texto ausente que la acción infiere. ¿De qué habla? De una
razón que es la causa de los personajes y que debe ser, por
implicación, la nuestra. Y sin embargo, si nos interesamos
en lo que se habla, es porque en ese punto juega un
efecto, no de razón sino de verdad. ¿De dónde habla esa
razón? Habla desde un punto donde otra razón, una Ra­
zón—Otra, se dice.
Esta verdad se escucha como la captación inesperada ante
k> que de entrada es rechazado, destinado a una vocación
de contingencia, de denigración, de artificio o de residuo.
“ ¡Es teatro! " “ ¡Es teatral! ” indican el desprecio que
debe sentirse ante las fingidas exageraciones de la con-
tra-verdad. Las razones por las cuales un espectáculo logra
o fracasa en producir su efecto, es amado o excecrado, son
«curas. Pero cuando ella, la verdad, está allí, no se yergue
en medio de la escena, sino ea los telares desde donde se
21
ilumina el espectáculo. El espectáculo más trágico es, a los
ojos del maquinista que ha visto otros, un montaje, para él,
que percibe a los actores desde arriba y por detrás del
telón. Cuando ella, la verdad, está allí -cuando el texto
habla y cuando el héroe lo dice verdaderamente-, entonces
el maquinista escucha. Si tuviera que explicarlo, como el
espectador de las primeras filas, pero ni más ni menos, se lo
vería sumido en el embarazo más grande. Los argumentos
del iniciado y del exporto ya no son convincentes. La
literatura sobre el teatro es, la mayoría de las veces, fraseo*
logia o paráfrasis. Es espectador que la lee casi no recibe
aclaraciones sobre los motivos de su participación en el
espectáculo.
Puede suponerse que el efecto del teatro sólo opera en
tan to sus medios son desconocidos por el espectador. Y, de
íiecho, son imposibles de conocer, tanto por la estructura del
sujeto como por el desarrollo dél espectáculo. El mi­
nuto de verdad está encerrado en un fulgor tal que ya ha pasa­
do cuando todavía se lo espera, o engaña tan bien la espera que
se lo cree ya pasado cuando todavía está por llegar. Un encade­
namiento mutuo liga los términos de un proceso que se sitúa
« un doble plano: el de la participación del espectador en
la mirada de lo que se desarrolla ante él y que parece
impulsar la acción constantemente fuera de ella misma, por
e) sólo efecto del testigo que asiste a día, y el de la
articulación interna de las partes constitutivas del drama
que engendran el movimiento de la progresión, fuera de
todo espectador, por una necesidad que les pertenence. La
paradoja de este doble procedimiento es que el lugar vacío
del espectador nunca se distingue mejor que cuando el
teatro está completo, es decir, que no puede entrar ningún
otro. Esto para dejar a la representación la posibilidad de
revelar el encuentro del puro testimonio mediante la emer­
gencia de lo que no se. dirige a nadie en particular, sino al
lugar común de la concurrencia (lugar en constante despla­
zamiento por la heterogeneidad que lo constituye desde la
platea al paraíso), con la generación por la cual los momen­
tos de la acción derivan unos de otros como de sí mismo,
por el efecto de las tensiones que regulan sus reuniones
y diversiones. La lectura no podrá ser ni la de la repre-

22
tentación ni la del texto, sino la de un texto en re­
presentación.

La reflexión sobre el teatro va de Aristóteles a Antonin


Artaud. El primero fijó los cánones que han tenido vigencia
hasta hace muy poco. Con las seis partes que Aristóteles
distingue en la tragedia, yar nos encontramos, en presencia
de la problemática significante-significado. La Poética cons­
tituye, a este respecto, un conjunto complejo que va desde
d análisis temático, análisis de la fábula, hasta un análisis
lingüístico cuyos vínculos con el precedente son más evoca­
dos que precisados.
En el análisis de la fábula Aristóteles nota ya la función de
la fantasía y le otorga más importancia que a la realidad:
“Al poeta no le corresponde narrar las cotas que realmente
ocurrieron, sino narrar lo que podría ocurrir3 Aunque sólo
se trate de suscitar el temor y la piedad, Aristóteles comprue­
ba, sin explicado, que ese resultado se logra mucho mejor
cuando se lo ilustra con las relaciones de parentesco. ‘Todos
los casos en que se producen los acontecimientos trágicos entre
personas muy cercanas, por ejemplo un hermano que mata
a su hermano, o está por matarlo, o comete contra él algún
delito de este tipo, un hijo que actúa dd mismo modo con
su* padre, o una madre con su hijo o un hijo con su madre,
esos casos son precisamente los que hay que buscar4 .*
La familia es, pues, d espacio trágico por excelencia. Sin
duda porque en ella los nudos de amor - y por lo tanto de
odio— son los primeros en fecha y en importancia. Pero la
fábula debe culminar en el reconocimiento: pasaje de la
ignorancia al conocimiento. Reconocimiento por la repre­
sentación. El espacio trágico es el espacio del develamiento
y de la revelación de las relaciones originarias de parentes-

* Poética. Trad. cast. de Juan David García Bacca. México,


UNAM, 1946, cap. 9.
4 Loe. cit. cap. 14.
23
co, que nunca opera con más eficacia que mediante la
mutación de la peripecia.
Podrá decirse que esto implica tomar las cosas de un modo
demasiado literal. El teatro es el arte de la mimesis. Saque­
mos las consecuencias. Si el teatro es el arte de la imitación
-e l arte de lo falso, dicen sus detractores-, es porque
Aristóteles considera a la imitación como un rasgo específi­
camente humano.
“Imitar es natural en los hombres y se manifiesta desde su
infancia (el hombre difiere de los otros animales en que es
muy apto para la imitación y por medio de ésta adquiere
sus primeros conocimientos) y, en segundo lugar, las imita­
ciones producen placer a todos los hombres5 ” El psicoana­
lista está encantado, pues Aristóteles le ofrece dos de sus
parámetros más caros: la infancia y el placer.
Esta observación puede tener un alcance más amplio si se la
relaciona con la recomendación de Aristóteles de apelar a
las relaciones de parentesco para utilizarlas como base de la
fábula. Pues el objetivo hacia el cual tiende la fábula es el
reconocimiento, que sólo alcanza su efecto mayor cuando
está unido solidariamente con la mutación de la acción en
la peripecia. Si la adquisición de los primeros conocimien­
tos se hace por la imitación y si el pasaje de la ignorancia
al conocimiento (reconocimiento) se efectúa mediante una
mutación, ¿no puede pensarse, en una perspectiva más actual,
que, de hecho, se trata menos de imitación y más de identifi­
cación? El eje de esa mutación giraría, alrededor de la rela­
ción de la identificación con el deseo, por una parte, y con la
función bipartita de la identificación (puesto que ésta es
una identificación contradictora con los dos términos de la
pareja paterna), por otra parte14.

5 Loe. cit. , cap. 4.


‘ Tanto cuanto que la catarsis supone la identificación, puesto
que su sentido verdadero no es la purificación de las pasiones
-interpretación católica de la tragedia, sino el tratamiento de la
emoción por la emoción, cuyo fin es la descarga. Sin embargo
no puede verse en ésta un efecto antiflogístico, puesto que esa
acción tiene el sentido de un “alivio acompañado de placer” , lo
cual implica una participación donde está interesado el Otro
(loe. cit.).

24
La serie de casos de relaciones de parentesco que muestra
la tragedia y que Aristóteles expone no se refiere a ninguna
acción entre los padres, ni tampoco a la acción del padre
sobre sus hijos (sólo se cita el caso inverso). Omisión
extraña en un texto que se refiere con tanta frecuencia a
Orestes e Ifigenia y que olvida la naturaleza de las relacio­
nes entre sus progenitores.
En el plano del significado el modelo de las relaciones de
parentesco parece el más eficaz en la empresa de la mime­
sis. En el plano del significante Aristóteles observará que lo
más importante, es sobresalir en las metáforas7. Feliz en­
cuentro que liga la relación de parentesco con la metáfora.
Como si la relación de parentesco fuera metafórica de todas
las demás. Y, en su interior, la que une a los progenitores
entre si o la que dice la acción del padre sobre sus hijos
todavía más que las otras, en la sombra a donde la relega
Aristóteles. Como si la metáfora a nivel del significante en
la creación poética reencontrara, a nivel del lenguaje, la
creación de la que habla implícitamente la metáfora parental.
La iabuia centrada en las relaciones de parentesco indica no
lo que ha sido sino lo que habría podido ser. Como si eso se
hubiera producido, así como lo narran los mitos. El arte de
la representación, apoyado en los mitQS, es teatral porque
da cuerpo a esa palabra. Todo teatro es una palabra encar­
nada. La tragedia de Edipo es imposible: ¿cómo puede
acumular la vida de un hombre tal concurso de circunstan­
cias? No es al psicoanalista a quien corresponde responder
a esta pregunta, sino a los innumerables espectadores de
Edipo Rey que podrían decir, con Aristóteles: “Con respec­
to a la poesía es preferible lo imposible que persuade a lo
posible que no persuade.”8

En un texto profético que data, por lo menos, de treinta


años atrás, Artaud exige “terminar con las obras maestras” .

1 Loe. cit., cap. 22. Las observaciones que siguen se inspiran,


aunque de una manera libre, en las concepciones de Lacan sobre
la metáfora paterna.
* Loe. cit., cap. 25.

25
Como verdadero hombre de teatro se preocupa por el
destinatario de la obra, es decir por el público. Artau¿
reclama, en nombre del público, el derecho a ser aludido y
perturbado. No duda en condenar y hasta en sacrificar en el
altar del teatro a las obras de genio cuando éstas» hoy, no sus­
citan ecos. “Y si, por ejemplo, la masa actual ya no com*
prende a Edipo R e y, yo osaría decir que es la culpa de
Edipo R ey y no de la masa.” Artaud busca el camino por
el cual podríamos reencontrar al phobos trágico. Si la
aparición de Edipo con los ojos arrancados no nos hace
desfallecer, si es impotente para provocarnos una emoción
tan violenta como la que suscitaba en los griegos, si ya no
somos capaces, ante esa visión, de entrar en trance, enton*
ces debe concluirse que la representación de la tragedia se
ha hecho inoperante y debe ser excluida del repertorio.
Hay que encontrar los medios por los cuales se creaba,
entre un espectáculo y su espectador, una relación de
hechizo y de posesión. Debemos exigir que el teatro, según
la imagen que él utiliza, nos conmueva como la música
conmueve a las serpientes, con un estremecimiento que
recorra nuestro cuerpo entero atacándolo por el vientre.
Artaud promueve el advenimiento de un teatro de la carne,
aún con el riesgo de tener que quemar a Shakespeare.
¿Cómo no aprobar las intenciones de Artaud, si se trata de
devolver vida y participación a la concurrencia de la fiesta
teatral, para que una ' sangre nueva corra nuevamente por
sus venas? Pero lo que exige Artaud es más radical. Quiere
arrastrar al espectador moderno hacia algo que ya no se
conforma con la relación que, en las obras del pasado,
regulaba la inteligibilidad del espectáculo por encima de su
resonancia emocional. Su objetivo es la provocación a todo
precio, en el acontecimiento teatral, de un estremecimiento
que elimine la pasividad del espectador y lo saque de la
seducción debilitante que lo anestesia mediante lo decorati­
vo, lo agradable y lo pintoresco. El teatro de la diversión
debe dar lugar a un teatro corrosivo que carcoma la capara­
zón que lo ahoga y nos devuelva el rostro olvidado del
espectáculo. Este es el teatro de la crueldad.
En muchas oportunidades tuvo Artaud que explicar el sen­
tido que atribuía a ia palabra “crueldad” , alejada de toda

26
idea de sadismo o de exhibición sanguinaria. Es suficiente
leer las “Cartas sobre la crueldad” y los dos “Manifiestos”
sobre el teatro de la crueldad para comprender que se trata
de algo muy diferente. La rebelión de Artaud no es vana,
tiende a la obtención de un resultado. Ese resultado es la res­
titución de un mundo constantemente presente en el hom­
bre, enterrado, oculto, cuya resurrección debe vivir el es­
pectador. El mérito de Artaud consiste en haber devuelto
al universo poético su rostro de violencia carnal. Teatro del
cuestionamiento del lenguaje verbal, que apela a una física
de los signos, a su acumulación, a su movilización intensiva
alrededor de los gestos y de la voz, que desborda la tesitura
expresiva ordinaria de la palabra. Lo que se mostrará, así
como lo que se hará oír, transportará el oído, deberá
subyugar los ojos, mediante la desproporción de las formas,
el carácter súbito de su aparición, el efecto de extrañeza de
las máscaras. En muchas oportunidades se repite la alusión
a los sueños, pero siempre en un sentido muy diferente del
amaneramiento sentimental que, por lo común, acompaña
los escritos sobre el arte y mucho más cercano al que le dio
Freud: “Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e
inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en noso­
tros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y
de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente,
donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra
posición establecida, perpetuando de modo concreto y ac­
tual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su
misma atrocidad y energía muestran su origen y su conti­
nuidad en principio esenciales” (El teatro y su doble, pág.
94-95). Lejos de proceder a una recusación del lenguaje,
hay que buscar las vías de “un lenguaje directamente comu­
nicativo” (pág. 109). La denuncia se referiría más bien a
una palabra que pretende sujetar todos los medios de co­
municación a la “dignidad intelectual” de la articulación
gramatical, como condición necesaria para la circulación, el
intercambio del sentido9 .

Cfr. El teatro y su doble, traducción castellana: Buenos Aires,


Sudamericana, 1971 (2a ed.>, pág. 119. ¿Es legítimo fundar en

27
Esta reintroducción del espacio del cuerpo, este estremecí*
miento orgánico no abandona el lenguaje, sino que reinsti-
tuye a éste en el lugar de sus fuentes, y esas fuentes son,
para Artaud, sin ninguna ambigüedad posible, físicas. La
gramaticalización es la esclavitud de ese movimiento de
pasaje entre las fuentes corporales y los objetos de la
representación en las encrucijadas de sus entrecruzamientos,
en un cordón donde pueden suscitarse unos a los otros,
ligarse formando matrices de sentido inestable pero sin
embargo plenas, sometidas a cierto orden. Este sólo puede
atestiguar su pTese..cia, sin lograr plegar bajo su yugo al
material sobre el cual trabaja; indica lo que podría ser ese
orden en los modos de vinculación, pero deja en suspenso
sus elaciones de subordinación. El cierre de ese lenguaje
-a l que, según se ve, hay que aplicar muchos correctivos
para llamarlo aún con ese nombre—es, para Artaud como pa­
ra Freud, el lenguaje.
La concatenación implica aquí el respeto a las relaciones
de subordinación, la total legibilidad del sentido de la
circulación de los elementos encadenados, la determinación
de las marcas que presiden las transformaciones de una
forma a la que debe poder redecirse el enunciado, la
homogeneización de sus elementos, que deja traslucir las

Artaud una teoría de la escritura? La caita a Paulhan del 28 de


mayo de 1933 que citamos atestigua, al contrario, que Artaud
atribuye “ la osificación de la palabra” al hecho de que el teatro,
que refleja esa degeneración, procede a una reducción entre
palabra y escritura, atribuye el mismo valor a la palabra escrita
y pronunciada. “El teatro occidental reconoce como lenguaje,
atribuye las facultades y las virtudes de un lenguaje, permite
denominar lenguaje (con esa suerte de dignidad intelectual atri­
buida en general a ese término) sólo al lenguaje articulado,
articulado gramaticalmente, es decir al lenguaje de la palabra, y
de la palabra escrita, de la palabra que, pronunciada o no
pronunciada, no sería menos valiosa si sólo fuese palabra escri­
ta ” (subrayado por mO- La teorización de una “ archiescritura” ,
siempre abierta en Derrida y de la cual muchos hilos, no
anudados todavía, esperan su textura, no tiene ventajas si se la
cierra con demasiada premura, antes de abordar el estudio de las
condiciones “ de inscriptibilidad” . Ese riesgo no es imputable a
su autor, que avanza con prudencia, sino a quienes se adornan
con su teoría como con un escudo.

28
modalidades de la descomposición y de la composición de
las palabras y las proporciones, el estrecho campo de varia­
ción de la palabra articulada en un registro que parece
haberse fijado en límites muy pequeños respecto de sus
posibilidades de extensión, por un cuidado de economía
que le permite cubrir un campo siempre más vasto, fuera
de los confínes de la experiencia sensible; todo esto se ha
instalado contra esa palabra menos disciplinada pero más
reveladora, pues deja adivinar el testimonio de sus raíces.
Como se verá, la búsqueda de Artaud se nutre añadiendo al
lenguaje otro lenguaje, y no danzando sobre su cadáver.
“Pero que se vuelva brevemente a las fuentes respiratorias,
plásticas, activas del lenguaje, que se relacionen las palabras
con los movimientos físicos que las han originado, que el
aspecto lógico y discursivo de la palabra desaparezca ante
su aspecto físico y afectivo, es decir que las palabras sean
oídas como elementos sonoros y no por lo que gramatical-*
mente quieren expresar, que se las perciba como movimien­
tos, y que esos mismos movimientos se asimilen a otros
movimientos directos, simples, comunes a todas las circuns­
tancias de la vida -aunque bastante lo ignoren los actores
de tea tro -; y he aquí entonces que el lenguaje de la
literatura se reconstituye, y revive10.”
Nadie, si lo anima el amor por el teatro, puede permanecer
insensible a este cuestionamiento tan radical de Artaud. Y
si bien debemos comprobar que el teatro de la crueldad no
ha sido más que un esfuerzo desesperado y decepcionado,
también debemos admitir que todo lo que existe hoy en
el teatro moderno debe algo a esta formidable sacudida que
él le imprimió. El levantamiento del yugo que pesa sobre la
escena es, en el fondo, el levantamiento de la represión y
la mostración de todo lo que es activo, de lo que está deter­
minado activamente, lo que obedece a la necesidad más
rigurosa. Los términos que emplea Artaud son como un eco
de la antigua Ananké, pero con la diferencia de que la
determinación no es una fuerza a la que uno se somete
pasivamente y en obediencia. Esta concepción está libre de

Loe. cit., pág. 122.

29
todo fatalismo. Y si Hay determinismo, cada uno debe
mezclarse con el movimiento de esa determinación por un
desafío de todos los instantes, como si la dignidad verdade­
ra del hombre fuera a sublevar esas fuerzas y arrastrar lo más
lejos posible a quien ellas movilizan. El lugar que ocupa el
lenguaje físico no se aleja tanto del pensamiento antiguo,
que en la Poética de Aristóteles ponía a la elocución en
una categoría equivalente a la del pensamiento. Como el
vigor entusiasta del canto constituía la contrapartida del
espectáculo; y, en un grado diferente, como la fábula, que
saca a los personajes de su aparente fijeza.
Pero Artaud rechaza esa remisión de un lenguaje al otro.
No solamente quiere romper su equilibrio, sino también su
coexistencia. Si quiere habitar en ese teatro carnal, es como
por una especie de iniciación donde al mismo tiempo sería
el iniciador y el iniciado. Artaud quiere penetrar por efrac-
ción en el proceso creádor de la vida misma. Toda obra es
repetición de algo ya creado; esta travesía nueva del espacio
de la creación, auñque quien la lleve a cabo no lo sepa, la
somete al principió que la gobierna. El desplazamiento de
esta determinación directriz11 sobre aquel que va por de­
lante de ella y que, tomándola por su cuenta, se muestra
determinado (inversión del sentido pasivo en activo) a tole­
rarla, es lo que nos indica el movimiento del acto teatral.
Tolerarla más que asumirla, porque si el ejecutante del
teatro de la crueldad suscita y provoca ese estado que lo
determina, no llega a ser su dueño. Cuanto más, vuelve a
arrojar esta determinación en el área del teatro. Y aunque
ese acto no cumpla nunca plenamente su función de exor­
cismo purifícador —y en este sentido no hay ninguna dife­
rencia entre la acepción rigurosa je la catarsis y la inten­
sión de Artaud— restituye su forma a esta determinación
(en los dos sentidos, objetivo y subjetivo). No la vuelve
visible, puesto que los diversos elementos de la puesta en
escena sólo son una mediación lo más adecuada posible,
pero la volverá transmisible, agotará su poder -a l menos en

Loe. cit., pág. 103. “Desde el punto de vista del espíritu,


crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, deter­
minación irreversible, absoluta.”
30
el primer tiempo de la elaboración— dirigiéndola hacia el
.afuera. Un afuera que sólo merece ese nombre por el lugar
de un consumidor que se construiría allí una zona de
extraterritorialidad. Pero Artaud lo ha expulsado previa­
mente de allí. Por eso esta expresión sólo tiende a un
“desalojo” y a la ocupación de un lugar de pasaje, en
camino hacia el espectador que está, desde el primer minu­
to del espectáculo, englobado como su causa misma. Si se
releen las “Cartas sobre la crueldad” se verá allí el paren­
tesco entre Freud y Artaud, que trasciende el problema
restringido del sueño y se asienta en el plano, mucho más.
general, del antagonismo de los impulsos de vida y de
muerte en las relaciones, que él esboza, entre el bien y el
mal.
Lo que Artaud denomina el mal responde, en Freud, a esa
acción silenciosa del impulso de muerte que nunca se capta
en sí mismo, sino solamente en los procesos donde se liga
con Eros. La crueldad es el producto de esa fusión.
Eros nos muestra que el proceso de ligar, en tanto ya
se ha apropiado del esfuerzo de destrucción de la muerte,
sin remisión, queda marcado por esta exclusión del silencio
de la muerte y ha hecho levantar sobre sus escombros
aglomeraciones cada vez más vastas. Eros no salva a la
muerte, no solamente se erige como un adversario que la
enfrenta, incorpora su fuerza de destrucción como fuerza
de posesión que tiende hacia lo que se opone a su expan­
sión: “Empleo la palabra crueldad, dice Artaud, en el
sentido de apetito de vida, de vigor cósmico y de necesidad
implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que
devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor, de inelucta­
ble necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida”
(pág. 104)., Artaud hablará, con términos que Freud no
rechazaría, de ese nudo “cada vez más reducido, cada vez
más tragado” de esta permanencia del mal. El silencio del
impulso de muerte, la ausencia por la cual nos está prohibi­
da toda captación directa de sus manifestaciones, su enfo­
que, retrospectivo y deductivo a la vez, está indicado con
claridad en las líneas siguientes: “El deseo de Eros es
crueldad en cuanto se alimenta de contingencia; la muerte
es crueldad, la resurrección es crueldad, la transfiguración es

31
crueldad, ya que en un mundo circular y cerrado no hay
lugar para la verdadera muerte, ya que toda ascensión es un
desgarramiento, y el espacio cerrado se alimenta de vidas, y
toda vida más fuerte se abre paso a través de las o tras.. .
Pues la crueldad endurece las cosas, moldea los planos del
mundo creado.” (pág. 105-6).
Lo trágico de Artaud proviene de que el monstruo de su
tentativa visionaria devoró a su autor. Abandonado o in-
comprendido por sus mejores amigos, que le hacen el vacío,
parece que él mismo no hubiera podido tolerar esa determi­
nación a la que llama con sus deseos. Cuanto más avanza
en el proyecto, la identificación con el proceso de creación
cede el lugar a la identificación con el creador como agente
de esta creación y no ya como su actor; cuanto más parece
alejarse el principio de sumisión al determinismo superior
que dirige a quien ejerce el acto de crueldad12, más impe­
rioso se hace el anhelo de una proclama donde Artaud
reivindica ser, a la vez, cada uno de sus progenitores y el
producto de la generación o el genitor único que se engen­
dra a sí mismo. Entonces Artaud trata de desbordar la
diferencia de los sexos, que inevitablemente encuentra en
ese camino. La fijación en lo Neutro es una tentación
imposible de satisfacer, y el cuerpo se ha transformado en
el teatro de la lucha entre lo Masculino y lo Femenino. La
apelación a este acceso directo a lo que oculta la represión
mediante un sistema que ya no sería deductivo sino provo­
cador, desembocará en Artaud en una posesión de su cuer­
po como espacio de exploración y de transformación, lugar
de acecho y de recorrido donde ya no circulan más que
sombras y donde é' encontrará esa verdadera muerte
ausente.
“Primero el vientre. Por el Vientre debe comenzar el silen­
cio, a la derecha, a la izquierda, en el punto de las obstruc-

12 En el ejercicio de la crueldad hay una especie de determinismo


superior, al que el mismo verdugo supliciador se somete, y que
está dispuesto a soportar llegado el m om ento” (Loe. cit., pág.
104). “Cuando el dios escondido crea, obedece a la necesidad
cruel de la creación que el mismo se ha impuesto” (Loe. cit.,
pág. 104).

32
dones y hernias, allí donde operan los cirujanos.” Este
conocimiento de la localización, que posee un valor induc­
tor,13 coincidirá ahora con el englobamiento del espacio
del sueño por parte del soñante:

“Grito en sueños
pero sé que sueño
y en los DOS COSTADOS DEL SUEÑO
hago reinar mi voluntad14.”

Derrida15 subrayó precisamente que el ataque llevado a


cabo por Artaud se libra “contra el que detenta abusiva­
mente el logos, contra el padre, contra el Dios de una
escena sometida al poder de la palabra y del texto” . “El
primer manifiesto del teatro de la crueldad indica ya el
sentido de ese movimiento que sustituye la dualidad au­
tor—metteur en scéne por “una especie de creador único a
quien incumbirá la responsabilidad doble del espectáculo y
de la acción.” (pág. 142). De ahora en adelante no se
cuestiona al padre sino para instalarse en su lugar, en la
exaltación de un espectáculo único, no repetitivo, sin maña­
na.
La situación de “los dos costados del sueño” parece tradu­
cir el deslizamiento imperceptible que transformó la deter­
minación de seguir el principio al cual se somete toda
creación, en una creación cada vez más autónoma, demiúr-
gica, a medida que Artaud precisa la experiencia del cuer­
po, que da la clave de la fabricación de la cadena mágica
mediante la cual se produce todo efecto. “Conocer las
localizaciones del cuerpo es pues forjar otra vez la cadena
mágica” (pág. 141) Es instalar ese lugar del creador único
en la zona de vacío a partir de la cual se extiende todo
espacio. El vacío del cuerpo llega a ocupar un sitio homólo-

1 * “Le théâtre de Séraphin” , en Le théâtre et son double, París,


Gallimard, 1964 (no incluido en la traducción castellana), pág.
220. “ Saber de antemano los puntos del cuerpo que hay que
tocar es arrojar al espectador en transes mágicos” (pág. 206).
14 Loe. cit., pág. 223.
15 L Escriture et la différence, París, Du Seuil, 1967, pág. 345-399.

33
go a aquél que A rta u d asignaba antes al mal. Ocurre como
si ese vacío, desde el momento en que se lo nombra o se lo
capta, sólo pudiera reunir a su alrededor su fuerza y rete­
nerla, tranformado en “vacío asfixiado” . El falo prohíbe el
acceso a él. “Y sin embargo el secreto reina aquí como EN
EL TEATRO. La fuerza no escapará. Lo masculino activo
quedará comprimido. Y conservará la voluntad enérgica del
aliento. La conservará para el cuerpo entero, y hacia afuera
habrá un cuadro de la desaparición de la fuerza al cual
CREERAN ASISTIR LOS SENTIDOS” (pág. 221).
El efecto de la ilusión teatral ya no es esa expansión
liberadora, ese fuego comunicativo que abraza al público; es
el movimiento de evanescencia de esos objetos de la mirada
que, súbitamente, faltan en el espacio de la escena. En
tanto tal, convoca al espectador a urdir esa cadena mágica
donde buscaremos la serie de cuadros de una problemática
inconsciente.

El teatro según Freud

El fracaso del teatro de la crueldad importa quizá menos


que la huella que dejó en el teatro posterior. Aun cuando
las obras del teatro contemporáneo no puedan figurar legí­
timamente en el catálogo espiritual de Artaud, ¿lo esencial
no es, acaso, esa nueva movilización afectiva que anhelaba
su creador? El arte divertido pintoresco o decorativo cede
terreno ante las producciones gue tienen un efecto menos
seductor sobre el espectador.
Las tesis de Artaud constituyen las antítesis de lo que
recomendó Aristóteles cuando condenó lo inverosímil, lo
malvado inútil, lo contradictorio y lo contrario a las exi­
gencias del arte. El teatro contemporáneo hizo, de estos
capítulos de acusación, sus principios directrices: teatro de
la crueldad, teatro del lenguaje desarticulado, teatro del
grito, del malestar y la conmoción. Ese es nuestro teatro: el
hecho a imagen nuestra, el que se nos asemeja. Pero a fin
de cuentas, ¿todo teatro no es, acaso, por el hecho mismo de
ser un campo vectorizado por el deseo, un teatro con
los caracteres enunciados por Aristóteles? Esta es la pre-
34
gunta que se puede plantear. Sería superficial vincularlo
con la angustia del mundo moderno, pues el mundo ha
vivido otros períodos de angustia por lo menos tan angus­
tiantes como el nuestro. Sería más justo decir que es el
teatro según Freud. Teatro del deseo, del proceso primario
que tiende a la descarga (nótese la función de la esponta­
neidad, del grito, de la crisis), que ignora el tiempo y el
espacio (teatro de la ubicuidad y de la intemporalidad), que
se abstrae de las exigencias de la lógica (teatro de la
contradicción) y, finalmente, teatro de la condensación y
del desplazamiento (teatro de la simbolización).
Este teatro no aristotélico, pues, no podría dejar de relacio­
narse con un teatro freudiano. Freudiano no quiere decir
teatro de significaciones descubiertas por el psicoanálisis,
sino teatro de los procesos cuyas características formales
enunció Freud.
Pero hay que observar, no obstante, que si la distancia
respecto del afecto se encuentra aquí reducida a su mínima
extensión, anulando todo lo que puede obstaculizar las
resonancias, personales, las razones por las que nos sentimos
implicados por el espectáculo siguen siendo tan opacas
como aquéllas por las que nos sentimos conmovidos por
Sófocles o Shakespeare. ¿En qué se transforma, entonces, el
reconocimiento aristotélico? ¿Puede sostenerse que esa
preocupación ha desaparecido de nuestros escenarios? Esto
sería contradictorio con la comprobación de que las obras
del teatro contemporáneo giran alrededor de las mismas
obsesiones fundamentales que constituyen el objeto de la
investigación psicoanalítica. Esta insistencia Confirmaría
nuestra idea de que cierto número limitado de fábulas o
mitos desempeñan la función de modelos que tienen el
poder de suscitar la variación que hará resaltar el vínculo
con el tema de referencia, brindando sin cesar la prueba de
su riqueza “comp principios esenciales” , según dice Artaud.
Sin embargo cuanto más directo sea el enfoque, más oscuro
será el horizonte sobre el cual se recorte, y la prima de
placer ofrecida al espectador deberá pagarse tanto más en
angustia, como para mantener alejada toda visión de con­
junto del tema tratado.
Es como si lo que corresponde al reconocimiento aristotéli­
35
co hubiera pasado a las nuevas c ara c te rístic a s formales de la
obra de teatro contemporáneo obviando el pasaje de la
ignorancia al reconocimiento por simple efecto de resonan­
cia. Aunque el teatro haya querido moldearse según las
recetas que favorecen la emergencia de una significación
diferente, el surgimiento del sentido deberá seguir siendo el
efecto de un milagro no explicitado, como si debiera obrar
por sí mismo. Aunque la temática toque motivos más
candentes y la audacia de su presentación desafíe antiguas
interdicciones no formuladas, no surge, sin embargo, ningu­
na iluminación. El gusto de dejarse invadir por la emoción
insólita parece atestiguar más bien una voluntad de inmuni­
zación que el deseo de una revelación mayor. Por otra
parte quedará reservado a la ciencia, mediante la exposición
y hasta la difusión de los textos psicoanalíticos, entre
otros, enunciar las articulaciones de ese discurso en el plano
de la teoría, con la condición de que se observe una respe­
tuosa distancia respecto de la obra de arte. Todo intento de
unir esos dos discursos —fuera de algunos ejemplos históri­
cos que abrieron el camino a una permeabilidad de la obra
al descubrimiento psicoanalítico-, todo esfuerzo radical en
ese sentido produce, aún hoy, los mismos rechazos que
acogieron las primeras elaboraciones teóricas del psicoanáli­
sis. El precio pagado por la aceptación de las investigacio­
nes psicoanalíticas es siempre la reinserción del pensamien­
to psicoanalítico en un conjunto más amplio o su restric­
ción en una formalización asbtracta, es decir, una formali-
zación que no revela lo que es expulsado, excluido, negado
por el contenido manifiesto del texto, sino que se limita a
reflexionar el revés, del cual la obra no es más que
la inversión. O, por lo menos, como si esa exclusión, en
el caso en que se admitiera que existe, no fuera sino el
producto directo de la censura social colectiva, cuyas rela­
ciones entre lo represor y lo reprimido son, en el estado
actual de cosas, mucho menos conocidas que aquellas que
el psicoanálisis reveló respecto del individuo.
Lo que puede afirmarse, no obstante, es que hay un modo
prefreudiano y postfreudiano de escuchar al inconsciente.
La irrupción del psicoanálisis en el mundo de la cultura
produjo un cambio en la relación entre lo implícito y lo

36
explícito. Sin embargo esta nueva situación no modificó en
absoluto el vínculo entre la obra y su efecto, en la medida
en que se trataría del pasaje de la ignorancia al conocimien­
to, aplicando este último término al inconsciente. Estas
modificaciones, lejos de separarnos de las obras del pasado,
más bien nos reconducirían a ellas. El sentido de este
retorno sería aquél en el cual el contacto de una obra dice
y revela al mismo tiempo, fuera de toda otra mediación de
conocimiento. “El tema de Edipo Rey es el incesto, dice
Artaud, y en la obra alienta la idea de que la naturaleza se
burla de la moral; y de que en alguna parte andan fuerzas
ocultas de las que debiéramos guardarnos, ya se las llame
destino o de cualquier otro modo^j (pág. 77). El privilegio
de las obras maestras consiste en ser al mismo tiempo
encarnaciones del poder del significante y del poder de la
fuerza, en ser la resultante del trabajo de las contradiccio­
nes que ellas oponen. El hiato entre el discurso de la obra
contemporánea y el saber que la ciencia articula en otra
parte se encuentra ausente aquí, en otro plano, y, por lo
menos, se nos evita la diplopia intelectual. La carga de la
obra no debe agotarse en la búsqueda de un develamiento
candente que se desvirtúa en vano, queriendo economizar
los disfraces.
El proyecto de una lectura psicoanalítica consistirá en la
investigación de los resortes emocionales que hacen del
espectáculo una matriz afectiva en la cual el espectador se
encuentra implicado y se siente no solamente llamado sino
acogido, como si ella le estuviera destinada. Una vez identi­
ficada esta matriz, será necesario descomponer los elemen­
tos que en ella se combinan para la inteligibilidad del
reconocimiento. Este se presenta como un modo variable
de pasaje de la ignorancia al conocimiento - y a sea que
éste afecte al héroe o al espectador- y, no obs­
tante, permanece opaco en tanto no se haya deso­
villado la madeja de los medios operacionales cuyas
tensiones concurrentes o aliadas han penetrado la pared de
la represión. Esta penetración hace oscilar la apercepción
del espectáculo, que pasa entonces del plano de la mos­
tración al de una demostración ocultada, cuyos tiempos
será necesario reconstituir.
37
f
il NOTAS PRELIMINARES A UNA LECTURA PSICOANALITICA
DE LA TRAGEDIA.

¿Con qué derecho un psicoanalista puede inmiscuirse indis­


cretamente en la tragedia? Freud proced/a con precaucio­
nes extremas para encontrar en el fondo común de la
cultura los ejemplos de expresión del inconsciente. Hoy,
que el psicoanálisis ya no busca validaciones exteriores a su
campo operativo, ¿es todavía licito buscar en las obras de
arte materiales para la interpretación? Muchos piensan —y
algunos psicoanalistas entre ellos— que debería darse por
terminado ese período en que la investigación psicoanalítica
se apoyaba en las producciones culturales, mitos u obras de
arte, para brindar testimonio de una posible demarcación
del inconsciente fuera del campo de la neurosis. El psicoa­
nálisis habría dado ya pruebas suficientes de su carácter
científico y debería limitar sus esfuerzos al marco estricto,
definido por sus parámetros rigurosos, de la cura psicoanalí­
tica. Este consejo no carece de sabiduría y el campo del
psicoanálisis seguirá siendo siempre el lugar donde se produ­
cen los intercambios entre el analista y el analizado. Es casi
innegable que se impone dar pruebas de prudencia cuando
uno se aventura fuera de la captación directa, por audición,
del inconsciente. La obra se entrega al analista; ella no sabe
decir nada más que lo que encierra y no puede, como el
analizado, ofrecer la imagen del trabajo del inconsciente in
statu nascendi. La obra no pued* brindar el modo de su
funcionamiento mediante la operación que consiste en ana­
lizar asociando, es decir, aportar el material que la revela en
el acto mismo por el cual se hace conocer. No tiene a su
disposición ninguno de los derechos que hacen tolerable al
análisis: el de repetir, de rechazar la comparación insoporta­
ble en el momento en que se presenta, de diferir el instante
del esbozo de una toma de conciencia, y hasta de negar,
por una de las muchas maneras de que dispone el analiza­
do, la precisión de una interpretación o la evidencia de una
verdad que la repetición lleva a primer plano para que sea
descifrada. La obra se presenta en un mutismo obstinado;
38

iU
está encerrada sobre sí misma, inerme ante el tratamiento a
que puede intentar someterla el analista.
Sería totalmente ilusorio creer que se puede utilizar la obra
para comprobar las teorías psicoanalíticas. Los psicoanalis­
tas saben que esa empresa es vana, puesto que ninguna
toma de conciencia puede eludir (a resistencia. En ciertos
casos ocurre que un fragmento de la realidad psíquica liega
a romper la represión y parece emerger con una facilidad
excepcional. Será lamentable, entonces, verse obligado a
comprobar, sin poder hacer nada, que a ese efecto sigue, la
mayoría de las veces, una reactivación del conflicto psíqui­
co, una de cuyas partes integrantes es ese fragmento. La
persuasión, a pesar de lo que puedan creer quienes son
extraños a la experiencia psicoanalítica, nunca pudo contar­
se entre los instrumentos de que dispone el analista, por
decepcionante que esto sea cuando él espera que ella lo
saque de algún callejón sin salida en un caso difícil. Lo
mismo ocurrirá cuando eJ analista exponga el producto de
su trabajo de análisis sobre un objeto cultural. Si no traza
con suficiente exactitud las líneas de fuerza que dominan la
arquitectura de su objeto, la parte de verdad que implicaría
un análisis, aunque fuera parcialmente exacto, corre el
riesgo de no ser reconocida a pesar de su rigor, pues los
factores que se oponen a atravesar la barrera de la censura
encuentran un sólido apoyo en objeciones superficiales pero
alimentadas con racionalizaciones. Es, pues, especialmente
necesario prestar atención a la exposición de la investiga­
ción, tanto más cuanto que, a diferencia de la cura, donde
el automatismo de repetición brinda cada vez una nueva
ocasión para revelar el sentido de una organización conflic-
tual que puede abordarse entonces de manera fraccionada,
en la obra todo está dicho desde el primer momento por
quien asume la misión de interpretar, sin que nada descubra
el largo proceso de elaboración que permitió llegar a las
conclusiones expuestas de una sola vez.
Estas observaciones no tienen por fin tranquilizar a aquéllos
que temen ¡a intrusión psicoanalítica en un campo donde
tendría efectos empobrecedores. A este respecto, ninguna
interpretación puede evitar el hecho de forzar la obra, en el
sentido en que necesariamente la comprime en el marco

39
donde encierra primero cierto saber sobre ella, y después la
relaciona con otro sentido que la dilata, insertándola en un
conjunto significativo mayor. Hablar es, ante todo, elegir
esa economía restringida encerrada en el discurso, para
plantearse luego los medios de un desarrollo imposible en el
secreto de lo taciturno.
Nuestras advertencias tienen como función, sobre todo,
recordarnos a nosotros mismos las condiciones de ese riesgo
asumido de la interpretación que guía la captación inicial
de la obra, de la cual dependerá el desarrollo ulterior que
constituirá su ampliación. Por lo demás, el psicoanalista no
tiene por qué negarse a ser el violador de la obra al
imponerle su versión, puesto que una corriente reciente de
la crítica ha hecho notar precisamente que nadie puede
pretender conservar las manos absolutamente limpias desde
que entra en contacto con una obra, que toda obra es ella
misma lectura, y que apela a una lectura nueva mediante la
cual adviene a quien la conoce. Toda lectura es ya interpre­
tativa; siempre opera una dotación de sentido en quien se
pretende el más humilde de los exégetas. ¿Dónde tiene más
oportunidades de instaurarse la relación de tiranía del lec­
tor con el soporte de su lectura: en aquél que admite en
ella una interrogación conjetural que obliga al descifrador a
encontrar su camino al mismo tiempo que trata de trazar la
cartografía implícita de la obra, o en aquél que excluye
toda excursión para repetir los/^squemas antiguos, que él
pretende eternos, mientras quç,"4l análisis histórico demos­
traría que son solamente la petrificación de un saber apren­
dido? ¿Aquél que transgrede más los productos culturales,
que pide de su investigación una visión nueva, que supone
son todavía capaces de producir, a pesar de la suma conside­
rable de lecturas ya existentes, o aquél que no añade a las
obras más que un comentario que las parafrasea, infiltrado
de los presupuestos de un saber obvio y que se niega a
todo cuestionamiento? Porque, entre otros motivos, el psi­
coanálisis es ese cuestionamiento', esa interrogación conjetu­
ral, esa apelación a lo que no se da de entrada como causa
de un efecto, es que puede tomar parte en esa renovación
de la crítica.
Pero aun en ese concierto su parte será difícil de sostener. El
40
viejo reflejo de sospecha contra él seguirá actuando. Por
ejemplo, se le reprochará el hecho de establecer una relación
entre el autor y la obra, como si lo hiciera con el mismo
espíritu que la crítica de inspiración biográfica, que veía en la
obra la prolongación de las experiencias de la vida del autor,
mientras que el psicoanálisis establece allí una relación de
discontinuidad. La crítica biográfica veía en la obra el eco o
resonancia de un acontecimiento cuya influencia se valoraba en
una relación de comprehensión inmediata, según una escala
implícita de sentimientos comunes. La relación establecida
por el psicoanálisis entre el autor y la obra no postula una
influencia directa entre los acontecimientos de la vida y el
contenido de la obra, sino que inserta esos elementos histó­
ricos en un conflicto. Esos elementos se vinculan con otra
problemática, desconocida en su esencia porque pertenece a
la infancia reprimida, dado que los modos de combinación
de lo actual y lo pasado no están a disposición de quien los
vive, aún cuando su carga consciente sea considerable. La
obra se transforma entonces en otra red, a través de la cual
los modos de combinaciones establecidas constituyen un
eco, suscitado por el presente, del pasado desconocido. Ese
pasado repetido brinda la materia de una nueva relación,
que mantiene con sus raíces una relación significativa que
podrá ayudar a iluminarla retrospectivamente. La revelación
hipotética de lo que eso ha significado para el autor
contribuye a captar la coherencia de la obra, que de este
modo gana en comprensión sin perder nada de su misterio.
El surgimiento de una constelación significativa se encuen­
tra en el origen de una movilización mutadora por su
coincidencia con eso de lo cual la separa el corte de la
represión: el mismo contenido está doblemente articulado
según la relación de la organización de los complejos
y según aquélla de la repetición que se manifiesta en el
“acontecimiento” actual. Esto no hace que el autor, más
que cualquiera, esté inerme ante sus conflictos, puesto que
todos y cada uno de nosotros somos el sistema de relacio­
nes, entre las instancias, que son partes intervinientes en el
conflicto.
Por otra parte, ¿sería posible no establecer ninguna relación
41
entre el hombre y su creación? 16 ¿Con qué fuerza se
nutriría ésta, si no con aquéllas que operan en el creador?
La concepción psicoanalítica se niega a considerar resuelto
el problema de la génesis de las obras de arte invocando un
misterio absoluto de la creación que no arraiga el deseo de
crear en sus ramificaciones inconscientes. Tampoco puede
quedar satisfecha con la idea de que la obra tiene la
significación existencial de una superación; es necesario
observar que el creador expresa esta impresión con menos
frecuencia que los comentadores de su producción, pues
aquél tiene siempre conciencia de su carácter de estación
temporaria en un recorrido cuyo objetivo consiste, sobre
todo, en asegurar la reserva de los medios que le permitan
seguir adelante.
A fin de cuentas lo que se teme del analista es la amenaza
de la etiqueta patológica atribuida al creador o a sus crea­
ciones. Las palabras claves del vocabulario psicoanalítico,
aún cuando sólo tengan valor insertadas en el conjunto
estructural del cual extraen su coherencia, siguen intimidan­
do, y nadie se siente protegido de la desagradable impresión
que sentiría si, por algún giro imprevisto, pudiera verse
vestido ridiculamente con ellas. Ese temor se ha revestido,
en nuestros días, de una curiosa paradoja. Todo el mundo
puede hablar del perverso y proclamar su fraternidad poten­
cial con él, pero se reprime y denuncia despiadadamente la
menor alusión a la palabra normalidad, aunque los textos
psicoanalíticos nunca hablan de ella como de una norma
—y los médicos y psiquiatras se lo reprochan suficientemen­
te a los analistas— sino como de un término relativo que es
necesario establecer en alguna parte para comprender las
diferencias de grado o las formas de pasaje de una estructu­
ra a otra. De allí esa alergia a la terminología psicoanalítica
cuando se aparta de una generalidad que le permite endosar
significaciones menos comprometedoras o cuando sus giros

De todos modos éste no será el hilo que seguiremos, pero


debíamos subrayar esta desconfianza respecto de los vínculos
entre el autor y la obra, cuya refutación va acompañada, en la
mayoría de los casos, de una reivindicación pasional que no se
puede dejar de observar.

42
metafóricos permiten acariciar la secreta esperanza de que
se trata de los modos de hablar de una nueva mitología.
Todo esto muestra qué frágil es, respecto de las reacciones
del inconsciente, el recuerdo de que el psicoanálisis fue
perseguido por haber abolido las fronteras entre salud y
enfermedad y haber mostrado la presencia, en el llamado
hombre normal, de todas las potencialidades de las que las
formas patológicas constituyen la imagen ampliada y carica­
tural. Puede leerse en' R. Barthes esta condena de la crítica
tradicional: “Ella quiere proteger en la obra un valor abso­
luto, intocado por ninguno de esos “extraños” indignos que
son la historia y los bajos fondos de la psique: lo que
quiere no es una obra constituida, es una obra pura, a la
cual se evite todo compromiso con el mundo, toda relación
desagradable con el deseo1 7” . Estas observaciones pueden
referirse también, probablemente, a buena parte de la nueva
crítica o a los sostenendores de una teoría de la escritura
que defienden una especie de integralismo literario.
Si el psicoanalista penetra en el universo de la tragedia, no
es entonces para “patologizarla” sino porque reconoce en
todos los productos del género humano la marca de los
conflictos del inconsciente. Y si es verdad que no debe,
como lo hacía notar precisamente Freud, conservar la espe­
ranza de encontrar en ella una correspondencia perfecta
oon lo que su experiencia le permite observar, está autori­
zado, como contrapartida, a pensar que las obras pueden
ayudar a captar la articulación de las relaciones presentes
pero oscurecidas, en los casos que estudia, por las deforma­
ciones cada vez mayores que acompañan al retorno de lo
reprimido. Freud no pensó nunca que tuviera algo que
enseñar a los creadores dotados de un auténtico genio, a los
que envidiaba, sin ocultarlo, los dones excepcionales que les
permitían tener un acceso, si no directo por lo menos
considerablemente abreviado, a las relaciones que reinan en
el inconsciente.
La explotación de esos dones se orienta hacia la obtención
de la “prima de placer” , a la cual se accede a través de

11 Critique et vérité, París, Du Seuil, pág. 37. Hay traducción


castellana: Critica y verdad. Buenos Aires, Siglo XXI, 1972.

43
los desplazamientos de la sublimación; esto tendería a esta­
blecer entre el producto de la creación artística y el sínto­
ma una relación de disyunción, puesto que el primero tiene
como efecto la ruptura de ta acción de la represión, mien­
tras que el segundo, porque es la expresión del retorno de
lo reprimido, sólo realiza su irrupción en la conciencia
después de haber pagado previamente su deuda con la
interdicción de la satisfacción por el displacer. La satisfac­
ción se une entonces, indisolublemente, a la necesidad de
castigo ligada con la culpabilidad engendrada por el deseo,
cuyo mensajero será el síntoma. La satisfacción del deseo
no puede separarse, pues, de la sumisión a la sanción de la
interdicción que pesa sobre él.
Esta diferencia entre síntoma y creación permite señalar
ahora su semejanza. En el síntoma, como en la creación,
actúan, así como en el sueño o en la fantasía, los procesos
de la actividad simbólica. Así, la creación artística, la crea­
ción “patológica” y la creación onírica se unen entre sí
mediante la actividad simbólica, y su diferencia se sitúa en
la organización ae la contradicción que presenta cada una
entre la satisfacción ligada con la realización del deseo y la
satisfacción ligada con la obediencia a su interdicción. La
neurosis, dirá Freud, será la solución individual y asocial de
los problemas planteados a la condición humana. A escala
colectiva, la moral y la religión propondrán otras solucio­
nes. Entre las dos, en la encrucijada de lo individual y lo
colectivo, entre la resonancia personal del contenido de la
obra y la función colectiva de ésta, el arte ocupa una posi­
ción transicional que califica al campo de la ilusión y
permite un goce inhibido y desplazado, obtenido por medio
de objetos que son y no al mismo tiempo lo que represen­
tan.
Romper la acción de la represión no significa exhibir el
inconsciente en estado de desnudez, sino revelar la relación
eficaz entre el disfraz inevitable y el develamiento indirecto
cuya formulación permite la obra. El inconsciente pone en
comunicación un espacio corporal “sensual” con un espacio
textual que es el de la obra. Entre uno y otro se erige el
interdicto y su censura, la actividad simbólica, el disfraz, la
exclusión de lo inadmisible y la sustitución del término

44
excluido por otro menos inadmisible, mas propicio para des­
lizarse incógnito hacia el que le está cerrado. En efecto, si
todo texto sólo es texto porque no se entrega entero en su
primer descubrimiento, cómo explicar este disimulo esencial
de otro modo que porque una interdicción pesa sobre él.
Esta interdicción se adivina por lo que deja filtrar del
conflicto del cual ha surgido, reteniendo en sus lineas el
cebo que ofrece al llamarnos a atravesarlo en su totalidad.
Muchas veces experimentaremos una decepción, que se re­
nueva ante su rechazo a conducirnos a otra parte que al
punto de origen de donde trazó su linea de huida.

Los objetos transnarcisistas

Los objetos de la creación artística son portadores de un


trabajo. Cada una de las miradas que se posa sobre ellos
rehace más o menos cursivamente el camino de su nacimien­
to. Estos productos instalan en el campo de la ilusión una
categoría nueva de objetos respecto de la realidad psíquica.
Su relación con los objetos de la fantasía permite compren­
der mejor su función. Los objetos de la fantasía que debie­
ron, en el momento de su admisión a la conciencia, sufrir
no solamente las deformaciones sino también los ajustes
que los hace compatibles con la lógica consciente, siguen
siendo secretos, como lo notamos precedentemente, pues la
reticencia a ser comunicados atestigua la precariedad de
esta cobertura. Pero el velo con que se los cubre responde
también a otra exigencia. Estos objetos son parte integrante
de un equilibrio donde las realizaciones del deseo que se
cumplen a través de ellos se acompañan de un estado de
apropiación por parte del sujeto, necesario para la alimenta­
ción de su idealización narcisista. La unidad de la fantasía
es solidaría de la unidad narcisista que contribuye a consti­
tuir. AJ contrario, el tipo de objetos a los cuales responden
las creaciones artísticas están marcados por su estatuto de
eyección, de expulsión, de puesta en circulación, por una
despropiación por parte de su creador, que espera de su
apropiación por parte de otros la autentificación de su
paternidad. El surgimiento del deseo que les dio nacimiento
45
se repite en cada uno de los nuevos contactos que ofrece a
sus contempladores o consumidores. Lo cual lleva a deter­
minar en estos productos el doble narcisista de su creador,
que no es su imagen ni su personalidad, sino una construc­
ción proyectada, cuya figura se forma en lugar de la ideali­
zación narcisista del destinatario de la obra.
Así, las estructuras de la fantasía presentan una doble
orientación. Hacia el objeto, soportan el deseo y contribu­
yen a la formación de eso que tiene como misión realizar­
lo: el sueño, el síntoma, o la actividad sexual, con los
medios puestos a disposición de la descarga y según las vías
que se le abren. Hacia la búsqueda de una unidad subjetiva
idealizante marcada por el renunciamiento a una satisfac­
ción que implica una descarga completa (pues el goce
estético está sometido a la inhibición del fin del impulso),
y donde se acoge en cambio la construcción narcisista del
otro. A este respecto, los objetos de la creación artística
merecerían denominarse transnarcisistas, puesto que ponen
en comunicación los narcisismos del productor y del consu­
midor de la obra. La comunicación de los dos campos de
esta doble orientación nos encamina hacia todo lo que
puede despertar, por reacción, la fantasía de deseo, por
mediación de esta idealización narcisista.
Asi, no es necesario que el enfoque psicoanalítico de la
obra de arte pase forzosamente por el estudio de la perso­
nalidad del artista, pero tampoco es necesario excluir esta
posibilidad. Será suficiente prestar atención a esta construc­
ción narcisista que es su doble y esforzarse por determinar
los puntos de impacto donde se pone en movimiento la
fantasía de deseo, aun cuando ésta esté designada, en su
destinatario, a la decepción, y esto para que, por las bre­
chas abiertas de este modo, puedan plantearse las hipótesis
concernientes al modo de articulación que reúne sus partes.
Se corre el riesgo, sin duda, así como muchas veces p»Ho
reprochársele a los hermeneutas aventureros, de jtk x . m
obra en forma de cerradura (o de descubrirla en ella) para
adaptarle mejor nuestra llave. Ese argumento no debe in­
quietar. Una obra sólo se deja modelar en forma de cerradu­
ra si se presta a esta operación, es decir, si su- materia lo
permite y si su forma se adapta a ello, pero lo importante
46
no es que se le pueda introducir una llave, sino saber qué
nos descubre la puerta que se espera abrir. Lo que se
interpreta en un corpus depende del modo en que se lo
recorta; (a originalidad del recorte es inseparable de la
originalidad del descubrimiento. Un descubrimiento que no
es posible sin el modo de recorte que le es propio y el
cuerpo de referencias que lo sostiene. Un descubrimiento
que no dice todo sobre la obra sino su tendencia especifica,
sin preocuparse por el resto, sin tocarlo necesariamente, así
como el resto sólo puede alcanzar esa tendencia adoptando
otro modo de recorte.
Entonces, ¿se forzará a la obra para que diga cualquier
cosa? .No, pues el descubrimiento se confronta con la
coherencia del sistema que garantiza la interpretación y con
la coherencia de la obra, que puede aceptar o rechazar esa
interpretación. No se trata de concluir con una infinidad de
perspectivas yuxtapuestas y contradictorias, ni de dejar el
terreno libre a las interpretaciones más extravagantes y
gratuitas, sino de llegar a un modo de lectura que no
niegue otros tipos de interpretación pero se fije como objeti­
vo el develamiento de los efectos inconscientes del espec­
táculo.
Aún con el riesgo de aburrir, hay que repetirlo: la interpre­
tación psicoanalítica no es exhaustiva, es específica. Ningún
otro medio puede enunciar, en su lugar, su discurso, del
mismo modo que ella no puede sustituir a ningún otro. Es
indudable que podemos encontramos frente a interpretacio­
nes concurrentes, en especial en el plano de las significa­
ciones. Aquí el choque será inevitable. Se opondrán, enton­
ces, lecturas entre las que habrá que decidir cuál informa y
devela más.
Se trata pues, para nosotros, de encontrar, en una obra
cuya especificidad es el trabajo de la representación que se
desarrolla según su proceso, un análogo de lo que Freud
describe en sus primeras intuiciones sobre el funcionamien­
to del aparato psíquico. Este proceso es el juego de un
sistema plurifuncional que nunca progresa de una sola vez y
en una sola dirección, sino que vuelve a pasar por inscrip­
ciones ya trazadas, se desvía ante el obstáculo, reproduce
su mensaje mediante una diferencia que remite necesaria­

47
m e n te a él, recibe un estímulo nuevo que obliga a erigir
una barrera, se rompe, recompone, con los fragmentos
disociados, un' mensaje nuevo amalgamado con otros ele­
mentos surgidos de otra totalidad descompuesta, mante­
niendo en el nivel más necesario la célula de inteligibilidad
sin la cual no podría realizarse ningún nuevo pasaje, y se
preserva de la anulación que la relegaría al olvido por el
mantenimiento de una deformación que protege su incóg­
nito. El trabajo de la representación que persigue, sin des­
canso, un efecto de tensión en el espectador, será la recons­
titución del proceso de formación de la fantasía, del mismo
modo que el análisis del sueño, a través de las resistencias al
trabajo asociativo y a los reagrupamientos que éste opera,
restituye la construcción del proceso onírico.
Hemos vuelto, pues, a nuestro objeto propio: la lectura
psicoanalítica de una tragedia, lectura situada en el espacio
potencial entre texto y representación. Aquí se plantea,
ineluctablemente, una pregunta: ¿cómo comprender el goce
que se experimenta ante el espectáculo trágico, si éste
despierta la piedad y el terror? Pregunta que nos retrotrae
a la problemática de Aristóteles, a la que Freud se esforzó
por dar una nueva respuesta. La obra de arte, dice Freud,
ofrece, a quien la experimenta, una prima de seducción.
“Se llama prima de seducción o placer preliminar a un
beneficio de placer semejante que se nos ofrece, a fin de
permitir la liberación de un goce superior que emana de
fuentes psíquicas mucho, más profundas1*” ’. Hay aquí,
pues, una descarga, pero parcial y desexualizada por inhibi­
ción del fin y desplazamiento del placer sexual. Pero hay
que explicar el efecto de la tragedia.
¿Cómo prolongar o superar la hipótesis de la catarsis como
purgación de las pasiones? La tragedia produce un placer
indudable aunque tenga una coloración dudosa: mezcla de
terror y dé piedad. Pero no hay tragedia sin héroe trágico,
es decir, sin proyección idealizada de un yo que encuentra
allí la satisfacción de sus tendencias magalomaníacas. El
héroe es el lugar de encuentro entre el poder del aeda, que
da vida a la fantasía, y el deseo del espectador, que ve su

1* El poeta y lo fantasía, O.C., B.N., tomo II, pág. 969.

48
fantasía encarnada y representada » El espectador es ese
pobre héroe a quien no ocurre nada. El héroe es aquél que
vive aventuras excepcionales y las marca con sus hazañas,
pero que, finalmente, debe pagar muy caro ante los dioses
el poder que adquiere por este medio. Semidiós, entra en
rivalidad con los dioses y será aplastado por éstos, aseguran­
do así el triunfo del padre.
El placer del espectador se ligará pues con un movimiento
de identificación con el héroe (piedad, compasión) y con
un movimiento masoquista (terror). Todo héroe, y por lo
tanto todo espectador, se encuentra pues en la situación del
hijo de la estructura edípica: éste debe transformarse en
(ser) el padre: valiente, fuerte, pero no hacer todo lo que ha­
ce el padre, cuidando sus prerrogativas (tener), es decir,
las del poder paternal: posesión sexual de la madre y poder
físico, derecho de vida y de muerte sobre sus hijos. A este
respecto el padre, aun muerto, sobre todo muerto, acrecien­
ta todavía más este poder en el más allá. Totem y tabú.
La tragedia es, pues, la representación del mito fantasmá-
tico del complejo de Edipo que Freud señaló como comple­
jo constitutivo del sujeto. Así, las fronteras entre el indivi­
duo “normal” , el neurótico y el héroe se borran en la
estructura subjetiva que es la relación del sujeto con sus
progenitores. El encuentro entre el mito y la tragedia no es,
evidentemente, fortuito. En primer lugar porque toda histo­
ria, ya sea individual o colectiva, se construye a partir de un
mito. En el caso del individuo, ese mito lleva el nombre de
fantasía. Después porque el mismo Freud engloba al mito
en el campo psicoanalítico. “Parece muy posible aplicar la
concepción psicoanalítica obtenida en el estudio de los
sueños a los productos de la fantasía de los pueblos, tales
como los mitos y las fábulas19 Recusa las interpretacio­
nes tradicionales que se aplicaron a los mitos: tentativa de
explicación de los fenómenos naturales u observancia de
cultos que se han transformado en ininteligibles. Es muy
posible que tuviera la misma actitud ante la interpretación
estructuralista. Pues la función esencial de esas producciones

1’ Múltiple interés del psicoaniliás. E) El interés del psicoanálisis


para la historia de la civilización, O.C., B.N., tomo II, pág. 885.

49
colectivas era, para él, el alivio de los deseos insatisfechos o
imposibles de satisfacer. Esta interpretación sigue siendo la
nuestra; se apoya en los fundamentos del complejo de
Edipo que prohibe el parricidio y el incesto, y condena por
lo tanto al sujeto a la búsqueda de otras soluciones para
satisfacer esos deseos. La tragedia se sitúa, en escala colec­
tiva, entre las soluciones sustitutivas. La lectura psicoanalí-
tica de la tragedia tendrá pues como objetivo determinar en
ella las huellas de la estructura edípica que oculta en su
organización formal, mediante el análisis de la actividad
simbólica, enmascarada ante el espectador y operando sin
que él lo sepa.

Freud y sus sucesores

Estos ensayos se inscriben en la línea, trazada por Freud,


de la crítica psicoanalítica. Freud es, en efecto, nuestra
referencia mayor, una referencia prolongada por lo que.llegó
a abrir la reflexión freudiana. Se sabe que después de la
muerte de Freud el pensamiento psicoanalítico que, en su
obra, formaba un todo orgánicamente ligado, se fragmentó
en polaridades múltiples, a veces contradictorias. Así las
contribuciones teóricas de Melanie Klein Y de Jacaues La-
can20 ofrecen dos caras antinómicas del psicoanálisis.
En la esfera actual del mundo psicoanalítico, a menos de
condenarse al espíritu ïïe capilla, hay que elegir, si se nos
permite esta imagen euleriana, el círculo que incluya a los
demás. Entonces es a veces sorprendente comprooar que
este conjunto que engloba otros conjuntos se parece extra­
ñamente al cuerpo de doctrina for ado por la teoría freu­
diana, que ofrece las ventajas de una construcción completa

Es indudable que en esa obra nuestra deuda para con la ense­


ñanza de J. Lacan es más importante que cualquier otra, des­
pués de la que contrajimos con Freud. No es éste el lugar de
explicar por qué el objetivo de nuestra interpretación aplicada al
patrimonio de las obras de arte tiende > relegar a segundo plano
los puntos de desacuerdo con la teoría de J. Lacan. Sin embargo
esos puntos estarán indirectamente presentes en todo lo que, en
nuestro trabajo, apele a otras teorizaciones, sean o no analíticas.
50
y equilibrada. El retomo a Freud debe respetar la amplitud
de su perspectiva21.
Asi no es suficiente, en el examen de la tragedia, el hecho
de acentuar de manera abusiva la combinatoria de los
significantes (de los representantes del impulso), descuidan­
do la función del afecto. Aquí la lectura entre texto y
representación evita los inconvenientes de una formaliza-
ción desencarnada (la combinatoria) o dç una efusión místi­
ca (poder emocional del espectáculo)2 2 . El análisis del texto
mostrará, como por añadidura, la formalización, y la referen­
cia a la representación-espectáculo valorizará su función
de descarga casi visceral. Es antigua la oposición entre
los que escriben sobre la tragedia y los que la representan
o la ven representar. El psicoanalista debe prestar atención
al texto en representación o a la representación de un texto.

La escritura y la representación

Es frecuente escuchar que la obra no se reduce a sus


significaciones. La organización del significado por el traba­
jo del significante es, sin duda, su bien inalienable. Lo que

21 Es necesaria una reformulación del pensamiento de Freud debi­


do a las adquisiciones posteriores a Su obra, que se sobreañaden
con dificultad a ella pero demandan una reelaboración de la
teoría. La salvaguardia de la verdad de la herencia freudiana
exige estar atento a lo que se pierde en los dialectos recién
nacidos.
22 La función del afecto es especialmente subrayada por Freud en
el análisis del Moisés de Miguel Angel. Este análisis es realizado,
según las reglas más estrictas de la combinatoria, por el examen
de la función del detalle, pero se ve provocado, solicitado, por
el poderoso afecto que embarga a Freud ante el Moisés. Después
se invierte el sentido de las miradas y Freud se siente entonces
mirado por Moisés “ como si yo mismo perteneciera a la gentuza
sobre la que se dirige esa mirada” . Del mismo modo, insistirá en
el hecho de que la comprensión exigida por el analista no puede
ser intelectual, “ ha de ser suscitada también nuevamente en
nosotros aquella situación afectiva, aquella constelación psíquica
que engendró en el artista la energía impulsora de la creación".
E l "Moisés" de Miguel Angel, O.C., B.N., tomo II, pág. 978.
escaparía a la investigación psicoanalítica obliga aquí a
reconocer sus límites. Pero el estudio del significado laten­
te, la relación de lo manifiesto con lo latente, es con
frecuencia lo más apropiado para iluminar la forma del sig­
nificante en un sitio determinado. En la larga serie de los
significantes cuyo encadenamiento constituye la obra, el sig­
nificado inconsciente, desde la ausencia donde se sitúa,
se levanta entre dos significantes y obliga a establecer una
diferencia entre la forma “natural” del discurso y su forma
literaria. No para expresar en ella lo que debe decirse, sino
para mostrar, velándolo, lo que debe ocultarse.
Nuestra preocupación constante consistió en mostrar la
doble articulación de la fantasía teatral: la de la escena,
que transcurre sobre las tablas, subrayada ostensiblemente
para el espectador, y la de la otra escena, que transcurre
—aunque todo se diga en voz alta, sea inteligible y se
despliegue en plena luz— sin que el espectador lo sepa,
gracias a un modo de concatenación que obedece a una
lógica inconsciente.
¿Pero qué ocurre con el trabajo de la escritura? Se objeta­
rá que aquí actúa la especificidad de la obra.
¿Qué ocurre con Esquilo o Shakespeare o Racine, escrito­
res? Encontramos aquí problemas actuales y candentes.
¿Hay que poner en primer plano el significante o el signifi­
cado literario? ¿Por qué, para quién se escribe? La pregun­
ta, planteada de este modo, no puede recibir una respuesta.
Significante y significado son relata que remiten necesaria­
mente uno al otro, puesto que el recorte de uno no puede
sino afectar al otro en la misma medida. Subsiste, pues,
menos el problema de su precedencia que el de su relación.
La resistencia ante el significado, que está presente en casi
todas partes en el movimiento actual de las ideas, es signo
de un rechazo y una desconfianza. Ligado con la “psicolo­
gía” dusante demasiado' tiempo, el significado está como
ahogado. Ante todo, porque es evidente que la obra no es el
significado que cubre; es el trabajo de formalización sin el cual
no hay obra de arte sino una exposición de intencio­
nes. Si la obra de arte no es lo que significa, ¿qué diferen­
cia existe entre su escritura y la del tratado de psicología,
del manifiesto político, del prospecto publicitario? Pero

52
ese repliegue hacia la especificidad de lo literario cubre una
sospecha respecto del significado. Sobre todo si, como
dijimos, ese significado es el del psicoanálisis.
Recientemente se ha objetado al psicoanálisis el haberse
alejado del “devenir literario de lo literal23” . La originali­
dad del significante literario habría sido ignorada por la
crítica psicoanalítica que, en su mayor parte, sigue siendo
un “análisis de significados literarios, es decir, no litera­
rios” . Si es cierto que la literatura se quiere la exploración,
mediante la práctica, de las posibilidades del lenguaje,'cae
tarde o temprano en no-dicho de la obra. En eso que
hoy se denomina su “ilegibilidad” como punto nodal de
donde extrae toda su fuerza. Nada sería exterior a esta
escritura cuyos vínculos con la representación se habrían
roto. ¿Pero qué ocurre cuando la escritura es representa­
ción, como en el teatro? ¿No se asiste allí a un fracaso de
esta tentativa, siempre presente en las formas literarias no
teatrales, que pretende deshacerse de toda referencia a la
representación? Es simplista decir que un enunciado litera­
rio sólo puede remitir al conjunto de los otros enunciados.
Esta evidencia no tiene sentido sino porque todo texto
mide así, renovándola, la distancia que lo separa de su
objetivo. Su objetivo no estará nunca depositado en otro
texto; sin embargo, lo que surge de esta confrontación no
es el vértigo del conjunto de los textos, sino la ausencia
que los habita a todos: la de la obra que resume a todos
los otros textos y los anula para erigirse en el espacio de lo
escrito sin diferencia, único, que cubre el pasado íntegro y
vuelve vana toda sucesión. Ese cuerpo de la letra se escapa
del texto para volver a él mediante la representación del
grafismo 2 . Esto prueba, si es que es necesario, que el

23 J. Derrida, L'Ecriture et la différence, pág 340, en las notas que


siguen al trabajo “ Freud ou la scène de récriture” .
14 Y si toda una coniente literaria multiplica los artificios de
representación, de puntuación, de paginación, de sobrecarga' de
signos no escritos, ¿no es precisamente para desplazar lo no
dicho y reemplazarlo por otro? Si se quiere servir al texto
hay que preguntarse ante todo a qué se propone servir el texto. ¿A
quién habla el texto? ¿Quién habla a través del texto?

53
proceso de la literatura no consiste en estigmatizar los lazos
entre la escritura y la representación, sino en establecer la
relación entre dos sistemas de representación, dado que el
sistema de representación de la escritura no puede seguir
otro camino que el de la representación de lo no represen­
tado en la representación.
Hay mucho que decir de ese trabajo de lo. no representado,
y a eso tienden nuestros ensayos. Pero aclaremos que ese
trabajo se realiza en ausencia de la representación y no en
una liberación de la representación. El hecho de que algu­
nos integralistas de la literatura se apoyen en los textos de
Freud no atestigua la claridad de su comprensión. Si se
quiere aludir a la huella más que a la oposición signifi­
cante-significado, ¿cómo podría, la huella, romper toda
relación con la representación, aun en el diastema, el espa-
ciamiento y la diferencia que requieren su existencia? La
confusión entre lo impresentable y lo no representado
parece ser fuente de errores de interpretación. No es que
no los una ninguna relación. Lo no representado remite al
efecto de carencia que brota en lo pleno de una representa­
ción; ésta, en su plenitud, se esfuerza por cenar la salida,
porque ella misma es resultado de la contención de esa
carencia trazada en ella. El hecho de que esa carencia se
encuentre en el origen de la irrepresentabilidad del proceso
de la escritura remite, más necesariamente aún, a lo no
representable, porque obstruido, de lo no representado. La
huella se sitúa entre la amenaza de su anulación —pero al
precio del hundimiento de todo el sistema significante—y su
mantenimiento, que es designación, aún cuando sea median­
te la remisión a todas las otras huellas, de lo que traiciona,
es decir, deforma y devela. Esta traición es heterogénea
respecto de ella, está presa en otra trama, en otro tejido.
.“En sus consecuencias, la distorsión de un texto se asemeja
a un crimen, y la dificultad no consiste en perpetrar ese
acto, sino en desembarazarse de las huellas25” . Si la noción
de huella tiene un mérito, el de oponerse a la relación de
presencia a sí del lenguaje, es porque esa ausencia que la

15 Freud, Moisés y la religión m onoteísta’’, S.E., tom o XXIII, pág.


43; O.C., B.N., tomo III, pág. 188.

54
habita es reveladora, es porque, sin confundirse con una
sustancialización de la carencia, la brinda en su efecto y
permite sostener un discurso sobre esa ausencia y no ratifi­
car la identidad de la ausencia y no existencia26
Sin embargo, a pesar de los múltiples intentos para eliminar
del discurso la representación, es forzoso encontrarla en
otra parte: en la ideología que establece un cortocicuito en
el significado individual. El esfuerzo de modestia que quiere
suprimir toda fetichización de la subjetividad creadora para
fundar la escritura en la impersonalidad del movimiento
revolucionario es un anhelo piadoso y loable. Nos muestra,
sobre todo, que la “legibilidad” es más fácil cuando, saltan­
do muchas mediaciones, se disuelve en el cuerpo social. Si
el psicoanálisis, al centrar su esfuerzo en el significado, ha
salteado la mediación de lo literario, nos corresponde decir,
a su vez, que el integralismo literario, constreñido en su
propio proceso a vincular su esfuerzo de cuestionamiento
con un significado literalmente reprimido, no concibe me­
diación entre la literatura y la ideología. Diga lo que
diga, elude la pasión de la escritura, de la lectura y de
la fuerza de repetición que engendra al mismo tiempo el
proceso y su cuestionamiento. Cae en el mismo voluntaris­
mo de la “lucidez” que condena. Se desinteresa, así, en el
sentido en que él mismo es su propio deudor. Por lo tanto
no acusaríamos a esa tendencia de descuidar el significado,
sino de adoptar con demasiada facilidad la tesis de un
significado que huye. Lo no dicho es la ausencia del signifi­
cado y no su carácter inapresable. El efocto de esta ausen­
cia es la condición de la catexis producida por lo que la
contracatexis mantiene separado. Por esto es que el inter­
cambio literario es, como todo intercambio, intercambio de
deseo, en vista de un goce diferido y retardadado 27. La

** Para una mayor claridad sobre esos puntos, cfr. nuestro trabajo
“ L’objet (a) de J. Lacan", Cahiers pour l ’analyse, París, N ° 3.
17 La referencia a la ideología -c u y o carácter de sistema de repre­
sentación es cuestionado en ciertos trabajos- permite aplicar a
ella gran parte de lo que el psicoanálisis ha enseñado en otro
plano: represión, defensa, denegación, división (del sujeto), des­
ciframiento. Que el psicoanálisis sea utilizado por los teóricos

55
originalidad del significado literario sólo podrá residir en­
tonces, en nuestro nivel de exploración, en la literalidad de
lo no dicho del significado. Ese no dicho, cuyos efectos se
desplazan cuando se realiza la lectura-escritura conjuntas
(puesto que toda escritura es una lectura y viceversa) del
producto literario, se establecerá mediante el estudio de la
relación entre el significado manifiesto y la diferencia entre
el significante literario y el significante cotidiano. La fun­
ción de esta diferencia es introducir el efecto de engaño,
apto para interesar, cautivar y capturar en su red la trama
del significado latente. Pero esta tentativa nunca lleva a
hacer coincidir los dos planos y, en cada proceso de lectu­
ra-escritura, el proyecto fracasa y se devela la diferencia en
la sustitución, donde se revela alguna otra cosa diferente. El
intento siempre reiterado y nunca satisfecho es el que
duplica la diferencia entre significante cotidiano y signifi­
cante literario 28 (diferencia que supuestamente apresa lo
que se niega a nombrarse en lo manifiesto) mediante el
aparejo de la obra: género, factura, fabricación. La repeti­
ción ahonda al mismo tiempo el lecho donde debe cubrirse
esta distancia y, haciéndolo más sensible, lo aprehende.

La otra cara del complejo de Edipo

Nuestro sistema nos ha conducido, pues, a poner en el


primer plano de nuestra lectura psicoanalítica de los trági-

del integralismo literario es algo que no hay que poner ni en su


activo ni en su pasivo, pero el hecho de que la reflexión sobre
su significado se encuentre allí sutilizada ¿no depende esto de la
ideología?
** La representación teatral multiplica esta diferencia mediante la
acentuación de todos los significantes no literarios: medios físi­
cos del actor, prosodia, fraseo, utilización del cuerpo, que no
solamente se exponen sino que se explotan: se ve que se trata,
en realidad, casi tanto de una reduplicación de la diferencia
como de una amplificación de ésta. Este desequilibrio en las
oposiciones entre los significantes de lenguaje (cotidiano y litera­
rio) y los significantes no lingüísticos sirve, por así decirlo, de
correa de transmisión para otra reduplicación, la de la oposición
entre la enunciación de la obra y su montaje de escenas, actos,
etcétera.

56
eos, en la relación significante-significado o en el análisis de
la huella, al complejo de Edipo, puesto que todo texto, a
fin de cuentas, ha surgido de un crimen (el del padre),
tendiente a la obtención de un placer, de una posesión
sexual (la de la madre). Esta es la conclusión radical,
algunos dirán imperialista, a la que llegamos.
El complejo de Edipo se conoce, generalmente, bajo la
forma del complejo de Edipo positivo del varón: rivalidad
con el padre que lleva hasta los impulsos parricidas y el
deseo por la madre hasta la realización incestuosa, formas
extremas cuya expresión sólo aparece figurada en el incons­
ciente. Pero Freud mostró desde 1923 la existencia en
todos de un complejo de Edipo doble, positivo y negativo
(inverso del precedente) al mismo tiempo. Cada uno de
esos dos términos ocupa un extremo de la cadena de la
cual no persisten ya más que las huellas que han sobrevivi­
do a la represión. Tanto la niña como el varón están
sometidos a la misma estructura. La consecuencia de esto
es que todos, cualquiera sea el sexo al que pertenezcan, por
el hecho de la bisexualidad humana, soportan una doble
identificación, masculina y femenina, que es el sello del
Edipo. Es evidente, por lo tanto, que el complejo de Edipo
es, por lo menos, cuádruple en todos: positivo y negativo,
masculino y femenino.
Mientras que, por lo general, el análisis de las obras de arte
se refiere al complejo de Edipo positivo dél varón, es decir’
a la situación de rivalidad con el padre y de amor hacia la
madre, nuestros tres ensayos tienen por tema la relación de
hostilidad del hijo con su madre, del marido con su mujer,
del padre con su hija. Elegimos tres ejemplos: La Orestíada
de Esquilo, la única trilogía que nos ha llegado de la Grecia
antigua, el Otelo de Shakespeare, surgido de la Inglaterra
isabelina, y la Ifígenia en Aulida de Racine, producto del
siglo de Luis XIV.
Cada uno de estos tres ensayos fue escrito de un modo
independiente. Sin embargo forman un todo cuyas partes
son interdependientes. Por una parte, el objeto de los tres
ensayos fue elegido sobre el fondo trágico de la cultura
occidental (tragedia antigua, tragedia isabelina, tragedia clá­
sica). Por otra parte, los temas de las tres obras se relacio­
nan con un aspecto del complejo de Edipo.
Las Coéforas de La Oresliada de Esquilo, lo mismo que las
dos Electro de Sófocles y de Eurípides nos transforman en
testigos de la muerte de la madre en manos de su hijo. El
Otelo de Shakespeare nos muestra el crimen de la mujer
por parte del marido. La Ifigenia en Aulida de Racine el de
la hija por parte del padre.
A estas relaciones temáticas se añaden por supuesto, las
diferencias inherentes a los tres textos, separados por perío­
dos de tiempo desiguales, que insertan estas formas trágicas
en contextos disímiles desde el punto de vista sociológico,
histórico, estético. Pero sabemos que estas obras tienen un
alcance que supera esas determinaciones particulares y toda­
vía hoy nos conciernen.
Nuestro método se ha esforzado por no insertar estas obras
en un molde que las constriña. En cada caso nos hemos
dejado guiar por el contexto. Así, La Orestiada de Esquilo
nos dictó la comparación entre los tres trágicos. En la
medida en que ofrece la única oportunidad, considerando
lo que nos ha llegado de la tragedia antigua, de comparar el
tratamiento de un mismo tema trágico por Esquilo, Sófo­
cles y Eurípides. Esto nos condujo a confrontar los mitos
trágicos de Edipo y de Orestes y a estudiar sus relaciones.
Al contrario, ante Otelo nos limitamos a un estudio inma­
nente, sin traspasar las fronteras de la tragedia. Nos concen­
tramos en la organización interna de sus partes y examina­
mos el nudo de las fuerzas representadas por sus personajes,
estudiando la distribución de los sentimientos de odio y de
amor en las relaciones entre Ares y Eros, entre Eros y el
impulso de muerte.
Finalmente, Ifigenia en Aulida nos propuso un estudio
doble. Mientras que La Orestiada nos llevó a una confron­
tación que, aproximativamente, puede llamarse sincrónica,
Ifigenia sirvió para una comparación diacrónica entre trage­
dia antigua y tragedia clásica, entre Eurípides y Racine.
Pues Eurípides escribió en el mismo año sus-dos últimas
obras, que ponen fin al período de la tragedia antigua:
Ifigenia en Aulida y Las Bacantes. Al crimen de la hija por
su padre, en nombre del sacrificio humano, responde el del

58
hijo por su madre, Penteo, matado por Agave durante una
orgía dionisíaca. La tragedia se cierra sobre el mito de sus
orígenes. El matricidio del cual partimos nos lleva, final­
mente, al infanticidio materno. Así se cierra el círculo.

El ojo suplementario

Creemos que este prólogo, mucho más largo de lo que


hubiera debido serlo, era necesario. No ha podido eludir
una exposición de la concepción psicoanalítica de la obra de
arte, de las bases de la crítica psicoanalítica que funda­
menta la lectura de los trágicos. No ha podido evitar la
discusión de ciertas tendencias de los teóricos de la literatu­
ra, celosos defensores de la especificidad de lo literario pero
que niegan la función del deseo en la producción y el
consumo de la literatura. Y, sin embargo, convencer no es
tarea del psicoanalista, que sería víctima de las ilusiones de
la conciencia si pretendiera olvidar el papel de los obstácu­
los que se oponen a la admisión del inconsciente en lo
conciente. Esto tiene poca importancia. Lo que no se
perdona al rey Edipo, el neurótico, al artista y al psicoana­
lista, lo que ellos no se perdonan mutuamente, es tener un
ojo suplementario.
C ap ítu lo I
O restes y E dipo
del o rácu lo a la ley*

Para el fruto de Olivier

“Si no fuera para Dionisos que conducen el corte­


jo y cantan el himno fálico, cometerían el mayor
sacrilegio. El que rige los Infiernos y Dionisos son
un mismo dios, que los castiga con el delirio y
para quien celebran la fiesta de la vendimia.”
HERACLITO

* Trabajo presentado en el Coloquio de Cerisy sobre “ El arte y el


psicoanálisis’’ (1962). La versión publicada en las actas del Colo­
quio (Mouton, La Haya, 1968) fue corregida en diversos lugares,
sobre todo en la parte final. Nota de la T.: las citas y referencias
en castellano están tomadas de Esquilo-Sófocles, Buenos Aires, El
Ateneo, 1950, y de Eurípides, Buenos Aires, El Ateneo 1946.

61
La hermenéutica psicoanalítica y la tragedia

¿Quién debe escribir sobre la tragedia? Entre el helenista o


el filólogo cuidadoso de la literalidad del texto, desconfiado
de toda interpretación que pretenda restablecer, a costa
de la exactitud, un sentido pleno todavía hoy velado,
y el especialista en los trágicos, preocupado por com­
partir, en su interpretación, la emoción trágica me­
diante una comunicación no trabada por los vericuetos
de una crítica esterilizante, ¿hay lugar para un co­
mentario psicoanalítico en nombre de un .encuentro
con los precedentes, en el campo común de la her­
menéutica? De una hermenéutica que no olvidaría nin­
guno de esos polos en beneficio exclusivo del otro. La
verdad del psicoanalista se esforzaría entonces por en­
contrar en su seno esa letra y esa came de la tra­
gedia unificadas. ¿No es esto, acaso, en el fondo, lo
que estuvo en el horizonte del método de Freud? Es­
cribía a W. Fliess, testigo de su autoanálisis, el 15 de
octubre de 1897: “ También en mí comprobé el amor
por la madre y los celos contra el padre, al punto
que los considero ahora como un fenómeno general de
la temprana infancia. . . Si es así, se comprende per­
fectamente el apasionante hechizo del Edipo re y .. .
Cada uno de los espectadores fue una vez, en germen
y en su fantasía, un Edipo semejante, y ante la rea­
lización onírica trasladada aquí a la realidad, todos
retrocedemos horrorizados, dominados por el pleno
63
impacto de toda la represión que separa nuestro es­
tado infantil de nuestro estado actual1
Si el psicoanálisis tiene una inmensa deuda con la tragedia
es en virtud de ese don que recibió de ella, y puede sentir
que tiene sus razones para tratar de develar, para quienes se
sienten tocados por los efectos del sentimiento trágico, los
caminos y medios por los cuales éste actúa. Esta investiga­
ción podría, entonces, no orientarse hacia el análisis del
espectador, sino hacia el de las articulaciones semánticas de
la tragedia.
Como se verá la perspectiva en la que nos colocamos no es
ni la del estudio de un “género” literario —aún cuando nos
comprometemos a volver, cuando avance más nuestro exa­
men, sobre las consecuencias de este pasaje del relato épico
a la representación trágica-, ni la de las relaciones entre un
autor y su obra, tentación ante la cual ni siquiera hemos
tenido el mérito de poder resistir, constreñidos al silencio
por la pobreza de nuestra información. Por otra parte, por
tecundos que puedan ser los trabajos sobre la función de la
tragedia en el interior del contexto social del cual surgió, el
estudio de sus relaciones con el nacimiento de la democra­
cia, de sus relaciones con las secuelas de la religión órfica o
los misterios de Eleusis, tampoco nos situamos en este
plano. Por reveladores que sean esos enfoques que se es­
fuerzan por restituir a la realidad colectiva los movimientos
de una sociedad que toma conciencia de sí misma a través
de sus realizaciones y que crea sus instituciones para acce­
der a esa toma de conciencia, dejan de lado la significación
profunda de esos movimientos y la especificidad del fenó­
meno trágico en su relación con el sujeto.
¿Acaso el problema no consiste en saber cómo procedió la
tragedia para convertir un mito en espectáculo?
El psicoanálisis se sintió atraído por la cultura griega aún
más que por cualquier otra y esto se comprende fácilmen­
te: en ningún momento como en ese período de la historia
- q u e se sitúa como en un ángulo en la distancia judeo-

1 Cartas a W. Fliess en “Los orígenes del psicoanálisis', Obras


Completas, B.N.. tom o III pág. 630.

64
cristiana y quizás ilumina retrospectivamente a é s ta -, los
hombres manifestaron con más claridad, a través de las
proyecciones divinas, las apuestas concretas del deseo: des­
garramientos por la posesión de una mujer, traición a los
juramentos de amor, decepciones y heridas de la amis­
tad perdida, encarnizamiento en la lucha destructora con­
tra el adversario sin embargo estimado, contradicción
entre la solidaridad de las alianzas en el sacrificio común y
la envidia en el momento de la distribución de las glorias
conquistadas, búsqueda del poder y voluntad de su recono­
cimiento por el porte de sus insignias, cuestionamiento de
los fundamentos del derecho divino y humano, lucidez
valiente ante la muerte, oposición de los deberes del cora­
zón y de los de la ley, el aguijón de la desmesura y hasta
esa búsqueda constantemente rechazada de la verdad o de
la luz que se sustrae o hiere. . . En esta abundancia de
mitos la tragedia opera una decantación, los deja depositar
y los fija. Pero abordando tan directamente el problema en
general no es como podemos brindarle una respuesta a la
medida de nuestros medios. La utilización de esos medios
es lo que nos mostrará que el descubrimiento al cual nos
conducen es revelador de esta verdad, porque esta verdad se
sirve, también ella, de esos medios para decirse y velarse al
mismo tiempo, ante nosotros.
En esta abundancia temática la tragedia nos fuerza a elegir
y a reconocer en las constelaciones trágicas las que tienen
un valor formador. Para el psicoanalista los ciclos de Argos
y de Tebas son los modelos de los que se debe partir. Es
indudable que aparentemente no hay nada en los trágicos
que autorice esta selección. La obra de Esquilo, de Sófocles
y de Eurípides, por creadora que fuera, no escapó sin embar­
go al desconocimiento que marca a todo sujeto respecto del
significante que enuncia.
Cumplimos pues con el deber de justificar esa elección para
no incurrir en el reproche de arbitrarios. Esto no quiere
decir que las otras situaciones sean menos interesantes o
sólo valgan como pálidos reflejos de esos temas primordia­
les, sino solamente que la Edipiada y la Orestíada constitu­
yen modelos esenciales, fundamentales, donde se erige la
problemática de toda la tragedia y quizá de toda la empresa
65
humana. Las demás situaciones trágicas son, con seguridad,
igualmente conmovedoras y eficaces, y esa emoción y esa
eficacia se vinculan con el modo en que se tratan -c o n la
mayor coherencia— los problemas que evocan. Pero, a fin
de cuentas, el análisis revelaría que, a través de la especifici­
dad de sus casos, se unen con el tronco común de esas
situaciones trágicas madres2 . ¿Acaso Aristóteles, en su Poé­
tica, no considera la familia como el medio trágico por
excelencia? ¿Acaso las relaciones de parentesco no son
aquéllas donde la movilización emocional del espectador
produce los efectos más grandes por la violencia del con­
traste entre el amor y el odio? Es lógico pues, en este
caso, considerar que entre todas las situaciones trágicas las
de la Orestiada y la Edipíada tienen un valor paradigmático
privilegiado, puesto que su tem a central gira alrededor de
las relaciones entre los progenitores o de las relaciones
entre los progenitores y los hijos.
El psicoanálisis, sin duda, se encuentra aquí en su salsa.
Preguntarse si' son esas relaciones de parentesco las que
constituyen lo trágico y si lo trágico es lo que ilumina esas
relaciones de parentesco quizá no tenga sentido, formulado
de este modo. Digamos más bien que ellas nos revelan algo
esencial sobre la subjetividad, que es inseparable de lo
trágico, por la manifestación de la relación del sujeto con
sus progenitores, o bien que el estudio de esas relaciones,
para develar su función constituyente de la subjetividad, no
se concibe plenamente sino en el marco de lo trágico. Esto
es lo que nuestra interpretación se esforzará por sostener.

1 C u a n d o el e n fo q u e sociológico se p resen ta com o una explicación


de los fu n d a m e n to s d e las fo rm as creadoras no puede dejar de
p oner de m anifiesto sus lím ites. A sí, el h e c h o de descubrir los
orígenes del p e n sa m ie n to griego (J.P. V e rn a n t) a través de la
evolución de los regím enes por los q u e pasó, lo cual explicaría
el n a cim ie n to de la filosofía en cualquiera de sus etap as, invita,
a ún y sobre to d o e n el caso d e las fo rm as más prim itivas y más
fu n d a m e n tales de las e stru c tu ra s sociales, a interrogarse sobre la
n o ción de p o der, sus e x presiones m ateriales y m orales, su sim bo­
lismo. ¿Se puede escapar, e n to n c e s, a través de las diversas
form as en las q u e en carn a, trib u s, clanes o d e m o c rac ia, al
c u e s tio n a m ie n to d e la e stru c tu ra fam iliar y d e la fu n ció n del
padre?

66
Las temáticas de la "Edipiada” y de la “Orestiada”

“ Aquel que tenía el poder de resolver el enigma


de la esfinge, así como aquél cuya confianza era
infantil están condenados a su pérdida por lo que
el dios les manifiesta."
HEGEL
Fenomenología del Espíritu, II, 250

Por el hecho de que ambas tratan los problemas del paren­


tesco, la Edipiada y la Orestiada no tendrían ninguna
razón, a priori, de mantener entre sí relaciones coherentes
de oposición, fuera del antagonismo general de su tejido
temático.
Edipo es parricida e incestuoso, Orestes matricida y aliado
a la causa de su padre. La madre no participa en el incesto
pero es la autora del parricidio en la Orestiada. Finalmente,
las dos situaciones se limitan al estudio de las relaciones
triangulares, de la relación del sujeto con sus progenitores.
Pero no constituye la menor sorpresa el hecho qle que el
estudio de esta comparación lleve a descubrir en ella una
oposición cuyo alcance es tal que aparece como una verda­
dera complementariedad.
De hecho- todo parede oponer a Edipo y Orestes, más allá
de sí mismos, en las diferencias entre el destino de los
Labdácidas y el de los Atridas. La raza de Atreo no atrae
solamente la desgracia por el juego de la fatalidad, sino que
la suscita y la provoca. En Argos sólo se sueña con vengan­
za, expiación, crimen y sacrilegio. Agamenón es el rey
destructor absoluto de Troya, que se jacta vanidosamente
de la aniquilación de la ciudad conquistada y de la destruc­
ción de sus dioses. Clitemnestra está saturada de odio hasta
en sus sueños, así como Electra lo está de inextinguible
venganza y Orestes sólo puede cumplir con su deber derra­
mando la sangre por la sangre misma, si él mismo no quiere
sufrir el ataque de los males más horrorosos dejando impu­
ne el crimen de su padre. Una vez cometido el crimen de
su marido, no asoma ningún arrepentimiento en los labios
de Clitemnestra: “ Este es Agamenón, mi esposo; mi mano
ha hecho de él un cadáver y la obra es de buena obrera.”
67
Orestes no tiene más que un momento de duda antes de
hundir el hierro en el pecho materno. Y cuando la futura
víctima sabe que ya no puede persuadir para lograr su
salvación, amenaza a su propio hijo con una venganza
despiadada. La crueldad de los sentimientos no siempre es
propia de caracteres especialmente malvados. Es el lenguaje
de los tratos sin medias tintas, de una demanda sin conce­
siones, exigente y nunca saciada.
En el extremo opuesto Edipo y sus antepasados alejan de
ellos a! mal. Los padres, desprendiéndose del hijo maldito,
esperan quitar al oráculo toda posibilidad de realización.
Edipo mismo deja Corinto, su patria adoptiva, porque los
dioses le informaron de la amenaza que pende y que, según
él cree, pesa sobre sus supuestos padres, Polibio y Mérope;
toma la dirección opuesta de aquélla donde, piensa, lo
espera la desgracia pero allí encuentra el Destino. Cuando
se precisa la presunción del crimen va hacia la verdad y
prosigue su investigación aunque ésta parece hacerse en
contra suya, sin desesperar de encontrar allí la liberación de
los sufrimientos de la Ciudad cuyo rey es. Edipo lucha
contra las trampas, los dobles sentidos, los falsos testimo­
nios, la atribución a otro de la falta cometida por él, sin
saberlo, y no se deja convencer por los consejos tranquili­
zadores de Yocasta.
La Edipíada es un mito centrífugo. Del mismo modo que
debe huirse de la desgracia por el alejamiento del lugar
donde puede realizarse, así, una vez llegada la desgracia, se
busca la verdad que debe traer la liberación en otra parte,
fuera de su territorio: en Delfos, residencia de Apolo, en
Corinto, lugar de la juventud de Edipo y de las primeras
sospechas sobre su filiación, en Citerea, presunto sitio de su
muerte. Después de este camino excéntrico, que ayudan a
recorrer esos guías de Edipo que son Creonte, el mensajero
de Corinto, el pastor que lo recogió de las manos de sus
padres, la verdad se revela en su nudo mismo: el de esa
doble falta, producto de un nacimiento que nunca debería
haber ocurrido.
La Orestiada es un mito centrípeto: todo se realiza en
el centro. Agamenón, Orestes, arriban a su ciudad de vuelta
de la guerra o del exilio. El primero será asesinado en su
68
palacio, el segundo proclamará la venganza en la tumba del
muerto y cumplirá su promesa cometiendo el matricidio en
el lugar mismo del regicidio. Aquí no hay ningún interme­
diario entre los protagonistas y ningún ocultamiento de la
verdad. Sólo se requiere astucia para la realización de los
crímenes ya decididos.

Estas dos imágenes evocan dos tipos de movimientos del


inconsciente. El primero en el cual lo reprimido sufre
incesantes desplazamientos que alejan cada vez más la ex­
presión de su contenido mediante deformaciones y disfra­
ces; el segundo en el cual, al contrario, el inconsciente se
ofrece con una transparencia insólita, portando una sobrecar­
ga significante, y donde lo que comúnmente aparece velado
o minimizado se expresa con una crudeza que hace pensar
en alguna falla en la simbolización.
Estas diferencias se aplican a la situación de los dos héroes.
Orestes actúa con plena conciencia bajo la presión del
deseo de Apolo, cuyo ejecutor se pretende, y lleva a cabo
su crimen con toda lucidez, mientras que Edipo es juguete
del inconciente e ignora el alcance de sus actos, tanto
cuando comete el parricidio en el cruce de los caminos de
Tebas y de Daulia como el incesto en el lecho real. Al fin
de su circuito la acción trágica reserva suertes muy diferen­
tes a cada uno de los héroes, cuando la misión de uno y la
investigación del otro llegan a su término. Mientras que
Orestes se quiere imponer la visión de las imágenes de
terror (alucinado y perseguido por las “perras” de su ma­
dre, las Erinnias), Edipo se arranca los ojos, infligiéndose la
ceguera. El desenlace, finalmente, se realiza por caminos
opuestos. Orestes es absuelto por el tribunal de Atenas,
después que Atenea se declara muy poco segura de su
juicio divino y solicita la opinión de los sabios de la Ciudad
para resolver el conflicto entre el hijo y su madre. Esta
absolución equivale, como se lo demostró, a un renacimien­
to. Edipo, por su parte, después de haber expiado su culpa
más allá de toda deuda, encuentra la paz en una muerte
donde los Dioses lo llaman, en el bosque sagrado de esas
mismas Erinnias convencidas por Atenea, después del proce­
so que perdieron contra Orestes, de que debían convertirse

69
en diosas benefactoras y protectoras de la Ciudad, las
Euménides.
Nada condensa mejor y resume de un modo más completo
esas diferentes problemáticas que la confrontación de los
dos personajes clave, mediadores entre los hombres y los
Dioses, habituados al comercio con estos últimos y aptos
para transmitir su voluntad: Casandra y Tiresias. Casandra,
cautiva del jefe de los Atridas, lleva el peso de sus amores
con Apôlo, a quien osó decepcionar. Recibió el don de la
videncia y la profecía pero es castigada por ese mismo don,
puesto que la comunicación de lo que adivina debe carecer
de efectos lo cual la transforma en una mujer estéril. Lo
que Apolo castiga en Casandra es el deseo que dejará de
inspirar en tanto deseo de saber. Ninguna profecía es admi­
sible para quien no espera de la creencia en el poder del
Otro los efectos de bienaventuranza. Sólo queda a la profe­
tiza que ha traicionado una promesa de amor aceptar el
sacrificio de manos de otra mujer, Clitemnestra, quien tam ­
bién transgredió el juram ento que la ligaba a su esposo,
pero que llevó hasta el crimen su repudio al hombre.
Tiresias, cuya ceguera prefigura la que se inflingirá más
tarde Edipo, es un mago honrado por la Ciudad, que vive a
la sombra del poder y sus consejos circunspectos. Sólo
dispensa con mesura y reserva las verdades que percibe.
Sabe y se calla. Escruta “tanto lo que se enseña como lo
que permanece interdicto para los labios humanos” pero es
para comprender mejor que “el saber no sirve para nada a
quien lo posee” . Y cuando hable será para constituirse en
blanco de las acusaciones de Edipo; la palabra que enuncie,
esbozará la imagen de ese Edipo en la cual éste no quiere
ver más que un extranjero, donde se niega a reconocerse. El
adivino le dirá: “ ¡Tú criticas el instinto nue me guía,
mientras que no sabes ver a aquél que está en el fondo de
ti, y luego es a m í a quien censuras! ” .
Tanto para Orestes como para Edipo el adivino pertenece a
la generación del pasado. Casandra es la compañera del
padre y anunciará, en el momento de su muerte, el retorno
futuro del vengador Orestes. Tiresias, cuestionado por
Edipo, denunciará el poder del tirano apelando al reconoci­
miento de sus méritos por parte de sus padres. El mensaje

70
de la verdad que emite su boca emerge a la luz después de
un itinerario muy diferente. Casandra habla sin que se lo
pidan para afirmar la autenticidad de su poder: “ ¿He dado
con la flecha en el blanco? ¿o he errado? ” De un poder
que se manifiesta desgarrando e) velo de la conciencia en
un trance profético3 , del cual puede decirse que sólo desnu­
da el porvenir para precipitarse ineluctablemente a la muer­
te.
Tiresias es llamado, honrado, solicitado, requerido para des­
cubrir el misterio del pasado para bien de todos. Se niega y
se sustrae, habla con alusiones, sufre las amenazas y los
ataques y sólo descubre la verdad amparándose en el bene­
ficio que le acuerda la inmunidad de la protección del Dios.
Doble rostro de la profecía, doble imagen del inconsciente:
la primera en sus rupturas, sus estallidos, su surgimiento
espontáneo, su develamiento total y su anulación, sanción
por la traición al juramento al Dios, la segunda con su
retracción de donde se la debe hacer salir, sus misterios y
sus silencios, sus trampas, su situación en la huella del Dios.
Este doble rostro se cierra sobre sí mismo y no podría
decirse lo que oculta detrás de esas máscaras. Sólo se nos
revela a través de ellas. Pero se diría que una cohesión más
profunda une cada una de estas expresiones con los mensa­
jes que enuncian. Como si la cifra del secreto únicamente
pudiera ser abolida o recusada. Abolida por su develamien­
to abrupto, para que el sujeto que ve u oye lo que se
profiere en esos mensajes se borre ante la recepción del
discurso; quienes escuchan a Casandra actúan como si no
tuvieran ojos ni oídos. Recusada por sus mismas incerti-
dumbres, sus oscuridades, sus incoherencias. Todas las razo­
nes de Edipo son más válidas para la lógica que la absurda

3 Es asombroso notar que Casandra, durante el coro que precede


a la escena hablada en la cual dialoga en forma cantada con el
corifeo, clama desde ese m om ento el contenido de su profecía.
Cuando term ina el episodio lírico la escena arranca desde çeto.
como si nada se hubiera dicho y como si, para el tenor de
su profecía sea si no recibida por lo menos com prendida, fuera
necesario rehacer el camino con las alusiones, tanteos y dédalos
de la expresión verídica.

71
profecía de Tiresias. ¿Cómo puede tener razón el ciego
ante el vidente? Salvo en una pregunta, que no deja de
plantear el adivino: “ ¿Quién habla? ” y que él formula de
este modo: “ ¿Sabes solamente de quién has nacido? ”
Como si la previsión profética que surge más acá de todo
deseo, de toda demanda, por pertinente que sea, sólo puede
estar destinada a la anulación del contenido del mensaje,
del emisor o del receptor. Mientras que quien interroga
busca, espera la respuesta a una pregunta planteada pero no
puede, una vez que la ha recibido, sino rechazarla cuando
se revela contraria a su deseo. Este dilema doble nos recuer­
da el carácter incognoscible del inconsciente y su necesaria
aprehensión en los modos mediante los cuales expresa el
secreto de su discurso.
No se puede dejar de dudar que sea una simple coinciden­
cia el hecho de que en la Orestiada la verdad hable por
boca de una mujer y en la Edipíada por boca de un
hombre. ¿Cómo no observar la función que tienen, respec­
tivamente, los dos sexos en ambos ciclos?
La Edipíada es un ciclo trágico donde los hombres desem­
peñan el papel más importante. Fuera del episodio de la
esfinge y el incesto -q u e , como se lo ha hecho notar, es
presentado como una consecuencia del parricidio—, lo que
predomina son las relaciones entre los hombres. La falta
primitiva incumbe a Layo, que recibe un oráculo de Apo­
lo. La salvación de Edipo corresponde al pastor. La pregun­
ta sobre sus orígenes a quien se supone hijo de Polibio
proviene de un hombre ebrio. El parricidio se realiza duran­
te una riña. En la investigación sólo se requieren testimo­
nios masculinos y, durante su curso, se reproduce un nuevo
conflicto que opone a Edipo y Creonte. Edipo debe su vida
a la protección de un héroe como él, Teseo, que lo acoge y
lo defiende contra sus propios hijos. El último episodio de
la vida de Edipo lo enfrentará con ellos; el padre maldecirá
a su descendencia masculina. Esta se extinguirá por la lucha
fraticida4

Sólo consideramos aquj la versión definitiva del m ito, tal como


ha sido fijada por los trágicos y más especialmente por Sófocles.
Es necesario, por supuesto, tener en cuenta las versiones anterio-

72
En la Orestíada todo procede de las mujeres. La infidelidad
de Helena es, en su origen, la causa de una venganza con
consecuencias desastrosas; por esto se confiere a la seduc­
ción femenina un poder terrible. Una diosa, Artemisa, que
reprocha a los Aqueos el querer exterminar una ciudad que
ella compara con una liebre gruesa cazada por águilas se­
dientas de sangre, es quien bloquea la flota en Aulida y
reclama una virgen como precio de la expedición. El rencor
dejado por el recuerdo de esa hija sacrificada por la ambi­
ción paterna y los celos despertados por la concubina al
servicio de su placer real son los que excitará^ el odio de
una madre y de una esposa. Clitemnestra es, sin duda, la
figura central de la trilogía, la única presente en sus tres
tiempos. En el crimen que le quitará la vida, si Orestes es el
ejecutor, es Electra quien arma su brazo, pues la aversión
de la hija por su madre supera a la del hijo. Las divinidades
que lo perseguirán serán divinidades femeninas, únicamente
veneradas por las mujeres. Finalmente corresponde a una
mujer, la preferida de las hijas de Zeus, poner fin al debate
y absolver al culpable en el momento del juicio.
La Edipíada es un ascenso progresivo hacia la luz; la Ores-
tiada está bañada por el poder de las tinieblas, como lo
demostró Clémence Ramnoux: “La Noche vive asimismo en
la imaginación humana entre una fantasía arcaica de Madre
prestigiosa, real y mágica, y una idea de teólogo tan sofisti­
cada como el secreto de lo inefable. . . Los discursos sagra­
dos discuten sobre su estatuto: en su origen, ¿es lo prima­

res y las variantes, como lo hace Marie Delcourt en su obra


Oedipe ou le légende du conquérant, 1944. Volveremos a ella
más adelante. Adm itam os sin embargo, en la medida en que la
tragedia es el objeto de nuestro estudio y en que ella, más que
el m ito, es la que ha alim entado com entarios y reflexiones, que
ésta reúne con una coherencia notable la verdad de la prolifera­
ción m ítica, que fija de este m odo. El trabajo sobre el m ito que
opera la tragedia añade una deformación suplementaria al pensa­
miento m ítico, pero m ediante la tragedia es como se percibe
mejor la verdad de la que el m ito es portador. Sin duda porque
la reorganización incesante de los mitos por la colectividad
anónim a es aquí determ inada por el inconsciente individual del
poeta trágico.

73
rio o lo segundo? ¿Es la Madre universal de esos hombres
o la Madre de una generación aparte? En un registro
erudito mucho más tardío y mucho más refinado, termina­
rá por designar la cosa inapresable, la que las formas ya no
manifiestan y los nombres no podrían decir” s .
Esta abundancia de argumentos permite pensar que la con­
frontación es fructífera, que estos dos mitos trágicos no
pueden concebirse uno al lado del otro sino frente a frente,
en una relación especular. Un análisis más riguroso deberá
trascender entonces este marco de generalidades, cuyo esta­
blecimiento sólo habrá sido necesario para convencemos de
los fundamentos de nuestra exploración e invitamos a pro­
seguiría. Con el fin de examinar el problema de la dualidad
o de la unicidad de estos dos mitos trágicos - d e su identi­
dad y de su diferencia— abandonaremos ahora, provisoria­
mente, la comparación entre los dos ciclos para profundizar
la estructura de aquél que fue el menos tratado por los
psicoanalistas. Allí estaremos quizá más en condiciones de
echar una mirada menos cargada de prejuicios. Es posible
que lo que choca en la obra vibre con un acento más
familiar a nuestros oídos psicoanalíticos.

Función del sueño en la “Orestiada"

El Dios de la palabra, Zeus, lo ha llevado


consigo.

Euménides

La Orestiada está escandida por tres momentos esenciales:


el crimen de Agamenón, la venganza de Orestes mediante el

5 La Nuit et les enfants de la nuit, Paris, Flamm arion, pág. 23.


Ver sobre todo el capítulo consagrado a la Orestiada, págs.
109-154.

74
matricidio, y el veredicto del tribunal de Atenas. Pero si la
Orestíada como trilogía completa fue escrita solamente por
Esquilo, su momento central fue tratado por los tres trági­
cos. Las Coéforas de Esquilo, y las Electro de Sófocles y
Eurípides6 forman pues una nueva trilogía sincrónica, con­
junto privilegiado para la comparación del pensamiento de
los tres autores y para el análisis del tratamiento de un
tema trágico. Caso tanto más notable cuando que es único:
no nos han llegado otros ejemplos donde esté presente esta
situación. Nuestro proyecto no consiste en retomar el análi­
sis comparativo de las tres obras, objeto de diversos estu­
dios de helenistas, saliendo del campo de nuestra competen­
cia. Pero la oportunidad de un estudio estructura! sobre un
tema que no deja indiferente al psicoanalista, el del matrici­
dio, captura nuestra reflexión, tanto más cuanto que allí se
introduce de una manera que nos concierne especialmente.
El signo que advierte a los protagonistas y espectadores que
los hilos del momento central se anudan es el relato del
sueño que ha obsesionado el reposo de Clitemnestra. Posee­
mos dos versiones de ese sueño, una de Esquilo y la otra de
Sófocles. Hecho significativo: Eurípides, al reorganizar el
desarrollo de la acción, lo deja en silencio. Esta ausencia,
lejos de constituir un simple término que falta, es en sí un
elemento de comparación que adquirirá valor cuando se
analicen las relaciones entre el sueño imaginado por Esquilo
y por Sófocles.
Examinemos el sueño en Esquilo. Se enuncia mediante una
serie de preguntas y respuestas entre Orestes y el Corifeo,
delegado de las portadoras de ofrendas, las esclavas del
palacio donde reina Clitemnestra.

“ ORESTES. -¿ C o n o c e s tú ese sueño, de m odo que puedas


explicármelo?
EL CORIFEO. -S egú n dijo ella, parecióle que había parido un
dragón.

‘ No consideramos aquí la distancia cronológica e n tte las tres


tragedias -p ro b lem a al que volveremos en el texto unidas por
su pertenencia a la tragedia antigua, opuesta a la tragedia isabeli­
na o a la clásica.
ORESTES. - ¿ Y qué fin y rem ate tuvo la apariencia?
EL CORIFEO. -T e n ía le envuelto en pañales como a un niño,
cuando he aquí que el m onstruo recién nacido sintió hambre, y
entonces, soñando, ella misma lo puso al pecho.
ORESTES. - ¡Cómo! ¿Y no le hirió el pecho el horrendo
m onstruo?
EL CORIFEO. -C o m o que ju n to con la leche sacó sangre.
ORESTES. - N o en vano le envió su esposo ese sueño.
EL CORIFEO. -D e sp ie rta ella entonces toda despavorida y
pidiendo socorro. A las voces de la reina, mil antorchas, apagadas
en la hora del descanso, vuelven a encenderse y disipan la
oscuridad. Luego al punto envía estos fúnebres obsequios, espe­
ranzada en que han de ser remedio certísim o de sus males.
ORESTES. - ¡Oh, tierra natal! ¡Ofi, tum ba de mi padre, haced
que sea yo el cumplidor de ese sueño! A lo que se me alcanza,
él viene bien con mi destino. Si la serpiente salió del mismo seno
de donde salí; si fue envuelta en mis propios pañales, y se agarró
voraz a los pechos que me criaron, y sacó de ellos leche y
sangre, razón tuvo la que tal soñó para lanzar grito de angustia
tem erosa. Quien am am antó a un horrendo m onstruo, de mala
m uerte debe morir. Yo seré la serpiente; yo la m ataré como el
sueño anuncia.”

Veamos ahora el pasaje correspondiente en Sófocles: Crisó-


temis, la hermana de Electra, es la que habla del sueño de
su madre:

“Corre el rum or de que ella ha tenido una segunda conversación


con nuestro padre, que se le ha aparecido, el cual, luego, clavó
en el hogar el cetro que antes llevaba él y ahora Egjsto; que del
cetro brotó robusto ramo que con sus hojas ha cubierto de
sombra el suelo de Micenas. Esto he o íd o contar a uno que se
hallaba presente cuando ella exponía su sueño al Sol.”

Ante el mero enunciado de estas dos versiones las diferen­


cias son tajantes. En Esquilo todo se desarrolla, en el
sueño, entre la madre y el símbolo que representa al hijo:
la serpiente, en una relación apasionante donde ya se puede
observar:
a) el espacio circular y cerrado de esta relación: el niño
sale del vientre para tomar el pecho y destruir el pecho y el
vientre;

76
b) la limitación de la esfera representada en el cuerpo
materno: vient re-pee ho;
c) la ausencia de toda alusión al padre;
d) la ausencia de toda alusión al reino, a la Ciudad;
e) el cierre del sueflo por la herida mortal en la unión;
f) el aspecto directo y crudo de los acontecimientos repre­
sentados simbólicamente.
S ófocles, que relata el m ism o acontecim ien to, lo expresa de
un m odo totalm ente diferente: los dos co n ten id os m anifies­
tos se op on en punto por punto:
a) el espacio aéreo de la relación: lugar abierto de la
escena;
b) el desasimiento de todo vínculo corporal;
c) la presencia del padre y la alusión a su rival (Egisto);
d) la manifestación del padre por las insignias de la realeza;
e) el cierre del sueño con la evocación de un nacimiento y
el crecimiento de un poder que interesa a la Ciudad;
f) el carácter indirecto y velado de los acontecimientos
representados simbólicamente.
Finalmente puede observarse que el sueño en Esquilo se
construye, paso a paso, en el vaivén de las preguntas y
respuestas, y que su significación, descifrada por los dos
antagonistas, es percibida de un modo inmediato, mientras
que en Sófocles el sueño interpone un relato intermedio y
testigos, eslabones sucesivos a cuyo término toma forma de
texto.
Esta confrontación nos indica, si es necesario, que las
oposiciones no solamente son atribuibles a las diferencias
de temperamento trágico entre los dos autores. Son signo
de un cambio de valor en el sentido, fundado por los
significantes oníricos de las dos acciones trágicas.

No dejará de llamar la atención una observación, si se


comparan los mitos trágicos de Edipo y de Orestes. En el
77
primero el sueño no desempeña ninguna función7 . La den­
sidad de la acción se centra en una investigación que vale
por la prueba del testimonio y del conjunto de informa­
ción. El crimen antiguo que hoy paga Tebas con la epide­
mia de peste está relegado a los confines de una verdad
reprimida, tan lejana como las que se entrevén en los
sueños. Pero por la revelación y el restablecimiento de un
sentido pasado'y perdido que se reconstituye en la tenden­
cia retrospectiva de la investigación se sostiene nuestro interés
y nuestra compasión por el héroe.
En la Orestiada, al contrario, la realidad del sueño está
presente constantemente, por lo menos en Esquilo. Ante
todo porque el texto se refiere frecuentemente a él8. Se
puede alegar que nada es más natural, puesto que Esquilo
era un autor más “onírico” que Sófocles o Eurípides9 .

7 Aparte del juicio desculpabilizante de Yocasta: “ . . . Muchos


m ortales compartieron, en sus sueños, el lecho m aterno. Quien
atribuye m enos importancia a tales cosas es tam bién quién
soporta más fácilmente la vida” , el sueño es objeto, aquí, de
una doble negación: primero no significa nada y después, cuan­
do el desarrollo m uestre la realización del inceso, será atribuido
no a un deseo inconsciente que ha encontrado su camino a
pesar de las precauciones del sujeto, sino a un error. Nótese la
ambigüedad del verso que precede al juicio: “ No tem as el himen
de una m adre” , que puede querer decir tanto que Edipo está
protegido del castigo por su inocencia com o m antener su pre­
sunción a la impunidad.
* Cfr., en este orden, el m onólogo del vigía, el primer diálogo de
Clitem nestra con el corifeo, donde éste imputa la noticia de la
tom a de Troya a algún sueño de la reina, la escena del retorno
de Agamenón, donde Clitem nestra cuenta los sueños que obse­
dieron sus noches en ausencia de su esposo, describiendo larga­
m ente los males que creía lo habían atacado, y finalm ente el
sueño que constituye el objeto de nuestro estudio. A esta
enumeración pueden añadirse dos “equivalentes” : los transes
inspirados de Casandra, m uy diferentes de las previsiones nítidas
y precisas de Tiresias, y el comienzo de las Euménides, donde la
aparición del espectro de Clitem nestra espoleando a las Erinnias
representa; de manera bastante evidente, la proyección en la
escena del m undo fantasm ático de Orestes.
’ Cfr. el célebre suelo de Atosa en Los Persas, que Binswanger
com entó en Sueño y existencia. Notem os asimismo la presencia
en el tea tro de Esquilo de apariciones (Darío, Clitemnestra),

78
Pero si el mundo del sueño encuentia su inserción más
perfecta en Esquijo, si es el mejor alimentado por el nativo
de Eleusis, el más místico de los trágicos, esto se debe
también a que encontró con el mito de Orestes un acuerdo
igual al que presidió el encuentro de Sófocles con Edipo.
Familiar con los poderes de la sombra, el lenguaje de
Esquilo encuentra en su fibra la trama en la que se teje el
matricidio. La realización del deseo ante nuestros ojos, a
través de la comunicación de un estilo casi camal, de un
verbo que parece surgir de las entrañas, nos hace vivir toda
la Orestiada como una larga pesadilla. A quí participamos
mediante la simpatía en el tiempo mismo en que se desa­
rrolla el movimiento del tema trágico, en la instantaneidad
donde adquiere forma el sentido de la empresa.
Parecería que la Edipíada se desarrolla como la tentativa de
interpretación de un sueño olvidado, pues cada una de las
etapas por las cuales se elucida ayuda a recuperar el recuer­
do. La Orestiada por su parte, se despliega en la dimensión
del sueño mismo, en la progresión de la acción que se
desarrolla; cuando se recorta el sueño propiamente dicho y
pasa al primer plano del cuadro representa allí una forma
de connotación o de comentario comparable a los que a
veces brinda, extemporáneamente, el soñante, en el interior
de su sueño sobre lo que se representa en la "otra escena”.

El momento de mayor tensión en la Orestiada de Esquilo,


ese momento alrededor del cual se ordena el resto de la
trilogía, se alcanza en el instante en que, quitándose las
máscaras, Orestes y Clitemnestra mantienen su último diálo-

ausentes en la obra de Sófocles. Estos son testim onios de la


intim idad del mayor de los trágicos con el m undo nocturno del
inconsciente y de la m uerte. No es satisfactorio el argumento
que lo explique solamente por el arcaísmo: ¿Shakespeare sería,
entonces, arcaico?
Señalemos, de paso, nuestra deuda con la obra de C. Ram-
noux, La Nuit et les enfanta rie la nuit. Nuestro trabajo se sitúa
en una perspectiva doblem ente com plem entaria, más psicoanalí­
tica que helénica y más centrada en el surgimiento del sentido
en el sueño que en el “poder de las tinieblas” en la Orestiada.

79
go. Pero la emoción trágica no nace solamente del horror
del crimen que va a seguir y cuya abominación basta para
hacer temblar; tiene su fuente en el efecto de resurgimien­
to, de recomienzo de la escena que ya se ha desarrollado en
el sueño. Las últimas palabras de la madre, que ya ha
desnudado su pecho no tanto para suscitar piedad como
para fascinar provocando el retorno de las impresiones más
profundas, serán la réplica exacta de la imagen del sueño
“He dado a luz y alimentado, pues, a esta serpiente! ” En
este intercambio los participantes se arrojan saetas que
producen heridas profundas, como si el verdadero martirio
fuera no tanto la muerte que se prepara como la ocasión
ofrecida al desgarramiento mutuo que la preludia. En esa
confusión las identidades se confunden y las imágenes
vehiculizan los deseos alternados del padre, del hijo, del
amante.

“ CLITEMNESTRA. - D e te n te , ¡oh, hijo! Respeta, hijo de mis


entrañas, este pecho sobre el cual tantas veces te quedaste
dormido, mientras mam aban tus labios la leche que te crió.

ORESTES. -S íg u e m e : quiero degollarte ju n to a aquel hombre.


En vida preferiste a mi padre; muere pues, y duerme con él,
puesto que a él le amaste y aborreciste a quien debías amar”

La imagen de la madre sólo brinda aquí el soporte donde


los objetos de su deseo tienen como función complemen­
tarla. Figuras intercambiables, no son más que uno de los
términos de una relación donde el personaje fálico ocupa el
lugar del otro término.
Pero ese sueño es un sueño de vínculos originarios. En la
escena capital el hijo identifica a Clitemnestra con el pecho
malo, el que se niega o está a disposición exclusiva del
otro; en todo caso con el pecho que no necesita el niño,
para el cual el niño no es el signo de la carencia de la
madre. A su vez Orestes, en la interpretación que él mismo
hace del sueño, se reconoce en el objeto malo de la madre,
aquél que le recuerda su castración. Pero, al volver sobre sí
la división en objeto bueno y malo, como lo observa
Melanie Klein, el yo escindido de este modo asume la
misma dicotomía y Orestes se ve representado, en la unión
80
primitiva que debe ligarlo con la madre, por la parte mala
de su yo, la que disocia y destruye.
El sueño de Clitemnestra y su “interpretación simultánea”
por Orestes se sueldan y parecen participar de una fantasía
oomún.
Se comprende mejor entonces que un personaje que en la
acción sólo representa el papel de un simple engranaje,
Quilisa la nodriza, tenga el priviliegio de una escena entera
durante la cual se expresan por su boca los sentimientos
maternales más conmovedores. Imagen reparadora, sin du­
da, frente a la aterrorizante Clitemnestra. Dispensa los cui­
dados que responden a las necesidades primordiales del
niño10, y nos conmueve no solamente por su sacrificio sino
porque sabe mostrar que es imposible aislar ninguno de los
actos que rodean a la crianza, fuera de una demanda. Lo
que debe ser recibido y escuchado es el mensaje que emana
del objeto de esos cuidados. “Porque a un niño que no
tiene uso de razón, fuerza es criarle como quien cría a una
bestezuela. Y ¿cómo no? Conforme a lo que pide su
condición. Un niño de mantillas nada dice: que tenga
hambre, que tenga sed, que tenga ganas de orinar. Vientre
de niño a nadie pide licencia. Sin duda ninguna, ya lo
conocía yo; pero muchas veces me engañaba, y entonces
había que ser lavandera de sus pañales. De esta suerte, el
batanero y la nodriza tenían el mismo oficio.” Allí donde
Esquilo, para nosotros, toca el punto más importante es
cuando observa —como al pasar— la función constitutiva
del reconocimiento de la demanda por su puesta en rela­
ción con el deseo de aquél a quien ella se dirige: “ Entram-

,0 Las afirmaciones de Clitemnestra y de la nodriza se contradicen


respecto de la crianza de Orestes. Cuando Clitemnestra desgarra
su ropa para impedir la resolución de Orestes, es indudabfe que
se trata de un a cto de seducción, en el que se ofrece, de hecho,
a las tentaciones sexuales. La justificación de su gesto: “Yo te
alimenté, quiero envejecer a tu lado” es una m entira piiesto que
Quilisa, cuyas palabras no son dictadas por ningún interés, acaba
de decir: “ Mi Orestes. . . a quién recibí al salú de su m adre y
alimenté hasta el fin” . A m enos que aluda a la alimentación
anterior al nacim iento, la del embarazo, donde Orestes no era
entonces más q ue una parte de ella misma.

81
bas cargas eché sobre mí al recibir al niño de su padre.” No
hay, pues, crianza natural; el cachorro, cuando es un
cachorro de hombre, enseña que significa, que no es sola­
mente objeto de cuidados sino poder de cuestionamiento:
más allá de la experiencia se encuentra retrospectivamente
estructurado como sujeto para Otro. Esta preponderancia
del Nombre-del-Padre (Lacan) funda el sujeto en la comuni­
cación preverbal.

Si puede observarse esta impregnación de la Orestiada de


Esquilo por el sueño y su ausencia total en la Edipíada
-c o m o en la Electro de E u rípid es-, ¿cómo comprender
entonces la situación de la Electro de Sófocles, donde el
sueño está ausente de la obra por su espíritu, pero presente
en la letra? Hemos vistp que el sueño está considerable­
mente modificado en relación con el de Esquilo. Si el
misterio se abate sobre la Orestiada de Sófocles, ya no es el
enigma nocturno de un mundo donde los signos de los
dioses surgen constantemente, plenos de crímenes pasados
y desgracias por venir en la familia maldita de los Atridas.
No hay aquí secreto, sino el necesario e indispensable a
todo complot que pretende tener éxito. La noche hostil y
espesa de Esquilo cede lugar a la claridad del día, de ese
día por fin llegado donde los usurpadores de Argos serán
expulsados11 por una conjuración meditada con toda luci­
dez y sin invocaciones especiales al mundo de los infiernos,
sin pedido de garantías a la protección del padre muerto.

11 Toda la tragedia de Sófocles está construida sobre una -serie de


supercherías y rellenos que term inan con la sobriedad de los
artificios de Esquilo, reducidos al m ínim o estricto; el ejemplo
más curioso es el relato de la m uerte de Orestes contado por ei
preceptor. La extrem a belleza del trozo podría indicar que el
desarrollo dado por el autor a esta parte no puede reducirse a
meras necesidades psicológicas: por ejem plo, hacer creer con
más facilidad esta tabulación por el carácter circunstancial del
testim onio. Al contrario, quizá deba verse allí un m ito-índice
sobre la verdadera naturaleza del personaje de Orestes: héroe
cabal, fogoso, com bativo, que triunfa sobre sus adversarios (sal­
vo, por supuesto, el últim o), en resumen: un príncipe conquista-

82
Estas diferencias de clima se prolongan en el plano de la
evolución general de la tragedia: reducción de la función
del coro, multiplicación de personajes12, complicación de
la intriga, valorización de la psicología de los protagonistas,
“dramatización” del estilo trágico,,etc.: todo el camino
recorrido desde 458 hasta 415 que Nietzsche deploraba en
El nacimiento de la tragedia.
Las relaciones entre el sueño y el crimen son más enigmáti­
cas en Sófocles. Es Electra quien percibe su mensaje, indi­
cando la cercanía del momento de la venganza, pero no
hay aquí nada semejante a la iluminación develadora que
sale de boca de Orestes. Tampoco nada comparable, en el
momento del arreglo de cuentas, con el efecto de reduplica­
ción, de repetición, que hemos observado en Las Coéforas.
Al contrario, el simbolismo onírico 1? sitúa muy lejos de las
peripecias que seguirán en la acción. Y sin embargo el
sueño es su anunciador, si no su organizador. No ocupa,
ciertamente, más que el lugar de un signo indicador del
desarrollo a venir. Pero todo ocurre como si la dimensión
que se encarga de evocar fuera la de la ausencia. No porque
recuerde la existencia de Orestes, lo cual ocurre también en
el sueño de Esquilo, sino porque todo el sueño se desarrolla

dor que pronto entrará en com bate para recuperar las ventajas
perdid'.s. Menos preocupado, por el matricidio que por el retor­
no a la casta de Argamenón de los poderes que se le atribuyen.
Es interesante com probar que el preceptor, que desempeña un
papel im portante en el éxito de tes proyectos de los hijos de
Agamenón, puede ser considerado el equivalente, en Sófocles, de
la nodriza en Esquilo.
11 Se sabe que Sófocles introdujo el tercer personaje. Esquilo
utilizó esta innovación en la Orestiada, pero puede com probarse
fácilmente que, de hecho, fuera de las Éuménides, los intercam ­
bios se producen de a dos en Agamenón y las Coéfaras. El
tercer personaje interviene una sola vez y esto no ocurre, cierta­
m ente, por azar: en el m om ento en que Orestes se dispone a
m atar a su m adre, asaltado por escrúpulos, consulta a Pílades,
que responde recordándole el juram ento hecho a Apolo. Esta
frase, que es la única pronunciada por él en toda la obra, nos
perm ite com prender la función de Pílades, cuya situación de
doble es innegable. Es evidente que esta advertencia expresa la
Voz de los Dioses, la Voz del superyó paterno.

83
en un tiempo que no es el tiempo de la acción. Agamenón
reaparece, planta el cetro que llevaba antaño, antes de que
Egisto se lo arrebatara*3
El laurel florido no se relaciona con la realidad presente, no
forma parte del tiempo actual; es la promesa que está más
allá del proyecto cuya preparación anuncia el sueño, ima­
gen de su posible éxito, pero sobre todo indicación de
porvenir. Nace del germen del cetro, producto de cuya
transformación es, pero implica su desaparición para que
surja de su entierro la resurrección de lo que ahora está
perdido en manos extranjeras. Se ve que estamos lejos aquí
de las formas de expresión de Esquilo, donde la trayectoria
de los acontecimientos se anuda instantáneamente en una
sucesión que no permite ninguna excursión. Ya no encon­
tramos aquí esa coalescencia del objeto y de su deseo sino,
al contrario, siempre una repetición, transporte, desapari­
ción, transformación y reaparición. El encabalgamiento de
los tiempos parece remitir aquí al carácter inseparable de
las vicisitudes del objeto y de su búsqueda, que hace de él
el sustituto siempre abierto al cambio de un deseo que se
sostiene de esa irreductibilidad al movimiento que engen­
dra14

Es notable que Esquilo no haya hecho aparecer el espectTo de


Agamenón, como lo hizo con Darío que fue llamado por los
persas en un m om ento de desorden. Lo que ocurre es que
Agamenón nunca deja de estar presente. Enterrado ignominiosa­
m ente sin los homenajes debidos a su rango, no puede apelarse a
él como recurso. Si está presente es por la afrenta que ha
sufrido, que sus hijos llevan y que hace imposible su evocación
de o tro m odo que en el silencio que provoca su apelación. Pero
ese m utism o puede implicar, asimismo, una reserva del m uerto
ante el crimen por venir.
Observemos que, en los dos sueños, la serpiente y el cetro son
símbolos de la potencia sexual del padre. Pues si la serpiente
representa sin duda a Orestes, en el sueño de Esquilo es claro
que constituye una alusión simbólica al pene, y al pene de
Agamenón. No solamente porque el simbolismo onírico psicoa-
nalítico permite atribuirle esa significación, sino también porque
la serpiente es, entre los griegos, el animal ctónico por excelen­
cia, que pone en comunicación el m undo de los m uertos con el
mundo de los vivos. En la imagen de la serpiente salida de la
vagina se manifiestan muchas significaciones superpuestas:
84
La presencia del padre en el sueño es signo de una ausencia
mayor, que funda al deseo como deseo del Otro.
Esta observación se aplica a las modalidades de la acción de
la Electra de Sófocles, donde se asiste a un doble crimen en
tanto responde a un doble deseo. Electra y Orestes, cada
uno por separado, y sin contar necesariamente con la con­
jugación de sus esfuerzos, han concebido su proyecto de
venganza que desemboca en el crimen.
Por eso la prueba final no se asemeja en nada a ese duelo
de la Orestiada más antigua. La situación se ha transforma­
do profundamente. La pareja de la madre y del hijo queda

- a) el hijo (Orestes) saliendo del vientre m aterno,


- b) el padre (Agamenón) volviendo del m undo de los m uertos
por interm ediación de su hijo.
Y entre esas dos representaciones, una forma interm edia:
c) el hijo (Orestes) m uerto, según el deseo de su madre, resuci­
tando y desm intiendo ese deseo por su retorno al hogar.
Se com prende así que la fábula de Orestes, que le permite
presentarse en el palacio como anunciador de su m uerte no es
contingente sino necesaria, puesto que responde al deseo de su
madre y puesto que, m ediante esta palabra, el hijo m uerto
puede transformarse en padre m uerto. Además puede esbozarse
otra comparación: entre la succión del pecho por el hijo-serpien­
te y el coito con la madre por el pene-serpiente, lo cual tendería
a dem ostrar que el matricidio proyectado, que debe permitir
que Orestes cumpla en nom bre de su padre la venganza que le
debe, conserva sin embargo el valor de sustituto de un coito
llevado a cabo en su lugar. C oito destructor, pero que perm ite a
Orestes investirse con el atributo paterno y utilizarlo en lugar
suyo.
Estas comparaciones perm itirían poner en comunicación, de
un modo más correcto, el sueño de Esquilo con el de Sófocles.
Esta comunicación está atestiguada por el sueño tal como se lo
relata en Estesícoro (cfr. Marie Delcourt, Oreste et Alcméon ,
pág. 22): “ Ella creyó ver venir hacia sí una serpiente con la
cabeza sangrante y bruscamente se transform ó en Agamenón”
(La Plisténida). La alusión a la potencia generadora del padre en
Sófocles está indicada m uy clara, casi literalmente. Se desecha
toda idea de destrucción, y sólo se subraya la función fecundan­
te del pene. El m atricidio se elude en favor de la posteridad de
los hijos de Agamenón.
Parece, pues, que lo que diferencia estos dos sueños es
menos su tem ática que la organización de su simbolismo, su
estructura.

85
fuera de nuestra visión. Sólo se infiere la presencia de
Orestes, pues no se descubre ninguna marca tangible de su
acción. El crimen está rodeado de silencio mientras que, al
contrario, la alegría de Electra no tiene límites. La trampa
de la emoción trágica consiste en atribuir nuestra angustia
del momento a la crueldad salvaje de su pasión mostrada,
mientras que ésta está bajo la impresión de lo que se vela a
nuestra mirada. El deseo mudo de Orestes por su madre.
Lo mismo ocurre con el fin de Egisto, que repite esta
situación de tres. Cuando Orestes invita a Egisto a identifi
car el cuerpo que él hace pasar por el suyo mientras q u í
sabemos es el de Clitemnestra tendida en el piso y le arroja
su: “ ¿A quién crees no reconocer? ” Ese doble sentido se
aplica tanto a la muerte como al vengador, y su deseo se
anima aquí, sin duda, del reflujo sobre sí mismo de su
propia palabra. Se negará a ejecutar a Egisto en ese instante
y lo empujará al palacio: “Ve donde mataste a mi padre,
morirás en el mismo lugar” .
Aquí, en ese doble complejo de Edipo, todo el movimiento
trágico se funda en el deseo del Otro. No en su reconoci­
miento en el Otro como en Esquilo, donde Orestes asume
el riesgo de presentarse en el palacio sin intermediarios,
como si buscara la última prueba de su rechazo fuera de la
esfera del deseo maternal; sino con referencia a ese deseo,
que sólo es percibido a nivel del sujeto como un retorno
marcado por lo que la situación deja abierto, indetermina­
do, problemático.
Es lícito entonces plantear la cuestión del sujeto en su
articulación con el deseo del Otro: se esboza, en la Electra
de Sófocles, en la remisión mutua de los sentimientos del
hermano y de la hermana que, por separado, revelan su
carácter incompleto.

La tragedia de Eurípides funde enteramente las dos prece­


dentes. En ciertos aspectos puede parecer una síntesis de
Esquilo y de Sófocles, pero únicamente en el plano de los
elementos temáticos. Para nosotros sigue formando parte
del cuadro edípico, y centra aún más el problema en la
feminidad. Podría pensarse entonces que esto justifica la

86
desaparición completa del sueño, que sería inútil. ¿Esto
significa que nada lo reemplaza? Lo que en Esquilo es
discurso del inconsciente materno en forma de sueño se
transforma en Eurípides -probablem ente justificado por
una preocupación de verosimilitud psicológica- en fantasía
de la hija.
La treta que elige Electra para hacer llegar hasta ella a su
víctima es la fábula de su parto, acontecimiento que requie­
re la ayuda y la presencia de su madre para asistirla y
celebrar la ceremonia durante la cual el niño recibe su
nombre. ¡Sorprendente coincidencia con el sueño de Cli­
temnestra en Esquilo! Es indudable que una descendencia
en la casa de Electra, por oscura que sea, representa un
riesgo, aunque lejano, para la vida de Clitemnestra. Electra,
aquí, manifiesta en la fantasía su propio deseo de un hijo
como instrumento de muerte dirigido contra su madre, hijo
imaginario y recibido del padre. Es el mismo Orestes, del
cual no debe olvidarse que ella es mayor. Esa invención
responde a los deseos infanticidas del inconsciente materno,
alimentados por este nacimiento ficticio. La elección de
esta maquinación aparecerá más sugestiva si se recuerda que
Electra ha quedado intacta después del matrimonio, humi­
llada por la condición de su esposo pero fortalecida por la
preservación de su virginidad.
Con el desarrollo psicológico de la tragedia de Eurípides se
tamiza la expresión del inconsciente, se confunden las pis­
tas del deseo, se velan las significaciones bajo una aparente
seudológica psicológica. En resumen, la tragedia intensifica
la elaboración secundaria. Pero el sentido profundo vuelve
a su expresión primera.

ni

El análisis que realizamos de los dos sueños muestra que


sus diferencias se establecen según una coherencia interna;
ambos constituyen el espejo donde se refleja el conjunto de
la problemática que la tragedia se encarga de exponer y de

87
hacer compartir. Ahora se trata de saber en qué se oponen
y convergen esas problemáticas. Situaremos estas variacio­
nes en relación con la estructura edípica y la triangulación
primordial que une al sujeto con sus progenitores, ellos
mismos unidos entre sí por la diferencia de los sexos.
Si esta situación es irreductible —ningún ser humano se ha
constituido sin pasar por la procreación de dos seres de los
cuales uno es del mismo sexo y el otro del sexo o p u e sto -,
el complejo de Edipo, una vez llegado a su concreción,
debe entenderse en su forma desarrollada: cada uno de
ambos padres es objeto de sentimientos afectuosos y hos­
tiles; es decir que junto al complejo de Edipo positivo, al
cual se cree a menudo que se reduce su estructura, debe
tenerse en cuenta el complejo de Edipo negativo que, en el
caso del niño varón, se traduce en el amor por el padre y el
odio hacia la madre. En la mayoría de los casos los dos
complejos coexisten, pero muchas veces sólo pueden re­
constituirse a partir de vestigios o de elementos muy frag­
mentarios (Freud).
El primer problema que se plantea entonces es saber si
Orestes no sería el equivalente de un modelo representativo
de esta modalidad complementaria del complejo de Edipo.
La Orestiada de Esquilo es la ilustración de una situación
que va mucho más allá de una simple inversión del comple­
jo de Edipo. Se puede, como ya se lo intentó, buscar la
justificación de Orestes por sus deseos inconscientes de
muerte respecto de su padre, o hacer equivaler el matri­
cidio a un coito sádico (Jones). Ante la exposición de las
situaciones trágicas casi no necesitamos invertir las aparien­
cias para descubrir la verdad. Ella está ya inscrita —como
ocurre en Edipo R ey- en su desarrollo, al cual Freud no
añadió una significación nueva, limitándose al develamiento
de su efecto. Nuestra tarea consiste, más bien, en descubrir
las articulaciones que le otorgan una coherencia no percibi­
da a nivel de la emoción, pero sin la cual el pathos trágico
carecería de eficacia.
El único personaje común a los tres momentos de la trilo­
gía es Clitemnestra; ella es quien encama la figura principal.
El mito del cual este personaje es el portador es el de la
imago de la madre fálica. Devoradora de la potencia pater­
na ella se transforma en detentadora del poder fálico.

“ Dos veces le hiero; lanza dos gemidos, y cae su cuerpo desplo­


mado. Ya en tierra, le doy un tercer golpe más, que ofrezco en
reverencia de Ades, guardián de los m uertos en la mansión del
profundo. Así caído, estremécese por última vez; da su espíritu,
y de las anchas heridas salta impetuosa la hirviente sangre. Las
negras gotas del sangriento rocío me salpican, y alégrame no
menos que la lluvia de Zeus alegra la mies al brotar de la
espiga.”

Esta imagen, tal como habita las fantasías del niño, es para
él un objeto de fascinación y de terror, pues éste participa
de su poder y aquélla lo amenaza con el retorno de ese
poder sobre sí mismo. Para llegar a ocupar su lugar a nivel
del deseo de la madre, la búsqueda del niño debe pasar por
el pene del padre incorporado a ella y sólo puede lograrlo
en la medida en que el deseante llegue a reemplazarlo. La
captación imaginaria a la que se subordina su deseo lo atrae
hacia la red donde corre a encontrar el objeto del deseo de
la madre. Queda allí, confundiendo sus fronteras con las
de ella, pagando su hazaña con la inclusión perpetua en sí de
una figura no sustituible que le corta los caminos del
intercambio interhumano15.
El padre sólo está presente en esta relación por la media­
ción materna, o por lo menos no está allí más que como
referencia obliterada. El sueño anunciador de la inversión
de la situación de Clitemnestra no implica un absoluto que
Agamenón recupere el poder, que se le restituya el trono y
su reino; es el drama de un retorno corporal donde una
parte de ella misma se desprende, se autonomiza y la
agrede a muerte. Esta parte, precisamente deseada por ella
misma como atributo fálico, vuelve superflua o anónima la
presencia masculina y no infiere ninguna reverencia para su
palabra. Por eso todo acercamiento a la madre debe estar
precedido de una liturgia alrededor de la tumba paterna.

15 Cfr. nuestro trabajo “Sur la mère phallique” , Revue française de


psychanalyse, 1968, XXXII, págs. 1-38.

89
Esta necesidad se impone no tanto para obtener la garantía
del padre, dado que él no responde con ningún signo de
aprobación, sino para hacer revivir en cada uno de los
protagonistas el recuerdo dé su poder y de su mutilación.
Así como puede decirse que la situación edípica (en el
mito edípico) es la tragedia del cegamiento, producido por
la persecución de ese poder y ese deseo de alcanzar là
verdad sobre el misterio de los orígenes, puede decirse que
la situación de Orestes, que sólo Esquilo encarna plenamen­
te, es tragedia de la locura donde la posición subjetiva sólo
se alcanza por la ruptura del vínculo natural que une con la
madre, ruptura necesaria, ruptura criminal pero constituti­
va, ruptura imposible aquí, pues a la separación de la
imagen materna sigue su reencarnación instantánea y su
surgimiento en el delirio psicótico que le restituye su lugar
inalienable16.
En el momento en que, después del crimen de su madre,
Orestes aparece ante las Coéforas, en el espanto de su duelo
pero no invadido todavía por la locura, éstas, antes que
nadie, aludirán con demasiada rapidez a su victorioso des­
prendimiento. “No te maldigas a ti mismo el día en que
has liberado al país de los argeos cortando con un golpe
feliz la cabeza de esas dos serpientes” . Ante esta evocación,
Orestes responde con el restablecimiento en el delirio de la
presencia materna, delegada por las perras con quienes ella
lo amenazó. “ Ah! ah! cautivas.. . a llí.. . a llí.. . mujeres
vestidas de negro, enlazadas con innumerables serpientes. . .
No puedo permanecer aquí.”
Recordemos las observaciones de Freud sobre la cabeza de
Medusa, donde la multiplicación de las serpientes tiene
como función negar la castración tantas veces cuantas se
figuren los símbolos fálicos. Imagen de una castración remi­
tida a Orestes después de la que acaba de inflingir a la

16 Las dos situaciones no están separadas por un abismo infran­


queable. En ciertas variantes del m ito de Orestes, éste recupera
la razón y se cura cortándose un dedo (Pausanias). Se ve a q u í la
transición entre las problem áticas del despedazam iento (psicosis)
y de la castración (neurosis).

90
madre, cuyo falo no logró ser en vida, pero que el acto del
crimen abrirá a su deseo.
Helenistas poco sospechosos de complacencia hacia el psico­
análisis, como Marie Delcourt, vieron en la persecución de las
Erinnias un carácter erótico. Pero esa persecución de
Orestes, aunque se atribuya a sus ladridos un matiz de
delectación gozosa, lleva el signo de una relación nutricia
invertida. Su misión les ordena no tanto mutilar o desgarrar
como vaciar a la víctima por absorción de la sustancia que
llena el cuerpo de Orestes. Esto aparece tanto en las órde­
nes que Clitemnestra da a sus emisarias: “ Exhala tu aliento
sangriento, desécalo con el soplo abrasado de su pecho” ,
como en la suerte que ellas pretenden reservar a Orestes.
“Eres tú quien debe, vivo, ofrecer a mi sed una ofrenda
roja tomada de tus venas.. . . Desecado vivo, te arrastraré a
la tierra” “ Este es el himno de las Erinnias que seca a los
mortales de espanto.” Encontramos aquí la misma relación
de vampiros que marca las relaciones de la imago de la
madre fálica con el producto de sus entrañas. Los intercam­
bios sólo pueden desarrollarse por la absorción total de un
término en el otro, por el pasaje de uno al otro del
principio mismo de su existencia. Por eso no asombra oir
de boca del fantasma de Clitemnestra aguijoneando a las
Erinnias adormecidas qué se juega en la captura de Orestes:
“Oídme, en esto va mi propia vida! ” No es que la captura
de Orestes la reviva, sino que el encuentro con su hijo la ha
desposeído totalmente, la ha desmunido hasta de la existen­
cia de una sombra, y la misión de las Erinnias es literalmen­
te degollarlo para reanimar la circulación interrumpida en­
tre esas dos partes de un mismo organismo 17.

La coyuntura descrita en la Electra de Sófocles es la que


corresponde a la fórmula llamada desarrollada del complejo

1’ J acqueline de Romily insistió acertadam ente en la im portancia


de la expresión, siempre cercana al registro fisiológico en “ La
crainte et l'angoisse dans le théâtre d ’Eschyle’’, ed. Les Belles
Lettres. Es notable que su efecto final sea la pérdida de la
palabra.
91
de Edipo. Pero en lugar de ser la reunión de tendencias
opuestas en el mismo individuo, producto de la coexisten­
cia de impulsos opuestos, la pareja formada por Orestes y
Electra ilustra plenamente las dos faces de la relación edípi-
ca. En efecto, en relación con la obra correspondiente de
Esquilo, las transformaciones se aplican al pasaje de una
estructura de dos términos (Orestes-Clitemnestra), pues los
otros dos tienen una importancia menor, a una estructura
de cuatro términos (Orestes-Electra; Clitemnestra-Egisto),
de la misma importancia. El establecimiento de este cuarte­
to permite establecer en él diferenciaciones funcionales. La
primera que se impone es el aspecto de la rivalidad en la
relación entre la hija y la madre, a la cual se otorga un
desarrollo que falta en Esquilo. No se limita a los estallidos
que acompañan los enfrentamientos de Electra y Clitemnes­
tra, sino que está redoblada por el antagonismo Electra-
Crisótemis. Esta rivalidad por el amor del padre se manifes­
tará, por ejemplo, cuando Electra propone sustituir las
libaciones enviadas por Clitemnestra para conjurar la ame­
naza proveniente del muerto por la ofrenda de las herma­
nas, y después reprocha a su hermana menor la actitud de
tibieza y de compromiso para con los enemigos del padre.
Pero sobre todo es en la escena del crimen de Clitemnestra
cuando la exaltación de su odio, hasta entonces sofrenado,
rompe todas las barreras. El amor por el padre se encarna
aquí en la veneración cuyo objeto es Orestes.
Por parte de Orestes la identidad de sus sentimientos con
los de Electra no debe hacer olvidar que su sexo, opuesto
al de su hermana, le confiere un valor inverso en la combina­
toria edípica: él no duplica la temática de Electra, sino que
se pega a ella como su complemento. Pero estas dos conste­
laciones no se anulan como lo haría el añadido de un más
y de un menos. La confrontación de los contrarios no tiene
como consecuencia hacer girar en redondo la contradicción,
es decir, agotarla en una rotación sin fin. El desplázamiento
sobre una nueva figura renueva el movimiento y le impide
fijarse en sus datos primitivos. La función de Egisto es
favorecer este desprendimiento.
Es así como debe comprenderse el privilegio otorgado a las
relaciones entre Egisto y Orestes. No es casual que la

92
escena que enfrentaba a Orestes y Clitemnestra —de la que
no subsiste nada en Sófocles- sea reemplazada por aquélla
en la que Orestes y Egisto se miran fijamente uno al otro
como única y última explicación. Es significativo, además,
que la tragedia de Sófocles termine sin ninguna alusión a la
locura de Orestes. Pues si de un modo expreso la Electra de
Sófocles tiene como objetivo mostrar la aversión de la hija
hacia su madre —sin dejar de lado, al pasar, cómo los
argumentos de la causa paterna producen ciertos beneficios
secundarios y sostienen la reinvindicación fálica de la heroí­
na18— ella supera el matricidio, que es su culminación, y
devuelve su lugar al conflicto del hijo con el cónyuge de la
madre. Esta evolución hace de Orestes no tanto un hijo
matricida como un príncipe que quiere reconquistar su
trono19 expulsando a los usurpadores que lo han espo­
liado. La última palabra se confía, pues, a ese restableci­
miento de la verdad edípica.
En la Orestiada de Sófocles domina el significante fálico
como significante paterno delegado de un poder, el de la
realeza, de una causa que es la del conquistador de Troya
del jefe de los Aqueos derrocado por su enemigo fraterno a
su retorno de la guerra, de una palabra que tiene fuerza de
ley, debatida y discutida, pero alrededor de la cual se
organiza el cuestionamiento. El crimen de Egisto por Ores-
tes se inscribe en la continuidad legendaria de los aconteci­

'* Es por boca del coro y de Crisótemis que se expresan esas


verdades que atañen a Electra: Coro: “ Tú mismo te has procura­
do una parte m ucho m ayor, provocando constantem ente conflic­
tos por tu hum or im paciente.” Crisótemis: “ ¿No ves que no
eres un hom bre, sino una simple mujer? ",
1' Así se explica, para nosotros, la im portancia de la carrera de
cairos donde se supone que Orestes ha encontrado la m uerte. Al
llegar portando sus cenizas realiza la figura del sueño: renacerá
de sus cenizas al fin de la prueba com o, del cetro enterrado y
por lo tanto desaparecido, brotó el laurel. Del mismo m odo la
liberación de Electra le abre las puertas de la m aternidad. Este
es el punto en que Eurípides retom a la tem ática de Electra. La
escena en que ésta se entrega a una imprecación ante el cadáver
de Egistro y los reproches por su m atrim onio degradante llevan
más lejos que en los otros trágicos la expresión de la envidia del
pene en la virgen indóm ita.

93
mientos donde el Joven Rey destrona al Viejo Rey cuando
finalmente le llega su hora 20. El hecho de que aquí se
apoye sobre una memoria que debe rehabilitarse transfigura
su gesto: hace de esta relación de sucesión no una simple
transferencia de fuerzas, sino un giro situado en una tradi­
ción que debe preservarse. Que este acontecimiento se cum­
pla mediante una violencia que se agudiza en el ejecutor,
pues el ejecutado es el Compañero de su madre, ofrece la
oportunidad de un repliegue reflexivo que puede conducir a
plantear ciertas preguntas: ¿A qué tiende el deseo de Ores-
tes? ¿Qué es lo que lo anima?

¿Significa esto que opondremos de un modo absoluto las


dos situaciones expuestas y que eliminaremos a la primera
del marco edipico? Si con Sófocles podemos hablar de una
edipificación de la Orestiada, porque hemos podido descu­
brir en ella lo que la vincula con la fórmula desarrollada del
complejo de Edipo, no excluiremos por eso de este comple­
jo todo lo que creemos que se relaciona con la situación
expuesta por Esquilo. No olvidemos que también Edipo,
camino a Tebas, encontró a la esfinge, que es el homólogo
de esa imago de madre fálica que reconocimos en Esquilo.
Su muerte le abrió el camino hacia la ciudad donde lo
llamaba su gloria y su destino. De hecho no se sale nunca
de la configuración edípica, puesto que su estructura terna­
ria es constitutiva de la subjetividad humana.

10 Esta tem ática, ilustrada tan claram ente por la Electra de Sófo­
cles, es m ucho m enos n ítid a en las Coéforas. Como la intriga de
las dos obras es idéntica, la tentación es inferir una de la otra.
Así Clémence Ram noux, que ve en la leyenda de los Atridas,
con razón, un escenario de ordalía real sobre todo en las
primeras fases (leyenda de Pélope) concluye de manera análoga
en lo que concierne al episodio de Orestes en Esquilo (loe. cit..
págs. 155-163). Para nosotros este aspecto es secundario en
Esquilo, y cede su lugar a la importancia de la relación madre-
hijo que liga matricidio y locura. Esto nos parece coherente con
la impregnación de la Orestiada por las potencias de la Noche,
cuya derrota m ostrará el fin de la trilogía pero que dom inan en
las dos primeras tragedias.

94
La dificultad para juzgar el caso de Orestes reside en que su
crimen fue com etido por una orden divina cuya prescrip­
ción se apoya en la necesidad de castigar a los culpables
con el fin de reinstaurar la legalidad derrocada. No estamos
pues aquí, como en Edipo, ante un delito involuntario,
fruto del azar o del desprecio. En este último caso, ¿ha
habido, por lo menos, una falta “ objetiva” , cualesquiera
hayan sido las intenciones del infortunado culpable? Esto
es lo que hace que la culpabilidad de Orestes sea misteriosa
y difícil de concebir. Sin embargo, del mismo modo que la
ignorancia o la más fatal de las circunstancias no bastan
para disculpar a Edipo ante sí mismo, así lo justificado de
su acción, la garantía que le confiere la protección de
Apolo, no evitan la desgracia de Orestes. Ver allí la simple
consecuencia de una disputa entre divinidades opuestas se­
ría detenerse ante la primera escapatoria que elude la difi­
cultad.
De hecho en los dos casos la culpabilidad nace de la
transgresión. La regla violada tiene un carácter absoluto, es
la del parricidio y del incesto que en ninguna circunstancia
tienen justificación. El matricidio cae, asimismo, en esta
prohibición. En su oportunidad estos crímenes podrán rele­
garse, una vez pasada la expiación, al silencio y al olvido.
Pero de ninguna manera será obvio, una vez llevada a cabo
la transgresión y cualesquiera sean las circunstancias que
rodeen su ejecución, que quien haya pasado esa frontera
pueda continuar viviendo como antes. La trampa de la que
Orestes es víctima es la de la naturaleza misma del superyó,
que ordena servir a la causa del padre al mismo tiempo que
prohibe utilizar los medios de que dispone.
El carácter sagrado de la regla y de la transgresión, aun
inevitable como en el caso de Orestes, es lo que funda el
phobos trágico. Esto es lo que une solidariamente a Edipo
y Orestes.
Marie Delcourt demuestra que el matricidio pertenece al
reservorio legendario pero no se vincula con ningún ri­
tual2 1 . Las leyendas cuyo tema es el parricidio se relacionan

11 Oreste et Alcmeón, Les Belles L ettres, pág. 11.

95
con dos rituales cuya transposición representan y entre las
cuales se supone existe una continuidad, sin que se la haya
podido comprobar.
El primero, de tipo agrario —cuyo ejemplo más completo es
la leyenda de Osiris— trata de un casamiento anual entre la
Tierra madre y un joven que, después de haberla fecunda­
do, es sacrificado, despedazado y los trozos de su cadáver
se arrojan a los campos. El segundo, de tipo agrario y
político, transforma al esposo anual en un rey cuya fuerza
es garantía de la fertilidad del suelo y de la fecundidad de
la colectividad. Su envejecimiento acarrea su caída, y los
ataques de que es objeto provienen de los sujetos más
vigorosos del grupo.
Esta comprobación es importante. Es innegable cierta con­
cordancia entre el ritual agrario y el análisis que hemos
hecho de las relaciones madre-hijo entre Clitemnestra y
Orestes (unión aniquilante, despedazamiento del sujeto, ab­
sorción en el cuerpo materno, etc.). Pero la enseñanza del
ritual ¿no consiste acaso, aquí, en fijar netamente el límite
entre lo natural y lo humano? En el primer caso la trans­
gresión no existe y la muerte es consecuencia de la fecun­
dación. En el segundo es el resultado del cuestionamiento
del poder capital, que ya no es el poder único del rey sino
del grupo. Desde que la Madre se individualiza como perso­
naje humano, el matricidio sólo se comprende desde la
perspectiva del rito agrario y político y, como tal, debe
pasar por la referencia a la transgresión del poder del rey.
Se ve en este caso qué elocuente es la ausencia de ritual en
el matricidio. Aparece aquí puntuado el lugar mediador de
la madre así como la identificación del ritual humano con
el poder político y fálico. La causa del matricidio no puede
limitarse al intercambio entr<* un hijo y su madre, por
estrecho y exclusivo que parezca. No puede anularse la voz
del padre porque cada uno de los dos términos de la pareja
tiene sus razones, uno para hablar en su nombre hasta el
punto de confundir su causa con la suya, el otro por
haberlo reducido al silencio por su acumulación de errore.s.
Si la trinidad parece constituida por los dos términos de la
relación dual y la unidad del cuerpo que forman en conjun­
to, esta frágil totalidad fracasa constantemente ante el sur­

96
gimiento de un tercero que eleva su voz del lado de lo
Real. Es fácil comprobar que esa fue la función de Pílades22.
El hecho de que ella lo autorice a llevar a cabo el crimen
cuenta menos que el recuerdo de su compromiso bajo
juramento.
Al contrario, en el interior de una constelación triangular el
matricidio debe ocupar un lugar aparte. Su consecuencia
constante, en las proyecciones legendarias, es la locura. La
problemática que se abre aquí es la del nacimiento del
sujeto, que debe emerger de su relación alienante con la
madre por la mediación de la regla cuyo símbolo es el
padre. En un segundo momento, menos genético que dia­
léctico, la trinidad realizada abrirá el camino del desconoci­
miento. El sujeto puede, entonces, abolir su presencia en la
fantasía de unión de los otros dos o, si se reconoce como
testigo de eso y hasta como actor, borrar el sentido del
deseo, o también, manteniéndolo, no reconocer ya a los
participantes originales. Este es el alcance de esa dimensión
de la ausencia, pues ella arrojará al sujeto fuera de sí en su
carrera a través del mundo. Porque no pierde su atracción
primordial hacia la transgresión, se verá absorbido en el
problema del espectáculo.

IV

Se sabe que un sueño sólo se interpreta con ayuda de las


asociaciones que brinda el soñante y que permiten pasar
del contenido manifiesto al contenido latente, el único
dotado de sentido verdadero pues enlaza el deseo del sueño
con el deseo del soñante. Nuestra investigación acaba de

11 Casandra y Apolo cumplirán la misma función: la primera cuan­


do Agamenón está a punto de caer en la red donde perecerá el
segundo, cuando la persecución de las Erinnias está por alcanzar
a Orestes. F inalmente esta situación se volverá a encontrar, en
su nivel más alto, en la intervención de Atenea y de los jueces
entre Apolo y las Erinnias.

97
demostramos que, cuando se trata de una creación, el
contexto total de la obra es el que cumple la función de las
asociaciones. El sentido nace aquí no de un estudio de la
psicología del soñante sino del análisis del estilo, de la
escritura, de la arquitectura trágicas, de las relaciones del o
de los héroes entre sí y con los otros personajes, de la
organización de los acontecimientos y de las secuencias que
permiten deducir lo que el sueño no dice en su texto
desnudo. El sueño se desprende del conjunto del discurso
del espectáculo trágico para situarse en una posición margi­
nal, rompiendo el tono, indicando el sentido que corre
paralelo a lo que nos muestra el desarrollo de la acción,
cuyo revelador es, sin que nos comunique su revelación.
Este enfoque nos llevó a situar en el marco de la proble­
mática edípica al sueño de Esquilo en las relaciones del
niño con la madre fálica y al sueño de Sófocles en el doble
aspecto de la fórmula desarrollada del complejo de Edipo.
Quisiéramos concluir ahora con la situación del sueño en el
seno de una perspectiva semántica más general: entre la
palabra oracular y la palabra humana. La naturaleza del
sueño es ambigua en la tragedia antigua. Trasciende la
individualidad pensante del que sueña, puesto que se lo
acoge como la emanación de una misiva divina, una señal
para advertir a los mortales y recordarles una verdad que
los dioses predicen o anuncian en términos más oficiales.
Su mensaje requiere una interpretación. El soñante está a
veces perplejo respecto del sentido que debe atribuirle,
pero no duda de que debe recibir la parte de verdad que le
falta por los mismos medios que los de la interpretación
oracular. Pero esta interpretación le concierne en su destino
personal y tanto más cuanto que él mismo es la fuente del
enigma. Pero el oráculo, expresión suprema de la opinión
del dios, es fuente de malentendidos y hasta causa de
catástrofe. Hegel se burlar “Aquél que tenía el poder de
resolver el enigma de la esfinge» así como aauél cuva
confianza era ciega2 3 son enviados a la pérdida por lo que
el dios les manifiesta.”

” Edipo y Orestes.

98
Llegamos aquí al problema del sentido de la tragedia, que
tratan de resolver las soluciones de los helenistas puros
(Bonnard y R a m n ou x), de los helenistas socio logizantes
(Thom pson, Lacarriére) o de los filósofos. La interpretación
psicoanalítica podría sustituir la idea de un dios malvado
(Ricoeur), principio de buenos consejos y poder de perdi­
ción, cuya lucha con el héroe crea lo trágico y cu yo
espectáculo nos libera.
El poder excepcional de la tragedia antigua, que hoy se
mantiene intacto, nos muestra que los dioses desempeñan
en ella un papel necesario y que no se puede ver en su
influencia el resultado de una organización tan cruel como
fortuita. Privado de su presencia, lo trágico puede subsistir,
como en sus expresiones posteriores, en Shakespeare o
Racine. En ellas se transforma en fruto de una situación
imposible, de una pasión sin salida, de acontecimientos que
exceden las fuerzas del sujeto. Pero faltará entonces lo
esencial de lo trágico griego y quizá de lo trágico en
sentido estricto. Si la función de los dioses consistía en la
representación de una fatalidad absoluta o de una arbitra­
riedad total, no sería inteligible una culpabilidad que afecta
al héroe, a pesar de la pureza de las intenciones de su
corazón. Es necesario que se establezca una extraña mezcla
entre cierta responsabilidad del hombre y su inocencia en el
interior de un juego que él no controla pero que padece. El
carácter específico de esta responsabilidad no es fácil de
comprender, pues no surge de una asunción clara de lo que
se imparte al héroe en la coyuntura en que se encuentra.
Está siempre en posición de emisario, de delegado de un
poder que lo supera, pero su acción nunca puede reducirse
a la de un ejecutante. Esta situación ambigua no puede
aclararse si no se plantea el hecho de que, originariamente,
antes de la existencia de toda situación trágica se reclama
una garantía del dios. Dicho de otro modo: porque hay un
deseo del héroe trágico, mediatizado por una demanda que
debe sancionar el acuerdo del dios, se establece lo trágico
en la inversión ulterior de esa sanción. Pero a la inversa:
porque ese deseo, según se entiende siempre, pone en juego
una transgresión oscura es necesario el acuerdo del dios y
su desenlace imprevisto, trágico. Así pues, el cebo de la

99
palabra oracular permite develar la máscara ilusoria del
deseo y de la demanda que lo sostiene. Signa el fracaso de
todo intento de comprender y captar el saber de una
Verdad en el lugar del Otro (Lacan). El espectáculo mues­
tra —y esa es su primera enseñanza, pues el resto es sólo
beneficio secundario— la búsqueda de una complicidad en­
tre un deseo humano formulado en demanda y la palabra
divina cuya respuesta debe traducir su coincidencia con el
deseo del demandante.
El sueño se sitúa en la reunión de estas dos perspectivas. -Es
lo que adviene al soñante y, como tal, forma y relato que le
conciernen, pero es lo dado por el dios, y por lo tanto
transmisión de su voluntad.El sueño se encuentra a mitad
de camino entre el oráculo por signos —con el cual se
emparienta por el carácter fugitivo de sus figuras, la ambi­
güedad de las formas, su definición aleatoria— y el oráculo
por palabras, que se vincula con la interpretación verbal.
Pero esta interpretación pretende ser, como la respuesta
esperada del oráculo, una ‘captura de lo simbólico. La
tragedia denunciará esa trampa.
Al contrarío, la función del sueño, su eficacia, se expresará
en la relación entre el contenido manifiesto, tal como se lo
enuncia, y los vericuetos de la problemática trágica tratada
(y no en la interpretación inmediata que recibe). Pero esta
coyuntura sólo se establece por intermedio de los elementos
que se articulan entre sí para hacernos acceder a la com­
prensión. Desde entonces su verdad reside en el camino
indirecto que nos abre a esa nueva relación. Como tal, el
sueño es un significante de la tragedia y la tragedia una
relación con ese significante.
El carácter oblicuo de la palabra de Apolo iluminará la rela­
ción del sujeto con el significante (Lacan). A este respecto
la enseñanza de la Orestiada de Esquilo es ejemplar. El
hecho de que el camino que conduce a la verdad sea
inseparable del sistema que liga al sujeto con el significante
se muestra negativamente en la alegoría cuya personifica­
ción es Casandra. Ella tiene el poder de recibir y de
reconocer los signos, de conocer y divulgar esa verdad, pero
- y también gracias a una intervención de Apolo que san-
100
ciona un juram ento de amor traicionado- no puede creerse
en lo que dice.
La palabra de Apolo, que en definitiva prevalecerá en la
Orestiada, sólo triunfa mediante una proclama soberana. Y
sin embargo conocemos el lugar privilegiado que ocupa
Apolo en el concierto de los dioses. Se requerirá el expe­
diente de la deliberación del debate contradictorio —y ante
un tribunal hum ano— como si ese medio fuera necesario
para su cumplimiento.

Esta conclusión indica que el sentido de la Orestiada no


puede reducirse a la expresión de la preponderancia del
derecho paternal sobre el derecho maternal. Esta tesis clási­
ca fue la de Bachofen. Por otra parte, hoy se cuestiona el
hecho de que el matricidio se haya inscrito en el marco de
una ética délfica que lo habría prescrito sólo en el caso, es
cierto, en que debiera vengar el crimen paterno. Se nos
recuerda, por cierto iq ue Apolo habla para Zeus aunque,
según Marie Delcourt, la elección de esta divinidad para
apoyar a Orestes se basa más bien en la afinidad de sus dos
destinos: como Orestes, mató al Pitón, monstruo ctónico y
maternal, y debió ser purificado por ese crimen. El genio
de Esquilo en la conclusión de la Orestiada, en el recurso al
tribunal humano de la Ciudad, es de una audacia aún más
asombrosa.
Una vez realizado el juicio Apolo desaparece sin llamar la
atención sobre esa victoria y Orestes casi no se comporta
como un querellante a quien se concede justicia, sino más
bien suplicando gracia, pues, como lo hace observar Mazon,
el juicio no es una absolución.
Por lo tanto, si con Apolo y Orestes el matricidio significa
liberación de la captura materna y promesa de un segun­
do nacimiento que abre al sujeto al poder del padre -ése
es, en efecto, el sentido de la purificación de Orestes - , en
un movimiento de retroacción, el reconocimiento de los
signos cuyo portador es el falo implica que nadie puede
apelar a él de un modo absoluto.
Atenea ha optado por el padre, y su elección decide ante
un número igual de voces para cada uno de los adversarios;
pero al zanjar en su favor, el beneficio de su juicio liga

101
estrechamente el partido en el cual ella se ubica y el medio
por el cual se juzga la causa. La institución jurídica que ella
consagra en esta oportunidad debe participar a la vez de la
autoridad de que es depositario el padre y del principio de
intercambio por el cual él detenta ese poder. Intercambio
expresado no solamente por el antagonismo de las partes
sino por la división de las opiniones en el interior del
tribunal. Esa partición brinda la oportunidad de un resurgi­
miento de esa autoridad por la sumisión a la decisión de la
voz preponderante. Se ve pues que Atenea, la más viril de
las diosas femeninas, rescata a Clitemnestra desaparecida
volviendo a ocupar su posición de referencia después de
haberla cedido, y quizá por ese gesto.
Así, la relación consagrada por el intercambio se coloca
bajo el sello de un signo que trasciende la unión de los
términos que se cambian pero sólo puede manifestarse en el
marco donde primero se ha perdido, en el intercambio.
La transmisión se opone a la confusión. A la demanda de
absorción recíproca de las Erinnias, que exigen el retorno a
la mezcla indiferenciada de las sangres internas, materna y
fetal en una relación letal, Orestes ha opuesto con su
purificación la prueba de los contactos entre sangres exter­
nas, que indican que su mancha se ha lavado, pues a sus
encuentros no ha seguido ningún efecto maligno. Pero espe­
rará con el juicio del tribunal la proclamación de esa
autorización para el intercambio. Será necesario, de alguna
manera, que la experiencia del intercambio se realice en el
interior del tribunal mediante la expresión de las partes y la
división de los sufragios, que preceden al enunciado del
veredicto.
La subordinación al efecto de la regla institucionalizada
implicará, además de la consititución de las partes antago­
nistas y la pluralidad de los sufragios, el ejercicio de la
interpretación. Cada una de las partes se identifica con el
falo, bajo cuya garantía quisiera ponerse sólo para forzar la
manifestación de la autoridad trascendente. Ella pone al
poder paternal en posición de abertura trascendente. Por
una parte, porque la expresión de su legalidad, inseparable
de la interpretación, se fragmenta, por así decirlo, en ese
uso que organiza toda una posibilidad que es en silencio y

102
en la sombra. Por otra parte porque al pronunciarse de este
modo el poder exhibe su carácter conjetural. Como si el
cuestionamiento del poder fálico, en la medida misma en
que debe afirmarse, no pudiera mostrar otra cosa que el
vacío en el cual se apoya en relación con una verdad mayor
y remitir la cuestión a otra parte. Se capta la diferencia con
el procedimiento del oráculo, que primero pide la garantía
del dios para, apelando a ella, actuar en el sentido de la
transgresión. Con la instauración del tribunal, la transgre­
sión es la oportunidad en la que la autoridad trascendente
está obligada a definirse y, mediante el mismo movimiento
con que brinda la prueba de su calificación incuestionable,
indica la mediocridad de su poder, a la cual condena a
quien comparece ante él.
El juicio no es ya entonces la coronación de un padre
legiferante sino el develamiento de un discurso que debe
sostenerse con sus incertidumbres y sus limitaciones. El
cuerpo del juicio es un cuerpo mutilado: revela en su
mutilación el sentido de la transgresión que abrió el proce­
so sin llegar a hacer hablar a la omnipotencia fálica que ha
sido dejada fuera, sin haber podido oír su pronunciamiento.
Hegel aclaró una parte de esta contradicción, pero concluyó
en un sentido más compatible con la esperanza del adveni­
miento del saber absoluto: “Derecho divino y derecho
humano, derecho del mundo de abajo y derecho del mundo
superior —aquél la familia, éste el poaer del Estado— el
primero de los cuales era el carácter femenino, el otro el
carácter masculino, el círculo de los dioses, al principio
multiforme y flotante en sus determinaciones, se restringe a
los poderes que, gracias a esta determinación, se aproximan
así a la verdadera individualidad24.
La oposición de lo masculino y lo femenino se transformará,
en el complejo de Edipo, en verdadera individualidad en sus
dos componentes —condición del ejercicio de un uso pleno
de la palabra—, establecimiento de la relación del sujeto
con el significante en la ambigüedad de éste. El ejercicio de

J4 Hegel fenomenología del espíritu, II. Trad. cast. de W. Roces.


México, F ondo de Cultura Económica, 1971 ( I a reimpresión).

103
la palabra nos sitúa de entrada frente a esta dialéctica del
intercambio. La refracción del significante sobre el que
habla, el asombro ante su propia elocución, los escapes
del discurso, la distancia entre la intención significada y el
discurso significante, el desequilibrio entre lo esperado y lo
escuchado, revelan que la cualidad hablante del sujeto es
constitutiva de su alienación en el discurso, en el sueño y
su interpretación.
Si la tragedia y el espectáculo trágico operan como intro-
yección de la escena, para que cada espectador reencuentre
en sí el carácter oblicuo de la palabra, la cura psicoanalítica
tiene la misma esencia. La relación con el analista no tiene
otra salida. Ora éste se identifica con la Pitia que debe decir
la palabra del dios, que se supone detenta una verdad, ora
se sitúa en el lugar del consultante mismo, en el “ ¿Qué
quiere usted de mí? ” que formula el paciente en ciertos
momentos de aflicción, en los que no sabe hasta dónde
deberá llegar dentro de sí mismo o a qué expiación lo
entrega el silencio. El encuentro con la castración signa esta
investigación. Desfallecimiento del significante mayor, impo­
tencia para descubrirlo, remisión renovada de la demanda
por la carencia que afecta a toda respuesta y que impulsa a
extender la investigación rechazada hasta la muerte.
De su misma división el hombre extraerá su única oportuni­
dad, la de tener que buscarse en esa tensión que descuarti­
za, “la disonancia transformada en criatura humana, ¿qué
es el hombre, sino eso? ” (Nietzche).

La función de la tragedia: el Deseo y su representación

“Ante esa conciencia espectadora como terreno


indiferente de la representación, el espíritu no
entra en escena en una m ultiplicidad dispersa,
sino en la escisión simple del concepto”

HLGEL
Fenom enología del espíritu, II, 249

104
I

Lo que encontramos en el fondo de nuestra investigación


nos muestra que una interpretación sociológica de la trage­
dia no puede abordar la esencia del fenómeno trágico. La
Orestiada es, a este respecto, el ejemplo más demostrativo.
Sin embargo no se ha podido dejar de observar, allí más
que en otra parte, las resonancias de las preocupaciones
políticas alrededor de la supresión del Areópago. Más allá
de esas circunstancias ambientales se acentuó muchas veces
la función de lo jurídico en Esquilo, perceptible a todo lo
largo de su obra. Esquilo, verdadero fundador del género,
apasionado de la justicia, habría hecho de la tragedia una
acción revolucionaria25 (Bonnard). Si esta interpretación
fuera exacta suscitaría más problemas que los que resuelve.
Jean-Pierre Vernant demostró que el desarrollo de la Ciu­
dad es paralelo a la diferenciación de las funciones, en su
origen asumidas por uno solo y fundidas anteriormente en
el crisol del poder del Basileus. Pero esta separación no es
una simple distribución fraccionadora. Al contrario, la divi­
sión del poder en sus componentes hace entrar a éstos en
oposición, en una relación dialéctica. El poder inicial es
originariamente el privilegio de dioses sin intermediarios
con el hombre, y de hombres investidos de una potencia
casi divina que asumen todas sus características, creando
entre esos dos mundos relaciones de una lógica absurda,
incoherente, imprevisible. Con la diferenciación de los po­
deres jurídico y religioso se establece una nueva relación.
Corresponde a la Polis la tarea pública de la redacción de
las leyes. Las leyes reemplazan a La Ley. La Ley era la
emanación de la palabra de uno solo, las leyes son la
expresión de una voluntad pública, de los procesos transac-
cionales del intercambio que funda el poder, en lugar de
la arbitrariedad que reinaba antes en él. Al contrario, la
iniciación religiosa reivindica entonces una misión diferente,

í ! Cfr. Civilisation grecque, Clairefontaine ed. (I, cap. IX, pág. 185)
Del mismo m odo que los estudiantes de la Sorbona representa­
ban Los Persas bajo la ocupación alemana o que Sartre renovaba
la Orestiada con Las moscas en el mismo contexto.

105
que tiende “a transformar el individuo independientemente
del orden social, a realizar en él como un nuevo nacimiento
que lo arranque del estatuto común v lo haea acceder a un
nivel de vida diferente26” . Esta evolución del poder se
relaciona estrechamente con las invenciones técnicas del
arte militar o con el aumento de la riqueza; sin embargo
muestra que éstas son constantemente trascendidas por su
significación, en tanto conducen a una reflexión sobre la
esencia del poder.
Pero si la justicia es un tema fundamental, dominante, del
teatro de Esquilo, los helenistas insistieron también de un
modo constante en la orientación religiosa de su pensamien­
to, sin discernir lo contradictorio de esta conjunción y
achacando esa diversidad a una personalidad oscura, miste­
riosa y compleja. Habría que elegir, entonces, entre un
mensaje dirigido al hombre como miembro solidario de la
Ciudad, y un apólogo a un sujeto llamado a una verdad de
un orden más intemporal, que anhela sobre todo la salva­
ción individual. Habría que poder conciliar los términos de
esta situación bipolar o superar esta contradicción.
Mazon, para explicar las paradojas de la jurisprudencia de
Esquilo, observa que el derecho, en este autor, nunca se fija
de un modo inmutable en una de las partes antagonistas,
sino que el desarrollo de sus acciones hace que el derecho
se desplace constantemente. Esto equivale a decir que se
trata menos del derecho que def Deseo. De hecho, ocurre
como si, entre el Deseo vivido y realizado bajo la garantía
del derecho, la experiencia misma que lo constituye, tras­
mutándolo del estado de proyecto al de realización, tuviera
el poder de arrastrar instantáneamente al sujeto, recortando
un vacío que lo arranca de sus designios, y provocara un
efecto de caída que vuelve caduco ese proyecto desde el
esbozo de su materialización y, finalmente, cuestiona su
legitimidad. Este descentramiento, esta traición renovada
permanentemente entre las intenciones y los hechos, es
fuente de un desequilibrio entre lo que es, en su origen, la

J. P. V ernant, Les Origines de la pensée grecque, Paris Presses


Universitaires de France, pág. 49.

106
causa, el pasado de ese Deseo, cuyo fundamento ha recono­
cido el derecho, y su realización, que súbitamente lo vuelve
perjuro para con lo que tenía, como misión, efectuar. Esto
es lo que indica la naturaleza esencialmente conflictiva y
ambigua del Deseo, que sólo es concebible como Deseo del
Deseo del Otro. Hegel, que comprendió tan profundamente
la tragedia, escribe: “ La acción misma es esa inversión de lo
sabido en su contrario, el ser, la reversión del derecho del
personaje y del saber en el derecho del opuesto, con el cual
se une aquél en la esencia de la sustancia —reversión en las
Erinnias del otro poder y del otro carácter incitados a la
hostilidad 2 7
La ejecución del acto fijado por el deseo revela la solidari­
dad del vínculo del que desea con el objeto de su deseo. Su
realización hace aparecer lo que, en la esfera del objeto,
completa la parte que falta al deseo del sujeto. Este ignora
que la parte sustraída a su deseo hacia el objeto le es
remitida por éste último como un reflejo que él recibe por
haber venido a reflejarse allí, sin saberlo. Orestes no conoce
más violencia que la de su madre y sólo desea, aparente­
mente, la reparación que lo libre del oprobio, como se lo
ordena Apolo. Lo que sufre en la visión terrorífica de las
Erinnias es su propia violencia y su propio deseo que les
son desconocidos, transportados sobre él después del cri­
men, como reflejo de lo que en su deseo estaba aparente­
mente ausente y sólo podía percibirse como dote del deseo
maternal.
La migración del derecho se vuelve necesaria por esta exte-
riorización en el acto, que devela la parte oculta de la
intención o de la causa del deseo. Pero entonces se com­
prende hasta qué punto sería parcial, si se quieren ver
ciertas relaciones entre la materia de los trágicos y los
problemas planteados por ese derecho en vías de constitu­
ción, no subrayar que lo que se muestra en la escena es
precisamente lo que el derecho no puede conocer y lo que
pertenece a la ley del Deseo, cuyas transformaciones consti­
tuyen el hilo conductor de la tragedia.

27 Fenomenología del espíritu, I I . El subrayado es de Hegel.


107
La interpretación de la tragedia como producto de una
evolución de la vida religiosa da más la sensación de una apro­
ximación, con la que uno se conforme, que de una
apreciación que toca el centro del fenómeno. No podemos
dejar de pensar que, ante la originalidad cautivante del
nacimiento de lo trágico, no hay otro recurso que reducirlo
a las formas de la conciencia humana que nos son familia­
res. Del mismo modo que observábamos que lo que en la
tragedia podía vincularse con el derecho era lo que escapa a
éste, así lo que parece relacionar la tragedia con la vida
religiosa es lo que hará condenar tardíamente como espec­
táculo impío, a pesar del tributo que paga a los Dioses. En
el capítulo precedente mostramos el vínculo entre el deseo
y la palabra del oráculo: el primero busca en la segunda la
garantía de una transgresión implícita. En el límite, lo
trágico se hace teológico: más que observarla, crea una
religión. Así, Marie Delcourt demuestra que el oráculo de
Apolo, que prescribe a Orestes el matricidio, no forma
parte de ninguna tradición délfica 2 8

II

Al insistir en el valor del espectáculo acentuamos la función


que cumple, en este caso, la representación. Por representa­
ción entendemos el proceso, ligado al fenómeno teatral
mismo, que consiste en animar una acción construida de
una fábula o de un relato que no basta con decir u oír,
sino poniéndola en boca de personajes que se hace vivir
para dar un soporte a su discurso, de tal modo que los
acontecimientos contados por ese relato o esa fábula sean
promovidos a una existencia renovada y no ya únicamente
narrados. El teatro es la resurrección que permite que las
historias revivan durante el tiempo del espectáculo.
Pero cuando decimos representación hablamos también de

*• Cfr. Oreste et Aicmeón, cap. VI.

108
esa actividad del espíritu que designa tradicionalmente una
figuración, una reproducción de alguna situación u objeto
percibido anteriormente que se retrotrae así al primer plano
de la conciencia. En este sentido, la representación de la
fábula o de la historia insistiría en su reproducción para el
espectador. Sin embargo la representación, en sentido freu­
diano, alude a otra cosa. La representación es la delegación
mediante la cual se manifiesta la actividad impulsiva, que
adquiere así una forma gracias a la cual se da a conocer. Se
ve que este último sentido otorga una importancia mayor a
la simbolización, puesto que la representación aparece co­
mo una de las mitades de una realidad cuya otra mi­
tad está oculta. Para calificar a la tragedia insistiremos en
este último sentido, viendo en ella al proceso por el cual el
deseo es delegado por el mundo de los impulsos, que es su
realidad oculta. Sin la referencia al impulso es difícil com­
prender la resonancia emocional del espectáculo trágico y
las reacciones afectivas que provoca en el espectador. Si,
por extensión, aplicamos esta concepción de la representa­
ción a toda una serie de discursos que preexistieron a la
tragedia, comprenderemos entonces a ésta como el produc­
to de transformaciones cuyos tipos representativos constitu­
yeron <?tt£s tantas realizaciones: el mito, el ritual, el himno,
el epos2 9 . Los modos de representación que ellos constitu­
yen no tienden en absoluto al dominio del mundo exterior,
respecto del cual carecen de alcance y eficacia, y no tie­
nen ninguna capacidad para transformarlo. Al contrario, tienen
una función colectiva no menos importante: tienden, por
diversas vías, al alivio de las tensiones displacenteras, a la
compensación de la insatisfacción de los deseos humanos, a
la protección contra el peligro interior, como lo subrayó
Freud3 0 . Cada uno, a su manera, es un modo representa­
tivo en su función de delegación. Cada uno, asimismo, está
en relación con el sistema individual de representaciones,

” Hegel prestó atención a esta serie. Cfr. loe. cit., t. 11; La religión
estética t II.
30 Múltiple interés del psicoanálisis, S.E., XIII, págs. 185-187; O.C.,
B .N. II. Ver tam bién, por supuesto, Totem y tabú, en el mismo
volumen.
109
con el cual entra en resonancia en quien lo recibe a título
de oyente, espectador o participante.
Cuando más se elabora la representación, más se organiza,
se complica y se deforma su función primera de delegación
de la actividad impulsiva, hasta el punto que su asignación
original puede encontrarse totalmente disfrazada. Así la tra­
gedia puede invertir su fin primitivo y hacer del sufri­
miento una fuente de goce por identificación masoquista
de! espectador con el he'roe. Este es el precio que pagan
por la puesta en escena las fantasías de grandeza del espec­
tador. Es necesario observar, además, que hacer del sufri­
miento una fuente de goce es el mayor triunfo posible del
principio del placer. Del mismo modo el sueño, por ser
realización de deseo, no por eso deja de producir sueños de
castigo. En ellos se realiza el deseo y su castigo.
De todos modos, lo notable de la evolución que lleva a la
tragedia es que conduce a la representación de la represen­
tación. Es decir que el discurso representativo ya no se
conforma con sugerir, evocar, narrar la representación, sino
que la representa a ella misma en el espacio del teatro.
¿Cómo sufre la Orestiada el tratamiento de esos diversos
discursos representativos? No poseemos la serie entera,
puesto que vimos que no conocemos ningún ritual que se
relacione con el matricidio. Pero disponemos de tres tipos
de representaciones: la de la narración épica en los poemas
homéricos, a los que deben añadirse otros relatos, la de la
figuración plástica de la cerámica y la de la representación
teatral de la tragedia.

Hemos observado de Esquilo a Eurípides una evolución que


denominamos edipificación de la Orestiada. Sería esquemá­
tico ver en esta modificación temática una progresión
análoga a la evolución de lo preedípico a lo edípico, pues
esta evolución es propia de la repetición del mito en el
plano teatral. Puede descubrirse otra evolución, en sentido
inverso, de los discursos representativos más antiguos, es
decir, desde los poemas homéricos hasta la trilogía de
Esquilo. Esta evolución muestra la transformación de una
situación edípica: reconquista de un trono usurpado, elimi

110
nación del Viejo Rey por un príncipe más joven, etc., en
situación preedípica: imago de madre fálica destructora del
pene paternal, relación dominante madre-hijo, etcétera.
Pueden definirse dos ciclos: de los poemas homéricos a
Esquilo, y luego de Esquilo a Eurípides.
Marie Delcourt investigó en los poemas y las representacio­
nes de los ceramistas anteriores a la tragedia las diversas
versiones a las que el mito dió lugar. Así, en Homero es
regla el silencio sobre el personaje de Clitemnestra en los
cantos donde se evoca la Orestiada (IV, 514; III, 194; I,
30-47; III, 309), salvo en los cantos más recientes del
poema (XI, 411; XXIV, 199)31. Egisto es el autor del
crimen de Agamenón y la venganza de Orestes es una
hazaña que se inscribe perfectamente en el contexto edípi-
co; este acto cumple dos objetivos, puesto que venga al
padre y al mismo tiempo instala, en el trono en su lugar, al
hijo. En cuanto al castigo de Clitemnestra no se lo mencio­
na, del mismo m odo que su participación en el crimen de
Agamenón, la cual, por odiosa que resulte es, a pesar de
todo, sólo indirecta. Ella se limita a ayudar a Egisto.
En otros relatos, en Estesícoro, Ferécides, Nicolás de Da-
masceno aparece un tema nuevo, el de un Orestes víctima
de su madre, ya sea directa o indirectamente por medio de
Egisto. Este rasgo introduce un elemento de verosimilitud
psicológica: Orestes, al matar a su madre, se venga y res­
ponde a su hostilidad con la hostilidad.
Las versiones de los ceramistas muestran una Clitemnestra
como asesina activa. Pero notemos que no llegan hasta
representar al hijo levantando la espada contra la madre.
Esta se emplea en la ejecución de Egisto, es decir del rival,
que la alberga, atravesado por ella, y pierde su sangre y
entrañas. Clitemnestra surge por detrás, con el hacha en la
mano, lista para matar a su hijo. El momento siguiente, que
no está figurado, invertirá esta situación con el pretexto de
legítima defensa.

11 Para todos estos problem as, ver Marie Delcour.t, loe. cit., cap. I.
Las líneas q u e siguen deben m ucho al capítulo citado como
referencia.

111
Así pues, en todas estas representaciones, ya pertenezcan ai
relato o a la imagen, el acento está puesto en la rivalidad
entre los hombres (Agamenón-Egisto, luego Orestes-Egisto),
y se evita el enfrentamiento entre la madre y el hijo. La
madre, cuando aparece, lo hace como cómplice de Egisto
en el crimen de Agamenón o como aliada de Egisto en el
momento de la venganza de Orestes.
Además se brinda un motivo para la explicación psicológica
del matricidio. Observemps entonces qué audaz y única es
la versión de Esquilo. Qué estructuralmente verdadera es.
Se despreocupa de la relación de rivalidad entre Egisto y
Agamenón puesto que hace de Clitemnestra la única res­
ponsable del crimen. Aquí no hay misoginia, pues ese rasgo
se subordina a la verdad estructural del conjunto. Descuida,
asimismo, la relación de rivalidad Egisto-Orestes. No brinda
ningún motivo psicológico para el matricidio. No elude el
minuto de verdad del mito, que- es el enfrentamiento
madre-hijo, momento que da su especificidad a esta leyen­
da.
El matricidio forma parte del sistema de relaciones de
parentesco; es la consecuencia del oráculo de Apolo me­
diante el cual se expresa la voz del padre, destruido por la
madre, mientras que su sanción anterior a la absolución es
la persecución por parte de los representantes nocturnos de
la madre en el delirio que ataca a Orestes.
Así podemos decir que la versión de Esquilo es el eje del
mito, la única que respeta su especificidad problemática, la
única que refleja su esencia. Es interesante preguntarse qué
efectos tuvo sobre la personalidad de Esquilo e! hecho de
que haya llegado a esta verdad. Sería no menos interesante
preguntarse cómo contribuyó a esto la tragedia, en tanto
representante de la representación.

III

¿En qué aspecto, pues, la problemática específica de la


Orestiada de Esquilo interesa especialmente al problema de
112
la representación por estar vinculada con ella de este
modo? Freud, en Moisés y la religión monoteísta, recono­
ció en la Orestiada, según la interpretación clásica de Ba-
chofen, la transición del orden social matriarcal al orden
social patriarcal:
“Por influencia de factores externos en los cuales no necesi­
tamos entrar aquí y que son, en parte, poco conocidos,
sucedió que el orden social matriarcal fue reemplazado por
el orden patriarcal. Esto, naturalmente, engendró una revo­
lución en las condiciones jurídicas que habían prevalecido
hasta entonces. Un eco de esta revolución parece escucharse
todavía en la Orestiada de Esquilo3 2
Freud extrae de esto una consecuencia importante: “Pero
ese desplazamiento de la madre hacia el padre subraya
además una victoria del intelecto sobre los sentidos. Es
decir un progreso en la civilización, puesto que la materni­
dad se prueba por la evidencia de los sentidos, mientras que
la paternidad es una hipótesis basada en una inferencia y
premisas. Tomar partido acordando la preferencia a un
proceso de pensamiento antes que a una percepción senso­
rial demostró ser un paso decisivo.”
Durante el proceso donde se enfrentan el partido del padre
que representa Apolo, y el partido de la madre cuya defen­
sa es asumida por las Erinnias, el hijo de Zeus formula en
la discusión el siguiente argumento: la madre no es más que
el receptáculo del hijo, la que nutre el germen del padre; el
verdadero progenitor es el padre, que hasta puede prescin­
dir de la madre para crear. Este extraño argumento, tan
contrario a las enseñanzas de la naturaleza, se apoya, no
obstante, en un caso: el de Atenea, que debe sólo a Zeus
su nacimiento. Nos preguntamos aquí cómo pudo Esquilo
querer convencer citando este argumento. Quizás entonces
haya que buscar aquí alguna parábola. No debemos olvidar
que este nacimiento milagroso, efecto de un desplazamiento
hacia lo alto, ocurre por la cabeza, y que Atenea es reve­
renciada como diosa de la razón, de la sabiduría, de las
invenciones. La significación del argumento de Apolo no

** SE . XXIII, pág. 114; B.N., III, pág. 181.

113
sería entonces que la creación no puede ser atributo de la
mujer, pues el espíritu del hombre crea, y en esto es
creador de actividad psíquica. Reencontraríamos aquí la
oposición de Freud entre la maternidad atestiguada por los
sentidos y la paternidad que debe ser deducida, abriendo
camino a la intelectualidad, pues ésta es, a su vez, el
producto de su creación¡
La intelectualidad, para Freud, es utilizada en el sentido
amplio de actividad psíquica opuesta a actividad sensorial
(sobre todo de la visión). En la oposición tradicional entre
lo inteligible y lo sensible, Freud atribuye al primer térmi­
no los procesos intelectuales más variados: “Un progreso en
la intelectualidad consiste en decidir contra la percepción
directa y en favor de los procesos intelectuales considerados
superiores: recuerdos, reflexiones e inferencias.” Declarar
que la paternidad es más importante es declarar que el hijo
lleva el nombre del padre y es su heredero. Cuando Freud
busca la causa de esta evolución tropieza con una dificul­
tad: ¿cuál es la autoridad que impone este criterio? “En
este caso no puede ser d padre, dado que éste accede a esa
autoridad por el progreso mismo.” Hay que relacionar,
pues, la actividad psíquica y el predominio paterno con una
raíz común que las explique. Veremos que esta raíz común
se encuentra en la dimensión de ausencia.
¿Qué lugar ocupa la representación en la intelectualidad de
la que habla Freud? Es la respuesta a la ausencia del
objeto. El movimiento del deseo que espera la satisfacción,
cuando ésta llega a faltar da lugar a la representación por la
fantasía de realización del deseo. La representación ocupa
una situación intermedia entre la actividad perceptiva senso­
rial, que necesita la presencia del objeto, y la actividad del
pensamiento, que decide la existencia de ese objeto, en su
ausencia en el mundo exterior, con ayuda de deducciones
e inferencias3 3 . La representación que sólo hace interve­
nir la identidad de las percepciones obedece a la lógica del
proceso primario bajo el dominio del principio del placer.
La actividad psíquica, que se apoya en la identidad de

3 3
Cfr. La negación. S.E.. XIX, pág. 287; B.N.. II pág. 1042.

114
pensamientos, está sometida a la lógica de los procesos
secundarios que obedecen al principio de realidad. La prue­
ba de realidad sólo se instala cuando los objetos que antes
brindaban la satisfacción se han perdido.
La representación desempeña en la Orestiada una función
doble. La conclusión de la trilogía, que ve triunfar la causa
del padre sobre la de la madre, acuerda implícitamente su
preferencia al proceso de pensamiento sobre la representa­
ción, de allí la importancia que se da al lenguaje en el
debate: la causa que gana el proceso es la de la palabra:
“El Dios de la palabra, Zeus, ha triunfado” dice Atenea.
Esta decisión, al mismo tiempo, ateja de Orestes las repre­
sentaciones terroríficas de las delegadas de la madre.
La Orestiada es, pues, teatro de cierto número de oposi­
ciones que se recortan: <[•

a) Erinnias contra Apolo


b) Noche contra Sol
c) Femenino contra Masculino
d) Maternidad contra Paternidad
e) Familia contra.Ciudad
0 Sangre contra Pacto
g) Representación contra Palabra
y finalmente
h) Sensible contra Inteligible
8,3
Esta oposición cubre, en definitiva; la de lo imaginario y lo
simbólico sostenida por Lacan, que por otra parte liga
simbolización, lenguaje y nombre del padre.
Pero, por otra parte, esta verdad se enuncia por medio de
la representación teatral, representación de la representa­
ción. Por esto la tragedia no es una conferencia ni un
discurso reflexivo o religioso, sino ante todo un medio para
llegar al inconsciente mediante la representación, cuyo po­
der de convicción y de resonancia tiene más efecto que un
mensaje filosófico o moral.
Aquí se invierte la dimensión de ausencia: la representación
ha nacido de la ausencia del objeto; la representación de la
representación presta al objeto un suplemento de vida, lo
encarna y le da una nueva existencia. Hay que distinguir

115
entre el objeto de la representación, del cual habla la fábula
representada, y la representación tomada, a su vez, como
objeto, que plantea el problema del tipo de objeto que
realza la tragedia.
Freud considera que el proceso de afirmación pertenece a
la actividad de Eros, mientas que la negación se vincula con
el impulso de muerte. ¿Qué ocurre con la realidad en la
tragedia: existe, no existe? Esta pregunta vale tanto para el
mito que ella representa como para el estatuto de la repre­
sentación teatral misma. Encerrados en esta alternativa, no
podríamos decidir a menos que consideremos el caso de
esos objetos especiales que son y no son lo que represen­
tan.
La tragedia tiene una función de memoria y de representa­
ción pero sólo puede enunciar su discurso por medio del
actor34 . Este es comparable al coloso, a quien Jean-Pierre
Vernant3 5 consagró un excelente estudio. Ambos ayudan a
efectuar el pasaje entre el mundo de los vivos y el mundo
de los muertos; ambos tienen derecho de existencia sólo en
el espacio en el cual se circunscriben o en el momento de
su epifanía. Actor y coloso forman parte de esa categoría
del doble a la. que Vernant propone relacionar con el
sueño, la sombra, la aparición sobrenatural. Un psicoanalis­
ta vería en ambos expresiones del objeto transicional descrito
por Winnicott. Se sabe que este autor designa con ese nombre
las primeras posesiones que no pertenecen al cuerpo pro­
pio : puntas de trapos a los que se apega el niño, extremida­
des de frazadas y, más tarde, osos o muñecas, absolutamen­
te necesarios para el niño, sobre todo en el momento de
dormir. Winnicott relaciona estos objetos con el pecho
materno, cuyos primeros equivalentes son. Es igualmente
importante que esos objetos sean y no sean lo que repre­
sentan. Aquí se manifiesta la división del sujeto, que actúa

34 Hegel lo observó: “ Esta individualización universal desciende


aún, como se lo ha m encionado, hasta la efectividad inmediata
del ser, allí verdadera” . Loe. cit. ,11.
35 “ Figuration de l’invisible et catégorie psychologique du double:
le colossos” , Mythe et pensée chez les Grecs, Paris Maspero,
págs. 251-299.

116
en el fetichismo, introducida por Freud y desarrollada por
Lacan.
Pero si la función dei actor puede entrar en el mismo
marco, la tragedia entera como espacio de ese objeto transi-
cional es la que recoge su función para el espectador.
A sí la representación teatral se sitúa en la encrucijada de
esta oposición entre lo sensible y lo inteligible, entre lo
existente y lo inexistente, lo real y lo irreal, y no pertenece
a uno ni al otro.

IV

Ricoeur se asombró, después de Hegel, de esa ética griega


de lá “compasión inactiva” , producto de la simpatía pero
también de la impotencia. Quizás esto implique despreciar el
poder de identificación del espectáculo. Nietzsche parece
haber comprendido sus efectos: “ Los abismos que separan
a los hombres entre sí desaparecen en un sentimiento
irresistible que los reduce al estado de identificación primor­
dial de la naturaleza3 6 .”
No nos detengamos en esta fusión indiferenciadora pero
observemos ese proceso de visuali¿ación que hace del uni­
verso trágico un universo de la mirada y del mundo de los
héroes un mundo de videntes. “ Verse a sí mismo metamor-
foseado y actuar como si se viviera en otro cuerpo y con
otro carácter.” Esta alteridad es esencial. La función del
espectáculo permite que la representación se opere, se des­

36 El nacimiento de la tragedia. Con una intuición genial. Nietzs­


che hablará del "seno m aterno” al calificar al coro. Se puede
oponer, entonces, el coro, secuela del ditiram bo, que implica esa
identificación fusional con el Ser primordial, expresión del seno
m aterno, y el protagonista, el héroe de la acción hablada,
expresión, según Nietzsche, del mundo apolíneo de la apariencia
y, según Freud, del padre primitivo. La tragedh de l.squilo
oscila entre el equilibrio inestable del coro y del diálogo, equili­
brio ro to en los trágicos posteriores en favor del diálogo, de la
palabra apolínea, del Noinbre-del-Padre (Lacan).

117
prenda de la participación del acto. Ella no es sino un
distanciamiento; es, en la operación misma en la que se
realiza, aparición del sujeto como Otro.
Mediante la duplicación de la representación (representación:
el mito, representación de la representación: la tragedia),
mediante esa encarnación que da a la fábula una segunda
vida (como el sueño de la vida a los pensamientos que pone
en escena), el mito, que en el epos era un discurso propues­
to a la representación se trasmuta, en la tragedia, en discur­
so impuesto por la representación. Se transforma en discur­
so del Otro.
El mito ya no se sugiere solamente a su destinatario con
una invitación a entrar en él, sino que se lo remite y proyecta.
La proyección implica el retomo al sujeto de lo que,
abolido, es exteriorizado, de lo cual no podría escapar. El
sujeto encuentra al Otro mediante esa vuelta vivida como
un retorno. El héroe trágico, dice Hegel, exterioriza la
esencia interior. Quizá toquemos aquí el fundamento de la
representación. Con la garantía de esa alteridad, ésta puede
seguir los caminos del sentido, puesto que ese sentido será
representado como asunto del Otro, en el que el sujeto no
tiene nada que hacer salvo compadecerse/Al contrario, para
que a los ojos del sujeto sea puesto a cargo del Otro, ese
sujeto no puede ya deshacerse de la representación y debe
contarse entre los que actúan en su lugar. Con la condición
de contar con un espectador obligatorio -cap turado en la
trama tejida por el Otro— la representación puede realizar
su obra.
El autor del espectáculo será, pues, al mismo tiempo el que
lo habrá escrito, montado, organizado, y el que se encuen­
tra obligado, anónimo, a asistir a él. La asistencia a las
fiestas y concursos de tragedia era un deber çn la antigüe­
dad. Esta participación exige que el espectador se abstenga
de la acción, de la motricidad, para paralizarse en el espec­
táculo, del mismo modo que el sueño nace de la impotencia
para actuar ligada al dormir y de la negación a dejar el campo
libre a la nada del narcisismo primario absoluto. Pero,como en
la tragedia, el escenario del sueño exige nuestra participación
en el espectáculo, cualquiera sea el deseo que podamos
tener de liberarnos de él. Se comprende mejor, entonces, la

118
importancia que atribuimos al sueño como expresión, según
dice Freud, de lo que se desarrolla en “la otra escena”, o en
la escena del Otro, como podría decir Lacan. La tragedia
sería la representación a cargo del Otro de lo no representa-
ble a los ojos del sujeto. Se puede observar entonces que la
representación es inseparable -la re-presentación— de la
interpretación3 7 . El origen de la tragedia es, pues, la expre­
sión más acabada de la representación del Deseo en tanto
inseparable de un sentido oculto o perdido.
Se conocen las múltiples acepciones de logos: palabra, dis­
curso, pero también teoría, lo cual significa asimismo, y
quizás ante todo, visión de un espectáculo. A este respecto
nosotros tomaríamos totalmente en serio este valor primero,
realmente fundador, de las formas del relato para recordar
la mutación operada por la tragedia.
Esquilo, inventando el segundo personaje, rompe con las
ataduras anteriores e inaugura un discurso nuevo. Sófocles
creará el tercer personaje, innovación de la cual se servirá
Esquilo en la Orestiada. Se dice con razón que antes de ser
jurista, teólogo o filósofo, Esquilo era poeta y dramaturgo,
pero la invención poética y dramática es aquí inseparable
del universo conceptual que pesó sobre lo trágico, aunque
éste no lo supiera. También se ha dicho de Esquilo que era
un pitagórico tanto como un poeta. El discurso de la Ores­
tiada —forma naciente de la dialéctica triangular- sigue
siendo tributario de las relaciones duales bajo las que se
colocan ciertas relaciones de parentesco a las que hemos
aludido antes. Se abre sobre el discurso ternario plenamente
asumido de la Edipiada. La tragedia ilustró esos tipos de
discurso, esas representaciones del Deseo, mediante situacio­
nes donde están en juego las relaciones de parentesco.
Si el símbolo es relato (de una historia fundamental) y si
ese relato es inseparable de una interpretación, del mismo
modo que la interpretación vuelve necesario al relato que

31 Thom son hace notar que el térm ino “ intérprete” - e l lector


“ hipócrita” - proviene de la necesidad de traducir la ejecución
de un rito espectacular (cantos, danzas) de sociedad secreta a un
público no iniciado, por un delegado para la declamación. Cfr.
Aeschylus and Athens, Londres, Lawrence et Wishart ed.

119
ella tiene como función interpretar y que es, él mismo,
resultado de una interpretación, se comprende que el senti­
do sea inseparable de esa interrogación contenida en la
historia y de su proyección. Pero habíamos sostenido que
esa historia es la de las relaciones de parentesco. Lo que
demuestran los helenistas (Ramnoux, Vemant) es que el
saber inicial concierne a los mitos de generación y de
soberanía, cuya traducción son las cosmogonías, que plan­
tean implícitamente el problema del poder38 .
La dependencia del sujeto respecto del Otro, de la que no
puede escapar por la prematuración humana en el nacimien­
to, instaura a ese Otro como detentador del poder y lugar
de la verdad del sujeto.
La relación con el Otro significará, para nosotros, la rela­
ción de parentesco, pues la presencia o la ausencia del Otro
traza el camino por el cual se significa el sujeto o, más
exactamente, es significado por él. Diremos pues que esta
relación de parentesco, que remite a esa historia fundamen­
tal, debe, para significarse, tomar el camino de la represen­
tación. No porque ésta sea el molde donde aquélla se vierte
para tomar forma, sino porque la representación es su
manifestación misma. En la medida en que la relación de
parentesco es constitutiva de sujeto, su representación se
manifiesta en la ausencia del progenitor que estructura
retroactivamente al sujeto como sujeto de Deseo, o en la
ausencia del sujeto que se representa el coloquio parental.
En resumen: porque la cuestión de la relación con el Otro
se presenta como representación, ésta, a su vez, se presenta
como representación de la relación con el Otro. Así es un
mismo fenómeno representar la relación de parentesco y,
en la actividad de representar, de poner en representación,
dar cuerpo a esa relación de parentesco. Representación e
interpretación como datos de la subjetividad aparecen aquí
solidarios, no solamente porque toda representación presu­
pone la interpretación, sino también porque el ligar la

3* “ Iil m ito no se pregunta cóm o un m undo ordenado ha surgido


del caos; responde a la pregunta: ¿quién es el dios soberano? El
que ha logrado reinar (Anassein, Balisein) sobre el universo"
(V em ant, Origines de la pensée grecque, pág. 108)

120
representación con la relación del sujeto con el Otro impli­
ca necesariamente la interpretación como resultado de esta
interrogación, puesto que el Otro se revela allí como miste­
rio, opacidad, sentido oculto a descubrir. Esta será la signi­
ficación de la concepción del Deseo como Deseo del Otro.
Hay que agregar aún que esta opacidad, este misterio, no
son solamente los de lo desconocido o de lo indeterminado,
sino propiedad, apropiación del Otro, que por hipótesis los
detenta.

Si lo trágico de Edipo proviene de ese camino contra la


corriente que lo obliga, para encontrar la solución que
requiere el porvenir de Tebas, a la reconstitución de un
pasado que le resulta extraño y cuyo destinatario insospe­
chado sin embargo es; si en este reconocimiento posterior a
la experiencia es donde se establece nuestra solidaridad con
él, y si sufrimos con él por la obligación de tener que
llamarse, al término de la investigación, contra su voluntad
y por orden del dios, parricida e incestuoso, el problema de
Orestes es muy diferente.
Aquí no hay enigma a descubrir sino una historia demasia­
do clara, que está en todas las bocas; no hay ambigüedad
aparente en la situación sino una causa que reclama justicia.
Orestes sólo se detendrá apenas por una duda en el momen­
to de la venganza, justo el instante de escuchar la confirma­
ción de su irrecusable deber. Se le recuerda la imperiosa
tarea —para vivir entre los hombres, aún en el oprobio y la
mácula- de tener que escribir su historia, borrada por su
madre. Pues un padre dos veces muerto -u n a vez por el
crimen y otra por la imprescripción de los ritos que debe­
rían haberlo acompañado en su entierro- no puede inscri­
birse en una genealogía. “Los hijos de un héroe salvan su
nombre de la muerte” , dice el hijo de Agamenón. La suerte
individua] de Orestes sólo puede apoyarse sobre ese vacío
que le cuestiona el derecho de ciudadanía. En realidad no

121
es hijo de nadie, puesto que io que garantiza al individuo
su lugar en el mundo de los humanos no es su presencia
física, sino los significantes por los cuales se hace conocer,
tanto en la vida como en la muerte. Así, en el crimen de su
madre, su rencor contra ella, si existe, no sería, en todo
caso, el móvil: éste reside en el pasaje necesario que él debe
realizar para llamarse hijo de Agamenón. Para inscribir un
pasado que él no conoce más que por el lugar marcado
pero no significado de la tumba de su padre, para liberar el
camino a la epopeya de Troya, que dio gloria a su raza y le
es inaccesible, indisponible, debe devolver la vida a Aga­
menón, pues de esta rehabilitación depende el aval de toda
la existencia paterna. Por este gesto accede, finalmente, a
una identidad, aunque le cueste caro.
Quitar la vida de Clitemnestra es, ante todo, cumplir con
ese programa que, por la ruptura del silencio que pesa
sobre el nombre del padre, abre a Orestes el estatuto de
sujeto. Orestes casi no puede elegir, amenazado por las
lepras con “dientes salvajes que van devorando lo que ayer
era un cuerpo” si deja invengada la muerte de su padre, y
condenado a encontrar el castigo en su remedio si cumple
con su deber, cayendo bajo la garra sofocante de la
Erinnias. No es el Destino que se vuelve contra él en un
giro imprevisto, sino una situación sin salida la que lo
espera, cualquiere sea la solución que adopte. Estamos en el
centro de la problemática de la Noche. Como lo recuerda
Ramnoux, todo lo ctónico es infernal, pero la noche es aún
más terrible. Aquí encontrará, pues, este dilema insospe­
chado: ¿cómo adquirir el derecho a esa filiación, a la
inscripción en las prolongaciones de la rama paterna, des­
truyendo eso por lo cual ha accedido a la vida? No
solamente porque al suprimir a su progenitora agota su
fuente de vida es que se carga con una culpa mayor, sino
porque destruye, al acceder a su carácter de hijo, lo que
furda la paternidad. Al disolver el vínculo que une la
madre con el padre, comete un crimen tan grave como el pa­
rricidio, aun si lo perpetra por orden paterna. Este es el absur­
do del dilema que lo lleva a su caída, cualquiera sea el
término de la alternativa que adopte. Más allá de toda
psicología la ética de este discurso se agota en la dualidad.

122
El ‘‘Que yo la mate y que yo muera” de Orestes encuentra
igualmente su ilustración en lo que dice el corifeo: “Que
toda palabra de odio” , traducción de esos intercambios
simbiótico del discurso psicótico.
Frente a esta subjetividad en forma de talión, se enuncia
el discurso del desconocimiento.
Los cuestionadores del psicoanálisis lo han dicho suficiente­
mente: Edipo no sabía. No sabía, al comenzar la investiga­
ción, que su padre ya había muerto y se propondrá, con
una expresión profética, defender la memoria del rey de
Tebas asesinado “como si fuera mi padre” . No sabía que
esa reina obtenida en el lote de la victoria, como un botín
repartido al azar, era su propia madre. No sabía tampoco
dónde estaba la cuna de su nacimiento, como se lo recorda­
rá Tiresias. Porque Edipo no sabía todo esto es que precisa­
mente supo descifrar los enigmas, a lo cual debe su vida, y
durante esa vida buscará a ese padre cuya muerte le abrió
los caminos del lecho materno. Para encontrarse finalmente
en la situación de aquél que, al acceder él mismo a la
condición paternal, se transforma en fuente y lugar de
cuestionamiento en el discurso que su descendencia le diri­
ge-
El sello de la transgresión que lo marcará a pesar suyo,
contra él, ante él, lo conduce allí donde debía llegar: a su
castración con la que finalmente se encuentra. Allí donde ya
no se trata, para él, de poder o de saber. Allí donde
tendrá que interrogar los signos que provienen de él, a
dominar lo que viene del adentro, librado al deseo de los
hombres, que se arrebatarán sus despojos aún antes de su
muerte. No es seguro que haya logrado cumplir con esta
-última misión, cualquiera sea lo que diga. Su conducta en las
últimas horas de su vida no tiene nada de sereno, y su fin
ambiguo adquiere la forma de un apocalipsis tanto como de
un ascenso triunfal.
Así, forma de la expresión y tenor del discurso son estre­
chamente solidarios en esta concepción del símbolo como
relato. Al contrario, el relato de esta historia fundamental
se resiste a dejarse reducir a un discurso único, puesto que
se muestra transmisible y formulable según códigos tan
opuestos que su mensaje se altera considerablemente. La

123
posibilidad de prestarse a combinaciones estructurales tan
diferentes atestigua la gran resistencia que ofrece el Edipo
como constitutivo de la subjetividad para dejarse captar
como totalidad fija y cerrada. Hemos podido demostrar que
esas variantes, relación dual en la triangulación simple o
compleja del Edipo doble, positivo y negativo, situaban su
forma simple en el nivel de un mito fundamental que
nunca se toca sino en el límite.
Si la representación desempeña en la relación con el Otro el
papel fundamental que le atribuimos, pertenece, no obstan­
te, a lo imaginario. Es por su estructura, es decir, por la
demarcación y organización de los elementos que la consti­
tuyen, tanto en las relaciones que establece entre los prota­
gonistas como por el carácter sistemático que liga los ele­
mentos que la componen, que pertenece a lo simbólico.
Una de las funciones más importantes del Edipo es prestarse
a esas combinatorias diversas.
Hay, pues, una historia fundamental, pero en la medida en
que no implica una forma cerrada la búsqueda de su senti­
do perdido origina discursos diversos que se engendran
mutuamente.

Las últimas etapas de nuestro comentario pueden haber


dado la impresión de que nos alejamos mucho de lo que
fundaba nuestra empresa: la investigación psicoanalítica. La
riqueza de la obra freudiana le da una polisemia que permi­
te hacer de ella, según lo muestran la experiencia y la
teoría, un uso abierto. Hemos elegido el enfoque menos
directo pero quizás el más conjetural39. Nuestra interroga­
ción sobre la tragedia sólo adquiere sentido en relación con
el problema, planteado por Freud, de las relaciones entre el
impulso y su Vorstellungs-Reprasentanz y, como consecuen­
cia, del Deseo y su representación. A la inversa, situamos la
representación en las huellas del Deseo, de la relación con
el Otro.

** La enseñanza de Lacan ha sido, para nosotros, una gu ía precios»


en nuestro trabajo.

124
Encontramos un acuerdo entre las expresiones de esas for­
mas sucesivas del logos y los planos que deduce la teoría
freudiana: el del impulso, de su Vorstellungs-Reprasentanz
y el del lenguaje.
Creemos que la tragedia es un ejemplo privilegiado de esa
conjunción de la representación del Deseo y los efectos del
discurso. Expresión de una modalidad de la palabra donde
ésta es solidaria de su modo de aparición y cuyas manifes­
taciones son la percepción visual y auditiva del espectáculo.
Pero sería erróneo ver allí como un umbral, un límite de
ella. El Efesio, pensador del fuego,-ya dijo del alma, de la
que “nunca se encontrarán los límites, por lejos que se
exploren sus caminos, tan profundo es en ella el logos''*0 .

40 Después de la redacción de este trabajo hemos conocido ciertos


textos que se vinculan con nuestro tema. Citemos los dos
esenciales. El de Melanie Klein, escrito poco antes de su muerte,
“ Some Reflections on Oresteia” , en el libro postum o que lleva
el títu lo de Our Adult World and Other Essays, Londres, Heine-
mann (trad. castellana: “ Algunas reflexiones sobre La Orestia
da”, en El sentimiento de soledad y otros ensayos, Buenos
Aires, Hormé, 1968). Escribimos la crítica de este libro en la
Revue française de psychanalyse (t. XXVIII, 1964, pág. 816).
La reproducim os aquí como apéndice. Mencionemos también,
en el hermoso estudio de J.-P. Vernant, ‘Hestia-Hermés el
análisis que este autor dedica a la Electra de Sófocles. Se lo
encontrará en su colección de artículos Mythe et pensée chez les
Grecs, Paris, François Maspero.
125
'

»" / . ,
APENDICE

“ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA “ ORESTIADA” *”

Quienes no sienten por la obra de Melanie Klein una


aversión que con frecuencia confina en la demonomanía
sino que la consideran con interés y hasta simpatía, no se
sorprenderán al ver que la obra postuma que acaban de
publicar sus herederos incluye un largo estudio sobre la
Orestiada1. Por poco que uno se interese en esta proyec­
ción legendaria y en la trilogía de Esquilo, se comprende
rápidamente hasta qué punto esta obra apela a una inter­
pretación a partir del sistema kleiniano. La única sorpresa
será comprobar que Melanie Klein haya esperado tanto
tiempo para llevarla a cabo. Es indudable que este estudio
no desluce la obra tan rica de quien sería una continuadora
de Freud. La atención que prestamos a la Orestiada2 , y la
confrontación de nuestras conclusiones con las suyas nos
movieron a volver una vez más al comentario de esta obra.
Después de hacer un breve resumen de la trilogía según la
traducción de Gilbert Murray, Melanie Klein, antes de en­
tregarse a su interpretación, presenta, como en muchos de
sus artículos, un resumen de sus tesis. Se destacan allí sus
descubrimientos más recientes sobre la envidia. Melanie
Klein sitúa al comienzo del desarrollo, junto a los mecanis­
mos de introyección, proyección, clivaje, fragmentación,

* Trabajo publicauo en la Revue française de psychanalyse, t.


XXVIU, 1964.
1 “ Some reflections on the Oresteia” , traducción castellana en El
sentimiento de soledad y otros ensayos, Buenos Aires, Hormé,
1968.
2 Cfr. el capítulo precedente.

127
denegación, a la envidia, que subyace a las relaciones del
niño con la madre, colocadas bajo el signo de la dualidad
de los impulsos eróticos o destructivos. La envidia del niño
hacia la madre es envidia de su poder creador y nutricio,
deseo de apropiarse de ese poder y destruirlo. Esta sed de
destrucción se centra en el objeto de su dependencia, el
pecho materno, cuyo deseo aumenta el odio y la envidia3 .
Este concepto de envidia, que está en la base de los
impulsos destructivos acarrea, cuando se llega a la fase
depresiva y con la amenaza de la pérdida total del objeto
que implica para el niño, el concepto correlativo de repara­
ción.
Melanie Klein ve en el pensamiento griego una confirma­
ción de sus tesis. A 1a hybris (desmesura) sucede la diké
(justicia) como castigo por haber enfrentado la Moira (la
parte de destino que le toca a cada uno). Del mismo modo,
a la envidia sigue, por influencia del superyó, la reparación.
Se sabe que el teatro de Esquilo, y muy especialmente el
tema de la Orestiada, se presta bien para la ilustración de
esta moral griega. En muchas oportunidades se subrayó esa
concepción del derecho» tan propia de Esquilo. Lejos de
concebir que el derecho reside en su totalidad y para
siempre en una de las partes antagonistas, parece que a
medida que la acción se desarrolla el deseo se manifiesta
detrás de la causa, hasta el origen, pero defendido de tal
manera que lleva a la inversión del derecho en derecho del
antagonista. Los intercambios, masivos, crueles, que ignoran
el matiz o la sutileza, nos ponen ante una forma de justicia
cercana al taitón. Es evidente que muchos de estos rasgos se
prestan a la fantasmagoría kleiniana.
Pero Melanie Klein va más lejos e interpreta los caracteres
de los héroes según su conocida dialéctica de la fase esqui-
zoparanoide y la fase depresiva. Es divertido comprobar
que sus conclusiones se oponen a aquéllas a las que yo
había arribado. Considerando que la situación de Orestes
era ejemplar para la psicosis en comparación con la situa­
ción edípica, ejemplar para la neurosis, yo veía en Orestes

Notemos, de paso, el punto de coincidencia entte este concepto


de envidia y el concepto de deseo de Lacan.

128
el modelo mitológico del psicótico. Para Melanie Klein, al
contrario, Orestes está más acá de la psicosis, en la medida
en que puede decirse que la neurosis existe en un sistema
como el suyo, que parece totalmente construido para expli­
car las modalidades del universo psicótico. Por lo menos
ella establece una distinción entre la posición esquizopara-
noide, que se encuentra en la base de desórdenes graves (esqui­
zofrénicos) y la posición depresiva, que subyace a desórde­
nes menos graves (melancólicos), por lo menos porque son
críticos e intermitentes. Melanie Klein considera que el
hecho de que un sujeto sea capaz de una reacción de duelo
es testimonio de que ha alcanzado la fase depresiva. La
ausencia de duelo será pues el signo de una fijación en la
fase esquizoparanoide, índice de mucha gravedad. Pero,
dice ella, Orestes tiene esa reacción después de la muerte de
su madre.
No es muy razonable discutir el diagnóstico nosográfico de
un héroe de tragedia. Tales controversias son aún más
estériles que las que se abren alrededor de los casos indivi­
duales de los enfermos. No obstante, no se ve qué autoriza
a Melaine Klein a afirmar que Orestes presenta un estado
mental característico de la transición entre la fase esquizo­
paranoide y la fase depresiva, “un estado donde la culpabi­
lidad es vivida esencialmente como persecución” . Al contra­
rio, parece que Orestes presenta los rasgos de una psicosis de
persecución. No se comprende por qué la culpabilidad no
subyacería a esa psicosis. Melanie Klein piensa que hay una
incompatibilidad casi total entre la fase esquizoparanoide y
la culpabilidad, pues ésta supone la noción de un objeto
total respecto del cual se siente culpabilidad, mientras que
la angustia del esquizoparanoide es la de un retorcimiento
taliónico. De hecho no hay, por parte de Orestes, una
verdadera culpabilidad; hay un castigo conocido, previsto,
esperado, por haber matado a su madre, del mismo modo
que hubiera incurrido también en castigos atroces si no
hubiera vengado la muerte de su padre. Nos encontramos,
pues, en un sistema taliónico absolutamente indiscutible.
Pero Melanie Klein se apoya en el deseo de reparación de
Orestes. La cuestión es saber si él desea lavar una mancha
que lo separa de los seres humanos para reencontrar su

129
lugar entre ellos, la mancha del hijo de Agamenón, o
manifestar su arrepentimiento respecto del objeto materno.
Es cierto que la autora hubiera podido decir que la reclu­
sión de Orestes era signo de la destrucción de los objetos
buenos introyectados y que estos abrían el camino a la
angustia de persecución por parte de los objetos m alos.. .
Notemos al pasar que Melanie Klein no atribuye ningún
valor al hecho de que el matricidio se lleve a cabo en forma
cruda y directa4 . En la medida en que esas fantasías son,
para ella, la regla, nada hay allí que pueda sorprender.
Melanie Klein ve en este acto sólo ur. signo del carácter
negativo del complejo de Edipo y nada más. La constelación
edípica total, es decir, doble, está atestiguada de diversos
modos en la trilogía. Electra presenta un complejo de
Edipo positivo, y la rivalidad entre Clitemnestra y Casandra
(ésta es un sustituto filial) es un indicio de la presen­
cia de ese complejo positivo. Al contrario, Apolo, que
impulsa y apoya a Orestes, indica un Edipo negativo. Mien­
tras que Atenea, hija preferida de Zeus y cuya influencia
prevalece, es signo de'complejo de Edipo positivo. Así
podría escribirse:

Generación de los padres . . . . Edipo + Edipo —


Egisto Clitemnestra
Generación de los hijos . . . . . Casandra Orestes
Electra
Dioses .................................. Apolo

En cuanto a Agamenón no podemos indicar aquí su lugar,


pues ora es signo de Edipo positivo (Casandra, Electra), ora
signo de Edipo negativo (Clitemnestra, Orestes). Por eso
creemos que merece un estatuto especial. Melanie Klein
sólo ve en él el agente de la desmesura (sacrificio de
Ifigenia, ofensa de orgullo a los dioses).

4 Por oposición a su expresión bajo una form a disfrazada, com o el


triunfo de E dipo sobre la esfinge, que llevó a la m uerte de ésta.
El argumento principal que esgrimimos contra el sistema
kleniano —argumento que se sostiene tanto con respecto a
los diversos sistemas que, sin fundarse en él se inspiran casi
con rigor— es la desaparición de la referencia paternal.
Notemos que no decimos la desaparición del padre. Este
está, por cierto, presente en muchas oportunidades en la
obra de Melanie Klein y la nota propiamente edípica está
menos ausente de lo que se pretende en sus trabajos. Pero
está presente como doble de la madre. Es un objeto segun­
do porque es más tardío -opinión que coincide con la de los
psicoanalistas genéticos que, sin embargo, la critican tanto—
y porque funciona en la práctica como si se tratara de
un segundo objeto maternal. Esto no quiere decir que
Melanie Klein no le reconozca caracteres específicos. Se trata,
por supuesto, de un hombre que normalmente atrae las
preferencias de su hija, pero (y la concepción de la madre con
pene acentúa esta inflexión) en ninguna parte se atestigua su
posición como referencia. Es decir que no es el objeto del
deseo de la madre, no es el representante de la tercera
posición. Ese tercero excluido/no excluido, que da tanta
importancia a la concepción psicoanalítica de la paternidad.
No es el signo mediante el cual el falo entra en el mundo del
niño por el descubrimiento de su ausencia en la madre.

Dicho de otro modo, el complejo de Edipo como circuito


de intercambios es aquí insensato, desprovisto de sentido,
es decir, de dirección en la circulación de los objetos, de
los valores de las catexis. Si Melanie Klein representa una
de las corrientes más audaces del pensamiento postfreudia-
no, J. Lacan, con una orientación diametralmente opuesta,
lleva el equilibrio hacia el otro polo de la balanza, el del
restablecimiento de la primacía paterna.
Volveremos a encontrar esa nivelación kleiniana en su con­
cepción del superyó. Ella enumera sus representantes en la
Orestiada: las Erinnias muestran la imagen de las formas
más arcaicas, de naturaleza sádico oral y sádico anal; Aga­
menón el aspecto más evolucionado (el del padre amado
tiernamente); Casandra, profetiza de la desgracia, refleja la
parte inconsciente transformada en conciente pero negada;
Apolo, los deseos destructivos de Orestes proyectados sobre

131
una imagen superyoica y -la st but not least- Zeus: Padre
de los Dioses.
En este conjunto sincrético los Dioses conviven con los
hombres sin que se establezca ninguna distinción. Aquí
podría encontrarse, en un contexto diferente, una crítica
que a menudo se hace a Melanie Klein: la no distinción
entre objeto y fantasia de objeto (Pasche y Renard). Lo
que decíamos del Padre se reencuentra aquí en las figuras
compuestas d.e ese superyó en forma de mosaico. Zeus no
reina ya sobre el Panteón de los Dioses, se encuentra en el
mismo plano que sus hijos. El paganismo no puede ser
suficiente para autorizar esa nivelación. . .
Pero esta indiferenciación general priva a nuestro examen
de su centro, de su eje, de un código que permita una
lectura coherente. El Edipo es, ante todo, condición huma­
na en su generalidad, antes de ser el lenguaje particular de
tal o cual condición humana (psicosis o neurosis). Decir
esto implica entonces restituir en una distancia significativa,
en toda su diferencia, la función del padre y de la madre.
Sin embargo ese rico trabajo contiene muchas observaciones
que llevan muy lejos la reflexión sobre las fantasias de no
nacimiento, sobre los bebés que las fantasías del niño
matan en el vientre de la madre, que no pueden nacer pero
permanecen como objetos internalizados muertos y sin
embargo activos, ya sea como objetos buenos o malos. La
alimentación de la madre no solamente mantiene con vida
al vivo, sino también al objeto internalizado muerto que
lleva en sí. Esta interpretación reveladora ilumina muchos
hechos.
Todavía hay que reflexionar sobre las concepciones del
símbolo que presenta aquí Melanie Klein. La autora atribu­
ye a éste una función de fijación de la fantasia. Así, las
fantasías se “apegan” a los objetos, se “prenden” de ellos y
hacen pasar la actividad de la energía impulsiva de un
modo continuo, fluido, permanente, invasor, a una forma
ligada, limitada, discontinua. Los objetos fantaseados y rea­
les adquieren un estatuto simbólico. Pensamos en una frase
de Merleau-Ponty: “El ser es lo que exige de nosotros
creación para que podamos experimentarlo” . Pero esta crea­
ción, dice Melanie Klein, no es tan urgente sino porque la

132
más amante de las madres no puede satisfacer las poderosas
necesidades afectivas del niño. Así, el símbolo es trozo de
carne sobre su infancia. Cómo no comprender, entonces, a
Melanie Klein más allá de ella misma y decir, más allá de lo
que dice, lo que no ha dicho pero que sin embargo dice. A
saber: que la imagen internalizada del padre muerto, del
creador de los niños muertos que llevamos en nosotros es
creación, manifestación de lo simbólico.

133
C apítulo 2

O telo *, una tragedia de la conversión


magia negra y magia blanca

Para Alain Cuny

. .e che da me le Donne Italiane imparino,


di non si accompagnare con huom o, cui la
Natura, e il Cielo, e il m odo-della vita disgiun-
ge da noi.”
CINTHIO, citado por Bradley

“ Pues, allí donde el am or despierta, muere


El yo, ese déspota som brío.”
MUHAMMAD IBN MUHANNAD (Jalal el
Din) citado por Freud (S.E. XII, 65)

Las citas están tom adas de la traducción castellana de Luis Astrana


Marín, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1945, 3a ed.

135
El psicoanalista en “O telo”

¿Qué es una lectura psicoanalítica? No finjimos ingenuidad


ni esquivamos las dificultades al responder: es una lectura
hecha por un psicoanalista. El psicoanalista lee a Shakes­
peare en dos sentidos. Como genio literario y por lo tanto
como aquél cuya creación es rica en saber sobre el hombre;
la resonancia considerable de esa obra, ante la cual casi
todos los hombres se sienten tocados, atestigua que ese
saber es, en ella, esencial. Como investigador de los rasgos
humanos que tienden un puente entre esa humanidad de la
que forman parte todos los hombres y la humanidad que
entra en el campo propio del psicoanalista: la de la neurosis
y de la psicosis. Del mismo modo que hay una alienación
común a todos los hombres y una alienación que solamente
toca a algunos, Otelo pertenece, por suerte o por desgracia,
a esos dos registros: todo hombre se siente inevitablemente
preocupado por los celos, puesto que ha nacido de dos
padres, uno de los cuales fue el objeto de su deseo y el
otro el obstáculo para la realización de su deseo; algunos
hombres padecen de una locura celosa, aunque el clínico
observa entre las estructuras más triviales, más cercanas a lo
común y las estructuras más misteriosas, más alejadas de la
experiencia comunicable, toda la gama de estados interme­
dios.
El psicoanalista se sitúa, pues, ante Otelo con curiosidad y
simpatía. ¿Qué va a descubrir allí? Antes de responder a
esta pregunta, enunciemos los puntos negativos de su enfo-

136
que. El analista 110 llega virgen al texto. Está pleno de
saber, es decir, pesado y encadenado por sus prejuicios. No
puede arribar a ese vacío que debe operar cada ve/ que
emprende el análisis de un paciente, escuchando con su
“tercer oído” los sonidos nuevos de la palabra analítica. No
puede hacerlo porque el texto no es un texto de sesión,
una palabra libre, que ha soltado sus amarras racionales, y a
la vez obligada, por el pacto analítico, a decir todo. Así
pues, por un lado, un analista que tiene una teoría analítica
-la de Freud sobre los celos- y por otro un texto enuncia­
do mediante la palabra escrita, no analizable, como no lo
sería su autor a través de él. ¿La empresa estaría, pues,
consagrada al fracaso, sobre todo si el analista desea escu­
char sólo al texto y no al autor? Estamos ante un falso
dilema. Si el análisis es verdadero, entonces el analista
extrae de él un saber verídico sobre el hombre, que puede
ocuparse de verificar aún cuando 110 se cumplan las condi­
ciones técnicas del análisis, como si sólo se enfrentara con
uno de los diversos modos de disfraz que encuentra en su
práctica. Un disfraz fijado y por ende inaccesible a una
interrogación que sería susceptible de brindar una respues­
ta, aunque fuera velada. Pero disfraz fijado, es decir, apre-
hendible, abierto a tantas lecturas cuantas sean necesarias
antes de formarse una opinión. Un sentido velado, pero el
develamiento es posible por ese velo mismo, pues el velo se
ajusta tan bien a lo que debe ocultar que revela sus contor­
nos de manera precisa.
Freud, acaso, ¿no pensaba que la terapia analítica sólo era
en sí misma uno de los aspectos del psicoanálisis aplicado,
pues el psicoanálisis se postulaba sobre todo como teoría y
como método, y tendía a conclusiones generales que tras­
cendían en mucho a las extraídas del tratamiento de las
neurosis? ¿Por medio de qué verbo puede producirse el
encuentro entre un sujeto (psicoanalista) y un objeto
{Otelo, tragedia de Shakespeare)? Por el verbo escrito para
ser representado. Otelo es una obra escrita para ser repre­
sentada. Implica, pues, menos la existencia de un lector que
la de un espectador-oyente al que se trata de capturar en el
juego. La lectura del psicoanalista será, pues, una doble
lectura: lectura del texto y lectura de la representación, es

137
decir, búsqueda en la organización de los significantes de lo que
opera por su representación en la representación en el espec-
tador-oyente. En resumen, se trata de saber por qué el
espectador isabelino y nosotros mismos nos interesamos por
el espectáculo.
Esta primera lectura doble será confrontada entonces con
otra lectura doble, la de la teoría freudiana de los celos
con la de la fenomenología de la experiencia de los celos. Se
supondrá que puede establecerse una relación entre, por
una parte, la representación y la experiencia fenomenológi-
ca de los celos, ambas agrupadas bajo el rótulo de lo
consciente, y por otra parte la organización de los signifi­
cantes que fundan la representación al actuar sobre el
espectador-oyente, y la teoría freudiana: estos dos últimos
elementos se sitúan a nivel de sus efectos sobre el sujeto en
el registro del inconsciente.
Freud demuestra la experiencia consciente de los celos.
Propone su “montaje” a nivel de lo inconsciente, y Shakes­
peare, qüe describe una locura celosa para compartirla con
su público logra, por haberla hecho funcionar, aún cuando
sin saberlo, un montaje homólogo.

I. ESTRUCTURA, SUJETO, PROCESO

Diferencia sincrónica y diferencia diacrónica

De las cuatro tragedias más grandes de Shakespeare,


Hamlet, Macbeth, Lear, y Otelo, esta última es la única
que presenta una acción contemporánea. Tomada de un
relato de Cinthio (Giraldi), Otelo está fechada en 1604, tres
años después de Hamlet, un año antes de Lear, y dos años
antes de M acbeth1.

La comparación entre la intriga de Cinthio y la de Shakespeare,


por interesante que sea, no tiene casi más u tilid ad ‘que la de
hacer resaltar el genio de Shakespeare, sobre todo en lo que éste

138
El Hecatommithi. colección de relatos (publicado en 1565)
de la que se extrajo O telo, está constituida por una serie de
historias que se narran los pasajeros durante un viaje por
mar desde Roma a Marsella en 1527. Shakespeare encontró
en un relato anecdótico, semejante a los intermedios que
esmaltan las aventuras del Quijote para distraer al lector, la
materia de su tragedia. El hecho de que la intriga sea
contemporánea ya se ha producido y se producirá aún en
su obra, pero solamente en el caso de las comedias o el
drama.
Es como si la distancia que siempre requiere la tragedia
que hace aparecer al héroe con su aura, efecto que se
confía por lo general al desfasaje histórico, fuera creado
aquí por el mito del origen lejano. Ciertos críticos obser­
varon lado “far away y long a g o de Otelo. Figura
demasiado grande para un mundo demasiado pequeño, últi­
mo descendiente de una raza de gigantes. La obra se titula
Otelo, el moro de Venecia, marcando bien todo el espacio
recorrido entre la tierra natal ¡y la ciudad de los dux 3
Pero este deslizamiento sustitutivo del efecto diacrónico a
un efecto sincrónico será fuente de ambigüedad.
Creemos que hay que vincular absolutamente la contempo­
raneidad de la acción con el origen extranjero del héroe, el
origen más extranjero “de aquí y de todas partes” que
simboliza lo negro más completo para el mundo del Renaci­

eligió podar, simplificar, comprimir, pues el interés de Otelo se


funda en la articulación de los elementos de la acción, los
personajes y el lenguaje. Citemos solamente dos diferencias. En
Cinthio el alférez está enam orado de Desdémona, y su villanía
se explica porque no es correspondido. Además el alférez y
Otelo com eten el crimen, simulando un accidente.
2 Oscar Campbell.
1 Se discutió la función de la mayor o menor negrura de Otelo.
Se ha hecho notar entonces que si es bien africano, nació en
Mauritania, y que por lo tanto su tez negra no está en cuestión;
su condición de negro fue defendida por Bradley (1904). Véanse
tam bién las opiniones de Coleridge y de Ch. Lamb, y la e n tu ­
siasta rectificación de Charlton.

139
miento que descubre tierras nuevas4 . Estas aproximaciones
permiten comprender que existe, desde que se levanta el
telón, un cuadro de alienación —su espejo es el aspecto
sociológico—, cuyo fin, de hecho, es establecer una diferen­
cia —la misma que querrá reabsorber Otelo con su admisión
a la ciudadanía de Venecia5- y cuya esencia será aquí
original —dependiente del lugar de nacimiento-, allí donde
en las formas trágicas antiguas se establecía comúnmente
sobre la evocación del tiempo mítico o de las circunstancias
excepcionales del nacimiento del héroe.

Los dos mundos y sus representaciones

En Otelo hay dos mundos: el de los hombres y el de los


dioses. El de los hombres está dividido en tres clases.
Primero está la clase del poder, la del Estado de Venecia,
que rigen los dux. Esta clase cuida su poder y sus bienes.
Enmarca la tragedia, pues está presente al comienzo y al
final. Pero esta clase que sesiona en consejo y representa
“el libro sangriento de la ley” lo traiciona sutilmente para
salvaguardar sus intereses. Como ocurre a menudo en Sha­
kespeare, la clase del poder es una clase que vacila, no
totalmente decrépita sino aplazando su caída. La tempestad

Con casi un año de diferencia ( 1 5 7 6 -1 5 7 7 ), la construcción del


primer teatro público coincide con la navegación de Drake
alrededor de la tierra. Cuatro años antes de Otelo se fundó la
Com pañía de las Indias orientales. La m itología concerniente a
esos africanos, de los que Occidente no tenía más que un
conocim iento muy reciente entonces, está vehiculizada tan to por
las novelas de caballería de Palmerín (1 5 1 1 -1 5 4 7 ) que, se sabe,
tienen estrechos vínculos con el Quijote, él mismo lleno de
referencias moriscas (pero traducido al inglés en 1612), como
por el Microcosmos de John Davies (1603) (según Campbell). La
guerra entre la República de Venecia y los turcos, que aparece
en Otelo, es también un punto de contacto entre Oriente y
Occidente.
Esta diferencia pareció tan exhorbitante que Rymer (1692) y
Coleridge (1808), entre otros, la rechazaron, tachando a Shakes­
peare de extravagante pues hace a un negro general de la
República en una época donde éstos sólo podían ser esclavos.

14U
habrá arrasado a los turcos, no a la República de Venecia.
Pero ésta muestra ya sus fallas, develando la impotencia del
viejo Brabancio para obtener el respeto a la palabra pater­
na. Pues si el consentimiento de Desdémona es suficiente
para declarar conforme el matrimonio, ¿por qué defender a
Chipre e impedir que se deje seducir por los turcos0
Después está la clase del placer, la de Desdémona. Es la
clase de la juventud y la galantería, la de los amores de la
flor de los hijos de Venecia. Desdémona no ha renunciado a
ella de ningún modo, diga lo que diga, como lo de­
muestra claramente la escena de la llegada a Chipre. Sin
duda ella quiere asociarse a las empresas guerreras de Otelo,
pero es evidente que sigue gustando de los placeres de la
jovencita que aún es, a juzgar por las risas y los juegos del
segundo acto, mientras que su esposo está todavía en el mar,
quizás en peligro. Otelo y lago no forman parte de esta
clase. Desdémona —a pesar de su deseo de compartir la vida
de Otelo en el combate— no renuncia a las ventajas de su
sexo, y Cassio, a pesar de ser soldado, no olvida en los
momentos de distensión que'un hermoso oficial es además
un hombre galante. Cassio también forma parte de la clase
del placer. Pero no está totalmente integrado a ella; es aquí
un mediador.
La tercera clase es la que pone en comunicación a las dos
primeras. Es la clase de la guerra, entre el poder a quien
sirve y el placer que desprecia. Clase de los héroes y de los
hombres. Todo el drama de Otelo será el de estar, por su
matrimonio, en el límite entre el poder y el placer y ser
incapaz de unir esas extremidades tan lejanas entre sí para
él, como la tierra y el cielo.
Frente a este mundo parlante se encuentra el mundo mudo
de los dioses, que están aquí en una lucha silenciosa y son
invisibles a los ojos de los humanos. Oposición de los dioses
moros en forma de poder de magia que actúa por brujería,
y del dios cristiano. Dios del amor, de fidelidad, pero
también dios sutil y retorcido cuyos siervos llevan en sus
rostros mil expresiones contradictorias y misteriosas que
son fuente de engaños. La transgresión cometida con el
matrimonio de Otelo y Desdémona, que fue posible por la
conversión de Otelo, es esta misma conversión, que vuelve

141
contra él a los dioses moros de su nacimiento a quienes ha
abandonado, y aleja de él al dios cristiano que no lo quiere.
Juntos, ellos le harán pagar esa conversión con el precio de
su vida.

Ninguna figura emerge de la clase del poder. Los agentes de


la ley, en especial el dux son, como conviene, la pura
expresión del gobierno, del mismo modo que los senadores,
fuera de la dolorosa figura de Brabancio. Lo menos que se
puede decir de ellos es que no respiran fuerza, virtud ni
coraje. Reaccionan ante la amenaza de los turcos con celeri­
dad y eficacia, pero su lenguaje no alude a la salvaguardia
del patrimonio en peligro, a una parte de la patria amenaza­
da. Chipre es una factoría a defender, una posición clave en
las rutas comerciales hacia el Este. Shakespeare parece ha­
ber querido marcar, ante la grandiosa monstruosidad del
moro que inspira piedad, la amabilidad mediocre de los
embajadores del dux bajo los rasgos de Ludovico y Gracia­
no. En el último acto, cuando Rodrigo, Cassio y lago se
matan mutuamente, por más que los pedidos de socorro
resuenen en la noche, Ludovico se preocupa más de prote­
gerse que de mostrarse a la altura de la situación:

“ Dos o tres gimen. . . Es una noche oscura. Pueden ser lamen­


tos engañosos. G uardém onos de acercarnos al sitio de donde
parten sin más am paro” . (V, 1) *

El mismo Ludovico es quien correrá el telón sobre la


tragedia, como embajador del poder.

“ Yo voy a embarcarm e inm ediatamente, y a llevar al Estado


con un corazón doloroso, el relato de este doloroso aconteci­
m iento” . (V,2)

Las últimas palabras se refieren a la República de Venecia,


a sus gobernantes y a su dios.
No es difícil establecer una relación entre los personajes del
acto inaugural y los del acto de clausura que legislan ante
el crimen de Otelo como “mensajeros de Venecia” . Se
podrá decir entonces que Ludovico es al dux como Gracia­
no es a Brabancio. Los dos primeros son los representantes

142
de la razón de Estado: los dos últimos los de los derechos
de la familia. El dux y Ludovico estatuyen, ordenan y sin
embargo no suscitan nuestra adhesión sobre la autenticidad
de su idea de la justicia o de la autoridad. Brabancio y
Graciano son figuras lastimosas que no pudieron evitar el
rapto en el primer caso, ni el crimen en el segundo. Como
muchas veces en Shakespeare, aquí el poder está prorroga­
do. Las múltiples ocasiones en que se renueva esta situación
muestran que el universo shakespeareano no estigmatiza
tanto las faltas cuanto que liga indisolublemente el poder y
su caducidad. Revela, además, la imposibilidad de todo
poder para mantenerse al nivel en que se espera que perma­
nezca. El poder .político entra en correspondencia con el
poder paternal reunidos bajo el emblema del significante
fálico. Allí es donde Otelo debe llegar en esta tragedia; allí
donde debe cumplir sus pruebas ante Eros accediendo a la
situación de esposo, es decir, llegando ante los ojos de
Desdémona. a ocupar el lugar del padre que le ha quitado.
Y del que Desdémona, ante el Senado entero reunido, ha
renegado en su favor, por su boca misma. El lo ha hecho.
Lo cual equivale a decir que se destina, de este modo, a
perderla.
La clase de los guerreros está representada por dos figuras
importantes: el valeroso moro y su alférez lago. Otelo se
describe a sí mismo de este modo, cuando es llamado a
defender su causa ante los senadores.

“Soy rudo en mis palabras, y poco bendecido con el dulce


lenguaje de la paz” . (I, 3)

Para Otelo la paz es el tiempo del amor. No carece de


elocuencia, puesto que gracias a ella sedujo a Desdémona,
pero es una elocuencia guerrera, puesto que logró hacerlo
con el relato de sus aventuras.

“ Y fuera de lo que concierne a las acciones guerreras y a los


combates, apenas puedo hablar de este vasto universo” .
(1,3)

Muchos comentadores no dejan de subrayar el estilo de


Otelo, que no tiene nada de rudo, cualquiera sea lo que
143
diga, y que utiliza con facilidad el énfasis y figuras ampulo­
sas, en los límites de una hinchazón que evoca su condición
de africano. Su impotencia, antes de la experiencia de los
celos, es el uso del lenguaje galante. Cuando se pregunta
por primera vez sobre las causas posibles de la infidelidad
de Desdémona (III, 3), evocará su edad (“porque yo des­
ciendo el valle de los años”), su negrura (“porque soy ne­
gro”) y sus maneras: “Y no tengo esos modales de con­
versación que tienen en los salones,” La vacilación en el
amor implicará el desfallecimiento de su palabra.
La misoginia de lago es evidente y notada por todos. Se la
interpretó rápidamente en el sentido de la homosexualidad
que une a los miembros de lo que Freud llamaba esa “masa
artificial” que es el ejército. Por ahora detengámonos sólo
en su actitud hacia las mujeres; la escena del segundo acto
le brinda la oportunidad de expresarla por el juego de las
apologías a! que lo invita a jugar Desdémona para distraer­
se. lago se muestra allí con los rasgos de un soldado para
quien todas las mujeres son prostitutas, “jugadoras en vues­
tros hogares pero hogareñas en vuestros lechos” . Para noso­
tros lo esencial es determinar la significación de esta actitud
respecto del personaje mismo. Pues ella obedece a un impe­
rativo: el dominio narcisista para el ejercicio omnipotente
de sus medios al servicio del interés egolátrico. Ese es su
cebo; ese retorno del Deseo, que sólo se expresa mediante
su negación, no evitará que se encadene a su Deseo incons­
ciente, del que hablaremos más adelante. El carácter malig­
no que muchos han puesto de manifiesto, sin encontrarle
explicación —con razón se ha dicho que no tiene funda­
mento— no es suficiente para descubrir el misterio del
personaje y no puede pretender imponerlo como el fin
último de su acción.
Cassio es el tercer postigo de este tríptico. Ya lo situamos
en la clase del placer, en tanto compañero de Desdémona.
Pero es también soldado, lugarteniente del moro, y ha
aventajado a lago, que sin embargo es más antiguo, en la
obtención de este cargo. Difiere profundamente de los
precedentes por sus costumbres y su educación: “Fui edu­
cado en las costumbres corteses”. No posee la rudeza ni la
grosería de un soldado. lago lo califica de aritmético, lleno

144
de ciencia y de teoría. Un espíritu cultivado antes que un
guerrero endurecido, l'n hombre que sabe hablar a las
damas y no ignora de los refinamientos del comercio con
ellas. “Muy bien, hermosos besos, profunda cortesía", dirá
lago observándolo y esperando su hora. Es el negativo
exacto del moro y ofrece una imagen semejante a uno de
esos hijos de patricios que se disputaban la mano de Desdé-
mona en Venecia y ante quienes-ella preferirá a Otelo.
Otelo, lago y Cassio constituyen los tres vértices del trián­
gulo masculino, inscrito en el triángulo femenino formado
por Desdémona, Emilia y Blanca. Si Desdémona es su
figura central —como lo es Otelo en la clase de los guerre­
ros—, sólo alcanza su pleno valor asociada a Emilia, que le
sirve ae dama de compañía, y opuesta a Blanca, la prosti­
tuta, con la que Otelo la identifica hacia el fin de la
tragedia. Así se dibujan tres imágenes femeninas. La joven
esposa, Desdémona, joven amante, apenas mujer, aún cerca­
na a su parte masculina en la identificación fálica con su
esposo. La mujer casada, de vuelta de las ilusiones de los
primeros tiempos del matrimonio, objeto de los sarcasmos
de su esposo, a quien sirve con sumisión, pero no encadena­
da por la fidelidad: Emilia. No se sabe si prestar crédito a
las alusiones de lago que la acusa de haber sido amante del
moro y de Cassio. Es posible que sea, como generalmente
ocurre, calumnia —pero ella misma, al fin de la tragedia,
cuando Desdémona le pregunta si ella engañaría a su mari­
do, responde sin ambages: “Sí, lo haré; y lo deshaceré
después de haberlo hecho.” Pero entonces, ¿qué es lo que,
en el límite, separa a Emilia de Blanca, la prostituta para
los soldados? Puta, pero mujer valiente por lo demás,
sinceramente enamorada de Cassio. ¿El interés que ella
obtiene de su comercio? Emilia, mujer honesta que no
carece de generosidad, puesto que sacrificará su vida para
develar la verdad, dirá: “ ¡Miserables de nosotras! ¿quién
no haría cornudo a su marido para hacerlo monarca? ”
Desdémona, en la aurora de su vida conyugal, parece en­
frentarse aquí con otras figuras de la feminidad. Todavía
no ha entrado eri ningún sendero decisivo en esta alba del
matrimonio. Implica en si misma la ambigüedad de muchas
posibilidades.

145
El sujeto entre dos procesos

¿Quién es, dónde está el sujeto en O telol El título parece


indicar la respuesta: Otelo es el héroe como sujeto. Esta
evidencia, aunque indudable, no nos lleva muy lejos y nos
desvía de varias preguntas. ¿Ei sujeto sería entonces el
sujeto como sujeto de la tragedia: los celos? Aquí se abre
un camino intermedio: conciliar esos dos aspectos para
descubrir allí al sujeto como héroe celoso. Esto implica
ceder demasiado al comienzo, pues es utilizar palabras infla­
das de sentido que parecen hablar de sí mismas. ¿Por qué
es necesario extenderse sobre los celos? ¿No es acaso una
experiencia tan generalizada que todos pueden referirse a
eila directamente para comprender en escala común lo que
Otelo vive de manera desmesurada?
Suspendamos nuestro juicio sobre los celos y sus significa­
ción. Observemos entonces que el sujeto, en sentido estruc­
tural, es el proceso. El proceso como marcha de la tragedia,
como nudo de fuerzas entrecruzadas en el espectáculo. Es
el proceso espectacular de la destrucción después de su
conquista, o por su conquista, del objeto de amor cuya
pérdida acarrea la del yo. Es como si esa desgracia fuera
una sanción terrible, un castigo prescrito por una instancia
invisible.
Si se piensa además en las cuatro tragedias, se notará que lo
trágico de Hamlet proviene de circunstancias que le preexis-
ten, son extrañas a su acción y constriñen al héroe a
obligaciones que no puede enfrentar - e l crimen de su
padre que debe ser vengado—, que en Macbeth la ambición
que precipita al héroe a su caída es castigada sobre todo
por los crímenes ante los cuales no retrocede, y que en
Lear, finalmente, el viejo rey paga muy caro una falta de
juicio. Nada de esto ocurre en Otelo. Aquí todo está en
regla. Otelo es un capitán vencedor cuyo matrimonio fue
también una suerte de batalla victoriosa sancionada por un
tratado la aprobación de los dux- y que súbitamente se
pierde, por un resorte puramente interno, por un efecto
que no se puede atribuir más que a la pasión en la locura.
El sujeto es, pues, el proceso de la locura de los celos.
Pero hay que tomar las cosas absolutamente a la letra. Se
146
trata sobre todo del proceso, puesto que la obra entera se
extiende entre dos procesos: el proceso del rapto de Desdémo­
na que abre la tragedia, y el proceso de su crimen que la cierra,
con el suicidio del celoso. Otelo será el proceso entre dos
procesos.
Esta hecatombe final, donde sólo nos interesa la muerte de
los dos esposos, nos impulsa a buscar la razón de esa
fatalidad. Se adivina aquí el efecto de cumplimiento de un
oráculo como en los griegos. Se parte a la búsqueda de
algún equivalente que lo sustituya, como la aparición del
fantasma del padre de Hamlet, las predicciones estridentes
de las brujas de Macbeth, o algún sarcarmo arrojado por el
bufón de Lear. Aquí debemos contentarnos con menos.
Con una sola palabra, proterida por el padre de Desdémo­
na, gritando su dolor y su decepción y lanzando la maldi­
ción que va a pesar con todo su peso sobre los días de
Otelo.
La transgresión, correlato necesario del castigo, es aquí,
como siempre, transgresión paternal. El rapto justifica
ampliamente la cólera y el anatema paternales. La Ley ha
sido violada. La Ley es aquí el respeto a la confianza del
padre, que ha admitido al extranjero en su casa. “Su padre
me amaba y muchas veces me invitó” (1, 3). Pero esta Ley,
¿es solamente la ley humana de la hospitalidad? ¿Tantas
desgracias acumuladas no son indicio de un dios irritado6?
¿Quiénes serían los dioses si estuvieran presentes? ¿Es el
dios cristiano al cual Otelo obliga a Desdémona a pedir
perdón antes de su muerte? ¿Y quién es el dios de Otelo?
¿Es el Dios de su conversión? ¿Es un dios pagano de la
guerra, al cual Otelo sacrifica todo? ¿No serían más bien
los dioses de Mauritania, a los que nunca menciona pero
que son los de su nacimiento? Pero ¿qué son y qué
quieren los dioses moros? No podemos saberlo de antema­
no. Interroguemos al proceso, que nos lo dirá. Ese proceso
será esencialmente proceso en brujería: el dios de Mauritania
es un dios brujo.

‘ Charlton y Swinburne evocan la comparación con la tragedia


antigua.

147
Los dos procesos

El proceso del rapto, como el proceso del crimen, tienen el


mismo objeto, la misma causa: Desdémona. Otelo gana esos
dos procesos en condiciones un poco diferentes. En el
proceso del rapto, levanta la sentencia y hace avalar el
matrimonio clandestino. En el proceso del crimen, sustrae
el beneficio al viejo Brabancio, que lo libra a la justicia,
inflingiéndose el castigo por sí mismo. Su suicidio, como el
de todo criminal, escarnece a la justicia. Otelo se da la
muerte como se ha dado a Desdémona. Autor del rapto,
autor del crimen, se quiere autor del castigo, realizando
todo por sí mismo, regulando los preparativos que condu­
cen al lecho nupcial como ios que llevan a la tumba, como
si todo ese asunto sólo le concerniera a él. Ese crimen y ese
suicidio se ligan inextricablemente: una parte suya conquis­
tada por él es destruida para asegurar el hecho de que fue
conquistada, asociando en esa conquista la destrucción del
conquistador, que asegura eternamente su solidaridad con
su conquista^
La ley de Venecia reconoció a Otelo el derecho de apode­
rarse de Desdémona y de hacerla suya. La ley podría
quitársela. La ley no hace más que garantizar su causa,
garantía necesaria para quien quiere vivir entre los suyos.
Pero Otelo prefiere, a la vida entre los hombres, su Ley y
su Deseo para los cuales no necesita ninguna garantía más
que la suya. Aceptar que el castigo venga de Venecia es aceptar
una tercera instancia entre él y Desdémona, es volver a
encontrar eso a lo cual él deseaba arrancarla. Morir para
Venecia, para Desdémona, sí. Morir por Venecia, que ha
rescatado a Desdémona, es ser separado para siempre del
objeto de amor. Para Otelo, la Ley y el Deseo no hacen
más que uno.

Brujería y oráculo

Si hemos comenzado por el final, por la resolución de ese


segundo proceso en presencia de los representantes de Ve-
necia —Ludovico y Montano, y más especialmente Braban-
148
cío, padre difunto de Desdémona cuya voz hace oír Gracia­
no, su hermano—, es porque el final ilumina muchas veces
el comienzo. Así, es por una treta, gracias a una daga
disimulada, que el moro desarmado y vigilado llega a matar­
se ante la vista de sus justicieros7.
El engaño ha sido eficaz, una vez más. Una vez más, pues
mediante el engaño sedujo a Desdémona. Por más que
mienta que viene de lejos, pero nada indica que Otelo haya
mentido en esos relatos fabulosos que hacía sobre su propia
historia. Su engaño estaba en otra parte. Al hablar dirigién­
dose al padre, buscaba el oído de su hija que se ocupaba en
las tareas del hogar.

“ Desdémona parecía singularmente interesada por estas historias,


pero las ocupaciones de la casa la obligaban sin cesar a levantar­
se, las despachaba siempre con la mayor diligencia posible, luego
volvía y devoraba mis discursos con un oído ávido. Habiéndolo
yo observado, elegí un día una hora oportuna y hallé fácilmente
el medio de arrancarle del fondo de su corazón la súplica de
hacerla por entero el relato de mis viajes, de que había oído
algunos fragmentos, pero sin la debida atención” . (I, 3)

La vigilancia de Brabancio ha sido burlada sólo porque no


se sospechaba que Otelo hiciera la corte, él, consagrado
íntegramente al oficio de las armas, cuya edad ya no es ¡a
de los jovenzuelos que son los compañeros habituales de
Desdémona y a quienes ella rechaza. Por eso el viejo padre
no puede ver en ese matrimonio, como los dux y sus pares,
un desarrollo natural de una situación trivial. Necesita otras
razones: el moro tiene un poder, el moro hace actuar la

7 El efecto de engaño, que es la clave de la tragedia, es aún más


cautivante si se presta atención al hecho de que el suicidio
m ediante puñaladas imita, en un relato, la manera en que Otelo
castigó antes a un turco, “ un perro circunciso” por haber
pegado a un veneciano e insultado al Estado. Al hacer esto
Otelo, al jnismo tiem po que muestra su sumisión a sus nuevos
amos y a su nuevo dios, se mata identificándose con la víctima
más cercana a sí mismo por la raza y el origen. Al hacer esto,
además, en el mismo movimiento en que afirma su lealtad
respecto de Venecia, se sustrae a su Ley haciéndose justicia por
su propia m ano. El ám ulacro se torna, entonces, verdad.

149
brujería. Sin embargo, él tuvo el presentimiento de ese
desenlace por medio de los sueños. “Este acontecimiento se
asemeja a mi sueño” ( 1 , 1 ), comprueba al enterarse de la
noticia del rapto de Desdémona.
No obstante, apelará “a las drogas mediante las cuales
pueden corromperse las virtudes de la juventud y la virgini­
dad” . “Tú las has embrujado” ^dirá al moro:

“ Séame juez el m undo si no es de toda evidencia que has obrado


sobre ella con hechizos odiosos, que has abusado de su delicada
juventud por medio de drogas o de minerales que debilitan la
sensibilidad” (1, 2)

Pues la naturaleza de esta virgen educada en la religión


católica, hija de patricio, no puede ser engañada sin bruje­
ría, sin “alguna infame mixtura que influya la sangre” .

Toda la acción de la tragedia se envuelve en el misterio de


violencias desencadenadas que sorprenden constantemente:
ataque repentino de los turcos, cese brusco de la tempes­
tad, dispersión y naufragio casi milagrosos del enemigo,
salvatáje de los venecianos, que atraviesan indemnes la in­
temperie, todos acontecimientos sobre los que planea la
sombra de lo sobrenatural. Otelo posee un carisma especial,
puesto que se vinculan con su estrella las acciones gloriosas
que podrían atribuirse a alguna potencia extraterrestre. lago
nos sugerirá, desde la apertura de la obra, una imaginería
demoníaca a su respecto. Así, grita en las ventanas del viejo
Brabancio a quien arranca del sueño:

“ . . . ahora mismo, un viejo m orueco negro está topetando a


vuestra oveja blanca” . (I, 1)

Figura donde lo erótico y lo satánico quedan indetermina­


dos, mientras que, dos versos más adelante, éste cubrirá
completamente a aquél y conferirá retroactivamente el sen­
tido hacia el cual debe inclinarse la balanza:

¡Despertad al son de la campana a todos los ciudadanos que


roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! (I, 1)

150
Insinuándose aún antes de que aparezca en este espacio de
la fantasía donde no penetramos, buscamos a Otelo en la
oscuridad de la escena atravesada por el dolor del padre,
como él mismo buscará ese pañuelo que dió a Desdémona
para sellar su unión.
Pero esta prenda está poblada de sortilegios:

“ Hay magia en su tejido; una sibila que contó en el mundo


doscientas evolucionas del sol, realizó el bordado en su furor
profético; los gusanos que produjeron la seda estaban encanta­
dos, y el tinte era de corazones de vírgenes momificadas, que su
arte había sabido conservar". (III, 4)

Reconocemos en esa obrera dos veces centenaria.a la madre


fálica que une en su creación la mezcla de la seda y del
polvo mortuario para fabricar el velo de bodas de Desdémo­
na. Velo tendido entre Otelo y Desdémona, puesto que es,
ante todo, el testigo de! deseo del moro por su madre. Pues
de ella lo recibió. En este punto, Shakespeare asigna un
origen doble a la preciosa prenda. En una primera versión8
una maga egipcia se lo donó a la madre de Otelo, mientras
que en otro pasaje, en la escena final9 , el moro afirma que
fue su padre quien dió el pañuelo a su madre. No veamos
aquí el indicio de una contradicción sino de una doble
inscripción del deseo de Otelo. Las dos versiones están
separadas por la muerte de Desdémona. Cuando viva, debe
adornarse con los atributos de un encanto que no puede
inspirar por sí misma y que le es conferido por el pañuelo.
Ella entra en la línea de las mujeres: la sibila, la maga, la
madre, con la aureola de la omnipotencia que les asegura
un don, como la egipcia “que podía casi leer en los pensa-

* Acto III, escena 4.


* Acto V, escena 2. F.l misterio de este origen doble, en la medida
en que Shakespeare no suministra ninguna justificación, debe
descartar toda explicación simplista tal como una fabulación del
moro con el propósito de aterrorizar a Desdémona. Sólo queda­
ríam os tranquilos si aclaramos la fantasía que sostiene esta
fabulación. Por eso nos parece preferible dejar las cosas como
están y ver en la coexistencia de las dos versiones una invitación
a articularlas m utuam ente.

151
mientos de la gente” ; omnipotencia cuya intermediación
tomará el pañuelo, pues su posesión garantiza el deseo que
inspira el objeto de amor. Dice de este talismán:

“ Y le dijo que mientras lo conservara, la haría atractiva y


som etería eternam ente a mi padre a su amor; pero que, si lo
perdía o entregaba, los ojos de mi padre se apartarían de ella
con disgusto y su alma se lanzaría a la caza de nuevas inclinacio­
nes amorosas” . (III, 4)

El ojo del padre es también aquél que Otelo engañó en la


seducción de Desdémona. Una vez muerta Desdémona,
Otelo comparece ante las instancias de la autoridad de
Venecia que sesionan en un tribunal improvisado. En esa
ocasión reaparece el padre para que Otelo lo designe como
quien dió el pañuelo a su madre como reconocimiento de
su deseo del falo.

La atribución del poder de hechizo y de encanto por parte


de las mujeres, al que Otelo se refiere en primer término, se
opondrá a que Desdémona pueda extraer su brillo, belleza
y seducción del deseo de su esposo. Cada uno de los
atractivos de Desdémona se trocará en un poder de brujería
en el momento de los celos: “Fuego, azufre e infierno. . .”
“ ¡Oh! diableza.. “ ¡Oh! demonio. . .” Hay un demonio
en Desdémona. Podría preguntarse si Otelo no evoca con el
lenguaje de su nueva religión los poderes de su fe ancestral.'
Y al clamar: Desdémona es una bruja, ¿no la restablece,'
acaso, después de la pérdida del pañuelo, en la serie de las
figuras maternas de la omnipotencia primitiva, todas poten­
cias en el mal como lo eran en el bien? Lo quejia sido
excluido del poder fálico sólo reaparecerá en la conclusión
de la tragedia, después de la muerte de Desdémona, como
referencia a la palabra paterna traicionada por la conversión
al dios cristiano. Como el Nombre del Padre (Lacan) de
Otelo fue borrado por esa renegación, corresponderá a otro
padre escarnecido, el de Desdémona, pronunciar una san­
ción al. comienzo de la tragedia, aún cuando sea puramente
moral y sin efectos, después de ese rapto avalado donde
Otelo se liga sin mediador con Desdémona. Sin embargo,

152
esa palabra paternal será anegada en el triunfo ilusorio
sobre la autoridad que la garantía del dux ha legalizado al
reconocer la validez del matrimonio.
Pues Otelo saldrá absuelto del proceso de brujería. En
verdad, nunca ha tenido esos poderes. Nunca temió la
justicia del dux, y cuando se presenta ante el Senado
reunido en tribunal escucha tranquilamente la promesa del
dux a Brabancio:

. .sufrirá la aplicación del sangriento libro de la ley interpreta­


do por vos mismo, como os convenga en su texto más implaca­
ble; sí, lo será, aún cuando vuestra acusación recayera en nuestro
propio hijo” (I, 3)

Esto no puede tocarlo, él es el pilar del Estado, el garante


del poder de Venecia. lago ya lo dijo al espectador:

“ Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos


obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de
sus servicios” . (I, 1)

Otelo confirma esta opinión, desafiando al padre de Desdé-


mona:

“ Que obre a tenor de su enojo. Los servicios que he prestado a


la Señoría reducirán al silencio sus querellas” (I, 2)

En la terminología de Jacques Lacan diremos que Otelo, en


este momento de la tragedia, es el falo. Pero, como observa
Lacan, el tener implica que se deja de mantener la creencia
de que se lo es. Y todas las desdichas de Otelo provendrán
de que siendo un gran capitán, deberá pasar a tener una
mujer. La problemática del tener reaparecerá alrededor de
todo lo que será cuestionado por “tener” o “no tener” el
pañuelo.
Ese poder que Brabancio atribuye a Otelo, esa magia negra
no es otra que la potencia fálica, el efecto sobre Desdémo­
na de la seducción de Otelo. Así, Shakespeare designa

153
expresamente la identificación de la joven Venecia con el
héroe triunfante de mil peligros. Ella

. .hubiera deseado no oírlo, no obstante anhelar que el ciclo10


creara para ella semejante hom bre” . (1, 3)

Y Otelo dirá con seguridad y, sin duda, verazmente: “Esos


son los únicos medios de mi brujería.”
La traición de su hija golpeará a Brabancio. Morirá. Desde
ese momento, sólo le quedará luchar por la magia blanca
contra la magia negra. Su dios lo ha traicionado y abando­
nado. Sus pares se preocupan más por salvar sus bienes
que su honor. Perdido el partido, él pide, con una ironía
cruel, que se atengan solamente al deseo de los dux. “Pase­
mos a los asuntos del Estado.” No obstante enunciará una
advertencia que es un verdadero maleficio arrojado a su
vencedor:

“ Vela por ella, moro, si tienes ojos para ver. Ha engañado a su


padre y puede engañarte a ti” . (I, 3)

El ojo del padre engañado se transforma en el mal de ojo


del desafío, el que hará caer a la esposa que pierda el
talismán. Esto es lo que en Otelo funciona como oráculo.
Y, como ocurre a menudo en las situaciones en que habla
el oráculo, el héroe responde con la tranquila seguridad del
presente favorable. Así, el presuntuoso Otelo lanza su répli­
ca segura y cortante:

“ ¡Mi vida en prenda de su fe! (1, 3)

Pagará esta respuesta con dos vidas y allí perderá su fe.

10 Hay que notar que el texto deja más de una apertura para la
interpretación: that heaven had made her such a man”. Esto
puede entenderse de dos maneras. Ya sea que Desdémona haya
deseado q ue el cielo la hubiera hecho a ella un hom bre así,
solución adoptada por Jouve no sin razón, pero tam bién que el
cielo le hubiera hecho tal hom bre, le hubiera destinado un
esposo así. Hay a q u í una clara relación del Ser y del Tener, de
la Identificación y del Deseo.

154
II. KL DLStO

El objeto del deseo: entre Desdémona y Otelo

Se acostumbra a desarrollar los análisis de Otelo alrededor


del trío formado por el objeto de los celos: Desdémona, el
agente inductor de éstos: lago, y el sujeto inducido: Otelo.
Si nos atenemos a esta perspectiva, nos encerramos entre la
tautología: los celos son los celos, inexplicables, sin funda­
mentos, y lo inverosímil: Otelo, es un puro melodrama
donde, desde el punto de vista de la realidad, nada se
sostiene. En este último caso no se explica cómo un brillan­
te capitán cuya inteligencia es tan alabada pierda la cabeza
ante una maquinación tan grosera. Se oscila sin tregua entre
dos tesis, una que hace de lago el constructor diabólico de
la eficaz maquinaria en la que Otelo cae como una mosca
en una tela de araña, y la otra donde Otelo, predispuesto a
los celos, se precipita sobre la magra pastura que le ofrece
lago para nutrir al monstruo de ojos verdes que lo habita.
En el conjunto de los análisis, asombra la exclusión de un
término y el silencio sobre una pregunta. En efecto, la
discusión elimina el personaje de Cassio, que se considera
prescindible, casi más importante que Rodrigo o Montano,
y no se detiene un instante en la pregunta del posible
fundamento de los celos de Otelo: ¿es concebible que
Desdémona pueda amar a Cassio? El pañuelo desempeña
aquí la función del engaño (y ése no será su único efecto):
puosto que Cassio sólo posee por accidente o maquinación
el pañuelo de Desdémona, y puesto que Desdémona no se
lo ha dado, el amor que les atribuye Otelo es pura imagina­
ción. Pero esta exclusión y ese silencio son muy sospecho­
sos. Ante todo se olvida que la obra comienza con un
acontecimiento que concierne a Cassio: su reciente promo­
ción, que no es obvia, al rango de lugarteniente del general.
Lugar-teniente, es decir, quien ocupa su lugar y lo reempla­
za dado el caso. Se nos presenta esta promoción solamente
desde el ángulo de aquél a quien ella desposee, el alférez
lago, más antiguo que Cassio. Pero es, además, el testigo de
otro hecho: la predilección de Otelo por Cassio, y nada nos

155
autoriza a rechazar la hipótesis del posible favoritismo del
moro. En efecto, por su comportamiento Cassio se muestra
poco conforme a la imagen que se tiene del lugarteniente
del moro, que debe reemplazarlo en toda ocasión. Más bien
se muestra débil, irresoluto, ingenuo, afeminado. Ese Febo
es, por cierto, atraçtivo: joven, bello, bien educado, instrui­
do, discurridor, galante, atrae el corazón de las jóvenes con
su arte de la cortesía. Parece que Otelo hubiera tenido
dificultades para justificar la injusticia que constituye este
nombramiento ante las explicaciones pedidas por los emisa­
rios de lago. Se dice que Otelo “las eludió con un discur­
so ampuloso. Horrorosamente lleno de epítetos guerreros”
(I, O-
En la escena en que lago hace pesar las sospechas sobre
Cassio, Otelo dirá de él: “Muchas veces se ha entrometido
entre nosotros.” Esta es su situación exacta: está entre
Desdémona y Otelo. Lo cual quiere decir que ofrece a la
veneciana todo lo que la educación galante puede haber
enseñado a un joven oficial para conmover al sexo femeni­
no, y a Otelo la condición de soldado apto para ganar su
afecto. Cuando lago acusa a Cassio y Desdémona de amores
culpables reaccionamos protestando y nos indignamos ante
la pérfida calumnia. Pero sería fácil ver allí sólo una pura
fabulación. El alférez no inventa esta hipótesis para las
necesidades de su causa; está convencido de ella. Más preci­
samente, se apodera de signos discretos, pero no la crea en
su totalidad. Cassio, antes que el moro, acoge a Desdémona
en Chipre; lo hace con acentos donde es difícil establecer
la línea de separación entre la admiración hacia la mujer
del general y los fuegos de una inclinación naciente: la
“divina Desdémona” es saludada como una reina:

“ ¡Oh, mirad! ¡Los tesoros de la nave llegan de la ribera!


¡Vosotros, hom bres de Chipre, permitid que ella os tenga de
rodillas! ¡Salve a ti, dama! ’’ (II, 1)

y lago comenta de este modo su conversación en ausencia


del moro: “La coge por la palma de la mano. . . . Sí, bien
dicho. . . Cuchichean. . . Con una tela de araña tan delga­
da como ésa, entramparé una mosca tan grande, como

156
Cassio. Sí, sonríele, anda. Yo te atraparé en tu propia
galantería.. . Decís verdad; así es, en efecto. . . Si semejan­
tes manejos os hacen perder vuestra tenencia, sería mejor
que no hubieras besado tan a menudo vuestros tres dedos,
lo que os pone en trance de daros aún aires de galanteador.
¡Magnífico! ¡Bien besado ÿ excelente cortesía! Así es,
verdaderamente. ¡Cómo! ¿Otra vez vuestros dedos a sus
labios? ¡Que no pudieran serviros de cánulas de clister! ”
(II, 1). Antes de acusarlo de vulgaridad por este último
rasgo, reconozcamos mejor, desde ahora, la marca de la
homosexualidad en los celos de lago. Es cierto, el análisis
que hace lago con Rodrigo de los sentimientos de Desdé-
mona lleva la marca de su posición subjetiva. Pero sin
embargo ella no es descalificada. Y hasta puede alcanzar
cierta exactitud; y cuando él declara: “Desdémona está
francamente enamorada de él” (Cassio), exagera y por eso
forzosamente deforma lo visible de una corte, en ese esta­
dio quizá solamente lúdico en sus fines y tradicional en sus
procedimientos. Esto no impide que debamos considerar
con atención su desarrollo. ¿Será duradero el amor de
Desdémona por Otelo? Ese enamoramiento, como lo ense­
ña la experiencia, ¿no será más que un fuego de paja?
“Cuando la sangre se extingue por la diversión, se necesita­
ría, para reanimarla y renovar el 'apetito, un encanto en los
ojos, un acuerdo en las edades, las maneras y las bellezas:
todo lo que falta al moro” (II, 1). Pero Cassio tiene todo
eso. Todo lo que falta al moro. Lo verosímil no es siempre
verdadero y lo verdadero no siempre es verosímil. Pero esa
escena en que Desdémona hubiera debido mostrar más
inquietud por su marido siempre en el mar, con la tempes­
tad apenas, apaciguada, y donde ella parece haber gustado
mucho de la compañía de Cassio, ¿no es acaso un
presagio? “Tú no la has visto, cuando ella hacía cosquillas
en la mano a Cassio. Tú no has visto nada” , dice a Rodri­
go. “—Sí, he visto, sólo cortesía.” “—Lujuria, lo juro por
esta mano” (II, 1 ). “Se acercaron tanto con sus labios que
sus alientos se besaban” . La mano del juramento que lago
tiende a Rodrigo, el enamorado rechazado y burlado por sus
cuidados, se apoya, en su fantasía, sobre la del lugartenien­
te cortés, se ofrece para ser tomada allí, en lugar de la de

157
Desdémona, cuyos dedos él deseaba que penetraran a Ca­
ssio por el fundamento, disfrazando con el sarcasmo el goce
descontado, suscitado por el juego de Jos alientos impreg­
nándose mutuamente. Recordemos la observación de Freud
sobre el deseo del celoso que desgarra el velo del incons­
ciente para volverse receptivo al secreto de los signos de la
seducción femenina más trivializados por las costumbres
mundanas. Esa supralucidez respecto del reconocimiento de
su valor erotogénico, erosionado por las costumbres hasta el
punto de que quienes los intercambian han perdido el
sentido de su función original, es pagada con el alto precio
del desconocimiento del lugar que ocupa el celoso en este
juego, descifrando e interpretando esos signos. Lo cual lo
priva de ser el destinatario de esos homenajes, para asegu­
rarle mejor el hecho de encontrarse en un espacio fuera de
su propia visión, ocupando con esplendor el lugar demasia­
do discreto ocupado por la fuente femenina de esos men­
sajes. No veamos solamente aquí el efecto de la proyección.
La proyección entra igualmente en juego cuando él comien­
za a interesarnos en el espectáculo. Por eso el análisis de
lago, por el momento, no tiene nada de inverosímil. Su
descripción de Cassio, “un bribón por demás voluble, sin
otra conciencia que la precisa para envolverse en meras
formas de apariencia urbana y decente, para la más amplia
satisfación de sus inclinaciones salaces y clandestinamente
desarregladas. . . sutil y resbaladizo, un buscador de ocasio­
nes. . . es guapo, joven y posee todos aquellos requisitos
que buscan la ligereza y el poco seso’' (II, 1) es quizás
exagerada para reanimar la fe tambaleante de Rodrigo. Pero
peca menos por su falsedad que por la ilusión de videncia
que pretende. Por lo demás, una vez solo, lago mostrará
que es mesurado en su apreciación de la situación y que esa
apreciación no es una pura ficción:

“ Que Cassio la ama, lo creo en verdad. Que ella ame a Cassio, es


posible y muy fácil de creer" (II, 1)

Lo que sigue mostrará que el “ojo insinuante” de Desdémo­


na no ha carecido de efectos sobre Cassio, quien ha provo­
cado una enorme simpatía en su admiradora. Los dos
158
jóvenes tienen citas secretas, a ocultas del general. Desdé-
mona se dedica a defender la causa de Cassio, es decir, a
discutir la decisión de Otelo como si le importara más
salvar a Cassio, cuya culpabilidad no se discute, que respe­
tar el juicio de su esposo en un asunto que casi no tiene
intercesores:

"Mi señor no tendrá nunca reposo; le m antendré en vela hasta


que le dome; le abrumare a palabras hasta hacerle perder la
paciencia; su lecho será como una escuela; su mesa, como un
confesionario; mezclaré en todas sus ocupaciones la petición de
Cassio. Así, alégrate, Cassio, pues tu solicitador morirá antes de
abandonar tu causa” . (III, 3)

Parece que los críticos y comentadores nunca leyeron o


escucharon esos versos en los que la esposa de Otelo, al día
siguiente de su noche de bodas, jura al segundo de su
marido poner en primer lugar, antes de toda otra preocupa­
ción, su defensa, no retroceder ante ninguna oportunidad,
incluyendo la de su intimidad conyugal, para obtener de su
esposo la rehabilitación de aquél contra el cual ha adoptado
una sanción. Y esto es lo que ella hará por el “tres veces
amable Cassio” , suscitando el enojo de Otelo. Al percibirlo,
ella agravará, no obstante, el problema buscando apoyo en
otros que influyen sobre Otelo (Ludovico) para convencerlo.
Quede bien claro que el sentimiento al cual nos referimos
en absoluto es conciente ni está claramente definido en
Desdémona; es un amor ignorante de sí mismo que sólo
crece sin que lo sepa quien lo experimenta porque se vive
como inocente y puro. Y del cual todo deseo sexual está,
por el momento, desterrado. Pero el deseo está allí, como
deseo del Otro, adivinado por lago. Y sin duda Desdémona,
a la hora de la verdad, lo habrá percibido. Pues cómo
comprender, sin caer en la chatura de una explicación por
la abnegación ciega, los versos que ella dice en el umbral de
la muerte:

“ Era ju sto que así fuese tratada, muy justo. ¿De qué m odo me
he conducido, para inspirarle la más pequeña sospecha de mi
más leve falta? (IV, 2)

159
Más tarde, en el momento de morir, ella se defenderá,
quizá menos para sobrevivir que para convencer a Otelo de
su fidelidad. Se trata no tanto de una infidelidad en acto
cuanto de un deseo que toca el extremo reuniéndose con el
deseo sexual de Otelo, en el momento en que él encuentra
su carencia, que Cassio continuamente le hace presente. A
Emilia, que la descubre agonizante, Desdémona responderá,
acosada para que señale al autor de su muerte: “Nadie, yo
misma.” Palabra que se ha querido interpretar como prueba
de su amor incondicional y absoluto por Otelo. Seguramen­
te. Pero el tiempo de esa última confesión coincide quizá
con su primera confesión. Al prepararla para su última
noche, Emilia recibió la confidencia de sus sentimientos
hacia el moro:

“ Mi amor le está tan enteram ente sometido, que hasta su mal


hum or, sus reprensiones y ceño - p o r favor, desabrócham e-
tienen gracia y fineza” (IV, 3)

En el momento de quitarse la ropa ella invoca la ira de


Brabancio, su padre, que sólo a regañadientes dio su bendi­
ción a esa boda. Ella encontrará dulzura y delicias en las
invectivas de su esposo y al encontrar la verdad, reconoce
en el deseo de Otelo el lugar que ha llegado a ocupar, el
lugar de aquélla que engaña a su esposo después de haber
engañado a su padre, de aquélla que paga con la mano de
su esposo lo que ha hecho pagar a su padre.

Nuestra hipótesis del amor de Desdémona por Cassio como


parte del nudo de verdad no está, sin embargo, completa.
Debe tener como complemento otra cara de las cosas,
mucho más difícil de percibir, totalmente obliterada a la
visión del espectador. Allí reside, en el silencio de sü
eficacia, todo el resorte de la tragedia: el Deseo de Otelo
por Cassio. Hemos observado ya que la tragedia se abre con
el ascenso de Cassio a lugarteniente, acordado por el mismo
Otelo, que hace pensar en un favor especial del general.
Hemos visto que toda la maquinación de lago debe estar
subordinada a la degradación de Cassio, que sienta el funda­

160
mentó de los celos, porque conduce a Desdémona a develar
su deseo defendiendo al lugarteniente caído en desgracia.
No se ha observado suficientemente qué necesario era ese
episodio. Todo ocurre como si fuera necesario, para que
actúen los celos, que el objeto de Deseo que es Cassio para
Otelo se debilite y decepcione. La devaluación de Cassio
precede o coincide con la devaluación de Desdémona.
Extraña noche la que debía ser una noche de fiesta para
todos. Noche de bodas que han retardado el rapto, el
proceso y la expedición, noche en la que, una vez supera­
dos todos los obstáculos, el deseo puede cuajar. Se ha
escuchado la causa sin que se realice el proceso; se ha
alcanzado la victoria sin que se libre la batalla. La noche de
Chipre es toda promesas:
“ Vamos, amor querido. Hecha la adquisición, es menester gozar
el fruto, y esta ventura está aún por llegar entre vos y yo.
Buenas noches” . (II, 3)

Se nos presenta la embriaguez de los soldados y la escara­


muza que sigue, mezclando el bullicio de los jarros y las
canciones con el ruido de las armas, mientras que detrás de
la escena se inaugura el encuentro de los cuerpos de Otelo
y Desdémona. Y esta es la noche que elige el preferido del
general para desencadenar el desorden. Cassio comete la
peor de las faltas —casi la deserción- para un soldado: la
embriaguez y la riña durante la guardia. Despierta en Otelo
el espectro de la flaqueza en el momento en que él mismo
debe hacer del amor su deseo principal. Cuando el lugarte­
niente gime:

“ ¡Reputación, reputación, reputación! ¡Oh! ¡He perdido mi


reputación! . . . ¡He perdido la parte inmortal de mi ser, y lo
que me resta es bestial! ” (II, 3)

debemos entender que esas palabras no le conciernen sólo a


él. Al perder con el honor el amor del moro, a quien retira
el honor es al moro, por haber descubierto así que la
elección que lo ha llevado al cargo de lugarteniente se
fúnda quizá menos en el honor que en la bestia.

“Cassio, te estim o; pero no serás nunca más mi oficial” . (11,3)

161
Este amor ya no tiene un lugar desde donde pueda procla­
marse a la faz de sus hombres. Al romper la distensión
gozosa de Otelo, evoca la derrota más imprevisible del
soldado. La irradiación del lugarteniente se refleja en el
objeto que ahora ocupa el primer lugar; pasa de Cassio, su
segundo, a Desdémona, su compañera. Pero irradia en
Cassio y se cierra en Otelo, en ¡a concurrencia entre el
amor hacia sus hombres y ese otro, más reciente, por su
mujer, el término que lo representa con los rasgos de!
general impecable e incorruptible. Esto es lo que se le
remite desde la ciudadela que él gobierna, ciudadela que
hubiera debido dormirse en la paz recuperada, una vez
disipada la inquietud. Esta devaluación del objeto del deseo
inconsciente debe hacerlo caer para que, desalojado del
pedestal donde se encontraba, reavive el sentimiento sordo
que inspiró, y se encuentre ahora como objeto de la com­
pasión y la solicitud del Otro. Ese Otro que es su mitad
será su intercesor Lo que Desdcmona ignora es que ella
morirá por haber reavivado el Deseo insoportable que Otelo
sentía respecto de Cassio 1 1. El juego de lago tenderá al
mismo fin De ahora en adelante se trabará una lucha a
muerte alrededor de ese amor tan inconsciente como recha­
zado: o bien Otelo triunfará y Cassio desaparecerá de su
deseo, o bien Otelo sucumbirá y Cassio triunfará. Shakes­
peare elige, entre diversos desenlaces posibles, entre los
cuales se encuenda aquél en el que el lugarteniente queda
incluido en la hecatombe final, el triunfo de Cassio. Otelo
le pide perdón y Ludovico pronuncia la transferencia de
poderes:

"Se os ha quitado vuestro poder y vuestro m ando, y Cassio


gobierna en Chipre” . (V. 2)

Esta más que una rehabilitación, es una coronación que


signa la asunción del objeto y la derrota del yo.

11 Jan K ott hace notar pertinentem ente que el encanto, la belleza,


la feminidad de Desdémona son atributos que juegan contra ella
frente a Otelo (Shakespeare notre contemporain. C.érard & Cíe
edit.).

162
r
El Deseo de Otelo: entre Eros y el impulso de muerte

El hecho de que Otelo sea la tragedia de los celos no


impulsó a los comentadores a situar el contexto preciso del
nacimiento de los celos. Causó asombro que Otelo, en el
momento de morir, enuncie ese juicio inesperado en el cual
se describe como aquél “que no era propenso a los celos” .
Se ve aquí una monstruosa ceguera. Y sin embargo ese
juicio contiene verdades. No solamente asistimos a la con­
temporaneidad del amor y los celos, sino mas bien a la
contemporaneidad del matrimonio y de los celos. En tanto
el objeto de amor es libre no provoca sospechas, pero,
desde que se establece el vínculo institucional que reinstau­
ra el nudo que une al padre y la madre, entonces se
desencadena el delirio de perjuicio propio de los celos. Por
eso no debe sorprender que el drama se desencadene duran­
te la noche de bodas. El ruido de los juegos de los jóvenes
esposos es extinguido por el ruido de la riña en la ciudade-
la, y el espectador mismo es arrastrado por la embriaguez
que se apodera de él mientras que la otra orgía transcurre
detrás del decorado, en la cámara nupcial sustraída a la
visión, donde el objeto de amor cae del altar de la idealiza­
ción, en el momento en que la carne se liga con la carne.
Se ha silenciado excesivamente esa conjunción que une la
condición de soldado con la de celoso en el personaje de
Otelo. Al separar el marco exterior de la acción se procede
como si ésta fuera contingente, y se omite la explicación de
las relaciones que unen la situación del héroe consagrado al
oficio de las armas con la de su entrada en la esfera del
amor. Todo nos indica que Otelo está dotado para el arte
de la guerra, que allí tiene éxito y ha obtenido ios laureles
de la gloria; nada nos indica que pueda dar pruebas del
mismo talento en el amor y obtener el mismo éxito. Hay
indicios que nos hacen sospechar, en ese guerrero tan ligado
con el conjunto de sus soldados, una gran dificultad para
aceptar el amor y sobre todo para ser amado. Desdémona
era, en primer lugar, una plaza fuerte que había que tomar.
La somete y la doma. El no puede decidirse a ver en
Desdémona nada más que una mujer, a su mujer; ella se
transformará en aquélla que lo privará de ser su mujer,
163
dado que ya no necesita ser conquistada. Cuando desembar­
que en Chipre irá hacia ella exclamando: “ ¡Oh mi bella
guerrera! Sin duda responde, así, a su deseo, afirmado
desde Venecia, de compartir la condición de capitán con
Otelo. En este punto los une una complicidad. Pero allí
donde Desdémona puede jugar en las dos zonas de su deseo
- la masculina, que hace de ella la compañera del guerrero,
y la femenina, que le asegura que encontrará junto a Cassio
el homenaje debido a su aureola de joven patricia venecia­
n a -, Otelo sólo se traslada con dificultad desde el horizon­
te de los campos de batalla a aquéllos, infinitamente más
peligrosos, del lecho nupcial.
¿Quién puede decir lo que ha ocurrido en la noche de sus
nupcias? Y podemos interrogarnos sobre esos versos en que
Otelo llora sobre el cadáver de Desdémona: “Fría, fría mi
hija, tanto como lo fue tu castidad” (V, 2). Si el moro
piensa que no ha logrado conmover a Desdémona, como
consecuencia de su propia imposibilidad de dejarse penetrar
por el amor, entonces parece muy evidente el fundamento
de los celos. Otro, cualquiera para quien esta conquista
fuera todavía futura, lo lograría seguramente. Ese otro, que
tiene “todo lo que le falta al moro” , es Cassio. El pañuelo
es el testigo de ese goce que Cassio supo dar a Desdémona:
“ Y ella recompensó sus trabajos amorosos con aquel testimonio
y prenda de amor que y o le entregué en los primeros días; yo lo
he visto en su m ano” (V, 2)

No olvidemos la significación precisa atribuida a ese pañue­


lo mágico, cuyo poder es asegurar la eficacia del deseo.
El hecho de que Desdémona, desposeída del pañuelo, pier­
da todo valor ante los ojos de Otelo, nos significa su valor
de fetiche. Despojada de su emblema fálico no es más que
una mujer castrada —de la que hay que huir- para evitar
toda contigüidad con la castración. Pero el hecho de que el
mismo Otelo se haya desposeído del pañuelo en su favor
era un gran riesgo. Riesgo que ella le transmite a aquél que
tiene todo lo que le falta. Esta cualidad narcisista1 2 del

Subrayado por m uchos com entadores, pero sobre tod o por


Leavis

164
amor de Otelo, tan marcada en todos sus puntos por la
delimitación de los signos del falo, está atestiguada en
versos célebres. Cuando Otelo se entrega a la creencia en la
infidelidad de Desdémona, sabemos finalmente lo que ha
perdido con ella:

“ Ahora, ¡adiós para siempre a la tranquilidad del espíritu!


¡Adiós al contento! ¡Adiós a las tropas empenachadas y a las
potentes guerras, que hacen de la ambición una virtud! ¡Oh,
adiós! ¡Adiós al relinchante corcel y a la aguda trom peta, al
tam bor que despierta el ardor del alma, al penetrante pífano, a
las reales banderas y a to d o lo que constituye el orgullo, la
pom pa y el aparato de las guerras gloriosas! ¡Y vosotras, máqui­
nas asesinas, cuyas bocas crueles imitan los terribles clamores del
inm ortal Júpiter, adiós! ¡La carrera de Otelo ha dado fin! (III.3)

Lo que se le roba con el objeto de amor no es la felicidad


que ha sentido en los brazos de Desdémona, ni la volup­
tuosidad, ni el goce, ni la dicha de ser amado, ni la
posibilidad de que él mismo ame. Lo que se le roba
es la aureola de Eros confundido con Marte y con los
rasgos de Júpiter. Otelo está hecho para la Muerte. El
amor por el cual ha desertado de la muerte lo arrojará
de sus brazos y lo devolverá al lu«ar de donde proviene, a ese
espacio nimbado de muerte que lo tienta. ¿No era eso,
acaso, lo que lo esperaba en Chipre, una batalla donde
hubiera podido perecer o aumentar su gloria, o ambas a la
vez? ¿Y cómo interpretar esa misteriosa tempestad que ha
hundido la flota turca y ahorrado el trabajo a las naves de
Venecia1 3 de otro modo que como una marca de los
dioses, que quieren decir también que su hora ha llegado, y
que retiran del capitán vencedor los signos de su favor? No
le será concedido al valiente moro morir en el campo de
honor, sino sucumbir por los amores desdichados en el
campo del deshonor. Ha elegido el amor —engañando a la
muerte—; el amor lo engañará —haciéndole elegir la muerte.

13 Tanto cuanto se subraya la debilidad estratégica de Chipre:


“Chipre no se erige sobre una fortaleza guerrera, sino que carece
com pletam ente de esos poderosos medios sobre los que se apoya
Rodas” (I, 3).

165
Entre ese Otro que habita la tierra extranjera del amor
donde Otelo viaja sin mapa y sin armas, librado al encanto
de Desdémona, y ese Mismo en el que Otelo se mira como
en un espejo en su armadura de guerrero, en mitad de
camino, se erige la silueta noble y elegante del joven Cassio.
En una marcha regresiva lo encontramos aquí, en el camino
que va del objeto femenino genital al amor narcisista que el
sujeto siente hacia sí mismo. Detengámonos un instante.
¿No es así como se presenta Cassio? No hay más que
recordar el retrato que de él hace lago, donde se critican o
alaban, no se lo sabe, en todo caso se envidian, su sutileza,
su finura, sus modales y su belleza. ¿Pero no son esos,
acaso, los mismos atractivos que adornan a Desdémona 9
El, además, es un soldado. Sin duda no tiene nada en
común con esos soldados brutales y mdos, pero conserva
los rasgos comunes a la gente de armas14. Un hombre
completo, que tiene todo para gustar, una virilidad que ha
sabido llegar al refinamiento. Esta condición es la que hace
suspirar al moro, puesto que él no ha podido adquirirla a
pesar de sus cualidades eminentes. Y si el narcisismo es lo
que en Otelo se muestra como más inexpugnable, se com­
prende entonces que Cassio pueda ser amable, como hubie­
ra deseado serlo su jefe. Esto explicaría ese nombramiento,
que por cierto no se puede sospechar de irregular, sino de
camarilla. En resumen: Cassio, al mismo tiempo que está
adornado con los mismos encantos que Desdémona, conser­
va los atributos del soldado en quien Otelo quisiera recono­
cerse. Y ser amado por esa figura debe ser delicioso. De
donde esa identificación con el objeto amoroso en los
celos, en los que Otelo siente, como si hubiera podido ser
su beneficiario, los éxtasis que puede prodigar Cassio. De
allí que la exclamación que sale de su boca en e! encuentro
de Chipre: “ ¡Oh mi bella guerrera! ” adquiera un sentido
nuevo. Y también que su amor por Desdémona haya pasa­
do por el camino del deseo de ésta, por ser ella misma un
hombre como Otelo. Aquí se cubre la diferencia entre el
amor narcisista, donde arraiga el deseo de Otelo, y su amor

14 Por lo menos hasta su desgracia.

166
de objeto, al cual Otelo se adapta con dificultad en la
medida en que tiende a un ser femenino, castrado.
De este amor por Cassio, que el psicoanalista infiere, no se
encuentran rastros en boca de Otelo; ¿debemos extender­
nos sobre las razones que atestiguan su verosimilitud? Po­
demos observar que, desde que se desencadenan los celos,
Cassio adquiere mucha más importancia que Desdémona,
puesto que Otelo le sacrifica su objeto de amor. Nos
asombramos de que se crea con más facilidad a lago que a
Desdémona, y no comprendemos que Otelo se ciegue tan
rápidamente. En la lógica de lo consciente, es para asom­
brarse. Pero si se presta más crédito a nuestra hipótesis la
tragedia i interpreta de otro modo. Otelo no estaría furio­
so por la traición de Desdémona sino cruelmente herido
por la de Cassio. La infidelidad de Cassio le importaría más
que la de Desdémona; su ebriedad durante la guardia era el
presagio. Y cuando Otelo cae fulminado y se consume ante
nosotros asistiendo desde los bastidores a una escena de la
que no pensaba ser testigo, en la que lago oye las pruebas
de la culpabilidad de Cassio, Shakespeare dispone de mane­
ra que esta escena transcurra entre dos hombres, Cassio y
lago. Otelo enrojece al ver a Cassio mimar los gestos pro­
pios de una mujer que éí presume es la suya, pero los ve
prodigarse sobre la persona de lago. Y cuando lago trata de
suscitar la adhesión de Otelo, inventa una fabula que pre­
senta al moro. Le cuenta a éste cómo escuchó involuntaria­
mente las palabras que el lugarteniente dejó escapar durante
el sueño:

“ Estaba yo acostado hace poco tiem po con Cassio, y como


rabiara de dolor de muelas, no podía dormir. . . Le o í decir en
sueños: “ ¡Encantadora Desdémona, seamos prudentes; oculte­
m os nuestros amores! ” Y entonces, señor, me exigía y estrujaba
la m ano, diciendo: “ ¡Oh dulce criatura! ” Y luego me besaba
con fuerza, como si quisiera arrancar por la raíz besos que
brotaran de mis labios. Después pasó su pierna sobre mi muslo,
suspiró y me besó. Y acto seguido repuso: “ ¡Maldito sea el
destino que te ha entregado al m oro! ” (III, 3)

Aquí sólo se admira, por lo general, la perversidad de lago


y se olvida rendir homenaje a la extraordinaria lucidez de

167
Shakespeare. En ninguna parte se muestra mejor la eficacia
del engaño. lago, en su maquinación, ha suministrado a
Otelo la fantasía ante la cual éste retrocede. Con el pretex­
to de la representación de la infidelidad, de hecho nos
fuerza a ver con Otelo una relación homosexual. Lo que el
alférez nos muestra es un espectáculo que sirve de cebo
para la identificación, en el que Otelo puede verse a sí
mismo en el lugar de lago, locamente besado y abrazado
por Cassio. La noche de bodas perturbada por esa guardia
tumultuosa adquiere entonces una significación retrospec­
tiva. “Como esa noche. . . ” puede pensar Otelo, desplazan­
do su mirada hacia lo que sólo ha podido saber por boca de
terceros. Lo que escapa a ese movimiento de la mirada
quiere que Otelo sea, en ese instante preciso, mirado a su
vez por la escena que lo atrapa tanto más cuanto que lago
ha dado a su deseo de pruebas un estatuto imposible de
verificar:

“ Es imposible que sorprendáis tal cosa, aun cuando estuvieran


tan excitados com o las cabras, tan ardientes como los m onos,
tan lúbricos com o los lobos en celo, y tan im prudentem ente
tontos com o los ignorantes en estado de embriaguez” . (III, 3)

Este argumento lo convence más que cualquier otro. Más


que cualquier otro, golpeará donde debe hacerlo.

“ OTELO. - ¡Oh m onstruoso! ¡Monstruoso!


IAGO. - Bah, esto no es más que un sueño.
OTELO. - Sí, pero que denota una conclusión predeterminada;
es un indicio grave, aunque sólo sea un sueño.” (III, 3)

Hasta tal punto que, cuando algunas escenas más adelante


lago lo invite a esconderse para asistir a su conversación
con Cassio en la que éste remedará las insinuaciones de
Blanca, ofrecerá de este modo a Otelo la posibilidad de
volver a pasar por las huellas de la fantasía para que de allí
suija la verdad del deseo, puesto que pondrá en escena,
como en el relato del seudo sueño, a dos hombres en comer­
cio culpable. Cassio reproduce hasta el abrazo dado a lago,
que él creía se había realizado en sueños. Esta eficacia de
la fantasía se basa en la proyección. Sin duda porque el

168
sueño y la fantasía son, en sí mismos, trabajo proyectivo.
La proyección actúa aquí en estado puro, esencial. Es decir
que reconduce al sujeto, por el camino del afuera —aquí la
escena del diálogo lago —Cassio— a lo que está abolido
adentro. Abolido o, percluídoJ o’ rclos, como diría Lacan,
Esta ferclusión, (forclusion) diferente de otras formas de
represión, subraya de un modo más preciso de lo que el
mismo Freud lo formula, que todos los representantes del
deseo están tan radicalmente expulsados del funcionamiento
del sujeto que éste recibe los signos desde afuera, como si
fueran los primeros, como si nada los hubiera precedido en
la experiencia del sujeto, como si entraran en resonancia
con una huella borrada, puesta fuera del juego, y se impu­
sieran con una evidencia totalmente originaria. Subversión
de la simbolización de la que se reniega aquí, puesto que
declara que las dos mitades que ella reúne —la que se
presenta y ésa con la cual entra en resonancia— son extra­
ñas una a la otra. Como si ese instante, en el que el sujeto
es puesto en movimiento por los significantes que engendra,
fuera el instante del surgimiento del Otro como poseedor
de la totalidad del sentido. Como si la acumulación de los
significantes no hubiera significado nada hasta entonces,
cubierta por una opacidad que sólo se desgarra con la
brutalidad de la revelación para designar lo irrepresentable,
lo impensable. He aquí al sujeto destrozado, desmantelado,
y sus deshechos sirven para la construcción de los engrana­
jes necesarios para constituir el sentido del Otro.
Es cierto que el discurso del celoso, en clínica, está más
lleno de la preocupación por el rival donde asoma la homo­
sexualidad. Shakespeare hace funcionar ese resorte sin en­
tregarnos palabras que en el teatro serían demasiado revela­
doras. Se contenta, ganando eficacia, con proceder oblicua­
mente con ayuda de comentarios laterales. Esas “piezas
reunidas” en el funcionamiento de la intriga nos queman
con el fuego de la verdad, en la oscuridad de la interpreta­
ción invisible. Hacia el fin de la tragedia, un momento antes
del suicidio de Otelo, tiene lugar la última reconciliación.

“c a s s io . - Nunca os he dado motivo, querido general.


o t e l o . — Lo creo*, y os pido perdón” . (V, 2)

169
Estos dos versos tienen el acento del amor reencontrado.

Esta palabra de reconciliación es una palabra entre dos


muertes. Entre el crimen de Desdémona y el suicidio de
Otelo, como si forzosamente debiera permanecer en la
muerte. Palabra que define la situación exacta de Cassio
entre el amor genital de Otelo por Desdémona y el amor
narcisista de Otelo hacia sí mismo, que lo llevará a matarse
para reencontrar su amor. ¡Su amor! Formulación ambi­
gua que designa tanto el objeto del amor como el estado
amoroso que permite a Otelo, por la naturaleza narcisista
de su elección de objeto, reencontrarse a sí mismo cuando
espera unirse con Desdémona15 .
Desdémona sólo puede ser amada muerta. Nunca tuvo
Otelo para con Desdémona inflexiones más apasionadas que
en el momento de la muerte, como si la muerte fuera la
oondición del amor. Después de haberla besado, dice a
Desdémona dormida:

“ ¡Oh aliento embalsamado, que casi persuade a la justicia a


romper su espada! - ¡Uno más! ¡Otro aún! ¡Quédate así,
cuando estés muerta, y te mataré, y acto seguido volveré a
amarte! ” (V, 2)

Que morir después de ella, con ella, es la realización de su


vínculo recíproco, se demuestra claramente en las últimas
palabras de Otelo:

" ¡ T e besé antes de m atarte! . . . ¡No me queda más que este


recurso: darme la m uerte para morir con un beso! ” (V, 2)

Esta reduplicación perfecta, punto por punto, evoca las


relaciones del sujeto con su imagen en el espejo. Correspon­
dencia absoluta, reciprocidad comunicante donde la muerte
puede reunir, finalmente, lo que la vida separó. No basta
decir que ahora Desdémona es realmente suya, puesto que

15 Otelo sólo mata a Desdémona en el m om ento en que se persua­


de de que Cassio ha perecido gracias a los servicios de lago.
ya nadie puede disputársela; hay que añadir que ella se
reintegra a él como una mitad faltante. Desdémona es de
Otelo y Otelo de Desdémona; sus relaciones no dependen
del tener ni del ser, sino de algo que tendrían en común y
que Freud denominó la catexis narcisista del objeto.
Es por eso que el suicidio de Otelo es el acto lógico, el
reflejo sobre sí del crimen de Desdémona. Cuando, una vez
solo con el cadáver de ésta, debe responder a Emilia que
pide veilo, dice:

“ ¿Qué es preferible? Si entra, seguramente querrá hablar a mi


mujer. ¡Mi mujer! ¡Mi mujer! ¿Qué mujer? . . . ¡Yo no tengo
mujer! ” (V, 2)

No podía aceptarla viva, ligado a ella por un tener común.


No puede aceptarla muerta, privado de ella como de una
parte suya arrancada por él mismo. Cuando vivía, estaba
muerta en él tan pronto como la había conquistado. Muer­
ta, vive aún, y él debe despojarse de ella constantemente.
Esto demuestra, y es un rasgo frecuente en los asesinos
pasionales o los suicidas, que Otelo, como ellos, no tiene
ninguna conciencia de la muerte. Ni de la que produce ni
de la que se producirá. Al matar a Desdémona renueva el
momento en que la arrancó de la condición en que todavía
no era su mujer. Sería falso creer que el suicidio de Otelo
es la consecuencia del develamiento de la maquinación que
muestra a Desdémona como inocente. Es el acto correlativo
al crimen de Desdémona. Aquí se desliza una diferencia
que debe subrayarse. Cuando Otelo se pregunta sobre los
medios para hacer perecer al objeto de su amor, descarta el
puñal:

“ Sin embargo, no quiero verter su sangre; ni desgarrar su piel,


más blanca que la nieve, y tan lisa como el alabastro de un
sepulcro” . (V, 2)

Otelo quiere que en la muerte se conserve en su integridad to­


tal. Ella murió porque perdió el pañuelo, signo de su castra­
ción; con la muerte habrá que negar una vez más esa
castración. Sólo se le quitará el aliento. Otelo es quien
detenta el poder de ese aliento:

171
“ ¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo,
agente de la claridad, y me arrepiento enseguida, podré reanimar
tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh tú , el
m odelo más acabado de la hábil Naturaleza! , no sé d ónde está
aquel fuego de Prom eteo que volviera a encender tu luz.” (V, 2)

Aquí se percibe, en la estructura narcisista, el germen


siempre presente de la megalomanía. ¿Cómo no sospechar
en Otelo, que no llega a hacerse totalmente, absolutamente,
indudablemente dueño del deseo de Desdémona, el deseo
de tener derecho de vida y de muerte sobre ella? De vida y
de muerte, lo cual quiere decir que él anhela poseer el
poder de darle la vida tanto como la muerte. Su suicidio
debe entenderse en el mismo contexto. El moro se da la
muerte. No la sufre, no deja que lo alcancen la sentencia y
la ejecución. Se hace dueño de su destino por un acto
equivalente al de darse la vida. Parte a unirse con su amor
gracias al suicidio, mediante el cual accederá finalmente al
goce no compartido de la unión con Desdémona.
Pero mientras que la asfixia respeta hasta en la muerte la
integridad de Desdémona, cuya perfección no altera ningu­
na herida, Otelo se matará con un puñal, relatando su
agresión contra un turco, un “perro circunciso” . Se impone
a sí mismo ese suicidio, infligiéndose la castración que
aborrece en Desdémona. Así, Desdémona muere inmaculada
y entera y Otelo se une con ella después de haberse
mutilado. Cada uno ha recorrido la mitad del camino que
lo separaba del Otro. De ahora en adelante son semejantes
al objeto y a su imagen en el espejo, sin que pueda decirse
de qué lado está la trampa y de qué lado la fuente del
Deseo.

Otelo y su doble

Ante los efectos de lo trágico, y sobre todo cuando éste,


como en Otelo, se apoya en resortes puramente internos,
sin que los dioses se muestren ni hablen, nos preguntamos:
¿por qué? ¿Por qué la muerte triunfa necesariamente sobre
el amor? Nos hemos limitado hasta ahora a situar el deseo

172
de Otelo entre Eros y el impulso de muerte, sin dar
explicaciones sobre esta victoria de las fuerzas de la muerte,
aunque hemos visto que éstas podían encontrar un sólido
aliado en la naturaleza narcisista de las catexis de objeto de
Otelo. Nos falta, sin embargo, centrarnos en una relación
f undament al que gobierna a las otras, la relación
Otelo-lago.
Muchos comentadores de Otelo comprendieron que el análi­
sis de la obra debía otorgar a lago un lugar preponderante.
Ese personaje misterioso dio lugar a diversas interpreta­
ciones. Granville-Barker sostuvo que había también una
tragedia de lago. Se han preguntado, asimismo, si la obra,
con razón, no debía llevar por título lago más que Otelo,
hasta tal punto el alférez parece dominar el curso de la
acción: por momentos es creador, puesto que hace surgir
como un alquimista los celos de Otelo, e intérprete, pues
ofrece a cada uno la imagen que reclama (Granville-Barker).
Se lo comparó con los otros villanos de Shakespeare: Ricar­
do III, Edmond, pero los supera de lejos. Estos dos últimos
tienen motivos para ser malvados. En lago todo lo que se
invoca parece inconmensurable con la perversidad que
muestra. Para concluir, se declaró que lago era malo por
esencia más que por resentimiento.
De todos modos no se puede pensar a lago solo. Es necesa­
rio que otro término se le acople para iluminar la función o
la verdad del personaje. Es falso pensar, sin embargo, que
ese otro término podría ser contingente o intercambiable.
De hecho, detrás de la forma proteica de lago que le
permite lograr lo que proyecta, hay algo que puede captar­
se más específicamente. Por lo demás, la treta y el engaño
del alférez no culminarán; aunque haya organizado perfec­
tamente la maquinación infernal, el proyecto fracasará. Hay
que inscribir este fracaso no en ningún accidente imprevisto
sino en la esencia misma de ese proyecto que, también en
este caso, debe concurrir al triunfo de Cassio, del mismo
modo que hemos visto en ésa solución el secreto deseo de
Otelo.
Pues Otelo-lago, Iago-Otelo no se conciben separadamente.
Entran de este modo en una galería de parejas indisocia-
bles: Don Juan-Sganarelle, Don Quijote-Sancho Panza, so­

173
bre los que llamó la atención Otto Rank en su estudio
sobre el doble. Su solidaridad es tan estrecha que, cuando se
estudian sus relaciones contradictorias siempre se salva
la complementariedad que los une. Así, para Bradley, lago es
todo: demonio, espíritu del mal; pero entonces Otelo
no es nada, sólo un títere. Al contrario, para Leavis, lago no es
más que un engranaje, un simple disparador adosado a una
organización apta para funcionar sola, donde Otelo es el
único responsable. ¿Cómo decidir aquí sin engañarse? En
verdad, las dos tesis son verdaderas y falsas a la vez. lago es
el revelador del conflicto de Otelo, pero no es un simple
inductor. Es mucho más que el catalizador de los celos del
moro. Sólo da cuerpo y crédito a los celos para extraer del
fondo de sus propios celos la resonancia que podrían tener
en el deseo de otro. Y por otra parte Otelo, tan apto para
abrirse a los signos ya inscritos en él, ¿no deja caer acaso
su túnica de hombre de guerra que hace y deshace los
ejércitos, para ofrecerse a los movimientos y maniobras de
las que es un juguete pasivo a la búsqueda de un “goce
ignorado por él” 16? Si Otelo sólo cae en las redes de lago
porque éste adhiere estrechamente a su deseo, era necesa­
rio, para que lago pudiera concebir la máquina infernal,
que el rostro heroico y monstruoso del general lo inspirara.
La discordia no arraiga en el alma de Otelo en la famosa
escena del nacimiento de los celos; lo hace ante todo en el
público, en el lugar del espectador a quien se solicita ocupe
el lugar del garante de la fe.
Otelo y lago sellan juntos un pacto que los liga tan intima­
mente como a dos amantes. ¿No terminan acaso su escena
de rodillas, uno ante el otro, invocando al cielo y pidiéndo­
le que favorezca sus designios?

“ ¡Sed testigos, luceros que eternam ente brilláis en lo alto; y


vosotros, elem entos que nos envolvéis por todas p artes,11 sed
testigos de que lago pone a q u í las armas de su inteligencia, de

* * Expresión de Freud a propósito del “ Hom bre de las ratas” .


17 Notemos esta invocación a las fuerzas de la naturaleza (astros,
elementos), que rem ite a Otelo a sus dioses paganos y relega a la
sombra al dios de su reciente conversión.

174
sus manos y de su corazón al servicio del ultrajado Otelo! ¡Qué
mande, y por sanguinaria que sea la obra, será para m í un acto
de piedad el obedecer! ” (III, 3)

Así habla lago, y Otelo responde:

“ Acojo tu afección, no con vanos agradecimientos, sino con


aceptación reconocida” .

Condenando a Desdémona y a Cassio a la muerte, Otelo le


da la investidura de ese nuevo amor:

“ Desde ahora eres mi teniente”

y lago concluye:

“ Soy por siempre vuestro” .

El espectador moderno no necesita estar familiarizado con


la interpretación psicoanalítica para darse cuenta de que
asiste aquí a un compromiso que desborda en mucho a una
alianza para la ejecución de una tarea que requiere la
colaboración de dos partes. Participa en una soldadura
íntima, en una reunión que se transforma en causa del
deseo, en la creación de un objeto que tiende a la destruc­
ción de otro deseo. Pero se concluiría demasiado rápido si
se invocara a la homosexualidad, sin decir de qué homo­
sexualidad se trata. Pues si Otelo, en muchos pasajes, habla
de lago en términos elogiosos, nunca se expresa en térmi­
nos de desee respecto de él, sino que solamente alaba su
lucidez o su honestidad. El lugar del objeto de amor está
ocupado por Cassio, preocupación mutua de lago y de
Otelo. Si recordamos que Freud ve en la vía trazada por la
paranoia el camino regrediente de la homosexualidad al
narcisismo, lago iría por delante del moro como el espejo
que a medida que se acerca a Otelo vuelve tanto más insoste­
nible su deseo. Si Cassio representa todo lo que falta al moro,
lago representa todo lo que él no es. Creemos que ias
discusiones infinitas sobre la función respectiva de Otelo y
lago en los celos y en la resolución trágica no pueden tener
solución más que si se admite la identidad de Otelo y de

175
lago. Otelo y lago son las dos caras de un solo personaje.
Por eso Shakespeare se esfuerza por presentárnoslos lo más
disímiles posible, unidos por la diferencia misma que cons­
tituyen en conjunto. Todo los opone, como el día y la no­
che. El origen: Otelo es moro, por lo tanto extranjero, lago
(a pesar de su nombre) es florentino; el nacimiento: Otelo
es hijo de rey, lago de extracción oscura; la fe: Otelo es
converso, por lo tanto creyente, lago no cree en nada; la
carrera: Otelo es general, lago un suboficial tenaz; el carác­
ter: Otelo es noble y generoso, lago mezquino y codicioso;
el temperamento: Otelo es un ardiente apasionado, lago un
ávido calculador18 .
Cuando Rodrigo 1 9 reprocha a lago haber seguido bajo sus
órdenes después de haber sido expulsado de su cargo de
lugarteniente, Shakespeare, mediante un juego verbal, mues­
tra la ambigüedad de las relaciones Iago-Otelo:

“ . . .a ser yo el moro, no quisiera ser lago. Al servirlo, soy yo


quien me sirvo” . (I, 1)

Lo cual puede querer decir, a fin de cuentas, que por esa


inversión es el moro y, puesto que entonces no es lago,

1 * Hazzlitt precibió esta oposición contrastante.


1' Hemos dejado en sombras al personaje de Rodrigo. Es invención
de Shakespeare y podría verse en él nada más que un puro
engranaje, pieza necesaria para el funcionam iento de la intriga,
personaje sin consistencia y sin interés. Sin embargo form a parte
de la estructura trágica y no puede eliminarse sin tomar
partido. ¿Qué representa? Se ha dicho que a un idiota. Su
estupidez atestigua que, ante el amor, tanto los héroes como los
to n to s pierden la razón. Pero este análisis es insuficiente. Debe­
mos ver que Rodrigo es aquél de quien se sirve lago para todas
sus bajas maniobras: él es quien provoca la riña de la ciudadela,
él es quien está encargado de asesinar a Cassio. Pero es uno de
los polos del deseo de lago, que lo despoje de su dinero burlán­
dose de él. Aparece así como un simple ejecutante al servicio de
lago. Pero ese servidor de lago es quien será la causa de
perdición. El billete encontrado sobre Rodrigo después de su
m uerte será la prueba de la culpabilidad de lago. Así, en este
giro imprevisto, estallará la verdad en boca de aquél que fue aún
más engañado que Otelo, Rodrigo, el más niño de todos.

176
puede ser aquél a quien sirve el moro: es decir Cassio. Pero
este ascenso al objeto del deseo debe pasar por el canal de
aquél que lo elige. En absoluto es sorprendente para el
psicoanalista que esta respuesta a Rodrigo termine con el
verso:

“ ¡No soy lo que parezco! ” (I, 1)

Donde el “ Lo que yo no soy, lo soy” evoca la relación con el


Otro en el espejo. Allí donde esa imagen no está puesto que
mi mirada es lo que la constituye, fuera de 4 II1 estoy yo, pero
no estoy más que para percibir esa imagen que no soy.
En la pareja Otelo lago hay un cruce de lo negro y la
complexión blanca. El candor está del lado del negro y la
negrura del lado del blanco. Ese morueco negro, que al
comienzo de la obra hizo uso del engaño, se deja engañar a
su vez por los signos de la trampa en este mundo donde los
blancos fingen inocencia y por debajo de sus maneras
refinadas emplean las falsificaciones del lenguaje, las con­
venciones secretas de las miradas cruzadas, el equívoco de
los gestos de la cortesía, para oscurecer la transparencia de
los intercambios naturales. lago logra hacer creer a Otelo
que se equivocó dejando su cielo natal para respirar el aire
de Venecia, donde los blancos son hipócritas, falsos, afecta­
dos, traidores, perjuros2 0 .
Pero para que esta situación narcisista complementaria sea
inteligible debe sufrir otra división. Freud escindió el narci­
sismo después de haberlo introducido en la teoría por el
antagonismo de Eros y del impulso de muerte. lago es una
figura cuyo vínculo con el mal no puede reducirse a ningu­
na explicación psicológica. Celoso de Cassio por su promo­

20 Debemos insistir aq uí en el noto rio carácter disoluto de las


costumbres de la República de Venecia en esa época, tal como
lo cuentan los viajeros de entonces. Esto justifica, sin duda, las
palabras de lago, que hay que considerar verídicas:
“Conozco bien el carácter de nuestro país; en Venecia, las
mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a
mostrar a sus mandos. Toda su conciencia estriba, no en no
hacer, sino en tener oculto"(JII, 3)

177
ción, del moro que le ha negado ese rango y, según él, le
habría quitado su mujer y aún, si debemos considerar todo,
envidioso y despechado por el amor no compartido que
siente hacia Desdémona; todo esto, que ofrece a la potencia
maléfica motivos sobre los cuales se fundará, es inconmen­
surable con el maquiavelismo 2 1 que emana de lago. Su
triunfo está presente en dos versos que iluminan la conver­
sión de Otelo a sus planes cuando éste dice:

“ ¡Cede, oh am or, tu corona y el corazón en que estabas entroni­


zado, a la tiranía del odio! (111, 3)

De ahora en adelante las nupcias de Otelo serán las nupcias


con la muerte que lo esperaba desde tiempo antes. La
había engañado con ese matrimonio, tentado por el amor.
Pero lago, esa parte sombría de sí mismo, termina pór
ginar la causa, cumpliendo su misión thanatófora. Los
combates de Otelo y de lago son simétricos e inversos.
Lo que une fundamentalmente a Otelo y lago es su común
desconocimiento de su deseo por Cassio. Otelo no sabe con
cuánto amor están marcados sus favores hacia Cassio y
cuánta aspiración hacia eso que está fuera de su alcance
atestigua ese amor, lago ignora que su sed de venganza de
un rival más feliz en todas las cosas está tan fuertemente
teñida de deseo pasional que finalmente lo hará fracasar.
Pues ¿cómo comprender que lago, coreógrafo minucioso
del ballet satánico, teniendo a Cassio en la punta de su
espada y decidido a darle muerte, yerre el blanco que
aborda de espaldas, se deje poseer en ese instante por una
turbación que le hace bajar la punta y hiera a su rival en la
cadera sin ponerlo en peligro de muerte72?
No hay que olvidar que esa fabulación del sueño de Cassio,
la fantasía de la noche pasada con Cassio que él induce en
Otelo, sólo pudo inventarla recortándola sobre su propio
deseo; el engaño que la justifica no le quita su poder. Pues

Jl Se ha querido ver en lago una figura del hom bre nuevo del
Renacimiento, discípulo de Maquiavelo. Su función va mucho
más allá de esta localización temporal.
" Como Otelo herirá a lago sin matarlo en la escena final.

178
si “hace ver” a Otelo en ese mismo momento, lago se
olvida, preocupado por suscitar la falta del Otro, imaginán­
dose gozar de la escena en que acaricia la esperanza de la
exclusión de Cassio y de la destitución de Desdémona. Del
mismo modo, cuando sea el artesano del juego en que hace
hablar a Cassio de Blanca mientras que Otelo imagina que
se trata de Desdémona, en la escena que se le representa, es
él, lago, quien será el cautivo, lo mismo que Otelo, de la
mascarada que ha montado malignamente. Pues él fue, en
una escena anterior, el observador despechado de las rela­
ciones corteses entre Desdémona y Cassio.
Se ha podido observar que Otelo no monopolizaba los celos
en la tragedia. También lago sospecha que su esposa lo ha
engañado con Cassio y Otelo, como si éste representara
para nosotros, al comienzo de la obra, esos celos no naci­
dos todavía en el moro, que no tiene ninguna sospecha de
su naturaleza celosa. De hecho, los sentimientos de lago se
acercan más a la envidia que a los celos. ¿No hay que
distinguir, en efecto, las dos formas: envidia y celos?
Melanie Klein, en Envidia y gratitud, establece la diferencia
entre ellas. Mientras que los celos implican un predominio
proyectivo y admiten la existencia de un tercero que goza
de lo que el celoso está privado, la envidia imnüca un
deseo de introyección destructiva que tiende a la degrada­
ción directa del objeto del deseo, sin intermediarios, en el
marco de una relación dual. Otra distinción, que puede
añadirse a la de Melanie Klein, los separa: los celos son un
deseo que se dirige al objeto, la envidia concierne sobre
todo al narcisismo. Si Otelo es celoso, a pesar de la forma
narcisista de su catexis objetal, lago está habitado por una
sed de dominio que se dirige más al deseo que a su objeto,
al cual Otelo está, durante un tiempo todavía, apegado. Sin
embargo, al ligarse con Otelo, desde que ha alcanzado el
objetivo de su promoción al cargo de lugarteniente, el
dominio narcisista se resquebraja. El hecho de haber juradc
su fe al moro parece hacer coincidir la traición de lago con
lo que el mismo moro traiciona, su deseo inconfesado por
Cassio.
Es como si se formara una danza cuyo movimiento escapa
a quienes dibujan sus figuras. Al comienzo de la tragedia

179
lago habla el lenguaje de la envidia pero predica la domesti­
cación del deseo al culto de sí mismo —“Nunca encontré
un hombre capaz de amarse a sí mismo” - mientras que
Otelo, ocupado por sus recientes bodas, relega a segundo
plano todo lo que pertenece al orden de sus satisfacciones
más constantes, las de los vínculos que lo ataban a sus
hombres. Y, apenas se cumple la destitución de Cassio, ella
despierta en Otelo el amor homosexual inconsciente, pero
éste, como es inaceptable, sólo puede expresarse en la
degradación y la culpa de Desdémona. Desde entonces
Cassio entra subrepticiamente en el deseo de lago, después
del éxito del nacimiento de los celos, engañando la seguri­
dad dada por el sentimiento de haber logrado capturar al
moro, mientras que el comienzo de la obra mostraba al
alférez tan entregado a la depreciación de su feliz rival. Por
eso puede admitirse con razón que hay también una trage­
dia de lago que es el revés exacto de la de Otelo. Hay que
tomar a Shakespeare a la letra, pues lo dice con una frase
que pone en boca de Otelo: “By heave, he echoes m e’’,
que en la traducción francesa de Jouve aparece como: “Tú
te haces mi eco” , haciendo perder esa dimensión donde
juega el clivaje del sujeto.
Por esta voz se enunciará el retorno de lo reprimido anula­
do (forclos). La palabra del viejo Brabancio emerge y reapa­
rece con la evidencia de los prodigios realizados. Otelo
había borrado hasta la huella de esa sentencia. A quí resuci­
ta en boca de lago, clara y cortante como una espada en el
día del juicio final.

“ Engañó a su padre, casándose con vos; y cuando parecía estre­


mecerse y tener miedo a vuestras miradas, fue entonces cuando
las apetecía más” . (III, 3)

Desde éste momento Otelo reconoce en lago su doble y su


mitad. El impulso de muerte en boca de lago se apodera de
esa palabra paternal como palabra de la transgresión; ella
sólo se sirve de los resortes de los celos o del deseo-
reprimido e inaceptable para alcanzar su fin. Deshacer lo
que se ha hecho. Disolver el entrecruzamiento de los víncu­
los artificialmente establecidos. Devolver a los esposos, me­
180
diante la anulación mutua de Otelo y de Desdémona, que
habían abolido su diferencia, cada uno al dios de su raza.

III. SIGNIFICANTES Y DIOSES

Los significantes marcados

Busquemos en el discurso trágico lo que resalta, lo que


insiste sin descanso o, por fin, surge brutalmente en la
sorpresa de un instante. Se destacan asi tres figuras, una
esperada: el pañuelo, las otras dos más discretas: el clown y
el puñal disimulado con el cual Otelo se mata; las llamare­
mos significantes marcados.
Se ha interrogado sobre lo insólito que introduce la presen­
cia del clown2 3 . Shakespeare limita su intervención a dos
breves episodios, ambos en el tercer acto, que es el acto del
nacimiento de los celos. Como si su momento no hubiera
llegado todavía en las horas de felicidad de Otelo y Desdé-
mona, y como si su tiempo ya hubiera pasado cuando la
pasión de los celos adquiere un tinte trágico en los dos
últimos actos. En sus dos apariciones, el clown sirve de
intermediario entre Cassio y Desdémona. La primera vez
CassiD, haciéndole tocar una melodía para Otelo, le encarga'
un mensaje para Emilia, que no es sino el medio para llegar
a Desdémona. La segunda vez es Desdémona quien lo
interroga para encontrar a Cassio. El clown está entre
Cassio y Desdémona como la imagen de lo irrisorio de sus
relaciones. Secretas y tiernas, éstas son inocentes. Y sin
embargo esa inocencia no los salvará del delirio interpretati­
vo de Otelo. Conversaciones asombrosas las del clown. Con
los músicos, exhibe un humor trivial, un erotismo grosero,
y une a la alusión la temática sexual y anal. Con Desdémo-

í3 Es necesario recordar que el “ clown” en el teatro isabelino, no


representa forzosam ente a un bufón o un payaso, sino a veces a
un sirviente de origen simple, campesino.

181
na forzará los juegos de palabras de manera incomprensible.
Y sin embargo es muy probable que haya en sus palabras
más sentido de lo que parece. Los equívocos del clown,
intraducibies, hacen resaltar el tipo mismo de los significan­
tes implicados en la interpretación delirante; así, cuando
Desdémona pregunta:

“Do you know where Lieutenant Cassio lies? ”

El verbo tiene aquí el triple significado de “ habita” , “ mien-


te” y “yace” 24 . Y todo el aparente baturrillo de esas
réplicas está dicho en el más puro estilo de esos juegos de
palabras, doble sentidos, condensaciones que tienen lugar
en el proceso primario y que resurgen en el humor y el
lenguaje psicótico. La interpretación delirante atraviesa rápi­
damente el puente entre el deseo de saber dónde reside el
lugarteniente Cassio, y el de unírsele, en la mentira, allí
donde yace. Y Shakespeare da muestras de perspicacia cuan­
do hace decir al clown: “Voy a interrogar al m undo como al
catecismo, es decir que yo mismo haré las preguntas y las
respuestas” . El delirante celoso no procede de otro modo.
Desde ese momento, el personaje del clown se transforma
en un índice que señala el ojo y el oído de los celos. Lo
que salga de su boca es lo que verá y oirá el celoso. Esta
subversión de los significantes puede tener consecuencias
trágicas, como lo demuestra el fin de la obra, pero a través
de lo irrisorio, de lo absurdo, no dejará de tener una
dimensión cómica 2 s .
Merece notarse aquí esta dimensión de lo cómico en el
amor, a la que aludió Lacan. El hum or es lo que el superyó

24 P ie rre-Jea n Jouve extrae el máximo de significaciones con “ la


habitación del lugarteniente Cassio” , pero no puede evitar per­
der una en el camino.
21 El de Buñuel. rara obra veraz sobre la locura celosa en el cine
fue, en el país donde se filmrf, país de tradición hispánica donde
no se juega con las cuestiones de honor, un éxito cómico, según
o í decir. Los autores clásicos de la psiquiatría, con Clérambault
a la cabeza, no lo hubieran desaprobado. Es indudable que se
puede atribuir al desconocim iento esas risas defensivas donde los
celos son problema del Otro.

182
tolera, pero la risa es la liquidación de una tensión, de una
sobrecarga de afecto hacia el afuera, donde se expresa el
sentimiento de triunfo sobre el objeto, sin que ninguna
limitación ponga trabas. Aquí no nos reímos del celoso,
sino gracias a la inversión del amor en odio, de la sobreesti­
mación del objeto sexual del Otro. Los celos no se limitan
a una simple inversión de lo positivo y negativo, sino que
hacen surgir en estado puro la aglutinación de los signifi­
cantes en exceso. Esta condensación permanece silenciosa
en el amor o sólo se desencadena en la serie sintagmática
de las innumerables cualidades del objeto de amor que se
interponen entre el Deseo del sujeto y la fantasía de reu­
nión con él. El clown, agente de mediación entre los
protagonistas, reduce al silencio las ondas de armonía en
nombre de Otelo, pues “ como se dice, al general le importa
poco escuchar música” y hace pasar en su lugar el rechina­
miento cacofónico de los significantes que se cambiarán
entre Otelo y lago. En los enunciados del clown vemos la
exhibición de esta “ extensión de lo sexual” que se relacio­
na, no ya con lo que diferencia a los dos sexos, sino con lo
que tienen en común : lo excremencial 2 6.

CLOWN. — Por favor, ¿son de aire esos instrumentos?


MUSICO I o — Sí, paidiez; lo son, señor.
CLOWN. — ¡Oh! Entonces, ¿van a traer cola?
MUSICO I o . — ¿Dónde va a estar la cola, señor?
CLOWN. - A fe, señor, en muchos instrumentos que conozco” .
(III, 1)

Veremos que esta imagen sugestiva de la analidad aparece


cuando cae el objeto que falta a Desdémona.
El pañuelo, segundo significante marcado, es aquél median­
te el cual Shakespeare nos envía un signo. Hasta tal punto,
que ha adquirido el valor de un velo arrojado sobre la
tragedia, pues a su respecto se han formulado muy pocas

“ Freud, El chiste y su relación con el inconsciente.

183
aclaraciones. Hemos planteado la cuestión de su origen doble,
don de la maga a la madre o del padre a la madre. Nos
inclinaríamos a ver en esta mancha del texto shakespeariano
la cuestión de la tragedia. La interrogación, no formulada,
cubierta por las voces de los protagonistas, en: “ ¿Qué dicen
los dioses de esta unión? ” . El discurso que le hace eco la
retoma en otra forma: “ ¿Quién garantiza el despertar del
deseo y por qué medios? A esta pregunta no se da otra
respuesta en el texto de Shakespeare que el misterio de ese
doble origen. Por lo cual se nos indica que se trata menos de
una pregunta sin respuesta que de una respuesta imposible de
considerar unívoca. El pañuelo ha salido de una matrilineali-
dad secundada por la ayuda de las magas, de un poder de
creación engendrado sólo por las fuerzas femeninas, producto
del corazón de esas vírgenes que únicamente habrán conoci­
do del Deseo las huellas dejadas por su ausencia de realiza­
ción. O bien es ese don prodigado por ei padre a la madre
para inspirar lo que falta a su solo encanto natural, allí donde
éste no puede alentar el deseo del Otro, para que el trozo de
tela se presente a su vez como objeto á desear. En ambos
casos, el pañuelo es significante del deseo cuya significación
sólo se aprehende allí donde llegue a faltar.
El estrecho vínculo que mantiene el pañuelo con la castra­
ción está atestiguado por el momento de su introducción en
la tragedia. Aparece entre Desdémona y Otelo en el momento
en que, por primera vez, éste se queja de tener “un dolor en
la frente” . Así se designan alusivamente los cuernos que teme
el moro. Pero esta metáfora y ese temor entran en relación
con otro dolor en la frente. Otelo es epiléptico y nos es
imposible no ligar ese dolor, verdadero o falso, con la crisis
que pronto se declarará y cuya aura probablemente sea. Pero
qué rica de significaciones nos parece entonces la negativa de
Otelo a dejarse vendar por Desdémona, que se ofrece para
aliviarlo. “Vuestro pañuelo es demasiado pequeño” , le res­
ponde. Y en ese momento el trozo de tela cae como resto de
un encuentro marcado con la barra que afecta su deseo, ya se
lo denomine celos de Otelo o deseo de Cassio27. De este

En el relato de Cinthio, Desdémona deja caer el pañuelo en el


m om ento en que lago le da su hijo.

184
modo Desdémona ofrece su don a Otelo; en ese gesto ella
encuentra el rostro de la madre que cuida y se despoja ante
Otelo del velo con el cual él cubre su sexo. Hemos visto que
en Cassio, en su lugarteniente, es donde él encuentra ese
complemento indispensable que puede faltar a Desdémona.
Otelo caerá en trance después de haber evocado con una
precisión insoportable la escena sexual entre Desdémona y
Cassio.

“ ¡Acostado con ella! ¡Acostado encima de ella! . . . ¡Dormido


con ella! . . . ¡Eso es asqueroso! . . . ¡El pañuelo! . . . ¡Confesio­
nes! . . . ¡El pañuelo! ” (IV, 1)

Lo atacará la crisis cuando haya establecido la relación


entre la palabra - “No son las palabras las que me sacuden
así” —y la función del pañuelo como lugar de pasaje
—”Puaj! Nariz, orejas y labios” —, hacia la relación que une
en la boca el órgano de la palabra y el del ' beso. La
confesión se transforma en la condición del goce -re to rn o
al lenguaje— devolviendo a las palabras un valor erógeno al
velar la conexión que acaba de sugerir. “ ¿Es posible?
¿Confiesa? ¿Pañuelo? ¡O demonio! ” Y pierde el conoci­
miento. El pañuelo demasiado pequeño, rechazado por Ote­
lo y remitido a su poseedor, hace coincidir para nosotros la
imposibilidad de tapar completamente la castración por el
pene imaginario cuyo sustituto es el pañuelo en Desdémo­
na, con esa otra castración presentida por Otelo en el
anuncio de la crisis, que lo expondrá totalmente a la mirada
del Otro en la convulsión, exhibiendo en su enfermedad lo
eue se esforzaba por mantener cubierto en Desdémona. En
el momento de este hundimiento en la noche de la concien­
cia. Shakespeare hace atravesar a Cassio el espacio de la
escena, iniciando un breve diálogo con lago, diálogo cuya
necesidad escapa totalmente al espectador si no se ve que
nuevamente se trata de reunir en el trance de Otelo a esos
dos hombres, como en la noche de guardia en la que
durmieron juntos. La aparición y la salida de Cassio, que
dejan a lago cuidando al moro, indican la serie de permuta­
ciones del objeto del deseo. lago ha venido a sustituir a
Cassio inclinado sobre el moro cuando éste vuelve en sí; el

185
nuevo cuadro que forma con el moro continúa la serie de
juegos amorosos imaginarios de Desdémona y de Cassio y la
fantasía en que Cassio, dormido, abraza a lago tomándolo
‘por Desdémona. La crisis ha aboiido la visión aborrecida de
Desdémona desfalleciendo con otro. Pero ha permitido, en
la obnubilación misma de lo intolerable, que el agujero de
esta pérdida de conciencia se llene con esa otra escena
donde, gracias a la abolición del control del sueño, lago y
Cassio han dejado deslizar entre ellos las primicias de la
lujuria. Otelo vuelve en sí en brazos de lago y recibe en su
mirada la imagen de su doble; su identificación con el
deseo del rival se transforma en deseo hacia el rival. Se
habrá recorrido la cadena de los objetos del deseo desde el
amor genital hasta el’narcisismo, y terminará con la palabra
que permite identificar a lago con la Desdémona maternal
que lo ha precedido: “ ¿Y cómo va eso, general? ¿No se
hirió la cabeza? ” Y Otelo responde: “Te burlas de m í” . La
epilepsia es para Otelo la castración, por e'. vínculo que
establece entre el dolor de cabeza y la situación de marido
engañado. El hecho de que haya rechazado ei pañuelo para
disfrazar esa herida demuestra que, si Otelo no tolera que
deje el lugar que le permite tapar la castración femenina, la
herida de Otelo será exhibida a todas luces. El pañuelo es
para Otelo testimonio de certidumbre, indicio de una situa­
ción donde la presencia o la ausencia de pene se basa en
signos visibles, a los que hay que interrogar con la mirada
para obtener una respuesta. Pues, como todo celoso, Otelo
sólo es sensible a las pruebas que atestiguan la certidumbre
de su deseo y de ¡as confesiones que lo justifican. “Give
the ocular proof”, la prueba ocular, es decir, la prueba
especular. Denme la piueba especular de que mi amor es
una puta. “Hazme ver.” Otelo quiere ver, como Edipo
quiere saber. Pero ni uno ni ei otro tienen idea de lo que
buscan. “Lo que yo quiero es la prueba” , dice Otelo;
veremos aquí, además, un doble sentido. La prueba es su
deseo. Su deseo de que su mujer sea una puta, bsa preocu­
pación por la prueba visible debe incluirse, además, en el
retorno de lo reprimido. Porque él raptó a Desdémona de
noche, engañando las miradas, debe constituir esta prueba
en lo visible. Pero ese invisible que siempre se sustrae lo

186
remite a la palabra de Brabancio: “ Moro, si tus ojos saben
acechar.. La prueba visible no es, pues, solamente la
manifestación de vigilancia, sino resurgencia del oráculo
paterno.
Esa condición de prostituta de Desdémona es esencial para
sostener el deseo de Otelo. Si todas las mujeres son prosti­
tutas, entonces uno sólo puede relacionarse de un modo
durable con hombres, y tienen derecho a no amar a las
mujeres más que como prostitutas y de amar en eilas a la
prostituta. Pero, al hacer esto, al alejarse más de la que fue
el piimer objeto de amor, la madre, uno se acerca a ella sin
saberlo. Pues la primera de todas las infieles fue la madre,
cuando el niño descubrió por primera vez la existencia de
las relaciones secretas que ella mantenía con el padre. Hasta
tal punto que quien huye de las mujeres rebajándolas a la
categoría de prostitutas y preservando platónicamente a
una de eilas está más cerca que nunca de la madre cuando
se encuentra en los brazos de una prostituta 2 8 Y de hecho
Otelo sólo deja brotar en él los açentos de la pasión cuando
puede tratar de prostituta a Desdémona, mientras que en el
cielo brillan las castas estrellas a quien no puede nombrar la
causa de su deseo. El amor se cargará de las múltiples
degradaciones que sufra el objeto de amor por su infideli­
dad, engrosando sin saberlo un goce insospechado.
Desdémona privada del pañuelo hará surgir en el espíritu de
Otelo imágenes que hay que reinsertar en el contexto de las
fantasías que connotan. Su acumulación insistente muestra
en Otelo la contigüidad de lo sexual y lo repugnante, así
como la anatomía acerca lo genital y lo excretorio. En
estas diversas expresiones, Otelo se imagina con los rasgos
de lo que aborrece:
“ Mejor quisiera ser un sapo y vivir de la hum edad de un
calabozo, que guardar para usos ajenos un rincón de aquello que
am o.” (III, 3)

En otro, momento rodea con su lugar la representación del


objeto envilecido:

Freud, “ 5obre un tipo especial de la elección de objeto en el


hom bre” , fí.N . , tom o 1, Pág,963; S.E., tom o XI, pág. 177.

187
“ ¡Pero ser arrojado del santuario en que deposité mi corazón,
del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida; del
manantial hacia donde se desliza mi corriente para no secarse!
¡Ser arrojado de él o conservado como una cisterna para que
sucios sapos se enlacen y engendren dentro! ” (IV, 2)

O esa cópula hace desaparecer todo carácter de diferencia


sexual y el objeto nace de un autoengendramiento a partir
de materias en putrefacción;

“ ¡Oh, sí! Com o las moscas estivales en el m atadero, que,


apenas creadas, se reproducen zumbando! ” (IV, 2)

La prueba ocular que tiene Otelo de la infidelidad de


Desdémona, de su condición de prostituta, no es solamente
haber visto el pañuelo en otras manos que las de Desdémo­
na, sino el haberlo visto en las manos de Blanca, la prosti­
tuta. “Si la prostituta tiene el pañuelo, es porque aquélla a
quien yo se lo había dado no es otra cosa que una prostitu­
ta” . El pañuelo pasa de mano en mano como la mujer de
los brazos de uno a los del otro. Eso es lo que se trata de
demostrar: la cadena de seres femeninos que transmiten el
pene está hecha, desde que ellas quedan desposeídas de él
—desde que son verdaderamente m ujeres-, de prostitutas.
Así se cierra el círculo de la tragedia de Otelo anudándose
mediante el objeto del deseo: el pañuelo. Por haberse
encontrado cautivo de esta investigación —la prueba ocular
que reclam a-, Otelo desconoce que lo que se tramaba en él
era, de hecho, el recorrido de un circuito: el circuito del
sujeto que parte de lo que la madre ha recibido y cuyo don
es Otelo, para llegar al salario de la prostituta, único don
que merece la madre. Este circuito sólo se constituye en su
recorrido cerrándose sobre el mismo Otelo. El reúne dos
trayectorias, una indirecta que se tuerce en los meandros
del tránsito del pañuelo entre las diversas manos que se lo
pasan, sustraído a la vista del moro, atravesando ciegamente
los objetos de su deseo, y la otra directa, saltando todos los
pasos intermedios para ligar el ojo que lo descubre al
atuendo de la prostituta. Pero su descubrimiento indica
aquí la ausencia en su poseedor y su comprobación no
tiene otra función que la de revelar su falta allí donde

188
debía encontrarse: cuando ella ya no lo tiene, eso es lo que
ella es. Allí donde termina el recorrido del deseo, en lugar
de la prueba ocular dada por el objeto, el pañuelo, comien­
za el fin del sujeto.
Es ahora el momento de hacer entrar en juego el puñal que
no tocará a Desdémona, pues ésta debe morir intacta, y
mutilará a Otelo, que exhibe su herida en el momento de
desaparecer. Pero esta última mutilación, punto final de
esta tragedia, está totalmente impregnada del engaño que
fue el motor mismo de la tragedia. Otelo debe salir del
campo trágico por la misma vía de lo que ha constituido lo
trágico. Así se sucederán las armas en su mano, como el
pañuelo habrá pasado de mano en mano. Otelo llega hasta
descubrir ante nosotros la fantasía de la otra arma disimula­
da. Después de haberse precipitado sobre lago 2 9 es desar­
mado por Montano, pero va a apoderarse de una segunda
espada, oculta en la habitación. Desarmado por segunda vez,
el espectador ya no puede contar con un recurso a ese proce­
dimiento, puesto que ya se lo ha utilizado. En ese
momento, la función fálica cede el lugar al reconocimiento
de la castración.

“ ¡Mirad! ¡Tengo un arma! Nunca una mejor prendió del


muslo de un soldado. He visto el día en que, con ese débil brazo
y esta buena espada, me abría un camino a través de obstáculos
veinte veces más potentes que vuestra resistencia.. . Pero ¡oh
alarde inútil! ¿Quién puede oponerse a su destino? No o cun e
así ahora. No temáis, aunque me veáis armado. He aq uí el fin de
mi viaje, mi postrera etapa, el faro a que hago vela por última
vez” . (V, 2)

Aun privado de ese último recurso, Otelo hará brillar por


última vez el resplandor de un puñal salido no se sabe de
dónde, en la sorpresa de las miradas subyugadas como por
un diablo surgido de alguna caia. En el momento en que el
hecho de estar desarmado parecía haberlo vuelto inofensivo,
hará surgir de un sitio disimulado el puñal que lo penetrará.

** Otelo falla el tiro al querer m atar a lago, así como lago ha


fallado con Cassio al atacarlo.

189
El reconocimiento de la castración no ha podido impedir
que ésta tome en Otelo la imagen de su negación, evocando
por esos desarmes sucesivos la figura de la hidra con múlti­
ples. brazos que Otelo representa para nosotros. En ese fin
que él se inflige, cortando el mismo la cabeza del mons­
truo, quiere significar sin duda el dese de encontrar a
Desdémona en el más allá, adornada con los mismos atribu­
tos de los que el día de su boda debió reconocer que estaba
desprovista.

Los signos de los dioses

Hemos reconocido en el fin trágico de Otelo una salida


fatal que obedece a una implacable necesidad. Se nos pro­
pone la imagen de esta necesidad utilizando como interme­
diario ia maquinación diabólica. Pero hemos descubierto
que sus engranajes, exhibidos a nuestra vista con demasiada
complacencia, nos habían impedido escuchar el retorno
de la palabra profética. Entonces planteamos la hipótesis
de que la organización de la maquinación era el proceso
de una ficción apta para disimular, ante el matrimonio de
Otelo y Desdémona, la cuestión del consentimiento de los
dioses. Reconocimos los signos de una trasgresión en el
rapto de Desdémona. que escarnece y castra al padre, el
viejo Brabancio. Pero las figuras que representan a éste en
el último acto hacen de él una figura tan pequeña que es
difícil atribuir al desenlace la significación de un triunfo
paterno. Entonces hay que considerar al padre y sus repre­
sentantes como los emisarios de un mandato, tanto más
cuanto que toda la progresión trágica se realiza alrededor
del poder de representación de los significantes, como lo
demuestra el pañuelo. La infidelidad de Desdémona no se
produce en la realidad, pero permite reali7ar esta profecía
en la fantasía.
La inversión de los signos de la situación inicial, donde
Cassio representa lo que Desdémona rehúsa, esos preten­
dientes que ella ha desdeñado en Venecia y lo que falta al
moro, transfonnará al lugarteniente en lo que falta a Desdé-
mona y lo que el moro rehúsa de su amor inconfesable

190
La fantasía homosexual inconsciente que liga a Otelo con
Cassio, nunca nombrada ni reconocida, se deduce del en­
cuentro de los deseos de Otelo y de Desdémona. Otelo en
su trasplante veneciano reniega de sus pares y sus dioses de
nacimiento, y ve en Desdémona un objeto de amor porque
ella misma desdeña a aquéllos con quienes su nacimiento la
destinaba a aliarse. Pero Otelo sólo puede leer en los ojos
de Desdémona que responde a su llamado, aquéllo que, en
su rechazo a dejarse desear por los que la rodean le cierra
el camino de su secreto deseo de ser semejante a aquéllos
mismos que le estaban destinados. El apuro, ei apresura­
miento por concluir antes de que se anuden otros hilos,
llevan !a marca de un “antes de que sea demasiado tarde”
como para prevenir esa interrogación de cada uno sobre el
destino de su deseo. Desde entonces la imagen de! rapto
con el consentimiento de la presa, que sigue a su situación
de inaccesible ante tantos pretendientes, entra en contra­
punto con la adhesión de Otelo a dioses nuevos después de
tantas resistencias y obstinación para escapar de innumera­
bles sujeciones, como si en esta conversión hubiera, de!
mismo modo que en esa seducción, un engaño en la bús­
queda de esa inversión.
El dios cristiano ha sido engañado por las tretas de Otelo,
que atrae a Desdémona por el prestigio de su origen lejano,
de sus fabulosas aventuras, de su leyenda rodeada de aureo­
las, todas peripecias relacionadas con su condición de
moro. Pero Otelo ha renegado de los dioses de sus antepa­
sados. Se ha convertido. Esta conversión es una traición por
la cual será castigado con la ayuda de las mismas armas que
aseguraron su triunfo: el engaño y ¡a infidelidad. E¡ único
infiel de la tragedia es Otelo, que ha abjurado de sus dioses.
Entonces se conjugarán, en una alianza fatídica, el dios
cristiano, engañado durante la conquista de Desdémona, y
los dioses moros, abandonados por Otelo, para castigar a
aquél que renunció a sus vínculos ancestrales para contraer
otros.
En el último acto, el de la muerte de los esposos, se siente
con una fuerza especial esta presencia de los dioses. Hay
que escuchar atentamente para ver cómo Otelo, al cometer
un crimen, lo transforma en holocausto.

191
. .vas a hacerme com eter un asesinato, cuando me proponía
un sacrificio.” (V ,2 )

Y su insistente preocupación por que Desdémona muera pura.

“ O. - ¿Habéis rezado esta noche, Desdémona?


D. - S í , mi señor.
O . - S i recordáis de algún crimen que os deje aún irreconciliada.
con el cielo y la gracia divina, solicitad pronto el perdón.
D. - ¡Ah mi señor! ¿Qué queréis decir con esas palabras?
O. -B ie n , hacedlo, y sed breve. Daré un corto paseo mientras.
No quisiera m atar tu espíritu sin hallarse preparado. No. . . ¡No
lo perm ita el cielo. . ! ¡No quisiera matar tu alma!
D. - ¿Habláis de matar?
O. - S í , de matar hablo.
D. - ¡Entonces, el cielo tenga piedad de mí!
O. - ¡Amén, con todo mi corazón! ” (V, 2)

El problema no es solamente matarla; es necesario que


muera religiosamente, cristianamente.
Se ha observado en más de una oportunidad lo inverosímil
de estos celos que estallan apenas reunidos los esposos
después de su reencuentro. El clínico, para quien estos
hechos no son inhabituales, encuentra aquí menos que
decir; pero si debemos aclararlos desde el interior mismo de
la tragedia, ¿no puede verse allí el retom o sobre él sujeto
de eso de lo. cual lo acusan: de haber seducido por bruje­
ría? La magia retoma sus derechos sobre la conversión
formal. Otelo aparece poseído por los celos de un modo
tan brusco como Desdémona lo fue por el amor, lo cual
hizo sospechar que el moro lo había hecho surgir por
medios sobrenaturales. Y si, como sostuvimos, lago es su
doble, comprenderemos mejor el propósito que lo anima en
la cabecera del moro, poseído por su crisis: “ Trabaja siem­
pre, mi droga, trabaja” .
Otelo, negro, ha surgido de ese mundo de brujería; conver­
tido y casado con la blanca Desdémona, pierde esa negrura
y accede al candor de los blancos, que se revelará falso; la
traición de Desdémona, en la que Otelo lee el reflejo de su
propia traición, anula esta diferencia.

“ Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, es

192
ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro. . . ”

Abandonará la vida como un negro. Así como se preocupa


por que Desdémona muera cristianamente, del mismo m o­
do, en lo que a él le concierne, no toma ninguna medida
para recomendar su alma a Dios. Y sin embargo, si interro­
gamos las imágenes del lenguaje de Shakespeare, en el
monólogo que precede al suicidio de Otelo, en la fábula
que le sirve para dejar el mundo escapando de la red que se
cierra alrededor suyo, encontraremos las huellas dispersas
de la evocación de un retorno a sus dioses:

“ Si obráis así, trazaréis entonces el retrato de un hom bre que no


amó con cordura, sino demasiado bien; de un hom bre que no
fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto, se dejó llevar
hasta las últimas extrem idades; de un hom bre cuya mano, como
la del indio vil, arrojó una perla más preciosa que to da su tribu;
de un hom bre cuyos ojos vencidos, aunque poco habituados a la
m oda de las lágrimas, vertieron llanto con tanta abundancia
com o los árboles de la Arabia su goma medicinal. Pintadme así,
y agregad que, una vez en Alepo, donde un malicioso turco en
turbante golpeaba a un veneciano e insultaba a la Repúblia,
agarré de la garganta al perro circunciso y dile muerte. . ., ¡así! ”
(V, 2)

El indio, la tribu, el árbol de Arabia, Alepo, el turco con


turbante. Africa, Oriente: toda la barbarie desfila ante nues­
tros ojos en esta evocación final donde Otelo signa su fin
con su sello original. El sentido de su suicidio no es, pues,
la reunión con Desdémona, sino el operar mediante la
muerte la inversión de su conversión, puesto que para los
venecianos presentes él es, - e n el momento en que les
recomienda que den una imagen veraz de sí mismo después
de su desaparición— el perro circunciso que él castiga.
Así pues, Otelo sería la tragedia de la conversión. En ella
operaría una doble transgresión. Transgresión a la ley del
padre, por el abandono de la fe de sus antepasados, y
transgresión en la elección del objeto amoroso. Al tomar
como mujer a Desdémona, prefiere a la extranjera frente a
las hijas de su país. Pero la transgresión está en lo que este

193
apartamiento implica de retorno. Es como si, al vincularse
por amor con la imagen más lejana de su madre —no otra,
sino exactamente la inversa— encontrara sin embargo a ésta.
Lleva a cabo, sin saberlo, uu incesto al revés. Al elegir a su
contrario recae en la misma, la madre inevitable.
Otelo quiere a Desdémona semejante a su madre. Lo dice
suficientemente, mostrándole que el precio que pone a su
persona se relaciona con el precio que pone al pañuelo de
su madre, para que ella sea como la madre de los primeros
tiempos,, la que todavía no había sido tocada por la castra­
ción, provista del velo que impide su visión.
Otelo es pues, a fin de cuentas, un hermano de Edipo y de
Orestes30 . Se ha expatriado muy lejos de su padre. Al
protegerse del deseo de castrarlo, no pudo evitar satisfacer
ese deseo en la persona de Brabancio3 1. Ese padre, del que
hay que sostener el deseo que inspira mediante un talismán,
es aquel a quien vuelve a someterse en la inconsciencia del
deseo homosexual 3 2 que impide el goce del objeto de
amor. Esa muerte rechazada muchas veces, evitada cada vez
por un pelo, esas evasiones milagrosas así como esas victo­
rias, hacen de Otelo ese talismán mismo. Pero esta prueba,
confirmada mil veces, se detiene en el umbral de la cámara
nupcial. Y no era suficiente con reducir a su merced el

30 Este parentesco con la tragedia antigua fue sentido por Charl-


ton, q ue com paró a Otelo con Edipo Rey, y por Swinburne,
que no encuentra nada igual al sentamiento que cierra la trage- '
dia, como aquél que acompaña el fin de la Orestiada.
31 La im portancia social de Btabancio e'stá atestiguada por Iagc.
que pone en guardia a Otelo al comienzo de la tragedia, no
solamente su sobrenom bre es el Magnífico, sino que además se
dice de él que “ su voz vale, en sus efectos, dos veces la del
dux” (1,2).
31 De este m odo puede explicarse el hecho de que Shakespeare
haga aparecer en el primer acto, después de habernos hecho
esperar la llegada inminente de Brabancio a qliien la cólera ha
arrojado en persecución del que le arrebató su hijo, no al “ padre
furioso” sino a Cassio; lo cual hace responder a Iagç a la pregunta
de Otelo, preparado para recibir al ofendido: “ ¿Son ¿líos? ” - “ Por
Jano. creo que n o ” . “ Pçr Jano” abre la serie de rostros dobles, do n­
de Brabancio se anuncia ya como el sustituto de la imagen de]
padre.

194
innumerable enemigo dando a otros la muerte que él desti­
naba a su padre sólo por haberse liberado de la deuda que
implica ese deseo de muerte. Pues el lecho de amor puede
ser el de la muerte. Aquí cesa el milagro y se revela Ja
exigencia de que el talismán provenga del Otro. Los dioses,
que vieron en esta conversión el viático por el pasaje hacia
un imposible cambio de objeto, no se engañaron.

Después de la representación: la diferencia y la mimesis

Nuestro análisis ha llevado al descubrimiento de una dife­


rencia.. Lo que esa diferencia cubre es la distancia, que
existió siempre entre la fascinación indiscutible que el dra­
ma Otelo ejerce en aquéllos ante los cuales se representa, y
cierta incomodidad que suscita la obra, lo cual provocó las
críticas de algunos depreciadores. En verdad, uno se pre­
gunta si esos críticos, que quisieron denunciar ciertas “debi­
lidades” de la obra, no buscaron las razones de esa incomo­
didad más allá de los efectos operantes del espectáculo, pues
ninguno sostuvo que la tragedia carecía de resonancia en el
espectador. Otelo no es una obra rechazable, pero suscita
una molestia cuyas razones, según se cree, hay que buscar­
las en lo inverosímil de la intriga. De hecho, esta diferencia
es la misma que existe entre los celos como situación
antropológica común y la locura celosa, forma extrema de
la alienación. Pero en la obra no hay nada que indique que
se trata de una locura celosa, y puede pensarse que nos
encontramos ante una de las formas más generales de los
celos. ¿Acaso no dice Otelo que él no era propenso a
ponerse celoso? La diferencia entre los celos comunes y la
locura celosa es lo que se descubre detrás de las articula­
ciones de la estructura trágica. Esta, para poder ser percibi­
da, necesita que dejemos de mirar al héroe celoso que, sin
embargo, captura y retiene nuestra mirada, para seguir el
hilo del significante en el proceso de la obra. El sujeto sólo
será accesible a nuestra investigación si recorremos el circui­
to del deseo. La diferencia será entonces la del sujeto del
enunciado y el sujeto de la enunciación. Diferencia entre
Otelo como sujeto, como héroe, y Otelo como tragedia

195
constituida por el conjunto de articulaciones entre diversos
protagonistas, significantes marcados, deseos entrecruzados,
fuerzas personificadas, donde se lee la estructura de la obra
que permite decir que ésta es la estructura de la locura
celosa y no de los simples celos. El espectador, a quien se
invita a la mostración de los celos simples, queda captura­
do, preso en la red de las articulaciones, subyugado y
entregacio a la perturbación. Cuando no se libre de la
perturbación mediante la risa, buscará en malas razones el
punto donde la razón protestará contra lo que en esta
coyuntura le parecerá irracional. De hecho, tratará de evitar
la secreta razón de su goce y su perturbación. Pondrá un
dique contra el deslizamiento de las formas de los celos
comunes hacia las figuras mortales donde la historia de
Otelo puede arrastrarlo. Fijará los límites para que entre Ote­
lo y él no pueda haber una identificación completa.
Entonces se invocarán todas las razones que acentúan la
diferencia entre Otelo y el espectador: la raza negra, el
error de ese matrimonio “m ixto” , la condición de la mujer
en la República de Venecia, etc. Para el psicoanalista, esta
diferencia es irreductible a esas circunstancias, y su funda­
mento se encuentra en la homosexualidad negada [forclos]
y degradada en masoquismo. Entre lo que Shakespeare
muestra a nuestros sentidos y ¡o que da a oír al inconscien­
te tiene lugar esa diferencia que Freud nos propone desci­
frar. Lo que se trata de restituir es lo que se proponía a la
luz de las candilejas, menos a la atención que a la diversión
del espectador. En cuanto a lo qufl se desarrollaba en la
Otra escena, eso debe ser objeto de otra lectura, con ayuda
de otro tipo de vínculos entre sus elementos significativos,
enunciado según otro modo de escansión, marcado por otra
puntuación, que expresa un discurso que se resiste a decir­
se, pues, en sí mismo, es un velo sobre ei decir, y a falta
del cual no habría ya tragedia, ni héroe, ni espectáculo, ni
espectador.
La tragedia imita los celos. Ella instituye pués, al hacerlo,
la diferencia entre unos celos comunes antropológicos, y
unos celos trágicos, escénicos. Entonces ya no son simples
celos, sino celos trágicos y, como tales, celos heroicos. La
distancia diferencial se transforma en la distancia entre el

196
espectador, sujeto a los celos comunes, y el héroe, sujeto a
los celos excepcionales, que atacan a un hombre cuyo
nacimiento y virtudes han llevado al pináculo. Celos homó­
logos a los celos de los dioses, a quiehes el éxito y la
felicidad de Otelo arrojan sombras, pues los obstáculos para
su acceso al cargo de general de la República de Venecia y
al matrimonio con una de sus patricias eran enornfes. Celos
del padre, que ve en el éxito de su hijo una abolición de las
prerrogativas que aseguran su poder paternal y un signo del
deseo de ser suplantado por su retoño. Pero lo que la
tragedia muestra, lo hemos dicho, es que esos celos son
locura celosa. Esta es la otra diferencia. La que sólo se
percibe en el movimiento de la estructura trágica, que
permite reconocer en la relación entre los elementos de la
obra el rostro de la alienación extrema. La situación excep­
cional, la del héroe, se duplica por ser negro, lo que hay
que tomar aquí en su significación metafórica. Esta negrura
heroica hace de Otelo el personaje que lleva en sí la marca
del “Hace mucho tiempo, un hombre venido de muy le­
jos. . . un extranjero.. Pero si todos los celos, aún los
más comunes, no llevaran en sí el germen del delirio,
ningún espectáculo que los muestre sería posible. Inversa­
mente, porque estos celos son delirantes, el espectador que
los entrevea en el fulgor de un instante los rechazará como
inaceptable y atribuirá al espectáculo mismo la causa de
ese rechazo. La mimesis es mimesis engañadora, pues hace
creer en la identidad de lo que reúne: celos comunes y celos
heroicos. Por que es trampa, atribuye los celos heroicos a
los celos delirantes, y secundariamente rechaza a éstos co­
mo demasiado excepcionales para ser verdaderos. Y cuando
el espectador reconoce el germen delirante en los celos,
escapa de este modo al ataque de los mismos. “Puesto que
los celos son locura y yo no estoy loco, puesto que soy el
espectador de esta obra, entonces yo no soy realmente
celoso.”
La representación de los celos ha cumplido con su objetivo:
obtener del espectador el desconocimiento de su deseo.

197
C a p ítu lo III

Ifigenia en A ú lid a *
La e c o n o m ía d el sacrificio

Para las hijas de Thasos

“ ¡Sagrado! . . .
De antem ano, las sílabas de esta palabra están
cargadas de angustia, y el peso que las carga es
el de la m uerte en el sacrificio. . .
Nuestra vida entera está cargada de muerte.
Pero la m uerte definitiva tiene en m í el senti­
do de una extraña victoria. Me baña con su
luminosidad, abre en m í la risa infinitamente
feliz: la de su desaparición” .

GEORGES BATAILLE
Las lágrimas de Eros

“ Pero si la suerte nos dirige, el objeto que


deseamos más ardientem ente es el más suscepti­
ble de arrastrarnos hacia locos gastos y de
arruinarnos” .

GEORGES BATAILLE
El erotism o

Las cita* uo Eun'pides están extraídas de Obras dramáticas de


Eurípides, Buenos Aires, El Ateneo, 1946. Las de Racine han
sido traducidas del texto (N. de la T.).

199
I. LAS DOS IFIGENIAS

La compasión y el terror

La Ifigenia de Racine es la tragedia de las lágrimas. Su


evocación se asocia con los versos de Boileau, que han
llegado a ser tan famosos como el objeto al que se aplica­
ban 1. Sin embargo es asombroso que ese llanto, que la
corte de Versailles distribuyó con más generosidad que “ la
Grecia reunida” , fuera vertido a propósito de una obra que
suscita opiniones más dispares que muchas otras. Al com­
probarlo, se sospecha que ha podido producirse una altera­
ción en el proyecto inicial de la imitación de Eurípides.
Este “ sabía excitar maravillosamente la compasión y el
terror que son los efectos verdaderos de la tragedia” 2 .
Vemos claramente la compasión en el origen de las lágri­
mas, pero nós preguntamos sobre la presencia del terror,
que aquí parece muy oculto, si no inexistente. Ningún
tema como el del sacrificio de una hija amada por parte de
su padre hubiera sido más propicio para ligar el terror con
la compasión en la sentencia despiadada de los Dioses.
¿Diremos entonces que los dos milenios que separan la
tragedia griega de la tragedia de Racine han enrarecido

“ Nunca Ifigenia en Aulida inmolada


Ha costado tan to llanto a la Grecia congregada. .
Prefacio de Ifigenia.

201
hasta borrarlo .el phobos que constituya el vínculo más
poderoso entre las dos mitades del espacio trágico: el espec­
táculo y el espectador? Habrá que buscar la cicatriz en la
distribución de los efectos de ese sacrificio, de eso que, en
las formas iniciales de la tragedia, seguía a un ritual de
sacrificio.
Si sentimos un corte entre la tragedia antigua y la tragedia
clásica, esa no era, sin embargo, la opinión de Racine:
“Reconocí con placer, por el efecto que produjo en nues­
tro teatro todo lo que yo imité de Homero o de Eurípides,
que el buen sentido y la razón eran los mismos en todos
los siglos. El gusto de París ha resultado conforme con el
de Atenas. Nuestros espectadores se han conmovido con las
mismas cosas que antaño han hecho vertir lágrimas al pue­
blo más sabio de Grecia. . ,” 3 . Contra las modificaciones
del tiempo Racine defiende así una eficacia comparable de
las obras. Sería de mala fe acusarlo, por este juicio, de
querer entibiarse al sol de la gloria de Eurípides. Hay que
tomar en serio esta afirmación y someter a las obras empa­
rentadas a la prueba de su economía.

Establezcamos el inventario de las diferencias temáticas


entre Eurípides y Racine.

En Eurípides:

1. El matrimonio de Ifigenia es una pura fábula, una


estratagema.
2. Aquiles es ante todo un defensor del honor, de la
justicia.
3. Menelao es un apasionado, inestable, pero abierto a la
piedad. Ulises no aparece.
4. Agamenón, desde que Ifigenia llega al campo, mantiene
un discurso unívoco en el que estima inevitable el
sacrificio.

3 Prefacio a Ifigenia.

202
5. El encuentro Ifigenia-Agamenón muestra las tiernas re­
laciones entre el padre y la hija ante Clitemnestra.
6 . Ifigenia es una joven virgen, púdica, amedrentada, dul­
ce, tierna, virtuosa, valiente.
7. Clitemnestra, después de un intento de resistencia, se
somete al sacrificio.
8 . Aquiles también renuncia, después de un intento de
resistencia, a fomentar una rebelión sin el consenti­
miento de Ifigenia.
9. Aquiles y Agamenón no se encuentran nunca.
10. Agamenón cede y consiente, ante el numeroso ejérci­
to, a sacrificar su hija.
11. Ifigenia es sacrificada o, secuestrada, reemplazada por
una cierva.

En Racine: /

1. El matrimonio de Ifigenia es una eventualidad real,


decidida antes del comienzo de la obra.
2. Aquiles es un guerrero y un enamorado, ávido de
entregarse por su gloria y su amor.
3. Ulises es un calculador frío y tenaz. Menelao no apare­
ce. /
4. Agamenón es equivoco y cambia muchas veces de
opinión.
5. El encuentro Ifigenia-Agamenón tiene lugar en una
atmósfera fríar y en presencia de Erifila, personaje nue­
vo, introducido en la situación.
6 . Ifigeoía es una princesa celosa, orgullosa, que habla
mucho.
7. Qitem nestra se niega hasta el fin al sacrificio.
8 . Aquiles combate el sacrificio hasta sobre el altar.
9. Aquiles y Agamenón se oponen y se disputan la pose­
sión de Ifigenia.
10. Agamenón decide conservar a su hija, negándola al
mismo tiempo a los griegos y a Aquiles.
11. Erifila se suicida, pues es designada en lugar de Ifige-
nia. Ifigenia se casa con Aquiles.

203
Debemos explicar esta confrontación tratando, a través de
las oposiciones de una tragedia con la otra y la configura­
ción coherente que forma cada una, de analizar cómo actúa
ti cada caso la eficacia trágica, puesto que Racine creía en
un't homología estructural entre su creación y la de Eurípi­
des a pesar de las modificaciones y las innovaciones que
aportó. Es indudable que hay que tener en cuenta la
transfoí^iiación del sentimiento trágico en dos públicos se­
parados jjür más de dos mil afíos. Pero nosotros, espectado­
res contemporáneos, escuchamos a Eurípides como a Ra­
cine; no es .inútil, pues, buscar los medios y las formas
mediante los chales lo trágico sigue conmoviéndonos.

La alternativa matrimonio-sacrificio

Ninguna necesidad imperiosa constreñía a Racine a elegir el


tema del sacrificio de Ifigenia. Tampoco ninguna razón de
circunstancia. Sin embargo, preso de esa elección, Racine
busca razones falaces para separar el desenlace de su intriga
y ahorramos el sacrificio. En nombre de dos argumentos: el
de la imposibilidad de aceptar “ manchar” la escena del
crimen “de una persona tan amable y virtuosa” , y el del
rechazo de una ‘‘maldad’’ que sustrae a la virgen y la
reemplaza por un animal, únicamente verosímil para los
griegos pero inaceptable para el gusto del público francés.
La primera razón a la que se nos invita a apelar es precisa­
mente la que ve desaparecer consigo ese terror que comuni­
ca la tragedia y la segunda no nos dice por qué el público
del siglo XVII, preocupado por la verosimilitud, no puede
aceptar la sustitución de la víctima propiciatoria por una
cierva, mientras que no pone ningún reparo en admitir la
petición de principio de la legitimidad de un sacrificio
humano demandado por los Dioses4 .

No se puede invocar a q u í el precedente del sacrificio de Abra­


ham. El Dios de los griegos exige ese sacrificio sin explicación.
Su preocupación por los hom bres es nula. Se apodera de ese
tributo como una casi aplicación de sus derechos sobre las
actividades en las cuales reina. Artemisa quiere una presa como

204
Este punto de partida falso de la intriga - e l hecho de que
la idea del sacrificio sea plausible, pero no su ejecución— es
lo que confiere su carácter singular a esta tragedia. Pues
deberá absorber este rechazo a lo largo de todo su desarro­
llo y esto hinchará a la obra de Racine con todo lo que la
de Eurípides dejaba fuera de sí. Las dos tragedias tienen en
común la protesta contra una decisión inicua donde la
crueldad de los Dioses y de los adivinos se compromete con
la sed devastadora de la empresa guerrera. No solamente el
sacrificio de Ifigenia no tendrá lugar, pues la intriga culmi­
na con el matrimonio con Aquiles, al cual ya nada se
opone, sino que ningún sacrificio tendrá lugar.
En vano se sirve Racine, llamando en su ayuda a Pausanias,
del personaje providencial de Erifila, que brinda el tributo
exigido de la sangre de Helena, de la que ella habría
descendido secretamente. Pues es claro, para cualquiera que
se detenga a examinar la significación de un sacrificio, que
la muerte de Erifila no puede reemplazarlo. Primero, por­
que es un objeto impropio para ese ritual. Las exigencias
requeridas para esa ceremonia estipulan siempre que la
víctima debe estar desprovista de todo defecto o de toda
imperfección. La inocencia es lo que se sacrifica, y lo que
debe perecer deberá estar exento de toda marca que la
Naturaleza imprima sobre un ser para significarle una des­
gracia o cualquier reprobación original. Por su nacimiento
(ha nacido de un matrimonio clandestino), por su origen
(es hija de la pecadora que hay que castigar), por su
carácter (lleva en sí los signos de una disposición a la
infelicidad), Erifila es una víctima recusable. Y en último

se sacrifica un cebo para hacer una buena caza; la crueldad de


su demanda, su carácter insensato no constituyen problemas. El
Dios de los jud íos dio a Abraham una descendencia de la que
estaba privado, testim onio de su preocupación y de su deseo de
marcar al patriarca con el signo de los vínculos que contrae con
él. Si vuelve a tomar lo que ha dado - p o r cruel que sea ese
pago - lo hace con pleno derecho y con una intención que no
está en el horizonte hum ano percibir, pero que se inscribe en
una línea de conducta que nunca desmiente su solicitud hacia
Israel. Volveremos sobre este paralelo que ya Kierkegaard había
establecido.

205
lugar y sobre todo, Erifila no muere en reemplazo de
Ifigenia por la vía destinada a ésta. Sustrae el cuchillo del
sacerdote sacrifkador y se lo hunde en el pecho, enten­
diendo poner un crimen a cuenta de los futuros agresores
de su patria. Su suicidio se transforma no en un acto de
absolución sino en un testimonio a su cargo por el primero
de sus crímenes. Un suicidio en ningún caso puede reempla­
zar a un sacrificio. Y se conoce la vigilancia de los que
cuidan a los condenados a muerte respecto de toda tentati­
va de acortar por sí mismos su vida y la macabra solicitud
por el cuidado de su salud. Se ve entonces que, con el
suicidio de Erifila, la mancha del crimen de Ifigenia queda
evitada, pero esta misma mancha es lo que soporta el
personaje de Enfila y que se elimina del espacio trágico.
Las dos Ifigenia, la de Eurípides y la de Racine, están
construidas sobre una equivalencia que se presenta siempre
como una oposición: la del matrimonio y la del sacrificio.
La ignorancia en la que se mantiene al campo de los griegos
respecto de lo que se urde los torna disponibles tanto para
uno como para el otro, y hace del camino que lleva hacia
el altar una vía única 5 para las dos eventualidades. Ambas
conclusiones tienen el mismo peso. La muerte es para
satisfacción de los Dioses y el acuerdo de su protección. La
unión que liga a Ifigenia con el hijo de la diosa Thetis
—reforzando así el linaje de los Atridas que desciende más
lejanamente de los Dioses— confiere a Agamenón una auto­
ridad suplementaria para la conducción de la expedición.
Estratagema en su origen, la fábula del matrimonio para
atraer a Ifigenia a Aulida puede imponerse pronto como
una acción ostentosa, equivalente a la del sacrificio. Esta
superposición es tan estrecha que se constituye en objeto
de un texto de doble sentido en el encuentro Ifi-
genia-Agamenón en Eurípides:

“Hay en las tragedias de Racine un personaje enigmático y


mudo - e l a lta r - que simboliza la ambivalencia misma porque se
ignora hasta último m om ento si el sacerdote va a subir a él para
celebrar una boda o asistir a alguna inmolación” . Charles Mau-
ron. L ’Inconscient dans l'oeuvre et la vie de Racine, Paris,
Ophrys, pág. 36.

206
“ IFIGENIA. — Qué de la Frigia vuelvas pronto a mi lado, después
de realizar tus proyectos, oh padre!
AGAMENON. — Antes de he hacer aq u í cierto sacrificio.
IFIGENIA. — Oh, deseo acom pañarte, para ver al menos lo que
me está perm itido ver”

Esta última frase muestra que esa conjunción no es fortui­


ta, sino que supone la mediación de lo sexual. A una virgen
le está prohibido conocer tanto los secretos del sacrificio
como los del matrimonio. La respuesta de Agamenón:
Ya lo verás, porque has de estar cerca del vaso sagrado.

juega todavía con esa equivalencia: tienes tiempo para co­


nocer los misterios religiosos y sexuales.
Esta impresión es aún más fuerte en Racine que en Eurípi­
des, pues el principio del matrimonio se admite en él aun
antes de que comience la tragedia, y constituye el objeto
de la primera entrevista entre Aquiles y Agamenón (que en
Eurípides no se encuentran nunca). Lo que en Eurípides,
en su origen, no era más que una astuta in v e n ció n para
atraer a la víctima al área del sacrificio, se transforma en
realidad al fin de la tragedia cuando Aquiles, después de
haberse ofuscado por el abuso de su nombre, reivindica su
condición de novio desafiando la ironía de los griegos. De
modo que lo que en la tragedia antigua acentúa, durante la
prueba, la equivalencia matrimonio-sacrificio, llevándola
hasta su punto de ruptura donde el consentimiento de la
virgen la conduce hacia nupcias de muerte, se sitúa aquí a
la cabeza del desarrollo raciniano, que progresa disminuyen­
do los riesgos del sacrificio. Este movimiento abre, por otra
parte, la esfera del suicidio.
A g am en ó n e s tá en cerrad o en la alternativa matri­
monio-sacrificio. Lo que tienen en común ambas decisiones
es que en ellas pierde a su hija. Debe entregarla al más
valiente de los griegos para mantener el prestigio de su alto
rango, pero entonces contribuye al poder de aquél a quien
la da, por halagadora que sea la alianza con el hijo de una
diosa. Si, al contrario, obedece a Calcas, la pierde igualmen­
te; éste es el precio que debe pagar la realización de su
gloria personal: la pérdida de su hija más querida. El hecho

207
de que, en la estratagema cuyo fin es que se dirija a Aulida,
Agamenón no haya podido tener otra idea que ese matri­
monio indica, en todo caso, que, cualquiera sea la solución,
él debe sufrir una desposesión.
Este hecho es, quizá, lo que ilumina la ambivalencia de
Agamenón, pues él percibe que la muerte exigida por los
Dioses no es otra que el comienzo de su propia muerte. De
esa guerra que se prepara con gran exaltación de los grie­
gos, en la que veinte reyes se encarnizarán sobre Troya, de
esa carnicería organizada cuyo verdugo se propone ser,
Agamenón no puede extraer- sin impunidad el provecho
sanguinario que le otorga el derecho. Lo que da al sacrificio
de Ifigenia su carácter de enigma donde la demanda de los
Dioses parece tan monstruosa, es su función anticipadora.
Por una vez habrá que expiar la falta antes de haberla
cometido. El mero punto de partida de la acción deja
presagiar la continuación.

“ Nosotros partim os; y ya con mil gritos de alegría


Amenazamos de lejos las orillas de T roya” . (I, 1)

Si es Artemisa la que exige ese tributo, ella, diosa de la


caza, sabe de qué habla. Lo que demanda lo demanda en
previsión a lo que seguirá, pero que los límites de la
tragedia no nos dejará franquear. Aquí se invoca tramposa­
mente a Afrodita. Con el pretexto de dar una esposa a su
esposo, se prepara una boda de sangre, una bacanal de
muerte en favor de Ares. Artemisa reclama satisfacción en
la mitad de camino entre Afrodita y Ares. La muerte de
Ifigenia, el saqueo de Troya serán los motivos por los
cuales el crimen de Agamenón por parte de Clitemnestra
encontrará una justificación ante los ojos de los Dioses. El
engranaje de las desdichas de los Atridas se pone en mar­
cha. Se dirá que el sacrificio de Ifigenia estaba ordenado
por los Dioses. Pero los Dioses no dieron su aprobación al
proyecto de la guerra. Ellos dicen: “Si los griegos quieren
conquistar a Troya, entonces hay que sacrificar a Ifigenia” .
No dicen que los griegos deben o hacen bien en conquistar
Troya. Esa es la trampa del oráculo; en lo que calla abre el

208
espacio de una inversión de la pregunta, donde se inscribirá
la sanción de esa elisión.
Las dos Ifigenia de Eurípides, la de Aulida y la de Taurida.
están rodeadas de un notable clima de impiedad religiosa.
En ninguna parte se honra la palabra de los Dioses. En
todas las circunstancias los protagonistas subrayan su carác­
ter inicuo y no buscan en ella ninguna fuente de sabiduría
oculta. Los celos, la “ secreta envidia” de los Dioses ni
siquiera se conciben como sanción contra una hybris. Una
condena sin apelación estigmatiza a los adivinos junto con
aquéllos que los escuchan y ceden a los milagros: “ Pero los
genios divinos que se llama sabios no son menos engañosos
que los sueños alados. En los designios de los dioses, así
como en los de los hombres, hay muchas cosas perturbado­
ras; y esto es sobre todo lo que busca para desplomar su
sabiduría: ver que un mortal no despojado de juicio perez­
ca —por haber creído en las palabras de los adivinos-,
como lo atestiguan aquéllos que conocen su historia” . El
hijo de Agamenón es quien habla de este modo. ¿No es a
su padre a quien se refiere por haber creído en Calcas y
sacrificado a Ifigenia?
Pero Ifigenia se dirige a veces a los Dioses mismos, cuestio­
nando su lógica. “ Repruebo la casuística de la diosa: si un
mortal mancha su mano con un crimen, qué digo, con el
simple contacto con una parturienta o un cadáver, ella lo
excluye de sus altares juzgándolo aparentemente impuro;
pero ella misma hace sus delicias con los sacrificios huma­
nos” . Finalmente surge la explicación que Freud no hubiera
rechazado: “Creo más bien que estos de aquí, que aman
verter sangre humana, prestan a la divinidad sus instintos
culpables” . Pero esta verdad se atenúa con una absolución
de los Dioses: “Pues tengo la convicción de que no hay un
dios que sea malo” . Esta impiedad de Eurípides, tan mani­
fiesta en Ifigenia en Taurida —escrita poco antes de Ifigenia
en Aulida—, explica quizá por qué Agamenón no encuentra
en esta última obra ninguna voz que lo defienda. Su acepta­
ción de la sentencia de Calcas es interpretada como un acto
de locura. Todos los que hablan de él dicen que ha perdido
la razón. Pero a fin de cuentas el sacrificio tendrá lugar. Lo
cual prueba, si es necesario, que el verdadero deseo que

209
impulsa al consentimiento del sacrificio es el que alimenta
la sed de sangre troyana, que mediante una inversión impre­
vista justifica ese sacrificio en un taitón que aquí sólo tiene
de inhabitual la inversión de sus tiempos. Quien quiere
verter sangre debe pagar de antemano la sangre que va a
derramar.
En Racine, si bien es cierto que Aquiles y Clitemnestra se
dedican a criticar a los adivinos y recusan igualmente las
sentencias de Calcas, los ataques contra los Dioses son,
quizá, menos manifiestos, Pero, como contrapartida, la re­
belión contra el padre se desencadena libremente. En Eurí­
pides Clitemnestra se resigna al fin y acepta con dolor la
decisión de su hija, así como Aquiles se inclina por la
opinión de su novia deseando someterse a la voluntad
paterna. En Racine, la madre y el yerno lucharán, hasta el
fin, obligando a Calcas a modificar sus opiniones. Esta
diferente economía no responde sólo a la evolución de las
costumbres. Nos hace pensar que si Charles Mauron tiene
razón al hablar de un retorno del padre en Racine , desde
M itrídates —tragedia a la que sigue inmediatamente
Ifigenia—, lo es para entregar a ese padre a ataques de los
que no sale engrandecido6 . Sin duda no es fortuito, que ese
desplazamiento que constituye al padre en blanco privilegia­
do se produzca en un contexto donde el amor ocupa un
lugar considerable y que la decisión final del padre lo
aparte del dilema sacrificio-matrimonio y le haga salvar a
Ifigenia para reapropiarse de su hija.
Así, el objeto del ataque del padre —lo que se erige contra
sus sentencias y sus interdicciones— es el objeto del deseo
que él detenta y que constituye lo que está en juego en el
debate.
Se ve de qué modo ha tomado forma la hybris, la desmesu­
ra. Ella condenaba el exceso que se esforzaba orgullosamen-
te por reducir la distancia entre el hombre y los Dioses sin
nombrar el objetivo perseguido: el goce, y el objeto por el

e Prolongando la lógica de la obra, puede verse allí un eco de los


debates de Racine y de Port-Royal y de la ira excesiva con que
com batió a sus padres adoptivos, sobre todo en ocasión de la
querella de los Imaginarios.

210
cual pasa. En Racine, se desgarra el velo pero esto implica
su contrapartida: Eros descubierto devela la imagen de su
sombra, el Eros negro de Erifila hacia quien se desplaza lo
trágico.

La realeza entre la fuerza de gasto y la fuerza de cálculo

Agamenón inspira muchos comentarios divergentes. Unos le


reconocen una nobleza, una soberanía que no son para
nada menos dignos que las del Rey Sol; otros lo acusan de
mediocridad y de avidez ambiciosa. Este último reproche
no carece de verdad, ¿pero qué monarca que aspira a un
alto destino escapa a él? Más notable en la construcción
del personaje es el peso aplastante de los bienes y los
poderes que se han acumulado sobre su cabeza.
“Rey, padre, esposo feliz, hijo del poderoso Atreo” , etc.,
sigue la enumeración de los motivos de su satisfacción.
Ninguna de las palabras que se le dirigen o se pronuncian
ante él omite el recuerdo de los capítulos que marcan su
gloria.

Aquiles

En esto se diferencia de Aquiles. Todo el destino de Aqui­


les está delante suyo: éste corre tras una suerte que sabe
prestigiosa. Su movimiento es un esfuerzo perpetuo para
acelerar su progresión. Aquiles, el de los pies alados7, es el

7 “Pero quién puede en su carrera detener ese torrente


Aquiles va a combatir y triunfa corriendo” (I, 1).

“ ¿Cómo, Señor, puede ser que en un curso tan rápido


La victoria os haya traído a Aulida? ” (I, 2)

“ Sufrid, Señor, sufrid que yo corro a apurar


Los himeneos con que los Dioses no podrían irritarse” (I, 2)

Corramos adonde el valor


Nos permíta un destino tan grande como el suyo” (II, 2)

211
viento que ya no sopla en Aulida. El freno que le impide
sujetar las fuerzas que contiene es menos atribuioie a los
Dioses que a la voluntad real de Agamenón de quien
depende toda decisión. Aquiles consume el tiempo; elige,
antes que la longevidad, vivir “ ¡ jo c o s días seguidos de una
larga memoria” . Sus etapas serán cumplidas por saltos.
Aquiles no trata de gustar a los Dioses ni de plegarse a
ellos. Sin resignación, sin sumisión piadosa, pero con un
amor ardiente por la acción a pesar de su conocimiento de
lo ineluctable, haciendo suya la suerte que le otorgaron los
Dioses, no teme entrar en competencia con ellos. Aquiles es
entonces, frente a los Dioses, una fuerza que se gasta sin
cuidado y que sólo encuentra su significación agotándose
en todo lo que solicita sus virtudes innatas. Agamenón, por
su rango y su título, asegura una función intermedia entre
él y esos Dioses tomados como testigos.

“ Yo no aspiro, en efecto, más que al honor de seguiros".

Y seguir, para Aquiles, no puede tener otro sentido que


sobrepasar.
Si nos inclinamos a leer en Racine esta nueva relación de
rivalidad entre Agamenón y Aquiles8 , más marcada que en

“ Es en Troya y allí corro. . . ” (II, 2)

“ Es poco defenderos y corro a vengaros” .


Racine parece haber transm itido, en esta insiste icia repetitiva
del lenguaje, la fuerza de la evocación de Eurípides que se
expresa por boca del coro, espectador del campo ( los griegos:
“ Yo he visto a aquél que quiere desafiar al vien < , a Aquiles,
hijo de Thetis, obra maestra de Chirón, en el i que, todo
armado, se ejercitaba en la carrera, trataba de igu ar en veloci­
dad a una cuadriga y, rodeando el mojón, volaba hac la victoria".
Como lo hace notar Ch. Mauron, lo cual no es cas uestionable.
Lo atestiguan estos versos, cuando Aquiles no log, convencer a
Ifigenia de que desobedezca a su padre:
“ Llevad a vuestro padre un corazón donde e n u eo
Menos respeto por él que odio hacia m í” (V, 2
No se trata, pues, d e respeto, sino del amor del qu está privado
Aquiles y que en consecuencia se revierte sobre amenón. El
acto de Aquiles, que tom a el altar por asalto, ad lere el valor
de una rebelión contra to do lo que se opon- a su eo.

212
Eurípides, no es solamente porque Ifigenia es lo que allí se
juega más manifiestamente, sino porque se oponen los regí­
menes de fuerzas que ellos personifican. A Agamenón,
poseedor de dones inigualables, corresponde un pensamien­
to cuidadoso de preservar el máximo de bienes acumulados
por él y aumentar su fortuna y su gloria. El rey padre está
sometido a esa contradicción de la que no sale: tiene que
destruir lo que quiere conservar (Ifigenia) o conservar
lo que quiere destruir (Ilion). No tiene alternativa que opo­
ner a esta alternativa más que aquella en la que da lo que
quiere conservar (por el matrimonio) y en la que pierde lo
que tiene que tomar (el botín de Ilion). A Aquiles alimenta
una energía que reduce a polvo lo que toca y que extrae su
alegría al acercarse a la anulación que le está prometida,
desafiando el curso del tiempo. El sacrificio está presente
también del lado de Aquiles, que ignora el peligro porque
su vida está totalmente consagrada a esa consumación sin
otra contrapartida que lo que le sobrevivirá en la leyenda.
Veremos que ese encarnizamiento en la violencia requerirá
su valor simétrico e inverso en otra figura de la tragedia.

Menelao

Si Racine puso al amor en el personaje de Aquiles, no es


simplemente para pintar un héroe conforme al gusto de su
tiempo; es también porque le fue necesario desplazar el
impacto del deseo tal como se presenta en Eurípides. Se
sabe que sacrificó el personaje de Menelao y que lo reem­
plazó por el de Ulises, que nunca aparece en la tragedia
antigua aunque él y Calcas dirigen juntos la situación. El
sacerdote, el intérprete de los Dioses, que inspira temor,
exige la sumisión de los griegos por la ejecución del sacrifi­
cio, mientras que Ulises se preocupa por atizar el impulso
bélico en el campo griego, barriendo con todo lo que se
opone a su sed de conquista. Una conquista que no sf
interesa por ninguna venganza, sólo movida por el deseo d-
transferir en provecho propio los bienes del adversario. Si
ha dicho que el personaje de Menelao, el rubio Menelao,
hubiera sido intolerable para el público francés. Ese perso­

213
naje de marido engañado hubiera acentuado la pendiente
que conduce a la comedia burguesa y hacia la cual se
inclina la obra. Pero en el contexto antiguo no hay nada
que justifique este juicio. En Eurípides la escena entre
Menelao y Agamenón puede, por momentos, caer en el
tono áspero y sórdido de las querellas de familia, pero deja,
sin embargo, la profunda impresión de un desgarramiento
entre dos hermanos cuyos lazos de sangre no logran atem­
peradlos deseos contrarios, que los empujan al límite de sí
mismos desde el momento en que su alianza no los une en
intereses comunes. La conversión final de Menelao, que
renuncia a exigir el sacrificio de la hija de su hermano, no
es menos conmovedora. Pero ese acto no es suficiente para
extinguir las pasiones desencadenadas. La bestia está suelta
y se dirige al campo griego donde nadie puede retenerla,
donde sólo se puede dejarla seguir su curso o aplastarla.

Ulises

Esta ineluctabilidad es la que Racine remodela eliminando


los intermediarios y sustituyendo directamente a Menelao
por Ulises. Ulises representa en Racine, según se dice por lo
general, al político. Se sitúa ante todo como- un valor
complementario al de Aquiles, lo cual no está solamente en
la mitología sino en el lenguaje trágico. Al régimen de
consumo individual de Aquiles opone, para servir al hambre
de guerra, el régimen del mejor rendimiento. La individuali­
dad, como unidad despreciable9 , llega a ser condenable
cuando pretende seguir su propio designio; así la salvación
de Ifigenia, que su padre trata de preservar, acusa a Agame­
nón sin excusarlo porque él “no osa comprar tanta gloria
con un poco de sangre” . Sus escasas palabras, su reserva,
hacen que su influencia pese grandemente. Enmarca la
obra 1 0 y Racine le confía el privilegio de concluir. Enton-

9 "Aquiles solo. Aquiles a su amor se aplica. . .” (I. 2)


"El solo Agamenón rechazando la victoria” (I, 3)
10 No está presente más que en el primero y en el último acto.

214
ces puede introducir e) relato del desenlace inesperado,
puesto que se lo ve llegar a una solución todavía más
ventajosa: los Dioses apaciguados, Agamenón liberado de
un posible rencor, Aquiles colmado en sus deseos matrimo­
niales. Feliz presagio: con la muerte de Erifila cae la prime­
ra cabeza en las filas del adversario. Ulises sostiene el
esfuerzo de la dramaturgia de Racine y acude en su ayuda,
buscando un compromiso satisfactorio para el gusto de la
época. Será uno de los dos polos entre los cuales oscila lo
trágico raciniano. Representa una solución que cierra y
clausura la acción trágica en el despliegue de sus nudos
deshechos y de sus fuerzas neutralizadas. El otro polo, que
es también una invención de Racine, Erifila, es lo que se
opone a toda solución de este tipo.
Con el personaje de Ulises se traiciona, sin embargo, el
sentido del sacrificio. En Eurípides, Ulises, a la cabeza de
una tropa, debe apoderarse de Ifigenia. Lo que conduce a
la satisfacción de los Dioses se lleva a cabo en la violencia
que el sacrificio esconde entre sus pliegues. En Racine,
Ulises es el garante de las formalidades que deben cumplirse
para seguir adelante con la misión que los griegos se han
propuesto. También aquí se opone a Aquiles que, aunque
cree en las profecías que fijan su destino, no admite inter­
mediarios entre los Dioses y él, no experimenta ninguna
dificultad en cuestionar los juicios de los adivinos y en
pasar por alto sus sentencias11. Pero si en estç punto el
personaje es idéntico en Racine y Eurípides, la modifica­
ción introducida por Racine, que transforma al valeroso
Aquiles en un enamorado, da un sentido a la oposición
entre los dos trágicos. En la tragedia antigua cada pasión,
que lleva en sí misma su propio excedo, incluye igualmente
su propia censura, y la mutación de la que es objeto

11 “ ¿Qué es un adivino? ¡Un h am b re que mezcla muchas mentiras


con algunas verdades cuando se le presenta la ocasión! En
Racine nunca se levanta r.na acusación explícita contra Calcas.
Pero en ningún instante Aquiles se detiene a considerar la
obligación de ejecutar la sentencia de Calcas. Además, sube a
tom ar por asalto el altar:
“ Aquiles está en el altar. Calcas está perdido” (V, 5)

215
sobreviene como después de la superación de un punto
crítico donde todo deseo, por legítimo que sea, cede brus­
camente sobre lo que acaba de romper. El conflicto nace
no tanto de una razón de Estado contra un sentimiento
privado cuanto del choque de dos sentimientos no coinci­
dentes. A un deseo se opone siempre otro deseo. A una
locura se opone otra locura. El personaje de Ulises rompe
ese equilibrio obtenido por la confrontación de dos dese­
quilibrios. La distribución de las fuerzas se hace más entre
los personajes que en cada personaje por separado. Ulises
opone a los estragos del amor, a las indeterminaciones de la
ambición, que se paga demasiado cara, la fuerza del cálculo
que una oportunidad pone al servicio del deseo. Ni siquiera
es el astuto Ulises, cuya malicia dejará siempre un lugar
para el humor. Aquí Racine, que para el personaje de
Aquiles ha apelado a Homero, sólo habla por sí mismo para
dar a la tragedia un polo regulador hacia el allanamiento de
las tensiones y el camino hacia el fin dictado por el sólo
interés obtenido al más bajo precio: un poco de sangre
compra mucha gloria.

Agamenón está pues, en Racine, capturado en el impulso


de las pasiones combinadas de Aquiles y de Ulises: la
fuerza de gasto, menos preocupada por el resultado de su
acción que por el despliegue de su energía, y la fuerza de
cálculo12, que subordina su compromiso en la empresa al
beneficio de sus operaciones. Estas mutaciones serán impu­
tables, en parte, a la distribución de esas energías en los
diversos momentos de la tragedia. Fuera del torno en el
que está preso, el rey desvía a su hija del camino del altar.
Pero, ante Aquiles engañado y neutralizado, cede a Ulises.
Ante Aquiles provocador, responde con el lenguaje que

lista oposición es la que ha sostenido Georges Bataille en sus


obras (ver sobre todo La Part maudit c, L 'Erotisme y Les Larmes
d ’Eros). De hecho la guerra se compi '.ndc, según esta perspec­
tiva, com o expresión de la fuerza de gasJo o como expresión de
la fuerza de cálculo. La empresa contra Troya es un negocio
donde pueden obtenerse grandes beneficios.

216
(Jlises aprobaría. Finalmente, librándose de uno y del otro,
sustrae la apuesta que es la vida de su hija, que guarda para
sí solo. En suma, sólo puede liberarse de Ulises para caer
bajo el fuego de Aquiles que desea, también él, quitarle a
su hija. Así Agamenón tiene que elegir, no tanto entre
salvar a su hija o perderla, sino entre las diversas maneras
de cederla a otro: a los Dioses, que sólo demandan tributos
tan elevados a los poderosos, quienes se ¡os deben gracias a
su poder; a Ulises y al ejército, de los que espera grandes
sacrificios que apelan a su obligación recíproca; a Aquiles,
cuya rivalidad y rebelión están a la altura del partido que
representa, único digno de reemplazar, en calidad de espo­
so, el prestigio del padre.
En Racine estas tres influencias, la de Calcas, de Ulises y de
Aquiles se distribuyen el área del conflicto, mientras que en
Eurípides, Aquiles, por puntilloso que sea con respecto a su
honor y por deseoso que se encuentre por prestar ayuda a
Clitemnestra y a Ifigenia, conserva sin embargo, frente a
Agamenón, una respetuosa distancia. El mismo participa
finalmente en el sacrificio, a pesar de su primera intención
de impedirlo por las armas, disuadido por la misma víctima
que hace oír el sentido de la Ley. Su rebelión no es nada
frente a la del Aquiles de Racine, resuelto hasta el fin, y
que libra un combate sobre el altar a pesar de - y quizá
sobre todo a causa de— la sumisión de Ifigenia a la orden
paterna.
Las fluctuaciones de Agamenón, los choques que recibe de
diversos lados, el cuestionamiento total de su autoridad por
parte de Aquiles, se inscriben en contextos donde obedecen
a exigencias diferentes. En Eurípides la ejecución efectiva
de Ifigenia marcaba al padre con una castración conforme
al deseo de los Dioses, a los que puede suponerse celosos
del poder acumulado por el Rey de los reyes. Se mantenía
el equilibrio entre el poder temporal y el poder espiritual, y
el precio del saqueo de Troya se había pagado, en cierto
modo, de antemano. En Racine, donde el sacrificio no
tiene lugar, el cuestionamiento del poder real se hace más
explícito en boca de los hombres. En Eurípides, Agamenón
sufre menos como padre que como hijo rival de los Dioses.
En Racine, Agamenón paga por su condición de padre bajo
los ataques de lo» hermanos (Ulises) y del hijo (Aquiles).
Calcas puede hacerse más discreto, puesto que lo ;>erdido
en un lado se encuentra en otro. De todos modos se
demuestra, en ese siglo de monarquía absoluta, que el
poder no se concentra indefinidamente sino que se frag­
menta después de haberse condensado13 , que no se conser­
va eternamente sino que se dispersa y se transmite, que no
aumenta sin límites sino que decrece y hasta puede anular­
se.
Los dramas de la conciencia de Agamenón reflejan la lucha
concurrente entre su yo y ciertos objetos suyos, algunos de
los cuales deben escapársele y cuyos intereses antagónicos
se disputan el derecho a sobrevivir. Y si se puede hablar,
con Charles Mauron, de un retomo del padre en Racine
con Mitrídates, Ifigenia muestra a ese padre expuesto a
sobresaltos que le hacen perder mucho esplendor. El sacrifi­
cio del sacrificio bien valía eso.

El pacto y la prohibición sexual

En el origen de la situación trágica, tanto en Eurípides


como en Racine, se encuentra un vínculo indisoluble esta­
blecido por un pacto. Es el juramento hecho a Tyndaro,
padre de Helena. Los pretendientes de su hija, demasiado
numerosos y demasiado enamorados, se disputan con aspere­
za la ventaja de conquistarla. Por temor a que el desconten­
to de un rechazado engendre la discordia, el padre de la
prometida los une, antes de toda elección, por una promesa
según la cual ellos se comprometen a coaligarse contra todo
futuro raptor. Por supuesto, este exceso de precaución no
disipará el peligro, puesto que ulteriormente surgirá un
extranjero, desligado de todo juramento o pasando por alto
la amenaza de un castigo que esa coalición hará severo, y
robará a Helena, objeto de deseo y causa de perturbación.
Este es el pacto que Agamenón ha utilizado para reunir a
los reyes de Grecia en vistas de la expedición punitiva. P ero

13 “ Rey, padre, esposo, hijo del poderoso Atreo. . . ” (I, l)

218
un pacto entre los hombres no es nada si no está sanciona­
do por una alianza con los Dioses. El pacto es lo que ciñe
el espacio trágico: la larga cadena de reyes reunidos en
Aulida que se cierra en un círculo, en cuyo centro el
mandato de Artemisa exige la inmolación de Ifigenia. Ulises es
el agente del cierre de esa cadena puesto que pide el
levantamiento de la restricción de los Dioses. No es porque
esté de acuerdo con ella por respeto hacia los Dioses, ni
aun porque ponga en primer plano la reparación de una
ofensa humillante; lo hace en nombre de esa conducta que
desprecia los dolores por los que tendrá que atravesar y
prosigue sin desfallecer el objetivo que se ha asignado. Pero
una innovación de Racine, que no está marcada en ninguna
parte en Eurípides, consiste en proclamar en muchas opor­
tunidades que Aquiles es extraño a ese pacto14. No forma­
ba parte de los pretendientes de Helena y por lo tanto sólo
se interesó en la empresa por el mero acicate de su búsque­
da heroica. Vuela adonde el combate lo llame. Esto no
equivale solamente a pensar que era necesario que Aquiles
fuera virgen de esa pasión anterior para que su amor por
Ifigenia tuviera la nobleza y la pureza requeridas. También
en este sentido se sitúa en una posición de excepción entre
los reyes que han jurado.
De hecho, este gran agrupamiento de reyes indica que en
nombre del amor y de la fidelidad se prepara en realidad
una orgía sangrienta, consagrada no a Eros sino a la agresivi­
dad. En nombre del rencor provocado por la obligación de
renunciar a la bella Helena no se encuentra, entre sus
antiguos pretendientes, más nada que satisfacer que los inte­
reses del yo, de un yo que sólo ama su propio engrandeci­
miento, celoso de afirmar su dominio.

“ Mirad todo el Helesponto blanqueándose bajo nuestros remos


Y la pérfida T roya abandonada a las llamas
Su pueblo en vuestros aceros, Príamo a vuestras rodillas,
Helena por vuestras manos devuelta a su esposo.
Mirad de vuestros navios las popas coronadas

1* “No era en Esparta entre todos los amantes


cuyos juramentos ha recibido el padre de Helena” (619-62).

219
En esta misma Aulida con vosotros, que habéis regresado
Y este triunfo feliz que llegará a ser
EJ com entario eterno de los siglos venideros” . (I, 5)

En nombre de este deslizamiento de los deseos Artemisa


exige que antes de todo compromiso de armas se le sacrifi­
que una víctima con la que debe marcarse el campo griego,
como una herida que impone eí sello de una castración.
El pacto tenía el sentido de un renunciamiento.al objeto. El
deseo de reparación del ultraje relega ai olvido ese sacrificio
consentido en el pasado de labios j>ara afuera, fortalecido
con el pretexto del buen derecho del presente.
Aquiles, que parece estar en la primera fila de los vengado­
res, escapa pues a esta coyuntura y sólo combate para
alimentar su leyenda. Por boca de Aquiles se proclaman,
por sobre la afirmación narcisista, por sobre el apetito de
conquistas al cual no escapa el futuro yerno de Agamenón,
los derechos de Eros. Pues Eros es finalmente el centro de
debate entre Agamenón y el hijo de Thetis. Aquiles es
entonces, en todo sentido, el héroe edípico que ya había
reconocido Charles Mauron. Habla y actúa como heraldo de
Eros, de un Eros positivo y afirmado. Su fuerza, puesta al
servicio del pacto de alianza, se desligará de él y se pondrá
bajo la bandera de su deseo por la más deseable de las
criaturas del campo griego: la hija del jefe de la coalición.
Esta es una de las innovaciones más fundamentales de
Racine, que sin embargo no la crea en su totalidad.
Sería más justo decir que Racine abre y despeja un elemen­
to escondido en la situación de Eurípides. Pues no puede
decirse, si se lee con atención, que el amor esté ausente en
Eurípides. Se lo encuentra a cada paso, pero se expresa
sobre todo de dos maneras: o por las tiernas relaciones que
mantiene Ifigenia con su padre, mucho más libres en su
expresión que en Racine, o bien bajo la forma, marcada
con mucha fuerza, de la prohibición. Y vemos surgir ese
terror, cuya singular ausencia notamos en Racine —que le
reconocía sin embargo un valor eminentemente trágico-
ante toda imagen de un encuentro entre los sexos. Recuér­
dese el momento en que Aquiles se encuentra por sorpresa
frente a Clitemnestra:_ “ ¡Oh santo pudor! ¿Quién es esta

220
mujer que veo? ¡Cuánta nobleza en su persona! ” Una vez
informado, exclama: “Seria descarado si prosiguiera la con­
versación con una persona de su sexo” . Y cuando Clitem­
nestra le tiende la mano, creyendo ofrecérsela a su yerno:
“ ¡Qué dices! ¡Yo, tomarte la mano! ¿Osaría mirar a
Agamenón si tocara lo que me está prohibido? ” Más tarde
Aquiles evitará a Ifigenia, recomendando a Clitemnestra que
no la haga aparecer en su presencia: “No, no hagas venir a
tu hija en mi presencia; no nos expongamos, mujer, a las
críticas de la ignorancia” . Casi podría decirse que la trage­
dia antigua está inmersa en un clima de sospecha sexual.
Ifigenia se esconde a la vista de los hombres, y cuando con
su padre se arriesga a evocar su futura condición de esposa,
la respuesta paterna le recuerda la ignorancia a la que la
obliga su condición de hija.
No importa tanto que veamos allí un reflejo de las costum­
bres de la época; es necesario que comprendamos esas
mismas costumbres como testigos del terror con que se
evoca lo sexual. La .galantería raciniana parece ignorar que
ese terror nutre sus fundamentos. La tragedia no realizaría
su proyecto si ninguna instancia llegara a asumir el terror.
Y toda la vitalidad de Aquiles - y hasta su fascinación
furiosa y enceguecida15, nacida sobre todo de su choque
con Agamenón, quien sólo encuentra firmeza en el único
momento de la tragedia en que disputa su hija a aquél a
quien ha designado como su y e rn o - no es suficiente para
crear la impresión de le sagrado, es decir, de un sentimien­
to apremiante y terrible, consagrado a la amenaza de la
desgracia. Aquiles es la imagen de una transgresión que está
realizándose y que se ignora a sí misma en su realización.

1 ! “ Un justo furor se apodera de mi alma


Vos vais al altar y yo corro a él, señora.
Si de sangre y de m uerte el cielo está ham briento,
Nunca con tanta sangre sus altares han humeado.
Para mi ciego amor todo será legítimo,
El sacerdote será la primera víctima.
La hoguera por mis manos destruida y derribada
En ¡a sangre de los verdugos nadará dispersada
Y si en los horrores de ese desorden extremo
Vuestro padre herido cae y perece él mismo. . .”

221
Le falta Ja marca de una trangresión ya cumplida, que ha
conocido el gusto de la perdición que la lleva a volver
siempre hacia ese objetivo en el que se hunde, en el que se
agota. ¿Será Ifigenia quien nos la hará sentir?

La virgen y sus rivales

Frente a los conflictos masculinos, el mundo femenino de


Racine no acusa las mismas tensiones. Ifigenia está rodeada
p o r su m adre C litem nestra y p o r esa figura nueva cuyos
colores som bríos van a ilum inar con una luz siniestra el
espacio trágico: Erifila.

Clitemnestra

Hay poco que decir respecto de Clitemnestra. Las diferen­


cias que trataron de determinarse entre el personaje de
Eurípides y el de Racine carecen de importancia. Se dice,
por lo general, que la segunda es más reina y la primera
más familiar. Nada es menos seguro si aceptamos verla con
los ojos de la realeza de Argos. Esta mujer-ama, que domi­
na la escena desde su llegada y resiste a Agamenón, no
difiere de la furiosa madre raciniana; la francesa es más
razonable a pesar de sus sarcasmos y arrebatos, mientras
que la griega es más patética, más dolorosamente herida.
Pero en ios dos casos hablan los sentimientos de una
madre, sin que exista en ellos lugar para la duda. Se ha
dicho que Aquiies y ella defendían los derechos del indivi­
duo. Pero esto es poco exacto. Aquiles quiere abrir el
camino de su gloria que lo lleva a la muerte. Clitemnestra
reclama ante todo la vida y salvación de su l:¡

cual nada importa, ningún interés resiste, nin;


debe ser escuchada. En este sentido decía Fre
condición femenina la exigencia del superyó era inas débil,
¡o cual no implica seguramente ninguna marca peyorativa
puesto que atestigua un am or sin límites por la vida, y es
indudable que la función de la mujer en la creación deter­
mina esta exigencia. Siendo lo que la situación exige que

222
sea, Clitemnestra es el personaje menos trágico, sin que por
ello haya que acusar a Recine, porque es el más herido por
la situación pero el menos desgarrado por deseos contrarios.

Ifigenia (s)

La fuerza del genio raciniano reside en que Ifigenia no


pueda ya, en Racine, concebirse sin Erifila. Los comentado­
res modernos (Goldmann, Mauron, Barthes) lo acentúan
suficientemente. Hasta tal punto que nos preguntamos
si sin Erifila la Champmeslé hubiera podido igualmente
hacer llorar a Versailles. La Ifigenia de Eurípides
es una figura conmevedora por su ingenua juventud que
la hunde, a pesar suyo, en lo trágico. En Eurípides,
cuando ella ve a su madre, se arroja hacia su padre:

“ Oh, madre, déjame adelantarme corriendo - n o te e n o je s- para


arrojarme al cuello de mi padre” .

Racine invierte el sentido de este encuentro:

“ Mi respeto ha dado lugar a los transportes de la reina


A mi vez, ¿no puedo deteneros un m om ento? ” (11, 2)

La preucación de ese “ no te enojes” permitirá luego el


diálogo emocionante entre el padre y la hija. Permitirá, en
el momento del desenlace, ocupar un lugar en el deseo del
padre por una identificación con el ideal del yo paterno, al
que la madre no puede acceder. Mientras que en Racine la
sumisión a la madre indicará el camino para el desplaza­
miento de los celos dirigidos hacia Erifila. No es ya la
madre el obstáculo en el camino del padre sino la rival, de
quien sospecha que le disputa el corazón del amante. De
allí esa frialdad que se desprende de los encuentros entre la
hija y el padre en Racine, donde todo encanto ha desapare­
cido retirando la emoción de la escena y dejando allí una
carencia, o sustituyendo la plegaria del canto órfico por un
“mensaje” que no es ya más que un trozo de retórica.
Habrá que buscar la ternura allí donde el deseo del Otro

223
quiere eliminarla: en la respuesta al amante encarnizado en
disputarla a aquél que detenta un amor merecido. Charles
Mauron piensa que el éxito relativo de Racine al pintar la
situación de Ifigenia proviene de su exclusiva preocupación
por tratar las pasiones y su falta de acceso a los valores del
don. Es decir que la emoción suscitada en Eurípides por la
aceptación del sacrificio de Ifigenia, que da a su adiós un
acento de verosimilitud asombrosa por su carácter inmotiva­
do, irracional, movido por la sola identificación con el
objeto del deseo paterno por las vías del ideal del yo, debe
transferirse, en Racine, a otra parte y además, hecho capital,
cambiarse de signo. En Eurípides la rebelión de Aquiles se
reduce al silencio por voluntad de Ifigenia. La aceptación
del sacrificio se transforma en valor positivo por la identifi­
c a c ió n p a t e r n a . F i n a l m e n t e la equivalencia matri­
monio-sacrificio hace coincidir los dos términos, pero trans­
formando el ascenso al altar en matrimonio con el padre,
en el que la hija recibe su poder al mismo tiempo que lo
marca con la herida que por su muerte, ella inflige a ese
poder. Al pasar al reino de los muertos recuerda el sentido
inicial de la metáfora: la cierva ha sustituido metonímica-
mente, con el tiempo, a la virgen del sacrificio originario.
Hoy, en lo que hace a Artemisa, y ante la gran cacería que
se prepara, se vuelve al sentido primero del sacrificio y,
como en los tiempos inmemoriales, la virgen ocupa el lugar
de la cierva. Pero esta sustitución de la cierva del sacrificio
y el retorno de ésta a último momento produce un segundo
salto metafórico. Ifigenia salvada, arrebatada por Artemisa,
será en su segunda vida o, si se quiere, en la prolongación
milagrosa de la primera, sacerdotiza consagrada al culto de
Artemisa, comisionada a pesar suyo a los sacrificios huma­
nos que no lleva a cabo pero que consagra.
Se ha comentado muy poco este curioso destino de la
dulce Ifigenia. Sin duda Ifigenia en Taurida -escrita antes
que Ifigenia en A ulida- nos la muestra reticente y desdi­
chada por verse afectada a ese oficio. Pero Ifigenia, en
Taurida, revela un carácter infinitamente menos tierno que
la virgen de Aulida. En la famosa escena del reconocimien­
to, Orestes, para probar su calidad de hijo de la casa de
Agamenón, que conoce perfectamente los lugares, nos brin-

224
(ja este testimonio significativo. En la cámara virginal de
Ifigenia se encuentra escondida la lanza del antepasado
Pélope, “ la que esgrimió en su mano cuando conquistó a la
virgen de Pisa Hipodamia matando a Oenomao” , su padre.
Recuerdo adaptado a las circunstancias, puesto que Ifigenia
está afectada a los sacrificios sangrientos. Y si es cierto que
lechaza esa función, la decepción y la cólera le producen
una pasión que se encuentra en las antípodas de la compa­
sión. Después de haber soñado con la muerte de Orestes,
.que arruina sus esperanzas de fuga, ella desea que los
vientos arrastren a Menelao y Helena a las orillas de Tauri­
da “para que me vengue en ellos y pueda, a mi vez,
instituir aquí una Aulida, una Aulida inversa de aquélla
donde, allí como una becerra dominada en los brazos de los
griegos, yo era entregada al cuchillo y el sacrificador era mi
propio padre! Ah, yo no olvido esas torturas antiguas” .
He aquí, pues, una Ifigenia presa de un resentimiento y una
reivindicación comprensibles y justificadas, pero de las que
está desprovista la sacrificada de Aulida16.

La comparación de esas dos Ifigenia no puede ser contin­


gente. No solamente porque Ifigenia en Aulida remite nece­
sariamente a Ifigenia en Taurida, sino porque Racine pensó
escribir una Ifigenia en Taurida de la que nos dejó el plan
del primer acto. Allí se encuentra el proyecto de una
intriga amorosa entre el hijo del rey Thoas e Ifigenia,
innovación respecto de Eurípides, así como la intriga de
Ifigenia en Aulida se modificó por la mutación amorosa de
Aquiles. Pero ese documento presenta otro interés: el de
una comparación entre el sueño de Ifigenia tal como nos lo
transmite Eurípides, y tal como Racine proyectaba descri­
birlo.

14 No se puede acusar a Eurípides de no preocuparse por la


coherencia de sus personajes entre una tragedia y o tra y de
subordinar a la coyuntura trágica los rasgos con los cuales los
pinta. Además las dos obras son cercanas y, si las diferencias
parecen marcadas, no han podido dejar de impresionar a Racine,
que conocía las dos tragedias.

225
Vale la pena observar la comparación de los dos sueños. El
siguiente es el sueño tal como figura en la Ifigenia en
Taurida de Eurípides.

“ Parecióme en sueños que abandonaba este país y habitaba en


Algos, y reposaba al lado de las vírgenes, mis compañeras,
cuando tem bló la cúspide del palacio y toda la techum bre vino a
tierra, hasta los más altos pilares. Sólo quedaba en pie una
columna del palacio paterno, de cuyo capitel p endía blonda
cabellera que hablaba, y yo, lam entándom e de mi triste ministe­
rio de m atar a los extranjeros, la rociaba con agua, como
destinada a la muerte. He a q u í la interpretación que doy a este
sueño: no vive ya Orestes, porque lo purifiqué para su sacrificio.
Son los hijos varones columnas de las familias, y los rociados
con el agua de mis sagrados vasos están condenados a m orir” .

Explícitamente, este sueño alude al hundimiento de la


“casa de Agamenón” , es decir, de la realeza de Argos.
Condensa las etapas del crimen de Agamenón y del de
Clitemnestra. Alude a la sobrevivencia de Orestes, pero
anuncia proféticamente que pronto será sacrificado, pero
este contenido manifiesto es más complejo de lo que pare­
ce. Ifigenia está en Argos, trasladada al pasado, al mismo
tiempo que en Taurida en el presente, puesto que ejerce su
triste sacerdocio. Puede considerarse que el sueño condensa
una escena del pasado y una escena del futuro, es decir,
que obedece a un temor o a una realización de deseos.
No olvidemos que este sueño es un sueño no soñado, un
sueño de ficción, y no le exijamos más de lo que puede
decir. Por eso, con la reserva de traicionar el método
freudiano, es decir, de tratar el sueño no como un jeroglífi­
co sino como una serie de cuadros encadenados por una
coherencia, tratemos de darle una interpretación. Esta inter­
pretación se esforzará por encontrar el sentido que Eurípi­
des, de un modo más o menos inconsciente, trataba de
hacer escuchar ai público griego.
Todo analista pensará, ante un sueño como éste, que se
encuentra en presencia de un sueño de escena primitiva. El
infante, una niña, se despierta en medio de la noche por el
ruido de las relaciones sexuales de los padres. Ese ruido la
inquieta y quiere levantarse para ver y comprender lo que

226
ocurre, o huir de la inquietante extrañeza que la rodea. Es
testigo de la acción de los padres unidos durante las relacio­
nes sexuales y cree que se destruyen mutuamente, siendo la
madre la qué se encarga sobre todo de la operación. Ella
percibe o imagina al sexo paterno del que desea apropiarse
en tanto tal o bajo la forma del hijo que el pene engendra
y que puede ser su sustituto. Ella teme destruirlo si se
apodera de él.
Esta es la fantasía “ reducida” de este sueño de Eurípides.
¿Cómo lo transcribe Racine en el proyecto de su lenguaje
trágico?

“C reí que estaba en Micenas en la casa de mi padre: me pareció


que mi padre y mi madre nadaban en sangre y que yo misma
ten ía un puñal para degollar a mi hermano Orestes” .

Nuestra interpretación se ve confirmada aquí. Racine subra­


ya lo que el sueño de Eurípides no dice pero que la
tragedia entera invita a pensar: la identificación de Ifigenia
con el pene del padre, que subyace a su posición viril,
sensible en la tragedia de Taurida y totalmente tapada en
Aulida, donde ella encarna a la cierva inocente sacrificada.
Racine llena de inflexiones al personaje de Ifigenia en
Aulida, prestándole sentimientos de rivalidad, la hostilidad
y hasta de sadismo respecto de Erifila. En resumen, al
introducir el amor en su tragedia, Racine hace algo más
que presentar un sentimiento susceptible de conmover y
emocionar; incluye en el registro emocional este valor nece­
sario: el odio, y su consecuencia: la inversión masoquista
expresada en su consentimiento final.
Por eso Charles Mauron tiene razón cuando ve en Erifila el
doble reprimido de Ifigenia. Ifigenia y Erifila no se oponen
como la noche y el día, sino como el alba y el crepúsculo.
En Ifigenia quedan restos de la noche que el naciente día
no ha eliminado aún, así como Erifila brilla con el resplan­
dor sombrío que puede inspirar la noche que cae.
La violencia de Ifigenia, que se vierte sobre Erifila, tiene
como función hacer jugar, en el registro de las relaciones
entre los amantes, lo que está destinado a la rival (madre) y
no se expresa en el registro de las relaciones padre-hija

227
donde se inscribiría la madre. Por otra parte, Erifila y no
Clitemnestra, como en Eurípides, es el testigo de la frialdad
del padre y luego del desinterés del amante, y sufrirá
pronto la acusación de perfidia.

“ Vos triunfáis, cruel, y desafiáis mi dolor


Yo no había sentido aún tod a mi desgracia
Y vos sólo comparáis vuestro exilio y mi gloria
Para destacar mejor vuestra injusta victoria” . (II, 5)

No hay que engañarse cuando en el acto siguiente Ifigenia


reclame la liberación de Erifila: si bien parece preocupada
por hacerse perdonar sus acusaciones precedentes, en reali­
dad aleja a una rival peligrosa que ya nada retiene a su
lado. Al pedir que Erifila “ pueda ver que nosotros ya no la
condenamos” la aleja de su área. Quizá la pasión ya había
presentido que en Erifila había que temer algo más que una
rival: la amenaza de una desgracia aún menos conjurable,
en su irresistible inclinación hacia la desgracia.

“ Esos m uertos, esta Lesbos, esas cenizas, esta llama


Son los rasgos con que el amor lo grabó en vuestra alma
Y lejos de detestar su recuerdo cruel
Os complacéis aún en hablarme de él” . (111,5)

La Ifigenia que habla de este modo es una mujer y no una


virgen para leer así en el corazón de otra mujer. Su consen­
timiento para el sacrificio, por lo tanto, no es y no puede
ser el de una inocente, sino la expresión de una elección
entre dos amores: el amor por el padre y el amor por el
amante17.

En Eurípides la culpabilidad edípica, culpabilidad de la hija por


su amor prohibido hacia el padie, favorece la conversión de ese
amor de objeto en identificación narcisista con su ideal del yo.
En Racine puede decirse que esta culpabilidad se refiere, en
primer lugar, al amor experim entado por el am ante, que es
abandonado a la rival (Erifila), sustituto de la m adre - l o cual,
de hecho, lleva al retorno a la fijación parental en el objeto
paterno, cuyo carácter incestuoso dirige la expiación del sacrifi­
cio.

228
Esto es lo que percibe Aquiles. El abandono del amante y
el retorno al padre signan la fijación en el objeto paterno.
El deseo de un goce obtenido por el deseo del padre sólo
puede realizarse a través de la exaltación masoquista, cuya
recompensa será el acceso a una gloria que competirá con
la de Aquiles.

“ Si yo no he vivido la com pañía de Aquiles


Espero que al menos un feliz porvenir
A vuestros hechos inmortales unirá mi recuerdo” . (V,2)

Cuanto más avanza la tragedia y el amor de objeto de


Ifigenia, el amor de Ifigenia por Aquiles cede ante el amor
narcisista de la identificación paterna. La escena en la que
ella, conociendo su suerte, enfrenta al padre, no tiene ya el
carácter suplicante tan evidente en Eurípides, donde la hija
se encuentra ante su padre despojada de todo poder —“No
tengo otro sacrificio que ofrecerte que mis lágrimas” - y es
a Aquiles, en Racine, a quien ella dirigirá el discurso patrió­
tico rechazando su ayuda.
Del mismo modo que el Aquiles de Racine es una mezcla
de Eurípides y de Homero, puede pensarse que su Ifigenia
es una mezcla de Aulida y de Taurida.
¿A qué responde esta transformación? ¿A la individualiza­
ción, a la humanización del personaje? ¿Al interés que ya
no se vierte en una situación trágica, que contiene entera y
en sí misma su contradicción, sino que se interioriza por
los conflictos que habitan a los personajes? Sin duda, pero
también a una economía que traslada el terror de la realiza­
ción del sacrificio al desgarramiento personal. A la fogosi­
dad generosa, ávida de consumación, de Aquiles, al renun­
ciamiento al objeto después de la lucha contra la rival y el
retorno de Ifigenia a una identificación narcisista con el
ideal paterno, debe corresponder otro valor negativo en el
cual lo trágico se encuentra en el espectáculo de una
desgracia sin otra causa que la causa de la desgracia, que
reemplazará la marca de la fatalidad de los Dioses y habrá
adoptado la máscara de una aspiración irresistible al goce
de la destrucción. Esta es Erifila.

229
Enfila o lo trágico reencontrado

Roland Barthes emite sobre Ifigenia este juicio severo y


lapidario: “Sin Erifila, Ifigenia sería una muy buena come­
dia” .
Esto querría decir que, si se exceptúa el personaje que es
una invención de Racine en relación con Eurípides, pues el
resto pertenece, a lo más, al orden de la sustitución (reem­
plazo de Menelao por Ulises), de la modificación de senti­
mientos (Aquiles enamorado) o del deslizamiento de la
solución final (matrimonio contra sacrificio), nos vemos
obligados a concluir que sin Enfila, Ifigenia sólo deja susti­
tuir, de la mezcla compasión-terror, el primero de esos dos
efectos, compatible con el espíritu de la comedia, y que el
segundo, que pertenece propiamente a la tragedia, desapare­
ce completamente.
El lugar que deja vacío el terror se liga con la desaparición
del sacrificio de Ifigenia reemplazado por el suicidio de
Erifila, que no puede ocupar su lugar.
Esto equivale, pues, a concluir que en Erifila descansa todo
el poder específicamente trágico, tanto por su vida como
por su m uerte18.¿Por qué Racine, fuera de los motivos que
da y que son poco convicentes, equilibra las cosas de este
modo? Erifila es, pues, un valor de contrapeso que man­
tiene el equilibrio con lar tragedia de Eurípides para com ­
pensar la introducción del sentimiento amoroso entre Aqui­
les y Ifigenia, la oposición entre el gasto de cálculo de
Ulises y el de consumo de Aquiles (el interés opuesto al
amor) y la eliminación de un desenlace por el crimen del
sacrificio, sobre el cual se concentra todo lo trágico antiguo
por su carácter cruel, insensato, absurdo y obligatorio.
Barthes, Goldmann y Mauron sintieron, con razón, que
toda la tragedia giraba alrededor de Erifila. “Su Eros es el
más trágico que ha definido Racine” , dice Barthes.
Mauron hace de ella el doble sombrío de Ifigenia y le

1* Goldm an opone el universo trágico de Erifila al universo provi­


dencial del resto de los personajes de esta tragedia (Le Dieu
caché, París, Gallimard).

230
consagra la parte esencial de su estudio. Se ve por lo
general en Erifila una figura de celos, de perfidia, de odio.
Uno se aferra a esta apariencia confundiendo lo que de una
potencia tenebrosa se exterioriza y recae en otros, con el
trabajo que realiza esa potencia sobre su objeto, que no es
otro que el yo de la heroína, el que debe sucumbir al fin
de la tragedia.

“ Favorables peligros. Esperanza inútil” .

¿No es esta una divisa en un blasón? Y si nos dejamos


seducir por los celos de Erifila y por su deseo, expresado
abiertamente, de perjudicar y eliminar a su rival satisfecha,
corremos el riesgo de perder el hilo que debe guiar la
lectura de la tragedia. El personaje de Erifila está destinado
a hundirse en la desgracia, y la que ella causa a los otros no
constituye más que una débil inversión de lo que debe
afectarse a la desgracia del sujeto mismo.
“Pongamos en libertad mi tristeza y la alegría de ellos” .
Poner en libertad su tristeza es liberar ese destino contrario
reprimido, mientras que todos los otros personajes se es­
fuerzan por evitar el mal, los compromisos dictados por las
circunstancias, la explotación de las posibles oportunidades
de éxito. Erifila va “ siempre irritando (sus) dolores” , corpo
lo ha necho notar Doris, que subraya su carácter acumula­
tivo.
“Vuestro dolor se duplica y crece a cada paso” (II, 1). Lo
que presentimos como una mutilación necesaria para su exis­
tencia se ve confirmado por la exposición de su fantasía
masoquista.

“ En las crueles m anos de quien fui raptada


Perm anecí largo tiempo sin luz y sin vida.
Finalmente mis tristes ojos buscaron la claridad;
Y al verme apresada con un brazo ensangrentado,
Temblé, Doris, y de un vencedor salvaje
T em í encontrar el espantoso rostro.
Entré en su navio detestando su furor,
Y siempre desviando mi vista con honor.
Lo ví, su aspecto nada ten ía de salvaje;
Sentí que el reproche expiraba de mi boca;
S en tí contra m í su corazón declararse,
Olvidé mi cólera y sólo supe llorar;
Me dejé conducir por ese guía amable” . (II, 1)

En Erifila el amor sólo puede nacer de su colusión con la


desgracia, el objeto del deseo sólo puede ser el que agrede e
inflige la herida. Amar se confunde con anularse, nutrién­
dose con el goce del raptor.
Se ve de qué modo este valor del amor llega a complemen­
tar en Ifigenia la aceptación de su destino de victima por el
amor a un padre sacrificador. Si nos preguntamos por qué
penetrante perspicacia ésta habrá adivinado lo que subyace
a su deseo,

“ Esos brazos que en sangre habéis visto bañados,


Esos m uertos, esta Lesbos, esas cenizas, esta Uama
Son los rasgos con que el amor lo grabó en vuestra alma,
Y lejos de detestar su recuerdo cruel,
Os complacéis aún en hablarme de él” . (II, 5)

se podría responder que las fantasias de las dos heroínas


coinciden en algún lugar geométrico. Inversamente, Erifila,
que no puede soportar la felicidad de Ifigenia, la envidia
aún más al verla en posición de victima, que para ella es el
estado más deseado. Mientras que Doris se asombra:

“ Qué extraña m anía


Os puede hacer envidiar la suerte de Ifigenia.
En una hora ella expira. Y nunca, dices,
Vuestros ojos de su felicidad fueron más celosos” , (IV, 1)

ella afirma su vocación por la muerte, para ocupar el lugar


de aquélla que por su infortunio excita el deseo de
Aquiles-salvador, después de haber sido el Aquiles-raptor.
Tantos rasgos acumulados demuestran claramente la deses­
peración trágica de Erifila, donde retoma su lugar el terror
que en vano buscábamos hasta ahora y que debe alcanzar
su punto culminante en el suicidio. Suicidio vengativo,
arrojado a nuestro rostro como una acusación que, sin
embargo, apacigua la sed de sangre de los Dioses. Suicidio
que no cumple la misma función que el sacrificio pero que
lo reemplaza.

232
£1 sacrificio está destinado a sellar la alianza con los Dioses
y a obtener la tranquilidad de su benevolencia y su protec­
ción 19 A este respecto, obliga al hombre a recordar perió­
dicamente su castración originaria por la mutilación que
debe infligirse. Aquí la transgresión es manifiestamente
sexual —el rapto de Paris— y se exige el sacrificio como
castigo de esa transgresión; ese castigo puede, no obstante,
en el exceso de la retribución, constituir una transgresión
nueva. El exceso del castigo superaría al exceso de la falta.
Vimos que en Eurípides el amor, lejos de estar ausente, se
presentaba sobre todo en las formas de sus tabúes. En
Racine ese sentimiento aparece autorizado entre Aquiles e
Ifigenia y, sin Calcas, nada se opone a su libre expresión.
Pero entonces pasamos del amor prohibido al amor maldito
de Erifila y de la culpabilidad al masoquismo. Esta es la
significación de la imperiosa necesidad que constreñía a
Racine a inventar a Erifila. Desde ese momento el sacrificio
es inevitable, pues su carácter cruel, insensato, inicuo, está
ampliamente compensado por la interiorización de la culpa­
bilidad y la instalación de una pasión negativa tan cruel,
insensata e inicua, si no más, que el decreto de los Dioses,
cuyo juguete es el sujeto por el “ puro cultivo del impulso
de muerte” , y cuya culminación es el suicidio.
Pero el sacrificio puede no ser únicamente el tributo paga­
do al Dios; puede ser el signo de una economía de gastos,
una de cuyas figuras, según hemos visto, podría representar
Aquiles. Por lo menos la gloria es aquí una ventaja obteni­
da contra la cual se ofrece su vida en cambio. Pero Erifila,
aun antes de que nadie se la pida, está lista a ofrecerla, sin
contrapartida.

“ Yo pereceré, Doris; y con una m uerte pronta


En la noche de la tum ba encerraré mi vergüenza” . (II, 1)

Este deseo ha surgido del intolerable espectáculo de la

19 E l-m utism o celoso de los Dioses, su “ secreta envidia” , que en


Eurípides aparece sin explicación - l o cual contribuye a acentuar
lo trá g ic o - es sustituido por los celos hum anos y expresados de
la Erifila de Racine.

233
felicidad de los otros, intolerable para ella, que dice no
haber sido nunca objeto de ningún deseo:

“ Puesta desde la infancia en biazos extranjeros,


R ecibí y vi el día que respiro
Sin que padre ni madre se hayan dignado sonreírm e” . (II, 1)

Así, esta aspiración mortífera no está balanceada eficaz­


mente por ningún sentimiento amoroso, y el amor sólo
puede nacer de la destrucción cuya víctima es el sujeto.
Esta fuerza libre que no liga ninguna catexis flota siempre
en exceso. Es ella lo que el suicidio debe descargar, final­
mente liquidar, hasta el fondo. Y si en el camino los otros
reciben los contragolpes, así como ella lo desea y lo
expresa:

“ Una secreta voz me ordena partir,


Me dice que ofreciendo a q u í mi presencia inoportuna,
Que quizás, acercándome a esos am antes demasiado felices,
Alguna de mis desgracias puede verterse sobre ellos” . (II, 1)

sólo el sacrificio absoluto del suicidio como provocación


del no sentido puede abolir la tensión del sujeto.
Erifila niega a su muerte todo valor de sacrificio, puesto
que rehúsa a Calcas toda función religiosa, sustrayéndose a
sus “ profanas manos” . Ese suicidio es un acto puramente
trágico en el cual la joven se identifica totalmente con la
desgracia a la que aspira, sin razón ninguna.
Este acto es tanto más trágico cuanto que el destino de
Erifila -c o m o lo nota Barthes- se emparenta con el de
Edipo. Como no sabe de quién ha nacido, debe nacer y
morir el mismo día. La oportunidad que se le ofrece de
descubrir en sí un nacimiento ilustre, se muda en una
fatalidad letal. Traicionada la promesa, el engaño del signi­
ficante ha burlado una vez más a quien se arriesga al juego.
Henos aquí ante lo trágico reencontrado.

A fin de cuentas en Racine, más allá del discurso de la


galantería afectada y de la preciosidad mundana, tres seres

234
aspiran a la muerte: Ifigenia por deber y obediencia,
Aquiles por cuidado de su gloria, y Erifila por gusto de la
desgracia. El último acto de la tragedia nos hace asistir a
una carrera al altar. Será para quien llegue primero. La
economía de Eurípides concentra sólo sobre Ifigenia esa
niarca de la crueldad divina y hace callar la rebelión de los
griegos, proveedora de muertos. Además la supremacía mas­
culina, que impene la preocupación de preservar cada una
de las vidas de los combatientes, prohibe que se corra
el riesgo de mermar sus fuerzas antes del encuentro con el
adversario. Lo marca una frase de Ifigenia, que nos resulta
difícil de entender plenamente con nuestros oídos de hoy,
pero que ya debía chocar en la época de Racine: “ La vida
de un solo hombre es más preciosa que la de millares de
mujeres” . Esa concentración sobre un solo personaje otorga
a esta muerte en el sacrificio su eficacia emocional. La pie­
dad y el terror no nacen solamente de la inocencia de la
víctima sino porque esta muerte debe ser también signo
de regocijo. Ifigenia puede verter lágrimas sobre la crueldad
de su suerte en el secreto de la soledad; ante los griegos es
necesario que ese sacrificio sea una celebración de alegría y
mientras ella ofrece su cabeza a las consagraciones rituales,
invita a los oficiantes a regocijarse: “ Danzad alrededor del
santuario, alrededor del altar en honor de la reina Artemi­
sa” .
En esas condiciones, la situación de Eurípides condensa
al máximo los efectos de lo trágico. Los dirige hacia un per­
sonaje único que vive en el sacrificio el dolor y la ale­
gría mezclados, y aplaude su propia desaparición, orgu-
llosa de su alto destino. Así acompaña el coro sus últimos
pasos hacia el altar: “ ¡Oh bienaventurada, bienaventurada!
Acoge con favor este sacrificó h u m a n o .. . ”
Puede decirse sin temoi a engaño que no es solamente el
hecho de ver morir a Ifigenia lo que el público francés no
hubiera podido consentir, sino, aún más, el hecho de acep­
tar el modelo de identificación que se le propone y que
coraunica el sacrificio con un ritual dionisíaco, totalmente
iripregnado todavía de su alegría original.
En Racine la muerte se ostenta; puede alcanzársela en el
deseo de un destino glorioso (Aquiles), de un deber cumpli­

235
do por sumisión desprovista de alegría (Ifigenia), por incli­
nación personal y pasional (Erifila). Pero se ve, precisamen­
te por eso, qué lejos se encuentra de la significación primi­
tiva del sacrificio. La celebración es ahora un acto triste. El
cristianismo ha pasado por allí. Sólo deja a lo trágico, para
expresarse, la vocación suicida.
Esta comparación nos hace comprender todo el espacio que
separa estas dos concepciones del sacrificio.
El sacrificio está vinculado con el oráculo. Se recurre a él
con una perspectiva de beneficios, ganancias, apropiación, y
su contrapartida: para asegurar la conservación de lo adqui­
rido o para aumentar su valor; el sacrificio apacigua
el resentimiento del Dios20 . Atestigua la parte que se le
reserva a Dios, que se sustrae a los bienes propios con la
esperanza de un acrecentamiento futuro. Pero como tal el
sacrificio es el testigo de una desmesura que hay que
enjugar; es el superávit, el exceso que debe agotarse. El
sacrificio consagra en su desperdicio más de un cálculo
ventajoso: una inmunización por la pérdida, por la pérdida
consentida. Un sacrificio como sumisión ventajosa puede
ser sustituido por un sacrificio como goce del desperdicio.
Para la Ifigenia de Eurípides este goce es identificación
con el goce de la celebración, identificación heroica que la
acerca a los Dioses. Para la Erifila de Racine ese doble
sombrío del goce se liga con el puro sufrimiento buscado.
Erifila tiene que defenderse ante Ifigenia no por amar a
Aquiles, sino por amar en Aquiles la causa de todas sus
desgracias.

“ ERIFILA. —Yo am aría, señora, un vencedor glorioso


Que siempre sangriento se presente a mis ojos
Que, la llama en la mano y ávido de m uertes
Redujera a Lesbos a c en iz as.. .
IFIG EN IA.— ¡Sí, lo amais, pérfida! ” (II, 5)

20 En Eurípides Agamenón cede finalm ente ante el prestigio de la


cantidad: “ ¿Qué debo hacer finalm ente? Veis la cifra de esta
armada naval, la cifra de esos soberbios guerreros que el bronce
de los escudos protege; su ruta hacia las murallas troyanas está
cerrada si yo no te sacrifico, dócil al adivino Calcas” .

236
El deseo es castigado no por el carácter interdicto de su
objeto, sino por su fin, que es aquí el sufrimiento maso-
quista. Por esta alteración de la significación del sacrificio
puede evaluarse el recorrido desde las celebraciones rituales
dionisíacas hasta la corte de Versailles.
En este sentido, la idea de sacrificio está enteramente
subvertida. El sacrificio de Erifila no cuesta nada a nadie.
Es su destino y su goce. No apacigua a ningún Dios, puesto
que nadie se ha desposeído de ella, por quien ningún padre
se preocupa. Ella no es la contraparte de la potencia guerre­
ra. La magnificencia real se agotará en la guerra ruinosa
sin obligación de tributo previo. El amor es quien pagará,
sólo el amor.
El sacrificio de Ifigenia, en lo que tiene de horroroso, era
de alguna manera una continuación del festín de Atreo. La
venganza de los Dioses impulsa a Agamenón, ante la carni­
cería que se apresta a desatar, a devorar a su propia hija. El
sacrificio de Erifila es una autodevoración donde lo trágico
encuentra su vocación primitiva que ilustran Las Bacantes
de Eurípides, la devoración por parte de la madre del
producto de sus propias entrañas. Erifila es una hija de la
sangre de Helena.
El trayecto recorrido entre la tragedia antigua y la tragedia
clásica va del infanticidio al suicidio. Ambas hablan de un
gasto mayúsculo, en el puro exceso que ignora la conserva­
ción de los bienes más queridos hasta la destrucción de la
vida de su vida para el goce del culto que es el culto del
goce

Videncia y nominación

Ningún análisis puede limitarse a la exploración de las


formas temáticas sin aplicarse a la forma misma de la
tragedia.
Veamos a Eurípides: una acción casi lineal que se acerca en
cada paso a su desenlace, sin giros imprevistos, entrecortada
por el canto de un coro que desdobla la escena y comenta
lo que ve, dejando que se exprese lo que él siente; un
drama expuesto, que se devela agotando sus posibilidades,

237
donde cada personaje dice su problema, su causa, su desgra­
cia, y donde finalmente asciende la voz de la víctima, alta
y ejemplar, mientras llega para unos el momento del dolor
supremo y para los otros el de la empresa guerrera. Instante
donde un trueno anuncia el milagro.
En Racine cada acto, hasta el último, aporta su proyecto y
su decepción: er eí primero, el intento de Ifigenia de des­
viar la ruta y su fracaso; en el segundo, la espera de la
celebración de los esponsales y su ruptura; en el tercero, el
reencuentro de los novios, anulado por el develamiento del
sacrificio; en el cuarto, la preparación del sacrificio y la
negativa a consentirlo; finalmente en el último, el salvataje
de la víctima y la realización del matrimonio. Comproba­
mos también aquí esa interiorización del conflicto, que ya
no nace de una situación brutal, fija, dada de una vez para
siempre, de la que todo el desarrollo trágico tiene como fin
mostrar su carácter ineluctable, sino de una coyuntura
móvil, donde cada flujo está seguido de su reflujo y cada
fase equilibra la que la precede dividiéndose en sí misma.
A la amplitud del discurso de Eurípides sucede una sinta­
xis, una prosodia que sigue un movimiento donde los frag­
mentos de discurso se vuelven simétricamente sobre sí mis­
mos en un contrapunto de una feliz perfección'. Pero la
diferencia esencial es la de la oposición entre la alternancia
del canto y del discurso por una parte, y el desarrollo
intrínseco del discurso por otra parte. En el primer término
de la alternativa, el canto encuentra su contrario en el
discurso; este último contiene los elementos del movimien­
to que él deja brotar en la expresión lírica, donde la
energía pasional liberada se arroja, asciende y se agota hasta
que un nuevo discurso la reduzca nuevamente a la espera.
El terror nace tanto de ese movimiento periódico co­
mo de la recuperación de una forma de expresión me­
diante la que ella misma enmascara. Los protagonistas
pueden enunciar su problema y nada más, puesto que el
coro se encargará del resto. Y de su unión y su separación
surgirá el efecto sagrado, apoyándose ora en una palabra
discursiva, ora elevándose en un canto que imprime su
movimiento sobre las huellas dejadas por el silencio del
discurso.
238
£1 discurso raciniano se exhibe, distribuye, organiza, diversi­
fica, desarrolla y hasta, en su límite, litiga. Incandescente,
el verso raciniano quema, pero quema como el hielo. La
homogeneidad de la palabra despliega en él un espacio que
le es propio y que es el único propio. La contradicción
entre sus propios elementos unificados se le vuelve interna.
Como dice Roland Barthes, “hablar es hacer, y el logos
asume las funciones de la praxis y la sustituye: toda la
decepción del mundo se recoge y se redime de la palabra,
el hacer se vacía, el lenguaje se llena21” .
La violencia, el terror se transforman entonces en nomina­
ción pura; en un sentido ésta se empobrece de todos sus
elementos patéticos. Al purificarse parece debilitar su poder
sagrado. Pero no hay que condenarla con demasiado apuro.
Ella extrae del medio trágico primitivo su elemento esen­
cial, la palabra, que se decía penosamente a través de las
formas heterogéneas del discurso: el del coro, el de los
protagonistas, cuya celebración dialéctica, por ese juego de
oposiciones, llega a ser toda la tragedia.
El discurso raciniano asume como tarea esa celebración del
solo lenguaje, del puro lenguaje que no es sólo un sustituto
del hacer, sino también del sentir: de lo efectivo y de lo
afectivo. La tragedia raciniana podría comprenderse como
afectación del lenguaje. Quizás esto explique, como contra­
parte, la aparición de esos personajes que sólo pueden
experimentar una pasión negativa, donde el lenguaje se
deshace, cede, dejando de ejercer las reglas de una sintaxis
impecable sobre el mundo de los afectos para gastarse,
perderse, romper sus vínculos y afirmar su vocación por la
anulación, sin otra razón que un llamado interior hacia el
abismo. Aquí la palabra ya no es su orden soberano. Los
Dioses ya no presiden esta desmesura. Los Dioses pasan, la
desmesura subsiste, suscitando su propia destrucción. Y la
fuerza dionisíaca resurge como cuestionamiento del lengua­
je, del orden del trabajo. Vuelve por el camino de la fiesta
reclamando su derecho a un gasto sin ganancia, sin otro fin
que ella misma. Aquí renace la tragedia. Desde entonces la

1 Sur Racine , pág. 66.

239
fiesta del lenguaje se transforma en tumba del lenguaje en
el silencio de un goce mortal.

II. LOS DOS INFANTICIDIOS

Eurípides escribió Ifigenia en Autida el año de su muerte y


su representación póstuma le valdría los laureles de los'
atenienses, que conquistó muy raramente y no sin penas.
En la misma Macedonia, donde terminó sus días lejos de
Atenas, escribió también, con poca diferencia de tiempo,
Las Bacantes. Las dos tragedias tienen algo en común:
ambas tratan de un infanticidio durante un sacrificio ritual.
Ifigenia, pedida por Artemisa, terminará su vida terrestre
en el altar para gloria de su padre, después de que un
milagro haya hecho morir en su lugar una cierva, y Pentheo
perece durante un ritual dionisíaco bajo las garras y los
dientes de su madre, poseída por el delirio sagrado. Las
situaciones se asemejan y se oponen.

El ritual dionisíaco y el castigo por su falta de cumplimiento.

Que Eurípides el impío haya consagrado una de sus últimas


tragedias a celebrar el culto de un Dios es algo que ha
asombrado. ¡Como si ese Dios fuera semejante a los otros
del Panteón griego, como si se olvidara que la tragedia
procede de él! De él y del autor trágico. Al glorificar a
Dionisos, al mostrarlo probando su origen divino, es el
poeta trágico el que se teje una corona a sí mismo. Esa
ocasión es buena para recordar al público el poder que
detenta el aeda, el encantamiento que dispensa, que exige
su contraparte en deberes. El Dionisos de las Bacantes no
es otro que el poeta mismo o el antepasado de quien ha
nacido, de quien obtuvo el don trágico24.

11 Del mismo m odo que el sacrificio de Ifigenia en aras del éxito


de la empresa griega es una buena ocasión para el au to r trágico
para dejar la escena con la imagen de una consagración a la
causa popular.

24 0
Que ese retorno a las fuentes haya vivificado al autor
trágico durante su estadía en los lugares mismos de donde
partió la tragedia, que Eurípides se haya vuelto entonces
hacia su Oriente, nos permite mirar hacia el punto donde la
muerte de la tragedia coincide con su nacimiento.
Nunca se afirmó mejor el desquite del canto sobre el
discurso, de la danza sobre la retórica, de la pasión sobre la
elocuencia, de la locura sobre la razón. Lucha del lenguaje
contra lo que lo excede y lo desborda por todas partes y
por la cual el lenguaje ha conquistado un imperio que
periódicamente sucumbe bajo la presión de lo que le resis­
te. La epifanía de lo sagrado retoma, de manera cíclica, el
dominio sobre la construcción del lenguaje. Pero se sabe
que no se trata tanto de una lucha entre la pasión y el
lenguaje -e n tre Dionisos y A polo- cuanto de una lucha
entre dos logos, sin que pueda decidirse quién ha triunfado
definitivamente. Victoria del lenguaje sobre el canto, pero
canto atravesado por el lenguaje y retorno del canto al seno
del lenguaje. La tragedia es la representación de ese proceso
alternante de inscripción y borradura, donde cada término
se esfuerza por absorber al otro.
Consideremos ahora esta tragedia, la única que se conserva
sobre el rito dionisíaco, la única que habla de sus orígenes
en el lenguaje de la tragedia lograda.

La originalidad de Las Bacantes no consiste en mostrarnos


el Deseo y sus disfraces, sino el retorno del Deseo borrado
[barré] que se manifiesta con una violencia y un frenesí
indomeñables. El furor, el delirio, la persecución y el encar­
nizamiento en el crimen son la consecuencia del rechazo a
rendir honores al goce. Hay que hacer escuchar un lenguaje
excluido desde hace largo tiempo a nuestros oídos
judeo-cristianos para comprender que puede ser impío y
sacrilego negarse a honrar el placer, la fiesta, la ebriedad.
Lo cual está lejos de confundirse con el levantamiento de
las interdicciones que las rodean.
A este respecto, aquéllos que en nuestro horizonte cultural
han vuelto la mirada hacia el retorno de Dionisos han sido
sin duda los más marcados por el sello judeo-cristiano. Pues

241
lo que se requiere no es la celebración de Eros sino lo que
en el mito de Dionisos se vincula con el castigo que el Dios,
hace sufrir a quienes no reconocen su divinidad y a los
cuales pierde en los abismos del furor. De allí el elogio de
un sacrificio que es puro consumo, destrucción gozosa,
expresión de un erotismo cruel, el único propio para evocar
lo que une en lo sagrado el horror y el éxtasis.

La paradoja de Las Bacantes reside en el modo en que se


confunden en ella la locura y la razón. Las Bacantes ofrece
la imagen de una locura orgiástica, de un delirio incontrola­
do de los sentidos. Y sin embargo el coro deja entender
que esta locura no carece de freno. El delirio sagrado está
contenido en ciertos límites: “Y Baco. . . salta, corre, lan­
zando invectivas a los perturbados, reconduciéndolos a los
coros” . Esa locura no debe ser temida por quienes se
entregan a ella: “Los transportes orgiásticos nunca corrom­
pen a la mujer verdaderamente casta” . Mientras que el
virtuoso Pentheo, ese monstruo con ojos salvajes que des­
precia al Dios afeminado y proscribe sus cultos, es un
impío virulento a quien Tiresias trata de demente en m u­
chas oportunidades. “Habla como loco que es” . Así, la
locura no está en el homenaje rendido a Dionisos, sino en
ese otro delirio, infinitamente más subversivo, que quiere
sujetar el mundo a su ley, es decir a su Deseo23. La
continuación de la tragedia muestra la disolución de ese
puritanismo que pronto es reemplazado por el deseo de
sorprender, de ver sin ser vistos a las bacantes, entre las que
se encuentra la madre del tirano a quien éste condenó

2 3 El carácter autoritario de Pentheo se revela en ocasion de su


interrogatorio a Dionisos. donde trata de hacerle un proceso
teológico.
P. - “ ¿Hay en ti un Zeus, padre de nuevos Dioses'’
D. ¡No! lis aquel que amó a Semelc en esos lugares.

D. - Todos los bárbaros van celebrando sus misterios.


P. I r> esto son menos esclarecidos que los griegos.
D Mucho más en este punto, aunque sus costumbres sean
o tras” .

242
r
severamente, del mismo modo que condenó a su tía Se-
mele, madre de Dionisos, acusándola de haber cedido a sus
deseos lúbricos ante un simple mortal y recusando la tesis
de la identidad divina de su seductor.
Aquí la razón, la mesura, es la aceptación del culto dioni­
síaco, cuyo rechazo es signo de demencia y de desmesura.
La falta de Pentheo es la de la suficiencia narcisista. El
orgullo le hace renegar no solamente de Dionisos sino
también de su madre y su abuelo. Dionisos “ odia a aquél
cuyo deseo no está en la claridad del día, en la dulzura de
las noches, en gustar la felicidad y en vivir, en tener
tranquilo su corazón y su espíritu, lejos de los mortales
demasiado sutiles”. Condenación de la sofística y denuncia
de una tiranía cuyas pretensiones son exhorbitantes puesto
que tiende a excluir el Deseo del hombre, al no poder
dominarlo.
La aceptación del deseo, el culto de la ebriedad y del
éxtasis no son los únicos dominios que preserva el Dionisos
de Las Bacantes. Inserta en el orfxsmo, la doctrina que
Eurípides pone en boca del Dios incluye el tema del acceso
a una verdad. En el momento en que Pentheo alega su
derecho, fundado en la fuerza, de encadenar a Dionisos,
éste responde: “ ¿Qué dices? ¿Qué haces? Quién eres? Lo
ignoras” .
Aquí se funden dos vocaciones: el culto de Dionisos, guar­
dián de la vida terrestre y el de Orfeo 2 4 , mediador del
más allá.
En otro registro es interesante comparar esas interrogacio­
nes con las que tuvo que afrontar Edipo y ligar esas
preguntas, por intermedio de Dionisos, con el Deseo y el
Goce.

Se sabe que el rito es una de las manifestaciones que


iluminan la subordinación del deseo al universo de las
reglas. Retorno de lo reprimido que nos hace asistir, con
ciertas prácticas rituales, a la expresión disfrazada de los

14 Citado en el verso 562.

243
deseos cuya prohibición sería formal si se les diera curso
fuera de los límites del rito.
La devoración del hijo durante delirios orgiásticos parece
atestiguada en muchos ritos, en Orcomena, en Argos y en
Tebas (lugar de la acción de Las Bacantes). La causa de ello
es siempre la misma: una falta contra la divinidad de
Dionisos2 5 . Este castigo toma la forma del exceso de
deseo, pues las ménades comen la carne cruda de los
animales pero no la de los seres humanos. El hecho de que
durante el delirio menádico las mujeres devoren animales
vivos puede considerarse un equivalente o un eufemismo
del canibalismo. El delirio sagrado parece hacerlas regresar a
prácticas que evocan ciertos especialistas en la prehistoria:
cazas, persecuciones, actividad sexual no refrenada y devo­
ración de animales26. La devoración de seres humanos y
aun de los propios hijos anula la frontera entre el reino
animal y el reino humano, puesto que es una conducta
frecuente en la especie animal. Esto podría significar que el
rechazo del Deseo, de la ebriedad, del éxtasis acarrean,
como reacción, su exacerbación hasta un nivel proto o
antehumano. Que el Deseo es una función que califica a lo
humano, y aquél que lo rechaza no puede ya pertenecer a
la comunidad de los hombres.
¿Pero qué es negarse al deseo? En vano se trata de escapar
a él. La locura, que Freud liga con el narcisismo, es su
sanción. Ella ataca a Minyades, a Proitides, a las hijas de
Cadmo, por haberse negado a ceder a las órdenes del Dios.
El rechazo del deseo es más precisamente el rechazo de la
celebración del deseo, es decir, de la mutación del deseo
natural en deseo humano, del pasaje del deseo por el
universo de las reglas, puesto que se inscribe en un rito que
el mismo deseo funda, desplazándose así del goce al
placer27. El ritual dionisíaco no es, pues, un ritual natural
sino al contrario, la cultura de lo natural. Si lo cultural lo

25 Cf. Henri Grégoire, Notice, Paris, Ed. Les Belles Lettres, pag.
276.
J ‘ Cuando la víctima perseguida es hum ana, la m uerte es ficticia.
11 Com o lo dem uestran Bataille y Lacan en sus escritos.

244
excluye se abate el castigo del Dios: el rito dionisíaco se
transforma en delirio enviado por el Dios, donde el simbo­
lismo se hunde nuevamente bajo la presión de lo reprimido
y la madre, en lugar de devorar la carne viva de los
cervatos, desgarra las entrañas de sus hijos.
Ese retorno al “ estado de naturaleza” coincide con el
origen agrario de los ritos llamados “ de expulsión o de
muerte del invierno” que el mito de Pentheo calca exacta­
mente en sus diferentes momentos: disfraz, exposición a las
burlas de todos, ocultación en un árbol, persecución y
lapidación, despedazamiento de la víctima y corte de las
ramas, decapitación y fijación de la cabeza sobre el templo.
La afirmación del carácter natural del hombre va más lejos,
pues, que su identificación en el reino animal pero es
llevada hasta su participación en el mundo agrario.

Mat&nidad y paternidad en Dionisos

El argumento de Las Bacantes muestra, desde la primera


frase, que el problema expuesto por la tragedia es el de la
filiación del Dios. Dionisos ¿ha nacido del acoplamiento de
un mortal y de una mujer adúltera o pecadora, o es hijo de
Zeus? Esta es la pregunta que se resolverá a costa de h
vida de quien habrá dudado del origen divino de Dionisos.
Se trata de saber cómo se liga esa pregunta con el naci­
miento de la tragedia. ¿Por qué el castigo del Dios consiste
en hacer devorar a un hijo - r e y por su madre? Esta madre
originaria devoradora, que los psicoanalistas reencuentran
en la exploración de sus pacientes más perturbados, es una
madre fálica.
El mito del nacimiento de Dionisos narra que Zeus albergó
el embrión en su muslo para concluir con el embarazo
interrumpido. ¿Qué significa este rasgo, fuera de las expli­
caciones que se han formulado al respecto y que ven en él
un equivalente de la adopción o de la iniciación? Nos
inclinamos a considerarlo la expresión de una fantasía, la
de haber nacido no del vientre de la madre sino del miem­
bro del padre. Eurípides dice: “Ven, Dithyrambo, entra al
seno viril de tu padre” . Se observará que, si bien los cultos

245
dionisíacos son celebrados exclusivamente por las mujeres,
éstas sólo forman el cortejo de Dionisos. El Dios recibe así,
en el reparto, los atributos de la virilidad desbordante de su
padre, Zeus. Además conviene observar el extremo carácter
fálico de las ménades, que llevan al tirso, “ese dardo con
guirnaldas de hiedra” cubiertas de serpientes y dan pruebas
de una fuerza física totalmente masculina. “ ¿Qué hemos
visto? una, con los brazos separados, levantar una vaca con
la ubre hinchada y mugiendo, otras, con sólo tirar, despeda­
zar terneras. En todas partes hubierais visto, proyectados en
todas las direcciones, costillas, pezuñas hundidas que, sus­
pendidas de las ramas de los abetos, goteaban sangre. Toros
furiosos y con los cuernos en actitud de ataque, caer por
tierra un instante después, con mil manos de mujeres aba­
tiéndose sobre ellos y lacerando toda la carne que los
cubría, más rápido, oh Príncipe, de lo que tú podrías bajar
tu párpado sobre su pupila real” . Ese estado contrasta
singularmente con el de su sueño, en el que conservan toda
su feminidad, reposando “ castamente” como lo atestigua el
Mensajero que relata a Pentheo lo que ha visto. Pero desde
que despiertan las ataca el delirio sagrado. Ese rito noctur­
no, donde el despertar en medio de la noche se acompaña
de un desencadenamiento que contrasta con la paz del
sueño, sugiere la comparación con la actividad sexual.
El deseo de Pentheo de asistir a ese ritual debe compararse,
pues, con el deseo del niño de ver a su madre en los
sobresaltos sexuales nocturnos que ella comparte con el
padre. Sin duda, ese carácter fálico de las bacantes transcri­
be una fantasía de concepción sádica del coito (devo­
ración), pero también atestigua el rechazo de la posición
femenina pasiva del varón durante el coito y el miedo a
sufrir la castración en manos del padre. De allí la actitud a
la vez curiosa y espantada ante el espectáculo, donde todo
el peligro pareciera provenir de la madre que devora al hijo
y al pene del padre durante el abrazo. Recordemos los
repetidos reproches de Pentheo sobre el aspecto afeminado
de Dionisos y su necesidad de reiterar afirmaciones viriles:
“ ¡Todo antes que prestarse a risa ante esas bacantes! ”
Ese carácter fálico radical que impregna la obra, a pesar de
las frecuentes invocaciones a la Diosa Madre, a Cibeles la

246
Gran Madre, da la medida del camino irreversible, para el
griego del siglo V, desde las divinidades maternales a las
divinidades paternales. Pues si bien es cierto que el rito
dionisíaco es solidario de los ritos agrarios y que Tiresias
afirma que el primer principio esencial para los seres huma­
nos es “ Demeter, la Diosa de la Tierra (puedes llamarla con
esos dos nombres)” , mientras que el segundo es ei jugo
fluido de la raíz (líquido nutricio y seminaT a la vez),
Dionisos hace reconocer constantemente el Nombre del
Padre, es decir, el hecho de que es hijo de Zeus. Por eso se
manifestará ante las bacantes por el rayo, ornado con ese
atributo paterno con el que golpea el palacio de Pentheo,
como Zeus se presentó ante Semele. El coro lo comenta de
este modo: “ ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¿ves acaso, vez acaso ese
fuego junto a la tumba sagrada de Semele? Es ei del trueno
de Zeus que antaño la fulminó y que ella deja en eso
lugares” , y más adelante, saludándolo: “Oh luz suprema
que nos da el éxtasis báquico, gozo al verte aparecer ante
mi corazón dolorido” .
Quizás es por eso que Pentheo, que será lapidado, despeda­
zado, él, que se burlaba del afeminado Dionisos y se pro­
metía cortarle el cuello y ¡os bucles rubios, es primero
moralmente castrado y transformado en objeto de burla,
con un disfraz femenino, en la ebriedad de su delirio
naciente, antes de caer en manos de las bacantes que lo
despedazarán. El poder fálico debe ser únicamente patrimo­
nio de Dionisos, que lo heredó de Zeus. Los que resisten a
la llamada dei Deseo, de la fiesta y la ebriedad, caerán en
manos de las bacantes que atacarán ei cuerpo entero del
impío. “Teme la muerte si nunca se reconoce tu sexo” , se
dice a Pentheo. Se puede hacer notar aquí lo que Tiresias
nos recuerda de Dionisos, que no es solamente Dios del
éxtasis y de ia ebriedad, sino también del furor. “Participa
también, en cierto modo, de Ares” . Puede pensarse que la
agresividad implacable de las bacantes en su actividad eróti­
ca se despliega con tanta más libertad cuanto que su recha­
zo de Dionisos favorece una desintrincación impulsiva que
deja el campo libre para las expresiones exteriorizadas del
impulso de muerte.
Otros poderes se atribuyen a Dionisos: la profecía, que

247
hace de la situación de éxtasis una fuente de conocimiento,
por una mayor proximidad con el inconsciente.
Finalmente, y sin duda ésta no es la menor de sus armas, el
engaño le permite triunfar. Pentheo lanzado a la persecu­
ción de Dionisos acorrala a un fantasma: “Creyendo tener
al Dios, arrojándose sobre esa forma brillante, la atraviesa
creyendo degollarme” , dice Baco. El rey se desploma final­
mente, vencido por el agotamiento. El más demente de los
dos, en ese momento, no es por cierto el Dios, a quien guía
un plan implacable. Este no es más que el comienzo de las
desgracias que promete, puesto que el Mensajero, al contar­
le lo que vio sobre el Citherón, despertará en Pentheo el
deseo fatal de asistir al ritual menádico. Dionisos, irónico,
no dejará de plantear la pregunta insidiosa: “ ¿Y de dónde
te viene, dime, ese violento deseo?

La representación de la escena primordial

La tragedia Las Bacantes es un motivo suficiente de interés,


tanto por la escasez de documentos sobre el ritual de
Dionisos como por lo que conocemos sobre el extraño
comportamiento de esas mujeres de Tracia o de Frigia. Y
sin embargo no es tampoco eso lo que justifica la emoción
que sentimos. Si únicamente nos preocupáramos por esos
aspectos generales, correríamos el riesgo de caer en la
misma red de perdición que Pentheo. Este quiere purgar a
su país de esa nueva plaga que es el ritual báquico. Tratará
de anularlo con toda la energía de la que es capaz. Y es él
quien morirá al fin de la tragedia. Lo que no se puede
admitir que Pentheo vea en el espectáculo que imagina
antes de participar en él, es la causa por la que está
interesado. La causa es que su madre es la atracción princi­
pal de ese espectáculo. El desarrollo de Eurípides nos
muestra con precisión ese giro que toma Pentheo después
de que el boyero le relata el delirio de las bacantes levan­
tándose ante una señal de su madre Agave, persiguiendo a
los chivos, acuchillando a las terneras, arrojando por tierra
a los toros, entregándose al rapto de los niños, dando el
pecho a cervatillos o lobeznos, bañándose en sangre, invul-

248
r
nerables a los efectos del fuego o el bronce. Pentheo siente
durante ese relato “ como un fuego que se enciende y
extiende” . Quiere librar batalla; en ese momento es cuando
cae bajo el yugo del Deseo, él que desprecia a Baco. Su sed
de sangre no es menor que la de las bacantes. Vibra con el
mismo ardor que el de su madre. Desde entonces entrará en
la nasa de Dionisos, aceptando adornarse con vestimentas
femeninas, lo cual, como una mutación envolvente, opera
en él una transformación por la cual se identificará con su
madre. “ ¿A qué me parezco? ¿Tengo el aspecto de Ino?
¿O el porte de mi madre Agave? ” Desde ese instante, cae
completamente en posesión de Dionisos al que se entrega
pasivamente. Lo ve con los rasgos de un toro al comienzo
de su delirio y se transforma en juguete de las intrigas del
Dios. Este le hace suscitar la bu da mostrándolo a los
tebanos “ disfrazado de mujer, él cuyas amenazas todos
temían antes” , y además instala en él esa feminidad a la
que Pentheo era tan rebelde. Se preocupa por su peinado,
sus adornos, como la más coqueta de las mujeres. Y el Dios
triunfa en un estribillo que entona el coro: “ ¿Existe en el
mundo un presente más envidiable de los Dioses que el tener
en su mano victoriosa la cabeza de su enem igo?” 28. La
victoria es la castración del adversario.
La irrisión no es más que el preludio de lo trágico, como si
éste debiera nacer y engendrar sus efectos de su polaridad
antinómica. De hecho, en esta situación confluyen el polo
satírico y él polo épico: el de la muerte de un héroe que
sucumbe en un combate contra las Amazonaá2 9 . Pero el

” De lo que se venga Dionisos, aunque no se lo m encione, es


quizá del m artirio de que ha sido víctima en la persecución de
los titanes. Pentheo y Dionisos son primos, puesto que Agave y
Semele son hermanas. Puede suponerse que hay a q u í una rela­
ción que se corresponde con la de Semele y Hera. En ambos
casos Semele representa la madre buena, m ientras que Hera y
Agave figuran la imago m aterna mala, que será necesario dom i­
nar. El castigo de Pentheo, que m uere golpeado por Agave,
vengarla pues la m uerte de Dionisos sucum biendo bajo los
golpes de Hera.
” Cóm o no evocar, por detrás de Las Bacantes, a la admirable
Pentesilea de Kleist, que sin duda debe mucho a Eurípides.

249
polo esencialmente trágico, el centro mismo de lo trágico,
se devela en el crimen ritual de una madre presa del
delirio, que despedaza a un hijo que no reconoce bajo el
velo que cubre su mirada.
El deseo de Pentheo no es solamente “ver las cosas prohibi­
das” , lo cual ya es bastante para designarlo como víctima
expiatoria a los transportes de las bacantes; llega hasta el
incesto10 .

PENTHEO. — Ya en los bosquecillos creo verlas cultivar en las


dulces tram pas del amot.
DIONISOS. — ¿No es por eso que vas a espiarlas? Puedes tom ar­
las. . . a m enos que te tom en primero.

‘T o m ar” tiene aquí el doble sentido de capturar y de


poseer sexualmente. Pentheo despierto y lúcido quiere apo­
derarse de las bacantes; el delirio revela que quiere poseer­
las. Pero detrás de cada una de las bacantes, es a Agave a
quien busca como objeto de su deseo. Anticipando el éxito
de su empresa y pensando que ha vencido al Dios perverso,
se imagina mimado en los brazos de su madre, regresando
con ella triunfalmente a le b a s. Esta ordalía pondrá al
héroe ante la prueba de tener que seducir a su madre para
poseerla y ella lo verá morir, poseído y destruido por ella
misma, inspirada por el aliento de Dionisos.
Tan pronto como se afirma el deseo incestuoso de Pentheo,
el coro ya se desencadena contra él y denuncia su proyec­
to, aunque sea evidente sin embargo, que el joven ya no
puede sostenerlo. Justificación de su muerte próxima más
que advertencia ante el peligro. Su madre delirante renegará
de él, como él ha renegado de ella: “ ¿quién le ha dado la.
vida? Pues no ha salido de sangre de mujer, sino de alguna
leona o del seno de las Gorgonas líbicas” . La muerte será
su castigo por haber querido “dominar lo Invencible” . No
se sabe aquí si esta acusación concierne al conflicto entre
Dionisos y Pentheo o si ya puede pensarse que lo que se

30 Cadm o, padre de Semele (m adre de Dionisos) es tam bién el


padre de Agave (tía de Dionisos). Es tam bién antepasado de
Edipo

250
castiga es una transgresión, la de la prohibición del incesto,
que se reconoce en el deseo de ver las “cosas prohibidas” .
El sentido de la impiedad se modifica y el delirio de
pentheo hace hablar a sus deseos, reprimidos bajo su sed
sanguinaria, y mostrando el carácter sustitutivo -despla­
zado en todos los sentidos del término— de esta violencia
Así, una doble falta abruma a Pentheo: el rechazo de
Dionisos cuando está lúcido, y el deseo incestuoso cuando
está bajo el imperio del Dios. La aceptación del culto
dionisíaco es finalmente la mejor manera de devolver al
deseo lo que se le debe, de forzar al exceso que él expresa
para que entre en una economía.
El relato de la escena del último encuentro entre la madre
y el hijo nos hace sentir nuevamente la identidad de la
relación incestuosa y de la muerte. Ese último diálogo entre
Pentheo y Agave no deja de recordar a aquél que puso
frente a frente por última vez a Orestes y Clitemnestra, y
esto por muchos detalles complementarios u opuestos.
Orestes se volverá loco después del crimen; Agave lo está
antes de éste. Las Erinnias —potencias de la noche como las
bacantes— se mostrarán con una cabellera de serpientes
como las bacantes. Clitemnestra desnuda su pecho para
recordar al hijo sus vínculos originarios y sus primeras
emociones, Pentheo, tratando de hacerse reconocer, acaricia
la mejilla de Agave, como lo hace un niño. Implora: “ Ma­
dre mía; soy yo, soy tu hijo Pentheo a quien trajiste al
mundo en el palacio de Echión” . Es inútil: lo mismo que el
hijo de Agamenón permanece sordo ante su madre y hunde
sin batirse la espada en su pecho: “Con espuma en la boca
y los ojos convulsionados, habiendo perdido la razón, po­
seída por Baco, Agave no lo escucha. Toma con las dos
manos su brazo izquierdo y, apoyándose con el pie en el
flanco de ese infortunado, desarticula, arranca el hombro,
no con sus solas fuerzas, sino con las que le comunica el
Dios” . Sólo Esquilo hubiera podido igualar el horror que
Eurípides comunica en este instante: el último de los trági­
cos reencuentra la desmesura originaria que inspiró el
primero. Pero aquí no termina el espanto. Una vez decapi­
tado Pentheo se pone su cabeza sobre el tirso, en su
cúspide como un trofeo, pero Agave cree llevar en la punta
de esa lanza una cabeza de león y se enorgullece de ese
ornamento fálico que se propone devorar: “Toma parte en
mi festín” dice al coro. Así aparecerá ante su propio padre
Cadmo, que asumirá la dolorosa tarea de volverla a la
realidad. Cadmo juntará los deshechos esparcidos del cuer­
po de Pentheo3 1, llorando su dolor ante la doble aflicción
de la muerte de un nieto y del delirio criminal de una hija.
A esta desgracia se añadirá el duelo de su hija cuando ésta
toma conciencia de su acto. La muerte de Pentheo es para
Cadmo una castración, pues queda privado de descendencia
masculina; ese nieto único era el que acariciaba como la
esperanza de su estirpe.
Y he aquí que un nuevo ritual sucede al ritual báquico,
conmovedor en su desnudez, espantoso por su contenido.
Imaginemos a ese padre y esa hija arrodillados ante lo que
ni siquiera es ya un cuerpo sino un m ontón de restos
destrozados, a los que ambos tratan de dar apariencia
humana como si procedieran a la fabricación de un nuevo
nacimiento. “Vamos, anciano, dice Agave, ajustemos bien
al tronco la cabeza del desdichado; recompongamos como
podamos todo ese cuerpo robusto. ¡Oh rostro querido, oh
mejilla joven y tierna! Bajo este velo voy a esconder tu
cabeza y tus miembros manchados de sangre y donde mis
uñas han dejado surcos” .
No podemos dejar de pensar que después de esto, después
de este iluminador retorno a sus orígenes, la tragedia, a su
vez, ya no podía sino morir, pues Eurípides se iguala aquí
al Esquilo más grande.

Agamenón y Agave

Las dos situaciones de Ifigenia en Aulida y de Las Bacantes


ilustran pues dos casos de infanticidio. Como destaca Marie
Delcourt, el infanticidio era el menos grave de los crímenes

3 * Justificación de Ja interpretación que ve en ese m ito la expre­


sión de un rito de iniciación donde el pasaje de la infancia a la
vida adulta incluye dos aspectos: la m uerte de la infancia y la
resurrección del antepasado en la form a del adulto.

252
familiares. Lo que da la medida de esa gravedad no es la.
matanza de un niño sino la razón invocada para recurrir a
ella. Los ejemplos de Ifigenia y de Pentheo no son únicos
en el reservorio mitológico griego. El caso de Medea está
presente en todas las memorias y Marie Delcourt da mu­
chos otros ejemplos3 2 . Estos se agrupan sobre todo según
¿os rótulos, que son los que presiden la situación de Las
Bacantes y la de Ifigenia en Aulida . es decir, el infanticidio
cometido en un momento de aberración (Leucipo asesinan­
do a su hijo Hippasos, Athamas a su hijo Learco, Licurgo a
su hijo Adrias; notemos que en estos últimos casos se trata
del crimen del hijo por parte de un padre que puede
disfrazar una hostilidad respecto de un rival potencial) o
durante un sacrificio religioso. Dejemos de lado los casos en
que las sevicias del padre se vuelcan sobre una hija encinta
cuya descendencia constituye una amenaza para él. Marie
Delcourt observa que la madre no figura en el contexto
mitológico, y es reemplazada por una madrastra u otTa
pariente. Así pues, del mismo modo que la proyección
legendaria establece entre el matricidio y la locura una
solidaridad constante, y que la locura es causa o consecuen­
cia del crimen, el infanticidio obedece a contextos psicoló­
gicos determinados. Si lo lleva a cabo la madre, sólo puede
hacerlo en un estado de extravío 3 3 . Si es el padre quien lo
lleva a cabo, puede hacerlo en un momento de aberración,
la equivocación fatal, o por precaución, para eliminar un
peligro futuro, por motivos morales o religiosos. Se llega
aquí al caso de Edipo, abandonado por Layo.
El infanticidio es pues siempre, en la madre y a veces en el
padre, expresión de la locura, y solamente en el padre
ejercicio de un poder. Los dos casos de Las Bacantes y de
Ifigenia en Aulida representan por lo tanto las situaciones
extremas de esta conjunción, puesto que nos describen las

31 Oreste et Alcméon, pág. 56.


3 El caso de Medea es especial, puesto que mata a sus hijos en
estado de lucidez. Hay que notar asimismo que la desesperación
de la decepción amorosa y los celos se encuentran en la raíz de
an acto cuyo fin es herir m ortalm ente a Jasón que la ha
traicionado, motivo cuya esencia es profundam ente pasional.

253
peripecias del delirio de Agave y de la sentencia de Agame­
nón.
Podría suponerse que esos casos extremos nos dicen una
verdad que toca profundamente la relación del hijo con su
progenitor. La Orestiada nos muestra el vínculo carnal del
hijo con su madre, cuya ruptura conduce al acceso a la pa­
labra paterna y a su Ley, o a la psicosis cuando la palabra del
padre no ha sido escuchada y recordada por la madre.
Al contrario, Las Bacantes nos hacen asistir al castigo de
una pareja: madre e hijo, que se niegan a honrar el placer y
el deseo.
El crimen del hijo por parte de la madre, así como el de la
madre por parte del hijo, se establecen pues en un contexto
de psicosis (causa o consecuencia), condensando las signifi­
caciones de la unión amorosa incestuosa y de la relación
mortal. Su final no es tanto la castración como el despeda­
zamiento (Pentheo) o el vampirismo (Orestes).
Respecto del sacrificio de la hija para y por el padre, las
cosas se presentan de un modo totalmente diferente. En la
tragedia Ifigenia en Aulida el padre no es quien lleva a cabo
la matanza ni quien la exige. Obedece a la sentencia del
adivino, que es el intercesor de los Dioses. La Ley es la que
reclama esa muerte; ella recae sobre el padre, que se some­
te. Los Dioses le exigen lo que tiene de más querido, por lo
general un hijo o un heredero. El infanticidio es también,
por lo tanto, el signo de una mutilación del padre. Y se
comprende que pueda encontrarse, en el origen de la cir­
cuncisión, el sustituto de un sacrificio humano.
A partir de aquí, el sacrificio de la hija —que no puede
sentir rencor contra el padre puesto que éste no es más que
el instrumento del deseo de los Dioses- adquiere una
significación particular. Es una marca en el padre, huella y
cicatriz de la herida que se le inflige, pero también acceso a
un estatuto de preferencia sobre los hermanos y hermanas
y sobre la madre, puesto que el vínculo con el Dios sella
entre ellos una unión de carácter único.
Puede encontrarse aquí una expresión de lo que se ha
llamado el movimiento masoquista femenino de retomo
hacia el sujeto de los impulsos agresivos y eróticos. El
deseo del pene del padre se realiza mediante el renuncia­

254
miento exigido por el ideal del yo. Si el crimen del sacrifi­
cio puede tener la connotación incestuosa que señalábamos
en el infanticidio por parte de la madre, aquí pasa por la
ceremonia de las bodas de muerte, que s u p o ^ n la
mediación de una compleja institucionalización. Por más
que el ritual nos remita, mediante el sacrificio humano, a
tiempos remotos, seguirá existiendo la diferencia entre el
delirio de posesión divina, realizada en el frenesí onírico, y
la pompa de un servicio sagrado ordenado por un gran
sacerdote ante el ejército y los reyes reunidos alrededor de
su jefe.
En este último caso el sentido del movimiento se invierte.
Ante ese ejército y esos reyes reunidos, aliados en nombre
del juramento por la defensa de la libertad de los griegos, se
practicará una forma de sacrificio superada, pues los anima­
les han sustituido desde hace mucho tiempo a los seres huma­
nos en este tipo de obligaciones del culto. La exigencia de los
Dioses de un sacrificio humano es un recuerdo del ritual origi­
nario, así como el delirio sagrado de las bacantes es un
recuerdo de la condición humana originaria. La tragedia
antigua conserva ese contacto con el mito de un pasado
cuyas formas aún permanecían vivas. La tragedia clásica,
edificada sobre otra base que la del mito y del rito, sólo
tenía respecto de ellos una deuda lejana. Podía, pues,
transformar el sacrificio, conservar su valor metafórico y
sustituirlo por el suicidio, devolviendo al impulso de muerte
una deuda que la historia tiende a olvidar. No obstante, la
Ifigenia raciniana, en su consentimiento final, opera una
inversión que la pone en una situación comparable a la de
la heroína de Eurípides, pues establece, como su modelo
antigua, una relación idéntica con el padre. Lo que Racine
subvierte, en ese momento de la tragedia, es el desenlace
del sacrificio. Ifigenia en Aulida es sacrificada y salvada a la
vez. Sacrificada, puesto que deja a los suyos, arrebatada por
la diosa, y salvada porque se salva su vida, puesto que una
cierva muere en su lugar. Ifigenia en Aulida es totalmente
salvada y prometida a la felicidad del matrimonio pero, en
compensación, la sed de sangre de Artemisa encuentra su
contraparte en el suicidio de Erifila. Entre las dos se sitúa
el sacrificio de Isaac, también salvado, también reemplazado

255
por un animal, pero solamente devuelto a su padre sin otra
felicidad que la de la supervivencia. Lucien Goldmann tiene
razón al destacar en Racine la presencia del Deus abs-
conditus, el Dios de Port-Royal, muy extraño a los Dioses
de Grecia.

En Temor y temblor, esa obra sacudida por la pasión de


“entrar en relación absoluta con lo absoluto” , Kierkegaard
confronta el sacrificio de Ifigenia por Agamenón con el
sacrificio de Isaac por Abraham. Opone el héroe trágico, ser
de compasión y de admiración, al elegido, ser de silencio y
terror. Se puede llorar por Agamenón, “no se puede llorar
por Abraham. Nos acercamos a él con un horror religiosus,
como Israel se acercaba al S in af’i ? . No abordemos de
inmediato, por importante que sea, esta diferencia entre los
Dioses griegos y el Dios de los judíos, y preguntémonos si
Ifigenia es para Agamenón lo que Isaac para Abraham. Si
postulamos que el deseo de Abraham es deseo de Dios toda
comparación se hace superflua, pues es muy evidente que el
deseo de Agamenón no es deseo de Artemisa. El deseo de
Agamenón es deseo del saqueo de Troya, y la garantía de la
diosa es indispensable para las acciones de los hombres que
han partido en expedición. Y si puede haber cierta grande­
za en el silencio de Abraham que se mega a preguntarse
sobre la sentencia divina, no podemos sino asombrarnos del
silencio de Agamenón, que nunca se plantea la pregunta:
¿por qué Artemisa es tan cruel? Es para castigar una
acción injusta en la relación de fuerzas en conflicto, que
Artemisa exige, por la voz de Calcas, esta víctima tan cara
a los griegos. Cuando Kierkegaard escribe: “ ¿Y qué hombre
que contemplara a Agamenón con una mirada de envidia
tendría los ojos secos y no podría llorar con él” 3 5, no es
fiel a la tragedia. Pues si algunos lloran con él, muchos lo
desaprueban. Agamenón, dice Kierkegaard, “tiene el con­
suelo de poder llorar y quejarse con Clitemnestra e Ifi-

34 Temor y temblor, Buenos Aires, Losada, 1947.


35 Loe. cit.

256

A
genia” - Si puede decirse esto de Ifigenia que, por otra
parte, en el momento en que se consuela ha convertido su
sacrificio en gloria, no es el caso de Clitemnestra, que sigue
ultrajada por ese acto que la mutila en so carne. Porque su
deseo no puede coincidir con el de Agamenón. Por eso
muchos lo tratan de loco. ¿Y por qué esos griegos, no
menos piadosos que Agamenón, se arriesgan a emitir un
juicio tan severo, si no es porque sospechan en este asunto
móviles impuros, que sacuden al rey en su deseo?
En verdad se obtendrían ventajas si, antes que ceder al
misterio, en el temor y el temblor, de la adhesión de
Abraham, se buscara aquí la causa de su deseo. Decir de Abra­
ham que tiene más allá un telos ante el cual suspende
el estadio moral —que el fin de su sacrificio está más allá
de la moral— es instituir en él una relación con el Padre
que toca a su ser de patriarca, de antepasado de su pueblo
elegido, amado por Dios, mientras que el sacrificio de
Agamenón toca a su tener. La acumulación de su tener
toca a su ser de rival de los Dioses, cuya ira reconoce en su
elección de Rey de reyes el germen de una desmesura cuya
hinchazón hay que esforzarse por prevenir. Es por eso que
muchos ritos muestran a soberanos todopoderosos m altrata­
dos y humillados por los sacerdotes. El Dios de los judíos
retoma aquí esta problemática dirigiéndose no a reyes sino
a padres. A aquél de ellos que ha recibido como don la
potencia sexual paternal cuando debía perder la esperanza
de fecundar al objeto de su deseo, que no era Agar sino
Rebeca.
La referencia al deber es producto de una elaboración
secundaria. Por eso no es posible limitarse, específicamente
en lo que concierne a Agamenón, a la tesis de la sumisión a
un deber superior. Ese análisis es insuficiente aun en lo que
concierne a Ifigenia, pues vemos con claridad que su con­
versión es algo muy diferente a la aceptación de unjdeber o
aun una simple sumisión a la palabra paterna. Su conver­
sión sólo puede ser la de su deseo: deseo de joven niña,
promesa de ser mujer, deseo de vida, de fecundidad, deseo
del deseo de su padre, de la Ciudad, de Grecia; deseo narci-
cista de sexualidad, de muerte y de memoria.
La oposición entre la estética y la ética que desarrolla

257
Kierkegaard no es convincente a nuestros ojos. De hecho,
tanto Abraham como Agamenón están presos en el mismo
circulo ético o estético, pero no hablan del mismo padre ni
del mismo hijo. La idea de una religión estética, tomada de
Hegel, debe relacionarse quizá con una religión de lo repre-
sentable que se opone a la aniconia judia, en la que Freud
vio un progreso decisivo para la espiritualidad.
Sin duda es ésta la razón última que hizo retroceder a
Racine, en su Ifigenia, ante la representación de ese sacrifi­
cio, pues mostrarnos ese sacrificio es mostramos al Dios
que lo exige. Al no poder decidirse a hacemos admitir la
intervención -rep re sen ta d a- de la maldad, nos presentará
en su lugar su sustituto lógico: el suicidio de Erifila, único
ser de verdadero amor de esta tragedia híbrida, semigriega y
semicristiana, que relega al conjunto de los griegos al rango
de los profanos, con el sirviente de sus dioses, Calcas.

“ Detente, ha dicho ella, y no te acerques a mí.


La sangre de esos héroes de quienes me has hecho descender
Sin tus profanas manos bien sabrá esparcirse” (V, 6)

Con el sacrificio de Erifila el horror reiigiosus reina nueva­


mente sobre la escena y lo sagrado que inunda la tragedia
antigua resurge, después de haber parecido como borrado.
El Racine de Port-Royal no se ha liberado completamente
de la imitación de Eurípides. Su sacrificio propio ha sido,
sin embargo, el del phobos trágico, que sustituyó por el
verso raciniano, esa cierva o ese camero de la religión
estética.

La economía del sacrificio

El mito de la muerte de Pentheo representa una reproc.


ción del mito (y del rito) de Dionisos. Las bacantes ofician­
tes del Dios se transforman en perseguidoras. Al matar a
Pentheo no hacen más que repetir la acción de los Titanes
que despedazaron a Dionisos, así como ellas despedazan a
Pentheo. Mientras que Dionisos es atacado por los Titanes
pagados por la celosa Hera. que se conduce como una
258
madrastra típica (el doble malo de la madre), Pentheo
sucumbe bajo los dientes de su propia madre, atacada por
el delirio divino. El infanticidio se lleva a cabo, aqui, bajo
la forma cruel de la devoración por parte de la madre del
producto de sus propias entrañas. El rito es desbordado por
el éxtasis y sin duda no hay que hablar tanto de un sacrifi­
cio en el sentido propio de la palabra, como de un desenca­
denamiento sanguinario realizado en un estado segundo.
¡Qué diferencia con el sacrificio propiamente dicho, regula­
do según un ritual, ejecutado con un fin preciso respecto
de un Dios, realizado según normas prescritas!
La tragedia funde en sí el éxtasis de la fiesta, el orden
del ritual, el efecto de la palabra. Cada uno de esos aspectos
revela un origen diferente cuya particularidad trasciende el
género para constituir una forma nueva.
Un mismo trabajo se realiza en el pasaje de la tragedia
antigua a la tragedia clásica. A quí se conquista terreno
solamente en provecho del lenguaje, que ha unificado bajo
su yugo la heterogeneidad de diversos tipos de significantes:
la danza, el canto, la palabra. Del mismo modo se reorgani­
zan las pasiones en el plano del significado. La acción de
los Dioses no es casi sensible en el siglo XVII, estos ya no
aparecen más sino que permanecen en su morada celeste. El
hombre ya no está extraviado por el delirio que le envían
los Dioses. Ya en la tragedia antigua el hombre no era más
que el artesano de su pérdida, y los Dioses se constituían
en sus aliados en ese camino fatal. La tragedia clásica
atenúa la intervención divina hasta un punto extremo. La
“psicología” de Racine se quiere más verosímil que la de
los antiguos. Esta psicología tan halagadora para la concien­
cia, que capta sus desviaciones, está, de hecho, más cerrada
al inconsciente que la tragedia antigua.
La civilización y el disfraz han marchado a la par y el
engaño de la “verosimilitud” desempeñó su papel mistifi­
cante. Queda el hecho de que el verso raciniano permanece.
La “pantalla de la belleza” , según la expresión de Lacan,
revela, a través d j la estilística, la joya que la “psicología”
pareciera haber dest'uído. Racine podía escribir, como Eu­
rípides, una Ifigenia en Aulida y hasta una Ifigenia en
Taurida, pero no Las Bacantes. No lo hubieran admitido el

259
siglo de Luis XIV ni el de Port-Royal. La censura aplastan­
te nos muestra todo lo que se ha perdido, todo lo que la
monarquía por derecho divino y la hija mayor de la Iglesia
han proscrito. Pero por pesado que sea el aparato represivo
del inconsciente, el retorno de lo reprimido es inevitable.
Shakespeare y los isabelinos hicieron revivir lo trágico,
como hoy Genet y otros autores saben encontrar algunos
acentos olvidados.
Periódicamente reina la tiranía del lenguaje, engendrando la
rebelión del movimiento que acarrean la música y la da*xza,
que cuestionan la hegemonía de la palabra. El lirismo del
lenguaje puede suplirla, contra la construcción formal del
discurso, sin que sean necesarias las presencia efectiva de la
danza y el canto36. La Ifigenia de Racine pertenece a ese
campo del lenguaje, la Ifigenia de Eurípides se sitúa en una
zona intermedia, mientras que Las Bacantes pertenece a
un reino más nocturno, más impregnado de resonancia
carnal. Esta última obra brilla con un resplandor inquietan­
te y, muy alejada de nuestra temática contemporánea, di­
funde un misterio angustioso. La moral de la tragedia
sostiene la afirmación, más allá de lo religioso, de los
derechos de lo trágico y de su indisoluble vínculo con 1c
inconsciente 3 7 .
Se establece así una filiación del sacrificio que puede cons­
truirse de este m odo-

’ 4 Toda la carne del proceso primario se vuelve sensible allí, contra


las elaboraciones secundarias del forfnalismo “p u ro ” .
37 Ningún analista puede evitar, ante los furores de las bacantes y
su delirio sagrado, la evocación de la histeria en su expresión
colectiva, que hoy está casi extinguida en la forma de las
grandes crisis pero se encuentra presente en ciertos lugares. No
hay más que releer los tratados clásicos para convencerse de
ello. ¿Qué argum ento extraer de esto? No el de una inferencia
directa que nada nos diría, pues la patologizadón de lo sagrado
suscita, al contrario, la sacralizadón de lo patológico. Pero no
podrá dejar de asom brar una asociación. Si los griegos percibie­
ron y establecieron de este m odo, m ediante el rito y el m ito, el
vínculo del delirio sagrado y de lo dionisíaco, nosotros recorda­
remos que Eros, m ediante la histeria, indicó a Freud el camino
hacia una concepción científica del Deseo. Esta es la encrucijada

260
las Bacantes nos hablan, en el momento de la muerte de la
tragedia antigua, de sus orígenes y de un sacrificio humano
practicado en ocasión de un delirio sagrado como castigo
por la negación a sacrificar animales a un Dios que es el del
goce, del éxtasis. Sacrificio para el deseo del Dios.
La Ifigenia en Aulida nos habla, en el momento d éla
muerte del último de los trágicos, de un sacrificio humano
que, aunque heroico, marca un retorno hacia formas ritua­
les superadas en la época en que debe realizarse, para
asegurar el éxito de una empresa de venganza y de benefi­
cios. Sacrificio para el deseo del Padre.
La Ifigenia en Aulida nos habla, con otro lenguaje, de un
sacrificio que no tendrá lugar; será reemplazado no por la
muerte de una víctima animal, sino por la de otra víctima
humana que transforma la aceptación del sacrificio con su
rechazo suicida por no haber sido nunca objeto de ningún
deseo. Sacrificio para el deseo del Deseo.
A esta filiación temática responde paralelamente una refle­
xión sobre el género. Las Bacantes nos sitúa en una
representación de la representación ante uno de los oríge­
nes de la tragedia: el origen del ritual dionisíaco, acoplado
aquí con ese otro origen posible, el del ritual épico, pues
Pentheo es un héroe a pesar de la irrisión que lo afecta. La
Ifigenia en Aulida nos permite seguir todo el camino reco­
rrido desde sus primeras formas hasta el punto en que

entre Dionisos-Eros y el Deseo por una parte, y la bacanal, el


delirio sagrado y la histeria por la otra. Del mismo modo que
Dionisos era el menos adm itido y el menos amado por tos
Dioses, el que debía luchar para imponer su carácter divino, así
entre los descubrim ientos fue el del Deseo, cuyos cam inos fue­
ron más abandonados y más com batidos cuando Freud sometió
los resultados de su exploración a) m undo médico y científico.
Todavía hoy se encuentran, en ese mismo m undo, las resisten­
cias más tenaces. La negación del Deseo, la negación dionisíaca
s o b re , ia que se ha construido toda una cultura, pudo hacer
surgir la fluorescencia histérica. Por un curioso retorno de las co­
sas, la aparente liberación sexual de hoy se acom paña de una
reivindicación del goce toxicom aníaco que nos ha hecho reen '
contrar a Dionisos. Pero no hay que engañarse, pues el hambre
de drogas es lo contrario de una búsqueda dionisíaca: es su
m itridatización.

261
Eurípides pudo llevarlas. Entre el sacrificio realizado en el
contexto de un misterio y el que se inscribe en un con­
flicto humano (en el interior de un mismo personaje o
entre diversos personajes) se traza ese itinerario de la comu­
nión. Lloramos por Pentheo y Agave y hasta por el viejo
Cadmo. No tenemos que liorar por Agamenón ni por Ifi-
genia llevada a los cielos (no se menciona a la de Taurida
en Ifigenia en Aulida). Se precisa la idea de un pasaje hacia
una vida mejor en el más allá. Se comprende que el tema
haya tentado a Racine. -Tentado y desanimado. Ninguna
situación de sacrificio puede dejar de sugerir al cristiano la
pasión de Cristo. Ifigenia sobrevive y se prepara para una
felicidad conforme a sus Dioses, a su sangre, a su raza;
Erifila eleva su protesta contra una religión que cuestiona,
y abre nuevamente la vía a lo sagrado que reafirma sus
vínculos con el deseo indómito por el que ella se agota y se
pierde en la muerte que se inflige. ¿Cuál de las dos tiene
la gracia? Esta pregunta queda pendiente y es retomada
por la pareja Aricia-Fedra, arrastrando a la muerte al héroe
que se abre al deseo: Hipólito. El sublime sobresalto de
Fedra, el retorno al orbe religioso de Esther y de A tali a
pondrá punto final a esta actividad impía.
Después de esto la tragedia clásica llegará a su término, así
como la tragedia griega moría con Eurípides. Ifigenia no' es
aún al fin de la tragedia clásica pero con ella desaparece
toda posibilidad de creer en ese sacrificio dionisíaco de la
tragedia griega. Ifigenia en Aulida realiza la economía de
ese sacrificio.

262
Epílogo

Edipo, ¿m ito o verdad? *

“ Si Edipo R ey conmueve a un auditorio mo­


derno tanto com o al auditorio griego contem ­
poráneo de la obra, la explicación sólo puede
ser la siguiente: sus efectos no dependen del
contraste entre el destino y la voluntad hum a­
na, sino que deben atribuirse a la naturaleza
específica del material sobre el que ese con­
traste se apoya. Debe haber allí algo que hace
resonar en nosotros una voz dispuesta a reco­
nocer la fuerza aprem iante del destino en el
E d ip o .. . Su destino nos conm ueve porque
bien hubiera podido ser ei nuestro, porque el
oráculo emite el mismo anatem a sobre él y
sobre nosotros antes de nuestro nacim iento” .

La interpretación de los sueños, S.E., vol. IV,


pág. 262.

“ El psicoanálisis tiene pocas esperanzas de ser


reconocido o de volverse popular. Esto no es
sim plem ente porque la mayor parte de lo que
tiene que decir choca los sentim ientos de la
gente. Otras dificultades casi tan grandes pro­
vienen del hecho de que nuestra ciencia inclu­
ye cierto núm ero de hipótesis - e s difícil

* Las citas de Edipo Rey están extraídas de Sófocles, Tragedias,


vol. 1, Barcelona, Alma Mater, 1959 (traducidas por Ignacio
Errandonea).

263
decir si hay que considerarlas postulados o
productos de nuestras investigaciones- que de­
ben parecer m uy extrañas para los m odos ha­
bituales de pensamiento y que entran en con­
tradicción radical con las opiniones corrientes,
pero no podem os nada contra e sto ” .

Algunas lecciones elementales de psicoanálisis,


S. E., V0 I.XXIII, pág 282.

2 64
La Orestiada, Otelo, Ifigenia en Aulida nos revelan la taz
más sombría, la más oculta del complejo de Edipo. El
reverso de ese complejo, puesto que la conclusión lleva, en
todos los casos, a la muerte del objeto del deseo en manos
del que desea: la muerte de la madre llevada a cabo por el
hijo, la de la esposa por el esposo, la de la hija por el
padre. El reverso del complejo se opone forzosamente a su
anverso. Lo que se nos ha develado allí son sus retorcimien­
tos, sus inversiones o su descomposición ante el trabajo del
impulso de muerte. Vimos así que la estructura edípica
positiva se deconstruía para tejer los nudos del masoquismo
primario Ügado a la relación simbiótica con la madre, de la
homosexualidad psicótica degradada en masoquismo, del
masoquismo moral y femenino suicida. Ese complejo de
Edipo negativo remite necesariamente al complejo de Edipo
positivo y aún al conjunto que ambos forman en la fórmula
desarrollada de esta estructura.
Pues esa es la especificidad de este complejo. Nunca exis­
te en estado simple sino que siempre es doble. Nunca existe
en estado integral sino que sólo subsiste en estado de vestigio.
Nunca existe en estado conciente sino que permanece en esta­
do inconsciente.
Esta conjunción —y, por supuesto, la disyunción de la que
es indisociable— es la que explica Freud cuando escribe:

“ Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo simple de


ninguna manera es su forma más común sino que más bien
representa una simplificación o una esquematización que .muchas
veces se justifica, por cierto, por razones'de orden práctico. Un

265
estudio más detenido hace aparecer generalm ente un complejo
de E dipo más com pleto, q u e existe en una form a doble, positiva
y negativa a la vez, y que se debe a la bisexualidad que
originalmente está presente en los niños: esto quiere decir que
un niño pequeño no se conform a con tener una actitud ambiva­
lente ante su padre y con elegir a su m adre com o objeto de sus
afectos, sino que al mismo tiem po se conduce tam bién com o
una niña y manifiesta una actitud afectiva femenina hacia su
padre y una correspondiente actitud d e hostilidad y d e celos
hacia su m a d r e .. . La experiencia analítica m uestra entonces
que, en cierto núm ero de casos, desaparece uno u otro de los
elem entos constitutivos de ese complejo, con excepción de hue­
llas apenas perceptibles: de m odo que el resultado es una serie,
una de cuyas extrem idades presenta el complejo de Edipo nor­
mal y positivo y la o tra el complejo inverso negativo, m ientras
que los eslabones interm edios m uestran la form a com pleta, con
preponderancia d e uno u o tro de sus dos c o m p o n e n te^ !”

Esta cadena, de la que sólo persisten huellas, muestra que la


estructura, aún cuando se la aprecie por la organización de
las relaciones que la constituyen, no puede evaluarse sino a
partir, no solamente de lo que excluye de sí, sino de lo que
atestigua de esa exclusión.
Es necesario dar a este término su sentido estricto: el de
una interdicción a la permanencia. Ya en 1900, en La inter­
pretación de los sueños, Freud no afirmaba otra cosa cuando
escribía:

'"Cuando señalo a los enferm os la frecuencia del sueño de


Edipo, del deseo de comercio sexual con la madre, me respon­
den siempre: no puedo recordar ningún sueño de ese tipo. Pero
enseguida recuerdan o tro sueño, no reconocido e indiferente,
que se les reproduce con frecuencia y donde el análisis descubre
un contenido análogo. Puedo garantizar que los sueños disimula­
dos de comercio sexual con la m adre son m ucho más num erosos
que los sueños sinceros9 ” .

1 S. Freud, El y o y el ello, traducido de la . Standard Edition,


XIX , pág. 33-34.
* La interpretación de los sueños. Obras completas, Biblioteca
Nueva, Madrid, I, pág. 259.

266
Es lógico pues, para concluir, que nos volvamos hacia el
complejo de Edipo para someterlo al examen. Debemos
elegir entre dos caminos. El primero sería el cuestionamien­
to del complejo de Edipo como complejo constitutivo de la
subjetividad. Este camino desborda en mucho el marco de
este libro. El segundo es el examen de los hechos que van
desde el mito a la tragedia de Sófocles. Elegiremos este
segundo camino apoyándonos en los trabajos más recientes
de mitólogos (Marie Delcourt), de helenistas ( J .- P . Ver­
nant) y de antropólogos (Lévi-Strauss). Esto nos dará la
oportunidad de puntualizar de qué manera el corte episte­
mológico aportado por Freud fue recibido por especialistas
que muchas veces afirman estar abiertos a su obra, cuando
no se basan directamente en ella.

“Pero puesto que no debe decirse lo que no


debe hacerse, pronto, ¡por los dioses! sacad­
me fuera de aquí"” .
Edipo R ey, v. 409
Función del mito
El ejemplo de Edipo demuestra esplendorosamente que el
psicoanalista tiene razón cuando se interesa más por la
tragedia que por el mito.
La pregunta que se plantea es saber por qué la tragedia de
Sófocles ha llegado a ser la tragedia por excelencia de toda
una cultura, y ha servido como telón de fondo de una
reflexión renovada incesantemente desde Aristóteles hasta
Heidegger, mientras que Freud, que hizo de su interpre­
tación la clave de su concepción, tuvo tantas dificultades
para hacerse comprendei3

Debe notarse que Sófocles no fue mejor com prendido en su


época, por lo m enos de inm ediato. No obtuvo el premio el año
que presentó Edipo R e y , pues el público prefirió la tragedia del
sobrino de Esquilo.

267
El libro de Marie Delcourt, Oedipe ou la légende du con­
quérant* es uno de esos libros cuya lectura se impone a
todo psicoanalista. Poco importa que las opiniones sobre el
psicoanálisis expresadas por la autora lleven la marca de
una época, la del destierro de Freud del círculo reflexivo.
La obra deja traslucir su adlerismo y es visible la actitud
negativa de la autora ante la consideración de una libido
tan incomprendida como rechazada. No debe creerse que la
intención psicoanalítica sea allí secundaria; el libro termina
con un cuestionamiento de la teoría freudiana. Pero la obra
es tan rica, tan iluminadora en los detalles, que es mejor
olvidar momentáneamente el juicio lapidario referido al
psicoanálisis y profundizar su contenido.
Marie Delcourt, como la mayoría de los mitólogos moder­
nos, deja de ver en el mito la expresión de una tendencia
espontánea, sin otra causa que ella misma, y deriva el mito
del rito. La operación se realiza, según ella, en muchos
tiempos. Primero, un rito para obtener un resultado: “Si
quieres que se produzca tal cosa, sométete a tal rito” .
Después el enriquecimiento y la mayor complejidad de las
prácticas rituales hacen que el rito se conserve, modificado
y disociado de sus causas originales. “Uno se somete a tal
práctica en tal circunstancia” , habiendo olvidado el por
qué. Finalmente la práctica se explica, secundariamente,
por un mandato divino. “Como un oráculo predijo q u e .. , ,
se realiza tal rito” . Progresivamente el rito se vincula, no
con el deseo del hombre, sino con la historia del dios que
la práctica del culto recuerda en tal o cual de sus episodios.
Es grande el mérito de esta interpretación, puesto que exclu­
ye la idea de una gratuidad en la producción de ritos y
mitos. Ambos obedecen a una exigencia —cuya naturaleza
no se define— y están dirigidos por una economía. Sufren
deformaciones que nos ponen en presencia de objetos com­
plejos, compuestos, estratificados. Hasta aquí, Freud estaría
de acuerdo en todos los puntos con los mitológos moder­
nos. Tendría sus reservas, sin dudas, sobre la relación del
mito con la historia y casi no aceptaría que el mito no

4 París, Droz, 1944.

268
rtenga ninguna función relativa a la verdad histórica. Verdad
histórica y verdad material se encuentran, para él, en una
relación no unívoca, pues la primera se vincula sobre todo
con el deseo.
La historia del deseo nunca está a disposición de quien
quiere encontrar sus fuentes o raíces. Debe conformarse,
mediante un método desconcertante para quien no está
familiarizado con él, no solamente con verdades provisorias,
lo que ocurre con toda exploración científica, sino con
verdades establecidas a posteriori. La historia de los aconte­
cimientos es, por supuesto, la de los acontecimientos del
pasado, pero una historia que comprende, además de lo
manifiesto en los actos o los hechos importantes, sus replie­
gues secretos en el campo de un posible que nunca agota lo
que de él ha retenido lo real. Somos sensibles, sobre todo,
a ese esfuerzo de los hombres que atestigua una voluntad
de sustraer a los efectos del tiempo lo que su memoria, por
sí sola no podía preservar de la destrucción. Nos inclinamos
menos a tomar conciencia de que la historia es siempre
reagrupamiento segundo de una red vivida en la dispersión.
Esta recuperación constituyente de una memoria textual no
es una consignación concienzuda en beneficio únicamente
de un pensamiento de archivo. “Entonces la historia, que
había comenzado a seguir y a notar los acontecimientos del
presente, arrojó también una mirada hacia atrás, reunió
tradiciones y leyendas, interpretó los vestigios dejados por
el pasado lejano en las costumbres y hábitos y edificó así
una historia del pasado prehistórico. Era inevitable que esta
prehistoria fuera más bien la expresión de las opiniones y
aspiraciones del presente que la imagen fiel del pasado.
Pues la memoria del pueblo había dejado caer muchas cosas
en el olvido y había deformado muchas otras; más de una
huella del pasado se interpretaba falsamente según el espí­
ritu del presente; además, la historia no se escribía por
influencia de la curiosidad objetiva sino a fin de actuar
sobre los contemporáneos, llamarlos a la emulación, exaltar­
los, presentarles un espejó3

5 Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, O. C. , II, pág. 457.


No hay duda de que el trabajo de Marie Delcourt está lejos de

269
Se sabe que la discusión sobre los mitos ha suscitado el
problema de su valor genético explicativo. Es porque se ha
querido limitar el alcance de la explicación a la historia
circunstancial en sentido estricto. Pero si se- postula tam­
bién la hipótesis de una historia circunstancial del deseo, es
decir, de una historia que trata de reincluir todo lo que la
imaginación social estructura paralelamente al desarrollo de
los hechos y retrospectivamente en las versiones que forzo­
samente la excluyen del saber histórico, entonces el mito
desempeña una función significativa cuyo interés tiene una
importancia igual a la de la historia oficial. No es absoluta­
mente necesario, aun si siempre deseable teóricamente, en­
contrar todos los puentes que ligan una a la otra. Quizá se
trata de dos caminos paralelos que están destinados a no
unirse sino encabalgándose.
La “verdadera” verdad, histórica, por asombrosa que esta
proposición parezca a los historiadores, no puede ser la
verdad material. Pues, aún en el hecho material más trivial,
¿quién puede despreciar sin consecuencias la dramatización
de la fantasía, el peso no solamente de lo que fue vivido
sino deseado vivir, el efecto de la espera de respuestas
suspendidas según la voluntad del otro, del registro furtivo
de sus dificultades, vueltas y desligamientos? Aquí se abre
un campo de lo posible que el carácter circunstancial del
deseo rodea o colma como puede. La historia circunstancial
del deseo se presenta como una circunstancialidad hipotéti­
ca sobreimpresa en una huella perdida. El acceso a la
verdad, dirá Freud audazmente, sólo puede pasar por el
examen de sus deformaciones. Tarea temible en la medida

adaptarse a la concepción freudiana, de ta que Freud, por otra


parte, no da ejemplos a propósito del caso de Edipo sino de
Moisés, lo que no dejó de suscitar muchas reservas. El hecho de
que él se haya o no engañado en su interpretación del caso
im porta mer.os, en el fondo, que lo que nos enseñó a buscar por
detrás de los m itos: la represión del inconsciente. Desde ese
m om ento la m itología griega, que abunda en historias tan verídi­
cas, puede tam bién ser objeto de este tratam iento - p o r lo
m enos en p rin cip io - que no pretende sustituir el enfoque tradi­
cional, puesto que sus exigencias no pueden coincidir con las del
psicoanálisis.

270
en que por lo general la deformación se aprecia según el mo­
delo de referencia de la verdad, mientras que aquí éste es la
deducción de aquélla. El mito es aquí revelador, pues en él
la ficción no es gratuita y su construcción no está hecha
para divertir sino para plegarse a la función que ordena su
nacimiento: dar en un solo y mismo tiempo forma y
solución al deseo. El producto terminado y elaborado del
mito es una cicatriz cerrada sobre una herida que se trata
de ocultar. Su texto no solamente sería un palimpsesto, un
producto de añadidos que se cubren mutuamente, sino
sobre todo una figura enigmática, o con una coherencia
superficial, que disfraza con una pseudológica lo que debe
ser escondido y sellado. A este respecto, el mito no podría,
pues, no ser más que un relato agujereado y heterogéneo,
donde faltan las piezas esenciales del rompecabezas.

¿Se podría concluir con Marie Delcourt marcando la fun­


ción pedagógica de los mitos cuyo papel sería, a través de
los casos ejemplares cuya historia cuentan, persuadir? ¿Y
cómo explicar de manera satisfactoria su incesante reorgani­
zación? “Se modifican porque se inserta en ellos intencio­
nes nuevas en lugar de las que han dejado de ser compren­
didas” (pág. 222). Está claro que, cualquiera sea la maleabi­
lidad del material m ítico, se trata de preservar una célula
de sentido que debe mantenerse a costa de tornar caduco el
mito entero. Pues el problema es quizá preocuparse menos
por la coherencia de los mitos que por el modo de inteligi­
bilidad que suponen. Esto es tanto más interesante para
Grecia cuanto que allí los mitos se insertan en un sistema
de creencias bastante laxo, que ningún dogmatismo mantie­
ne rígidamente fijas. El problema es, pues, el de un límite
de comunicabilidad que plantea el sentido de sus transfor­
maciones. El valor pedagógico, la intención de persuadir
debe explicar el hecho de que, la mayoría de las veces - y
éste es el caso de los mitos que se han transformado en
temas trágicos-, puede decirse que evocan menos un ejem­
plo a seguir que una realidad psíquica a conjurar.
¿No se puede considerar el valor pedagógico o persuasivo
como una determinación secundaría, una justificación de la
práctica de una actividad que podría llamarse sagrada e
impura, puesto que se comparan los mitos con la “trasposi­
ción de una ceremonia, la apertura de un tabernáculo
cerrado y la revelación solemne de objetos misteriosos cuya
visión está prohibida en épocas normales? ” (loe. cit., pág.
50). Sin embargo nada sería más peligroso que abordar ese
misterio fuera del contexto m ítico, del mismo modo que la
interpretación psicoanalítica rechaza toda generalización
previa que no pase por la mediación de un material cuyos
límites amplía el desarrollo teórico pero que no podría
concebirse sin ellos.
La noción de trasposición de una realidad misteriosa (pág.
221), de una memoria (“Pero lo que enseñan las leyendas
nunca es un recuerdo puro y simple, sino siempre una
trasposición donde muchas veces la realidad antigua sólo es
descifrable en una segunda lectura” , pág. 226), plantea im­
plícitamente, una vez más, el problema del sentido de las
transformaciones. Es necesario saber en virtud de qué princi­
pio se recorta un rasgo, otro ocupa su lugar o es reemplaza­
do por algún otro con un sentido próximo ligeramente
desarticulado. Decir de las tendencias “subconscientes” (sic)
o de las tendencias psíquicas que no han podido entrar en
juego sino “ para fijar ciertos temas m íticos,, para darles
una vivacidad, una popularidad excepcionales” (pág. 68),
sin crearlos (afirmación semejante en pág. 191) o para
difundir un mito, “arrancarlo del olvido” (pág. 229) o aun
para favorecer su inscripción en el marco de la familia (pág.
69), seria aceptable si pudiera sostenerse una hipótesis más
probable sobre las condiciones de la génesis de las proyec­
ciones legendarias. De hecho, Marie Delcourt oscila constan­
temente entre una explicación sociológica de la que trata
de distanciarse y una explicación más amplia que ella busca
sin encontrarla: “Por eso los sociólogos se verán tentados
a reducir nuestras leyendas a simples ritos de iniciación. Yo
pienso que tienen una significación más profunda, más
general, también más religiosa” (pág. 57). Por otra parte,
ella rechaza —y en esto la comprendemos— un enfoque
desligado de todo sustrato concreto para el análisis de lo
religioso. A partir de aHí, la transformación de los mitos
obedecerá a mecanismos que sugieren la comparación con

272
“las creaciones del genio novelesco” (pág. 14). ¿Pero acaso
esas creaciones escapan al inconsciente?
Pues, sostener que las “tendencias subconscientes colaboran
con la memoria, no con el genio fabulador” , frase que
cierra la obra, ¿no es despreciar, con esta afirmación, la
interpretación freudiana de la reminiscencia? ¿No es desco­
nocer el vínculo entre los productos del genio novelesco y
el genio fabulador?
La infidelidad de esa memoria de los mitos torna muy
ardua la interpretación, sin duda. El embrollo de las pro­
yecciones legendarias griegas es quizá más difícil de com­
prender; porque no se conforman con clasificar el mundo
natural como los mitos del pensamiento salvaje, lo cual
permite a un Lévi-Strauss proponer una formalización;
porque no están sometidas a un principio referencial que
las coloca bajo la égida de un monoteísmo; porque no
obedecen a un ordenamiento regulado por una jerarquiza-
ción estricta como para los héroes y las divinidades de otras
religiones. Hasta la filiación, que es aquí más difícil de
descubrir que en otras partes, por ejemplo en las religiones
indoeuropeas. La dificultad mayor, ¿no proviene acaso de
que el objeto que exponen los mitos conserva siempre un
contacto directo con eso de donde emergen: el deseo? Los
avatares de la invención de los poetas no son explicables de
otro modo que por la tentativa de hacer concordar con los
hechos una psicología de los deseos “naturales” a la que la
estructura del deseo permanece refractaria. Se opondrá así
un polo político a un polo sentimental o novelesco (págs. 2,
15, 80, 102, 159, 163), despojando al deseo de su carga
erótica, olvidando que Edipo y Dionisos han salido de un
mismo antepasado. Pues se admiten la invención y la fabu-
lación cuando se trata de transformar un rasgo abiertamen­
te molesto o hasta odioso, que la comprensión psicológica
directa acepta como tal “naturalmente” , mientras que la
idea de que la invención o la fabulación tienen una función
no solamente de atenuación o de reorganización sino de
censura y de máscara parece difícil de adoptar por parte de
los mitólogos. En esas condiciones, ¿no interesa poner en
primer lugar todo lo que en el mito hay de resueltamente
contradictorio, de irreductible a los manejos de una com-

273
prensión psicológica y, por encima de todo, única? Pues
mito de Edipo es el mito ejemplar, puesto que es el quç
liga la pregunta del “ ¿quién soy yo? ” con la del “ ¿Hijo de
quién? ¿Padre de quién? ” La cuestión de saber “ ¿Por qué
.1
hay algo y no nada? ” sólo puede plantearse, en sí misma,
concatenando los términos mediante una generación. Es
legítimo, pues, que a la pregunta del “ ¿Quién soy? ” —ella
misma concatenación- sólo pueda responderse con uní
pregunta sobre la concatenación.
No es inútil recordar aquí la opinión de Freud expresada
sin ambages, con su acostumbrada audacia:

“ En prim er lugar, parece muy posible aplicar los puntos de vista


psicoanalíticos extraídos de los sueños a ios productos d e la
imaginación étnica tales como los m itos y los cuentos de hadas.
La necesidad de interpretar ese tipo de producciones se ha hecho
sentir desde hace m ucho tiem po: se sospechó que por detrás de
ellos se encontraba algún “ sentido secreto” y se presumió que
ese sentido estaba disimulado por los cam bios y las transform a­
ciones. El estudio que el psicoanálisis ha hecho de los sueños y
las neurosis le dio la experiencia necesaria para poder encontrar
los procedim ientos técnicos que rigieron esas distorsiones, pero
en algunos casos también puede revelar ios m otivos ocultos que
condujeron a esa» modificaciones del sentido original de los
m itos. El psicoanálisis n o puede aceptar com o im ­
pulso prim itivo, tendiente a la construcción de los m itos, el
ardiente deseo teórico d e descubrir una explicación d e los fenó­
menos naturales o d e com prender las observancias y usos de los
cultos que se han transform ado en ininteligibles. El busca ese
impulso en los mismos “ complejos” psíquicos, en las mismas
tendencias emocionales que ha descubierto en la base de los
sueños y los síntomas*

Para Freud hay un principio que domina la actividad psí­


quica individual o colectiva: el principio del placer, cuyo
corolario es la evitación del displacer. Pero la realidad
frustra regularmente al hombre y no le permite realizar sus
deseos, a pesar de los numerosos desplazamientos que se
intentan a título de diversión o sustitución. “ Los mitos, la

* “ El m últiple interés del psicoanálisis” , O. C., 11, pág. 967.

274
religión, la moral se sitúan en esta organización como inten­
tos de encontrar una compensación a la falta de satisfacción
de los deseos humanos” . Los tres representan soluciones co­
lectivas y sociales para el alivio de las tensiones del grupo. Es
necesario, pues, para Freud, interpretarlos según esta óptica;
apliquemos su principio a la leyenda de Edipo, en el doble
proceso que llevó a su construcción y a la deconstrucción que
debió sufrir por las deformaciones de la censura.

II

Marie Delcourt descompone la leyenda de Edipo en una


serie de actos notables por su sinonimia y cuyo agrupa-
miento ulterior habría formado el rostro de la leyenda que
conocemos. Cada uno de los momentos: el abandono del
niño, el crimen del padre, la victoria sobre la Esfinge, el
matrimonio con la princesa y la unión con la madre son
solidarios de un contexto único: el conflicto de las generacio­
nes. Lo importante se encuentra, quizá, en esta constitución
del héroe que llamaríamos “ a posteriori” , puesto que Edipo,
según ella, es “el tipo mismo de esos héroes de origen esen­
cialmente si no únicamente - ritual, cuyos actos son ante­
riores a la persona” (pág. 13). Como si su “ ser” fuera el
producto de la sutura de sus haberes, sutura que los hace
recaer en un ser que los preexiste sin haber existido jamás.
Así, del mismo modo que el tiempo de la experiencia es
anterior al tiempo de la significación y que la represión se
aplica a la reminiscencia, lo mismo, quizá, se puede inferir
aquí: que la censura se aplicará al nivel del rito que ya es
memoria. La “ persona” , en este caso, es un producto muy
tardío, remodelado y deformado muchas veces por las repe­
tidas censuras.
Ferenczi, en un sugestivo trabajo7 de 1912, se preguntó

S. Ferenczi, “ Representación simbólica de los principios de placer


y de realidad en el m ito de E dipo” , en Sexo y psicoanálisis,
Buenos Aires, Paidós, 1950.

275
cómo pudo ese mito concentrar hasta tal punto eJ comple­
jo. Responde de este modo: “Cada contenido psíquico
significativo pero inconsciente (fantasías agresivas hacia el
padre, deseo sexual hacia la madre con tendencias a la
erección, miedo a la castración por parte del padre como
castigo por las intenciones culpables) ha suscitado un repre­
sentante simbólico indirecto en la conciencia de todo hom ­
bre. Los individuos dotados de capacidades creadoras parti­
cularmente desarrolladas, los poetas, dieron expresión a
esos símbolos universales. Así pudieron nacer, primero se­
parada e independientemente unos de otros, los diferentes
temas míticos de abandono por parte de los padres, de
victoria sobre el padre, de relación sexual inconsciente con
la madre, de destrucción voluntaria de los ojos. Durante el
pasaje del mito por innumerables espíritus poéticos indivi­
duales (según la hipótesis muy fundada de Rank), una
condensación de diferentes temas condujo secundariamente
a una unidad más vasta, que ha subsistido y se reprodujo
en una forma aproximadamente idéntica en todos los pue­
blos y en todos los tiempos” .
Esta interesante interpretación descuida la función de la
censura. Sin embargo, un factor parece decisivo: el pasaje
por la creación imaginaria del poeta, es decir, la reorgani­
zación del inconsciente por la fantasía de deseo. Pues eso
es el complejo de Edipo antes de ser una realidad histórica:
una fantasía de deseo que, después de haber pasado por el
inconsciente del genial aeda Sófocles, se transformó en una
realidad de orden cultural: una tragedia.

El abandono del niño

Si Marie Delcourt es hábil para encontrar por debajo de


cada uno de los “mitemas” el denominador común del
conflicto de las generaciones tanto en el abandono del niño
como en el crimen del padre, y si por debajo del mito
puede descubrirse el viejo fondo de la ordalía, del rito de
iniciación, como lo han sostenido otros autores, es muy
posible, al contrario, que nuestra exigencia de sentido
quede en suspenso ante ciertas interpretaciones.

276
Sabemos que la práctica del abandono del niño en una
montaña o su inmersión en el agua son equivalentes a una
prueba. El abandono en el mar en un cofre permite estable­
cer una transición entre las dos8 . La deformación alegada
para justificar el abandono del niño es más o menos un
pretexto, uno de los cuales es, por cierto, el oráculo.
Ocurre como si él llegara a ocupar el lugar de un poder
antes legal, pero después juzgado exorbitante. Pues, de los
tres niños míticos abandonados, Edipo, Paris y Atalanta,
esta última lo es con el único pretexto de ser una niña,
mientras que sus padres deseaban un varón. Todo esto
indica que la enfermedad, que era la causa invocada para el
abandono, pesaba muy relativamente. La restricción que
exigía que el abandono no ocurriera después de un lapso
muy limitado posterior al nacimiento muestra el deseo de
una protección contra móviles que la malformación tapa y
sólo justifica parcialmente. Por lo demás, el vínculo estable­
cido entre las leyendas y las costumbres arcaicas comprueba
que los bastardos predestinados son sometidos al mismo
tratamiento: “Por extraño que pueda parecer, las dos cate­
gorías de niños eran tratados, pues, del mismo modo” (pág.
24). Puede pensarse que el signo de inconformismo que
marca al niño desde su nacimiento —y que en el límite se
expresa en la bastardía— indica un caso excepcional en la
procreación y permite condensar las marcas de una mancha
a veces de origen desconocido y las de una hazaña que
todavía nada anuncia, pero que da al niño abandonado
aptitudes negadas a las personas comunes9 . Lo importante

* Las versiones antiguas de Edipo presentan una u o tra de estas dos


variantes respecto de la suerte corrida después del nacimiento
(loe. cit.).
* Los elem entos similares encontrados en los relatos referidos a la
historia de Edipo, de Paris y de A talanta -e x ilio posterior al
nacim iento, educación impartida por padres sustitutos o anim a­
les b e névolos- no pueden hacer perder de vista que las desgra­
cias que causa Paris fueron las consecuencias de un ra p to sexual
y que A talanta, abandonada en razón de su sexo femenino, pasó
una parte im portante d e su vida rivalizando con los hom bres en
las actividades de caza.

277
es que en todos los casos se interpreta la sobrevivencia
como signo de un alto destino.
No se puede separar totalmente el abandono de Edipo y las
situaciones de otros contextos legendarios donde madre e
hijo sufren esa suerte cuando subsiste una duda sobre la
legitimidad de éste, pues la madre invoca la unión con un
dios. El origen divino del niño -nacido fuera del matrimo­
nio— es atestiguado entonces a posteriori y explica el des­
tino brillante al cual está prometido. Tanto cuanto que la
realización de ese destino pasa a menudo por un parricidio
más o menos involuntario, cumplimiento de un oráculo.
Ese destino, es pues, el fruto de una transgresión. Transgre­
sión cuando la madre se une a un mortal por infidelidad,
pero ese mortal es entonces un héroe que trasmite a su
retoño una herencia que lo conducirá a desafiar las leyes o
a cumplir otras hazañas admirables. Transgresión asimismo,
en el sentido en que se trata de franquear la barrera que
separa los dioses de los hombres, cuando es un dios quien
seduce a la madre (Dionisos). De todos modos el hijo, cuya
sobrevivencia es signo de un favor divino, será a su vez
héroe o semidiós. En el caso de Edipo pueden invertirse
los tiempos de la leyenda. No es porque Edipo estaba
predestinado que mató a su padre y compartió el lecho de
su madre, es porque realizó esas acciones que debía ser un
predestinado.
El tema del exilio, que se encuentra con una frecuencia
notable, establece un corte necesario en el relato, corte por
el cual el niño será educado, instruido por otros: animales
benefactores o personas de condición modesta. El hecho de
que la segunda parte de la vida del héroe lo arrastre a
proezas criminales, durante las cuales tiene lugar el parrici­
dio de un modo más o menos accidental, no debe llevar a
la conclusión demasiado apresurada de que el resentimien­
to, debido al rechazo atestiguado por el abandono, es el
que dicta una oscura venganza. Puede pensarse que la
hazaña, para apuntar al padre, debe pasar por un tiempo de
disociación y de alejamiento - d e lactancia, dicen los psico­
analistas— para que se cumpla en el desconocimiento y la
ignorancia de las relaciones de parentesco. Como en el tema
de la novela familiar, donde el niño, en sus ensueños

278
disociados del resto de su universo psíquico—, se imagina
que no es el hijo de sus padres y puede soportar mejor sus
deseos. Justo retorno de las cosas: en nombre de la apoteo­
sis, del maleficio que hay que evitar a la comunidad, el
¡uño fue abandonado; en la serie de hazañas del héroe, que
hay que poner a veces en beneficio de la comunidad, habrá
que incluir la muerte accidental del padre.
Las versiones primitivas que se conservan sólo hablan de
parricidio, no de incesto. Pero la sexualidad está más pre­
sente de lo que se cree: la falta originaria es sexual, puesto
que a menudo la madre debe sufrir una prueba de castidad
y es abandonada con el niño. Por haber dado a luz fuera
del matrimonio, ella debe aportar la prueba —y aquí se
encuentran el mito de Edipo y el de D ionisos- de otra
paternidad o del carácter divino del padre. Esto se produce
toda vez que el niño es salvado. Los acusadores —muchas
veces el abuelo materno del niño-perecen al mismo
tiempo. En cierto grupo de leyendas sólo se menciona el
maleficio que pesa sobre el niño, quien representa un peli­
gro para la comunidad entera y debe, pues, ser sacrificado.
Pero también aquí adquiere, cuando sobrevive, su cualidad
heroica y por lo tanto benéfica. La falta sexual, presente
desde el primer caso, puede hacernos pensar que ha sido
objeto de una censura en el segundo. Del mismo modo se
transformará en accidental en el incesto ulterior, cometido
en la ignorancia10

10 La leyenda de Tclefo (pág. 5) se une con la de Edipo. ¿Pero no


es significativo que a pesar de que el conflicto sexual se refiere
al padre y la hija y que ésta es sobre todo la que sufre las
pruebas, se introduce sin embargo el tema del incesto en el hijo,
él también au to r de diversas hazañas y exterm inador de m ons­
truos? Ese incesto es evitado, pues la madre, que ha pertene­
cido a Heracles, no quiere otro amante y manifiesta su hostili­
dad a quien ella ignora que es su hijo y al que se apresta a
matar. Com o si la ausencia del padre y su deseo fuera lo que
aquí se encargara de asumir la función separadora que cumple
éste cuando decide el abandono. El valor distributivo de los
afectos en este grupo legendario m uestra que el conflicto d e las
generaciones por el poder es insuficiente para considerar el
incesto com o secundario.

279
En definitiva, la leyenda del abandono seguido de sobrevi­
vencia, único caso que nos interesa pues aquéllos en que el
niño perece no dan lugar a ningún comentario, constituye
una explicación retrospectiva: “ Las prácticas que recuperan
el mito del niño abandonado debían aplicarse a personas
que de una manera u otra eran intrusos, o si se quiere,
hombres obligados a conquistar el lugar que querían ocupar
y al cual no tenían primitivamente ningún derecho”
(pág. 40). Este es, evidentemente, el caso de Edipo “rey” .
Si se interpreta entonces el sentido de esos contextos con­
vergentes, se ve que el alejamiento del exilio es el testigo de
la separación de la madre por acción del padre. Los estig­
mas del maleficio son los indicios de un mensaje; no sola­
mente significa que aquél que mate a su padre y se impon­
ga por la fuerza sobre el reino de la madre habrá sido un
monstruo, sino que será monstruoso el hecho de que esos
deseos sean solamente pensables. Pues Marie Delcourt lo
nota: “Nunca los poetas consintieron en poner en escena
un parricidio consciente11” . Y se sabe que el código de
Solón no mencionaba pena por el parricidio, pues castigarlo
ya implicaba concebirlo.
Esta observación, que nos hace renunciar definitivamente a
encontrar un contenido directo que no haya sufrido defor­
mación ni sustitución, se ennquece en Edipo Rey con una
articulación presentida por el mito, pero que Sófocles acla­
ra. Pues si hay que comprobar “que casi todos los recién
nacidos abandonados son hijos de un dios, es decir, de un

11 La ambigüedad de lo que debe atribuirse exactam ente al padre


en el acto del abandono - q u e daría como contraparte una
indicación demasiado precisa sobre la proyección del hijo a su
re s p e c to - ha dejado huellas en la tragedia. Yocasta dice a
Edipo:
“ En cuanto al niño, no tenía todavía tres días
cuando su padre lo ató con ligaduras
y lo hizo arrojar a una m ontaña desierta” (v, 717-720)
El servidor (v. 1172-1174) afirma que fue Yocasta quien le dio
al niño para hacerlo m orir. La tesis que lim itaría su función a
una simple transmisión, com o la de la mentira, no explica esa
desaparición del padre que descuidaría los detalles familiares en
una circunstancia tan grave.

280
padre desconocido” (pág. 159) (por lo menos en los casos
en que la conquista de la mujer se asocia con la del poder),
en el momento en que el héroe, en busca de paternidad,
recibe los primeros indicios de sus orígenes por el relato de
un mensajero de Corinto, cuando se entera que no es hijo
de Polibio y Mérope, se titula hijo de la Fortuna (verso
1080), del Encuentro Feliz. Esta no es solamente una
proclama apotropeica. El coro aprovecha la ocasión y medi­
ta sobre esa generación mítica, y el lugar del abandono se
trueca en aquél donde ocurrió el acoplamiento de una ninfa
y de un dios.
En muchas leyendas la enfermedad se reduce a su expresión
mínima, solamente presente en este rasgo notable: el menor
y el más débil de los hijos (Freud observa que es también
muchas veces el preferido) triunfará sobre un padre (o uno
de sus sustitutos) perseguidor12 . El hecho de alegar un
origen divino proclama de un modo ostentoso la filiación
del héroe con el dios: éste confiere un poder tal que el
acto del parricidio ya no es necesario para que se revele
como vencedor del padre: la sobrevivencia es su primer
signo.
Un psicoanalista tendría mucho que decir sobre el detalle
de los pies perforados. Con Freud, el psicoanalista supon­
dría - lo cual no dejaría de discutírsele- que esta marca es
la cicatriz de una castración primitiva desplazada, practi­
cada por un padre que quiere prevenir todo peligro de un
futuro incesto; o, por lo menos, que es una práctica compa­
rable con la circuncisión. El material psicoanalítico nos
ofrece con bastante coherencia la equivalencia del pie y del
pene como para que esa hipótesis no sea gratuita. La clara
etimología del nombre Edipo, que resalta por su rareza en
las leyendas, permite vincularlo con su estirpe. Más exacta-

15 Sobre este punto' , Marie Delcourt se asombra de que nunca se


haya pensado en comparar la lucha entre Edipo y Layo con la
que opone a Zeus y Cronos, lo que hizo, a grandes rasgos, D.
Anzieu, “ Edipo antes del com plejo” , Temps modernes, enero
1966. Sin embargo J .- P . Vernant cuestionó la legitimidad de
esas comparaciones, “ bdipo sin el com plejo” Raison présente,
No 4

281
mente, en el momento en que se revela que es el hijo de
Layo —“El del pueblo”— se aclara el detalle que lo identifi­
ca con su abuelo, no como ún rasgo heredado de él, signo
de una pertenencia, sino como explicitación de un acto de
su padre que une a su hijo con su propio padre: Lábdaco el
cojo. Debe notarse que Layo hace perforar los pies de
Edipo, los ata y los junta uno con otro* mientras que
Lábdaco camina con los pies separados. Así, a propósito de
una preocupación por su pueblo Edipo deberá reencontrar,
mediante el mismo acto de exorcismo por el cual su padre
pretendió salvar a la Ciudad, la confirmación de Su poder
adivinatorio. Ese poder entra en resonancia con el excepcio­
nal del padre, que excluye a un hijo por el solo hecho de
ser un hijo.
El reconocimiento por la mutilación de los pies perforados,
que no resiste ninguna justificación “ psicológica” , subsiste
aquí como huella. La cicatriz es no tanto él indicio de \i
deformidad como el estigma sobre el sujeto de eso por lo
cual pudo reconocerse en las preguntas de la Esfinge (todas
se relacionan con el caminar). Y esto por haber sido marca­
do previamente en el lugar de los sentimientos “ monstruo­
sos” cuya materia, a posteriori, ha suministrado el padre
quien los autentificó por el efecto de una “firma” dejada
sobre el niño abandonado. Del mismo modo que Edipo
entra en su segunda vida de niño —la que le ofrecerá el
e x ilio - por el acto del mensajero que desata las ligaduras
que ataban sus miembros perforados cuando recién nacido,
así entrará en su segunda vida de hombre después de haber
desatado la ligadura que estrangula a su madre y perforarse
los ojos.
El acto de abandono, como el de encierro en un cofre o el
rito de sumergir al niño parecen querer inaugurar un “ co­
mienzo absoluto” (pág. 56); el equilibrio que no hace
coincidir ese comienzo con el nacimiento mosteará después,
en cada uno de los episodios del mito, que se trata sobre
todo del deseo de una originalidad renovada indefinidamen­
te. Así, Tiresias recomienza la acción del padre “abando­
nando” a Edipo ante la Ciudad, como Edipo se abandonará a
sí mismo por su autocegamiento y se pondrá nuevamente a

282
disposición de la decisión de los Dioses, limitándose a no
ver más a quienes lo ven existir.
Los mitólogos comparan el abandono con la práctica del
pharmakos: ante el temor de las Fuerzas misteriosas (que
Marie Delcourt duda en calificar de divinas, en la medida
en que nos remiten a un período arcaico), ante la angustia
por la falta cometida y mal conocida, causa de la cólera de
los elementos desencadenados o de la desgracia que mina el
grupo, nace el deseo de fijar el mal, de encerrarlo en un ser
sobre quien recae el peso de la falta. El es el responsable,
por su existencia o por sus acciones, y debe ser excluido,
castigado, exterminado, para desembarazarse de la mancha
y para* apaciguar a las potencias malhechoras. Hay que
recordar, sin embargo, que la lapidación del pharmakos y su
expulsión del grupo con una magra subsistencia iban acom­
pañadas de la fustigación de sus órganos genitales. Por
detrás de este conjunto se encuentra la significación que
podían tener, atenuadas y deformadas, las experiencias vin­
culadas con el rito de iniciación de la pubertad. Pero
establecer esa comparación implica vincular la ordalía con la
sexualidad y no ya solamente por la admisión entre los
adultos a la distribución de las responsabilidades del poder.
Privilegio de poder que frecuentemente va, por lo demás,
con privilegio sexual. ¿Cómo comprender de otro modo
que el triunfo sobre las pruebas incluya entre las recompen­
sas del vencedor la mano de la princesa?
Lo que estos ritos dejan sobreentender es que- ellos se
esfuerzan, en el momento mismo en que la pubertad pro­
duce un nuevo crecimiento sexual que despierta todo lo
que lo precedió en el campo d#l deseo, por llegar a una
mutación que desgarre totalmente el nudo que ata al niño
con su madre. En el límite, el secreto de la iniciación podrá
aparecer como una superchería, puesto que no revela nada
y casi no se justifica la exclusión de las mujeres. El deseo
de compartir un secreto del cual ellas no formarían parte
lejos de responder a la pregunta remite a ella, en la medida
en que sólo las mujeres poseen la propiedad de fabricar
niños. Ellas solas saben atar a los hijos a sus cuerpos mucho
después del nacimiento. La parte del padre, en la conjetura
misma en que se la considera, transforma en secreto la

283
pregunta que deja abierta. El hueco en que ella se inscnoe
-to d o acto sexual no conduce a una generación, pero
no hay generación que no esté precedida por un acto
sexual- se traslada sobre los productos de la relación del
hombre con la naturaleza y con sus semejantes. Entonces el
secreto debe guardarse entre los hombres, así como la mujer
guarda lo que el hombre deposita en ella, y en lo cual
él ya no participa. Y como el hijo nace en el deseo
que de él tiene la madre, cuando ella se pregunta en qué se
transforma el pene erecto que ha dejado de estar adentro
suyo y cuyo vacío dejado al retirarse continúa acompañan­
do cada momento en que debe hacerse en su vientre un
lugar más grande para aquél a quien sólo verá cuando cierto
término lo separe de ella. Si la iniciación abre a un domi­
nio, no es por el reemplazo de un progenitor por otro, sino
por una virtud decisiva en la que la inhibición de fin (la
conquista de la madre) es el momento esencial que otorga
privilegio a la huella sobre el acontecimiento.
Hacer entrar el acontecimiento en el nuevo comienzo será
la tentación del héroe trágico13.

Los oráculos

No puede concebirse el oráculo como un simple artificio y


es demasiado cómodo considerarlo expresión de una pala­
bra trascendente. Mediante él se expresa el recuerdo de una
palabra olvidada. Pero aquí memoria y olvido no se dejan
pensar en términos que les permitan recuperarse mu­
tuamente.
Así es asombroso observar la existencia de dos oráculos en
Edipo R ey. El primero es el que invoca Yocasta.

“Vínole a Layo un oráculo (claro está, no de Apolo mismo, sino

' 3 Así Edipo, al aprestarse a dejar Tebas pide volver al Citherón,


pero añade: “ Yo sé sin embargo que la enferm edad no me
destruirá, ni ninguna otra cosa" (v. 1455). Esto retom a, dándole
otro giro, la predicción de Tiresias: “Ese día va a ver tu
nacim iento y tu m uerte" (v, 439).

284
de sus servidores), y le decía que era su sino fatal morir a manos
de un hijo que él y yo habíam os de tener” , (v. 711-714)

Esta predicción es, pues, atribuida a losintermediariosdel dios.


El segundo oráculo es el que Edipo recibe de Apolo,
designado aquí por uno de sus epítetos más utilizados,
Loxias —el oblicuo—, que le predice, con un matiz casi
imperativo14, el incesto y el parricidio. Por qué es necesa­
rio, sin embargo, que Marie Delcourt escriba que el oráculo
de Layo (pues ella habla sin duda de él, y cita los versos
713 y 1176) “anuncia después del nacimiento del niño y
demasiado tarde para evitar la desgracia que el recién naci­
do matará a su padre” (el subrayado es mío). Sin duda es
para acentuar esa impresión de fatalidad que debe inundar
toda la obra, pero esto hace decir a Sófocles más o menos
lo que él no dijo. No obstante, hay que poner a cuenta de
Sófocles una diferencia en relación con Esquilo, concernien­
te a la interdicción prescrita por el oráculo.
En Esquilo, cuya tragedia de Edipo no nos ha llegado, se
enuncia la falta, producto de la interdicción y de su trans­
gresión15; en la obra desaparecida la falta del hijo debía
pagar, sin liquidarla, la falta del padre. En Sófocles no hay
ninguna alusión a la interdicción ni a la transgresión. No
puede decirse aquí que la técnica estética, “ las necesidades

' 4 Este matiz desaparece en la traducción francesa de Grosjean


pero es acentuado por Mazon: “ que yo debía entrar en el lecho
de mi madre y derramar con mis manos la sangre de mi padre”
(ed. Belles Lettres), así como por Vernant: “ que era necesario
que me uniera a mi propia madre y derramara con mis manos la
sangre paterna” (“ Edipo sin el com plejo” , pág. 15).
15 Los siete contra Tebas, representado en 467, o sea menos de
veinte años (la edad de una generación) antes de Edipo Rey.
“Pienso en la falta antigua, pronto castigada, y que dura sin embar­
go aún en la tercera generación; la falta de Layo rebelde a
Apolo, que por tres veces, oh Pito, su santuario profético,
centro del Mundo le habían declarado que debía morir
sin hijo si quería la salvación de Tebas.
Pero Layo sucumbe a un dulce desvanecimiento y engendra su
propia m uerte, a Edipo el parricida, que osó sembrar el surco
sagrado donde él se había form ado y plantar allí un
tronco sangriento: un delirio unía a los esposos en la locura”
(v. 742 y sig.)
285
del género” , sean las únicas que explican esta desaparición.
Entonces se interpretará esta omisión relacionándola con la
noción de responsabilidad, a la cual remitiría el contexto
“histórico, mental, social” . Así escribe Vemant a propósito
de Edipo: “ En el marco de la Ciudad, el hombre comienza
a sentirse un agente más o menos autónomo en relación
con las potencias religiosas que dominan al universo, más o
menos dueño de sus actos, con más o menos influencia
sobre su destino político y personal” . Nos es forzoso com­
probar que esas características son mucho más aplicables, y
esto ha sido notado desde siempre, a Esquilo que a Sófo­
cles y poco a Eurípides16 . Ese recorrido en la evolución de
una conciencia social, qué se permitiría plantear la cuestión
de la responsabilidad sin mencionar la interdicción, exigiría
entonces un plazo que habría que evaluar razonablemente,
según la escala de los cambios sociales, en un lapso mucho
más importante, si la marcha de la conciencia trágica sigue
el mismo paso que la conciencia social.
Sin embargo un verso pronunciado por Edipo se refiere alusi­
vamente a una culpabilidad en relación con una falta paterna:

“ Ahora se ve que yo soy culpable, hijo de culpables” (v. 1397).

Puede decirse que el público estaba lo suficientemente


enterado de esta culpabilidad como para que Sófocles no
tuviera que nombrarla. Pero todo está en la ausencia de
esta nominación, en lo sobreentendido entre el autor y su
público, en lo que no necesita decirse. Pues el impacto de
este verso, lejos de remitir a lo explícito de la interdicción,
reabre la pregunta “ ¿De qué eran culpables” , dado que la
ausencia de progenitura es uno de los peores males pues
nadie puede celebrar la ceremonia funeraria del padre el día
de su muerte.

Loe. Cit., pág. 5. Véase también la observación según la cual “el


derecho nunca está fijo, sino que se desplaza en el curso mismo
de la acción” (pág. 7), siempre atribuida a Esquilo, por ejemplo
en las notas de Mazon. Al contrario, se destacó el hecho de que
Edipo R ey se haya escrito apenas algunos años después de la
muerte de Pericles y qué relaciones unieron a los dos hombres.

286
porque se habrá observado, que a esta ausencia de enuncia­
ción de lo interdicto corresponde la ausencia de un tema
caro a Sófocles: precisamente el de la culpabilidad excusa­
ble17. Esto no implica solamente que sea posible un debate
si giramos alrededor del nudo alrededor del cual gravitan
problemáticas derivadas, sino que el debate es lo que se
impone para no tener que nombrar ese nudo, para mante­
nerlo ausente. Otro intento será la ruptura de ese nudo; se
tratará de separar así el incesto del parricidio.

El parricidio y el incesto: primer enfoque

Si el parricidio es el crimen más horroroso, no puede


negarse que la severidad con la que se lo castiga está ligada
çon el regicidio que implica. Pero el problema consiste en
saber por qué las formas de sucesión por la violencia se
repiten en el purço de la historia y la leyenda, que no dejan
de reprobarlas. La supresión del jefe, cuando pása del plano
tribal o del clan al plano familiar, es objeto del mismo
horror. Si las prácticas sociales deben explicar cierta insis­
tencia en los temas legendarios, ¿qué indica en el fondo el
resurgimiento de las mismas figuras, si no que esa masa de
palabras recupera siempre el silencio de lo que debe callar­
se?
Aunque Marie Delcourt haya relacionado el grupo de las
leyendas del abandono del niño en la moijtaña con las de la
inmersión en un cofre, solo o con su madre - l o cual, en
este último caso, se vincula con la falta sexual-, ella no
descubre en el conflicto entre el hijo y el abuelo -é ste
último muchas veces paga con su vida la sobrevivencia /del
niño- ningún indicio que permita vincularlas con el incesto
edípico. Si la inmersión adquiere el valor de una prueba, se
sabe que tiene también otros dos sentidos: el de la purifica-

17 “ En particular, es extraño que no se haya planteado el problem a


moral que preocupó en primer lugar a Sófocles: el d e la culpabili­
dad del criminal por erro r". R. Dreyfus, “Introducción” a Edipo
Rey, traducción francesa ed. Pléiade, pág. 630.
ción y el del renacimiento. El hecho de que esta nueva
vida, cuyo augurio era el milagro de la sobrevivencia, impli-
que en su horizonte, el trono real, fue vinculado a la vez
con el personaje del intruso (cfr. supra) que ocupa un lugar
del que se apodera sin derechos, y, al mismo tiempo y de
un modo aparentemente contradictorio, con los héroes que
vuelven a tomar posesión de los bienes que les pertenecen,
regresando a una tierra de la que fueron desposeídos. Puede
recordarse que Freud, basándose en el estudio del simbolis­
mo onírico, había mostrado, hace más de medio siglo, la
identidad de las significaciones: entrar en el mar, penetrar
en la madre, y salir del agua, nacer. La relación descubierta
por Marie Delcourt (pág. 22) sería mucho más significativa,
puesto que la nueva vida heroica, que ya anunciaba la
hazaña de la sobrevivencia, se vincularía con la posesión de
la madre, cuyo testimonio puede ser la presencia de ésta
muchas veces, si no siempre, junto al niño en el cofre18 . El
incesto habría quedado en relación —aunque sea disyun-|
tiva— con el contexto mítico por aquél de sus momentos
que sólo conserva la lejana relación de la purificación con
la falta, disociada de ella. Pues si la sobrevivencia es el
signo mismo de la prueba de la paternidad divina, ¿por qué
la prueba se duplica con una significación de purificación?
En Sófocles el descubrimiento del parricidio y del incesto
van juntos; ese descubrimiento liga los dos crímenes y el
horror del segundo no es menor que el del primero. El
sirviente que relata la muerte de Yocasta y describe el
cegamiento de Edipo no osa nombrar al incesto por su
nombre ante el coro. Pero Edipo ciego, que habla después
de haberse mutilado, lo proclama abiertamente.
El reservorio mítico no nombró siempre como Yocasta a la
madre y mujer de Edipo. Ella fue también Epicastea, Euri-
gonia, Euriganea, Eurigania, Erigonia, Euriclea1 9.

1 * Sin hablar del simbolismo navicular, que conserva en el análisis


' de los sueños de los analizados de hoy el mismo valor de
representación d e los órganos genitales, por lo general femeni­
nos.
19 Cfr. sobre esos nom bres, P. Grimai, Diccionario de la mitología
griega y romana, Madrid, Labor.

288
El examen de las leyendas en las que figuran estos persona­
jes demuestra que un trabajo de censura o de desplazamien­
to ha realizado la desconexión entre la madre y la esposa.
Así, Euriganea es el nombre de la mujer de Edipo en las
leyendas donde no figura el incesto. Sin embargo, Edipo se
casa con ella después de la muerte de Yocasta y le da
cuatro hijos. Eurigania, hija de Hipophas, es la madre de los
hijos de Edipo en otras leyendas, pero éste se casa con
Epicastea, que no le da descendencia. En otra parte Euri-
clea es la madre de Edipo y la primera mujer de Layo, y
Edipo se casará con la segunda mujer de su padre, Epicas-
tea, después de haber matado a Layo. Así, el trabajo sobre
el mito lleva a estos resultados aparentemente incomprensi­
bles, pero que sin embargo concurren todos al mismo
resultado: no dejar ver de un modo transparente que Edipo
se casa con su madre, que es la esposa del hombre que él
mató, su padre, y que le da cuatro hijos (prueba de las
relaciones sexuales que ha tenido con ella). De allí las
diversas operaciones que escinden el incesto: disociación
entre las dos mujeres de Layo, disociación entre la esposa y
la madre.
Se ve que es inexacto pensar que el incesto sería aquí un
crimen de menor valor. El genio de Sófocles reúne esos
elementos esparcidos y los solidariza con el parricidio. Pero
esa reunión debe tener, como contrapartida, el desconoci­
miento .
Se encuentra una nueva disyunción en la distancia entre los
dos oráculos de la tragedia -aq u él que antaño recibió el
padre y que no habla más que de parricidio, omitiendo
tanto la causa de la interdicción de procrear como la
predicción de la unión del hijo con la madre, y aquél del
tiempo de la tragedia, que anunciaba al hijo la inminencia
del incesto y del parricidio—.
Se sabe que el incesto es una interdicción mayor, y el
incesto madre-hijo es aquél que ha sido objeto de la prohi­
bición más radical2 0. Por haber centrado el problema en el

£1 incesto paore-mja, posible en ciertas condiciones en ei sistema


matrilineal, está prohibido en el sistema patrilineal. El incesto
madre-hijo está siempre interdicto.

289
rito de la lucha entre el rey joven y el rey viejo, y haber
descubierto en ella el germen de las figuras legendarias de la
lucha entre el hijo y el padre, se pretendió negar que la
madre pudiera ser lo que está en juego y se consideró que
sólo el trono era el objeto de la codicia del hijo; esto
equivale a negar la sexualidad infantil en provecho de los
únicos intereses del adulto que han escapado a la represión.
Así, todavía hoy en nuestras familias hay algunas en las que
padre e hijo, abiertamente, son rivales en el problema del
patrimonio. Los hijos se niegan a esperar la desaparición
de su padre para beneficiarse con la transmisión de los
bienes familiares. Pero el analista descubre regularmente
que detrás de las racionalizaciones del conflicto manifiesto
actúa, agazapado y activo, el conflicto infantil donde la
parte más importante consiste en la posesión sexual de la
madre.

El avunculado y el epiclerado

El personaje de Creón en Sófocles, en sus relaciones con


Edipo, es objeto muy a menudo de análisis psicológicos.
Trataremos de situar en el marco de las relaciones de pa­
rentesco.
La etnología y la antropología estructural llamaron la aten­
ción de un público más amplio, gracias a los esfuerzos de
Lévi-Sttauss, sobre el interés que convenía atribuir al avun-
culadó*2 1 . El tío materno tiene una función variable según
el sistema patrilineal - o matrilineal- del cual forma parte.
“Madre masculina” -la expresión es del a u to r- en el siste­
ma donde la autoridad es prerrogativa del padre, asume en
el sistema matrilineal los rasgos de severidad, hostilidad y
antagonismo respecto del hijo, que ya no se encuentran
asociados con la función paternal. La contribución de
Lévi-Strauss puso en evidencia, sobre todo, el hecho de que
estas combinaciones no eran fruto del azar sino que forma-

11 Cfr. Antropología estructural. Buenos Aires, KUDKBA, 1968,


cap. II.

290
ban un sistema2 2. La estructura no es otra, en definitiva,
que la del elemento de parentesco, o más precisamente, el
átomo de parentesco (pág. 58). Pero, en definitiva, la cons­
telación formada alrededor del nudo atómico, es decir, del
hijo - y de la que sólo damos aquí una imagen de una
simplificación esquemática limitada a las necesidades de
nuestra argumentación- tiene un sentido que hay que po­
ner cuidado en descuidar. Pues si el hijo es “ indispensable
para atestiguar el carácter dinámico y teleológico que funda
el parentesco a través de la alianza” (pág. 57), creemos que
la demostración de Lévi-Strauss revela, al contrario, el in­
tento de absorber, al menos en parte, ese carácter dinámi­
co. ¿Cómo comprender, si no, esa sobrecarga en el elemen­
to de parentesco constituido por la intervención del tic
-cuya naturaleza simbólica no es cuestionable— de otro
modo que como la reintroducción de un término, si no
excluido por la alianza, por lo menos remitido a otr,
parte? Podríamos inclinarnos a decir que, como el presente
ha comenzado con el nacimiento del hijo se encuentrs
determinado por las condiciones de la posibilidad de ese
nacimiento, que resurgen en un “como si el intercambio nc
hubiera tenido lugar” . Lo cual significa algo más que un
movimiento de contraprestación, pues a pesar de la exten­
sión del sistema por el aumento del número de sus relacio­
nes, su resultado no deja de equivaler a un intento de
anulación. Decir de los sistemas de parentesco que “ el
desequilibrio inicial que se produce en una generación dada
entre aquél que cede una mujer y aquél que la recibe no
puede estabilizarse más que por las contraprestaciones que
tienen lugar en las generaciones ulteriores” (pág. 57) atesti­
gua precisamente que el intercambio no ha regulado nada y
que la prohibición del incesto, que se esfuerza por dominar
la exogamia, es derrotada por el retorno de la relación de
consanguinidad. Esa concepción del intercambio disminuye
hasta anular la ruptura que preside la generación. Esta

22 “Vemos que paia comprender el avunculado debemos ttatarlo


como una relación interior a un sistema y que el sistema mismo
es el que debe considerarse en su conjunto para percibir su
estructura" (loe. cit.).

291
ruptura es siempre retardada por la dependencia del hijo
respecto de sus progenitores pero, tarde o temprano, será
necesario que se revele, aunque más no fuera en el momen­
to en que parece consumarse en su inversa —por ejemplo,
en el momento de la iniciación, donde el hijo, por derecho
si no de hecho, se iguala al padre. Esa ruptura es, sin
embargo, originaria - l o que Lévi-Strauss llama el desequili­
brio inicial— por la potencialidad, abierta desde el naci­
miento, de que el hijo mismo sea un día, a su vez, no
solamente alguien que intercambia, sino también alguien
que genera. El hecho de que el tío materno llegue y se
ofrezca para colmarla no hace sino revelarla más.
El innegable que existe la combinatoria familiar y no es
concebible que el parentesco pueda organizarse de otro
modo que en un sistema. Pero la reinclusién de lo excluido
—cuestionando la revolución (lo que es revolucionado por
el intercambio) de la alianza— es lo que parece tener la
finalidad de colmar una laguna. Por supuesto que esta
laguna no tiene nada que ver con una carencia de autoridad
paterna cualquiera, puesto que el -tío puede desempeñar
también el papel de “madre masculina” ; los hechos invitan
a pensar que el tío interviene en virtud del intercambio
para borrar la ruptura cuyo producto ha sido la misma
madre en la relación con el padre que la engendró. Pues si
la regla se establece contra el incesto, el intercambio es el
efecto de una concatenación imposible pero no suprimida
■por esa imposibilidad. La prohibición del incesto impide Ja
unión del padre y de la-hija; £¡ sistema, al extenderse por el
avunculado, recupera un mediador en la persona del tío. El
tío desempeña la doble fuRción del borrar toda asimilación
entre el padre de la madre y el padre del hijo (diferencia de
las generaciones) y de inscribirse como figura de eso que
está en juego en la generación: ni de un lado ni del otro
de ios dos progenitores, sino entre ellos (diferencia de los
sexos). Al mismo tiempo que constituye el sistema, revela
la impotencia de éste para desembarazarse-de lo que -se
esfuerza por contener y prevenir.
La utilización por parte de Lévi-Strauss de una teoría ¿ e l
intercambio para cubrir exhaustivamente el campo del pa­
rentesco pareciera descuidar la complejidad del problema de
la sexualidad. Lo que no parece examinar es que el sistema
de parentesco podría responder a una contradicción entre
la bisexualidad orgánica, que tiene como consecuencia la
reproducción sexual p o r ja unión de dos progenitores unise-
xuados, y la bisexualidad psíquica que implica que la orga­
nización “psicosexual” de cada uno de los progenitores
unisexuados incluye, por lo menos a título recesivo, los
caracteres sexuales del sexo al cual no pertenece. Esto es lo
que Freud llama la “doble identificación” , resultado del
complejo de Edipo, que hace que cada sujeto lleve en sí, en
la resolución de ese complejo, un precipitado formado por
la presencia de la identificación masculina y femenina, con
el padre y con la madre. Esta contradición explicaría mejor
la presencia y la función del tío materno. Es lamentable
que Lévi—Strauss, que al fin de su artículo estudia otras
variantes posibles 33 de la estructura de parentesco en el
interior de la relación avuncular, no haya pensado nunca en
estudiar el caso que eligió en relación con el del epiclerado,
otro efecto de la prohibición del incesto.
Se sabe en qué consiste el epiclerado: un padre privado de
descendencia masculina puede suplir esa carencia transfor­
mándose nominalmente en padre del hijo que su hija tenga
con un pariente cercano designado por él, y con el cual ella
se casa. Ese suplente es designado según un estricto orden

11 Cifr. Loe. cit., cap. II. Ju n to a los casos en que la estructura


avuncular es simple, considera aquéllos en los que se presenta de
manera más compleja. “ Por ejemplo, puede concebirse un siste­
ma que tom e com o p u nto de partida la estructura elemental
pero añadiendo, a la derecha del tío materno, a la mujer de éste
y, a la izquierda del padre, primero la hermana del padre y
luego *1 marido de ésta. Podría demostrarse fácilmente que un
desarrollo de este tipo acarrea en la generación siguiente un
desdoblam iento paralelo: el niño debe diferenciarse en un hijo y
una hija, unidos cada uno por una relación simétrica e inversa
con los térm inos que ocupan en la estructura las otras posicio­
nes periféricas” . Más adelante, como los símbolos positivos y
negativos son demasiado esquemáticos, se propone reemplazarlos
por los térm inos mutualidad (= ), reciprocidad ( t ) , derecho (+ ),
y obligación ( - ) . Curiosamente, la relación de hostilidad desapa­
rece en esta proposición de notación, puesto que lo único que
se consigna es la actitud “de afecto, de ternura, de espon­
taneidad” .

293
de sucesión 24 que, por lo general, sitúa en primer lugar a
los hermanos del padre. Vemos que con esta fórmula lo
que se pone en primer plano es mucho menos la combina­
toria— y no dudamos que pueda descubrirse una— que esa
ausencia del padre en la procreación, reconociéndose que la
realiza otro hombre con quien la hija está casada; y que la
única razón invocada es de orden simbólico - e n lo que
respecta a los griegos, en todo caso- la celebración de la
ceremonia funeraria. Se escinden la generación y la procrea­
ción, y sólo el Nombre del Padre (Lacan) se transmite. Esta
es quizá la prueba de que, si bien hay. que dar la razón a
Lévi-Strauss cuando escribe: “Pero lo que confiere al pa­
rentesco su carácter de hecho social no es lo que él debe
conservar a la naturaleza: es el modo esencial por el que se
separa de ella", puede dudarse que sea la combinatoria de
los intercambios lo que funda, por sí sola, esta separación.
En el límite, Lévi-Strauss afirma, en muchos lugares, que
el modo de inteligibilidad al que nos remite el sistema de
relaciones 25 es el de la estructura molecular.
Por otra parte es necesario distinguir, en el seno de una
estructura social dada, el sistema de parentesco real y sus
proyecciones fantasmáticas.
Las hipótesis de Frazer desarrolladasen una obra sobre los
orígenes mágicos de la realeza muestran cómo un conjunto
social vinculado con la matrilinealidad (que no es más que
uno de sus elementos) sufre transformaciones significativas
en los relatos míticos.26.

14 Véase este orden de sucesión en J. P. V em ant, Mythe el pensée


chez les Grecs, Paris Maspero. pag. I 18. La (unción esencial del
hijo es celebrar la ceremonia fúnebre. Carece de importancia la
preocupación por la conservación del patrimonio: “Pienso se
trata mucho menos de transmitir un bien a un colateral que de
m antener, a través de la hija, la perennidad del hogar".
15 "Sin embargo, no sería suficiente el hecho de haber reabsorbido
a las humanidades particulares en una humanidad general: esta
primera empresa se anexa otras:. . . reintegrar a la cultura en la
naturaleza y finalmente a la vida en el conjunto de sus condicio­
nes fisioquímicas". El pensamiento salvaje, México, f ondo de
Cultura Kconómica, 1964.
24 Citado por Marie Delcourt, loe. ci*., págs. 159-160.

294
r
Padre e hija se unen por un estatuto de epiclerado, cuando
el rey carece de descendencia masculina. En lugar de casar­
se con el pariente más cercano del padre, la hija se une, en
los cuentos, con un aventurero de nacimiento real pero sin
patrimonio. Este es, la mayoría de las veces, expulsado de
su país en razón de un crimen. Es necesario además recor­
dar en este conjunto la persecución de un recién nacido por
el padre o el tío de la madre y, punto en el que ya nos
hemos extendido, la filiación divina de los recién nacidos
abandonados. Finalmente, detalle notable, el tío paterno es
el amante de su sobrina no por amor, sino por odio. Este
tío es, por otra parte, el enemigo de su hermano, abuelo
del héroe. Aquí se opera la unión entre las leyendas del
niño abandonado y las del matrimonio con la princesa. Los
dos grupos que precedentemente estaban separados se reú­
nen y se completan con el cuadro de los ritos de conquista
de la novia.
Puede notarse de estas observaciones:
- que la hipótesis sostenida por Frazer de la corresponden­
cia de estos cuentos con un sistema matrilineal arroja silen­
cio sobre, la madre en los relatos o sólo-alude a ella por el
incesto simbólico que la madre autoriza^7-;
- que el sustituto del padre, designado legalmente en el
epiclerado, no se casa con la hija, sino que es el amante y
perseguidor de su sobrina por hostilidad, como si se tratara
de significar que en esta situación se le atribuye demasiado
o muy poco, o que venga a la madre;
- que el hijo de la madre es, de todos modos, mal recibido
poT el padre de ésta;
- q u e no se explicita la comparación entre la inexistencia
de patrimonio y el crimen del aventurero pero que el padre
de la novia mata a los desdichados pretendientes;

” La ambigüedad que pesa sobre la noción de m atniinealidad hace


escribir a Marie Delcourt: “ La unión entre un padre y su hija ha
debido producirse en las sociedades donde, por una parte, la
herencia paterna es desconocida, m ientras que por otra parte,
los hom bres mayores se reservan las mujeres que les gustan más:
práctica sin interés psicológico, puesto que los cónyuges igno­
ran su propio parentesco” (pág. 1 9 1 ).
—que ciertos ritos de conquista de la novia muestran que
una lucha o combate puede ser el preludio o el sustituto de
la posesión erótica.
Se ve entonces que no se trata de un conjunto coherente e
inmediatamente perceptible por la red de relaciones, lo cual
es muy normal, puesto que no es un sistema de parentesco
sino una proyección legendaria. La inteligibilidad del con­
junto parece, sin embargo, mucho más fuerte cuando se
compara la diferencia entre el sistema social de parentesco
y lo que Marie Delcourt llama su “marco novelesco” , que
Freud designaría como su “novela familiar” . La compren­
sión del conjunto sólo es posible a partir de lo que éste
escinde de una generación a otra, o de una descendencia a
la otra, pues la respuesta a la pregunta sobre un término
debe encontrarse en otro estadio o en otra rama del árbol
genealógico, como resultado de una represión que designa
tanto mejor lo que ha deformado cuanto que se vuelve
hacia lo que hay que buscar en lo que falta al sistema para
tener sentido 2 8 . Lo activo no es la posibilidad de la inter­
vención de un término y el lugar que ocupa, disfrazando lo
que oculta, sino la determinación de un espacio vacío, el de
a distinción entre procreación y generación, duplicado por
una distancia generacional.
Se c o m p r e n d e n las dudas y las incertidumbres de
Lévi-Strauss sobre la fundamentación de la separación en­
tre naturaleza y cultura alrededor de la prohibición del
incesto. ¿Cómo situarla, fecharla? Producto de las institu­
ciones y condición de producción de las instituciones a la
vez. Pues ocurre como si no se pudiera hablar de la prohibi­
ción del incesto y registrar sus efectos sino en el momento
en que éste ya ha sentado el silencio sobre lo que debe
permanecer mudo29, mientras que el vínculo que liga pro­

2" No se trata, por supuesto, de oponer a q u í m étodos, puesto que


sus puntos de aplicación son muy diferentes, sino modos de
investigar.
29 “Pues la prohibición del incesto presenta, sin el m enor equívoco
e indisolublemente reunidos, los dos caracteres en los que hem os
reconocido los órdenes contradictorios de dos órdenes exclusi­
vos: esa prohibición constituye una regla, pero una regla que,

2 96
hibición del incesto y estructura edípica se encuentra corta­
do; ese vínculo sólo se revela con ayuda de las huellas de
las deformaciones a partir de las cuales puede ser inferido.
Se dirá entonces que se abre aquí un riesgo demasiado
importante, una conjetura demasiado aventurada como para
que el investigador pueda embarcarse en ella. Observemos
sin embargo que las marcas de la exclusión en el lugar del
sexo, lejos de ofrecer la ventaja de dejar al corpus interro­
gado abierto a las preguntas que quedaron en suspenso,
vuelve aún más nítido, el sentimiento de una coherencia
truncadaií*. Esto es lo que se marca en las minimizaciones
de la función del incesto en el mito de Edipo.

única entre todas las reglas sociales, posee al mismo tiem po un


carácter universal” , Las estructuras elementales del parentesco,
pág. 9. E n una nota de El pensamiento salvaje este autor
cuestiona el valor heurístico de la oposición naturaleza-cultura.
Lo significativo no es el rechazo de la oposición, sino la dificul­
tad para pensar la prohibición del incesto.
30 Esta censura, ¿no se encontrará en la negativa de Marie Del­
court, expresada desde las primeras páginas (pág. 25), a situar el
tem a de la unión con la madre en un plano “ético” como
transgresión de un tabú del incesto? (pág. XII, n. 2). Asombra
en esta obra la manera en que el tem a del episodio homosexual
de la seducción de Crisipo por Layo no pueda encontrar un
lugar. Layo sedujo a Crisipo enseñándole a m ontar en carro, lo
cual no carece de relación con las circunstancias de la m uerte
del seductor. El hecho de que pueda tratarse d e dos Layos quizá
diferentes debería impulsar a buscar las razones de la com para­
ción. El delito sexual no permite a la autora descifrar “ el
extraño p o p u rrí que da un escoliasta de Las Fenicias" (pág.93).
Marie Delcourt hablará asimismo de “ la embarazosa versión de
Nicolás de Dam asco” , donde Epicasta - l a primera Y ocasta- no
es tocada por Edipo, mientras que está presente en la riña entre
el padre y el hijo (187). El suicidio de Epicasta al que se refiere
la Odisea (XI, págs. 271-280) es interpretado como un suicidio
por venganza, puesto que ella invoca a Layo (pág. 74), y en
cierto m odo to m a ei partido de su esposo. Exactam ente eso es
lo que hace Yocasta en Sófocles (v. 1244), d onde su participa­
ción en el incesto se acentúa nítidam ente. Sin embargo en
aquellos textos d onde hay menos coherencia asistimos paradojal-
mente a un restablecim iento de la verosimilitud. Así, en Nicolás
de Damasco la estadía en la m ontaña sigue al crimen. Pero la
relación mostrar-esconder reaparece en otra parte. Del mismo
m odo que en ciertas versiones Edipo lleva, después del crimen,
las armas de Layo, lo q ue significa que reivindica, según la

297
La minimización del incesto y la exclusión del sexo.

No es posible estar de acuerdo con Marie Delcourt cuando


afirma, a propósito de Edipo R e y : “Toda la obra está
centrada en la idea del parricidio. El incesto se descubre
por añadidura: religiosamente hablando, no desempeña nin­
guna función en la obra” . ¿Cómo sería de otro modo,
puesto que las dos faltas están ligadas y el descubrimiento
de la segunda se subordina a la primera? Como el incesto,
el parricidio no puede escapar al disfraz. Cuando la situa­
ción pone directamente al padre frente al hijo, lo que
está en juego se limita a la disputa por la propiedad o

costum bre, su capacidad de servirse de ellas, lo cual ha sido


juzgado absurdo puesto que esto hubiera perm itido identificarlo
desde su arribo a Tebas; así se puede com parar el gesto d
E dipo que envía a Polibio, en Corinto, las muías de Layo
cual parece indicar que el ocultam iento necesario para la prose
cución de la fábula no puede eliminar totalm ente e! sentido que
tienen estos actos para el héroe en su deseo de ser reconocido
com o el autor de la hazaña. En la tragedia la única marca de
reconocim iento son los pies perforados. La versión del escolio
de Las Fenicias parece cum plir la función de poner en comuni­
cación, com o en el “resumen de Pisandro” el parricidio con la
historia de Pélope, que inserta las relaciones padre-hijo en el
contexto de los ritos nupciales probatorios a los que no.se alude
de otro m odo que en la referencia al rapto del hijo de Pélope,
Crisipo, por parte de Layo. Curiosamente se modifica al mismo
tiem po la relación de parentesco, puesto que a q u í aparece Hipo-
damia com o mujer de E nom ao, mientras que tradicionalmente
se dice que es su hija. Una seducción relaciona al padre cort el
hijo, puesto que Edipo es calumniado por Hipodamia, pero al
llevar avuda a Crisipo es cuando Edipo mata a Layo. Finalpien-
te, destaquem os que a q u í es Polibio quien vuelve ciego a Edipo an­
tes de todo crimen, lo cual se puede comparar con otras versiones
en las que los soldados de Layo ciegan a Edipo. Esta amalgama
es, pues, admirable por su valor revelador. Atestigua con una gran
pureza el hecho de que las deformaciones que dan la impresión
de incoherencia operan según las leyes del proceso primario por
condensación (de muchas generaciones) y desplazam iento (refe­
rido al objeto del deseo). Evidentemente, todo esto sería más
claro si se tuviera presente la observación -in cid en tal, hay que
confesarlo— de Freud según la cual la vida erótica de la antigüe­
dad otorgaba más privilegio al impulso que al objeto, mientras
que nuestra cultura procede de un m odo exactam ente opuesto.

298
el poder político; al contrario, cuando se trata como ocurre
más a menudo, de la oposición entre un anciano y un
joven, éste estará enamorado de la hija del primero. El
tema del conflicto entre las generaciones admite compatibi­
lidad con el matrimonio con la princesa (pág. 1 0 2 ), pero no
con el de una realización incestuosa3 1. ¿Pero por qué
afirmar que, “ religiosamente hablando” , no desempeña nin­
guna función puesto que, al contrario, es el único oráculo
dictado por el mismo Apolo a Edipo, pues el recibido por
Layo, que omite el incesto, no es enunciado más por sus
sirvientes? No es en boca de Edipo donde se encuentran
las palabras que atenúan la gravedad de uno de los críme­
nes en relación con el otro. En cuanto al estudio de los
ritos, más bien demostraría lo contrario. Marie Delcourt
nos propone, como explicación del apareamiento de los
ritos nupciales con los de la conquista del reino, la solidari­
dad de las iniciaciones arcaicas, cuando las hierogamias
primaverales asociaban las luchas y combates entre jóvenes
y viejos reyes con la celebración del matrimonio de los
jóvenes.
El parricidio social es reconocido por motivaciones que son
tanto sociológicas como psicológicas, La comunidad ya no
puede sentirse representada ni protegida por el viejo rey. La
sabiduría de los años no es la cualidad apreciada por el
grupo, sino la fuerza, la virilidad y la fecundidad. En el
contexto legendario, la pérdida de la fuerza física va a la
par con la pérdida del poder de fecundación. ¿Cómo no ver
allí una prueba de la solidaridad entre poder político y
poder sexual? La potencia es aquí, manifestamente, el
rasgo común de la realeza y de la sexualidad. Por eso un
viejo rey no es respetado sino despreciado, como si hubiera
vuelto a la infancia: aquél que está castrado y no ya el que
castra. La conocida frase de Georges Dumézil: “ Soberanía
y Fecundidad son potencias solidarias y como dos aspectos
de la Potencia” , es más a menudo citada que llevada hasta
sus consecuencias lógicas. Pues, o se concibe esa fecundidad

31 “ En casi todos los relatos, la conquista del reinp depende de la


conquista de la novia y es imposible estudiarlas separadam ente”
(Marie Delcourt, toc. cit., pág. 163).

299
como un simple factor de productividad, o como un “ori­
gen” del que se habla como se habla de las raíces del
terruño. Raramente se le otorga la plena significación que
la vincula con la matriz sexual. Así se dirá de las creencias
griegas relativas a la unión del hombre con la Tierra “ que
ésta tienen un coeficiente sexual y que su correspondiente
simbólico es la unión con la madre” (pág. 192).
Aquí se insertan las interpretaciones ctónicas del mito de
Edipo. Esas interpretaciones tienen como objeto, por lo
general, la exclusión de lo sexual o, más sutilmente, la
inclusión de lo sexual en una concepción más vasta donde
la problemática sexual se diluye. ¿Pero por qué eludir la
cuestión del sexo? Aquí puede ofrecerse una respuesta:
para ocultar la castración.
Las respuestas de reemplazo a la cuestión del sexo serán,
pues, las que llamaremos la solución ctónica y la solución
p o l í t i c a . La so lu c ió n ctónica es la adoptada por
Lévi-Strauss; la solución política es la adoptada por Ver­
nant; Marie Delcourt se sitúa, como sabemos, en la tesis
adleriana del conflicto de las generaciones.
Examinemos la solución ctónica. Para Lévi-Strauss, la cues­
tión del mito edípico 32 es la de la negación de la autocto­
nía del hombre. Esta interpretación, notable por más de un
rasgo, lleva el sello de una detención del discurso interpre­
tativo. Lévi-Strauss suspende su comentario en el momen­
to en que su mirada se desvía del mito de Edipo para
dirigirse, pero esta vez en una nota y al pie de página, hacia
sus indios hopi que serán los encargados de decir por él la
relación entre el mito de Edipo y la castración. El cega-
miento de Edipo, asociado con el suicidio de Yocasta
—cuya ausencia suscita problemas en las versiones anti­
guas— son tomados en su conjunto como acrecencias que
explicitan el mito, “puesto que el pasaje de los pies a la
cabeza aparece en correlación significativa con otro pasaje,
el de la negación de la autoctonía a la destrucción de sí”
(pág. 240). Pero el vínculo que el autor deja en la sombra
es el que establece la relación entre la negación de la

31 Antropología estructural, “ La estructura de los m itos” , pág.


186.

30 0
autoctonía y la “enfermedad” . Que recupera la noción de
sobreestimación o de devaluación de la relación de paren­
tesco en el análisis de Lévi-Strauss en conexión con la
pregunta: ¿uno solo o dos progenitores? Esto equivale a
plantear la pregunta de la diferencia sexual pues, contraria­
mente a lo que afirma el autor, Freud habla de la alterna­
tiva entre autoctonía y reproducción bisexuadá 3 3 f e r o , o
esta diferencia es total, y ya no hay ninguna relación entre
los términos que ella pone en relación, e es como todas las
diferencias, una diferencia que remite entonces, bajo la
distinción de los sexos, a la presencia de esa “enfermedad”
invocada alusivamente. Hay que convenir que el mito no
menciona explícitamente la castraciófi. Pero Marie Delcourt
plantea la cuestión del vínculo entre enfermo e impotente
(pág. 217). Reencontraremos la cuestión a propósito de la
Esfinge, personaje fálico.
“La Esfinge evoca mejor aún la child protruding woman de
los indios hopi, madre fálica por excelencia. Esta mujer
joven, abandonada por los suyos durante una migración
difícil en el momento mismo en que daba a luz, yerra en
adelante por el desierto, y es la Madre de los Animales que
rechaza a los cazadores. Aquél que la encuentra, con las
vestimentas ensangrentadas, se "aterroriza tanto que tiene una
erección “y ella aprovecha para violarlo, recompensándolo
después con un éxito infalible en la c a z a ^ . Se comparará
esto con La Cabeza de Medusa de Freud (1922), esquema
para un trabajo más importante que Freud no escribió
nunca, publicada como postuma: “ El terror a la Medusa es
pues un terror a la castración que está ligado con la visión

33 “El problema planteado por Freud en términos “edípicos” no es


ya, sin duda, el de la alternativa entre a uto cton ía y reproduc­
ción bisexuada. Pero se trata siempre de com prender cómo uno
puede nacer de dos: ¿cómo es posible que no tengamos un solo
progenitor, sino una madre y además un padre? No dudarem os,
pues, en colocar a Freud, después de Sófocles, entre nuestras
fuentes del m ito de Edipo. Sus versiones merecen el mismo
crédito que otras más antiguas y en apariencia más “ auténticas” .
C. Lévi-Strauss, op. cit., pág. 197.
34 Antropología estructural, pág. 195, nota 6. El artículo de refe­
rencia lleva el título de “The Oraibi Summer Snake Cerem ony” .

301
de algo. . . La cabellera sobre la cabeza de Medusa se
representa frecuentemente en las obras de arte en forma de
serpientes y éstas, una vez más, son derivados del complejo
de castración. Es un hecho notable que por espantosas que
puedan ser en sí mismas, sirven no obstante, de hecho, para
mitigar el horror, pues reemplazan al pene cuya ausencia es
causa de horror. Esta es la confirmación de la regla técnica
según la cual la multiplicación de los símbolos del pene
significa la castración. La visión de la cabeza de Medusa
vuelve rígido el espectáculo de terror, lo petrifica. Observe­
mos que estamos aquí también ante el mismo origen, el
complejo de castración, y la misma transformación de afec­
to. Pues ponerse rígido significa la erección 3 s
Sobre la serpiente como vínculo entre lo visible y lo invisi­
ble, cito a Vernant36 :“ En Aulida, antes de la partida, los
griegos ofrecen sacrificios al pie de un plátano. Súbitamente
aparece un terrible presagio: Zeus saca a luz una serpiente
que brota de abajo de un altar; ella se arroja sobre un nido
de pájaros a los que devora, junto con su madre. Enseguida,
el dios que la había hecho aparecer, la sustrae a los ojos
(literalmente, la vuelve invisible), en efecto, el hijo de
Cronos la habría transformado súbitamente en piedra,
([liada, II, 318,9).. . Al transformarla en piedra, Zeus, que
por un instante la había suscitado a la luz, la restituye a lo
invisible.”
Las observaciones de Freud se han transformado hoy en
triviales: ya casi no hay necesidad de consultar las obras
psicoanalíticas para saber que la ofidofilia femenina tiene
alguna relación con el pene. Pero en la misma obra en
donde Lévi-Strauss abreva su reflexión, la de Marie Del­
court sobre Edipo, figura un apéndice (II) sobre los cuentos
de animales en Grecia, donde se encuentra lo siguien-
te :“Para comprenderlos convendría ante todo poner aparte
(subrayado por mí) la mayoría de los cuentos relativos a la
serpiente. Marx (se trata de Auguste Marx) notó bien, por
otra parte, que la serpiente es un muerto y representa un
antepasado misterioso que hay que temer y honrar. Si una

** S.E., XVIII, pág. 273.


’ * Mito y pensamiento en los griegos, op. cit.

302
serpiente otorga a algunos privilegiados el don de cofnpren-
der la lengua de los animales y de ver el porvernir, es
gracias a sus relaciones con la ultratumba y sus secretos.
Estos relatos constituyen una categoría particular que hay
que estudiar en función de las concepciones relativas a las
almas. Sin embargo, en ciertas historias de serpientes se
encuentran los mismos temas que en las que conciernen a
los otros animales” (pág. 2 3 3 -4 ). Siguen, en el texto (ex­
cluido, pues se trata de un apéndice) de Marie Delcourt
algunas observaciones finales sobre las hadas y las “ventreras
protectoras de los nacimentos” Las creencias populares “re­
lativas al animal del clan, que llegaron a ser extrañas a la
religión de la Grecia arcaica, se han transformado igualmen­
te en Márchen’ ^1 , estos cuentos alemanes donde la bruja
es. por supuesto, un personaje familiar. El capítulo se cierra
finalmente con la interpretación que H. Jeanmaire da del
lobo, “ encargado de espantar y de formar a los novicios” ,
que se encuentra en los cuentos alemanes bajo la forma de
un lobo maestro de escuela. Notemos la sucesión: serpiente
como categoría a poner aparte, hadas (y por lo tanto
brujas), oíd hag animal de clan, ventreras protectoras de los
nacimientos (pues la parturienta rechaza el alimento pro­
ducto de la caza), lobo maestro de escuela.
Lo que Lévi-Strauss “pondrá aparte” es la relación entre el
dragón y la serpiente de Cadmo (pues así es como se la
nombra con más frecuencia), y luego entre esta última y
Pythón, la serpiente matada por N Apolo, y ulteriormente
celebrada como serpiente macho ^ 8 . La Esfinge es hija de
Echidna (la Vípera) y de Orthros (su propio hijo) o de
Typhón. Su filiación con la serpiente está atestiguada por
este origen. Es, pues, madre fálica, sin que sea necesario ir
a buscar entre los indios hopi lo que los griegos han dicho
en su lenguaje mediante imágenes.
Lo que nos revelaría la serie de las asociaciones es, quizá,
lo que generó el juego de las permutaciones sin fin, pues el
lugar de nacimiento del monstruo es por lo general una

” Loe. cit., 237.


3* Marie Delcourt, L 'Oracle d e Delphes , pá([s. 34-35.

303
caverna, una matriz (cuya etimología remite a Delfine,
nombre de la serpiente hembra). Esta es “una boca, un
stom ion’^-3. Stoma y stomion designan asimismo a la vagi­
na” (pág. 141). “Al atribuir tanta importancia a las exhala­
ciones fantasmales que rodeaban a la Pytia, los escritores
tardíos atestiguan la fuerza del mito del stomion que conti­
núa enriqueciendo su imaginación. Quizá sin tener concien­
cia de ello, se enlazaban con las antiguas creencias que
hacían surgir los sueños proféticos del seno de su madre, la
Tierra, y probablemente ellos jugaban con los dos sentidos
de stomion órgano que emite la voz. Cosa curiosa, en
omphalos también se reconoce a omphé, la p a la b ra ^ .” Sin
duda hay que rendir homenaje a la prudencia del filólogo
pero, puesto que se opta por hacer comparaciones entre los
griegos del período arcaico y los hopis, zunis, y pueblos, el
momento más significativo ¿no es acaso aquél donde se
detiene la comparación? Sin duda el Lévi—Strauss botámco
llena de inflexiones el pensamiento del Lévi—Strauss antro­
pólogo, puesto que extrae la preocupación ctónica del mito
de Edipo de un modelo vegetal del hombre, lo cual quizá
aclare los mitos salvajes. Pero, en las observaciones finales
del artículo, esas comprobaciones se extienden a un estudio
general del pensamiento mítico. Y sin embargo el Lévi-
Strauss antropólogo ha llegado a la esencia del problema
cuando escribe:“Si se recuerda que, para Freud, se requie­
ren dos traumatismos (y no uno solo como tan a menudo
se tiende a creer) para que surja ese mito individual en que
consiste una neurosis4 1.. .” Se ha desviado de las implica­
ciones de esta comprobación en la teoría freudiana para
volver al pensamiento que adorna la tapa de su libro.
La enfermedad no carece, pues, de relaciones con la repro­
ducción bisexuada, puesto que presidirá todas las operacio­
nes que juegan en la doble identificación masculina y feme­
nina que Freud relaciona con la fórmula desarrollada del
complejo de Edipo. Cuando Lévi—Strauss hace deslizar la

59 Loe. cit., pág. 140.


40 Loe. cit., pág. 141.
41 El pensamiento salvaje, op. cit., pág. 253.

304
r cadena de la herida en los pies a la cabeza (Edipo) hasta la
destrucción total de si (Yocasta), parecería como si quisiera
saltar los términos intermedios que nos brinda Sófocles 42

Edipo penetra en la cámara nupcial y ve a Yocasta colgada.

“ El desdichado ante esta visión, lanza un rugido terrible y rom pe


el lazo. El pobre cuerpo cae al suelo” .

y así volvemos al aspecto ctónico.

“ Y vimos entonces una horrible escena. El le arranca los broches


de oro con que él la abrochaba sus vestidos” .

Vimos a Edipo desatando el nudo que ocultaba al cuerpo


de las miradas, apoderándose de uno de sus accesorios.

”los levanta”

—alejamiento ctónico—

“ y se hiere con ellos la cuenca de los ojos diciendo :


Ellos ya no verán el mal que he sufrido y el que he hecho"..

“Ellos” , los ojos de Edipo, están en ese momento separados


de su cuerpo como los broches de los vestidos de Yocasta.
Son los testigos de un doble mal.

“No era la desdicha de uno solo, sino de ellos dos.


La desdicha conjunta del hom bre y de la m ujer” .

El complejo de Edipo es desdicha conjunta del hombre y


de la mujer. Es decir que toca tanto al hijo como a la
madre. El hijo en tanto hijo de padre muerto, y la madre
en tanto no se resigna a no reintegrar, bajo la forma del

45 El vínculo entre la Tierra y los órganos genitales es introducido


con cautela por Marie Delcourt al referirse a Luis Gernet: “ Pare­
ce que es por el contacto de las rodillas y d e los órganos
genitales que el hom bre otorga a la tierra preeminencia sobre él”
(OEdipe, pág. 2077).

305
coito, el producto de sus entrañas. Es decir, además, que
toca en cada ser humano al hombre y la mujer que co­
existen.
La solución política defendida por Vemant se expresa en
las líneas donde se restaura el poder del oráculo. Vernant
afirma que la intención de la tragedia es brindarnos “ el
sentimiento de las contradicciones que desgarran al mundo
divino, al universo social y político, al campo de los valores
y hacer aparecer de este modo al hombre mismo como un
thauma o un deimon, una especie de monstruo incomprensi­
ble y desconcertante, agente y paciente a la vez, culpable e
inocente, que domina toda la naturaleza por su espíritu de
trabajo pero es incapaz de gobernarse a sí mismo y está
cegado por un delirio enviado por los dioses*3 . Lo que
asombra en esta profunda proposición es precisamente que
esta "aparición del hombre” descrita en la segunda parte de
la frase es totalmente aplicable también a la descripción
que nos dan de él nuestros contemporáneos. Esto nos
impulsa a decir que esos rasgos no son resultados de los
conflictos y contradicciones que Vernant describe en la
primera parte de la frase, sino que éstos son el medio de
hacer “aparecer” a ese tipo de hombre. Mediación inevita­
ble, en la medida en que el mismo sistema de representacio­
nes sociales o las formas institucionales son resultados del
intento de resolver la contradicción, sin hacer aparecer el
conflicto, que la funda, entre la irreductibilidad del deseo
inconsciente y la domesticación de los impulsos necesaria
para la vida social.
Alegar, como lo hace Marie Delcourt, que la inscripción de
un combate ritual en la familia sobreviene cuando los
modos de herencia patrilineal se legalizan, es decir, cuando
ya no puede obtenerse la sucesión por el crimen, significa
que la sucesión de los bienes y del hombre es el compromi­
so y no la solución de ese conflicto. Las leyendas no
conservan el recuerdo de las instituciones perimidas, como
se lo ha sostenido. Todo lo contrario: recuperan lo que las
instituciones han logrado excluir de si mismas Freud, citan­

43 J . - P . V ernant, OEdipe sans le com plexe , pág. 7.

306
do a Frazer, da una fórmula concerniente a las leyes de la
exogamia en relación con la prohibición del incesto: “Ellas
tenían como objetivo el cumplimiento del resultado que de
hecho habían cumplido” .

La expresión “conflicto de las generaciones” es a la vez


demasiado amplia y demasiado restringida. La razón de la
elisión del incesto, opuesta al disfraz del parricidio es
que, frente a la positividad muda del interdicto del in­
cesto, no es posible ninguna estrategia salvo organizar el
sistema significante mediante el intercambio, que sólo
puede, por así decirlo, “mantener el presente” . Por sí
solo el sistema no tiene valor determinante si no se apoya
en la invocación del padre muerto. El significante que
surge de la muerte del padre trata de fijar la borradura
del parricidio, pero abre, con la categoría del “ retorno” ,
los caminos por 'os que el presente como memoria tam­
bién puede ser objeto de un proceso donde las modifi­
caciones políticas se transformen en formas de cuestio­
namiento .

La razón de las dudas y de la dificultad para situar exacta­


mente el lugar de la unión con la madre ¿no se encuentra,
acaso, en la observación sobre la disyunción entre las litur­
gias de carácter social y político y las liturgias agrarias
(Marie Delcourt, loe. cit., XIV)? Mientras que las primeras
desaparecen precozmente, el vínculo entre las leyendas
agrarias y su ritual sigue siendo estrecho. Esta eximición de
lo social y de lo político es lo que lleva a los helenistas,
porque pueden percibir mejor sus cambios, a atribuirles un
valor dominante. Se mantiene la esperanza de poder captar
las formas de las transformaciones políticas, en la medida
en que se postula un término de comparación con las
modificaciones producidas en la realidad de la vida social.
Pero entonces se tiende a negar el interés que presenta una
materia menos manifiestamente transformable, más cerrada
sobre significaciones cuyo misterio se acentúa por la rareza
de los indicios que permitiian descubrirlo. Entonces pare­
ce bastante extraño comprobar que los temas de unión
con la madre aparecen en juegos de significantes que
siempre se presentan en la forma de la astucia o de la

307
adivinanza*4 . Sabemos desde Freud que nada es gratuito
en las relaciones lúdicas del significante, pues éstas tienen
la doble función de satisfacer el deseo y de aliviar la
tensión del inconsciente. O el tema del incesto entra,
también en el marco de un sistema mántico muchas veces
onírico, donde el presagio engañador se encuentra en pri­
mer plano (pág. 198).
En su origen, los ritos agrarios y ctónicos son dobles, unen
la fecundación y el reino de los muertos, del mismo modo
que los enigmas se relacionan con los hechos de la vida
sexual y del mundo de los muertos. Ambos reúnen, pues,
los restos de la prohibición del incesto (no es casual que los
ritos arcaicos de la periodicidad representen a ésta como un
incesto entre madre e hijo) y de la matanza del padre, pues
el hecho de dar sepultura a los muertos adquiere también el
valor de un rasgo distintivo entre animalidad y humanidad.
No es necesario buscar una hostilidad particular en un
parricidio, dice Marie Delcourt. En efecto, la relación de
parentesco es suficiente. Todo hombre nace de un ser del
mismo sexo y de un ser del sexo diferente. Establece la
diferencia incluyéndose en la pareja que lo constituye y lo
excluye. El mismo excluye al semejante y se aparea con el
Otro. Se acopla, por lo tanto mata. Estamos de acuerdo
con Marie Delcourt cuando escribe: “El hecho de que a
pesar de su horror por el parricidio hayan representado con
tanta frecuencia una hostilidad de hecho entre los hombres
de dos generaciones, demuestra qué importancia debió te­
ner la sucesión por crimen en la prehistoria griega” (pág.
81).
Volver solidarios al parricidio y al incesto en la unidad del
complejo de Edipo, o más exactamente en la fantasía de
deseo que lo sostiene, es decir que el parridicio es un delito
tan grave que sólo el goce producido por el incesto puede

44 “ En cu anto a la unión con la madre, parece provenir de una


especie de juego de palabras con captación de presagio” (pág.
XI). Sobre el problem a de las relaciones entre el enigma y el
mito de Edipo, ver la lección inaugural de C. Lévi-Strauss del 5
de enero de 1960 en el Collège d e France, incluida en Antropo­
logía estructural, op. cit., pág. XXL

308
explicar los celos que llevan al crimen del padre, o también
que el incesto acarreará con tanta seguridad la muerte del
hijo por el resentimiento del padre, que la eliminación de
éste hace necesario al parricidio para la sobrevivencia del
deseante.
Lo que omite la fantasía de deseo es que el hijo que
construye ese ensueño legendario ignora que él ya pertene­
ce al número de aquéllos que ya no están:
“ Loxias
decía que Layo sería m atado por mi hijo.
Pero no es éste, el desdichado,
quien ha m atado puesto que ya estaba m uerto ” .

dice Yocasta (854 sig.). Así la que ha dicho unos instantes


antes:

“ que muchos hum anos ya han soñado


que se u nían con su m adre” (V. 981).

dice ahora: “Tú no has dormido con tu madre, puesto que


yo era la mujer de aquél que tú no has podido matar
porque ya estabas muerte/ ? 4

La Esfinge y sus enigmas

De todos los episodios del mito de Edipo, el más enigmáti­


co, el más extraño, y por lo tanto el más apto para
interesar al psicoanalista que se preocupa por estudiar lo
que ha podido escapar a la represión, es el de la Esfinge
Marie Delcourt insiste en dos puntos. La Esfinge, dice,
cubre una realidad doble; una es de orden fisiológico: la
pesadilla oprimente: la otra es de orden religioso: la creencia
en las almas representadas con alas. Una síntesis fundará la
Esfinge oprimente y la Esfinge psíquica. Esta indicación es

45 Se vuelve a encontrar el famoso “ No sabía que ya estaba


m uerto” que utilizó Freud para una reflexión teórica a propósi­
to de un sueño. Más adelante Lacan otorgó a este tem a una
im portancia especial.
preciosa para nosotros, pues nos permitirá reconocer en esta
figura un producto de la condensación y del desplazamiento.
La pesadilla oprimente traduce la impresión de angustia
del soñante que se siente atrapado por un ser que lo aplasta
y lo abraza. Estos sueños, que son comunes en el curso de
un psicoanálisis, se relacionan frecuentemente con la impre­
sión de ser ahogado por la madre. Por debajq iel miedo se
adivina la cualidad erótica de esa relación. Lo que Marie
Delcourt, por otra parte, destaca entre las características de
los espíritus de los muertos, “ ávidos de sangre y de placer
erótico” , como lo quiere la tradición en el caso de los
vampiros.
La abundante documentación plástica reunida por la autora
(págs. 1 19 -126 ) demuestra sin lugar a dudas el carácter
sexual de la relación con la Esfinge. No nos veríamos
obligados, en lo que hace a nosotros, a descartar la hipóte­
sis de la agresión criminal para conservar la de la relación
erótica. Las fantasías muestran frecuentemente el disfraz de
una por la otra, o también su asociación en una forma
donde agresividad y erotismo se ligan como ocurre frecuen­
temente en la relación con la imagen de la madre fálica. La
E # f # e es por su forma una criatura compuesta que posee
BljríBUtos femeninos y atributos masculinos que se relacio­
nan con su origen egipcio. De cualquier modo, lo importan­
te ;s la colusión de esos monstruos con el mundo de los
muertos '*6 que pudo hacer pensar que también aquí era

44 La significación vinculada con la tierra se repite en las leyendas


de la Esfinge. Esta se liga con la Fix de H esíodo, m onstruo
exterm inador de los tebanos, que extrae su nom bre de las
gargantas del m onte Fikión o ha dado su nom bre al lugar de su
vivienda. Además es producto de un incesto, el de Equidna,
m onstruo semi mujer semi serpiente, y su hijo O rthros (Marie
Delcourt, toc. cit., pág. 108).
Sobre los orígenes egipcios de la Esfinge, debem os a M.
Scriabine detalles esclarecedores. Distribuyendo los elem entos
casi universales del m ito de Edipo, los elem entos griegos y ¡os
elementos egipcios, se llega a las siguientes conclusiones,. Deben
vincularse con Egipto: la Esfinge, el enigma del incesto. De­
ben vincularse con Grecia: la función del oráculo y la del ad tno.
En lo que respecta a la Esfinge, no existen en Egipto re opila­
ciones de m itos que se relacionen específicamente co’ ella; su
función se deduce a, partir de fragmentos dispersos. T i las altas

31 0
r
I necesario buscar, por el camino de los enigmas, un conoci­
miento de iniciado en ciertos misterios y, detrás de la
prueba, una ordalía, como en los episodios precedentes del
mito. Pero nosotros, que conocemos la leyenda entera, ¿no
podemos deducir en función de esos datos que el episodio
de la Esfinge, situado después del crimen del padre y antes
de la unión con la madre, condensa esos dos acontecimien­
tos? Del crimen del padre evoca el retorno de éste 47 que
atormenta al hijo con pesadillas, y yerra por los infiernos,
en busca de vida para regresar a la tierra. De la unión con
épocas la Esfinge representa indiferentem ente al rey o a la reina,
ai sol saliente, a ía resurrección o aún al guardián d e los caminos
del más allá. Estas interpretaciones se basan en el análisis jeroglí­
fico. En Egipto no existió una representación única de la Esfin­
ge. Los griegos serían los responsables de su unificación en una
figura fija.
En cuanto al enigma de Edipo concierne, en el marco d “l
antiguo Egipto, al sol que la representación jeroglífica designa
com o un niño cuando nace (o tam bién un escarabajo), un
adulto cuando está en su zenit (Re) y un anciano apoyado en
un bastón cuando se pone (Aton). Finalm ente el incesto, cuya
práctica, según se sabe, estaba autorizada entre los faraones, se
relaciona tam bién con el contexto legendario solar: todas las
tardes el sol se une con su madre. El sol inengendrado se
engendra a sí mismo, signo de la inmortalidad, prerrogativa de la
divinidad.
En este m arco m ítico se asiste a una neutralización del padre
o a su anulación. Según Scriabine la Esfinge es el doble divino
de Edipo - c u y a naturaleza es divina y hum ana a la vez (doble
simbólico dei enigma: el hombre, el sol). Tradicionalmente,
Edipo sólo realizó su destino divino al destruirse los ojos:
entonces accede a la divinidad.
Esta no es la única interpretación. Scriabine sostiene, en
efecto, que Edipo, al contrario, rechaza su calidad divina por la
investigación de su parentesco, aunque en un m om ento se haya
proclam ado hijo de la Fortuna. A la luz del Egipto antiguo
po dría pensarse que el m ito de Edipo atestigua una negación de
la totalidad del hom bre: divino y hum ano integrando además en
esa totalidad a las fuerzas destructivas (Seth) y a las fuerzas
creadoras (Horus). Re sigue siendo el gran Dios creador. En
efecto, el Edipo griego quiere disculparse a todo precio descar­
tando el mal que no puede tolerar en sí y q ue los antiguos
egipcios aceptaban com o form ando parte de su naturaleza.
47 Una suplementaria de la presencia del padre en la Esfinge es la
variante que la muestra, en un relato narrado por Pausanias,
como hija natural de Layo y a su servicio.

311
la madre, sugiere la relación erótica impregnada de los
peligros que acechan al niño por estar bajo el dominio de la
madre, sobre la que proyecta toda la avidez del placer que
suputa por la eliminación del padre. Es, por lo tanto, una
figura de condensación, como acabamos de verlo, pero
también una figura desplazada, puesto que ocurre entre el
parricidio y el incesto. Una fantasía, finalmente, que se
traduce en la realización del deseo: la conquista del poder
paternal, cuyo fantasma se eclipsa cuando llega el día. La
sumisión de la madre peligrosa, finalmente poseída, permite
que el hijo se desprenda de ella, una vez llegada la mañana,
y se case con la princesa. “En los cuentos griegos moder­
nos, dice Marie Delcourt, Edipo se casa con la Esfinge que,
a decir verdad, no constituye sino un solo personaje con la
madre” (pág. 131). Este es un caso de escisión de la imago
materna bastante frecuente y tanto más cuanto nos hundi­
mos en las raíces arcaicas del complejo de Edipo.
Falta aún precisar lo esencial, es decir la naturaleza interroga-
dora del monstruo, el carácter espiritual de la prueba. Se
cree sin inconvenientes a Marie Delcourt cuando afirma que
el contenido primitivo de la leyenda debía mostrar en ese
momento un combate físico y no una justa intelectual.
Esto vuelve más urgente la necesidad de una respuestr
precisa que el hecho de hacer observar el gusto del pueblo
griego por las adivinanzas o recordar, en otros contextos
legendarios, el tema del enigma seguido de una sanción
terrible: aún cuando se lo traslade una vez más hacia el
ritual de iniciación. Nos acercamos al objetivo cuando la
autora vincula la solución de los enigmas con la conquista
de una novia real, pues los enigmas nupciales recurren
siempre a la inteligencia, es decir, a las soluciones ofrecidas
por la curiosidad intelectual, que es un producto de la
curiosidad sexual4 8 . La palabra iniciación se aplica a ¡a vida
sexual del niño, que a partir da cierta edad sabe la respues-

4< “ En la fiesta de las Agrionias, en Queronea, las mujeres perse­


guían a Dionisos y luego abandonaban diciendo que había ido a
ocultarse entre las Musas: más tarde, después del banquete, se
proponían enigmas y adivinanzas” . Marie Delcourt, L'Oracle de
Delphes, pág. 104.

312
ta de lo qué los adultos le ocultaoan y que él debía imaginar,
es decir, adivinar. En cuanto a ver en el enigma un
carácter pedagógico, es posible pero muy superficial, salvo
si decimos que la pedagogía es la socialización del deseo
enigmático.
Lo que nos interesa en lo que del mito ha pasado a la
tragedia es precisamente esa parte leonina ocupada por el
enigma. Enigma resuelto de la Esfinge, enigma en devela-
miento de la investigación. Ciertos mitólogos pueden encon­
trar la leyenda de Edipo, en esta forma, demasiado intelec­
tual; queda por explicar por qué la evolución se ha realiza­
do en ese sentido. No solamente el de una intelectualiza-
ción, es decir, de una reducción a lo esencial. A quí el
disfraz extremo coincide con la extrema verdad. Porque la
sexualidad es enigma, es también una huella fiel del origen
sexual. Y ese encuentro con la Esfinge, limitado a un
intercambio de preguntas y respuestas, es quizá, en sí
mismo, más erótico que las representaciones que evocan
nítidamente una unión realizada. Seríamos víctimas de una
visión ingenua si creyéramos que la ven»f t del enigma
constituye un debilitamiento de aquéllas que hablaban de
un combate entre el monstruo y el héroe. La sexualidad es
demasiado fácil de adivinar en ese desplazamiento mediane­
ro; pierde su opacidad. Mientras que el hecho de poner el
acento en el misterio humano, donde la respuesta a dar
concierne a la identidad del interrogado y no a la de la
interrogadora, nos fuerza a pensar que ésta no debe carecer
de relación con lo sexual, puesto que habla de los límites
de lo humano 4 .
La Esfinge es, en sí misma, un enigma, más por su naturale­
za que por las preguntas que plantea. Su existencia fabulo­
sa nos produce una fascinación que precisamente nos per­
mitió comprender que la respuesta interesa al interrogado,
pero no por que es el desplazamiento sobre el interrogado
de su interés de que la interrogadora le plantee una pregun­
ta, que le informaría sobre ella misma. Su morfología

49 Sobre las significaciones del enigma cfr, “ La diacronie dans le


freudisme” . Critique, N ° 238.

313
compuesta es un nuevo dédalo sobre la identidad que
conviene atribuirle. El pasaje a las formas estatuarias la
transforma en una joven íncubo, “es decir un ser femenino
que se acerca a un hombre para extenderse sobre él”
(M.Delcourt, pág. 118), una “ virgen sabia” en la poesía
clásica, y finalmente una anciana en los cuentos populares
sobre las pesadillas, muy posteriores y encontrados en luga­
res alejados de Grecia. Triple rostro que no puede no
evocar la correspondencia con el triple estado del hombre
en la respuesta de Edipo. Monstruo pues, pero monstruo
tripartito: pájaro por las alas, leona por el cuerpo, serpiente
por la cola. La existencia de una tripartición, como suce­
sión de un aumento en la dificultad de una prueba de la
que ella signa el último punto y el mom ento de la victoria
del héroe, está presente en muchos contextgs legendarios.
Dumézil ha hecho de ella .un análisis brillantes 0 .
Entre los momentos de la prueba tiene lugar una travesía,
un corte entre el m undo de los vivos y lo invisible por un
campo de muerte. Dumézil observa que, frente al triple
adversario, el héroe mismo es el tercero: “ El tercero de tres
hermanos, con la particularidad de que jus dos hermanos
mayores han sido esbozos fallidos de sí mismo” (loe.
cit. pág.39). Edipo es hijo único, y se supone deforme. Pero
Edipo es el tercero y el último de un poder que comparte
con Creón y Yocasta (V. 571). Más que considerar que
estos últimos sólo han tenido com o función transm itir ese
poder (lo cual es contradictorio con la autoridad que asume
abiertamente Yocasta en ciertos m om entos de la tragedia),

50 Los C ahiers p o u r l ’analyse ( N ° 7) h*n te n id o la feliz idea de


rep ro d u cir un pasaje del libro de G. D um ézil Horaces e t Curia-
ces, al q ue el a u to r añadió un e p ilpg o sobre “ Las tran sfo rm a cio ­
nes del tercero del trip le ” . O bservem os de paso q u e esto s te x to s
consagrados a la realización de u n objetivo, “ d e sem b arazarse de
m olestas consecuencias d e u na violencia necesaria” a dm iten,
como algo m u y h e te ro g én e o respecto de su in te n c ió n , to ta lm e n ­
te c e n tra d a e n u n a e p o p e y a d e lu ch a y d e c o n q u ista , la p re se n ­
cia de e le m en to s enigm ático s de tipo erótico: escenas de seduc­
ción p o r p a rte de un p ro g e n ito r de sexo fe m e n in o o ex h ib ició n
de se n tim ien to s am orosos c u y o carácter im p ú d ic o b rin d a, sobre
to d o la ocasión de m o stra r el desv ío que es n ecesario o p e ra r
para p e rm itir su surgim iento.

314
ñuscaremos lo que se sustrae a la significación volviéndonot
hacia el monstruo tripartito. La representación de la Esfin­
ge ha colocado a la serpiente en la cola que termina el
cuerpo del monstruo. Pero el arte clásico muestra que es la
cabeza de la serpiente la que se representa en ese lugar (M.
Delcourt. loe. cit., pág. 138). La marca de la herida de
Edipo se encontraba en sus tobillos; su cabeza fue a la vez
el instrumento de su victoria y la causa de su perdición.
Se comprende entonces que toda la tragedia de Edipo se
centre en esa función de descifrador de enigmas que él
se jactaba de ser, en los signos falsos que reemplazan a los
verdaderos, en los verdaderos que parecen inverosímiles, en
esa confrontación entre el perspicaz y el adivino, entre el
intérprete de la cantante y el intérprete del oráculo, entre
el mensajero de la muerte y el pastor del olvido.
Lo que la leyenda nos enseña es que el mito de Edipo es un
caso raro, en el que la resolución del enigma no termina
con el reinado feliz del héroe (pág. 152). El caso de Edipo
es, pues, un caso ejemplar de ese poder del significante de
ser instrumento de poder y, a la vez, por el engaño que le
es inherente, causa de desdicha y ceguera.
Marie Delcourt está convencida de que el autocegamiento
de Edipo es una invención de Sófocles” . Insiste en el hecho
de que en la poesía griega es “un caso absolutamente único
de mutilación voluntaria" (pág.215). La ceguera de Edipo
es un tema sobre el cual hay mucho que decirs 1. Está la
explicación que da Edipo mismo, incapaz de soportar el
espectáculo de su madre y su padre en el Hades. Está el
castigo por la violación de un tabú óptico: “ Ellos ya no
verán a quienes no debían ver, ya no conocerán a quienes
yo quería conoctr” (v. 1273). Está el acceso a un verdade­
ro conocimiento nterior después de haberse agotado desci­
frando los enigmas falaces. Está el equivalente de la castra­
ción. Pero, quizá en primer lugar está el castigo a los ojos
que lo engañaron. Edipo se castiga por haberse engañado.
Ha sido víctima de los engaños del dios. Ha hecho siniestros
retruécanos con sus relaciones de parentesco.

51 Marie Delcourt hace constar vanantes textuales donde el cega-


m iento de Edipo es practicado p or sus padres - L a y o , Yocasta o
P o lib io - (OÉdipe, pág. 215).

315
"Nupcias, nupcias,
Me habéis hecho nacer, después habéis hecho elevar
de nuevo la misma semilla, habéis mostrado
padres que son herm anos de sus hijos,
mujeres esposas y madres del mismo hom bre,
todo lo más vergonzoso que puede hacerse entre los hum anos”
(v. 1403 y sip.)

Alrededor de este engaño del significante se oponen los


caminos del saber y de la verdad.

III

Verdad y desconocimiento

Si el mito tuviera una función pedagógica, como lo quieren


algunos mitólogos, tendríamos derecho a preguntarnos si no
ocurre lo mismo con la tragedia. Y especialmente con la
tragedia de Edipo, cuya problemática gira en su totalidad
alrededor del deseo de saber y termina con el cegamiento.
Ceguera del héroe que no supo descifrar ese primero y
último enigma. Ciego para el significante, cegado por el
significante. Se ha reflexionado mucho ante esta tragedia
esencial, en el sentido en que refleja la esencia de la
tragedia, sobre la cuestión del enigma que Edipo tarda
tanto en comprender, él, que era un descifrador de enig­
mas. El desarrollo mismo de la investigación hubiera debido
¡luminar mucho antes a Edipo. En efecto, lo que asombra
es su impotencia para relacionar indicios concordantes. No
hay más que dirigirse al texto para darse cuenta de que los
detalles que permiten a Edipo considerarse fuera de la
cuestión son frágiles. Cuando las cosas alcanzan un punto
en el que debería detenerse toda glosa, es cuando la situa­
ción le permite darse cuenta de que los oráculos absoluta­
mente complementarios, oráculos que se podría decir enca­
jados, conciernen a la descendencia de Layo y al destino de
Edipo. El resto, ante esta extraña concordancia, se transfor-
316
nia en argucia, sobre todo después de la profecía de Tire-
sias. ¿Qué más decir?
Tradicionalmente se dice que Sófocles nos muestra en la
tragedia —cualquiera sea el pecado de orgullo que pueda
imputársele a Edipo, cuya suficiencia, por no decir megalo­
manía, es aparente—, la ineluctabilidad del cumplimiento de
los oráculos, que fijan antes del nacimiento el destino de
todo hombre. La lección, si nos detuviéramos aquí, sería
estrecha y chata. Condenar el deseo de saber sería caer en
la prédica del oscurantismo. ¿Dónde residiría la grandeza
de la tragedia?
Freud tuvo razón al poner el efecto de la tragedia en la
coincidencia —el reconocimiento del que habla Aristóteles—
que vive cada espectador al ver en Edipo a aquél que él
mismo fue antaño, en la medida en que la represión se lo
permite. Pero a este juicio revelador y profético se puede
añadir algo más, si recordamos la fecha en que Freud lo
anunció. Hay en Edipo R ey un doble camino del saber y
de la verdad— El del saber es el que sigue la investigación.
Edipo busca los testigos materiales del crimen, después los
testigos materiales del abandono sobre el Citherón. Pero
estos no le brindan más que pruebas, crueles, pero espera­
das. Podemos decir que ellos no son agentes propiamente
trágicos. Al contrario, Tiresias, Yocasta, el mensajero de
Corinto, son portadores de revelaciones. Tiresias, mandado a
designar al culpable, designa al justiciero. Yocasta, que
quiere tranquilizar a Edipo, le narra el oráculo de Layo, el
abandono del niño en el Citherón y el lugar del crimen: un
camino bifurcado donde se encuentran las rutas de Delfos y
de Daulia. Esto es más de lo que se necesita para sentir
pasar las alas del Destino. El mensajero, finalmente, trae la
feliz noticia de la muerte de Polibio, que hace de Edipo un
inocente puesto que no tiene nada que ver en ese falleci­
miento y, con la intención de desculpabilizarlo completa­
mente, le anuncia que él no es el hijo del rey de Corinto y
que lo recogieron de niño en el Citherón. La fuerza de

* Esta distinción entre el saber y la verdad ha sido puesta de


manifiesto de un m odo notable por Lacan, m ucho más allá de
las indicaciones presentes en el con tex to freudiano.

317
Sófocles consiste en mezclar los datos del saber y de la
verdad como si se encontraran tomados en el mismo tejido.
Los caminos de la verdad son tales que ésta se encuentra
donde no se la espera ni se la desea.
La tragedia nos pone frente a la ineluctabilidad del oráculo.
Esta ineluctabilidad se ha desplazado sobre el castigo, mien­
tras que éste se dirige a lo que sanciona. Este es el sentido
del salto entre Esquilo y Sófocles, puesto que en el primero
lo que se castiga es la violación del interdicto de procrear.
Se trata, pues, de la ineluctabilidad del parricidio y del
incesto, de la ineluctabilidad de los deseos de muerte hacia
el padre y de goce con la madre. Edipo es aquél que,
mediante el saber, pretende escapar de eso. El problema no
consiste en preguntarse cómo hubiera podido escapar, sino
que haya querido hacerlo. Eso hubiera debido tomarlo
cauteloso ante toda situación que lo hiciera entrar en con­
flicto con un hombre de ia edad de su padre y ante toda
relación sexual con una mujer de la edad de su madre. Pero
lo olvidó en cada una de estas dos situaciones. Aquí se
encuentra la ineluctabilidad del parricidio y del incesto,
puesto que ellos responden, no al cumplimiento del oráculo
sino al del deseo del héroe. Ineluctabilidad que se cumple
por los dobles sentidos del significante que lo obligarán a
maldecir su clarividencia al chocar con sus trampas.

“ Iba y venía, nos pedía


una espada y su mujer que no era su mujer
sino gleba doblem ente fértil.
su madre y la de sus hijos” , (v. 1253 sig.)

Una mujer que es una mujer y que no es una mujer, que es


una madre y que no es una madre, hijos que son hijos y
que no son hijos. Hermoso tema para los enigmas de la
Esfinge.
La fatalidad del incesto y del parricidio por el engaño del
significante no basta para mostrar el sentido verdadero. Hay
que unir allí, solidariamente, la ineluctabilidad del descono­
cimiento. No se deben buscar motivos verosímiles para la
extraña sordera de Edipo ante la red concordante de razo­
nes que harán de él el culpable, sino atribuirla al desconoci­
miento. Desconocimiento de lo que vive en él separado,

318
r
que se encontraba en el origen de los actos que se le
reprochan, y retorno del desconocimiento ante la acumula­
ción de las evidencias.
El reproche de recurrir con demasiada complacencia a la
hipótesis se apoyará en lo que el texto dice claramente.
Pero esto no es lo problemático. Lo que nos llama la
atención es cuanto choca con lo que parece inexplicable: la
parálisis del don de desciframiento y la no ejecución de la
presci.pción del oráculo hacia el fin de la tragedia. Se
reflexionará consultando a los Dioses, como si éstos no
hubieran hablado ya.

La tragedia descansa en la ineluctabilidad del oráculo y el


desconocimiento de la ineluctabilidad de la realización de
los deseos. La ineluctabilidad del oráculo está vinculada con
el valor de la práctica religiosa. Esta muestra la continuidad
entre los ritos antiguos y el oráculo. Mientras que la prácti­
ca ritual sirve para la determinación de las formas de la
formulación de un deseo, el rito fija las condiciones de
posibilidad de la realización del deseo. La obligación, en el
rito, se limita a la observancia de las formas que deben
respetarse. En el oráculo esta obligación se transforma en
obligación de someterse a su juicio. La respuesta oracular se
trueca en predicción determinante. Esta predicción, en el
caso de Edipo, se basa en los actos que, en el deseo, ha
realizado el héroe, mientras en las prácticas votivas habitua­
les el acto esperado proviene de los Dioses, que por su
intervención aportan la solución a un problema.
El oráculo tiene pues, aquí, un valor retrospectivo, no
sobre lo que los Dioses deben cumplir, smo sobre lo que va
ha sido cumplido por el héroe. El oráculo es, en el caso de
Edipo, una predicción del pasado. La respuesta a la pregun­
ta de Edipo: “ ¿Quién soy y qué debo hacer? ” es “Tú serás
parricida e incestuoso, esto es ineluctable porque ya has
sido parricida e incestuoso, por lo tanto eres parricida e
incestuoso” .
Decir que el acto realizado por Edipo revela “a posteriori
su sentido auténtico, se vuelve sobre el agente, ilumina su
naturaleza, descubre lo que es, lo que ha cumplido realmen-

319
te sin saberlo ” 63 o está protegido por la fatalidad del
oráculo, o bien debe enlazarse con lo que Edipo ignora de
sí mismo en su relación con el anhelo no expresado. La
tragedia nos muestra los indicios de ese anhelo en el cese
de la actividad que siempre bastó para que Edipo se revela­
ra a sí mismo: el desciframiento de enigmas. La ineluctabi­
lidad del desconocimiento no es, pues, solamente la marca
de una desgracia existencial; arraiga en el recuerdo de los
actos a los que tiende una pregunta que se quisiera pura
pregunta, planteada por aquél cuyo carisma consistía en
poder responder a ella sin la ayuda de nadie54.
Aquí el psicoanalista no tiene más que volverse hacia su
experiencia. Encuentra entonces en el desconocimiento de
Edipo la misma ocultación de la verdad que demuestra el
neurótico, que también quiere saber y, aunque aporta,

53 J.P. V ernant, OEdipe sans le complexe, pág. 6.


54 I.—P. V em ant asume la defensa de la psicología histórica
c on tra las interpretaciones erróneas o abusivas de Freud y de los
psicoanalistas. El nom bre que propone para esta nueva disciplina
bautizada “ psicología histórica” plantea por sí solo más proble­
mas de los que resuelve. Vernant critica la opinión de Freud que
desprecia el con tex to histórico, social y mental de la tragedia
del siglo V, y le reprocha el hecho de interpretar la tragedia de
Edipo en función de datos descubiertos por el psicoanálisis que
tendrían un valor, por así decirlo, libre del tiem po y del espa­
cio. Pero se le puede invertir la pregunta: si la tragedia de Edipo
sólo es inteligible a los especialistas -h e le n istas centrados en la
época de P ericles-, en función del público al cual se dirige ¿por
qué nos interesa todavía hoy? ¿Puede decirse que ante Edipo
nuestra curiosidad sea puram ente arcaizante? ¿De dónde pro­
viene el hecho de que la filosofía y la reflexión hayan visto en
esta tragedia una problem ática esencial? Es indudable que el
reservorio trágico eficaz no se limita a Edipo. Es posible demos­
trar que la problemática de Edipo en su carácter ejemplar es
nuclear, y que muchas otras problem áticas se relacionan con ella
de alguna manera o gravitan en su órbita.
Vernant ataca la interpretación psicoanalítica de los mitos
acusándola de deformaciones arbitrarias y de inexactitudes.
Como helenista - y no podríam os re p ro ch árselo-, Vernant toma
el m ito a la letra. Pero para los psicoanalistas el m ito, que
esconde un nudo de verdad, es una construcción donde jugaron
el desplazamiento, la condensación, la censura, y marcaron el
resultado'definitivo de la versión mítica. No se trata de traducir

320
ampliamente exhibidos, los signos más claros que deberían
abrirle los ojos, permanece herido de ceguera, de sordera y
de mutismo. Edipo, después de haberse cegado, ¿no se
lamenta acaso por no poder, volverse sordo (v. 1385-1390)?
“Pues es dulce permanecer extraño a la conciencia de sus
desgracias” . Lo que dice Freud no es que Edipo sea un
neurótico, sino que entre el neurótico y nosotros se erige
Edipo como nuestro impensado común. Así, el espectador
no tiene solamente ante sí el espectáculo de la repetición
del parricicio y del incesto; vive además la repetición de su
desconocimiento. Puede gozar del espectáculo y purgarse
llorando sobre el triste destino del Otro; éste hace funcio­
nar la sopapa que “suelta el vapor” , según la expresión de
Freud, con tanta más facilidad cuanto que se siente llama­
do a sufrir el destino de una vida en la que no ocurre nada

el mito sino de interpretarlo. Es decir, de com prender por qué


un contenido y no otro tom ó forma en el rito, el m ito, la
tragedia. La prueba de esas deformaciones sucesivas nos la brin ­
da la invención de los trágicos, que aportaron su contribución
personal al fondo legendario preexistente; ¿Acaso lo arbitrario
no es limitar esas deformaciones a lo textual? Y tanto más
cuanto que la garantía del contexto sociohistórico está lejos de
cubrir todo el cam po explorado. En uno u otro m om ento, surge
la interpretación psicológica. Se produce entonces una mezcla de
psicología académica y del retoño que el psicoanálisis difundió
en la oponión pública. “ Edipo está demasiado seguro de sí, es
de naturaleza orgullosa, se pretende siempre y en todas partes el
a m o .. .” , todas estas afirmaciones no dicen nada sobre el texto,
lo repiten. C uando se esfuerza por aclararlo el análisis recae
sobre lo que quisiera omitir. Si es verdad que los tem ores de
Edipo respecto de la revelación de sus orígenes sólo tienen por
causa el descubrimiento de su extracción oscura, ¿por qué
tantos comentarios? Edipo, en resumen, sería la tragedia de
aquél que tendría miedo de no haber nacido de un rey. Conclu­
sión decepcionante si no se somete, ella misma, a la interroga­
ción. ¿Qué quiere decir caer en la desesperación al descubrir que
su padre no era un rey? ¿Y sobre todo en alguien que se
pretende “ hijo de la Fortu na” ? Los hermosos análisis del autor,
cuando tom an más distancia ante este problem a candente, nos
enseñaron m ucho y sin duda seguirán enriqueciéndonos. El cuesr
tionam iento que a q u í hacemos de su crítica a la interpretación
de Edipo por parte de los psicoanalistas no impedirá que reco­
nozcamos to d o lo que debem os a sus estudios.

321
importante, mientras que la representación de la tragedia es
el testigo de esa importancia por la repetición del drama de
ia vida que reproduce.
Si nuestra hipótesis se funda en la verdad y no en el saber,
podría explicar entonces la fortuna de esta tragedia. La
admiración que suscita se apoyaría en su valor estético para
enmascarar su valor verídico. Al desconocimiento tambicn
se rinde ese homenaje, puesto que sus más fervientes admi­
radores no son, de ningún modo, los que al mismo tiempo
reconocen la verdad del psicoanálisis freudiano. ¿No son
acaso reveladoras las primeras palabras que Edipo dirige al
pueblo de Cadmo? :

“ ¿Cuál es el espanto? ¿Cuál el deseo? ” (v. 11)

Holderlin: el saber ebrio y el acoplamiento Dios-hombre

En un texto de una belleza tan iluminadora cuino digno del


tema que trata, Holderlin aborda la tragedia de Edipo. Una
orientación que hoy se llamaría estructural le hace decir de
las obras de arte: “ Hasta ahora, por lo menos, han sido
juzgadas más por las impresiones que producen que por la
reflexión sobre su estatuto y. Jos otros modos gracias a los
que se produce la belleza 5 La “reflexión” sobre el
estatuto de la obra y especialmente sobre sus efectos, ¿no
es lo que intenta Freud al descubrir la causa de la impre­
sión antes que abandonarse pasivamente a ella? Y Hól-
derlin marca el tiempo de la cesura en la consecución
rítmica, que se encuentra hacia el antes en Edipo por la
estructura progresiva de la obra donde el equilibrio se
inclina desde el fin hacia el comienzo, mientras que en
Antígona ocurriría lo inverso.
Holderlin sitúa esta cesura en las palabras de Tiresias, que
designan el sitio de Dios y el del Tiempo. Nosotros pensa­
mos en la sucesión: cesura, rotura, corte, castración y aquí
es donde se nos ofrece el desarrollo del Tiempo, puesto que

5S Holderlin. Remarque sur OEdipe, Paris, Pléiade, pág. 951.

322
rEdipo, hacia el fin de la tragedia, preferirá la ceguera de
Tiresias el adivino a la clarividencia del descifrador de
enigmas que él mismo fue. ¿Qué significa esta clarividencia
de Edipo? Hólderlin nos lo dice: “ Edipo interpreta dema­
siado infinitamente la palabra del oráculo. . . Se ve tentado
en dirección del nefas *6 La cólera de Edipo contra
Tiresias es la de un saber “ebrio” . ¿Cómo decir mejor que
el saber es deseo y goce, puesto que Edipo “Se excita
primero para saber más de lo que puede soportar o conte­
ner”? La ceguera es pues, aquí, renuncia a ese goce, a esa
excitación, para tratar de alcanzar lo que será la etapa de
Colono, el saber verídica?-^. ¿Por qué ese deseo, por qué
ese goce? Porque ese saber está destinado a calmar una
buena conciencia. Puesto que Edipo es un adivino, igual o
superior, piensa él, a Tiresias, entonces la investigación debe
desmentir esa profecía, cumpliendo al mismo tiempo el
rechazo del deseo de combatir con un padre (tanto Polibio
como Layo) pero realizándolo en la invalidación del poder
profético del adivino. Se ve que la apuesta trágica es la de
una lucha entre Edipo y Tiresias y, por ese medio, entre
Edipo y el Dios. Hólderlin recurre a una expresión genial al
hablar del acoplamiento Dios-y-hombre, seguido de su sepa­
ración .
Aquí sutura y corte, conjunción y-disyunción son términos
equivalentes a aquéllos donde se descubren las figuras de
Eros y del impulso de muerte.
A partir de un poder, pues, el que hace de Edipo el hijo de
la Fortuna, se unirá con el Dios, más Dios que el mismo
Dios. Y Hólderlin escribe: “Todo es discurso contra discur­
so, cada uno da lugar claramente al otroS8” . La solución es
esa separación, ese alejamiento categórico del Dios en el
que Jean Beaufret vio resonancias kantianas. La deserción
del hombre lo pone ante lo irreversible, ante el Tiempo que
ya no autoriza el encabalgamiento de las generaciones, el

56 Loe. cit. pág. 953.


'*1 Proyecto siempre rechazado. Marie Delcourt observa: “ Edipo
maldice a sus hijos, ignoramos por q u é ” . Sófocles lo m uestra allí
preso de la misma rabia, en busca de nuevos conflictos.
1 ' Loe. cit. pág. 957.

323
retruécano de las relaciones de parentesco, el cúmulo de
poderes que lleva a Edipo al lecho de su madre y al trono
de su padre. Infidelidad recíproca, es la marca de la condi­
ción humana. El lugar de la verdad no es otro que el
Tiempo y no la Palabra engañadora. El significante mayor
es el revelado por el significante de la separación, dicho de
otro modo en lenguaje freudiano: el impulso de muerte.
Que Edipo interprete demasiado infinitamente es la marca
de la desmesura orgullosa que debe encontrar su límite.
Pero el parricidio y el incesto no pueden darse más que en
el contexto de ese “exceso por interpretar” , en lo que los
significa a sí mismos como transgresión. Porque su límite
no es eso de lo que se puede partir para ir desde adelante
sino ese punto hacia el que se vuelve, que no es el mismo
que aquél de donde se partió. Ese punto no puede someter­
se a ninguna interpretación pero funda las interpretaciones
que derivan de él. Estas chocan con ese límite y se difun­
den por otras partes. En alguna otra parte que recoge el
exceso nunca abolido, ni contenido, que la tentación de su
transgresión suscita y que no se apacigua más que en lo
nefas. Pero ésta es la dificultad que tendremos que pensar: un
suelo que se sustrae a toda interpretación definitiva, una
nebulosa que remite a una pregunta infinitamente renovada.
Se trata no tanto de un infinito del discurso o de su límite
cuanto de una categoría de pensamiento —a pensar— que
quizás el psicoanálisis haya ayudado a descubrir.

El análisis de Holderlin es profundo porque une en una


lógica —la palabra es de él mismo —la semántica y la
sintaxis de la obra. La cesura es la expresión del conflicto,
es “suspensión antirrítmica” , figura de la orientación del
dinamismo trágico, de la fuerza y la contrafuerza que se
dividen su campo. De esta oposición nace no solamente el
conflicto de las representaciones sino la representación mis­
ma: “ La pura palabra, la suspensión antirrítmica, se hace
necesaria para encontrar como arranque el cambio y el
intercambio de las representaciones hasta tal punto que ya
no sea el cambio de las representaciones, sino la represen­

3 24
tación misma la que aparezcaS9” . Admirable fórmula que
se inscribe en un movimiento de pensamiento analítico.
Esta imagen final donde Dios y hombre se encuentran de
espaldas, separados, cada uno infiel al otro, “encontrándo­
se” cada uno en esta ruptura, es uno de los juicios más
profundos sobre la tragedia. Pues de esta separación nace la
regulación del conflicto Dios-hombre en el hombre mismo,
que se capta en esa oposición. El estado del espíritu fuerte
cede ante la fuerza del espíritu que es contradicción; el
espíritu se transforma en espíritu del mundo de los muer­
tos.
La representación misma, cuando aparece, ya no puede,
pues, ser más que la de la muerte del héroe. La ausencia
del Dios, su silencio frente a Edipo que sólo se comunica
con él por intermediarios, es reemplazada por la ausencia
de la muerte del héroe, que sin embargo era exigida por el
Dios. La mutilación que se adelanta al castigo la sustituye.
Pues esa polisemia del significante, a la que nos hemos
atenido hasta ahora, sólo adquiere sentido cuando desembo-,
ca en la resolución de lo trágico, la muerte o la castración
del héroe, lo que lo diferencia de lo cómico.
Como en lo trágico, la polisemia del significante juega
profundamente en lo cómico, pero la solución es diferente.
Todo se arregla y lo peor no es siempre seguro, según la
fórmula de Claudel. Eros triunfa, la vida continúa. A esti
respecto, el Anfitrión de Plauto es, en cierto modo, el
modelo de la comedia antitrágica.
El acoplamiento Dios-hombre del que habla Hólderlin se
realiza allí casi literalmente por intermedio de Alcmena. Y
Anfitrión, cornudo y contento, aceptará sonriente ser el
padre de Hércules. Tema clásico del adulterio con el aval
del marido. Y sin embargo, ¡qué tema de tragedia! Más o
menos. Bastaría que Anfitrión rechace la duplicidad de
Zeus, que castigue a su mujer por protestar contra la
iniquidad del Dios que escarnece a un general vencedor con
derecho a la dignidad de los héroes. Pero no, Eros triunfa y
el Hércules mofletudo que nace de esta unión es un hijo

59 Loe. cit. pág. 952.

325
del amor, fuerte y feliz. La tentación de lo nefas, ésa es la
culminación de la polisemia del significante que abate a
Edipo como un árbol atravesado por un rayo. "La palabra
trágica de los griegos es brutalmente criminal”, dice Hól-
derlin, “ porque el cuerpo que ella apresa muere efectiva­
mente60” . Pero también mata más insidiosamente, más
lentamente; puede ser más magulladora que asesina según
una concepción más hesperi'dica. Entonces puede establecer
cierta oposición entre lo griego nativo y lo hesperídico. El
“retorno mental” se transforma en retorno a los orígenes,
memoria. Memoria conflictual entre lo formal excesivo y lo
informal originario: “ Lo informe se inflama al contacto con
lo que es demasiado formal” . Encontramos esa lucha entre
lenguajes de origen, de procedencia, de fechas diferentes,
entre logos diferentemente estructurados. Pero el Logos
primario reafirma constantemente sus derechos contra lo
secundario, más razonador, más razonable.
Beaufret, en su hermoso prefacio a la edición francesa de
las Observaciones61 muestra que en este enfrentamiento de
los lenguajes Holderlin no toma como tal la oposición
tradicional entre Dionisos y Apolo, pues Apolo es, como
Dionisos, una figura de fuego, una fuerza tan viril como la
del Dios báquico. Figura tan “oriental” como la primera.
Es decir, del mismo origen espiritual que la de los rituales
de Tracia y de Frigia. Lo nativo, lo natal, lo originario,
están constantemente cubiertos por lo que podría llamarse,
para designar lo cultural, la secundariedad. Lo que Hólder-
lin nos hace pensar es el vínculo entre la memoria origina­
ria y el desvío surgido del acoplamiento. Separación del
Dios como condición de la representación en tanto ésta es
representación ausente: “ El Dios está presente en la figura
de la muerte” .
No dejaremos de evocar, una vez más, al psicoanálisis. No
solamente en este deseo de saber, sin el cual no hay análisis
posible así como tampoco es posible sin amor por la
verdad, sino también en ese alejamiento categórico del

*° Loe. cit. pag. 965.


“ Holderlin et Sophocle, París, Bibliotèque 10X18.
analista que encuentra el analizado. Producirá sonrisas nues­
tra comparación entre el analista y Dios; los primeros en
hacerla son los analizados mismos, así como producen la
fantasía del acoplamiento con él. El analizado es quien
asume ese alejamiento categórico para que se haga el análi­
sis, para que entre en juego la interrogación del significante,
la puesta a prueba de la polisemia y el advenimiento de la
diferencia como diferencia de los sexos. El desvío del
analizado es el análisis que sobreviene después del deseo de
seducir al analista, de engañarlo con artimañas, de castrarlo.
El análisis se transforma en tragedia de la muerte retardada.
El Tiempo es el gran dueño del análisis y hará del analizado
un infiel, un traidor a su analista, puesto que lo dejará un
día, como se deja al padre y a la madre.

La retlexión hólderliana sobre la tragedia, a partir de Edipo


y de Antígona, se encuentra entre las más profundas que
existen; se ha añadido poco a ella, a pesar de Hegel,
Nietzsche, Heidegger. Este último, con Karl Reinhardt, ve
en Edipo R ey una tragedia ejemplar como tragedia de la
apariencia y como ilustración de la relación entre el Ser y
la Apariencia. Reconoce en Edipo a un gran cuestionador,
metafísico por excelencia.

¿Cómo aceptar esa tesis, que se aleja de Hólderlin más de


lo que quisiera? La cuestión fundamental, si Edipo R ey es
la tragedia por excelencia, es saber por qué ese cuestiona­
miento hostigador, despiadado, esa ebriedad de saber, se
ligan tan indisolublemente con el parricidio y el incesto.
Fuera de estos límites, el resto es un desplazamiento de la
cuestión. ¿Por qué ese develamiento de lo latente del que
habla Heidegger es el crimen del padre y el coito con la
madre? ¿Hay que admirar la obra y cerrar ojos y oídos a
ese contenido o considerarlo contingente? ¿Acaso la trage­
dia de Edipo sería, también ella, contingente, un simple
quid pro quo? Podría ocurrir, en efecto, que el destino de
esa tragedia sea el del malentendido, como el malentendido
es lo que le dio nacimiento. La interpretación que prevale­
ció durante mucho tiempo y que se sostiene a pesar de
Freud, es que se puede admirar por sus cualidades formales,
que nos podemos apiadar de Edipo, purgarnos de sus

327
crímenes y considerar que tanto el parricidio como el
incesto son fruto de la mala suerte.
Esto es lo que el mismo Edipo clama mucho tiempo des­
pués del descubrimiento de sus crímenes, en el bosque de
Colono. Dice al coro:

“He herido, he m atado sin saber” .

Luego a Creón:

“ Nunca se hará un crimen de ese m atrim onio


ni de ese crimen de un padre” .

“ Esa es la desgracia que me ha ocurrido


Los Dioses me condujeron a ella” .

Después a Polinices:

“ No has nacido d e m í, sino de o tro ” .

Así habla la denegación inevitable6 2. Pues si esa es la


verdad, ¿por qué se destruyó los ojos? Se aleja la Muerte y
con la vida vuelve la denegación.
Asi', cada uno de nosotros es un Edipo según dijo Freud,
no solamente por haber cometido el parricidio y el incesto
—en el deseo, si no en acto—, sino también por nuestro
encarnizamiento en negarlo después de la infancia. Cada
uno de nosotros y toda nuíestra cultura occidental, que sólo
quiere reconocer en el Edipo de Sófocles la representación
de un destino excepcional.

61 Denegación asimismo la q us afirma con jactancia: “ Sí, quise


matar a mi padre y acostarme con n s madre. ¿Y qué? O
tam bién la que añade, exhibiendo su culpa como una conciencia
desdichada: “ Y además com etí muchas otras faltas” . Esto tie#e
como objetivo la disolución de esos deseos en una masa qoe
espera el Juicio Final y el goce del niño castigado.

328
IV

El ojo suplementario de Freud: el complejo de Edipo


Así Holderlin, en relación con muchos de nuestros contem­
poráneos que pudieron beneficiarse con el saber surgido de
la teoría freudiana, está mucho más cerca que ellos de la
verdad. Sin duda porque era poeta y psicótico a la vez y
había planteado trágicamente la “cuestión del padre”6 3 .
Edipo, Holderlin y Freud tenían los tres un “ojo demás” .
Sin embargo cada uno vio según su óptica lo que se sustrae
a la mirada de los hombres. Los tres sufrieron un destino
diferente de lo que les fue dado ver. Edipo se destruyó los
ojos, Holderlin se ensombreció en la locura, Freud des­
cubrió el inconsciente. Tanto Edipo, como Freud trajeron
la peste. En la antigüedad, la desgracia proveniente de los
Dioses exigía un culpable y una sanción radical, una
exclusión ritual. En nuestra civilización se lucha de otro
modo contra las epidemias.
Por eso, desde que Freud nos trajo la peste nos apresura­
mos a vacunarnos. Ante todo los psicoanalistas, por el
empalidecimiento del discurso freudiano y la reducción de
su diferencia con los otros discursos. Después el público,
por la circulación inofensiva de una imagen del psicoanálisis
y del psicoanalista que se ha esforzado por dominar lo que
podía tener de inquietante o de escandaloso la revelación
del inconsciente. Los teóricos de la cultura desempeñaron
en esta evolución una función apreciable. Hemos visto de
qué modo, ante el mito de Edipo, tres especialistas contem­
poráneos no pudieron comprender el corte epistemológico
operado por el discurso de Freud. Marie Delcourt optó
—pero sus conclusiones no tienen un carácter totalmente
demostrado en este punto— por la tesis adleriana del con­
flicto entre las generaciones. J.—P. Vernant, en nombre de
la psicología histórica que debe relacionarse con la psicolo-

<’ J Cfr. J. Laplanche. Holderlin y la cuestión del padre. Buenos


Aires, Corregidor, 1974.

329
gía sociológica del marxismo, restringió el alcance del mito
al estado de la sociedad del siglo V ateniense. Lévi-Strauss,
aunque apela a Marx y a Freud, anega la teoría freudiana
en la combinatoria de todas las versiones del mito, en una
perspectiva surgida del form alism o^. Invocar esa primacía
de la interpretación freudiana no es sino reencontrar lo que
Lévi-Strauss afirma cuando escribe: “ La sustancia del mito no
se encuentra ni en el estilo, ni en el modo de narración, ni en
la sintaxis, sino en la historia que en él se cuenta. El mito
es lenguaje; pero un lenguaje que trabaja en un nivel muy
elevado y donde el sentido llega, por así decirlo, a despe­
garse del fundamento lingüístico sobre el cual comenzó por
transitar 6 s ” .
Para Freud era indudable la intemporalidad del Edipo, pues
el mito de la horda primitiva era para él una realidad y no
solamente una hipótesis.

“ Para encontrar el punto de partida del enfoque psicoanalítico


de la vida religiosa debem os dar un paso más. Lo q ue hoy es la
herencia del individuo fue un d ía una adquisición nueva y se
transmitió de una generación a otra a lo largo de una larga serie.
Así, tam bién el complejo de Edipo puede haber tenido estadios
de desarrollo, y el estudio de la prehistoria puede perm itim os
seguir su evolución. Estas investigaciones sugieren la idea de que
la vida de la familia hum ana ten ía en esos tiem pos antiguos una
form a totalm ente diferente de la que hoy nos es familiar. Y esta
idea se apoya en descubrim ientos pasados y en la observación de
razas primitivas contem poráneas. Si se estudia el m aterial prehis­
tórico y etnológico según el m étodo psicoanalítico, llegamos a
un resultado asom brosamente preciso: que el Dios Padre habitó
un día sobre la tierra bajo una form a corporal y ejerció su
soberanía com o jefe de la horda hum ana primitiva hasta que sus
hijos se unieion para matarlo. Además, surge que ese crimen

‘ 4 En el cuadro que propone Lévi-Strauss para descom poner el


m ito, todas las relaciones estudiadas son duales, con excepción
de la proposición inicial, que resume por sí sola todo el com ple­
jo: “C adm o busca a su hermana Europa raptada por Zeus’’. Por
lejos que se lleve la reducción, se la entiende entonces como una
empresa destinada a disolver estra triangulación inicial (Cfi.
Antropología estructural, pág. 194).
65 Loe. cit., pág. 190.

330
liberador y las reacciones frente a él tuvieron como resultado la
aparición de los primeros vínculos sociales, de las restricciones
morales básicas y de la form a de religión más a¡:!igua, el totem is­
m o. Pero las religiones ulteriores tienen tam bién el mismo conte­
nido y, por una parte, se preocupan por borrar las huellas de ese
crimen o por expiarlo aportando otras soluciones a la lucha del
padre con sus hijos, mientras que por otra parte no pueden
evitar repetir una vez más la eliminación del padre, incidental­
m ente se encuentra tam bién en los mitos un eco de ese m ons­
truoso acontecim iento, que cubrió con su sombra todo el pro­
ceso del desarrollo h u m an o 66”

Hoy más de uno cuestionaría estas afirmaciones y muchos


psicoanalistas se unirían al grupo de los cuestionadores.
Otros responderían que hay que interpretar esta hipótesis
como una fantasía de deseo colectivo, cuyo poder de evo-
catión sería tal que tomaría valor de realidad. Nos encon­
tramos aquí ante una de esas fantasías primarias que para
Freud tienen una función estructurante en lo imaginario
social. Sin embargo, si queremos “datar” el complejo de
Edipo —y Freud no se opone a ello a priori, puesto que
supone que este complejo tuvo una historia y aun estadios
evolutivos-, no podríamos localizar su nacimiento en una
capa temporal determinada. Hay complejo de Edipo desde
que existió una familia. Habrá un complejo de Edipo en
tanto haya una familia. Esto no excluye que las modifica­
ciones producidas por las épocas y los regímenes sociales
influyan en su forma. Pero es posible plantear reservas
frente a esta actitud relativista. Las determinaciones que
influyen en el complejo son de dos tipos. Unas son prima­
rias; se fundan en la prematuración del hombre al nacer y
en su dependencia respecto de sus progenitores, que es un
hecho biológico y social. Las otras son secundarias; depen­
den de la manera en que se transmiten las imágenes de
identificación maternas y paternas y de la manera en que
ios roles parentales son asumidos por aquéllos que los
desempeñan en una cultura y una época dadas. Entonces se
comprende fácilmente que sólo las determinaciones secun­

“ Prefacio a “ El ritual” de Reik, S.E., pag. 261-262; Biblioteca


Nueva, lll.pág. 301.

331
darías son sensibles a la influencia del tiempo, del contexto
histórico-social. Esto no equivale a negar su importancia.
Esas modificaciones desempeñan un papel fundamental en
el nivel de la formación de los ideales del yo. Pero los
elementos constituyentes del complejo: oposición de Eros y
de los impulsos de destrucción, bisexualidad psíquica, duali­
dad de los principios de placer y de realidad, tensión entre
deseo e identificación, pertenecen a las determinaciones
primarias. Su estructuración hace del complejo de Edipo un
sistema simbólico. Esta estructuración es el nudo primario
articulado según una lógica inconsciente que va a envolver
todo el proceso secundario que obedece, en parte, a una
lógica consciente.
Es evidente, pues, que nos vemos llevados directamente a
responder a la otra cuestión, la de la universalidad del com­
plejo de Edipo. Esta universalidad es inevitable desde que
permanecen en vigor la prohibición del incesto y la inter­
dicción del parricidio. El mismo Lévi-Strauss insistió en el
valor excepcional de la prohibición del incesto: regla de
reglas. Es “la Regla por excelencia, la única universal y que
asegura el dominio de la cultura sobre la naturaleza. . . En
un sentido pertenece a la Naturaleza, pues es una condición
general de la cultura, y en consecuencia no hay que asom­
brarse al ver que toma de la Naturaleza su carácter formal,
es decir la universalidad. Pero, también en un sentido, ya es
la Cultura, que actúa e impone su regla en el seno de
fenómenos que no dependen, de entrada, de ella. .. La
prohibición del incesto constituye precisamente el vínculo
que une una con la otra 6 7 ”
Si volvemos incansablemente sobre la prohibición del inces­
to es, además, para marcar su carácter extraordinario, abso­
luto, extraño. Pues no se la podría explicar ni por el

11 Las estructuras elementales del parentesco. Buenos Aires, Paidós.


Se sabe que Lévi-Strauss revisó ulteriorm ente el carácter absolu­
to de esta distinción entre naturaleza y cultura (cfr. supra). F.l
sentido de esta evolución es llevar la regla hacia las leyes de
transmisión del código genético (ADN), y por lo tanto hacia la
herencia biológica más que hacia la institución social. Recorde
mos que Lacan propuso, desde 1936, el térm ino herencia social.

332
r
peligro de la consanguinidad —hipótesis ingenua y falsa— ni
por la preservación de un sistema combinatorio que obliga
al intercambio. Si en el primer caso la humanidad se en­
cuentra dotada de un poder de observación científica anti­
cipada y cuestionable, en el segundo se le atribuye un
estado espiritual que es el de los jugadores que buscan una
martingala. El juego es un objeto matematizable, pero ante
todo es búsqueda de placer: hasta la ruina y el suicidio.
¿Qué ocurre entonces con la transgresión? El caso de
Edipo nos lo muestra mejor que ningún otro. Toda la
tragedia se desarrolla, de hecho, como una exclusión ritual.
Todo el ritual de la tragedia se une aquí con el rito de
donde la tragedia ha nacido. Edipo, al fin de ¿a tragedia, se
destruirá los ojos del mismo modo que los jóvenes someti­
dos a la iniciación sólo atraviesan la prueba después de una
mutilación más o menos importante, cuyo valor simbólico
es esencial. El rito de iniciación se reduce, en la tragedia, a
la participación en el espectáculo68. Un espectáculo que
narra la exclusión de quien transgredió los interdictos, pero
un espectáculo que cimenta la unidad de los miembros de
la Ciudad por su participación común en una ceremonia.
El rito de iniciación es una de las formas más antiguas de
institucionalización. Signa la entrada del niño al mundo de
los seres sexuados por una castración simbólica. El lazo que
une los miembros de la comunidad ya no es la consanguini­
dad sino la experiencia del culto. Como dice G. Thomson,
ya no es el nacimiento lo que califica a lo humano, sino el
renacimiento. Renacimiento que obtiene su valor por hacer
coincidir la muerte simbólica del niño con la resurrección
del antepasado muerto: el padre del padre. El significante
del culto se pone así en el lugar del padre muerto. Pone en
comunicación la muerte y el develamiento de un código
secreto. Signa la existencia con una deuda con el antepasa­
do, a quien devuelve a la vida, y promete a todos un nuevo
nacimiento después de la muerte. La apertura al sexo es la

Entre los helenistas que sostuvieron la tesis del origen de la


tragedia en su relación con el rito de iniciación, hay que men­
cionar especialmente a G. Thompson, Cfr. Aeschylus and
Athens. Londres, Lawrence et Wishart.

333
mediación que permite ese pasaje, pues el instrumento de la
generación sirve para establecer la filiación entre el hijo y el
padre del padre o padre muerto. Ese suplemento de vida
acordado al antepasado se carga en el sistema significante
que permite su celebración. La ausencia del padre muerto
se transforma en ausencia consagrada, germen de todas las
religiones. La castración es la contraparte de ese suplemen­
to de vida. Ella es también la marca impresa en el sujeto
por tener que recordar su muerte y los límites impuestos a su
goce. El sistema significante ha reprimido la naturalidad de la
vida, y la sexualidad ha establecido su vínculo con la muerte.
De hecho no se recusa la naturaleza sino que se la inviste
mediante el sistema significante. Pues los ritos de la muerte
humana están estrechamente ligados con los ritos agrarios
de la muerte y del renacimiento de la vegetación. El invier­
no y la vejez son matados por la renovación, la pubertad
primaveral*’ . Volvemos a encontrar el incesto. Volvemos a
encontrar asimismo, detrás de estos ritos agrarios, a la
Tierra, la madre, excluida de las ceremonias de iniciación
que cortan definitivamente el vínculo del hijo con la que lo
engendró.
Así la imagen de la madre se liga con los ritos agrarios por
la correspondencia entre unión sexual y fecundidad natural;
la imagen del padre se enlaza con la memoria del antepasa­
do y la muerte. Por un lado la exogamia, por el otro el
totemismo. Pero ambos deberán reafirmarse constantemen­
te. deberán ser observados escrupulosamente, indefinida­
mente repetidos para no dejar resurgir el deseo que trans­
grede los interdictos. Según Thomson, un rasgo casi univer­
sal de las celebraciones rituales ancestrales es la producción
de una especie de drama donde los actores personifican al
antepasado, a menudo en su forma totémica. La tragedia
surgió de esas ceremonias sagradas, donde se unen, por otra
parte, lo épico y lo satírico70.

69 lídipo y Dionisos son primos; no olvidemos que am bos descien­


den de Cadm o, que m ató al dragón. Ambos hijos mal recibidos,
cuya sobrevivencia es milagrosa, y ambos serán perseguidos. Es
notable que Dionisos sea el único Dios sufriente.
10 Cfn. R. Dreyfus, Tragiques grecs. Introducción. París. Gallimard.
No debemos olvidar que lo sagrado, que es la intendón
implícita de lo trágico, no es una referencia primaria, o '
última, en la teoría freudiana, sino el recuerdo y la reminis­
cencia de un acto que él conmemora: el crimen del padre
primitivo. Lo sagrado como expresión fundamental de lo
religioso es inseparable de la interdicción que instituye una
categoría particular de objetos a quienes se debe una refe­
rencia especial porque en ellos se significa la presencia de la
muerte. Al muerto se le devuelve el poder que su muerte le
quitó, poder al que hay que rendir homenaje para prevenir
su posible hostilidad vengativa. Proyección sobre el desapa­
recido de la hostilidad que ha motivado su exterminación
en tanto prohibió el goce.
La tragedia puede hacer un doble uso de este acontecimien­
to mítico. O lo repite atribuyendo el castigo del héroe, que
aquí representa al padre, a una acción vengativa de los
Dioses, mientras los hijos se limpian la mancha del crimen
por el tributo que pagan a esos poderes invisibles que no
conocen limitación mortal a su placer. O entonces, invir-
tiendo esta última situación, la tragedia presenta el reempla­
zo imposible del padre por el hijo, pues el primero ocupa el
lugar de los Dioses, mientras que el segundo está represen­
tado por el personaje del héroe, cuyas hazañas pasadas y
presentes desembocan en la catástrofe trágica. En ambos
casos, el goce extraído del espectáculo sufre la inversión
masoquista, como lo subrayó Freud71. Pues la identifica­
ción se hace, en todos los casos, con el héroe y no con los
Dioses.
Hacer de la catástrofe un objeto de goce atestigua la sobe­
ranía del principio del placer, que es capaz de una venganza
singular sobre el dolor, la decepción o la insatisfacción de
los deseos, y el fin que se alcanza de este modo constituye
un resultado no insignificante. Pero se trata, además, de
permitir por todos los medios la realización proyectada en
el escenario de las fantasías de grandeza por la posible
identificación del espectador con el héroe, ese espectador

71 “Personajes psicopáticos en el teatro” , S.E., VII, pág. 306;


Biblioteca Nueva, III, pág. 988.

335
“a quien no ocurre nada” , como dice Freud, y que está
dispuesto a pagar un alto precio para que pueda ser “ puesta
en acto” , en el área circunscrita del espectáculo, la “ puesta
en escena” de las hazañas con las que sueña. La solución
trágica * 2 resultaría, pues, de un compromiso entre esa
realización de deseos y el tributo que ella exige como
contraparte.

La interpretación, la deformación, la repetición

Decir que el complejo de Edipo es universal equivale a


decir que todo ser humano nace de dos progenitores, uno
de sexo idéntico al suyo y el otro de sexo diferente; que se
apega a uno de sus dos progenitores, la madre que le
proveyó sus primeros objetos de placer; que el padre permi­
tirá al varón y a la niña desprenderse del objeto materno, el
primero mediante la renuncia a la madre, la segunda me­
diante otra renuncia más, al padre; que los dos hijos orien­
tarán sus intereses fuera de su cuerpo, lejos de sus objetos
primitivos, en el mundo social, y que, finalmente cada uno
se unirá a un ser del otro sexo para convertirse, a su vez,

Recordem os este pasaje de Freud en Más allá del principio del


placer; “ Finalmente debe recordarse que en el adulto la repre­
sentación y la imitación artística que se dirigen, a diferencia de
lo que ocurre en el niño, a la persona del espectador, no le
escamotean, por ejemplo en la tragedia, las impresiones más
dolorosas, y sin embargo pueden llevarla a un algo grado de
goce. Tenemos a q u í la prueba de que, aún bajo el dominio del
principio del placer, existe más de un camino y de un medio
para que lo que en sí es displacentero se transforme en objeto
del recuerdo y de la elaboración psíquica, lisos casos y esas
situaciones que obtienen, como solución final, una prima de
placer, podrían constituir el objeto de una estética de orienta­
ción económ ica” . Estas observaciones coinciden con la teoría
aristotélica de la mimesis. Pero la solución final para Freud no
es tanto la catarsis como el goce masoquista en la repetición,
aunque esta repetición se produzca aq uí todavía en nom bre del
principio del placer más que de la tendencia a la repetición de
los impulsos de destrucción. La combinación de estos dos facto­
res concluye en el goce masoquista procurado por el espectáculo
trágico.

336
en progenitor. La elección final del sujeto no podrá dejar
de estar influida por los dos progenitores que le dieron
nacimiento. Esta serie de trivialidades se transforma, en el
hombre, en materia de fantasia, tragedia personal y luego
simplemente tragedia. Ella recorre el camino por la vía de
la fantasía, nacida del deseo, imposible de satisfacer, de
poseer plenamente el objeto del goce y de eliminar total­
mente el objeto de la rivalidad. La tragedia personal se
debe, fuera de las limitaciones de la fantasía, a la imposibi­
lidad real, física, biológica, psíquica, de transgredir las inter­
dicciones. El niño pequeño no puede en ningún caso ser lo
suficientemente fuerte como para matar al padre y, aunque
pudiera cometer el incesto con una madre que lo consintie­
ra, su inmadurez corporal lo pondría en una situación
objetiva de impotencia o de esterilidad. Este conjunto es el
que da su importancia al Edipo.
Esta situación infantil sería, por sí sola, una imagen de lo
trágico. Pero podemos preguntarnos por qué el mito edípi-
co y el complejo de Edipo son un molde privilegiado para
el abordaje de lo trágico. Ya hemos respondido parcialmen­
te a ello al delimitar las preguntas que implica sobre el
parentesco, el nacimiento, la unión sexual, la muerte. Pero
podemos encontrar, además, otras razones. La esencia de lo
trágico reside, como ya Aristóteles lo hizo notar, en la
inversión de la peripecia. La historia de) niño en la edad del
complejo de Edipo es ejemplar a este respecto. Pues la
inversión de la peripecia puede concebirse según dos mo­
delos: o el héroe de la tragedia está colmado, su deseo
parece haber tenido la oportunidad de verse realizado, está
del lado del falo, poseedor de potencia, de objetos de goce
y entonces, después de la inversión, se encontrará con la
caída, es decir la pérdida de sus bienes, el desvanecimiento
de su potencia y el gusto amargo de la decepción y la
desgracia; o entonces, en el punto de partida de la acción
trágica se encuentra privado de honores y de placer, es uñ
paria de la Ciudad, y el desarrollo de la tragedia, superando
mil dificultades, parecerá abolir la maldición que pesa sobre
él. Sin embargo, como Sísifo, sus esfuerzos serán vanos y
descenderá nuevamente la pendiente del infortunio. En am­
bos casos es imposible alcanzar la felicidad, perdida por un

337
pelo, por la decisión de los Dioses que castigan algún delito
desconocido o que ha pasado desapercibido.
En esta situación se encuentra el niño en la edad del Edipo.
Fantasmáticamente ha alcanzado la edad de ser como el
padre, de reemplazarlo junto a la madre, de ser, como
dicen algunas de ellas de sus hijos, “ su maridito” . En
algunos momentos se cree más fuerte que el padre, por lo
menos en sus ensueños. Pero-esta solución le está interdic­
ta, prohibida por el padre a quien corresponde la última
palabra. La inversión de la peripecia fantasmática ya no
corresponde a un decreto divino, sino a un descubrimiento
semejante, dice Freud, a la caída del trono o del altar: la
castración de la madre. Con ese recuerdo de experiencias
más antiguas - e l destete, el control de los esfínteres, que
han sido sus precursores— se dibuja la categoría de lo
Interdicto y de lo Imposible, pero esta vez la amenaza se
dirige al objeto más valorizado porque está más catectizado
narcisísticamente: el pene. Hay que renunciar al objeto y a
la realización del deseo, explorar otros caminos, crear un
campo nuevo para el deseo por la inhibición del fin del
impulso y el desplazamiento de los intereses fuera de los
senderos del placer. Magra recompensa. F.n todo caso, este
nacimiento del superyó, heredero del complejo de Edipo, es
un nacimiento trágico edificado sobre la muerte de los
anhelos más antiguos y más profundamente inscritos en la
carne del sujeto.
El complejo es a la vez la estructura más general, ligada a la
condición de hombre y como tal indispensable, y el conjun­
to más singular, pues cada uno vive el movimiento de su
vida como lo que pertenece a su individualidad más inalie­
nable. Es, pues, sistema y estructura, pero sistema y estruc­
tura individuales, es decir indivisibles, intransferibles. El
complejo de Edipo se sitúa en el doble plano de la diacro-
nía y de la sincronía, no solamente porque lo consideramos
intemporal y universal, sino también porque implica la
historia y la estructura. Sólo es inteligible en la trayectoria
orientada de la existencia humana desde el nacimiento
hasta la muerte y según la combinatoria de los intercambios
que instituye entre el niño, la madre y el padre. Se encuen­
tra en el principio de una doble diferencia: diferencia de las
generaciones entre padres e hijos, diferencia de los sexos
entre los padres, entre el hijo y uno de sus padres. Por las
cristalizaciones que permite, requiere a cada instante la
disolución más o menos completa de sus organizaciones o
la reformulación de éstas en las construcciones del signifi-
cante que permiten acercársele. Fste enfoque es insostenible
porque su efecto reductor parece anular todo discurso.
Pero el discurso es el mediador necesario, tanto para acer­
carse como para alejarse del Edipo. Su riesgo es siempre
caer en una naturalidad donde el lenguaje de la Ley y el
del cuerpo coincidirían, donde el logos del cuerpo se hundi­
ría en la pérdida del discurso.
El complejo de Edipo está, pues, preso entre la anulación
de toda palabra, que deja el campo libre al solo lenguaje
del cuerpo, y la polisemia de! significante que perdió a
Edipo. El ojo demás es lo que en el hombre lo condena a
la interpretación. Pero lo que hay que recordar de la
lección de Edipo es que la interpretación no es solamente
un campo de lo posible sino una obligación, una necesidad.
La relación del sujeto con su progenitor funda el campo de
la obligación interpretativa. Imposible mantener silencio an­
te el misterio de los orígenes que se cerraría sobre los
padres solos, excluyendo al sujeto. Pero imposible saber lo
que ocurrió exactamente, es decir, ni demasiado ni demasia­
do poco. Siempre hay demasiado que interpretar sobre la
relación de parentesco. Siempre hay un ojo demás, el del
espectador no admitido a observar la escena. Sin embargo
el peso de la represión, su carácter masivo, como lo de­
muestra la importancia de la amnesi;! infantil, abre una
segunda obligación. La verdad se sustrae, se esconde, sin lo
cual no sería la verdad. Pero tampoco se da en una relación
de todo o nada Esta siempre ausente y siempre presente.
Ausente en su totalidad o su originalidad, presente detrás y
a través de las deformaciones que le imprimió la represión.
La verdad, dice Freud al término de su obra, sólo se
alcanza por sus deformaciones, deformaciones que no son
atribuíbles a ningún falsario, sino que son una necesidad
para todos los hombres que quieren evitar el displacer
ligado a la revelación de lo inadmisible Esta obligación es
la obligación deformadora. De allí el desconocimiento cuan­

339
do resurge la verdad; ella nunca es totalmente la misma,
por lo tanto no puede ser ella, piensa aquél que está
sometido a su mirada y que se niega a reconocerla con
todas sus fuerzas.
La pareja formada por la obligación interpretativa y la
obligación deformadora genera una tercera obligación, asi'
como es engendrada por ella: la obligación repetitiva. La
verdad, consagrada a dejarse descifrar por la interpretación
y a errar por la deformación, se repite incansablemente
para hacerse reconocer y esconderse indefinidamente Pero,
también allí, esa repetición nunca es repetición de lo idénti­
co, a lo más de lo semejante, y organiza en cada escansión
el espacio de una diferencia. Así la fantasía se repite en el
mito y el rito; juntos, estos se repiten en la tragedia. En la
reiteración del significante, en cada uno de sus momentos,
en un nuevo espacio. El significado, volviéndose a decir sin
cesar, se deforma y se sustrae a una captación unívoca
global y definitiva.

Himno, ritual, epos, tragedia

Es evidente que los diferentes modos de actualización del


relato suponen modos de participación diferentes de donde
emergen tipos de representación que acusan su marca. En el
carácter encantatorio del himno esta participación es total,
pues implica la reproducción activa del relato y la desubje-
tivación del participante por su fusión con el conjunto. La
representación deja paso al movimiento encantatorio que la
tapa, sin que ésta pueda formularse. Es apelada constante­
mente pero permanece cautiva; por eso sólo se la evoca
poéticamente. Si recordamos que una representación no es
un fenómeno estático sino un proceso en desarrollo que se
enlaza por sus mismas transformaciones con otras figuras
que engendra al desarrollarse, puede decirse que todas las
posibilidades dinámicas son movilizadas por las variaciones
del registro afectivo del himno en la encantación. Todo el
movimiento se encadena por lo que permanece fuera de la
representación a la que se niega un despliegue propio.
El himno tiene su contraparte en el ritual que libera en

340
r
parte la representación exteriorizándola. Pero al hacer esto
la liga. La ritualización tiene como característica esencial
hacer surgir el sentimiento de protección contra la transgre­
sión de las interdicciones referidas al objeto del deseo y de
las representaciones que se le asocian, mediante el estricto
respeto de las prácticas donde las acciones triviales se car­
gan de un gran poder de significación, pues el sacrilego se
desplaza de los deseos interdictos y de su posible realiza­
ción a la no observancia de las formas exigidas por la
prescripción del ritual. La representación se desplaza aquí,
pues, sobre la “puesta en acto” del ritual, se le somete y
no puede despegarse de ella. Enlazada con el ritual, es en
cierto modo agotada por la importante catexis que exige,
en la sucesión de los momentos que contituyen el ritual, el
mantenimiento de la conformidad con el modelo cuya
forma, que se supone respeta, repite. El ritual es el ejemplo
mismo del caso donde el medio de la representación se
transforma en su fin. Entonces la representación se locaüza
allí, encerrada en una historia reducida y desplazada, de
donde es imposible toda salida. El participante asiste al
ritual observándolo, en los dos sentidos del término, es
decir, mirándolo y sujetándose a él.
El epos permite esa excursión interdicta al ritual. Liberado
del presente, el epos no repite una forma, no conmemora
fijando, sino desarrollando un discurso en espera de su
perpetuo desarrollo. Esta liberación del presente descansa
en el tiempo del epos, que siempre es el de un pasado con
el cual debe unirse el relato. Solicita, pues, la representa­
ción; .ésta llega a secundar la palabra que recita, la anticipa,
le abre los caminos de la continuación del relato. Guiada
por ella, la orienta en el sentido de la fantasía, que sofoca­
ban el himno y el ritual, cada uno a su manera. Da, de este
modo, un paso adelante en dirección a la representación
inconsciente. Todo esto conduce a decir que el epos es una
representación propuesta.
La tragedia recupera plenamente al relato. Ya no deja vagar
el pensamiento del espectador como en el ritual; lo fija
confinándolo al espacio de la escena. Pero en esa escena se
desarrolla una historia plena: ni desplazada ni reducida. Lo
que se busca en el espectador ya no es la conformidad en

341
la repetición, sino la concentración en un relato articulado,
sin divagación posible. Del mismo modo que la tragedia
integra al himno que esconde el relato, desplaza la tensión
de la curiosidad intelectual que produce sobre el movimien­
to de afecto que le permite una descarga temporaria. En la
tragedia la representación va por delante del sujeto, lo
capta, lo aprehende. A diferencia del epos, que hablaba en
nombre del pasado representándolo, la tragedia lo hace
actual, presente. Se cierra ahora el camino hacia la fantasía
que el epos invitaba al oyente a recorrer. Y esto para
concentrar al sujeto en la acción trágica. ¿Pero no es acaso
en tanto ésta asume la misión de ser encarnación de fanta­
sía? Por una parte la acción trágica pertenece, como la del
epos, al pasado y tiene, pues, el mismo poder de suscitar la
representación. Pero por otra parte esta representación no
asume la form a.de la evocación. No es duplicada por la
representación de la fantasía que se desarrollaría paralela­
mente al relato del epos. La acción trágica instala en la ac­
tualización del relato la representación sobre la escena.
Por el exceso de presencia que aporta en su materia­
lización, cautiva suficientemente al espectador como pa­
ra no autorizar el vagabundeo de la fantasía. Recatec-
tiza la actividad de los sentidos, vista, oído, a los que
acapara en la percepción de una segunda realidad que
es esa de la que habla la escena. Pero sigue presente
la contradicción entre esa historia pasada, cuyo testi­
monio evocador era el epos, y su presencia en la tra­
gedia. Pues esa presencia es una trampa, dado que trata
de suprimir esa distancia del pasado, que es el móvil y el
motor de ese reencuentro del objeto perdido donde la
fantasía encuentra las condiciones de su géneseis.
Habría que aplicar este esquema al contenido de las leyen­
das dionisíacas que se encontraron en el origen de la
tragedia. Si actualmente se tiende a considerar que el coro
satírico no fue el único que dio nacimiento a la tragedia,
sino que hay que reconocer además la influencia del coro
épico, p a r e c e que la fusión de estos dos géneros ha plr tea-
do algunos problemas a los especialistas. Como si pa .ciera
muy difícil concebir que las canciones de beber* jres del
ditirambo pudieran ser responsables del n a c i m i e ' . i O del es­

342
pectáculo más noble de la cultura occidental. Reconozca­
mos aquí nuevamente la elisión de lo sexual, juzgado indig­
no de ocupar un lugar junto a las acciones heroicas. Quizás
el pensamiento antiguo no tenía los mismos prejuicios. Esto
nos brinda la oportunidad de recordar asimismo que la
potencia es a la vez poder fecundante natural (ritos agra­
rios) y poder guerrero y político (ritos políticos), y que
esta fusión es menos sorprendente de lo que pudiera creér­
selo. No es el psicoanalista quien la juzgaría inverosímil. El
significante fálico, águila de dos cabezas, satírico y épico,
soporte de los impulsos sexuales y agresivos en el origen de
la tragedia, se aleja de nuestro modo de pensamiento civili­
zado modelado p j r veinte siglos de exclusión sexual. Razón
de más para desconfiar de toda interpretación idealizante o
parcial. Rechazamos tanto la interpretación trascendental,
que sitúa en el origen de la tragedia el misterio de lo
divino, como la interpretación política, que desprecia la
indestructibilidad de los deseos que la vida social tiene
como misión reprimir cuando no llega a excluirlos.

57 objeto transicional y la representación inconsciente

Bsta concepción de la tragedia nos hace comprender su


función psicoanalítica y social. Ella existe como manifesta­
ción de presencia, por su vínculo con la represer*ación, en
el sentido psíquico y teatral del término; pero no existe
como soporte de una verdad mítica transmitida de mano en
mano y de boca en boca, antes de haber encontrado su
forma escrita y representada. Podemos decir, pues, con
fundamento, que es un objeto transicional colectivo que es
y no es lo que representa. Este objeto transicional sólo
tiene un momento en la historia de la cultura occidental.
Le sucederán otras formas: los misterios cristianos, el dra­
ma isat.elino, la tragedia clásica, el drama romántico y
ciertas formas del teatro contemporáneo donde merecen
citarse los nombres de Artaud, de Beckett. de Genêt, de
Dubillard. Así el significante se retoma indefinidamente,
modulando sin cesar el significado fundamental que pesa
por su ausencia.

343
La fuerza de Freud consistió, a pesar de la imposibilidad
teórica de esa empresa, en sostener el discurso sobre el
significado inabordable y continuar con el mismo esfuerzo
para añadirse con su discurso a la suma de los discursos
mantenidos más acá de sus límites. La reflexión sobre lo
trágico no puede proceder hoy de otra manera. Lo que
pueda decirse del Edipo no es pues que es un significado
inaccesible, sino que ese significado sólo se da en su ausen­
cia. Esa ausencia no es inexistencia ni sustracción que huye
de toda captación; al contrario, esa ausencia, nunca admiti­
da en ninguna presencia de sí misma, se lee en el trabajo de
la diferencia de las huellas que trataron de alcanzarla, de
rodearla, de discurrir sobre ella y que se despliegan en los
enunciados que se desarrollan alrededor suyo 7 3 . Esa au­
sencia será denominada ausencia en la relación de la dife­
rencia entre / con los progenitores, en el espacio potencial de
la generación.
Por lo tanto, no es lo mismo designar ese significado como
repelido perpetuamente fuera de la captación del significan­
te, y significarlo como ausencia de la naturalidad de la
existencia, donde se desvanece todo discurso. Pues la ausen­
cia es lo difícil de pensar cuando se niega que ella sea no
presencia, retención de un efecto en una huella, sustrac­
ción, carencia, inexistencia. Lo que hay que decir para
pensarla antes de su conceptualización es indisociable del
momento de su economía. Podría ocurrir que de la econo­
mía salga el concepto, como su causa ausente, y no que
haya que plantear el concepto antes de estudiar su econo­
mía.
Quizá los psicoanalistas, que se encuentran entre los más
capaces de hablar de esto, no lo hacen tan claramente
como debieran, y caen en la abstracción, son tentados por
la sutileza y trampean con la dificultad más que la afron­
tan. Pues la fantasía, el sueño, el síntoma, hablan de esta
ausencia habitados por la representación inconsciente. Una
ausencia que no sería el reflejo de la muerte sino la muerte

1S Es evidente que estas líneas fueron suscitadas por la lectura de


la obra de J. Dérrida.

344
en la vida misma, en la réplica de la carencia74 en tanto la
calca y la desequilibra.
El teatro mantiene la apuesta de evocar esa ausencia de la
manera más escandalosa, puesto que en ninguna parte el
lenguaje ejerce con más resplandor el discurso de la presen­
cia. A este respecto, el teatro de la única representación es
la tentación de anular esta presencia, pero también la com­
probación de la imposibilidad de esa tentativa. Más bien
hay que buscar en el redoblamiento de la palabra reiterada
la guarida de la ausencia en el teatro. El teatro es una
réplica diferencial de los intercambios del lenguaje hablado.
La producción de los enunciados que se desarrollan ante
nosotros ha pasado por la escritura, y es inevitable entonces
una teoría de la escritura del teatro. Pero ésta choca con su
límite si olvida que esta escritura tiene un destino: el de
volver a ser hablada. Es necesaria, pues, una doble teoría de
la escritura, la de la escritura de la palabra y la de la
escritura vuelta a ser hablada7 s . Quizás el efecto específico
del teatro sea la confusión de esos dos momentos. El
espectador se entrega enteramente al trabajo de decodifica-
ción de lo que quiere decir —en lenguaje hablado— el actor.
Cree entonces haber registrado la traducción de ese lenguaje
hablado, mientras que ha codificado su desequilibrio. Y por
esa diferencia referida a enunciados reducidos y que forman
parte de una cadena ininterrumpida, el significado ausente
se desliza en él. Si ese primer esquema se encuentra dupli­
cado por la convergencia o la oposición de las voces del
teatro, y. si el conjunto mismo está preso en el movimiento
de la serie de acciones y de escenas, se presentan entonces
para la representación inconsciente otras tantas ocasiones

Nos proponem os desarrollar próxim am ente la noción de replica-


ción y sus relaciones con la de repetición.
Ambas son escrituras en el seno de una teoría generalizada de la
escritura, pero entonces no podemos apoyarnos en esa teoría
para hacer la defensa específica de lo literal literario, puesto que
ella desborda en mucho ese aspecto. Por escritura de la palabra
no entendem os el uso degradante de la palabra en la escritura,
sino la escritura replicación diferencial de la palabra. Esta, paia
decirse, debe estar previamente inscripta. Es, pues, replicación
diferencial de una escritura.

345
de levantarse en favor de lo que produce el deslizamiento
necesario de la fábula a medida que se acerca a su modelo
fundamental nunca nombrado, al complejo edípico, con el
cual se vincula por descomposición, desdoblamiento o du­
plicación. El “ ¿Qué es lo que dice? ” del espectador surge
constantemente en el lugar del “ ¿De qué habla? Aquí no
puede tratarse de saber “quién habla” puesto que esta
pregunta sólo puede plantearse una vez que la obra se ha
representado enteramente. El “ ¿Qué es eso que ocurre? ”
escamptea 1a pregunta de que ocurre otra cosa que un “es
eso” . El “ ocurre” del “ ¿Qué es eso que ocurre” sólo tiene
sentido en tanto tiende a un pasaje sobre el que hay que
suspender toda interrogación de alcance único.
Aceptar ese pasaje equivaldría a renunciar a lo que Jacques
Derrida llama la escritura lineal. Pero el teatro es precisa­
mente la exigencia de lo contrario por su obligación de
“ seguir” allí donde se debe ser llevado. Es decir, a la
catástrofe de la polisemia del significante, solo efecto de la
“ ausencia” del significado. Pues el fin de la constitución del
significante no puede ser más que el aplastamiento de toda
polisemia. El dilema entre el exceso a significar de la vida y
del mundo y la reducción operada por la tragedia crea el
movimiento alternante de la negación de esa reducción que
recae en el exceso indomeñable y la aceptación de esa
reducción que desemboca en el engaño. Engaño que sigue
siendo el único recurso en la alternativa que lo opone al
silencio.
Los personajes de Genét no pueden evitar hacer oir el ruido
seco que producen cuando destruyen los biombos a través
de los cuales pasan de vida a muerte, travesía que les
arranca este comentario: “Y se hacen tantas historias. . .”
Freud al destruir el biombo de la tragedia de Edipo ha
hecho lo mismo para nosotros sobre la cuestión del sexo.
Corresponde al público actual decir otro tanto a propósito
de Freud y del psicoanálisis cuando duda antes de caer en el
lazo.

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