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André Green - El Complejo de Edipo en La Tragedia PDF
André Green - El Complejo de Edipo en La Tragedia PDF
edipo en la
tragedi
dré green
anare
Traducción:
JOSEFINA LUDMER
Portada:
F. J.C .
11
Prólogo
13
r~
L
UN TEXTO EN REPRESENTACION:
DE LOS CAMINOS DE LA IGNORANCIA AL CONOCIMIENTO
16
después de la adquisición del lenguaje. Si hay un resto, él
debe tomarlo a su cargo. A él le corresponde asumir la
interpretación. El padre y la madre dicen tal o cual cosa y
actúan de tal o cual manera. El debe descubrir, corriendo
sus riesgos y peligros, lo qué piensan verdaderamente, así
como la verdad de lo que ocurrió. Toda obra teatral es
enigma, como toda obra de arte, pero enigma de una
palabra articulada, enunciada, dicha y oída, sin que ninguna
plenitud extraña a ella cubra sus intervalos. Por eso el arte
del teatro es el arte del malentendido.
19
corporación mayor dd espacio escénico, connotado con la
calificación de ilusorio y según la cual lo que es incorpora
do es lo contrario de la verdad. Ese será el sentido de esa
segunda vuelta. Por un deslizamiento de planos que podría
denominarse el pasaje de la veracidad a lo verídico, lo
afectado por esta denuncia tocará a lo no dicho del espacio
de la escena, a su problemática invisible inconsciente que,
en tanto no verídica, será capturada en el movimiento de
vuelta en su contrario y se suturará con la primera inver
sión de la vuelta contra sí2.
Así, mientras que el espectáculo tiene lugar fuera de sí, extra
ño a sí, se constituye la alucinación negativa de lo no
dicho de la escena, sobre la cual se inscribe todo lo dicho.
El valor alucinatorio de la representación, que la rampa ha
materializado por la relación de alteridad, de conjunción y
disyunción al mismo tiempo, se inscribe sobre la opacidad
de los bastidores donde se ha maquinado lo falso, donde el
espectador se encuentra en un lugar tan metafórico como
aquél al cual remitía la aparición de los objetos cuya
represión sólo dejaba filtrar los retofios evanescentes. Ellos
también eran susceptibles de agruparse en un escenario
construido. Pero esta construcción tapaba, por así decir, la
visión de su núcleo de origen, donde el sujeto hubiera
tenido que reconocer sus propios contornos, como en la
alucinación negativa, donde quien se mira en d espejo ve
todos los elementos del decorado que lo rodea, excepto su
propia imagen. De un modo más fragmentario esta impre
sión se vuelve a encontrar, en el espacio onírico, donde se
ve sin ver, se oye sin oir, se habla sin hacerse entender. Este
no es el efecto de una carencia que vuelve anémico el
tejido vivo del sueño, transformándolo en algo semejante a
un cuerpo exangüe. Lo atestiguan el efecto de sobrerrealidad
de algunos de ellos que- contrasta con el carácter ininteli
gible de sus mensajes. El espacio de los bastidores enmarca
ese “blanco” de la escena en el cual se inscribe la acción.
La suturación de esa doble vuelta “juega” con lo que se remi-
20
te al espectador, como su mirada, a la que no se per
mite penetrar el mis allá de la escena. Con esta imposibi
lidad se constituye el espacio teatral, donde afuera y aden
tro ya no tienen más sentido en la clausura de las dos
inversiones, pero donde su carácter bifásico -como en la
figura constituida por la sutura de la doble vuelta-, que
remitiría a la oposición del teatro y del mundo, se ha
transformado en la oposición cuyo espectador es el teatro,
como aquélla entre lo dicho y lo no dicho.
Texto y representación
22
tentación ni la del texto, sino la de un texto en re
presentación.
24
La serie de casos de relaciones de parentesco que muestra
la tragedia y que Aristóteles expone no se refiere a ninguna
acción entre los padres, ni tampoco a la acción del padre
sobre sus hijos (sólo se cita el caso inverso). Omisión
extraña en un texto que se refiere con tanta frecuencia a
Orestes e Ifigenia y que olvida la naturaleza de las relacio
nes entre sus progenitores.
En el plano del significado el modelo de las relaciones de
parentesco parece el más eficaz en la empresa de la mime
sis. En el plano del significante Aristóteles observará que lo
más importante, es sobresalir en las metáforas7. Feliz en
cuentro que liga la relación de parentesco con la metáfora.
Como si la relación de parentesco fuera metafórica de todas
las demás. Y, en su interior, la que une a los progenitores
entre si o la que dice la acción del padre sobre sus hijos
todavía más que las otras, en la sombra a donde la relega
Aristóteles. Como si la metáfora a nivel del significante en
la creación poética reencontrara, a nivel del lenguaje, la
creación de la que habla implícitamente la metáfora parental.
La iabuia centrada en las relaciones de parentesco indica no
lo que ha sido sino lo que habría podido ser. Como si eso se
hubiera producido, así como lo narran los mitos. El arte de
la representación, apoyado en los mitQS, es teatral porque
da cuerpo a esa palabra. Todo teatro es una palabra encar
nada. La tragedia de Edipo es imposible: ¿cómo puede
acumular la vida de un hombre tal concurso de circunstan
cias? No es al psicoanalista a quien corresponde responder
a esta pregunta, sino a los innumerables espectadores de
Edipo Rey que podrían decir, con Aristóteles: “Con respec
to a la poesía es preferible lo imposible que persuade a lo
posible que no persuade.”8
25
Como verdadero hombre de teatro se preocupa por el
destinatario de la obra, es decir por el público. Artau¿
reclama, en nombre del público, el derecho a ser aludido y
perturbado. No duda en condenar y hasta en sacrificar en el
altar del teatro a las obras de genio cuando éstas» hoy, no sus
citan ecos. “Y si, por ejemplo, la masa actual ya no com*
prende a Edipo R e y, yo osaría decir que es la culpa de
Edipo R ey y no de la masa.” Artaud busca el camino por
el cual podríamos reencontrar al phobos trágico. Si la
aparición de Edipo con los ojos arrancados no nos hace
desfallecer, si es impotente para provocarnos una emoción
tan violenta como la que suscitaba en los griegos, si ya no
somos capaces, ante esa visión, de entrar en trance, enton*
ces debe concluirse que la representación de la tragedia se
ha hecho inoperante y debe ser excluida del repertorio.
Hay que encontrar los medios por los cuales se creaba,
entre un espectáculo y su espectador, una relación de
hechizo y de posesión. Debemos exigir que el teatro, según
la imagen que él utiliza, nos conmueva como la música
conmueve a las serpientes, con un estremecimiento que
recorra nuestro cuerpo entero atacándolo por el vientre.
Artaud promueve el advenimiento de un teatro de la carne,
aún con el riesgo de tener que quemar a Shakespeare.
¿Cómo no aprobar las intenciones de Artaud, si se trata de
devolver vida y participación a la concurrencia de la fiesta
teatral, para que una ' sangre nueva corra nuevamente por
sus venas? Pero lo que exige Artaud es más radical. Quiere
arrastrar al espectador moderno hacia algo que ya no se
conforma con la relación que, en las obras del pasado,
regulaba la inteligibilidad del espectáculo por encima de su
resonancia emocional. Su objetivo es la provocación a todo
precio, en el acontecimiento teatral, de un estremecimiento
que elimine la pasividad del espectador y lo saque de la
seducción debilitante que lo anestesia mediante lo decorati
vo, lo agradable y lo pintoresco. El teatro de la diversión
debe dar lugar a un teatro corrosivo que carcoma la capara
zón que lo ahoga y nos devuelva el rostro olvidado del
espectáculo. Este es el teatro de la crueldad.
En muchas oportunidades tuvo Artaud que explicar el sen
tido que atribuía a ia palabra “crueldad” , alejada de toda
26
idea de sadismo o de exhibición sanguinaria. Es suficiente
leer las “Cartas sobre la crueldad” y los dos “Manifiestos”
sobre el teatro de la crueldad para comprender que se trata
de algo muy diferente. La rebelión de Artaud no es vana,
tiende a la obtención de un resultado. Ese resultado es la res
titución de un mundo constantemente presente en el hom
bre, enterrado, oculto, cuya resurrección debe vivir el es
pectador. El mérito de Artaud consiste en haber devuelto
al universo poético su rostro de violencia carnal. Teatro del
cuestionamiento del lenguaje verbal, que apela a una física
de los signos, a su acumulación, a su movilización intensiva
alrededor de los gestos y de la voz, que desborda la tesitura
expresiva ordinaria de la palabra. Lo que se mostrará, así
como lo que se hará oír, transportará el oído, deberá
subyugar los ojos, mediante la desproporción de las formas,
el carácter súbito de su aparición, el efecto de extrañeza de
las máscaras. En muchas oportunidades se repite la alusión
a los sueños, pero siempre en un sentido muy diferente del
amaneramiento sentimental que, por lo común, acompaña
los escritos sobre el arte y mucho más cercano al que le dio
Freud: “Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e
inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en noso
tros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y
de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente,
donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra
posición establecida, perpetuando de modo concreto y ac
tual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su
misma atrocidad y energía muestran su origen y su conti
nuidad en principio esenciales” (El teatro y su doble, pág.
94-95). Lejos de proceder a una recusación del lenguaje,
hay que buscar las vías de “un lenguaje directamente comu
nicativo” (pág. 109). La denuncia se referiría más bien a
una palabra que pretende sujetar todos los medios de co
municación a la “dignidad intelectual” de la articulación
gramatical, como condición necesaria para la circulación, el
intercambio del sentido9 .
27
Esta reintroducción del espacio del cuerpo, este estremecí*
miento orgánico no abandona el lenguaje, sino que reinsti-
tuye a éste en el lugar de sus fuentes, y esas fuentes son,
para Artaud, sin ninguna ambigüedad posible, físicas. La
gramaticalización es la esclavitud de ese movimiento de
pasaje entre las fuentes corporales y los objetos de la
representación en las encrucijadas de sus entrecruzamientos,
en un cordón donde pueden suscitarse unos a los otros,
ligarse formando matrices de sentido inestable pero sin
embargo plenas, sometidas a cierto orden. Este sólo puede
atestiguar su pTese..cia, sin lograr plegar bajo su yugo al
material sobre el cual trabaja; indica lo que podría ser ese
orden en los modos de vinculación, pero deja en suspenso
sus elaciones de subordinación. El cierre de ese lenguaje
-a l que, según se ve, hay que aplicar muchos correctivos
para llamarlo aún con ese nombre—es, para Artaud como pa
ra Freud, el lenguaje.
La concatenación implica aquí el respeto a las relaciones
de subordinación, la total legibilidad del sentido de la
circulación de los elementos encadenados, la determinación
de las marcas que presiden las transformaciones de una
forma a la que debe poder redecirse el enunciado, la
homogeneización de sus elementos, que deja traslucir las
28
modalidades de la descomposición y de la composición de
las palabras y las proporciones, el estrecho campo de varia
ción de la palabra articulada en un registro que parece
haberse fijado en límites muy pequeños respecto de sus
posibilidades de extensión, por un cuidado de economía
que le permite cubrir un campo siempre más vasto, fuera
de los confínes de la experiencia sensible; todo esto se ha
instalado contra esa palabra menos disciplinada pero más
reveladora, pues deja adivinar el testimonio de sus raíces.
Como se verá, la búsqueda de Artaud se nutre añadiendo al
lenguaje otro lenguaje, y no danzando sobre su cadáver.
“Pero que se vuelva brevemente a las fuentes respiratorias,
plásticas, activas del lenguaje, que se relacionen las palabras
con los movimientos físicos que las han originado, que el
aspecto lógico y discursivo de la palabra desaparezca ante
su aspecto físico y afectivo, es decir que las palabras sean
oídas como elementos sonoros y no por lo que gramatical-*
mente quieren expresar, que se las perciba como movimien
tos, y que esos mismos movimientos se asimilen a otros
movimientos directos, simples, comunes a todas las circuns
tancias de la vida -aunque bastante lo ignoren los actores
de tea tro -; y he aquí entonces que el lenguaje de la
literatura se reconstituye, y revive10.”
Nadie, si lo anima el amor por el teatro, puede permanecer
insensible a este cuestionamiento tan radical de Artaud. Y
si bien debemos comprobar que el teatro de la crueldad no
ha sido más que un esfuerzo desesperado y decepcionado,
también debemos admitir que todo lo que existe hoy en
el teatro moderno debe algo a esta formidable sacudida que
él le imprimió. El levantamiento del yugo que pesa sobre la
escena es, en el fondo, el levantamiento de la represión y
la mostración de todo lo que es activo, de lo que está deter
minado activamente, lo que obedece a la necesidad más
rigurosa. Los términos que emplea Artaud son como un eco
de la antigua Ananké, pero con la diferencia de que la
determinación no es una fuerza a la que uno se somete
pasivamente y en obediencia. Esta concepción está libre de
29
todo fatalismo. Y si Hay determinismo, cada uno debe
mezclarse con el movimiento de esa determinación por un
desafío de todos los instantes, como si la dignidad verdade
ra del hombre fuera a sublevar esas fuerzas y arrastrar lo más
lejos posible a quien ellas movilizan. El lugar que ocupa el
lenguaje físico no se aleja tanto del pensamiento antiguo,
que en la Poética de Aristóteles ponía a la elocución en
una categoría equivalente a la del pensamiento. Como el
vigor entusiasta del canto constituía la contrapartida del
espectáculo; y, en un grado diferente, como la fábula, que
saca a los personajes de su aparente fijeza.
Pero Artaud rechaza esa remisión de un lenguaje al otro.
No solamente quiere romper su equilibrio, sino también su
coexistencia. Si quiere habitar en ese teatro carnal, es como
por una especie de iniciación donde al mismo tiempo sería
el iniciador y el iniciado. Artaud quiere penetrar por efrac-
ción en el proceso creádor de la vida misma. Toda obra es
repetición de algo ya creado; esta travesía nueva del espacio
de la creación, auñque quien la lleve a cabo no lo sepa, la
somete al principió que la gobierna. El desplazamiento de
esta determinación directriz11 sobre aquel que va por de
lante de ella y que, tomándola por su cuenta, se muestra
determinado (inversión del sentido pasivo en activo) a tole
rarla, es lo que nos indica el movimiento del acto teatral.
Tolerarla más que asumirla, porque si el ejecutante del
teatro de la crueldad suscita y provoca ese estado que lo
determina, no llega a ser su dueño. Cuanto más, vuelve a
arrojar esta determinación en el área del teatro. Y aunque
ese acto no cumpla nunca plenamente su función de exor
cismo purifícador —y en este sentido no hay ninguna dife
rencia entre la acepción rigurosa je la catarsis y la inten
sión de Artaud— restituye su forma a esta determinación
(en los dos sentidos, objetivo y subjetivo). No la vuelve
visible, puesto que los diversos elementos de la puesta en
escena sólo son una mediación lo más adecuada posible,
pero la volverá transmisible, agotará su poder -a l menos en
31
crueldad, ya que en un mundo circular y cerrado no hay
lugar para la verdadera muerte, ya que toda ascensión es un
desgarramiento, y el espacio cerrado se alimenta de vidas, y
toda vida más fuerte se abre paso a través de las o tras.. .
Pues la crueldad endurece las cosas, moldea los planos del
mundo creado.” (pág. 105-6).
Lo trágico de Artaud proviene de que el monstruo de su
tentativa visionaria devoró a su autor. Abandonado o in-
comprendido por sus mejores amigos, que le hacen el vacío,
parece que él mismo no hubiera podido tolerar esa determi
nación a la que llama con sus deseos. Cuanto más avanza
en el proyecto, la identificación con el proceso de creación
cede el lugar a la identificación con el creador como agente
de esta creación y no ya como su actor; cuanto más parece
alejarse el principio de sumisión al determinismo superior
que dirige a quien ejerce el acto de crueldad12, más impe
rioso se hace el anhelo de una proclama donde Artaud
reivindica ser, a la vez, cada uno de sus progenitores y el
producto de la generación o el genitor único que se engen
dra a sí mismo. Entonces Artaud trata de desbordar la
diferencia de los sexos, que inevitablemente encuentra en
ese camino. La fijación en lo Neutro es una tentación
imposible de satisfacer, y el cuerpo se ha transformado en
el teatro de la lucha entre lo Masculino y lo Femenino. La
apelación a este acceso directo a lo que oculta la represión
mediante un sistema que ya no sería deductivo sino provo
cador, desembocará en Artaud en una posesión de su cuer
po como espacio de exploración y de transformación, lugar
de acecho y de recorrido donde ya no circulan más que
sombras y donde é' encontrará esa verdadera muerte
ausente.
“Primero el vientre. Por el Vientre debe comenzar el silen
cio, a la derecha, a la izquierda, en el punto de las obstruc-
32
dones y hernias, allí donde operan los cirujanos.” Este
conocimiento de la localización, que posee un valor induc
tor,13 coincidirá ahora con el englobamiento del espacio
del sueño por parte del soñante:
“Grito en sueños
pero sé que sueño
y en los DOS COSTADOS DEL SUEÑO
hago reinar mi voluntad14.”
33
go a aquél que A rta u d asignaba antes al mal. Ocurre como
si ese vacío, desde el momento en que se lo nombra o se lo
capta, sólo pudiera reunir a su alrededor su fuerza y rete
nerla, tranformado en “vacío asfixiado” . El falo prohíbe el
acceso a él. “Y sin embargo el secreto reina aquí como EN
EL TEATRO. La fuerza no escapará. Lo masculino activo
quedará comprimido. Y conservará la voluntad enérgica del
aliento. La conservará para el cuerpo entero, y hacia afuera
habrá un cuadro de la desaparición de la fuerza al cual
CREERAN ASISTIR LOS SENTIDOS” (pág. 221).
El efecto de la ilusión teatral ya no es esa expansión
liberadora, ese fuego comunicativo que abraza al público; es
el movimiento de evanescencia de esos objetos de la mirada
que, súbitamente, faltan en el espacio de la escena. En
tanto tal, convoca al espectador a urdir esa cadena mágica
donde buscaremos la serie de cuadros de una problemática
inconsciente.
36
explícito. Sin embargo esta nueva situación no modificó en
absoluto el vínculo entre la obra y su efecto, en la medida
en que se trataría del pasaje de la ignorancia al conocimien
to, aplicando este último término al inconsciente. Estas
modificaciones, lejos de separarnos de las obras del pasado,
más bien nos reconducirían a ellas. El sentido de este
retorno sería aquél en el cual el contacto de una obra dice
y revela al mismo tiempo, fuera de toda otra mediación de
conocimiento. “El tema de Edipo Rey es el incesto, dice
Artaud, y en la obra alienta la idea de que la naturaleza se
burla de la moral; y de que en alguna parte andan fuerzas
ocultas de las que debiéramos guardarnos, ya se las llame
destino o de cualquier otro modo^j (pág. 77). El privilegio
de las obras maestras consiste en ser al mismo tiempo
encarnaciones del poder del significante y del poder de la
fuerza, en ser la resultante del trabajo de las contradiccio
nes que ellas oponen. El hiato entre el discurso de la obra
contemporánea y el saber que la ciencia articula en otra
parte se encuentra ausente aquí, en otro plano, y, por lo
menos, se nos evita la diplopia intelectual. La carga de la
obra no debe agotarse en la búsqueda de un develamiento
candente que se desvirtúa en vano, queriendo economizar
los disfraces.
El proyecto de una lectura psicoanalítica consistirá en la
investigación de los resortes emocionales que hacen del
espectáculo una matriz afectiva en la cual el espectador se
encuentra implicado y se siente no solamente llamado sino
acogido, como si ella le estuviera destinada. Una vez identi
ficada esta matriz, será necesario descomponer los elemen
tos que en ella se combinan para la inteligibilidad del
reconocimiento. Este se presenta como un modo variable
de pasaje de la ignorancia al conocimiento - y a sea que
éste afecte al héroe o al espectador- y, no obs
tante, permanece opaco en tanto no se haya deso
villado la madeja de los medios operacionales cuyas
tensiones concurrentes o aliadas han penetrado la pared de
la represión. Esta penetración hace oscilar la apercepción
del espectáculo, que pasa entonces del plano de la mos
tración al de una demostración ocultada, cuyos tiempos
será necesario reconstituir.
37
f
il NOTAS PRELIMINARES A UNA LECTURA PSICOANALITICA
DE LA TRAGEDIA.
iU
está encerrada sobre sí misma, inerme ante el tratamiento a
que puede intentar someterla el analista.
Sería totalmente ilusorio creer que se puede utilizar la obra
para comprobar las teorías psicoanalíticas. Los psicoanalis
tas saben que esa empresa es vana, puesto que ninguna
toma de conciencia puede eludir (a resistencia. En ciertos
casos ocurre que un fragmento de la realidad psíquica liega
a romper la represión y parece emerger con una facilidad
excepcional. Será lamentable, entonces, verse obligado a
comprobar, sin poder hacer nada, que a ese efecto sigue, la
mayoría de las veces, una reactivación del conflicto psíqui
co, una de cuyas partes integrantes es ese fragmento. La
persuasión, a pesar de lo que puedan creer quienes son
extraños a la experiencia psicoanalítica, nunca pudo contar
se entre los instrumentos de que dispone el analista, por
decepcionante que esto sea cuando él espera que ella lo
saque de algún callejón sin salida en un caso difícil. Lo
mismo ocurrirá cuando eJ analista exponga el producto de
su trabajo de análisis sobre un objeto cultural. Si no traza
con suficiente exactitud las líneas de fuerza que dominan la
arquitectura de su objeto, la parte de verdad que implicaría
un análisis, aunque fuera parcialmente exacto, corre el
riesgo de no ser reconocida a pesar de su rigor, pues los
factores que se oponen a atravesar la barrera de la censura
encuentran un sólido apoyo en objeciones superficiales pero
alimentadas con racionalizaciones. Es, pues, especialmente
necesario prestar atención a la exposición de la investiga
ción, tanto más cuanto que, a diferencia de la cura, donde
el automatismo de repetición brinda cada vez una nueva
ocasión para revelar el sentido de una organización conflic-
tual que puede abordarse entonces de manera fraccionada,
en la obra todo está dicho desde el primer momento por
quien asume la misión de interpretar, sin que nada descubra
el largo proceso de elaboración que permitió llegar a las
conclusiones expuestas de una sola vez.
Estas observaciones no tienen por fin tranquilizar a aquéllos
que temen ¡a intrusión psicoanalítica en un campo donde
tendría efectos empobrecedores. A este respecto, ninguna
interpretación puede evitar el hecho de forzar la obra, en el
sentido en que necesariamente la comprime en el marco
39
donde encierra primero cierto saber sobre ella, y después la
relaciona con otro sentido que la dilata, insertándola en un
conjunto significativo mayor. Hablar es, ante todo, elegir
esa economía restringida encerrada en el discurso, para
plantearse luego los medios de un desarrollo imposible en el
secreto de lo taciturno.
Nuestras advertencias tienen como función, sobre todo,
recordarnos a nosotros mismos las condiciones de ese riesgo
asumido de la interpretación que guía la captación inicial
de la obra, de la cual dependerá el desarrollo ulterior que
constituirá su ampliación. Por lo demás, el psicoanalista no
tiene por qué negarse a ser el violador de la obra al
imponerle su versión, puesto que una corriente reciente de
la crítica ha hecho notar precisamente que nadie puede
pretender conservar las manos absolutamente limpias desde
que entra en contacto con una obra, que toda obra es ella
misma lectura, y que apela a una lectura nueva mediante la
cual adviene a quien la conoce. Toda lectura es ya interpre
tativa; siempre opera una dotación de sentido en quien se
pretende el más humilde de los exégetas. ¿Dónde tiene más
oportunidades de instaurarse la relación de tiranía del lec
tor con el soporte de su lectura: en aquél que admite en
ella una interrogación conjetural que obliga al descifrador a
encontrar su camino al mismo tiempo que trata de trazar la
cartografía implícita de la obra, o en aquél que excluye
toda excursión para repetir los/^squemas antiguos, que él
pretende eternos, mientras quç,"4l análisis histórico demos
traría que son solamente la petrificación de un saber apren
dido? ¿Aquél que transgrede más los productos culturales,
que pide de su investigación una visión nueva, que supone
son todavía capaces de producir, a pesar de la suma conside
rable de lecturas ya existentes, o aquél que no añade a las
obras más que un comentario que las parafrasea, infiltrado
de los presupuestos de un saber obvio y que se niega a
todo cuestionamiento? Porque, entre otros motivos, el psi
coanálisis es ese cuestionamiento', esa interrogación conjetu
ral, esa apelación a lo que no se da de entrada como causa
de un efecto, es que puede tomar parte en esa renovación
de la crítica.
Pero aun en ese concierto su parte será difícil de sostener. El
40
viejo reflejo de sospecha contra él seguirá actuando. Por
ejemplo, se le reprochará el hecho de establecer una relación
entre el autor y la obra, como si lo hiciera con el mismo
espíritu que la crítica de inspiración biográfica, que veía en la
obra la prolongación de las experiencias de la vida del autor,
mientras que el psicoanálisis establece allí una relación de
discontinuidad. La crítica biográfica veía en la obra el eco o
resonancia de un acontecimiento cuya influencia se valoraba en
una relación de comprehensión inmediata, según una escala
implícita de sentimientos comunes. La relación establecida
por el psicoanálisis entre el autor y la obra no postula una
influencia directa entre los acontecimientos de la vida y el
contenido de la obra, sino que inserta esos elementos histó
ricos en un conflicto. Esos elementos se vinculan con otra
problemática, desconocida en su esencia porque pertenece a
la infancia reprimida, dado que los modos de combinación
de lo actual y lo pasado no están a disposición de quien los
vive, aún cuando su carga consciente sea considerable. La
obra se transforma entonces en otra red, a través de la cual
los modos de combinaciones establecidas constituyen un
eco, suscitado por el presente, del pasado desconocido. Ese
pasado repetido brinda la materia de una nueva relación,
que mantiene con sus raíces una relación significativa que
podrá ayudar a iluminarla retrospectivamente. La revelación
hipotética de lo que eso ha significado para el autor
contribuye a captar la coherencia de la obra, que de este
modo gana en comprensión sin perder nada de su misterio.
El surgimiento de una constelación significativa se encuen
tra en el origen de una movilización mutadora por su
coincidencia con eso de lo cual la separa el corte de la
represión: el mismo contenido está doblemente articulado
según la relación de la organización de los complejos
y según aquélla de la repetición que se manifiesta en el
“acontecimiento” actual. Esto no hace que el autor, más
que cualquiera, esté inerme ante sus conflictos, puesto que
todos y cada uno de nosotros somos el sistema de relacio
nes, entre las instancias, que son partes intervinientes en el
conflicto.
Por otra parte, ¿sería posible no establecer ninguna relación
41
entre el hombre y su creación? 16 ¿Con qué fuerza se
nutriría ésta, si no con aquéllas que operan en el creador?
La concepción psicoanalítica se niega a considerar resuelto
el problema de la génesis de las obras de arte invocando un
misterio absoluto de la creación que no arraiga el deseo de
crear en sus ramificaciones inconscientes. Tampoco puede
quedar satisfecha con la idea de que la obra tiene la
significación existencial de una superación; es necesario
observar que el creador expresa esta impresión con menos
frecuencia que los comentadores de su producción, pues
aquél tiene siempre conciencia de su carácter de estación
temporaria en un recorrido cuyo objetivo consiste, sobre
todo, en asegurar la reserva de los medios que le permitan
seguir adelante.
A fin de cuentas lo que se teme del analista es la amenaza
de la etiqueta patológica atribuida al creador o a sus crea
ciones. Las palabras claves del vocabulario psicoanalítico,
aún cuando sólo tengan valor insertadas en el conjunto
estructural del cual extraen su coherencia, siguen intimidan
do, y nadie se siente protegido de la desagradable impresión
que sentiría si, por algún giro imprevisto, pudiera verse
vestido ridiculamente con ellas. Ese temor se ha revestido,
en nuestros días, de una curiosa paradoja. Todo el mundo
puede hablar del perverso y proclamar su fraternidad poten
cial con él, pero se reprime y denuncia despiadadamente la
menor alusión a la palabra normalidad, aunque los textos
psicoanalíticos nunca hablan de ella como de una norma
—y los médicos y psiquiatras se lo reprochan suficientemen
te a los analistas— sino como de un término relativo que es
necesario establecer en alguna parte para comprender las
diferencias de grado o las formas de pasaje de una estructu
ra a otra. De allí esa alergia a la terminología psicoanalítica
cuando se aparta de una generalidad que le permite endosar
significaciones menos comprometedoras o cuando sus giros
42
metafóricos permiten acariciar la secreta esperanza de que
se trata de los modos de hablar de una nueva mitología.
Todo esto muestra qué frágil es, respecto de las reacciones
del inconsciente, el recuerdo de que el psicoanálisis fue
perseguido por haber abolido las fronteras entre salud y
enfermedad y haber mostrado la presencia, en el llamado
hombre normal, de todas las potencialidades de las que las
formas patológicas constituyen la imagen ampliada y carica
tural. Puede leerse en' R. Barthes esta condena de la crítica
tradicional: “Ella quiere proteger en la obra un valor abso
luto, intocado por ninguno de esos “extraños” indignos que
son la historia y los bajos fondos de la psique: lo que
quiere no es una obra constituida, es una obra pura, a la
cual se evite todo compromiso con el mundo, toda relación
desagradable con el deseo1 7” . Estas observaciones pueden
referirse también, probablemente, a buena parte de la nueva
crítica o a los sostenendores de una teoría de la escritura
que defienden una especie de integralismo literario.
Si el psicoanalista penetra en el universo de la tragedia, no
es entonces para “patologizarla” sino porque reconoce en
todos los productos del género humano la marca de los
conflictos del inconsciente. Y si es verdad que no debe,
como lo hacía notar precisamente Freud, conservar la espe
ranza de encontrar en ella una correspondencia perfecta
oon lo que su experiencia le permite observar, está autori
zado, como contrapartida, a pensar que las obras pueden
ayudar a captar la articulación de las relaciones presentes
pero oscurecidas, en los casos que estudia, por las deforma
ciones cada vez mayores que acompañan al retorno de lo
reprimido. Freud no pensó nunca que tuviera algo que
enseñar a los creadores dotados de un auténtico genio, a los
que envidiaba, sin ocultarlo, los dones excepcionales que les
permitían tener un acceso, si no directo por lo menos
considerablemente abreviado, a las relaciones que reinan en
el inconsciente.
La explotación de esos dones se orienta hacia la obtención
de la “prima de placer” , a la cual se accede a través de
43
los desplazamientos de la sublimación; esto tendería a esta
blecer entre el producto de la creación artística y el sínto
ma una relación de disyunción, puesto que el primero tiene
como efecto la ruptura de ta acción de la represión, mien
tras que el segundo, porque es la expresión del retorno de
lo reprimido, sólo realiza su irrupción en la conciencia
después de haber pagado previamente su deuda con la
interdicción de la satisfacción por el displacer. La satisfac
ción se une entonces, indisolublemente, a la necesidad de
castigo ligada con la culpabilidad engendrada por el deseo,
cuyo mensajero será el síntoma. La satisfacción del deseo
no puede separarse, pues, de la sumisión a la sanción de la
interdicción que pesa sobre él.
Esta diferencia entre síntoma y creación permite señalar
ahora su semejanza. En el síntoma, como en la creación,
actúan, así como en el sueño o en la fantasía, los procesos
de la actividad simbólica. Así, la creación artística, la crea
ción “patológica” y la creación onírica se unen entre sí
mediante la actividad simbólica, y su diferencia se sitúa en
la organización ae la contradicción que presenta cada una
entre la satisfacción ligada con la realización del deseo y la
satisfacción ligada con la obediencia a su interdicción. La
neurosis, dirá Freud, será la solución individual y asocial de
los problemas planteados a la condición humana. A escala
colectiva, la moral y la religión propondrán otras solucio
nes. Entre las dos, en la encrucijada de lo individual y lo
colectivo, entre la resonancia personal del contenido de la
obra y la función colectiva de ésta, el arte ocupa una posi
ción transicional que califica al campo de la ilusión y
permite un goce inhibido y desplazado, obtenido por medio
de objetos que son y no al mismo tiempo lo que represen
tan.
Romper la acción de la represión no significa exhibir el
inconsciente en estado de desnudez, sino revelar la relación
eficaz entre el disfraz inevitable y el develamiento indirecto
cuya formulación permite la obra. El inconsciente pone en
comunicación un espacio corporal “sensual” con un espacio
textual que es el de la obra. Entre uno y otro se erige el
interdicto y su censura, la actividad simbólica, el disfraz, la
exclusión de lo inadmisible y la sustitución del término
44
excluido por otro menos inadmisible, mas propicio para des
lizarse incógnito hacia el que le está cerrado. En efecto, si
todo texto sólo es texto porque no se entrega entero en su
primer descubrimiento, cómo explicar este disimulo esencial
de otro modo que porque una interdicción pesa sobre él.
Esta interdicción se adivina por lo que deja filtrar del
conflicto del cual ha surgido, reteniendo en sus lineas el
cebo que ofrece al llamarnos a atravesarlo en su totalidad.
Muchas veces experimentaremos una decepción, que se re
nueva ante su rechazo a conducirnos a otra parte que al
punto de origen de donde trazó su linea de huida.
47
m e n te a él, recibe un estímulo nuevo que obliga a erigir
una barrera, se rompe, recompone, con los fragmentos
disociados, un' mensaje nuevo amalgamado con otros ele
mentos surgidos de otra totalidad descompuesta, mante
niendo en el nivel más necesario la célula de inteligibilidad
sin la cual no podría realizarse ningún nuevo pasaje, y se
preserva de la anulación que la relegaría al olvido por el
mantenimiento de una deformación que protege su incóg
nito. El trabajo de la representación que persigue, sin des
canso, un efecto de tensión en el espectador, será la recons
titución del proceso de formación de la fantasía, del mismo
modo que el análisis del sueño, a través de las resistencias al
trabajo asociativo y a los reagrupamientos que éste opera,
restituye la construcción del proceso onírico.
Hemos vuelto, pues, a nuestro objeto propio: la lectura
psicoanalítica de una tragedia, lectura situada en el espacio
potencial entre texto y representación. Aquí se plantea,
ineluctablemente, una pregunta: ¿cómo comprender el goce
que se experimenta ante el espectáculo trágico, si éste
despierta la piedad y el terror? Pregunta que nos retrotrae
a la problemática de Aristóteles, a la que Freud se esforzó
por dar una nueva respuesta. La obra de arte, dice Freud,
ofrece, a quien la experimenta, una prima de seducción.
“Se llama prima de seducción o placer preliminar a un
beneficio de placer semejante que se nos ofrece, a fin de
permitir la liberación de un goce superior que emana de
fuentes psíquicas mucho, más profundas1*” ’. Hay aquí,
pues, una descarga, pero parcial y desexualizada por inhibi
ción del fin y desplazamiento del placer sexual. Pero hay
que explicar el efecto de la tragedia.
¿Cómo prolongar o superar la hipótesis de la catarsis como
purgación de las pasiones? La tragedia produce un placer
indudable aunque tenga una coloración dudosa: mezcla de
terror y dé piedad. Pero no hay tragedia sin héroe trágico,
es decir, sin proyección idealizada de un yo que encuentra
allí la satisfacción de sus tendencias magalomaníacas. El
héroe es el lugar de encuentro entre el poder del aeda, que
da vida a la fantasía, y el deseo del espectador, que ve su
48
fantasía encarnada y representada » El espectador es ese
pobre héroe a quien no ocurre nada. El héroe es aquél que
vive aventuras excepcionales y las marca con sus hazañas,
pero que, finalmente, debe pagar muy caro ante los dioses
el poder que adquiere por este medio. Semidiós, entra en
rivalidad con los dioses y será aplastado por éstos, aseguran
do así el triunfo del padre.
El placer del espectador se ligará pues con un movimiento
de identificación con el héroe (piedad, compasión) y con
un movimiento masoquista (terror). Todo héroe, y por lo
tanto todo espectador, se encuentra pues en la situación del
hijo de la estructura edípica: éste debe transformarse en
(ser) el padre: valiente, fuerte, pero no hacer todo lo que ha
ce el padre, cuidando sus prerrogativas (tener), es decir,
las del poder paternal: posesión sexual de la madre y poder
físico, derecho de vida y de muerte sobre sus hijos. A este
respecto el padre, aun muerto, sobre todo muerto, acrecien
ta todavía más este poder en el más allá. Totem y tabú.
La tragedia es, pues, la representación del mito fantasmá-
tico del complejo de Edipo que Freud señaló como comple
jo constitutivo del sujeto. Así, las fronteras entre el indivi
duo “normal” , el neurótico y el héroe se borran en la
estructura subjetiva que es la relación del sujeto con sus
progenitores. El encuentro entre el mito y la tragedia no es,
evidentemente, fortuito. En primer lugar porque toda histo
ria, ya sea individual o colectiva, se construye a partir de un
mito. En el caso del individuo, ese mito lleva el nombre de
fantasía. Después porque el mismo Freud engloba al mito
en el campo psicoanalítico. “Parece muy posible aplicar la
concepción psicoanalítica obtenida en el estudio de los
sueños a los productos de la fantasía de los pueblos, tales
como los mitos y las fábulas19 Recusa las interpretacio
nes tradicionales que se aplicaron a los mitos: tentativa de
explicación de los fenómenos naturales u observancia de
cultos que se han transformado en ininteligibles. Es muy
posible que tuviera la misma actitud ante la interpretación
estructuralista. Pues la función esencial de esas producciones
49
colectivas era, para él, el alivio de los deseos insatisfechos o
imposibles de satisfacer. Esta interpretación sigue siendo la
nuestra; se apoya en los fundamentos del complejo de
Edipo que prohibe el parricidio y el incesto, y condena por
lo tanto al sujeto a la búsqueda de otras soluciones para
satisfacer esos deseos. La tragedia se sitúa, en escala colec
tiva, entre las soluciones sustitutivas. La lectura psicoanalí-
tica de la tragedia tendrá pues como objetivo determinar en
ella las huellas de la estructura edípica que oculta en su
organización formal, mediante el análisis de la actividad
simbólica, enmascarada ante el espectador y operando sin
que él lo sepa.
La escritura y la representación
52
ese repliegue hacia la especificidad de lo literario cubre una
sospecha respecto del significado. Sobre todo si, como
dijimos, ese significado es el del psicoanálisis.
Recientemente se ha objetado al psicoanálisis el haberse
alejado del “devenir literario de lo literal23” . La originali
dad del significante literario habría sido ignorada por la
crítica psicoanalítica que, en su mayor parte, sigue siendo
un “análisis de significados literarios, es decir, no litera
rios” . Si es cierto que la literatura se quiere la exploración,
mediante la práctica, de las posibilidades del lenguaje,'cae
tarde o temprano en no-dicho de la obra. En eso que
hoy se denomina su “ilegibilidad” como punto nodal de
donde extrae toda su fuerza. Nada sería exterior a esta
escritura cuyos vínculos con la representación se habrían
roto. ¿Pero qué ocurre cuando la escritura es representa
ción, como en el teatro? ¿No se asiste allí a un fracaso de
esta tentativa, siempre presente en las formas literarias no
teatrales, que pretende deshacerse de toda referencia a la
representación? Es simplista decir que un enunciado litera
rio sólo puede remitir al conjunto de los otros enunciados.
Esta evidencia no tiene sentido sino porque todo texto
mide así, renovándola, la distancia que lo separa de su
objetivo. Su objetivo no estará nunca depositado en otro
texto; sin embargo, lo que surge de esta confrontación no
es el vértigo del conjunto de los textos, sino la ausencia
que los habita a todos: la de la obra que resume a todos
los otros textos y los anula para erigirse en el espacio de lo
escrito sin diferencia, único, que cubre el pasado íntegro y
vuelve vana toda sucesión. Ese cuerpo de la letra se escapa
del texto para volver a él mediante la representación del
grafismo 2 . Esto prueba, si es que es necesario, que el
53
proceso de la literatura no consiste en estigmatizar los lazos
entre la escritura y la representación, sino en establecer la
relación entre dos sistemas de representación, dado que el
sistema de representación de la escritura no puede seguir
otro camino que el de la representación de lo no represen
tado en la representación.
Hay mucho que decir de ese trabajo de lo. no representado,
y a eso tienden nuestros ensayos. Pero aclaremos que ese
trabajo se realiza en ausencia de la representación y no en
una liberación de la representación. El hecho de que algu
nos integralistas de la literatura se apoyen en los textos de
Freud no atestigua la claridad de su comprensión. Si se
quiere aludir a la huella más que a la oposición signifi
cante-significado, ¿cómo podría, la huella, romper toda
relación con la representación, aun en el diastema, el espa-
ciamiento y la diferencia que requieren su existencia? La
confusión entre lo impresentable y lo no representado
parece ser fuente de errores de interpretación. No es que
no los una ninguna relación. Lo no representado remite al
efecto de carencia que brota en lo pleno de una representa
ción; ésta, en su plenitud, se esfuerza por cenar la salida,
porque ella misma es resultado de la contención de esa
carencia trazada en ella. El hecho de que esa carencia se
encuentre en el origen de la irrepresentabilidad del proceso
de la escritura remite, más necesariamente aún, a lo no
representable, porque obstruido, de lo no representado. La
huella se sitúa entre la amenaza de su anulación —pero al
precio del hundimiento de todo el sistema significante—y su
mantenimiento, que es designación, aún cuando sea median
te la remisión a todas las otras huellas, de lo que traiciona,
es decir, deforma y devela. Esta traición es heterogénea
respecto de ella, está presa en otra trama, en otro tejido.
.“En sus consecuencias, la distorsión de un texto se asemeja
a un crimen, y la dificultad no consiste en perpetrar ese
acto, sino en desembarazarse de las huellas25” . Si la noción
de huella tiene un mérito, el de oponerse a la relación de
presencia a sí del lenguaje, es porque esa ausencia que la
54
habita es reveladora, es porque, sin confundirse con una
sustancialización de la carencia, la brinda en su efecto y
permite sostener un discurso sobre esa ausencia y no ratifi
car la identidad de la ausencia y no existencia26
Sin embargo, a pesar de los múltiples intentos para eliminar
del discurso la representación, es forzoso encontrarla en
otra parte: en la ideología que establece un cortocicuito en
el significado individual. El esfuerzo de modestia que quiere
suprimir toda fetichización de la subjetividad creadora para
fundar la escritura en la impersonalidad del movimiento
revolucionario es un anhelo piadoso y loable. Nos muestra,
sobre todo, que la “legibilidad” es más fácil cuando, saltan
do muchas mediaciones, se disuelve en el cuerpo social. Si
el psicoanálisis, al centrar su esfuerzo en el significado, ha
salteado la mediación de lo literario, nos corresponde decir,
a su vez, que el integralismo literario, constreñido en su
propio proceso a vincular su esfuerzo de cuestionamiento
con un significado literalmente reprimido, no concibe me
diación entre la literatura y la ideología. Diga lo que
diga, elude la pasión de la escritura, de la lectura y de
la fuerza de repetición que engendra al mismo tiempo el
proceso y su cuestionamiento. Cae en el mismo voluntaris
mo de la “lucidez” que condena. Se desinteresa, así, en el
sentido en que él mismo es su propio deudor. Por lo tanto
no acusaríamos a esa tendencia de descuidar el significado,
sino de adoptar con demasiada facilidad la tesis de un
significado que huye. Lo no dicho es la ausencia del signifi
cado y no su carácter inapresable. El efocto de esta ausen
cia es la condición de la catexis producida por lo que la
contracatexis mantiene separado. Por esto es que el inter
cambio literario es, como todo intercambio, intercambio de
deseo, en vista de un goce diferido y retardadado 27. La
** Para una mayor claridad sobre esos puntos, cfr. nuestro trabajo
“ L’objet (a) de J. Lacan", Cahiers pour l ’analyse, París, N ° 3.
17 La referencia a la ideología -c u y o carácter de sistema de repre
sentación es cuestionado en ciertos trabajos- permite aplicar a
ella gran parte de lo que el psicoanálisis ha enseñado en otro
plano: represión, defensa, denegación, división (del sujeto), des
ciframiento. Que el psicoanálisis sea utilizado por los teóricos
55
originalidad del significado literario sólo podrá residir en
tonces, en nuestro nivel de exploración, en la literalidad de
lo no dicho del significado. Ese no dicho, cuyos efectos se
desplazan cuando se realiza la lectura-escritura conjuntas
(puesto que toda escritura es una lectura y viceversa) del
producto literario, se establecerá mediante el estudio de la
relación entre el significado manifiesto y la diferencia entre
el significante literario y el significante cotidiano. La fun
ción de esta diferencia es introducir el efecto de engaño,
apto para interesar, cautivar y capturar en su red la trama
del significado latente. Pero esta tentativa nunca lleva a
hacer coincidir los dos planos y, en cada proceso de lectu
ra-escritura, el proyecto fracasa y se devela la diferencia en
la sustitución, donde se revela alguna otra cosa diferente. El
intento siempre reiterado y nunca satisfecho es el que
duplica la diferencia entre significante cotidiano y signifi
cante literario 28 (diferencia que supuestamente apresa lo
que se niega a nombrarse en lo manifiesto) mediante el
aparejo de la obra: género, factura, fabricación. La repeti
ción ahonda al mismo tiempo el lecho donde debe cubrirse
esta distancia y, haciéndolo más sensible, lo aprehende.
56
eos, en la relación significante-significado o en el análisis de
la huella, al complejo de Edipo, puesto que todo texto, a
fin de cuentas, ha surgido de un crimen (el del padre),
tendiente a la obtención de un placer, de una posesión
sexual (la de la madre). Esta es la conclusión radical,
algunos dirán imperialista, a la que llegamos.
El complejo de Edipo se conoce, generalmente, bajo la
forma del complejo de Edipo positivo del varón: rivalidad
con el padre que lleva hasta los impulsos parricidas y el
deseo por la madre hasta la realización incestuosa, formas
extremas cuya expresión sólo aparece figurada en el incons
ciente. Pero Freud mostró desde 1923 la existencia en
todos de un complejo de Edipo doble, positivo y negativo
(inverso del precedente) al mismo tiempo. Cada uno de
esos dos términos ocupa un extremo de la cadena de la
cual no persisten ya más que las huellas que han sobrevivi
do a la represión. Tanto la niña como el varón están
sometidos a la misma estructura. La consecuencia de esto
es que todos, cualquiera sea el sexo al que pertenezcan, por
el hecho de la bisexualidad humana, soportan una doble
identificación, masculina y femenina, que es el sello del
Edipo. Es evidente, por lo tanto, que el complejo de Edipo
es, por lo menos, cuádruple en todos: positivo y negativo,
masculino y femenino.
Mientras que, por lo general, el análisis de las obras de arte
se refiere al complejo de Edipo positivo dél varón, es decir’
a la situación de rivalidad con el padre y de amor hacia la
madre, nuestros tres ensayos tienen por tema la relación de
hostilidad del hijo con su madre, del marido con su mujer,
del padre con su hija. Elegimos tres ejemplos: La Orestíada
de Esquilo, la única trilogía que nos ha llegado de la Grecia
antigua, el Otelo de Shakespeare, surgido de la Inglaterra
isabelina, y la Ifígenia en Aulida de Racine, producto del
siglo de Luis XIV.
Cada uno de estos tres ensayos fue escrito de un modo
independiente. Sin embargo forman un todo cuyas partes
son interdependientes. Por una parte, el objeto de los tres
ensayos fue elegido sobre el fondo trágico de la cultura
occidental (tragedia antigua, tragedia isabelina, tragedia clá
sica). Por otra parte, los temas de las tres obras se relacio
nan con un aspecto del complejo de Edipo.
Las Coéforas de La Oresliada de Esquilo, lo mismo que las
dos Electro de Sófocles y de Eurípides nos transforman en
testigos de la muerte de la madre en manos de su hijo. El
Otelo de Shakespeare nos muestra el crimen de la mujer
por parte del marido. La Ifigenia en Aulida de Racine el de
la hija por parte del padre.
A estas relaciones temáticas se añaden por supuesto, las
diferencias inherentes a los tres textos, separados por perío
dos de tiempo desiguales, que insertan estas formas trágicas
en contextos disímiles desde el punto de vista sociológico,
histórico, estético. Pero sabemos que estas obras tienen un
alcance que supera esas determinaciones particulares y toda
vía hoy nos conciernen.
Nuestro método se ha esforzado por no insertar estas obras
en un molde que las constriña. En cada caso nos hemos
dejado guiar por el contexto. Así, La Orestiada de Esquilo
nos dictó la comparación entre los tres trágicos. En la
medida en que ofrece la única oportunidad, considerando
lo que nos ha llegado de la tragedia antigua, de comparar el
tratamiento de un mismo tema trágico por Esquilo, Sófo
cles y Eurípides. Esto nos condujo a confrontar los mitos
trágicos de Edipo y de Orestes y a estudiar sus relaciones.
Al contrario, ante Otelo nos limitamos a un estudio inma
nente, sin traspasar las fronteras de la tragedia. Nos concen
tramos en la organización interna de sus partes y examina
mos el nudo de las fuerzas representadas por sus personajes,
estudiando la distribución de los sentimientos de odio y de
amor en las relaciones entre Ares y Eros, entre Eros y el
impulso de muerte.
Finalmente, Ifigenia en Aulida nos propuso un estudio
doble. Mientras que La Orestiada nos llevó a una confron
tación que, aproximativamente, puede llamarse sincrónica,
Ifigenia sirvió para una comparación diacrónica entre trage
dia antigua y tragedia clásica, entre Eurípides y Racine.
Pues Eurípides escribió en el mismo año sus-dos últimas
obras, que ponen fin al período de la tragedia antigua:
Ifigenia en Aulida y Las Bacantes. Al crimen de la hija por
su padre, en nombre del sacrificio humano, responde el del
58
hijo por su madre, Penteo, matado por Agave durante una
orgía dionisíaca. La tragedia se cierra sobre el mito de sus
orígenes. El matricidio del cual partimos nos lleva, final
mente, al infanticidio materno. Así se cierra el círculo.
El ojo suplementario
61
La hermenéutica psicoanalítica y la tragedia
64
cristiana y quizás ilumina retrospectivamente a é s ta -, los
hombres manifestaron con más claridad, a través de las
proyecciones divinas, las apuestas concretas del deseo: des
garramientos por la posesión de una mujer, traición a los
juramentos de amor, decepciones y heridas de la amis
tad perdida, encarnizamiento en la lucha destructora con
tra el adversario sin embargo estimado, contradicción
entre la solidaridad de las alianzas en el sacrificio común y
la envidia en el momento de la distribución de las glorias
conquistadas, búsqueda del poder y voluntad de su recono
cimiento por el porte de sus insignias, cuestionamiento de
los fundamentos del derecho divino y humano, lucidez
valiente ante la muerte, oposición de los deberes del cora
zón y de los de la ley, el aguijón de la desmesura y hasta
esa búsqueda constantemente rechazada de la verdad o de
la luz que se sustrae o hiere. . . En esta abundancia de
mitos la tragedia opera una decantación, los deja depositar
y los fija. Pero abordando tan directamente el problema en
general no es como podemos brindarle una respuesta a la
medida de nuestros medios. La utilización de esos medios
es lo que nos mostrará que el descubrimiento al cual nos
conducen es revelador de esta verdad, porque esta verdad se
sirve, también ella, de esos medios para decirse y velarse al
mismo tiempo, ante nosotros.
En esta abundancia temática la tragedia nos fuerza a elegir
y a reconocer en las constelaciones trágicas las que tienen
un valor formador. Para el psicoanalista los ciclos de Argos
y de Tebas son los modelos de los que se debe partir. Es
indudable que aparentemente no hay nada en los trágicos
que autorice esta selección. La obra de Esquilo, de Sófocles
y de Eurípides, por creadora que fuera, no escapó sin embar
go al desconocimiento que marca a todo sujeto respecto del
significante que enuncia.
Cumplimos pues con el deber de justificar esa elección para
no incurrir en el reproche de arbitrarios. Esto no quiere
decir que las otras situaciones sean menos interesantes o
sólo valgan como pálidos reflejos de esos temas primordia
les, sino solamente que la Edipiada y la Orestíada constitu
yen modelos esenciales, fundamentales, donde se erige la
problemática de toda la tragedia y quizá de toda la empresa
65
humana. Las demás situaciones trágicas son, con seguridad,
igualmente conmovedoras y eficaces, y esa emoción y esa
eficacia se vinculan con el modo en que se tratan -c o n la
mayor coherencia— los problemas que evocan. Pero, a fin
de cuentas, el análisis revelaría que, a través de la especifici
dad de sus casos, se unen con el tronco común de esas
situaciones trágicas madres2 . ¿Acaso Aristóteles, en su Poé
tica, no considera la familia como el medio trágico por
excelencia? ¿Acaso las relaciones de parentesco no son
aquéllas donde la movilización emocional del espectador
produce los efectos más grandes por la violencia del con
traste entre el amor y el odio? Es lógico pues, en este
caso, considerar que entre todas las situaciones trágicas las
de la Orestiada y la Edipíada tienen un valor paradigmático
privilegiado, puesto que su tem a central gira alrededor de
las relaciones entre los progenitores o de las relaciones
entre los progenitores y los hijos.
El psicoanálisis, sin duda, se encuentra aquí en su salsa.
Preguntarse si' son esas relaciones de parentesco las que
constituyen lo trágico y si lo trágico es lo que ilumina esas
relaciones de parentesco quizá no tenga sentido, formulado
de este modo. Digamos más bien que ellas nos revelan algo
esencial sobre la subjetividad, que es inseparable de lo
trágico, por la manifestación de la relación del sujeto con
sus progenitores, o bien que el estudio de esas relaciones,
para develar su función constituyente de la subjetividad, no
se concibe plenamente sino en el marco de lo trágico. Esto
es lo que nuestra interpretación se esforzará por sostener.
66
Las temáticas de la "Edipiada” y de la “Orestiada”
69
en diosas benefactoras y protectoras de la Ciudad, las
Euménides.
Nada condensa mejor y resume de un modo más completo
esas diferentes problemáticas que la confrontación de los
dos personajes clave, mediadores entre los hombres y los
Dioses, habituados al comercio con estos últimos y aptos
para transmitir su voluntad: Casandra y Tiresias. Casandra,
cautiva del jefe de los Atridas, lleva el peso de sus amores
con Apôlo, a quien osó decepcionar. Recibió el don de la
videncia y la profecía pero es castigada por ese mismo don,
puesto que la comunicación de lo que adivina debe carecer
de efectos lo cual la transforma en una mujer estéril. Lo
que Apolo castiga en Casandra es el deseo que dejará de
inspirar en tanto deseo de saber. Ninguna profecía es admi
sible para quien no espera de la creencia en el poder del
Otro los efectos de bienaventuranza. Sólo queda a la profe
tiza que ha traicionado una promesa de amor aceptar el
sacrificio de manos de otra mujer, Clitemnestra, quien tam
bién transgredió el juram ento que la ligaba a su esposo,
pero que llevó hasta el crimen su repudio al hombre.
Tiresias, cuya ceguera prefigura la que se inflingirá más
tarde Edipo, es un mago honrado por la Ciudad, que vive a
la sombra del poder y sus consejos circunspectos. Sólo
dispensa con mesura y reserva las verdades que percibe.
Sabe y se calla. Escruta “tanto lo que se enseña como lo
que permanece interdicto para los labios humanos” pero es
para comprender mejor que “el saber no sirve para nada a
quien lo posee” . Y cuando hable será para constituirse en
blanco de las acusaciones de Edipo; la palabra que enuncie,
esbozará la imagen de ese Edipo en la cual éste no quiere
ver más que un extranjero, donde se niega a reconocerse. El
adivino le dirá: “ ¡Tú criticas el instinto nue me guía,
mientras que no sabes ver a aquél que está en el fondo de
ti, y luego es a m í a quien censuras! ” .
Tanto para Orestes como para Edipo el adivino pertenece a
la generación del pasado. Casandra es la compañera del
padre y anunciará, en el momento de su muerte, el retorno
futuro del vengador Orestes. Tiresias, cuestionado por
Edipo, denunciará el poder del tirano apelando al reconoci
miento de sus méritos por parte de sus padres. El mensaje
70
de la verdad que emite su boca emerge a la luz después de
un itinerario muy diferente. Casandra habla sin que se lo
pidan para afirmar la autenticidad de su poder: “ ¿He dado
con la flecha en el blanco? ¿o he errado? ” De un poder
que se manifiesta desgarrando e) velo de la conciencia en
un trance profético3 , del cual puede decirse que sólo desnu
da el porvenir para precipitarse ineluctablemente a la muer
te.
Tiresias es llamado, honrado, solicitado, requerido para des
cubrir el misterio del pasado para bien de todos. Se niega y
se sustrae, habla con alusiones, sufre las amenazas y los
ataques y sólo descubre la verdad amparándose en el bene
ficio que le acuerda la inmunidad de la protección del Dios.
Doble rostro de la profecía, doble imagen del inconsciente:
la primera en sus rupturas, sus estallidos, su surgimiento
espontáneo, su develamiento total y su anulación, sanción
por la traición al juramento al Dios, la segunda con su
retracción de donde se la debe hacer salir, sus misterios y
sus silencios, sus trampas, su situación en la huella del Dios.
Este doble rostro se cierra sobre sí mismo y no podría
decirse lo que oculta detrás de esas máscaras. Sólo se nos
revela a través de ellas. Pero se diría que una cohesión más
profunda une cada una de estas expresiones con los mensa
jes que enuncian. Como si la cifra del secreto únicamente
pudiera ser abolida o recusada. Abolida por su develamien
to abrupto, para que el sujeto que ve u oye lo que se
profiere en esos mensajes se borre ante la recepción del
discurso; quienes escuchan a Casandra actúan como si no
tuvieran ojos ni oídos. Recusada por sus mismas incerti-
dumbres, sus oscuridades, sus incoherencias. Todas las razo
nes de Edipo son más válidas para la lógica que la absurda
71
profecía de Tiresias. ¿Cómo puede tener razón el ciego
ante el vidente? Salvo en una pregunta, que no deja de
plantear el adivino: “ ¿Quién habla? ” y que él formula de
este modo: “ ¿Sabes solamente de quién has nacido? ”
Como si la previsión profética que surge más acá de todo
deseo, de toda demanda, por pertinente que sea, sólo puede
estar destinada a la anulación del contenido del mensaje,
del emisor o del receptor. Mientras que quien interroga
busca, espera la respuesta a una pregunta planteada pero no
puede, una vez que la ha recibido, sino rechazarla cuando
se revela contraria a su deseo. Este dilema doble nos recuer
da el carácter incognoscible del inconsciente y su necesaria
aprehensión en los modos mediante los cuales expresa el
secreto de su discurso.
No se puede dejar de dudar que sea una simple coinciden
cia el hecho de que en la Orestiada la verdad hable por
boca de una mujer y en la Edipíada por boca de un
hombre. ¿Cómo no observar la función que tienen, respec
tivamente, los dos sexos en ambos ciclos?
La Edipíada es un ciclo trágico donde los hombres desem
peñan el papel más importante. Fuera del episodio de la
esfinge y el incesto -q u e , como se lo ha hecho notar, es
presentado como una consecuencia del parricidio—, lo que
predomina son las relaciones entre los hombres. La falta
primitiva incumbe a Layo, que recibe un oráculo de Apo
lo. La salvación de Edipo corresponde al pastor. La pregun
ta sobre sus orígenes a quien se supone hijo de Polibio
proviene de un hombre ebrio. El parricidio se realiza duran
te una riña. En la investigación sólo se requieren testimo
nios masculinos y, durante su curso, se reproduce un nuevo
conflicto que opone a Edipo y Creonte. Edipo debe su vida
a la protección de un héroe como él, Teseo, que lo acoge y
lo defiende contra sus propios hijos. El último episodio de
la vida de Edipo lo enfrentará con ellos; el padre maldecirá
a su descendencia masculina. Esta se extinguirá por la lucha
fraticida4
72
En la Orestíada todo procede de las mujeres. La infidelidad
de Helena es, en su origen, la causa de una venganza con
consecuencias desastrosas; por esto se confiere a la seduc
ción femenina un poder terrible. Una diosa, Artemisa, que
reprocha a los Aqueos el querer exterminar una ciudad que
ella compara con una liebre gruesa cazada por águilas se
dientas de sangre, es quien bloquea la flota en Aulida y
reclama una virgen como precio de la expedición. El rencor
dejado por el recuerdo de esa hija sacrificada por la ambi
ción paterna y los celos despertados por la concubina al
servicio de su placer real son los que excitará^ el odio de
una madre y de una esposa. Clitemnestra es, sin duda, la
figura central de la trilogía, la única presente en sus tres
tiempos. En el crimen que le quitará la vida, si Orestes es el
ejecutor, es Electra quien arma su brazo, pues la aversión
de la hija por su madre supera a la del hijo. Las divinidades
que lo perseguirán serán divinidades femeninas, únicamente
veneradas por las mujeres. Finalmente corresponde a una
mujer, la preferida de las hijas de Zeus, poner fin al debate
y absolver al culpable en el momento del juicio.
La Edipíada es un ascenso progresivo hacia la luz; la Ores-
tiada está bañada por el poder de las tinieblas, como lo
demostró Clémence Ramnoux: “La Noche vive asimismo en
la imaginación humana entre una fantasía arcaica de Madre
prestigiosa, real y mágica, y una idea de teólogo tan sofisti
cada como el secreto de lo inefable. . . Los discursos sagra
dos discuten sobre su estatuto: en su origen, ¿es lo prima
73
rio o lo segundo? ¿Es la Madre universal de esos hombres
o la Madre de una generación aparte? En un registro
erudito mucho más tardío y mucho más refinado, termina
rá por designar la cosa inapresable, la que las formas ya no
manifiestan y los nombres no podrían decir” s .
Esta abundancia de argumentos permite pensar que la con
frontación es fructífera, que estos dos mitos trágicos no
pueden concebirse uno al lado del otro sino frente a frente,
en una relación especular. Un análisis más riguroso deberá
trascender entonces este marco de generalidades, cuyo esta
blecimiento sólo habrá sido necesario para convencemos de
los fundamentos de nuestra exploración e invitamos a pro
seguiría. Con el fin de examinar el problema de la dualidad
o de la unicidad de estos dos mitos trágicos - d e su identi
dad y de su diferencia— abandonaremos ahora, provisoria
mente, la comparación entre los dos ciclos para profundizar
la estructura de aquél que fue el menos tratado por los
psicoanalistas. Allí estaremos quizá más en condiciones de
echar una mirada menos cargada de prejuicios. Es posible
que lo que choca en la obra vibre con un acento más
familiar a nuestros oídos psicoanalíticos.
Euménides
74
matricidio, y el veredicto del tribunal de Atenas. Pero si la
Orestíada como trilogía completa fue escrita solamente por
Esquilo, su momento central fue tratado por los tres trági
cos. Las Coéforas de Esquilo, y las Electro de Sófocles y
Eurípides6 forman pues una nueva trilogía sincrónica, con
junto privilegiado para la comparación del pensamiento de
los tres autores y para el análisis del tratamiento de un
tema trágico. Caso tanto más notable cuando que es único:
no nos han llegado otros ejemplos donde esté presente esta
situación. Nuestro proyecto no consiste en retomar el análi
sis comparativo de las tres obras, objeto de diversos estu
dios de helenistas, saliendo del campo de nuestra competen
cia. Pero la oportunidad de un estudio estructura! sobre un
tema que no deja indiferente al psicoanalista, el del matrici
dio, captura nuestra reflexión, tanto más cuanto que allí se
introduce de una manera que nos concierne especialmente.
El signo que advierte a los protagonistas y espectadores que
los hilos del momento central se anudan es el relato del
sueño que ha obsesionado el reposo de Clitemnestra. Posee
mos dos versiones de ese sueño, una de Esquilo y la otra de
Sófocles. Hecho significativo: Eurípides, al reorganizar el
desarrollo de la acción, lo deja en silencio. Esta ausencia,
lejos de constituir un simple término que falta, es en sí un
elemento de comparación que adquirirá valor cuando se
analicen las relaciones entre el sueño imaginado por Esquilo
y por Sófocles.
Examinemos el sueño en Esquilo. Se enuncia mediante una
serie de preguntas y respuestas entre Orestes y el Corifeo,
delegado de las portadoras de ofrendas, las esclavas del
palacio donde reina Clitemnestra.
76
b) la limitación de la esfera representada en el cuerpo
materno: vient re-pee ho;
c) la ausencia de toda alusión al padre;
d) la ausencia de toda alusión al reino, a la Ciudad;
e) el cierre del sueflo por la herida mortal en la unión;
f) el aspecto directo y crudo de los acontecimientos repre
sentados simbólicamente.
S ófocles, que relata el m ism o acontecim ien to, lo expresa de
un m odo totalm ente diferente: los dos co n ten id os m anifies
tos se op on en punto por punto:
a) el espacio aéreo de la relación: lugar abierto de la
escena;
b) el desasimiento de todo vínculo corporal;
c) la presencia del padre y la alusión a su rival (Egisto);
d) la manifestación del padre por las insignias de la realeza;
e) el cierre del sueño con la evocación de un nacimiento y
el crecimiento de un poder que interesa a la Ciudad;
f) el carácter indirecto y velado de los acontecimientos
representados simbólicamente.
Finalmente puede observarse que el sueño en Esquilo se
construye, paso a paso, en el vaivén de las preguntas y
respuestas, y que su significación, descifrada por los dos
antagonistas, es percibida de un modo inmediato, mientras
que en Sófocles el sueño interpone un relato intermedio y
testigos, eslabones sucesivos a cuyo término toma forma de
texto.
Esta confrontación nos indica, si es necesario, que las
oposiciones no solamente son atribuibles a las diferencias
de temperamento trágico entre los dos autores. Son signo
de un cambio de valor en el sentido, fundado por los
significantes oníricos de las dos acciones trágicas.
78
Pero si el mundo del sueño encuentia su inserción más
perfecta en Esquijo, si es el mejor alimentado por el nativo
de Eleusis, el más místico de los trágicos, esto se debe
también a que encontró con el mito de Orestes un acuerdo
igual al que presidió el encuentro de Sófocles con Edipo.
Familiar con los poderes de la sombra, el lenguaje de
Esquilo encuentra en su fibra la trama en la que se teje el
matricidio. La realización del deseo ante nuestros ojos, a
través de la comunicación de un estilo casi camal, de un
verbo que parece surgir de las entrañas, nos hace vivir toda
la Orestiada como una larga pesadilla. A quí participamos
mediante la simpatía en el tiempo mismo en que se desa
rrolla el movimiento del tema trágico, en la instantaneidad
donde adquiere forma el sentido de la empresa.
Parecería que la Edipíada se desarrolla como la tentativa de
interpretación de un sueño olvidado, pues cada una de las
etapas por las cuales se elucida ayuda a recuperar el recuer
do. La Orestiada por su parte, se despliega en la dimensión
del sueño mismo, en la progresión de la acción que se
desarrolla; cuando se recorta el sueño propiamente dicho y
pasa al primer plano del cuadro representa allí una forma
de connotación o de comentario comparable a los que a
veces brinda, extemporáneamente, el soñante, en el interior
de su sueño sobre lo que se representa en la "otra escena”.
79
go. Pero la emoción trágica no nace solamente del horror
del crimen que va a seguir y cuya abominación basta para
hacer temblar; tiene su fuente en el efecto de resurgimien
to, de recomienzo de la escena que ya se ha desarrollado en
el sueño. Las últimas palabras de la madre, que ya ha
desnudado su pecho no tanto para suscitar piedad como
para fascinar provocando el retorno de las impresiones más
profundas, serán la réplica exacta de la imagen del sueño
“He dado a luz y alimentado, pues, a esta serpiente! ” En
este intercambio los participantes se arrojan saetas que
producen heridas profundas, como si el verdadero martirio
fuera no tanto la muerte que se prepara como la ocasión
ofrecida al desgarramiento mutuo que la preludia. En esa
confusión las identidades se confunden y las imágenes
vehiculizan los deseos alternados del padre, del hijo, del
amante.
81
bas cargas eché sobre mí al recibir al niño de su padre.” No
hay, pues, crianza natural; el cachorro, cuando es un
cachorro de hombre, enseña que significa, que no es sola
mente objeto de cuidados sino poder de cuestionamiento:
más allá de la experiencia se encuentra retrospectivamente
estructurado como sujeto para Otro. Esta preponderancia
del Nombre-del-Padre (Lacan) funda el sujeto en la comuni
cación preverbal.
82
Estas diferencias de clima se prolongan en el plano de la
evolución general de la tragedia: reducción de la función
del coro, multiplicación de personajes12, complicación de
la intriga, valorización de la psicología de los protagonistas,
“dramatización” del estilo trágico,,etc.: todo el camino
recorrido desde 458 hasta 415 que Nietzsche deploraba en
El nacimiento de la tragedia.
Las relaciones entre el sueño y el crimen son más enigmáti
cas en Sófocles. Es Electra quien percibe su mensaje, indi
cando la cercanía del momento de la venganza, pero no
hay aquí nada semejante a la iluminación develadora que
sale de boca de Orestes. Tampoco nada comparable, en el
momento del arreglo de cuentas, con el efecto de reduplica
ción, de repetición, que hemos observado en Las Coéforas.
Al contrario, el simbolismo onírico 1? sitúa muy lejos de las
peripecias que seguirán en la acción. Y sin embargo el
sueño es su anunciador, si no su organizador. No ocupa,
ciertamente, más que el lugar de un signo indicador del
desarrollo a venir. Pero todo ocurre como si la dimensión
que se encarga de evocar fuera la de la ausencia. No porque
recuerde la existencia de Orestes, lo cual ocurre también en
el sueño de Esquilo, sino porque todo el sueño se desarrolla
dor que pronto entrará en com bate para recuperar las ventajas
perdid'.s. Menos preocupado, por el matricidio que por el retor
no a la casta de Argamenón de los poderes que se le atribuyen.
Es interesante com probar que el preceptor, que desempeña un
papel im portante en el éxito de tes proyectos de los hijos de
Agamenón, puede ser considerado el equivalente, en Sófocles, de
la nodriza en Esquilo.
11 Se sabe que Sófocles introdujo el tercer personaje. Esquilo
utilizó esta innovación en la Orestiada, pero puede com probarse
fácilmente que, de hecho, fuera de las Éuménides, los intercam
bios se producen de a dos en Agamenón y las Coéfaras. El
tercer personaje interviene una sola vez y esto no ocurre, cierta
m ente, por azar: en el m om ento en que Orestes se dispone a
m atar a su m adre, asaltado por escrúpulos, consulta a Pílades,
que responde recordándole el juram ento hecho a Apolo. Esta
frase, que es la única pronunciada por él en toda la obra, nos
perm ite com prender la función de Pílades, cuya situación de
doble es innegable. Es evidente que esta advertencia expresa la
Voz de los Dioses, la Voz del superyó paterno.
83
en un tiempo que no es el tiempo de la acción. Agamenón
reaparece, planta el cetro que llevaba antaño, antes de que
Egisto se lo arrebatara*3
El laurel florido no se relaciona con la realidad presente, no
forma parte del tiempo actual; es la promesa que está más
allá del proyecto cuya preparación anuncia el sueño, ima
gen de su posible éxito, pero sobre todo indicación de
porvenir. Nace del germen del cetro, producto de cuya
transformación es, pero implica su desaparición para que
surja de su entierro la resurrección de lo que ahora está
perdido en manos extranjeras. Se ve que estamos lejos aquí
de las formas de expresión de Esquilo, donde la trayectoria
de los acontecimientos se anuda instantáneamente en una
sucesión que no permite ninguna excursión. Ya no encon
tramos aquí esa coalescencia del objeto y de su deseo sino,
al contrario, siempre una repetición, transporte, desapari
ción, transformación y reaparición. El encabalgamiento de
los tiempos parece remitir aquí al carácter inseparable de
las vicisitudes del objeto y de su búsqueda, que hace de él
el sustituto siempre abierto al cambio de un deseo que se
sostiene de esa irreductibilidad al movimiento que engen
dra14
85
fuera de nuestra visión. Sólo se infiere la presencia de
Orestes, pues no se descubre ninguna marca tangible de su
acción. El crimen está rodeado de silencio mientras que, al
contrario, la alegría de Electra no tiene límites. La trampa
de la emoción trágica consiste en atribuir nuestra angustia
del momento a la crueldad salvaje de su pasión mostrada,
mientras que ésta está bajo la impresión de lo que se vela a
nuestra mirada. El deseo mudo de Orestes por su madre.
Lo mismo ocurre con el fin de Egisto, que repite esta
situación de tres. Cuando Orestes invita a Egisto a identifi
car el cuerpo que él hace pasar por el suyo mientras q u í
sabemos es el de Clitemnestra tendida en el piso y le arroja
su: “ ¿A quién crees no reconocer? ” Ese doble sentido se
aplica tanto a la muerte como al vengador, y su deseo se
anima aquí, sin duda, del reflujo sobre sí mismo de su
propia palabra. Se negará a ejecutar a Egisto en ese instante
y lo empujará al palacio: “Ve donde mataste a mi padre,
morirás en el mismo lugar” .
Aquí, en ese doble complejo de Edipo, todo el movimiento
trágico se funda en el deseo del Otro. No en su reconoci
miento en el Otro como en Esquilo, donde Orestes asume
el riesgo de presentarse en el palacio sin intermediarios,
como si buscara la última prueba de su rechazo fuera de la
esfera del deseo maternal; sino con referencia a ese deseo,
que sólo es percibido a nivel del sujeto como un retorno
marcado por lo que la situación deja abierto, indetermina
do, problemático.
Es lícito entonces plantear la cuestión del sujeto en su
articulación con el deseo del Otro: se esboza, en la Electra
de Sófocles, en la remisión mutua de los sentimientos del
hermano y de la hermana que, por separado, revelan su
carácter incompleto.
86
desaparición completa del sueño, que sería inútil. ¿Esto
significa que nada lo reemplaza? Lo que en Esquilo es
discurso del inconsciente materno en forma de sueño se
transforma en Eurípides -probablem ente justificado por
una preocupación de verosimilitud psicológica- en fantasía
de la hija.
La treta que elige Electra para hacer llegar hasta ella a su
víctima es la fábula de su parto, acontecimiento que requie
re la ayuda y la presencia de su madre para asistirla y
celebrar la ceremonia durante la cual el niño recibe su
nombre. ¡Sorprendente coincidencia con el sueño de Cli
temnestra en Esquilo! Es indudable que una descendencia
en la casa de Electra, por oscura que sea, representa un
riesgo, aunque lejano, para la vida de Clitemnestra. Electra,
aquí, manifiesta en la fantasía su propio deseo de un hijo
como instrumento de muerte dirigido contra su madre, hijo
imaginario y recibido del padre. Es el mismo Orestes, del
cual no debe olvidarse que ella es mayor. Esa invención
responde a los deseos infanticidas del inconsciente materno,
alimentados por este nacimiento ficticio. La elección de
esta maquinación aparecerá más sugestiva si se recuerda que
Electra ha quedado intacta después del matrimonio, humi
llada por la condición de su esposo pero fortalecida por la
preservación de su virginidad.
Con el desarrollo psicológico de la tragedia de Eurípides se
tamiza la expresión del inconsciente, se confunden las pis
tas del deseo, se velan las significaciones bajo una aparente
seudológica psicológica. En resumen, la tragedia intensifica
la elaboración secundaria. Pero el sentido profundo vuelve
a su expresión primera.
ni
87
hacer compartir. Ahora se trata de saber en qué se oponen
y convergen esas problemáticas. Situaremos estas variacio
nes en relación con la estructura edípica y la triangulación
primordial que une al sujeto con sus progenitores, ellos
mismos unidos entre sí por la diferencia de los sexos.
Si esta situación es irreductible —ningún ser humano se ha
constituido sin pasar por la procreación de dos seres de los
cuales uno es del mismo sexo y el otro del sexo o p u e sto -,
el complejo de Edipo, una vez llegado a su concreción,
debe entenderse en su forma desarrollada: cada uno de
ambos padres es objeto de sentimientos afectuosos y hos
tiles; es decir que junto al complejo de Edipo positivo, al
cual se cree a menudo que se reduce su estructura, debe
tenerse en cuenta el complejo de Edipo negativo que, en el
caso del niño varón, se traduce en el amor por el padre y el
odio hacia la madre. En la mayoría de los casos los dos
complejos coexisten, pero muchas veces sólo pueden re
constituirse a partir de vestigios o de elementos muy frag
mentarios (Freud).
El primer problema que se plantea entonces es saber si
Orestes no sería el equivalente de un modelo representativo
de esta modalidad complementaria del complejo de Edipo.
La Orestiada de Esquilo es la ilustración de una situación
que va mucho más allá de una simple inversión del comple
jo de Edipo. Se puede, como ya se lo intentó, buscar la
justificación de Orestes por sus deseos inconscientes de
muerte respecto de su padre, o hacer equivaler el matri
cidio a un coito sádico (Jones). Ante la exposición de las
situaciones trágicas casi no necesitamos invertir las aparien
cias para descubrir la verdad. Ella está ya inscrita —como
ocurre en Edipo R ey- en su desarrollo, al cual Freud no
añadió una significación nueva, limitándose al develamiento
de su efecto. Nuestra tarea consiste, más bien, en descubrir
las articulaciones que le otorgan una coherencia no percibi
da a nivel de la emoción, pero sin la cual el pathos trágico
carecería de eficacia.
El único personaje común a los tres momentos de la trilo
gía es Clitemnestra; ella es quien encama la figura principal.
El mito del cual este personaje es el portador es el de la
imago de la madre fálica. Devoradora de la potencia pater
na ella se transforma en detentadora del poder fálico.
Esta imagen, tal como habita las fantasías del niño, es para
él un objeto de fascinación y de terror, pues éste participa
de su poder y aquélla lo amenaza con el retorno de ese
poder sobre sí mismo. Para llegar a ocupar su lugar a nivel
del deseo de la madre, la búsqueda del niño debe pasar por
el pene del padre incorporado a ella y sólo puede lograrlo
en la medida en que el deseante llegue a reemplazarlo. La
captación imaginaria a la que se subordina su deseo lo atrae
hacia la red donde corre a encontrar el objeto del deseo de
la madre. Queda allí, confundiendo sus fronteras con las
de ella, pagando su hazaña con la inclusión perpetua en sí de
una figura no sustituible que le corta los caminos del
intercambio interhumano15.
El padre sólo está presente en esta relación por la media
ción materna, o por lo menos no está allí más que como
referencia obliterada. El sueño anunciador de la inversión
de la situación de Clitemnestra no implica un absoluto que
Agamenón recupere el poder, que se le restituya el trono y
su reino; es el drama de un retorno corporal donde una
parte de ella misma se desprende, se autonomiza y la
agrede a muerte. Esta parte, precisamente deseada por ella
misma como atributo fálico, vuelve superflua o anónima la
presencia masculina y no infiere ninguna reverencia para su
palabra. Por eso todo acercamiento a la madre debe estar
precedido de una liturgia alrededor de la tumba paterna.
89
Esta necesidad se impone no tanto para obtener la garantía
del padre, dado que él no responde con ningún signo de
aprobación, sino para hacer revivir en cada uno de los
protagonistas el recuerdo dé su poder y de su mutilación.
Así como puede decirse que la situación edípica (en el
mito edípico) es la tragedia del cegamiento, producido por
la persecución de ese poder y ese deseo de alcanzar là
verdad sobre el misterio de los orígenes, puede decirse que
la situación de Orestes, que sólo Esquilo encarna plenamen
te, es tragedia de la locura donde la posición subjetiva sólo
se alcanza por la ruptura del vínculo natural que une con la
madre, ruptura necesaria, ruptura criminal pero constituti
va, ruptura imposible aquí, pues a la separación de la
imagen materna sigue su reencarnación instantánea y su
surgimiento en el delirio psicótico que le restituye su lugar
inalienable16.
En el momento en que, después del crimen de su madre,
Orestes aparece ante las Coéforas, en el espanto de su duelo
pero no invadido todavía por la locura, éstas, antes que
nadie, aludirán con demasiada rapidez a su victorioso des
prendimiento. “No te maldigas a ti mismo el día en que
has liberado al país de los argeos cortando con un golpe
feliz la cabeza de esas dos serpientes” . Ante esta evocación,
Orestes responde con el restablecimiento en el delirio de la
presencia materna, delegada por las perras con quienes ella
lo amenazó. “ Ah! ah! cautivas.. . a llí.. . a llí.. . mujeres
vestidas de negro, enlazadas con innumerables serpientes. . .
No puedo permanecer aquí.”
Recordemos las observaciones de Freud sobre la cabeza de
Medusa, donde la multiplicación de las serpientes tiene
como función negar la castración tantas veces cuantas se
figuren los símbolos fálicos. Imagen de una castración remi
tida a Orestes después de la que acaba de inflingir a la
90
madre, cuyo falo no logró ser en vida, pero que el acto del
crimen abrirá a su deseo.
Helenistas poco sospechosos de complacencia hacia el psico
análisis, como Marie Delcourt, vieron en la persecución de las
Erinnias un carácter erótico. Pero esa persecución de
Orestes, aunque se atribuya a sus ladridos un matiz de
delectación gozosa, lleva el signo de una relación nutricia
invertida. Su misión les ordena no tanto mutilar o desgarrar
como vaciar a la víctima por absorción de la sustancia que
llena el cuerpo de Orestes. Esto aparece tanto en las órde
nes que Clitemnestra da a sus emisarias: “ Exhala tu aliento
sangriento, desécalo con el soplo abrasado de su pecho” ,
como en la suerte que ellas pretenden reservar a Orestes.
“Eres tú quien debe, vivo, ofrecer a mi sed una ofrenda
roja tomada de tus venas.. . . Desecado vivo, te arrastraré a
la tierra” “ Este es el himno de las Erinnias que seca a los
mortales de espanto.” Encontramos aquí la misma relación
de vampiros que marca las relaciones de la imago de la
madre fálica con el producto de sus entrañas. Los intercam
bios sólo pueden desarrollarse por la absorción total de un
término en el otro, por el pasaje de uno al otro del
principio mismo de su existencia. Por eso no asombra oir
de boca del fantasma de Clitemnestra aguijoneando a las
Erinnias adormecidas qué se juega en la captura de Orestes:
“Oídme, en esto va mi propia vida! ” No es que la captura
de Orestes la reviva, sino que el encuentro con su hijo la ha
desposeído totalmente, la ha desmunido hasta de la existen
cia de una sombra, y la misión de las Erinnias es literalmen
te degollarlo para reanimar la circulación interrumpida en
tre esas dos partes de un mismo organismo 17.
92
escena que enfrentaba a Orestes y Clitemnestra —de la que
no subsiste nada en Sófocles- sea reemplazada por aquélla
en la que Orestes y Egisto se miran fijamente uno al otro
como única y última explicación. Es significativo, además,
que la tragedia de Sófocles termine sin ninguna alusión a la
locura de Orestes. Pues si de un modo expreso la Electra de
Sófocles tiene como objetivo mostrar la aversión de la hija
hacia su madre —sin dejar de lado, al pasar, cómo los
argumentos de la causa paterna producen ciertos beneficios
secundarios y sostienen la reinvindicación fálica de la heroí
na18— ella supera el matricidio, que es su culminación, y
devuelve su lugar al conflicto del hijo con el cónyuge de la
madre. Esta evolución hace de Orestes no tanto un hijo
matricida como un príncipe que quiere reconquistar su
trono19 expulsando a los usurpadores que lo han espo
liado. La última palabra se confía, pues, a ese restableci
miento de la verdad edípica.
En la Orestiada de Sófocles domina el significante fálico
como significante paterno delegado de un poder, el de la
realeza, de una causa que es la del conquistador de Troya
del jefe de los Aqueos derrocado por su enemigo fraterno a
su retorno de la guerra, de una palabra que tiene fuerza de
ley, debatida y discutida, pero alrededor de la cual se
organiza el cuestionamiento. El crimen de Egisto por Ores-
tes se inscribe en la continuidad legendaria de los aconteci
93
mientos donde el Joven Rey destrona al Viejo Rey cuando
finalmente le llega su hora 20. El hecho de que aquí se
apoye sobre una memoria que debe rehabilitarse transfigura
su gesto: hace de esta relación de sucesión no una simple
transferencia de fuerzas, sino un giro situado en una tradi
ción que debe preservarse. Que este acontecimiento se cum
pla mediante una violencia que se agudiza en el ejecutor,
pues el ejecutado es el Compañero de su madre, ofrece la
oportunidad de un repliegue reflexivo que puede conducir a
plantear ciertas preguntas: ¿A qué tiende el deseo de Ores-
tes? ¿Qué es lo que lo anima?
10 Esta tem ática, ilustrada tan claram ente por la Electra de Sófo
cles, es m ucho m enos n ítid a en las Coéforas. Como la intriga de
las dos obras es idéntica, la tentación es inferir una de la otra.
Así Clémence Ram noux, que ve en la leyenda de los Atridas,
con razón, un escenario de ordalía real sobre todo en las
primeras fases (leyenda de Pélope) concluye de manera análoga
en lo que concierne al episodio de Orestes en Esquilo (loe. cit..
págs. 155-163). Para nosotros este aspecto es secundario en
Esquilo, y cede su lugar a la importancia de la relación madre-
hijo que liga matricidio y locura. Esto nos parece coherente con
la impregnación de la Orestiada por las potencias de la Noche,
cuya derrota m ostrará el fin de la trilogía pero que dom inan en
las dos primeras tragedias.
94
La dificultad para juzgar el caso de Orestes reside en que su
crimen fue com etido por una orden divina cuya prescrip
ción se apoya en la necesidad de castigar a los culpables
con el fin de reinstaurar la legalidad derrocada. No estamos
pues aquí, como en Edipo, ante un delito involuntario,
fruto del azar o del desprecio. En este último caso, ¿ha
habido, por lo menos, una falta “ objetiva” , cualesquiera
hayan sido las intenciones del infortunado culpable? Esto
es lo que hace que la culpabilidad de Orestes sea misteriosa
y difícil de concebir. Sin embargo, del mismo modo que la
ignorancia o la más fatal de las circunstancias no bastan
para disculpar a Edipo ante sí mismo, así lo justificado de
su acción, la garantía que le confiere la protección de
Apolo, no evitan la desgracia de Orestes. Ver allí la simple
consecuencia de una disputa entre divinidades opuestas se
ría detenerse ante la primera escapatoria que elude la difi
cultad.
De hecho en los dos casos la culpabilidad nace de la
transgresión. La regla violada tiene un carácter absoluto, es
la del parricidio y del incesto que en ninguna circunstancia
tienen justificación. El matricidio cae, asimismo, en esta
prohibición. En su oportunidad estos crímenes podrán rele
garse, una vez pasada la expiación, al silencio y al olvido.
Pero de ninguna manera será obvio, una vez llevada a cabo
la transgresión y cualesquiera sean las circunstancias que
rodeen su ejecución, que quien haya pasado esa frontera
pueda continuar viviendo como antes. La trampa de la que
Orestes es víctima es la de la naturaleza misma del superyó,
que ordena servir a la causa del padre al mismo tiempo que
prohibe utilizar los medios de que dispone.
El carácter sagrado de la regla y de la transgresión, aun
inevitable como en el caso de Orestes, es lo que funda el
phobos trágico. Esto es lo que une solidariamente a Edipo
y Orestes.
Marie Delcourt demuestra que el matricidio pertenece al
reservorio legendario pero no se vincula con ningún ri
tual2 1 . Las leyendas cuyo tema es el parricidio se relacionan
95
con dos rituales cuya transposición representan y entre las
cuales se supone existe una continuidad, sin que se la haya
podido comprobar.
El primero, de tipo agrario —cuyo ejemplo más completo es
la leyenda de Osiris— trata de un casamiento anual entre la
Tierra madre y un joven que, después de haberla fecunda
do, es sacrificado, despedazado y los trozos de su cadáver
se arrojan a los campos. El segundo, de tipo agrario y
político, transforma al esposo anual en un rey cuya fuerza
es garantía de la fertilidad del suelo y de la fecundidad de
la colectividad. Su envejecimiento acarrea su caída, y los
ataques de que es objeto provienen de los sujetos más
vigorosos del grupo.
Esta comprobación es importante. Es innegable cierta con
cordancia entre el ritual agrario y el análisis que hemos
hecho de las relaciones madre-hijo entre Clitemnestra y
Orestes (unión aniquilante, despedazamiento del sujeto, ab
sorción en el cuerpo materno, etc.). Pero la enseñanza del
ritual ¿no consiste acaso, aquí, en fijar netamente el límite
entre lo natural y lo humano? En el primer caso la trans
gresión no existe y la muerte es consecuencia de la fecun
dación. En el segundo es el resultado del cuestionamiento
del poder capital, que ya no es el poder único del rey sino
del grupo. Desde que la Madre se individualiza como perso
naje humano, el matricidio sólo se comprende desde la
perspectiva del rito agrario y político y, como tal, debe
pasar por la referencia a la transgresión del poder del rey.
Se ve en este caso qué elocuente es la ausencia de ritual en
el matricidio. Aparece aquí puntuado el lugar mediador de
la madre así como la identificación del ritual humano con
el poder político y fálico. La causa del matricidio no puede
limitarse al intercambio entr<* un hijo y su madre, por
estrecho y exclusivo que parezca. No puede anularse la voz
del padre porque cada uno de los dos términos de la pareja
tiene sus razones, uno para hablar en su nombre hasta el
punto de confundir su causa con la suya, el otro por
haberlo reducido al silencio por su acumulación de errore.s.
Si la trinidad parece constituida por los dos términos de la
relación dual y la unidad del cuerpo que forman en conjun
to, esta frágil totalidad fracasa constantemente ante el sur
96
gimiento de un tercero que eleva su voz del lado de lo
Real. Es fácil comprobar que esa fue la función de Pílades22.
El hecho de que ella lo autorice a llevar a cabo el crimen
cuenta menos que el recuerdo de su compromiso bajo
juramento.
Al contrario, en el interior de una constelación triangular el
matricidio debe ocupar un lugar aparte. Su consecuencia
constante, en las proyecciones legendarias, es la locura. La
problemática que se abre aquí es la del nacimiento del
sujeto, que debe emerger de su relación alienante con la
madre por la mediación de la regla cuyo símbolo es el
padre. En un segundo momento, menos genético que dia
léctico, la trinidad realizada abrirá el camino del desconoci
miento. El sujeto puede, entonces, abolir su presencia en la
fantasía de unión de los otros dos o, si se reconoce como
testigo de eso y hasta como actor, borrar el sentido del
deseo, o también, manteniéndolo, no reconocer ya a los
participantes originales. Este es el alcance de esa dimensión
de la ausencia, pues ella arrojará al sujeto fuera de sí en su
carrera a través del mundo. Porque no pierde su atracción
primordial hacia la transgresión, se verá absorbido en el
problema del espectáculo.
IV
97
demostramos que, cuando se trata de una creación, el
contexto total de la obra es el que cumple la función de las
asociaciones. El sentido nace aquí no de un estudio de la
psicología del soñante sino del análisis del estilo, de la
escritura, de la arquitectura trágicas, de las relaciones del o
de los héroes entre sí y con los otros personajes, de la
organización de los acontecimientos y de las secuencias que
permiten deducir lo que el sueño no dice en su texto
desnudo. El sueño se desprende del conjunto del discurso
del espectáculo trágico para situarse en una posición margi
nal, rompiendo el tono, indicando el sentido que corre
paralelo a lo que nos muestra el desarrollo de la acción,
cuyo revelador es, sin que nos comunique su revelación.
Este enfoque nos llevó a situar en el marco de la proble
mática edípica al sueño de Esquilo en las relaciones del
niño con la madre fálica y al sueño de Sófocles en el doble
aspecto de la fórmula desarrollada del complejo de Edipo.
Quisiéramos concluir ahora con la situación del sueño en el
seno de una perspectiva semántica más general: entre la
palabra oracular y la palabra humana. La naturaleza del
sueño es ambigua en la tragedia antigua. Trasciende la
individualidad pensante del que sueña, puesto que se lo
acoge como la emanación de una misiva divina, una señal
para advertir a los mortales y recordarles una verdad que
los dioses predicen o anuncian en términos más oficiales.
Su mensaje requiere una interpretación. El soñante está a
veces perplejo respecto del sentido que debe atribuirle,
pero no duda de que debe recibir la parte de verdad que le
falta por los mismos medios que los de la interpretación
oracular. Pero esta interpretación le concierne en su destino
personal y tanto más cuanto que él mismo es la fuente del
enigma. Pero el oráculo, expresión suprema de la opinión
del dios, es fuente de malentendidos y hasta causa de
catástrofe. Hegel se burlar “Aquél que tenía el poder de
resolver el enigma de la esfinge» así como aauél cuva
confianza era ciega2 3 son enviados a la pérdida por lo que
el dios les manifiesta.”
” Edipo y Orestes.
98
Llegamos aquí al problema del sentido de la tragedia, que
tratan de resolver las soluciones de los helenistas puros
(Bonnard y R a m n ou x), de los helenistas socio logizantes
(Thom pson, Lacarriére) o de los filósofos. La interpretación
psicoanalítica podría sustituir la idea de un dios malvado
(Ricoeur), principio de buenos consejos y poder de perdi
ción, cuya lucha con el héroe crea lo trágico y cu yo
espectáculo nos libera.
El poder excepcional de la tragedia antigua, que hoy se
mantiene intacto, nos muestra que los dioses desempeñan
en ella un papel necesario y que no se puede ver en su
influencia el resultado de una organización tan cruel como
fortuita. Privado de su presencia, lo trágico puede subsistir,
como en sus expresiones posteriores, en Shakespeare o
Racine. En ellas se transforma en fruto de una situación
imposible, de una pasión sin salida, de acontecimientos que
exceden las fuerzas del sujeto. Pero faltará entonces lo
esencial de lo trágico griego y quizá de lo trágico en
sentido estricto. Si la función de los dioses consistía en la
representación de una fatalidad absoluta o de una arbitra
riedad total, no sería inteligible una culpabilidad que afecta
al héroe, a pesar de la pureza de las intenciones de su
corazón. Es necesario que se establezca una extraña mezcla
entre cierta responsabilidad del hombre y su inocencia en el
interior de un juego que él no controla pero que padece. El
carácter específico de esta responsabilidad no es fácil de
comprender, pues no surge de una asunción clara de lo que
se imparte al héroe en la coyuntura en que se encuentra.
Está siempre en posición de emisario, de delegado de un
poder que lo supera, pero su acción nunca puede reducirse
a la de un ejecutante. Esta situación ambigua no puede
aclararse si no se plantea el hecho de que, originariamente,
antes de la existencia de toda situación trágica se reclama
una garantía del dios. Dicho de otro modo: porque hay un
deseo del héroe trágico, mediatizado por una demanda que
debe sancionar el acuerdo del dios, se establece lo trágico
en la inversión ulterior de esa sanción. Pero a la inversa:
porque ese deseo, según se entiende siempre, pone en juego
una transgresión oscura es necesario el acuerdo del dios y
su desenlace imprevisto, trágico. Así pues, el cebo de la
99
palabra oracular permite develar la máscara ilusoria del
deseo y de la demanda que lo sostiene. Signa el fracaso de
todo intento de comprender y captar el saber de una
Verdad en el lugar del Otro (Lacan). El espectáculo mues
tra —y esa es su primera enseñanza, pues el resto es sólo
beneficio secundario— la búsqueda de una complicidad en
tre un deseo humano formulado en demanda y la palabra
divina cuya respuesta debe traducir su coincidencia con el
deseo del demandante.
El sueño se sitúa en la reunión de estas dos perspectivas. -Es
lo que adviene al soñante y, como tal, forma y relato que le
conciernen, pero es lo dado por el dios, y por lo tanto
transmisión de su voluntad.El sueño se encuentra a mitad
de camino entre el oráculo por signos —con el cual se
emparienta por el carácter fugitivo de sus figuras, la ambi
güedad de las formas, su definición aleatoria— y el oráculo
por palabras, que se vincula con la interpretación verbal.
Pero esta interpretación pretende ser, como la respuesta
esperada del oráculo, una ‘captura de lo simbólico. La
tragedia denunciará esa trampa.
Al contrarío, la función del sueño, su eficacia, se expresará
en la relación entre el contenido manifiesto, tal como se lo
enuncia, y los vericuetos de la problemática trágica tratada
(y no en la interpretación inmediata que recibe). Pero esta
coyuntura sólo se establece por intermedio de los elementos
que se articulan entre sí para hacernos acceder a la com
prensión. Desde entonces su verdad reside en el camino
indirecto que nos abre a esa nueva relación. Como tal, el
sueño es un significante de la tragedia y la tragedia una
relación con ese significante.
El carácter oblicuo de la palabra de Apolo iluminará la rela
ción del sujeto con el significante (Lacan). A este respecto
la enseñanza de la Orestiada de Esquilo es ejemplar. El
hecho de que el camino que conduce a la verdad sea
inseparable del sistema que liga al sujeto con el significante
se muestra negativamente en la alegoría cuya personifica
ción es Casandra. Ella tiene el poder de recibir y de
reconocer los signos, de conocer y divulgar esa verdad, pero
- y también gracias a una intervención de Apolo que san-
100
ciona un juram ento de amor traicionado- no puede creerse
en lo que dice.
La palabra de Apolo, que en definitiva prevalecerá en la
Orestiada, sólo triunfa mediante una proclama soberana. Y
sin embargo conocemos el lugar privilegiado que ocupa
Apolo en el concierto de los dioses. Se requerirá el expe
diente de la deliberación del debate contradictorio —y ante
un tribunal hum ano— como si ese medio fuera necesario
para su cumplimiento.
101
estrechamente el partido en el cual ella se ubica y el medio
por el cual se juzga la causa. La institución jurídica que ella
consagra en esta oportunidad debe participar a la vez de la
autoridad de que es depositario el padre y del principio de
intercambio por el cual él detenta ese poder. Intercambio
expresado no solamente por el antagonismo de las partes
sino por la división de las opiniones en el interior del
tribunal. Esa partición brinda la oportunidad de un resurgi
miento de esa autoridad por la sumisión a la decisión de la
voz preponderante. Se ve pues que Atenea, la más viril de
las diosas femeninas, rescata a Clitemnestra desaparecida
volviendo a ocupar su posición de referencia después de
haberla cedido, y quizá por ese gesto.
Así, la relación consagrada por el intercambio se coloca
bajo el sello de un signo que trasciende la unión de los
términos que se cambian pero sólo puede manifestarse en el
marco donde primero se ha perdido, en el intercambio.
La transmisión se opone a la confusión. A la demanda de
absorción recíproca de las Erinnias, que exigen el retorno a
la mezcla indiferenciada de las sangres internas, materna y
fetal en una relación letal, Orestes ha opuesto con su
purificación la prueba de los contactos entre sangres exter
nas, que indican que su mancha se ha lavado, pues a sus
encuentros no ha seguido ningún efecto maligno. Pero espe
rará con el juicio del tribunal la proclamación de esa
autorización para el intercambio. Será necesario, de alguna
manera, que la experiencia del intercambio se realice en el
interior del tribunal mediante la expresión de las partes y la
división de los sufragios, que preceden al enunciado del
veredicto.
La subordinación al efecto de la regla institucionalizada
implicará, además de la consititución de las partes antago
nistas y la pluralidad de los sufragios, el ejercicio de la
interpretación. Cada una de las partes se identifica con el
falo, bajo cuya garantía quisiera ponerse sólo para forzar la
manifestación de la autoridad trascendente. Ella pone al
poder paternal en posición de abertura trascendente. Por
una parte, porque la expresión de su legalidad, inseparable
de la interpretación, se fragmenta, por así decirlo, en ese
uso que organiza toda una posibilidad que es en silencio y
102
en la sombra. Por otra parte porque al pronunciarse de este
modo el poder exhibe su carácter conjetural. Como si el
cuestionamiento del poder fálico, en la medida misma en
que debe afirmarse, no pudiera mostrar otra cosa que el
vacío en el cual se apoya en relación con una verdad mayor
y remitir la cuestión a otra parte. Se capta la diferencia con
el procedimiento del oráculo, que primero pide la garantía
del dios para, apelando a ella, actuar en el sentido de la
transgresión. Con la instauración del tribunal, la transgre
sión es la oportunidad en la que la autoridad trascendente
está obligada a definirse y, mediante el mismo movimiento
con que brinda la prueba de su calificación incuestionable,
indica la mediocridad de su poder, a la cual condena a
quien comparece ante él.
El juicio no es ya entonces la coronación de un padre
legiferante sino el develamiento de un discurso que debe
sostenerse con sus incertidumbres y sus limitaciones. El
cuerpo del juicio es un cuerpo mutilado: revela en su
mutilación el sentido de la transgresión que abrió el proce
so sin llegar a hacer hablar a la omnipotencia fálica que ha
sido dejada fuera, sin haber podido oír su pronunciamiento.
Hegel aclaró una parte de esta contradicción, pero concluyó
en un sentido más compatible con la esperanza del adveni
miento del saber absoluto: “Derecho divino y derecho
humano, derecho del mundo de abajo y derecho del mundo
superior —aquél la familia, éste el poaer del Estado— el
primero de los cuales era el carácter femenino, el otro el
carácter masculino, el círculo de los dioses, al principio
multiforme y flotante en sus determinaciones, se restringe a
los poderes que, gracias a esta determinación, se aproximan
así a la verdadera individualidad24.
La oposición de lo masculino y lo femenino se transformará,
en el complejo de Edipo, en verdadera individualidad en sus
dos componentes —condición del ejercicio de un uso pleno
de la palabra—, establecimiento de la relación del sujeto
con el significante en la ambigüedad de éste. El ejercicio de
103
la palabra nos sitúa de entrada frente a esta dialéctica del
intercambio. La refracción del significante sobre el que
habla, el asombro ante su propia elocución, los escapes
del discurso, la distancia entre la intención significada y el
discurso significante, el desequilibrio entre lo esperado y lo
escuchado, revelan que la cualidad hablante del sujeto es
constitutiva de su alienación en el discurso, en el sueño y
su interpretación.
Si la tragedia y el espectáculo trágico operan como intro-
yección de la escena, para que cada espectador reencuentre
en sí el carácter oblicuo de la palabra, la cura psicoanalítica
tiene la misma esencia. La relación con el analista no tiene
otra salida. Ora éste se identifica con la Pitia que debe decir
la palabra del dios, que se supone detenta una verdad, ora
se sitúa en el lugar del consultante mismo, en el “ ¿Qué
quiere usted de mí? ” que formula el paciente en ciertos
momentos de aflicción, en los que no sabe hasta dónde
deberá llegar dentro de sí mismo o a qué expiación lo
entrega el silencio. El encuentro con la castración signa esta
investigación. Desfallecimiento del significante mayor, impo
tencia para descubrirlo, remisión renovada de la demanda
por la carencia que afecta a toda respuesta y que impulsa a
extender la investigación rechazada hasta la muerte.
De su misma división el hombre extraerá su única oportuni
dad, la de tener que buscarse en esa tensión que descuarti
za, “la disonancia transformada en criatura humana, ¿qué
es el hombre, sino eso? ” (Nietzche).
HLGEL
Fenom enología del espíritu, II, 249
104
I
í ! Cfr. Civilisation grecque, Clairefontaine ed. (I, cap. IX, pág. 185)
Del mismo m odo que los estudiantes de la Sorbona representa
ban Los Persas bajo la ocupación alemana o que Sartre renovaba
la Orestiada con Las moscas en el mismo contexto.
105
que tiende “a transformar el individuo independientemente
del orden social, a realizar en él como un nuevo nacimiento
que lo arranque del estatuto común v lo haea acceder a un
nivel de vida diferente26” . Esta evolución del poder se
relaciona estrechamente con las invenciones técnicas del
arte militar o con el aumento de la riqueza; sin embargo
muestra que éstas son constantemente trascendidas por su
significación, en tanto conducen a una reflexión sobre la
esencia del poder.
Pero si la justicia es un tema fundamental, dominante, del
teatro de Esquilo, los helenistas insistieron también de un
modo constante en la orientación religiosa de su pensamien
to, sin discernir lo contradictorio de esta conjunción y
achacando esa diversidad a una personalidad oscura, miste
riosa y compleja. Habría que elegir, entonces, entre un
mensaje dirigido al hombre como miembro solidario de la
Ciudad, y un apólogo a un sujeto llamado a una verdad de
un orden más intemporal, que anhela sobre todo la salva
ción individual. Habría que poder conciliar los términos de
esta situación bipolar o superar esta contradicción.
Mazon, para explicar las paradojas de la jurisprudencia de
Esquilo, observa que el derecho, en este autor, nunca se fija
de un modo inmutable en una de las partes antagonistas,
sino que el desarrollo de sus acciones hace que el derecho
se desplace constantemente. Esto equivale a decir que se
trata menos del derecho que def Deseo. De hecho, ocurre
como si, entre el Deseo vivido y realizado bajo la garantía
del derecho, la experiencia misma que lo constituye, tras
mutándolo del estado de proyecto al de realización, tuviera
el poder de arrastrar instantáneamente al sujeto, recortando
un vacío que lo arranca de sus designios, y provocara un
efecto de caída que vuelve caduco ese proyecto desde el
esbozo de su materialización y, finalmente, cuestiona su
legitimidad. Este descentramiento, esta traición renovada
permanentemente entre las intenciones y los hechos, es
fuente de un desequilibrio entre lo que es, en su origen, la
106
causa, el pasado de ese Deseo, cuyo fundamento ha recono
cido el derecho, y su realización, que súbitamente lo vuelve
perjuro para con lo que tenía, como misión, efectuar. Esto
es lo que indica la naturaleza esencialmente conflictiva y
ambigua del Deseo, que sólo es concebible como Deseo del
Deseo del Otro. Hegel, que comprendió tan profundamente
la tragedia, escribe: “ La acción misma es esa inversión de lo
sabido en su contrario, el ser, la reversión del derecho del
personaje y del saber en el derecho del opuesto, con el cual
se une aquél en la esencia de la sustancia —reversión en las
Erinnias del otro poder y del otro carácter incitados a la
hostilidad 2 7
La ejecución del acto fijado por el deseo revela la solidari
dad del vínculo del que desea con el objeto de su deseo. Su
realización hace aparecer lo que, en la esfera del objeto,
completa la parte que falta al deseo del sujeto. Este ignora
que la parte sustraída a su deseo hacia el objeto le es
remitida por éste último como un reflejo que él recibe por
haber venido a reflejarse allí, sin saberlo. Orestes no conoce
más violencia que la de su madre y sólo desea, aparente
mente, la reparación que lo libre del oprobio, como se lo
ordena Apolo. Lo que sufre en la visión terrorífica de las
Erinnias es su propia violencia y su propio deseo que les
son desconocidos, transportados sobre él después del cri
men, como reflejo de lo que en su deseo estaba aparente
mente ausente y sólo podía percibirse como dote del deseo
maternal.
La migración del derecho se vuelve necesaria por esta exte-
riorización en el acto, que devela la parte oculta de la
intención o de la causa del deseo. Pero entonces se com
prende hasta qué punto sería parcial, si se quieren ver
ciertas relaciones entre la materia de los trágicos y los
problemas planteados por ese derecho en vías de constitu
ción, no subrayar que lo que se muestra en la escena es
precisamente lo que el derecho no puede conocer y lo que
pertenece a la ley del Deseo, cuyas transformaciones consti
tuyen el hilo conductor de la tragedia.
II
108
esa actividad del espíritu que designa tradicionalmente una
figuración, una reproducción de alguna situación u objeto
percibido anteriormente que se retrotrae así al primer plano
de la conciencia. En este sentido, la representación de la
fábula o de la historia insistiría en su reproducción para el
espectador. Sin embargo la representación, en sentido freu
diano, alude a otra cosa. La representación es la delegación
mediante la cual se manifiesta la actividad impulsiva, que
adquiere así una forma gracias a la cual se da a conocer. Se
ve que este último sentido otorga una importancia mayor a
la simbolización, puesto que la representación aparece co
mo una de las mitades de una realidad cuya otra mi
tad está oculta. Para calificar a la tragedia insistiremos en
este último sentido, viendo en ella al proceso por el cual el
deseo es delegado por el mundo de los impulsos, que es su
realidad oculta. Sin la referencia al impulso es difícil com
prender la resonancia emocional del espectáculo trágico y
las reacciones afectivas que provoca en el espectador. Si,
por extensión, aplicamos esta concepción de la representa
ción a toda una serie de discursos que preexistieron a la
tragedia, comprenderemos entonces a ésta como el produc
to de transformaciones cuyos tipos representativos constitu
yeron <?tt£s tantas realizaciones: el mito, el ritual, el himno,
el epos2 9 . Los modos de representación que ellos constitu
yen no tienden en absoluto al dominio del mundo exterior,
respecto del cual carecen de alcance y eficacia, y no tie
nen ninguna capacidad para transformarlo. Al contrario, tienen
una función colectiva no menos importante: tienden, por
diversas vías, al alivio de las tensiones displacenteras, a la
compensación de la insatisfacción de los deseos humanos, a
la protección contra el peligro interior, como lo subrayó
Freud3 0 . Cada uno, a su manera, es un modo representa
tivo en su función de delegación. Cada uno, asimismo, está
en relación con el sistema individual de representaciones,
” Hegel prestó atención a esta serie. Cfr. loe. cit., t. 11; La religión
estética t II.
30 Múltiple interés del psicoanálisis, S.E., XIII, págs. 185-187; O.C.,
B .N. II. Ver tam bién, por supuesto, Totem y tabú, en el mismo
volumen.
109
con el cual entra en resonancia en quien lo recibe a título
de oyente, espectador o participante.
Cuando más se elabora la representación, más se organiza,
se complica y se deforma su función primera de delegación
de la actividad impulsiva, hasta el punto que su asignación
original puede encontrarse totalmente disfrazada. Así la tra
gedia puede invertir su fin primitivo y hacer del sufri
miento una fuente de goce por identificación masoquista
de! espectador con el he'roe. Este es el precio que pagan
por la puesta en escena las fantasías de grandeza del espec
tador. Es necesario observar, además, que hacer del sufri
miento una fuente de goce es el mayor triunfo posible del
principio del placer. Del mismo modo el sueño, por ser
realización de deseo, no por eso deja de producir sueños de
castigo. En ellos se realiza el deseo y su castigo.
De todos modos, lo notable de la evolución que lleva a la
tragedia es que conduce a la representación de la represen
tación. Es decir que el discurso representativo ya no se
conforma con sugerir, evocar, narrar la representación, sino
que la representa a ella misma en el espacio del teatro.
¿Cómo sufre la Orestiada el tratamiento de esos diversos
discursos representativos? No poseemos la serie entera,
puesto que vimos que no conocemos ningún ritual que se
relacione con el matricidio. Pero disponemos de tres tipos
de representaciones: la de la narración épica en los poemas
homéricos, a los que deben añadirse otros relatos, la de la
figuración plástica de la cerámica y la de la representación
teatral de la tragedia.
110
nación del Viejo Rey por un príncipe más joven, etc., en
situación preedípica: imago de madre fálica destructora del
pene paternal, relación dominante madre-hijo, etcétera.
Pueden definirse dos ciclos: de los poemas homéricos a
Esquilo, y luego de Esquilo a Eurípides.
Marie Delcourt investigó en los poemas y las representacio
nes de los ceramistas anteriores a la tragedia las diversas
versiones a las que el mito dió lugar. Así, en Homero es
regla el silencio sobre el personaje de Clitemnestra en los
cantos donde se evoca la Orestiada (IV, 514; III, 194; I,
30-47; III, 309), salvo en los cantos más recientes del
poema (XI, 411; XXIV, 199)31. Egisto es el autor del
crimen de Agamenón y la venganza de Orestes es una
hazaña que se inscribe perfectamente en el contexto edípi-
co; este acto cumple dos objetivos, puesto que venga al
padre y al mismo tiempo instala, en el trono en su lugar, al
hijo. En cuanto al castigo de Clitemnestra no se lo mencio
na, del mismo m odo que su participación en el crimen de
Agamenón, la cual, por odiosa que resulte es, a pesar de
todo, sólo indirecta. Ella se limita a ayudar a Egisto.
En otros relatos, en Estesícoro, Ferécides, Nicolás de Da-
masceno aparece un tema nuevo, el de un Orestes víctima
de su madre, ya sea directa o indirectamente por medio de
Egisto. Este rasgo introduce un elemento de verosimilitud
psicológica: Orestes, al matar a su madre, se venga y res
ponde a su hostilidad con la hostilidad.
Las versiones de los ceramistas muestran una Clitemnestra
como asesina activa. Pero notemos que no llegan hasta
representar al hijo levantando la espada contra la madre.
Esta se emplea en la ejecución de Egisto, es decir del rival,
que la alberga, atravesado por ella, y pierde su sangre y
entrañas. Clitemnestra surge por detrás, con el hacha en la
mano, lista para matar a su hijo. El momento siguiente, que
no está figurado, invertirá esta situación con el pretexto de
legítima defensa.
11 Para todos estos problem as, ver Marie Delcour.t, loe. cit., cap. I.
Las líneas q u e siguen deben m ucho al capítulo citado como
referencia.
111
Así pues, en todas estas representaciones, ya pertenezcan ai
relato o a la imagen, el acento está puesto en la rivalidad
entre los hombres (Agamenón-Egisto, luego Orestes-Egisto),
y se evita el enfrentamiento entre la madre y el hijo. La
madre, cuando aparece, lo hace como cómplice de Egisto
en el crimen de Agamenón o como aliada de Egisto en el
momento de la venganza de Orestes.
Además se brinda un motivo para la explicación psicológica
del matricidio. Observemps entonces qué audaz y única es
la versión de Esquilo. Qué estructuralmente verdadera es.
Se despreocupa de la relación de rivalidad entre Egisto y
Agamenón puesto que hace de Clitemnestra la única res
ponsable del crimen. Aquí no hay misoginia, pues ese rasgo
se subordina a la verdad estructural del conjunto. Descuida,
asimismo, la relación de rivalidad Egisto-Orestes. No brinda
ningún motivo psicológico para el matricidio. No elude el
minuto de verdad del mito, que- es el enfrentamiento
madre-hijo, momento que da su especificidad a esta leyen
da.
El matricidio forma parte del sistema de relaciones de
parentesco; es la consecuencia del oráculo de Apolo me
diante el cual se expresa la voz del padre, destruido por la
madre, mientras que su sanción anterior a la absolución es
la persecución por parte de los representantes nocturnos de
la madre en el delirio que ataca a Orestes.
Así podemos decir que la versión de Esquilo es el eje del
mito, la única que respeta su especificidad problemática, la
única que refleja su esencia. Es interesante preguntarse qué
efectos tuvo sobre la personalidad de Esquilo e! hecho de
que haya llegado a esta verdad. Sería no menos interesante
preguntarse cómo contribuyó a esto la tragedia, en tanto
representante de la representación.
III
113
sería entonces que la creación no puede ser atributo de la
mujer, pues el espíritu del hombre crea, y en esto es
creador de actividad psíquica. Reencontraríamos aquí la
oposición de Freud entre la maternidad atestiguada por los
sentidos y la paternidad que debe ser deducida, abriendo
camino a la intelectualidad, pues ésta es, a su vez, el
producto de su creación¡
La intelectualidad, para Freud, es utilizada en el sentido
amplio de actividad psíquica opuesta a actividad sensorial
(sobre todo de la visión). En la oposición tradicional entre
lo inteligible y lo sensible, Freud atribuye al primer térmi
no los procesos intelectuales más variados: “Un progreso en
la intelectualidad consiste en decidir contra la percepción
directa y en favor de los procesos intelectuales considerados
superiores: recuerdos, reflexiones e inferencias.” Declarar
que la paternidad es más importante es declarar que el hijo
lleva el nombre del padre y es su heredero. Cuando Freud
busca la causa de esta evolución tropieza con una dificul
tad: ¿cuál es la autoridad que impone este criterio? “En
este caso no puede ser d padre, dado que éste accede a esa
autoridad por el progreso mismo.” Hay que relacionar,
pues, la actividad psíquica y el predominio paterno con una
raíz común que las explique. Veremos que esta raíz común
se encuentra en la dimensión de ausencia.
¿Qué lugar ocupa la representación en la intelectualidad de
la que habla Freud? Es la respuesta a la ausencia del
objeto. El movimiento del deseo que espera la satisfacción,
cuando ésta llega a faltar da lugar a la representación por la
fantasía de realización del deseo. La representación ocupa
una situación intermedia entre la actividad perceptiva senso
rial, que necesita la presencia del objeto, y la actividad del
pensamiento, que decide la existencia de ese objeto, en su
ausencia en el mundo exterior, con ayuda de deducciones
e inferencias3 3 . La representación que sólo hace interve
nir la identidad de las percepciones obedece a la lógica del
proceso primario bajo el dominio del principio del placer.
La actividad psíquica, que se apoya en la identidad de
3 3
Cfr. La negación. S.E.. XIX, pág. 287; B.N.. II pág. 1042.
114
pensamientos, está sometida a la lógica de los procesos
secundarios que obedecen al principio de realidad. La prue
ba de realidad sólo se instala cuando los objetos que antes
brindaban la satisfacción se han perdido.
La representación desempeña en la Orestiada una función
doble. La conclusión de la trilogía, que ve triunfar la causa
del padre sobre la de la madre, acuerda implícitamente su
preferencia al proceso de pensamiento sobre la representa
ción, de allí la importancia que se da al lenguaje en el
debate: la causa que gana el proceso es la de la palabra:
“El Dios de la palabra, Zeus, ha triunfado” dice Atenea.
Esta decisión, al mismo tiempo, ateja de Orestes las repre
sentaciones terroríficas de las delegadas de la madre.
La Orestiada es, pues, teatro de cierto número de oposi
ciones que se recortan: <[•
115
entre el objeto de la representación, del cual habla la fábula
representada, y la representación tomada, a su vez, como
objeto, que plantea el problema del tipo de objeto que
realza la tragedia.
Freud considera que el proceso de afirmación pertenece a
la actividad de Eros, mientas que la negación se vincula con
el impulso de muerte. ¿Qué ocurre con la realidad en la
tragedia: existe, no existe? Esta pregunta vale tanto para el
mito que ella representa como para el estatuto de la repre
sentación teatral misma. Encerrados en esta alternativa, no
podríamos decidir a menos que consideremos el caso de
esos objetos especiales que son y no son lo que represen
tan.
La tragedia tiene una función de memoria y de representa
ción pero sólo puede enunciar su discurso por medio del
actor34 . Este es comparable al coloso, a quien Jean-Pierre
Vernant3 5 consagró un excelente estudio. Ambos ayudan a
efectuar el pasaje entre el mundo de los vivos y el mundo
de los muertos; ambos tienen derecho de existencia sólo en
el espacio en el cual se circunscriben o en el momento de
su epifanía. Actor y coloso forman parte de esa categoría
del doble a la. que Vernant propone relacionar con el
sueño, la sombra, la aparición sobrenatural. Un psicoanalis
ta vería en ambos expresiones del objeto transicional descrito
por Winnicott. Se sabe que este autor designa con ese nombre
las primeras posesiones que no pertenecen al cuerpo pro
pio : puntas de trapos a los que se apega el niño, extremida
des de frazadas y, más tarde, osos o muñecas, absolutamen
te necesarios para el niño, sobre todo en el momento de
dormir. Winnicott relaciona estos objetos con el pecho
materno, cuyos primeros equivalentes son. Es igualmente
importante que esos objetos sean y no sean lo que repre
sentan. Aquí se manifiesta la división del sujeto, que actúa
116
en el fetichismo, introducida por Freud y desarrollada por
Lacan.
Pero si la función dei actor puede entrar en el mismo
marco, la tragedia entera como espacio de ese objeto transi-
cional es la que recoge su función para el espectador.
A sí la representación teatral se sitúa en la encrucijada de
esta oposición entre lo sensible y lo inteligible, entre lo
existente y lo inexistente, lo real y lo irreal, y no pertenece
a uno ni al otro.
IV
117
prenda de la participación del acto. Ella no es sino un
distanciamiento; es, en la operación misma en la que se
realiza, aparición del sujeto como Otro.
Mediante la duplicación de la representación (representación:
el mito, representación de la representación: la tragedia),
mediante esa encarnación que da a la fábula una segunda
vida (como el sueño de la vida a los pensamientos que pone
en escena), el mito, que en el epos era un discurso propues
to a la representación se trasmuta, en la tragedia, en discur
so impuesto por la representación. Se transforma en discur
so del Otro.
El mito ya no se sugiere solamente a su destinatario con
una invitación a entrar en él, sino que se lo remite y proyecta.
La proyección implica el retomo al sujeto de lo que,
abolido, es exteriorizado, de lo cual no podría escapar. El
sujeto encuentra al Otro mediante esa vuelta vivida como
un retorno. El héroe trágico, dice Hegel, exterioriza la
esencia interior. Quizá toquemos aquí el fundamento de la
representación. Con la garantía de esa alteridad, ésta puede
seguir los caminos del sentido, puesto que ese sentido será
representado como asunto del Otro, en el que el sujeto no
tiene nada que hacer salvo compadecerse/Al contrario, para
que a los ojos del sujeto sea puesto a cargo del Otro, ese
sujeto no puede ya deshacerse de la representación y debe
contarse entre los que actúan en su lugar. Con la condición
de contar con un espectador obligatorio -cap turado en la
trama tejida por el Otro— la representación puede realizar
su obra.
El autor del espectáculo será, pues, al mismo tiempo el que
lo habrá escrito, montado, organizado, y el que se encuen
tra obligado, anónimo, a asistir a él. La asistencia a las
fiestas y concursos de tragedia era un deber çn la antigüe
dad. Esta participación exige que el espectador se abstenga
de la acción, de la motricidad, para paralizarse en el espec
táculo, del mismo modo que el sueño nace de la impotencia
para actuar ligada al dormir y de la negación a dejar el campo
libre a la nada del narcisismo primario absoluto. Pero,como en
la tragedia, el escenario del sueño exige nuestra participación
en el espectáculo, cualquiera sea el deseo que podamos
tener de liberarnos de él. Se comprende mejor, entonces, la
118
importancia que atribuimos al sueño como expresión, según
dice Freud, de lo que se desarrolla en “la otra escena”, o en
la escena del Otro, como podría decir Lacan. La tragedia
sería la representación a cargo del Otro de lo no representa-
ble a los ojos del sujeto. Se puede observar entonces que la
representación es inseparable -la re-presentación— de la
interpretación3 7 . El origen de la tragedia es, pues, la expre
sión más acabada de la representación del Deseo en tanto
inseparable de un sentido oculto o perdido.
Se conocen las múltiples acepciones de logos: palabra, dis
curso, pero también teoría, lo cual significa asimismo, y
quizás ante todo, visión de un espectáculo. A este respecto
nosotros tomaríamos totalmente en serio este valor primero,
realmente fundador, de las formas del relato para recordar
la mutación operada por la tragedia.
Esquilo, inventando el segundo personaje, rompe con las
ataduras anteriores e inaugura un discurso nuevo. Sófocles
creará el tercer personaje, innovación de la cual se servirá
Esquilo en la Orestiada. Se dice con razón que antes de ser
jurista, teólogo o filósofo, Esquilo era poeta y dramaturgo,
pero la invención poética y dramática es aquí inseparable
del universo conceptual que pesó sobre lo trágico, aunque
éste no lo supiera. También se ha dicho de Esquilo que era
un pitagórico tanto como un poeta. El discurso de la Ores
tiada —forma naciente de la dialéctica triangular- sigue
siendo tributario de las relaciones duales bajo las que se
colocan ciertas relaciones de parentesco a las que hemos
aludido antes. Se abre sobre el discurso ternario plenamente
asumido de la Edipiada. La tragedia ilustró esos tipos de
discurso, esas representaciones del Deseo, mediante situacio
nes donde están en juego las relaciones de parentesco.
Si el símbolo es relato (de una historia fundamental) y si
ese relato es inseparable de una interpretación, del mismo
modo que la interpretación vuelve necesario al relato que
119
ella tiene como función interpretar y que es, él mismo,
resultado de una interpretación, se comprende que el senti
do sea inseparable de esa interrogación contenida en la
historia y de su proyección. Pero habíamos sostenido que
esa historia es la de las relaciones de parentesco. Lo que
demuestran los helenistas (Ramnoux, Vemant) es que el
saber inicial concierne a los mitos de generación y de
soberanía, cuya traducción son las cosmogonías, que plan
tean implícitamente el problema del poder38 .
La dependencia del sujeto respecto del Otro, de la que no
puede escapar por la prematuración humana en el nacimien
to, instaura a ese Otro como detentador del poder y lugar
de la verdad del sujeto.
La relación con el Otro significará, para nosotros, la rela
ción de parentesco, pues la presencia o la ausencia del Otro
traza el camino por el cual se significa el sujeto o, más
exactamente, es significado por él. Diremos pues que esta
relación de parentesco, que remite a esa historia fundamen
tal, debe, para significarse, tomar el camino de la represen
tación. No porque ésta sea el molde donde aquélla se vierte
para tomar forma, sino porque la representación es su
manifestación misma. En la medida en que la relación de
parentesco es constitutiva de sujeto, su representación se
manifiesta en la ausencia del progenitor que estructura
retroactivamente al sujeto como sujeto de Deseo, o en la
ausencia del sujeto que se representa el coloquio parental.
En resumen: porque la cuestión de la relación con el Otro
se presenta como representación, ésta, a su vez, se presenta
como representación de la relación con el Otro. Así es un
mismo fenómeno representar la relación de parentesco y,
en la actividad de representar, de poner en representación,
dar cuerpo a esa relación de parentesco. Representación e
interpretación como datos de la subjetividad aparecen aquí
solidarios, no solamente porque toda representación presu
pone la interpretación, sino también porque el ligar la
120
representación con la relación del sujeto con el Otro impli
ca necesariamente la interpretación como resultado de esta
interrogación, puesto que el Otro se revela allí como miste
rio, opacidad, sentido oculto a descubrir. Esta será la signi
ficación de la concepción del Deseo como Deseo del Otro.
Hay que agregar aún que esta opacidad, este misterio, no
son solamente los de lo desconocido o de lo indeterminado,
sino propiedad, apropiación del Otro, que por hipótesis los
detenta.
121
es hijo de nadie, puesto que io que garantiza al individuo
su lugar en el mundo de los humanos no es su presencia
física, sino los significantes por los cuales se hace conocer,
tanto en la vida como en la muerte. Así, en el crimen de su
madre, su rencor contra ella, si existe, no sería, en todo
caso, el móvil: éste reside en el pasaje necesario que él debe
realizar para llamarse hijo de Agamenón. Para inscribir un
pasado que él no conoce más que por el lugar marcado
pero no significado de la tumba de su padre, para liberar el
camino a la epopeya de Troya, que dio gloria a su raza y le
es inaccesible, indisponible, debe devolver la vida a Aga
menón, pues de esta rehabilitación depende el aval de toda
la existencia paterna. Por este gesto accede, finalmente, a
una identidad, aunque le cueste caro.
Quitar la vida de Clitemnestra es, ante todo, cumplir con
ese programa que, por la ruptura del silencio que pesa
sobre el nombre del padre, abre a Orestes el estatuto de
sujeto. Orestes casi no puede elegir, amenazado por las
lepras con “dientes salvajes que van devorando lo que ayer
era un cuerpo” si deja invengada la muerte de su padre, y
condenado a encontrar el castigo en su remedio si cumple
con su deber, cayendo bajo la garra sofocante de la
Erinnias. No es el Destino que se vuelve contra él en un
giro imprevisto, sino una situación sin salida la que lo
espera, cualquiere sea la solución que adopte. Estamos en el
centro de la problemática de la Noche. Como lo recuerda
Ramnoux, todo lo ctónico es infernal, pero la noche es aún
más terrible. Aquí encontrará, pues, este dilema insospe
chado: ¿cómo adquirir el derecho a esa filiación, a la
inscripción en las prolongaciones de la rama paterna, des
truyendo eso por lo cual ha accedido a la vida? No
solamente porque al suprimir a su progenitora agota su
fuente de vida es que se carga con una culpa mayor, sino
porque destruye, al acceder a su carácter de hijo, lo que
furda la paternidad. Al disolver el vínculo que une la
madre con el padre, comete un crimen tan grave como el pa
rricidio, aun si lo perpetra por orden paterna. Este es el absur
do del dilema que lo lleva a su caída, cualquiera sea el
término de la alternativa que adopte. Más allá de toda
psicología la ética de este discurso se agota en la dualidad.
122
El ‘‘Que yo la mate y que yo muera” de Orestes encuentra
igualmente su ilustración en lo que dice el corifeo: “Que
toda palabra de odio” , traducción de esos intercambios
simbiótico del discurso psicótico.
Frente a esta subjetividad en forma de talión, se enuncia
el discurso del desconocimiento.
Los cuestionadores del psicoanálisis lo han dicho suficiente
mente: Edipo no sabía. No sabía, al comenzar la investiga
ción, que su padre ya había muerto y se propondrá, con
una expresión profética, defender la memoria del rey de
Tebas asesinado “como si fuera mi padre” . No sabía que
esa reina obtenida en el lote de la victoria, como un botín
repartido al azar, era su propia madre. No sabía tampoco
dónde estaba la cuna de su nacimiento, como se lo recorda
rá Tiresias. Porque Edipo no sabía todo esto es que precisa
mente supo descifrar los enigmas, a lo cual debe su vida, y
durante esa vida buscará a ese padre cuya muerte le abrió
los caminos del lecho materno. Para encontrarse finalmente
en la situación de aquél que, al acceder él mismo a la
condición paternal, se transforma en fuente y lugar de
cuestionamiento en el discurso que su descendencia le diri
ge-
El sello de la transgresión que lo marcará a pesar suyo,
contra él, ante él, lo conduce allí donde debía llegar: a su
castración con la que finalmente se encuentra. Allí donde ya
no se trata, para él, de poder o de saber. Allí donde
tendrá que interrogar los signos que provienen de él, a
dominar lo que viene del adentro, librado al deseo de los
hombres, que se arrebatarán sus despojos aún antes de su
muerte. No es seguro que haya logrado cumplir con esta
-última misión, cualquiera sea lo que diga. Su conducta en las
últimas horas de su vida no tiene nada de sereno, y su fin
ambiguo adquiere la forma de un apocalipsis tanto como de
un ascenso triunfal.
Así, forma de la expresión y tenor del discurso son estre
chamente solidarios en esta concepción del símbolo como
relato. Al contrario, el relato de esta historia fundamental
se resiste a dejarse reducir a un discurso único, puesto que
se muestra transmisible y formulable según códigos tan
opuestos que su mensaje se altera considerablemente. La
123
posibilidad de prestarse a combinaciones estructurales tan
diferentes atestigua la gran resistencia que ofrece el Edipo
como constitutivo de la subjetividad para dejarse captar
como totalidad fija y cerrada. Hemos podido demostrar que
esas variantes, relación dual en la triangulación simple o
compleja del Edipo doble, positivo y negativo, situaban su
forma simple en el nivel de un mito fundamental que
nunca se toca sino en el límite.
Si la representación desempeña en la relación con el Otro el
papel fundamental que le atribuimos, pertenece, no obstan
te, a lo imaginario. Es por su estructura, es decir, por la
demarcación y organización de los elementos que la consti
tuyen, tanto en las relaciones que establece entre los prota
gonistas como por el carácter sistemático que liga los ele
mentos que la componen, que pertenece a lo simbólico.
Una de las funciones más importantes del Edipo es prestarse
a esas combinatorias diversas.
Hay, pues, una historia fundamental, pero en la medida en
que no implica una forma cerrada la búsqueda de su senti
do perdido origina discursos diversos que se engendran
mutuamente.
124
Encontramos un acuerdo entre las expresiones de esas for
mas sucesivas del logos y los planos que deduce la teoría
freudiana: el del impulso, de su Vorstellungs-Reprasentanz
y el del lenguaje.
Creemos que la tragedia es un ejemplo privilegiado de esa
conjunción de la representación del Deseo y los efectos del
discurso. Expresión de una modalidad de la palabra donde
ésta es solidaria de su modo de aparición y cuyas manifes
taciones son la percepción visual y auditiva del espectáculo.
Pero sería erróneo ver allí como un umbral, un límite de
ella. El Efesio, pensador del fuego,-ya dijo del alma, de la
que “nunca se encontrarán los límites, por lejos que se
exploren sus caminos, tan profundo es en ella el logos''*0 .
»" / . ,
APENDICE
127
denegación, a la envidia, que subyace a las relaciones del
niño con la madre, colocadas bajo el signo de la dualidad
de los impulsos eróticos o destructivos. La envidia del niño
hacia la madre es envidia de su poder creador y nutricio,
deseo de apropiarse de ese poder y destruirlo. Esta sed de
destrucción se centra en el objeto de su dependencia, el
pecho materno, cuyo deseo aumenta el odio y la envidia3 .
Este concepto de envidia, que está en la base de los
impulsos destructivos acarrea, cuando se llega a la fase
depresiva y con la amenaza de la pérdida total del objeto
que implica para el niño, el concepto correlativo de repara
ción.
Melanie Klein ve en el pensamiento griego una confirma
ción de sus tesis. A 1a hybris (desmesura) sucede la diké
(justicia) como castigo por haber enfrentado la Moira (la
parte de destino que le toca a cada uno). Del mismo modo,
a la envidia sigue, por influencia del superyó, la reparación.
Se sabe que el teatro de Esquilo, y muy especialmente el
tema de la Orestiada, se presta bien para la ilustración de
esta moral griega. En muchas oportunidades se subrayó esa
concepción del derecho» tan propia de Esquilo. Lejos de
concebir que el derecho reside en su totalidad y para
siempre en una de las partes antagonistas, parece que a
medida que la acción se desarrolla el deseo se manifiesta
detrás de la causa, hasta el origen, pero defendido de tal
manera que lleva a la inversión del derecho en derecho del
antagonista. Los intercambios, masivos, crueles, que ignoran
el matiz o la sutileza, nos ponen ante una forma de justicia
cercana al taitón. Es evidente que muchos de estos rasgos se
prestan a la fantasmagoría kleiniana.
Pero Melanie Klein va más lejos e interpreta los caracteres
de los héroes según su conocida dialéctica de la fase esqui-
zoparanoide y la fase depresiva. Es divertido comprobar
que sus conclusiones se oponen a aquéllas a las que yo
había arribado. Considerando que la situación de Orestes
era ejemplar para la psicosis en comparación con la situa
ción edípica, ejemplar para la neurosis, yo veía en Orestes
128
el modelo mitológico del psicótico. Para Melanie Klein, al
contrario, Orestes está más acá de la psicosis, en la medida
en que puede decirse que la neurosis existe en un sistema
como el suyo, que parece totalmente construido para expli
car las modalidades del universo psicótico. Por lo menos
ella establece una distinción entre la posición esquizopara-
noide, que se encuentra en la base de desórdenes graves (esqui
zofrénicos) y la posición depresiva, que subyace a desórde
nes menos graves (melancólicos), por lo menos porque son
críticos e intermitentes. Melanie Klein considera que el
hecho de que un sujeto sea capaz de una reacción de duelo
es testimonio de que ha alcanzado la fase depresiva. La
ausencia de duelo será pues el signo de una fijación en la
fase esquizoparanoide, índice de mucha gravedad. Pero,
dice ella, Orestes tiene esa reacción después de la muerte de
su madre.
No es muy razonable discutir el diagnóstico nosográfico de
un héroe de tragedia. Tales controversias son aún más
estériles que las que se abren alrededor de los casos indivi
duales de los enfermos. No obstante, no se ve qué autoriza
a Melaine Klein a afirmar que Orestes presenta un estado
mental característico de la transición entre la fase esquizo
paranoide y la fase depresiva, “un estado donde la culpabi
lidad es vivida esencialmente como persecución” . Al contra
rio, parece que Orestes presenta los rasgos de una psicosis de
persecución. No se comprende por qué la culpabilidad no
subyacería a esa psicosis. Melanie Klein piensa que hay una
incompatibilidad casi total entre la fase esquizoparanoide y
la culpabilidad, pues ésta supone la noción de un objeto
total respecto del cual se siente culpabilidad, mientras que
la angustia del esquizoparanoide es la de un retorcimiento
taliónico. De hecho no hay, por parte de Orestes, una
verdadera culpabilidad; hay un castigo conocido, previsto,
esperado, por haber matado a su madre, del mismo modo
que hubiera incurrido también en castigos atroces si no
hubiera vengado la muerte de su padre. Nos encontramos,
pues, en un sistema taliónico absolutamente indiscutible.
Pero Melanie Klein se apoya en el deseo de reparación de
Orestes. La cuestión es saber si él desea lavar una mancha
que lo separa de los seres humanos para reencontrar su
129
lugar entre ellos, la mancha del hijo de Agamenón, o
manifestar su arrepentimiento respecto del objeto materno.
Es cierto que la autora hubiera podido decir que la reclu
sión de Orestes era signo de la destrucción de los objetos
buenos introyectados y que estos abrían el camino a la
angustia de persecución por parte de los objetos m alos.. .
Notemos al pasar que Melanie Klein no atribuye ningún
valor al hecho de que el matricidio se lleve a cabo en forma
cruda y directa4 . En la medida en que esas fantasías son,
para ella, la regla, nada hay allí que pueda sorprender.
Melanie Klein ve en este acto sólo ur. signo del carácter
negativo del complejo de Edipo y nada más. La constelación
edípica total, es decir, doble, está atestiguada de diversos
modos en la trilogía. Electra presenta un complejo de
Edipo positivo, y la rivalidad entre Clitemnestra y Casandra
(ésta es un sustituto filial) es un indicio de la presen
cia de ese complejo positivo. Al contrario, Apolo, que
impulsa y apoya a Orestes, indica un Edipo negativo. Mien
tras que Atenea, hija preferida de Zeus y cuya influencia
prevalece, es signo de'complejo de Edipo positivo. Así
podría escribirse:
131
una imagen superyoica y -la st but not least- Zeus: Padre
de los Dioses.
En este conjunto sincrético los Dioses conviven con los
hombres sin que se establezca ninguna distinción. Aquí
podría encontrarse, en un contexto diferente, una crítica
que a menudo se hace a Melanie Klein: la no distinción
entre objeto y fantasia de objeto (Pasche y Renard). Lo
que decíamos del Padre se reencuentra aquí en las figuras
compuestas d.e ese superyó en forma de mosaico. Zeus no
reina ya sobre el Panteón de los Dioses, se encuentra en el
mismo plano que sus hijos. El paganismo no puede ser
suficiente para autorizar esa nivelación. . .
Pero esta indiferenciación general priva a nuestro examen
de su centro, de su eje, de un código que permita una
lectura coherente. El Edipo es, ante todo, condición huma
na en su generalidad, antes de ser el lenguaje particular de
tal o cual condición humana (psicosis o neurosis). Decir
esto implica entonces restituir en una distancia significativa,
en toda su diferencia, la función del padre y de la madre.
Sin embargo ese rico trabajo contiene muchas observaciones
que llevan muy lejos la reflexión sobre las fantasias de no
nacimiento, sobre los bebés que las fantasías del niño
matan en el vientre de la madre, que no pueden nacer pero
permanecen como objetos internalizados muertos y sin
embargo activos, ya sea como objetos buenos o malos. La
alimentación de la madre no solamente mantiene con vida
al vivo, sino también al objeto internalizado muerto que
lleva en sí. Esta interpretación reveladora ilumina muchos
hechos.
Todavía hay que reflexionar sobre las concepciones del
símbolo que presenta aquí Melanie Klein. La autora atribu
ye a éste una función de fijación de la fantasia. Así, las
fantasías se “apegan” a los objetos, se “prenden” de ellos y
hacen pasar la actividad de la energía impulsiva de un
modo continuo, fluido, permanente, invasor, a una forma
ligada, limitada, discontinua. Los objetos fantaseados y rea
les adquieren un estatuto simbólico. Pensamos en una frase
de Merleau-Ponty: “El ser es lo que exige de nosotros
creación para que podamos experimentarlo” . Pero esta crea
ción, dice Melanie Klein, no es tan urgente sino porque la
132
más amante de las madres no puede satisfacer las poderosas
necesidades afectivas del niño. Así, el símbolo es trozo de
carne sobre su infancia. Cómo no comprender, entonces, a
Melanie Klein más allá de ella misma y decir, más allá de lo
que dice, lo que no ha dicho pero que sin embargo dice. A
saber: que la imagen internalizada del padre muerto, del
creador de los niños muertos que llevamos en nosotros es
creación, manifestación de lo simbólico.
133
C apítulo 2
135
El psicoanalista en “O telo”
136
que. El analista 110 llega virgen al texto. Está pleno de
saber, es decir, pesado y encadenado por sus prejuicios. No
puede arribar a ese vacío que debe operar cada ve/ que
emprende el análisis de un paciente, escuchando con su
“tercer oído” los sonidos nuevos de la palabra analítica. No
puede hacerlo porque el texto no es un texto de sesión,
una palabra libre, que ha soltado sus amarras racionales, y a
la vez obligada, por el pacto analítico, a decir todo. Así
pues, por un lado, un analista que tiene una teoría analítica
-la de Freud sobre los celos- y por otro un texto enuncia
do mediante la palabra escrita, no analizable, como no lo
sería su autor a través de él. ¿La empresa estaría, pues,
consagrada al fracaso, sobre todo si el analista desea escu
char sólo al texto y no al autor? Estamos ante un falso
dilema. Si el análisis es verdadero, entonces el analista
extrae de él un saber verídico sobre el hombre, que puede
ocuparse de verificar aún cuando 110 se cumplan las condi
ciones técnicas del análisis, como si sólo se enfrentara con
uno de los diversos modos de disfraz que encuentra en su
práctica. Un disfraz fijado y por ende inaccesible a una
interrogación que sería susceptible de brindar una respues
ta, aunque fuera velada. Pero disfraz fijado, es decir, apre-
hendible, abierto a tantas lecturas cuantas sean necesarias
antes de formarse una opinión. Un sentido velado, pero el
develamiento es posible por ese velo mismo, pues el velo se
ajusta tan bien a lo que debe ocultar que revela sus contor
nos de manera precisa.
Freud, acaso, ¿no pensaba que la terapia analítica sólo era
en sí misma uno de los aspectos del psicoanálisis aplicado,
pues el psicoanálisis se postulaba sobre todo como teoría y
como método, y tendía a conclusiones generales que tras
cendían en mucho a las extraídas del tratamiento de las
neurosis? ¿Por medio de qué verbo puede producirse el
encuentro entre un sujeto (psicoanalista) y un objeto
{Otelo, tragedia de Shakespeare)? Por el verbo escrito para
ser representado. Otelo es una obra escrita para ser repre
sentada. Implica, pues, menos la existencia de un lector que
la de un espectador-oyente al que se trata de capturar en el
juego. La lectura del psicoanalista será, pues, una doble
lectura: lectura del texto y lectura de la representación, es
137
decir, búsqueda en la organización de los significantes de lo que
opera por su representación en la representación en el espec-
tador-oyente. En resumen, se trata de saber por qué el
espectador isabelino y nosotros mismos nos interesamos por
el espectáculo.
Esta primera lectura doble será confrontada entonces con
otra lectura doble, la de la teoría freudiana de los celos
con la de la fenomenología de la experiencia de los celos. Se
supondrá que puede establecerse una relación entre, por
una parte, la representación y la experiencia fenomenológi-
ca de los celos, ambas agrupadas bajo el rótulo de lo
consciente, y por otra parte la organización de los signifi
cantes que fundan la representación al actuar sobre el
espectador-oyente, y la teoría freudiana: estos dos últimos
elementos se sitúan a nivel de sus efectos sobre el sujeto en
el registro del inconsciente.
Freud demuestra la experiencia consciente de los celos.
Propone su “montaje” a nivel de lo inconsciente, y Shakes
peare, qüe describe una locura celosa para compartirla con
su público logra, por haberla hecho funcionar, aún cuando
sin saberlo, un montaje homólogo.
138
El Hecatommithi. colección de relatos (publicado en 1565)
de la que se extrajo O telo, está constituida por una serie de
historias que se narran los pasajeros durante un viaje por
mar desde Roma a Marsella en 1527. Shakespeare encontró
en un relato anecdótico, semejante a los intermedios que
esmaltan las aventuras del Quijote para distraer al lector, la
materia de su tragedia. El hecho de que la intriga sea
contemporánea ya se ha producido y se producirá aún en
su obra, pero solamente en el caso de las comedias o el
drama.
Es como si la distancia que siempre requiere la tragedia
que hace aparecer al héroe con su aura, efecto que se
confía por lo general al desfasaje histórico, fuera creado
aquí por el mito del origen lejano. Ciertos críticos obser
varon lado “far away y long a g o de Otelo. Figura
demasiado grande para un mundo demasiado pequeño, últi
mo descendiente de una raza de gigantes. La obra se titula
Otelo, el moro de Venecia, marcando bien todo el espacio
recorrido entre la tierra natal ¡y la ciudad de los dux 3
Pero este deslizamiento sustitutivo del efecto diacrónico a
un efecto sincrónico será fuente de ambigüedad.
Creemos que hay que vincular absolutamente la contempo
raneidad de la acción con el origen extranjero del héroe, el
origen más extranjero “de aquí y de todas partes” que
simboliza lo negro más completo para el mundo del Renaci
139
miento que descubre tierras nuevas4 . Estas aproximaciones
permiten comprender que existe, desde que se levanta el
telón, un cuadro de alienación —su espejo es el aspecto
sociológico—, cuyo fin, de hecho, es establecer una diferen
cia —la misma que querrá reabsorber Otelo con su admisión
a la ciudadanía de Venecia5- y cuya esencia será aquí
original —dependiente del lugar de nacimiento-, allí donde
en las formas trágicas antiguas se establecía comúnmente
sobre la evocación del tiempo mítico o de las circunstancias
excepcionales del nacimiento del héroe.
14U
habrá arrasado a los turcos, no a la República de Venecia.
Pero ésta muestra ya sus fallas, develando la impotencia del
viejo Brabancio para obtener el respeto a la palabra pater
na. Pues si el consentimiento de Desdémona es suficiente
para declarar conforme el matrimonio, ¿por qué defender a
Chipre e impedir que se deje seducir por los turcos0
Después está la clase del placer, la de Desdémona. Es la
clase de la juventud y la galantería, la de los amores de la
flor de los hijos de Venecia. Desdémona no ha renunciado a
ella de ningún modo, diga lo que diga, como lo de
muestra claramente la escena de la llegada a Chipre. Sin
duda ella quiere asociarse a las empresas guerreras de Otelo,
pero es evidente que sigue gustando de los placeres de la
jovencita que aún es, a juzgar por las risas y los juegos del
segundo acto, mientras que su esposo está todavía en el mar,
quizás en peligro. Otelo y lago no forman parte de esta
clase. Desdémona —a pesar de su deseo de compartir la vida
de Otelo en el combate— no renuncia a las ventajas de su
sexo, y Cassio, a pesar de ser soldado, no olvida en los
momentos de distensión que'un hermoso oficial es además
un hombre galante. Cassio también forma parte de la clase
del placer. Pero no está totalmente integrado a ella; es aquí
un mediador.
La tercera clase es la que pone en comunicación a las dos
primeras. Es la clase de la guerra, entre el poder a quien
sirve y el placer que desprecia. Clase de los héroes y de los
hombres. Todo el drama de Otelo será el de estar, por su
matrimonio, en el límite entre el poder y el placer y ser
incapaz de unir esas extremidades tan lejanas entre sí para
él, como la tierra y el cielo.
Frente a este mundo parlante se encuentra el mundo mudo
de los dioses, que están aquí en una lucha silenciosa y son
invisibles a los ojos de los humanos. Oposición de los dioses
moros en forma de poder de magia que actúa por brujería,
y del dios cristiano. Dios del amor, de fidelidad, pero
también dios sutil y retorcido cuyos siervos llevan en sus
rostros mil expresiones contradictorias y misteriosas que
son fuente de engaños. La transgresión cometida con el
matrimonio de Otelo y Desdémona, que fue posible por la
conversión de Otelo, es esta misma conversión, que vuelve
141
contra él a los dioses moros de su nacimiento a quienes ha
abandonado, y aleja de él al dios cristiano que no lo quiere.
Juntos, ellos le harán pagar esa conversión con el precio de
su vida.
142
de la razón de Estado: los dos últimos los de los derechos
de la familia. El dux y Ludovico estatuyen, ordenan y sin
embargo no suscitan nuestra adhesión sobre la autenticidad
de su idea de la justicia o de la autoridad. Brabancio y
Graciano son figuras lastimosas que no pudieron evitar el
rapto en el primer caso, ni el crimen en el segundo. Como
muchas veces en Shakespeare, aquí el poder está prorroga
do. Las múltiples ocasiones en que se renueva esta situación
muestran que el universo shakespeareano no estigmatiza
tanto las faltas cuanto que liga indisolublemente el poder y
su caducidad. Revela, además, la imposibilidad de todo
poder para mantenerse al nivel en que se espera que perma
nezca. El poder .político entra en correspondencia con el
poder paternal reunidos bajo el emblema del significante
fálico. Allí es donde Otelo debe llegar en esta tragedia; allí
donde debe cumplir sus pruebas ante Eros accediendo a la
situación de esposo, es decir, llegando ante los ojos de
Desdémona. a ocupar el lugar del padre que le ha quitado.
Y del que Desdémona, ante el Senado entero reunido, ha
renegado en su favor, por su boca misma. El lo ha hecho.
Lo cual equivale a decir que se destina, de este modo, a
perderla.
La clase de los guerreros está representada por dos figuras
importantes: el valeroso moro y su alférez lago. Otelo se
describe a sí mismo de este modo, cuando es llamado a
defender su causa ante los senadores.
144
de ciencia y de teoría. Un espíritu cultivado antes que un
guerrero endurecido, l'n hombre que sabe hablar a las
damas y no ignora de los refinamientos del comercio con
ellas. “Muy bien, hermosos besos, profunda cortesía", dirá
lago observándolo y esperando su hora. Es el negativo
exacto del moro y ofrece una imagen semejante a uno de
esos hijos de patricios que se disputaban la mano de Desdé-
mona en Venecia y ante quienes-ella preferirá a Otelo.
Otelo, lago y Cassio constituyen los tres vértices del trián
gulo masculino, inscrito en el triángulo femenino formado
por Desdémona, Emilia y Blanca. Si Desdémona es su
figura central —como lo es Otelo en la clase de los guerre
ros—, sólo alcanza su pleno valor asociada a Emilia, que le
sirve ae dama de compañía, y opuesta a Blanca, la prosti
tuta, con la que Otelo la identifica hacia el fin de la
tragedia. Así se dibujan tres imágenes femeninas. La joven
esposa, Desdémona, joven amante, apenas mujer, aún cerca
na a su parte masculina en la identificación fálica con su
esposo. La mujer casada, de vuelta de las ilusiones de los
primeros tiempos del matrimonio, objeto de los sarcasmos
de su esposo, a quien sirve con sumisión, pero no encadena
da por la fidelidad: Emilia. No se sabe si prestar crédito a
las alusiones de lago que la acusa de haber sido amante del
moro y de Cassio. Es posible que sea, como generalmente
ocurre, calumnia —pero ella misma, al fin de la tragedia,
cuando Desdémona le pregunta si ella engañaría a su mari
do, responde sin ambages: “Sí, lo haré; y lo deshaceré
después de haberlo hecho.” Pero entonces, ¿qué es lo que,
en el límite, separa a Emilia de Blanca, la prostituta para
los soldados? Puta, pero mujer valiente por lo demás,
sinceramente enamorada de Cassio. ¿El interés que ella
obtiene de su comercio? Emilia, mujer honesta que no
carece de generosidad, puesto que sacrificará su vida para
develar la verdad, dirá: “ ¡Miserables de nosotras! ¿quién
no haría cornudo a su marido para hacerlo monarca? ”
Desdémona, en la aurora de su vida conyugal, parece en
frentarse aquí con otras figuras de la feminidad. Todavía
no ha entrado eri ningún sendero decisivo en esta alba del
matrimonio. Implica en si misma la ambigüedad de muchas
posibilidades.
145
El sujeto entre dos procesos
147
Los dos procesos
Brujería y oráculo
149
brujería. Sin embargo, él tuvo el presentimiento de ese
desenlace por medio de los sueños. “Este acontecimiento se
asemeja a mi sueño” ( 1 , 1 ), comprueba al enterarse de la
noticia del rapto de Desdémona.
No obstante, apelará “a las drogas mediante las cuales
pueden corromperse las virtudes de la juventud y la virgini
dad” . “Tú las has embrujado” ^dirá al moro:
150
Insinuándose aún antes de que aparezca en este espacio de
la fantasía donde no penetramos, buscamos a Otelo en la
oscuridad de la escena atravesada por el dolor del padre,
como él mismo buscará ese pañuelo que dió a Desdémona
para sellar su unión.
Pero esta prenda está poblada de sortilegios:
151
mientos de la gente” ; omnipotencia cuya intermediación
tomará el pañuelo, pues su posesión garantiza el deseo que
inspira el objeto de amor. Dice de este talismán:
152
esa palabra paternal será anegada en el triunfo ilusorio
sobre la autoridad que la garantía del dux ha legalizado al
reconocer la validez del matrimonio.
Pues Otelo saldrá absuelto del proceso de brujería. En
verdad, nunca ha tenido esos poderes. Nunca temió la
justicia del dux, y cuando se presenta ante el Senado
reunido en tribunal escucha tranquilamente la promesa del
dux a Brabancio:
153
expresamente la identificación de la joven Venecia con el
héroe triunfante de mil peligros. Ella
10 Hay que notar que el texto deja más de una apertura para la
interpretación: that heaven had made her such a man”. Esto
puede entenderse de dos maneras. Ya sea que Desdémona haya
deseado q ue el cielo la hubiera hecho a ella un hom bre así,
solución adoptada por Jouve no sin razón, pero tam bién que el
cielo le hubiera hecho tal hom bre, le hubiera destinado un
esposo así. Hay a q u í una clara relación del Ser y del Tener, de
la Identificación y del Deseo.
154
II. KL DLStO
155
autoriza a rechazar la hipótesis del posible favoritismo del
moro. En efecto, por su comportamiento Cassio se muestra
poco conforme a la imagen que se tiene del lugarteniente
del moro, que debe reemplazarlo en toda ocasión. Más bien
se muestra débil, irresoluto, ingenuo, afeminado. Ese Febo
es, por cierto, atraçtivo: joven, bello, bien educado, instrui
do, discurridor, galante, atrae el corazón de las jóvenes con
su arte de la cortesía. Parece que Otelo hubiera tenido
dificultades para justificar la injusticia que constituye este
nombramiento ante las explicaciones pedidas por los emisa
rios de lago. Se dice que Otelo “las eludió con un discur
so ampuloso. Horrorosamente lleno de epítetos guerreros”
(I, O-
En la escena en que lago hace pesar las sospechas sobre
Cassio, Otelo dirá de él: “Muchas veces se ha entrometido
entre nosotros.” Esta es su situación exacta: está entre
Desdémona y Otelo. Lo cual quiere decir que ofrece a la
veneciana todo lo que la educación galante puede haber
enseñado a un joven oficial para conmover al sexo femeni
no, y a Otelo la condición de soldado apto para ganar su
afecto. Cuando lago acusa a Cassio y Desdémona de amores
culpables reaccionamos protestando y nos indignamos ante
la pérfida calumnia. Pero sería fácil ver allí sólo una pura
fabulación. El alférez no inventa esta hipótesis para las
necesidades de su causa; está convencido de ella. Más preci
samente, se apodera de signos discretos, pero no la crea en
su totalidad. Cassio, antes que el moro, acoge a Desdémona
en Chipre; lo hace con acentos donde es difícil establecer
la línea de separación entre la admiración hacia la mujer
del general y los fuegos de una inclinación naciente: la
“divina Desdémona” es saludada como una reina:
156
Cassio. Sí, sonríele, anda. Yo te atraparé en tu propia
galantería.. . Decís verdad; así es, en efecto. . . Si semejan
tes manejos os hacen perder vuestra tenencia, sería mejor
que no hubieras besado tan a menudo vuestros tres dedos,
lo que os pone en trance de daros aún aires de galanteador.
¡Magnífico! ¡Bien besado ÿ excelente cortesía! Así es,
verdaderamente. ¡Cómo! ¿Otra vez vuestros dedos a sus
labios? ¡Que no pudieran serviros de cánulas de clister! ”
(II, 1). Antes de acusarlo de vulgaridad por este último
rasgo, reconozcamos mejor, desde ahora, la marca de la
homosexualidad en los celos de lago. Es cierto, el análisis
que hace lago con Rodrigo de los sentimientos de Desdé-
mona lleva la marca de su posición subjetiva. Pero sin
embargo ella no es descalificada. Y hasta puede alcanzar
cierta exactitud; y cuando él declara: “Desdémona está
francamente enamorada de él” (Cassio), exagera y por eso
forzosamente deforma lo visible de una corte, en ese esta
dio quizá solamente lúdico en sus fines y tradicional en sus
procedimientos. Esto no impide que debamos considerar
con atención su desarrollo. ¿Será duradero el amor de
Desdémona por Otelo? Ese enamoramiento, como lo ense
ña la experiencia, ¿no será más que un fuego de paja?
“Cuando la sangre se extingue por la diversión, se necesita
ría, para reanimarla y renovar el 'apetito, un encanto en los
ojos, un acuerdo en las edades, las maneras y las bellezas:
todo lo que falta al moro” (II, 1). Pero Cassio tiene todo
eso. Todo lo que falta al moro. Lo verosímil no es siempre
verdadero y lo verdadero no siempre es verosímil. Pero esa
escena en que Desdémona hubiera debido mostrar más
inquietud por su marido siempre en el mar, con la tempes
tad apenas, apaciguada, y donde ella parece haber gustado
mucho de la compañía de Cassio, ¿no es acaso un
presagio? “Tú no la has visto, cuando ella hacía cosquillas
en la mano a Cassio. Tú no has visto nada” , dice a Rodri
go. “—Sí, he visto, sólo cortesía.” “—Lujuria, lo juro por
esta mano” (II, 1 ). “Se acercaron tanto con sus labios que
sus alientos se besaban” . La mano del juramento que lago
tiende a Rodrigo, el enamorado rechazado y burlado por sus
cuidados, se apoya, en su fantasía, sobre la del lugartenien
te cortés, se ofrece para ser tomada allí, en lugar de la de
157
Desdémona, cuyos dedos él deseaba que penetraran a Ca
ssio por el fundamento, disfrazando con el sarcasmo el goce
descontado, suscitado por el juego de Jos alientos impreg
nándose mutuamente. Recordemos la observación de Freud
sobre el deseo del celoso que desgarra el velo del incons
ciente para volverse receptivo al secreto de los signos de la
seducción femenina más trivializados por las costumbres
mundanas. Esa supralucidez respecto del reconocimiento de
su valor erotogénico, erosionado por las costumbres hasta el
punto de que quienes los intercambian han perdido el
sentido de su función original, es pagada con el alto precio
del desconocimiento del lugar que ocupa el celoso en este
juego, descifrando e interpretando esos signos. Lo cual lo
priva de ser el destinatario de esos homenajes, para asegu
rarle mejor el hecho de encontrarse en un espacio fuera de
su propia visión, ocupando con esplendor el lugar demasia
do discreto ocupado por la fuente femenina de esos men
sajes. No veamos solamente aquí el efecto de la proyección.
La proyección entra igualmente en juego cuando él comien
za a interesarnos en el espectáculo. Por eso el análisis de
lago, por el momento, no tiene nada de inverosímil. Su
descripción de Cassio, “un bribón por demás voluble, sin
otra conciencia que la precisa para envolverse en meras
formas de apariencia urbana y decente, para la más amplia
satisfación de sus inclinaciones salaces y clandestinamente
desarregladas. . . sutil y resbaladizo, un buscador de ocasio
nes. . . es guapo, joven y posee todos aquellos requisitos
que buscan la ligereza y el poco seso’' (II, 1) es quizás
exagerada para reanimar la fe tambaleante de Rodrigo. Pero
peca menos por su falsedad que por la ilusión de videncia
que pretende. Por lo demás, una vez solo, lago mostrará
que es mesurado en su apreciación de la situación y que esa
apreciación no es una pura ficción:
“ Era ju sto que así fuese tratada, muy justo. ¿De qué m odo me
he conducido, para inspirarle la más pequeña sospecha de mi
más leve falta? (IV, 2)
159
Más tarde, en el momento de morir, ella se defenderá,
quizá menos para sobrevivir que para convencer a Otelo de
su fidelidad. Se trata no tanto de una infidelidad en acto
cuanto de un deseo que toca el extremo reuniéndose con el
deseo sexual de Otelo, en el momento en que él encuentra
su carencia, que Cassio continuamente le hace presente. A
Emilia, que la descubre agonizante, Desdémona responderá,
acosada para que señale al autor de su muerte: “Nadie, yo
misma.” Palabra que se ha querido interpretar como prueba
de su amor incondicional y absoluto por Otelo. Seguramen
te. Pero el tiempo de esa última confesión coincide quizá
con su primera confesión. Al prepararla para su última
noche, Emilia recibió la confidencia de sus sentimientos
hacia el moro:
160
mentó de los celos, porque conduce a Desdémona a develar
su deseo defendiendo al lugarteniente caído en desgracia.
No se ha observado suficientemente qué necesario era ese
episodio. Todo ocurre como si fuera necesario, para que
actúen los celos, que el objeto de Deseo que es Cassio para
Otelo se debilite y decepcione. La devaluación de Cassio
precede o coincide con la devaluación de Desdémona.
Extraña noche la que debía ser una noche de fiesta para
todos. Noche de bodas que han retardado el rapto, el
proceso y la expedición, noche en la que, una vez supera
dos todos los obstáculos, el deseo puede cuajar. Se ha
escuchado la causa sin que se realice el proceso; se ha
alcanzado la victoria sin que se libre la batalla. La noche de
Chipre es toda promesas:
“ Vamos, amor querido. Hecha la adquisición, es menester gozar
el fruto, y esta ventura está aún por llegar entre vos y yo.
Buenas noches” . (II, 3)
161
Este amor ya no tiene un lugar desde donde pueda procla
marse a la faz de sus hombres. Al romper la distensión
gozosa de Otelo, evoca la derrota más imprevisible del
soldado. La irradiación del lugarteniente se refleja en el
objeto que ahora ocupa el primer lugar; pasa de Cassio, su
segundo, a Desdémona, su compañera. Pero irradia en
Cassio y se cierra en Otelo, en ¡a concurrencia entre el
amor hacia sus hombres y ese otro, más reciente, por su
mujer, el término que lo representa con los rasgos de!
general impecable e incorruptible. Esto es lo que se le
remite desde la ciudadela que él gobierna, ciudadela que
hubiera debido dormirse en la paz recuperada, una vez
disipada la inquietud. Esta devaluación del objeto del deseo
inconsciente debe hacerlo caer para que, desalojado del
pedestal donde se encontraba, reavive el sentimiento sordo
que inspiró, y se encuentre ahora como objeto de la com
pasión y la solicitud del Otro. Ese Otro que es su mitad
será su intercesor Lo que Desdcmona ignora es que ella
morirá por haber reavivado el Deseo insoportable que Otelo
sentía respecto de Cassio 1 1. El juego de lago tenderá al
mismo fin De ahora en adelante se trabará una lucha a
muerte alrededor de ese amor tan inconsciente como recha
zado: o bien Otelo triunfará y Cassio desaparecerá de su
deseo, o bien Otelo sucumbirá y Cassio triunfará. Shakes
peare elige, entre diversos desenlaces posibles, entre los
cuales se encuenda aquél en el que el lugarteniente queda
incluido en la hecatombe final, el triunfo de Cassio. Otelo
le pide perdón y Ludovico pronuncia la transferencia de
poderes:
162
r
El Deseo de Otelo: entre Eros y el impulso de muerte
164
amor de Otelo, tan marcada en todos sus puntos por la
delimitación de los signos del falo, está atestiguada en
versos célebres. Cuando Otelo se entrega a la creencia en la
infidelidad de Desdémona, sabemos finalmente lo que ha
perdido con ella:
165
Entre ese Otro que habita la tierra extranjera del amor
donde Otelo viaja sin mapa y sin armas, librado al encanto
de Desdémona, y ese Mismo en el que Otelo se mira como
en un espejo en su armadura de guerrero, en mitad de
camino, se erige la silueta noble y elegante del joven Cassio.
En una marcha regresiva lo encontramos aquí, en el camino
que va del objeto femenino genital al amor narcisista que el
sujeto siente hacia sí mismo. Detengámonos un instante.
¿No es así como se presenta Cassio? No hay más que
recordar el retrato que de él hace lago, donde se critican o
alaban, no se lo sabe, en todo caso se envidian, su sutileza,
su finura, sus modales y su belleza. ¿Pero no son esos,
acaso, los mismos atractivos que adornan a Desdémona 9
El, además, es un soldado. Sin duda no tiene nada en
común con esos soldados brutales y mdos, pero conserva
los rasgos comunes a la gente de armas14. Un hombre
completo, que tiene todo para gustar, una virilidad que ha
sabido llegar al refinamiento. Esta condición es la que hace
suspirar al moro, puesto que él no ha podido adquirirla a
pesar de sus cualidades eminentes. Y si el narcisismo es lo
que en Otelo se muestra como más inexpugnable, se com
prende entonces que Cassio pueda ser amable, como hubie
ra deseado serlo su jefe. Esto explicaría ese nombramiento,
que por cierto no se puede sospechar de irregular, sino de
camarilla. En resumen: Cassio, al mismo tiempo que está
adornado con los mismos encantos que Desdémona, conser
va los atributos del soldado en quien Otelo quisiera recono
cerse. Y ser amado por esa figura debe ser delicioso. De
donde esa identificación con el objeto amoroso en los
celos, en los que Otelo siente, como si hubiera podido ser
su beneficiario, los éxtasis que puede prodigar Cassio. De
allí que la exclamación que sale de su boca en e! encuentro
de Chipre: “ ¡Oh mi bella guerrera! ” adquiera un sentido
nuevo. Y también que su amor por Desdémona haya pasa
do por el camino del deseo de ésta, por ser ella misma un
hombre como Otelo. Aquí se cubre la diferencia entre el
amor narcisista, donde arraiga el deseo de Otelo, y su amor
166
de objeto, al cual Otelo se adapta con dificultad en la
medida en que tiende a un ser femenino, castrado.
De este amor por Cassio, que el psicoanalista infiere, no se
encuentran rastros en boca de Otelo; ¿debemos extender
nos sobre las razones que atestiguan su verosimilitud? Po
demos observar que, desde que se desencadenan los celos,
Cassio adquiere mucha más importancia que Desdémona,
puesto que Otelo le sacrifica su objeto de amor. Nos
asombramos de que se crea con más facilidad a lago que a
Desdémona, y no comprendemos que Otelo se ciegue tan
rápidamente. En la lógica de lo consciente, es para asom
brarse. Pero si se presta más crédito a nuestra hipótesis la
tragedia i interpreta de otro modo. Otelo no estaría furio
so por la traición de Desdémona sino cruelmente herido
por la de Cassio. La infidelidad de Cassio le importaría más
que la de Desdémona; su ebriedad durante la guardia era el
presagio. Y cuando Otelo cae fulminado y se consume ante
nosotros asistiendo desde los bastidores a una escena de la
que no pensaba ser testigo, en la que lago oye las pruebas
de la culpabilidad de Cassio, Shakespeare dispone de mane
ra que esta escena transcurra entre dos hombres, Cassio y
lago. Otelo enrojece al ver a Cassio mimar los gestos pro
pios de una mujer que éí presume es la suya, pero los ve
prodigarse sobre la persona de lago. Y cuando lago trata de
suscitar la adhesión de Otelo, inventa una fabula que pre
senta al moro. Le cuenta a éste cómo escuchó involuntaria
mente las palabras que el lugarteniente dejó escapar durante
el sueño:
167
Shakespeare. En ninguna parte se muestra mejor la eficacia
del engaño. lago, en su maquinación, ha suministrado a
Otelo la fantasía ante la cual éste retrocede. Con el pretex
to de la representación de la infidelidad, de hecho nos
fuerza a ver con Otelo una relación homosexual. Lo que el
alférez nos muestra es un espectáculo que sirve de cebo
para la identificación, en el que Otelo puede verse a sí
mismo en el lugar de lago, locamente besado y abrazado
por Cassio. La noche de bodas perturbada por esa guardia
tumultuosa adquiere entonces una significación retrospec
tiva. “Como esa noche. . . ” puede pensar Otelo, desplazan
do su mirada hacia lo que sólo ha podido saber por boca de
terceros. Lo que escapa a ese movimiento de la mirada
quiere que Otelo sea, en ese instante preciso, mirado a su
vez por la escena que lo atrapa tanto más cuanto que lago
ha dado a su deseo de pruebas un estatuto imposible de
verificar:
168
sueño y la fantasía son, en sí mismos, trabajo proyectivo.
La proyección actúa aquí en estado puro, esencial. Es decir
que reconduce al sujeto, por el camino del afuera —aquí la
escena del diálogo lago —Cassio— a lo que está abolido
adentro. Abolido o, percluídoJ o’ rclos, como diría Lacan,
Esta ferclusión, (forclusion) diferente de otras formas de
represión, subraya de un modo más preciso de lo que el
mismo Freud lo formula, que todos los representantes del
deseo están tan radicalmente expulsados del funcionamiento
del sujeto que éste recibe los signos desde afuera, como si
fueran los primeros, como si nada los hubiera precedido en
la experiencia del sujeto, como si entraran en resonancia
con una huella borrada, puesta fuera del juego, y se impu
sieran con una evidencia totalmente originaria. Subversión
de la simbolización de la que se reniega aquí, puesto que
declara que las dos mitades que ella reúne —la que se
presenta y ésa con la cual entra en resonancia— son extra
ñas una a la otra. Como si ese instante, en el que el sujeto
es puesto en movimiento por los significantes que engendra,
fuera el instante del surgimiento del Otro como poseedor
de la totalidad del sentido. Como si la acumulación de los
significantes no hubiera significado nada hasta entonces,
cubierta por una opacidad que sólo se desgarra con la
brutalidad de la revelación para designar lo irrepresentable,
lo impensable. He aquí al sujeto destrozado, desmantelado,
y sus deshechos sirven para la construcción de los engrana
jes necesarios para constituir el sentido del Otro.
Es cierto que el discurso del celoso, en clínica, está más
lleno de la preocupación por el rival donde asoma la homo
sexualidad. Shakespeare hace funcionar ese resorte sin en
tregarnos palabras que en el teatro serían demasiado revela
doras. Se contenta, ganando eficacia, con proceder oblicua
mente con ayuda de comentarios laterales. Esas “piezas
reunidas” en el funcionamiento de la intriga nos queman
con el fuego de la verdad, en la oscuridad de la interpreta
ción invisible. Hacia el fin de la tragedia, un momento antes
del suicidio de Otelo, tiene lugar la última reconciliación.
169
Estos dos versos tienen el acento del amor reencontrado.
171
“ ¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo,
agente de la claridad, y me arrepiento enseguida, podré reanimar
tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh tú , el
m odelo más acabado de la hábil Naturaleza! , no sé d ónde está
aquel fuego de Prom eteo que volviera a encender tu luz.” (V, 2)
Otelo y su doble
172
de Otelo entre Eros y el impulso de muerte, sin dar
explicaciones sobre esta victoria de las fuerzas de la muerte,
aunque hemos visto que éstas podían encontrar un sólido
aliado en la naturaleza narcisista de las catexis de objeto de
Otelo. Nos falta, sin embargo, centrarnos en una relación
f undament al que gobierna a las otras, la relación
Otelo-lago.
Muchos comentadores de Otelo comprendieron que el análi
sis de la obra debía otorgar a lago un lugar preponderante.
Ese personaje misterioso dio lugar a diversas interpreta
ciones. Granville-Barker sostuvo que había también una
tragedia de lago. Se han preguntado, asimismo, si la obra,
con razón, no debía llevar por título lago más que Otelo,
hasta tal punto el alférez parece dominar el curso de la
acción: por momentos es creador, puesto que hace surgir
como un alquimista los celos de Otelo, e intérprete, pues
ofrece a cada uno la imagen que reclama (Granville-Barker).
Se lo comparó con los otros villanos de Shakespeare: Ricar
do III, Edmond, pero los supera de lejos. Estos dos últimos
tienen motivos para ser malvados. En lago todo lo que se
invoca parece inconmensurable con la perversidad que
muestra. Para concluir, se declaró que lago era malo por
esencia más que por resentimiento.
De todos modos no se puede pensar a lago solo. Es necesa
rio que otro término se le acople para iluminar la función o
la verdad del personaje. Es falso pensar, sin embargo, que
ese otro término podría ser contingente o intercambiable.
De hecho, detrás de la forma proteica de lago que le
permite lograr lo que proyecta, hay algo que puede captar
se más específicamente. Por lo demás, la treta y el engaño
del alférez no culminarán; aunque haya organizado perfec
tamente la maquinación infernal, el proyecto fracasará. Hay
que inscribir este fracaso no en ningún accidente imprevisto
sino en la esencia misma de ese proyecto que, también en
este caso, debe concurrir al triunfo de Cassio, del mismo
modo que hemos visto en ésa solución el secreto deseo de
Otelo.
Pues Otelo-lago, Iago-Otelo no se conciben separadamente.
Entran de este modo en una galería de parejas indisocia-
bles: Don Juan-Sganarelle, Don Quijote-Sancho Panza, so
173
bre los que llamó la atención Otto Rank en su estudio
sobre el doble. Su solidaridad es tan estrecha que, cuando se
estudian sus relaciones contradictorias siempre se salva
la complementariedad que los une. Así, para Bradley, lago es
todo: demonio, espíritu del mal; pero entonces Otelo
no es nada, sólo un títere. Al contrario, para Leavis, lago no es
más que un engranaje, un simple disparador adosado a una
organización apta para funcionar sola, donde Otelo es el
único responsable. ¿Cómo decidir aquí sin engañarse? En
verdad, las dos tesis son verdaderas y falsas a la vez. lago es
el revelador del conflicto de Otelo, pero no es un simple
inductor. Es mucho más que el catalizador de los celos del
moro. Sólo da cuerpo y crédito a los celos para extraer del
fondo de sus propios celos la resonancia que podrían tener
en el deseo de otro. Y por otra parte Otelo, tan apto para
abrirse a los signos ya inscritos en él, ¿no deja caer acaso
su túnica de hombre de guerra que hace y deshace los
ejércitos, para ofrecerse a los movimientos y maniobras de
las que es un juguete pasivo a la búsqueda de un “goce
ignorado por él” 16? Si Otelo sólo cae en las redes de lago
porque éste adhiere estrechamente a su deseo, era necesa
rio, para que lago pudiera concebir la máquina infernal,
que el rostro heroico y monstruoso del general lo inspirara.
La discordia no arraiga en el alma de Otelo en la famosa
escena del nacimiento de los celos; lo hace ante todo en el
público, en el lugar del espectador a quien se solicita ocupe
el lugar del garante de la fe.
Otelo y lago sellan juntos un pacto que los liga tan intima
mente como a dos amantes. ¿No terminan acaso su escena
de rodillas, uno ante el otro, invocando al cielo y pidiéndo
le que favorezca sus designios?
174
sus manos y de su corazón al servicio del ultrajado Otelo! ¡Qué
mande, y por sanguinaria que sea la obra, será para m í un acto
de piedad el obedecer! ” (III, 3)
y lago concluye:
175
lago. Otelo y lago son las dos caras de un solo personaje.
Por eso Shakespeare se esfuerza por presentárnoslos lo más
disímiles posible, unidos por la diferencia misma que cons
tituyen en conjunto. Todo los opone, como el día y la no
che. El origen: Otelo es moro, por lo tanto extranjero, lago
(a pesar de su nombre) es florentino; el nacimiento: Otelo
es hijo de rey, lago de extracción oscura; la fe: Otelo es
converso, por lo tanto creyente, lago no cree en nada; la
carrera: Otelo es general, lago un suboficial tenaz; el carác
ter: Otelo es noble y generoso, lago mezquino y codicioso;
el temperamento: Otelo es un ardiente apasionado, lago un
ávido calculador18 .
Cuando Rodrigo 1 9 reprocha a lago haber seguido bajo sus
órdenes después de haber sido expulsado de su cargo de
lugarteniente, Shakespeare, mediante un juego verbal, mues
tra la ambigüedad de las relaciones Iago-Otelo:
176
puede ser aquél a quien sirve el moro: es decir Cassio. Pero
este ascenso al objeto del deseo debe pasar por el canal de
aquél que lo elige. En absoluto es sorprendente para el
psicoanalista que esta respuesta a Rodrigo termine con el
verso:
177
ción, del moro que le ha negado ese rango y, según él, le
habría quitado su mujer y aún, si debemos considerar todo,
envidioso y despechado por el amor no compartido que
siente hacia Desdémona; todo esto, que ofrece a la potencia
maléfica motivos sobre los cuales se fundará, es inconmen
surable con el maquiavelismo 2 1 que emana de lago. Su
triunfo está presente en dos versos que iluminan la conver
sión de Otelo a sus planes cuando éste dice:
Jl Se ha querido ver en lago una figura del hom bre nuevo del
Renacimiento, discípulo de Maquiavelo. Su función va mucho
más allá de esta localización temporal.
" Como Otelo herirá a lago sin matarlo en la escena final.
178
si “hace ver” a Otelo en ese mismo momento, lago se
olvida, preocupado por suscitar la falta del Otro, imaginán
dose gozar de la escena en que acaricia la esperanza de la
exclusión de Cassio y de la destitución de Desdémona. Del
mismo modo, cuando sea el artesano del juego en que hace
hablar a Cassio de Blanca mientras que Otelo imagina que
se trata de Desdémona, en la escena que se le representa, es
él, lago, quien será el cautivo, lo mismo que Otelo, de la
mascarada que ha montado malignamente. Pues él fue, en
una escena anterior, el observador despechado de las rela
ciones corteses entre Desdémona y Cassio.
Se ha podido observar que Otelo no monopolizaba los celos
en la tragedia. También lago sospecha que su esposa lo ha
engañado con Cassio y Otelo, como si éste representara
para nosotros, al comienzo de la obra, esos celos no naci
dos todavía en el moro, que no tiene ninguna sospecha de
su naturaleza celosa. De hecho, los sentimientos de lago se
acercan más a la envidia que a los celos. ¿No hay que
distinguir, en efecto, las dos formas: envidia y celos?
Melanie Klein, en Envidia y gratitud, establece la diferencia
entre ellas. Mientras que los celos implican un predominio
proyectivo y admiten la existencia de un tercero que goza
de lo que el celoso está privado, la envidia imnüca un
deseo de introyección destructiva que tiende a la degrada
ción directa del objeto del deseo, sin intermediarios, en el
marco de una relación dual. Otra distinción, que puede
añadirse a la de Melanie Klein, los separa: los celos son un
deseo que se dirige al objeto, la envidia concierne sobre
todo al narcisismo. Si Otelo es celoso, a pesar de la forma
narcisista de su catexis objetal, lago está habitado por una
sed de dominio que se dirige más al deseo que a su objeto,
al cual Otelo está, durante un tiempo todavía, apegado. Sin
embargo, al ligarse con Otelo, desde que ha alcanzado el
objetivo de su promoción al cargo de lugarteniente, el
dominio narcisista se resquebraja. El hecho de haber juradc
su fe al moro parece hacer coincidir la traición de lago con
lo que el mismo moro traiciona, su deseo inconfesado por
Cassio.
Es como si se formara una danza cuyo movimiento escapa
a quienes dibujan sus figuras. Al comienzo de la tragedia
179
lago habla el lenguaje de la envidia pero predica la domesti
cación del deseo al culto de sí mismo —“Nunca encontré
un hombre capaz de amarse a sí mismo” - mientras que
Otelo, ocupado por sus recientes bodas, relega a segundo
plano todo lo que pertenece al orden de sus satisfacciones
más constantes, las de los vínculos que lo ataban a sus
hombres. Y, apenas se cumple la destitución de Cassio, ella
despierta en Otelo el amor homosexual inconsciente, pero
éste, como es inaceptable, sólo puede expresarse en la
degradación y la culpa de Desdémona. Desde entonces
Cassio entra subrepticiamente en el deseo de lago, después
del éxito del nacimiento de los celos, engañando la seguri
dad dada por el sentimiento de haber logrado capturar al
moro, mientras que el comienzo de la obra mostraba al
alférez tan entregado a la depreciación de su feliz rival. Por
eso puede admitirse con razón que hay también una trage
dia de lago que es el revés exacto de la de Otelo. Hay que
tomar a Shakespeare a la letra, pues lo dice con una frase
que pone en boca de Otelo: “By heave, he echoes m e’’,
que en la traducción francesa de Jouve aparece como: “Tú
te haces mi eco” , haciendo perder esa dimensión donde
juega el clivaje del sujeto.
Por esta voz se enunciará el retorno de lo reprimido anula
do (forclos). La palabra del viejo Brabancio emerge y reapa
rece con la evidencia de los prodigios realizados. Otelo
había borrado hasta la huella de esa sentencia. A quí resuci
ta en boca de lago, clara y cortante como una espada en el
día del juicio final.
181
na forzará los juegos de palabras de manera incomprensible.
Y sin embargo es muy probable que haya en sus palabras
más sentido de lo que parece. Los equívocos del clown,
intraducibies, hacen resaltar el tipo mismo de los significan
tes implicados en la interpretación delirante; así, cuando
Desdémona pregunta:
182
tolera, pero la risa es la liquidación de una tensión, de una
sobrecarga de afecto hacia el afuera, donde se expresa el
sentimiento de triunfo sobre el objeto, sin que ninguna
limitación ponga trabas. Aquí no nos reímos del celoso,
sino gracias a la inversión del amor en odio, de la sobreesti
mación del objeto sexual del Otro. Los celos no se limitan
a una simple inversión de lo positivo y negativo, sino que
hacen surgir en estado puro la aglutinación de los signifi
cantes en exceso. Esta condensación permanece silenciosa
en el amor o sólo se desencadena en la serie sintagmática
de las innumerables cualidades del objeto de amor que se
interponen entre el Deseo del sujeto y la fantasía de reu
nión con él. El clown, agente de mediación entre los
protagonistas, reduce al silencio las ondas de armonía en
nombre de Otelo, pues “ como se dice, al general le importa
poco escuchar música” y hace pasar en su lugar el rechina
miento cacofónico de los significantes que se cambiarán
entre Otelo y lago. En los enunciados del clown vemos la
exhibición de esta “ extensión de lo sexual” que se relacio
na, no ya con lo que diferencia a los dos sexos, sino con lo
que tienen en común : lo excremencial 2 6.
183
aclaraciones. Hemos planteado la cuestión de su origen doble,
don de la maga a la madre o del padre a la madre. Nos
inclinaríamos a ver en esta mancha del texto shakespeariano
la cuestión de la tragedia. La interrogación, no formulada,
cubierta por las voces de los protagonistas, en: “ ¿Qué dicen
los dioses de esta unión? ” . El discurso que le hace eco la
retoma en otra forma: “ ¿Quién garantiza el despertar del
deseo y por qué medios? A esta pregunta no se da otra
respuesta en el texto de Shakespeare que el misterio de ese
doble origen. Por lo cual se nos indica que se trata menos de
una pregunta sin respuesta que de una respuesta imposible de
considerar unívoca. El pañuelo ha salido de una matrilineali-
dad secundada por la ayuda de las magas, de un poder de
creación engendrado sólo por las fuerzas femeninas, producto
del corazón de esas vírgenes que únicamente habrán conoci
do del Deseo las huellas dejadas por su ausencia de realiza
ción. O bien es ese don prodigado por ei padre a la madre
para inspirar lo que falta a su solo encanto natural, allí donde
éste no puede alentar el deseo del Otro, para que el trozo de
tela se presente a su vez como objeto á desear. En ambos
casos, el pañuelo es significante del deseo cuya significación
sólo se aprehende allí donde llegue a faltar.
El estrecho vínculo que mantiene el pañuelo con la castra
ción está atestiguado por el momento de su introducción en
la tragedia. Aparece entre Desdémona y Otelo en el momento
en que, por primera vez, éste se queja de tener “un dolor en
la frente” . Así se designan alusivamente los cuernos que teme
el moro. Pero esta metáfora y ese temor entran en relación
con otro dolor en la frente. Otelo es epiléptico y nos es
imposible no ligar ese dolor, verdadero o falso, con la crisis
que pronto se declarará y cuya aura probablemente sea. Pero
qué rica de significaciones nos parece entonces la negativa de
Otelo a dejarse vendar por Desdémona, que se ofrece para
aliviarlo. “Vuestro pañuelo es demasiado pequeño” , le res
ponde. Y en ese momento el trozo de tela cae como resto de
un encuentro marcado con la barra que afecta su deseo, ya se
lo denomine celos de Otelo o deseo de Cassio27. De este
184
modo Desdémona ofrece su don a Otelo; en ese gesto ella
encuentra el rostro de la madre que cuida y se despoja ante
Otelo del velo con el cual él cubre su sexo. Hemos visto que
en Cassio, en su lugarteniente, es donde él encuentra ese
complemento indispensable que puede faltar a Desdémona.
Otelo caerá en trance después de haber evocado con una
precisión insoportable la escena sexual entre Desdémona y
Cassio.
185
nuevo cuadro que forma con el moro continúa la serie de
juegos amorosos imaginarios de Desdémona y de Cassio y la
fantasía en que Cassio, dormido, abraza a lago tomándolo
‘por Desdémona. La crisis ha aboiido la visión aborrecida de
Desdémona desfalleciendo con otro. Pero ha permitido, en
la obnubilación misma de lo intolerable, que el agujero de
esta pérdida de conciencia se llene con esa otra escena
donde, gracias a la abolición del control del sueño, lago y
Cassio han dejado deslizar entre ellos las primicias de la
lujuria. Otelo vuelve en sí en brazos de lago y recibe en su
mirada la imagen de su doble; su identificación con el
deseo del rival se transforma en deseo hacia el rival. Se
habrá recorrido la cadena de los objetos del deseo desde el
amor genital hasta el’narcisismo, y terminará con la palabra
que permite identificar a lago con la Desdémona maternal
que lo ha precedido: “ ¿Y cómo va eso, general? ¿No se
hirió la cabeza? ” Y Otelo responde: “Te burlas de m í” . La
epilepsia es para Otelo la castración, por e'. vínculo que
establece entre el dolor de cabeza y la situación de marido
engañado. El hecho de que haya rechazado ei pañuelo para
disfrazar esa herida demuestra que, si Otelo no tolera que
deje el lugar que le permite tapar la castración femenina, la
herida de Otelo será exhibida a todas luces. El pañuelo es
para Otelo testimonio de certidumbre, indicio de una situa
ción donde la presencia o la ausencia de pene se basa en
signos visibles, a los que hay que interrogar con la mirada
para obtener una respuesta. Pues, como todo celoso, Otelo
sólo es sensible a las pruebas que atestiguan la certidumbre
de su deseo y de ¡as confesiones que lo justifican. “Give
the ocular proof”, la prueba ocular, es decir, la prueba
especular. Denme la piueba especular de que mi amor es
una puta. “Hazme ver.” Otelo quiere ver, como Edipo
quiere saber. Pero ni uno ni ei otro tienen idea de lo que
buscan. “Lo que yo quiero es la prueba” , dice Otelo;
veremos aquí, además, un doble sentido. La prueba es su
deseo. Su deseo de que su mujer sea una puta, bsa preocu
pación por la prueba visible debe incluirse, además, en el
retorno de lo reprimido. Porque él raptó a Desdémona de
noche, engañando las miradas, debe constituir esta prueba
en lo visible. Pero ese invisible que siempre se sustrae lo
186
remite a la palabra de Brabancio: “ Moro, si tus ojos saben
acechar.. La prueba visible no es, pues, solamente la
manifestación de vigilancia, sino resurgencia del oráculo
paterno.
Esa condición de prostituta de Desdémona es esencial para
sostener el deseo de Otelo. Si todas las mujeres son prosti
tutas, entonces uno sólo puede relacionarse de un modo
durable con hombres, y tienen derecho a no amar a las
mujeres más que como prostitutas y de amar en eilas a la
prostituta. Pero, al hacer esto, al alejarse más de la que fue
el piimer objeto de amor, la madre, uno se acerca a ella sin
saberlo. Pues la primera de todas las infieles fue la madre,
cuando el niño descubrió por primera vez la existencia de
las relaciones secretas que ella mantenía con el padre. Hasta
tal punto que quien huye de las mujeres rebajándolas a la
categoría de prostitutas y preservando platónicamente a
una de eilas está más cerca que nunca de la madre cuando
se encuentra en los brazos de una prostituta 2 8 Y de hecho
Otelo sólo deja brotar en él los açentos de la pasión cuando
puede tratar de prostituta a Desdémona, mientras que en el
cielo brillan las castas estrellas a quien no puede nombrar la
causa de su deseo. El amor se cargará de las múltiples
degradaciones que sufra el objeto de amor por su infideli
dad, engrosando sin saberlo un goce insospechado.
Desdémona privada del pañuelo hará surgir en el espíritu de
Otelo imágenes que hay que reinsertar en el contexto de las
fantasías que connotan. Su acumulación insistente muestra
en Otelo la contigüidad de lo sexual y lo repugnante, así
como la anatomía acerca lo genital y lo excretorio. En
estas diversas expresiones, Otelo se imagina con los rasgos
de lo que aborrece:
“ Mejor quisiera ser un sapo y vivir de la hum edad de un
calabozo, que guardar para usos ajenos un rincón de aquello que
am o.” (III, 3)
187
“ ¡Pero ser arrojado del santuario en que deposité mi corazón,
del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida; del
manantial hacia donde se desliza mi corriente para no secarse!
¡Ser arrojado de él o conservado como una cisterna para que
sucios sapos se enlacen y engendren dentro! ” (IV, 2)
188
debía encontrarse: cuando ella ya no lo tiene, eso es lo que
ella es. Allí donde termina el recorrido del deseo, en lugar
de la prueba ocular dada por el objeto, el pañuelo, comien
za el fin del sujeto.
Es ahora el momento de hacer entrar en juego el puñal que
no tocará a Desdémona, pues ésta debe morir intacta, y
mutilará a Otelo, que exhibe su herida en el momento de
desaparecer. Pero esta última mutilación, punto final de
esta tragedia, está totalmente impregnada del engaño que
fue el motor mismo de la tragedia. Otelo debe salir del
campo trágico por la misma vía de lo que ha constituido lo
trágico. Así se sucederán las armas en su mano, como el
pañuelo habrá pasado de mano en mano. Otelo llega hasta
descubrir ante nosotros la fantasía de la otra arma disimula
da. Después de haberse precipitado sobre lago 2 9 es desar
mado por Montano, pero va a apoderarse de una segunda
espada, oculta en la habitación. Desarmado por segunda vez,
el espectador ya no puede contar con un recurso a ese proce
dimiento, puesto que ya se lo ha utilizado. En ese
momento, la función fálica cede el lugar al reconocimiento
de la castración.
189
El reconocimiento de la castración no ha podido impedir
que ésta tome en Otelo la imagen de su negación, evocando
por esos desarmes sucesivos la figura de la hidra con múlti
ples. brazos que Otelo representa para nosotros. En ese fin
que él se inflige, cortando el mismo la cabeza del mons
truo, quiere significar sin duda el dese de encontrar a
Desdémona en el más allá, adornada con los mismos atribu
tos de los que el día de su boda debió reconocer que estaba
desprovista.
190
La fantasía homosexual inconsciente que liga a Otelo con
Cassio, nunca nombrada ni reconocida, se deduce del en
cuentro de los deseos de Otelo y de Desdémona. Otelo en
su trasplante veneciano reniega de sus pares y sus dioses de
nacimiento, y ve en Desdémona un objeto de amor porque
ella misma desdeña a aquéllos con quienes su nacimiento la
destinaba a aliarse. Pero Otelo sólo puede leer en los ojos
de Desdémona que responde a su llamado, aquéllo que, en
su rechazo a dejarse desear por los que la rodean le cierra
el camino de su secreto deseo de ser semejante a aquéllos
mismos que le estaban destinados. El apuro, ei apresura
miento por concluir antes de que se anuden otros hilos,
llevan !a marca de un “antes de que sea demasiado tarde”
como para prevenir esa interrogación de cada uno sobre el
destino de su deseo. Desde entonces la imagen de! rapto
con el consentimiento de la presa, que sigue a su situación
de inaccesible ante tantos pretendientes, entra en contra
punto con la adhesión de Otelo a dioses nuevos después de
tantas resistencias y obstinación para escapar de innumera
bles sujeciones, como si en esta conversión hubiera, de!
mismo modo que en esa seducción, un engaño en la bús
queda de esa inversión.
El dios cristiano ha sido engañado por las tretas de Otelo,
que atrae a Desdémona por el prestigio de su origen lejano,
de sus fabulosas aventuras, de su leyenda rodeada de aureo
las, todas peripecias relacionadas con su condición de
moro. Pero Otelo ha renegado de los dioses de sus antepa
sados. Se ha convertido. Esta conversión es una traición por
la cual será castigado con la ayuda de las mismas armas que
aseguraron su triunfo: el engaño y ¡a infidelidad. E¡ único
infiel de la tragedia es Otelo, que ha abjurado de sus dioses.
Entonces se conjugarán, en una alianza fatídica, el dios
cristiano, engañado durante la conquista de Desdémona, y
los dioses moros, abandonados por Otelo, para castigar a
aquél que renunció a sus vínculos ancestrales para contraer
otros.
En el último acto, el de la muerte de los esposos, se siente
con una fuerza especial esta presencia de los dioses. Hay
que escuchar atentamente para ver cómo Otelo, al cometer
un crimen, lo transforma en holocausto.
191
. .vas a hacerme com eter un asesinato, cuando me proponía
un sacrificio.” (V ,2 )
192
ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro. . . ”
193
apartamiento implica de retorno. Es como si, al vincularse
por amor con la imagen más lejana de su madre —no otra,
sino exactamente la inversa— encontrara sin embargo a ésta.
Lleva a cabo, sin saberlo, uu incesto al revés. Al elegir a su
contrario recae en la misma, la madre inevitable.
Otelo quiere a Desdémona semejante a su madre. Lo dice
suficientemente, mostrándole que el precio que pone a su
persona se relaciona con el precio que pone al pañuelo de
su madre, para que ella sea como la madre de los primeros
tiempos,, la que todavía no había sido tocada por la castra
ción, provista del velo que impide su visión.
Otelo es pues, a fin de cuentas, un hermano de Edipo y de
Orestes30 . Se ha expatriado muy lejos de su padre. Al
protegerse del deseo de castrarlo, no pudo evitar satisfacer
ese deseo en la persona de Brabancio3 1. Ese padre, del que
hay que sostener el deseo que inspira mediante un talismán,
es aquel a quien vuelve a someterse en la inconsciencia del
deseo homosexual 3 2 que impide el goce del objeto de
amor. Esa muerte rechazada muchas veces, evitada cada vez
por un pelo, esas evasiones milagrosas así como esas victo
rias, hacen de Otelo ese talismán mismo. Pero esta prueba,
confirmada mil veces, se detiene en el umbral de la cámara
nupcial. Y no era suficiente con reducir a su merced el
194
innumerable enemigo dando a otros la muerte que él desti
naba a su padre sólo por haberse liberado de la deuda que
implica ese deseo de muerte. Pues el lecho de amor puede
ser el de la muerte. Aquí cesa el milagro y se revela Ja
exigencia de que el talismán provenga del Otro. Los dioses,
que vieron en esta conversión el viático por el pasaje hacia
un imposible cambio de objeto, no se engañaron.
195
constituida por el conjunto de articulaciones entre diversos
protagonistas, significantes marcados, deseos entrecruzados,
fuerzas personificadas, donde se lee la estructura de la obra
que permite decir que ésta es la estructura de la locura
celosa y no de los simples celos. El espectador, a quien se
invita a la mostración de los celos simples, queda captura
do, preso en la red de las articulaciones, subyugado y
entregacio a la perturbación. Cuando no se libre de la
perturbación mediante la risa, buscará en malas razones el
punto donde la razón protestará contra lo que en esta
coyuntura le parecerá irracional. De hecho, tratará de evitar
la secreta razón de su goce y su perturbación. Pondrá un
dique contra el deslizamiento de las formas de los celos
comunes hacia las figuras mortales donde la historia de
Otelo puede arrastrarlo. Fijará los límites para que entre Ote
lo y él no pueda haber una identificación completa.
Entonces se invocarán todas las razones que acentúan la
diferencia entre Otelo y el espectador: la raza negra, el
error de ese matrimonio “m ixto” , la condición de la mujer
en la República de Venecia, etc. Para el psicoanalista, esta
diferencia es irreductible a esas circunstancias, y su funda
mento se encuentra en la homosexualidad negada [forclos]
y degradada en masoquismo. Entre lo que Shakespeare
muestra a nuestros sentidos y ¡o que da a oír al inconscien
te tiene lugar esa diferencia que Freud nos propone desci
frar. Lo que se trata de restituir es lo que se proponía a la
luz de las candilejas, menos a la atención que a la diversión
del espectador. En cuanto a lo qufl se desarrollaba en la
Otra escena, eso debe ser objeto de otra lectura, con ayuda
de otro tipo de vínculos entre sus elementos significativos,
enunciado según otro modo de escansión, marcado por otra
puntuación, que expresa un discurso que se resiste a decir
se, pues, en sí mismo, es un velo sobre ei decir, y a falta
del cual no habría ya tragedia, ni héroe, ni espectáculo, ni
espectador.
La tragedia imita los celos. Ella instituye pués, al hacerlo,
la diferencia entre unos celos comunes antropológicos, y
unos celos trágicos, escénicos. Entonces ya no son simples
celos, sino celos trágicos y, como tales, celos heroicos. La
distancia diferencial se transforma en la distancia entre el
196
espectador, sujeto a los celos comunes, y el héroe, sujeto a
los celos excepcionales, que atacan a un hombre cuyo
nacimiento y virtudes han llevado al pináculo. Celos homó
logos a los celos de los dioses, a quiehes el éxito y la
felicidad de Otelo arrojan sombras, pues los obstáculos para
su acceso al cargo de general de la República de Venecia y
al matrimonio con una de sus patricias eran enornfes. Celos
del padre, que ve en el éxito de su hijo una abolición de las
prerrogativas que aseguran su poder paternal y un signo del
deseo de ser suplantado por su retoño. Pero lo que la
tragedia muestra, lo hemos dicho, es que esos celos son
locura celosa. Esta es la otra diferencia. La que sólo se
percibe en el movimiento de la estructura trágica, que
permite reconocer en la relación entre los elementos de la
obra el rostro de la alienación extrema. La situación excep
cional, la del héroe, se duplica por ser negro, lo que hay
que tomar aquí en su significación metafórica. Esta negrura
heroica hace de Otelo el personaje que lleva en sí la marca
del “Hace mucho tiempo, un hombre venido de muy le
jos. . . un extranjero.. Pero si todos los celos, aún los
más comunes, no llevaran en sí el germen del delirio,
ningún espectáculo que los muestre sería posible. Inversa
mente, porque estos celos son delirantes, el espectador que
los entrevea en el fulgor de un instante los rechazará como
inaceptable y atribuirá al espectáculo mismo la causa de
ese rechazo. La mimesis es mimesis engañadora, pues hace
creer en la identidad de lo que reúne: celos comunes y celos
heroicos. Por que es trampa, atribuye los celos heroicos a
los celos delirantes, y secundariamente rechaza a éstos co
mo demasiado excepcionales para ser verdaderos. Y cuando
el espectador reconoce el germen delirante en los celos,
escapa de este modo al ataque de los mismos. “Puesto que
los celos son locura y yo no estoy loco, puesto que soy el
espectador de esta obra, entonces yo no soy realmente
celoso.”
La representación de los celos ha cumplido con su objetivo:
obtener del espectador el desconocimiento de su deseo.
197
C a p ítu lo III
Ifigenia en A ú lid a *
La e c o n o m ía d el sacrificio
“ ¡Sagrado! . . .
De antem ano, las sílabas de esta palabra están
cargadas de angustia, y el peso que las carga es
el de la m uerte en el sacrificio. . .
Nuestra vida entera está cargada de muerte.
Pero la m uerte definitiva tiene en m í el senti
do de una extraña victoria. Me baña con su
luminosidad, abre en m í la risa infinitamente
feliz: la de su desaparición” .
GEORGES BATAILLE
Las lágrimas de Eros
GEORGES BATAILLE
El erotism o
199
I. LAS DOS IFIGENIAS
La compasión y el terror
201
hasta borrarlo .el phobos que constituya el vínculo más
poderoso entre las dos mitades del espacio trágico: el espec
táculo y el espectador? Habrá que buscar la cicatriz en la
distribución de los efectos de ese sacrificio, de eso que, en
las formas iniciales de la tragedia, seguía a un ritual de
sacrificio.
Si sentimos un corte entre la tragedia antigua y la tragedia
clásica, esa no era, sin embargo, la opinión de Racine:
“Reconocí con placer, por el efecto que produjo en nues
tro teatro todo lo que yo imité de Homero o de Eurípides,
que el buen sentido y la razón eran los mismos en todos
los siglos. El gusto de París ha resultado conforme con el
de Atenas. Nuestros espectadores se han conmovido con las
mismas cosas que antaño han hecho vertir lágrimas al pue
blo más sabio de Grecia. . ,” 3 . Contra las modificaciones
del tiempo Racine defiende así una eficacia comparable de
las obras. Sería de mala fe acusarlo, por este juicio, de
querer entibiarse al sol de la gloria de Eurípides. Hay que
tomar en serio esta afirmación y someter a las obras empa
rentadas a la prueba de su economía.
En Eurípides:
3 Prefacio a Ifigenia.
202
5. El encuentro Ifigenia-Agamenón muestra las tiernas re
laciones entre el padre y la hija ante Clitemnestra.
6 . Ifigenia es una joven virgen, púdica, amedrentada, dul
ce, tierna, virtuosa, valiente.
7. Clitemnestra, después de un intento de resistencia, se
somete al sacrificio.
8 . Aquiles también renuncia, después de un intento de
resistencia, a fomentar una rebelión sin el consenti
miento de Ifigenia.
9. Aquiles y Agamenón no se encuentran nunca.
10. Agamenón cede y consiente, ante el numeroso ejérci
to, a sacrificar su hija.
11. Ifigenia es sacrificada o, secuestrada, reemplazada por
una cierva.
En Racine: /
203
Debemos explicar esta confrontación tratando, a través de
las oposiciones de una tragedia con la otra y la configura
ción coherente que forma cada una, de analizar cómo actúa
ti cada caso la eficacia trágica, puesto que Racine creía en
un't homología estructural entre su creación y la de Eurípi
des a pesar de las modificaciones y las innovaciones que
aportó. Es indudable que hay que tener en cuenta la
transfoí^iiación del sentimiento trágico en dos públicos se
parados jjür más de dos mil afíos. Pero nosotros, espectado
res contemporáneos, escuchamos a Eurípides como a Ra
cine; no es .inútil, pues, buscar los medios y las formas
mediante los chales lo trágico sigue conmoviéndonos.
La alternativa matrimonio-sacrificio
204
Este punto de partida falso de la intriga - e l hecho de que
la idea del sacrificio sea plausible, pero no su ejecución— es
lo que confiere su carácter singular a esta tragedia. Pues
deberá absorber este rechazo a lo largo de todo su desarro
llo y esto hinchará a la obra de Racine con todo lo que la
de Eurípides dejaba fuera de sí. Las dos tragedias tienen en
común la protesta contra una decisión inicua donde la
crueldad de los Dioses y de los adivinos se compromete con
la sed devastadora de la empresa guerrera. No solamente el
sacrificio de Ifigenia no tendrá lugar, pues la intriga culmi
na con el matrimonio con Aquiles, al cual ya nada se
opone, sino que ningún sacrificio tendrá lugar.
En vano se sirve Racine, llamando en su ayuda a Pausanias,
del personaje providencial de Erifila, que brinda el tributo
exigido de la sangre de Helena, de la que ella habría
descendido secretamente. Pues es claro, para cualquiera que
se detenga a examinar la significación de un sacrificio, que
la muerte de Erifila no puede reemplazarlo. Primero, por
que es un objeto impropio para ese ritual. Las exigencias
requeridas para esa ceremonia estipulan siempre que la
víctima debe estar desprovista de todo defecto o de toda
imperfección. La inocencia es lo que se sacrifica, y lo que
debe perecer deberá estar exento de toda marca que la
Naturaleza imprima sobre un ser para significarle una des
gracia o cualquier reprobación original. Por su nacimiento
(ha nacido de un matrimonio clandestino), por su origen
(es hija de la pecadora que hay que castigar), por su
carácter (lleva en sí los signos de una disposición a la
infelicidad), Erifila es una víctima recusable. Y en último
205
lugar y sobre todo, Erifila no muere en reemplazo de
Ifigenia por la vía destinada a ésta. Sustrae el cuchillo del
sacerdote sacrifkador y se lo hunde en el pecho, enten
diendo poner un crimen a cuenta de los futuros agresores
de su patria. Su suicidio se transforma no en un acto de
absolución sino en un testimonio a su cargo por el primero
de sus crímenes. Un suicidio en ningún caso puede reempla
zar a un sacrificio. Y se conoce la vigilancia de los que
cuidan a los condenados a muerte respecto de toda tentati
va de acortar por sí mismos su vida y la macabra solicitud
por el cuidado de su salud. Se ve entonces que, con el
suicidio de Erifila, la mancha del crimen de Ifigenia queda
evitada, pero esta misma mancha es lo que soporta el
personaje de Enfila y que se elimina del espacio trágico.
Las dos Ifigenia, la de Eurípides y la de Racine, están
construidas sobre una equivalencia que se presenta siempre
como una oposición: la del matrimonio y la del sacrificio.
La ignorancia en la que se mantiene al campo de los griegos
respecto de lo que se urde los torna disponibles tanto para
uno como para el otro, y hace del camino que lleva hacia
el altar una vía única 5 para las dos eventualidades. Ambas
conclusiones tienen el mismo peso. La muerte es para
satisfacción de los Dioses y el acuerdo de su protección. La
unión que liga a Ifigenia con el hijo de la diosa Thetis
—reforzando así el linaje de los Atridas que desciende más
lejanamente de los Dioses— confiere a Agamenón una auto
ridad suplementaria para la conducción de la expedición.
Estratagema en su origen, la fábula del matrimonio para
atraer a Ifigenia a Aulida puede imponerse pronto como
una acción ostentosa, equivalente a la del sacrificio. Esta
superposición es tan estrecha que se constituye en objeto
de un texto de doble sentido en el encuentro Ifi-
genia-Agamenón en Eurípides:
206
“ IFIGENIA. — Qué de la Frigia vuelvas pronto a mi lado, después
de realizar tus proyectos, oh padre!
AGAMENON. — Antes de he hacer aq u í cierto sacrificio.
IFIGENIA. — Oh, deseo acom pañarte, para ver al menos lo que
me está perm itido ver”
207
de que, en la estratagema cuyo fin es que se dirija a Aulida,
Agamenón no haya podido tener otra idea que ese matri
monio indica, en todo caso, que, cualquiera sea la solución,
él debe sufrir una desposesión.
Este hecho es, quizá, lo que ilumina la ambivalencia de
Agamenón, pues él percibe que la muerte exigida por los
Dioses no es otra que el comienzo de su propia muerte. De
esa guerra que se prepara con gran exaltación de los grie
gos, en la que veinte reyes se encarnizarán sobre Troya, de
esa carnicería organizada cuyo verdugo se propone ser,
Agamenón no puede extraer- sin impunidad el provecho
sanguinario que le otorga el derecho. Lo que da al sacrificio
de Ifigenia su carácter de enigma donde la demanda de los
Dioses parece tan monstruosa, es su función anticipadora.
Por una vez habrá que expiar la falta antes de haberla
cometido. El mero punto de partida de la acción deja
presagiar la continuación.
208
espacio de una inversión de la pregunta, donde se inscribirá
la sanción de esa elisión.
Las dos Ifigenia de Eurípides, la de Aulida y la de Taurida.
están rodeadas de un notable clima de impiedad religiosa.
En ninguna parte se honra la palabra de los Dioses. En
todas las circunstancias los protagonistas subrayan su carác
ter inicuo y no buscan en ella ninguna fuente de sabiduría
oculta. Los celos, la “ secreta envidia” de los Dioses ni
siquiera se conciben como sanción contra una hybris. Una
condena sin apelación estigmatiza a los adivinos junto con
aquéllos que los escuchan y ceden a los milagros: “ Pero los
genios divinos que se llama sabios no son menos engañosos
que los sueños alados. En los designios de los dioses, así
como en los de los hombres, hay muchas cosas perturbado
ras; y esto es sobre todo lo que busca para desplomar su
sabiduría: ver que un mortal no despojado de juicio perez
ca —por haber creído en las palabras de los adivinos-,
como lo atestiguan aquéllos que conocen su historia” . El
hijo de Agamenón es quien habla de este modo. ¿No es a
su padre a quien se refiere por haber creído en Calcas y
sacrificado a Ifigenia?
Pero Ifigenia se dirige a veces a los Dioses mismos, cuestio
nando su lógica. “ Repruebo la casuística de la diosa: si un
mortal mancha su mano con un crimen, qué digo, con el
simple contacto con una parturienta o un cadáver, ella lo
excluye de sus altares juzgándolo aparentemente impuro;
pero ella misma hace sus delicias con los sacrificios huma
nos” . Finalmente surge la explicación que Freud no hubiera
rechazado: “Creo más bien que estos de aquí, que aman
verter sangre humana, prestan a la divinidad sus instintos
culpables” . Pero esta verdad se atenúa con una absolución
de los Dioses: “Pues tengo la convicción de que no hay un
dios que sea malo” . Esta impiedad de Eurípides, tan mani
fiesta en Ifigenia en Taurida —escrita poco antes de Ifigenia
en Aulida—, explica quizá por qué Agamenón no encuentra
en esta última obra ninguna voz que lo defienda. Su acepta
ción de la sentencia de Calcas es interpretada como un acto
de locura. Todos los que hablan de él dicen que ha perdido
la razón. Pero a fin de cuentas el sacrificio tendrá lugar. Lo
cual prueba, si es necesario, que el verdadero deseo que
209
impulsa al consentimiento del sacrificio es el que alimenta
la sed de sangre troyana, que mediante una inversión impre
vista justifica ese sacrificio en un taitón que aquí sólo tiene
de inhabitual la inversión de sus tiempos. Quien quiere
verter sangre debe pagar de antemano la sangre que va a
derramar.
En Racine, si bien es cierto que Aquiles y Clitemnestra se
dedican a criticar a los adivinos y recusan igualmente las
sentencias de Calcas, los ataques contra los Dioses son,
quizá, menos manifiestos, Pero, como contrapartida, la re
belión contra el padre se desencadena libremente. En Eurí
pides Clitemnestra se resigna al fin y acepta con dolor la
decisión de su hija, así como Aquiles se inclina por la
opinión de su novia deseando someterse a la voluntad
paterna. En Racine, la madre y el yerno lucharán, hasta el
fin, obligando a Calcas a modificar sus opiniones. Esta
diferente economía no responde sólo a la evolución de las
costumbres. Nos hace pensar que si Charles Mauron tiene
razón al hablar de un retorno del padre en Racine , desde
M itrídates —tragedia a la que sigue inmediatamente
Ifigenia—, lo es para entregar a ese padre a ataques de los
que no sale engrandecido6 . Sin duda no es fortuito, que ese
desplazamiento que constituye al padre en blanco privilegia
do se produzca en un contexto donde el amor ocupa un
lugar considerable y que la decisión final del padre lo
aparte del dilema sacrificio-matrimonio y le haga salvar a
Ifigenia para reapropiarse de su hija.
Así, el objeto del ataque del padre —lo que se erige contra
sus sentencias y sus interdicciones— es el objeto del deseo
que él detenta y que constituye lo que está en juego en el
debate.
Se ve de qué modo ha tomado forma la hybris, la desmesu
ra. Ella condenaba el exceso que se esforzaba orgullosamen-
te por reducir la distancia entre el hombre y los Dioses sin
nombrar el objetivo perseguido: el goce, y el objeto por el
210
cual pasa. En Racine, se desgarra el velo pero esto implica
su contrapartida: Eros descubierto devela la imagen de su
sombra, el Eros negro de Erifila hacia quien se desplaza lo
trágico.
Aquiles
211
viento que ya no sopla en Aulida. El freno que le impide
sujetar las fuerzas que contiene es menos atribuioie a los
Dioses que a la voluntad real de Agamenón de quien
depende toda decisión. Aquiles consume el tiempo; elige,
antes que la longevidad, vivir “ ¡ jo c o s días seguidos de una
larga memoria” . Sus etapas serán cumplidas por saltos.
Aquiles no trata de gustar a los Dioses ni de plegarse a
ellos. Sin resignación, sin sumisión piadosa, pero con un
amor ardiente por la acción a pesar de su conocimiento de
lo ineluctable, haciendo suya la suerte que le otorgaron los
Dioses, no teme entrar en competencia con ellos. Aquiles es
entonces, frente a los Dioses, una fuerza que se gasta sin
cuidado y que sólo encuentra su significación agotándose
en todo lo que solicita sus virtudes innatas. Agamenón, por
su rango y su título, asegura una función intermedia entre
él y esos Dioses tomados como testigos.
212
Eurípides, no es solamente porque Ifigenia es lo que allí se
juega más manifiestamente, sino porque se oponen los regí
menes de fuerzas que ellos personifican. A Agamenón,
poseedor de dones inigualables, corresponde un pensamien
to cuidadoso de preservar el máximo de bienes acumulados
por él y aumentar su fortuna y su gloria. El rey padre está
sometido a esa contradicción de la que no sale: tiene que
destruir lo que quiere conservar (Ifigenia) o conservar
lo que quiere destruir (Ilion). No tiene alternativa que opo
ner a esta alternativa más que aquella en la que da lo que
quiere conservar (por el matrimonio) y en la que pierde lo
que tiene que tomar (el botín de Ilion). A Aquiles alimenta
una energía que reduce a polvo lo que toca y que extrae su
alegría al acercarse a la anulación que le está prometida,
desafiando el curso del tiempo. El sacrificio está presente
también del lado de Aquiles, que ignora el peligro porque
su vida está totalmente consagrada a esa consumación sin
otra contrapartida que lo que le sobrevivirá en la leyenda.
Veremos que ese encarnizamiento en la violencia requerirá
su valor simétrico e inverso en otra figura de la tragedia.
Menelao
213
naje de marido engañado hubiera acentuado la pendiente
que conduce a la comedia burguesa y hacia la cual se
inclina la obra. Pero en el contexto antiguo no hay nada
que justifique este juicio. En Eurípides la escena entre
Menelao y Agamenón puede, por momentos, caer en el
tono áspero y sórdido de las querellas de familia, pero deja,
sin embargo, la profunda impresión de un desgarramiento
entre dos hermanos cuyos lazos de sangre no logran atem
peradlos deseos contrarios, que los empujan al límite de sí
mismos desde el momento en que su alianza no los une en
intereses comunes. La conversión final de Menelao, que
renuncia a exigir el sacrificio de la hija de su hermano, no
es menos conmovedora. Pero ese acto no es suficiente para
extinguir las pasiones desencadenadas. La bestia está suelta
y se dirige al campo griego donde nadie puede retenerla,
donde sólo se puede dejarla seguir su curso o aplastarla.
Ulises
214
ces puede introducir e) relato del desenlace inesperado,
puesto que se lo ve llegar a una solución todavía más
ventajosa: los Dioses apaciguados, Agamenón liberado de
un posible rencor, Aquiles colmado en sus deseos matrimo
niales. Feliz presagio: con la muerte de Erifila cae la prime
ra cabeza en las filas del adversario. Ulises sostiene el
esfuerzo de la dramaturgia de Racine y acude en su ayuda,
buscando un compromiso satisfactorio para el gusto de la
época. Será uno de los dos polos entre los cuales oscila lo
trágico raciniano. Representa una solución que cierra y
clausura la acción trágica en el despliegue de sus nudos
deshechos y de sus fuerzas neutralizadas. El otro polo, que
es también una invención de Racine, Erifila, es lo que se
opone a toda solución de este tipo.
Con el personaje de Ulises se traiciona, sin embargo, el
sentido del sacrificio. En Eurípides, Ulises, a la cabeza de
una tropa, debe apoderarse de Ifigenia. Lo que conduce a
la satisfacción de los Dioses se lleva a cabo en la violencia
que el sacrificio esconde entre sus pliegues. En Racine,
Ulises es el garante de las formalidades que deben cumplirse
para seguir adelante con la misión que los griegos se han
propuesto. También aquí se opone a Aquiles que, aunque
cree en las profecías que fijan su destino, no admite inter
mediarios entre los Dioses y él, no experimenta ninguna
dificultad en cuestionar los juicios de los adivinos y en
pasar por alto sus sentencias11. Pero si en estç punto el
personaje es idéntico en Racine y Eurípides, la modifica
ción introducida por Racine, que transforma al valeroso
Aquiles en un enamorado, da un sentido a la oposición
entre los dos trágicos. En la tragedia antigua cada pasión,
que lleva en sí misma su propio excedo, incluye igualmente
su propia censura, y la mutación de la que es objeto
215
sobreviene como después de la superación de un punto
crítico donde todo deseo, por legítimo que sea, cede brus
camente sobre lo que acaba de romper. El conflicto nace
no tanto de una razón de Estado contra un sentimiento
privado cuanto del choque de dos sentimientos no coinci
dentes. A un deseo se opone siempre otro deseo. A una
locura se opone otra locura. El personaje de Ulises rompe
ese equilibrio obtenido por la confrontación de dos dese
quilibrios. La distribución de las fuerzas se hace más entre
los personajes que en cada personaje por separado. Ulises
opone a los estragos del amor, a las indeterminaciones de la
ambición, que se paga demasiado cara, la fuerza del cálculo
que una oportunidad pone al servicio del deseo. Ni siquiera
es el astuto Ulises, cuya malicia dejará siempre un lugar
para el humor. Aquí Racine, que para el personaje de
Aquiles ha apelado a Homero, sólo habla por sí mismo para
dar a la tragedia un polo regulador hacia el allanamiento de
las tensiones y el camino hacia el fin dictado por el sólo
interés obtenido al más bajo precio: un poco de sangre
compra mucha gloria.
216
(Jlises aprobaría. Finalmente, librándose de uno y del otro,
sustrae la apuesta que es la vida de su hija, que guarda para
sí solo. En suma, sólo puede liberarse de Ulises para caer
bajo el fuego de Aquiles que desea, también él, quitarle a
su hija. Así Agamenón tiene que elegir, no tanto entre
salvar a su hija o perderla, sino entre las diversas maneras
de cederla a otro: a los Dioses, que sólo demandan tributos
tan elevados a los poderosos, quienes se ¡os deben gracias a
su poder; a Ulises y al ejército, de los que espera grandes
sacrificios que apelan a su obligación recíproca; a Aquiles,
cuya rivalidad y rebelión están a la altura del partido que
representa, único digno de reemplazar, en calidad de espo
so, el prestigio del padre.
En Racine estas tres influencias, la de Calcas, de Ulises y de
Aquiles se distribuyen el área del conflicto, mientras que en
Eurípides, Aquiles, por puntilloso que sea con respecto a su
honor y por deseoso que se encuentre por prestar ayuda a
Clitemnestra y a Ifigenia, conserva sin embargo, frente a
Agamenón, una respetuosa distancia. El mismo participa
finalmente en el sacrificio, a pesar de su primera intención
de impedirlo por las armas, disuadido por la misma víctima
que hace oír el sentido de la Ley. Su rebelión no es nada
frente a la del Aquiles de Racine, resuelto hasta el fin, y
que libra un combate sobre el altar a pesar de - y quizá
sobre todo a causa de— la sumisión de Ifigenia a la orden
paterna.
Las fluctuaciones de Agamenón, los choques que recibe de
diversos lados, el cuestionamiento total de su autoridad por
parte de Aquiles, se inscriben en contextos donde obedecen
a exigencias diferentes. En Eurípides la ejecución efectiva
de Ifigenia marcaba al padre con una castración conforme
al deseo de los Dioses, a los que puede suponerse celosos
del poder acumulado por el Rey de los reyes. Se mantenía
el equilibrio entre el poder temporal y el poder espiritual, y
el precio del saqueo de Troya se había pagado, en cierto
modo, de antemano. En Racine, donde el sacrificio no
tiene lugar, el cuestionamiento del poder real se hace más
explícito en boca de los hombres. En Eurípides, Agamenón
sufre menos como padre que como hijo rival de los Dioses.
En Racine, Agamenón paga por su condición de padre bajo
los ataques de lo» hermanos (Ulises) y del hijo (Aquiles).
Calcas puede hacerse más discreto, puesto que lo ;>erdido
en un lado se encuentra en otro. De todos modos se
demuestra, en ese siglo de monarquía absoluta, que el
poder no se concentra indefinidamente sino que se frag
menta después de haberse condensado13 , que no se conser
va eternamente sino que se dispersa y se transmite, que no
aumenta sin límites sino que decrece y hasta puede anular
se.
Los dramas de la conciencia de Agamenón reflejan la lucha
concurrente entre su yo y ciertos objetos suyos, algunos de
los cuales deben escapársele y cuyos intereses antagónicos
se disputan el derecho a sobrevivir. Y si se puede hablar,
con Charles Mauron, de un retomo del padre en Racine
con Mitrídates, Ifigenia muestra a ese padre expuesto a
sobresaltos que le hacen perder mucho esplendor. El sacrifi
cio del sacrificio bien valía eso.
218
un pacto entre los hombres no es nada si no está sanciona
do por una alianza con los Dioses. El pacto es lo que ciñe
el espacio trágico: la larga cadena de reyes reunidos en
Aulida que se cierra en un círculo, en cuyo centro el
mandato de Artemisa exige la inmolación de Ifigenia. Ulises es
el agente del cierre de esa cadena puesto que pide el
levantamiento de la restricción de los Dioses. No es porque
esté de acuerdo con ella por respeto hacia los Dioses, ni
aun porque ponga en primer plano la reparación de una
ofensa humillante; lo hace en nombre de esa conducta que
desprecia los dolores por los que tendrá que atravesar y
prosigue sin desfallecer el objetivo que se ha asignado. Pero
una innovación de Racine, que no está marcada en ninguna
parte en Eurípides, consiste en proclamar en muchas opor
tunidades que Aquiles es extraño a ese pacto14. No forma
ba parte de los pretendientes de Helena y por lo tanto sólo
se interesó en la empresa por el mero acicate de su búsque
da heroica. Vuela adonde el combate lo llame. Esto no
equivale solamente a pensar que era necesario que Aquiles
fuera virgen de esa pasión anterior para que su amor por
Ifigenia tuviera la nobleza y la pureza requeridas. También
en este sentido se sitúa en una posición de excepción entre
los reyes que han jurado.
De hecho, este gran agrupamiento de reyes indica que en
nombre del amor y de la fidelidad se prepara en realidad
una orgía sangrienta, consagrada no a Eros sino a la agresivi
dad. En nombre del rencor provocado por la obligación de
renunciar a la bella Helena no se encuentra, entre sus
antiguos pretendientes, más nada que satisfacer que los inte
reses del yo, de un yo que sólo ama su propio engrandeci
miento, celoso de afirmar su dominio.
219
En esta misma Aulida con vosotros, que habéis regresado
Y este triunfo feliz que llegará a ser
EJ com entario eterno de los siglos venideros” . (I, 5)
220
mujer que veo? ¡Cuánta nobleza en su persona! ” Una vez
informado, exclama: “Seria descarado si prosiguiera la con
versación con una persona de su sexo” . Y cuando Clitem
nestra le tiende la mano, creyendo ofrecérsela a su yerno:
“ ¡Qué dices! ¡Yo, tomarte la mano! ¿Osaría mirar a
Agamenón si tocara lo que me está prohibido? ” Más tarde
Aquiles evitará a Ifigenia, recomendando a Clitemnestra que
no la haga aparecer en su presencia: “No, no hagas venir a
tu hija en mi presencia; no nos expongamos, mujer, a las
críticas de la ignorancia” . Casi podría decirse que la trage
dia antigua está inmersa en un clima de sospecha sexual.
Ifigenia se esconde a la vista de los hombres, y cuando con
su padre se arriesga a evocar su futura condición de esposa,
la respuesta paterna le recuerda la ignorancia a la que la
obliga su condición de hija.
No importa tanto que veamos allí un reflejo de las costum
bres de la época; es necesario que comprendamos esas
mismas costumbres como testigos del terror con que se
evoca lo sexual. La .galantería raciniana parece ignorar que
ese terror nutre sus fundamentos. La tragedia no realizaría
su proyecto si ninguna instancia llegara a asumir el terror.
Y toda la vitalidad de Aquiles - y hasta su fascinación
furiosa y enceguecida15, nacida sobre todo de su choque
con Agamenón, quien sólo encuentra firmeza en el único
momento de la tragedia en que disputa su hija a aquél a
quien ha designado como su y e rn o - no es suficiente para
crear la impresión de le sagrado, es decir, de un sentimien
to apremiante y terrible, consagrado a la amenaza de la
desgracia. Aquiles es la imagen de una transgresión que está
realizándose y que se ignora a sí misma en su realización.
221
Le falta Ja marca de una trangresión ya cumplida, que ha
conocido el gusto de la perdición que la lleva a volver
siempre hacia ese objetivo en el que se hunde, en el que se
agota. ¿Será Ifigenia quien nos la hará sentir?
Clitemnestra
222
sea, Clitemnestra es el personaje menos trágico, sin que por
ello haya que acusar a Recine, porque es el más herido por
la situación pero el menos desgarrado por deseos contrarios.
Ifigenia (s)
223
quiere eliminarla: en la respuesta al amante encarnizado en
disputarla a aquél que detenta un amor merecido. Charles
Mauron piensa que el éxito relativo de Racine al pintar la
situación de Ifigenia proviene de su exclusiva preocupación
por tratar las pasiones y su falta de acceso a los valores del
don. Es decir que la emoción suscitada en Eurípides por la
aceptación del sacrificio de Ifigenia, que da a su adiós un
acento de verosimilitud asombrosa por su carácter inmotiva
do, irracional, movido por la sola identificación con el
objeto del deseo paterno por las vías del ideal del yo, debe
transferirse, en Racine, a otra parte y además, hecho capital,
cambiarse de signo. En Eurípides la rebelión de Aquiles se
reduce al silencio por voluntad de Ifigenia. La aceptación
del sacrificio se transforma en valor positivo por la identifi
c a c ió n p a t e r n a . F i n a l m e n t e la equivalencia matri
monio-sacrificio hace coincidir los dos términos, pero trans
formando el ascenso al altar en matrimonio con el padre,
en el que la hija recibe su poder al mismo tiempo que lo
marca con la herida que por su muerte, ella inflige a ese
poder. Al pasar al reino de los muertos recuerda el sentido
inicial de la metáfora: la cierva ha sustituido metonímica-
mente, con el tiempo, a la virgen del sacrificio originario.
Hoy, en lo que hace a Artemisa, y ante la gran cacería que
se prepara, se vuelve al sentido primero del sacrificio y,
como en los tiempos inmemoriales, la virgen ocupa el lugar
de la cierva. Pero esta sustitución de la cierva del sacrificio
y el retorno de ésta a último momento produce un segundo
salto metafórico. Ifigenia salvada, arrebatada por Artemisa,
será en su segunda vida o, si se quiere, en la prolongación
milagrosa de la primera, sacerdotiza consagrada al culto de
Artemisa, comisionada a pesar suyo a los sacrificios huma
nos que no lleva a cabo pero que consagra.
Se ha comentado muy poco este curioso destino de la
dulce Ifigenia. Sin duda Ifigenia en Taurida -escrita antes
que Ifigenia en A ulida- nos la muestra reticente y desdi
chada por verse afectada a ese oficio. Pero Ifigenia, en
Taurida, revela un carácter infinitamente menos tierno que
la virgen de Aulida. En la famosa escena del reconocimien
to, Orestes, para probar su calidad de hijo de la casa de
Agamenón, que conoce perfectamente los lugares, nos brin-
224
(ja este testimonio significativo. En la cámara virginal de
Ifigenia se encuentra escondida la lanza del antepasado
Pélope, “ la que esgrimió en su mano cuando conquistó a la
virgen de Pisa Hipodamia matando a Oenomao” , su padre.
Recuerdo adaptado a las circunstancias, puesto que Ifigenia
está afectada a los sacrificios sangrientos. Y si es cierto que
lechaza esa función, la decepción y la cólera le producen
una pasión que se encuentra en las antípodas de la compa
sión. Después de haber soñado con la muerte de Orestes,
.que arruina sus esperanzas de fuga, ella desea que los
vientos arrastren a Menelao y Helena a las orillas de Tauri
da “para que me vengue en ellos y pueda, a mi vez,
instituir aquí una Aulida, una Aulida inversa de aquélla
donde, allí como una becerra dominada en los brazos de los
griegos, yo era entregada al cuchillo y el sacrificador era mi
propio padre! Ah, yo no olvido esas torturas antiguas” .
He aquí, pues, una Ifigenia presa de un resentimiento y una
reivindicación comprensibles y justificadas, pero de las que
está desprovista la sacrificada de Aulida16.
225
Vale la pena observar la comparación de los dos sueños. El
siguiente es el sueño tal como figura en la Ifigenia en
Taurida de Eurípides.
226
ocurre, o huir de la inquietante extrañeza que la rodea. Es
testigo de la acción de los padres unidos durante las relacio
nes sexuales y cree que se destruyen mutuamente, siendo la
madre la qué se encarga sobre todo de la operación. Ella
percibe o imagina al sexo paterno del que desea apropiarse
en tanto tal o bajo la forma del hijo que el pene engendra
y que puede ser su sustituto. Ella teme destruirlo si se
apodera de él.
Esta es la fantasía “ reducida” de este sueño de Eurípides.
¿Cómo lo transcribe Racine en el proyecto de su lenguaje
trágico?
227
donde se inscribiría la madre. Por otra parte, Erifila y no
Clitemnestra, como en Eurípides, es el testigo de la frialdad
del padre y luego del desinterés del amante, y sufrirá
pronto la acusación de perfidia.
228
Esto es lo que percibe Aquiles. El abandono del amante y
el retorno al padre signan la fijación en el objeto paterno.
El deseo de un goce obtenido por el deseo del padre sólo
puede realizarse a través de la exaltación masoquista, cuya
recompensa será el acceso a una gloria que competirá con
la de Aquiles.
229
Enfila o lo trágico reencontrado
230
consagra la parte esencial de su estudio. Se ve por lo
general en Erifila una figura de celos, de perfidia, de odio.
Uno se aferra a esta apariencia confundiendo lo que de una
potencia tenebrosa se exterioriza y recae en otros, con el
trabajo que realiza esa potencia sobre su objeto, que no es
otro que el yo de la heroína, el que debe sucumbir al fin
de la tragedia.
232
£1 sacrificio está destinado a sellar la alianza con los Dioses
y a obtener la tranquilidad de su benevolencia y su protec
ción 19 A este respecto, obliga al hombre a recordar perió
dicamente su castración originaria por la mutilación que
debe infligirse. Aquí la transgresión es manifiestamente
sexual —el rapto de Paris— y se exige el sacrificio como
castigo de esa transgresión; ese castigo puede, no obstante,
en el exceso de la retribución, constituir una transgresión
nueva. El exceso del castigo superaría al exceso de la falta.
Vimos que en Eurípides el amor, lejos de estar ausente, se
presentaba sobre todo en las formas de sus tabúes. En
Racine ese sentimiento aparece autorizado entre Aquiles e
Ifigenia y, sin Calcas, nada se opone a su libre expresión.
Pero entonces pasamos del amor prohibido al amor maldito
de Erifila y de la culpabilidad al masoquismo. Esta es la
significación de la imperiosa necesidad que constreñía a
Racine a inventar a Erifila. Desde ese momento el sacrificio
es inevitable, pues su carácter cruel, insensato, inicuo, está
ampliamente compensado por la interiorización de la culpa
bilidad y la instalación de una pasión negativa tan cruel,
insensata e inicua, si no más, que el decreto de los Dioses,
cuyo juguete es el sujeto por el “ puro cultivo del impulso
de muerte” , y cuya culminación es el suicidio.
Pero el sacrificio puede no ser únicamente el tributo paga
do al Dios; puede ser el signo de una economía de gastos,
una de cuyas figuras, según hemos visto, podría representar
Aquiles. Por lo menos la gloria es aquí una ventaja obteni
da contra la cual se ofrece su vida en cambio. Pero Erifila,
aun antes de que nadie se la pida, está lista a ofrecerla, sin
contrapartida.
233
felicidad de los otros, intolerable para ella, que dice no
haber sido nunca objeto de ningún deseo:
234
aspiran a la muerte: Ifigenia por deber y obediencia,
Aquiles por cuidado de su gloria, y Erifila por gusto de la
desgracia. El último acto de la tragedia nos hace asistir a
una carrera al altar. Será para quien llegue primero. La
economía de Eurípides concentra sólo sobre Ifigenia esa
niarca de la crueldad divina y hace callar la rebelión de los
griegos, proveedora de muertos. Además la supremacía mas
culina, que impene la preocupación de preservar cada una
de las vidas de los combatientes, prohibe que se corra
el riesgo de mermar sus fuerzas antes del encuentro con el
adversario. Lo marca una frase de Ifigenia, que nos resulta
difícil de entender plenamente con nuestros oídos de hoy,
pero que ya debía chocar en la época de Racine: “ La vida
de un solo hombre es más preciosa que la de millares de
mujeres” . Esa concentración sobre un solo personaje otorga
a esta muerte en el sacrificio su eficacia emocional. La pie
dad y el terror no nacen solamente de la inocencia de la
víctima sino porque esta muerte debe ser también signo
de regocijo. Ifigenia puede verter lágrimas sobre la crueldad
de su suerte en el secreto de la soledad; ante los griegos es
necesario que ese sacrificio sea una celebración de alegría y
mientras ella ofrece su cabeza a las consagraciones rituales,
invita a los oficiantes a regocijarse: “ Danzad alrededor del
santuario, alrededor del altar en honor de la reina Artemi
sa” .
En esas condiciones, la situación de Eurípides condensa
al máximo los efectos de lo trágico. Los dirige hacia un per
sonaje único que vive en el sacrificio el dolor y la ale
gría mezclados, y aplaude su propia desaparición, orgu-
llosa de su alto destino. Así acompaña el coro sus últimos
pasos hacia el altar: “ ¡Oh bienaventurada, bienaventurada!
Acoge con favor este sacrificó h u m a n o .. . ”
Puede decirse sin temoi a engaño que no es solamente el
hecho de ver morir a Ifigenia lo que el público francés no
hubiera podido consentir, sino, aún más, el hecho de acep
tar el modelo de identificación que se le propone y que
coraunica el sacrificio con un ritual dionisíaco, totalmente
iripregnado todavía de su alegría original.
En Racine la muerte se ostenta; puede alcanzársela en el
deseo de un destino glorioso (Aquiles), de un deber cumpli
235
do por sumisión desprovista de alegría (Ifigenia), por incli
nación personal y pasional (Erifila). Pero se ve, precisamen
te por eso, qué lejos se encuentra de la significación primi
tiva del sacrificio. La celebración es ahora un acto triste. El
cristianismo ha pasado por allí. Sólo deja a lo trágico, para
expresarse, la vocación suicida.
Esta comparación nos hace comprender todo el espacio que
separa estas dos concepciones del sacrificio.
El sacrificio está vinculado con el oráculo. Se recurre a él
con una perspectiva de beneficios, ganancias, apropiación, y
su contrapartida: para asegurar la conservación de lo adqui
rido o para aumentar su valor; el sacrificio apacigua
el resentimiento del Dios20 . Atestigua la parte que se le
reserva a Dios, que se sustrae a los bienes propios con la
esperanza de un acrecentamiento futuro. Pero como tal el
sacrificio es el testigo de una desmesura que hay que
enjugar; es el superávit, el exceso que debe agotarse. El
sacrificio consagra en su desperdicio más de un cálculo
ventajoso: una inmunización por la pérdida, por la pérdida
consentida. Un sacrificio como sumisión ventajosa puede
ser sustituido por un sacrificio como goce del desperdicio.
Para la Ifigenia de Eurípides este goce es identificación
con el goce de la celebración, identificación heroica que la
acerca a los Dioses. Para la Erifila de Racine ese doble
sombrío del goce se liga con el puro sufrimiento buscado.
Erifila tiene que defenderse ante Ifigenia no por amar a
Aquiles, sino por amar en Aquiles la causa de todas sus
desgracias.
236
El deseo es castigado no por el carácter interdicto de su
objeto, sino por su fin, que es aquí el sufrimiento maso-
quista. Por esta alteración de la significación del sacrificio
puede evaluarse el recorrido desde las celebraciones rituales
dionisíacas hasta la corte de Versailles.
En este sentido, la idea de sacrificio está enteramente
subvertida. El sacrificio de Erifila no cuesta nada a nadie.
Es su destino y su goce. No apacigua a ningún Dios, puesto
que nadie se ha desposeído de ella, por quien ningún padre
se preocupa. Ella no es la contraparte de la potencia guerre
ra. La magnificencia real se agotará en la guerra ruinosa
sin obligación de tributo previo. El amor es quien pagará,
sólo el amor.
El sacrificio de Ifigenia, en lo que tiene de horroroso, era
de alguna manera una continuación del festín de Atreo. La
venganza de los Dioses impulsa a Agamenón, ante la carni
cería que se apresta a desatar, a devorar a su propia hija. El
sacrificio de Erifila es una autodevoración donde lo trágico
encuentra su vocación primitiva que ilustran Las Bacantes
de Eurípides, la devoración por parte de la madre del
producto de sus propias entrañas. Erifila es una hija de la
sangre de Helena.
El trayecto recorrido entre la tragedia antigua y la tragedia
clásica va del infanticidio al suicidio. Ambas hablan de un
gasto mayúsculo, en el puro exceso que ignora la conserva
ción de los bienes más queridos hasta la destrucción de la
vida de su vida para el goce del culto que es el culto del
goce
Videncia y nominación
237
donde cada personaje dice su problema, su causa, su desgra
cia, y donde finalmente asciende la voz de la víctima, alta
y ejemplar, mientras llega para unos el momento del dolor
supremo y para los otros el de la empresa guerrera. Instante
donde un trueno anuncia el milagro.
En Racine cada acto, hasta el último, aporta su proyecto y
su decepción: er eí primero, el intento de Ifigenia de des
viar la ruta y su fracaso; en el segundo, la espera de la
celebración de los esponsales y su ruptura; en el tercero, el
reencuentro de los novios, anulado por el develamiento del
sacrificio; en el cuarto, la preparación del sacrificio y la
negativa a consentirlo; finalmente en el último, el salvataje
de la víctima y la realización del matrimonio. Comproba
mos también aquí esa interiorización del conflicto, que ya
no nace de una situación brutal, fija, dada de una vez para
siempre, de la que todo el desarrollo trágico tiene como fin
mostrar su carácter ineluctable, sino de una coyuntura
móvil, donde cada flujo está seguido de su reflujo y cada
fase equilibra la que la precede dividiéndose en sí misma.
A la amplitud del discurso de Eurípides sucede una sinta
xis, una prosodia que sigue un movimiento donde los frag
mentos de discurso se vuelven simétricamente sobre sí mis
mos en un contrapunto de una feliz perfección'. Pero la
diferencia esencial es la de la oposición entre la alternancia
del canto y del discurso por una parte, y el desarrollo
intrínseco del discurso por otra parte. En el primer término
de la alternativa, el canto encuentra su contrario en el
discurso; este último contiene los elementos del movimien
to que él deja brotar en la expresión lírica, donde la
energía pasional liberada se arroja, asciende y se agota hasta
que un nuevo discurso la reduzca nuevamente a la espera.
El terror nace tanto de ese movimiento periódico co
mo de la recuperación de una forma de expresión me
diante la que ella misma enmascara. Los protagonistas
pueden enunciar su problema y nada más, puesto que el
coro se encargará del resto. Y de su unión y su separación
surgirá el efecto sagrado, apoyándose ora en una palabra
discursiva, ora elevándose en un canto que imprime su
movimiento sobre las huellas dejadas por el silencio del
discurso.
238
£1 discurso raciniano se exhibe, distribuye, organiza, diversi
fica, desarrolla y hasta, en su límite, litiga. Incandescente,
el verso raciniano quema, pero quema como el hielo. La
homogeneidad de la palabra despliega en él un espacio que
le es propio y que es el único propio. La contradicción
entre sus propios elementos unificados se le vuelve interna.
Como dice Roland Barthes, “hablar es hacer, y el logos
asume las funciones de la praxis y la sustituye: toda la
decepción del mundo se recoge y se redime de la palabra,
el hacer se vacía, el lenguaje se llena21” .
La violencia, el terror se transforman entonces en nomina
ción pura; en un sentido ésta se empobrece de todos sus
elementos patéticos. Al purificarse parece debilitar su poder
sagrado. Pero no hay que condenarla con demasiado apuro.
Ella extrae del medio trágico primitivo su elemento esen
cial, la palabra, que se decía penosamente a través de las
formas heterogéneas del discurso: el del coro, el de los
protagonistas, cuya celebración dialéctica, por ese juego de
oposiciones, llega a ser toda la tragedia.
El discurso raciniano asume como tarea esa celebración del
solo lenguaje, del puro lenguaje que no es sólo un sustituto
del hacer, sino también del sentir: de lo efectivo y de lo
afectivo. La tragedia raciniana podría comprenderse como
afectación del lenguaje. Quizás esto explique, como contra
parte, la aparición de esos personajes que sólo pueden
experimentar una pasión negativa, donde el lenguaje se
deshace, cede, dejando de ejercer las reglas de una sintaxis
impecable sobre el mundo de los afectos para gastarse,
perderse, romper sus vínculos y afirmar su vocación por la
anulación, sin otra razón que un llamado interior hacia el
abismo. Aquí la palabra ya no es su orden soberano. Los
Dioses ya no presiden esta desmesura. Los Dioses pasan, la
desmesura subsiste, suscitando su propia destrucción. Y la
fuerza dionisíaca resurge como cuestionamiento del lengua
je, del orden del trabajo. Vuelve por el camino de la fiesta
reclamando su derecho a un gasto sin ganancia, sin otro fin
que ella misma. Aquí renace la tragedia. Desde entonces la
239
fiesta del lenguaje se transforma en tumba del lenguaje en
el silencio de un goce mortal.
24 0
Que ese retorno a las fuentes haya vivificado al autor
trágico durante su estadía en los lugares mismos de donde
partió la tragedia, que Eurípides se haya vuelto entonces
hacia su Oriente, nos permite mirar hacia el punto donde la
muerte de la tragedia coincide con su nacimiento.
Nunca se afirmó mejor el desquite del canto sobre el
discurso, de la danza sobre la retórica, de la pasión sobre la
elocuencia, de la locura sobre la razón. Lucha del lenguaje
contra lo que lo excede y lo desborda por todas partes y
por la cual el lenguaje ha conquistado un imperio que
periódicamente sucumbe bajo la presión de lo que le resis
te. La epifanía de lo sagrado retoma, de manera cíclica, el
dominio sobre la construcción del lenguaje. Pero se sabe
que no se trata tanto de una lucha entre la pasión y el
lenguaje -e n tre Dionisos y A polo- cuanto de una lucha
entre dos logos, sin que pueda decidirse quién ha triunfado
definitivamente. Victoria del lenguaje sobre el canto, pero
canto atravesado por el lenguaje y retorno del canto al seno
del lenguaje. La tragedia es la representación de ese proceso
alternante de inscripción y borradura, donde cada término
se esfuerza por absorber al otro.
Consideremos ahora esta tragedia, la única que se conserva
sobre el rito dionisíaco, la única que habla de sus orígenes
en el lenguaje de la tragedia lograda.
241
lo que se requiere no es la celebración de Eros sino lo que
en el mito de Dionisos se vincula con el castigo que el Dios,
hace sufrir a quienes no reconocen su divinidad y a los
cuales pierde en los abismos del furor. De allí el elogio de
un sacrificio que es puro consumo, destrucción gozosa,
expresión de un erotismo cruel, el único propio para evocar
lo que une en lo sagrado el horror y el éxtasis.
242
r
severamente, del mismo modo que condenó a su tía Se-
mele, madre de Dionisos, acusándola de haber cedido a sus
deseos lúbricos ante un simple mortal y recusando la tesis
de la identidad divina de su seductor.
Aquí la razón, la mesura, es la aceptación del culto dioni
síaco, cuyo rechazo es signo de demencia y de desmesura.
La falta de Pentheo es la de la suficiencia narcisista. El
orgullo le hace renegar no solamente de Dionisos sino
también de su madre y su abuelo. Dionisos “ odia a aquél
cuyo deseo no está en la claridad del día, en la dulzura de
las noches, en gustar la felicidad y en vivir, en tener
tranquilo su corazón y su espíritu, lejos de los mortales
demasiado sutiles”. Condenación de la sofística y denuncia
de una tiranía cuyas pretensiones son exhorbitantes puesto
que tiende a excluir el Deseo del hombre, al no poder
dominarlo.
La aceptación del deseo, el culto de la ebriedad y del
éxtasis no son los únicos dominios que preserva el Dionisos
de Las Bacantes. Inserta en el orfxsmo, la doctrina que
Eurípides pone en boca del Dios incluye el tema del acceso
a una verdad. En el momento en que Pentheo alega su
derecho, fundado en la fuerza, de encadenar a Dionisos,
éste responde: “ ¿Qué dices? ¿Qué haces? Quién eres? Lo
ignoras” .
Aquí se funden dos vocaciones: el culto de Dionisos, guar
dián de la vida terrestre y el de Orfeo 2 4 , mediador del
más allá.
En otro registro es interesante comparar esas interrogacio
nes con las que tuvo que afrontar Edipo y ligar esas
preguntas, por intermedio de Dionisos, con el Deseo y el
Goce.
243
deseos cuya prohibición sería formal si se les diera curso
fuera de los límites del rito.
La devoración del hijo durante delirios orgiásticos parece
atestiguada en muchos ritos, en Orcomena, en Argos y en
Tebas (lugar de la acción de Las Bacantes). La causa de ello
es siempre la misma: una falta contra la divinidad de
Dionisos2 5 . Este castigo toma la forma del exceso de
deseo, pues las ménades comen la carne cruda de los
animales pero no la de los seres humanos. El hecho de que
durante el delirio menádico las mujeres devoren animales
vivos puede considerarse un equivalente o un eufemismo
del canibalismo. El delirio sagrado parece hacerlas regresar a
prácticas que evocan ciertos especialistas en la prehistoria:
cazas, persecuciones, actividad sexual no refrenada y devo
ración de animales26. La devoración de seres humanos y
aun de los propios hijos anula la frontera entre el reino
animal y el reino humano, puesto que es una conducta
frecuente en la especie animal. Esto podría significar que el
rechazo del Deseo, de la ebriedad, del éxtasis acarrean,
como reacción, su exacerbación hasta un nivel proto o
antehumano. Que el Deseo es una función que califica a lo
humano, y aquél que lo rechaza no puede ya pertenecer a
la comunidad de los hombres.
¿Pero qué es negarse al deseo? En vano se trata de escapar
a él. La locura, que Freud liga con el narcisismo, es su
sanción. Ella ataca a Minyades, a Proitides, a las hijas de
Cadmo, por haberse negado a ceder a las órdenes del Dios.
El rechazo del deseo es más precisamente el rechazo de la
celebración del deseo, es decir, de la mutación del deseo
natural en deseo humano, del pasaje del deseo por el
universo de las reglas, puesto que se inscribe en un rito que
el mismo deseo funda, desplazándose así del goce al
placer27. El ritual dionisíaco no es, pues, un ritual natural
sino al contrario, la cultura de lo natural. Si lo cultural lo
25 Cf. Henri Grégoire, Notice, Paris, Ed. Les Belles Lettres, pag.
276.
J ‘ Cuando la víctima perseguida es hum ana, la m uerte es ficticia.
11 Com o lo dem uestran Bataille y Lacan en sus escritos.
244
excluye se abate el castigo del Dios: el rito dionisíaco se
transforma en delirio enviado por el Dios, donde el simbo
lismo se hunde nuevamente bajo la presión de lo reprimido
y la madre, en lugar de devorar la carne viva de los
cervatos, desgarra las entrañas de sus hijos.
Ese retorno al “ estado de naturaleza” coincide con el
origen agrario de los ritos llamados “ de expulsión o de
muerte del invierno” que el mito de Pentheo calca exacta
mente en sus diferentes momentos: disfraz, exposición a las
burlas de todos, ocultación en un árbol, persecución y
lapidación, despedazamiento de la víctima y corte de las
ramas, decapitación y fijación de la cabeza sobre el templo.
La afirmación del carácter natural del hombre va más lejos,
pues, que su identificación en el reino animal pero es
llevada hasta su participación en el mundo agrario.
245
dionisíacos son celebrados exclusivamente por las mujeres,
éstas sólo forman el cortejo de Dionisos. El Dios recibe así,
en el reparto, los atributos de la virilidad desbordante de su
padre, Zeus. Además conviene observar el extremo carácter
fálico de las ménades, que llevan al tirso, “ese dardo con
guirnaldas de hiedra” cubiertas de serpientes y dan pruebas
de una fuerza física totalmente masculina. “ ¿Qué hemos
visto? una, con los brazos separados, levantar una vaca con
la ubre hinchada y mugiendo, otras, con sólo tirar, despeda
zar terneras. En todas partes hubierais visto, proyectados en
todas las direcciones, costillas, pezuñas hundidas que, sus
pendidas de las ramas de los abetos, goteaban sangre. Toros
furiosos y con los cuernos en actitud de ataque, caer por
tierra un instante después, con mil manos de mujeres aba
tiéndose sobre ellos y lacerando toda la carne que los
cubría, más rápido, oh Príncipe, de lo que tú podrías bajar
tu párpado sobre su pupila real” . Ese estado contrasta
singularmente con el de su sueño, en el que conservan toda
su feminidad, reposando “ castamente” como lo atestigua el
Mensajero que relata a Pentheo lo que ha visto. Pero desde
que despiertan las ataca el delirio sagrado. Ese rito noctur
no, donde el despertar en medio de la noche se acompaña
de un desencadenamiento que contrasta con la paz del
sueño, sugiere la comparación con la actividad sexual.
El deseo de Pentheo de asistir a ese ritual debe compararse,
pues, con el deseo del niño de ver a su madre en los
sobresaltos sexuales nocturnos que ella comparte con el
padre. Sin duda, ese carácter fálico de las bacantes transcri
be una fantasía de concepción sádica del coito (devo
ración), pero también atestigua el rechazo de la posición
femenina pasiva del varón durante el coito y el miedo a
sufrir la castración en manos del padre. De allí la actitud a
la vez curiosa y espantada ante el espectáculo, donde todo
el peligro pareciera provenir de la madre que devora al hijo
y al pene del padre durante el abrazo. Recordemos los
repetidos reproches de Pentheo sobre el aspecto afeminado
de Dionisos y su necesidad de reiterar afirmaciones viriles:
“ ¡Todo antes que prestarse a risa ante esas bacantes! ”
Ese carácter fálico radical que impregna la obra, a pesar de
las frecuentes invocaciones a la Diosa Madre, a Cibeles la
246
Gran Madre, da la medida del camino irreversible, para el
griego del siglo V, desde las divinidades maternales a las
divinidades paternales. Pues si bien es cierto que el rito
dionisíaco es solidario de los ritos agrarios y que Tiresias
afirma que el primer principio esencial para los seres huma
nos es “ Demeter, la Diosa de la Tierra (puedes llamarla con
esos dos nombres)” , mientras que el segundo es ei jugo
fluido de la raíz (líquido nutricio y seminaT a la vez),
Dionisos hace reconocer constantemente el Nombre del
Padre, es decir, el hecho de que es hijo de Zeus. Por eso se
manifestará ante las bacantes por el rayo, ornado con ese
atributo paterno con el que golpea el palacio de Pentheo,
como Zeus se presentó ante Semele. El coro lo comenta de
este modo: “ ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¿ves acaso, vez acaso ese
fuego junto a la tumba sagrada de Semele? Es ei del trueno
de Zeus que antaño la fulminó y que ella deja en eso
lugares” , y más adelante, saludándolo: “Oh luz suprema
que nos da el éxtasis báquico, gozo al verte aparecer ante
mi corazón dolorido” .
Quizás es por eso que Pentheo, que será lapidado, despeda
zado, él, que se burlaba del afeminado Dionisos y se pro
metía cortarle el cuello y ¡os bucles rubios, es primero
moralmente castrado y transformado en objeto de burla,
con un disfraz femenino, en la ebriedad de su delirio
naciente, antes de caer en manos de las bacantes que lo
despedazarán. El poder fálico debe ser únicamente patrimo
nio de Dionisos, que lo heredó de Zeus. Los que resisten a
la llamada dei Deseo, de la fiesta y la ebriedad, caerán en
manos de las bacantes que atacarán ei cuerpo entero del
impío. “Teme la muerte si nunca se reconoce tu sexo” , se
dice a Pentheo. Se puede hacer notar aquí lo que Tiresias
nos recuerda de Dionisos, que no es solamente Dios del
éxtasis y de ia ebriedad, sino también del furor. “Participa
también, en cierto modo, de Ares” . Puede pensarse que la
agresividad implacable de las bacantes en su actividad eróti
ca se despliega con tanta más libertad cuanto que su recha
zo de Dionisos favorece una desintrincación impulsiva que
deja el campo libre para las expresiones exteriorizadas del
impulso de muerte.
Otros poderes se atribuyen a Dionisos: la profecía, que
247
hace de la situación de éxtasis una fuente de conocimiento,
por una mayor proximidad con el inconsciente.
Finalmente, y sin duda ésta no es la menor de sus armas, el
engaño le permite triunfar. Pentheo lanzado a la persecu
ción de Dionisos acorrala a un fantasma: “Creyendo tener
al Dios, arrojándose sobre esa forma brillante, la atraviesa
creyendo degollarme” , dice Baco. El rey se desploma final
mente, vencido por el agotamiento. El más demente de los
dos, en ese momento, no es por cierto el Dios, a quien guía
un plan implacable. Este no es más que el comienzo de las
desgracias que promete, puesto que el Mensajero, al contar
le lo que vio sobre el Citherón, despertará en Pentheo el
deseo fatal de asistir al ritual menádico. Dionisos, irónico,
no dejará de plantear la pregunta insidiosa: “ ¿Y de dónde
te viene, dime, ese violento deseo?
248
r
nerables a los efectos del fuego o el bronce. Pentheo siente
durante ese relato “ como un fuego que se enciende y
extiende” . Quiere librar batalla; en ese momento es cuando
cae bajo el yugo del Deseo, él que desprecia a Baco. Su sed
de sangre no es menor que la de las bacantes. Vibra con el
mismo ardor que el de su madre. Desde entonces entrará en
la nasa de Dionisos, aceptando adornarse con vestimentas
femeninas, lo cual, como una mutación envolvente, opera
en él una transformación por la cual se identificará con su
madre. “ ¿A qué me parezco? ¿Tengo el aspecto de Ino?
¿O el porte de mi madre Agave? ” Desde ese instante, cae
completamente en posesión de Dionisos al que se entrega
pasivamente. Lo ve con los rasgos de un toro al comienzo
de su delirio y se transforma en juguete de las intrigas del
Dios. Este le hace suscitar la bu da mostrándolo a los
tebanos “ disfrazado de mujer, él cuyas amenazas todos
temían antes” , y además instala en él esa feminidad a la
que Pentheo era tan rebelde. Se preocupa por su peinado,
sus adornos, como la más coqueta de las mujeres. Y el Dios
triunfa en un estribillo que entona el coro: “ ¿Existe en el
mundo un presente más envidiable de los Dioses que el tener
en su mano victoriosa la cabeza de su enem igo?” 28. La
victoria es la castración del adversario.
La irrisión no es más que el preludio de lo trágico, como si
éste debiera nacer y engendrar sus efectos de su polaridad
antinómica. De hecho, en esta situación confluyen el polo
satírico y él polo épico: el de la muerte de un héroe que
sucumbe en un combate contra las Amazonaá2 9 . Pero el
249
polo esencialmente trágico, el centro mismo de lo trágico,
se devela en el crimen ritual de una madre presa del
delirio, que despedaza a un hijo que no reconoce bajo el
velo que cubre su mirada.
El deseo de Pentheo no es solamente “ver las cosas prohibi
das” , lo cual ya es bastante para designarlo como víctima
expiatoria a los transportes de las bacantes; llega hasta el
incesto10 .
250
castiga es una transgresión, la de la prohibición del incesto,
que se reconoce en el deseo de ver las “cosas prohibidas” .
El sentido de la impiedad se modifica y el delirio de
pentheo hace hablar a sus deseos, reprimidos bajo su sed
sanguinaria, y mostrando el carácter sustitutivo -despla
zado en todos los sentidos del término— de esta violencia
Así, una doble falta abruma a Pentheo: el rechazo de
Dionisos cuando está lúcido, y el deseo incestuoso cuando
está bajo el imperio del Dios. La aceptación del culto
dionisíaco es finalmente la mejor manera de devolver al
deseo lo que se le debe, de forzar al exceso que él expresa
para que entre en una economía.
El relato de la escena del último encuentro entre la madre
y el hijo nos hace sentir nuevamente la identidad de la
relación incestuosa y de la muerte. Ese último diálogo entre
Pentheo y Agave no deja de recordar a aquél que puso
frente a frente por última vez a Orestes y Clitemnestra, y
esto por muchos detalles complementarios u opuestos.
Orestes se volverá loco después del crimen; Agave lo está
antes de éste. Las Erinnias —potencias de la noche como las
bacantes— se mostrarán con una cabellera de serpientes
como las bacantes. Clitemnestra desnuda su pecho para
recordar al hijo sus vínculos originarios y sus primeras
emociones, Pentheo, tratando de hacerse reconocer, acaricia
la mejilla de Agave, como lo hace un niño. Implora: “ Ma
dre mía; soy yo, soy tu hijo Pentheo a quien trajiste al
mundo en el palacio de Echión” . Es inútil: lo mismo que el
hijo de Agamenón permanece sordo ante su madre y hunde
sin batirse la espada en su pecho: “Con espuma en la boca
y los ojos convulsionados, habiendo perdido la razón, po
seída por Baco, Agave no lo escucha. Toma con las dos
manos su brazo izquierdo y, apoyándose con el pie en el
flanco de ese infortunado, desarticula, arranca el hombro,
no con sus solas fuerzas, sino con las que le comunica el
Dios” . Sólo Esquilo hubiera podido igualar el horror que
Eurípides comunica en este instante: el último de los trági
cos reencuentra la desmesura originaria que inspiró el
primero. Pero aquí no termina el espanto. Una vez decapi
tado Pentheo se pone su cabeza sobre el tirso, en su
cúspide como un trofeo, pero Agave cree llevar en la punta
de esa lanza una cabeza de león y se enorgullece de ese
ornamento fálico que se propone devorar: “Toma parte en
mi festín” dice al coro. Así aparecerá ante su propio padre
Cadmo, que asumirá la dolorosa tarea de volverla a la
realidad. Cadmo juntará los deshechos esparcidos del cuer
po de Pentheo3 1, llorando su dolor ante la doble aflicción
de la muerte de un nieto y del delirio criminal de una hija.
A esta desgracia se añadirá el duelo de su hija cuando ésta
toma conciencia de su acto. La muerte de Pentheo es para
Cadmo una castración, pues queda privado de descendencia
masculina; ese nieto único era el que acariciaba como la
esperanza de su estirpe.
Y he aquí que un nuevo ritual sucede al ritual báquico,
conmovedor en su desnudez, espantoso por su contenido.
Imaginemos a ese padre y esa hija arrodillados ante lo que
ni siquiera es ya un cuerpo sino un m ontón de restos
destrozados, a los que ambos tratan de dar apariencia
humana como si procedieran a la fabricación de un nuevo
nacimiento. “Vamos, anciano, dice Agave, ajustemos bien
al tronco la cabeza del desdichado; recompongamos como
podamos todo ese cuerpo robusto. ¡Oh rostro querido, oh
mejilla joven y tierna! Bajo este velo voy a esconder tu
cabeza y tus miembros manchados de sangre y donde mis
uñas han dejado surcos” .
No podemos dejar de pensar que después de esto, después
de este iluminador retorno a sus orígenes, la tragedia, a su
vez, ya no podía sino morir, pues Eurípides se iguala aquí
al Esquilo más grande.
Agamenón y Agave
252
familiares. Lo que da la medida de esa gravedad no es la.
matanza de un niño sino la razón invocada para recurrir a
ella. Los ejemplos de Ifigenia y de Pentheo no son únicos
en el reservorio mitológico griego. El caso de Medea está
presente en todas las memorias y Marie Delcourt da mu
chos otros ejemplos3 2 . Estos se agrupan sobre todo según
¿os rótulos, que son los que presiden la situación de Las
Bacantes y la de Ifigenia en Aulida . es decir, el infanticidio
cometido en un momento de aberración (Leucipo asesinan
do a su hijo Hippasos, Athamas a su hijo Learco, Licurgo a
su hijo Adrias; notemos que en estos últimos casos se trata
del crimen del hijo por parte de un padre que puede
disfrazar una hostilidad respecto de un rival potencial) o
durante un sacrificio religioso. Dejemos de lado los casos en
que las sevicias del padre se vuelcan sobre una hija encinta
cuya descendencia constituye una amenaza para él. Marie
Delcourt observa que la madre no figura en el contexto
mitológico, y es reemplazada por una madrastra u otTa
pariente. Así pues, del mismo modo que la proyección
legendaria establece entre el matricidio y la locura una
solidaridad constante, y que la locura es causa o consecuen
cia del crimen, el infanticidio obedece a contextos psicoló
gicos determinados. Si lo lleva a cabo la madre, sólo puede
hacerlo en un estado de extravío 3 3 . Si es el padre quien lo
lleva a cabo, puede hacerlo en un momento de aberración,
la equivocación fatal, o por precaución, para eliminar un
peligro futuro, por motivos morales o religiosos. Se llega
aquí al caso de Edipo, abandonado por Layo.
El infanticidio es pues siempre, en la madre y a veces en el
padre, expresión de la locura, y solamente en el padre
ejercicio de un poder. Los dos casos de Las Bacantes y de
Ifigenia en Aulida representan por lo tanto las situaciones
extremas de esta conjunción, puesto que nos describen las
253
peripecias del delirio de Agave y de la sentencia de Agame
nón.
Podría suponerse que esos casos extremos nos dicen una
verdad que toca profundamente la relación del hijo con su
progenitor. La Orestiada nos muestra el vínculo carnal del
hijo con su madre, cuya ruptura conduce al acceso a la pa
labra paterna y a su Ley, o a la psicosis cuando la palabra del
padre no ha sido escuchada y recordada por la madre.
Al contrario, Las Bacantes nos hacen asistir al castigo de
una pareja: madre e hijo, que se niegan a honrar el placer y
el deseo.
El crimen del hijo por parte de la madre, así como el de la
madre por parte del hijo, se establecen pues en un contexto
de psicosis (causa o consecuencia), condensando las signifi
caciones de la unión amorosa incestuosa y de la relación
mortal. Su final no es tanto la castración como el despeda
zamiento (Pentheo) o el vampirismo (Orestes).
Respecto del sacrificio de la hija para y por el padre, las
cosas se presentan de un modo totalmente diferente. En la
tragedia Ifigenia en Aulida el padre no es quien lleva a cabo
la matanza ni quien la exige. Obedece a la sentencia del
adivino, que es el intercesor de los Dioses. La Ley es la que
reclama esa muerte; ella recae sobre el padre, que se some
te. Los Dioses le exigen lo que tiene de más querido, por lo
general un hijo o un heredero. El infanticidio es también,
por lo tanto, el signo de una mutilación del padre. Y se
comprende que pueda encontrarse, en el origen de la cir
cuncisión, el sustituto de un sacrificio humano.
A partir de aquí, el sacrificio de la hija —que no puede
sentir rencor contra el padre puesto que éste no es más que
el instrumento del deseo de los Dioses- adquiere una
significación particular. Es una marca en el padre, huella y
cicatriz de la herida que se le inflige, pero también acceso a
un estatuto de preferencia sobre los hermanos y hermanas
y sobre la madre, puesto que el vínculo con el Dios sella
entre ellos una unión de carácter único.
Puede encontrarse aquí una expresión de lo que se ha
llamado el movimiento masoquista femenino de retomo
hacia el sujeto de los impulsos agresivos y eróticos. El
deseo del pene del padre se realiza mediante el renuncia
254
miento exigido por el ideal del yo. Si el crimen del sacrifi
cio puede tener la connotación incestuosa que señalábamos
en el infanticidio por parte de la madre, aquí pasa por la
ceremonia de las bodas de muerte, que s u p o ^ n la
mediación de una compleja institucionalización. Por más
que el ritual nos remita, mediante el sacrificio humano, a
tiempos remotos, seguirá existiendo la diferencia entre el
delirio de posesión divina, realizada en el frenesí onírico, y
la pompa de un servicio sagrado ordenado por un gran
sacerdote ante el ejército y los reyes reunidos alrededor de
su jefe.
En este último caso el sentido del movimiento se invierte.
Ante ese ejército y esos reyes reunidos, aliados en nombre
del juramento por la defensa de la libertad de los griegos, se
practicará una forma de sacrificio superada, pues los anima
les han sustituido desde hace mucho tiempo a los seres huma
nos en este tipo de obligaciones del culto. La exigencia de los
Dioses de un sacrificio humano es un recuerdo del ritual origi
nario, así como el delirio sagrado de las bacantes es un
recuerdo de la condición humana originaria. La tragedia
antigua conserva ese contacto con el mito de un pasado
cuyas formas aún permanecían vivas. La tragedia clásica,
edificada sobre otra base que la del mito y del rito, sólo
tenía respecto de ellos una deuda lejana. Podía, pues,
transformar el sacrificio, conservar su valor metafórico y
sustituirlo por el suicidio, devolviendo al impulso de muerte
una deuda que la historia tiende a olvidar. No obstante, la
Ifigenia raciniana, en su consentimiento final, opera una
inversión que la pone en una situación comparable a la de
la heroína de Eurípides, pues establece, como su modelo
antigua, una relación idéntica con el padre. Lo que Racine
subvierte, en ese momento de la tragedia, es el desenlace
del sacrificio. Ifigenia en Aulida es sacrificada y salvada a la
vez. Sacrificada, puesto que deja a los suyos, arrebatada por
la diosa, y salvada porque se salva su vida, puesto que una
cierva muere en su lugar. Ifigenia en Aulida es totalmente
salvada y prometida a la felicidad del matrimonio pero, en
compensación, la sed de sangre de Artemisa encuentra su
contraparte en el suicidio de Erifila. Entre las dos se sitúa
el sacrificio de Isaac, también salvado, también reemplazado
255
por un animal, pero solamente devuelto a su padre sin otra
felicidad que la de la supervivencia. Lucien Goldmann tiene
razón al destacar en Racine la presencia del Deus abs-
conditus, el Dios de Port-Royal, muy extraño a los Dioses
de Grecia.
256
A
genia” - Si puede decirse esto de Ifigenia que, por otra
parte, en el momento en que se consuela ha convertido su
sacrificio en gloria, no es el caso de Clitemnestra, que sigue
ultrajada por ese acto que la mutila en so carne. Porque su
deseo no puede coincidir con el de Agamenón. Por eso
muchos lo tratan de loco. ¿Y por qué esos griegos, no
menos piadosos que Agamenón, se arriesgan a emitir un
juicio tan severo, si no es porque sospechan en este asunto
móviles impuros, que sacuden al rey en su deseo?
En verdad se obtendrían ventajas si, antes que ceder al
misterio, en el temor y el temblor, de la adhesión de
Abraham, se buscara aquí la causa de su deseo. Decir de Abra
ham que tiene más allá un telos ante el cual suspende
el estadio moral —que el fin de su sacrificio está más allá
de la moral— es instituir en él una relación con el Padre
que toca a su ser de patriarca, de antepasado de su pueblo
elegido, amado por Dios, mientras que el sacrificio de
Agamenón toca a su tener. La acumulación de su tener
toca a su ser de rival de los Dioses, cuya ira reconoce en su
elección de Rey de reyes el germen de una desmesura cuya
hinchazón hay que esforzarse por prevenir. Es por eso que
muchos ritos muestran a soberanos todopoderosos m altrata
dos y humillados por los sacerdotes. El Dios de los judíos
retoma aquí esta problemática dirigiéndose no a reyes sino
a padres. A aquél de ellos que ha recibido como don la
potencia sexual paternal cuando debía perder la esperanza
de fecundar al objeto de su deseo, que no era Agar sino
Rebeca.
La referencia al deber es producto de una elaboración
secundaria. Por eso no es posible limitarse, específicamente
en lo que concierne a Agamenón, a la tesis de la sumisión a
un deber superior. Ese análisis es insuficiente aun en lo que
concierne a Ifigenia, pues vemos con claridad que su con
versión es algo muy diferente a la aceptación de unjdeber o
aun una simple sumisión a la palabra paterna. Su conver
sión sólo puede ser la de su deseo: deseo de joven niña,
promesa de ser mujer, deseo de vida, de fecundidad, deseo
del deseo de su padre, de la Ciudad, de Grecia; deseo narci-
cista de sexualidad, de muerte y de memoria.
La oposición entre la estética y la ética que desarrolla
257
Kierkegaard no es convincente a nuestros ojos. De hecho,
tanto Abraham como Agamenón están presos en el mismo
circulo ético o estético, pero no hablan del mismo padre ni
del mismo hijo. La idea de una religión estética, tomada de
Hegel, debe relacionarse quizá con una religión de lo repre-
sentable que se opone a la aniconia judia, en la que Freud
vio un progreso decisivo para la espiritualidad.
Sin duda es ésta la razón última que hizo retroceder a
Racine, en su Ifigenia, ante la representación de ese sacrifi
cio, pues mostrarnos ese sacrificio es mostramos al Dios
que lo exige. Al no poder decidirse a hacemos admitir la
intervención -rep re sen ta d a- de la maldad, nos presentará
en su lugar su sustituto lógico: el suicidio de Erifila, único
ser de verdadero amor de esta tragedia híbrida, semigriega y
semicristiana, que relega al conjunto de los griegos al rango
de los profanos, con el sirviente de sus dioses, Calcas.
259
siglo de Luis XIV ni el de Port-Royal. La censura aplastan
te nos muestra todo lo que se ha perdido, todo lo que la
monarquía por derecho divino y la hija mayor de la Iglesia
han proscrito. Pero por pesado que sea el aparato represivo
del inconsciente, el retorno de lo reprimido es inevitable.
Shakespeare y los isabelinos hicieron revivir lo trágico,
como hoy Genet y otros autores saben encontrar algunos
acentos olvidados.
Periódicamente reina la tiranía del lenguaje, engendrando la
rebelión del movimiento que acarrean la música y la da*xza,
que cuestionan la hegemonía de la palabra. El lirismo del
lenguaje puede suplirla, contra la construcción formal del
discurso, sin que sean necesarias las presencia efectiva de la
danza y el canto36. La Ifigenia de Racine pertenece a ese
campo del lenguaje, la Ifigenia de Eurípides se sitúa en una
zona intermedia, mientras que Las Bacantes pertenece a
un reino más nocturno, más impregnado de resonancia
carnal. Esta última obra brilla con un resplandor inquietan
te y, muy alejada de nuestra temática contemporánea, di
funde un misterio angustioso. La moral de la tragedia
sostiene la afirmación, más allá de lo religioso, de los
derechos de lo trágico y de su indisoluble vínculo con 1c
inconsciente 3 7 .
Se establece así una filiación del sacrificio que puede cons
truirse de este m odo-
260
las Bacantes nos hablan, en el momento de la muerte de la
tragedia antigua, de sus orígenes y de un sacrificio humano
practicado en ocasión de un delirio sagrado como castigo
por la negación a sacrificar animales a un Dios que es el del
goce, del éxtasis. Sacrificio para el deseo del Dios.
La Ifigenia en Aulida nos habla, en el momento d éla
muerte del último de los trágicos, de un sacrificio humano
que, aunque heroico, marca un retorno hacia formas ritua
les superadas en la época en que debe realizarse, para
asegurar el éxito de una empresa de venganza y de benefi
cios. Sacrificio para el deseo del Padre.
La Ifigenia en Aulida nos habla, con otro lenguaje, de un
sacrificio que no tendrá lugar; será reemplazado no por la
muerte de una víctima animal, sino por la de otra víctima
humana que transforma la aceptación del sacrificio con su
rechazo suicida por no haber sido nunca objeto de ningún
deseo. Sacrificio para el deseo del Deseo.
A esta filiación temática responde paralelamente una refle
xión sobre el género. Las Bacantes nos sitúa en una
representación de la representación ante uno de los oríge
nes de la tragedia: el origen del ritual dionisíaco, acoplado
aquí con ese otro origen posible, el del ritual épico, pues
Pentheo es un héroe a pesar de la irrisión que lo afecta. La
Ifigenia en Aulida nos permite seguir todo el camino reco
rrido desde sus primeras formas hasta el punto en que
261
Eurípides pudo llevarlas. Entre el sacrificio realizado en el
contexto de un misterio y el que se inscribe en un con
flicto humano (en el interior de un mismo personaje o
entre diversos personajes) se traza ese itinerario de la comu
nión. Lloramos por Pentheo y Agave y hasta por el viejo
Cadmo. No tenemos que liorar por Agamenón ni por Ifi-
genia llevada a los cielos (no se menciona a la de Taurida
en Ifigenia en Aulida). Se precisa la idea de un pasaje hacia
una vida mejor en el más allá. Se comprende que el tema
haya tentado a Racine. -Tentado y desanimado. Ninguna
situación de sacrificio puede dejar de sugerir al cristiano la
pasión de Cristo. Ifigenia sobrevive y se prepara para una
felicidad conforme a sus Dioses, a su sangre, a su raza;
Erifila eleva su protesta contra una religión que cuestiona,
y abre nuevamente la vía a lo sagrado que reafirma sus
vínculos con el deseo indómito por el que ella se agota y se
pierde en la muerte que se inflige. ¿Cuál de las dos tiene
la gracia? Esta pregunta queda pendiente y es retomada
por la pareja Aricia-Fedra, arrastrando a la muerte al héroe
que se abre al deseo: Hipólito. El sublime sobresalto de
Fedra, el retorno al orbe religioso de Esther y de A tali a
pondrá punto final a esta actividad impía.
Después de esto la tragedia clásica llegará a su término, así
como la tragedia griega moría con Eurípides. Ifigenia no' es
aún al fin de la tragedia clásica pero con ella desaparece
toda posibilidad de creer en ese sacrificio dionisíaco de la
tragedia griega. Ifigenia en Aulida realiza la economía de
ese sacrificio.
262
Epílogo
263
decir si hay que considerarlas postulados o
productos de nuestras investigaciones- que de
ben parecer m uy extrañas para los m odos ha
bituales de pensamiento y que entran en con
tradicción radical con las opiniones corrientes,
pero no podem os nada contra e sto ” .
2 64
La Orestiada, Otelo, Ifigenia en Aulida nos revelan la taz
más sombría, la más oculta del complejo de Edipo. El
reverso de ese complejo, puesto que la conclusión lleva, en
todos los casos, a la muerte del objeto del deseo en manos
del que desea: la muerte de la madre llevada a cabo por el
hijo, la de la esposa por el esposo, la de la hija por el
padre. El reverso del complejo se opone forzosamente a su
anverso. Lo que se nos ha develado allí son sus retorcimien
tos, sus inversiones o su descomposición ante el trabajo del
impulso de muerte. Vimos así que la estructura edípica
positiva se deconstruía para tejer los nudos del masoquismo
primario Ügado a la relación simbiótica con la madre, de la
homosexualidad psicótica degradada en masoquismo, del
masoquismo moral y femenino suicida. Ese complejo de
Edipo negativo remite necesariamente al complejo de Edipo
positivo y aún al conjunto que ambos forman en la fórmula
desarrollada de esta estructura.
Pues esa es la especificidad de este complejo. Nunca exis
te en estado simple sino que siempre es doble. Nunca existe
en estado integral sino que sólo subsiste en estado de vestigio.
Nunca existe en estado conciente sino que permanece en esta
do inconsciente.
Esta conjunción —y, por supuesto, la disyunción de la que
es indisociable— es la que explica Freud cuando escribe:
265
estudio más detenido hace aparecer generalm ente un complejo
de E dipo más com pleto, q u e existe en una form a doble, positiva
y negativa a la vez, y que se debe a la bisexualidad que
originalmente está presente en los niños: esto quiere decir que
un niño pequeño no se conform a con tener una actitud ambiva
lente ante su padre y con elegir a su m adre com o objeto de sus
afectos, sino que al mismo tiem po se conduce tam bién com o
una niña y manifiesta una actitud afectiva femenina hacia su
padre y una correspondiente actitud d e hostilidad y d e celos
hacia su m a d r e .. . La experiencia analítica m uestra entonces
que, en cierto núm ero de casos, desaparece uno u otro de los
elem entos constitutivos de ese complejo, con excepción de hue
llas apenas perceptibles: de m odo que el resultado es una serie,
una de cuyas extrem idades presenta el complejo de Edipo nor
mal y positivo y la o tra el complejo inverso negativo, m ientras
que los eslabones interm edios m uestran la form a com pleta, con
preponderancia d e uno u o tro de sus dos c o m p o n e n te^ !”
266
Es lógico pues, para concluir, que nos volvamos hacia el
complejo de Edipo para someterlo al examen. Debemos
elegir entre dos caminos. El primero sería el cuestionamien
to del complejo de Edipo como complejo constitutivo de la
subjetividad. Este camino desborda en mucho el marco de
este libro. El segundo es el examen de los hechos que van
desde el mito a la tragedia de Sófocles. Elegiremos este
segundo camino apoyándonos en los trabajos más recientes
de mitólogos (Marie Delcourt), de helenistas ( J .- P . Ver
nant) y de antropólogos (Lévi-Strauss). Esto nos dará la
oportunidad de puntualizar de qué manera el corte episte
mológico aportado por Freud fue recibido por especialistas
que muchas veces afirman estar abiertos a su obra, cuando
no se basan directamente en ella.
267
El libro de Marie Delcourt, Oedipe ou la légende du con
quérant* es uno de esos libros cuya lectura se impone a
todo psicoanalista. Poco importa que las opiniones sobre el
psicoanálisis expresadas por la autora lleven la marca de
una época, la del destierro de Freud del círculo reflexivo.
La obra deja traslucir su adlerismo y es visible la actitud
negativa de la autora ante la consideración de una libido
tan incomprendida como rechazada. No debe creerse que la
intención psicoanalítica sea allí secundaria; el libro termina
con un cuestionamiento de la teoría freudiana. Pero la obra
es tan rica, tan iluminadora en los detalles, que es mejor
olvidar momentáneamente el juicio lapidario referido al
psicoanálisis y profundizar su contenido.
Marie Delcourt, como la mayoría de los mitólogos moder
nos, deja de ver en el mito la expresión de una tendencia
espontánea, sin otra causa que ella misma, y deriva el mito
del rito. La operación se realiza, según ella, en muchos
tiempos. Primero, un rito para obtener un resultado: “Si
quieres que se produzca tal cosa, sométete a tal rito” .
Después el enriquecimiento y la mayor complejidad de las
prácticas rituales hacen que el rito se conserve, modificado
y disociado de sus causas originales. “Uno se somete a tal
práctica en tal circunstancia” , habiendo olvidado el por
qué. Finalmente la práctica se explica, secundariamente,
por un mandato divino. “Como un oráculo predijo q u e .. , ,
se realiza tal rito” . Progresivamente el rito se vincula, no
con el deseo del hombre, sino con la historia del dios que
la práctica del culto recuerda en tal o cual de sus episodios.
Es grande el mérito de esta interpretación, puesto que exclu
ye la idea de una gratuidad en la producción de ritos y
mitos. Ambos obedecen a una exigencia —cuya naturaleza
no se define— y están dirigidos por una economía. Sufren
deformaciones que nos ponen en presencia de objetos com
plejos, compuestos, estratificados. Hasta aquí, Freud estaría
de acuerdo en todos los puntos con los mitológos moder
nos. Tendría sus reservas, sin dudas, sobre la relación del
mito con la historia y casi no aceptaría que el mito no
268
rtenga ninguna función relativa a la verdad histórica. Verdad
histórica y verdad material se encuentran, para él, en una
relación no unívoca, pues la primera se vincula sobre todo
con el deseo.
La historia del deseo nunca está a disposición de quien
quiere encontrar sus fuentes o raíces. Debe conformarse,
mediante un método desconcertante para quien no está
familiarizado con él, no solamente con verdades provisorias,
lo que ocurre con toda exploración científica, sino con
verdades establecidas a posteriori. La historia de los aconte
cimientos es, por supuesto, la de los acontecimientos del
pasado, pero una historia que comprende, además de lo
manifiesto en los actos o los hechos importantes, sus replie
gues secretos en el campo de un posible que nunca agota lo
que de él ha retenido lo real. Somos sensibles, sobre todo,
a ese esfuerzo de los hombres que atestigua una voluntad
de sustraer a los efectos del tiempo lo que su memoria, por
sí sola no podía preservar de la destrucción. Nos inclinamos
menos a tomar conciencia de que la historia es siempre
reagrupamiento segundo de una red vivida en la dispersión.
Esta recuperación constituyente de una memoria textual no
es una consignación concienzuda en beneficio únicamente
de un pensamiento de archivo. “Entonces la historia, que
había comenzado a seguir y a notar los acontecimientos del
presente, arrojó también una mirada hacia atrás, reunió
tradiciones y leyendas, interpretó los vestigios dejados por
el pasado lejano en las costumbres y hábitos y edificó así
una historia del pasado prehistórico. Era inevitable que esta
prehistoria fuera más bien la expresión de las opiniones y
aspiraciones del presente que la imagen fiel del pasado.
Pues la memoria del pueblo había dejado caer muchas cosas
en el olvido y había deformado muchas otras; más de una
huella del pasado se interpretaba falsamente según el espí
ritu del presente; además, la historia no se escribía por
influencia de la curiosidad objetiva sino a fin de actuar
sobre los contemporáneos, llamarlos a la emulación, exaltar
los, presentarles un espejó3
269
Se sabe que la discusión sobre los mitos ha suscitado el
problema de su valor genético explicativo. Es porque se ha
querido limitar el alcance de la explicación a la historia
circunstancial en sentido estricto. Pero si se- postula tam
bién la hipótesis de una historia circunstancial del deseo, es
decir, de una historia que trata de reincluir todo lo que la
imaginación social estructura paralelamente al desarrollo de
los hechos y retrospectivamente en las versiones que forzo
samente la excluyen del saber histórico, entonces el mito
desempeña una función significativa cuyo interés tiene una
importancia igual a la de la historia oficial. No es absoluta
mente necesario, aun si siempre deseable teóricamente, en
contrar todos los puentes que ligan una a la otra. Quizá se
trata de dos caminos paralelos que están destinados a no
unirse sino encabalgándose.
La “verdadera” verdad, histórica, por asombrosa que esta
proposición parezca a los historiadores, no puede ser la
verdad material. Pues, aún en el hecho material más trivial,
¿quién puede despreciar sin consecuencias la dramatización
de la fantasía, el peso no solamente de lo que fue vivido
sino deseado vivir, el efecto de la espera de respuestas
suspendidas según la voluntad del otro, del registro furtivo
de sus dificultades, vueltas y desligamientos? Aquí se abre
un campo de lo posible que el carácter circunstancial del
deseo rodea o colma como puede. La historia circunstancial
del deseo se presenta como una circunstancialidad hipotéti
ca sobreimpresa en una huella perdida. El acceso a la
verdad, dirá Freud audazmente, sólo puede pasar por el
examen de sus deformaciones. Tarea temible en la medida
270
en que por lo general la deformación se aprecia según el mo
delo de referencia de la verdad, mientras que aquí éste es la
deducción de aquélla. El mito es aquí revelador, pues en él
la ficción no es gratuita y su construcción no está hecha
para divertir sino para plegarse a la función que ordena su
nacimiento: dar en un solo y mismo tiempo forma y
solución al deseo. El producto terminado y elaborado del
mito es una cicatriz cerrada sobre una herida que se trata
de ocultar. Su texto no solamente sería un palimpsesto, un
producto de añadidos que se cubren mutuamente, sino
sobre todo una figura enigmática, o con una coherencia
superficial, que disfraza con una pseudológica lo que debe
ser escondido y sellado. A este respecto, el mito no podría,
pues, no ser más que un relato agujereado y heterogéneo,
donde faltan las piezas esenciales del rompecabezas.
272
“las creaciones del genio novelesco” (pág. 14). ¿Pero acaso
esas creaciones escapan al inconsciente?
Pues, sostener que las “tendencias subconscientes colaboran
con la memoria, no con el genio fabulador” , frase que
cierra la obra, ¿no es despreciar, con esta afirmación, la
interpretación freudiana de la reminiscencia? ¿No es desco
nocer el vínculo entre los productos del genio novelesco y
el genio fabulador?
La infidelidad de esa memoria de los mitos torna muy
ardua la interpretación, sin duda. El embrollo de las pro
yecciones legendarias griegas es quizá más difícil de com
prender; porque no se conforman con clasificar el mundo
natural como los mitos del pensamiento salvaje, lo cual
permite a un Lévi-Strauss proponer una formalización;
porque no están sometidas a un principio referencial que
las coloca bajo la égida de un monoteísmo; porque no
obedecen a un ordenamiento regulado por una jerarquiza-
ción estricta como para los héroes y las divinidades de otras
religiones. Hasta la filiación, que es aquí más difícil de
descubrir que en otras partes, por ejemplo en las religiones
indoeuropeas. La dificultad mayor, ¿no proviene acaso de
que el objeto que exponen los mitos conserva siempre un
contacto directo con eso de donde emergen: el deseo? Los
avatares de la invención de los poetas no son explicables de
otro modo que por la tentativa de hacer concordar con los
hechos una psicología de los deseos “naturales” a la que la
estructura del deseo permanece refractaria. Se opondrá así
un polo político a un polo sentimental o novelesco (págs. 2,
15, 80, 102, 159, 163), despojando al deseo de su carga
erótica, olvidando que Edipo y Dionisos han salido de un
mismo antepasado. Pues se admiten la invención y la fabu-
lación cuando se trata de transformar un rasgo abiertamen
te molesto o hasta odioso, que la comprensión psicológica
directa acepta como tal “naturalmente” , mientras que la
idea de que la invención o la fabulación tienen una función
no solamente de atenuación o de reorganización sino de
censura y de máscara parece difícil de adoptar por parte de
los mitólogos. En esas condiciones, ¿no interesa poner en
primer lugar todo lo que en el mito hay de resueltamente
contradictorio, de irreductible a los manejos de una com-
273
prensión psicológica y, por encima de todo, única? Pues
mito de Edipo es el mito ejemplar, puesto que es el quç
liga la pregunta del “ ¿quién soy yo? ” con la del “ ¿Hijo de
quién? ¿Padre de quién? ” La cuestión de saber “ ¿Por qué
.1
hay algo y no nada? ” sólo puede plantearse, en sí misma,
concatenando los términos mediante una generación. Es
legítimo, pues, que a la pregunta del “ ¿Quién soy? ” —ella
misma concatenación- sólo pueda responderse con uní
pregunta sobre la concatenación.
No es inútil recordar aquí la opinión de Freud expresada
sin ambages, con su acostumbrada audacia:
274
religión, la moral se sitúan en esta organización como inten
tos de encontrar una compensación a la falta de satisfacción
de los deseos humanos” . Los tres representan soluciones co
lectivas y sociales para el alivio de las tensiones del grupo. Es
necesario, pues, para Freud, interpretarlos según esta óptica;
apliquemos su principio a la leyenda de Edipo, en el doble
proceso que llevó a su construcción y a la deconstrucción que
debió sufrir por las deformaciones de la censura.
II
275
cómo pudo ese mito concentrar hasta tal punto eJ comple
jo. Responde de este modo: “Cada contenido psíquico
significativo pero inconsciente (fantasías agresivas hacia el
padre, deseo sexual hacia la madre con tendencias a la
erección, miedo a la castración por parte del padre como
castigo por las intenciones culpables) ha suscitado un repre
sentante simbólico indirecto en la conciencia de todo hom
bre. Los individuos dotados de capacidades creadoras parti
cularmente desarrolladas, los poetas, dieron expresión a
esos símbolos universales. Así pudieron nacer, primero se
parada e independientemente unos de otros, los diferentes
temas míticos de abandono por parte de los padres, de
victoria sobre el padre, de relación sexual inconsciente con
la madre, de destrucción voluntaria de los ojos. Durante el
pasaje del mito por innumerables espíritus poéticos indivi
duales (según la hipótesis muy fundada de Rank), una
condensación de diferentes temas condujo secundariamente
a una unidad más vasta, que ha subsistido y se reprodujo
en una forma aproximadamente idéntica en todos los pue
blos y en todos los tiempos” .
Esta interesante interpretación descuida la función de la
censura. Sin embargo, un factor parece decisivo: el pasaje
por la creación imaginaria del poeta, es decir, la reorgani
zación del inconsciente por la fantasía de deseo. Pues eso
es el complejo de Edipo antes de ser una realidad histórica:
una fantasía de deseo que, después de haber pasado por el
inconsciente del genial aeda Sófocles, se transformó en una
realidad de orden cultural: una tragedia.
276
Sabemos que la práctica del abandono del niño en una
montaña o su inmersión en el agua son equivalentes a una
prueba. El abandono en el mar en un cofre permite estable
cer una transición entre las dos8 . La deformación alegada
para justificar el abandono del niño es más o menos un
pretexto, uno de los cuales es, por cierto, el oráculo.
Ocurre como si él llegara a ocupar el lugar de un poder
antes legal, pero después juzgado exorbitante. Pues, de los
tres niños míticos abandonados, Edipo, Paris y Atalanta,
esta última lo es con el único pretexto de ser una niña,
mientras que sus padres deseaban un varón. Todo esto
indica que la enfermedad, que era la causa invocada para el
abandono, pesaba muy relativamente. La restricción que
exigía que el abandono no ocurriera después de un lapso
muy limitado posterior al nacimiento muestra el deseo de
una protección contra móviles que la malformación tapa y
sólo justifica parcialmente. Por lo demás, el vínculo estable
cido entre las leyendas y las costumbres arcaicas comprueba
que los bastardos predestinados son sometidos al mismo
tratamiento: “Por extraño que pueda parecer, las dos cate
gorías de niños eran tratados, pues, del mismo modo” (pág.
24). Puede pensarse que el signo de inconformismo que
marca al niño desde su nacimiento —y que en el límite se
expresa en la bastardía— indica un caso excepcional en la
procreación y permite condensar las marcas de una mancha
a veces de origen desconocido y las de una hazaña que
todavía nada anuncia, pero que da al niño abandonado
aptitudes negadas a las personas comunes9 . Lo importante
277
es que en todos los casos se interpreta la sobrevivencia
como signo de un alto destino.
No se puede separar totalmente el abandono de Edipo y las
situaciones de otros contextos legendarios donde madre e
hijo sufren esa suerte cuando subsiste una duda sobre la
legitimidad de éste, pues la madre invoca la unión con un
dios. El origen divino del niño -nacido fuera del matrimo
nio— es atestiguado entonces a posteriori y explica el des
tino brillante al cual está prometido. Tanto cuanto que la
realización de ese destino pasa a menudo por un parricidio
más o menos involuntario, cumplimiento de un oráculo.
Ese destino, es pues, el fruto de una transgresión. Transgre
sión cuando la madre se une a un mortal por infidelidad,
pero ese mortal es entonces un héroe que trasmite a su
retoño una herencia que lo conducirá a desafiar las leyes o
a cumplir otras hazañas admirables. Transgresión asimismo,
en el sentido en que se trata de franquear la barrera que
separa los dioses de los hombres, cuando es un dios quien
seduce a la madre (Dionisos). De todos modos el hijo, cuya
sobrevivencia es signo de un favor divino, será a su vez
héroe o semidiós. En el caso de Edipo pueden invertirse
los tiempos de la leyenda. No es porque Edipo estaba
predestinado que mató a su padre y compartió el lecho de
su madre, es porque realizó esas acciones que debía ser un
predestinado.
El tema del exilio, que se encuentra con una frecuencia
notable, establece un corte necesario en el relato, corte por
el cual el niño será educado, instruido por otros: animales
benefactores o personas de condición modesta. El hecho de
que la segunda parte de la vida del héroe lo arrastre a
proezas criminales, durante las cuales tiene lugar el parrici
dio de un modo más o menos accidental, no debe llevar a
la conclusión demasiado apresurada de que el resentimien
to, debido al rechazo atestiguado por el abandono, es el
que dicta una oscura venganza. Puede pensarse que la
hazaña, para apuntar al padre, debe pasar por un tiempo de
disociación y de alejamiento - d e lactancia, dicen los psico
analistas— para que se cumpla en el desconocimiento y la
ignorancia de las relaciones de parentesco. Como en el tema
de la novela familiar, donde el niño, en sus ensueños
278
disociados del resto de su universo psíquico—, se imagina
que no es el hijo de sus padres y puede soportar mejor sus
deseos. Justo retorno de las cosas: en nombre de la apoteo
sis, del maleficio que hay que evitar a la comunidad, el
¡uño fue abandonado; en la serie de hazañas del héroe, que
hay que poner a veces en beneficio de la comunidad, habrá
que incluir la muerte accidental del padre.
Las versiones primitivas que se conservan sólo hablan de
parricidio, no de incesto. Pero la sexualidad está más pre
sente de lo que se cree: la falta originaria es sexual, puesto
que a menudo la madre debe sufrir una prueba de castidad
y es abandonada con el niño. Por haber dado a luz fuera
del matrimonio, ella debe aportar la prueba —y aquí se
encuentran el mito de Edipo y el de D ionisos- de otra
paternidad o del carácter divino del padre. Esto se produce
toda vez que el niño es salvado. Los acusadores —muchas
veces el abuelo materno del niño-perecen al mismo
tiempo. En cierto grupo de leyendas sólo se menciona el
maleficio que pesa sobre el niño, quien representa un peli
gro para la comunidad entera y debe, pues, ser sacrificado.
Pero también aquí adquiere, cuando sobrevive, su cualidad
heroica y por lo tanto benéfica. La falta sexual, presente
desde el primer caso, puede hacernos pensar que ha sido
objeto de una censura en el segundo. Del mismo modo se
transformará en accidental en el incesto ulterior, cometido
en la ignorancia10
279
En definitiva, la leyenda del abandono seguido de sobrevi
vencia, único caso que nos interesa pues aquéllos en que el
niño perece no dan lugar a ningún comentario, constituye
una explicación retrospectiva: “ Las prácticas que recuperan
el mito del niño abandonado debían aplicarse a personas
que de una manera u otra eran intrusos, o si se quiere,
hombres obligados a conquistar el lugar que querían ocupar
y al cual no tenían primitivamente ningún derecho”
(pág. 40). Este es, evidentemente, el caso de Edipo “rey” .
Si se interpreta entonces el sentido de esos contextos con
vergentes, se ve que el alejamiento del exilio es el testigo de
la separación de la madre por acción del padre. Los estig
mas del maleficio son los indicios de un mensaje; no sola
mente significa que aquél que mate a su padre y se impon
ga por la fuerza sobre el reino de la madre habrá sido un
monstruo, sino que será monstruoso el hecho de que esos
deseos sean solamente pensables. Pues Marie Delcourt lo
nota: “Nunca los poetas consintieron en poner en escena
un parricidio consciente11” . Y se sabe que el código de
Solón no mencionaba pena por el parricidio, pues castigarlo
ya implicaba concebirlo.
Esta observación, que nos hace renunciar definitivamente a
encontrar un contenido directo que no haya sufrido defor
mación ni sustitución, se ennquece en Edipo Rey con una
articulación presentida por el mito, pero que Sófocles acla
ra. Pues si hay que comprobar “que casi todos los recién
nacidos abandonados son hijos de un dios, es decir, de un
280
padre desconocido” (pág. 159) (por lo menos en los casos
en que la conquista de la mujer se asocia con la del poder),
en el momento en que el héroe, en busca de paternidad,
recibe los primeros indicios de sus orígenes por el relato de
un mensajero de Corinto, cuando se entera que no es hijo
de Polibio y Mérope, se titula hijo de la Fortuna (verso
1080), del Encuentro Feliz. Esta no es solamente una
proclama apotropeica. El coro aprovecha la ocasión y medi
ta sobre esa generación mítica, y el lugar del abandono se
trueca en aquél donde ocurrió el acoplamiento de una ninfa
y de un dios.
En muchas leyendas la enfermedad se reduce a su expresión
mínima, solamente presente en este rasgo notable: el menor
y el más débil de los hijos (Freud observa que es también
muchas veces el preferido) triunfará sobre un padre (o uno
de sus sustitutos) perseguidor12 . El hecho de alegar un
origen divino proclama de un modo ostentoso la filiación
del héroe con el dios: éste confiere un poder tal que el
acto del parricidio ya no es necesario para que se revele
como vencedor del padre: la sobrevivencia es su primer
signo.
Un psicoanalista tendría mucho que decir sobre el detalle
de los pies perforados. Con Freud, el psicoanalista supon
dría - lo cual no dejaría de discutírsele- que esta marca es
la cicatriz de una castración primitiva desplazada, practi
cada por un padre que quiere prevenir todo peligro de un
futuro incesto; o, por lo menos, que es una práctica compa
rable con la circuncisión. El material psicoanalítico nos
ofrece con bastante coherencia la equivalencia del pie y del
pene como para que esa hipótesis no sea gratuita. La clara
etimología del nombre Edipo, que resalta por su rareza en
las leyendas, permite vincularlo con su estirpe. Más exacta-
281
mente, en el momento en que se revela que es el hijo de
Layo —“El del pueblo”— se aclara el detalle que lo identifi
ca con su abuelo, no como ún rasgo heredado de él, signo
de una pertenencia, sino como explicitación de un acto de
su padre que une a su hijo con su propio padre: Lábdaco el
cojo. Debe notarse que Layo hace perforar los pies de
Edipo, los ata y los junta uno con otro* mientras que
Lábdaco camina con los pies separados. Así, a propósito de
una preocupación por su pueblo Edipo deberá reencontrar,
mediante el mismo acto de exorcismo por el cual su padre
pretendió salvar a la Ciudad, la confirmación de Su poder
adivinatorio. Ese poder entra en resonancia con el excepcio
nal del padre, que excluye a un hijo por el solo hecho de
ser un hijo.
El reconocimiento por la mutilación de los pies perforados,
que no resiste ninguna justificación “ psicológica” , subsiste
aquí como huella. La cicatriz es no tanto él indicio de \i
deformidad como el estigma sobre el sujeto de eso por lo
cual pudo reconocerse en las preguntas de la Esfinge (todas
se relacionan con el caminar). Y esto por haber sido marca
do previamente en el lugar de los sentimientos “ monstruo
sos” cuya materia, a posteriori, ha suministrado el padre
quien los autentificó por el efecto de una “firma” dejada
sobre el niño abandonado. Del mismo modo que Edipo
entra en su segunda vida de niño —la que le ofrecerá el
e x ilio - por el acto del mensajero que desata las ligaduras
que ataban sus miembros perforados cuando recién nacido,
así entrará en su segunda vida de hombre después de haber
desatado la ligadura que estrangula a su madre y perforarse
los ojos.
El acto de abandono, como el de encierro en un cofre o el
rito de sumergir al niño parecen querer inaugurar un “ co
mienzo absoluto” (pág. 56); el equilibrio que no hace
coincidir ese comienzo con el nacimiento mosteará después,
en cada uno de los episodios del mito, que se trata sobre
todo del deseo de una originalidad renovada indefinidamen
te. Así, Tiresias recomienza la acción del padre “abando
nando” a Edipo ante la Ciudad, como Edipo se abandonará a
sí mismo por su autocegamiento y se pondrá nuevamente a
282
disposición de la decisión de los Dioses, limitándose a no
ver más a quienes lo ven existir.
Los mitólogos comparan el abandono con la práctica del
pharmakos: ante el temor de las Fuerzas misteriosas (que
Marie Delcourt duda en calificar de divinas, en la medida
en que nos remiten a un período arcaico), ante la angustia
por la falta cometida y mal conocida, causa de la cólera de
los elementos desencadenados o de la desgracia que mina el
grupo, nace el deseo de fijar el mal, de encerrarlo en un ser
sobre quien recae el peso de la falta. El es el responsable,
por su existencia o por sus acciones, y debe ser excluido,
castigado, exterminado, para desembarazarse de la mancha
y para* apaciguar a las potencias malhechoras. Hay que
recordar, sin embargo, que la lapidación del pharmakos y su
expulsión del grupo con una magra subsistencia iban acom
pañadas de la fustigación de sus órganos genitales. Por
detrás de este conjunto se encuentra la significación que
podían tener, atenuadas y deformadas, las experiencias vin
culadas con el rito de iniciación de la pubertad. Pero
establecer esa comparación implica vincular la ordalía con la
sexualidad y no ya solamente por la admisión entre los
adultos a la distribución de las responsabilidades del poder.
Privilegio de poder que frecuentemente va, por lo demás,
con privilegio sexual. ¿Cómo comprender de otro modo
que el triunfo sobre las pruebas incluya entre las recompen
sas del vencedor la mano de la princesa?
Lo que estos ritos dejan sobreentender es que- ellos se
esfuerzan, en el momento mismo en que la pubertad pro
duce un nuevo crecimiento sexual que despierta todo lo
que lo precedió en el campo d#l deseo, por llegar a una
mutación que desgarre totalmente el nudo que ata al niño
con su madre. En el límite, el secreto de la iniciación podrá
aparecer como una superchería, puesto que no revela nada
y casi no se justifica la exclusión de las mujeres. El deseo
de compartir un secreto del cual ellas no formarían parte
lejos de responder a la pregunta remite a ella, en la medida
en que sólo las mujeres poseen la propiedad de fabricar
niños. Ellas solas saben atar a los hijos a sus cuerpos mucho
después del nacimiento. La parte del padre, en la conjetura
misma en que se la considera, transforma en secreto la
283
pregunta que deja abierta. El hueco en que ella se inscnoe
-to d o acto sexual no conduce a una generación, pero
no hay generación que no esté precedida por un acto
sexual- se traslada sobre los productos de la relación del
hombre con la naturaleza y con sus semejantes. Entonces el
secreto debe guardarse entre los hombres, así como la mujer
guarda lo que el hombre deposita en ella, y en lo cual
él ya no participa. Y como el hijo nace en el deseo
que de él tiene la madre, cuando ella se pregunta en qué se
transforma el pene erecto que ha dejado de estar adentro
suyo y cuyo vacío dejado al retirarse continúa acompañan
do cada momento en que debe hacerse en su vientre un
lugar más grande para aquél a quien sólo verá cuando cierto
término lo separe de ella. Si la iniciación abre a un domi
nio, no es por el reemplazo de un progenitor por otro, sino
por una virtud decisiva en la que la inhibición de fin (la
conquista de la madre) es el momento esencial que otorga
privilegio a la huella sobre el acontecimiento.
Hacer entrar el acontecimiento en el nuevo comienzo será
la tentación del héroe trágico13.
Los oráculos
284
de sus servidores), y le decía que era su sino fatal morir a manos
de un hijo que él y yo habíam os de tener” , (v. 711-714)
286
porque se habrá observado, que a esta ausencia de enuncia
ción de lo interdicto corresponde la ausencia de un tema
caro a Sófocles: precisamente el de la culpabilidad excusa
ble17. Esto no implica solamente que sea posible un debate
si giramos alrededor del nudo alrededor del cual gravitan
problemáticas derivadas, sino que el debate es lo que se
impone para no tener que nombrar ese nudo, para mante
nerlo ausente. Otro intento será la ruptura de ese nudo; se
tratará de separar así el incesto del parricidio.
288
El examen de las leyendas en las que figuran estos persona
jes demuestra que un trabajo de censura o de desplazamien
to ha realizado la desconexión entre la madre y la esposa.
Así, Euriganea es el nombre de la mujer de Edipo en las
leyendas donde no figura el incesto. Sin embargo, Edipo se
casa con ella después de la muerte de Yocasta y le da
cuatro hijos. Eurigania, hija de Hipophas, es la madre de los
hijos de Edipo en otras leyendas, pero éste se casa con
Epicastea, que no le da descendencia. En otra parte Euri-
clea es la madre de Edipo y la primera mujer de Layo, y
Edipo se casará con la segunda mujer de su padre, Epicas-
tea, después de haber matado a Layo. Así, el trabajo sobre
el mito lleva a estos resultados aparentemente incomprensi
bles, pero que sin embargo concurren todos al mismo
resultado: no dejar ver de un modo transparente que Edipo
se casa con su madre, que es la esposa del hombre que él
mató, su padre, y que le da cuatro hijos (prueba de las
relaciones sexuales que ha tenido con ella). De allí las
diversas operaciones que escinden el incesto: disociación
entre las dos mujeres de Layo, disociación entre la esposa y
la madre.
Se ve que es inexacto pensar que el incesto sería aquí un
crimen de menor valor. El genio de Sófocles reúne esos
elementos esparcidos y los solidariza con el parricidio. Pero
esa reunión debe tener, como contrapartida, el desconoci
miento .
Se encuentra una nueva disyunción en la distancia entre los
dos oráculos de la tragedia -aq u él que antaño recibió el
padre y que no habla más que de parricidio, omitiendo
tanto la causa de la interdicción de procrear como la
predicción de la unión del hijo con la madre, y aquél del
tiempo de la tragedia, que anunciaba al hijo la inminencia
del incesto y del parricidio—.
Se sabe que el incesto es una interdicción mayor, y el
incesto madre-hijo es aquél que ha sido objeto de la prohi
bición más radical2 0. Por haber centrado el problema en el
289
rito de la lucha entre el rey joven y el rey viejo, y haber
descubierto en ella el germen de las figuras legendarias de la
lucha entre el hijo y el padre, se pretendió negar que la
madre pudiera ser lo que está en juego y se consideró que
sólo el trono era el objeto de la codicia del hijo; esto
equivale a negar la sexualidad infantil en provecho de los
únicos intereses del adulto que han escapado a la represión.
Así, todavía hoy en nuestras familias hay algunas en las que
padre e hijo, abiertamente, son rivales en el problema del
patrimonio. Los hijos se niegan a esperar la desaparición
de su padre para beneficiarse con la transmisión de los
bienes familiares. Pero el analista descubre regularmente
que detrás de las racionalizaciones del conflicto manifiesto
actúa, agazapado y activo, el conflicto infantil donde la
parte más importante consiste en la posesión sexual de la
madre.
El avunculado y el epiclerado
290
ban un sistema2 2. La estructura no es otra, en definitiva,
que la del elemento de parentesco, o más precisamente, el
átomo de parentesco (pág. 58). Pero, en definitiva, la cons
telación formada alrededor del nudo atómico, es decir, del
hijo - y de la que sólo damos aquí una imagen de una
simplificación esquemática limitada a las necesidades de
nuestra argumentación- tiene un sentido que hay que po
ner cuidado en descuidar. Pues si el hijo es “ indispensable
para atestiguar el carácter dinámico y teleológico que funda
el parentesco a través de la alianza” (pág. 57), creemos que
la demostración de Lévi-Strauss revela, al contrario, el in
tento de absorber, al menos en parte, ese carácter dinámi
co. ¿Cómo comprender, si no, esa sobrecarga en el elemen
to de parentesco constituido por la intervención del tic
-cuya naturaleza simbólica no es cuestionable— de otro
modo que como la reintroducción de un término, si no
excluido por la alianza, por lo menos remitido a otr,
parte? Podríamos inclinarnos a decir que, como el presente
ha comenzado con el nacimiento del hijo se encuentrs
determinado por las condiciones de la posibilidad de ese
nacimiento, que resurgen en un “como si el intercambio nc
hubiera tenido lugar” . Lo cual significa algo más que un
movimiento de contraprestación, pues a pesar de la exten
sión del sistema por el aumento del número de sus relacio
nes, su resultado no deja de equivaler a un intento de
anulación. Decir de los sistemas de parentesco que “ el
desequilibrio inicial que se produce en una generación dada
entre aquél que cede una mujer y aquél que la recibe no
puede estabilizarse más que por las contraprestaciones que
tienen lugar en las generaciones ulteriores” (pág. 57) atesti
gua precisamente que el intercambio no ha regulado nada y
que la prohibición del incesto, que se esfuerza por dominar
la exogamia, es derrotada por el retorno de la relación de
consanguinidad. Esa concepción del intercambio disminuye
hasta anular la ruptura que preside la generación. Esta
291
ruptura es siempre retardada por la dependencia del hijo
respecto de sus progenitores pero, tarde o temprano, será
necesario que se revele, aunque más no fuera en el momen
to en que parece consumarse en su inversa —por ejemplo,
en el momento de la iniciación, donde el hijo, por derecho
si no de hecho, se iguala al padre. Esa ruptura es, sin
embargo, originaria - l o que Lévi-Strauss llama el desequili
brio inicial— por la potencialidad, abierta desde el naci
miento, de que el hijo mismo sea un día, a su vez, no
solamente alguien que intercambia, sino también alguien
que genera. El hecho de que el tío materno llegue y se
ofrezca para colmarla no hace sino revelarla más.
El innegable que existe la combinatoria familiar y no es
concebible que el parentesco pueda organizarse de otro
modo que en un sistema. Pero la reinclusién de lo excluido
—cuestionando la revolución (lo que es revolucionado por
el intercambio) de la alianza— es lo que parece tener la
finalidad de colmar una laguna. Por supuesto que esta
laguna no tiene nada que ver con una carencia de autoridad
paterna cualquiera, puesto que el -tío puede desempeñar
también el papel de “madre masculina” ; los hechos invitan
a pensar que el tío interviene en virtud del intercambio
para borrar la ruptura cuyo producto ha sido la misma
madre en la relación con el padre que la engendró. Pues si
la regla se establece contra el incesto, el intercambio es el
efecto de una concatenación imposible pero no suprimida
■por esa imposibilidad. La prohibición del incesto impide Ja
unión del padre y de la-hija; £¡ sistema, al extenderse por el
avunculado, recupera un mediador en la persona del tío. El
tío desempeña la doble fuRción del borrar toda asimilación
entre el padre de la madre y el padre del hijo (diferencia de
las generaciones) y de inscribirse como figura de eso que
está en juego en la generación: ni de un lado ni del otro
de ios dos progenitores, sino entre ellos (diferencia de los
sexos). Al mismo tiempo que constituye el sistema, revela
la impotencia de éste para desembarazarse-de lo que -se
esfuerza por contener y prevenir.
La utilización por parte de Lévi-Strauss de una teoría ¿ e l
intercambio para cubrir exhaustivamente el campo del pa
rentesco pareciera descuidar la complejidad del problema de
la sexualidad. Lo que no parece examinar es que el sistema
de parentesco podría responder a una contradicción entre
la bisexualidad orgánica, que tiene como consecuencia la
reproducción sexual p o r ja unión de dos progenitores unise-
xuados, y la bisexualidad psíquica que implica que la orga
nización “psicosexual” de cada uno de los progenitores
unisexuados incluye, por lo menos a título recesivo, los
caracteres sexuales del sexo al cual no pertenece. Esto es lo
que Freud llama la “doble identificación” , resultado del
complejo de Edipo, que hace que cada sujeto lleve en sí, en
la resolución de ese complejo, un precipitado formado por
la presencia de la identificación masculina y femenina, con
el padre y con la madre. Esta contradición explicaría mejor
la presencia y la función del tío materno. Es lamentable
que Lévi—Strauss, que al fin de su artículo estudia otras
variantes posibles 33 de la estructura de parentesco en el
interior de la relación avuncular, no haya pensado nunca en
estudiar el caso que eligió en relación con el del epiclerado,
otro efecto de la prohibición del incesto.
Se sabe en qué consiste el epiclerado: un padre privado de
descendencia masculina puede suplir esa carencia transfor
mándose nominalmente en padre del hijo que su hija tenga
con un pariente cercano designado por él, y con el cual ella
se casa. Ese suplente es designado según un estricto orden
293
de sucesión 24 que, por lo general, sitúa en primer lugar a
los hermanos del padre. Vemos que con esta fórmula lo
que se pone en primer plano es mucho menos la combina
toria— y no dudamos que pueda descubrirse una— que esa
ausencia del padre en la procreación, reconociéndose que la
realiza otro hombre con quien la hija está casada; y que la
única razón invocada es de orden simbólico - e n lo que
respecta a los griegos, en todo caso- la celebración de la
ceremonia funeraria. Se escinden la generación y la procrea
ción, y sólo el Nombre del Padre (Lacan) se transmite. Esta
es quizá la prueba de que, si bien hay. que dar la razón a
Lévi-Strauss cuando escribe: “Pero lo que confiere al pa
rentesco su carácter de hecho social no es lo que él debe
conservar a la naturaleza: es el modo esencial por el que se
separa de ella", puede dudarse que sea la combinatoria de
los intercambios lo que funda, por sí sola, esta separación.
En el límite, Lévi-Strauss afirma, en muchos lugares, que
el modo de inteligibilidad al que nos remite el sistema de
relaciones 25 es el de la estructura molecular.
Por otra parte es necesario distinguir, en el seno de una
estructura social dada, el sistema de parentesco real y sus
proyecciones fantasmáticas.
Las hipótesis de Frazer desarrolladasen una obra sobre los
orígenes mágicos de la realeza muestran cómo un conjunto
social vinculado con la matrilinealidad (que no es más que
uno de sus elementos) sufre transformaciones significativas
en los relatos míticos.26.
294
r
Padre e hija se unen por un estatuto de epiclerado, cuando
el rey carece de descendencia masculina. En lugar de casar
se con el pariente más cercano del padre, la hija se une, en
los cuentos, con un aventurero de nacimiento real pero sin
patrimonio. Este es, la mayoría de las veces, expulsado de
su país en razón de un crimen. Es necesario además recor
dar en este conjunto la persecución de un recién nacido por
el padre o el tío de la madre y, punto en el que ya nos
hemos extendido, la filiación divina de los recién nacidos
abandonados. Finalmente, detalle notable, el tío paterno es
el amante de su sobrina no por amor, sino por odio. Este
tío es, por otra parte, el enemigo de su hermano, abuelo
del héroe. Aquí se opera la unión entre las leyendas del
niño abandonado y las del matrimonio con la princesa. Los
dos grupos que precedentemente estaban separados se reú
nen y se completan con el cuadro de los ritos de conquista
de la novia.
Puede notarse de estas observaciones:
- que la hipótesis sostenida por Frazer de la corresponden
cia de estos cuentos con un sistema matrilineal arroja silen
cio sobre, la madre en los relatos o sólo-alude a ella por el
incesto simbólico que la madre autoriza^7-;
- que el sustituto del padre, designado legalmente en el
epiclerado, no se casa con la hija, sino que es el amante y
perseguidor de su sobrina por hostilidad, como si se tratara
de significar que en esta situación se le atribuye demasiado
o muy poco, o que venga a la madre;
- que el hijo de la madre es, de todos modos, mal recibido
poT el padre de ésta;
- q u e no se explicita la comparación entre la inexistencia
de patrimonio y el crimen del aventurero pero que el padre
de la novia mata a los desdichados pretendientes;
2 96
hibición del incesto y estructura edípica se encuentra corta
do; ese vínculo sólo se revela con ayuda de las huellas de
las deformaciones a partir de las cuales puede ser inferido.
Se dirá entonces que se abre aquí un riesgo demasiado
importante, una conjetura demasiado aventurada como para
que el investigador pueda embarcarse en ella. Observemos
sin embargo que las marcas de la exclusión en el lugar del
sexo, lejos de ofrecer la ventaja de dejar al corpus interro
gado abierto a las preguntas que quedaron en suspenso,
vuelve aún más nítido, el sentimiento de una coherencia
truncadaií*. Esto es lo que se marca en las minimizaciones
de la función del incesto en el mito de Edipo.
297
La minimización del incesto y la exclusión del sexo.
298
el poder político; al contrario, cuando se trata como ocurre
más a menudo, de la oposición entre un anciano y un
joven, éste estará enamorado de la hija del primero. El
tema del conflicto entre las generaciones admite compatibi
lidad con el matrimonio con la princesa (pág. 1 0 2 ), pero no
con el de una realización incestuosa3 1. ¿Pero por qué
afirmar que, “ religiosamente hablando” , no desempeña nin
guna función puesto que, al contrario, es el único oráculo
dictado por el mismo Apolo a Edipo, pues el recibido por
Layo, que omite el incesto, no es enunciado más por sus
sirvientes? No es en boca de Edipo donde se encuentran
las palabras que atenúan la gravedad de uno de los críme
nes en relación con el otro. En cuanto al estudio de los
ritos, más bien demostraría lo contrario. Marie Delcourt
nos propone, como explicación del apareamiento de los
ritos nupciales con los de la conquista del reino, la solidari
dad de las iniciaciones arcaicas, cuando las hierogamias
primaverales asociaban las luchas y combates entre jóvenes
y viejos reyes con la celebración del matrimonio de los
jóvenes.
El parricidio social es reconocido por motivaciones que son
tanto sociológicas como psicológicas, La comunidad ya no
puede sentirse representada ni protegida por el viejo rey. La
sabiduría de los años no es la cualidad apreciada por el
grupo, sino la fuerza, la virilidad y la fecundidad. En el
contexto legendario, la pérdida de la fuerza física va a la
par con la pérdida del poder de fecundación. ¿Cómo no ver
allí una prueba de la solidaridad entre poder político y
poder sexual? La potencia es aquí, manifestamente, el
rasgo común de la realeza y de la sexualidad. Por eso un
viejo rey no es respetado sino despreciado, como si hubiera
vuelto a la infancia: aquél que está castrado y no ya el que
castra. La conocida frase de Georges Dumézil: “ Soberanía
y Fecundidad son potencias solidarias y como dos aspectos
de la Potencia” , es más a menudo citada que llevada hasta
sus consecuencias lógicas. Pues, o se concibe esa fecundidad
299
como un simple factor de productividad, o como un “ori
gen” del que se habla como se habla de las raíces del
terruño. Raramente se le otorga la plena significación que
la vincula con la matriz sexual. Así se dirá de las creencias
griegas relativas a la unión del hombre con la Tierra “ que
ésta tienen un coeficiente sexual y que su correspondiente
simbólico es la unión con la madre” (pág. 192).
Aquí se insertan las interpretaciones ctónicas del mito de
Edipo. Esas interpretaciones tienen como objeto, por lo
general, la exclusión de lo sexual o, más sutilmente, la
inclusión de lo sexual en una concepción más vasta donde
la problemática sexual se diluye. ¿Pero por qué eludir la
cuestión del sexo? Aquí puede ofrecerse una respuesta:
para ocultar la castración.
Las respuestas de reemplazo a la cuestión del sexo serán,
pues, las que llamaremos la solución ctónica y la solución
p o l í t i c a . La so lu c ió n ctónica es la adoptada por
Lévi-Strauss; la solución política es la adoptada por Ver
nant; Marie Delcourt se sitúa, como sabemos, en la tesis
adleriana del conflicto de las generaciones.
Examinemos la solución ctónica. Para Lévi-Strauss, la cues
tión del mito edípico 32 es la de la negación de la autocto
nía del hombre. Esta interpretación, notable por más de un
rasgo, lleva el sello de una detención del discurso interpre
tativo. Lévi-Strauss suspende su comentario en el momen
to en que su mirada se desvía del mito de Edipo para
dirigirse, pero esta vez en una nota y al pie de página, hacia
sus indios hopi que serán los encargados de decir por él la
relación entre el mito de Edipo y la castración. El cega-
miento de Edipo, asociado con el suicidio de Yocasta
—cuya ausencia suscita problemas en las versiones anti
guas— son tomados en su conjunto como acrecencias que
explicitan el mito, “puesto que el pasaje de los pies a la
cabeza aparece en correlación significativa con otro pasaje,
el de la negación de la autoctonía a la destrucción de sí”
(pág. 240). Pero el vínculo que el autor deja en la sombra
es el que establece la relación entre la negación de la
30 0
autoctonía y la “enfermedad” . Que recupera la noción de
sobreestimación o de devaluación de la relación de paren
tesco en el análisis de Lévi-Strauss en conexión con la
pregunta: ¿uno solo o dos progenitores? Esto equivale a
plantear la pregunta de la diferencia sexual pues, contraria
mente a lo que afirma el autor, Freud habla de la alterna
tiva entre autoctonía y reproducción bisexuadá 3 3 f e r o , o
esta diferencia es total, y ya no hay ninguna relación entre
los términos que ella pone en relación, e es como todas las
diferencias, una diferencia que remite entonces, bajo la
distinción de los sexos, a la presencia de esa “enfermedad”
invocada alusivamente. Hay que convenir que el mito no
menciona explícitamente la castraciófi. Pero Marie Delcourt
plantea la cuestión del vínculo entre enfermo e impotente
(pág. 217). Reencontraremos la cuestión a propósito de la
Esfinge, personaje fálico.
“La Esfinge evoca mejor aún la child protruding woman de
los indios hopi, madre fálica por excelencia. Esta mujer
joven, abandonada por los suyos durante una migración
difícil en el momento mismo en que daba a luz, yerra en
adelante por el desierto, y es la Madre de los Animales que
rechaza a los cazadores. Aquél que la encuentra, con las
vestimentas ensangrentadas, se "aterroriza tanto que tiene una
erección “y ella aprovecha para violarlo, recompensándolo
después con un éxito infalible en la c a z a ^ . Se comparará
esto con La Cabeza de Medusa de Freud (1922), esquema
para un trabajo más importante que Freud no escribió
nunca, publicada como postuma: “ El terror a la Medusa es
pues un terror a la castración que está ligado con la visión
301
de algo. . . La cabellera sobre la cabeza de Medusa se
representa frecuentemente en las obras de arte en forma de
serpientes y éstas, una vez más, son derivados del complejo
de castración. Es un hecho notable que por espantosas que
puedan ser en sí mismas, sirven no obstante, de hecho, para
mitigar el horror, pues reemplazan al pene cuya ausencia es
causa de horror. Esta es la confirmación de la regla técnica
según la cual la multiplicación de los símbolos del pene
significa la castración. La visión de la cabeza de Medusa
vuelve rígido el espectáculo de terror, lo petrifica. Observe
mos que estamos aquí también ante el mismo origen, el
complejo de castración, y la misma transformación de afec
to. Pues ponerse rígido significa la erección 3 s
Sobre la serpiente como vínculo entre lo visible y lo invisi
ble, cito a Vernant36 :“ En Aulida, antes de la partida, los
griegos ofrecen sacrificios al pie de un plátano. Súbitamente
aparece un terrible presagio: Zeus saca a luz una serpiente
que brota de abajo de un altar; ella se arroja sobre un nido
de pájaros a los que devora, junto con su madre. Enseguida,
el dios que la había hecho aparecer, la sustrae a los ojos
(literalmente, la vuelve invisible), en efecto, el hijo de
Cronos la habría transformado súbitamente en piedra,
([liada, II, 318,9).. . Al transformarla en piedra, Zeus, que
por un instante la había suscitado a la luz, la restituye a lo
invisible.”
Las observaciones de Freud se han transformado hoy en
triviales: ya casi no hay necesidad de consultar las obras
psicoanalíticas para saber que la ofidofilia femenina tiene
alguna relación con el pene. Pero en la misma obra en
donde Lévi-Strauss abreva su reflexión, la de Marie Del
court sobre Edipo, figura un apéndice (II) sobre los cuentos
de animales en Grecia, donde se encuentra lo siguien-
te :“Para comprenderlos convendría ante todo poner aparte
(subrayado por mí) la mayoría de los cuentos relativos a la
serpiente. Marx (se trata de Auguste Marx) notó bien, por
otra parte, que la serpiente es un muerto y representa un
antepasado misterioso que hay que temer y honrar. Si una
302
serpiente otorga a algunos privilegiados el don de cofnpren-
der la lengua de los animales y de ver el porvernir, es
gracias a sus relaciones con la ultratumba y sus secretos.
Estos relatos constituyen una categoría particular que hay
que estudiar en función de las concepciones relativas a las
almas. Sin embargo, en ciertas historias de serpientes se
encuentran los mismos temas que en las que conciernen a
los otros animales” (pág. 2 3 3 -4 ). Siguen, en el texto (ex
cluido, pues se trata de un apéndice) de Marie Delcourt
algunas observaciones finales sobre las hadas y las “ventreras
protectoras de los nacimentos” Las creencias populares “re
lativas al animal del clan, que llegaron a ser extrañas a la
religión de la Grecia arcaica, se han transformado igualmen
te en Márchen’ ^1 , estos cuentos alemanes donde la bruja
es. por supuesto, un personaje familiar. El capítulo se cierra
finalmente con la interpretación que H. Jeanmaire da del
lobo, “ encargado de espantar y de formar a los novicios” ,
que se encuentra en los cuentos alemanes bajo la forma de
un lobo maestro de escuela. Notemos la sucesión: serpiente
como categoría a poner aparte, hadas (y por lo tanto
brujas), oíd hag animal de clan, ventreras protectoras de los
nacimientos (pues la parturienta rechaza el alimento pro
ducto de la caza), lobo maestro de escuela.
Lo que Lévi-Strauss “pondrá aparte” es la relación entre el
dragón y la serpiente de Cadmo (pues así es como se la
nombra con más frecuencia), y luego entre esta última y
Pythón, la serpiente matada por N Apolo, y ulteriormente
celebrada como serpiente macho ^ 8 . La Esfinge es hija de
Echidna (la Vípera) y de Orthros (su propio hijo) o de
Typhón. Su filiación con la serpiente está atestiguada por
este origen. Es, pues, madre fálica, sin que sea necesario ir
a buscar entre los indios hopi lo que los griegos han dicho
en su lenguaje mediante imágenes.
Lo que nos revelaría la serie de las asociaciones es, quizá,
lo que generó el juego de las permutaciones sin fin, pues el
lugar de nacimiento del monstruo es por lo general una
303
caverna, una matriz (cuya etimología remite a Delfine,
nombre de la serpiente hembra). Esta es “una boca, un
stom ion’^-3. Stoma y stomion designan asimismo a la vagi
na” (pág. 141). “Al atribuir tanta importancia a las exhala
ciones fantasmales que rodeaban a la Pytia, los escritores
tardíos atestiguan la fuerza del mito del stomion que conti
núa enriqueciendo su imaginación. Quizá sin tener concien
cia de ello, se enlazaban con las antiguas creencias que
hacían surgir los sueños proféticos del seno de su madre, la
Tierra, y probablemente ellos jugaban con los dos sentidos
de stomion órgano que emite la voz. Cosa curiosa, en
omphalos también se reconoce a omphé, la p a la b ra ^ .” Sin
duda hay que rendir homenaje a la prudencia del filólogo
pero, puesto que se opta por hacer comparaciones entre los
griegos del período arcaico y los hopis, zunis, y pueblos, el
momento más significativo ¿no es acaso aquél donde se
detiene la comparación? Sin duda el Lévi—Strauss botámco
llena de inflexiones el pensamiento del Lévi—Strauss antro
pólogo, puesto que extrae la preocupación ctónica del mito
de Edipo de un modelo vegetal del hombre, lo cual quizá
aclare los mitos salvajes. Pero, en las observaciones finales
del artículo, esas comprobaciones se extienden a un estudio
general del pensamiento mítico. Y sin embargo el Lévi-
Strauss antropólogo ha llegado a la esencia del problema
cuando escribe:“Si se recuerda que, para Freud, se requie
ren dos traumatismos (y no uno solo como tan a menudo
se tiende a creer) para que surja ese mito individual en que
consiste una neurosis4 1.. .” Se ha desviado de las implica
ciones de esta comprobación en la teoría freudiana para
volver al pensamiento que adorna la tapa de su libro.
La enfermedad no carece, pues, de relaciones con la repro
ducción bisexuada, puesto que presidirá todas las operacio
nes que juegan en la doble identificación masculina y feme
nina que Freud relaciona con la fórmula desarrollada del
complejo de Edipo. Cuando Lévi—Strauss hace deslizar la
304
r cadena de la herida en los pies a la cabeza (Edipo) hasta la
destrucción total de si (Yocasta), parecería como si quisiera
saltar los términos intermedios que nos brinda Sófocles 42
”los levanta”
—alejamiento ctónico—
305
coito, el producto de sus entrañas. Es decir, además, que
toca en cada ser humano al hombre y la mujer que co
existen.
La solución política defendida por Vemant se expresa en
las líneas donde se restaura el poder del oráculo. Vernant
afirma que la intención de la tragedia es brindarnos “ el
sentimiento de las contradicciones que desgarran al mundo
divino, al universo social y político, al campo de los valores
y hacer aparecer de este modo al hombre mismo como un
thauma o un deimon, una especie de monstruo incomprensi
ble y desconcertante, agente y paciente a la vez, culpable e
inocente, que domina toda la naturaleza por su espíritu de
trabajo pero es incapaz de gobernarse a sí mismo y está
cegado por un delirio enviado por los dioses*3 . Lo que
asombra en esta profunda proposición es precisamente que
esta "aparición del hombre” descrita en la segunda parte de
la frase es totalmente aplicable también a la descripción
que nos dan de él nuestros contemporáneos. Esto nos
impulsa a decir que esos rasgos no son resultados de los
conflictos y contradicciones que Vernant describe en la
primera parte de la frase, sino que éstos son el medio de
hacer “aparecer” a ese tipo de hombre. Mediación inevita
ble, en la medida en que el mismo sistema de representacio
nes sociales o las formas institucionales son resultados del
intento de resolver la contradicción, sin hacer aparecer el
conflicto, que la funda, entre la irreductibilidad del deseo
inconsciente y la domesticación de los impulsos necesaria
para la vida social.
Alegar, como lo hace Marie Delcourt, que la inscripción de
un combate ritual en la familia sobreviene cuando los
modos de herencia patrilineal se legalizan, es decir, cuando
ya no puede obtenerse la sucesión por el crimen, significa
que la sucesión de los bienes y del hombre es el compromi
so y no la solución de ese conflicto. Las leyendas no
conservan el recuerdo de las instituciones perimidas, como
se lo ha sostenido. Todo lo contrario: recuperan lo que las
instituciones han logrado excluir de si mismas Freud, citan
306
do a Frazer, da una fórmula concerniente a las leyes de la
exogamia en relación con la prohibición del incesto: “Ellas
tenían como objetivo el cumplimiento del resultado que de
hecho habían cumplido” .
307
adivinanza*4 . Sabemos desde Freud que nada es gratuito
en las relaciones lúdicas del significante, pues éstas tienen
la doble función de satisfacer el deseo y de aliviar la
tensión del inconsciente. O el tema del incesto entra,
también en el marco de un sistema mántico muchas veces
onírico, donde el presagio engañador se encuentra en pri
mer plano (pág. 198).
En su origen, los ritos agrarios y ctónicos son dobles, unen
la fecundación y el reino de los muertos, del mismo modo
que los enigmas se relacionan con los hechos de la vida
sexual y del mundo de los muertos. Ambos reúnen, pues,
los restos de la prohibición del incesto (no es casual que los
ritos arcaicos de la periodicidad representen a ésta como un
incesto entre madre e hijo) y de la matanza del padre, pues
el hecho de dar sepultura a los muertos adquiere también el
valor de un rasgo distintivo entre animalidad y humanidad.
No es necesario buscar una hostilidad particular en un
parricidio, dice Marie Delcourt. En efecto, la relación de
parentesco es suficiente. Todo hombre nace de un ser del
mismo sexo y de un ser del sexo diferente. Establece la
diferencia incluyéndose en la pareja que lo constituye y lo
excluye. El mismo excluye al semejante y se aparea con el
Otro. Se acopla, por lo tanto mata. Estamos de acuerdo
con Marie Delcourt cuando escribe: “El hecho de que a
pesar de su horror por el parricidio hayan representado con
tanta frecuencia una hostilidad de hecho entre los hombres
de dos generaciones, demuestra qué importancia debió te
ner la sucesión por crimen en la prehistoria griega” (pág.
81).
Volver solidarios al parricidio y al incesto en la unidad del
complejo de Edipo, o más exactamente en la fantasía de
deseo que lo sostiene, es decir que el parridicio es un delito
tan grave que sólo el goce producido por el incesto puede
308
explicar los celos que llevan al crimen del padre, o también
que el incesto acarreará con tanta seguridad la muerte del
hijo por el resentimiento del padre, que la eliminación de
éste hace necesario al parricidio para la sobrevivencia del
deseante.
Lo que omite la fantasía de deseo es que el hijo que
construye ese ensueño legendario ignora que él ya pertene
ce al número de aquéllos que ya no están:
“ Loxias
decía que Layo sería m atado por mi hijo.
Pero no es éste, el desdichado,
quien ha m atado puesto que ya estaba m uerto ” .
31 0
r
I necesario buscar, por el camino de los enigmas, un conoci
miento de iniciado en ciertos misterios y, detrás de la
prueba, una ordalía, como en los episodios precedentes del
mito. Pero nosotros, que conocemos la leyenda entera, ¿no
podemos deducir en función de esos datos que el episodio
de la Esfinge, situado después del crimen del padre y antes
de la unión con la madre, condensa esos dos acontecimien
tos? Del crimen del padre evoca el retorno de éste 47 que
atormenta al hijo con pesadillas, y yerra por los infiernos,
en busca de vida para regresar a la tierra. De la unión con
épocas la Esfinge representa indiferentem ente al rey o a la reina,
ai sol saliente, a ía resurrección o aún al guardián d e los caminos
del más allá. Estas interpretaciones se basan en el análisis jeroglí
fico. En Egipto no existió una representación única de la Esfin
ge. Los griegos serían los responsables de su unificación en una
figura fija.
En cuanto al enigma de Edipo concierne, en el marco d “l
antiguo Egipto, al sol que la representación jeroglífica designa
com o un niño cuando nace (o tam bién un escarabajo), un
adulto cuando está en su zenit (Re) y un anciano apoyado en
un bastón cuando se pone (Aton). Finalm ente el incesto, cuya
práctica, según se sabe, estaba autorizada entre los faraones, se
relaciona tam bién con el contexto legendario solar: todas las
tardes el sol se une con su madre. El sol inengendrado se
engendra a sí mismo, signo de la inmortalidad, prerrogativa de la
divinidad.
En este m arco m ítico se asiste a una neutralización del padre
o a su anulación. Según Scriabine la Esfinge es el doble divino
de Edipo - c u y a naturaleza es divina y hum ana a la vez (doble
simbólico dei enigma: el hombre, el sol). Tradicionalmente,
Edipo sólo realizó su destino divino al destruirse los ojos:
entonces accede a la divinidad.
Esta no es la única interpretación. Scriabine sostiene, en
efecto, que Edipo, al contrario, rechaza su calidad divina por la
investigación de su parentesco, aunque en un m om ento se haya
proclam ado hijo de la Fortuna. A la luz del Egipto antiguo
po dría pensarse que el m ito de Edipo atestigua una negación de
la totalidad del hom bre: divino y hum ano integrando además en
esa totalidad a las fuerzas destructivas (Seth) y a las fuerzas
creadoras (Horus). Re sigue siendo el gran Dios creador. En
efecto, el Edipo griego quiere disculparse a todo precio descar
tando el mal que no puede tolerar en sí y q ue los antiguos
egipcios aceptaban com o form ando parte de su naturaleza.
47 Una suplementaria de la presencia del padre en la Esfinge es la
variante que la muestra, en un relato narrado por Pausanias,
como hija natural de Layo y a su servicio.
311
la madre, sugiere la relación erótica impregnada de los
peligros que acechan al niño por estar bajo el dominio de la
madre, sobre la que proyecta toda la avidez del placer que
suputa por la eliminación del padre. Es, por lo tanto, una
figura de condensación, como acabamos de verlo, pero
también una figura desplazada, puesto que ocurre entre el
parricidio y el incesto. Una fantasía, finalmente, que se
traduce en la realización del deseo: la conquista del poder
paternal, cuyo fantasma se eclipsa cuando llega el día. La
sumisión de la madre peligrosa, finalmente poseída, permite
que el hijo se desprenda de ella, una vez llegada la mañana,
y se case con la princesa. “En los cuentos griegos moder
nos, dice Marie Delcourt, Edipo se casa con la Esfinge que,
a decir verdad, no constituye sino un solo personaje con la
madre” (pág. 131). Este es un caso de escisión de la imago
materna bastante frecuente y tanto más cuanto nos hundi
mos en las raíces arcaicas del complejo de Edipo.
Falta aún precisar lo esencial, es decir la naturaleza interroga-
dora del monstruo, el carácter espiritual de la prueba. Se
cree sin inconvenientes a Marie Delcourt cuando afirma que
el contenido primitivo de la leyenda debía mostrar en ese
momento un combate físico y no una justa intelectual.
Esto vuelve más urgente la necesidad de una respuestr
precisa que el hecho de hacer observar el gusto del pueblo
griego por las adivinanzas o recordar, en otros contextos
legendarios, el tema del enigma seguido de una sanción
terrible: aún cuando se lo traslade una vez más hacia el
ritual de iniciación. Nos acercamos al objetivo cuando la
autora vincula la solución de los enigmas con la conquista
de una novia real, pues los enigmas nupciales recurren
siempre a la inteligencia, es decir, a las soluciones ofrecidas
por la curiosidad intelectual, que es un producto de la
curiosidad sexual4 8 . La palabra iniciación se aplica a ¡a vida
sexual del niño, que a partir da cierta edad sabe la respues-
312
ta de lo qué los adultos le ocultaoan y que él debía imaginar,
es decir, adivinar. En cuanto a ver en el enigma un
carácter pedagógico, es posible pero muy superficial, salvo
si decimos que la pedagogía es la socialización del deseo
enigmático.
Lo que nos interesa en lo que del mito ha pasado a la
tragedia es precisamente esa parte leonina ocupada por el
enigma. Enigma resuelto de la Esfinge, enigma en devela-
miento de la investigación. Ciertos mitólogos pueden encon
trar la leyenda de Edipo, en esta forma, demasiado intelec
tual; queda por explicar por qué la evolución se ha realiza
do en ese sentido. No solamente el de una intelectualiza-
ción, es decir, de una reducción a lo esencial. A quí el
disfraz extremo coincide con la extrema verdad. Porque la
sexualidad es enigma, es también una huella fiel del origen
sexual. Y ese encuentro con la Esfinge, limitado a un
intercambio de preguntas y respuestas, es quizá, en sí
mismo, más erótico que las representaciones que evocan
nítidamente una unión realizada. Seríamos víctimas de una
visión ingenua si creyéramos que la ven»f t del enigma
constituye un debilitamiento de aquéllas que hablaban de
un combate entre el monstruo y el héroe. La sexualidad es
demasiado fácil de adivinar en ese desplazamiento mediane
ro; pierde su opacidad. Mientras que el hecho de poner el
acento en el misterio humano, donde la respuesta a dar
concierne a la identidad del interrogado y no a la de la
interrogadora, nos fuerza a pensar que ésta no debe carecer
de relación con lo sexual, puesto que habla de los límites
de lo humano 4 .
La Esfinge es, en sí misma, un enigma, más por su naturale
za que por las preguntas que plantea. Su existencia fabulo
sa nos produce una fascinación que precisamente nos per
mitió comprender que la respuesta interesa al interrogado,
pero no por que es el desplazamiento sobre el interrogado
de su interés de que la interrogadora le plantee una pregun
ta, que le informaría sobre ella misma. Su morfología
313
compuesta es un nuevo dédalo sobre la identidad que
conviene atribuirle. El pasaje a las formas estatuarias la
transforma en una joven íncubo, “es decir un ser femenino
que se acerca a un hombre para extenderse sobre él”
(M.Delcourt, pág. 118), una “ virgen sabia” en la poesía
clásica, y finalmente una anciana en los cuentos populares
sobre las pesadillas, muy posteriores y encontrados en luga
res alejados de Grecia. Triple rostro que no puede no
evocar la correspondencia con el triple estado del hombre
en la respuesta de Edipo. Monstruo pues, pero monstruo
tripartito: pájaro por las alas, leona por el cuerpo, serpiente
por la cola. La existencia de una tripartición, como suce
sión de un aumento en la dificultad de una prueba de la
que ella signa el último punto y el mom ento de la victoria
del héroe, está presente en muchos contextgs legendarios.
Dumézil ha hecho de ella .un análisis brillantes 0 .
Entre los momentos de la prueba tiene lugar una travesía,
un corte entre el m undo de los vivos y lo invisible por un
campo de muerte. Dumézil observa que, frente al triple
adversario, el héroe mismo es el tercero: “ El tercero de tres
hermanos, con la particularidad de que jus dos hermanos
mayores han sido esbozos fallidos de sí mismo” (loe.
cit. pág.39). Edipo es hijo único, y se supone deforme. Pero
Edipo es el tercero y el último de un poder que comparte
con Creón y Yocasta (V. 571). Más que considerar que
estos últimos sólo han tenido com o función transm itir ese
poder (lo cual es contradictorio con la autoridad que asume
abiertamente Yocasta en ciertos m om entos de la tragedia),
314
ñuscaremos lo que se sustrae a la significación volviéndonot
hacia el monstruo tripartito. La representación de la Esfin
ge ha colocado a la serpiente en la cola que termina el
cuerpo del monstruo. Pero el arte clásico muestra que es la
cabeza de la serpiente la que se representa en ese lugar (M.
Delcourt. loe. cit., pág. 138). La marca de la herida de
Edipo se encontraba en sus tobillos; su cabeza fue a la vez
el instrumento de su victoria y la causa de su perdición.
Se comprende entonces que toda la tragedia de Edipo se
centre en esa función de descifrador de enigmas que él
se jactaba de ser, en los signos falsos que reemplazan a los
verdaderos, en los verdaderos que parecen inverosímiles, en
esa confrontación entre el perspicaz y el adivino, entre el
intérprete de la cantante y el intérprete del oráculo, entre
el mensajero de la muerte y el pastor del olvido.
Lo que la leyenda nos enseña es que el mito de Edipo es un
caso raro, en el que la resolución del enigma no termina
con el reinado feliz del héroe (pág. 152). El caso de Edipo
es, pues, un caso ejemplar de ese poder del significante de
ser instrumento de poder y, a la vez, por el engaño que le
es inherente, causa de desdicha y ceguera.
Marie Delcourt está convencida de que el autocegamiento
de Edipo es una invención de Sófocles” . Insiste en el hecho
de que en la poesía griega es “un caso absolutamente único
de mutilación voluntaria" (pág.215). La ceguera de Edipo
es un tema sobre el cual hay mucho que decirs 1. Está la
explicación que da Edipo mismo, incapaz de soportar el
espectáculo de su madre y su padre en el Hades. Está el
castigo por la violación de un tabú óptico: “ Ellos ya no
verán a quienes no debían ver, ya no conocerán a quienes
yo quería conoctr” (v. 1273). Está el acceso a un verdade
ro conocimiento nterior después de haberse agotado desci
frando los enigmas falaces. Está el equivalente de la castra
ción. Pero, quizá en primer lugar está el castigo a los ojos
que lo engañaron. Edipo se castiga por haberse engañado.
Ha sido víctima de los engaños del dios. Ha hecho siniestros
retruécanos con sus relaciones de parentesco.
315
"Nupcias, nupcias,
Me habéis hecho nacer, después habéis hecho elevar
de nuevo la misma semilla, habéis mostrado
padres que son herm anos de sus hijos,
mujeres esposas y madres del mismo hom bre,
todo lo más vergonzoso que puede hacerse entre los hum anos”
(v. 1403 y sip.)
III
Verdad y desconocimiento
317
Sófocles consiste en mezclar los datos del saber y de la
verdad como si se encontraran tomados en el mismo tejido.
Los caminos de la verdad son tales que ésta se encuentra
donde no se la espera ni se la desea.
La tragedia nos pone frente a la ineluctabilidad del oráculo.
Esta ineluctabilidad se ha desplazado sobre el castigo, mien
tras que éste se dirige a lo que sanciona. Este es el sentido
del salto entre Esquilo y Sófocles, puesto que en el primero
lo que se castiga es la violación del interdicto de procrear.
Se trata, pues, de la ineluctabilidad del parricidio y del
incesto, de la ineluctabilidad de los deseos de muerte hacia
el padre y de goce con la madre. Edipo es aquél que,
mediante el saber, pretende escapar de eso. El problema no
consiste en preguntarse cómo hubiera podido escapar, sino
que haya querido hacerlo. Eso hubiera debido tomarlo
cauteloso ante toda situación que lo hiciera entrar en con
flicto con un hombre de ia edad de su padre y ante toda
relación sexual con una mujer de la edad de su madre. Pero
lo olvidó en cada una de estas dos situaciones. Aquí se
encuentra la ineluctabilidad del parricidio y del incesto,
puesto que ellos responden, no al cumplimiento del oráculo
sino al del deseo del héroe. Ineluctabilidad que se cumple
por los dobles sentidos del significante que lo obligarán a
maldecir su clarividencia al chocar con sus trampas.
318
r
que se encontraba en el origen de los actos que se le
reprochan, y retorno del desconocimiento ante la acumula
ción de las evidencias.
El reproche de recurrir con demasiada complacencia a la
hipótesis se apoyará en lo que el texto dice claramente.
Pero esto no es lo problemático. Lo que nos llama la
atención es cuanto choca con lo que parece inexplicable: la
parálisis del don de desciframiento y la no ejecución de la
presci.pción del oráculo hacia el fin de la tragedia. Se
reflexionará consultando a los Dioses, como si éstos no
hubieran hablado ya.
319
te sin saberlo ” 63 o está protegido por la fatalidad del
oráculo, o bien debe enlazarse con lo que Edipo ignora de
sí mismo en su relación con el anhelo no expresado. La
tragedia nos muestra los indicios de ese anhelo en el cese
de la actividad que siempre bastó para que Edipo se revela
ra a sí mismo: el desciframiento de enigmas. La ineluctabi
lidad del desconocimiento no es, pues, solamente la marca
de una desgracia existencial; arraiga en el recuerdo de los
actos a los que tiende una pregunta que se quisiera pura
pregunta, planteada por aquél cuyo carisma consistía en
poder responder a ella sin la ayuda de nadie54.
Aquí el psicoanalista no tiene más que volverse hacia su
experiencia. Encuentra entonces en el desconocimiento de
Edipo la misma ocultación de la verdad que demuestra el
neurótico, que también quiere saber y, aunque aporta,
320
ampliamente exhibidos, los signos más claros que deberían
abrirle los ojos, permanece herido de ceguera, de sordera y
de mutismo. Edipo, después de haberse cegado, ¿no se
lamenta acaso por no poder, volverse sordo (v. 1385-1390)?
“Pues es dulce permanecer extraño a la conciencia de sus
desgracias” . Lo que dice Freud no es que Edipo sea un
neurótico, sino que entre el neurótico y nosotros se erige
Edipo como nuestro impensado común. Así, el espectador
no tiene solamente ante sí el espectáculo de la repetición
del parricicio y del incesto; vive además la repetición de su
desconocimiento. Puede gozar del espectáculo y purgarse
llorando sobre el triste destino del Otro; éste hace funcio
nar la sopapa que “suelta el vapor” , según la expresión de
Freud, con tanta más facilidad cuanto que se siente llama
do a sufrir el destino de una vida en la que no ocurre nada
321
importante, mientras que la representación de la tragedia es
el testigo de esa importancia por la repetición del drama de
ia vida que reproduce.
Si nuestra hipótesis se funda en la verdad y no en el saber,
podría explicar entonces la fortuna de esta tragedia. La
admiración que suscita se apoyaría en su valor estético para
enmascarar su valor verídico. Al desconocimiento tambicn
se rinde ese homenaje, puesto que sus más fervientes admi
radores no son, de ningún modo, los que al mismo tiempo
reconocen la verdad del psicoanálisis freudiano. ¿No son
acaso reveladoras las primeras palabras que Edipo dirige al
pueblo de Cadmo? :
322
rEdipo, hacia el fin de la tragedia, preferirá la ceguera de
Tiresias el adivino a la clarividencia del descifrador de
enigmas que él mismo fue. ¿Qué significa esta clarividencia
de Edipo? Hólderlin nos lo dice: “ Edipo interpreta dema
siado infinitamente la palabra del oráculo. . . Se ve tentado
en dirección del nefas *6 La cólera de Edipo contra
Tiresias es la de un saber “ebrio” . ¿Cómo decir mejor que
el saber es deseo y goce, puesto que Edipo “Se excita
primero para saber más de lo que puede soportar o conte
ner”? La ceguera es pues, aquí, renuncia a ese goce, a esa
excitación, para tratar de alcanzar lo que será la etapa de
Colono, el saber verídica?-^. ¿Por qué ese deseo, por qué
ese goce? Porque ese saber está destinado a calmar una
buena conciencia. Puesto que Edipo es un adivino, igual o
superior, piensa él, a Tiresias, entonces la investigación debe
desmentir esa profecía, cumpliendo al mismo tiempo el
rechazo del deseo de combatir con un padre (tanto Polibio
como Layo) pero realizándolo en la invalidación del poder
profético del adivino. Se ve que la apuesta trágica es la de
una lucha entre Edipo y Tiresias y, por ese medio, entre
Edipo y el Dios. Hólderlin recurre a una expresión genial al
hablar del acoplamiento Dios-y-hombre, seguido de su sepa
ración .
Aquí sutura y corte, conjunción y-disyunción son términos
equivalentes a aquéllos donde se descubren las figuras de
Eros y del impulso de muerte.
A partir de un poder, pues, el que hace de Edipo el hijo de
la Fortuna, se unirá con el Dios, más Dios que el mismo
Dios. Y Hólderlin escribe: “Todo es discurso contra discur
so, cada uno da lugar claramente al otroS8” . La solución es
esa separación, ese alejamiento categórico del Dios en el
que Jean Beaufret vio resonancias kantianas. La deserción
del hombre lo pone ante lo irreversible, ante el Tiempo que
ya no autoriza el encabalgamiento de las generaciones, el
323
retruécano de las relaciones de parentesco, el cúmulo de
poderes que lleva a Edipo al lecho de su madre y al trono
de su padre. Infidelidad recíproca, es la marca de la condi
ción humana. El lugar de la verdad no es otro que el
Tiempo y no la Palabra engañadora. El significante mayor
es el revelado por el significante de la separación, dicho de
otro modo en lenguaje freudiano: el impulso de muerte.
Que Edipo interprete demasiado infinitamente es la marca
de la desmesura orgullosa que debe encontrar su límite.
Pero el parricidio y el incesto no pueden darse más que en
el contexto de ese “exceso por interpretar” , en lo que los
significa a sí mismos como transgresión. Porque su límite
no es eso de lo que se puede partir para ir desde adelante
sino ese punto hacia el que se vuelve, que no es el mismo
que aquél de donde se partió. Ese punto no puede someter
se a ninguna interpretación pero funda las interpretaciones
que derivan de él. Estas chocan con ese límite y se difun
den por otras partes. En alguna otra parte que recoge el
exceso nunca abolido, ni contenido, que la tentación de su
transgresión suscita y que no se apacigua más que en lo
nefas. Pero ésta es la dificultad que tendremos que pensar: un
suelo que se sustrae a toda interpretación definitiva, una
nebulosa que remite a una pregunta infinitamente renovada.
Se trata no tanto de un infinito del discurso o de su límite
cuanto de una categoría de pensamiento —a pensar— que
quizás el psicoanálisis haya ayudado a descubrir.
3 24
tación misma la que aparezcaS9” . Admirable fórmula que
se inscribe en un movimiento de pensamiento analítico.
Esta imagen final donde Dios y hombre se encuentran de
espaldas, separados, cada uno infiel al otro, “encontrándo
se” cada uno en esta ruptura, es uno de los juicios más
profundos sobre la tragedia. Pues de esta separación nace la
regulación del conflicto Dios-hombre en el hombre mismo,
que se capta en esa oposición. El estado del espíritu fuerte
cede ante la fuerza del espíritu que es contradicción; el
espíritu se transforma en espíritu del mundo de los muer
tos.
La representación misma, cuando aparece, ya no puede,
pues, ser más que la de la muerte del héroe. La ausencia
del Dios, su silencio frente a Edipo que sólo se comunica
con él por intermediarios, es reemplazada por la ausencia
de la muerte del héroe, que sin embargo era exigida por el
Dios. La mutilación que se adelanta al castigo la sustituye.
Pues esa polisemia del significante, a la que nos hemos
atenido hasta ahora, sólo adquiere sentido cuando desembo-,
ca en la resolución de lo trágico, la muerte o la castración
del héroe, lo que lo diferencia de lo cómico.
Como en lo trágico, la polisemia del significante juega
profundamente en lo cómico, pero la solución es diferente.
Todo se arregla y lo peor no es siempre seguro, según la
fórmula de Claudel. Eros triunfa, la vida continúa. A esti
respecto, el Anfitrión de Plauto es, en cierto modo, el
modelo de la comedia antitrágica.
El acoplamiento Dios-hombre del que habla Hólderlin se
realiza allí casi literalmente por intermedio de Alcmena. Y
Anfitrión, cornudo y contento, aceptará sonriente ser el
padre de Hércules. Tema clásico del adulterio con el aval
del marido. Y sin embargo, ¡qué tema de tragedia! Más o
menos. Bastaría que Anfitrión rechace la duplicidad de
Zeus, que castigue a su mujer por protestar contra la
iniquidad del Dios que escarnece a un general vencedor con
derecho a la dignidad de los héroes. Pero no, Eros triunfa y
el Hércules mofletudo que nace de esta unión es un hijo
325
del amor, fuerte y feliz. La tentación de lo nefas, ésa es la
culminación de la polisemia del significante que abate a
Edipo como un árbol atravesado por un rayo. "La palabra
trágica de los griegos es brutalmente criminal”, dice Hól-
derlin, “ porque el cuerpo que ella apresa muere efectiva
mente60” . Pero también mata más insidiosamente, más
lentamente; puede ser más magulladora que asesina según
una concepción más hesperi'dica. Entonces puede establecer
cierta oposición entre lo griego nativo y lo hesperídico. El
“retorno mental” se transforma en retorno a los orígenes,
memoria. Memoria conflictual entre lo formal excesivo y lo
informal originario: “ Lo informe se inflama al contacto con
lo que es demasiado formal” . Encontramos esa lucha entre
lenguajes de origen, de procedencia, de fechas diferentes,
entre logos diferentemente estructurados. Pero el Logos
primario reafirma constantemente sus derechos contra lo
secundario, más razonador, más razonable.
Beaufret, en su hermoso prefacio a la edición francesa de
las Observaciones61 muestra que en este enfrentamiento de
los lenguajes Holderlin no toma como tal la oposición
tradicional entre Dionisos y Apolo, pues Apolo es, como
Dionisos, una figura de fuego, una fuerza tan viril como la
del Dios báquico. Figura tan “oriental” como la primera.
Es decir, del mismo origen espiritual que la de los rituales
de Tracia y de Frigia. Lo nativo, lo natal, lo originario,
están constantemente cubiertos por lo que podría llamarse,
para designar lo cultural, la secundariedad. Lo que Hólder-
lin nos hace pensar es el vínculo entre la memoria origina
ria y el desvío surgido del acoplamiento. Separación del
Dios como condición de la representación en tanto ésta es
representación ausente: “ El Dios está presente en la figura
de la muerte” .
No dejaremos de evocar, una vez más, al psicoanálisis. No
solamente en este deseo de saber, sin el cual no hay análisis
posible así como tampoco es posible sin amor por la
verdad, sino también en ese alejamiento categórico del
327
crímenes y considerar que tanto el parricidio como el
incesto son fruto de la mala suerte.
Esto es lo que el mismo Edipo clama mucho tiempo des
pués del descubrimiento de sus crímenes, en el bosque de
Colono. Dice al coro:
Luego a Creón:
Después a Polinices:
328
IV
329
gía sociológica del marxismo, restringió el alcance del mito
al estado de la sociedad del siglo V ateniense. Lévi-Strauss,
aunque apela a Marx y a Freud, anega la teoría freudiana
en la combinatoria de todas las versiones del mito, en una
perspectiva surgida del form alism o^. Invocar esa primacía
de la interpretación freudiana no es sino reencontrar lo que
Lévi-Strauss afirma cuando escribe: “ La sustancia del mito no
se encuentra ni en el estilo, ni en el modo de narración, ni en
la sintaxis, sino en la historia que en él se cuenta. El mito
es lenguaje; pero un lenguaje que trabaja en un nivel muy
elevado y donde el sentido llega, por así decirlo, a despe
garse del fundamento lingüístico sobre el cual comenzó por
transitar 6 s ” .
Para Freud era indudable la intemporalidad del Edipo, pues
el mito de la horda primitiva era para él una realidad y no
solamente una hipótesis.
330
liberador y las reacciones frente a él tuvieron como resultado la
aparición de los primeros vínculos sociales, de las restricciones
morales básicas y de la form a de religión más a¡:!igua, el totem is
m o. Pero las religiones ulteriores tienen tam bién el mismo conte
nido y, por una parte, se preocupan por borrar las huellas de ese
crimen o por expiarlo aportando otras soluciones a la lucha del
padre con sus hijos, mientras que por otra parte no pueden
evitar repetir una vez más la eliminación del padre, incidental
m ente se encuentra tam bién en los mitos un eco de ese m ons
truoso acontecim iento, que cubrió con su sombra todo el pro
ceso del desarrollo h u m an o 66”
331
darías son sensibles a la influencia del tiempo, del contexto
histórico-social. Esto no equivale a negar su importancia.
Esas modificaciones desempeñan un papel fundamental en
el nivel de la formación de los ideales del yo. Pero los
elementos constituyentes del complejo: oposición de Eros y
de los impulsos de destrucción, bisexualidad psíquica, duali
dad de los principios de placer y de realidad, tensión entre
deseo e identificación, pertenecen a las determinaciones
primarias. Su estructuración hace del complejo de Edipo un
sistema simbólico. Esta estructuración es el nudo primario
articulado según una lógica inconsciente que va a envolver
todo el proceso secundario que obedece, en parte, a una
lógica consciente.
Es evidente, pues, que nos vemos llevados directamente a
responder a la otra cuestión, la de la universalidad del com
plejo de Edipo. Esta universalidad es inevitable desde que
permanecen en vigor la prohibición del incesto y la inter
dicción del parricidio. El mismo Lévi-Strauss insistió en el
valor excepcional de la prohibición del incesto: regla de
reglas. Es “la Regla por excelencia, la única universal y que
asegura el dominio de la cultura sobre la naturaleza. . . En
un sentido pertenece a la Naturaleza, pues es una condición
general de la cultura, y en consecuencia no hay que asom
brarse al ver que toma de la Naturaleza su carácter formal,
es decir la universalidad. Pero, también en un sentido, ya es
la Cultura, que actúa e impone su regla en el seno de
fenómenos que no dependen, de entrada, de ella. .. La
prohibición del incesto constituye precisamente el vínculo
que une una con la otra 6 7 ”
Si volvemos incansablemente sobre la prohibición del inces
to es, además, para marcar su carácter extraordinario, abso
luto, extraño. Pues no se la podría explicar ni por el
332
r
peligro de la consanguinidad —hipótesis ingenua y falsa— ni
por la preservación de un sistema combinatorio que obliga
al intercambio. Si en el primer caso la humanidad se en
cuentra dotada de un poder de observación científica anti
cipada y cuestionable, en el segundo se le atribuye un
estado espiritual que es el de los jugadores que buscan una
martingala. El juego es un objeto matematizable, pero ante
todo es búsqueda de placer: hasta la ruina y el suicidio.
¿Qué ocurre entonces con la transgresión? El caso de
Edipo nos lo muestra mejor que ningún otro. Toda la
tragedia se desarrolla, de hecho, como una exclusión ritual.
Todo el ritual de la tragedia se une aquí con el rito de
donde la tragedia ha nacido. Edipo, al fin de ¿a tragedia, se
destruirá los ojos del mismo modo que los jóvenes someti
dos a la iniciación sólo atraviesan la prueba después de una
mutilación más o menos importante, cuyo valor simbólico
es esencial. El rito de iniciación se reduce, en la tragedia, a
la participación en el espectáculo68. Un espectáculo que
narra la exclusión de quien transgredió los interdictos, pero
un espectáculo que cimenta la unidad de los miembros de
la Ciudad por su participación común en una ceremonia.
El rito de iniciación es una de las formas más antiguas de
institucionalización. Signa la entrada del niño al mundo de
los seres sexuados por una castración simbólica. El lazo que
une los miembros de la comunidad ya no es la consanguini
dad sino la experiencia del culto. Como dice G. Thomson,
ya no es el nacimiento lo que califica a lo humano, sino el
renacimiento. Renacimiento que obtiene su valor por hacer
coincidir la muerte simbólica del niño con la resurrección
del antepasado muerto: el padre del padre. El significante
del culto se pone así en el lugar del padre muerto. Pone en
comunicación la muerte y el develamiento de un código
secreto. Signa la existencia con una deuda con el antepasa
do, a quien devuelve a la vida, y promete a todos un nuevo
nacimiento después de la muerte. La apertura al sexo es la
333
mediación que permite ese pasaje, pues el instrumento de la
generación sirve para establecer la filiación entre el hijo y el
padre del padre o padre muerto. Ese suplemento de vida
acordado al antepasado se carga en el sistema significante
que permite su celebración. La ausencia del padre muerto
se transforma en ausencia consagrada, germen de todas las
religiones. La castración es la contraparte de ese suplemen
to de vida. Ella es también la marca impresa en el sujeto
por tener que recordar su muerte y los límites impuestos a su
goce. El sistema significante ha reprimido la naturalidad de la
vida, y la sexualidad ha establecido su vínculo con la muerte.
De hecho no se recusa la naturaleza sino que se la inviste
mediante el sistema significante. Pues los ritos de la muerte
humana están estrechamente ligados con los ritos agrarios
de la muerte y del renacimiento de la vegetación. El invier
no y la vejez son matados por la renovación, la pubertad
primaveral*’ . Volvemos a encontrar el incesto. Volvemos a
encontrar asimismo, detrás de estos ritos agrarios, a la
Tierra, la madre, excluida de las ceremonias de iniciación
que cortan definitivamente el vínculo del hijo con la que lo
engendró.
Así la imagen de la madre se liga con los ritos agrarios por
la correspondencia entre unión sexual y fecundidad natural;
la imagen del padre se enlaza con la memoria del antepasa
do y la muerte. Por un lado la exogamia, por el otro el
totemismo. Pero ambos deberán reafirmarse constantemen
te. deberán ser observados escrupulosamente, indefinida
mente repetidos para no dejar resurgir el deseo que trans
grede los interdictos. Según Thomson, un rasgo casi univer
sal de las celebraciones rituales ancestrales es la producción
de una especie de drama donde los actores personifican al
antepasado, a menudo en su forma totémica. La tragedia
surgió de esas ceremonias sagradas, donde se unen, por otra
parte, lo épico y lo satírico70.
335
“a quien no ocurre nada” , como dice Freud, y que está
dispuesto a pagar un alto precio para que pueda ser “ puesta
en acto” , en el área circunscrita del espectáculo, la “ puesta
en escena” de las hazañas con las que sueña. La solución
trágica * 2 resultaría, pues, de un compromiso entre esa
realización de deseos y el tributo que ella exige como
contraparte.
336
en progenitor. La elección final del sujeto no podrá dejar
de estar influida por los dos progenitores que le dieron
nacimiento. Esta serie de trivialidades se transforma, en el
hombre, en materia de fantasia, tragedia personal y luego
simplemente tragedia. Ella recorre el camino por la vía de
la fantasía, nacida del deseo, imposible de satisfacer, de
poseer plenamente el objeto del goce y de eliminar total
mente el objeto de la rivalidad. La tragedia personal se
debe, fuera de las limitaciones de la fantasía, a la imposibi
lidad real, física, biológica, psíquica, de transgredir las inter
dicciones. El niño pequeño no puede en ningún caso ser lo
suficientemente fuerte como para matar al padre y, aunque
pudiera cometer el incesto con una madre que lo consintie
ra, su inmadurez corporal lo pondría en una situación
objetiva de impotencia o de esterilidad. Este conjunto es el
que da su importancia al Edipo.
Esta situación infantil sería, por sí sola, una imagen de lo
trágico. Pero podemos preguntarnos por qué el mito edípi-
co y el complejo de Edipo son un molde privilegiado para
el abordaje de lo trágico. Ya hemos respondido parcialmen
te a ello al delimitar las preguntas que implica sobre el
parentesco, el nacimiento, la unión sexual, la muerte. Pero
podemos encontrar, además, otras razones. La esencia de lo
trágico reside, como ya Aristóteles lo hizo notar, en la
inversión de la peripecia. La historia de) niño en la edad del
complejo de Edipo es ejemplar a este respecto. Pues la
inversión de la peripecia puede concebirse según dos mo
delos: o el héroe de la tragedia está colmado, su deseo
parece haber tenido la oportunidad de verse realizado, está
del lado del falo, poseedor de potencia, de objetos de goce
y entonces, después de la inversión, se encontrará con la
caída, es decir la pérdida de sus bienes, el desvanecimiento
de su potencia y el gusto amargo de la decepción y la
desgracia; o entonces, en el punto de partida de la acción
trágica se encuentra privado de honores y de placer, es uñ
paria de la Ciudad, y el desarrollo de la tragedia, superando
mil dificultades, parecerá abolir la maldición que pesa sobre
él. Sin embargo, como Sísifo, sus esfuerzos serán vanos y
descenderá nuevamente la pendiente del infortunio. En am
bos casos es imposible alcanzar la felicidad, perdida por un
337
pelo, por la decisión de los Dioses que castigan algún delito
desconocido o que ha pasado desapercibido.
En esta situación se encuentra el niño en la edad del Edipo.
Fantasmáticamente ha alcanzado la edad de ser como el
padre, de reemplazarlo junto a la madre, de ser, como
dicen algunas de ellas de sus hijos, “ su maridito” . En
algunos momentos se cree más fuerte que el padre, por lo
menos en sus ensueños. Pero-esta solución le está interdic
ta, prohibida por el padre a quien corresponde la última
palabra. La inversión de la peripecia fantasmática ya no
corresponde a un decreto divino, sino a un descubrimiento
semejante, dice Freud, a la caída del trono o del altar: la
castración de la madre. Con ese recuerdo de experiencias
más antiguas - e l destete, el control de los esfínteres, que
han sido sus precursores— se dibuja la categoría de lo
Interdicto y de lo Imposible, pero esta vez la amenaza se
dirige al objeto más valorizado porque está más catectizado
narcisísticamente: el pene. Hay que renunciar al objeto y a
la realización del deseo, explorar otros caminos, crear un
campo nuevo para el deseo por la inhibición del fin del
impulso y el desplazamiento de los intereses fuera de los
senderos del placer. Magra recompensa. F.n todo caso, este
nacimiento del superyó, heredero del complejo de Edipo, es
un nacimiento trágico edificado sobre la muerte de los
anhelos más antiguos y más profundamente inscritos en la
carne del sujeto.
El complejo es a la vez la estructura más general, ligada a la
condición de hombre y como tal indispensable, y el conjun
to más singular, pues cada uno vive el movimiento de su
vida como lo que pertenece a su individualidad más inalie
nable. Es, pues, sistema y estructura, pero sistema y estruc
tura individuales, es decir indivisibles, intransferibles. El
complejo de Edipo se sitúa en el doble plano de la diacro-
nía y de la sincronía, no solamente porque lo consideramos
intemporal y universal, sino también porque implica la
historia y la estructura. Sólo es inteligible en la trayectoria
orientada de la existencia humana desde el nacimiento
hasta la muerte y según la combinatoria de los intercambios
que instituye entre el niño, la madre y el padre. Se encuen
tra en el principio de una doble diferencia: diferencia de las
generaciones entre padres e hijos, diferencia de los sexos
entre los padres, entre el hijo y uno de sus padres. Por las
cristalizaciones que permite, requiere a cada instante la
disolución más o menos completa de sus organizaciones o
la reformulación de éstas en las construcciones del signifi-
cante que permiten acercársele. Fste enfoque es insostenible
porque su efecto reductor parece anular todo discurso.
Pero el discurso es el mediador necesario, tanto para acer
carse como para alejarse del Edipo. Su riesgo es siempre
caer en una naturalidad donde el lenguaje de la Ley y el
del cuerpo coincidirían, donde el logos del cuerpo se hundi
ría en la pérdida del discurso.
El complejo de Edipo está, pues, preso entre la anulación
de toda palabra, que deja el campo libre al solo lenguaje
del cuerpo, y la polisemia de! significante que perdió a
Edipo. El ojo demás es lo que en el hombre lo condena a
la interpretación. Pero lo que hay que recordar de la
lección de Edipo es que la interpretación no es solamente
un campo de lo posible sino una obligación, una necesidad.
La relación del sujeto con su progenitor funda el campo de
la obligación interpretativa. Imposible mantener silencio an
te el misterio de los orígenes que se cerraría sobre los
padres solos, excluyendo al sujeto. Pero imposible saber lo
que ocurrió exactamente, es decir, ni demasiado ni demasia
do poco. Siempre hay demasiado que interpretar sobre la
relación de parentesco. Siempre hay un ojo demás, el del
espectador no admitido a observar la escena. Sin embargo
el peso de la represión, su carácter masivo, como lo de
muestra la importancia de la amnesi;! infantil, abre una
segunda obligación. La verdad se sustrae, se esconde, sin lo
cual no sería la verdad. Pero tampoco se da en una relación
de todo o nada Esta siempre ausente y siempre presente.
Ausente en su totalidad o su originalidad, presente detrás y
a través de las deformaciones que le imprimió la represión.
La verdad, dice Freud al término de su obra, sólo se
alcanza por sus deformaciones, deformaciones que no son
atribuíbles a ningún falsario, sino que son una necesidad
para todos los hombres que quieren evitar el displacer
ligado a la revelación de lo inadmisible Esta obligación es
la obligación deformadora. De allí el desconocimiento cuan
339
do resurge la verdad; ella nunca es totalmente la misma,
por lo tanto no puede ser ella, piensa aquél que está
sometido a su mirada y que se niega a reconocerla con
todas sus fuerzas.
La pareja formada por la obligación interpretativa y la
obligación deformadora genera una tercera obligación, asi'
como es engendrada por ella: la obligación repetitiva. La
verdad, consagrada a dejarse descifrar por la interpretación
y a errar por la deformación, se repite incansablemente
para hacerse reconocer y esconderse indefinidamente Pero,
también allí, esa repetición nunca es repetición de lo idénti
co, a lo más de lo semejante, y organiza en cada escansión
el espacio de una diferencia. Así la fantasía se repite en el
mito y el rito; juntos, estos se repiten en la tragedia. En la
reiteración del significante, en cada uno de sus momentos,
en un nuevo espacio. El significado, volviéndose a decir sin
cesar, se deforma y se sustrae a una captación unívoca
global y definitiva.
340
r
parte la representación exteriorizándola. Pero al hacer esto
la liga. La ritualización tiene como característica esencial
hacer surgir el sentimiento de protección contra la transgre
sión de las interdicciones referidas al objeto del deseo y de
las representaciones que se le asocian, mediante el estricto
respeto de las prácticas donde las acciones triviales se car
gan de un gran poder de significación, pues el sacrilego se
desplaza de los deseos interdictos y de su posible realiza
ción a la no observancia de las formas exigidas por la
prescripción del ritual. La representación se desplaza aquí,
pues, sobre la “puesta en acto” del ritual, se le somete y
no puede despegarse de ella. Enlazada con el ritual, es en
cierto modo agotada por la importante catexis que exige,
en la sucesión de los momentos que contituyen el ritual, el
mantenimiento de la conformidad con el modelo cuya
forma, que se supone respeta, repite. El ritual es el ejemplo
mismo del caso donde el medio de la representación se
transforma en su fin. Entonces la representación se locaüza
allí, encerrada en una historia reducida y desplazada, de
donde es imposible toda salida. El participante asiste al
ritual observándolo, en los dos sentidos del término, es
decir, mirándolo y sujetándose a él.
El epos permite esa excursión interdicta al ritual. Liberado
del presente, el epos no repite una forma, no conmemora
fijando, sino desarrollando un discurso en espera de su
perpetuo desarrollo. Esta liberación del presente descansa
en el tiempo del epos, que siempre es el de un pasado con
el cual debe unirse el relato. Solicita, pues, la representa
ción; .ésta llega a secundar la palabra que recita, la anticipa,
le abre los caminos de la continuación del relato. Guiada
por ella, la orienta en el sentido de la fantasía, que sofoca
ban el himno y el ritual, cada uno a su manera. Da, de este
modo, un paso adelante en dirección a la representación
inconsciente. Todo esto conduce a decir que el epos es una
representación propuesta.
La tragedia recupera plenamente al relato. Ya no deja vagar
el pensamiento del espectador como en el ritual; lo fija
confinándolo al espacio de la escena. Pero en esa escena se
desarrolla una historia plena: ni desplazada ni reducida. Lo
que se busca en el espectador ya no es la conformidad en
341
la repetición, sino la concentración en un relato articulado,
sin divagación posible. Del mismo modo que la tragedia
integra al himno que esconde el relato, desplaza la tensión
de la curiosidad intelectual que produce sobre el movimien
to de afecto que le permite una descarga temporaria. En la
tragedia la representación va por delante del sujeto, lo
capta, lo aprehende. A diferencia del epos, que hablaba en
nombre del pasado representándolo, la tragedia lo hace
actual, presente. Se cierra ahora el camino hacia la fantasía
que el epos invitaba al oyente a recorrer. Y esto para
concentrar al sujeto en la acción trágica. ¿Pero no es acaso
en tanto ésta asume la misión de ser encarnación de fanta
sía? Por una parte la acción trágica pertenece, como la del
epos, al pasado y tiene, pues, el mismo poder de suscitar la
representación. Pero por otra parte esta representación no
asume la form a.de la evocación. No es duplicada por la
representación de la fantasía que se desarrollaría paralela
mente al relato del epos. La acción trágica instala en la ac
tualización del relato la representación sobre la escena.
Por el exceso de presencia que aporta en su materia
lización, cautiva suficientemente al espectador como pa
ra no autorizar el vagabundeo de la fantasía. Recatec-
tiza la actividad de los sentidos, vista, oído, a los que
acapara en la percepción de una segunda realidad que
es esa de la que habla la escena. Pero sigue presente
la contradicción entre esa historia pasada, cuyo testi
monio evocador era el epos, y su presencia en la tra
gedia. Pues esa presencia es una trampa, dado que trata
de suprimir esa distancia del pasado, que es el móvil y el
motor de ese reencuentro del objeto perdido donde la
fantasía encuentra las condiciones de su géneseis.
Habría que aplicar este esquema al contenido de las leyen
das dionisíacas que se encontraron en el origen de la
tragedia. Si actualmente se tiende a considerar que el coro
satírico no fue el único que dio nacimiento a la tragedia,
sino que hay que reconocer además la influencia del coro
épico, p a r e c e que la fusión de estos dos géneros ha plr tea-
do algunos problemas a los especialistas. Como si pa .ciera
muy difícil concebir que las canciones de beber* jres del
ditirambo pudieran ser responsables del n a c i m i e ' . i O del es
342
pectáculo más noble de la cultura occidental. Reconozca
mos aquí nuevamente la elisión de lo sexual, juzgado indig
no de ocupar un lugar junto a las acciones heroicas. Quizás
el pensamiento antiguo no tenía los mismos prejuicios. Esto
nos brinda la oportunidad de recordar asimismo que la
potencia es a la vez poder fecundante natural (ritos agra
rios) y poder guerrero y político (ritos políticos), y que
esta fusión es menos sorprendente de lo que pudiera creér
selo. No es el psicoanalista quien la juzgaría inverosímil. El
significante fálico, águila de dos cabezas, satírico y épico,
soporte de los impulsos sexuales y agresivos en el origen de
la tragedia, se aleja de nuestro modo de pensamiento civili
zado modelado p j r veinte siglos de exclusión sexual. Razón
de más para desconfiar de toda interpretación idealizante o
parcial. Rechazamos tanto la interpretación trascendental,
que sitúa en el origen de la tragedia el misterio de lo
divino, como la interpretación política, que desprecia la
indestructibilidad de los deseos que la vida social tiene
como misión reprimir cuando no llega a excluirlos.
343
La fuerza de Freud consistió, a pesar de la imposibilidad
teórica de esa empresa, en sostener el discurso sobre el
significado inabordable y continuar con el mismo esfuerzo
para añadirse con su discurso a la suma de los discursos
mantenidos más acá de sus límites. La reflexión sobre lo
trágico no puede proceder hoy de otra manera. Lo que
pueda decirse del Edipo no es pues que es un significado
inaccesible, sino que ese significado sólo se da en su ausen
cia. Esa ausencia no es inexistencia ni sustracción que huye
de toda captación; al contrario, esa ausencia, nunca admiti
da en ninguna presencia de sí misma, se lee en el trabajo de
la diferencia de las huellas que trataron de alcanzarla, de
rodearla, de discurrir sobre ella y que se despliegan en los
enunciados que se desarrollan alrededor suyo 7 3 . Esa au
sencia será denominada ausencia en la relación de la dife
rencia entre / con los progenitores, en el espacio potencial de
la generación.
Por lo tanto, no es lo mismo designar ese significado como
repelido perpetuamente fuera de la captación del significan
te, y significarlo como ausencia de la naturalidad de la
existencia, donde se desvanece todo discurso. Pues la ausen
cia es lo difícil de pensar cuando se niega que ella sea no
presencia, retención de un efecto en una huella, sustrac
ción, carencia, inexistencia. Lo que hay que decir para
pensarla antes de su conceptualización es indisociable del
momento de su economía. Podría ocurrir que de la econo
mía salga el concepto, como su causa ausente, y no que
haya que plantear el concepto antes de estudiar su econo
mía.
Quizá los psicoanalistas, que se encuentran entre los más
capaces de hablar de esto, no lo hacen tan claramente
como debieran, y caen en la abstracción, son tentados por
la sutileza y trampean con la dificultad más que la afron
tan. Pues la fantasía, el sueño, el síntoma, hablan de esta
ausencia habitados por la representación inconsciente. Una
ausencia que no sería el reflejo de la muerte sino la muerte
344
en la vida misma, en la réplica de la carencia74 en tanto la
calca y la desequilibra.
El teatro mantiene la apuesta de evocar esa ausencia de la
manera más escandalosa, puesto que en ninguna parte el
lenguaje ejerce con más resplandor el discurso de la presen
cia. A este respecto, el teatro de la única representación es
la tentación de anular esta presencia, pero también la com
probación de la imposibilidad de esa tentativa. Más bien
hay que buscar en el redoblamiento de la palabra reiterada
la guarida de la ausencia en el teatro. El teatro es una
réplica diferencial de los intercambios del lenguaje hablado.
La producción de los enunciados que se desarrollan ante
nosotros ha pasado por la escritura, y es inevitable entonces
una teoría de la escritura del teatro. Pero ésta choca con su
límite si olvida que esta escritura tiene un destino: el de
volver a ser hablada. Es necesaria, pues, una doble teoría de
la escritura, la de la escritura de la palabra y la de la
escritura vuelta a ser hablada7 s . Quizás el efecto específico
del teatro sea la confusión de esos dos momentos. El
espectador se entrega enteramente al trabajo de decodifica-
ción de lo que quiere decir —en lenguaje hablado— el actor.
Cree entonces haber registrado la traducción de ese lenguaje
hablado, mientras que ha codificado su desequilibrio. Y por
esa diferencia referida a enunciados reducidos y que forman
parte de una cadena ininterrumpida, el significado ausente
se desliza en él. Si ese primer esquema se encuentra dupli
cado por la convergencia o la oposición de las voces del
teatro, y. si el conjunto mismo está preso en el movimiento
de la serie de acciones y de escenas, se presentan entonces
para la representación inconsciente otras tantas ocasiones
345
de levantarse en favor de lo que produce el deslizamiento
necesario de la fábula a medida que se acerca a su modelo
fundamental nunca nombrado, al complejo edípico, con el
cual se vincula por descomposición, desdoblamiento o du
plicación. El “ ¿Qué es lo que dice? ” del espectador surge
constantemente en el lugar del “ ¿De qué habla? Aquí no
puede tratarse de saber “quién habla” puesto que esta
pregunta sólo puede plantearse una vez que la obra se ha
representado enteramente. El “ ¿Qué es eso que ocurre? ”
escamptea 1a pregunta de que ocurre otra cosa que un “es
eso” . El “ ocurre” del “ ¿Qué es eso que ocurre” sólo tiene
sentido en tanto tiende a un pasaje sobre el que hay que
suspender toda interrogación de alcance único.
Aceptar ese pasaje equivaldría a renunciar a lo que Jacques
Derrida llama la escritura lineal. Pero el teatro es precisa
mente la exigencia de lo contrario por su obligación de
“ seguir” allí donde se debe ser llevado. Es decir, a la
catástrofe de la polisemia del significante, solo efecto de la
“ ausencia” del significado. Pues el fin de la constitución del
significante no puede ser más que el aplastamiento de toda
polisemia. El dilema entre el exceso a significar de la vida y
del mundo y la reducción operada por la tragedia crea el
movimiento alternante de la negación de esa reducción que
recae en el exceso indomeñable y la aceptación de esa
reducción que desemboca en el engaño. Engaño que sigue
siendo el único recurso en la alternativa que lo opone al
silencio.
Los personajes de Genét no pueden evitar hacer oir el ruido
seco que producen cuando destruyen los biombos a través
de los cuales pasan de vida a muerte, travesía que les
arranca este comentario: “Y se hacen tantas historias. . .”
Freud al destruir el biombo de la tragedia de Edipo ha
hecho lo mismo para nosotros sobre la cuestión del sexo.
Corresponde al público actual decir otro tanto a propósito
de Freud y del psicoanálisis cuando duda antes de caer en el
lazo.
34fc