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Parte 1
Parte 1
Primera parte
De mil amores
ENTRE AMORES
(DEL MUCHACHO A LA DAMA)
Hace mil años nacen los cantos de amor a la Dama y la primera literatura lírica en
lengua romance. La voz y la letra entregan su corazón a una mujer emblemática,
presencia carnal sobre un pedestal. Por eso es sublime. El amor nace con el canto a la
dama distante.
En los años mil del medioevo, de un dispositivo que enlazaba a la filosofía, la amistad y
el varón, se pasa a otro que hará lugar a la literatura, el amor y la mujer.
Son transformaciones de montajes históricos. Amistad-varón-filosofía y amor-mujer-
literatura forman un ensamble de elementos heterogéneos. Es lo que Gilles Deleuze
llama “máquina”. Un sentimiento, un género sexual y un género discursivo no se unen
con naturalidad, se trata de conexiones culturales. El trabajo crítico debe componer el
campo de interferencias simbólicas.
Para el saber banal la filosofía se define con sencillez: es la búsqueda de la verdad. De
este modo se cree saldar las cuentas con el espíritu. De este modo se cree saldar las
cuentas con el espíritu. Pero por suerte existen los matices, es decir la verdad. el hombre
que corre exhausto por los caminos, desesperado por hallar la solución del enigma de su
vida, no es un personaje filosófico, es Edipo, un héroe trágico. La verdad será crimen, la
identidad estará más allá del cruce de caminos, en la zona de la transgresión, la del
parricidio. En el tránsito de la tragedia a la filosofía se pasa del desafío oracular al
diálogo, una celebración verbal entre vinos y amigos: la comedia del “Banquete”, un
diálogo de amor y filosofía.
La literatura del año mil inscribe el amor-homenaje a la Dama secreta con un lenguaje
secreto, el habla subterránea al universo latino. La dama se convierte en un valor, el
horizonte de un ascenso ético. La “amiga” del medioevo es el eje de nuevas formas de
erotismo, tanto visual como hablado, gestual y cantado.
Presentaremos algunas instantáneas de este pasaje entre dos modelos éticos. Del mundo
griego al romano; del fin del Imperio a la emergencia de la cultura monástica y su ideal
de virginidad; del desierto árabe y los primeros cantos de amor desdichado, a las
primeras letras de amor cortés.
Queda poco tiempo, dicen que el amor es fugaz, comencemos el viaje.
Para el cristianismo de los primeros siglos el cuerpo es una molestia, para decirlo con
suavidad. Es una prolongación de la materia, y la materia es una opacidad odiosa.
Valentino y los gnósticos pensaban que el universo material era la creación trágica y
extravagante de Sofía. La sabiduría hecha diosa produjo, como decían estas sectas, un
universo redundante. Su destrucción, el batallar continuo contra él podía liberar a las
únicas personas verdaderas, los llamados pneumas, cuyo peso específico era nulo.
Se citaban con frecuencia versículos de Jesús, del Evangelio de Santo Tomás, como los
siguientes: “cuando de dos haréis uno, y cuando del hombre y la mujer haréis uno solo,
de modo que el hombre ya no sea hombre y la mujer ya no sea mujer […] entraréis al
reino de los cielos”.
La fusión hacia la indivisión sexual, el estado “pneumático”, es estado, como decía
Gregorio de Nisa, de katharotés, pureza, nos hace transitar por un nuevo modelo
erótico, el de la virginidad. Nada más noble que el celibato, nadie más puro de corazón
que el continente.
Frente a la concupiscencia carnis San Jerónimo era optimista ya que pensaba que con
una buena dieta el cuerpo podía ser controlado. Para San Agustín el aguijón de la libido
era continuo y sostenido, exigía por parte del devoto una vida de perpetua continencia y
un ejercicio de la voluntad sin altibajos. Para Casiano la sexualidad era un epifenómeno,
de debía ser el centro del combate por la castidad, la batalla debía librarse sobre lo que
provocaba la sintomatología sexual: la codicia, la furia, la avaricia, la vanagloria. El ser
humano, ya sea hombre o mujer, tiene una sola relación mundana, la que mantiene con
su propio cuerpo, y un solo amor, el que tiene con su único Dios.
Una vez debilitados los valores y códigos de la aristocracia romana, mientras las
ciudades de occidente se retraían y la cultura se hacía rural… hacia el oriente, más allá
de las tierras en las que el cristianismo segregaba sus diversos ascetismos, nacía una
poética singular. Hablaremos de ella porque constituye uno de los antecedentes del
amor que nos interesa, el amor cortés. Es su antecedente nómada, beduino.
Trescientos cincuenta kilómetros a noroeste de Medina, en las tierras desérticas del
Yemen, una tribu originaria de Arabia del sur, los Banu Udhra (u Odhri), creó los
primeros cantos al amor desdichado. Los Udhra representaban a la cultura beduina, la
que resistió durante un tiempo a la islamización, y sólo respondió con lentitud al
llamado del Profeta.
Junto a otras historias nace la de Majnun, en los años 600, en los centros iraquíes de
Kufa y Bacra. Es la historia de un joven amirita que no podía casarse con Layla, su
prima, a quien amaba y quien lo amaba. Por esta razón, Majnun inicia una enrancia sin
fin que lo lleva a la locura. “Majnun” quiere decir “loco”, y “Layla”, “la noche”. Esta
historia árabe del amor es la del loco de la noche, y es de corto trayecto.
Majnun ve a Layla, le entrega su corazón, sueña con ella, desea verla, ella lo mira con la
misma intensidad, se encuentran a escondidas, la alegría los anima y Majnun habla y
rima su amor. Lo cuenta a su familia, a sus amigos, no se sabe a quién, en todo caso,
hace público su amor y la pierde. El código de las tribus beduinas exige que sean la
familia de la pretendida y fundamentalmente el padre los primeros en enterarse. El
padre al saber por terceros del amor de Majnun, prohíbe que el amor prosiga y advierte
a Majnun y a su familia que si vuelve a acercarse al campamento lo matará. No hará
más que cumplir con las obligaciones rituales. “Los árabes repugnaban casar a dos
jóvenes cuando su amor era de notoriedad pública”, dice André Miquel [André Mikel y
Percy Kemp, Majnun et Layla: l’amour fou].
Majnun deja la tribu, se va al desierto, sus años y su pelo crecen, la ropa se le hace
harapos, no come, no duerme, desvaría. La gente de su pueblo y de otras tribus van a
verlo. Cuando se le acercan, él se convierte en un animal acorralado. Les arroja piedras.
Sólo los poetas, que le cantan desde una distancia prudente, detienen su salvajismo.
Inmóvil los escucha. Porque él también es poeta.
Majnun no hacía más que componer poemas de amor a Layla, quien ya se había casado
con otro, y recordaba con dolor su amor imposible. La madre, el padre, los compañeros
de Majnun le envían mensajeros que le piden que entre en razones, pero los enviados
que lo espían lo ven cadavérico y sucio con una vara en la mano trazando en la arena el
nombre de Layla.
Los primeros poemas de amor de Majnun le hicieron perder a su amada, desde ese
momento el enamorado sólo ama en su poesía. Dejar de cantarla es dejar de amar a
Layla. Majnun dice que su amor es la poesía que canta, el himno que inventa, la sola
presencia de su amor son las letras que entona y grita en las noches.
Durante siglos los compiladores y comentaristas ha hecho varias versiones de estos
poemas. Son en realidad, poemas anónimos atribuidos a Majnun. En uno de ellos dice
Layla:
“Tú me llamas en la noche, pero ¿sabes bien qué es la noche? Quien ama la noche,
quien la sufre, desaparece y se convierte en nada, o mejor dicho, puede ser a voluntad –
por el orden de las sombras– cualquier cosa. Por eso, si yo soy la noche, elige ser lo que
quieras ser –te acuerdo la gracia–, pero desaparece como lo que eres…”
La historia de amor de Majnun es una tríada de amor, locura y poesía. Este amor poesía
no necesita la presencia de la amada, al contrario, cuanto más lejos la amada está, más
puede nutrirse el poema de su ausencia.
Majnun al hacer del dicho del amor un acto indisociable del amor mismo, crea, por
haber publicitado (tachbib) el amor, las condiciones de su imposibilidad. Hablar el amor
es perderlo. Tan poeta es Majnun, tanto placer y necesidad tiene de cantar el nombre de
Layla, desde que la conoció hasta que la perdió, que el especialista Miquel finalmente
se pregunta si el amor de Majnun no es más amor de poesía que de mujer.
Este enigma nos remite al dominio de nuestro interés, el de los amores cantados y
vividos en los años mil. Es su antecedente.
El amor del milenio es el amor cortés. “Cortés” no denota acá gentileza. Se llama “amor
cortés” porque su ámbito principal de ejercicio es la corte, una institución política.
“Curiales” es cortesano y “curia” es la corte, por lo que el hombre de la corte no es un
caballero del Rey Arturo ni un señor empolvado con peluca que habita un palacio con
jardines.
La palabra “cortés” se le agregó al amor sólo en el siglo XIX. Hace mil años se lo
llamaba fin amour, amor refinado o depurado. No era la primera vez que a un hombre se
le ocurría amar a una mujer, pero sí la primera en que la mujer se convertía en objeto de
preocupación y de enunciación de códigos de conducta varonil.
El amor pasa a ser un problema. Una buena medida de la virtud masculina depende del
modo en que se dirige a una mujer. Dama a la que se le pide una mirada, un beso, una
recompensa. Es mujer que encarna el valor, tiene precio, es preciosa y apreciada.
En esta época aparecen compendios de preceptos, como los atribuidos a André le
Chapelain, el código más conocido del siglo XII. Algunas de sus reglas son las
siguientes:
– El matrimonio no es un pretexto legítimo para actuar con el amor.
– Aquel que no cela, no ama.
– Nadie, sin que medien razones suficientes, puede estar privado de sus
derechos en el amor.
– Amor que se divulga tiene corta duración.
– De la sospecha y de los celos se alimenta el amor.
– Nada impide que un hombre sea amado por dos mujeres y una mujer por
dos hombres.
…y decenas de otros mandatos.
También se conoce una casuística cortés, un listado de los juicios establecidos por las
cortes del amor, juegos de justicia amorosa. Entre las más conocidas se cita la de María,
condesa de Champagne, hija de la mujer más famosa de su tiempo, Eleonor de
Aquitania. María dictó esta sentencia en 1174:
La lengua dominante de la época es el latín, sus transmisores son los clérigos. Las
lenguas romances son regionales. La literatura naciente que cantará a la Dama e
invocará al amor se dirá en dialecto. Una preceptiva, un nuevo arte de vivir y nuevas
convenciones sociales acompañan la lírica naciente. No es la constitución de un
ciudadano la finalidad del trabajo ético. La ética del amor y las ascesis matrimonial
expresan la necesidad de establecer una nueva relación entre hombre y mujer. En el
viejo espacio de la amistad se conforma la pareja. Su lugar se vincula a las nuevas
estrategias matrimoniales, a la diagramación de dinastías y linajes, a la revolución
feudal. La Esposa y la Dama son los puntos de tensión del nuevo amor.
Si era el filósofo quien estaba a cargo de preparar la subjetividad ciudadana en los
tiempos de Atenas, el poeta será quien con su arte dibuje el nuevo orden amoroso.
La ética, la literatura y la historia combinan sus figuras. La constitución y modelación
de los sujetos morales necesitan la intervención de estas tres instancias. En el mundo
griego, la filosofía nade y se define por su particular situación en la polis ateniense. El
lenguaje de la literatura medieval procede de su propio juego con relación al poder. Las
prácticas, técnicas, ascesis, disciplinas, variarán de acuerdo con el modo en que los
juegos del leguaje y las formas de vida se conecten con las instituciones.
La filosofía interrogaba su propio quehacer y sus límites mínimos a partir de un saber
del amor. La literatura medieval se constituirá desde la lengua materna con una
pregunta dirigida al placer de decir el amor. Del ciudadano al cortesano, de la tragedia a
la divina comedia, del filósofo al poeta, del muchacho a la dama y de un amor a otro.
LA GUERRA DEL AMOR
(LA CONEXIÓN ORIENTAL)
El fin del segundo milenio es un espejo que nos devuelve al fin del primero. Hace mil
años comenzaba una revolución. Adquirió diferentes nombres: algunos la llamaron
revolución feudal; otros, revolución en las costumbres, o renacimiento cultural. Pero
más allá de su bautismo, a partir del año se inicia una era de cambios fundamentales en
la historia de Occidente. Despuntó el alba de la modernidad.
Contemplar el panorama del año mil es ser testigo de formas de sociabilidad y de
realidades culturales que marcaron nuestra vida colectiva. Porque lo que sucedió en
aquellos tiempos, que historiadores bienintencionados reconocen, fue que a partir de la
presencia del Infiel y del Hereje, se dibujó un pliegue de Occidente en la mitad de
nuestra era.
Una de las claves de esta revolución es el amor. Así de breve. Pero no un amor
sentimiento que se resuelve en una ternura ética, sino un amor cuya partitura histórica y
colectiva se desarrolló en medio de luchas, masacres y cruzadas. La palabra “amor” no
es una imagen, es la literalidad de lo pronunciado. La religión del amor y la mística
nupcial de San Bernardo fueron su arma de combate contra la escolástica naciente, las
herejías dominantes y el obispado corrupto. Fue el amor cortés una nueva ceremonia
social que adoró a la Dama como nuevo ideal de perfección, fue el amor el eje temático
de la nueva literatura romance de Occidente, y lo fue también del misticismo múltiple
que desde el Ángel del Conocimiento al canto de los pájaros se constituyeron en íconos
de veneración.
El amor también pertenece al universo de la ética. La ética es un lenguaje filosófico. A
pesar de sus variaciones, repite ciertas melodías. Trata del bien y del mal, y de la virtud.
Se llama virtuoso al que posee el saber de discriminar entre el bien y el mal. Las
conductas se diagramarán sobre el filtro del buen criterio. El argumento moderno de la
ética se presenta analítico, jurídico y normativo.
Pero también se escucha otra canción. Aparece cuando la erótica penetra este cofre
moral. La erótica es ascesis del amor, ascesis es ejercicio y disciplina que al cumplirse
pueden conferirnos ciertas virtudes. No es la lucha contra la concupiscencia –fantasma
cristiano–, sino contra toda la variedad de trampas espirituales.
La erótica se escribe por primera vez con el amor según Platón. Este saber sobre el amor
inaugura una preparación al conocimiento verdadero. Es un amor pedagógico, se
establece entre maestro y alumno. Las peripecias y estrategias de su desarrollo son el
tema de los diálogos de Platón. El uso de los placeres, el control de las pasiones, las
relaciones con los jóvenes y las artes del cortejo son problemas de este antiguo ejercicio
filosófico.
Así, el amor se impone como una tarea. No ama el que quiere sino el que puede. Existen
los preceptos para construir situaciones ficticias. El amor es un producto artificial. El
verdadero amor también se compone de simulacros, por eso es necesario inventar
escenas. Una de las más características –repetida desde los tiempos griegos hasta el
llamado “amor de Irak” de los místicos sufíes– es la de la contemplación de bellos
cuerpos desnudos con continencia y alegría. La otra escena es la de amar en secreto, sin
que el amado se entere; el saber guardar el amor, el vivido sin recompensa y dejar que
su acción nos purifique y eleve.
Estos antiguos ejercicios del amor tuvieron su silencio. La práctica monástica de los
primeros cristianos hizo del prójimo una tentación y de su presencia un enemigo. Fue el
combate de la castidad de los solitarios de los desiertos de Egipto, de las colinas de Siria
y de las cavernas de Turquía. Los anacoretas que huyen de las ciudades y las vacían.
Llaman a que se dejen esposas, hijos, riquezas, patrimonios. Impulsan una ética en acto.
A los malos pensamientos se los combate con los pies. Hay que desplazarlos, mover el
cuerpo, cambiar de paisaje. Aquel que lo hace obtiene ventajas con respecto a quien
combate sus tentaciones con las artes del pensamiento. No más éticas lúdicas; la ética
no es un albergue transitorio: ser pobre por unos días, abstenerse de una cena
prodigiosa, mirar abstinentes un cuerpo deseado. Basta de príncipes y mendigos y sus
transfiguraciones. Los anacoretas cambiaron el tiempo de la ética, pasaron el umbral de
las escenografías y proclamaron la irreversibilidad de las actitudes. Abnegación,
abstinencia, castidad, caridad, devoción, desprecio de las riquezas, contemplación,
meditación, oración, humildad, gratitud…, la vida monástica es una empresa de
purificación y el amor se disuelve en el cesto de las virtudes de los atletas de espíritu.
Las ascesis de la fuga del mundo posterga el amor; mientras tanto, el temor.
Pero el amor renace en los comienzos del milenio. Deja a un lado el modelo
pedagógico, y el ciceroniano, de la amistad, la elegante cofradía de los patricios
romanos. El amor llega con un nuevo rostro y marcará el nuestro con hierros
humeantes. Quedaremos como vacas selladas por su sonrisa, la de la mujer. La mujer
hace su entrada en la historia como poeta, promotora cultural, abadesa en jefe, dueña de
feudos, y símbolo. Será motivo de perfección, emblema de virginidad, vacío receptor de
melodías y alegoría de nuevas cavernas. Los nombres de Heloísa, Eleonor de Aquitania,
María de Francia, Hadewijch D’Anvers brillan en la cartelera cultural del medioevo. No
es la liberación de la mujer, sino el nacimiento de la Dama.
Este florecer merecía un festejo, y tuvo su himno. El amor cortés es el canto a la Dama,
el motivo de la primera poesía lírica escrita en romance. Con él nace en Occidente la
literatura que impone un refinamiento en las costumbres, un espíritu cortesano que
endulza la vida, la feminización de las actitudes y un nuevo proceso de civilización. El
amor cortés, el canto a la Dama, muestra el modo en que la literatura provoca una nueva
poética de la conducta. Y esto no cayó del cielo, se hizo en la tierra. Imaginemos un
paisaje europeo en los tiempos cercanos al año mil. Un área de bosques espesada por la
neblina. Hay claros en los que aparece un castillo de madera o una aldea. Más allá de la
domus –casa principal– y de los appendicitia –terrenos de labranza y graneros– están
los lobos. Es una época de bonanza, de desarrollo de fuerzas productivas. Los bosques
han sido talados, se ha mejorado la tecnología del arado, aparecen los molinos de
viento, crecen las riquezas y las poblaciones. Se consiguen pocos esclavos, casi todos
vendidos a Bizancio. Cuesta mantenerlos, es mejor darles algo de tierra y herramientas
para que coman y se abriguen, y que paguen. Sobrevienen tiempos difíciles. Hace casa
vez más calor, los ladrones acechan los caminos, hay poco comercio, el mar está lejos y
es sarraceno y las mujeres ocupan la casa. Son épocas de cambio demográfico.
Disminuyen la mortalidad infantil y el infanticidio femenino.
Ya no quedan bosques para talar ni tierras para labrar, ni gente para trabajar. La escasez
de tierras produce un problema de patrimonio, con lo que se genera un problema de
matrimonio. Se hace duro el reparto de bienes escasos. El sistema de parentesco está en
crisis. Ya no son los tiempos en que los señores viajaban de aquí para allá con toda su
hacienda conyugal y familiar. Acampaban, cazaban, festejaban y seguían como
relucientes actores de circo. Ahora se discute qué es de quién. Litigios sobre
legitimidades. Quién es un hijo legítimo y quién ilegítimo, quién es mujer legítima y
quién no lo es. El patrón debe discriminar entre sus deleites, debe elegir patrona y
heredero. Nuevas instituciones de justicia se expiden sobre estas cuestiones. Es difícil
contener las venganzas a la usanza del caótico Talión. Se desangran las dinastías.
Una mujer ya no es igual a otra mujer. Si una es esposa y las otras concubinas, los hijos
respectivos tendrán la misma distancia entre sí que la que separa a sus madres. Aquellos
que provienen de vientres de la servidumbre, de campesinas, primas o concuñadas
tendrán una vida ambulante. Son los hijos del señor pero no de la señora. Un sector
social se hace sedentario, fija su territorio y sus futuros herederos, otro se vuelve móvil
y algo extraviado. Estos jóvenes seminómadas –los bacheliers– no serán jefes de linaje
y, probablemente no tendrán una mujer en matrimonio. Ni herencia para cuidar, ni casa
que proteger, ni apellido que honrar. Sin embargo, su linaje los mantiene caballeros.
Son seres del privilegio marginal.
Estos son los jóvenes caballeros ambulantes que de castillo en castillo se educan en las
artes de las armas, la pericia en la caza y las composiciones musicales. La costumbre de
la época los envía a la casa del hermano del padre, o bien a la de la madre cuando están
desprovistos por los mayorazgos. La casa del tío, y de su dama, la tía.
Los tíos partían: peregrinaciones, cruzadas, cazas y guerras, y dejaban solas a las
señoras. El progreso se había manifestado en la construcción de castillos de piedra en
altos picos, a resguardo de las invasiones húngaras o vikingas, y en chimeneas –nueva
revolución doméstica–. Vivían mejor, más protegidas, más aburridas, las damas con sus
sobrinos. Si agregamos a esta escena una vihuela, un alud, tenemos a los principales
personajes de la cortesía erótica. Jóvenes caballeros en busca de una ilusión, una Dama
socialmente superior, un salón, instrumentos musicales, un señor ausente, dulzura y
monotonía. Por primera vez en Occidente hubo una Dama que miró de arriba. Decía el
poeta provenzal Daniel Arnaut: “¡Nunca, a la hermana de mi tío/ la amé tanto, por mi
alma!”
Es Ella uno de los caminos para entender esta revolución cultural, una de sus
innovaciones más sorprendentes. Pero no todo acaba con este nuevo protagonismo. La
feminización de las costumbres de lo que se define como cultura cortesana nos presenta
otros personajes. Los hemos mencionado: el Hereje y el Infiel.
El período que va desde el siglo X al siglo XIII condensa energía histórica. Momentos
así transforman el mundo. Estos pliegues de gran sensibilidad no se repiten con
frecuencia.
La forma de la vida llamada amor se desarrolla en un teatro fundamental: el castillo, sus
salones. Es enunciado por un personaje particular: el juglar, el trovador. Produce la
primera forma de literatura nacional: los poemas corteses. Resulta del contacto entre dos
culturas, la del cristianismo y el islam. El puente entre ambas es en gran medida obra de
una gran empresa: la escuela de traductores judíos de Toledo. Se inscribe en un
conflicto cismático del cristianismo: la herejía cátara y su presencia en el sur de Francia,
la Provenza. Es parte de los conflictos institucionales: sacramento o condena del
matrimonio,, celibato o casamiento de los monjes. Se asocia con nuevos espacios para
la mujer: estructuras formales y/o reales contra el rapto, el repudio y otras violencias. El
amor se articula con disputas teológicas sobre la encarnación, el matrimonio, el
dualismo, la trinidad y las nociones teológico-filosóficas de “persona” y “amor al
prójimo”.
Es poco frecuente esta vecindad de culturas, ni hablar de las mezclas. Es el reino de la
bastardía. Por eso los filólogos e historiadores reconocen el intrincado y casi insoluble
problema de las filiaciones para entender lo sucedido en los comienzos del milenio.
Pero para otros esta posible confusión es clara y distinta. No se hacen problemas de
orígenes, se inventan soluciones y genealogías de prestigio. Este es un asunto principal
y aleccionador. Nos ilustra acerca de la complejidad del territorio de la historia, su
vibración polémica. Los documentos se enfrentan, los filologías se distribuyen en
bandos opuestos, el choque de las interpretaciones produce chispas. A pesar de todo hay
hechos definitivos, como la desaparición de los vestigios. Pocas veces como es esta
época se hicieron desaparecer tantos testimonios. El archivo completo del Condado de
Tolosa fue enterrado para siempre con la memoria de todo un pueblo, el de los
albigenses de la Provenza. La lápida sin epitafio fue obra del Papa y su cruzado, Simón
de Montfort. La herejía cátara se descubre por lo que cuentan sus aniquiladores. De
modo análogo, las cruzadas a Tierra Santa se conocen por los relatos de los cruzados.
Con mucha dificultad pudieron juntarse testimonios de los musulmanes que recibieron
espantados a los caballeros del Santo Sepulcro. Por ellos conocemos otras versiones de
Saladito. Fueron los estudiosos españoles quienes completaron algo del paisaje de
aquellos tiempos. Se interesaron por su propia sangre, la del al-Andalus, la gema, la
“tarab” del Mediterráneo. Pero la lengua de Castilla es poco valorada por el mundo de
las academias dominantes. Lo que explica algunos avatares del cosmopolitismo, es
decir, del provincialismo europeo.
Grandes historiadores, ingentes pensadores, han sostenido que el amor es un invento
europeo, que si bien es cierto que la gente se amó en otro lugares y tiempos, jamás lo
hicieron con la fogosidad y la intensidad de los franceses, quienes, además, le dieron su
léxico al amor. También que si el amor genealogía tiene, ésta proviene del norte, de los
minnesinger alemanes, de la poética sajona, o de la mitología celtobretona. Se señala el
exotismo superficial que resulta de buscarle orígenes asiáticos en el Tibet, la India y la
China. Esta advertencia nos remite a un diagnóstico y a su respectiva dolencia: la
tortícolis, síntoma de la dirección trabada.
Sin duda, los restos de imágenes budistas en el castillo de Montsegur, último reducto
cátaro, en el sur de Francia, no tienen por qué hacernos soñar con las conocidas
promesas del esoterismo. No era necesario viajar allende los mares como Simbad.
Bastaba con mirarse los pies, la base que los sostiene, el sur. Y, para más datos, un poco
al costado. Los Pirineos jamás fueron una cortina de hierro, su espesor tenía la densidad
de una de caireles. Por eso ya es posible hacer una guía turística de las dimensiones de
una guía telefónica con los datos aportados por los eruditos acerca de la zona que
proveyó los recursos para la revolución del milenio. Es la que se extiende desde el al-
Andalus hasta el confín del Languedoc: el de España y Francia y sus fuentes de
nutrición, las riberas de la otra orilla del Mediterráneo, desde Siria a Marruecos. No son
datos rubios, a pesar de que, como se sabe, el primer Califa de Córdoba, el de la tribu
Omeya, Ab Rahmán I, era pelirrojo, misterios de otras cruzadas, las del amor. Nombrar
países es un anacronismo recurrente. No existían las naciones, y sí regiones limitadas
por las estrategias de la alianzas, la geografía de las dinastías, los lazos de dependencia.
El pueblo de la Provenza no hablaba el mismo idioma que el norte de Francia, ni tenía
las mismas costumbres. Más aún, cuando se refería a los del norte los llamaba “los
franceses”. Ni hablar del contraste entre el al-Andalus y los reinos de Castilla y Aragón
que, según Américo Castro, coincide con el que existe entre la ciudad de San Francisco
de California y alguna aldea limítrofe de México. Los Pirineos fueron una puerta de
entrada para mercaderías, visitantes, matrimonios, lenguas. Es suficiente comparar los
léxicos de Cataluña y del Languedoc. Nos encontramos ante lo que los historiadores
llaman “dialéctica de frontera”.
¿Por qué la tortícolis cosmopolita?
No es difícil imaginar, si tanto trabajo lleva inclinar levemente el pedestal hacia lo
cercano, el esfuerzo que exige la apertura del giro y apuntar a Bagdad, la ciudad más
importante del 900, no las más importante del Oriente, sino del orbe, sólo comparable
con el Califato de Córdoba.
No se trata de menudencias, aunque también importan, nuestro estómago lo reconoce,
porque desde allí llegaron las espinacas, la berenjena, el alcaucil, el damasco, la sandía,
el limón, la naranja, el higo, el arroz, el espárrago, el azafrán. Toda esta prolífica tienda
nos llegó de aquellas tierras. Además el gusano de seda y el papel que habían recibido
de los chinos, el juego del ajedrez –que llega con una dama y un rey y no con dos reyes
como se conocía hasta entonces–, el polo, la vajilla de cristal y los manteles de cuero, el
algodón, las aduanas, el bazar, el cheque, el álgebra, el cero y la moda de peinarse con
flequillo. Podemos agradecer también supersticiones como los antojos de las
embarazadas, el orín de los niños cuando juegan con fuego, el mal presagio de los
espejos rotos, la buena o mala fortuna del número trece, la presencia de un ángel cuando
se interrumpe la conversación, la escoba detrás de la puerta para que se vayan las
visitas. Pero jamás seríamos lo que somos sin la numeración de posición, la doctrina
astrológica de las conjunciones, la materia médica de Discórido, las traducciones de los
textos de la Antigüedad, del árabe al latín, y del latín al romance; no lo seríamos sin las
innovaciones en astronomía, astrología, óptica, la alquimia esotérica, la exotérica, los
instrumentos astronómicos, la medicina, la geología, la botánica, la zoología. Y,
fundamentalmente, nada seríamos sin la poesía, definida como el archivo de Oriente.
Amén del amor.
John Boswell, de Chicago, especialista en sexualidades medievales, se excusa por no
tratar el tema del amor cortés, lo inhibe la complejidad del asunto. La historiadora de
literatura medieval, María Rosa Menocal, de Yale, afirma que el tema es espinoso
porque pone en cuestión el mito de la unidad de la civilización occidental y la incómoda
presencia de factores semíticos. Cada vez que un erudito atrevido se inclina sobre este
tema, hace lo mismo que los héroes de la épica medieval. Se viste con armadura y
embiste, porque el amor es una encrucijada ética, política y religiosa. Un dragón teórico.
Pero, ¿quién inventó al amor?
En su estudio sobre los trovadores el historiador Henry Marrou reconoce la pluralidad
de los renacimientos medievales. Nos habla del renacimiento judío, de un renacimiento
bizantino, de otro árabe, y de uno latino. Pero este surgimiento del año mil no sólo
admite los pluralismos sino que calibra las diferencias. En lo que concierne al arte de
los trovadores, al amor cortés, Marrou se opone a toda asimilación de la poesía romance
europea con la árabe o la andaluza. Dice que más allá de las correspondencias formales,
temáticas o histórico-geográficas existe un abismo infranqueable, de género sexual. La
poesía trovadoresca de Francia es heterosexual, la árabe es homosexual. En la árabe, un
varón loas amorosas a otro varón, en la francesa se trata de damas.
Sin embargo no es así. Es extraño que un dato elemental de la ensayística sobre el amor
cortés, el de que la mujer es llamada sayyidi o mawlaya, es decir, “mi señor”, no sea
conocido por un erudito de la envergadura de Marrou. Que también parece ignorar que
en la Provenza la dama es llamada midón, otra vez “mi señor”.
No es posible entonces distinguir por el género sexual la primera poética en lengua
romance. Hubiera sido más productivo recordar que los cantos de la poesía del
Languedoc remiten a una señora casada, mientras que las mujeres de la poesía morisca
son por lo general doncellas. Pero este tipo de reflexiones tampoco evitaría la dificultad
que impone el “factor andaluz”.
En el siglo XIX, Schlegel, el del Atheneum de los románticos, bifurcaba las aguas.
Sostenía que carecía de sentido adorar poéticamente a una mujer en una sociedad en la
que la mujer era prácticamente una esclava. Pero Menéndez Pidal, quizá el más grande
en estas cuestiones, nos recuerda en su inolvidable conferencia de La Habana de 1937,
que no era tan libre la señora cristiana ni vivía tan esclava la señora musulmana. Las
mujeres libres de Córdoba no llevaban velo, se permitían hablar en la calle con los
hombres, se daban citas con ellos, escuchaban de boca de hombres desconocidos
piropos a los cuales contestaban, y se reunían en sitios públicos de la ciudad, y no eran
tan libreas las cristianas, bien guardadas en castillos por el repetido personaje del
“guardador”, custodio al servicio del marido o del amante rival, lo que provoca el
lamento del amante.
Es instructivo leer un “lai” de María de Francia, para ver cómo la mujer prisionera de un
marido celoso, personaje siniestro, mácula y vicio del amor puro, recibe a su amante
convertido por los azares del sortilegio en pájaro. El mundo de los sueños y la magia era
lo único que podía sortear los cerrojos, y las hadas de las fábulas eran mensajeras
críticas de las costumbres de ciertos señores que limitaban la libertad de sus esposas.
Otros eruditos marcarán la diferencia con el argumento de que si la poesía europea
canta a un amor sublime, ausente, etéreo, la poesía árabe tiene ciertos atributos de su
raza: la extrema sensualidad. Claudel nos habla del espíritu de medida francés, siempre
tan sobrio y austero, poco dado a la aventura, que se expresa en su lírica amorosa.
Habría que creer entonces en trovadores cartesianos como el francés Marcabrú, que
recitaba:
hay quienes piensan que la revolución cultural del año mil es similar el Renacimiento
con mayúscula, el del quatrocento, que se caracterizó por la idea del humanismo y el
retorno a lo clásico. Podemos incluir, además, la vigencia del espíritu cortesano y los
juegos del amor. Este espíritu apareció con anterioridad. Fue en el mundo del medioevo
en donde nació la cultura cortesana con características similares a las vistas en los
ducados de Venecia. La Renovatio Imperii Romanorum nació en la corte del imperio
romano germánico en tiempos de la dinastía de los “Ottones”, desde el siglo IX en
adelante. Éste es el resultado al que llega Stephen Jaegger, de Pennsylvania, en Vidas de
los Obispos, relatos biográficos sobre los prelados consejeros de la corte. Para Jaegger
la corte es un laboratorio político que hereda los deberes y placeres de los senadores
romanos y del pensamiento del gran estadista Cicerón. Es un estudio apasionante, cuyo
propósito es imaginativo: rectificar la afirmación de Norbert Elías acerca de una
división entre una cultura alemana espiritual y una civilización política de los franceses,
y por otro lado reducir la importancia de la idea de amor en el renacimiento cultural de
la época. No es éste el lugar para replicar ideas de mucho peso, pero sí aclaremos que,
en lo que concierne a los atavismos romanos, la presencia de Cicerón es parcial.
Cicerón, es cierto, está presente, pero poco, no más que un perfil. Son muchos los
estudios de la cortesía medieval que intentaron derivar la idea de amor cortés de un
texto de Cicerón o del Ars Amandi de Ovidio. Con respecto a este último hay poco que
agregar, basta leer su libro, una epistemología del levante, o un arte del cortejo a la
dama fácil. Poco que ver con la Dama de Lejos de la lírica medieval.
En el mismo libro de Jaegger se cuenta con detalle cómo, en las lejanas tierras de los
Ottones, los clérigos criticaban las modas cortesanas que habían importado la
decadencia feminizante de Oriente, moda distribuida entre prácticas bizantinas y árabes.
Moda juvenil de pelos largos, uso de hierros calientes para enrularlos, camisas ajustadas
y túnicas, la costumbre de yacer horas recostados en almohadones jugando a las
adivinanzas, a las ensoñaciones sobre el amor, a hacerse bromas y competir en deportes
infantiles. Un mundo de diversiones de salón y comedor en el que masticaban –como
decía un clérigo de la época– “esas horribles salchichas” que los germanos disfrutarían
en su lejano futuro. Y este esquema de placer y modo de vida no resulta del patricio
Cicerón y sí de aspectos de la vida cortesana.
El texto De Amicitia de Cicerón no es la infraestructura de la poética del amor, aunque
la Dama sea una amiga. No los valores de la República romana son el ideal cortesano,
aunque sea mencionado por los obispos en Vidas… La moda y cultura Cortesana
compone un personaje de gólem con el rostro si se quiere de Cicerón, la sonrisa de
Heliogábalo y la boca de Calígula. El humanista polimorfo.
La homosexualidad, el despotismo, la lubricidad, la molicie forran con sus lentejuelas el
filo de la espada curva de los sarracenos.
Nadie más preciso y sincero que Dénis de Rougemont, quizás porque su objetivo
declarado no es la exactitud filológica en un debate académico, sino la polémica no
resuelta de un destino ético en Occidente. Frente a este dilema, no demora en tomar
posición. Dice Rougemont en su libro El amor y el Occidente:
Llamo a Oriente, en esta obra, a una tendencia del espíritu humano que encontró del
lado de Asia sus más altas y puras expresiones. Entiendo por esto una forma mística a la
vez dualista en su visión del mundo y monista en su realización. ¿A qué tiende el
ascetismo oriental? A la negación de lo diverso y la fusión y absorción de todos en el
Uno […] Y llamaré Occidental a una concepción religiosa que, a decir verdad, nos ha
llegado del Cercano Oriente, pero que sólo pudo triunfar en Occidente: es aquella que
afirma que entre Dios y el hombre hay un abismo esencial, o como lo dirá Kierkegaard,
una diferencia cualitativa infinita. Pero no existe ninguna posibilidad de punto de fusión
ni de unión sustancial. Sino sólo una comunión cuyo modelo es el matrimonio de la
Iglesia y su señor. Esto supone una iluminación súbita, o conversión, un descenso de la
Gracia de Dios al hombre.
El matrimonio es el sacramento de la unión de Dios y el alma por el amor. La unión
carnal es la unión de la Iglesia con Cristo. Estas son dos caras de la teología del
matrimonio. Las finas elaboraciones sobre su definición y alcance se tejieron primero en
el cielo y luego en la tierra. Es difícil saber si la Gracia desciende de Dios al hombre,
pero es fácil comprobar si algo descendió fue el matrimonio, que de ser celeste pasó a
ser terracota.
La figura del matrimonio instituye el cosmos cristiano. Varón y mujer serán una copia
sensible del modo como cielo y tierra anudan su vínculo. Es el esquema de la diferencia
en la alianza, avatar de la teología de la encarnación.
De Oriente recibimos el dos que termina en Uno, para que quede cero. De Occidente, un
dos que, al ser enlazado en nombre del tres, permite el cuarto, trillones. La
multiplicidad. Oriente marcado en la sexualidad humana da origen al amor-pasión. El
amor-pasión se inscribió en la matriz emocional de Occidente. Se nos ha clavado, se ha
hecho ética y carne. Ha generado el espejismo del adulterio, la serpiente del matrimonio
monógamo. Creemos que una vida sin pasión, y sin la pasión de las pasiones que es la
que enlaza a un hombre y una mujer, es gris, anémica y cobarde. El amor sin pasión es
un amor de retaguardia. Por eso la pasión es sólida, habla un lenguaje moral. Pero estas
intensidades nos prometen todo y nos arrojan a la nada. Parecen una vida eterna y son
regalo de muerte, invocan un paraíso y nos abrazan en el cementerio. La pasión es la
perversión de la erótica occidental. Rougemont la condena por ser suicida, carecer de
objeto, proponer un amor artófago. El amor-pasión crea un vínculo antisocial, contra
todos, incluso contra otro y contra uno mismo. La novela medieval Tristán e Isolda es
su ilustración literaria.
Es posible evitar esto, dice Rougemont, con el matrimonio cristiano, donde el amor es
comunión en la diferencia. Evita la fusión y permite la participación. Se establece un
pacto de fidelidad e indisolubilidad. Esta garantía sellada por Dios convierte a los que
firman en personas y prójimos. Se diferencian por su singularidad. Son per se una, y
están en proximidad.
Es cierto que el matrimonio cristiano, bendecido como sacramento en el Concilio de
Letrán en 1215, pretendía justificarse mediante su dinamismo consensual. Ambos
cónyuges debían dar el sí. Sin embargo, este sí es más que dos letras. Discutieron largo
tiempo la edad requerida para dar el sí. La tradición romana, la más rica en la materia,
situaba el momento entre un mínimo de siete años y un promedio de 12. Una particular
combinación entre minoría de edad y propia voluntad en el marco de un matrimonio
entre prójimos siempre bajo tutela. El consenso parecía estar más destinado a una mejor
administración de los patrimonios que una igualdad jurídica entre los sexos.
El amor cortés, que para Rougemont es una de las formas del amor-pasión, se oponía al
casamiento basado en la conveniencia o en la violencia. Pero también se opone a la
satisfacción. Es una de las constantes de la poética del amor. Encuentra el placer en la
interrupción y la satisfacción en la contención y en la no realización. Los amantes de la
poesía erótica viven de constantes separaciones. Se incendian de ardor amoroso ante sus
respectivas ausencias. La no presencia estimula la pasión, mientras la presencia
efectiva, su regularidad y la previsión de una compañía cierta es la particularidad del
matrimonio. Por eso el amor cortés no se resume en el encuentro ansiado sino en el
desencuentro sabiamente construido.
¿Qué hace el danés Kierkegaard en esta zona de tinieblas? Justamente él, que no soporta
el matrimonio y prefiere la pasión. Es cierto que es la pasión del absoluto, pero ¿qué
otra cosa es la mística, sino llamado al vacío? En sus antípodas –al menos para
Rougemont–, está Ibn Arabi de Murcia, el místico sufí, acompañado por Marian, en su
camino de amor místico. Desde las tribus del “amor odhri” de los destierros del Yemen,
hasta el pensamiento de Ibn Arabi y Sahravardi, la mujer es amable por el ángel que
encarna. Su belleza es escala al conocimiento, es éste el legado de Platón coloreado por
las dunas del desierto. Pero la Régine de Kierkegaard jamás dejó de ser tentación
matrimonial, porque el Diablo para Kierkegaard era conyugal.
El matrimonio occidental, dice Rougemont, está en crisis. Existe una fisura en el amor.
Hombre y mujer ya no se encuentran y cuando lo hacen fracasan. ¿Cuál es la razón por
la que unión y promesa se han convertido en divorcio y afrenta?
Una razón es la ya nombrada: la infiltración oriental. La otra, apenas mencionada por
Rougemont, es que ha cambiado la mujer. Es un cambio desconcertante, aunque no
parece positivo. No deja de ser loable un incremento en las libertades, pero parece
tratarse de otra cosa. ¿Qué quiere la mujer? ¿Lo mismo que el hombre? El interrogante
queda abierto, no se sabe si resulta decisivo. Porque si la culpa la tiene el oriental, la
solución es más fácil. Se hace una gran promoción de que la pasión es un mensaje de
guerra y muerte, que hombre y mujer no son dos biorritmos que se devoran entre sí
sino compañeros de un destino común, y se consiguen algunos adeptos. Pero si uno de
los contratantes se dedica a otra cosa, o si ni siquiera parece esclavo de la pasión, y
frente al varón transmite cierta indiferencia, ¿a quién echarle las culpas? La Dama
miraba desde arriba, pero era receptiva del lamento poético. ¿Qué sucede cuando no
sólo mira desde arriba sino que ni siquiera escucha?
A pesar de todo, Rougemont creó un nuevo atributo para sumar a los conocidos acerca
del islam: la esterilidad.
El Oriente Lejano nos envió la ideología del amor, que por ser suicida, es estéril. Por lo
que la conexión oriental –para resumir a nuestros eruditos– introduce en nuestra
civilización una idea del amor que se basa en la homosexualidad, la lubricidad, la
molicie, el despotismo, la esterilidad y –al menos en las cortes ottonianas– los ruleros.
Así termina esta historia del amor. Un invento condimentado con especias. Pero no
olvidemos que el amor no sólo se siente sino que se hace sentir, es decir, escuchar. El
amor es un canto, un poema cantado. Ésta es la innovación de los años mil. Por eso
podemos preguntar por última vez: ¿quién fue el primero que le cantó al amor?
Dicen los críticos y compaginadores de antologías que el primer poeta de la lírica
occidental fue Guillermo de Aquitania, ungido como el primer trovador. Su presencia
histórica siempre ha caído como un milagro equiparable al de Tales, aquel que inventó
la filosofía. Mientras éste se cayó en un pozo de Mileto, Guillermo comenzó su canto
fundador durante una cabalgata. Así son los milagros. Con respecto al milagro griego ya
muchas cosas fueron dichas para otorgarle al milesio el genio que merece y separarlo de
las tonterías que no merece. Con respecto a Guillermo las cosas dichas fueron poco
difundidas.
Comencemos por el poema. Tarab en árabe es “joya” o “canción melódica” ejecutada
por instrumentos y cantada por los taraba, de donde deriva la palabra “trovador”. Los
árabes tenían su tradición melódica ya secular. Eran los poetas llamados “casidas” de
los hombres del desierto. Cantos de amor y silencio, de viajes de vida nómada y lugares
abandonados por la tribu, cantos de camellos, oasis y palmeras. Hay una casida que se
llama “Ausencia” y dice así:
Éste es el relato de dos historias de amor de los años mil: Tristán e Isolda y Abelardo y
Heloísa se contaban así:
TRISTÁN E ISOLDA
¿Por qué has sensibilizado mi corazón?, porque tú me lo has sensibilizado para que
pueda doler, y en el lugar preciso de su sensibilidad, de su frágil ternura, en mi corazón
delicado y desnudo, he sido golpeado. No hay por qué esperar que me alivie alguna vez.
¿Por qué, desgraciado, me has herido con tanta crueldad?
Y Tristán responde:
Tristán no quiere que el rey conozca la historia del filtro. Supone que al enterarse
debería perdonarlos, y no quiere que así sea.
En la ópera de Wagner, Tritán agoniza en la playa de una lejana isla. Tiene la débil
esperanza de que su amada llegue a rescatarlo. Pide a su compañero que vigile el mar y
le avise si un pabellón o una vela se asoman sobre el horizonte. Pero sus palabras son
amargas:
¿Cuál es mi destino, para qué destino nací? La vieja canción aún me lo dice, arder en
deseos y morir. ¿No es eso lo que dice: desear, desear hasta la muerte?, jamás morir es
mi deseo. Ninguna cura, ninguna muerte dulce podrá liberarme del sufrimiento del
deseo. Jamás encontraré reposo. La terrible poción que me condenó al tormento, soy yo
mismo el que la fabricó. En la desgracia de mi padre la fabriqué, en los dolores de mi
madre la fabriqué, en las lágrimas de amor, entonces y siempre encontré el veneno de
aquella poción.
Cuando Tristán entrega su último suspiro, llega Isolda, se inclina sobre su cuerpo y
canta:
En la masa de las olas, en el trueno ruidoso, en el todo que respira a través del aliento
del mundo. ahogarme, hundirme, perder la conciencia, voluptuosidad suprema.
Finalmente llega Marco y perdona a todo el mundo. Se corre el telón. Los aficionados a
la obra suponen que Isolda muere junto a Tristán, de hecho sólo sabemos que el fin de
la obra coincide con su canto. Pocas veces se vio a alguien morir cantando, pero se hace
patente el deseo soprano de Isolda: morir.
Ésta es la ópera romántica, su clima es de pasión y muerte. La unión de dos amantes se
hace extrema. La voz de Isolda y la de Tristán se acompañan como las ondas del mar.
Confunden su dolor. Si en Gottfried la historia combina reflexiones éticas con los
sucesos de amor, aquí amor y dolor dibujan la cara de la pasión. Wagner nos hace
escuchar la música del dolor, la música de la separación, Tristán e Isolda son uno;
cuando un tercero los separa, mueren.
Antes de abandonar esta historia de amor, y después de haber recorrido los caminos
medievales y los del Romanticismo, daremos un rápido paseo por una nueva comarca
interpretativa. Me refiero al psicoanálisis de la modernidad cuando se adorna con los
ropajes de la retórica, el Barroco y los densos juegos del significante. La extraña
combinación entre la crítica literaria y los especialistas del inconsciente según la
fantasía de un lacántropo, el interesante crítico lacaniano llamado Huchet, quien
sintetiza en su lectura Tristán e Isolda todos los recursos aportados por el psicoanálisis
enriquecido por Lacan. No es su propósito aplicar los conceptos psicoanalíticos a la
literatura medieval al modo ingenuo y presuntuoso de otras épocas. No contemplará
como Narciso la felicidad conceptual de las invenciones de Freíd. Intentará liberar un
saber sobre la literatura medieval y más ampliamente sobre el fenómeno literario en sí
mismo.
Una vez arremangado, se dedica a desplegar su interpretación. La subdividiremos en
diez incisos (o mandamientos), que condensan el deber ser de su teoría del significante
sobre nuestros enamorados.
1. El texto tristaniano nos habla de un amor fallido. Pero también falla el texto, siempre
lo hace. Un escritor o un texto no saben lo que dicen. Por esta razón es válida la acción
de la crítica literaria que debe buscar las causas de esta incompletud y fracaso.
2. La diferencia sexual es infalible, insuperable, irreversible. Al menos dos en el orden
de la sexualidad.
3. Ejemplo de James Joyce:
Sir Tristán, Violer d’amores, fr’ver theshort sea, had passencore rearrived from North
Armorica on this side the scraggiy isthmus of Europe Minor to wuilderfight his
penisolate war […]
Ésta es una frase de Finnegans Wake, que tanto quiere decir “despertar del fin negado”
(fine negans wake!), como “los fineses no se despiertan”. Nuestro lacántropo subraya,
en el texto joyceano sobre la semántica tristaniana: penis olate – pen isolate – Islote
[Isolda], conjunción entre lapicera, pene, isla, Isolda, aislamiento; es un trabajo del
significante que muestra que la mujer es un continente al que el hombre llega por
errores, tan mal armado en su virilidad, como en su escritura. ¡Bingo!
4. La importancia del sueño para entender la literatura medieval. No sólo la metodología
aportada por Freud en su Interpretación de los sueños, sino los mismos sueños de los
personajes de la novela. Como los de Isolda: una vez sueña que es despedazada por dos
leones. Uno es el marido, otro es Tristán. Este sueño pone en acción a tres personajes,
Isolda, Marco y Tristán. Este triedro está incripto en el nombre de nuestro héroe, Tri-
stan. El sueño revela la imposibilidad de ser “una” y el llamado a contarse como “dos”
por el despedazamiento entre esposo y amante. El relato del sueño reenvía a lo que la
novela aprendió a callar: que el amor es una justa en la cual la posesión se confunde con
la destrucción. Es una oralidad salvaje desencadenada por el sueño, en la que el deseo se
transforma en agresión. El corpus tristiano no ignora los recursos ficcionales del sueño.
Para aquellos que no están enterados de los ítem que interesan a los lacanianos, debo
informar que la cuestión de “una”, “dos” y “tres” conforma claves de su metafísica.
Tri-stan laurel y/o Laurel Hard (hígado duro) y…
5. Con respecto a las dos Isoldas que aparecen en la novela, se ve que la dualidad
femenina divide al hombre que goza ahí donde no desea. También es posible decir: me
es prohibido gozar allí donde se sitúa mi deseo. La imposible ecuación entre deseo y
goce.
Tristán e Isolda es una crónica de encuentro malogrados.
6. La leyenda gira alrededor de una sucesión de heridas que recuerdan la principal, la de
Tristán en el duelo con el gigante. La herida muestra, además, la interrupción del
movimiento natural de la sexualidad, y constituye la culminación de su lógica. Es lo que
Freud teorizó con el nombre de castración.
7. El texto tristaniano participa de una clínica literaria en la que la ficción mediatiza el
acceso a un saber la impasse, en donde se teje la relación con el otro ofrecido en toda su
extensión óptima en la noción de castración. Creemos que no es grave.
8. La sexualidad constituye el lugar de una disarmonía entre las relaciones sexuales
entre el hombre y la mujer. Éste es el quid del saber de la sexualidad. El texto, por
añadidura, abreva en la memoria narrativa de la humanidad una representación de la
circulación de las mujeres. La mujer sólo adquirida a través de otro (Marco, el tío de
Tristán).
9. La ley del funcionamiento del texto objetiva la falla interna del amor y a la escritura
que lo habla. Escribir es redisponer los signos para reabrir para siempre una herida.
10. La elaboración de la semiología cristiana conjuga lo arbitrario del signo y la
matemática sexual. Nadie es el amo de los signos, lo que se escribe adviene a pesar del
sujeto y deja una verdad de la que nadie se puede apropiar por la lectura. La herida no
cesa de escribirse porque sólo es posible una escritura de la separación, escritura de un
texto imposible. Por eso da la medida de una unión que no puede escribirse. Se destaca
así la impotencia de la escritura para escribir el signo de la unión, como si todo el texto
debiera estar marcado por un blanco sobre el que se organiza.
El corpus tristiano, múltiple, dividido, desgarrado, impotente por producir el signo de la
unión sexual es una aporía amorosa.
Se van Tristán e Isolda, acompañados por Marco, el tío y los hijos de la castración, los
desafiliados, los indiferenciados, los suicidas del amor; mejor dicho, nos vamos
nosotros, ellos quedan en la playa, recostados el uno sobre el otro, rodeados por los
alquimistas de la letra. Llueve sobre el mar.
ABELARDO Y HELOÍSA
Abelardo cuanta todos estos hechos en la Historia Calamitatum (que significa algo así
como “Historia de mis desgracias”), texto dirigido a un amigo que desconocemos.
Recuerda el maestro que Fulberto al enterarse del destino que habían tenido las
lecciones contratadas, enloquece y enfurece. Abelardo, razonable como debe ser, se
presenta para aclarar la situación. Confiado en que la sensatez triunfa sobre las
pasiones: “le aseguré (a Fulberto) que mi aventura no sorprendería a ninguno de los que
hubiera experimentado la violencia del amor y supieran a qué abismos las mujeres,
desde el origen del mundo, han precipitado siempre a los grandes hombres”. A Fulberto
le costó asimilar esta lección de historia, pero llegaron a una solución de compromiso,
en este caso matrimonial. El trato consistía en que se casarían, con la condición de que
los esponsales se mantendrían secretos. Abelardo aclara que Fulberto “selló con besos la
reconciliación que le pedí”. Pero al regresa a Bretaña, Heloísa no quiere casarse. El
matrimonio, opinaba, iba a ser la ruina de Abelardo. “Los filósofos no se casa”; esto lo
repetiremos varias veces, porque es la aseveración alrededor de la cual gira buena parte
de las posiciones de los personajes. No se casan, así lo dicen los filósofos de antes, y
porque el sentido común lo afirma. Dice magíster Abelardo: “¿qué mayor indecencia,
qué mayor miseria que verme a mí, un hombre formado naturalmente para el bien de la
creación entera, humillado al yugo vergonzoso de una sola mujer?” La misma Heloísa
había insistido en que Abelardo debía seguir las enseñanzas de San Jerónimo y Cicerón
sobre las inconveniencias del matrimonio para los hombres sabios. El santo había
elogiado repetidas veces a Séneca por haber tenido una vida de continencia. Ésta es la
palabra que hay que destacar: “continencia” y su opuesto, la incontinencia agravada por
la concupiscencia. Es lo que dice el teólogo contemporáneo Étienne Gibson: que la
historia de Abelardo y Heloísa no es una historia de amor, sino de incontinencia. Para
muchos creyentes hay algo de reflexivo en el amor y algo de irracional en la pasión. En
su prólogo a las cartas entre Abelardo y Heloísa, Carmen Riera tiene una opinión
similar. Afirma que esta historia es de enamoramiento y no de amor, porque el amor se
define por el matrimonio. Cada intérprete, por lo visto, tiene su karma.
El hecho es que Heloísa le recuerda a Abelardo que en la traducción de San Jerónimo de
la obra de Teofrasto De Nuptis se lee que el sabio no debe casarse, porque el que quiere
dedicarse a la filosofía no puede servir a dos amos: la mujer y los libros. La letrada
Heloísa insiste con las palabras de la traducción del santo, donde abundan los detalles,
como el de que a la noche, cuando el filósofo quiere meditar sobre las acciones del día,
sus favores y sinsabores, la sopesada y solitaria labor nocturna, irrumpirá la mujer con
cosas como: “¿Por qué has mirado a la vecina?, ¿qué estuviste hablando con la
doméstica?”, y otros martirios. Que los filósofos se autocastren o se inscriban en la
orden del eunucazo es una cosa, otra que los distraigan.
Teofrasto aconseja finalmente al filósofo que, en lugar de casarse, consiga un buen
doméstico (a la manera del inspector Clouseau, o de Holmes o de Poncho Negro).
Pero no hacía falta ir tan lejos. El mismo Abelardo en su Sermo 33 decía: “¿qué es
finalmente un marido? Un asno doméstico”. Para que la lista de autoridades sea
completa citemos a Heloísa, que cita a Séneca: “no es en ratos perdidos cuando
podemos entregarnos a la filosofía. Debe olvidarse todo para dedicarse a ella…
abandonarla un instante es abandonarla completamente”. Estamos ante un caso de
neurosis obsesiva en la que el sujeto cree que si duerme una mañana, no despertará
jamás. Es un síntoma conocido, nos mantiene saludablemente alertas con respecto a
nosotros mismos e insufribles para los demás.
Astrolabio se quedó con la hermana de Abelardo. Hubo casamiento, pese a la actitud de
Heloísa. Mientras ambos disimulaban la unión para salvar el prestigio de Abelardo,
Fulberto y los suyos se divertían divulgándolo. Es necesario entender ciertas constantes
de la época. Los años mil fueron los de la reforma gregoriana. Hubo un retorno al
ascetismo cristiano, a los votos de castidad y de pobreza, lo que exigió una lucha
sostenida. Los monjes estaban habituados a casarse, tener concubinas, poseer tierras y
recibir dinero de la nobleza. El episcopado era dependiente de la aristocracia feudal. Así
se entiende la batalla que llevan San Bernardo y el papado para centrar el poder
eclesiástico en Roma y terminar con las veleidades regionales.
El fin de las simonías y el celibato son los trofeos que la reforma pretende establecer.
Un clérigo secular como Abelardo, que lucha por su prestigio intelectual, también debe
aparentar estar en la dirección de los nuevos tiempos. Casarse es algo más que
domesticarse y traicionar a la madre filosofía: es ir en contra de las tendencias ascéticas
de los monjes triunfantes. El celibato es un escalón para el porvenir. Heloísa lo sabe y
vive el clima cultural de la época de los amores corteses. La poética del amor que se
difunde por los palacios enaltece la ética del amor no conyugal. El amor de la no
posesión y del no contrato. El amor del don y la gratuidad.
Heloísa, que prefería ser amante a esposa, terminó por someterse. Su tío, el terrible
Fulberto, poco interesado en estas cuestiones de prestigio intelectual, y sí lo bastante en
el honor de su familia y su nombre, rompe el secreto y hace público el matrimonio de
Heloísa y el maestro Abelardo.
Rebelde, Heloísa se opone a su tío. Las disputas se repiten, y los maltratos también.
Nuevamente huyen Abelardo y Heloísa. Ella, por sugerencia del maestro, entra en la
abadía de monjas de Argenteuil. Se viste con los hábitos, pero sin velo. El felino tío cree
que en realidad Abelardo quiere desembarazarse de Heloísa y que todo es una trampa
para engañarlo. Y teje su venganza.
“… una noche, mientras Abelardo dormía, uno de los sirvientes abre la puerta y…”
Los gritos y los gemidos, la vergüenza y el dolor, no hubo sensaciones ausentes en la
cámara de Abelardo. Dice el maestro: “algunas horas antes, gozaba de una gloria
incontestable; un instante había sido suficiente para rebajarla, quizá para destruirla”.
La situación de un eunuco aparece en una primera instancia como algo fétido, inmundo,
separado de la Iglesia y de los ojos de Dios. Abelardo dice que hasta los animales
sagrados son rechazados del sacrificio si están castrados.
Abelardo y Heloísa, ante la vergüenza pública, toman los hábitos, se separan y
comienzan a recorrer los caminos de la supervivencia.
Abelardo dirige la abadía de Saint-Denis. Estudia teología, lleva a cabo una labor de
purificación personal, y pretende extenderla a otros internos. Se queja de que su lucha
contra los malos hábitos suscita el odio, y que su recogimiento en el estudio provoca
envidia. Escribe un tratado de teología, De la unidad y trinidad divinas, uno de los
temas polémicos de la época. Era muy difícil demostrar la idea de que la Divinidad es
tres en uno, y uno en tres, sin perder la unidad. Las ideas de sustancia, accidente,
unidad, multiplicidad, género, especie, el uno y sus manifestaciones, las nociones de
hipóstasis y de persona son los emblemas de una ardua labor con escasos recursos,
pocos libros, muy poco Platón y casi nada de Aristóteles. Por eso, a pesar de sus
habilidades lógicas, la tesis de Abelardo salió algo desprolija. Dios aparecía como
“dioses”, en plural, y el peligro del politeísmo fue vislumbrado por sus enemigos.
Quemaron su libro y lo persiguieron.
Abelardo se refugie en un dominio de Troyes ante lo que él llama “una conspiración
general”. Es una región desértica en la que recibe a discípulos que construyen sus
propias cabañas. Abelardo dedica el monasterio a la Trinidad. Pero la presión no cede y
piensa en cruzar los Pirineos para refugiarse en la sociedad musulmana, más tolerante
que la latina.
Pero desiste y permanece en el monasterio de Saint-Gildas. Es en ese lugar donde se
entera la odisea de Heloísa y sus hermanas, acosadas por el infortunio. Hace construir
para ellas un monasterio que se llama “El Paracleto”, figura del Consolador. Les da
ciertos consejos que hacen decir a los intérpretes que Abelardo fue uno de los epígonos
de las reflexiones sobre el monaquismo femenino.
Los alumnos que le tocó instruir en Saint-Gildas pertenecían a la especie de seminarias
tránsfugas. Una noche, algunos de ellos, lo asaltan y le roban. Lo hacen caer del caballo
y Abelardo queda con varias vértebras quebradas. Débil y enfermo, se da por muerto,
cede un instante a la desesperación. Apenas recuperado, comienza el relato de la
Historia Calamitatum, doce años después de la crisis que lo separó de Heloísa, a cuyas
manos nadie sabe ni sabrá jamás cómo llegó. La reacción de Heloísa es inmediata,
escribe su primera carta a Abelardo, dando inicio a la correspondencia entre ambos.
Heloísa está irritada por el arrepentimiento de Abelardo. Abelardo cree que ha merecido
todo lo que le ha sucedido. Maldice el día en que cedió ante la tentación de la carne:
Heloísa clama por la verdad: ella no es la carne, sino el amor de Abelardo, aquella de la
que no podía separarse.
Enaltece su amor por Abelardo, de nada está arrepentida, nadie es culpable por amar.
No entiende los mea culpa de la pasión. Ni comprende en qué esto perjudica la voluntad
del Señor.
Heloísa dice que aún ama a Abelardo, que nada puede poner en duda su sentimiento.
Nadie puede sostener que su amor era un afecto desviado. Las pruebas están a la vista.
Heloísa toma los hábitos después de la castración de Abelardo. No deja que su cuerpo
quede en el mundo en medio de otras posibles satisfacciones. Acompaña con su retiro la
castración de su esposo. “Te probé, de este modo, que tú reinabas como único dueño
sobre mi alma, como sobre mi cuerpo. Dios es testigo, nunca he buscado en ti más que a
ti mismo”.
El amor es libertad, el matrimonio es un vínculo. No comparten la misma casilla. San
Bernardo, en la misma época, elabora su mística nupcial. Salomón y la reina de Saba
son el esposo y la esposa, la Iglesia y el alma, todos los símbolos de la liturgia cristiana
pasan por un idioma matrimonial. La temática vincular es el nuevo modo en que se
transmite la pastoral. Heloísa habla otro lenguaje, el del amor que se dona, el no
vincular, el amor que se alimenta de sí.
“Preferí el título de amiga al de esposa. También el de concubina y querida, por cuanto
me parecía que al humillarme más, aumentaba mis títulos a tu reconocimiento y dañaba
menos la gloria de tu genio”.
Heloísa recuerda los encantos de Abelardo, su talento, su capacidad de llegar en seguida
al corazón de una mujer, el de hacer versos y el de cantar. Dones que “sabemos que son
muy raros entre los filósofos…”.
Pero Heloísa acusa a su esposo, lo conmina a pronunciarse. Si la castración transforma
sus sentimientos en algo tan sublime, si Heloísa aparece ante sus ojos como una criatura
del señor, o como una hermana bañada por la misma luz divina, si Abelardo dice que
sus amores desenfrenados en el refectorio, ante la mirada de una efigie de María fueron
la cúspide de la maldición por venir, si ésa es la visión de Abelardo sobre su amor por
ella, es porque jamás la amó, que tan sólo se excitó. Si la castración lo vuelve espiritual
de ese modo, “fue la concupiscencia, más que un verdadero afecto, quien te ligó a mí; el
gusto del placer más que el amor”, Heloísa termina su carta recordándole que lo
precedió en la vida monástica, y que si eligió esa vida de encierro jamás fue por Dios,
sino por él.
La respuesta de Abelardo denota la constancia de posición. Comienza con: “a Heloísa,
su hermana bienamada en Cristo, Abelardo, su hermano en Él”. Ya se prevé que esto no
va a ser una carta pasional. Ni siquiera se dirige a Heloísa: “recen por mí”, pide a las
hermanas. No hace caso de las recriminaciones de Heloísa, pero sí rescata alguno de sus
elogios y dice: “gracias a Dios que este ejemplo te estimule, así como a la comunidad de
tu santas hermanas, a rezar para que Él me conserve vivo para Vosotras”. Luego cambia
de tema y les hace notar la importancia de las mujeres en los relatos bíblicos.
Finalmente, les pide que su sepultura descanse en el Paracleto, porque no hay mejor
lugar para el descanso final que el de una comunidad de mujeres consagradas a Cristo.
La respuesta de Heloísa muestra un cambio inicial en su estrategia. Del reproche pasa al
castigo de sí misma. Se culpa de todo lo que le sucedió a Abelardo. Dice que no debió
haber aceptado el matrimonio, causa, según su parecer, de la desdicha de su amado. “Tú
solo recibiste el castigo: habíamos sido dos en falta; tú eras el menos culpable, fuiste tú
quien todo expiaste”.
Su culpa es la culpa de la mujer, de todas las mujeres, las que “no podrán conducir a los
hombres más que a la ruina”. Una vez descargado el arsenal sobre sí, cambia de sitio.
En realidad, de nada está arrepentida, todo lo contrario. Si lujuria existió, no fue
suficiente. Las imágenes luctuosas, libidinosas, impúdicas que se le presentan a la
mente, constituyen un deleite escaso. Quiere más imágenes, y ojalá fuera posible, mayor
densidad en ellas, mayor realidad: “Los placeres amorosos que juntos gozamos son tan
dulces para mí que no consigo detestarlos, ni apartarlos de mi recuerdo… Aun durante
las solemnidades de la misa, cuando la plegaria debería ser más pura que nunca,
imágenes obscenas asaltan mi pobre alma y la ocupan más que el oficio. Lejos de gemir
por las faltas que cometí, pienso suspirando en aquellas que no puedo cometer.” Heloísa
termina su carta recordándole a Abelardo que su decisión de tomar los hábitos no se
debió a su obediencia a los designios de Él, sino de él, Abelardo.
La última carta es la de Abelardo, cuyo comienzo es un final: “A la esposa de Cristo, el
servidor de Cristo”. Trata de reconfortar a Heloísa, de aliviar su dolor. Después de todo
es la gloria la que hay que cantar cuando a la criatura de Dios se le depara el estado de
gracia. Porque éste es el estado que vive Heloísa, basta que se dé cuenta. Su esposo
miserable, él mismo, fue sustituido por el más divino de los esposos, justamente el
“Esposo Divino”, como lo llama Abelardo.
La particular insistencia del maestro en que las hermanas del convento recen por él se
repite una vez más, esta vez se lo pide a Heloísa: que sus plegarias se hagan pensando
en él. El interceder de “una esposa ante su Esposo tiene más peso que el resto de la
familia, tiene más crédito que la sierva”.
Para un dialéctico como Abelardo, no es un detalle vano el señalar las contradicciones.
Y en este caso están a la vista. Tanto Heloísa como su esposo habían elogiado las
premisas de San Jerónimo y de Teofrasto, que recomendaban tomar siervo en lugar de
esposa. Pero vemos que a oídos del Señor el orden de las preferencias se invierte.
Primero recibe las plegarias de su esposa, luego las de los sirvientes. Es bueno tomarlo
en cuenta para todos los que alguna vez padezcan el dilema abelardiano.
Abelardo nos sorprende. Su carta toma un giro inesperado, al menos en lo que concierne
al estilo. Se dispone a metaforizar, empleando las mismas metáforas que su enemigo
San Bernardo. Cita imágenes del Cantar de los Cantares; habla de la morena (la reina
de Saba), que es oscura por fuera pero blanca por dentro; prosigue contando los amores
de Salomón y la reina, que una vez en el lecho, se unen al fin. Pero como la palabra
“lecho” indica contemplación en el diccionario de las metáforas de la sacra página,
esposo y esposa combinan sus almas en la contemplación de la luz divina.
Abelardo jamás fue un constructor de alegorías y metáforas monacales; su desgracia
profesional, por el contrario, fue haber sido un dialéctico de los años mil, representante
de la corporación de los maestros de la Escuela de Notre Dame, príncipes de la
disputatio, y estas palabras simbólicas sobre el Cantar de los Cantares nos sugieren una
posibilidad macabra, espantosa: que las cartas entre Abelardo y Heloísa no hayan sido
escritas por Abelardo, sino por el “Monje Negro”, Bernardo. Pero esta posibilidad
diabólica jamás podrá ser aclarada, la dejaremos por lo tanto de lado.
Sin embargo, la astucia racional de Abelardo no ha sido debilitada. Elogia la postura
humilde de Heloísa. La humilitas es la gran virtud monacal. Si es verdadera, en Heloísa
así lo parece, éste es el problema: lo parece demasiado. Le transmite la siguiente
advertencia: la humildad no puede ser una actitud seductora, no hay humildes de
vidriera. Las virtudes son el resultado de un trabajo esforzado, de nada valen cuando se
mezclan con la coquetería. Abelardo se convierte en el Pater Seraficus, aquél que se nos
aparece en los sueños con el rostro calcado sobre las palabras temidas; este pater es el
que desnuda nuestras vergüenzas, el lavador de los pretextos, el hacer de la humillación
de sí. Dice:
Dice Paul Zumthor que hay dos modos de leer un texto. Uno es con benevolencia; el
otro, no.
Comencemos con la benevolencia. Las palabras nos llevan con inmediatez, tenemos con
el texto una relación de confianza. Nos entregamos al lenguaje en imagen. Las palabras
escritas por alguien despiertan en nosotros otra, dormidas. La lectura, a pesar de la
postura física del lector, es activa. Quizá no sea “confianza” la palabra adecuada, no se
trata de un vínculo jurídico. Es una fascinación producida por el tejido de palabras.
Estamos atrapados por las letras. Hay algo en su movimiento, en su juego, que
concentra nuestra percepción. El silencio y la quietud de nuestro cuerpo son un
homenaje al texto. Ese homenaje no consiste en la obediencia a la autoridad, sino en la
sumisión de la atención a una forma sin forma. Son las consecuencias de la intriga. Lo
inesperado, lo imprevisible, el suspenso captan nuestra inteligencia e imaginación con la
seducción del artificio.
Se dice que la intriga nace cuando aquello que sucede podría no suceder. Hay intriga
cuando no hay fatalidad ni estereotipo. El héroe que muere pudo haberse salvado; el que
se salva pudo haber muerto. La intriga se enlaza a la contingencia y a la fragilidad de la
existencia. De ahí proviene la fascinación de la ficción.
La malevolencia, en cambio, resulta de la lectura interpretativa. Nuestra actitud pierde
la entrega inicial. Objetivamos el texto, lo separamos, analizamos, trabajamos. La
lectura hace del libro un medio para fines productivos, de enseñanza, comentario,
crítica, investigación.
George Steiner dice que de este último tipo de lectura nace un género menor de ensayo,
al que llama “el arte de leer un libro”. Es una experiencia de lectura que se relata
escribiendo. Cuando esta experiencia se canoniza, nace la crítica literaria, y sus
ambiciones científicas. Pretende develar secretos, quebrar encantamientos, liberarse de
imposiciones estéticas, crear nuevas normas, formalizar algunas. Y esto no siempre está
bien visto. Se condena el estilo mezquino del desecador de belleza, el de quienes hacen
de la lectura un alboroto de insectos o un estéril entrechocar de neuronas. Una vez oí
decir a Borges, testigo de un congreso de literatura: “Si no les gusta el Facundo, ¿para
qué lo leen? ¿Para decir que está lleno de sintagmas?”.
Roman Jakobson califica a los historiadores de la literatura de policías. Siempre buscan
un culpable, es decir, una explicación. Alguien debe ser responsable de la aparición de
un texto. Más allá del autor y del lector se busca al responsable de un crimen. Puede ser
la vida del escritor, la sociedad de su tiempo, las grandes ideas, la geografía de su niñez,
su sexualidad, la clase social a la que pertenece. Siempre hay algo más. Pero Jakobson,
sin apelar a una lectura inocente, señala que no hay otro nivel de análisis que las formas
de composición textual.
Ya entramos en tema. Podemos remitirnos a las leyes específicas del texto, podemos
buscar determinaciones exteriores, en ambos casos la benevolencia ha recibido un
severo llamado de atención. Hay una crisis en la vieja hermandad de la letra. Pasan los
años y es posible haber trabajado cientos de libros y no haber leído casi ninguno. Pero
nadie puede afirmar que se ha perdido el placer de la lectura. Lo más probable es que
haya cambiado su modalidad.
Roto el puente entre autor y lector, mirándose de lejos desde sus orillas, es el libro el
que ha levitado. Los segmentos quebradizos del puente son las tapas de libro que se
alejan. Por debajo fluyen las aguas de los signos. La lectura se ha convertido en un
pasatiempo difícil.
BISAGRA UNO
Así son las mesas redondas de la modernidad. Se come poco, se bebe menos, y se
termina evocando a la masturbación y, a posteriori, otros placeres.
En las mesas redondas de Camelot del medioevo también se llegaba a un cierto
aburrimiento. Era el momento en que un caballero anunciaba su partida y su decisión de
recorrer caminos. Daba comienzo a una aventura alentado por los cofrades ansiosos por
escuchar, a su retorno, el relato de sus hazañas y desventuras.
Los caballeros de esta mesa enunciaron el problema. Falta la bisagra. Duby la busca
para componer las artes, el pensamiento y la realidad social. Los lacanianos la evocan
cuando describen el juego de la letra. Y nosotros creemos que ya es hora de anunciar la
cacería de la bisagra perdida. Así comienza la primera aventura teórica. El historiador
reconoce que la lengua romance se permite licencias, transgresiones de léxico y
sintaxis. La pregunta de Duby tiene dos aspectos. Uno se refiere a las transvaloración,
pregunta nietzscheana. Es la pregunta de la “Genealogía de la moral” sobre el origen y
la transformación de los valores. En el medioevo existe un pasaje de las virtudes de la
heroicidad caballeresca a las del cortesano que, entre otras cosas, elogia la belleza de las
costumbres en los años mil. La otra vía se refiere a la receptividad de la letra. Duby nos
remite a la instancia del auditorio. El texto es propuesto ya no sólo como fenómeno de
composición o producción, sino como medio de comunicación. En otros textos (Mâle
Moyen Age), Duby insiste en este mismo problema. Se interroga sobre la relación de
una literatura de sueños, evasión, compensación, con los comportamientos concretos, y
se queda con una certeza. Sabe que esta literatura fue recibida y que, para ser
escuchadas, las canciones debían tener algo que ver con lo que a la gente preocupaba, es
decir con su situación real. Por esta escucha, es posible interrogarse por las
modificaciones de la conducta que pudo haber generado la poesía.
La teoría literaria tiene una tradición por la que se privilegia la circulación y el
consumo. El análisis de los mecanismo productivos del texto renovó la tradición del
formalismo.
El acento sobre la recepción del texto, sobre la importancia del auditorio y del público
proviene de tradiciones diferentes. Una es la hermenéutica, la de Jauss (Une Esthétique
de la Reception).
Jauss recuerda los modos históricos en que se pensó la literatura. El Romanticismo, al
que interesaban los genios nacionales; el positivismo, que busca su modelo en las
ciencias exactas mediante la aplicación de parámetros causales; la historia de las ideas,
que postula la eternidad de los temas fundamentales; el pensamiento marxista, que no
puede concebir a la obra de arte como constitutiva de la realidad; el formalismo, que
encara la sucesión de códigos, sistema, formas y lenguajes en el universo insular del
arte. Todos estos modos de concebir la literatura tienen en común, para Jauss, la
desconsideración del destinatario del mensaje literario: el público y el lector. La historia
de la literatura ha sido la de sus autores y la de sus obras. El lector ha quedado bajo un
manto de silencio. Rara vez se ha hablado de la función histórica del destinatario. Para
ello es necesario elaborar una estética de la recepción. Jauss, al hacerlo desde la
tradición hermenéutica, emplea conceptos afines a ella. Como el de “horizonte”, de
origen husserliano.
Para Jauss toda obra es la respuesta a una pregunta. Para descifrar esa pregunta, el
intérprete no debe revivir la experiencia cultural del pasado, ni hacer un esfuerzo de
empatía ni de comprensión; tampoco debe tener la ambición de reconstruir una
experiencia mental. Es el mismo desciframiento del texto el que debe hacer inteligible
la incidencia de la recepción.
Jauss llama “distancia estética” a la diferencia entre el horizonte de espera preexistente
y la obra cuya recepción puede provocar la aparición de un horizonte nuevo. La
distancia mínima es índice de que el efecto resulta de un tiempo de espera
perfectamente colmado. Es cuando la obra de arte divierte. Satisface un deseo de belleza
encarnado en formas familiares, y ciertos hábitos de un público ansioso de elementos
“sensacionales” e intrigas morales. Esto es lo que Jauss llama “arte culinario”.
Existen otras obras que no tienen ninguna relación con el público, pero al cambiar el
horizonte de espera, constituyen su público gradualmente. Por eso –y volviendo a
Duby– el historiador afirma en uno de sus últimos trabajos que el amor cortés es un
material sumamente delicado. Se trata de una literatura de sueños, de evasión. No hay
que considerar que lo cantado por los trovadores, o lo dicho por los héroes de las
novelas reflejaba lo que pensaban o decían los oyentes de aquel arte. Dice Duby que el
amor cortés es una creación literaria, un objeto cultural de evolución autónoma y
cambiante según las variaciones del gusto, de los ritmos propios y de la dinámica
específica de sus formas. Pero una vez que se ha establecido esto, no puede decirse que
lo inventado por los poetas no tiene ninguna relación con el modo de vida del público a
quien los poetas desean cautivar. Duby dice que estas obras tuvieron un éxito enorme,
fueron recibidas, conservadas, transmitidas, y para que esto sucediera, fue necesario que
lo referido por ellas no resultara del todo discordante con las situaciones concretas a las
que el auditorio estaba habituado. La literatura incidió en las costumbres de la época de
un modo análogo al de la literatura llamada hagiográfica, la que ponía en escena las
Vidas ejemplares, como las de los santos –los exempla– y los héroes de caballería.
La receptibilidad de los textos es un elemento a tener en cuenta, pero su modo de
interpretación es variable. La hermenéutica de Jauss parte de los textos y de sus
transformaciones. Esto le evita el espiritualismo fenomenológico que no sale del
monótono vaivén puritano entre el Uno y el Otro, los problemas de alteridad y
completad, de comprensión y formas de diálogo universal. Le evita estas formas de las
teologías de la verdad, pero no del todo. Siempre aparece la inquietud filosófica de
conocer al “otro”, de establecer una palabra compartida sin violencia, una palabra que
de que el diferente se manifieste tal como es. La tolerancia metafísica.
La perspectiva de Duby toma en cuenta la receptibilidad y el registro social de los
textos, pero no lo hace con categorías fenomenológicas. No se trata de horizontes de
espera calibrados por las diferencias de lectura en el tiempo, sino de las instituciones y
de los fenómenos sociales no literarios que explican por qué ciertos modelos literarios
tuvieron grata o nefasta recepción. Estos aspectos institucionales se centran –en el caso
del amor cortés– en los criterios de distinción y las particiones en la sociedad masculina,
los conflictos de poder entre caballeros y clérigos. Esta tensión en el mundo de los
varones explica el lugar otorgado a quienes cantaban a la Dama. Duby sostuvo en el
coloquio que la literatura “es una respuesta a la realidad”, y agregó: “las frases reenvían
a las cosas”. Dos dinosaurios verbales en oídos lacanianos. Monstruos del denunciado
mimetismo interpretativo.
Pero lo más importante es que falta la bisagra, a todos, y ya hace tiempo. Y como
estamos en el medioevo, época en la que se desesperaban por encontrarla, nosotros
también esperamos al Perceval de la epistemología. Pero antes debemos sortear a más
de un dragón teórico. Tenemos el umbral, el marco, la llave, hasta la puerta, ¡pero falta
la bisagra! Sin ella no hay montaje posible. Si los alquimistas y los astrólogos del
medioevo hubieran sabido que aquello que faltaba no era la fórmula protegida por el
dios Mercurio, ni el buey que se ausentó de la Casa de la Tortuga del equinoccio de
Verano, si los magos hubieran sabido que sólo faltaba el bisagraal, posiblemente no
habríamos tenido guerras, ni hambre, ni psicoanálisis.
BISAGRA DOS
Para romper con alguno de los mitos del carácter expresivo de la literatura,
fue importante establecer el principio de que la literatura sólo se concierne a
sí misma. Nada tiene que ver con su autor, si no es así, esto se debe a un
cierto tipo de muerte, silencio, y a la misma desaparición del que escribe.
La referencia a Blanchot y a Barthes [sigue Foucault] importa poco, pero lo
que sí importa es el principio de la intransitividad de la literatura. Este era el
primer paso, el que hacía posible deshacerse de la idea de que la literatura
era el lugar de todos los tránsitos, en punto donde todos los tránsitos
terminaban, la expresión de las totalidades. Pero era sólo un paso. Si se
mantiene en análisis en este nivel se corre el riesgo de no desmantelar las
sacralizaciones que afectaron a la literatura. Al contrario, se corre el riesgo
de sacralizarla aun más. Y esto es lo que ocurrió incluso hasta 1970. Vimos
una serie de temas de Blanchot y Barthes usados para una especie de
exaltación, al mismo tiempo ultralírica y ultrarracionalizante, de la literatura
como estructura de lenguaje susceptible de un análisis en sus propios
términos.
Las implicaciones políticas no estuvieron ausentes de esta exaltación.
Gracias a ella, se cosechaban logros diciendo que la literatura estaba liberada
de todo tipo de determinaciones, que el hecho de escribir era en sí mismo
subversivo, que el escritor poseía, en el mismo gesto de la escritura, un
derecho imprescriptible a la subversión. En consecuencia, el escritor era
revolucionario, y cuanto más escritura era la escritura, cuanto más se hundía
en la intransitividad, más participaba en la revolución. Se sabe que estas
cosas se decían desafortunadamente […] [Entrevista de 1975, publicada en
1986].
A partir de 1916, los formalistas afirman que la literatura sólo puede entenderse desde la
separación entre lenguaje poético y lenguaje práctico. La obra literaria se describe y
define en cuanto tal por su diferencia específica –la distancia poética–, y ya no por su
dependencia funcional con respecto a una serie no literaria. La percepción artística es un
concepto de ruptura con respecto a la condición cotidiana. Y en lo que concierne a
nuestro convidado de piedra –el lector–, el modo de recepción de un público que
corresponde a una época formalista ya no se circunscribe al simple goce de lo bello.
Exige el reconocimiento de la forma y de los procedimientos artísticos.
Pero no necesariamente, como alguna vez dijo Jauss, un texto debe ser escrito para ser
leído e interpretado por los filólogos.
Se decía que Trotsky y sus compañeros habían encontrado el bisagraal, en realidad eran
dos piezas: una hoz y un martillo. Se las puede superponer, pero no constituyen un solo
mecanismo. A la bisagra le falta su bisagra. Fueron los problemas entre la industria y la
agricultura su exacto compás de desarrollo. Esto en cuanto a las bisagras económicas, y
con respecto a las literarias, tampoco las piezas estaban completas. El marxismo jamás
pudo hacer coincidir las determinaciones infraestructurales con las de la superestructura.
Las variaciones culturales son muchas; las de los modos históricos de producción,
pocas. Arriba hay matices; abajo, contrastes absolutos. Es como buscar hormigas con
telescopio, o pescar sardinas con arpón. Pero Trotsky, que no fue Perceval, no careció
de sutilezas. Insistió en que para la dialéctica materialista el arte era subsidiario y
utilitario. Pero tuvo la delicadeza de no ser vulgar, no coincidía con los que opinaban
que la prédica amorosa de San Francisco de Asís se explica por su filiación de clase ni
que la desnudez que exhibió en su pueblo se debía al oficio textil de su padre.
Así describe Trotsky a la utilidad:
BISAGRA TRES
Así como el tratamiento de las fuentes es retórico, el dar nombre de autor, y los títulos
de las obras son efectos de estructura, elementos de su funcionamiento, cuya elección
está dictada por la eficacia del texto a construir.
Por eso Dragonetti hace de la retórica una Dama y de la escritura un cosmético como el
que desdeñaba Platón. La retórica es una peluca, su intransitividad es el acto mismo de
vestirse que –como dicen las damas recatadas– sólo se hace para sí misma.
El medioevo nos muestra el espectáculo de un lenguaje que juega con su propia
disolución, tiene una estructura de anillo con vueltas y sin fondo. Malentendido,
indecibilidad y juego.
Filólogos como Dragonetti afirman que el amor cortés no es un canto a la Dama, sino
un invento lúdico en el cual el trovador disimula lo que dice. La cultura de aquel tiempo
era eclesiástica, se escribía en latín y el escritor se limitaba al trabajo del comentador. El
scriptor es un copiador con la libertad de agregar observaciones e introducir pequeñas
modificaciones mientras no altere la autoridad de la palabra tradicional.
La aparición del trovador o juglar presenta a un personaje que inventa una lengua.
Deberá disfrazarse para sobrevivir a su enfrentamiento al clérigo.
Traducir los problemas corteses a un lenguaje de la realidad, explicarlos o situarlos por
medio de procedimientos biográficos –buscando la identidad de la dama o del poeta que
canta– es un absurdo metodológico. Nos encontramos ante un lenguaje del disimulo que
se lee como lapsus o chistes de la psicología de la vida cotidiana.
El trovador canta su amor a la lengua materna. Este amor expresa el nacimiento de la
literatura vernácula. Es el habla cotidiana, ordinaria, la que recibe su sanción cultural.
Entra al universo de la escritura, es decir, de la palabra revelada. Ésta es la batalla de los
trovadores: introducir en la historia su lengua natal. Y lo harán con una escritura
esquiva, irónica, burlona, solapada, que sortee la mirada inquisidora del episcopado, de
la catedral y del monasterio. Siempre al filo de la autoridad, transgrediéndola, al borde
del abismo.
El amor cortés es un gay saber, un juego jovial, un espíritu literario y competitivo. Es
parte de los torneos medievales, de sus fiestas, de la destreza. El poeta cortés no es más
que un saltimbanqui, además de mago. La poesía cortés es un no-lugar, porque el poeta
que canta a la Dama, le canta a la Dama lengua. Trabaja la lengua con el sostén de la
Dama. La práctica retórica del amor cortés tiene por eje fundamental el trabajo de la
deformación de los nombres propios. ¿Cuáles son los arcanos misteriosos que encubre
el nombre de Chrétien de Troyes? ¿Qué extrañas combinaciones teje su signatura con lo
griego y lo cristiano?
El amor cortés es contemporáneo del arte de los monasterios, sus liturgias y su música..
en la expresión cantada se busca la autonomía del verbo poético, del trovar, se
constituye una liturgia marginal respecto de la dogmática cristiana. Siempre se trata de
la Dama-Dios, de la Dam-Dieu.
Es necesario comprender el modo de inserción del poeta medieval en una cultura
gobernada por la teología. El saber se circunscribe al recuerdo y exégesis de la palabra
revelada. El gesto del poeta no puede ser de creación. Palabra hereje, demiúrgica. Hay
un único creador y aquel que se permite remedar el gesto divino con el mundo de los
signos es un usurpador. Un cabalista. La ficción es el modo perfilado de la creación, la
rima poética es una contraseña transgresora. Un artilugio para seducir a la censura,
hechizarla, violarla.
No era fácil ejercer la poiesis, el arte de la inventiva. La producción de la palabra
enfrenta a la letra de Dios. Los poemas corteses forman parte de la cadena textual,
trozos de escritura anónima, de un corpus llamado traditio. Este continuum de voces
escritas, reescritas, retocadas, sólo a veces se conserva en un libro. Los aficionados a la
poesía cortés sostienen que el lenguaje de la poesía se opone al lenguaje de la
institución. La poesía está hecha de trouvailles, de hallazgos, de modos inesperados de
sortear obstáculos. Es la picaresca de la letra. Si no existiera este atrevimiento montado
sobre sorteos y gambetas, el lenguaje de la institución nos asfixiaría con su repetición
indefinida de saberes y códigos.
Es así como frente a la figura del clérigo, el jurista y el penitente aparece la figura
lúdica del juglar.
Esta pura literalidad, la gratuidad del juego de la escritura, con el fin de lograr efectos
de placer, se manifiesta esencialmente en el nombre propio. Los nombres de los poetas
son claves que remiten a un lugar en la jerarquía de los poetas. Por eso existe una
diferencia entre las “Vidas” de los obispos, que han servido para analizar la estructura
cortesana en el imperio de los Ottones, o la vida de los santos mártires que fueron
exempla para los feligreses, y las pequeñas reseñas autobiográficas en el
encabezamiento de los poemarios de los trovadores en los que abundan datos falsos. Ya
forman parte de la estructura de disimulo de la literatura que pretenden anunciar.
Dragonetti analiza las novelas corteses para mostrar que las aventuras de los
protagonistas se modelan sobre las exigencias de la retórica. Los fracasos de las
andanzas de los caballeros reflejan en el terreno de la intriga los traspiés de la retórica.
El mensaje y el código se desarrollan en el mismo plano. Las tramas de las novelas
designan tanto las enrancias de las aventuras arturianas como las vueltas y rodeos,
espejismos vertiginosos de una escritura que vuelve sobre sí misma.
Entre la retórica y el roman hay un juego de espejos. Las prácticas especulares y
especulativas de la retórica consisten en hacer concordar todas las materias del saber en
el arte del buen decir. Hay una ética del buen orador, el vir bonus dicendi peritus
(Quintiliano). La ficción de Perceval, en los Cuentos del Graal –el que buscaba la otra
bisagra– lo muestra con una armadura resplandeciente que traduce las exigencias de una
retórica que busca el ornatos como máscara de la narratividad y de sus ritmos. A su vez,
el aligeramiento progresivo del aparato decorativo del relato se corresponde con el
aligeramiento de los vestidos de los compañeros de Perceval.
Se suceden así las analogías secretas según el ritmo que producen los desplazamientos
cuyo sentido jamás devela todos los enigmas. La fábula del Graal es una lección de
retórica sobre los ritmos que trabajan debajo de la obra el soporte escritural de la
narración. ¿Qué es una narración?, pregunta Dragonetti. Un cortejo de figuras
maravillosas, irreales, que proceden de un discurso que recubre sus propios huecos: las
discontinuidades de los relatos, los saltos de la intriga ocultos por la continuidad de la
trama.
Estos mecanismos de juego sobre la materialidad de la letra, esta usurpación de la
propiedad de la lengua, derivan de una operación de vaciamiento. El arte del trovador es
el arte de la nada, el rien art, el Renard, palabra que combina un vacío con una astucia.
Este art du rien encabeza el primer poema del primer poeta francés, Guillermo IX de
Aquitania: je ferai un poème de pur néant (haré un poema de pura nada).
La lengua moderna es la lengua del deseo en la lengua, es la presencia de la femineidad
en el lenguaje. Tuerce la teología del Padre. Dice Dragonetti:
Advierte Dragonetti:
BISAGRA CINCO
Hemos visto que un ascensor es un elemento que se desplaza sobre un eje vertical. Su
movimiento nos permite ver lo que acontece en los distintos niveles. Atravesamos
sucesivas horizontalidades. Este nuevo tipo de bisagra requiere dos atributos: movilidad
y vacío. El hueco y un motor. Una vez planteado el esquema general, debemos
enfocarlo sobre nuestro tema concreto, la erótica cortés. Y recorrer algunos intentos en
este sentido.
Paul Zumthor, transcurridos quince años de su primera cruzada lingüística por el
medioevo, retoma el problema desde otro ángulo. En su obra anterior había afirmado
que la historia poco podía informar acerca de las relaciones semánticas que aseguran la
presencia de las formas textuales. Para luego decir que el texto es un lugar de
trasmutación y confluencia global de los elementos de una cultura. Una oscilación
aporística, un fracaso. Esta vez descubre su propio ascensor, y se sube. Se llama “la
Voz”.
Su tema es la letra y la voz en la literatura medieval. No se trata de la ausencia de la
escritura, sino de una presencia concreta. La voz es el emblema que permite que la
literatura medieval no sea un objeto lingüístico. La nueva herramienta conceptual es la
antropología. Es evidente que no hay definición unívoca para este saber. Hay tantas
antropologías como árboles. Pero hay intentos recientes en los que la antropología
amplía su horizonte hacia orillas en las que antes transitaban la crítica literaria, la
sociología de la literatura o los diferentes tipos de semiosis sociales. Se trata de signos
tramados con relaciones sociales. La antropología transita por sociedades occidentales
en las que nos cuesta reconocer rasgos de la modernidad. Sin embargo, raíces y matrices
de nuestra historia comienzan a dibujarse. En la sociedad medieval surgen las ciudades,
renace la cultura clásica, se establecen fundamentos políticos y sociales que perdurarán
siglos, y por el otro lado nos encontramos ante la cultura de una sociedad casi
analfabeta. Es decir, con escasísima tradición escrita. Hablar de literatura medieval es
un mundo en un mundo donde nadie lee plantea problemas nuevos. Pero no quiere decir
que la cultura sea inexistente, sino que su manifestación predominante no es la escrita.
Es la oral. Lo que produce singulares obstáculos metodológicos. Porque lo oral sólo se
conserva en lo oral. La memoria colectiva construye sus leyendas, que se incrementan y
varían de boca en boca. La oralidad, además, no se reduce a una repetición sino a
visibilidades acústicas que aparecen en bailes, fiestas, cantos. La escritura es paralela a
estas expresiones y cumple distintas funciones. Una de ellas es la de normalización. La
escritura oficializa las voces, las legitima. Y en donde se plasma la legalidad, la censura
también opera.
Pero cuando hay tal presencia de la voz, la escritura difícilmente pueda marcar
separaciones sin mimar a la voz. La escritura da testimonio de la oralidad. Cuando las
sociedades cambian y se escrituralizan la oralidad, la intervocalidad, pueden haber un
testimonio escrito. Es un asunto tecnológico. No había modo de atesorar los sonidos de
la cultura sin pasar por la grafía. La escritura era la tecnología del futuro, era dominante,
y establecía los parámetros de la existencia de los signos. Zumthor intenta mostrar que
la escritura, a pesar de ser la tecnología privilegiada de conservación de la cultura, no
puede hacer callar la presencia de la voz. En realidad, la escritura en el mundo de los
años mil se subordina a la voz. Sólo que esta subordinación se manifiesta en la escritura.
Así es como la voz debe presentarse en las grafías, su acción debe trazarse en los
procedimientos escriturales.
La presencia de la voz participa con su plena materialidad de la significación del texto y
no puede dejar de inscribirse de antemano en el texto como un proyecto. Traza los
signos de su intención. La voz le da cuerpo al signo, lo transforma en ícono. La máscara
y la mímica aparecen en la presentación de la voz. Zumthor llama “vocalidad” al uso de
la voz.
El hecho de que el texto haya sido compuesto por escrito interesa a su gramática y a su
economía interna; pero el hecho de que haya sido recibido a través de una lectura
individual directa, por audición o espectáculo, modifica profundamente su significación.
Zumthor sitúa la larga Edad Media entre la aparición de las lenguas vulgares
diferenciadas y la invención de la imprenta. A partir del siglo XII en todo Occidente se
produjo una mutación profunda ligada a la generalización de la escritura en la
administración pública. Se sistematizó y racionalizó el empleo de la memoria. Zumthor
propone estudiar el espacio oral de esa transición. Es una fase en la que no se puede
hablar, como siglos más tarde, de una división entre cultura popular y cultura de élite. A
pesar del aislamiento altivo de las costumbres mentales aristocráticas, no es posible
distinguir elementos sabios y eruditos de una “cultura popular”.
En cada texto hay índices de oralidad. La más evidente es la notación musical. Otro
vestigio es el empleo de palabras que manifiestan formas de interlocución. La pareja
recitar-oír, y todas las formas que convierten a un texto en un estatuto de locución fijan
la comunicación en una presencia discursiva. Es una situación comunicacional
inmediata, y no diferida como la escritura.
La literatura medieval se inscribe en un mundo musical. La música es más que un arte.
Es el rasgo de la concepción predominante del mundo. ya sea desde el pitagorismo, el
neoplatonismo, o cualquier otro retorno del universo antiguo, la música es la expresión
de la armonía del Universo, de su estructura matemática, de la clave de la composición
de las cosas. La voz humana es, de las músicas existentes, la más preciada, la más
cercana al secreto divino. Por lo que la letra –como aparece en la actualidad en las
canciones– es parte de un canto.
Dentro de la liturgia se elaboraron la mayoría de los géneros poéticos en los siglos XI y
XII. Los sermones pastorales, las canciones de los santos, los cantos escolásticos se
vincularon a la poesía de los trovadores, a las canciones de gesta, al teatro, a diversos
géneros narrativos.
La escritura es objeto de la vista, como el canto lo es del oído. La pintura del Paraíso
esbozada por los predicadores anuncia placeres auditivos: coros de ángeles, cánticos de
los santos, armonía de los instrumentos musicales, del arpa. Es la palabra recitada, ya
sea como canto o declamación, la que circula por los espacios públicos. El locus
amoenus es el lugar idílico en el que se recita el amor, una corte idealizada, morada de
amor y armonía en la que renace la primavera, el canto de los pájaros, las voces de la
alegría. Las palabras latinas versus y prosa pertenecían al vocabulario musical y
designaban diversos casos de ritmo. En los siglos IX y X, las exigencias del canto
litúrgico fueron la ocasión del surgimiento del género llamado prosa ad sequentias, un
tropo de la aleluya de la misa.
Uno de los puntos más interesantes del libro de Zumthor sobre la letra y la voz medieval
es la descripción que hace de la escritura. Escribir en el medioevo era una actividad
sumamente costosa. No sólo por el elevado precio de los escritos, sino por el esfuerzo
físico y mental que implicaba la escritura. Dice Zumthor que una docena de volúmenes
era suficiente para hacer un sabor en los años mil. Las bibliotecas estaban vacías. Hacia
1080 la famosa biblioteca de Touyl no tenía más de 270 volúmenes, y dos siglos más
tarde la de la Sorbona no llegaba a contener 1.000 libros.
En realidad debe hablarse de manuscritura, cuya técnica era difícil de dominar y exigía
arduas competencias. Las sucesivas fases eran practicadas por diversos hombres:
composición de la tinta, tallado del cálamo o de la pluma, preparación del soporte antes
del trazado de los caracteres. Escribir era una profesión dura y agotadora.
Sentar por escrito un texto consistía en reunirlo en tablillas de cera y luego pasarlo en
limpio en el pergamino. Varios autores componían mentalmente su trabajos y se los
dictaban a un secretario que lo apuntaba en las tablillas con un estilete; luego el autor
revisaba y corregía el borrador.
El vocabulario que explicaba la operación de escribir procedía del latín. Dictare se
refiere al origen del texto, de ahí el sustantivo dictamen, que designa el arte de la
composición, y la metáfora del dios dictator, enunciador de la creación.
Scribere exige un esfuerzo muscular considerable de los dedos, de la muñeca, de la
vista, de la espalda; todo el cuerpo participa, incluso la lengua, pues todo al parecer se
pronuncia. En el invierno el frío inmoviliza los dedos, incluso puede congelar la tinta.
Hay quienes prefieren esperar la primavera para recopiar rápidamente los borradores del
invierno. Trabajo de infinita paciencia, la tarea del copiado dura meses, o hasta uno o
dos años. Dice Zumthor que el alivio y la alegría del escribiente al dar la puntada final
se puede comparar con lo que siente el marinero que regresa al puerto, pide vino, una
chica joven y guapa y, a veces, una gran puta.
El escribiente protege como un secreto de fabricación su preciosa competencia textual.
Este privilegio se mantuvo, desde fines de la Antigüedad, dentro de círculos cerrados,
que proporcionaban los recursos necesarios y garantizaban la seguridad del trabajo,
como la cancillería pontificia conectada con las últimas tradiciones romanas.
Cancillerías de los reinos bárbaros, las que rodean al Imperio germánico de los años
mil, las scriptorias de los grandes monasterios, las cancillerías de obispados, de
municipalidades.
En el medioevo, la escritura es una virtualidad a la espera de otros valores y, además, un
objeto de arte. Para los monjes –y según una herencia judaica– la escritura es un don de
Dios, y el texto sagrado, como el mundo, es una grafía. El mundo y el texto son un
Dictado Divino, y las palabras de la ley forman el estilo o el estilete.
El cristianismo occidental no comparte con el islamismo el horror a la imagen. Las
tendencias iconoclastas de algunos orientales hicieron de la escritura el fundamento de
todo arte visual y plástico. Para las autoridades cristianas, en cambio, instruirse por
medio de la representación figurada no equivalía a adorarla.
Zumthor cita a Alain de Lille, que dice: “la creación entera no es para nosotros como
libro y pintura […]”, libro y pintura no pueden ser disociados se combinan en la palabra
que sigue: Speculum. La escritura, además de tener la función de anotar las voces
pronunciadas, funda una visualidad emblemática. El fresco, el capitel historiado, la
vidriera, la fachada, son Pagina Sacra, palabras de Dios en las que se contempla una
procesión de figuras jerárquicamente articuladas.
En francés antiguo “escrire” significa tanto dibujar o pintar como trazar letras: la
escritura es una figuración. Mediante los signos lingüísticos el texto evoca hechos e
interpreta la etimología de sus designaciones; la ilustración pictórica establece
correlaciones espirituales y asegura la integración de todos estos elementos en
relaciones alegóricas. La escritura simboliza, la imagen emblematiza. El escritor recibe
auditivamente el texto a reproducir. Interioriza una imagen sonora de las palabras. El
escrito se forma por contagio corporal a partir de la voz; la acción del copista es táctil.
La del lector es sonora. Así como la escritura medieval es un ejercicio diferente del
nuestro, la lectura también pertenece a otra historia. Muchos años debieron transcurrir
hasta que la lectura se convirtió en la actividad muda y solitaria de nuestros días. En el
medioevo se leía en voz alta, y esto indica tiempos distintos. Zumthor cita trabajos
actuales sobre las velocidades de lectura y señala que la velocidad media de un lector es
de 14.500 a 29.000 palabras por hora, entre cuatro y ocho palabras por segundo. Un
lector de hoy desplaza su vista con una rapidez que el lector medieval, eternamente
sonoro y ante una grafía no estandarizada sino manuscrita y plena de oropeles,
desconoce. Es otro ritmo de lectura. La antigua lectura era una actividad rumiante. Cada
palabra planteaba un problema distinto, cada una tenía una identidad separada. Había
ciertas dificultades de desciframiento que sólo la movilidad bucal era capaz de resolver.
La lectura iniciaba un movimiento del aparato fonador, un movimiento de la glotis, un
murmullo. La tradición monástica había valorado esta práctica desde hacía ya tiempo
como una ayuda a la meditación. El movimiento de los músculos faciales la hacía
semejante al acto de nutrición, la elevación del espíritu provenía de la “rumiación de la
palabra”. Tiempo después, la lectura se privatizó con el silencio, y se creó una esfera de
la intimidad entre el lector y el texto, esfera en la que el intercambio se intensifica,
mientras que el contexto exterior se aleja y se borra.
El medioevo era un mundo sonoro. Una cultura en la que prima la voz necesita de una
puesta en escena. Los espectáculos, el contacto inmediato entre actores y autores, la
necesaria dramatización del arte, su exposición en lugares públicos, hacen del texto un
elemento de un conjunto mayor. Zumthor lo llama “obra”. No hay autonomía del texto
en el sentido de una composición que se entiende por sí misma. Es imposible separar el
texto de un conjunto textual del que es comentario, traducción, réplica, divulgación; y
tampoco es posible separarlo de su ejecución, de las tonalidades que lo expresan, de los
énfasis que lo sobrecodifican, y de la especificidad de los ambientes en los que se lo
escucha.
Estamos habituados a una cultura del libro, así como a otra del cuadro, en la que se
encuentran dos soledades que se transmiten riquezas. A esto le confrontamos lo que se
llama “cultura popular”, a la que sí otorgamos una calidad colectiva, festiva, anónima y
carnavalesca. En el medioevo estas cualidades se presentan sin que la cultura se escinda
en una jerarquía elaborada siglos más tarde. La aparición de la escritura en lengua
romance, la “elevación” del habla cotidiana a los dominios del arte, la renovación
litúrgica, la nueva retórica aplicada a los sermones –su alegorización–, la formación de
corporaciones urbanas de estudiantes y maestros –la futura universidad–, en las que las
artes de la palabra exponen las nuevas formas de razonamiento que cuestionen y
disputan la verdad y autenticidad de las fuentes –la quaestio y la disputatio–, la
musicalización de las formas poéticas, la constitución de una ética retórica en la que las
palabras modelan formas de conducta, y en la que el buen decir, la declamación, la
cortesía en el hablar son ejes de las honestas, las probitas, la mansuetudo y otras
virtudes del nuevo personaje del cortesano; la construcción de un nuevo lenguaje
político y otro poético, que termina con el monopolio del episcopado en materia
retórica; todas estas facetas nos hablan de una guerra de las palabras, de la
conformación de nuevos decires, y de una permanente tensión entre intentos de una
disciplina y líneas de fuga en la construcción de nuevos discursos. Estas tensiones en el
lenguaje no sólo se manifiestan en la naciente escolástica sino también en la
introducción, a partir del siglo X, de los tropos dialogados (cantados) en la liturgia de
las fiestas mayores del calendario eclesiástico. A mediano plazo surgió un teatro
propiamente dicho. Zumthor cree que la tradición medieval no deriva de las formas
teatrales antiguas, de las que sobrevivieron manifestaciones degradadas como ciertas
prácticas de mimos y saltimbanquis. En la tradición medieval coincide la renaciente
dialéctica, la disputatio, una poesía cantada que había adoptado la forma del debate:
tenso y partimen; una tradición poética que resulta menos de procedimientos
gramaticales que de otros de dramatización del discurso.
La censura se manifiesta en una serie de declaraciones oficiales que reprueban el uso de
los cantica diabolica, luxuriosa, amatoria, obscena, turbia. Zumthor dice que el gran
canto cortés de los trovadores occitanos se constituyó en el año 1100, como reacción
contra la poesía salvaje; una potencia expresiva y continua de una muy antigua poesía
erótica –desde Granada hasta los bosques sajones, desde Roma al mar del Norte–, de
transmisión oral y seguramente cantada.
La Iglesia entreabría sus puertas a las manifestaciones de la religión popular, a las
fiestas numerosas y periódicas de la liturgia y al culto de los santos. El vínculo que unía
un antiguo fondo de cultura campesina y las tradiciones hagiográficas sólo se diluyó a
fines del siglo XII, cuando aparecieron los primeros procesos de canonización,
sustituyendo la “voz del pueble” por la investigación y la sentencia.
Trovadores, juglares, spielmann, joglares, joglers, gicolares canonizan las nuevas
formas poéticas, les dan su norma. Son músicos, narradores y cantores que sustentan la
palabra pública y constituyen nuevos placeres auditivos.
Estos recitadores penetran todo el espacio público. Algunas iglesias financiaron poetas
y cantores a los que encargaban la propaganda dirigida a los peregrinos. No se trata del
“hombre de letras” del siglo XIV en adelante. Son un grupo social con un lejano origen
en la tradición de los cantores de cantos germánicos, diluida en la de los músicos y
actores de la Antigüedad romana.
El juglar –sostiene Zumthor–, representa una permanente inestabilidad en el corazón de
una sociedad estable, su única inserción social es el juego. La poesía había sido durante
siglos fundamentalmente “juego” en la más profunda de sus acepciones: su objetivo
último era ofrecer solatium a los hombres. Éste era un argumento de peso de los
censores, para quienes soulas significaba un obstáculos de la penitencia, fundadora de
las normas cristianas, y peor aún. Significaba el triunfo de la mentira y la depravación.
En palabras de Zumthor: había un “nomadismo de la voz”. Algunos autores medievales
distinguían dos tiempos de la existencia: la estancia y la cabalgata. La segunda nos lleva
a las formas de la imaginación, a una vida-viaje, a los itinerarios del alma.
En el siglo XIII se precisan las características del orden nobiliario, los eruditos elaboran
la definición de la certa habitatio, el lugar fijo en el que se está. Así, el noble, se
distinguirá durante mucho tiempo de los demás. Pero con cada primavera es llamado a
la guerra, sale de su lugar, y más en términos de vagabundeos que de asentamientos se
describe su gesta fundadora. En torno al noble, un pueblo poco numeroso se dispersa en
aldeas aisladas, separadas unas de otras por desiertos, bosques, páramos, zonas
pantanosas y montañas. Los pueblos se comunican entre sí por caminos deficientes y
estacionales, y se desplazan por campamentos o bien son abandonados. En Alemania –
precisa Zumthor– entre el veinte y el cuarenta por ciento de los pueblos, según las
regiones, quedarán desiertos. Y son innumerables los castillos construidos, destruidos,
rehechos en otros lugares. Las ciudades son hijas del escrito, sus muros cortan la ciudad
en un adentro y un afuera. Rechazan a los marginados, los peligrosos, los miserables,
prostitutas o leprosos. Los otros son convertidos en vasallos, se consideran útiles pero
se los mantiene a distancia, como a los judíos y los lombardos. Desde el siglo XI los
eruditos elaboran para una caballería en vías de sedentarización los relatos de aventuras,
palabra latina en tiempo futuro que designa escapada para adelante, también en el
espacio. Son las narraciones maravillosas que se llamaron novelas.
Hay entonces un doble nomadismo: uno, vuelto a los espacios a conquistar; otro
interno, impulsado por las amenazas de un encierro temido. Y, además, un vagabundeo
de la voz que a través del campo, más que de la dicción hablada, ensancha las zonas de
recepción de las frases. Los modelos musicales son ampliamente móviles, y los ritmos
poéticos, puros efectos vocales, se transmiten y viajan sin que intervenga
necesariamente la naturaleza del lenguaje que le dio forma. Zumthor lo ilustra con el
ejemplo del zejel árabe, forma estrófica de origen, que pasó a la poesía litúrgica de
lengua latina, quizás a través de otras formas poéticas judías.
Dice Zumthor que la voz poética cumple una función estabilizadora sin la cual el grupo
social no podría sobrevivir. Al prolongar y modificar la tradición, despliega las
manifestaciones variables de un arquetipo. La voz poética es parte de una situación
plural, por eso habla de intervocabilidad. La intervocabilidad se abre a tres espacios:
aquél en el que cada discurso se define como el lugar de transformación de enunciados
llegados de otra parte; el de una audición, hic et nunc, regida por un código más o
menos rigurosamente formalizado, pero siempre de alguna manera entreabierto,
incompleto, imprevisible; finalmente, el espacio intrínseco al texto, creado por las
relaciones que se entablan en él. Lugar de confluencia, de performance y de
formalización.
Zumthor distingue entre las formas textuales de una obra y las formas sociocorporales;
por un lado las secuencias lingüísticas del texto y por el otro la interpretación. De ahí la
necesidad de distinguir dos tipos de señales: la textual, referida al lenguaje, el nivel del
discurso, y la señalización modal, que actúa sobre los medios corporales y físicos de la
comunicación, el nivel de la enunciación. La conjunción de las dos series hace posible
la obra. Lo textual domina lo escrito, lo modal a las artes de la voz…
Es en la actuación donde se integran los elementos que constituyen la obra. El arte
poético consiste para el intérprete en asumir una instantaneidad, en la que no hay
borraduras, no arrepentimientos, ni borradores. De ahí la necesidad de una elocuencia
particular, de la soltura en la dicción y en la frase, de un poder de sugestión, de un
predominio general de los ritmos. Esta palabra en acción no es la mera ejecutora de la
lengua, a la que nunca ratifica y sí infringe para nuestro placer. Así interviene la voz
sobre el texto, sobre una materia semi formalizada con la que se moldea un objeto móvil
y finito.
El texto se realiza así dentro de una producción sonora: expresión e ilocución juntas, en
una situación transitoria y única. Zumthor recuerda que desde hace vente años los
lingüistas dicen que la enunciación tiende en forma natural a desbordar al enunciador y
al enunciado, y se pone a sí misma en evidencia. Zumthor combina la performance
(actuación) y los performativos (realizativos) en el sentido que se le da a este término
después de Austin. El lenguaje poético medieval implica, entonces, un aspecto
realizativo.
Tenemos el texto, el poema y la obra. El texto es legible, la obra es audible y visible.
Del texto, la voz en actuación extrae la obra. Locutor, destinatarios, circunstancias se
encuentran físicamente confrontados. La comunicación oral no es un monólogo, exige
un interlocutor, incluso reducido a una función silenciosa. Hay quienes dicen que,
cualquiera sea la circunstancia que se busque más allá del texto, con lo único que se
cuenta es con las marcas textuales. Y por más “yos” o “tús” que interpelen, sólo interesa
la función que cumplen estas denominaciones, invocaciones o llamados, en el interior
del texto. Zumthor insiste en que la vocalidad sitúa al texto en otro novel, exigiendo que
se rompa el círculo de la intertextualidad. La puesta en relación sintáctica de un “yo” y
un “vosotros” traslada el conjunto del discurso al registro de los intercambios
personales. Lo que se sabe de la sociedad medieval impide reducir el análisis a los
afectos retóricos, también nos informa de una situación que es irreductible al texto solo,
al que contiene, soporta y desborda. El referente del “yo” no es una función, es una voz.
Un lingüista, Scholz. Argumenta que el estudio de las intervenciones dialogales
establece un “oyente ficticio” que constituye un factor esencial del funcionamiento del
arte literario medieval. Para Zumthor esta conclusión no hace más que confirmar, en la
negación misma, la omnipresencia de la voz. La intervención del autor no sólo suscita
en el discurso funciones distintas, sino que aporta, como tal, un suplemento de
información extratextual. Esta información sólo tiene sentido en relación con una
práctica.
BISAGRA SEIS
BISAGRA SIETE
El amor tiene que ver con la cortesía, pero la cortesía no se reduce al amor. Aunque la
mayoría de los estudiosos privilegiaron a la lírica de los trovadores como pionera en el
arte de los refinamientos medievales.
Fue Stephen Jaeger quien produjo un desplazamiento en este plano de jerarquías. Su
análisis es réplica y contrapunto del que hace décadas realizara el maestro Norbert Elías
sobre los procesos de civilización y las políticas cortesanas.
Jaeger señala que los procesos de civilización exigen un trabajo de los individuos sobre
sí mismos. Algunos dirán sobre su alma. Pero la interioridad está permanentemente en
escena y es objeto de percepción. Es materia de conductas, hábitos, de modos de
gestualización y de una historia de las apariencias sociales.
Una civilización está en un proceso de civilización cuando sus individuos
voluntariamente renuncian a la autonomía y a la ilimitada afirmación de sí. Es una
voluntad social.
Las formas de la cultura expresan el modo en que los individuos inventan sus recursos
para sobrevivir. Lo hacen agrupados, se organizan en sociedad, pero la civilización se
logra cuando limitan sus aspiraciones personales, sus ambiciones privadas y tejen redes
de contención de sus propios impulsos. Para esto no alcanzan los poderes del derecho y
la jurisprudencia.
La Pax y la Iustitia medieval inventó mecanismos jurídicos para controlar la habitual
resolución de los litigios por la aritmética de la sangre. Se debía terminar con el sistema
de venganzas recíprocas. Las prácticas inquisitoriales, los sistemas de penitencia, la
presencia de testigos, veedores, los controles eclesiásticos sobre las obediencias, la
variedad de servicios y vasallajes de los sistemas de alianza, la organización de la
verticalidad de las familias y las reglas matrimoniales son algunos de los puntos que
diagramaron esta paz y justicia.
Pero delimitar entre lo lícito y lo ilícito es insuficiente para un proceso civilizatorio. Los
hombres no sólo deben temer el castigo y obedecer la ley, también deben quererla. Los
ideales son lo que marcan la dirección que deben tomar las conciencias, las conductas,
las aspiraciones y los amores. Se circunscribe así el dominio de los permisible, no el de
la ley y la transgresión o el del bien y el mal, sino el de lo mejor o peor. Una cuestión de
grados es lo que mide las performances y los prestigios sociales.
La cortesía nace en el medioevo, y Stephen Jaeger le da un punto geográfico: Alemania.
Durante el reinado de Otto el Grande en los años mil, se constituyeron las escuelas
catedralicias para controlar la lealtad episcopal. Pero antes Otto el Grande se arrogó la
autoridad de nombrar él mismo a los obispos y formar episcopados que controlaran a
duques díscolos. El ascenso de los cinco grandes ducados, Lorena, Franconia, Saxe,
Suabia y Baviera, planteó problemas al rey. Los obispos encolados en la monarquía
fueron un contrapeso al poder de los duques. Los obispos administraban los condados,
sus parientes recibían y heredaban cargos episcopales, se los hacía depositarios de
patrimonios y privilegios políticos.
Este sigiloso servicio al rey amenazaba, a su vez, la autonomía de la Iglesia. La
“investidura” era una prerrogativa monárquica por la cual se atribuía el poder pastoral.
En el bastón o cetro que dictaba la jurisprudencia se combinó la ceremonia religiosa de
la consagración con la feudal del homenaje. Los obispos, al ser nombrados por el rey,
hacían derivar su poder de la monarquía. La Iglesia alemana, apéndice del Sacro
Imperio Romano-Germánico, se convertía en una Iglesia nacional, y no regional, como
en Francia.
El alto y el bajo clero tenían el monopolio de la enseñanza. El nuevo control establecido
por el monarca, el de la conformación de las escuelas catedralicias, retenía la educación
bajo su dependencia y vigilancia. Esto hacía que la finalidad de la educación fuera la
preparación de jóvenes para labores administrativas en un Estado que se pretendía
imperial. La educación humanística adquirió el objetivo político del servicio imperial.
Así se modela la figura del cortesano. Su nombre es curialis, o capellanus; otras veces,
clericus. La curia era el lugar de reunión del Senado romano. Jaeger analiza las Vital
Episcoparum que a diferencia de las leyendas de los santos o de los mártires de la vida
monástica, inician el proceso de secularización. Se elaboran nuevos valores. El hombre
de Estado, el curialis, genera una ética basada en las virtudes cívicas; y el ejercicio de
estas virtudes tiene un lugar determinado: la Corte. El refinamiento de las costumbres a
veces termina en un love affair, un pasatiempo equivalente a los torneos, o a las
batallas. Pero es la totalidad de la conducta lo que se modela sobre principio estéticos
aplicados a gestos, palabras, toda una economía de interacciones humanas traducida por
categorías retóricas. Se construye así una poética de la conducta.
Las Vidas de los Obispos nos muestran un personaje que no vive en los monasterios,
llevando una vida según el ideal de los mártires cristianos. Su modelo de acción es el
del estadista romano. Pontífices y curiales, administradores, estadistas, diplomáticos,
todos estos personajes rigen su conducta con los ideales ciceronianos. Nace el
humanismo cortesano.
El lugar de la fragua de estos valores y hábitos es la capilla real. Allí la educación se
basa en la elocuencia, y los modales se conjugan con las artes literarias. Ésta es la
conjunción entre mores y litterae. “Mores” es conducta apropiada, disposición interna y
expresividad. Probitas morum, nobilitas morum, honestas, suavitas, amoenitas indican
un desplazamiento de los ideales éticos a la estética. El ideal cortesano exige un trabajo
sobre uno mismo, una fabricación de uno mismo de acuerdo con el ejemplo de la obra
de arte. Es una labor necesaria para el éxito en las relaciones políticas de la Corte.
La ética medieval del servicio del Estado adapta los ideales cristianos a las virtudes
cívicas romanas, marca la transición de las virtudes pastorales practicadas frente a una
congregación de fieles, hacia las virtudes ejercidas con respecto al gobernante.
Esta política cortés se desarrolla en la época de los Ottones, desde la primera mitad del
siglo X hasta el XII. Durante esta época se prescribe al cortesano la mansuetudo,
antítesis moral de la furia y de la heroicidad épica. La mansuetudo es la gentileza no
sólo ejercida hacia nuestros amigos, sino también con nuestros enemigos. Supone saber
soportar las afrentas, como signo de grandeza personal. Deriva de la deferencia
aristocrática, de la singularidad aristocratizante, y no de la humillación cristiana como
valor positivo.
La primera regla de la conducta cortesana es mantener la calma, el buen humor, la
amabilidad. En la Corte todo debe ser normal, calmo, amistoso. Pero hay algo más que
las apariencias. El esfuerzo de la supervivencia política y de las necesarias estrategias
de la conducta, debe ser compensado por algún ancla estabilizadora. Si no fuera así, el
permanente baile de máscaras habría hecho perder el equilibrio al más sagaz de los
cortesanos. Por eso Alain de Lille aconseja el ejercicio de la honestas, la capacidad de
crearse una vida interior, forjar algún relieve oculto de una exterioridad forzosamente
dedicada a todos.
La vida interior preserva de las influencias corrosivas y responde al mismo tiempo a las
exigencias de la vida cortesana. Hasta los amores clandestinos le dan contenido a este
necesario alimento espiritual. La elengantia morum resume el ideal educacional de la
Corte, su estética de gestos y conductas y la belleza, como un armonioso gobierno de sí.
Este ideal se basa en el respeto al orden social y al derecho de los otros, ya sean pares,
subordinados o superiores. Proviene de los rasgos naturalistas de la ética romana, que
prescribían elaborar la propia conducta de acuerdo con la composición y el orden del
mundo.
La cortesía, entonces, tiene una función social y política en la vida cortesana. Se elabora
desde los escritos éticos de la antigua Roma, y su código es un sistema de respuestas a
eventuales situaciones de desorden. Los conflictos se sumergen pero no desaparece. En
estas circunstancias, el autocontrol, la moderación son indispensables para entrar en la
Corte, y el sentido del tacto siempre será apreciado. El vocabulario cortesano se dice en
latín –afirma Jaeger– mucho antes que el provenzal hiciera de él un canto de amor. Es
un léxico que se distribuye en carios escenarios. La disciplina, por ejemplo, abarca los
objetos del aprendizaje (las disciplinas), el proceso de aprendizaje y el fin del proceso.
La disciplina se practica en los monasterios, la urbanitas en la ciudad y la curialitas en
la Corte.
Pero esta afabilidad cortesana que sintetiza los nuevos modos de relación ético-política,
este arte de la plasticidad, la componenda, la técnica del desmantelamiento de las
intrigas y del tejido de las alianzas, también fue condenada. La Iglesia, en momentos en
que se debatía el problema de las investiduras, atacó el modo de vida cortesano. Las
dificultades de la Corte imponían una delicada estrategia de las conductas y
maleabilidad en la composición de los rostros, asunto que puede ser considerado de
supervivencia, pero fue condenado por ser teatro de intrigas, doblez de cara y de
discursos, reino de la óptica dual, de la hipocresía, de las trampas y de la envidia. La
Corte es el dominio del omnibus omnia factus (ser todo para todos), una amabilidad
encubridora de traiciones y delaciones. Así aparece la vida cortesana para sus fiscales,
un universo de perros y serpientes, las bestias medievales del engaño, la seducción y la
mentira. Si la cortesía era pensada como el inocente arte de vivir bien en el mundo y
complacer al mismo tiempo a Dios, el mundo de los schönne Site –hermosos modales–
para otros es un compendio de vicios morales y amaneramiento estético.
La crítica clerical apunta a la moda juvenil de los pelos largos, hierros calientes para
enrular, camisas ajustadas, túnicas, los almohadones para perezosos, los juegos
orientales y las ensoñaciones sobre el amor, el ocio y las diversiones, la gula y las
fantasías inútiles.
Los clérigos son los primeros en criticar la moda cortesana, pero lo hacen desde una
encrucijada. Por un lado desean limitar los valores guerreros que aún conservan de la
Alta Edad Media: el mundo de la rapiña, la venganza, el botín y la conquista. Lo hacen
en nombre de la paz de Dios. Por el otro condenan las dulzuras cortesanas, la
importación de modas orientales, la feminización de las costumbres y los paganismos de
la intimidad.
La idea de Renovatio Imperii Romanorum hace resurgir los valores clásicos, los ideales
ciceronianos de la senaduría romana. Para Jaeger, el caballero amante –héroe de la
novela cortés– es una invención literaria de los clérigos. El roman no expresa los
valores de la nobleza feudal, sino que los crea. La literatura es una fragua de valores
éticos. Y esta ficción se inspira en el funcionamiento de la Corte ottoniana. Es una tesis
que tiene varios blancos.
Se opone al realismo, que supone una referencia histórico-social de lo narrado en la
literatura de ficción. No hay traducción directa entre ambas dimensiones. Los relatos no
derivan de las costumbres o formas de vida. Jaeger afirma que el relato hace a las
costumbres, y se entrama con ellas en las instituciones educativas. Éstas son formadoras
de hábitos. Más aún, la literatura, tanto la latina como la romance, es instrumento de
privilegio en el proceso educativo cortesano. Pero Jaeger va también contra la idea de
que la cortesía medieval se define por la religión del amor, o el amor cortés. En realidad
el amor deriva de los valores cortesanos. Jaeger opera así una traslación geográfica de la
acostumbrada visión de la cortesía medieval. Pasa de Francia a Alemania. Y cambia el
sujeto de enunciación de los valores corteses, del poeta andante al clérigo catedralicio, y
del canto a la Dama de los castillos provenzales a las Cortes imperiales del Rhin. La
novela cortesana es así una combinación entre los ideales cristianos y los cortesanos.
Pero su testimonio, como todo proceso de ficción, es huidizo. Transfigura el escenario y
los personajes. De los educadores a los caballeros, de la Corte al bosque, del amor y
respeto a la humanidad, al amor y respeto a la Dama.
El ideal caballeresco es un resultado –afirma Jaeger– del traslado de la tradición
imperial cortesana a los valores arcaicos de la nobleza feudal. Este cambio de
escenografía tiene funciones pedagógicas: crear la figura del caballero letrado, una
nueva versión del rey educado. Los valores cortesanos se encarnan en los míticos
personajes del ciclo arturiano. Como en la novela Tristán e Isolda, el esquema se repite:
un extraño en la Corte seduce al rey; demostración de sus encantos y talentos; envidia
de otros cortesanos acusación de adulterio; denuncia del vínculo entre el caballero y una
mujer cercana al rey. Toda esta trama se sitúa en un ambiente ancestral. La novela
cortesana expresa de un modo trágico la crítica al mundo cortesano. El clérigo es el que
posee los testimonios de los hechos de los ancestros y siembre la desconfianza en los
fabuladores, en los profesionales de las leyendas, en los cantantes que quieren agradar
con su mundo mágico y maravilloso. La forma trágica del Tristán es un ejemplo de la
visión clerical del mundo cortesano. Por eso la cortesía no equivale al amor romántico
ni al amor pasión, no al protagonismo de la Dama, ni a los revolucionarios sentimientos
de un pueblo encantador. No es asunto de amantes, sino de caballeros y cortesanos. El
amor cortés es la forma sublimada, pero no del deseo, sino del funcionamiento de un
poder.
La bisagra está cerca.
BISAGRA OCHO
Se presiente su cercanía. Nuestra vigilancia debe ser, ahora, doblemente cuidadosa. Son
los detalles menores los que, a veces, hacen fracasar las empresas más gloriosas. Gran
trecho hemos recorrido, y no en vano. Los obstáculos que encontramos en nuestro largo
trayecto no han logrado detenernos. Por el contrario, nos han estimulado, porque hemos
sabido aprovechar sus enseñanzas.
Ya vimos la descripción que hace Jaeger del funcionamiento de la institución cortesana,
donde la educación es un aparato de Estado, un factor de poder. En el medioevo el eje
principal de la formación del cortesano era la literatura, así como en la Antigüedad el
eje de la formación era la filosofía. Es posible pensar una erótica de la formación
política, pero mientras en el mundo griego la erótica era central en la definición de la
filosofía (erótica del saber o verdadero amor), en el medioevo la literatura de amor es,
para Jaeger, un elemento menos importante.
A pesar de que el caballero enamora de su Dama es una figura didáctica para un mundo
que pretende dulcificar sus costumbres, un mundo que pasa del bosque guerrero a la
Corte señorial, la literatura de amor es secundaria con respecto a otras literaturas que
diagraman el modo cortesano de vivir. Jaeger privilegia la literatura latina y las
enseñanzas de Cicerón. Y no otorga especial importancia a la lírica de los trovadores
provenzales.
Por eso, para él, no es la canso, como para Zumthor, el índice de la bisabra. No es en el
mundo del espectáculo, de la enunciación o de la recepción de los cantos en donde
puede estar. Ni en la obra como función de comunicación. Para Jaeger el amor es un
juego cortesano en medio de un asunto serio: la educación política.
De todos modos es difícil que la bisagra se encuentre por una sola vía. No está mal
sumar los esfuerzos. Agreguemos el de Howard Bloch. Junto a las voces de Zumthor y
las funciones episcopales de Jaeger, fortalece al epistemólogo Perceval y a su arsenal en
su enfrentamiento con los dragones teóricos.
Howard Bloch escribió un libro que enlaza cuestiones etimológicas y cuestiones
genealógicas. Se propuso elaborar una antropología literaria del medioevo francés. Si la
poesía es el centro de un vasto proceso de transformación social, entonces la situación
del texto poético puede ser pensada como una antropología en su sentido más estricto.
Nos ofrece una comprensión única de los mecanismos de una sociedad a la que al
mismo tiempo condiciona. La poesía medieval refleja y condiciona a su objeto, dice
Bloch. No deja de ser una buena definición de una bisagra.
¿Qué es una antropología en su sentido más estricto? La palabra “antropología” designa
en la actualidad una búsqueda y no tanto una disciplina. Es difícil encontrar elementos
comunes en esta búsqueda. Cuando Zumthor, en su Voz y letra…, habla de
antropología, se refiere a una cultura inscripta en una sociedad distinta de la nuestra. El
objeto peculiar de la antropología sigue siendo la “otra cultura”. La innovación con
respecto a la antropología tradicional se basa en que la alteridad no depende de lo no-
occidental o de lo primitivo del objeto. La antropología del medioevo no se refiere a una
sociedad primitiva, sino a la que, siendo diferente de la actual, tiene elementos
matriciales que nos ayudan a comprender la nuestra.
Muchos historiadores trabajan al modo antropológico, si es que la antropología también
puede designar un estilo. Trabajan distancias. La técnica historiográfica se elabora con
tensiones e intrigas. Se habla del pasado con la voz del presente tratando de mantener la
resonancia que ya no es. Es una permanente tensión. La antropología ya no es inocente,
continuamente paga sus culpas al etnocentrismo, europeocentrismo, occidentalismo y
otras recurrencias. Es así como la antropología se presenta como un modo de hacer más
que como un cuerpo doctrinario o un modelo teórico. Howard Bloch, sin desmerecer
este punto de vista, pretende darle un marco más estricto a la cuestión antropológica.
Sostiene que la antropología no es tanto un “modo de” sino, más bien, un campo
definido. Veamos, entonces, con qué se define.
Bloch dice que la investigación antropológica debe tener como punto de partida la
pertinencia y la primacía del problema del lenguaje. El medioevo estuvo marcado por
un intenso debate sobre la naturaleza y la función de los signos verbales. La
especulación sobre el Universo en general. La cultura medieval fue una cultura del libro
y su epistemología una epistemología del verbo.
Esta antropología debe englobar todos los modos en que los medios de producción
textual sirvieron de mediación a otros discursos culturales. Dice Bloch que los siglos
XII y XIII ofrecen una oportunidad única para una antropología fundada sobre la
práctica del texto. Es una época de mutaciones culturales en la que los nuevos ámbitos
de la vida social está ligados a un cambio en el status y el uso de la escritura. El texto
literario es un terreno privilegiado en el que se muestran las tensiones entre quienes
quieren sacar provecho de las nuevas formas institucionales a las que da lugar la
escritura. Aprovecharlas o subvertirlas. La poesía es, en este caso, decisiva para la
investigación antropológica. Ofrece las indicaciones más ricas de los que se llama
“formas de vida”.
Antes de que el libro se convirtiera en un objeto individual para lectores solitarios, era
un verdadero espacio antropológico. Su modo esencial fue la recitación oral. El “texto
ejecutado” representaba un ritual fundamental de los valores de la sociedad laica, tenía
un status público y colectivo.
Bloch afirma que la literatura se encuentra en el cruce de la práctica social y la
ideología. Es representación de aquello que ocurre fuera del texto y espejo invertido. La
performance poética ratifica los ideales de la comunidad y constituye al mismo tiempo
una tribuna en donde se adelantan las respuestas a los problemas comunes. Es un
instrumento de cambio. El texto es un generador de conciencia pública. Vemos cómo
Bloch toma a la bisagra por las astas. No sabemos aún con qué se quedará de ella.
La literatura medieval –dice Bloch– ocupa un lugar intermedio entre lo que refleja y
aquello a lo que afecta. Imaginemos un espejo que recibe la luz del sol y mediante el
rayo refractado provoca un incendio. ¿Será así la bisagra perdida?
La antropología se ha interesado tradicionalmente por los intercambios económicos, las
reglas de parentesco y las prácticas simbólicas. Ha relacionado diversos órdenes del
saber. En la cultura medieval se borran las fronteras del saber. Estamos ante un objeto
englobante. Edwin Panofsky dedicó un estudio a las relaciones entre el pensamiento
escolástico y la arquitectura gótica, en el que muestra las posibilidades que tiene el
método de las analogías estructurales en una sociedad con el grado de integración de la
medieval. Una integración rugiente, por supuesto, no sólo conciliadora, pero con una
visión especular del mundo.
Bloch nos anuncia el estilo de su itinerario. Se propone relacionar teoría del lenguaje,
estructura familiar y formas poéticas. El texto literario en un lugar antropológico
ritualizado entre la ideología y las instituciones. Gran problema lingüístico, que termina
frecuentemente en aporías, porque –subraya Bloch– cuando pretendemos vincular una
lengua particular y una estructura social, no debemos buscar la solución en el lenguaje
sino en la reflexión sobre el lenguaje. En la gramática, la retórica y las etimologías, las
disciplinas occidentales del lenguaje. De las representaciones a las elaboraciones sobre
las leyes de la representación.
Bloch se propone estudiar la relación entre la teoría del signo (los modos de la
representación) y la estructura familiar (el linaje ligado por los signos). El vínculo
natural entre los miembros de una misma familia implica la representación del modo en
que los signos tienen sentido a través de las épocas. La relación entre genealogía y
significación. Bloch cita a San Jerónimo, quien sostiene que una apelación equivale a un
programa genealógico y que su modificación es una reescritura profética del futuro. Es
el ejemplo de Abram, pater excelsus, convertido en Abraham, pater multarum gentium.
La abundante progenitura está contenida en su nuevo nombre, adelantándose al futuro.
El lenguaje constituye un código genético en el que están inscriptos los gérmenes del
futuro. El lenguaje parece funcionar de un modo familiar, su evolución mima la de la
reproducción biológica. Al mismo tiempo se establece una homología estructural entre
la historia universal y las manifestaciones lingüísticas. La variedad de las estrategias del
origen, los frecuentes reenvíos a épocas preabélicas, constituyen un compendio
teológico de las palabras.
La relación entre linaje y lenguaje se impone cuando se estudia el modo en que una
visión idealizada de la descendencia terrestre sostuvo una reorganización radical de la
familia aristocrática en la Francia del siglo XII. Es posible hacer un doble análisis
mostrando el modo en que la gramática sigue un modelo familiar o cómo domina las
relaciones de parentesco.
Hasta los siglos IX y X las familias nobles se articulan como un grupo horizontal. Se
distribuyen en el presente sin límites precisos. La familia no se concebía a sí misma
como una entidad temporal; la descendencia constituía una fuerza menor de cohesión
comparada con los lazos entre parientes vivos. Este tipo de familia no tenía residencia
fija. Hasta el siglo X, el clan no tenía nombre de familia. No habías casas dinásticas ni
patronímicos y las posesiones familiares no estaban vinculadas a un sistema de
herencias.
En el siglo XI cambia la estructura de la familia noble. Se modifican las relaciones con
la tierra, se transforma el clan aristocrático y la capacidad de las mujeres para heredar.
Hasta ese momento las propiedades se habían fraccionado a lo largo de generaciones.
La cesión de propiedades al poder eclesiásticos también contribuyó al empobrecimiento
del clan. A partir del siglo XI se sustituye el control de las personas por el control de un
territorio. Se produce una ruptura radical con el sistema anterior mediante la
implementación del factor hereditario en los feudos. Nace una “biopolítica de los
linajes”, como dice Bloch.
Hay una práctica familiar de los signos. La aristocracia es un organismo productor de
signos. La familia noble produce signos de acuerdo con la noción de dinastía y linaje, y
por intermedio de actividades semióticas como la heráldica y la patronímica, las artes
plásticas y el relato histórico. La organización social de la familia coincidió con la
apropiación de formas literarias vernáculas.
Las insignias de las familias se transmiten como la tierra, forman parte del patrimonio y
se legan según el principio de la primogenitura. Si la retórica es la ciencia de los topoi,
de los lugares propios desde los cuales conviene hablar, la heráldica constituye la
retórica de la posesión aristocrática. Es decir, un sistema diferenciado de signos que
garantiza la propiedad de la familia sobre la tierra frente a grupos similares. El
patronímico, por su lado, es la adopción del genitivo de la paternidad.
Es así como –dice Bloch– se crean las condiciones de posibilidad para que los relatos
genealógicos expresen la irrupción de las familias en la historia. Son las primeras
crónicas de ciertas familias que comienzan a escribir su propia historia. Conciben una
fundación mítica y heroica. La gramática y los linajes pertenecen a un mismo conjunto
de prácticas simbólicas. Poseen en común las siguientes características:
a) Linealidad. La gramática es la ciencia del derecho (de ce qui est droit –de lo que es
recto), ciencia de las letras (de las líneas), de la rectitud (corrección) y de la
interpretación literal (o verdadera). Desde ella es posible establecer un lugar propio
(locus-topos) desde el cual poder hablar.
b) Temporalidad, verticalidades, continuidad, valores inherentes. Familiar como
secuencias diacrónicas.
Bloch pregunta:
BISAGRA NUEVE
BISAGRA DIEZ
Greenblatt nos condujo por caminos familiares. Nos habla de una literatura que
conforma identidades. Esta literatura se relaciona con las cortes. El tránsito de Stephen
Jaeger a Greenblatt es el que va de las cortes ottonianas a las de los tiempos a las de los
tiempos isabelinos.
Las situaciones, claro está, no son las mismas. No son las mismas imágenes del
cortesano. El de los tiempo isabelinos vive una época de identidades fugaces, de mezcla
étnica, de descubrimiento de mundos nuevos, de negros judíos, anglicanos. Lo que narra
Jaeger del Imperio romanogermánico nos sitúa en las tensiones entre el obispado, los
duques y el rey; en la necesidad de constituir un ámbito de formación de
administradores aptos para una vida de Corte en la que se dirimirán los conflictos. La
pax et iustitia medieval necesita de la componenda, los arbitrajes, la fiscalización. La
jerarquía feudal y la centralización de su poder, el nacimiento de las ciudades y el nuevo
orden comercial, las recientes configuraciones dinásticas, se diagramarán desde una
corte central. Por eso la literatura es algo más que divertimento. Cumple una función
educacional, disciplinaria, elabora las nuevas imágenes subjetivas para un dispositivo de
poder en mutación.
Ya vimos, con Bloch, que la lírica de los trovadores es la más reacia a la constitución de
este orden. No le es funcional. Es censurada porque manifiesta linealidades
transgresoras. Desvía los órdenes parentales. No es un mero juego de salón como alguna
vez dijo Duby. También lo es, pero la historia expone en más de una ocasión que ciertos
juegos en círculos restringidos pueden expandirse y trastocar andamios de sostén.
Perceval abandonó su hogar maravillado por el espectáculo de los caballeros. Su padre,
herido en la entrepierna, había abandonado el campo de batalla y la vida caballeresca.
Sus hermanos también habían caído, víctimas del destino establecido por la rueda de
venganzas. Éste es el hombre que busca la bisagra, la reliquia de las reliquias. Los
cruzados, cuando estaban en Antioquia, desenterraron la llamada “Santa Lanza”, la que
había penetrado el flanco del cuerpo del Señor. Pedro Barthélemy fue el que la halló.
Con ella sitiaron Jerusalem. Los cruzados, ya fueran caballeros, soldados, mujeres o
niños, toda la población itinerante que había viajado desde Europa durante años,
componían una muchedumbre sobreexcitada que blandía la lanza sacra frente a los
muros de la ciudad. Pero alguien dudó del descubrimiento de Pedro de Barthélemy.
Después de una consulta generalizada le propusieron una ordalía tradicional: atravesar
una hoguera y salir indemne como prueba de la autenticidad de la lanza. Pedro aceptó, y
murió días después, tras haber soportado sufrimientos atroces.
La misma lanza pasa ante los ojos de Perceval, en el castillo del Rey Tullido, por cuya
suntuosa sala se desplaza un extraño cortejo: un paje empuña una lanza de la que mana
sangre y una doncella lleva en sus manos un graal. Perceval contempla ese desfile
rarísimo y no atina a preguntar nada. Lo asalta un remordimiento. Su madre se había
desvanecido al verlo partir y él no había regresado a consolarla. La sensación de culpa
le daba tregua, lo que le acarreará mayores males. Si hubiera preguntado por las razones
de ese extraño cortejo, y por el significado de la lanza y del reluciente recipiente, se
hubiera enterado de la desgracia que afligió a su linaje. Pero lo perdió su mutismo.
El “Cuento del Graal” es una narración de Chrétien de Troyes, que murió mientras la
estaba escribiendo. Quizás ésta sea la razón de la extraña estructura del relato. Allí se
cuentan las aventuras del novato Perceval, desde que la parte de la casa de su madre,
hasta que ingresa en la Corte del rey Artús. Sin embargo, las aventuras de Perceval
quedan truncas, desplazadas por las peripecias de Gauwain, el experimentado caballero
de la mesa redonda. Muchos han intentado comprender el Graal como si fuera un solo
relato, cuando lo más probable es que hayan sido dos novelas simultáneas las que
retiñen estaba escribiendo. Algún intérprete las combinó en un solo texto al colocarles
la bisagra indebida…