Está en la página 1de 76

La guerra del amor

Primera parte
De mil amores

ENTRE AMORES
(DEL MUCHACHO A LA DAMA)

Hace mil años nacen los cantos de amor a la Dama y la primera literatura lírica en
lengua romance. La voz y la letra entregan su corazón a una mujer emblemática,
presencia carnal sobre un pedestal. Por eso es sublime. El amor nace con el canto a la
dama distante.
En los años mil del medioevo, de un dispositivo que enlazaba a la filosofía, la amistad y
el varón, se pasa a otro que hará lugar a la literatura, el amor y la mujer.
Son transformaciones de montajes históricos. Amistad-varón-filosofía y amor-mujer-
literatura forman un ensamble de elementos heterogéneos. Es lo que Gilles Deleuze
llama “máquina”. Un sentimiento, un género sexual y un género discursivo no se unen
con naturalidad, se trata de conexiones culturales. El trabajo crítico debe componer el
campo de interferencias simbólicas.
Para el saber banal la filosofía se define con sencillez: es la búsqueda de la verdad. De
este modo se cree saldar las cuentas con el espíritu. De este modo se cree saldar las
cuentas con el espíritu. Pero por suerte existen los matices, es decir la verdad. el hombre
que corre exhausto por los caminos, desesperado por hallar la solución del enigma de su
vida, no es un personaje filosófico, es Edipo, un héroe trágico. La verdad será crimen, la
identidad estará más allá del cruce de caminos, en la zona de la transgresión, la del
parricidio. En el tránsito de la tragedia a la filosofía se pasa del desafío oracular al
diálogo, una celebración verbal entre vinos y amigos: la comedia del “Banquete”, un
diálogo de amor y filosofía.
La literatura del año mil inscribe el amor-homenaje a la Dama secreta con un lenguaje
secreto, el habla subterránea al universo latino. La dama se convierte en un valor, el
horizonte de un ascenso ético. La “amiga” del medioevo es el eje de nuevas formas de
erotismo, tanto visual como hablado, gestual y cantado.
Presentaremos algunas instantáneas de este pasaje entre dos modelos éticos. Del mundo
griego al romano; del fin del Imperio a la emergencia de la cultura monástica y su ideal
de virginidad; del desierto árabe y los primeros cantos de amor desdichado, a las
primeras letras de amor cortés.
Queda poco tiempo, dicen que el amor es fugaz, comencemos el viaje.

En la sociedad griega existía el amor entre varones, su función era política y


pedagógica. El amor platónico fue una crítica a las formas de cortejo de los adultos a los
adolescentes, a su embelesamiento senil en los gimnasios. Esta crítica forma parte de
una historia doble, la del nacimiento del amor y del de la filosofía. La filosofía debía
componerse como una erótica, un saber del amor –para ser amor al saber–. Eros es una
inclinación y un impulso que exigen su transformación en “filia”, amistad. La filosofía
se construye como un día-logos, el pensamiento y la palabra compartidos. El filósofo
tiene una identidad comunitaria, su tarea es política, piensa en el bien común. El
verdadero amor es daimon, un ángel intermediario que conduce al filósofo hacia lo
imperceptible para que en su descenso sea demagogo, conductor de pueblos.
En los cuerpos nacen las alas del deseo. Sócrates, en el “Fedro”, sabe reconocer en los
jóvenes los omóplatos sensibles, percibe en sus poros abiertos el nacimiento de las
primeras plumas.
El adulto, cuando es filósofo, al percibir estos pimpollos alados, los invita a un camino
de conocimiento con la guía del amor. La filosofía nace como un misticismo de la
palabra compartida, se enlaza en el discurso para dejarlo, se sostiene en la belleza de los
cuerpos, para abandonarlos.
La erótica de la Antigüedad reunía la filosofía y el amor. Una ascesis pedagógica
depuraba las pasiones del ciudadano ateniense. El buen ciudadano no debía ser esclavo
de sus pasiones, y éstas pasaban por el estómago, el afán de riquezas, las adulaciones, la
ambición de gloria, y por los muslos de los paidekia, los muchachos. Para la cultura
griega, el problema de la ciudad es la justicia, pero la posibilidad de que ésta se
establezca no sólo requiere del trabajo del ciudadano sobre sí mismo, sino también del
conocimiento de la verdad. Conocer es recordar. El filósofo iniciará al joven en el
camino de la rememoración a través de un conocimiento que tiene la dirección del
retroceso. Hacia arriba y para atrás, dice el idealismo. Pero esta coordenada varía con
Aristóteles, adquiere mayor versatilidad. El diagrama de su ética tiene una finalidad
política: en la Ética a Nicómaco, la ética es la búsqueda de un fin que se quiere por él
mismo y no para otra cosa. Por eso el eje de la ética es la obtención de la felicidad.
Pero, de los fines, el fundamental es el fin de la ciudad. La política es la ciencia de este
fin.
Aristóteles dice que la ética tiene que ver con las costumbres, éstas se plasman en tres
modos de vida: la vida voluptuosa, la vida política y la contemplativa. Sostiene que para
alcanzar la felicidad, es decir la autarkeia, aquello que por sí solo hace deseable la vida,
no se necesita ninguna ciencia exacta.
Artes y preceptos varían. Los que actúan deben saber siempre lo que es oportuno, como
ocurre en el arte de la medicina y en el arte de la navegación. La ética es una disciplina
de circunstancias y oportunidades, debe permitir el pasaje del pathos, la pasión, el ethos,
la conducta adecuada. La pasión surge de la presencia de una imagen que me hace
reaccionar, generalmente de improviso. Es una señal de que vivo en dependencia
permanente de un Otro. Un ser autárquico no tiene pasiones. Dice el filósofo Gerard
Lebrun que en esta inferioridad del padecer se evidencia una descalificación propia de
los clásicos griegos que consideraban inferior la inmovilidad con respecto a la
inmovilidad. La pasión es índice de que hay movilidad, es decir, una imperfección
ontológica.
Las pasiones pertenecen al mundo sublunar de la existencia humana, por eso debe
contarse con ellas. El tratado de las pasiones en Aristóteles, agrega Lebrun, (O conceito
de paxiao), es parte de su retórica, que analiza el modo en que el orador suscita o
pacifica pasiones en los oyentes. Saber jugar con los impulsos emotivos pertenece a la
técnica retórica.
Para la retórica griega la circunstancia es la situación concreta que caracteriza el caso
singular. Los elementos de la situación que constituyen la circunstancia son siete: la
persona, la cosa, el instrumento, el lugar, el tiempo, la manera y la causa. Lebrun cita a
Aristóteles, que en su Retórica dice: “entiendo por pasiones todo lo que hace variar los
juicios, provocando sufrimiento o placer”. La excelencia ética (areté) es el modo en que
el hombre puede temperar las pasiones, estar en armonía con ellas. La virtud es una
cuestión de buen gusto y de equilibro de las pasiones en función de las circunstancias.
El trabajo sobre nosotros mismos es necesario para construir una virtud de la ocasión,
para practicar el arte de medir con exactitud el actuar según las oportunidades.
Únicamente el que templa el carácter puede ponderar las circunstancias de la acción
moral.
El pasaje del pathos al ethos se efectúa mediante un ascesis. Un trabajo sobre nuestros
hábitos y sobre el modo en que nos afectan. La filosofía como ascesis fue la condición
de la formación del ciudadano. Es el arma para la construcción del hombre público, de
aquel que para gobernar debe primero aprender a gobernarse a sí mismo.
La primera tarea de la filosofía es definirse a sí misma, trabajar sobre sí. Ser amor al
saber y saber del amor, erotismo epistémico, una propedéutica para que esta unión entre
filia y Sofía tenga efectos políticos. Así se podrá, además, diagramar la virtud moral, la
que relacionándose con los placeres y los dolores hace a la buena educación: alegrarnos
y dolernos como es debido. Pero seamos más prácticos, doblemos la página del
clasicismo y vayamos a Roma.
Afirma un romano que hemos nacido para vivir en sociedad. La discordia es un mal
social. Se la combate con la concordia, cuyo modelo es la amistad. La amistad no es
otra cosa que la consonancia absoluta de pareceres, unión y benevolencia recíprocas.
Sin la unión de la benevolencia no podría subsistir ni hogar ni ciudad. Ésta es la opinión
de Cicerón. Se trata de una estética republicana. Esta amistad entre varones practicada
por los romanos cambia su modo de ser. No se sostiene en una verdad elevada para
develar, ni en una medida justa para calibrar. Se destaca la amistad entre pares y las
nuevas virtudes patricias. El modelo ciceroniano destaca las cualidades de honestidad,
probidad, liberalidad, generosidad y austeridad. La amistad es el don más precioso que
los dioses pudieron habernos otorgado. Exceptuando la sabiduría. Ni las riquezas, ni la
salud, el poder o los honores pueden escapar de los caprichos de la fortuna. Ni hablar de
los placeres, dignos de bestias. La amistad es virtuosa, depende de nuestra prudencia, y
no de nuestra necesidad. La amistad no nace de la debilidad, su procedencia no es baja.
La amistad es hija de la naturaleza, del orden del mundo, y del amor, es decir del
aprecio de la virtud. “Qué cosa tan dulce es tener con quien hablar de todo tan
libremente como consigo mismo”, dice Cicerón.
En lo que concierne a las relaciones entre el hombre y la mujer, es difícil hablar de
parejas. Bajo la República romana, la mujer no era ni siquiera el ama de casa, era una
menor que el marido gobernaba como gobernaba a sus clientes [Paul Veyne, La Société
Romaine]. Sin embargo, la respeta y le pega poco, basta un puntapié en el vientre al
modo en que se lastima a un animal reproductor; no la golpea a palos como puede
hacerse paternalmente con un niño. Este respeto –afirma Veyne– se debe a que la mujer
no depende de su marido y sí de su padre, que no hizo más que prestarla, tanto a ella
como a su dote. La mujer es una pequeña criatura sin consecuencias, y el casamiento no
es el acto central de la vida.
Durante el Imperio toma forma una nueva idea: la pareja del amo y el ama de casa, que
están juntos y son invitados también juntos a los acontecimientos sociales. Un
ceremonial de la noble distancia y de la pasión distinguida conforma la moral de la
pareja.
Persiste en la cultura romana la condena de la pasión amorosa. Las filosofías
helenísticas se proponían construir un hombre sabio, un individuo envidiable. La
felicidad del sabio es pensada como autarquía, satisfacción de las necesidades naturales.
La felicidad consiste en restablecer un equilibrio, en ese momento la afectividad debe
esfumarse. Dice Veyne que tanto en el epicureísmo, en el estoicismo, como en el
freudismo ortodoxo, los afectos son pleasure seeking y no object seeking, el ser humano
sólo tiene relaciones consigo mismo. Es impensable un estado de tensión afectiva
cuando se ha poseído lo deseado. Si la posesión no pone término al estado pasional, el
individuo es un estúpido. La pasión es contranatural. Así, se define el racionalismo de la
felicidad por homeostasis. La sexualidad antigua sigue el modelo de la violación, la
relación sexual se practica de acuerdo con el vínculo del amo con sus subordinados
(esposas, pajes, esclavos). La palabra clave de esta sexualidad es “servicio”: servir o ser
servido. Se aprecia en la mujer la posición ecuestre, el equus eroticus. Veyne dice que
esta posición de la mujer es valorizada en Roma al igual que en nuestras sociedades
pero por razones inversas. La sirvienta se inclina sobre el amor extendido en la cama
porque está al servicio del hombre. Entre Séneca y Krafft-Ebing hay un período en el
que el equus eroticus es mal visto porque la condición de la mujer ser elevó. Es el
hombre el que debe seducir a la mujer.
La vieja moral sexual romana –termina Veyne– es tan puritana como la cristiana, pero
en lugar de ser un puritanismo de la conyugalidad y de la sexualidad de reproducción,
es un puritanismo de la virilidad.
Pero cayó Roma, el apocalipsis anunciado por los jinetes de la Biblia fue terrenal,
germano, bárbaro. Las carrozas de fuego llegaron de la mano de Alarico, y la ciudad, la
gran metrópoli, perdió sus gritos de circo, sus copas de buen vino, sus uvas colgantes,
sus adulterios de alcurnia, y sus consejeros de conciencia. El arte de vivir a la romana
fue relegado por una prédica descarnada, combativa y final. Esta nueva cultura ya no
habla de las virtudes de la amistad ni del ideal de felicidad. Para ella nada de este
mundo vale su propio peso. Un vínculo cuyo eje es el dominio de sí no hace más que
asegurarnos el infierno. Es el destino de toda vanagloria. Pecado de los pecados fue la
soberbia para aquellos monjes. Presentemos entonces algunas líneas de fuerza de lo que
fue el combate contra el demonio de la carne, la Babilonia que cubre nuestros huesos.
Dice el historiador Peter Brown

Los predicadores cristianos dotarán al cuerpo de características


intrínsecas e inalienables. El cuerpo dejó de ser un producto neutro e
indeterminado del mundo natural, cuya utilización y derecho a la
existencia estaban sujetos a consideraciones predominantemente
cívicas de condición social y utilidad […] Los cristianos estarán tan
aterrorizados como los judíos con respecto a la indeterminación del
cuerpo. El cuerpo de los hombres jóvenes dejó de disfrutar el período
del ludus, aquella fase de libertad bisexual anterior al momento en que
la ciudad colocaba a los muchachos en el lugar de ciudadanos casados.
Los guías espirituales indagarán si los muchachos han perdido su
virginidad –una pregunta que tres siglos antes sólo podía ser hecha
con relación a sus hermanas–. Desde este momento se esperó que los
hombres dedujesen de su propio cuerpo las leyes que limitarían su
práctica amorosa [Peter Brown, Corpo e Sociedade].

Para el cristianismo de los primeros siglos el cuerpo es una molestia, para decirlo con
suavidad. Es una prolongación de la materia, y la materia es una opacidad odiosa.
Valentino y los gnósticos pensaban que el universo material era la creación trágica y
extravagante de Sofía. La sabiduría hecha diosa produjo, como decían estas sectas, un
universo redundante. Su destrucción, el batallar continuo contra él podía liberar a las
únicas personas verdaderas, los llamados pneumas, cuyo peso específico era nulo.
Se citaban con frecuencia versículos de Jesús, del Evangelio de Santo Tomás, como los
siguientes: “cuando de dos haréis uno, y cuando del hombre y la mujer haréis uno solo,
de modo que el hombre ya no sea hombre y la mujer ya no sea mujer […] entraréis al
reino de los cielos”.
La fusión hacia la indivisión sexual, el estado “pneumático”, es estado, como decía
Gregorio de Nisa, de katharotés, pureza, nos hace transitar por un nuevo modelo
erótico, el de la virginidad. Nada más noble que el celibato, nadie más puro de corazón
que el continente.
Frente a la concupiscencia carnis San Jerónimo era optimista ya que pensaba que con
una buena dieta el cuerpo podía ser controlado. Para San Agustín el aguijón de la libido
era continuo y sostenido, exigía por parte del devoto una vida de perpetua continencia y
un ejercicio de la voluntad sin altibajos. Para Casiano la sexualidad era un epifenómeno,
de debía ser el centro del combate por la castidad, la batalla debía librarse sobre lo que
provocaba la sintomatología sexual: la codicia, la furia, la avaricia, la vanagloria. El ser
humano, ya sea hombre o mujer, tiene una sola relación mundana, la que mantiene con
su propio cuerpo, y un solo amor, el que tiene con su único Dios.
Una vez debilitados los valores y códigos de la aristocracia romana, mientras las
ciudades de occidente se retraían y la cultura se hacía rural… hacia el oriente, más allá
de las tierras en las que el cristianismo segregaba sus diversos ascetismos, nacía una
poética singular. Hablaremos de ella porque constituye uno de los antecedentes del
amor que nos interesa, el amor cortés. Es su antecedente nómada, beduino.
Trescientos cincuenta kilómetros a noroeste de Medina, en las tierras desérticas del
Yemen, una tribu originaria de Arabia del sur, los Banu Udhra (u Odhri), creó los
primeros cantos al amor desdichado. Los Udhra representaban a la cultura beduina, la
que resistió durante un tiempo a la islamización, y sólo respondió con lentitud al
llamado del Profeta.
Junto a otras historias nace la de Majnun, en los años 600, en los centros iraquíes de
Kufa y Bacra. Es la historia de un joven amirita que no podía casarse con Layla, su
prima, a quien amaba y quien lo amaba. Por esta razón, Majnun inicia una enrancia sin
fin que lo lleva a la locura. “Majnun” quiere decir “loco”, y “Layla”, “la noche”. Esta
historia árabe del amor es la del loco de la noche, y es de corto trayecto.
Majnun ve a Layla, le entrega su corazón, sueña con ella, desea verla, ella lo mira con la
misma intensidad, se encuentran a escondidas, la alegría los anima y Majnun habla y
rima su amor. Lo cuenta a su familia, a sus amigos, no se sabe a quién, en todo caso,
hace público su amor y la pierde. El código de las tribus beduinas exige que sean la
familia de la pretendida y fundamentalmente el padre los primeros en enterarse. El
padre al saber por terceros del amor de Majnun, prohíbe que el amor prosiga y advierte
a Majnun y a su familia que si vuelve a acercarse al campamento lo matará. No hará
más que cumplir con las obligaciones rituales. “Los árabes repugnaban casar a dos
jóvenes cuando su amor era de notoriedad pública”, dice André Miquel [André Mikel y
Percy Kemp, Majnun et Layla: l’amour fou].
Majnun deja la tribu, se va al desierto, sus años y su pelo crecen, la ropa se le hace
harapos, no come, no duerme, desvaría. La gente de su pueblo y de otras tribus van a
verlo. Cuando se le acercan, él se convierte en un animal acorralado. Les arroja piedras.
Sólo los poetas, que le cantan desde una distancia prudente, detienen su salvajismo.
Inmóvil los escucha. Porque él también es poeta.
Majnun no hacía más que componer poemas de amor a Layla, quien ya se había casado
con otro, y recordaba con dolor su amor imposible. La madre, el padre, los compañeros
de Majnun le envían mensajeros que le piden que entre en razones, pero los enviados
que lo espían lo ven cadavérico y sucio con una vara en la mano trazando en la arena el
nombre de Layla.
Los primeros poemas de amor de Majnun le hicieron perder a su amada, desde ese
momento el enamorado sólo ama en su poesía. Dejar de cantarla es dejar de amar a
Layla. Majnun dice que su amor es la poesía que canta, el himno que inventa, la sola
presencia de su amor son las letras que entona y grita en las noches.
Durante siglos los compiladores y comentaristas ha hecho varias versiones de estos
poemas. Son en realidad, poemas anónimos atribuidos a Majnun. En uno de ellos dice
Layla:
“Tú me llamas en la noche, pero ¿sabes bien qué es la noche? Quien ama la noche,
quien la sufre, desaparece y se convierte en nada, o mejor dicho, puede ser a voluntad –
por el orden de las sombras– cualquier cosa. Por eso, si yo soy la noche, elige ser lo que
quieras ser –te acuerdo la gracia–, pero desaparece como lo que eres…”
La historia de amor de Majnun es una tríada de amor, locura y poesía. Este amor poesía
no necesita la presencia de la amada, al contrario, cuanto más lejos la amada está, más
puede nutrirse el poema de su ausencia.
Majnun al hacer del dicho del amor un acto indisociable del amor mismo, crea, por
haber publicitado (tachbib) el amor, las condiciones de su imposibilidad. Hablar el amor
es perderlo. Tan poeta es Majnun, tanto placer y necesidad tiene de cantar el nombre de
Layla, desde que la conoció hasta que la perdió, que el especialista Miquel finalmente
se pregunta si el amor de Majnun no es más amor de poesía que de mujer.
Este enigma nos remite al dominio de nuestro interés, el de los amores cantados y
vividos en los años mil. Es su antecedente.
El amor del milenio es el amor cortés. “Cortés” no denota acá gentileza. Se llama “amor
cortés” porque su ámbito principal de ejercicio es la corte, una institución política.
“Curiales” es cortesano y “curia” es la corte, por lo que el hombre de la corte no es un
caballero del Rey Arturo ni un señor empolvado con peluca que habita un palacio con
jardines.
La palabra “cortés” se le agregó al amor sólo en el siglo XIX. Hace mil años se lo
llamaba fin amour, amor refinado o depurado. No era la primera vez que a un hombre se
le ocurría amar a una mujer, pero sí la primera en que la mujer se convertía en objeto de
preocupación y de enunciación de códigos de conducta varonil.
El amor pasa a ser un problema. Una buena medida de la virtud masculina depende del
modo en que se dirige a una mujer. Dama a la que se le pide una mirada, un beso, una
recompensa. Es mujer que encarna el valor, tiene precio, es preciosa y apreciada.
En esta época aparecen compendios de preceptos, como los atribuidos a André le
Chapelain, el código más conocido del siglo XII. Algunas de sus reglas son las
siguientes:
– El matrimonio no es un pretexto legítimo para actuar con el amor.
– Aquel que no cela, no ama.
– Nadie, sin que medien razones suficientes, puede estar privado de sus
derechos en el amor.
– Amor que se divulga tiene corta duración.
– De la sospecha y de los celos se alimenta el amor.
– Nada impide que un hombre sea amado por dos mujeres y una mujer por
dos hombres.
…y decenas de otros mandatos.
También se conoce una casuística cortés, un listado de los juicios establecidos por las
cortes del amor, juegos de justicia amorosa. Entre las más conocidas se cita la de María,
condesa de Champagne, hija de la mujer más famosa de su tiempo, Eleonor de
Aquitania. María dictó esta sentencia en 1174:

Pregunta: ¿Puede existir un verdadero amor entre dos personas


casadas?
Sentencia de la Condesa de Champagne: Decimos y aseguramos para
los presentes que el amor no puede extender sus derechos sobre dos
personas casadas. En efecto, los amantes están de acuerdo en todo,
mutua y gratuitamente, sin estar obligados por ninguna necesidad,
mientras que los esposos deben someterse a la voluntad del otro, por
obligación, y no pueden, además, negarse en nada a sus respectivas
solicitudes y requerimientos […] Que este juicio que hemos
enunciado con tanta prudencia, y según el parecer de muchas damas,
sea para vosotros de una verdad constante [B. Peret, Anthologie de
l’amour sublime]-

La lengua dominante de la época es el latín, sus transmisores son los clérigos. Las
lenguas romances son regionales. La literatura naciente que cantará a la Dama e
invocará al amor se dirá en dialecto. Una preceptiva, un nuevo arte de vivir y nuevas
convenciones sociales acompañan la lírica naciente. No es la constitución de un
ciudadano la finalidad del trabajo ético. La ética del amor y las ascesis matrimonial
expresan la necesidad de establecer una nueva relación entre hombre y mujer. En el
viejo espacio de la amistad se conforma la pareja. Su lugar se vincula a las nuevas
estrategias matrimoniales, a la diagramación de dinastías y linajes, a la revolución
feudal. La Esposa y la Dama son los puntos de tensión del nuevo amor.
Si era el filósofo quien estaba a cargo de preparar la subjetividad ciudadana en los
tiempos de Atenas, el poeta será quien con su arte dibuje el nuevo orden amoroso.
La ética, la literatura y la historia combinan sus figuras. La constitución y modelación
de los sujetos morales necesitan la intervención de estas tres instancias. En el mundo
griego, la filosofía nade y se define por su particular situación en la polis ateniense. El
lenguaje de la literatura medieval procede de su propio juego con relación al poder. Las
prácticas, técnicas, ascesis, disciplinas, variarán de acuerdo con el modo en que los
juegos del leguaje y las formas de vida se conecten con las instituciones.
La filosofía interrogaba su propio quehacer y sus límites mínimos a partir de un saber
del amor. La literatura medieval se constituirá desde la lengua materna con una
pregunta dirigida al placer de decir el amor. Del ciudadano al cortesano, de la tragedia a
la divina comedia, del filósofo al poeta, del muchacho a la dama y de un amor a otro.
LA GUERRA DEL AMOR
(LA CONEXIÓN ORIENTAL)

El fin del segundo milenio es un espejo que nos devuelve al fin del primero. Hace mil
años comenzaba una revolución. Adquirió diferentes nombres: algunos la llamaron
revolución feudal; otros, revolución en las costumbres, o renacimiento cultural. Pero
más allá de su bautismo, a partir del año se inicia una era de cambios fundamentales en
la historia de Occidente. Despuntó el alba de la modernidad.
Contemplar el panorama del año mil es ser testigo de formas de sociabilidad y de
realidades culturales que marcaron nuestra vida colectiva. Porque lo que sucedió en
aquellos tiempos, que historiadores bienintencionados reconocen, fue que a partir de la
presencia del Infiel y del Hereje, se dibujó un pliegue de Occidente en la mitad de
nuestra era.
Una de las claves de esta revolución es el amor. Así de breve. Pero no un amor
sentimiento que se resuelve en una ternura ética, sino un amor cuya partitura histórica y
colectiva se desarrolló en medio de luchas, masacres y cruzadas. La palabra “amor” no
es una imagen, es la literalidad de lo pronunciado. La religión del amor y la mística
nupcial de San Bernardo fueron su arma de combate contra la escolástica naciente, las
herejías dominantes y el obispado corrupto. Fue el amor cortés una nueva ceremonia
social que adoró a la Dama como nuevo ideal de perfección, fue el amor el eje temático
de la nueva literatura romance de Occidente, y lo fue también del misticismo múltiple
que desde el Ángel del Conocimiento al canto de los pájaros se constituyeron en íconos
de veneración.
El amor también pertenece al universo de la ética. La ética es un lenguaje filosófico. A
pesar de sus variaciones, repite ciertas melodías. Trata del bien y del mal, y de la virtud.
Se llama virtuoso al que posee el saber de discriminar entre el bien y el mal. Las
conductas se diagramarán sobre el filtro del buen criterio. El argumento moderno de la
ética se presenta analítico, jurídico y normativo.
Pero también se escucha otra canción. Aparece cuando la erótica penetra este cofre
moral. La erótica es ascesis del amor, ascesis es ejercicio y disciplina que al cumplirse
pueden conferirnos ciertas virtudes. No es la lucha contra la concupiscencia –fantasma
cristiano–, sino contra toda la variedad de trampas espirituales.
La erótica se escribe por primera vez con el amor según Platón. Este saber sobre el amor
inaugura una preparación al conocimiento verdadero. Es un amor pedagógico, se
establece entre maestro y alumno. Las peripecias y estrategias de su desarrollo son el
tema de los diálogos de Platón. El uso de los placeres, el control de las pasiones, las
relaciones con los jóvenes y las artes del cortejo son problemas de este antiguo ejercicio
filosófico.
Así, el amor se impone como una tarea. No ama el que quiere sino el que puede. Existen
los preceptos para construir situaciones ficticias. El amor es un producto artificial. El
verdadero amor también se compone de simulacros, por eso es necesario inventar
escenas. Una de las más características –repetida desde los tiempos griegos hasta el
llamado “amor de Irak” de los místicos sufíes– es la de la contemplación de bellos
cuerpos desnudos con continencia y alegría. La otra escena es la de amar en secreto, sin
que el amado se entere; el saber guardar el amor, el vivido sin recompensa y dejar que
su acción nos purifique y eleve.
Estos antiguos ejercicios del amor tuvieron su silencio. La práctica monástica de los
primeros cristianos hizo del prójimo una tentación y de su presencia un enemigo. Fue el
combate de la castidad de los solitarios de los desiertos de Egipto, de las colinas de Siria
y de las cavernas de Turquía. Los anacoretas que huyen de las ciudades y las vacían.
Llaman a que se dejen esposas, hijos, riquezas, patrimonios. Impulsan una ética en acto.
A los malos pensamientos se los combate con los pies. Hay que desplazarlos, mover el
cuerpo, cambiar de paisaje. Aquel que lo hace obtiene ventajas con respecto a quien
combate sus tentaciones con las artes del pensamiento. No más éticas lúdicas; la ética
no es un albergue transitorio: ser pobre por unos días, abstenerse de una cena
prodigiosa, mirar abstinentes un cuerpo deseado. Basta de príncipes y mendigos y sus
transfiguraciones. Los anacoretas cambiaron el tiempo de la ética, pasaron el umbral de
las escenografías y proclamaron la irreversibilidad de las actitudes. Abnegación,
abstinencia, castidad, caridad, devoción, desprecio de las riquezas, contemplación,
meditación, oración, humildad, gratitud…, la vida monástica es una empresa de
purificación y el amor se disuelve en el cesto de las virtudes de los atletas de espíritu.
Las ascesis de la fuga del mundo posterga el amor; mientras tanto, el temor.
Pero el amor renace en los comienzos del milenio. Deja a un lado el modelo
pedagógico, y el ciceroniano, de la amistad, la elegante cofradía de los patricios
romanos. El amor llega con un nuevo rostro y marcará el nuestro con hierros
humeantes. Quedaremos como vacas selladas por su sonrisa, la de la mujer. La mujer
hace su entrada en la historia como poeta, promotora cultural, abadesa en jefe, dueña de
feudos, y símbolo. Será motivo de perfección, emblema de virginidad, vacío receptor de
melodías y alegoría de nuevas cavernas. Los nombres de Heloísa, Eleonor de Aquitania,
María de Francia, Hadewijch D’Anvers brillan en la cartelera cultural del medioevo. No
es la liberación de la mujer, sino el nacimiento de la Dama.
Este florecer merecía un festejo, y tuvo su himno. El amor cortés es el canto a la Dama,
el motivo de la primera poesía lírica escrita en romance. Con él nace en Occidente la
literatura que impone un refinamiento en las costumbres, un espíritu cortesano que
endulza la vida, la feminización de las actitudes y un nuevo proceso de civilización. El
amor cortés, el canto a la Dama, muestra el modo en que la literatura provoca una nueva
poética de la conducta. Y esto no cayó del cielo, se hizo en la tierra. Imaginemos un
paisaje europeo en los tiempos cercanos al año mil. Un área de bosques espesada por la
neblina. Hay claros en los que aparece un castillo de madera o una aldea. Más allá de la
domus –casa principal– y de los appendicitia –terrenos de labranza y graneros– están
los lobos. Es una época de bonanza, de desarrollo de fuerzas productivas. Los bosques
han sido talados, se ha mejorado la tecnología del arado, aparecen los molinos de
viento, crecen las riquezas y las poblaciones. Se consiguen pocos esclavos, casi todos
vendidos a Bizancio. Cuesta mantenerlos, es mejor darles algo de tierra y herramientas
para que coman y se abriguen, y que paguen. Sobrevienen tiempos difíciles. Hace casa
vez más calor, los ladrones acechan los caminos, hay poco comercio, el mar está lejos y
es sarraceno y las mujeres ocupan la casa. Son épocas de cambio demográfico.
Disminuyen la mortalidad infantil y el infanticidio femenino.
Ya no quedan bosques para talar ni tierras para labrar, ni gente para trabajar. La escasez
de tierras produce un problema de patrimonio, con lo que se genera un problema de
matrimonio. Se hace duro el reparto de bienes escasos. El sistema de parentesco está en
crisis. Ya no son los tiempos en que los señores viajaban de aquí para allá con toda su
hacienda conyugal y familiar. Acampaban, cazaban, festejaban y seguían como
relucientes actores de circo. Ahora se discute qué es de quién. Litigios sobre
legitimidades. Quién es un hijo legítimo y quién ilegítimo, quién es mujer legítima y
quién no lo es. El patrón debe discriminar entre sus deleites, debe elegir patrona y
heredero. Nuevas instituciones de justicia se expiden sobre estas cuestiones. Es difícil
contener las venganzas a la usanza del caótico Talión. Se desangran las dinastías.
Una mujer ya no es igual a otra mujer. Si una es esposa y las otras concubinas, los hijos
respectivos tendrán la misma distancia entre sí que la que separa a sus madres. Aquellos
que provienen de vientres de la servidumbre, de campesinas, primas o concuñadas
tendrán una vida ambulante. Son los hijos del señor pero no de la señora. Un sector
social se hace sedentario, fija su territorio y sus futuros herederos, otro se vuelve móvil
y algo extraviado. Estos jóvenes seminómadas –los bacheliers– no serán jefes de linaje
y, probablemente no tendrán una mujer en matrimonio. Ni herencia para cuidar, ni casa
que proteger, ni apellido que honrar. Sin embargo, su linaje los mantiene caballeros.
Son seres del privilegio marginal.
Estos son los jóvenes caballeros ambulantes que de castillo en castillo se educan en las
artes de las armas, la pericia en la caza y las composiciones musicales. La costumbre de
la época los envía a la casa del hermano del padre, o bien a la de la madre cuando están
desprovistos por los mayorazgos. La casa del tío, y de su dama, la tía.
Los tíos partían: peregrinaciones, cruzadas, cazas y guerras, y dejaban solas a las
señoras. El progreso se había manifestado en la construcción de castillos de piedra en
altos picos, a resguardo de las invasiones húngaras o vikingas, y en chimeneas –nueva
revolución doméstica–. Vivían mejor, más protegidas, más aburridas, las damas con sus
sobrinos. Si agregamos a esta escena una vihuela, un alud, tenemos a los principales
personajes de la cortesía erótica. Jóvenes caballeros en busca de una ilusión, una Dama
socialmente superior, un salón, instrumentos musicales, un señor ausente, dulzura y
monotonía. Por primera vez en Occidente hubo una Dama que miró de arriba. Decía el
poeta provenzal Daniel Arnaut: “¡Nunca, a la hermana de mi tío/ la amé tanto, por mi
alma!”
Es Ella uno de los caminos para entender esta revolución cultural, una de sus
innovaciones más sorprendentes. Pero no todo acaba con este nuevo protagonismo. La
feminización de las costumbres de lo que se define como cultura cortesana nos presenta
otros personajes. Los hemos mencionado: el Hereje y el Infiel.
El período que va desde el siglo X al siglo XIII condensa energía histórica. Momentos
así transforman el mundo. Estos pliegues de gran sensibilidad no se repiten con
frecuencia.
La forma de la vida llamada amor se desarrolla en un teatro fundamental: el castillo, sus
salones. Es enunciado por un personaje particular: el juglar, el trovador. Produce la
primera forma de literatura nacional: los poemas corteses. Resulta del contacto entre dos
culturas, la del cristianismo y el islam. El puente entre ambas es en gran medida obra de
una gran empresa: la escuela de traductores judíos de Toledo. Se inscribe en un
conflicto cismático del cristianismo: la herejía cátara y su presencia en el sur de Francia,
la Provenza. Es parte de los conflictos institucionales: sacramento o condena del
matrimonio,, celibato o casamiento de los monjes. Se asocia con nuevos espacios para
la mujer: estructuras formales y/o reales contra el rapto, el repudio y otras violencias. El
amor se articula con disputas teológicas sobre la encarnación, el matrimonio, el
dualismo, la trinidad y las nociones teológico-filosóficas de “persona” y “amor al
prójimo”.
Es poco frecuente esta vecindad de culturas, ni hablar de las mezclas. Es el reino de la
bastardía. Por eso los filólogos e historiadores reconocen el intrincado y casi insoluble
problema de las filiaciones para entender lo sucedido en los comienzos del milenio.
Pero para otros esta posible confusión es clara y distinta. No se hacen problemas de
orígenes, se inventan soluciones y genealogías de prestigio. Este es un asunto principal
y aleccionador. Nos ilustra acerca de la complejidad del territorio de la historia, su
vibración polémica. Los documentos se enfrentan, los filologías se distribuyen en
bandos opuestos, el choque de las interpretaciones produce chispas. A pesar de todo hay
hechos definitivos, como la desaparición de los vestigios. Pocas veces como es esta
época se hicieron desaparecer tantos testimonios. El archivo completo del Condado de
Tolosa fue enterrado para siempre con la memoria de todo un pueblo, el de los
albigenses de la Provenza. La lápida sin epitafio fue obra del Papa y su cruzado, Simón
de Montfort. La herejía cátara se descubre por lo que cuentan sus aniquiladores. De
modo análogo, las cruzadas a Tierra Santa se conocen por los relatos de los cruzados.
Con mucha dificultad pudieron juntarse testimonios de los musulmanes que recibieron
espantados a los caballeros del Santo Sepulcro. Por ellos conocemos otras versiones de
Saladito. Fueron los estudiosos españoles quienes completaron algo del paisaje de
aquellos tiempos. Se interesaron por su propia sangre, la del al-Andalus, la gema, la
“tarab” del Mediterráneo. Pero la lengua de Castilla es poco valorada por el mundo de
las academias dominantes. Lo que explica algunos avatares del cosmopolitismo, es
decir, del provincialismo europeo.
Grandes historiadores, ingentes pensadores, han sostenido que el amor es un invento
europeo, que si bien es cierto que la gente se amó en otro lugares y tiempos, jamás lo
hicieron con la fogosidad y la intensidad de los franceses, quienes, además, le dieron su
léxico al amor. También que si el amor genealogía tiene, ésta proviene del norte, de los
minnesinger alemanes, de la poética sajona, o de la mitología celtobretona. Se señala el
exotismo superficial que resulta de buscarle orígenes asiáticos en el Tibet, la India y la
China. Esta advertencia nos remite a un diagnóstico y a su respectiva dolencia: la
tortícolis, síntoma de la dirección trabada.
Sin duda, los restos de imágenes budistas en el castillo de Montsegur, último reducto
cátaro, en el sur de Francia, no tienen por qué hacernos soñar con las conocidas
promesas del esoterismo. No era necesario viajar allende los mares como Simbad.
Bastaba con mirarse los pies, la base que los sostiene, el sur. Y, para más datos, un poco
al costado. Los Pirineos jamás fueron una cortina de hierro, su espesor tenía la densidad
de una de caireles. Por eso ya es posible hacer una guía turística de las dimensiones de
una guía telefónica con los datos aportados por los eruditos acerca de la zona que
proveyó los recursos para la revolución del milenio. Es la que se extiende desde el al-
Andalus hasta el confín del Languedoc: el de España y Francia y sus fuentes de
nutrición, las riberas de la otra orilla del Mediterráneo, desde Siria a Marruecos. No son
datos rubios, a pesar de que, como se sabe, el primer Califa de Córdoba, el de la tribu
Omeya, Ab Rahmán I, era pelirrojo, misterios de otras cruzadas, las del amor. Nombrar
países es un anacronismo recurrente. No existían las naciones, y sí regiones limitadas
por las estrategias de la alianzas, la geografía de las dinastías, los lazos de dependencia.
El pueblo de la Provenza no hablaba el mismo idioma que el norte de Francia, ni tenía
las mismas costumbres. Más aún, cuando se refería a los del norte los llamaba “los
franceses”. Ni hablar del contraste entre el al-Andalus y los reinos de Castilla y Aragón
que, según Américo Castro, coincide con el que existe entre la ciudad de San Francisco
de California y alguna aldea limítrofe de México. Los Pirineos fueron una puerta de
entrada para mercaderías, visitantes, matrimonios, lenguas. Es suficiente comparar los
léxicos de Cataluña y del Languedoc. Nos encontramos ante lo que los historiadores
llaman “dialéctica de frontera”.
¿Por qué la tortícolis cosmopolita?
No es difícil imaginar, si tanto trabajo lleva inclinar levemente el pedestal hacia lo
cercano, el esfuerzo que exige la apertura del giro y apuntar a Bagdad, la ciudad más
importante del 900, no las más importante del Oriente, sino del orbe, sólo comparable
con el Califato de Córdoba.
No se trata de menudencias, aunque también importan, nuestro estómago lo reconoce,
porque desde allí llegaron las espinacas, la berenjena, el alcaucil, el damasco, la sandía,
el limón, la naranja, el higo, el arroz, el espárrago, el azafrán. Toda esta prolífica tienda
nos llegó de aquellas tierras. Además el gusano de seda y el papel que habían recibido
de los chinos, el juego del ajedrez –que llega con una dama y un rey y no con dos reyes
como se conocía hasta entonces–, el polo, la vajilla de cristal y los manteles de cuero, el
algodón, las aduanas, el bazar, el cheque, el álgebra, el cero y la moda de peinarse con
flequillo. Podemos agradecer también supersticiones como los antojos de las
embarazadas, el orín de los niños cuando juegan con fuego, el mal presagio de los
espejos rotos, la buena o mala fortuna del número trece, la presencia de un ángel cuando
se interrumpe la conversación, la escoba detrás de la puerta para que se vayan las
visitas. Pero jamás seríamos lo que somos sin la numeración de posición, la doctrina
astrológica de las conjunciones, la materia médica de Discórido, las traducciones de los
textos de la Antigüedad, del árabe al latín, y del latín al romance; no lo seríamos sin las
innovaciones en astronomía, astrología, óptica, la alquimia esotérica, la exotérica, los
instrumentos astronómicos, la medicina, la geología, la botánica, la zoología. Y,
fundamentalmente, nada seríamos sin la poesía, definida como el archivo de Oriente.
Amén del amor.
John Boswell, de Chicago, especialista en sexualidades medievales, se excusa por no
tratar el tema del amor cortés, lo inhibe la complejidad del asunto. La historiadora de
literatura medieval, María Rosa Menocal, de Yale, afirma que el tema es espinoso
porque pone en cuestión el mito de la unidad de la civilización occidental y la incómoda
presencia de factores semíticos. Cada vez que un erudito atrevido se inclina sobre este
tema, hace lo mismo que los héroes de la épica medieval. Se viste con armadura y
embiste, porque el amor es una encrucijada ética, política y religiosa. Un dragón teórico.
Pero, ¿quién inventó al amor?
En su estudio sobre los trovadores el historiador Henry Marrou reconoce la pluralidad
de los renacimientos medievales. Nos habla del renacimiento judío, de un renacimiento
bizantino, de otro árabe, y de uno latino. Pero este surgimiento del año mil no sólo
admite los pluralismos sino que calibra las diferencias. En lo que concierne al arte de
los trovadores, al amor cortés, Marrou se opone a toda asimilación de la poesía romance
europea con la árabe o la andaluza. Dice que más allá de las correspondencias formales,
temáticas o histórico-geográficas existe un abismo infranqueable, de género sexual. La
poesía trovadoresca de Francia es heterosexual, la árabe es homosexual. En la árabe, un
varón loas amorosas a otro varón, en la francesa se trata de damas.
Sin embargo no es así. Es extraño que un dato elemental de la ensayística sobre el amor
cortés, el de que la mujer es llamada sayyidi o mawlaya, es decir, “mi señor”, no sea
conocido por un erudito de la envergadura de Marrou. Que también parece ignorar que
en la Provenza la dama es llamada midón, otra vez “mi señor”.
No es posible entonces distinguir por el género sexual la primera poética en lengua
romance. Hubiera sido más productivo recordar que los cantos de la poesía del
Languedoc remiten a una señora casada, mientras que las mujeres de la poesía morisca
son por lo general doncellas. Pero este tipo de reflexiones tampoco evitaría la dificultad
que impone el “factor andaluz”.
En el siglo XIX, Schlegel, el del Atheneum de los románticos, bifurcaba las aguas.
Sostenía que carecía de sentido adorar poéticamente a una mujer en una sociedad en la
que la mujer era prácticamente una esclava. Pero Menéndez Pidal, quizá el más grande
en estas cuestiones, nos recuerda en su inolvidable conferencia de La Habana de 1937,
que no era tan libre la señora cristiana ni vivía tan esclava la señora musulmana. Las
mujeres libres de Córdoba no llevaban velo, se permitían hablar en la calle con los
hombres, se daban citas con ellos, escuchaban de boca de hombres desconocidos
piropos a los cuales contestaban, y se reunían en sitios públicos de la ciudad, y no eran
tan libreas las cristianas, bien guardadas en castillos por el repetido personaje del
“guardador”, custodio al servicio del marido o del amante rival, lo que provoca el
lamento del amante.
Es instructivo leer un “lai” de María de Francia, para ver cómo la mujer prisionera de un
marido celoso, personaje siniestro, mácula y vicio del amor puro, recibe a su amante
convertido por los azares del sortilegio en pájaro. El mundo de los sueños y la magia era
lo único que podía sortear los cerrojos, y las hadas de las fábulas eran mensajeras
críticas de las costumbres de ciertos señores que limitaban la libertad de sus esposas.
Otros eruditos marcarán la diferencia con el argumento de que si la poesía europea
canta a un amor sublime, ausente, etéreo, la poesía árabe tiene ciertos atributos de su
raza: la extrema sensualidad. Claudel nos habla del espíritu de medida francés, siempre
tan sobrio y austero, poco dado a la aventura, que se expresa en su lírica amorosa.
Habría que creer entonces en trovadores cartesianos como el francés Marcabrú, que
recitaba:

“Moza, le dije, una gentil hada


os dotó, cuando nacisteis,
con una esmerada belleza,
sobre cualquier otra villana
el doble de bella seríais
si me viera una vez
yo encima y vos abajo.”
(la rima de las últimas sílabas es del tipo a bb a.)

hay quienes piensan que la revolución cultural del año mil es similar el Renacimiento
con mayúscula, el del quatrocento, que se caracterizó por la idea del humanismo y el
retorno a lo clásico. Podemos incluir, además, la vigencia del espíritu cortesano y los
juegos del amor. Este espíritu apareció con anterioridad. Fue en el mundo del medioevo
en donde nació la cultura cortesana con características similares a las vistas en los
ducados de Venecia. La Renovatio Imperii Romanorum nació en la corte del imperio
romano germánico en tiempos de la dinastía de los “Ottones”, desde el siglo IX en
adelante. Éste es el resultado al que llega Stephen Jaegger, de Pennsylvania, en Vidas de
los Obispos, relatos biográficos sobre los prelados consejeros de la corte. Para Jaegger
la corte es un laboratorio político que hereda los deberes y placeres de los senadores
romanos y del pensamiento del gran estadista Cicerón. Es un estudio apasionante, cuyo
propósito es imaginativo: rectificar la afirmación de Norbert Elías acerca de una
división entre una cultura alemana espiritual y una civilización política de los franceses,
y por otro lado reducir la importancia de la idea de amor en el renacimiento cultural de
la época. No es éste el lugar para replicar ideas de mucho peso, pero sí aclaremos que,
en lo que concierne a los atavismos romanos, la presencia de Cicerón es parcial.
Cicerón, es cierto, está presente, pero poco, no más que un perfil. Son muchos los
estudios de la cortesía medieval que intentaron derivar la idea de amor cortés de un
texto de Cicerón o del Ars Amandi de Ovidio. Con respecto a este último hay poco que
agregar, basta leer su libro, una epistemología del levante, o un arte del cortejo a la
dama fácil. Poco que ver con la Dama de Lejos de la lírica medieval.
En el mismo libro de Jaegger se cuenta con detalle cómo, en las lejanas tierras de los
Ottones, los clérigos criticaban las modas cortesanas que habían importado la
decadencia feminizante de Oriente, moda distribuida entre prácticas bizantinas y árabes.
Moda juvenil de pelos largos, uso de hierros calientes para enrularlos, camisas ajustadas
y túnicas, la costumbre de yacer horas recostados en almohadones jugando a las
adivinanzas, a las ensoñaciones sobre el amor, a hacerse bromas y competir en deportes
infantiles. Un mundo de diversiones de salón y comedor en el que masticaban –como
decía un clérigo de la época– “esas horribles salchichas” que los germanos disfrutarían
en su lejano futuro. Y este esquema de placer y modo de vida no resulta del patricio
Cicerón y sí de aspectos de la vida cortesana.
El texto De Amicitia de Cicerón no es la infraestructura de la poética del amor, aunque
la Dama sea una amiga. No los valores de la República romana son el ideal cortesano,
aunque sea mencionado por los obispos en Vidas… La moda y cultura Cortesana
compone un personaje de gólem con el rostro si se quiere de Cicerón, la sonrisa de
Heliogábalo y la boca de Calígula. El humanista polimorfo.
La homosexualidad, el despotismo, la lubricidad, la molicie forran con sus lentejuelas el
filo de la espada curva de los sarracenos.
Nadie más preciso y sincero que Dénis de Rougemont, quizás porque su objetivo
declarado no es la exactitud filológica en un debate académico, sino la polémica no
resuelta de un destino ético en Occidente. Frente a este dilema, no demora en tomar
posición. Dice Rougemont en su libro El amor y el Occidente:

Llamo a Oriente, en esta obra, a una tendencia del espíritu humano que encontró del
lado de Asia sus más altas y puras expresiones. Entiendo por esto una forma mística a la
vez dualista en su visión del mundo y monista en su realización. ¿A qué tiende el
ascetismo oriental? A la negación de lo diverso y la fusión y absorción de todos en el
Uno […] Y llamaré Occidental a una concepción religiosa que, a decir verdad, nos ha
llegado del Cercano Oriente, pero que sólo pudo triunfar en Occidente: es aquella que
afirma que entre Dios y el hombre hay un abismo esencial, o como lo dirá Kierkegaard,
una diferencia cualitativa infinita. Pero no existe ninguna posibilidad de punto de fusión
ni de unión sustancial. Sino sólo una comunión cuyo modelo es el matrimonio de la
Iglesia y su señor. Esto supone una iluminación súbita, o conversión, un descenso de la
Gracia de Dios al hombre.
El matrimonio es el sacramento de la unión de Dios y el alma por el amor. La unión
carnal es la unión de la Iglesia con Cristo. Estas son dos caras de la teología del
matrimonio. Las finas elaboraciones sobre su definición y alcance se tejieron primero en
el cielo y luego en la tierra. Es difícil saber si la Gracia desciende de Dios al hombre,
pero es fácil comprobar si algo descendió fue el matrimonio, que de ser celeste pasó a
ser terracota.
La figura del matrimonio instituye el cosmos cristiano. Varón y mujer serán una copia
sensible del modo como cielo y tierra anudan su vínculo. Es el esquema de la diferencia
en la alianza, avatar de la teología de la encarnación.
De Oriente recibimos el dos que termina en Uno, para que quede cero. De Occidente, un
dos que, al ser enlazado en nombre del tres, permite el cuarto, trillones. La
multiplicidad. Oriente marcado en la sexualidad humana da origen al amor-pasión. El
amor-pasión se inscribió en la matriz emocional de Occidente. Se nos ha clavado, se ha
hecho ética y carne. Ha generado el espejismo del adulterio, la serpiente del matrimonio
monógamo. Creemos que una vida sin pasión, y sin la pasión de las pasiones que es la
que enlaza a un hombre y una mujer, es gris, anémica y cobarde. El amor sin pasión es
un amor de retaguardia. Por eso la pasión es sólida, habla un lenguaje moral. Pero estas
intensidades nos prometen todo y nos arrojan a la nada. Parecen una vida eterna y son
regalo de muerte, invocan un paraíso y nos abrazan en el cementerio. La pasión es la
perversión de la erótica occidental. Rougemont la condena por ser suicida, carecer de
objeto, proponer un amor artófago. El amor-pasión crea un vínculo antisocial, contra
todos, incluso contra otro y contra uno mismo. La novela medieval Tristán e Isolda es
su ilustración literaria.
Es posible evitar esto, dice Rougemont, con el matrimonio cristiano, donde el amor es
comunión en la diferencia. Evita la fusión y permite la participación. Se establece un
pacto de fidelidad e indisolubilidad. Esta garantía sellada por Dios convierte a los que
firman en personas y prójimos. Se diferencian por su singularidad. Son per se una, y
están en proximidad.
Es cierto que el matrimonio cristiano, bendecido como sacramento en el Concilio de
Letrán en 1215, pretendía justificarse mediante su dinamismo consensual. Ambos
cónyuges debían dar el sí. Sin embargo, este sí es más que dos letras. Discutieron largo
tiempo la edad requerida para dar el sí. La tradición romana, la más rica en la materia,
situaba el momento entre un mínimo de siete años y un promedio de 12. Una particular
combinación entre minoría de edad y propia voluntad en el marco de un matrimonio
entre prójimos siempre bajo tutela. El consenso parecía estar más destinado a una mejor
administración de los patrimonios que una igualdad jurídica entre los sexos.
El amor cortés, que para Rougemont es una de las formas del amor-pasión, se oponía al
casamiento basado en la conveniencia o en la violencia. Pero también se opone a la
satisfacción. Es una de las constantes de la poética del amor. Encuentra el placer en la
interrupción y la satisfacción en la contención y en la no realización. Los amantes de la
poesía erótica viven de constantes separaciones. Se incendian de ardor amoroso ante sus
respectivas ausencias. La no presencia estimula la pasión, mientras la presencia
efectiva, su regularidad y la previsión de una compañía cierta es la particularidad del
matrimonio. Por eso el amor cortés no se resume en el encuentro ansiado sino en el
desencuentro sabiamente construido.

¿Qué hace el danés Kierkegaard en esta zona de tinieblas? Justamente él, que no soporta
el matrimonio y prefiere la pasión. Es cierto que es la pasión del absoluto, pero ¿qué
otra cosa es la mística, sino llamado al vacío? En sus antípodas –al menos para
Rougemont–, está Ibn Arabi de Murcia, el místico sufí, acompañado por Marian, en su
camino de amor místico. Desde las tribus del “amor odhri” de los destierros del Yemen,
hasta el pensamiento de Ibn Arabi y Sahravardi, la mujer es amable por el ángel que
encarna. Su belleza es escala al conocimiento, es éste el legado de Platón coloreado por
las dunas del desierto. Pero la Régine de Kierkegaard jamás dejó de ser tentación
matrimonial, porque el Diablo para Kierkegaard era conyugal.
El matrimonio occidental, dice Rougemont, está en crisis. Existe una fisura en el amor.
Hombre y mujer ya no se encuentran y cuando lo hacen fracasan. ¿Cuál es la razón por
la que unión y promesa se han convertido en divorcio y afrenta?
Una razón es la ya nombrada: la infiltración oriental. La otra, apenas mencionada por
Rougemont, es que ha cambiado la mujer. Es un cambio desconcertante, aunque no
parece positivo. No deja de ser loable un incremento en las libertades, pero parece
tratarse de otra cosa. ¿Qué quiere la mujer? ¿Lo mismo que el hombre? El interrogante
queda abierto, no se sabe si resulta decisivo. Porque si la culpa la tiene el oriental, la
solución es más fácil. Se hace una gran promoción de que la pasión es un mensaje de
guerra y muerte, que hombre y mujer no son dos biorritmos que se devoran entre sí
sino compañeros de un destino común, y se consiguen algunos adeptos. Pero si uno de
los contratantes se dedica a otra cosa, o si ni siquiera parece esclavo de la pasión, y
frente al varón transmite cierta indiferencia, ¿a quién echarle las culpas? La Dama
miraba desde arriba, pero era receptiva del lamento poético. ¿Qué sucede cuando no
sólo mira desde arriba sino que ni siquiera escucha?
A pesar de todo, Rougemont creó un nuevo atributo para sumar a los conocidos acerca
del islam: la esterilidad.
El Oriente Lejano nos envió la ideología del amor, que por ser suicida, es estéril. Por lo
que la conexión oriental –para resumir a nuestros eruditos– introduce en nuestra
civilización una idea del amor que se basa en la homosexualidad, la lubricidad, la
molicie, el despotismo, la esterilidad y –al menos en las cortes ottonianas– los ruleros.
Así termina esta historia del amor. Un invento condimentado con especias. Pero no
olvidemos que el amor no sólo se siente sino que se hace sentir, es decir, escuchar. El
amor es un canto, un poema cantado. Ésta es la innovación de los años mil. Por eso
podemos preguntar por última vez: ¿quién fue el primero que le cantó al amor?
Dicen los críticos y compaginadores de antologías que el primer poeta de la lírica
occidental fue Guillermo de Aquitania, ungido como el primer trovador. Su presencia
histórica siempre ha caído como un milagro equiparable al de Tales, aquel que inventó
la filosofía. Mientras éste se cayó en un pozo de Mileto, Guillermo comenzó su canto
fundador durante una cabalgata. Así son los milagros. Con respecto al milagro griego ya
muchas cosas fueron dichas para otorgarle al milesio el genio que merece y separarlo de
las tonterías que no merece. Con respecto a Guillermo las cosas dichas fueron poco
difundidas.
Comencemos por el poema. Tarab en árabe es “joya” o “canción melódica” ejecutada
por instrumentos y cantada por los taraba, de donde deriva la palabra “trovador”. Los
árabes tenían su tradición melódica ya secular. Eran los poetas llamados “casidas” de
los hombres del desierto. Cantos de amor y silencio, de viajes de vida nómada y lugares
abandonados por la tribu, cantos de camellos, oasis y palmeras. Hay una casida que se
llama “Ausencia” y dice así:

Recorro con mis ojos los cielos


Por si viese la estrella que tú ves.
Pregunto a los viajeros de todas las tierras
Por si encuentro a quien hubiese aspirado tu fragancia.
Dirijo mi cara al viento, cuando sopla,
Porque quizá la brisa me hable de ti.
Voy sin objeto ni camino
Para que el canto de un pájaro me recuerde tu nombre.
Observo sin necesidad a quien encuentro,
Por si recibo un rasgo de tu hermosura.

Estas poesías se pierden en el recuerdo y se urbanizan. Los decorados son callejuelas,


bazares, palacios y librerías. Y la forma poética también cambia. Renacen los
muwaschach, estrofas creadas hacía tiempo por el poeta Maccadam y reelaboradas por
las nuevas disposiciones de las poesías zejel. Son estrofas con un primer verso, luego
tres monorrimos, y el cuarto que rima con el primero en la espera de un estribillo o
apoyo. Corresponden a la misma época el invento del estribo de la montura y el de la
poesía.
La muwaschach se hace zejel cuando emplea lenguaje dialectal, vulgar. Se parece a la
antigua casida que en su primera parte tenía una dedicatoria de amor y en la segunda
componía un elogio a un personaje.
El zejel, como toda poesía medieval, se canta. No es una canción monódica, sino coral y
popular. Interpretada por un solista, el público lo sigue en coro repitiendo el estribillo de
cada estrofa. Se acompañaba con el al-ud, flautas, castañuelas y, a veces, con baile. La
revolución poética de esta estructura lírica no reside en la rima, ni siquiera en el tema,
sino en que el primer verso rima con el cuarto, y en el acompañamiento del estribillo.
Si las poesías de Guillermo de Aquitania no tienen estribillo o refrán es porque en los
salones en los que gustaba entonar no había murga o réplica. Este señor de Aquitania
poco tiempo estuvo en Aquitania y mucho en Siria, y más aún en Aragón. Sus hermanas
se casaron con príncipes de Aragón y una hija suya lo hizo con Ramiro el Monje, rey
aragonés. En la frontera del país de las jotas estaba la localidad de Barbastro, la caja
secreta de esta historia. El rey de Navarra Sancho el Mayor, junto con sus amigos de
Aquitania, va en auxilio del rey de Aragón, en dificultades con los musulmanes. Es una
cruzada hispánica anterior a las de Oriente. El ejército papal de normandos y franceses
conquista transitoriamente Barbastro. Hay un preciado botín: las mujeres cantoras,
miles de cautivas musulmanas y mozárabes excelsas en el canto, llevadas por los
conquistadores a Francia, Roma y Constantinopla. El presidente de la Real Academia
española, don Ramón Menéndez Pidal, habla de las siete mil cautivas que encantaron
las cortes de la cristiandad. El capitán del Papa se llevó para los salones pontificales mil
quinientas mujeres del reparto.
Guillermo IX de Aquitania, séptimo Conde de Poitiers, fue parte protagónica de esta
expedición. Fue antes de que se pusiera a cantar. Terminemos esta crónica con el canto
de las mujeres de Barbastro, que entonaban en las cortes musulmanas las canciones del
poeta Ibn Zaidoun, muerto en el año en que nación el llamado “primer trovador”:

Desde tu desaparición, mis días son negros,


Tu presencia hacía mis noches blancas.
La vida era dulce en tu compañía y
La fuente de mi alegría era tan pura
Como nuestro amor.
HISTORIAS DE AMOR
(TRISTÁN E ISOLDA
ABELARDO Y HELOÍSA)

Éste es el relato de dos historias de amor de los años mil: Tristán e Isolda y Abelardo y
Heloísa se contaban así:

TRISTÁN E ISOLDA

En las anchas llanuras de Caerleon se diseminaban las tiendas de campaña. La


animación era creciente. Caballeros de todas partes del reino acudieron para participar
del maravilloso espectáculo. El llamado rey Arturo había despertado el máximo interés.
Las insignias y las banderas brillaban sobre el prado. Las trompetas y el griterío
agitaban el aire. Pajes y ayudantes limpiaban las pistas y los corceles con vistosos
arneses eran cuidados por más de cuatro escuderos. Inaugurado el torneo, doscientos
caballeros cabalgaron hacia el centro del campo. Se formaron en dos hileras enfrentadas
para ofrecer el correspondiente saludo. Cada uno de ellos destinaba su secreta promesa
a la dama de sus deseos. Todos los ojos se fijaron en el pabellón real de donde partiría la
señal para dar comienzo a la fiesta. El rey Arturo mantenía en alto su espada. Tembló la
tierra cuando se encontraron las dos filas de oponentes. Los que seguían montados
después del primer embate volvían a alistarse. Y nuevamente el chocar de las armaduras
y el gemido de los heridos dispersaban a los que quedaban en pie. Esta maniobra se
repitió varias veces hasta que sólo diez caballeros conservaron sus armas. Entre ellos
estaba nuestro héroe, el inmortal Val de Thule, conocido por todos los niños como el
Príncipe Valiente, modesto escudero oculto bajo la puerta cerrada de su casco.
Blandiendo su lanza, toca el escudo de uno de los caballeros de más fama. Val de Thule
–héroe inmortalizado por las ilustraciones de Harold Foster y Max Trell en la colección
“Robin Hood de tapas amarillas– se acerca desafiante al caballero alegre, de negro
vestir y un león en el pecho. Sir Tristán, el de los bigotes oscuros y el pelo recortado
sobre los hombros. Nadie más fuerte que él, sin contar a Lancelot, cuyo vigor tenía
fama de circense. Tan asombrado como los demás, Sir Tristán se preparó para el
combate. Val, al verse ante tan formidable antagonista, tuvo un momento de duda. Pero,
¿qué podía hacer? Se preguntó si con un ardid no podría… Llegó entonces la orden de
combatir. El invencible Tristán cargaba ya contra él. El joven príncipe atacó a su vez.
Ocurrió entonces el tremendo choque y se rompieron las lanzas.
Éste es el Tristán que nació ante nuestros lejanos ojos. Alegre, protector, elegante,
respetado, primer contendiente de fama de Val, el príncipe de la lejana Thule. Tristán, el
caballero de la mesa redonda del rey Arturo, epopeya contada con insistencia en los
años mil. Fue súbdito de más de un rey, héroe de las más espectaculares aventuras,
protagonista de todas las fantasías, reescrituras y versiones, incluida la de Foster y Trell.
Hablaremos del Tristán que nace en la literatura hace mil años. Aun desdoblado en
diferentes relatos, siempre aparece envuelto en la misma aventura: la de un amor
desdichado. El Tristán de Beroult, el de Thomas, el de Gottfried de Strassbourg fabrican
un entramado que no siempre es igual. Hemos elegido la versión en prosa de Gottfried.
Escrita en alemán, la obra muestra la importancia de la educación cortesana, la ética
trovadoresca y el nuevo lenguaje de amor en el medioevo. En la versión de Gottfried
hay intriga y tensión, tal como en la novela moderna. El clima de suspenso destaca la
pasión de los amantes. “Tristán e Isolda” es una historia de amor. Para Dénis de
Rougemont es un arquetipo del adulterio y del mito del amor pasión. Considera que la
pasión de Tristán e Isolda nos ha hecho vincular el amor con la muerte en una
educación sentimental suicida. Es el extravío de la pareja heterosexual y la ruina del
proyecto matrimonial. “Tristán e Isolda” no estimula la poligamia –la eterna fantasía del
varón–. Es la iniciación a la extrema monogamia, la entrega del alma a un solo cofre.
Rougemot clama por una reflexión que al mismo tiempo cure la pasión y el ideal de la
concupiscencia con dedicación exclusiva.
Pero dejemos estos temores modernos y volvamos al año mil, momento en que nace la
imagen de los dos enamorados.
Gottfried dice que va a contar una historia de dolor, y también de inclinación. Pero la
inclinación, agrega, también provoca dolor. Es una historia que nos habla de la dulzura
del amor, de la libertad, y también del sufrimiento. Gottfried dice que el que se enamora
es como un pájaro. Vuela hacia donde quiere, y cuando se posa en una rama, queda
pegado. La vara de reposo tiene un pegamento que deja al pájaro adherido. Quiere
reiniciar su vuelo y aletea en vano. No puede desprenderse de la rama, es un pájaro
enamorado. Por eso, afirma Gottfried, el amor es una pena, una enfermedad, un tirano
que desafía la capacidad de autocontrol. Nos vence, vence a nuestra autoconciencia.
Estos son los comienzos del relato de Gottfried sobre la vida de Tristán. Es una manera
peculiar de desplegar su literatura. La naciente novela no ahorra sus consejos. Es un
rasgo de la época. Por eso la trama se interrumpe con las apreciaciones y reflexiones del
autor. La casuística cortés y su preceptiva se hacen presentes en el roman.
Los orígenes de Tristán lo muestran desvalido. El padre, Frigualín, traicionado por sus
amigos, la madre, Blancaflor, muere en el parto. Tristán es educado, sin que él lo sepa,
por padres adoptivos. Recibe una educación cortesana. Su educación le permite ser un
virtuoso de la palabra, adornarse con un habla elegante, ser seductor en el canto, diestro
con el laúd y en la viola. Éstas eran dotes excelsas de Tristán. Practicaba, además, un
valor apreciado por la educación cortesana: sabía qué decir de acuerdo con las
circunstancias. Tenía una capacidad especial para ponderar los momentos y las
situaciones.
Desde su adolescencia fue muy precavido ante las expectativas de sus semejantes. No
daba de sí aquello que se esperaba, no se desvivía por agradar ni por los triunfos
inmediatos. Sabía controlar los tiempos y hacía de la discreción un arte. Pero no sólo
cultivaba el espíritu, era diestro con la espada y un maestro prodigioso en el arte de la
caza. Varios pasajes del libro de Gottfried son descripciones de pasarela. La presencia
de Tristán es anunciada como un certamen de belleza. el autor subraya la seducción de
su andar: “su belleza se revelaba en sus pies y en sus piernas”. Tenía, además, labios de
un rojo vivo, piel blanca, ojos brillantes, manos y brazos proporcionados y una estatura
justa. Estos dones se los había concedido Dios. Tristán era querido por todo el mundo,
sabía estar a disposición de aquel que lo estimara. Reía, bailaba, cantaba, cabalgaba,
corría, saltaba, participaba en fiestas con contención y alborozo.
Tristán deja la casa paterna y llega a Cornualles, comarca del rey Marco. Ignora que el
rey, hermano de Blancaflor, es su tío. A su vez, el rey ignora que está en presencia de su
sobrino. Tristán seduce a toda la Corte y en poco tiempo se convierte en el preferido del
rey y heredero de su trono. Hasta tal punto llega el influjo de Tristán sobre el rey que
Marco decide no buscar esposa para que su delfín no tenga rival en la sucesión del
trono.
Tristán hace gala de sus virtudes. No tiene más que quince años cuando llega a la Corte.
Su sabiduría sorprende al rey, quien lo escucha atónito cuando le dice: “la indolencia es
la muerte de la juventud”, o “la indolencia es la muerte del honor. Si alguien se entrega
a la indolencia cuando es joven, pierde el honor”. Tristán, que conoce varios idiomas,
ejecuta una gran variedad de instrumentos de cuerda, es dueño de una dulce voz y es el
más hábil en la caza y en el arte de la espada, le dice a Marco que en su temprana
juventud él también pecó de indolencia. Debió haber aprendido y hacer más cosas.
El rey Marco era vasallo del rey de Irlanda, que enviaba a un gigante llamado Haroldo a
que cobrara su tributo. El botín consistía en un número variable de doncellas que debían
encantar los aposentos del palacio de Dublín. La desazón del rey se incrementaba al ver
que nadie en la Corte se atrevía a enfrentar a Haroldo. Tristán ofrece su brazo para
anular el terrible tributo. Propone que el combate se libre en una pequeña isla y pide una
sola barca, porque sólo una hará falta para un solo sobreviviente. El triunfo de Tristán
hará cesar el tributo, el del gigante se quedará con la vida del ofensor.
Haroldo, por su orgullo y por el desprecio que tiene por Tristán, acepta el reto. Tristán
lo derrota, pero es herido por la espada envenenada de Haroldo. Tristán sabe que ha de
morir, sólo tiene una posibilidad de salvación. Alguien conoce el antídoto: la hermana
de Haroldo, la esposa del rey de Irlanda, de nombre Isolda. Isolda es reina, curandera,
maga, maestra en hierbas. Tristán enfermo y con los días contados se embarca.
Ahorraremos al lector las peripecias de Tristán, ya que lo que nos interesa es su historia
de amor. Es suficiente con agregar que poseía una cualidad que le dio importantes
resultados en su viaje a Irlanda: sabía disfrazarse. De ese modo consiguió curarse y
nadie lo identificó como el agresor del hermano de la reina.
Al volver a la Corte del rey Marco, Tristán, en la cumbre de su gloria, debe soportar los
ataques de los cortesanos que no dejan de tejer intrigas para sustraerle los favores. La
envidia crecía y amenazaba a Tristán. Por eso convenció al rey de la necesidad de
casarse y dejar el reino con un heredero legítimo. De este modo, pensaba, los celos de
los cortesanos tendrían fin. A pesar de resistir durante algún tiempo, Marco cede y se
dispone a escuchar las sugerencias de Tristán. Es un misterio saber por qué Tristán le
recomienda a la hija de la reina Isolda, llamada también Isolda. En Irlanda, Tristán no
había reparado demasiado en ella. Sin embargo, la recomienda y con la aprobación de
Marco, viaja.
El nuevo problema consiste en obtener el favor de la princesa y de su rey sin delatar su
procedencia. Numerosas e interminables aventuras de Tristán lo llevan a matar un
dragón, principal obstáculo para obtener un premio preciado. Debe entregar como
prueba la lengua del dragón aún tibia, pero se la roba un pretendiente de Isolda, el
desagradable senescal de la Corte.
Frente al dilema de a quién pertenecía la lengua, y debido a una apuesta que gana, tiene
derecho a pedir lo que más desee. Devela entonces su identidad y pide a la princesa para
su rey. A pesar del escándalo general, el odio y la sed de venganza, el rey debe entregar
a su hija, e Isolda, desesperada, acompaña a Tristán.
Gottfried nos habla de la pequeña Isolda. Era bella, dominaba artes refinadas y
habilidades cortesanas con sus manos y su boca. Sabía el idioma de Dublín, pero
además hablaba francés, latín y tocaba con talento las cuerdas al modo extranjero, es
decir, al estilo de Saint-Denys. Un juglar le había enseñado la ciencia moral, la ciencia
de la distinción refinada. Pero cuando Gottfried describe a Isolda no habla de sus pies,
de su boca, de sus caderas, como lo había hecho con Tristán. Emplea una serie de
clichés de pobres alcances imaginativos, por ejemplo: “tenía una personalidad agradable
y su presencia y modales eran buenos”.
Durante el enfrentamiento entre Tristán y el usurpador de la lengua, la reina cansada
ante el cobarde y contrahecho senescal que insiste en obtener los favores de Isolda la
Rubia, le dice:
“Senescal, tienes una personalidad femenina porque amas a quien te odia y odias a
quien te ama. ¡Sé masculino! ¡Ama a quien te ame, y desea a quien te desee a ti
también!” Una sabia apreciación sobre los componentes femeninos de los masoquismos
eróticos.
Gottfried describe a Isolda hija con atributos avícolas: “su andar era erguido y natural
como el de un gavilán. Estaba bellamente engalanada como un papagayo. Paseaba la
mirada como un halcón en la rama”. Y al describir su mirada agrega: “sus ojos no
miraban ni con demasiada suavidad, ni con demasiada intensidad”. El desajuste del
adjetivo no nos impide soñar su belleza. Los conocedores de la historia de Tristán e
Isolda recuerdan la existencia de un elemento clave que condensa toda su intensidad
dramática: el filtro de amor. Juega un papel principal en la ópera de Wagner, en
Gottfried es un factor adyacente. En la novela, Tristán e Isolda beben el líquido y, una
vez vaciada la copa, los dos tienen un solo corazón. Se miran y se encuentran más
atractivos que antes. Dice Gottfried que el amor es bueno; si la gente por amarse no se
viera más bella que antes de amar, el amor no sería fructífero. Si lo es, se debe a que es
capaz de embellecer. Por eso el amor es valioso. No me detendré en las largas
discusiones acerca de si la atracción entre Tristán e Isolda fue previa a la fatalidad del
filtro. Los críticos no se ponen de acuerdo entre sí, y sus opiniones se distribuyen en el
sube y baja de los bandos. Las versiones de este amor literario complican aún más el
panorama. Algunos no soportan que una de las más bellas historias de amor resulte de
los efectos de un líquido, otros aprecian en este hecho una delicada metáfora, la del
destino y la fatalidad de la pasión…
Después de este filtro, Tristán e Isolda hacen cosas de amor. Dice Gottfried: “andan
mucho juntos, Isolda se acerca al modo de las muchachas, dando rodeos, yendo desde
muy lejos”. Pero este hablar, avatar muy apreciado por ciertos semiólogos, no siempre
es transparente, y no puede evitar los juegos de la lengua. Dice Isolda: “tengo la ‘meir’”
(habla en una especie de anglofrancés, no debe sorprender ya que estamos en un
momento en que las lenguas nacionales están por diferenciarse). Tristán le responde:
“¿Estás mareada?” Ella dice; “No”; Tristan insiste: “¿Comiste algo amargo?”. “No,
padezco el amor”, se lamenta Isolda. Mareo, amargura y amor se dicen con un solo
vocablo ‘meir’. Suponemos que no todas las conversaciones entre los enamorados
pasaron por este trabajo semántico.
Tristán e Isolda hacían el amor, y está bien que lo hicieran, dice Gottfried. Al amor hay
que pagarle un tributo; si no se lo hace, se peca. Debe haber un equilibrio entre el amor
y el pudor, si el pudor es excesivo los enamorados cometen un robo contra ellos
mismos.
Sí y no; no y sí. Esto es lo que no existía entre los dos. Había un sí sí, o un no no. Ni los
quiero pero no puedo o su recíproca, ni los quiero y no quiero, ni ninguno de los
mecanismos de la vacilación amorosa. Todo era quiero y puedo. Se enojaban, se
peleaban. Dice Gottfried que esto era una suerte porque el enojo y el enfado sin odio es
la fuerza del amor. Una costumbre amiga del amor es la pelea, la tensión y la tirantez.
El amor reverdece y rejuvenece con la pelea. Ofrece la posibilidad de que la fuerza de la
lealtad se manifieste en la reconciliación. Los enojos son la renovación del amor.
Cuando no hay peleas, el amor deja de reverdecer. ¡Qué buenas son la desconfianza y la
sospecha! No hay que convertirlas en otra cosa, jamás en una certeza. La verdad es
peligrosa. La duda es parte del amor, lo que lo mantiene vivo. Mientras se siga dudando,
hay motivos para la esperanza. Cuando la verdad es patente ya no hay salvación.
Además, si todo saliera de acuerdo con los deseos de cada uno de los amantes, el amor
dejaría de conceder valor a la permanencia y se cansaría. Al amor lo cansa la
satisfacción. Cuando se suscita la duda, los amantes no quieren separarse de ella y el
amor tampoco.
En una escena de esta historia, Tristán e Isolda deben huir y aislarse. Se retiran a un
bosque. Isolda debió casarse con el rey Marco, pero ama desesperadamente a Tristán.
Se refugian en una gruta de amor. Algunos autores la describen como una especie de
catedral gótica, con transparencias por las que se filtran los rayos del sol. Otros no la
hacen diferir de una modesta cabaña. En esta gruta del bosque están por fin solos y
juntos. “Se miraban el uno al otro, y de esto vivían. La cosecha de sus ojos era el
alimento de los dos. No comían otra cosa más que amor y deseo”.
Vivían la anorexia de la pasión del amor. No disfrutaban del clásico placer matrimonial
de compartir las digestiones lentas. Formaban un número par: eran uno y uno. El amor
entre ambos, dice Gottfried, estaba hecho contra la violencia, pues si alguien traspasa
las puertas del amor sin que se las franqueen desde adentro, entonces no se trata de
amor sino de falsedad. Pero también existía la pasión de Marco, el esposo de Isolda,
quien en toda la obra no hace más que seguirla, y acechar a Tristán. Cela, sospecha,
corrobora que algo terrible ocurre entre su preferido, su más que hijo, y su mujer.
Después llega a la conclusión de que ha sido engañado por sus propios temores y que
nada desleal acontece entre sus seres queridos. Tristán e Isolda deben desbaratar
continuas celadas y trampas de los servidores del rey. Marco no deja de dudar,
confirmar, probar y desmentir. Gottfried sostiene que Marco sabía y veía con meridiana
claridad que Isolda se deshacía en cuerpo y alma por Tristán. Y sentencia que allí donde
el delito es claramente visible no es posible decir que hay burla o engaño. No hay
engaño cuando no se quiere saber. Fue el deseo el que invirtió los ojos de Marco y le
impidió ver para afuera, para perderse en las imágenes de su propio engaño.
Gottfried interrumpe la historia para reflexionar sobre el amor a la mujer y la vigilancia
a la que se la somete. Afirma que lo que pretende permanecer sellado y encerrado en el
corazón no es sencillo de ocultar. El amor es imposible de ocultar: se ve. Para aquel que
persigue, duda, sospecha y custodia a su mujer, la recomendación de Gottfried es la
siguiente: la vigilancia es una institución maldita, se opone al amor. Provoca las iras y la
indignación porque ataca la honra y el prestigio de muchas mujeres. Por eso todo
hombre inteligente, o al menos aquel que quiere concederle la honra a su mujer, no debe
someter su buena intención a ninguna vigilancia ni averiguar la verdad de sus secretitos.
Lo único que debe hacer es dar consejo e instrucción, ternura y bondad, y encontrar
todos los medios para cuidar de ella. “Pues por mucho que lo intentemos, no hay
manera de obligar a una mujer a que no dé su amor por las malas”, agrega Gottfried.
También dice: “¡qué bello es que una mujer se conduzca como hombre!”. Una mujer así
es virtuosa porque actúa contra su manera de ser. preserva alegremente su buen nombre,
su honra y personalidad contra su predisposición natural. Actúa como un hombre
porque es activa e intenta ejercer su poder de autocontrol. ¿Qué puede haber más dotado
de perfección en una mujer si no es la batalla que libra contra su cuerpo con la ayuda de
su sentido del honor a fin de dar a cada uno lo suyo: al cuerpo lo que es del cuerpo y al
honor lo que es del honor? Se trata del equilibrio entre honor y cuerpo. Una mujer se
equivoca y actúa de modo indebido cuando perjudica el honor por culpa del cuerpo o el
cuerpo por culpa del honor. Nada hay más encantador que una mujer que se somete a sí
misma convenientemente. La mujer que aspira a ser amada por todos debe primero
amarse a sí misma. Lo masculino y lo femenino no son géneros sexuales, sino formas
de la voluntad. Luchar contra nuestras predisposiciones o abandonarnos a ellas
distinguen actividad y pasividad.
Dice Gottfried que por todas partes florece la perfección femenina. Se multiplican los
frutos de la fidelidad y el amor, de la honra y del reconocimiento terrestre. Es el mes de
mayo, la primavera, el mes de la reconciliación dorada.
El final de la historia de Tristán e Isolda es inesperado. Gottfried estaba concentrado en
darnos los sabios consejos a la mujer y la preceptiva de la buena forma del amor cuando
interrumpe su reflexión y nos manda con Tristán a una isla, en la que aparece una
tercera Isolda. Tristán dice: “amo a dos Isoldas, siento afecto por las dos y, no obstante,
en mi otra vida, Isolda le guarda afecto a un solo Tristán. Isolda me ha desposeído de
Isolda. Las cosas ya no son como antes”. Tristán se siente culpable por una
descompensación matemática. Su corazón está ocupado por dos Isoldas. Si la Isolda de
Cornualles conociera a otro Tristán, la balanza estaría equilibrada, pero tampoco es así.
Dos Isoldas se disputan su amor, la lejana desplaza a la cercana. Pero Tristán tiene
temple volátil. Se enoja y reprocha: “ahora estoy triste”, y pensando en Isolda, agrega:
“y vos estáis contenta. Además estáis casada”. Como si hubiera olvidado que él también
lo está. Y fue así, nos cuenta Gottfried, como Tristán se enmarañó. Pensaba en un amor
distante y padecía de un gran sufrimiento por aquel amor que no podía ver ni escuchar,
mientras se abstenía de gozar de su amor cercano. Se volvía loco entre las dos Isoldas.
La novela de Gottfried llega así a su final, con Tristán que ama y no ama a Isolda y a
Isolda.
Acabamos de relatar la versión medieval de la novela Tristán e Isolda. ¿Qué función
cumplen en la sociedad feudal? No podemos decir que enaltece el amor pasión. Tristán
termina sus días con un acentuado mareo psíquico. Algunos críticos sostienen que
Gottfried conserva cierta ambigüedad, debe ser por eso que la intriga mantiene
expectante al lector. Los consejos de Gottfried rinden homenaje a los placeres del
cuerpo y descreen de las quejas del marido. Por eso es difícil sostener que Gottfried es
el portavoz de los clérigos en su combate público contra la nueva clase cortesana. La
figura de Tristán no deja de tener colores altivos, y las intrigas de la Corte dejan su
figura a salvo. Sucede con esta novela lo mismo que con otras del mismo periodo: es
una obra sin terminar. Mantiene un recorte inacabado, al igual que los textos que son
versiones de versiones, y dejan los retazos para que otros continúen el tejido de la
historia (cuando se habla de literatura el vocabulario debe ser textil: géneros, cortes,
retazos, piezas, hilos, pliegues. En los años mil están asociados los herejes, los
trovadores, los poetas y los tejedores).
La historia de amor entre Tristán e Isolda termina confundiendo lo lejano con lo cercano
en un múltiple desdoblamiento de los nombres. Hay varias versiones sobre esta historia
de amor. Las hay modernas, y más modernas aún. La modernidad aparece en el intento
de los intérpretes. Me refiero a una profunda necesidad de teorizar. La historia de amor
confirma las tesis más variadas. Tristán e Isolda pueden ser hijos del complejo de
castración, de la deficiencia ontológica del ser humano, es decir, de su sexualidad
discordante, tanto como del nomadismo social de nuestro héroe, reacio a que las marcas
culturales se inscriban en su cuerpo y en su alma.
Pero antes de llegar a esta exégesis de hoy, recordemos la interpretación romántica,
disolvente y sublime en los días de la gran música. Rougemont ve en esta leyenda la
conformación del adulterio, como norma ética, y la figura de la pasión como un
encadenamiento del amor a la muerte. Esta acusación teórica de Rougemont no
especifica su blanco. Pero es difícil sostener que se refiere a Gottfried porque la idea del
obstáculo –emblema de la pasión– para nutrir el amor, no es más importante que el
conjunto de sus preocupaciones acerca de la vida y el amor cortesano. Rougemont
embiste contra otro “Tristán e Isolda”, no el del medioevo, a pesar de su insistencia en
trazarle una genealogía tan exótica. Su blanco es la historia leída a través del prisma del
ideal romántico. En su artículo sobre Tristán e Isolda, la ópera de Wagner, Thomas
Mann percibe en el segundo acto el compendio del romanticismo alemán, con sus
característicos polos: el día y la noche, la sombra y la luz, la forma y el abismo, el
individuo y la totalidad. Pero dejemos los comentarios y hablemos de la ópera y de su
compositor. Cuando Wagner está por escribir la obra sufre sus eternas dificultadas. Sus
deudas lo obligan a buscar mecenas y protectores. Retirado en Zurich y con el objetivo
de reconquistar el favor del público alemán, que lo había rechazado, mientras busca un
tema más romántico y seductor conoce a su nuevo protector, Otto Wesendonk,
importante comerciante de objetos de plata. La desinteresada colaboración de Otto hace
que adquiera una villa en los bordes del lago de Zurich, “El Asilo”, en el que se instalan
Wagner y su mujer, Minna Planner. Wagner evidentemente no soporta a su mujer, la
trata como a una ama de llaves, y para evitar aún más su contacto, consigue un
certificado médico que les impide compartir el lecho, Minna queda relegada a la cocina.
Wagner se enamora de la joven, bella y espiritual Matilde, las esposa de Otto
Wesendonk, con la que compone poesías y canciones. Comparte con ella la lectura de
El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, que les habla del dolor de
la existencia.
Este amor lícito es descubierto por Otto, quien intenta distanciar a los enamorados
prohibiéndole a Wagner la entrada al “asilo”. Minna, en un esforzado arrebato de
dignidad se aleja hacia Venecia, ciudad en la que morirá.
Éstas son las circunstancias en las que madura la ópera Tristán e Isolda, que dos años
después se corona con un nuevo encuentro del maestro, el que tiene con la hija de Franz
Listz, Cósima, esposa de Hans von Büllow.
La situación de este nuevo trío se complica, ya que en esta época el protector de Wagner
es Ludwig de Baviera, el joven rey homosexual que a toda costa quiere interpretar el
papel de Isolda. Wagner propone a Büllow que simule una amistad de tres, para que el
rey no sospeche de su relación con Cósima, y no abandone sus fantasías traducidas en
alimentos para el compositor.
La ópera de Wagner es intensa, no se entiende a los que despreciaron su letra. Su único
tema es la pasión entre Tristán e Isolda. A diferencia de la novela de Gottfried, no se
trata de la educación cortesana, ni de los modos adecuados de practicar el amor. Se
concentra en la fatalidad de la pasión. El filtro de la muerte se convierte en el del amor.
Isolda hija cree que su madre había preparado una poción para que se deshiciera de
Marco, el rey enemigo. Pensaba con alegría en su madre hechicera que al fin había
preparado una poción dañina y no las habituales hierbas reparadoras que curaron al
aborrecido Tristán. Son tensos los momentos en que navegan de Irlanda a Cornualles.
Isolda llama a Tristán, éste le manda decir que no puede dejar el timón. Ella insiste y se
siente injuriada, dice que Tristán es un desagradecido: al fin y al cabo, fue en su Corte
donde salvó la vida, a pesar de haber sido el asesino de su tío y pretendiente, el gigante
Haroldo. Insiste en que Tristán deje el timón y se presente. Tristán finalmente acude y
argumenta que es su costumbre no acercarse a una dama prometida a su señor. Isolda le
recuerda otra costumbre, la del agradecimiento. Lo que ella quiere es brindar con él la
pócima de la muerte, que ambos apuran. Tristán no entiende la ocasión del brindis y
cuando dejan la copa, ambos se miran sin terminar de mirarse. Quedan fascinados ante
sus cuerpos deslumbrantes. Sus cuatro ojos son cuatro anzuelos de plata. La pócima era
de amor, la madre había pensado, según su costumbre, en un modo en que Isolda podía
conquistar para siempre el amor del rey Marco. Y ella, queriendo morir y matar al
asesino de su tierra, volcó en ambos el líquido de la reconciliación y el ardor.
La maestría del texto de Wagner se aprecia en los siguientes diálogos. Uno es el que
tiene Tristán con el rey Marco. El rey le dice compungido de dolor:

¿Por qué has sensibilizado mi corazón?, porque tú me lo has sensibilizado para que
pueda doler, y en el lugar preciso de su sensibilidad, de su frágil ternura, en mi corazón
delicado y desnudo, he sido golpeado. No hay por qué esperar que me alivie alguna vez.
¿Por qué, desgraciado, me has herido con tanta crueldad?

Y Tristán responde:

Oh, rey, no puede decírtelo. Jamás podrás saberlo.

Tristán no quiere que el rey conozca la historia del filtro. Supone que al enterarse
debería perdonarlos, y no quiere que así sea.
En la ópera de Wagner, Tritán agoniza en la playa de una lejana isla. Tiene la débil
esperanza de que su amada llegue a rescatarlo. Pide a su compañero que vigile el mar y
le avise si un pabellón o una vela se asoman sobre el horizonte. Pero sus palabras son
amargas:

¿Cuál es mi destino, para qué destino nací? La vieja canción aún me lo dice, arder en
deseos y morir. ¿No es eso lo que dice: desear, desear hasta la muerte?, jamás morir es
mi deseo. Ninguna cura, ninguna muerte dulce podrá liberarme del sufrimiento del
deseo. Jamás encontraré reposo. La terrible poción que me condenó al tormento, soy yo
mismo el que la fabricó. En la desgracia de mi padre la fabriqué, en los dolores de mi
madre la fabriqué, en las lágrimas de amor, entonces y siempre encontré el veneno de
aquella poción.

Cuando Tristán entrega su último suspiro, llega Isolda, se inclina sobre su cuerpo y
canta:

En la masa de las olas, en el trueno ruidoso, en el todo que respira a través del aliento
del mundo. ahogarme, hundirme, perder la conciencia, voluptuosidad suprema.

Finalmente llega Marco y perdona a todo el mundo. Se corre el telón. Los aficionados a
la obra suponen que Isolda muere junto a Tristán, de hecho sólo sabemos que el fin de
la obra coincide con su canto. Pocas veces se vio a alguien morir cantando, pero se hace
patente el deseo soprano de Isolda: morir.
Ésta es la ópera romántica, su clima es de pasión y muerte. La unión de dos amantes se
hace extrema. La voz de Isolda y la de Tristán se acompañan como las ondas del mar.
Confunden su dolor. Si en Gottfried la historia combina reflexiones éticas con los
sucesos de amor, aquí amor y dolor dibujan la cara de la pasión. Wagner nos hace
escuchar la música del dolor, la música de la separación, Tristán e Isolda son uno;
cuando un tercero los separa, mueren.
Antes de abandonar esta historia de amor, y después de haber recorrido los caminos
medievales y los del Romanticismo, daremos un rápido paseo por una nueva comarca
interpretativa. Me refiero al psicoanálisis de la modernidad cuando se adorna con los
ropajes de la retórica, el Barroco y los densos juegos del significante. La extraña
combinación entre la crítica literaria y los especialistas del inconsciente según la
fantasía de un lacántropo, el interesante crítico lacaniano llamado Huchet, quien
sintetiza en su lectura Tristán e Isolda todos los recursos aportados por el psicoanálisis
enriquecido por Lacan. No es su propósito aplicar los conceptos psicoanalíticos a la
literatura medieval al modo ingenuo y presuntuoso de otras épocas. No contemplará
como Narciso la felicidad conceptual de las invenciones de Freíd. Intentará liberar un
saber sobre la literatura medieval y más ampliamente sobre el fenómeno literario en sí
mismo.
Una vez arremangado, se dedica a desplegar su interpretación. La subdividiremos en
diez incisos (o mandamientos), que condensan el deber ser de su teoría del significante
sobre nuestros enamorados.

1. El texto tristaniano nos habla de un amor fallido. Pero también falla el texto, siempre
lo hace. Un escritor o un texto no saben lo que dicen. Por esta razón es válida la acción
de la crítica literaria que debe buscar las causas de esta incompletud y fracaso.
2. La diferencia sexual es infalible, insuperable, irreversible. Al menos dos en el orden
de la sexualidad.
3. Ejemplo de James Joyce:

Sir Tristán, Violer d’amores, fr’ver theshort sea, had passencore rearrived from North
Armorica on this side the scraggiy isthmus of Europe Minor to wuilderfight his
penisolate war […]

Ésta es una frase de Finnegans Wake, que tanto quiere decir “despertar del fin negado”
(fine negans wake!), como “los fineses no se despiertan”. Nuestro lacántropo subraya,
en el texto joyceano sobre la semántica tristaniana: penis olate – pen isolate – Islote
[Isolda], conjunción entre lapicera, pene, isla, Isolda, aislamiento; es un trabajo del
significante que muestra que la mujer es un continente al que el hombre llega por
errores, tan mal armado en su virilidad, como en su escritura. ¡Bingo!
4. La importancia del sueño para entender la literatura medieval. No sólo la metodología
aportada por Freud en su Interpretación de los sueños, sino los mismos sueños de los
personajes de la novela. Como los de Isolda: una vez sueña que es despedazada por dos
leones. Uno es el marido, otro es Tristán. Este sueño pone en acción a tres personajes,
Isolda, Marco y Tristán. Este triedro está incripto en el nombre de nuestro héroe, Tri-
stan. El sueño revela la imposibilidad de ser “una” y el llamado a contarse como “dos”
por el despedazamiento entre esposo y amante. El relato del sueño reenvía a lo que la
novela aprendió a callar: que el amor es una justa en la cual la posesión se confunde con
la destrucción. Es una oralidad salvaje desencadenada por el sueño, en la que el deseo se
transforma en agresión. El corpus tristiano no ignora los recursos ficcionales del sueño.
Para aquellos que no están enterados de los ítem que interesan a los lacanianos, debo
informar que la cuestión de “una”, “dos” y “tres” conforma claves de su metafísica.
Tri-stan laurel y/o Laurel Hard (hígado duro) y…
5. Con respecto a las dos Isoldas que aparecen en la novela, se ve que la dualidad
femenina divide al hombre que goza ahí donde no desea. También es posible decir: me
es prohibido gozar allí donde se sitúa mi deseo. La imposible ecuación entre deseo y
goce.
Tristán e Isolda es una crónica de encuentro malogrados.
6. La leyenda gira alrededor de una sucesión de heridas que recuerdan la principal, la de
Tristán en el duelo con el gigante. La herida muestra, además, la interrupción del
movimiento natural de la sexualidad, y constituye la culminación de su lógica. Es lo que
Freud teorizó con el nombre de castración.
7. El texto tristaniano participa de una clínica literaria en la que la ficción mediatiza el
acceso a un saber la impasse, en donde se teje la relación con el otro ofrecido en toda su
extensión óptima en la noción de castración. Creemos que no es grave.
8. La sexualidad constituye el lugar de una disarmonía entre las relaciones sexuales
entre el hombre y la mujer. Éste es el quid del saber de la sexualidad. El texto, por
añadidura, abreva en la memoria narrativa de la humanidad una representación de la
circulación de las mujeres. La mujer sólo adquirida a través de otro (Marco, el tío de
Tristán).
9. La ley del funcionamiento del texto objetiva la falla interna del amor y a la escritura
que lo habla. Escribir es redisponer los signos para reabrir para siempre una herida.
10. La elaboración de la semiología cristiana conjuga lo arbitrario del signo y la
matemática sexual. Nadie es el amo de los signos, lo que se escribe adviene a pesar del
sujeto y deja una verdad de la que nadie se puede apropiar por la lectura. La herida no
cesa de escribirse porque sólo es posible una escritura de la separación, escritura de un
texto imposible. Por eso da la medida de una unión que no puede escribirse. Se destaca
así la impotencia de la escritura para escribir el signo de la unión, como si todo el texto
debiera estar marcado por un blanco sobre el que se organiza.
El corpus tristiano, múltiple, dividido, desgarrado, impotente por producir el signo de la
unión sexual es una aporía amorosa.

Conclusión. La modernidad crítica tamizada por la filosofía del psicoanálisis concluye


que el hombre es el enemigo de la verdad, que sólo el deseo de no saber lo anima en el
mismo momento en que se compromete en la búsqueda de la verdad.
Ésta es la vía decepcionante de los que brotan de su herida, de la castración, los
desencuentros, la imposibilidad de la unión, las aporías amorosas, los actos fallidos,
todas las figuras del desgarro, la escisión, la hendidura irreparable, la ficción
irremediable, el juego de los espejos y la eternidad de los simulacros.
Que el hombre sea el enemigo de la verdad y que el deseo de no saber lo anime es una
seductora propuesta antifilosófica. Se levanta contra los valores edificantes de la
filosofía. Pero no difiere en sus alcances críticos de alguien como Nietzsche, para quien
el conocimiento es un derivado del odio al objeto.
La lectura de Tristán e Isolda que rescata la imposibilidad de la unión está escrita en la
misma trama de la novela. Con la diferencia que los autores de la novela no elaboraron
una ontología. Contaron una historia cuyo significado es un hojaldre. Mientras la lectura
lacaniana es un panqueque, de una sola capa. Los lectores que provienen del
psicoanálisis repiten la metodología a pesar de la transmutación de lenguajes. El método
consiste en sobreimprimir un código de signos sobre una multiplicidad de lenguaje. Por
eso la interpretación da siempre lo mismo, ya sea con Hamlet o con Tristán. Son efectos
de la doctrina y no de ensayo teórico. Por eso este tipo de lectura es asfixiante como las
atmósferas que producen los ambientes de cajón.
Robert Castel, en cambio, encuentra en Tristán e Isolda la repetición de una figura
distinta. Ya no es el amor malogrado por el funcionamiento de la sexualidad y del
inconsciente articulado como un lenguaje. No deriva de una ontología psíquica, sino de
una ruptura social. Castel la llama “desafiliación”: el desprendimiento de las
regulaciones que reproducen la vida social. Entre estas regulaciones están aquellas que
dan a la relación amorosa su función social y su legitimidad moral.
La novela es una sucesión de rupturas que muestran la no inscripción de los
mecanismos de filiación y reproducción en las relaciones sociales y en las relaciones
entre los sexos. Tristán se instala en la extraterritorialidad por su orfandad, la
desposesión de sus tierras, la pérdida de su nombre y de su identidad. Tristán no es un
desclasado, ya que conserva los atributos de su linaje y condición. No se opone a estas
reglas, no es un trasgresor. Sin embargo, está fuera de las leyes que regulan la
propiedad, la sucesión, el linaje, todo aquello que preside el intercambio de bienes y
personas.
Una vez que repara la muerte de su padre y derrota a sus enemigos, no acepta la entrega
de los dominios que le corresponden y navega a Cornualles. En el reino de Marco
rechaza la posibilidad de ser el heredero de su trono e insiste en buscarle una mujer que
le dé un hijo natural apto para la sucesión. Cuando se casa con Isolda, la de las blancas
manos, se arrepiente la noche de bodas ante el recuerdo de la otra Isolda, la Rubia, y no
consuma el acto sexual que legitimaría la unión.
Para Robert Castel, la distancia que el mito de Tristán mantiene con las leyes de la
alianza matrimonial es más que radical que la elaborada por la erótica de los trovadores.
Ésta instaura una división del trabajo entre las uniones sociales y las uniones poéticas y
lúdicas, que sugieren una forma superior del amor. La relación de Tristán con las
estructuras del matrimonio no es un juego cortés con la regla de la legitimidad, sino una
ruptura de aquéllas. Lo que rechaza es la filiación y la transmisión del nombre y de las
personas.
Con todo, no es seguro que la erótica de los trovadores haya sido sólo un juego. No se
reducía a un fenómeno poético. Ofreció un arte literario con resonancias éticas. Fue
parte de la educación política del cortesano y dispuso nuevas reglas de acercamiento y
alejamiento entre los sexos. No fue un barniz de fenómenos sociales, sino un elemento
constitutivo de nuevas formas de vida. Los trovadores jugaban, pero también huían
perseguidos por los señores. Creaban nuevos sueños que encantaban a jóvenes y damas,
pero estos sueño no eran del agrado de los amos de la liturgia ni de las autoridades
eclesiásticas.
Castel subraya que Tristán e Isolda se sitúan fuera del matrimonio y de las reglas de
cualquier inscripción social. La estructura del amor de Tristán e Isolda proviene de su
“desterritorialización”. Los dos amantes se han alejado del mundo, Castel dice que lo
han “deshabitado”, por lo que el amor que los une está condenado a ser absoluto. No
tiene soporte alguno en la vida social. Como toda pasión, es inútil.
Castel emplea el concepto de Deleuze “extraterritorialidad”, que connota una no
inscripción en los territorios sociales, un nomadismo de los signos y los cuerpos la
transversalidad de su recorrido y la producción de fenómenos de ruptura que Deleuze
llama “líneas de fuga”. La extraterritorialidad de este amor es figurada, según Castel,
por la magia del filtro.
Los intérpretes lacanianos decían que los amores de nuestros héroes sólo eran una
repetición de desencuentros, y que estos fracasos derivaban de una falla estructural, la
de la sexualidad desajustada. Castel aclara que al menos dos veces Tristán e Isolda
viven su amor con plena transparencia y felicidad. En el mar y en el bosque, cuando
beben el filtro en la nave que los lleva a Cornualles, y en el escondite de aquella gruta
del amor. El bosque y el mar son un no man’s land, el afuera de la civilización, el
espacio-otro.
Castel tiene palabras poco amables para la ópera de Wagner. Dice que torció el sentido
de la obra. El tema romántico de indiferenciación del día y la noche, del abismo
absorbente de la muerte poco tiene que ver con el relato medieval. Para Castel, el poema
trasunta un ambiente vital, carnal, material, que se manifiesta en el placer del combate,
de la proeza y del sexo. Si aparece la muerte, lo hace como fin inevitable de una
estrategia de vida y no como acto consciente o inconsciente de una autoexterminación.
En la leyenda medieval, Tristán e Isolda son desdichados, pero no morbosos.
El fenómeno de la pasión no se debe, como creía Rougemont, a una infiltración de la
gnosis y del misticismo oriental que produjo el arquetipo del adulterio. No se trata de la
fusión suicida entre los amantes, opuesta al contrato monogámico que acepta la
mediación de la promesa, es decir, de la palabra. Para Castel, la pasión del amor
absoluto, esta figura del amor trágico, es efecto de una ausencia de inscripción en la
realidad. Es el rechazo al juego social lo que permite la igualdad y la disolución de las
diferencias, el encuentro fascinante de una alteridad complementaria entre los
masculino y lo femenino. Esta reciprocidad disolvente también distingue al amor
trágico del amor cortés. Esta suspensión de las reglas del juego social se debe a que
Tristán e Isolda están en una situación de endogamia social.
Castel termina su trabajo con la distinción de una gama de situaciones amorosas que
van desde lo trágico a lo melodramático.
Tristán e Isolda muestra una de estas situaciones, quizá la más radical. Se trata de una
desafiliación llevada hasta sus últimas consecuencias. El amor es absoluto porque sólo
descansa sobre sí. En Romeo y Julieta no existe esta no inscripción social. El amor
desgraciado deriva de una guerra entre clanes en el que cada uno afirma la preeminencia
de su filiación y sus valores. Si la muerte es el destino de su amor, esto se debe a una
“sobreafiliación” de dos filiaciones incompatibles. Romeo y Julieta mueren por no
encontrar un espacio social para su unión, por no poder desterritorializarse, pero no
están en una situación de desafiliación. En Manon Lescaut y en La dama de las
camelias se trata de una hybris del corazón que se opone a la razón social. Nuevamente
nos encontramos ante un problema de estratificación social, en este caso en un desnivel.
Un señorito se enamora de una mujerzuela. Estos amores ponen en peligro las
estrategias matrimoniales. El varón y la mujer, al olvidar las exigencias de la sociedad,
están en peligro de ser desclasados, pero no “desafiliados” como dice Castel. Si no hay
territorio para el amor, es porque el principio de estratificación social fue implacable.
Una vez extirpado el principio y el elemento de la pasión irracional que representa la
mujer, se reestablece el orden del mundo.
La novela Tristán e Isolda marca sus rupturas por el principio de desafiliación. Dice
Castel:

Es la piedra filosofal que, a fuerza de rupturas en la trama de la existencia, muda el


comercio entre los sexos en amor absoluto, la historia de la vida en destino, los
acontecimientos prosaicos en tragedia y, finalmente, la vida mundana en muerte social.

Se van Tristán e Isolda, acompañados por Marco, el tío y los hijos de la castración, los
desafiliados, los indiferenciados, los suicidas del amor; mejor dicho, nos vamos
nosotros, ellos quedan en la playa, recostados el uno sobre el otro, rodeados por los
alquimistas de la letra. Llueve sobre el mar.

ABELARDO Y HELOÍSA

Esta historia es un encanto. No le faltan condimentos para convertirse en ejemplar. Sin


embargo no tuvo la repercusión de Romeo y Julieta, de Werther o de tantas otras que se
repiten en lo anales de la cultura. Tiene, además, puntos inexcusables en su favor: ha
sido una historia real. La literatura que la presenta es un testimonio directo de sus
protagonistas. Si bien existen dudas acerca de la autenticidad de los hechos y hasta de
los personajes, sobran datos y menciones de los cronistas de la época.
Esta historia irrumpió en la cultura medieval cuando se descubrió, en la biblioteca de la
ciudad de Troyes, un manuscrito titulado “Historia Calamitatum”, cuyo autor era el
filósofo Pedro Abelardo. Lo que allí se narraba había acontecido ciento cincuenta años
antes del hallazgo.
¿De dónde proviene el encanto de Abelardo y Heloísa? Consideremos a uno de los
protagonistas. Pedro Abelardo es, quizás, el filósofo más importante del siglo XII. La
palabra “filósofo” no es precisa. En los años mil aún no habían reaparecido en
Occidente los personajes legados por el mundo griego. La caída de Roma fue la caída
de los portavoces de la cultura clásica. Si no filósofo, al menos teólogo, es lo que se
dice de Abelardo. Pero lo que los historiadores subrayan es que, más allá de haber sido
teólogo o filósofo, Abelardo es la encarnación de un personaje nuevo en la historia de
Occidente: el intelectual profesional. Es la primera vez que la palabra “intelectual” es
empleada por los historiadores; sirve para designar una función coexistente con el
nacimiento de la universidad.
Los años mil son los que ven renacer el comercio y las ciudades, y con este
renacimiento se multiplican los bienes, la mezcla de gente y la proliferación de las
palabras. Es un dato repetido de la historia que en los momentos en que se enriquecen
las costas, se levantan las ciudades puerto y se multiplican las ferias, también nace la
libertad de opinión. El historiador Julio Ameller sostiene que ésta es una época
interesante para estudiar el fenómeno de la formación de la opinión pública y la de los
grupos disidentes. El medioevo no sólo no es oscuro, lo sabemos desde que se apagaron
las “luces” de la Ilustración, sino que tampoco es jerárquico y estamentario como una
sociedad sin fisuras. El comercio y el cruce de palabras van habitualmente juntos.
Así como la filosofía griega deriva de disputas jurídicas por un conflicto sobre la
redistribución de las tierras, disputas cuyas reglas fueron transformadas por el inventor
de la retórica, Gorgias, al trasladarlas a los procedimientos del lenguaje en general,
también en los años mil son índice de que nuevas libertades se anuncian.
Hasta ese momento decir “filósofo” equivalía a decir “árabe”. Ellos eran lo que ya hacía
siglos traducían y amoldaban a Aristóteles y Platón. Habría que esperar hasta los años
1200-1300 para que en la Europa feudal los filósofos griegos fuesen incorporados a la
cultura latina. Por los años mil bastaba la patrística y lago de Ovidio con Cicerón.
Abelardo es el adalid del renacimiento cultural de los años mil, un intelectual
profesional, es decir pagado por sus alumnos. El dinero le permite un trato directo con
ellos. Forma parte de los magistri, los antecesores del scholasticus, quienes utilizaron
los procedimientos escolares, en especial la quaestio y la disputatio a la sacra página.
Aberlardo, aun cuando no hubiera tenido los famosos amores con Heloísa, ocuparía una
página de la historia de la filosofía. De hecho la ocupa, con el repetido agregado, por lo
general marginal, de su historia amorosa.
Aberlardo es hijo dilecto de su tiempo. Ama la música, es compositor. Algunas de sus
melodías se han conservado, pueden escucharse. Son tonadas alegres, de estilo arábigo
andaluz, sonidos que requieren panderetas, brillos de hojalata y bailarinas. Por supuesto
las canciones estaban dedicadas a Heloísa, y eran cantadas –como lo recuerda ella
misma– por estudiantes del barrio latino.
Pero la historia de Abelardo, más allá de su doctrina de la intentio, con la que
revolucionó la concepción del pecado, y por la que fue mil veces condenado, más allá
del uso de los recursos lógicos de la argumentación con los que funda la escolástica, y
más allá de su talento de compositor y orador, se destaca por haber sido castrado por
Fulberto, el tío de Heloísa, jefe del clan de sus parientes. La castración de Abelardo no
fue sólo un hecho anatómico, es la condición y la sustancia de sus elaboraciones en la
Historia Calamitatum. El primer intelectual de Occidente, aparecido en los años mil,
fornicó con un alumna predilecta, fue castrado por el tío de ella, y mandó mutilar a uno
de sus agresores. Esta observación sirve para señalar que la castración de Abelardo no
fue la única del siglo. En la época feudal, a pesar de los años de modernidad de los años
mil, subsisten modos particulares de establecer justicia. El Talión es una de ellas.
No podemos dejar de lado otro aspecto de la historia de Abelardo, que tiene una
relación indirecta con los sucesos que nos interesan: su enfrentamiento con San
Bernardo, figura cumbre de la época, conejero de Papas, fundador de una de las órdenes
religiosas más numerosas del medioevo, la Orden de Cister, propulsor de la primera
cruzada, líder de la orden de los Caballeros Temple, los templarios, autor de los
bellísimo sermones sobre el Cantar de los Cantares. San Bernardo no sólo posibilitó la
introducción del culto mariano, y la inscripción definitiva de la adoración de la Virgen
María, sino que también creó la teología mística de amor. Este gigante tenía tiempo
también para otra ocupación: aborrecer a Abelardo y jurar su condena eterna. Lo juró y
la efectuó; Abelardo fue condenado por más de un concilio, sus libros quemados y su
persona aislada. Relación indirecta y simbólica, ya que San Bernardo fue quien elaboró
la lectura simbólico-metafórica de la Biblia. La aplica a la lectura del Cantar de los
Cantares, inspirado en su antecesor, Orígenes, que en los primeros siglos de nuestra era
presentó su interpretación del Cantar. Orígenes, monumento de la tradición cristiana, se
castró a sí mismo, tomando al pie de la letra ciertos versículos del Antiguo Testamento
en los que se dice: “bienaventurados aquellos que se han castrado para obtener el reino
de los cielos”, versículos reforzados por algunas profecías de Isaías en las que se afirma
que el Señor prefiere a los eunucos.
Abelardo, una vez mutilado, recuerda a Orígenes y se inspira en su ejemplo. San
Bernardo, sin quererlo, se encuentra con Abelardo en Orígenes, inspiración común a
ambos, y se encuentran, además, en la concepción nupcial del amor.
La historia de Abelardo y Heloísa es simple. Abelardo, a los treinta y cinco años, era el
magíster más reputado de París. Temido por su palabra, era vencedor de todas las justas
verbales en las que se discutían las cuestiones teológicas. Era maestro en oponer
autoridades y señalar contradicciones. Heloísa, a su vez, era célebre en la ciudad, se
comentaba que era la moza más letrada de todas. Tenía dieciocho años. Fulberto, tío de
Heloísa, de costumbres feudales pero aspiraciones modernas, llega hasta Abelardo para
solicitarle clases privadas para su sobrina. En realidad es Abelardo mismo quien,
habiendo conocido a Heloísa, tiende un anzuelo para ser requerido por su tutor. Fulberto
le propone alojarlo y delega toda su autoridad en el maestro, y le dice que en caso de
necesidad puede emplear el castigo corporal. “No podía salir de mi asombro, confiar así
una tierna oveja a un lobo hambriento”, dice el maestro Abelardo.
Heloísa y Abelardo recordarán más tarde que uno de sus juegos preferidos era gritar y
aullar cerca de los oídos del tío
Las clases de Abelardo se desarrollaban con normalidad. Heloísa tomaba el libro en sus
manos, y Abelardo le tomaba los senos. “Mis manos se dirigían con más frecuencia a
sus senos que a los libros.” Este particular tipo de escolástica cobra su precio. Abelardo
terminaba cansado, estado imperdonable para uno de los filósofos más ilustres de París.
“Esta pasión voluptuosa me dominaba por entero. Llegué a abandonar la filosofía y a
descuidar mi escuela.” No sólo eso; Abelardo comenzó a padecer fatiga mental. La
inspiración lo abandonaba y debía acudir a su memoria y a procedimientos más seguros
pero menos brillantes.
Finalmente ocurrió lo previsible. Heloísa quedó encinta. Escapan los dos de la casa de
Fulberto y van a Bretaña, a casa de la hermana de Abelardo. Allí, Heloísa da a luz a su
hijo, de nombre Astrolabio.

Abelardo cuanta todos estos hechos en la Historia Calamitatum (que significa algo así
como “Historia de mis desgracias”), texto dirigido a un amigo que desconocemos.
Recuerda el maestro que Fulberto al enterarse del destino que habían tenido las
lecciones contratadas, enloquece y enfurece. Abelardo, razonable como debe ser, se
presenta para aclarar la situación. Confiado en que la sensatez triunfa sobre las
pasiones: “le aseguré (a Fulberto) que mi aventura no sorprendería a ninguno de los que
hubiera experimentado la violencia del amor y supieran a qué abismos las mujeres,
desde el origen del mundo, han precipitado siempre a los grandes hombres”. A Fulberto
le costó asimilar esta lección de historia, pero llegaron a una solución de compromiso,
en este caso matrimonial. El trato consistía en que se casarían, con la condición de que
los esponsales se mantendrían secretos. Abelardo aclara que Fulberto “selló con besos la
reconciliación que le pedí”. Pero al regresa a Bretaña, Heloísa no quiere casarse. El
matrimonio, opinaba, iba a ser la ruina de Abelardo. “Los filósofos no se casa”; esto lo
repetiremos varias veces, porque es la aseveración alrededor de la cual gira buena parte
de las posiciones de los personajes. No se casan, así lo dicen los filósofos de antes, y
porque el sentido común lo afirma. Dice magíster Abelardo: “¿qué mayor indecencia,
qué mayor miseria que verme a mí, un hombre formado naturalmente para el bien de la
creación entera, humillado al yugo vergonzoso de una sola mujer?” La misma Heloísa
había insistido en que Abelardo debía seguir las enseñanzas de San Jerónimo y Cicerón
sobre las inconveniencias del matrimonio para los hombres sabios. El santo había
elogiado repetidas veces a Séneca por haber tenido una vida de continencia. Ésta es la
palabra que hay que destacar: “continencia” y su opuesto, la incontinencia agravada por
la concupiscencia. Es lo que dice el teólogo contemporáneo Étienne Gibson: que la
historia de Abelardo y Heloísa no es una historia de amor, sino de incontinencia. Para
muchos creyentes hay algo de reflexivo en el amor y algo de irracional en la pasión. En
su prólogo a las cartas entre Abelardo y Heloísa, Carmen Riera tiene una opinión
similar. Afirma que esta historia es de enamoramiento y no de amor, porque el amor se
define por el matrimonio. Cada intérprete, por lo visto, tiene su karma.
El hecho es que Heloísa le recuerda a Abelardo que en la traducción de San Jerónimo de
la obra de Teofrasto De Nuptis se lee que el sabio no debe casarse, porque el que quiere
dedicarse a la filosofía no puede servir a dos amos: la mujer y los libros. La letrada
Heloísa insiste con las palabras de la traducción del santo, donde abundan los detalles,
como el de que a la noche, cuando el filósofo quiere meditar sobre las acciones del día,
sus favores y sinsabores, la sopesada y solitaria labor nocturna, irrumpirá la mujer con
cosas como: “¿Por qué has mirado a la vecina?, ¿qué estuviste hablando con la
doméstica?”, y otros martirios. Que los filósofos se autocastren o se inscriban en la
orden del eunucazo es una cosa, otra que los distraigan.
Teofrasto aconseja finalmente al filósofo que, en lugar de casarse, consiga un buen
doméstico (a la manera del inspector Clouseau, o de Holmes o de Poncho Negro).
Pero no hacía falta ir tan lejos. El mismo Abelardo en su Sermo 33 decía: “¿qué es
finalmente un marido? Un asno doméstico”. Para que la lista de autoridades sea
completa citemos a Heloísa, que cita a Séneca: “no es en ratos perdidos cuando
podemos entregarnos a la filosofía. Debe olvidarse todo para dedicarse a ella…
abandonarla un instante es abandonarla completamente”. Estamos ante un caso de
neurosis obsesiva en la que el sujeto cree que si duerme una mañana, no despertará
jamás. Es un síntoma conocido, nos mantiene saludablemente alertas con respecto a
nosotros mismos e insufribles para los demás.
Astrolabio se quedó con la hermana de Abelardo. Hubo casamiento, pese a la actitud de
Heloísa. Mientras ambos disimulaban la unión para salvar el prestigio de Abelardo,
Fulberto y los suyos se divertían divulgándolo. Es necesario entender ciertas constantes
de la época. Los años mil fueron los de la reforma gregoriana. Hubo un retorno al
ascetismo cristiano, a los votos de castidad y de pobreza, lo que exigió una lucha
sostenida. Los monjes estaban habituados a casarse, tener concubinas, poseer tierras y
recibir dinero de la nobleza. El episcopado era dependiente de la aristocracia feudal. Así
se entiende la batalla que llevan San Bernardo y el papado para centrar el poder
eclesiástico en Roma y terminar con las veleidades regionales.
El fin de las simonías y el celibato son los trofeos que la reforma pretende establecer.
Un clérigo secular como Abelardo, que lucha por su prestigio intelectual, también debe
aparentar estar en la dirección de los nuevos tiempos. Casarse es algo más que
domesticarse y traicionar a la madre filosofía: es ir en contra de las tendencias ascéticas
de los monjes triunfantes. El celibato es un escalón para el porvenir. Heloísa lo sabe y
vive el clima cultural de la época de los amores corteses. La poética del amor que se
difunde por los palacios enaltece la ética del amor no conyugal. El amor de la no
posesión y del no contrato. El amor del don y la gratuidad.
Heloísa, que prefería ser amante a esposa, terminó por someterse. Su tío, el terrible
Fulberto, poco interesado en estas cuestiones de prestigio intelectual, y sí lo bastante en
el honor de su familia y su nombre, rompe el secreto y hace público el matrimonio de
Heloísa y el maestro Abelardo.
Rebelde, Heloísa se opone a su tío. Las disputas se repiten, y los maltratos también.
Nuevamente huyen Abelardo y Heloísa. Ella, por sugerencia del maestro, entra en la
abadía de monjas de Argenteuil. Se viste con los hábitos, pero sin velo. El felino tío cree
que en realidad Abelardo quiere desembarazarse de Heloísa y que todo es una trampa
para engañarlo. Y teje su venganza.
“… una noche, mientras Abelardo dormía, uno de los sirvientes abre la puerta y…”
Los gritos y los gemidos, la vergüenza y el dolor, no hubo sensaciones ausentes en la
cámara de Abelardo. Dice el maestro: “algunas horas antes, gozaba de una gloria
incontestable; un instante había sido suficiente para rebajarla, quizá para destruirla”.
La situación de un eunuco aparece en una primera instancia como algo fétido, inmundo,
separado de la Iglesia y de los ojos de Dios. Abelardo dice que hasta los animales
sagrados son rechazados del sacrificio si están castrados.
Abelardo y Heloísa, ante la vergüenza pública, toman los hábitos, se separan y
comienzan a recorrer los caminos de la supervivencia.
Abelardo dirige la abadía de Saint-Denis. Estudia teología, lleva a cabo una labor de
purificación personal, y pretende extenderla a otros internos. Se queja de que su lucha
contra los malos hábitos suscita el odio, y que su recogimiento en el estudio provoca
envidia. Escribe un tratado de teología, De la unidad y trinidad divinas, uno de los
temas polémicos de la época. Era muy difícil demostrar la idea de que la Divinidad es
tres en uno, y uno en tres, sin perder la unidad. Las ideas de sustancia, accidente,
unidad, multiplicidad, género, especie, el uno y sus manifestaciones, las nociones de
hipóstasis y de persona son los emblemas de una ardua labor con escasos recursos,
pocos libros, muy poco Platón y casi nada de Aristóteles. Por eso, a pesar de sus
habilidades lógicas, la tesis de Abelardo salió algo desprolija. Dios aparecía como
“dioses”, en plural, y el peligro del politeísmo fue vislumbrado por sus enemigos.
Quemaron su libro y lo persiguieron.
Abelardo se refugie en un dominio de Troyes ante lo que él llama “una conspiración
general”. Es una región desértica en la que recibe a discípulos que construyen sus
propias cabañas. Abelardo dedica el monasterio a la Trinidad. Pero la presión no cede y
piensa en cruzar los Pirineos para refugiarse en la sociedad musulmana, más tolerante
que la latina.
Pero desiste y permanece en el monasterio de Saint-Gildas. Es en ese lugar donde se
entera la odisea de Heloísa y sus hermanas, acosadas por el infortunio. Hace construir
para ellas un monasterio que se llama “El Paracleto”, figura del Consolador. Les da
ciertos consejos que hacen decir a los intérpretes que Abelardo fue uno de los epígonos
de las reflexiones sobre el monaquismo femenino.
Los alumnos que le tocó instruir en Saint-Gildas pertenecían a la especie de seminarias
tránsfugas. Una noche, algunos de ellos, lo asaltan y le roban. Lo hacen caer del caballo
y Abelardo queda con varias vértebras quebradas. Débil y enfermo, se da por muerto,
cede un instante a la desesperación. Apenas recuperado, comienza el relato de la
Historia Calamitatum, doce años después de la crisis que lo separó de Heloísa, a cuyas
manos nadie sabe ni sabrá jamás cómo llegó. La reacción de Heloísa es inmediata,
escribe su primera carta a Abelardo, dando inicio a la correspondencia entre ambos.
Heloísa está irritada por el arrepentimiento de Abelardo. Abelardo cree que ha merecido
todo lo que le ha sucedido. Maldice el día en que cedió ante la tentación de la carne:
Heloísa clama por la verdad: ella no es la carne, sino el amor de Abelardo, aquella de la
que no podía separarse.
Enaltece su amor por Abelardo, de nada está arrepentida, nadie es culpable por amar.
No entiende los mea culpa de la pasión. Ni comprende en qué esto perjudica la voluntad
del Señor.
Heloísa dice que aún ama a Abelardo, que nada puede poner en duda su sentimiento.
Nadie puede sostener que su amor era un afecto desviado. Las pruebas están a la vista.
Heloísa toma los hábitos después de la castración de Abelardo. No deja que su cuerpo
quede en el mundo en medio de otras posibles satisfacciones. Acompaña con su retiro la
castración de su esposo. “Te probé, de este modo, que tú reinabas como único dueño
sobre mi alma, como sobre mi cuerpo. Dios es testigo, nunca he buscado en ti más que a
ti mismo”.
El amor es libertad, el matrimonio es un vínculo. No comparten la misma casilla. San
Bernardo, en la misma época, elabora su mística nupcial. Salomón y la reina de Saba
son el esposo y la esposa, la Iglesia y el alma, todos los símbolos de la liturgia cristiana
pasan por un idioma matrimonial. La temática vincular es el nuevo modo en que se
transmite la pastoral. Heloísa habla otro lenguaje, el del amor que se dona, el no
vincular, el amor que se alimenta de sí.
“Preferí el título de amiga al de esposa. También el de concubina y querida, por cuanto
me parecía que al humillarme más, aumentaba mis títulos a tu reconocimiento y dañaba
menos la gloria de tu genio”.
Heloísa recuerda los encantos de Abelardo, su talento, su capacidad de llegar en seguida
al corazón de una mujer, el de hacer versos y el de cantar. Dones que “sabemos que son
muy raros entre los filósofos…”.
Pero Heloísa acusa a su esposo, lo conmina a pronunciarse. Si la castración transforma
sus sentimientos en algo tan sublime, si Heloísa aparece ante sus ojos como una criatura
del señor, o como una hermana bañada por la misma luz divina, si Abelardo dice que
sus amores desenfrenados en el refectorio, ante la mirada de una efigie de María fueron
la cúspide de la maldición por venir, si ésa es la visión de Abelardo sobre su amor por
ella, es porque jamás la amó, que tan sólo se excitó. Si la castración lo vuelve espiritual
de ese modo, “fue la concupiscencia, más que un verdadero afecto, quien te ligó a mí; el
gusto del placer más que el amor”, Heloísa termina su carta recordándole que lo
precedió en la vida monástica, y que si eligió esa vida de encierro jamás fue por Dios,
sino por él.
La respuesta de Abelardo denota la constancia de posición. Comienza con: “a Heloísa,
su hermana bienamada en Cristo, Abelardo, su hermano en Él”. Ya se prevé que esto no
va a ser una carta pasional. Ni siquiera se dirige a Heloísa: “recen por mí”, pide a las
hermanas. No hace caso de las recriminaciones de Heloísa, pero sí rescata alguno de sus
elogios y dice: “gracias a Dios que este ejemplo te estimule, así como a la comunidad de
tu santas hermanas, a rezar para que Él me conserve vivo para Vosotras”. Luego cambia
de tema y les hace notar la importancia de las mujeres en los relatos bíblicos.
Finalmente, les pide que su sepultura descanse en el Paracleto, porque no hay mejor
lugar para el descanso final que el de una comunidad de mujeres consagradas a Cristo.
La respuesta de Heloísa muestra un cambio inicial en su estrategia. Del reproche pasa al
castigo de sí misma. Se culpa de todo lo que le sucedió a Abelardo. Dice que no debió
haber aceptado el matrimonio, causa, según su parecer, de la desdicha de su amado. “Tú
solo recibiste el castigo: habíamos sido dos en falta; tú eras el menos culpable, fuiste tú
quien todo expiaste”.
Su culpa es la culpa de la mujer, de todas las mujeres, las que “no podrán conducir a los
hombres más que a la ruina”. Una vez descargado el arsenal sobre sí, cambia de sitio.
En realidad, de nada está arrepentida, todo lo contrario. Si lujuria existió, no fue
suficiente. Las imágenes luctuosas, libidinosas, impúdicas que se le presentan a la
mente, constituyen un deleite escaso. Quiere más imágenes, y ojalá fuera posible, mayor
densidad en ellas, mayor realidad: “Los placeres amorosos que juntos gozamos son tan
dulces para mí que no consigo detestarlos, ni apartarlos de mi recuerdo… Aun durante
las solemnidades de la misa, cuando la plegaria debería ser más pura que nunca,
imágenes obscenas asaltan mi pobre alma y la ocupan más que el oficio. Lejos de gemir
por las faltas que cometí, pienso suspirando en aquellas que no puedo cometer.” Heloísa
termina su carta recordándole a Abelardo que su decisión de tomar los hábitos no se
debió a su obediencia a los designios de Él, sino de él, Abelardo.
La última carta es la de Abelardo, cuyo comienzo es un final: “A la esposa de Cristo, el
servidor de Cristo”. Trata de reconfortar a Heloísa, de aliviar su dolor. Después de todo
es la gloria la que hay que cantar cuando a la criatura de Dios se le depara el estado de
gracia. Porque éste es el estado que vive Heloísa, basta que se dé cuenta. Su esposo
miserable, él mismo, fue sustituido por el más divino de los esposos, justamente el
“Esposo Divino”, como lo llama Abelardo.
La particular insistencia del maestro en que las hermanas del convento recen por él se
repite una vez más, esta vez se lo pide a Heloísa: que sus plegarias se hagan pensando
en él. El interceder de “una esposa ante su Esposo tiene más peso que el resto de la
familia, tiene más crédito que la sierva”.
Para un dialéctico como Abelardo, no es un detalle vano el señalar las contradicciones.
Y en este caso están a la vista. Tanto Heloísa como su esposo habían elogiado las
premisas de San Jerónimo y de Teofrasto, que recomendaban tomar siervo en lugar de
esposa. Pero vemos que a oídos del Señor el orden de las preferencias se invierte.
Primero recibe las plegarias de su esposa, luego las de los sirvientes. Es bueno tomarlo
en cuenta para todos los que alguna vez padezcan el dilema abelardiano.
Abelardo nos sorprende. Su carta toma un giro inesperado, al menos en lo que concierne
al estilo. Se dispone a metaforizar, empleando las mismas metáforas que su enemigo
San Bernardo. Cita imágenes del Cantar de los Cantares; habla de la morena (la reina
de Saba), que es oscura por fuera pero blanca por dentro; prosigue contando los amores
de Salomón y la reina, que una vez en el lecho, se unen al fin. Pero como la palabra
“lecho” indica contemplación en el diccionario de las metáforas de la sacra página,
esposo y esposa combinan sus almas en la contemplación de la luz divina.
Abelardo jamás fue un constructor de alegorías y metáforas monacales; su desgracia
profesional, por el contrario, fue haber sido un dialéctico de los años mil, representante
de la corporación de los maestros de la Escuela de Notre Dame, príncipes de la
disputatio, y estas palabras simbólicas sobre el Cantar de los Cantares nos sugieren una
posibilidad macabra, espantosa: que las cartas entre Abelardo y Heloísa no hayan sido
escritas por Abelardo, sino por el “Monje Negro”, Bernardo. Pero esta posibilidad
diabólica jamás podrá ser aclarada, la dejaremos por lo tanto de lado.
Sin embargo, la astucia racional de Abelardo no ha sido debilitada. Elogia la postura
humilde de Heloísa. La humilitas es la gran virtud monacal. Si es verdadera, en Heloísa
así lo parece, éste es el problema: lo parece demasiado. Le transmite la siguiente
advertencia: la humildad no puede ser una actitud seductora, no hay humildes de
vidriera. Las virtudes son el resultado de un trabajo esforzado, de nada valen cuando se
mezclan con la coquetería. Abelardo se convierte en el Pater Seraficus, aquél que se nos
aparece en los sueños con el rostro calcado sobre las palabras temidas; este pater es el
que desnuda nuestras vergüenzas, el lavador de los pretextos, el hacer de la humillación
de sí. Dice:

Evita, te lo ruego, buscar el elogio pareciendo huir de él, y reprobar con


palabras lo que deseas en el fondo del corazón […] tal es la conducta de la
amable Galatea, de la cual Virgilio describe la coquetería solapada; su huída
misma testimonia su deseo; fingiendo rechazar a un amante lo incita a
perseguirla […] ella huía hacia los sauces, pero deseaba ser vista primero. Te
señalo los efectos de esta duplicidad, porque es muy frecuente, no porque la
suponga en ti, yo no dudo de tu humildad […]

El arte de la perversión no le es desconocido a Abelardo, ni el concepto freudiano de


denegación. Abelardo le dice lo que sucede con todas las mujeres menos con ella, sólo
la protege de las posibles duplicidades, de todas menos de la suya. Sucede que Abelardo
ama a Heloísa, por eso la cuida y le dice: “intento sólo refrenar los excesos del lenguaje,
por temor a que parezcas, a ojos de quienes te conocen mal […]”. Pero él la conoce
bien, y se lo recuerda. La remite a los momentos en que en una esquina del refectorio se
libraron a aquellos juegos, la escena en la que “te forcé a golpes para lograr tu
consentimiento a mis obscenos placeres…”, escena que para colmo de males sucedió en
Semana Santa. Pero este colmo, el de molerla a golpes para lograr su consentimiento,
libera a Heloísa de sus posibles placeres carnales y condena a Abelardo. Esta condena
se desprende de la misma teoría que hizo famoso a Abelardo, la de la intentio y el
actum.
La tesis es simple: el pecado es el consentimiento al mal, no la realización efectiva del
pecado. No se culpará el pecado de un religioso encadenado sobre la cama en medio de
mujeres lascivas, ni el placer que puede tener por su contacto, ya que estaría obligado al
placer. Cuando la naturaleza impone el placer de modo necesario, el espíritu puede estar
contaminado por consentir un acto vergonzoso, pero no puede estar manchado por un
acto que le es exterior. El placer y el deseo son inevitables, pertenecen al orden de la
necesidad natural. El hombre es libre de juzgar y asentir. No hay que consentir al deseo.
Desde el punto de vista de la ética, la satisfacción del deseo no aumenta la falta.
Por eso el supuesto placer de Heloísa es inocente, mientras que el de Abelardo tiene
efectos de rigor, porque si el acto y la intención son de diferente naturaleza, si el acto
pertenece a otro orden que el espíritu, no hace falta cometer un pecado para pecar, basta
con quererlo. Se puede estar en estado de pecado sin pasar al acto. La moral de la
intención es más exigente que la obediencia. Pero en este caso, a) Abelardo consintió al
deseo, b) pasó al acto y c) sometió con violencia a Heloísa: pecó por partida triple y
recibió castigo por partida doble, nos referimos a las partes sacrificadas. (No hay
disculpas para semejante vulgaridad, pero es una tentación hasta de los más preclaros y
austeros eruditos dejar caer alguna chanza cuando se trata de la fatalidad de Abelardo.
El gran medievalista Paul Zumthor, por ejemplo, dice: “mutilando a Abelardo, Fulberto
le corta –ruego que se me excuse por el vulgar juego de palabras– su carrera”.
Transmito al lector un ruego equivalente.)
Para Abelardo, Fulberto fue un enviado de Dios, la mano de Dios. Gracias a su acción,
se hizo justicia. “La indigna traición cometida por tu tío fue, pues, un efecto de justicia
y de clemencia soberanas: disminuido de esa parte de mi cuerpo que era la trampa de
los deseos voluptuosos, la causa primera de toda la concupiscencia, pude crecer de todas
las maneras”. Ésta ya no es una broma, la metáfora del crecimiento es del mismo
Abelardo.
El filósofo prosigue su carta con un ensañamiento reforzado contra su miembro viril,
que él denomina “miembro vil”. Es como si la providencia le hubiera extirpado un
enemigo. Recordemos la imagen de San Agustín del Paraíso Terrenal: la de un Adán
dirigiendo el miembro como si fuera una mano, depositando los jugos en la matriz de
Eva, un pene no erógeno y móvil, un Adán cuya vida en el Paraíso no se definía por el
ocio, la vida eterna y la felicidad, sino por la falta de erección, es decir por la falta de
movimientos corporales involuntarios. Si ésta fue la imagen que nos dio el santo,
entendemos que Abelardo se sintiera triunfante al ver la ausencia del motor de los
movimientos de la impudicia, la acción soberbia y enrojecida del aguijón satánico. “La
gracia divina me ha purificado, al mutilarme, privándome de un miembro vil al que la
vergüenza le ha valido el nombre de partes vergonzosas, y que nadie se atreve a llamar
por su nombre”.
La carta de Abelardo termina con un agradecimiento del que desea hacer partícipe a
Heloísa. Agradece que hayan sido elegidos para sustraerse de las tareas menores de la
humanidad y de ser consignatarios para la realización de una gran obra. “Piensa hasta
qué punto Dios se ha preocupado por nosotros: parece habernos reservado para alguna
gran obra, y se indignó dolorosamente al ver los tesoros de su ciencia, que nos había
confiado a ambos, explotados para algo diferente de su nombre […] qué indecencia si
tus manos consagradas, ocupadas ahora en pasar las hojas de los libros santos, hubieran
estado reducidas a los vulgares trabajos femeninos.” Abelardo se despide de Heloísa,
agradeciendo doblemente por ella, ya que él, sin “el aguijón de la concupiscencia”, debe
librar un combate contra la tentación con ventajas, mientras ella, poseedora de todas sus
partes vergonzosas, tiene una corona que la aguarda al fin del combate.
Podemos suponer que se trata de la adorada corona de espinas.
BISAGRAS DEL AMOR
(LOS CABALLEROS DE LA MESA REDONDA)

Dice Paul Zumthor que hay dos modos de leer un texto. Uno es con benevolencia; el
otro, no.
Comencemos con la benevolencia. Las palabras nos llevan con inmediatez, tenemos con
el texto una relación de confianza. Nos entregamos al lenguaje en imagen. Las palabras
escritas por alguien despiertan en nosotros otra, dormidas. La lectura, a pesar de la
postura física del lector, es activa. Quizá no sea “confianza” la palabra adecuada, no se
trata de un vínculo jurídico. Es una fascinación producida por el tejido de palabras.
Estamos atrapados por las letras. Hay algo en su movimiento, en su juego, que
concentra nuestra percepción. El silencio y la quietud de nuestro cuerpo son un
homenaje al texto. Ese homenaje no consiste en la obediencia a la autoridad, sino en la
sumisión de la atención a una forma sin forma. Son las consecuencias de la intriga. Lo
inesperado, lo imprevisible, el suspenso captan nuestra inteligencia e imaginación con la
seducción del artificio.
Se dice que la intriga nace cuando aquello que sucede podría no suceder. Hay intriga
cuando no hay fatalidad ni estereotipo. El héroe que muere pudo haberse salvado; el que
se salva pudo haber muerto. La intriga se enlaza a la contingencia y a la fragilidad de la
existencia. De ahí proviene la fascinación de la ficción.
La malevolencia, en cambio, resulta de la lectura interpretativa. Nuestra actitud pierde
la entrega inicial. Objetivamos el texto, lo separamos, analizamos, trabajamos. La
lectura hace del libro un medio para fines productivos, de enseñanza, comentario,
crítica, investigación.
George Steiner dice que de este último tipo de lectura nace un género menor de ensayo,
al que llama “el arte de leer un libro”. Es una experiencia de lectura que se relata
escribiendo. Cuando esta experiencia se canoniza, nace la crítica literaria, y sus
ambiciones científicas. Pretende develar secretos, quebrar encantamientos, liberarse de
imposiciones estéticas, crear nuevas normas, formalizar algunas. Y esto no siempre está
bien visto. Se condena el estilo mezquino del desecador de belleza, el de quienes hacen
de la lectura un alboroto de insectos o un estéril entrechocar de neuronas. Una vez oí
decir a Borges, testigo de un congreso de literatura: “Si no les gusta el Facundo, ¿para
qué lo leen? ¿Para decir que está lleno de sintagmas?”.
Roman Jakobson califica a los historiadores de la literatura de policías. Siempre buscan
un culpable, es decir, una explicación. Alguien debe ser responsable de la aparición de
un texto. Más allá del autor y del lector se busca al responsable de un crimen. Puede ser
la vida del escritor, la sociedad de su tiempo, las grandes ideas, la geografía de su niñez,
su sexualidad, la clase social a la que pertenece. Siempre hay algo más. Pero Jakobson,
sin apelar a una lectura inocente, señala que no hay otro nivel de análisis que las formas
de composición textual.
Ya entramos en tema. Podemos remitirnos a las leyes específicas del texto, podemos
buscar determinaciones exteriores, en ambos casos la benevolencia ha recibido un
severo llamado de atención. Hay una crisis en la vieja hermandad de la letra. Pasan los
años y es posible haber trabajado cientos de libros y no haber leído casi ninguno. Pero
nadie puede afirmar que se ha perdido el placer de la lectura. Lo más probable es que
haya cambiado su modalidad.
Roto el puente entre autor y lector, mirándose de lejos desde sus orillas, es el libro el
que ha levitado. Los segmentos quebradizos del puente son las tapas de libro que se
alejan. Por debajo fluyen las aguas de los signos. La lectura se ha convertido en un
pasatiempo difícil.

El amor es un problema ético-político cuando se estudia la constitución de las


subjetividades en la historia. Dimos el ejemplo del pasaje del ciudadano de la
Antigüedad –producto del amos al saber– al cortesano medieval, quien decía el amor
como un amante rendido a la Dama de su Señor.
El amor como problema histórico-político se inscribe en el debate sobre su origen.
Tarea difícil en un mundo de cruces culturales y mestizajes raciales. Tal como lo
anticipara Nietzsche, toda búsqueda o pregunta por el origen es una cuestión de
jerarquías, es decir de valores. Situar un comienzo es ubicar el ancestro, a la Ley.
Hemos construido el escenario en que arabistas y europeístas se disputan el privilegio
del invento llamado amor.
El amor debe, además, distinguirse de otras formas del sentimiento. Existen simulacros
de amor, sensaciones que lo adulteran, como la pasión, su sombra enemiga. Tristán e
Isolda es el mito que define a la pasión. La pasión de amor es una suma: amor +
adulterio. Su resultado es el amor imposible, la escena que le corresponde es la muerte.
El combate interpretativo alrededor de Tristán e Isolda y Abelardo y Heloísa oponen
matrimonio y celibato, filosofía y conyugalidad, don y contrato, fatalidad y promesa.
A estas batallas del amor debemos agregar otra. Es una batalla que ansía la paz. La paz
del amor es la concordia. Si la guerra es enfrentamiento y destrucción, la paz será
composición, acuerdo entre partes. Por eso este capítulo se llama las bisagras del amor,
porque bisagra es el elemento que permite a las partes mantenerse juntas. Elegimos una
ocasión en la que este intento de composición se hizo particularmente sensible. Labor
ardua y difícil. Esta dificultad originó una mesa redonda sobre la literatura medieval.
Convocó a especialistas de distintas disciplinas interesados por un mismo tema, más
aún, que habían leído los mismos textos.
Se trataba de recomponer una serie de piezas sueltas. Armar un verdadero
rompecabezas, que las rompe. Quizá de uno de los modos más frecuentes en esta orden
de caballería. Se trataba de relacionar a la literatura con la cultura, a la cultura con la
sociedad. “Relacionar” es una palabra bifásica. Concierne a diferencias y semejanzas.
Algunos, cuando comienzan por las diferencias, nunca llegan a las semejanzas. Y,
recíprocamente, el que se divierte con las analogías jamás llega a las diferencias, a los
rasgos distintivos.
El área cultural debatida era, entonces, la literatura medieval, y dentro de su ámbito, la
lírica de los trovadores, literatura del amor cortés. Si se comienza por las semejanzas o
diferencias no se llega a destino, el enigma concierne entonces al lugar adecuado para
enlazar las puntas de una madeja.
Los caballeros de esta mesa redonda se preguntan por la bisagra; todos están de acuerdo
con que, hasta que no se la encuentre, las preguntas no tendrán fin; ni la búsqueda,
respiro. Algunos la llaman “juntura”; otros, “bisagra”; hemos preferido esta última
palabra porque resulta más familiar a los tiempos medievales. Época en que los
caballeros partían a la búsqueda del bisagraal.
Uno de los modos de titular las secuencias que siguen es “Literatura y sociedad”. Si no
lo hacemos, es porque la frase misma ya señala una imposibilidad, simbolizada por la
conjunción “y”, que es lo que falta y sobra. Pero, vamos a recorrer el problema de la
relación entre la literatura y las costumbres, el modo en que el espacio literario incide en
las conductas, y los modos en que ciertas funciones se inscriben en este espacio.
La crítica literaria y la epistemología de las ciencias han chocado con el mismo
problema. La palabra “chocado” no deja de ser sintomática. Más que un choque es un
rebote, es decir, algo a lo que se vuelve. En epistemología se habla de historia interna y
externa de las ciencias; de prácticas discursivas y prácticas no discursivas. En crítica
literaria se habla de producción y recepción de los textos, de función estética y función
comunicativa, de destinatarios internos y destinatarios externos. Hay un problema de
localización que a nadie deja satisfecho. Porque entre internalistas y externalistas
siempre hay un hueco, lo que provoca que los caballeros se reúnan en tablas –mesas–
redondas, aunque más no fuere por su forma conciliadora.

Relataremos varios viajes de una aventura en busca de la bisagra perdida. El que la


encuentre será nombrado Perceval metodológico, y tendrá la protección del santo más
venerado del medioevo: San Jorge, el que venció al dragón. No hay dudas de que es un
dragón teórico quien posee el bisagral.
La mesa redonda reunió en 1982 a filólogos, lingüistas, psicoanalistas. Todos ellos
trabajan en una matera común: la lengua. Se llamarán “lacanianos” porque todos
suscriben a las tesis de Jacques Lacan. Alguna vez dijo Lacan que era una suerte que
nadie descubriera los condicionamientos históricos de la erótica cortés, una suerte
previsible. La lengua es condición de cultura y no reflejo social. Estos trabajadores de la
lengua insistirán en el carácter autorreferencial de la literatura medieval. Frente a ellos,
sometido a un interrogatorio, está presente el historiador medievalista Georges Duby,
quien trata de hacer comprender que en la historia no hay islas mayúsculas, y que la
literatura tiene los condicionamientos inevitables de cualquier fenómeno cultural. Lo
que no le resta ningún encanto.
En lo que sigue, se mantendrá la forma dialogal del encuentro, pero la reproducción no
es textual. Los argumentos están sintetizados y se ha puesto ciertos énfasis y
alteraciones en el ritmo de la prosa. Una vez transcripto el diálogo, describiremos
algunas tentativas, más o menos satisfactorias, de encontrar la bisagra perdida. El fin
será una sorpresa. Pero volvamos al debate que reúne a Georges Duby, historiador, y a
los siguientes contrincantes: J. P. Huchet –de la teoría literaria medieval–: C. Méla –de
la misma especialidad–; Eric Laurent, A. Grosrichard –psicoanalistas–, y Alexandre
Leupin, crítico literario.
Comienza así:

Lacanianos: ¿Qué hace un historiador cuando compara registros textuales? Un


historiador del medioevo no sólo estudia los poemas corteses o las fuentes literarias.
También analiza documentos, testamentos, doctrinas teológicas, obras filosóficas,
monedas talladas, imaginerías grabadas en columnas, curvas demográficas, sistemas de
parentesco. En síntesis: trabaja con un archivo compuesto de materiales heterogéneos y
testimonios de variada calidad. Conforma así un corpus con distintos tipos textuales. De
este modo trabaja un historiador, pero no un analista de la literatura. Éste se interesa por
el juego de la letra en la composición literaria, toma en cuenta la arquitectura lúdica. La
confrontación de los registros textuales hace perder por lo general el juego de la letra.
Por eso un historiador como usted puede hablar con fundamento de la sociedad
cortesana pero poco de los poemas de amor.
Duby: Debo admitir que la literatura romance, la de la lengua vulgar, es más lúdica que
la oficial, en lengua latina.
Lacanianos: El lenguaje de los poetas es diferente del lenguaje del poder. Tiende a
subvertirlo, a escamotearlo.
Duby: Pero quedan preguntas por hacer. Me gustaría saber, me interrogo, acerca de una
transferencia característica de esta época. Hay un desplazamiento en el esquema
valorativo de lo masculino a lo femenino. Un pasaje del acento del mundo varonil del
caballero feudal a la Dama. Es necesario preguntarse por tal pasaje. ¿Habrá sido la
transformación de un poder criminal (el modelo sexual de la violación) a otro más
lúdico (la cortesía)? Repito la pregunta: ¿habrá sido un tránsito entre dos modos de vida,
uno de características criminales a otro más lúdico?
Lacanianos: De todos modos no se despeja el enigma sobre la forma en que un
historiador reflexiona sobre este tipo de literatura. La literatura medieval es una retórica
desnuda, aunque sea una frase paradójica. Es puro juego de la letra.
Duby: Voy a permitirme la licencia de responder con otra pregunta: ¿por qué el público
esperaba una configuración como la que se ofrecía? ¿Cuál es la clave de la atención que
prestaba el público? En todo caso, lo que a mí me interesa, y es mi trabajo, es plantear el
problema, de difícil resolución, entre el nacimiento de la obra de arte, el movimiento del
pensamiento y la estructura de las relaciones sociales. Además, hay que tener en cuenta
que la literatura no es la única disciplina que presenta opacidades para el historiador; ni
es la única área que monopoliza los efectos del lenguaje en lo social. Los arqueólogos
descubrieron ciertos fenómenos que modificaron la interpretación de los textos.
Lacanianos: Escuchándolo, Duby, siempre se tiene la sensación de que para usted el
amor cortés tiene una realidad diferente de la textual. Pero, usted debe saberlo, jamás
dejamos de confrontarnos con textos. Es necesario que los historiadores dejen de
trabajar los textos de modo mimético, tratando de establecer transparencias o vínculos
generales entre el texto y lo social. Por nuestra parte, en tanto analistas de la literatura y
de la lengua, proponemos inclinarnos hacia lo que se dice, y también hacia lo que no se
dice, a un entre-decir, hacia una inter-dicción, una distancia entre el decir y el silenciar,
el hablar y el callar.
Duby: Pero no veo por qué no pueden congeniarse ambos aspectos. La literatura no sólo
se rige por sus leyes de composición. Tiene su auditorio, sus consumidores, su
estructura de recepción. La literatura es una respuesta a una realidad, porque, debo
decirlo, las frases reenvían a las cosas.
Lacanianos: Yo creo que lo que estamos discutiendo es la cuestión de la exterioridad, es
decir, el lugar en el que está la bisagra, el de la juntura. ¿Cómo es posible combinar la
historia de las mentalidades –del modo en que lo hace la escuela de los Anales– con las
literaturas? ¿Cuál es la bisagra entre un estudio de las historia de las mentalidades y la
literatura? ¿Cuál es la juntura?
Duby: A mí me gustaría tratar el relato, las narraciones como testimonios de un sueño
en relación con la conducta de los hombres. Es lo que llamo “una construcción
ideológica”. Ustedes hablan de juego, de la gratuidad del juego del significante. Pero no
hay gratuidad, nada es gratuito. Por lo que sigo preguntando como historiador: ¿por qué
ciertos valores se fijan en la escritura?; ¿por qué se conservan?; ¿por qué se reciben?
¿Por qué se consideran dignos de ser admirados, de ser soportes de lo real?
Lacanianos: Pero el lenguaje del amor cortés sobrepasa las formas sociales. La doctrina
del amor cortés no se reduce a lo que sucedió en su tiempo. Más allá de las teorías de la
receptibilidad, el amor no se explica no por las formas sociales ni por sus condiciones
de arraigo.
Duby: Yo estimo que las relaciones amorosas se convierten en objetos durables,
transmisibles, cuando esas relaciones se inscriben y convierten en instrumentos de
poder. La fijeza de la doctrina del amor debe su pregnancia al hecho de que participa de
un campo político.

En el Momento de la Conclusión, el debate decae. Es usual. Los participantes repiten


aquello que ya dijeron. Tal vez los argumentos encuentren otra vuelta, pero es difícil no
tener la sensación de que el razonamiento perdió dinamismo y se estancó en una especie
de tic pendular. La falta de bisagra hace que este panel –como cualquier sistema de
paneles– sea inestable. Entre el pensamiento de la historia y el psicoanálisis también
falta una bisagra, y no sabemos si Merlín, que tenía un bonete, la tiene. Pero en los
finales de este interesante coloquio, cuando el cansancio relajaba los músculos y
algunas lógicas se debilitaban, fue posible escuchar argumentos inesperados.
Uno de los intérpretes reconoció su dificultad en vincular lo literario y lo histórico.
Pero, a raíz de ese breve concierto, recordó algo que llamó “sus pequeños objetos”: la
masculinidad y la femineidad. El tema de la masculinidad y la femineidad que tensa la
concepción del mundo medieval le permitió evocar un motivo de un capitel catedralicio,
llamado “La Disputa”. En él se ve a dos hombres en lucha. Uno de ellos es alentado por
su mujer, mientras que su contrincante, en actitud pasiva, es retenido por la suya. La
escena exige algunas palabras para entender lo representado en este aparente litigio.
Esas palabras no están, pero el que sí está es el intérprete del grupo lacaniano, quien
dice: “Lo que describe este capitel reenvía de una manera clara a la masturbación. En la
mayoría de los casos que pude analizar, el problema fundamental es de orden anal. En
todas partes, constantemente”.
Duby se pone de pie y reparte sonrisas y saludos a todos. Reconoce, mientras se
despide, que el capitel puede, sin duda, señalar la presencia de algún fantasma. Para
congraciarse con su interlocutor, hasta dice: “evacuar fantasmas”. Transmite al grupo,
además, su estímulo para que sigan trabajando sobre las palabras, sus grietas, abismos,
fallas y los multicolores juegos del significante. Así se despidió este prestigioso
representante de la Escuela de los Anales.

BISAGRA UNO

Así son las mesas redondas de la modernidad. Se come poco, se bebe menos, y se
termina evocando a la masturbación y, a posteriori, otros placeres.
En las mesas redondas de Camelot del medioevo también se llegaba a un cierto
aburrimiento. Era el momento en que un caballero anunciaba su partida y su decisión de
recorrer caminos. Daba comienzo a una aventura alentado por los cofrades ansiosos por
escuchar, a su retorno, el relato de sus hazañas y desventuras.
Los caballeros de esta mesa enunciaron el problema. Falta la bisagra. Duby la busca
para componer las artes, el pensamiento y la realidad social. Los lacanianos la evocan
cuando describen el juego de la letra. Y nosotros creemos que ya es hora de anunciar la
cacería de la bisagra perdida. Así comienza la primera aventura teórica. El historiador
reconoce que la lengua romance se permite licencias, transgresiones de léxico y
sintaxis. La pregunta de Duby tiene dos aspectos. Uno se refiere a las transvaloración,
pregunta nietzscheana. Es la pregunta de la “Genealogía de la moral” sobre el origen y
la transformación de los valores. En el medioevo existe un pasaje de las virtudes de la
heroicidad caballeresca a las del cortesano que, entre otras cosas, elogia la belleza de las
costumbres en los años mil. La otra vía se refiere a la receptividad de la letra. Duby nos
remite a la instancia del auditorio. El texto es propuesto ya no sólo como fenómeno de
composición o producción, sino como medio de comunicación. En otros textos (Mâle
Moyen Age), Duby insiste en este mismo problema. Se interroga sobre la relación de
una literatura de sueños, evasión, compensación, con los comportamientos concretos, y
se queda con una certeza. Sabe que esta literatura fue recibida y que, para ser
escuchadas, las canciones debían tener algo que ver con lo que a la gente preocupaba, es
decir con su situación real. Por esta escucha, es posible interrogarse por las
modificaciones de la conducta que pudo haber generado la poesía.
La teoría literaria tiene una tradición por la que se privilegia la circulación y el
consumo. El análisis de los mecanismo productivos del texto renovó la tradición del
formalismo.
El acento sobre la recepción del texto, sobre la importancia del auditorio y del público
proviene de tradiciones diferentes. Una es la hermenéutica, la de Jauss (Une Esthétique
de la Reception).
Jauss recuerda los modos históricos en que se pensó la literatura. El Romanticismo, al
que interesaban los genios nacionales; el positivismo, que busca su modelo en las
ciencias exactas mediante la aplicación de parámetros causales; la historia de las ideas,
que postula la eternidad de los temas fundamentales; el pensamiento marxista, que no
puede concebir a la obra de arte como constitutiva de la realidad; el formalismo, que
encara la sucesión de códigos, sistema, formas y lenguajes en el universo insular del
arte. Todos estos modos de concebir la literatura tienen en común, para Jauss, la
desconsideración del destinatario del mensaje literario: el público y el lector. La historia
de la literatura ha sido la de sus autores y la de sus obras. El lector ha quedado bajo un
manto de silencio. Rara vez se ha hablado de la función histórica del destinatario. Para
ello es necesario elaborar una estética de la recepción. Jauss, al hacerlo desde la
tradición hermenéutica, emplea conceptos afines a ella. Como el de “horizonte”, de
origen husserliano.
Para Jauss toda obra es la respuesta a una pregunta. Para descifrar esa pregunta, el
intérprete no debe revivir la experiencia cultural del pasado, ni hacer un esfuerzo de
empatía ni de comprensión; tampoco debe tener la ambición de reconstruir una
experiencia mental. Es el mismo desciframiento del texto el que debe hacer inteligible
la incidencia de la recepción.
Jauss llama “distancia estética” a la diferencia entre el horizonte de espera preexistente
y la obra cuya recepción puede provocar la aparición de un horizonte nuevo. La
distancia mínima es índice de que el efecto resulta de un tiempo de espera
perfectamente colmado. Es cuando la obra de arte divierte. Satisface un deseo de belleza
encarnado en formas familiares, y ciertos hábitos de un público ansioso de elementos
“sensacionales” e intrigas morales. Esto es lo que Jauss llama “arte culinario”.
Existen otras obras que no tienen ninguna relación con el público, pero al cambiar el
horizonte de espera, constituyen su público gradualmente. Por eso –y volviendo a
Duby– el historiador afirma en uno de sus últimos trabajos que el amor cortés es un
material sumamente delicado. Se trata de una literatura de sueños, de evasión. No hay
que considerar que lo cantado por los trovadores, o lo dicho por los héroes de las
novelas reflejaba lo que pensaban o decían los oyentes de aquel arte. Dice Duby que el
amor cortés es una creación literaria, un objeto cultural de evolución autónoma y
cambiante según las variaciones del gusto, de los ritmos propios y de la dinámica
específica de sus formas. Pero una vez que se ha establecido esto, no puede decirse que
lo inventado por los poetas no tiene ninguna relación con el modo de vida del público a
quien los poetas desean cautivar. Duby dice que estas obras tuvieron un éxito enorme,
fueron recibidas, conservadas, transmitidas, y para que esto sucediera, fue necesario que
lo referido por ellas no resultara del todo discordante con las situaciones concretas a las
que el auditorio estaba habituado. La literatura incidió en las costumbres de la época de
un modo análogo al de la literatura llamada hagiográfica, la que ponía en escena las
Vidas ejemplares, como las de los santos –los exempla– y los héroes de caballería.
La receptibilidad de los textos es un elemento a tener en cuenta, pero su modo de
interpretación es variable. La hermenéutica de Jauss parte de los textos y de sus
transformaciones. Esto le evita el espiritualismo fenomenológico que no sale del
monótono vaivén puritano entre el Uno y el Otro, los problemas de alteridad y
completad, de comprensión y formas de diálogo universal. Le evita estas formas de las
teologías de la verdad, pero no del todo. Siempre aparece la inquietud filosófica de
conocer al “otro”, de establecer una palabra compartida sin violencia, una palabra que
de que el diferente se manifieste tal como es. La tolerancia metafísica.
La perspectiva de Duby toma en cuenta la receptibilidad y el registro social de los
textos, pero no lo hace con categorías fenomenológicas. No se trata de horizontes de
espera calibrados por las diferencias de lectura en el tiempo, sino de las instituciones y
de los fenómenos sociales no literarios que explican por qué ciertos modelos literarios
tuvieron grata o nefasta recepción. Estos aspectos institucionales se centran –en el caso
del amor cortés– en los criterios de distinción y las particiones en la sociedad masculina,
los conflictos de poder entre caballeros y clérigos. Esta tensión en el mundo de los
varones explica el lugar otorgado a quienes cantaban a la Dama. Duby sostuvo en el
coloquio que la literatura “es una respuesta a la realidad”, y agregó: “las frases reenvían
a las cosas”. Dos dinosaurios verbales en oídos lacanianos. Monstruos del denunciado
mimetismo interpretativo.
Pero lo más importante es que falta la bisagra, a todos, y ya hace tiempo. Y como
estamos en el medioevo, época en la que se desesperaban por encontrarla, nosotros
también esperamos al Perceval de la epistemología. Pero antes debemos sortear a más
de un dragón teórico. Tenemos el umbral, el marco, la llave, hasta la puerta, ¡pero falta
la bisagra! Sin ella no hay montaje posible. Si los alquimistas y los astrólogos del
medioevo hubieran sabido que aquello que faltaba no era la fórmula protegida por el
dios Mercurio, ni el buey que se ausentó de la Casa de la Tortuga del equinoccio de
Verano, si los magos hubieran sabido que sólo faltaba el bisagraal, posiblemente no
habríamos tenido guerras, ni hambre, ni psicoanálisis.

BISAGRA DOS

Una vez dijo Michel Foucault:

Para romper con alguno de los mitos del carácter expresivo de la literatura,
fue importante establecer el principio de que la literatura sólo se concierne a
sí misma. Nada tiene que ver con su autor, si no es así, esto se debe a un
cierto tipo de muerte, silencio, y a la misma desaparición del que escribe.
La referencia a Blanchot y a Barthes [sigue Foucault] importa poco, pero lo
que sí importa es el principio de la intransitividad de la literatura. Este era el
primer paso, el que hacía posible deshacerse de la idea de que la literatura
era el lugar de todos los tránsitos, en punto donde todos los tránsitos
terminaban, la expresión de las totalidades. Pero era sólo un paso. Si se
mantiene en análisis en este nivel se corre el riesgo de no desmantelar las
sacralizaciones que afectaron a la literatura. Al contrario, se corre el riesgo
de sacralizarla aun más. Y esto es lo que ocurrió incluso hasta 1970. Vimos
una serie de temas de Blanchot y Barthes usados para una especie de
exaltación, al mismo tiempo ultralírica y ultrarracionalizante, de la literatura
como estructura de lenguaje susceptible de un análisis en sus propios
términos.
Las implicaciones políticas no estuvieron ausentes de esta exaltación.
Gracias a ella, se cosechaban logros diciendo que la literatura estaba liberada
de todo tipo de determinaciones, que el hecho de escribir era en sí mismo
subversivo, que el escritor poseía, en el mismo gesto de la escritura, un
derecho imprescriptible a la subversión. En consecuencia, el escritor era
revolucionario, y cuanto más escritura era la escritura, cuanto más se hundía
en la intransitividad, más participaba en la revolución. Se sabe que estas
cosas se decían desafortunadamente […] [Entrevista de 1975, publicada en
1986].

Foucault resume el pensamiento de la tendencia estructural. Sintetiza su lucha contra el


mito de una literatura refleja, mimética. Por eso el arma de la intransitividad. Una vez
difundida la especificidad de lo literario, después de haber trazado las murallas de la
insularidad, la satisfacción fue fugaz. Aparecieron aquellos para quienes el péndulo no
tenía por qué girar entre mimetismos e intransitividades. Ni espejo que refleja, ni
iceberg que flota. Así nació el problema de la bisagra. El punto de vista estructural se
había definido con respecto a dos negaciones: la de la referencia y la del sujeto. La
crítica de lo real representado y del sentido dado por un sujeto.
El punto de vista estructural equiparaba el trabajo del texto y el del sueño: nada tenían
que ver con ninguna esfera en la que se tejieran intercambios. Eran autorreferenciales.
La letra se definía por su juego autónomo con respecto al referente, al autor, al lector y
al contexto.
Según Blanchot, la obra se concibe fuera de toda alianza y acuerdo; para Bataille es un
gasto sin reservas. La obra no se detiene ni se cierra, se abre a un espacio infinito: el
espacio literario. Escritura –intransitividad– pura productividad de la diferencia –
implicación infinita– equivocidad: niega la existencia de un objeto preestablecido para
la literatura.
De este modo el estructuralismo intentó romper con la tradicional connaturalidad de
poesía y mundo, la continuidad entre el ser y el lenguaje, entre el decir y el ver.
Ya en 1923, León Trotsky participaba en un debate semejante, y decía:

Esta escuela, la formalista [nombra especialmente a R. Jacobson] reduce sus


tareas a un análisis sintáctico, esencialmente descriptivo y semiestadístico
del poema, a un recuento de vocales y consonantes que se repiten, de las
sílabas y de los epítetos […] este análisis, que los formalistas consideran
como la esencia del poema o Poética, es indudablemente necesario y útil,
pero se lo debe entender como parcial, fragmentario, subsidiario y
preparatorio […] Pero los formalistas no se contentan con atribuir a sus
métodos un significado puramente instrumental en el plano de la técnica y de
la utilidad, análogo al significado que la estadística tiene para las ciencias
sociales y el microscopio para la biología […] Según ellos, la literatura se
agota íntegramente en la palabra y el arte figurativo en el color. Un poema es
una combinación de sonidos, la pintura es una combinación de manchas de
color […] un aparente objetivismo basado en características accidentales,
secundarias e ineficientes conduce inevitablemente al peor subjetivismo. En
el caso de la escuela formalista conduce a la superstición de la palabra […]
los formalistas revelan una religiosidad que madura rápidamente: son
discípulos de San Juan: creen que en principio fue el Verbo. Nosotros, en
cambio, creemos que en el principio fue la acción, y la palabra la siguió,
como su sombra fonética [ Literatura y revolución]

A partir de 1916, los formalistas afirman que la literatura sólo puede entenderse desde la
separación entre lenguaje poético y lenguaje práctico. La obra literaria se describe y
define en cuanto tal por su diferencia específica –la distancia poética–, y ya no por su
dependencia funcional con respecto a una serie no literaria. La percepción artística es un
concepto de ruptura con respecto a la condición cotidiana. Y en lo que concierne a
nuestro convidado de piedra –el lector–, el modo de recepción de un público que
corresponde a una época formalista ya no se circunscribe al simple goce de lo bello.
Exige el reconocimiento de la forma y de los procedimientos artísticos.
Pero no necesariamente, como alguna vez dijo Jauss, un texto debe ser escrito para ser
leído e interpretado por los filólogos.
Se decía que Trotsky y sus compañeros habían encontrado el bisagraal, en realidad eran
dos piezas: una hoz y un martillo. Se las puede superponer, pero no constituyen un solo
mecanismo. A la bisagra le falta su bisagra. Fueron los problemas entre la industria y la
agricultura su exacto compás de desarrollo. Esto en cuanto a las bisagras económicas, y
con respecto a las literarias, tampoco las piezas estaban completas. El marxismo jamás
pudo hacer coincidir las determinaciones infraestructurales con las de la superestructura.
Las variaciones culturales son muchas; las de los modos históricos de producción,
pocas. Arriba hay matices; abajo, contrastes absolutos. Es como buscar hormigas con
telescopio, o pescar sardinas con arpón. Pero Trotsky, que no fue Perceval, no careció
de sutilezas. Insistió en que para la dialéctica materialista el arte era subsidiario y
utilitario. Pero tuvo la delicadeza de no ser vulgar, no coincidía con los que opinaban
que la prédica amorosa de San Francisco de Asís se explica por su filiación de clase ni
que la desnudez que exhibió en su pueblo se debía al oficio textil de su padre.
Así describe Trotsky a la utilidad:

El arte literario encuentra el necesario ritmo de las palabras para estados de


ánimo oscuros y vagos; une más estrechamente pensamiento y sentimiento,
los pone en contraste; enriquece la experiencia individual y la experiencia de
la comunidad; afina el sentimiento y lo vuelve más sutil, más adecuado;
amplía anticipadamente el volumen del pensamiento y nos transmite el
método personal de la experiencia acumulada; educa al individuo, al grupo
social, a la clase y a la nación [Literatura…, Ibíd.].

BISAGRA TRES

Las discusiones entre gratuidad y utilidad constituyen con frecuencia un malentendido.


Trotsky desplaza el problema de su ámbito de discusión rutinario. El de las relaciones
entre las artes y el Estado, o el de las expresiones culturales y las formas sociales. Estas
últimas no se definen en términos de utilidad, sino de bisagra. Pero algo debe suceder en
la literatura medieval, una característica que quizá no se explique exclusivamente en
términos literarios, una particularidad que da argumentos a todos los que insisten en que
la literatura no sólo no es transparente o reflejo de los social, sino su espejo roto, su
distorsión. Leer un texto medieval creyendo lo que dice, o dejarse fascinar por su forma
y buscar una comprensión histórica, usar el texto para entender a los hombres es caer en
una trampa. Los textos de la literatura medieval, la primera literatura romance, se
construyen como un laberinto.
El medioevo es testigo del tratamiento retórico de las fuentes. Por eso los nombres de
los autores son huellas o indicios cuya identidad es siempre sospechosa. Dragonetti (Le
mirage des sources) habla de un art du faux: el medioevo como época de
falsificaciones, de fraude textual generalizado y pseudonimia literaria.
El arte literario medieval compone un pensamiento retorizante, sometido a la potencia
del ritmo y a la música del lenguaje. El medioevo es el nacimiento de la demiúrgica y
de la dialéctica, de Merlín y Abelardo. Es el retorno del orgullo luciferiano de la razón
demiúrgica. Tanto Merín como Abelardo, ambos bretones, usan las armas del diablo
para volverlas contra él. La retórica medieval es asunto de demiurgia. Las leyendas no
son historias verdaderas, sino gestos simbólicos de invención. La creencia y la
seducción del lector u oyente provienen de una construcción fundada sobre la
ejemplaridad, es decir sobre la ficción de anécdotas de santidad. La literatura actúa
como fuerza persuasiva. El pseudós es el juego del pensamiento que recurre a las
ficciones para actualizar ciertas virtualidades. La verdad es un personaje de antesala. Se
decía en el Corpus Hermeticum que la ilusión es la obra de la verdad. la escritura puede
simular el poder.
La retórica medieval tiene sus modos de aplanar las ficciones, y de buscarles un
fundamento. El que narra una gesta, garantiza la autenticidad de sus fuentes, como la
restitución de una canción anónima, perdida, olvidada. Dice Dragonetti:

Es como si la literatura desde siempre no tuviera otra función que la de


sustituir una pérdida irreemplazable por la reinvención de una lengua
ficticia, equivalente a la que podían haber sido las onomatopeyas del paraíso
terrestre. Esta pérdida es colmada en el medioevo por el gay saber, la joy y la
fin amour.

Así como el tratamiento de las fuentes es retórico, el dar nombre de autor, y los títulos
de las obras son efectos de estructura, elementos de su funcionamiento, cuya elección
está dictada por la eficacia del texto a construir.
Por eso Dragonetti hace de la retórica una Dama y de la escritura un cosmético como el
que desdeñaba Platón. La retórica es una peluca, su intransitividad es el acto mismo de
vestirse que –como dicen las damas recatadas– sólo se hace para sí misma.
El medioevo nos muestra el espectáculo de un lenguaje que juega con su propia
disolución, tiene una estructura de anillo con vueltas y sin fondo. Malentendido,
indecibilidad y juego.
Filólogos como Dragonetti afirman que el amor cortés no es un canto a la Dama, sino
un invento lúdico en el cual el trovador disimula lo que dice. La cultura de aquel tiempo
era eclesiástica, se escribía en latín y el escritor se limitaba al trabajo del comentador. El
scriptor es un copiador con la libertad de agregar observaciones e introducir pequeñas
modificaciones mientras no altere la autoridad de la palabra tradicional.
La aparición del trovador o juglar presenta a un personaje que inventa una lengua.
Deberá disfrazarse para sobrevivir a su enfrentamiento al clérigo.
Traducir los problemas corteses a un lenguaje de la realidad, explicarlos o situarlos por
medio de procedimientos biográficos –buscando la identidad de la dama o del poeta que
canta– es un absurdo metodológico. Nos encontramos ante un lenguaje del disimulo que
se lee como lapsus o chistes de la psicología de la vida cotidiana.
El trovador canta su amor a la lengua materna. Este amor expresa el nacimiento de la
literatura vernácula. Es el habla cotidiana, ordinaria, la que recibe su sanción cultural.
Entra al universo de la escritura, es decir, de la palabra revelada. Ésta es la batalla de los
trovadores: introducir en la historia su lengua natal. Y lo harán con una escritura
esquiva, irónica, burlona, solapada, que sortee la mirada inquisidora del episcopado, de
la catedral y del monasterio. Siempre al filo de la autoridad, transgrediéndola, al borde
del abismo.
El amor cortés es un gay saber, un juego jovial, un espíritu literario y competitivo. Es
parte de los torneos medievales, de sus fiestas, de la destreza. El poeta cortés no es más
que un saltimbanqui, además de mago. La poesía cortés es un no-lugar, porque el poeta
que canta a la Dama, le canta a la Dama lengua. Trabaja la lengua con el sostén de la
Dama. La práctica retórica del amor cortés tiene por eje fundamental el trabajo de la
deformación de los nombres propios. ¿Cuáles son los arcanos misteriosos que encubre
el nombre de Chrétien de Troyes? ¿Qué extrañas combinaciones teje su signatura con lo
griego y lo cristiano?
El amor cortés es contemporáneo del arte de los monasterios, sus liturgias y su música..
en la expresión cantada se busca la autonomía del verbo poético, del trovar, se
constituye una liturgia marginal respecto de la dogmática cristiana. Siempre se trata de
la Dama-Dios, de la Dam-Dieu.
Es necesario comprender el modo de inserción del poeta medieval en una cultura
gobernada por la teología. El saber se circunscribe al recuerdo y exégesis de la palabra
revelada. El gesto del poeta no puede ser de creación. Palabra hereje, demiúrgica. Hay
un único creador y aquel que se permite remedar el gesto divino con el mundo de los
signos es un usurpador. Un cabalista. La ficción es el modo perfilado de la creación, la
rima poética es una contraseña transgresora. Un artilugio para seducir a la censura,
hechizarla, violarla.
No era fácil ejercer la poiesis, el arte de la inventiva. La producción de la palabra
enfrenta a la letra de Dios. Los poemas corteses forman parte de la cadena textual,
trozos de escritura anónima, de un corpus llamado traditio. Este continuum de voces
escritas, reescritas, retocadas, sólo a veces se conserva en un libro. Los aficionados a la
poesía cortés sostienen que el lenguaje de la poesía se opone al lenguaje de la
institución. La poesía está hecha de trouvailles, de hallazgos, de modos inesperados de
sortear obstáculos. Es la picaresca de la letra. Si no existiera este atrevimiento montado
sobre sorteos y gambetas, el lenguaje de la institución nos asfixiaría con su repetición
indefinida de saberes y códigos.
Es así como frente a la figura del clérigo, el jurista y el penitente aparece la figura
lúdica del juglar.
Esta pura literalidad, la gratuidad del juego de la escritura, con el fin de lograr efectos
de placer, se manifiesta esencialmente en el nombre propio. Los nombres de los poetas
son claves que remiten a un lugar en la jerarquía de los poetas. Por eso existe una
diferencia entre las “Vidas” de los obispos, que han servido para analizar la estructura
cortesana en el imperio de los Ottones, o la vida de los santos mártires que fueron
exempla para los feligreses, y las pequeñas reseñas autobiográficas en el
encabezamiento de los poemarios de los trovadores en los que abundan datos falsos. Ya
forman parte de la estructura de disimulo de la literatura que pretenden anunciar.
Dragonetti analiza las novelas corteses para mostrar que las aventuras de los
protagonistas se modelan sobre las exigencias de la retórica. Los fracasos de las
andanzas de los caballeros reflejan en el terreno de la intriga los traspiés de la retórica.
El mensaje y el código se desarrollan en el mismo plano. Las tramas de las novelas
designan tanto las enrancias de las aventuras arturianas como las vueltas y rodeos,
espejismos vertiginosos de una escritura que vuelve sobre sí misma.
Entre la retórica y el roman hay un juego de espejos. Las prácticas especulares y
especulativas de la retórica consisten en hacer concordar todas las materias del saber en
el arte del buen decir. Hay una ética del buen orador, el vir bonus dicendi peritus
(Quintiliano). La ficción de Perceval, en los Cuentos del Graal –el que buscaba la otra
bisagra– lo muestra con una armadura resplandeciente que traduce las exigencias de una
retórica que busca el ornatos como máscara de la narratividad y de sus ritmos. A su vez,
el aligeramiento progresivo del aparato decorativo del relato se corresponde con el
aligeramiento de los vestidos de los compañeros de Perceval.
Se suceden así las analogías secretas según el ritmo que producen los desplazamientos
cuyo sentido jamás devela todos los enigmas. La fábula del Graal es una lección de
retórica sobre los ritmos que trabajan debajo de la obra el soporte escritural de la
narración. ¿Qué es una narración?, pregunta Dragonetti. Un cortejo de figuras
maravillosas, irreales, que proceden de un discurso que recubre sus propios huecos: las
discontinuidades de los relatos, los saltos de la intriga ocultos por la continuidad de la
trama.
Estos mecanismos de juego sobre la materialidad de la letra, esta usurpación de la
propiedad de la lengua, derivan de una operación de vaciamiento. El arte del trovador es
el arte de la nada, el rien art, el Renard, palabra que combina un vacío con una astucia.
Este art du rien encabeza el primer poema del primer poeta francés, Guillermo IX de
Aquitania: je ferai un poème de pur néant (haré un poema de pura nada).
La lengua moderna es la lengua del deseo en la lengua, es la presencia de la femineidad
en el lenguaje. Tuerce la teología del Padre. Dice Dragonetti:

La época de la cortesía se caracteriza por la fabricación de falsos diplomas


de fundaciones de abadías, la invención de hechos históricos, el montaje
hagiográfico, las referencias ficticias con fines imaginarios, el empleo de
citas falsas o falsas atribuciones de autor. Éstas son prácticas corrientes en el
medioevo.

Circulaban los tratados de etimología. La dogmática los autorizaba mientras se


concibiera al significado gráfico como soporte material de la revelación. La etimología
era un proceso de escritura sobre la sustancia literaria. Procedimientos anagramáticos,
paralelismos, opciones, inversiones, cruces, efectos de espejos se distribuyen entre el
arte de las narraciones y el naciente arte de los iluminadores.
Se prolonga la tradición de la Antigüedad tardía, la neo sofística. La retórica es la que
manda, y los géneros desdibujan sus límites al depender de la palabra de persuasión. El
verdadero saber está en manos del poeta, del retor y del sofista. El arte del trovador
intenta captar la benevolencia del público, hacer deseable el lenguaje dirigido al oyente,
crear palabras dóciles a los sentidos.
El amor cortés es letra, construcción poética. No es la manifestación de sentimientos, ni
del poeta, no de la comunidad, o la Dama. En todo caso, si lo es, poco importa. Un amor
contrariado literariamente no equivale a decepciones existenciales. Al último se lo
padece, al primero se lo construye.
María Rosa Menocal analiza el muwaschachah, la matriz árabe de los poemas corteses,
nos habla del sufrimiento que define la poesía erótica. Sabemos que dentro del poema la
infelicidad, la traición, la frialdad o el abandono del amado, la no correspondencia son
cosas que se cantan. Mientras que en el mundo externo pueden ser obstáculos a resolver
o superar, el análisis del poema debe reconocer que los obstáculos son creados y deben
ser mantenidos para que la canción pueda existir. La unidad que convalida el poema es
interna. Satisfacción o desgracia juzgadas desde un ámbito externo son antitéticas al
género. “Lo que está implicado en el muwaschachah en términos poéticos y de la
ideología del amor es la necesaria y deseada infelicidad y rechazo mutuo”.
Para Menocal la poesía cortés tiene una naturaleza solipsista, se refiere a sí misma y se
aleja de los valores y referencias externas. El diálogo entre los amantes no tiene una
respuesta productiva en términos externos. El poema subvierte el aparente ruego de
amor, por lo que Menocal se pregunta si el amor poético glorifica el tipo de amor que
enuncia. Parece ser que los textos poéticos árabes, como los de la Provenza, condenan el
amor que cantan. La estructura de muchos de los poemas corteses emerge como un
cerrado e incomunicado diálogo. Es una distribución compensada de lamentos. Como si
el amor que se canta no tuviera otro fin que los poemas mismos, y en este residiera su
placer. “Toda otra salida está clausurada, prohibida, por la naturaleza del amor mismo,
que no tiene otro valor ni existencia que la generación de la poesía, ya que no puede
generar nada más. No hay duda de que es una glorificación de la literatura, y no del
amor”.
BISAGRA CUATRO

Advierte Dragonetti:

No se trata de ninguna manera de hacer de la lectura fónica un modo


privilegiado o exclusivo de lectura, ni menos convertirlo en una mecánica
combinatoria, pero reconozcamos que todo el contexto retórico que
analizamos sostiene esta lectura, incluso si finalmente se mantiene
problemática.

Atravesemos entonces la lectura fónica, no la descartemos pero convirtámosla en un


problema. Abramos la puerta de la retórica y veamos qué secretos nos presenta.
Por un lado tenemos el texto. Éste fue descripto según la construcción de sus figuras.
Dragonetti insiste en que el texto literario medieval nos habla de los caminos de su
propia construcción. Es una escritura autorreferencial. Se pose es la del poeta Narciso.
El poeta del fin amour presenta su quehacer de un modo oculto. Esta estrategia
trasciende la composición del texto. Pertenece al orden de la censura. Los límites de la
dogmática medieval obligan a un tipo de retórica en la que priman el juego, la parodia,
el doble lenguaje y las analogías. Entre las alegorías y las metáforas el texto despliega
su trama.
El orden de la censura no proviene del texto, pero se inscribe en él. Deja sus huellas en
ausencia. Son los desplazamientos y el trazado de las figuras de la ficción los que nos
permiten entender la acción del censor. Así nace la literatura con lengua nacional, así se
expone la subversión de la letra poética.
Cuando un investigador privado se presenta ante el espacio del delito, comienza por el
análisis de las huellas.
Sin la botella nadie se enterará del naufragio. El investigador hace una nomenclatura: el
pañuelo al borde de la cama, la lámpara tirada en el piso, un resto de uña rota, y con
estos y otros vestigios reconstruye una escena y una historia.
El crimen que nos concierne se llama texto de amor, y discutimos sobre las prioridades
que debe recorre la investigación. Sabemos que sin huellas no hay crimen, y sin cuerpo
los indicios se perderían en el misterio. Por eso muchos deciden empezar por los corpus
textuales. Es lo que se llama el punto de vista inmanente. Así lo afirma Paul Zumthor,
un investigador que salió a recorre caminos medievales en busca de la bisagra.
Debemos aprovechar sus experiencias maravillosas. Zumthor dice que la primera
operación que es necesario realizar con un texto es la de recolectar los índices formales.
Esta tarea se basa en la percepción de ciertas regularidades. No hay otro modo de
comenzar un trabajo hermenéutico que buscar repeticiones, agrupar en conjuntos,
diagramar series, aislar elementos o parejas de términos que contrastan, señalar nudos
convergentes. Este es un posible trabajo formal.
Pero estos índices formales carece de valor si no se los integra en conjuntos que
marquen una dirección, un sentido. El sentido no es homogéneo ni en su producción ni
en sus efectos; existen capas de sentido. Estas tienen varios apelativos, entre otros:
lengua-estilo-motivo-materia; lazos sintagmáticos, unidades lexicales, figuras
estilísticas y estrategias de comunicación; efectos sonoros-sintácticos-lexicales-
temáticos. Las capas se superponen, pero siempre se comienza por la superficie. Al
centro de la Tierra se llega por las cavernas. Tenemos puertas de entrada. Y recorridos
necesarios. Se empieza por reconocer las formas, el orden de la composición, el de las
construcciones. Existen las prioridades operativas. Zumthor alerta sobre varias
cuestiones. Dice que la historia nada puede informarnos sobre la naturaleza de las
relaciones semánticas que aseguran la presencia de las formas. Divide la investigación
en etapas, y recomienda contratar a especialistas que se distribuyan el trabajo. El que
comienza con la búsqueda no es el que la terminará. Y, quizás, el que la termine no
sabrá lo que encontró. Historiadores, lingüistas, sociólogos, antropólogos, filólogos,
semiólogos harán circular un expediente que pasará de un departamento de
investigación a otro. Los investigadores saben que sus metodologías de trabajo, sus
diagramas y perspectivas de investigación no pueden aislarse, necesitan
complementación. Pero también saben que esta complementación debe programarse –
hace falta un coordinador, el que saldrá en busca de la bisagra–. Por lo que volvemos al
punto inicial… y así podemos ver al departamento de criminalidad con sus peritos
yendo de una oficina a otra en busca del director, y a éste tratando de encontrar a sus
peritos. Es la discusión llamada por los expertos “Interdisciplina”. ¿Un círculo
metodológico o vicioso?
Zumthor dice que la polémica entre historiadores y estructuralistas encuentra salida si se
entiende que la estructura es la proyección sincrónica de una situación histórica. Pero la
frase “proyección sincrónica” es otro de los espejismos a los que nos tienen habituados
las hadas. En cada aventura del ciclo del rey Arturo aparecen encantamientos que
prueban la destreza y la inteligencia del caballero. Decir “proyección sincrónica” es una
maniobra de distracción. Es como hablar de una dinámica congelada, o de una epopeya
en diapositivas. El problema es hacerla andar.
En otro apartado Zumthor nos recuerda algo fascinante: “en el orden de los fenómenos
naturales, es por el sistema como se interpretan las realizaciones del sistema; en el orden
cultural, sistema y realizaciones tienen cada uno su propia variabilidad”. Esto parece
simple. En el mundo de la Naturaleza, es decir de la físico-matemática, la ley de
gravedad nos permite entender que las piedras caen. En el mundo de la cultura el
modelo del modo de producción feudal no nos permite entender el estilo gótico, o la
poética cortés, cada uno tiene su propia variabilidad. Y se puede diseñar una escala de
incapacidades: un modelo de estructura social general no nos permite entender el
modelo feudal, cuya teoría general tampoco nos permite entender el arte gótico o la
literatura del amor. Es decir que en el mundo de la cultura no se entiende nada o, si se
entiende algo, entonces no se sabe para qué sirven los modelos.
Pero no podemos contentarnos con que la Bisagra es sólo una película de Spielberg.
Erwin Panofsky es algo más que un personaje de Raymond Chandler. No es un
especialista en literatura, su especialidad es en el arte, no el de las letras, sino el de las
imágenes. Es un iconólogo. Panofsky revolucionó la metodología de la investigación, es
decir, invirtió el problema de la bisagra. Estudiemos su método.
Al analizar las obras de arte, Panofsky distingue el contenido temático de su forma. Y
nos da un ejemplo. Me cruzo con un individuo que el verme se saca el sombrero. Desde
un punto de vista formal, he recibido una diferencia. Así se define este punto de vista:
hay un cambio de ciertos detalles en una configuración que es parte de una estructura
general de color, líneas y volumen. Esta estructura constituye mi mundo visual. Pero
este punto de vista es reducido y fugaz, porque apenas identifico esta diferencia
perceptiva con un objeto o una acción, ya he entrado en la primera esfera de contenido o
significado. Es un significado fáctico elemental. Me permite asociar lo visto con mi
experiencia práctica anterior y afirmar que estoy viendo a un hombre que se saca su
sombrero. Además, me importan, en esta primera identificación, las relaciones de
sensibilidad que enfocan mi atención en el humor de este hombre. Si me mira bien o
mal, si está de buen o mal humor, en actitud agresiva o complaciente. Este fondo
expresivo es parte de esta primera capa de significado.
Cuando decimos que el movimiento percibido es un “saludo”, una ceremonia que
proviene de la cortesía medieval, debe estar familiarizado no sólo con el mundo práctico
de objetos y acciones sino también con el mundo de las costumbres y las tradiciones
culturales. Este nivel es el de los significados secundarios o convencionales. Se
diferencia del anterior en que es inteligible en vez de sensible y en que ha sido aplicado
conscientemente a la acción. Si inscribo este saludo en el “mundo” de la persona que
realiza el gesto, si lo anoto en el alfabeto de las cosas que contribuyen a formar una
personalidad, si tomo en cuenta el siglo en el que vive, sus antecedentes nacionales,
sociales, su educación, su historia anterior, su modo de ver y reaccionar ante el mundo,
me encuentro –según Panofsky– ante una filosofía, el nivel más abarcador. Lo define
como el significado intrínseco o contenido esencial. “Se podría definir como un
principio unificador que sustenta y explica a la vez la manifestación visible y su
significado inteligible, y determina incluso la forma en que el hecho visible toma
forma[…]”.
En el mundo del arte que estudia Panofsky, se identifican primero las llamadas “formas
puras”, las configuraciones de línea y color, masas de bronce y piedra de forma
peculiar. Esta identificación nos reenvía a representaciones familiares. Identificamos así
expresiones de dolor, acciones entre cuerpos que llamamos “rapto”, “amor”;
reconocemos atmósferas particulares que asociamos a formas de domesticidad, a
rituales hogareños. Estas identificaciones formales, que se constituyen a través de la
percepción de diferencias y el reconocimiento de regularidades, son definidas por
Panofsky como “motivos artísticos”, y corresponden a la descripción iconográfica de la
obra de arte. Se estas formas de sensaciones, sentimientos y acciones representan el
combate entre el Vicio y la Virtud, es porque relacionamos los motivos artísticos, y las
combinaciones entre motivos artísticos, con temas o conceptos.
Los motivos reconocidos así como portadores de un significado secundario o
convencional pueden ser llamados “imágenes”, y las combinaciones de imágenes son lo
que los antiguos teóricos llamaban “invenzioni”; nosotros estamos acostumbrados a
llamarlos “historias” y “alegorías”. La identificación de tales imágenes, historias y
alegorías constituye el campo de la iconografía en sentido estricto.
Hay además una prioridad metodológica, pero no teórica, del análisis formal: “es
evidente que un análisis iconográfico correcto en el sentido más estricto, presupone una
identificación correcta de los motivos. Si el cuchillo que nos permite identificar a San
Bartolomé no es un cuchillo sino un sacacorchos, la figura no es San Bartolomé”.
Panofsky elabora una teoría de la interpretación de los fenómenos artísticos. La historia
del arte a la que se refiere tiene que ver con los íconos. Esta historia necesita de la
palabra escrita; las fuentes literarias permiten identificar los temas. A la experiencia
práctica con objetos y acciones se le suma otra en la que objetos y acciones
corresponden a una historia de estilo. Por ella se analiza el modo en que objetos y
acciones han sido expresados por formas en condiciones históricas variables.
A la familiaridad con las fuentes literarias corresponde una historia de los “tipos”. Esta
historia estudia bajo qué condiciones históricas temas o conceptos específicos fueron
expresados por objetos y acciones. Y a una intuición sintética que nos familiariza con
las tendencias esenciales de la mente humana, corresponde una historia de los síntomas
culturales o símbolos, por la que percibimos el modo en que estas tendencias se
inscribieron en temas y conceptos específicos.
Esta es la escalera de Panofsky, su propuesta metodológica. Se aleja de las aporías que
enfrentan a estructuralistas e historiadores, formalistas y realistas. Afirma que aquello
que es primero en la metodología no lo es necesariamente en el orden teórico, y menos
en la realidad. Compone un montaje con perspectivas cruzadas. Su casa hermenéutica
tiene tres piso, ascensor y ascensorista. La “escalera” mencionada es, en todo caso,
mecánica. El ascensor pasa por un tubo; es el hueco que recorre el ascensor. Es una
bisagra adaptada a los tiempos modernos. La bisagra es un elemento que permite la
conjunción de piezas diferentes. En una bisagra encajan partes de un sistema. Pero no
podemos decir que en un ascensor encajen varios pisos. A los que buscan la bisagra les
cuesta desplazarse. Pretenden viajar mediante folletos. Están de un lado, aferrados y al
umbral. Se prenden de un límite. Extienden la mano para alcanzar el otro lado, y así
están con sus brazos completamente abiertos. En ese momento necesitan del elemento
que colocado en ambos lados los enganche y haga jugar. Por lo que necesitan tres
manos. Los pies presionan sobre el piso para no trastabillar, se está entre abismos. La
característica de este equilibrio es su quietud. No hay movimiento, justamente es lo que
se quiere evitar. Se teme quedar a mitad del camino. Mejor entonces permanecer en un
lugar, comprarse un lote y declarar la autonomía y la especificidad del terreno. Y
cuando los aires que faltan hacen sentir la estrechez, la asfixia y la repetición, a buscar
una bisagra, con el cuerpo en posición de partida y un pie apenas sostenido sobre el
dintel y el brazo del picaporte. Pero la bisagra es un desplazamiento porque no se puede
ver todo al instante. A través de la reja del ascensor no se ven todos los pisos de una
vez. Cuando se está en el segundo, no se está en el primero, y cuando se esté en el
tercero ya no se estará en el segundo. Pero la movilidad nos permite transitar por los
paisajes y darnos cuenta de que si la vecina del segundo tiene goteras, y hay una
rajadura en el empalme de la cañería que da en el baño de servicio del tercero, la
pérdida no es ningún misterio.
No se trata de que el mundo de las formas o la historia deban ser un edificio. Siempre se
puede soñar con otras arquitecturas. Por ejemplo, un salón de espejos en donde las cosas
se reflejan al revés, o un lago en el que algo cae y produce ondas fugaces en la
inmensidad de su superficie; un aeropuerto con haces de luz que se encuentran desde
faros enfrentados. Es posible alucinar extrañas escenografías. El problema es la puesta
en escena.
Panofsky nos sintetiza su tarea:

Controlar la interpretación de una obra de arte aislada, a través de una


“historia del estilo” que a su vez sólo pueda ser construida por la
interpretación de obras aisladas, puede parecer un círculo, pero no vicioso,
sino metódico. Ya sea con fenómenos históricos o naturales, la observación
aislada toma el carácter de un “hecho” sólo cuando puede ser relacionado
con otras observaciones análogas de manera que la serie completa “tenga
sentido”. Este sentido se puede aplicar para controlar la interpretación de
nuevas observaciones aisladas dentro de la misma categoría de fenómenos.
Sin embargo [dice Panofsky], si esta nueva observación aislada no admite
ser interpretada con claridad de acuerdo con el sentido de la serie, habrá que
reformular el sentido de la serie para incluir la nueva observación aislada.

BISAGRA CINCO

Hemos visto que un ascensor es un elemento que se desplaza sobre un eje vertical. Su
movimiento nos permite ver lo que acontece en los distintos niveles. Atravesamos
sucesivas horizontalidades. Este nuevo tipo de bisagra requiere dos atributos: movilidad
y vacío. El hueco y un motor. Una vez planteado el esquema general, debemos
enfocarlo sobre nuestro tema concreto, la erótica cortés. Y recorrer algunos intentos en
este sentido.
Paul Zumthor, transcurridos quince años de su primera cruzada lingüística por el
medioevo, retoma el problema desde otro ángulo. En su obra anterior había afirmado
que la historia poco podía informar acerca de las relaciones semánticas que aseguran la
presencia de las formas textuales. Para luego decir que el texto es un lugar de
trasmutación y confluencia global de los elementos de una cultura. Una oscilación
aporística, un fracaso. Esta vez descubre su propio ascensor, y se sube. Se llama “la
Voz”.
Su tema es la letra y la voz en la literatura medieval. No se trata de la ausencia de la
escritura, sino de una presencia concreta. La voz es el emblema que permite que la
literatura medieval no sea un objeto lingüístico. La nueva herramienta conceptual es la
antropología. Es evidente que no hay definición unívoca para este saber. Hay tantas
antropologías como árboles. Pero hay intentos recientes en los que la antropología
amplía su horizonte hacia orillas en las que antes transitaban la crítica literaria, la
sociología de la literatura o los diferentes tipos de semiosis sociales. Se trata de signos
tramados con relaciones sociales. La antropología transita por sociedades occidentales
en las que nos cuesta reconocer rasgos de la modernidad. Sin embargo, raíces y matrices
de nuestra historia comienzan a dibujarse. En la sociedad medieval surgen las ciudades,
renace la cultura clásica, se establecen fundamentos políticos y sociales que perdurarán
siglos, y por el otro lado nos encontramos ante la cultura de una sociedad casi
analfabeta. Es decir, con escasísima tradición escrita. Hablar de literatura medieval es
un mundo en un mundo donde nadie lee plantea problemas nuevos. Pero no quiere decir
que la cultura sea inexistente, sino que su manifestación predominante no es la escrita.
Es la oral. Lo que produce singulares obstáculos metodológicos. Porque lo oral sólo se
conserva en lo oral. La memoria colectiva construye sus leyendas, que se incrementan y
varían de boca en boca. La oralidad, además, no se reduce a una repetición sino a
visibilidades acústicas que aparecen en bailes, fiestas, cantos. La escritura es paralela a
estas expresiones y cumple distintas funciones. Una de ellas es la de normalización. La
escritura oficializa las voces, las legitima. Y en donde se plasma la legalidad, la censura
también opera.
Pero cuando hay tal presencia de la voz, la escritura difícilmente pueda marcar
separaciones sin mimar a la voz. La escritura da testimonio de la oralidad. Cuando las
sociedades cambian y se escrituralizan la oralidad, la intervocalidad, pueden haber un
testimonio escrito. Es un asunto tecnológico. No había modo de atesorar los sonidos de
la cultura sin pasar por la grafía. La escritura era la tecnología del futuro, era dominante,
y establecía los parámetros de la existencia de los signos. Zumthor intenta mostrar que
la escritura, a pesar de ser la tecnología privilegiada de conservación de la cultura, no
puede hacer callar la presencia de la voz. En realidad, la escritura en el mundo de los
años mil se subordina a la voz. Sólo que esta subordinación se manifiesta en la escritura.
Así es como la voz debe presentarse en las grafías, su acción debe trazarse en los
procedimientos escriturales.
La presencia de la voz participa con su plena materialidad de la significación del texto y
no puede dejar de inscribirse de antemano en el texto como un proyecto. Traza los
signos de su intención. La voz le da cuerpo al signo, lo transforma en ícono. La máscara
y la mímica aparecen en la presentación de la voz. Zumthor llama “vocalidad” al uso de
la voz.
El hecho de que el texto haya sido compuesto por escrito interesa a su gramática y a su
economía interna; pero el hecho de que haya sido recibido a través de una lectura
individual directa, por audición o espectáculo, modifica profundamente su significación.
Zumthor sitúa la larga Edad Media entre la aparición de las lenguas vulgares
diferenciadas y la invención de la imprenta. A partir del siglo XII en todo Occidente se
produjo una mutación profunda ligada a la generalización de la escritura en la
administración pública. Se sistematizó y racionalizó el empleo de la memoria. Zumthor
propone estudiar el espacio oral de esa transición. Es una fase en la que no se puede
hablar, como siglos más tarde, de una división entre cultura popular y cultura de élite. A
pesar del aislamiento altivo de las costumbres mentales aristocráticas, no es posible
distinguir elementos sabios y eruditos de una “cultura popular”.
En cada texto hay índices de oralidad. La más evidente es la notación musical. Otro
vestigio es el empleo de palabras que manifiestan formas de interlocución. La pareja
recitar-oír, y todas las formas que convierten a un texto en un estatuto de locución fijan
la comunicación en una presencia discursiva. Es una situación comunicacional
inmediata, y no diferida como la escritura.
La literatura medieval se inscribe en un mundo musical. La música es más que un arte.
Es el rasgo de la concepción predominante del mundo. ya sea desde el pitagorismo, el
neoplatonismo, o cualquier otro retorno del universo antiguo, la música es la expresión
de la armonía del Universo, de su estructura matemática, de la clave de la composición
de las cosas. La voz humana es, de las músicas existentes, la más preciada, la más
cercana al secreto divino. Por lo que la letra –como aparece en la actualidad en las
canciones– es parte de un canto.
Dentro de la liturgia se elaboraron la mayoría de los géneros poéticos en los siglos XI y
XII. Los sermones pastorales, las canciones de los santos, los cantos escolásticos se
vincularon a la poesía de los trovadores, a las canciones de gesta, al teatro, a diversos
géneros narrativos.
La escritura es objeto de la vista, como el canto lo es del oído. La pintura del Paraíso
esbozada por los predicadores anuncia placeres auditivos: coros de ángeles, cánticos de
los santos, armonía de los instrumentos musicales, del arpa. Es la palabra recitada, ya
sea como canto o declamación, la que circula por los espacios públicos. El locus
amoenus es el lugar idílico en el que se recita el amor, una corte idealizada, morada de
amor y armonía en la que renace la primavera, el canto de los pájaros, las voces de la
alegría. Las palabras latinas versus y prosa pertenecían al vocabulario musical y
designaban diversos casos de ritmo. En los siglos IX y X, las exigencias del canto
litúrgico fueron la ocasión del surgimiento del género llamado prosa ad sequentias, un
tropo de la aleluya de la misa.
Uno de los puntos más interesantes del libro de Zumthor sobre la letra y la voz medieval
es la descripción que hace de la escritura. Escribir en el medioevo era una actividad
sumamente costosa. No sólo por el elevado precio de los escritos, sino por el esfuerzo
físico y mental que implicaba la escritura. Dice Zumthor que una docena de volúmenes
era suficiente para hacer un sabor en los años mil. Las bibliotecas estaban vacías. Hacia
1080 la famosa biblioteca de Touyl no tenía más de 270 volúmenes, y dos siglos más
tarde la de la Sorbona no llegaba a contener 1.000 libros.
En realidad debe hablarse de manuscritura, cuya técnica era difícil de dominar y exigía
arduas competencias. Las sucesivas fases eran practicadas por diversos hombres:
composición de la tinta, tallado del cálamo o de la pluma, preparación del soporte antes
del trazado de los caracteres. Escribir era una profesión dura y agotadora.
Sentar por escrito un texto consistía en reunirlo en tablillas de cera y luego pasarlo en
limpio en el pergamino. Varios autores componían mentalmente su trabajos y se los
dictaban a un secretario que lo apuntaba en las tablillas con un estilete; luego el autor
revisaba y corregía el borrador.
El vocabulario que explicaba la operación de escribir procedía del latín. Dictare se
refiere al origen del texto, de ahí el sustantivo dictamen, que designa el arte de la
composición, y la metáfora del dios dictator, enunciador de la creación.
Scribere exige un esfuerzo muscular considerable de los dedos, de la muñeca, de la
vista, de la espalda; todo el cuerpo participa, incluso la lengua, pues todo al parecer se
pronuncia. En el invierno el frío inmoviliza los dedos, incluso puede congelar la tinta.
Hay quienes prefieren esperar la primavera para recopiar rápidamente los borradores del
invierno. Trabajo de infinita paciencia, la tarea del copiado dura meses, o hasta uno o
dos años. Dice Zumthor que el alivio y la alegría del escribiente al dar la puntada final
se puede comparar con lo que siente el marinero que regresa al puerto, pide vino, una
chica joven y guapa y, a veces, una gran puta.
El escribiente protege como un secreto de fabricación su preciosa competencia textual.
Este privilegio se mantuvo, desde fines de la Antigüedad, dentro de círculos cerrados,
que proporcionaban los recursos necesarios y garantizaban la seguridad del trabajo,
como la cancillería pontificia conectada con las últimas tradiciones romanas.
Cancillerías de los reinos bárbaros, las que rodean al Imperio germánico de los años
mil, las scriptorias de los grandes monasterios, las cancillerías de obispados, de
municipalidades.
En el medioevo, la escritura es una virtualidad a la espera de otros valores y, además, un
objeto de arte. Para los monjes –y según una herencia judaica– la escritura es un don de
Dios, y el texto sagrado, como el mundo, es una grafía. El mundo y el texto son un
Dictado Divino, y las palabras de la ley forman el estilo o el estilete.
El cristianismo occidental no comparte con el islamismo el horror a la imagen. Las
tendencias iconoclastas de algunos orientales hicieron de la escritura el fundamento de
todo arte visual y plástico. Para las autoridades cristianas, en cambio, instruirse por
medio de la representación figurada no equivalía a adorarla.
Zumthor cita a Alain de Lille, que dice: “la creación entera no es para nosotros como
libro y pintura […]”, libro y pintura no pueden ser disociados se combinan en la palabra
que sigue: Speculum. La escritura, además de tener la función de anotar las voces
pronunciadas, funda una visualidad emblemática. El fresco, el capitel historiado, la
vidriera, la fachada, son Pagina Sacra, palabras de Dios en las que se contempla una
procesión de figuras jerárquicamente articuladas.
En francés antiguo “escrire” significa tanto dibujar o pintar como trazar letras: la
escritura es una figuración. Mediante los signos lingüísticos el texto evoca hechos e
interpreta la etimología de sus designaciones; la ilustración pictórica establece
correlaciones espirituales y asegura la integración de todos estos elementos en
relaciones alegóricas. La escritura simboliza, la imagen emblematiza. El escritor recibe
auditivamente el texto a reproducir. Interioriza una imagen sonora de las palabras. El
escrito se forma por contagio corporal a partir de la voz; la acción del copista es táctil.
La del lector es sonora. Así como la escritura medieval es un ejercicio diferente del
nuestro, la lectura también pertenece a otra historia. Muchos años debieron transcurrir
hasta que la lectura se convirtió en la actividad muda y solitaria de nuestros días. En el
medioevo se leía en voz alta, y esto indica tiempos distintos. Zumthor cita trabajos
actuales sobre las velocidades de lectura y señala que la velocidad media de un lector es
de 14.500 a 29.000 palabras por hora, entre cuatro y ocho palabras por segundo. Un
lector de hoy desplaza su vista con una rapidez que el lector medieval, eternamente
sonoro y ante una grafía no estandarizada sino manuscrita y plena de oropeles,
desconoce. Es otro ritmo de lectura. La antigua lectura era una actividad rumiante. Cada
palabra planteaba un problema distinto, cada una tenía una identidad separada. Había
ciertas dificultades de desciframiento que sólo la movilidad bucal era capaz de resolver.
La lectura iniciaba un movimiento del aparato fonador, un movimiento de la glotis, un
murmullo. La tradición monástica había valorado esta práctica desde hacía ya tiempo
como una ayuda a la meditación. El movimiento de los músculos faciales la hacía
semejante al acto de nutrición, la elevación del espíritu provenía de la “rumiación de la
palabra”. Tiempo después, la lectura se privatizó con el silencio, y se creó una esfera de
la intimidad entre el lector y el texto, esfera en la que el intercambio se intensifica,
mientras que el contexto exterior se aleja y se borra.
El medioevo era un mundo sonoro. Una cultura en la que prima la voz necesita de una
puesta en escena. Los espectáculos, el contacto inmediato entre actores y autores, la
necesaria dramatización del arte, su exposición en lugares públicos, hacen del texto un
elemento de un conjunto mayor. Zumthor lo llama “obra”. No hay autonomía del texto
en el sentido de una composición que se entiende por sí misma. Es imposible separar el
texto de un conjunto textual del que es comentario, traducción, réplica, divulgación; y
tampoco es posible separarlo de su ejecución, de las tonalidades que lo expresan, de los
énfasis que lo sobrecodifican, y de la especificidad de los ambientes en los que se lo
escucha.
Estamos habituados a una cultura del libro, así como a otra del cuadro, en la que se
encuentran dos soledades que se transmiten riquezas. A esto le confrontamos lo que se
llama “cultura popular”, a la que sí otorgamos una calidad colectiva, festiva, anónima y
carnavalesca. En el medioevo estas cualidades se presentan sin que la cultura se escinda
en una jerarquía elaborada siglos más tarde. La aparición de la escritura en lengua
romance, la “elevación” del habla cotidiana a los dominios del arte, la renovación
litúrgica, la nueva retórica aplicada a los sermones –su alegorización–, la formación de
corporaciones urbanas de estudiantes y maestros –la futura universidad–, en las que las
artes de la palabra exponen las nuevas formas de razonamiento que cuestionen y
disputan la verdad y autenticidad de las fuentes –la quaestio y la disputatio–, la
musicalización de las formas poéticas, la constitución de una ética retórica en la que las
palabras modelan formas de conducta, y en la que el buen decir, la declamación, la
cortesía en el hablar son ejes de las honestas, las probitas, la mansuetudo y otras
virtudes del nuevo personaje del cortesano; la construcción de un nuevo lenguaje
político y otro poético, que termina con el monopolio del episcopado en materia
retórica; todas estas facetas nos hablan de una guerra de las palabras, de la
conformación de nuevos decires, y de una permanente tensión entre intentos de una
disciplina y líneas de fuga en la construcción de nuevos discursos. Estas tensiones en el
lenguaje no sólo se manifiestan en la naciente escolástica sino también en la
introducción, a partir del siglo X, de los tropos dialogados (cantados) en la liturgia de
las fiestas mayores del calendario eclesiástico. A mediano plazo surgió un teatro
propiamente dicho. Zumthor cree que la tradición medieval no deriva de las formas
teatrales antiguas, de las que sobrevivieron manifestaciones degradadas como ciertas
prácticas de mimos y saltimbanquis. En la tradición medieval coincide la renaciente
dialéctica, la disputatio, una poesía cantada que había adoptado la forma del debate:
tenso y partimen; una tradición poética que resulta menos de procedimientos
gramaticales que de otros de dramatización del discurso.
La censura se manifiesta en una serie de declaraciones oficiales que reprueban el uso de
los cantica diabolica, luxuriosa, amatoria, obscena, turbia. Zumthor dice que el gran
canto cortés de los trovadores occitanos se constituyó en el año 1100, como reacción
contra la poesía salvaje; una potencia expresiva y continua de una muy antigua poesía
erótica –desde Granada hasta los bosques sajones, desde Roma al mar del Norte–, de
transmisión oral y seguramente cantada.
La Iglesia entreabría sus puertas a las manifestaciones de la religión popular, a las
fiestas numerosas y periódicas de la liturgia y al culto de los santos. El vínculo que unía
un antiguo fondo de cultura campesina y las tradiciones hagiográficas sólo se diluyó a
fines del siglo XII, cuando aparecieron los primeros procesos de canonización,
sustituyendo la “voz del pueble” por la investigación y la sentencia.
Trovadores, juglares, spielmann, joglares, joglers, gicolares canonizan las nuevas
formas poéticas, les dan su norma. Son músicos, narradores y cantores que sustentan la
palabra pública y constituyen nuevos placeres auditivos.
Estos recitadores penetran todo el espacio público. Algunas iglesias financiaron poetas
y cantores a los que encargaban la propaganda dirigida a los peregrinos. No se trata del
“hombre de letras” del siglo XIV en adelante. Son un grupo social con un lejano origen
en la tradición de los cantores de cantos germánicos, diluida en la de los músicos y
actores de la Antigüedad romana.
El juglar –sostiene Zumthor–, representa una permanente inestabilidad en el corazón de
una sociedad estable, su única inserción social es el juego. La poesía había sido durante
siglos fundamentalmente “juego” en la más profunda de sus acepciones: su objetivo
último era ofrecer solatium a los hombres. Éste era un argumento de peso de los
censores, para quienes soulas significaba un obstáculos de la penitencia, fundadora de
las normas cristianas, y peor aún. Significaba el triunfo de la mentira y la depravación.
En palabras de Zumthor: había un “nomadismo de la voz”. Algunos autores medievales
distinguían dos tiempos de la existencia: la estancia y la cabalgata. La segunda nos lleva
a las formas de la imaginación, a una vida-viaje, a los itinerarios del alma.
En el siglo XIII se precisan las características del orden nobiliario, los eruditos elaboran
la definición de la certa habitatio, el lugar fijo en el que se está. Así, el noble, se
distinguirá durante mucho tiempo de los demás. Pero con cada primavera es llamado a
la guerra, sale de su lugar, y más en términos de vagabundeos que de asentamientos se
describe su gesta fundadora. En torno al noble, un pueblo poco numeroso se dispersa en
aldeas aisladas, separadas unas de otras por desiertos, bosques, páramos, zonas
pantanosas y montañas. Los pueblos se comunican entre sí por caminos deficientes y
estacionales, y se desplazan por campamentos o bien son abandonados. En Alemania –
precisa Zumthor– entre el veinte y el cuarenta por ciento de los pueblos, según las
regiones, quedarán desiertos. Y son innumerables los castillos construidos, destruidos,
rehechos en otros lugares. Las ciudades son hijas del escrito, sus muros cortan la ciudad
en un adentro y un afuera. Rechazan a los marginados, los peligrosos, los miserables,
prostitutas o leprosos. Los otros son convertidos en vasallos, se consideran útiles pero
se los mantiene a distancia, como a los judíos y los lombardos. Desde el siglo XI los
eruditos elaboran para una caballería en vías de sedentarización los relatos de aventuras,
palabra latina en tiempo futuro que designa escapada para adelante, también en el
espacio. Son las narraciones maravillosas que se llamaron novelas.
Hay entonces un doble nomadismo: uno, vuelto a los espacios a conquistar; otro
interno, impulsado por las amenazas de un encierro temido. Y, además, un vagabundeo
de la voz que a través del campo, más que de la dicción hablada, ensancha las zonas de
recepción de las frases. Los modelos musicales son ampliamente móviles, y los ritmos
poéticos, puros efectos vocales, se transmiten y viajan sin que intervenga
necesariamente la naturaleza del lenguaje que le dio forma. Zumthor lo ilustra con el
ejemplo del zejel árabe, forma estrófica de origen, que pasó a la poesía litúrgica de
lengua latina, quizás a través de otras formas poéticas judías.
Dice Zumthor que la voz poética cumple una función estabilizadora sin la cual el grupo
social no podría sobrevivir. Al prolongar y modificar la tradición, despliega las
manifestaciones variables de un arquetipo. La voz poética es parte de una situación
plural, por eso habla de intervocabilidad. La intervocabilidad se abre a tres espacios:
aquél en el que cada discurso se define como el lugar de transformación de enunciados
llegados de otra parte; el de una audición, hic et nunc, regida por un código más o
menos rigurosamente formalizado, pero siempre de alguna manera entreabierto,
incompleto, imprevisible; finalmente, el espacio intrínseco al texto, creado por las
relaciones que se entablan en él. Lugar de confluencia, de performance y de
formalización.
Zumthor distingue entre las formas textuales de una obra y las formas sociocorporales;
por un lado las secuencias lingüísticas del texto y por el otro la interpretación. De ahí la
necesidad de distinguir dos tipos de señales: la textual, referida al lenguaje, el nivel del
discurso, y la señalización modal, que actúa sobre los medios corporales y físicos de la
comunicación, el nivel de la enunciación. La conjunción de las dos series hace posible
la obra. Lo textual domina lo escrito, lo modal a las artes de la voz…
Es en la actuación donde se integran los elementos que constituyen la obra. El arte
poético consiste para el intérprete en asumir una instantaneidad, en la que no hay
borraduras, no arrepentimientos, ni borradores. De ahí la necesidad de una elocuencia
particular, de la soltura en la dicción y en la frase, de un poder de sugestión, de un
predominio general de los ritmos. Esta palabra en acción no es la mera ejecutora de la
lengua, a la que nunca ratifica y sí infringe para nuestro placer. Así interviene la voz
sobre el texto, sobre una materia semi formalizada con la que se moldea un objeto móvil
y finito.
El texto se realiza así dentro de una producción sonora: expresión e ilocución juntas, en
una situación transitoria y única. Zumthor recuerda que desde hace vente años los
lingüistas dicen que la enunciación tiende en forma natural a desbordar al enunciador y
al enunciado, y se pone a sí misma en evidencia. Zumthor combina la performance
(actuación) y los performativos (realizativos) en el sentido que se le da a este término
después de Austin. El lenguaje poético medieval implica, entonces, un aspecto
realizativo.
Tenemos el texto, el poema y la obra. El texto es legible, la obra es audible y visible.
Del texto, la voz en actuación extrae la obra. Locutor, destinatarios, circunstancias se
encuentran físicamente confrontados. La comunicación oral no es un monólogo, exige
un interlocutor, incluso reducido a una función silenciosa. Hay quienes dicen que,
cualquiera sea la circunstancia que se busque más allá del texto, con lo único que se
cuenta es con las marcas textuales. Y por más “yos” o “tús” que interpelen, sólo interesa
la función que cumplen estas denominaciones, invocaciones o llamados, en el interior
del texto. Zumthor insiste en que la vocalidad sitúa al texto en otro novel, exigiendo que
se rompa el círculo de la intertextualidad. La puesta en relación sintáctica de un “yo” y
un “vosotros” traslada el conjunto del discurso al registro de los intercambios
personales. Lo que se sabe de la sociedad medieval impide reducir el análisis a los
afectos retóricos, también nos informa de una situación que es irreductible al texto solo,
al que contiene, soporta y desborda. El referente del “yo” no es una función, es una voz.
Un lingüista, Scholz. Argumenta que el estudio de las intervenciones dialogales
establece un “oyente ficticio” que constituye un factor esencial del funcionamiento del
arte literario medieval. Para Zumthor esta conclusión no hace más que confirmar, en la
negación misma, la omnipresencia de la voz. La intervención del autor no sólo suscita
en el discurso funciones distintas, sino que aporta, como tal, un suplemento de
información extratextual. Esta información sólo tiene sentido en relación con una
práctica.

BISAGRA SEIS

Apareció la voz. Elemento móvil, plural, situacional, integrador. Un bisagraal. Resulta


extraño que un elemento etéreo como la voz se presente como la marca de la conjunción
buscada. Durante mucho tiempo, los lingüistas y otros semejantes, condenaron el
privilegio de la voz en nombre de la escritura. Los pensadores de hace veinte años
apostaban el destino de Occidente a la desmitificación de la metafísica de la phoné.
Toda la represión cultural se edificó sobre la ilusión de un logos que suspira e un oído, y
de una escritura instrumental que traduce los sonidos de la verdad con su mano servil.
La palabra “escritura” fue motor revolucionarios. Sollers anunciaba la creación de un
pensamiento de la huella; Derrida, el fin de la mitología de la pura presencia y el nuevo
pensamiento de la diferencia. El fin del logocentrismo era paralelo a la decapitación del
reino fónico. La metafísica se definió como un sistema ejemplar contra la amenaza de la
escritura. Derrida denunciaba la función secundaria e instrumental de la escritura,
relegada a funciones de traducción de un habla plena, y plenamente presente; de una
escritura como técnica al servicio del lenguaje, “portavoz” de un habla originaria. La
denigración de la escritura desde los tiempos de Platón, que en su “Fedro” la condenó
por prostituta; la mentira escritural sostenida en su calidad de simulacro, espejismo,
materialidad tramposa; la ubicación que daba de Saussure a un “significante” siempre
secundario con respecto a una primacía del significado; todos estos síntomas
manifestaban los efectos de un logocentrismo que es también un fonocentrismo, la
proximidad absoluta de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser. la
pneumatología era la metafísica de la vos.
La reivindicación de la escritura es la del desencantamiento, del ocaso de los ídolos, de
la primacía de los fundadores de la modernidad. De Nietzsche y su genealogía de la
moral, que describe la inscritura del dolor en los cuerpos; de Freud y del inconsciente
escriturado como un lenguaje; de un Marx y la literatura concebida como modo de
producción; de Heidegger y el fin de la metafísica de la presencia. El ocaso de los
dioses tenía el vaticinio de los héroes del pensamiento de hace dos décadas, los
maestros de la escritura.
La escritura fue el anuncio de una nueva problemática en la que dominan la
materialidad y la exterioridad. El fin de la interioridad y la espiritualidad del idealismo
filosófico. Fue el emblema de los jóvenes estructuralistas de izquierda.
Y ahora vuelve la voz de la mano de nuevos pioneros, o de los viejos remozados. Así es
la ciencia, nunca deja de cambiar para siempre. Es la voz misma la que llega a nuestras
pampas. Y no es una metáfora. La búsqueda de la bisagra nunca tuvo fronteras. Los
percevales no tienen descanso. Entre los bosques de Merlín y las tierras de Fierro sólo
media la distancia. Fue Josefina Ludmer la Perceval de nuestra epistemología. Y la
pampa es grande.
Se trata de la voz del gaucho, porque el gaucho no es el que escribe “en gaucho”.
Ludmer no deja de insistir en la diferencia entre la voz del gaucho y la voz en gaucho.
La “voz en gaucho” la escriben seres no gauchos, como José Hernández.
Ludmer analiza el modo en que la voz en gaucho modifica la voz del gaucho. El ser
culto se apropia de la voz popular, la transforma y la devuelve. Así es la voz, una
instancia teórica que permite la movilidad que la palabra-escritura obstaculizaba. El
problema de la voz del gaucho no es lexicológico no etimológico, sino político y
literario, dice Ludmer. El género es político-literario. Porque se trata del género
gauchesco, es decir del uso de una voz y del modo determinado de construcción de esa
voz. Para entender lo político con lo literario, para poner en marcha un axioma que dice
que el problema lingüístico es político, hay que dejar la lingüística, ir al cuerpo. Para
entender de lenguas hay que saber de cuerpos. Dice Josefina Ludmer que el género es
un tratado sobre los usos diferenciales de las voces y palabras que definen los sentidos
de los usos de los cuerpos. El uso de las voces remite al uso de los cuerpos. Es el
eslabón entre el espacio exterior e interior del género. Ludmer precisa: la base del
género es la militarización del sector rural y la aparición de un nuevo “signo social”: el
gaucho patriota. Éstas son las bases en la medida en que permiten el acceso del registro
verbal de los gauchos al estatuto literario. La guerra no es sólo el fundamento y la lógica
gauchesca. La oscilación del sentido entre el uso de la voz y el uso de los cuerpos, entre
la guerra y la guerra de palabras, constituye la materia literaria del género. La alianza
entre la voz sin escritura y la palabra letrada se constituye con la guerra, con la primera
apelación a las masas rurales para liberar su antagonismo contra el enemigo común: el
opresor extranjero.
El uso del cuerpo por el ejército y el uso de la voz por la cultura. No hay literatura sin
ley de levas. Y la ley de levas no es literatura, es una disposición sobre el cuerpo del
gaucho. Una reglamentación, una estrategia disciplinaria. Para que nazca el personaje
del gaucho es necesario tenerlo en el ejército. Por eso la poesía complementa la
reglamentación del ejército, la poesía escrita es una institución disciplinaria. Ludmer
nos seduce, dice estar cerca de la bisagra: “las dos instituciones, ejército y poesía, se
abrazan y complementan”. Las palabras y las cosas transformadas en voces y cuerpos,
se funden en la luz de la crítica literaria.
Ludmer hace la radiografía de una ilusión. Se pregunta por las definitivas aspiraciones
de la crítica, por su bisagra dorada. Y sueña su posesión. ¿Qué sucede? Se ve todo al
mismo tiempo. Movilidad y diversidad. Una perspectiva cambiante que depende de las
líneas que trazan las disposiciones de las fronteras. Este nuevo nómada es cimarrón y
baqueano. ¿Cuáles son los límites de la crítica? Los de sus sueños, los de todos, la
bisagra. Así lo dice ella: buscar un tipo de línea o de perspectiva privilegiada que
permita leer todo a la vez y en donde el objeto lo diga todo. Género y crítica están frente
a frente, dibujando un arco luminoso de 360 grados. Transparencia total es el sueño de
la crítica, dice Josefina Ludmer: “Transparencia total” parece el nombre de uno de los
personajes alegóricos del Roman de la Rose, matriz estilística de un tipo de novela
cortés. En el libro de la Rosa cada una de las facultades morales se encarna en un
personaje. Solaz es bello y alto, su rostro es como una manzana, sonrosado y blanco; su
amiga es Alegría, que a nadie odia, hermosa como una rosa fresca, de frente despejada y
cejas morenas. Solaz y Alegría están rodeados de malvivientes como Villanía, Codicia o
Avaricia, gente fea, sucia, demacrada, de mala presencia y verde como un cebollino.
Sólo la luz de Transparencia ahuyenta los malos genios. Donde Transparencia toca con
su vara, se pierden los contornos y las formas se abrazan unas en otras y los objetos se
convierten en manchas voladoras. Un festival. La crítica dejaría de ser ella misma y los
corpus y los objetos también. Paradoja de la transparencia, dice Ludmer, disolver
simultáneamente el género (lo que se lee) y la crítica (la que lee). Pero Transparencia se
fue y nos dejó Oscuridad, de rostro fino y largo, labios delgados y pómulos salientes,
cuello estiradísimo y hombros bajos. Oscuridad es muda pero insinuante. Es la que nos
inspira el bisagraal.
La bisagra es el fin del sueño del entero, pero el comienzo de la búsqueda del
fragmento. El mundo de las solturas, el de las felices coincidencias. Salir en barco desde
una costa para volver al mismo punto desde la otra orilla. Fronteras, orillas, anillos, las
imágenes de la bisagra muestran un vacío rodeado por un ribete. Los percevales de la
epistemología insisten en estas imágenes de filamentos; cintas lazos, nudos, de una
topología que suprime la interioridad y se queda con curvas y diagonales.
Es lo que dice Ludmer: la forma del espacio interno del género es curvo y en diagonal.
Y además: “las cadenas de los usos que enlazan las dos orillas que componen el espacio
lógico del género, porque sus eslabones (sus anillos) están de un lado y de otro; no
forman parte de una secuencia lineal sino niveles diferentes: cada anillo marca un salto
de un registro a otro. Pasar del uso del cuerpo por la ley escrita (género), y del género al
uso del cuerpo otra vez, implica saltar de un universo de sentido a otro. Estos saltos se
sueldan con los eslabones de las dos cadenas, que son anillo o alianza”.
Ésta es la circunnavegación de Perceval para Ludmer. Cuando se recorren las dos
cadenas de usos se recorre el espacio histórico entero y entonces se vuelve casi al punto
de partida, pero al revés, en la orilla opuesta. La red se teje con otro movimiento, el de
la verticalidad. Cuestión de jerarquías. Dice Ludmer que una revolución literaria no es
más que la ampliación de una frontera o un salto. Consiste en que lo que estaba por
debajo de la orilla que definía lo literario, da una vuelta y se coloca, por este giro, arriba
en la orilla. Con el género siempre se trata de orillas y de alianza entre la voz y lo
escrito. Pasa con los gauchos lo que pasa con los trovadores. Entre la payada y el canso,
la voz oral inscribe su sonido en una escritura que la mima. Hay una reescritura que se
pretende primera, por estar cercana a una voz. Para Ludmer, ésta es la primera ley del
género, su función de reproducción escrita de la palabra oral que proviene de otro. El
autor es el que construye lo oral para incluir en su interior a la palabra escrita, política.
El problema de la traducción de la oralidad. Ludmer desenmascara la ilusión de
referencialidad que nos da el género. La voz de la escritura dice lo inverso de lo que
hace. Escribe lo que quiere que se diga y haga. El escritor aparece como el primero que
“reproduce” lo oral. Establece una cadena de reproducciones para devolver el texto a la
oralidad. Así se presentan, entonces, ciertas bisagras que se pretenden sonoras. La voz
es un procedimiento de enunciación. Es una figura que proviene de un agujero en el
texto, de los límites del interior-exterior, de la autorreferencialidad y la
contextualización. De la bisagra. Esta instancia es situacional, pertenece a una
pragmática que no olvida a la política. Una pragmática política de los discursos.
Zumthor rescata la voz para mostrar el texto medieval como una dramática, y no sólo
gramática. El texto medieval no es sólo norma, sino montaje, representación,
espectáculo, comunicación, obra. La política, los espacios de poder sólo aparecen en su
elaboración cuando se refiere a la censura. En Ludmer, la voz es una directa apelación
política en el uso de los cuerpos, que anillado al uso de la voz, hace del gaucho un
agauchado por la disciplina de una nueva civilización que pretende instaurarse con una
escritura primera: el género gauchesco, restitución de una voz con procedimientos
recurrentes. “Había una vez…”
La voz medieval, a la que ahora volvemos, también puede considerarse un género, en el
sentido de Ludmer. Una política de la voz. Veremos por qué.

BISAGRA SIETE

El amor tiene que ver con la cortesía, pero la cortesía no se reduce al amor. Aunque la
mayoría de los estudiosos privilegiaron a la lírica de los trovadores como pionera en el
arte de los refinamientos medievales.
Fue Stephen Jaeger quien produjo un desplazamiento en este plano de jerarquías. Su
análisis es réplica y contrapunto del que hace décadas realizara el maestro Norbert Elías
sobre los procesos de civilización y las políticas cortesanas.
Jaeger señala que los procesos de civilización exigen un trabajo de los individuos sobre
sí mismos. Algunos dirán sobre su alma. Pero la interioridad está permanentemente en
escena y es objeto de percepción. Es materia de conductas, hábitos, de modos de
gestualización y de una historia de las apariencias sociales.
Una civilización está en un proceso de civilización cuando sus individuos
voluntariamente renuncian a la autonomía y a la ilimitada afirmación de sí. Es una
voluntad social.
Las formas de la cultura expresan el modo en que los individuos inventan sus recursos
para sobrevivir. Lo hacen agrupados, se organizan en sociedad, pero la civilización se
logra cuando limitan sus aspiraciones personales, sus ambiciones privadas y tejen redes
de contención de sus propios impulsos. Para esto no alcanzan los poderes del derecho y
la jurisprudencia.
La Pax y la Iustitia medieval inventó mecanismos jurídicos para controlar la habitual
resolución de los litigios por la aritmética de la sangre. Se debía terminar con el sistema
de venganzas recíprocas. Las prácticas inquisitoriales, los sistemas de penitencia, la
presencia de testigos, veedores, los controles eclesiásticos sobre las obediencias, la
variedad de servicios y vasallajes de los sistemas de alianza, la organización de la
verticalidad de las familias y las reglas matrimoniales son algunos de los puntos que
diagramaron esta paz y justicia.
Pero delimitar entre lo lícito y lo ilícito es insuficiente para un proceso civilizatorio. Los
hombres no sólo deben temer el castigo y obedecer la ley, también deben quererla. Los
ideales son lo que marcan la dirección que deben tomar las conciencias, las conductas,
las aspiraciones y los amores. Se circunscribe así el dominio de los permisible, no el de
la ley y la transgresión o el del bien y el mal, sino el de lo mejor o peor. Una cuestión de
grados es lo que mide las performances y los prestigios sociales.
La cortesía nace en el medioevo, y Stephen Jaeger le da un punto geográfico: Alemania.
Durante el reinado de Otto el Grande en los años mil, se constituyeron las escuelas
catedralicias para controlar la lealtad episcopal. Pero antes Otto el Grande se arrogó la
autoridad de nombrar él mismo a los obispos y formar episcopados que controlaran a
duques díscolos. El ascenso de los cinco grandes ducados, Lorena, Franconia, Saxe,
Suabia y Baviera, planteó problemas al rey. Los obispos encolados en la monarquía
fueron un contrapeso al poder de los duques. Los obispos administraban los condados,
sus parientes recibían y heredaban cargos episcopales, se los hacía depositarios de
patrimonios y privilegios políticos.
Este sigiloso servicio al rey amenazaba, a su vez, la autonomía de la Iglesia. La
“investidura” era una prerrogativa monárquica por la cual se atribuía el poder pastoral.
En el bastón o cetro que dictaba la jurisprudencia se combinó la ceremonia religiosa de
la consagración con la feudal del homenaje. Los obispos, al ser nombrados por el rey,
hacían derivar su poder de la monarquía. La Iglesia alemana, apéndice del Sacro
Imperio Romano-Germánico, se convertía en una Iglesia nacional, y no regional, como
en Francia.
El alto y el bajo clero tenían el monopolio de la enseñanza. El nuevo control establecido
por el monarca, el de la conformación de las escuelas catedralicias, retenía la educación
bajo su dependencia y vigilancia. Esto hacía que la finalidad de la educación fuera la
preparación de jóvenes para labores administrativas en un Estado que se pretendía
imperial. La educación humanística adquirió el objetivo político del servicio imperial.
Así se modela la figura del cortesano. Su nombre es curialis, o capellanus; otras veces,
clericus. La curia era el lugar de reunión del Senado romano. Jaeger analiza las Vital
Episcoparum que a diferencia de las leyendas de los santos o de los mártires de la vida
monástica, inician el proceso de secularización. Se elaboran nuevos valores. El hombre
de Estado, el curialis, genera una ética basada en las virtudes cívicas; y el ejercicio de
estas virtudes tiene un lugar determinado: la Corte. El refinamiento de las costumbres a
veces termina en un love affair, un pasatiempo equivalente a los torneos, o a las
batallas. Pero es la totalidad de la conducta lo que se modela sobre principio estéticos
aplicados a gestos, palabras, toda una economía de interacciones humanas traducida por
categorías retóricas. Se construye así una poética de la conducta.
Las Vidas de los Obispos nos muestran un personaje que no vive en los monasterios,
llevando una vida según el ideal de los mártires cristianos. Su modelo de acción es el
del estadista romano. Pontífices y curiales, administradores, estadistas, diplomáticos,
todos estos personajes rigen su conducta con los ideales ciceronianos. Nace el
humanismo cortesano.
El lugar de la fragua de estos valores y hábitos es la capilla real. Allí la educación se
basa en la elocuencia, y los modales se conjugan con las artes literarias. Ésta es la
conjunción entre mores y litterae. “Mores” es conducta apropiada, disposición interna y
expresividad. Probitas morum, nobilitas morum, honestas, suavitas, amoenitas indican
un desplazamiento de los ideales éticos a la estética. El ideal cortesano exige un trabajo
sobre uno mismo, una fabricación de uno mismo de acuerdo con el ejemplo de la obra
de arte. Es una labor necesaria para el éxito en las relaciones políticas de la Corte.
La ética medieval del servicio del Estado adapta los ideales cristianos a las virtudes
cívicas romanas, marca la transición de las virtudes pastorales practicadas frente a una
congregación de fieles, hacia las virtudes ejercidas con respecto al gobernante.
Esta política cortés se desarrolla en la época de los Ottones, desde la primera mitad del
siglo X hasta el XII. Durante esta época se prescribe al cortesano la mansuetudo,
antítesis moral de la furia y de la heroicidad épica. La mansuetudo es la gentileza no
sólo ejercida hacia nuestros amigos, sino también con nuestros enemigos. Supone saber
soportar las afrentas, como signo de grandeza personal. Deriva de la deferencia
aristocrática, de la singularidad aristocratizante, y no de la humillación cristiana como
valor positivo.
La primera regla de la conducta cortesana es mantener la calma, el buen humor, la
amabilidad. En la Corte todo debe ser normal, calmo, amistoso. Pero hay algo más que
las apariencias. El esfuerzo de la supervivencia política y de las necesarias estrategias
de la conducta, debe ser compensado por algún ancla estabilizadora. Si no fuera así, el
permanente baile de máscaras habría hecho perder el equilibrio al más sagaz de los
cortesanos. Por eso Alain de Lille aconseja el ejercicio de la honestas, la capacidad de
crearse una vida interior, forjar algún relieve oculto de una exterioridad forzosamente
dedicada a todos.
La vida interior preserva de las influencias corrosivas y responde al mismo tiempo a las
exigencias de la vida cortesana. Hasta los amores clandestinos le dan contenido a este
necesario alimento espiritual. La elengantia morum resume el ideal educacional de la
Corte, su estética de gestos y conductas y la belleza, como un armonioso gobierno de sí.
Este ideal se basa en el respeto al orden social y al derecho de los otros, ya sean pares,
subordinados o superiores. Proviene de los rasgos naturalistas de la ética romana, que
prescribían elaborar la propia conducta de acuerdo con la composición y el orden del
mundo.
La cortesía, entonces, tiene una función social y política en la vida cortesana. Se elabora
desde los escritos éticos de la antigua Roma, y su código es un sistema de respuestas a
eventuales situaciones de desorden. Los conflictos se sumergen pero no desaparece. En
estas circunstancias, el autocontrol, la moderación son indispensables para entrar en la
Corte, y el sentido del tacto siempre será apreciado. El vocabulario cortesano se dice en
latín –afirma Jaeger– mucho antes que el provenzal hiciera de él un canto de amor. Es
un léxico que se distribuye en carios escenarios. La disciplina, por ejemplo, abarca los
objetos del aprendizaje (las disciplinas), el proceso de aprendizaje y el fin del proceso.
La disciplina se practica en los monasterios, la urbanitas en la ciudad y la curialitas en
la Corte.
Pero esta afabilidad cortesana que sintetiza los nuevos modos de relación ético-política,
este arte de la plasticidad, la componenda, la técnica del desmantelamiento de las
intrigas y del tejido de las alianzas, también fue condenada. La Iglesia, en momentos en
que se debatía el problema de las investiduras, atacó el modo de vida cortesano. Las
dificultades de la Corte imponían una delicada estrategia de las conductas y
maleabilidad en la composición de los rostros, asunto que puede ser considerado de
supervivencia, pero fue condenado por ser teatro de intrigas, doblez de cara y de
discursos, reino de la óptica dual, de la hipocresía, de las trampas y de la envidia. La
Corte es el dominio del omnibus omnia factus (ser todo para todos), una amabilidad
encubridora de traiciones y delaciones. Así aparece la vida cortesana para sus fiscales,
un universo de perros y serpientes, las bestias medievales del engaño, la seducción y la
mentira. Si la cortesía era pensada como el inocente arte de vivir bien en el mundo y
complacer al mismo tiempo a Dios, el mundo de los schönne Site –hermosos modales–
para otros es un compendio de vicios morales y amaneramiento estético.
La crítica clerical apunta a la moda juvenil de los pelos largos, hierros calientes para
enrular, camisas ajustadas, túnicas, los almohadones para perezosos, los juegos
orientales y las ensoñaciones sobre el amor, el ocio y las diversiones, la gula y las
fantasías inútiles.
Los clérigos son los primeros en criticar la moda cortesana, pero lo hacen desde una
encrucijada. Por un lado desean limitar los valores guerreros que aún conservan de la
Alta Edad Media: el mundo de la rapiña, la venganza, el botín y la conquista. Lo hacen
en nombre de la paz de Dios. Por el otro condenan las dulzuras cortesanas, la
importación de modas orientales, la feminización de las costumbres y los paganismos de
la intimidad.
La idea de Renovatio Imperii Romanorum hace resurgir los valores clásicos, los ideales
ciceronianos de la senaduría romana. Para Jaeger, el caballero amante –héroe de la
novela cortés– es una invención literaria de los clérigos. El roman no expresa los
valores de la nobleza feudal, sino que los crea. La literatura es una fragua de valores
éticos. Y esta ficción se inspira en el funcionamiento de la Corte ottoniana. Es una tesis
que tiene varios blancos.
Se opone al realismo, que supone una referencia histórico-social de lo narrado en la
literatura de ficción. No hay traducción directa entre ambas dimensiones. Los relatos no
derivan de las costumbres o formas de vida. Jaeger afirma que el relato hace a las
costumbres, y se entrama con ellas en las instituciones educativas. Éstas son formadoras
de hábitos. Más aún, la literatura, tanto la latina como la romance, es instrumento de
privilegio en el proceso educativo cortesano. Pero Jaeger va también contra la idea de
que la cortesía medieval se define por la religión del amor, o el amor cortés. En realidad
el amor deriva de los valores cortesanos. Jaeger opera así una traslación geográfica de la
acostumbrada visión de la cortesía medieval. Pasa de Francia a Alemania. Y cambia el
sujeto de enunciación de los valores corteses, del poeta andante al clérigo catedralicio, y
del canto a la Dama de los castillos provenzales a las Cortes imperiales del Rhin. La
novela cortesana es así una combinación entre los ideales cristianos y los cortesanos.
Pero su testimonio, como todo proceso de ficción, es huidizo. Transfigura el escenario y
los personajes. De los educadores a los caballeros, de la Corte al bosque, del amor y
respeto a la humanidad, al amor y respeto a la Dama.
El ideal caballeresco es un resultado –afirma Jaeger– del traslado de la tradición
imperial cortesana a los valores arcaicos de la nobleza feudal. Este cambio de
escenografía tiene funciones pedagógicas: crear la figura del caballero letrado, una
nueva versión del rey educado. Los valores cortesanos se encarnan en los míticos
personajes del ciclo arturiano. Como en la novela Tristán e Isolda, el esquema se repite:
un extraño en la Corte seduce al rey; demostración de sus encantos y talentos; envidia
de otros cortesanos acusación de adulterio; denuncia del vínculo entre el caballero y una
mujer cercana al rey. Toda esta trama se sitúa en un ambiente ancestral. La novela
cortesana expresa de un modo trágico la crítica al mundo cortesano. El clérigo es el que
posee los testimonios de los hechos de los ancestros y siembre la desconfianza en los
fabuladores, en los profesionales de las leyendas, en los cantantes que quieren agradar
con su mundo mágico y maravilloso. La forma trágica del Tristán es un ejemplo de la
visión clerical del mundo cortesano. Por eso la cortesía no equivale al amor romántico
ni al amor pasión, no al protagonismo de la Dama, ni a los revolucionarios sentimientos
de un pueblo encantador. No es asunto de amantes, sino de caballeros y cortesanos. El
amor cortés es la forma sublimada, pero no del deseo, sino del funcionamiento de un
poder.
La bisagra está cerca.

BISAGRA OCHO

Se presiente su cercanía. Nuestra vigilancia debe ser, ahora, doblemente cuidadosa. Son
los detalles menores los que, a veces, hacen fracasar las empresas más gloriosas. Gran
trecho hemos recorrido, y no en vano. Los obstáculos que encontramos en nuestro largo
trayecto no han logrado detenernos. Por el contrario, nos han estimulado, porque hemos
sabido aprovechar sus enseñanzas.
Ya vimos la descripción que hace Jaeger del funcionamiento de la institución cortesana,
donde la educación es un aparato de Estado, un factor de poder. En el medioevo el eje
principal de la formación del cortesano era la literatura, así como en la Antigüedad el
eje de la formación era la filosofía. Es posible pensar una erótica de la formación
política, pero mientras en el mundo griego la erótica era central en la definición de la
filosofía (erótica del saber o verdadero amor), en el medioevo la literatura de amor es,
para Jaeger, un elemento menos importante.
A pesar de que el caballero enamora de su Dama es una figura didáctica para un mundo
que pretende dulcificar sus costumbres, un mundo que pasa del bosque guerrero a la
Corte señorial, la literatura de amor es secundaria con respecto a otras literaturas que
diagraman el modo cortesano de vivir. Jaeger privilegia la literatura latina y las
enseñanzas de Cicerón. Y no otorga especial importancia a la lírica de los trovadores
provenzales.
Por eso, para él, no es la canso, como para Zumthor, el índice de la bisabra. No es en el
mundo del espectáculo, de la enunciación o de la recepción de los cantos en donde
puede estar. Ni en la obra como función de comunicación. Para Jaeger el amor es un
juego cortesano en medio de un asunto serio: la educación política.
De todos modos es difícil que la bisagra se encuentre por una sola vía. No está mal
sumar los esfuerzos. Agreguemos el de Howard Bloch. Junto a las voces de Zumthor y
las funciones episcopales de Jaeger, fortalece al epistemólogo Perceval y a su arsenal en
su enfrentamiento con los dragones teóricos.
Howard Bloch escribió un libro que enlaza cuestiones etimológicas y cuestiones
genealógicas. Se propuso elaborar una antropología literaria del medioevo francés. Si la
poesía es el centro de un vasto proceso de transformación social, entonces la situación
del texto poético puede ser pensada como una antropología en su sentido más estricto.
Nos ofrece una comprensión única de los mecanismos de una sociedad a la que al
mismo tiempo condiciona. La poesía medieval refleja y condiciona a su objeto, dice
Bloch. No deja de ser una buena definición de una bisagra.
¿Qué es una antropología en su sentido más estricto? La palabra “antropología” designa
en la actualidad una búsqueda y no tanto una disciplina. Es difícil encontrar elementos
comunes en esta búsqueda. Cuando Zumthor, en su Voz y letra…, habla de
antropología, se refiere a una cultura inscripta en una sociedad distinta de la nuestra. El
objeto peculiar de la antropología sigue siendo la “otra cultura”. La innovación con
respecto a la antropología tradicional se basa en que la alteridad no depende de lo no-
occidental o de lo primitivo del objeto. La antropología del medioevo no se refiere a una
sociedad primitiva, sino a la que, siendo diferente de la actual, tiene elementos
matriciales que nos ayudan a comprender la nuestra.
Muchos historiadores trabajan al modo antropológico, si es que la antropología también
puede designar un estilo. Trabajan distancias. La técnica historiográfica se elabora con
tensiones e intrigas. Se habla del pasado con la voz del presente tratando de mantener la
resonancia que ya no es. Es una permanente tensión. La antropología ya no es inocente,
continuamente paga sus culpas al etnocentrismo, europeocentrismo, occidentalismo y
otras recurrencias. Es así como la antropología se presenta como un modo de hacer más
que como un cuerpo doctrinario o un modelo teórico. Howard Bloch, sin desmerecer
este punto de vista, pretende darle un marco más estricto a la cuestión antropológica.
Sostiene que la antropología no es tanto un “modo de” sino, más bien, un campo
definido. Veamos, entonces, con qué se define.
Bloch dice que la investigación antropológica debe tener como punto de partida la
pertinencia y la primacía del problema del lenguaje. El medioevo estuvo marcado por
un intenso debate sobre la naturaleza y la función de los signos verbales. La
especulación sobre el Universo en general. La cultura medieval fue una cultura del libro
y su epistemología una epistemología del verbo.
Esta antropología debe englobar todos los modos en que los medios de producción
textual sirvieron de mediación a otros discursos culturales. Dice Bloch que los siglos
XII y XIII ofrecen una oportunidad única para una antropología fundada sobre la
práctica del texto. Es una época de mutaciones culturales en la que los nuevos ámbitos
de la vida social está ligados a un cambio en el status y el uso de la escritura. El texto
literario es un terreno privilegiado en el que se muestran las tensiones entre quienes
quieren sacar provecho de las nuevas formas institucionales a las que da lugar la
escritura. Aprovecharlas o subvertirlas. La poesía es, en este caso, decisiva para la
investigación antropológica. Ofrece las indicaciones más ricas de los que se llama
“formas de vida”.
Antes de que el libro se convirtiera en un objeto individual para lectores solitarios, era
un verdadero espacio antropológico. Su modo esencial fue la recitación oral. El “texto
ejecutado” representaba un ritual fundamental de los valores de la sociedad laica, tenía
un status público y colectivo.
Bloch afirma que la literatura se encuentra en el cruce de la práctica social y la
ideología. Es representación de aquello que ocurre fuera del texto y espejo invertido. La
performance poética ratifica los ideales de la comunidad y constituye al mismo tiempo
una tribuna en donde se adelantan las respuestas a los problemas comunes. Es un
instrumento de cambio. El texto es un generador de conciencia pública. Vemos cómo
Bloch toma a la bisagra por las astas. No sabemos aún con qué se quedará de ella.
La literatura medieval –dice Bloch– ocupa un lugar intermedio entre lo que refleja y
aquello a lo que afecta. Imaginemos un espejo que recibe la luz del sol y mediante el
rayo refractado provoca un incendio. ¿Será así la bisagra perdida?
La antropología se ha interesado tradicionalmente por los intercambios económicos, las
reglas de parentesco y las prácticas simbólicas. Ha relacionado diversos órdenes del
saber. En la cultura medieval se borran las fronteras del saber. Estamos ante un objeto
englobante. Edwin Panofsky dedicó un estudio a las relaciones entre el pensamiento
escolástico y la arquitectura gótica, en el que muestra las posibilidades que tiene el
método de las analogías estructurales en una sociedad con el grado de integración de la
medieval. Una integración rugiente, por supuesto, no sólo conciliadora, pero con una
visión especular del mundo.
Bloch nos anuncia el estilo de su itinerario. Se propone relacionar teoría del lenguaje,
estructura familiar y formas poéticas. El texto literario en un lugar antropológico
ritualizado entre la ideología y las instituciones. Gran problema lingüístico, que termina
frecuentemente en aporías, porque –subraya Bloch– cuando pretendemos vincular una
lengua particular y una estructura social, no debemos buscar la solución en el lenguaje
sino en la reflexión sobre el lenguaje. En la gramática, la retórica y las etimologías, las
disciplinas occidentales del lenguaje. De las representaciones a las elaboraciones sobre
las leyes de la representación.
Bloch se propone estudiar la relación entre la teoría del signo (los modos de la
representación) y la estructura familiar (el linaje ligado por los signos). El vínculo
natural entre los miembros de una misma familia implica la representación del modo en
que los signos tienen sentido a través de las épocas. La relación entre genealogía y
significación. Bloch cita a San Jerónimo, quien sostiene que una apelación equivale a un
programa genealógico y que su modificación es una reescritura profética del futuro. Es
el ejemplo de Abram, pater excelsus, convertido en Abraham, pater multarum gentium.
La abundante progenitura está contenida en su nuevo nombre, adelantándose al futuro.
El lenguaje constituye un código genético en el que están inscriptos los gérmenes del
futuro. El lenguaje parece funcionar de un modo familiar, su evolución mima la de la
reproducción biológica. Al mismo tiempo se establece una homología estructural entre
la historia universal y las manifestaciones lingüísticas. La variedad de las estrategias del
origen, los frecuentes reenvíos a épocas preabélicas, constituyen un compendio
teológico de las palabras.
La relación entre linaje y lenguaje se impone cuando se estudia el modo en que una
visión idealizada de la descendencia terrestre sostuvo una reorganización radical de la
familia aristocrática en la Francia del siglo XII. Es posible hacer un doble análisis
mostrando el modo en que la gramática sigue un modelo familiar o cómo domina las
relaciones de parentesco.
Hasta los siglos IX y X las familias nobles se articulan como un grupo horizontal. Se
distribuyen en el presente sin límites precisos. La familia no se concebía a sí misma
como una entidad temporal; la descendencia constituía una fuerza menor de cohesión
comparada con los lazos entre parientes vivos. Este tipo de familia no tenía residencia
fija. Hasta el siglo X, el clan no tenía nombre de familia. No habías casas dinásticas ni
patronímicos y las posesiones familiares no estaban vinculadas a un sistema de
herencias.
En el siglo XI cambia la estructura de la familia noble. Se modifican las relaciones con
la tierra, se transforma el clan aristocrático y la capacidad de las mujeres para heredar.
Hasta ese momento las propiedades se habían fraccionado a lo largo de generaciones.
La cesión de propiedades al poder eclesiásticos también contribuyó al empobrecimiento
del clan. A partir del siglo XI se sustituye el control de las personas por el control de un
territorio. Se produce una ruptura radical con el sistema anterior mediante la
implementación del factor hereditario en los feudos. Nace una “biopolítica de los
linajes”, como dice Bloch.
Hay una práctica familiar de los signos. La aristocracia es un organismo productor de
signos. La familia noble produce signos de acuerdo con la noción de dinastía y linaje, y
por intermedio de actividades semióticas como la heráldica y la patronímica, las artes
plásticas y el relato histórico. La organización social de la familia coincidió con la
apropiación de formas literarias vernáculas.
Las insignias de las familias se transmiten como la tierra, forman parte del patrimonio y
se legan según el principio de la primogenitura. Si la retórica es la ciencia de los topoi,
de los lugares propios desde los cuales conviene hablar, la heráldica constituye la
retórica de la posesión aristocrática. Es decir, un sistema diferenciado de signos que
garantiza la propiedad de la familia sobre la tierra frente a grupos similares. El
patronímico, por su lado, es la adopción del genitivo de la paternidad.
Es así como –dice Bloch– se crean las condiciones de posibilidad para que los relatos
genealógicos expresen la irrupción de las familias en la historia. Son las primeras
crónicas de ciertas familias que comienzan a escribir su propia historia. Conciben una
fundación mítica y heroica. La gramática y los linajes pertenecen a un mismo conjunto
de prácticas simbólicas. Poseen en común las siguientes características:

a) Linealidad. La gramática es la ciencia del derecho (de ce qui est droit –de lo que es
recto), ciencia de las letras (de las líneas), de la rectitud (corrección) y de la
interpretación literal (o verdadera). Desde ella es posible establecer un lugar propio
(locus-topos) desde el cual poder hablar.
b) Temporalidad, verticalidades, continuidad, valores inherentes. Familiar como
secuencias diacrónicas.

Bloch pregunta:

¿Cuál es la relación entre la genealogía como modo de naturalizar el linaje y


la etimología como modo de naturalizar el lenguaje? ¿Dónde situar esta
relación? ¿Cómo nombrarla? ¿Se trata de una infraestructura social, de una
homología global, de una cristalización inconsciente, de un inconsciente
colectivo, de una estructura mental?

Todas estas preguntas resumen posibles descripciones de bisagras conocidas. Siempre


ilusorias
A su pregunta, Bloch responde así:

Lo que parece cierto es que el discurso de la familia y aquel que rige el


discurso se encuentran en una zona profunda en donde el lenguaje, inscripto
en reflejos gramaticales, modela la percepción, y en donde los lazos de
parentesco, inscriptos en tabúes, programan las actitudes sociales que
manifiestas en (esas) instituciones. El término “manifiestan” es capital,
porque al tratar de alcanzar elementos de esta relación sólo llegamos a
síntomas externos que apuntan como vectores hacia un lugar de
convergencia en el que cualquier vínculo más directo es imposible.

Bloch ha diagramado dos series. En una se enlazan lenguaje-reflejos gramaticales-


percepción. La estructura del lenguaje modela la percepción. En la otra serie, los lazos
de parentesco-tabúes-actitudes sociales. Los reflejos gramaticales y los tabúes son la
noema que modela conductas y percepciones. Es difícil seguir el círculo de Bloch. Por
un lado parece que es imposible pensar el lenguaje y los lazos de parentesco si no es a
través de los otros dos elementos. Percepción y gramática, tabúes y actitudes. Por el
otro, dice que sólo llegamos a síntomas externos, que en última instancia señalan un
lugar de convergencia. Y que no hay acceso directo posible a “esta relación”. ¿Cuál?
¿La relación entre lenguaje y parentesco?, ¿entre actitudes e instituciones?, ¿entre el
discurso de la familia y el discurso sobre la lengua? Como él mismo lo dice, hay que
seguir buscando el locus de la mediación.
Gramática y linaje, etimología y genealogía participan de un mismo modelo de
representación caracterizado por la linealidad, la temporalidad, la verticalidad, la fijeza
y la inherencia de los valores semánticos. Pero insiste Bloch, situar el lugar de esta
articulación es problemático, porque los modelos lingüísticos y de parentesco no
convergen ni en el modelo de la lingüística ni en el del parentesco.
Por lo que Bloch desvía si mira y apunta a la literatura, posible lugar de confluencia.
Comienza con la epopeya o canciones de gesta. La palabra “gesta” reenvía
generalmente a acontecimientos y acciones, pero también a una familia y a una
cronología de hazañas. El ciclo épico se constituye según una serie de agrupamientos
entre familias y héroes y familias de poemas. La epopeya sólo da elementos vagos sobre
la genealogía de un clan históricamente identificable. Ofrece más bien un modelo global
de parentesco asociado al orden dinástico.
En Francia –dice Bloch– la poesía heroica primitiva se sitúa en el punto de
convergencia entre un modelo de familia noble cuya legitimidad radica en la tierra,
orden social inmutable, y un modelo de representación contenido en la gramática
medieval por la que el lenguaje se funda en el orden original de las cosas. Decía Isidoro
de Sevilla que cuanto más conocemos la fuente de las palabras, más rápidamente
comprendemos la naturaleza o la fuerza de las cosas.
La canción de gesta mantiene la ilusión de su poder referencial, pretende reproducir en
el lenguaje algo exterior al lenguaje. Su coherencia epistemológica parte de una
estrategia de los orígenes. La epopeya actúa como un relicario, con una presencia de las
cosas en los signos, uniendo genealogía a conjunto narrativo.
Bloch da el ejemplo de la canción de Roland, en la que se fijan las relaciones entre
palabras, en la que se suceden los clichés. Esto indica la vigencia de una relación
extralingüística. Cuando existe alguna ambigüedad, se debe a las contingencias de las
performances orales, a errores de escribas o alteración de los manuscritos. No hay lugar
para el manierismo.
La epopeya no es sólo un género de orígenes ni un relato histórico de acontecimientos
alejados del tiempo. Es la forma literaria de lo propio, de la relación individual y
apropiada entre las palabras y los signos.
Si hay un uso “impropio” de las palabras, éste proviene de las blasfemias, las mentiras,
bromas y jactancias. Se separan las palabras de su significación propia, pero esta
contradicción jamás es explorada por la epopeya. La impropiedad expresada en el tema
jamás provoca una crisis en la misma representación.
La integridad lingüística es el modo de la epopeya. El lenguaje de la epopeya afirma los
valores de una comunidad de caballeros guerreros y su estilo formulístico era ideal para
expresar las aspiraciones de unidad del grupo.
Bloch encadena así el discurso literario, la teoría gramatical y la biopolítica del linaje,
tres dominios de la actividad simbólica y de la práctica social que implican una relación
particular con la propiedad, con la continuidad y los orígenes. Dice Bloch que no hay
distinción entre la comunidad narrativa y referencial de la epopeya, la continuidad
biológica del linaje y la continuidad económica de los bienes de la familia noble.
Aquí comienza uno de los puntos más interesantes desarrollados por Bloch, el que
denomina la poética de ruptura, y que nos concierne directamente. El canto cortés.
Es definición de la singularidad del amor cortés su carácter adúltero. El cocuage, la
implantación de cuernos, es una figura que describe un intercambio horizontal de
mujeres que perturba la genealogía. El trovador que canta a la Dama del señor comete
un adulterio fingido en el orden de la sexualidad, pero real en el de las palabras. El
poeta comete adulterio cuando quiebra la linealidad del discurso. Mezcla las palabras,
trama celadas poéticas y eróticas. Poesía, adulterio y bastardía se entretejen en un solo
texto. Ni univocidad de sentido ni monogamia. Sustituciones metafóricas, proliferación
de tropos, circularidad de las palabras y ya no rectitud y linealidad gramatical;
autorreferencialidad y no integridad lingüística. Bloch afirma que el sistema autónomo
de producción de sentido constituye el significado más profundo de la lírica amorosa.
Bloch tiende las redes en busca de un dragón con tres cabezas: poesía, filosofía y deseo.
Opone la lírica amorosa provenzal al discurso épico. La biopolítica del linaje
descansaba sobre la vigilancia estrecha del matrimonio por la familia. Por eso todo lo
que pertenecía a la idea romántica del amor y favorecía al deseo singular de un
individuo constituía una amenaza. La lírica es, por eso, subversiva. La canso es por
excelencia el género del deseo, tiene efectos sociales nefastos en las genealogías. La
religión del amor se pretende igualitaria, opera un nivelamiento de la condición
humana. Lo único que cuenta es la nobleza del alma.
Caen juntas ortografía y ortodoxias sexuales en una poesía lírica que se cierra sobre sí y
pierde al mundo.
El poeta cumple la misma función que el usurero. Sufren una condena similar. La
aparición del dinero en la economía de las ciudades despierta todas las sospechas
imaginables. La economía se subordina a la semiótica, y la sospecha de su aspecto
disolutivo coincide con la que de, por su acción, todos los signos terrestres devienen
contingentes, ilusorios y corruptibles. Dice Bloch: “si el dinero contribuye a interrumpir
la genealogía, esta interrupción, una vez más, implica una ruptura análoga en la
definición de la etimología, es usar una palabra en otro sentido que el propio. El usurero
es, en muchos aspectos, el compañero del poeta –disuelven de común acuerdo la
genealogía por la impropiedad monetaria y lingüística, mediante el interés y la
metáfora”. Son los heterodoxos administradores de los bienes muebles.
Bloch culmina su investigación con la novela, el roman. En él aparece un segundo
modelo de parentesco: la pareja. La pareja se opone a la casa en un medio que presencia
el ascenso de las clases urbanas. Es el momento en que la Iglesia debate el problema del
matrimonio y busca los fundamentos de su canonización. Se cruzan las doctrinas del
consenso y de la consumación. La del consenso favorece a los hijos frente a los padres y
pone en peligro la biopolítica del linaje. La pareja ya no se define de modo vertical.
Bloch sostiene que el roman cortés es un punto de conjunción (¿una bisagra?) entre
principios familiares, lingüísticos y literarios que se oponen. Estas oposiciones se
manifiestan en forma única, que se distingue de la canso y de la epopeya. El paradigma
que nace de las diferencias entre órdenes familiares constituye la esencia del roman
cortés. Trata esencialmente del matrimonio e implica el conflicto entre un vínculo
consentido y otro contractual.

BISAGRA NUEVE

Lenguaje y linaje a través de las formas literarias es la propuesta de Bloch. Epopeya,


poesía y novela presentan su entretejido en las palabras y las cosas. Genealogías,
etimologías, gramáticas remiten a las reflexiones sobre el lenguaje, y no al lenguaje en
sí. Es lo que dice Bloch al comienzo de su investigación. Se desplaza, a la manera de
Foucault, de la representación al orden representativo, a las leyes de la representación, y
a las escrituras que lo elaboran. Analiza el parentesco con un modelo biopolítico,
también a la manera de Foucault. La articulación entre lenguaje y linajes es lo que
sostiene a la literatura. A su alrededor se diagrama uno de los aspectos fundamentales
de la revolución feudal. Se construye una simbólica de la sangre.
Estamos por llegar a un descanso en este viaje. Es un reposo transitorio, porque la
búsqueda del bisagraal no llegará a su término. Desde ya lo anticipamos falta un
pequeño sendero por recorrer antes de hacer un alto y darle a la lanza su merecido
descanso.
El ascensor de Panofsky nos ofreció movilidad vertical. La voz de Zumthor nos dio
movilidad horizontal, el primero no conecta formas, motivos y temas. El segundo,
voces, actores, escritores, montajes, escenografías, auditorios. Jaeger ubica a la
literatura en una función de instrucción política, el amor sólo complementa esta labor;
es el terreno del pasatiempo cortesano. Finalmente Bloch construye su dispositivo
antropológico-literario.
Stephen Greenblat hará girar a la literatura sobre el self-fashioning, el
automodelamiento. Análogo al “cuidado de sí” que Foucault desarrollo años más tarde,
el self-fashionning se refiere a formas no tajantemente delimitadas entre literatura y vida
social. Dice Greenblatt que de este modo se barre con los compartimientos estancos que
separan a la literatura de las estructuras simbólicas. No hay naturaleza independiente de
la cultura –afirma Greenblatt–, pero cultura no tanto en el sentido de complejos y
modelos de conducta concreta –costumbres, usos, tradiciones, hábitos–, sino un
conjunto de mecanismos –planes, reglas, instrucciones– para el gobiernos de la
conducta. La literatura funciona en este sentido de tres modos que constituyen una
trama (interlocking; ¿será la bisagra en inglés?): manifestación de la conducta de su
autor; la literatura como expresión de los códigos en los que se modela la conducta, y
reflexión sobre estos códigos.
Si la interpretación se limita a la conducta del autor, se transforma en una biografía, y
puede perder la perspectiva de una red que abarca tanto al autor como a la obra. Si,
alternativamente, la literatura es vista desde al ángulo exclusivo de ser expresión de
reglas sociales, se deja absorber por las superestructuras ideológicas. Si, finalmente, al
arte se lo desvincula de los códigos de conducta, y se lo sitúa en un lugar de distancias
resguardadas, pierde la función concreta del arte con relación a los individuos e
instituciones. Si se los menciona es como un horizonte histórico que poco agrega a la
comprensión de los hechos. El arte, agrega Greenblatt, queda encerrado en un sistema
ahistórico, o autónomo. El automodelamiento, el self-fashionning, se convierte así en el
objeto de la sociología de la literatura o de la crítica literaria. Greenblatt propone otro
método, practicar una aproximación más cultural o una crítica antropológica que parte
de la evidencia, al menos para algunos, de que los hombres no son animales terminados.
Desde la antropología (la de Turner, Ravinov, Douglas, que cita Greenblatt), los
observadores de la cultura saben que no tienen otro recurso que una aproximación
metafórica a la realidad, y que la aproximación antropológica debe dirigirse no tanto a
la mecánica de las costumbres e instituciones como a las construcciones interpretativas
que los miembros de la sociedad aplican a la experiencia. Según esta óptica, la literatura
aparece como una parte del sistema que constituye una cultura dada. Una poética de la
cultura. Esta aproximación permite balancear las perspectivas funcionales esbozadas
anteriormente. Este punto de vista es necesariamente impuro. La preocupación esencial
es prevenir el encierro de los discursos y las separación de las obras de arte de la mente
y vida tanto de los creadores como de sus audiencias.
Así como Panofsky decía que nuestra percepción es el resultado de la historia del arte y
que desde el Quatrocento vemos los objetos en perspectiva, Greemblatt afirma que
hubo modelos literarios o artísticos que colocaron un prisma en nuestra visión del
mundo.
El concepto de automodelamiento no equivale a una cuestión de autonomía. El poder de
imponer la forma un uno mismo es un aspecto del poder más general de controlar la
identidad –tanto la de los otros como la propia–. Para Greemblatt es importante la
percepción de que en la modernidad temprana hubo un cambio en las estructuras
intelectuales, sociales, psicológicas y estéticas que gobernaron la generación de
identidades. El período que estudia Greenblatt, el siglo XVI, muestra una mayor
conciencia del modelamiento de la identidad humana como un proceso artístico
manipulable.
El self-fashionning se da siempre, aunque no exclusivamente, en el lenguaje. Se lleva a
cabo con relación a algo que se considera “alien”, extraño, extranjero, hostil. Este otro
amenazante puede ser el herético, el salvaje, brujo, adúltero, traidor, Anticristo; es una
figura que para ser destruida debe ser primero descubierta o inventada.
El self-fashionning siempre ocurre en el punto de encuentro entre una autoridad y un
extraño y envuelve, además, alguna experiencia de amenaza, anulación o ruina.
Esta experiencia de automodelamiento tiene que ver con la literatura, y con las ficciones
en general. Greenblatt pregunta por qué un hombre debe someterse a una ficción o a
fantasías. Y su respuesta es inmediata: por el poder, cuya quintaesencia es la habilidad
de imponer propias ficciones al mundo. Cuanto más extravagante es la ficción, más
impresionante es la manifestación de poder. No es fácil, no es recomendable, atravesar
las ficciones. Detrás de ellas puede haber una pared.
Los ejemplos de Greenblatt están referidos a autores que tuvieron actuación pública.
Sus vidas están cruzadas por redes cuyos filamentos provienen del mundo de las
ficciones y del poder.
La vida de Tomás Moro lo muestra consciente de que su existencia debió ser una
invención. Los elementos ficticios estás integrados y puestos en movimiento en el
discurso literario y en la vida social. La vida de Moro es una improvisación histriónica
en la que se borra la distinción entre realidad textual y realidad viviente. Oscila
permanentemente entre sumar ficciones y escapar de la narrativa. La insistente
presencia del artificio torna livianos y vanos todos los elementos de la realidad.
La Utopía de Moro, como el anamórfico cuadro de Holbein “Los embajadores”,
muestra un incesante desplazamiento de perspectivas. La pintura insiste en el poder que
el hombre tiene que controlar en la realidad. El poder de la representación se expone en
ciertos elementos del cuadro: los globos de la tierra y del cielo, el libro, los instrumentos
de geometría, el laúd, la espada. Y a un costado, una mancha lechosa que sólo desde
una posición oblicua puede revelar su imagen. Es una representación anamórfica de la
cabeza de un muerto. La calavera como una insignia. La muerte no se presenta como el
poder de destruir la carne o, en la forma familiar a la literatura medieval, el poder de
horrorizar y provocar un sufrimiento insoportable, sino en su inaccesibilidad y ausencia.
Las limitaciones de la visión son estructurales y no dependen de una actitud del
observador. Los cielos y la tierra se presentan sólo como objetos de medida y
representación, objetos del arte de un globemaker. Al moverse el espectador unos pasos
fuera de la contemplación frontal del cuadro, se borra todo lo visto anteriormente y se
trae la muerte a su interior. La posición excéntrica, el no lugar; la entrada a este no-
lugar implica alterar todo en la pintura y hace que sea imposible una vuelta simple a la
visión normal. En el momento del pasaje del centro de la pintura a la periferia, la vida es
borrada por la muerte, la representación por el artificio. La presencia oblicua de la
muerte altera el cuadro; los personajes, los embajadores, se convierten en pigmentos,
trucos de ilusionista, realidades alucinatorias y allí donde existían previamente ahora
existen en Utopía.
La técnica anamórfica –dice Greenblatt– deriva de un ejercicio de meditación medieval,
concentrado en un objeto, frecuentemente un cráneo, que permite una pérdida del
mundo y la percepción de la vanidad de la vida humana y la cualidad de ilusoria de lo
real. Es posible –agrega Greemblatt– afirmar que la pintura del Holbein señala la
decadencia de esos métodos. Una pérdida de intensidad que sólo puede ser parcialmente
compensada con métodos ilusionistas. Pero esta decadencia, como otras, permite la
emergencia de subproductos magníficos. El cuadro de Holbein, como la construcción de
la utopía en Moro, nos muestra la delgadez de las representaciones y la poca densidad
del mundo. Que ya es un teatro.
Éstas son épocas en las que deben redefinirse las relaciones entre los intelectuales y el
poder. Las antiguas formas aún no han sido definidas y las nuevas no han aparecido.
Los intelectuales alejados del servicio de la Iglesia adquieren un status independiente y
reconsideran sus relaciones con las cortes de la nobleza. Para esta reconsideración,
cuentan las palabras, la escena dramática, el libro. Y de los libros, aquél que inscribe la
palabra de Dios. La presencia del poder en el libro tiene consecuencias para el
automodelamiento. Tyndale traduce la primera Biblia al inglés en los tiempos de la
imprenta. El libro impreso tiene una presencia que no tenían los manuscritos. Para la
Reforma anglicana, la Biblia inglesa, reproducida en cientos de ediciones impresas,
ocupa el lugar de la antigua confesión auricular rechazada por la nueva Iglesia. La
traducción no es un intermediario entre la palabra de Dios y la del hombre. Por el
contrario, el verbo se dirige directamente al alma de los hombres, y es la lengua
vernácula la única que se ajusta a esa tarea. El Nuevo Testamento en inglés es, ante
todo, una nueva forma de poder. Posee la habilidad de controlar, guiar, disciplinar,
consolar, exaltar y castigar aquello mismo que la Iglesia se arrogó durante siglos.
La traducción es una relación paradójica; por un lado rinde homenaje a un texto original
y, por el otro, lo transforma en la representación de su propia cultura y de su propia voz.
Tanto e Tyndale, como en los salmos de Wyatt que Greenblatt analiza, el lector es
prácticamente creado por el texto.
Con sus salmos, Wyatt hace un llamado a una interioridad discursiva. Es decir que no
sólo depende del lenguaje, sino del público al que está dirigido. Es precisamente la
audiencia, y Dios, el último lector, quien dio existencia a los salmos por la presión de su
mano. Estamos en la interioridad a través del poder divino.
Los salmos tratan de romper con la envolvente corrupción por medio de una reforma
radical del self, sumergiéndolo en emociones intensas de temor, amor y voluntaria
servidumbre.
En Moro, Tydale y Wyatt, el rol playing cumple variadas estrategias. Absorción por la
Iglesia, obediencia a la palabra de Dios, oscilación entre sumisión y rebeldía, todo esto
deriva de una situación histórica en la que la concentración del poder en la Corte y la
ideología protestante llevaban a ponderar la conciencia de la propia identidad, a prestar
atención creciente a su expresión y a un esfuerzo intensificado por modelarla y
controlarla. El modelamiento del self se convierte en el problema y en un programa.
Más allá de la vida de los creadores, la existencia de tales interioridades depende de la
existencia de una cultura que impulsa al self-fashioning. Los príncipes, los secretarios,
ministros, poetas y seguidores fueron separados de sus formas de identidad y forzados
por su relación con el poder a modelar un nuevo sentido de ellos mismos y del mundo:
el sí mismo y el Estado como obras de arte.
La herramienta principal, tanto intelectual como lingüística, en esta creación fue la
retórica, que tuvo un papel central en la educación humanística. La retórica fue el
terreno común a la poesía, la historia y la oratoria. Alentó a los hombres a concebir a
todas las formas de discurso como argumentos, y a la poesía como actuación
(performing art), y a la literatura como depósito de modelos. Ofreció a los hombres el
poder de modelas sus mundos, calcular las probabilidades y controlar la contingencia.
Lo que implicó que el carácter humano también podía ser con la mira en una audiencia
y en los efectos que podían producirse. La retórica servía a una cultura teatral. La
teatralidad, en el sentido de enmascaramiento y autorrepresentación histriónica,
proviene de condiciones comunes a todo el Renacimiento. Los manuales de cortes del
siglo XVI son manuales para actores. Compilaciones de estrategias verbales basadas en
el principio de imitación.

BISAGRA DIEZ

Greenblatt nos condujo por caminos familiares. Nos habla de una literatura que
conforma identidades. Esta literatura se relaciona con las cortes. El tránsito de Stephen
Jaeger a Greenblatt es el que va de las cortes ottonianas a las de los tiempos a las de los
tiempos isabelinos.
Las situaciones, claro está, no son las mismas. No son las mismas imágenes del
cortesano. El de los tiempo isabelinos vive una época de identidades fugaces, de mezcla
étnica, de descubrimiento de mundos nuevos, de negros judíos, anglicanos. Lo que narra
Jaeger del Imperio romanogermánico nos sitúa en las tensiones entre el obispado, los
duques y el rey; en la necesidad de constituir un ámbito de formación de
administradores aptos para una vida de Corte en la que se dirimirán los conflictos. La
pax et iustitia medieval necesita de la componenda, los arbitrajes, la fiscalización. La
jerarquía feudal y la centralización de su poder, el nacimiento de las ciudades y el nuevo
orden comercial, las recientes configuraciones dinásticas, se diagramarán desde una
corte central. Por eso la literatura es algo más que divertimento. Cumple una función
educacional, disciplinaria, elabora las nuevas imágenes subjetivas para un dispositivo de
poder en mutación.
Ya vimos, con Bloch, que la lírica de los trovadores es la más reacia a la constitución de
este orden. No le es funcional. Es censurada porque manifiesta linealidades
transgresoras. Desvía los órdenes parentales. No es un mero juego de salón como alguna
vez dijo Duby. También lo es, pero la historia expone en más de una ocasión que ciertos
juegos en círculos restringidos pueden expandirse y trastocar andamios de sostén.
Perceval abandonó su hogar maravillado por el espectáculo de los caballeros. Su padre,
herido en la entrepierna, había abandonado el campo de batalla y la vida caballeresca.
Sus hermanos también habían caído, víctimas del destino establecido por la rueda de
venganzas. Éste es el hombre que busca la bisagra, la reliquia de las reliquias. Los
cruzados, cuando estaban en Antioquia, desenterraron la llamada “Santa Lanza”, la que
había penetrado el flanco del cuerpo del Señor. Pedro Barthélemy fue el que la halló.
Con ella sitiaron Jerusalem. Los cruzados, ya fueran caballeros, soldados, mujeres o
niños, toda la población itinerante que había viajado desde Europa durante años,
componían una muchedumbre sobreexcitada que blandía la lanza sacra frente a los
muros de la ciudad. Pero alguien dudó del descubrimiento de Pedro de Barthélemy.
Después de una consulta generalizada le propusieron una ordalía tradicional: atravesar
una hoguera y salir indemne como prueba de la autenticidad de la lanza. Pedro aceptó, y
murió días después, tras haber soportado sufrimientos atroces.
La misma lanza pasa ante los ojos de Perceval, en el castillo del Rey Tullido, por cuya
suntuosa sala se desplaza un extraño cortejo: un paje empuña una lanza de la que mana
sangre y una doncella lleva en sus manos un graal. Perceval contempla ese desfile
rarísimo y no atina a preguntar nada. Lo asalta un remordimiento. Su madre se había
desvanecido al verlo partir y él no había regresado a consolarla. La sensación de culpa
le daba tregua, lo que le acarreará mayores males. Si hubiera preguntado por las razones
de ese extraño cortejo, y por el significado de la lanza y del reluciente recipiente, se
hubiera enterado de la desgracia que afligió a su linaje. Pero lo perdió su mutismo.
El “Cuento del Graal” es una narración de Chrétien de Troyes, que murió mientras la
estaba escribiendo. Quizás ésta sea la razón de la extraña estructura del relato. Allí se
cuentan las aventuras del novato Perceval, desde que la parte de la casa de su madre,
hasta que ingresa en la Corte del rey Artús. Sin embargo, las aventuras de Perceval
quedan truncas, desplazadas por las peripecias de Gauwain, el experimentado caballero
de la mesa redonda. Muchos han intentado comprender el Graal como si fuera un solo
relato, cuando lo más probable es que hayan sido dos novelas simultáneas las que
retiñen estaba escribiendo. Algún intérprete las combinó en un solo texto al colocarles
la bisagra indebida…

Ahora sí debemos descansar. Hemos informado de diez aventuras en busca del


bisagraal. El ciclo de aventuras se detiene. Partimos de una mesa redonda de la
modernidad en la que los caballeros se cruzaban las palabras, y viajamos sobre ellas. Es
esa mesa los participantes fracturaban el amor. Para algunos, del amor sólo podía
conocerse su memoria y testimonio, su literatura. Sostenían que la escritura del amor
tenía sus reglas irreductibles de construcción. Para otros la expresión del amor
respondía a conexiones formales o sustanciales con las otras áreas de la cultura y había
que preguntarle al amor su “cómo y porqué”. Finalmente todos invocaban a la bisagra,
al mágico elemento de la paz.
La paz del amor se logra con la armonía y la concordia de sus mil rostros. Interrogamos
a quienes nos decían que el amor es un canto, un sentimiento, un ritual, emoción, una
sintaxis histórica, un lenguaje evocador, un juego de salón, una etapa de la educación
política, un modo de purificarse o embellecerse, una ética, una sublimación, una
encarnación, un himno, una cruzada, una conquista, una peregrinación, una institución,
una literatura. Los senderos siempre se bifurcaban. No encontrábamos al Perceval, el
caballero que inmortalizó la búsqueda del santo bisagraal.
La figura de este caballero andante es un fantasma académico. Aparece cada vez que se
quiere componer el amor. Es su ángel inspirador. Se le adjudica el sueño de los eruditos,
simboliza el fin del amor partido. Perceval es el dueño de la geometría de la felicidad
teórica, el ideal del filósofo antiguo: VERLO TODO.
Pero sabemos lo que le sucedió a Perceval en nuestro último viaje: cuando la bisagra
pasó delante de sus ojos nada pudo decir. Es esta última escena la que nos deja una
meditada lección.

También podría gustarte