Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Shangrila-Derivas-Ficciones-Aparte6 PDF
Shangrila-Derivas-Ficciones-Aparte6 PDF
Núm. 6
Mayo - Agosto 2008
ISSN: 1988-2769
5 0 A Ñ O S C O N V É RT I G O
1958-2008
REDACCION :
MAX Y LEMMY
Alfred Hitchcock
Aunque las imágenes pueden estar sujetas a dere- K ARIN WASCHER A USINA
chos de autor, son empleadas en SHANGRI-LA con
fines divulgativos e ilustrativos.
EDITA
SHANGRI-LA EDICIONES
shangrilaediciones@hotmaill.com
EDICIÓN - COORDINACIÓN
NACHO CAGIGA / JESÚS RODRIGO
SHANGRI-LA. Derivas y Ficciones Aparte Nº 6 - Mayo-Agosto 2008
SUMARIO
C A R P E TA 5 0 A Ñ O S C O N V É RT I G O 1 9 5 8 - 2 0 0 8
I. Introducción.
Pág: 06
X. La imposible mirada
Juan Miguel Company / Vicente Sánchez-Biosca - Pág: 94
XVIII. Epílogo
Nacho Cagiga - Pág: 184
SUMARIO
TEXTURAS
La película reconstruida
(A propósito de Ha muerto un hombre de René Vautier)
Ramón Alfonso - Pág: 205
Algo se mueve
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de Ver nº 22
Pág: 221
I. INTRODUCCIÓN
(…) Samuel Taylor [guionista] regresó del norte de California con un guión para el film que fi-
nalmente iba a titularse Vértigo. Hitchcock pareció complacido –recordaría Taylor- y acordamos
algunos cambios, pero me sentí especialmente feliz cuando le mostró el guión a Jimmy Stewart.
Éste entró en la oficina de Hitch en la Paramount y dijo: ‘Bien, al menos ésa es gente real…
¡ahora ya tenemos una película, ahora ya podemos seguir adelante!’ Todos podíamos decir que
aquél era un proyecto muy importante para Hitch, y que estaba sintiendo la historia muy pro-
fundamente, muy personalmente.
(…)
Aunque ya tenía un guión, Hitchcock seguía necesitando una protagonista, y Lew Wasserman
[presidente de MCA -Music Corporation of America- y uno de los agentes de artistas más pode-
rosos en Hollywood] había empezado a buscar en los estudios más importantes a una mujer para
reemplazar a Vera Miles [estaba embarazada en aquel momento]. Tras un poco de persuasión,
Hitchcock aceptó a Kim Novak, para cuyos servicios Wasserman había negociado con Harry Cohn
[productor y co-fundador de Columbia Pictures]. En 1957, tras media docena de papeles impor-
tantes y muchos cuidados por parte de Cohn (que planeaba que fuera el reemplazo de Rita Hay-
worth en la Columbia), las aún escasas apariciones de Kim Novak en la pantalla no le impedían
ser la atracción número uno en el box-office de Hollywood, y una de las actrices cinematográfi-
cas mejor pagadas. Como contrapartida de esa cesión a Hitchcock, Wasserman aceptó cederle a
Cohn el igualmente popular James Stewart (cuya carrera llevaba también Wasserman en la MCA)
para otra película en la Columbia, con Kim Novak, al año siguiente.
(…)
(…)
James Stewart admitiría: “Kim estuvo maravillosa… y todo fue obra de Hitchcock.”
(…)
En la última página del guión de rodaje (fechado el 12 de septiembre de 1957), Hitchcock aña-
dió: “Y ella está en brazos, apretada fuertemente contra él, y él la sujeta firmemente, con des-
esperación, mientras la besa apasionadamente. El beso termina, pero ellos permanecen juntos,
abrazados, y los ojos de Scottie están llenos de dolor y de la emoción de odiarla y de odiarse a
sí mismo por amarla pese a todo.” El beso no es tan profundo y apasionado en el montaje defi-
nitivo del film, puesto que Hitchcock había filmado ya la escena definitiva de beso de su carrera
unos momentos antes en la habitación del hotel.
(…)
(…)
Los conflictivos sentimientos de Hitchcock respecto a las mujeres fueron quizá la más dramática
y dolorosa realización de su experiencia de una personalidad dividida. Por un lado, la Mujer era
una abstracción, casi una diosa remota en su pureza y frialdad. Pero –“en el asiento de atrás de
un taxi”, como le gustaba decir-, lo que una tal mujer podía hacer era lo que él realmente dese-
aba que hiciera.
(…)
Según Samuel Taylor, “Hitchcock sabía exactamente lo que deseaba hacer en este film, exacta-
mente lo que deseaba decir, y cómo debía ser visto y dicho. Yo le proporcioné los personajes y
el diálogo que necesitaba y desarrollé la historia, pero desde el primero al último plano en su film.
No hubo ningún momento en el que él no estuviera allí. Y todo el mundo que presenció el rodaje
pudo ver, como yo, que sentía muy profundamente todo lo que estaba haciendo.”
(…)
(…)
(…) en la primera parte, cuando James Stewart seguía a Madeleine en el cementerio, los planos de
ella la hacían bastante misteriosa, pues los rodamos a través de filtros de niebla; conseguimos así
un efecto coloreado de verde por encima del brillo del sol. Más tarde, cuando Stewart encuentra a
Judy, la hice residir en el Empire Hotel de Post Street porque hay en la fachada de este hotel un
anuncio de neón verde, que parpadea constantemente. Esto me permitió provocar de manera na-
tural, sin artificio, el mismo efecto de misterio sobre la muchacha, cuando sale del cuarto de baño;
está iluminada por el neón verde, vuelve verdaderamente de entre los muertos. Luego se encua-
dra a Stewart que la contempla y de nuevo a la muchacha, pero esta vez filmada normalmente,
pues Stewart ha vuelto a la
realidad. Sea como sea,
James Stewart ha sentido
durante un momento que
Judy era la misma Madeleine
y se siente aturdido hasta
que descubre el medallón.
Entonces comprende que
han jugado con él.
Declaraciones de
Alfred Hitchcock
recogidas en
El cine según Hitchcock,
François Truffaut,
Alianza Editorial, Madrid,
1984.
Vértigo es, sin duda, una de las obras de Hitchcock que ha generado un mayor nú-
mero de interpretaciones, a menudo incluso contradictorias. Las lecturas se han rea-
lizado desde puntos de vista tan dispares como el psicoanálisis, el surrealismo, el
feminismo o el marxismo, generando un debate que se intensificó especialmente a
partir de 1984 con el reestreno en cines de la película. No obstante, todas estas in-
terpretaciones tienen un elemento en común: la desestimación de la trama policíaca,
ese Mac Guffin que sirve de pretexto para la película, y que ocupaba un lugar desta-
cado en la novela de Boileau y Narjerac en que está basado el guión. De hecho, esta
trama contiene giros obviamente inverosímiles que no entorpecen en ningún mo-
mento el desarrollo de la película, lo que nos hace sospechar que lo importante, lo que
Hitchcock verdaderamente quería mostrarnos, está más allá.
LA LECTURA SURREALISTA
entender Vértigo únicamente mediante las reglas del mundo real o del cine clásico
convencional: sólo dejando a un lado sus aspectos más superficiales (la trama policí-
aca) es posible acceder al verdadero contenido temático de la película, que analiza-
remos con más detenimiento en los puntos siguientes.
Ya sea por la intrincada moral y la riqueza temática y simbólica que heredó del cato-
licismo —por la que se le ha comparado a menudo con G. K. Chesterton—, o de su
interés por el surrealismo y el psicoanálisis, lo cierto es que Hitchcock poseía, como
lo definió Cabrera Infante (1959: 316-317), un “temperamento mágico”, para él “todo
era misterio y la vida diaria —el ajetreado mundo moderno— esconde tantos arcanos
como el mundo gótico”.
LA TRAGEDIA ROMÁNTICA
Sin embargo, con el paso de los años algunos autores han co-
Pigmalión y Galatea
menzado a destruir esa imagen de Vértigo como la intensa y
romántica “búsqueda del amor perdido” y del “triunfo sobre
la muerte” (Cabrera Infante, 1959:311-312) y han defendido
una intención algo más compleja. Para Robin Wood (1968),
por ejemplo, la atracción erótica de Scottie y su amor por Ma-
deleine son una máscara —el pétreo rostro femenino con el
que se inician los créditos— tras la que se oculta un irresisti-
ble anhelo de muerte, “la atracción hacia la nada y la libera-
ción final”, simbolizada en los créditos por ese “vertiginoso
movimiento en espiral que nos conduce más allá del ojo”
(Wood, 1968:97). Sólo cuando la máscara vuelva a ser re-
construida en la escena del salón de belleza —que guarda
cierto parecido con el inicio de los créditos y es, además, el
único momento en que se repite el tema musical— podrá re-
nacer el amor hacia Judy.
LA LECTURA AUTOBIOGRÁFICA
LA INTERPRETACIÓN PSICOANALÍTICA
Así pues, podemos ver en Scottie —y también en nosotros mismos, si alguna vez
hemos experimentado esa sensación de vértigo— un terror paralizante a las alturas,
a la vez que una lucha por resistirse a la tentación de abandonarse y lanzarse al vacío,
que en este caso sería el vacío más absoluto, esto es, la muerte. Además de esta am-
bivalencia contenida en la acrofobia de Scottie —y de la que veremos ecos más ade-
lante en su atracción erótica hacia Madeleine— hay en esta primera escena otro
aspecto significativo desde el punto de vista psicoanalítico que conviene destacar, y
es que el objeto de esta primera pérdida es un policía, es decir, un representante de
la autoridad que en ese preciso momento estaba intentado atrapar a un criminal. Al-
gunos autores ven en este hecho, y en toda la escena, una recreación de las fanta-
sías agresivas del niño contra su padre a lo largo de la fase edípica, que tiene como
resultado la pérdida de la madre como objeto erótico. Tras el trauma, la única salida
de Scottie es la del sentimiento de culpabilidad, autoimponerse un castigo —abando-
nar el cuerpo de policía—, y abandonarse a otro tipo de vacío: el de una vida solita-
ria, sin ocupación y dedicada a vagar y a “no hacer nada por un tiempo”, como explica
a Midge en la escena que tiene lugar en su apartamento (Castro, 1999).
Aunque sabemos muy poco de la vida anterior de Scottie, las miradas que le lanza
Midge cuando aparece el tema de su fracasado compromiso matrimonial, y la relación
obsesiva que establece con Madeleine —llevándolo incluso, pese a su probada ho-
nestidad, a cometer lo que él cree que es un adulterio— comienzan a mostrarnos que
Scottie es en el fondo un hombre enfermo, incapaz de encontrar una salida sana a sus
impulsos afectivos. De hecho, algunos autores ven en algunos momentos referencias
a una posible impotencia: en la escena en el apartamento de Midge se nos deja claro
que no se le dan bien las relaciones —“Yo sigo disponible. Ferguson el disponible”—
mientras juguetea con un bastón que no consigue mantener erguido. En una escena
posterior, Madeleine le comenta que ha encontrado el camino hasta su apartamento
guiándose por la Coit Tower —un monumento de forma fálica situado en un punto
elevado del paisaje de San Francisco— a lo que Scottie responde que es la primera
vez que le está agradecido por algún motivo.
En esta ocasión, sin embargo, parece que Scottie ha encontrado por pri-
mera vez una mujer lo suficientemente fascinante —tal vez porque es lo
suficientemente misteriosa y peligrosa— como para querer entregarse a
la atracción que tanto le aterra y convertirla en su amante, y no sólo en
una amiga maternal, como ocurre con Midge. Tras rescatarla por primera
vez —según Freud, rescatar a un mujer del agua en sueños equivalía a
convertirla en su madre— su vida recupera algo de sentido. “Uno solo de-
ambula, dos juntos siempre van a algún sitio”, le dice Madeleine, pero, sin
embargo, en ese trágico destino que Hitchcock impone sádicamente a su
protagonista, la mujer debe desaparecer.
De hecho, autores como Miguel Marías o Victor Burgin (cit. por Castro,
1999:43), señalan que es precisamente la búsqueda de ese inevitable fra-
caso la que condiciona la elección del objeto amado, de forma que el su-
jeto lleva a cabo una especie de auto-boicot, proyectando sobre
circunstancias exteriores su propia incapacidad para amar de una forma se-
xualmente madura. De acuerdo con un ensayo de Freud titulado “Aporta-
ciones a la psicología de la vida erótica”, tres serían las condiciones para
este tipo de elección: el perjuicio del tercero (la mujer elegida puede ser
“reclamada” por otro hombre), la tendencia a salvar a la mujer elegida
(existe la absoluta convicción de “ser necesario a su amada, que sin él per-
dería todo apoyo moral y descendería rápidamente a un nivel lamentable”)
y, por último, la imposibilidad del objeto de llegar a poseer jamás las cua-
lidades irreductiblemente únicas del original (la madre, en un sentido es-
tricto, o Madeleine, si pensamos en la frustrada transformación de Judy).
“Es la situación fundamental del film. Todos los esfuerzos de James Stewart para re-
crear la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla
en lugar de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve
después de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfe-
cho, porque no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere esto decir?
Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero todavía se niega a quitarse la bra-
guita. Entonces James Stewart se muestra suplicante y ella dice: «Está bien, de
acuerdo», y vuelve al cuarto de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva
desnuda esta vez, dispuesta para el amor.” (Truffaut, 1966:211)
De nuevo, sin embargo, de poco servirán los esfuerzos de Scottie por retener a su
ideal, encarnado por Judy/Madeleine. Cuando la identificación de éstas dos se com-
pleta, es decir, cuando Judy abandona por completo su identidad y se resigna a ser
de nuevo sólo Madeleine, comete el descuido de ponerse el collar de Carlotta y Scot-
tie la pierde de nuevo por tercera y última vez. Ese collar simboliza la reaparición por
un último instante de la melancolía, que es ahora “de naturaleza más ideal. El objeto
tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor” (Freud,
1917): “Es demasiado tarde, no podemos traerla de vuelta” le dice a la propia
Judy/Madeleine. Scottie se ve curado también de su acrofobia, pero al conseguirlo
aparece en él una expresión maniaca y sólo le servirá para llevar a Judy hacia su
muerte definitiva —en parte porque ella ha destruido su fantasía, pero también por-
que la melancolía encuentra finalmente un objeto exterior en el que descargar su
odio—. Así, en cierto modo, Scottie consigue librarse de la obsesión y reordenar el
caos que había supuesto la aparición de Madeleine y de Judy en su vida, aunque las
consecuencias sean por otra parte terribles.
LA INTERPRETACIÓN FEMINISTA
Uno de los ejemplos más extremos es el travelling que nos muestra por primera vez
a Madeleine en Ernie’s: tanto en este momento como en el famoso perfil de Kim
Novak que veremos unos segundos después, la cámara no nos muestra lo que Scot-
tie ve (desde su posición es imposible esa perspectiva), sino “su visión íntima aluci-
natoria”, mediante un artificio que Zizek ha dado en llamar la “subjetividad sin sujeto
agente” (Zizek, 2006:176-178).
Así, cuando Scottie descubre al fin el engaño, no sólo comprende que ha sido utili-
zado, también debe aceptar que Madeleine jamás podrá ser suya porque es la crea-
ción de otro hombre, una creación mucho más perfecta que la que él mismo ha
llevado a cabo usando a Judy. Aunque su muerte real llegará más tarde, es en este
punto, su mirada clavada en el collar de Carlotta, cuando Scottie es expulsado bru-
talmente de su fantasía, perdiendo verdaderamente a Madeleine y también cualquier
esperanza de recuperarla: “Ella está destruida antes de caer” (Wood, 1968:112), lo
que pone de nuevo en evidencia hasta qué punto para Scottie la identidad de la mujer
no reside en ella misma, sino en el ideal que por un momento logró interpretar para
él. Ante unas expectativas tan desmesuradas, el desenlace no puede ser otro que el
de la insatisfacción del deseo, la desilusión y el dolor (Castro, 1999:37).
Referencias:
BERMAN, Emanuel (1997): “Hitchcock’s Vertigo. The collapse of a rescue phantasy”. The
International Journal of psychoanalysis, Núm. 78, 1997. Pp. 975-996.
CABRERA INFANTE, Guillermo (1978): “El bacilo de Hitchcock”. En su Arcadia todas las
noches. Madrid: Alfaguara, 1995. Pp. 83-119.
CABRERA INFANTE, Guillermo (1959): “En busca del amor perdido”. En su Un oficio del
siglo XX. 2ª Ed. Madrid: Ediciones El País / Aguilar de Ediciones, 1993. Pp. 311-323.
CASTRO, José Luis (1999): Alfred Hitchcock. Vértigo/De entre los muertos. Barcelona:
Ediciones Paidós, 1999.
CUETO-VALLEJO, Jesús (1999): “El psicoanálisis”. En MUINELO, G. et al, Los 100 años de
la vida y la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock. Pp. 179-274.
FREUD, Sigmund (1917): “Duelo y melancolía”. Accesible en internet en: http://www.he-
rreros.com.ar/melanco/dymfreud.htm
MODLESKI, Tania (1988): “Feminity by design”. En su The women who knew too much.
New York: Methuen, 1988. Pp. 87-100.
MULVEY, Laura (1975): “Visual Pleasure and Narrative Cinema”. Screen, Vol. 16, Núm.
3, 1975. Pp. 6-18.
RUSSELL, John (1978): Hitch. The Life and Work of Alfred Hitchcock. Londres: Faber &
Faber. Fragmento traducido con el título “Vértigo, un cuento de amor perdido y reen-
contrado”. Nickel Odeon, Núm. 8, Otoño, 1997. Pp. 198-205.
SAITO, Ayako (1999): “Hitchcock’s Trilogy. A Logic of Mise en Scéne”. En BERGSTROM,
J. (ed.), Endless night : cinema and psychoanalysis, parallel histories. Berkeley: Univer-
sity of California Press, 1999. Pp. 200-248.
SPOTO, Donald (1983): Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio. Madrid: T&B Editores,
1998.
TRÍAS, Eugenio (1982): Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Seix Barral, 1982.
TRÍAS, Eugenio (1997): Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de Alfred
Hitchcock. Madrid: Taurus, 1998.
TRUFFAUT, François (1966): El cine según Hitchcock. 3ª Ed. Madrid: Alianza Editorial,
1994.
WOOD, Robin (1968): El cine de Hitchcock. México: Ediciones Era, 1968.
ZIZEK, Slavoj (2006): “Arte: las cabeza parlantes”. En su Órganos sin cuerpo. Sobre De-
leuze y sus consecuencias. Valencia: Pre-Textos, 2006. Pp. 173-209.
16:10-17:40
17:41 - 19:45
19:46 - 21:11
fascinante. Ella sólo ha ido hasta allí a comprar un ramo de flores, y cuando
Scottie se da cuenta de eso vuelve sobre sus pasos y sale del local. Se monta
en el coche de nuevo, crecientemente intrigado y reinicia la persecución.
21:12 - 24:17
24:18 - 26:30
26:31 - 30:57
Y aquí está una de las fallas de guión de la película, uno de esos momentos in-
verosímiles que Hitchcock introducía en sus películas y que manejaba con gran
maestría. Por supuesto es increíble lo que la mujer le cuenta. Esa Carlotta hoy
no ha ido al hotel. Incluso sube con Scottie a la habitación y se la muestra vacía.
El coche ha desaparecido de la puerta, y la recepcionista estaba limpiando sus
plantas. No se ha movido de la puerta. La abría visto de haber entrado en el
hotel. Es algo completamente absurdo, y si nos detenemos en ese detalle no nos
creeremos nada de lo que nos contará la película en adelante. Pero si obviamos
ese detalle y nos centramos en la majestuosa mirada de Stewart -base funda-
mental de toda esta secuencia de quince minutos casi mudos- observándolo
todo, quedando enamorado de una mujer, admitiendo que puede perderse el
juicio por una muerta y se puede amar absolutamente, de un modo inflamada-
mente romántico, a una mujer que no existe, o que es dos y ninguna, si nos fi-
jamos en eso y no en el "defecto evidente" de guión, caeremos seducidos por
el vértigo de esta película y recuperaremos de entre los muertos a Carlotta para
amarla, y adorarla, y dejarnos caer por ella, y ante ella.
Carlos Segura
¿Cómo enfrentarse al reto de escribir sobre Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo,
1958), la obra total de Alfred Hitchcock, 50 años después de su nacimiento? Las pe-
lículas nacen para el espectador, resplandecientes y maduras, y por eso estoy con-
vencido que el momento exacto para hablar de ellas es el presente, porque la historia
las entierra en la mediocridad –a riesgo de incitarnos a un menosprecio eventual-
mente injusto– o les confiere un aura de respetabilidad obligándonos a una aproxi-
mación prudente y sumamente respetuosa, lo que conlleva una significativa pérdida
de frescura, hecho preocupante para los que pensamos en la crítica como organismo
vivo. Un ensayo donde el rigor no se convierta en rigor mortis.
A priori, también pienso que hablar de una película relativamente minoritaria facilita
el objetivo de lograr una crítica dinámica, puesto que existe siempre el afán divulga-
tivo que impide caer en la obviedad y el lugar común a una hipotética reivindicación
o celebración de la obra. Resumiendo: no es lo mismo afirmar, ahora, que Barrera (Ba-
riera, 1966) de Jerzy Skolimowski es una obra capital de los Nuevos Cines que pro-
clamar en este texto que Vértigo habita el Olimpo del Hollywood clásico.
Y aún con todo, no dudo que habrá quien, con argumentos de peso, ponga en cues-
tión mi temor, animándome a ver y construir discursos sobre los films como si fuese
la primera vez (“hacía los films mismos” en formulación husserliana). Pero olvidan
que Hitchcock ya ha existido, que ha producido una obra sobre la que se han escrito
decenas de libros y miles de páginas. Olvidan que varias de sus películas se han con-
vertido en mitos de la cultura contemporánea. Olvidan que hoy Hitchcock es proba-
blemente el director más popular de la historia y posiblemente el más reconocido, un
Michelangelo del cinematógrafo. Celebrar a Hitchcock y cantar las virtudes de su
Jean Renoir
posición porque con independencia de ésta, el status del film
permanecerá inamovible, pues el tiempo la ha colocado en su
lugar. Esto quiere decir que quienes intenten profanar su templo serán arrojados del
paraíso del Buen Gusto a los infiernos del pintoresquismo crítico, o sea, el hábitat de
quienes escriben para dar la nota. No pretenderé entonces vender Vértigo. Pero en
cualquier caso, que la virginidad del terreno haya sido violada en numerosas ocasio-
nes no es condición sine qua non de infertilidad. No tiraré la toalla, pues todavía hay
esperanzas de plantar un pequeño árbol. Uno de los caminos razonables es el de la
monografía, formato extenso y que ayuda a cubrir o completar huecos bibliográficos
en determinados países: análisis pormenorizado del film por secuencias, un estudio
de las constantes estilísticas y las relaciones entre los elementos constitutivos del
profílmico y los procesos discursivos, de la iconogra-
fía… Todo ello, combinado con citas a otros estudios
y monográficos complementarios, siempre contri-
buye positivamente al conglomerado de discursos,
hermenéuticas y exégesis alrededor de un autor, in-
cluso clásico, como muestran por poner un ejemplo
los excelentes libros Jean Renoir (Ángel Quintana,
Cátedra, Madrid, 1998) y Robert Bresson (Santos
Zunzunegui, Cátedra, Madrid, 2001). Dicho esto, re-
conozco que un trabajo así es incompatible con este
formato y también con mis capacidades.
Párrafo a párrafo inevitablemente, he de chocar con el film. ¿Sobre qué Vértigo ha-
blar? Porque al menos, hay dos películas. Pero volveré a ello posteriormente. Primero
me referiré a mi primera vez, la del descubrimiento. No miento si digo que Vértigo fue
mi estreno con el cine de Alfred Hitchcock, gracias a una de aquellas colecciones de
VHS por fascículos, primera doble entrega junto a Psicosis (Psycho, 1960).
La ortodoxia dice que un niño ha de sentirse antes aterrorizado y fascinado por el te-
rrible secreto de Norman Bates que por los ritmos cadenciosos que envuelven la his-
La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957
encuentro y sabemos que ninguna de las preguntas que nos suscite será jamás res-
pondida. Ella, como Madeleine, es un Enigma, un puro observable cuyo tenue en-
canto –el del completo desconocimiento– colapsaría al mínimo contacto, como los
estados cuánticos al tratar de medirlos.
cisco está perfectamente calculada para que la atmósfera del film adquiera tintes fe-
éricos, tanto por los lugares (un museo, un restaurante con paredes rojas, un bosque
de sequoias, un cementerio, un viejo poblado español) como por los ritmos internos
que marca un tiempo cadencioso. Así, la metafísica del vagabundeo no es, como en
el neorrealismo, fruto del azar, de una búsqueda durante el rodaje. Para Hitchcock pri-
mero está la Idea y luego la manera de mostrarla, por eso su relación con el mundo
es diferente aún cuando quiere decir lo mismo.
tros pensamientos y los de los personajes. Son sólo ondas, o mejor dicho, explosio-
nes de barrenos hacia el pasado. Todo forma círculo, pero el rizo no se riza, la revo-
lución nos introduce cada vez más profundamente en la reminiscencia. Las sombras
siguen a las sombras, los simulacros a los simulacros, no como los tabiques que se
ocultan o los espejos de reflejos infinitos, sino por una especie de movimiento más in-
quietante todavía, porque carece de solución de continuidad, y que posee a la vez la
suavidad del círculo y el filo de la recta” (6).
Los personajes avanzan erráticos, pero desde la distancia uno puede observar que tra-
zan espirales sobre el espacio-tiempo, y que la curva viene dada por la componente
temporal, pues el pasado la fuerza a girar alrededor de un punto: la muerte. Si Roh-
mer dice que Vértigo tiene como objeto las Ideas, entonces inconfundiblemente la
idea de la muerte, sobre la que giran los personajes, se corresponde materialmente
–esto es cine y no filosofía- con un lugar en el espacio físico: el campanario. El com-
plot lo erige como protagonista, pero en una segunda vuelta –tras la primera muerte–
la curva que trazan Scottie y Judy vuelve a tomarlo como punto final, y entonces
comprendemos que no es más que el trazo siguiente de la espiral, y que la muerte es
inevitable. La espiral progresa hacia el desvelamiento del complot, pero como el film
trasciende el policiaco para sumergirse en las ideas platónicas, un nuevo giro nos con-
duce a otra inmersión (cada curva se cierra sobre la siguiente) en el pasado que tam-
bién es patología mental: el moderno Pigmalión gira sobre su locura en busca de un
paraíso perdido que nunca fue tal. El desvelamiento del engaño le empuja al punto lí-
mite de esa espiral, el campanario de nuevo, donde el paraíso terminó brutalmente y
donde ahora que sabe que ese pasado nunca existió fuera de su mente busca una re-
dención para el presente. El pasado virtual termina teniendo más peso que cualquier
realidad, y es imposible no plantearse qué termina por ser real, pues las influencia de
lo falso a menudo, y tenemos en Vértigo el ejemplo, es más poderosa que cualquier
hecho objetivo, al que pone en crisis, dicho sea de paso. En Sans soleil, Chris Maker
dice que cree en un mundo donde cada memoria pueda crear su propia leyenda, y en-
tonces pasa a hablar de Vértigo:
El pasado se apodera del presente, incluso Elster -metteur en scène del complot- pre-
gunta a Scottie: “¿Tu crees que alguien que pertenece al pasado, que está muerto,
puede penetrar en un ser humano vivo y apoderarse de él?”. No es Carlotta sobre
Madeleine, es Madeleine sobre Judy en la realidad que la memoria de Scottie ha cons-
truido, un Pigmalión que modela a su Galatea sobre otra mujer en lugar del clásico
mármol, pese a que Madeleine tenga, en efecto, algo de estatua. Luego Scottie con-
testará “¡Cualquiera puede obsesionarse por el pasado en un lugar como éste!”.
El pasado proyectado en el futuro porque la historia es siempre cíclica, y los que mue-
ren dan paso a los que nacen para volver a morir. Cuando Scottie, ante los círculos
concéntricos del tronco de la sequoia, pregunte a Madeleine en qué piensa, ella res-
ponderá: “En toda esa gente que ha nacido y que ha muerto mientras los árboles han
seguido viviendo. No me gusta saber que tengo que morir”. Y la pobre Judy-Madeleine
trazará el último círculo de su vida cuando corra hacia lo alto del campanario; la his-
toria se repite. No me despido sin mencionar una de esas imágenes que resuenan en
mi cabeza desde aquel primer visionado iniciativo: la figura de una monja recortada
en la oscuridad, absurdo y paradójicamente fortuito brazo ejecutor del destino trágico.
Fin. ¿O no? El recorrido circular nos obliga a volver a empezar, otra inmersión más en
la espiral, esta vez para el espectador, forzado a repetir una Vértigo distinta, pero a
la vez la misma, como Judy/Madeleine, porque la primera parte será ahora espejo de
la segunda, el futuro pasado y el pasado futuro; y todas las frases, todos los movi-
mientos, variarán su sentido, adquirirán otra gravedad. La espiral continúa hasta el
infinito.
El productor asociado del film, Herbert Coleman, comenta en los extras (1) del DVD,
distribuido por la Universal, que fue Samuel Taylor quien creó a Midge: “No había nin-
gún personaje como ella en el libro, pero (…) se dio cuenta de que Jimmy debía tener
alguien con quien hablar en lugar de parlotear solo, así que se inventó este perso-
naje.” (2) Esta acotación podría parecer anecdótica de no ser que Midge (Barbara Bel
Geddes [3]) resultara fundamental para la comprensión de este relato complejo y po-
liédrico. Si tiene un importante papel en la primera parte del relato, es decir, hasta que
Madeleine (Kim Novak) cae por el campanario de la Iglesia de San Juan Bautista, no
es únicamente con el fin de contribuir al registro melodramático de la película, pues
forma una curiosa (4) estructura triangular (Madeleine – Scottie – Midge) sino que,
además, constituye el eje sobre el cual va a servir de contraste en el relato y permi-
tirá al espectador comprender el delirio de nuestro protagonista. La figura narrativa
de Midge supone el punto cardinal de la mirada realista del film. A medida que este
personaje vaya diluyéndose la película irá adquiriendo un tono más apesadumbrado
y onírico. El alejamiento del mencionado personaje, en medio de los pasillos del cen-
tro psiquiátrico donde se encuentra ingresado Scottie, se convierte en un claro aserto
de aquello que ya se planteara durante la primera hora del film (5): la demanda amo-
rosa y maternal de Midge se hace imposible por la mirada vehemente y esquizofré-
nica del protagonista hacia un objeto fantasmático, o sea, Carlota Valdés. De este
modo, la desaparición definitiva de la amiga de Scottie (también llamada Marjorie
Wood) ratifica y sanciona su nulo papel erótico por erigirse en figura real, protectora,
racional, prosaica, vulgar y anodina. “Las últimas imágenes de Midge alejándose, de-
rrotada por un largo pasillo, expresan con precisión el fracaso, la impotencia de sus
buenas intenciones. Que ella ignore el caos no quiere decir que esté libre de su trá-
3. Barbara Bel Geddes comenzó a trabajar en el cine en 1947, pero sus ini-
cios se dieron en los escenarios teatrales de Broadway y se remontan
cuando cumplió los dieciocho años. A los 25 fue nominada con el Oscar a la
mejor actriz de reparto por su papel en la película de Georges Stevens, I re-
member Mama (1948) y cuya protagonista principal era Irene Dunne. Su
trabajo en Vértigo le dio una gran popularidad. Pocos meses después de
esta película volvería a trabajar con Hitchcock en el capítulo de la serie te-
levisiva titulada Cordero para cenar (Lamb to the Slaughter), una adapta-
ción del cuento de Roald Dahl. Sin embargo, la actuación más recordada en
el teatro fue la que le proporcionó la nominación a un premio Tony en 1956,
el papel de Maggie en La gata en el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof)
de Tennessee Williams. Su mayor éxito la conquistó a través de la televisión
a finales de los años setenta, cuando interpretó a Ellie Ewing Farlow en Da-
llas, serie que se emitió durante trece temporadas hasta 1991. Falleció en
el verano del 2005.
4. La peculiaridad estriba en que tal construcción no deviene en el conflicto
discursivo, sino en el tejido narrativo. De hecho, conforme vaya discurriendo
la historia, dicha estructura se irá difuminando.
5. Resulta significativo que, tras la muerte de Madeleine, la película se en-
cuentre en la mitad de su duración, es decir, a los 60 de los 123 minutos.
Hay, por tanto, un pacto edípico entre Midge y Scottie que impide materializar cual-
quier atisbo de goce sexual ante la pulsión de muerte de nuestro protagonista, ex-
tendiéndose luego a Judy. El amor-pasión que el ex–detective siente por Madeleine
adquiere un carácter siniestro y patológico que va más allá de la necrofilia al pisar el
reino de los muertos con tendencias suicidas. Si la estrategia, a lo largo de la primera
6. Carreño, José María: Alfred Hitchcock. Ediciones JC. Madrid, 1980. pág.
58.
7. Esta última secuencia añadida se pudo ver cuando se estrenó en el Pala-
cio de Prensa de Madrid, en 1959. Sin embargo, cuando se hizo la reposi-
ción en los años setenta ya vino con el final que conocemos.
8. Trías, Eugenio: Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de
Alfred Hitchcock. Taurus. Madrid, 1998. págs. 37- 38.
9. Company, Juan Miguel; Sánchez-Biosca, Vicente: "La imposible mirada".
Contracampo nº 38, Invierno 1985. Madrid. pág.54
Para mostrar el descenso a los infiernos, elegido y emprendido por nuestro protago-
nista, Marjorie Wood irá difuminándose de forma paulatina. Al principio, cuando co-
mience a conocer datos sobre la existencia de los fantasmas del pasado, la antigua
novia del detective reaccionará primero con curiosidad y luego con una lógica aplas-
tante, por no decir con cierta sorna. Una vez que visitan la librería Argosy (11), Scot-
tie acompañará a Midge a su casa. Antes de salir del coche estarán recogidos en un
plano medio frontal (veremos a ambos en el mismo término visual, en una escena an-
terior similar al salir de la librería). En ambos momentos Midge solicita una recom-
pensa, pero el detective se esfuerza por excluirla de su búsqueda, de su obsesión por
aproximarse al mundo de los muertos. Veamos cómo se efectúa el alejamiento de los
dos protagonistas.
10. Company, Juan MIguel, Sánchez-Biosca, Vicente: Op. Cit.: pág. 54.
11. Argos (Άργο) era un constructor de barcos, entre ellos el Argo, bautizado
así por él. Dicho velero fue usado por Jasón en su búsqueda del vellocino de
oro. Jasón y su tripulación se llamaban a sí mismos argonautas por el barco.
En la proa había un ojo pintado y venía a representar el buscador de los
mundos desconocidos e inexplorados. Así podemos entender que el nombre
de la librería, regentada por el amigo de Midge, Pop Liebl, viene a servir
para explorar las pequeñas historias cotidianas de la “pobre Carlota, la triste
Carlota”, el propio universo colonial de San Francisco.
vez tenga lugar y tal vez no: derramarse en los brazos y en la piel de ese ángel” (14).
Por tanto, el objeto amoroso de Scottie nada tiene que ver con el cuerpo deseante de
Madeleine, sino con aquello que lo encarna o lo envuelve, es decir, la sombra que se
cierne sobre Carlota Valdés, el espíritu evanescente y etéreo que se cuela en las fan-
tasías sublimadoras de nuestro protagonista. Se trata de algo irreal, de un objeto in-
accesible que, como señala Robin Wood (15) , en el momento en que amenaza por
convertirse en real desaparece, muere (y por dos veces, primero con Madeleine y
luego con Judy).
El segundo paso de alejamiento de Scottie con respecto a Midge será cuando aquél,
de manera definitiva, haya tomado el camino de la pasión. El detective y Madeleine
– Judy se han besado tras deambular por el pasado ancestral del bosque de secuoias
sempervivas, en las afueras de San Francisco. Scottie pone todo el empeño por cifrar
los datos que le ha aportado ella, asume el papel de analista y trata de arrojar luz a
su paciente, pero las piezas del puzzle no encajan. Sólo queda claro la mirada de
Scottie, quien articula su deseo a partir de la simbiosis de las figuras espectrales de
Madeleine y Carlota Valdés. El pasado cobra vida sobre una “ficción” diseñada por
Gavin Elster, aunque tanto Scottie como el espectador lo ignoran. Por eso los muer-
tos parecen dominar y poseer a los vivos, igual que ocurriera en Rebeca (16) (Re-
becca, 1940). El deseo se construye sobre un itinerario que lleva al mismo punto de
partida: el objeto imposible. De ahí que el deseo de Scottie se convierta en una ob-
sesión sin límites. No obstante, para llegar a su punto álgido aún tendrá que convo-
car, por segunda vez, el espectro de Carlota Valdés a través de la figura de Madeleine.
forjado por Scottie sobre la corporeidad espectral de Carlota Valdés. Y cuando trata
de suplantarla, mediante el autoretrato, hace el ridículo, resulta patético, grotesco:
una caricatura de ella misma; desentona de la misma forma que su polo rojo chillón.
Ahora entendemos por qué había escondido el catálogo en la silla amarilla que le pro-
vocaba vértigo a Scottie. Midge pretende seducirle a través de una mirada que no se
corresponde con el goce fantasmático. Se queda sola cuando Scottie siente repulsa
por el cuadro. Al darse cuenta que lo ha perdido definitivamente, lanzará furiosa y
desesperada los pinceles que ha manejado hacia los ventanales. Es entonces cuando
su imagen real será devuelta a través de los cristales de la ventana: se verá impo-
tente y vencida pero ya no hay deformación especular.
El tercer y último paso se corresponde a la última aparición de Midge tantas veces co-
mentada. Nos referimos al momento en que Scottie está ingresado en el centro psi-
quiátrico al padecer de una “melancolía aguda.” Midge proporcionará al médico una
información adicional precisa, el origen de tal estado de shock: el enamoramiento de
la “mujer muerta”. En este nuevo encuentro de ambos personajes, el detective se en-
cuentra ausente y no responde a las atenciones de su antigua novia. Mientras le pone
la Sinfonía 34 de Mozart, la terapia musical se “revela ineficaz en la afección sin límite
de Sottie y de Judy-Madeleine por abismarse en la irrealidad suicida del amor-pasión,
con toda su carga mórbida de necrofilia y Todeslust. Ya en una de las escenas intro-
ductorias Midge tiene puesto un disco con música de Mozart que produce en Scottie
dolor de cabeza. Éste pide a Midge que lo retire.” (20) Por contraposición estilística an-
teriormente la historia de pasión entre Madeleine y Scottie habrá sido revestida con
un tema musical de claras resonancias wagnerianas, en concreto del Tristán. Si la
música mozartiana, que representa a Midge, sugiere alegría, tranquilidad, armonía y
moderación, el leit motiv wagneriano transmite un carácter funesto, ominoso, obse-
sivo y vehemente. Como hemos visto, si, a lo largo de la primera parte, el tono dra-
mático de la película adquiere tintes de comedia es por la presencia de Midge. Las
gafas de la mujer refuerzan ese aire cómico al tiempo que doméstico. Por tanto, el ca-
rácter narrativo de este personaje adquiere un papel explícitamente distanciador. En
su última aparición, justo cuando se pierda por el pasillo del hospital, ya se eviden-
ciará la pérdida de ese tono ligero. Este significante quedará reflejado a partir de que
A lo largo de la película hemos podido advertir cómo existe todo un circuito de mira-
das que se suceden a través de las relaciones entre el sujeto y el objeto. Existe una
visión descriptiva de las miradas subjetivas que vienen a mantener la experiencia de
los personajes teniendo como testigo absoluto al espectador. Para ello, y gracias a un
extraordinario trabajo de guión, así como a una puesta en escena determinada por un
montaje analítico, que, a su vez, está definido por una dialéctica de la fragmentación
y el punto de vista, permite aprovechar “las estructuras deseantes movilizadas por la
narración, bien a través de las divergencias de información narrador/personaje/ es-
pectador, bien explotando al máximo la perversión escópica inherente a las miradas
que circulan por su interior.” (21) Así, dichas estrategias operadas entran en contra-
dicción con el modelo clásico. Su resistencia fílmica se corresponde a una escritura
manierista, en términos de González Requena (22), por el hecho de que la represen-
tación no viene dada por la relación directa entre la mirada y su objeto, sino gracias
a un ejercicio auto reflexivo de la mirada. Es el resultado de un gesto semántico ba-
sado en la correspondencia mental que un sujeto lleva a cabo entre su mirada y lo que
ve. “Con Hitchcock –y en Vértigo los mismos créditos nos hablan de ello- la mirada
ya no sólo circula siguiendo con fidelidad las órdenes del relato,” (23) sino que la mi-
rada se convierte en objeto de reflexión. La película desenmascara, a través de la te-
matización de la mirada, los dispositivos cinematográficos de Hollywood. Esta
deconstrucción de los mecanismos fílmicos choca directamente con la “invisiblidad
funcional postulada por la mirada clásica y que faculta al espectador a penetrar sin
trabas en un sólido universo diegético.” (24) Hitchcock nos lleva, sin disimulo, por el
camino que va desde el mundo de lo cotidiano (encarnado por Midge) a lo sublime
(Madeleine). Lleva, hasta las últimas consecuencias un cine que, sin desprenderse de
la acción, manifiesta en la pura visión no solo un medio de conocimiento, sino tam-
bién el placer de la contemplación.
21. Castro de Paz, José Luis: Alfred Hitchcock Vértigo/ De entre los muer-
tos. Paidós Películas. Barcelona.1999. pág.20.
22. González Requena, Jesús: "Desplazando la mirada. Hitchcock vs. Grif-
fith". Contracampo nº 38. pags. 11-18. Invierno 1985.Madrid.
23. Castro de Paz, José Luis: Op. Cit. Pág.84.
24. Castro de Paz, José Luis: Op. Cit. Pág. 87.
Pilar Pedraza
que se ha establecido para cultivar su pena, encuentra a una mujer que se parece a
la difunta. Siguiendo sus pasos, entra en un teatro. Es la primera vez que va tras una
mujer desde la muerte de su esposa y se siente vigilado por la gente como si estuviera
realizando algo inadecuado. Van a representar Robert le Diable. Ella no está en la sala,
y de pronto le asalta la idea aterradora de que puede ser una actriz y la verá en el es-
cenario. Y así es, sólo que no la reconoce hasta el final, cuando tiene lugar la resu-
rrección de la protagonista y de las monjas muertas. Al caer los sudarios y las tocas,
la reconoce. Entonces deja de ser consciente de estar en un teatro y sólo tiene ojos
para ella. "En realidad era la muerta, que había descendido del catafalco de su sepul-
cro, era su muerta, que ahora sonreía allí y le tendía los brazos… Y aún era más pare-
cida ahora, parecida hasta la locura, con sus mismos ojos, cuyo color oscuro acentuaba
el crepúsculo, con sus mismos cabellos claros, de un oro único como el otro…" (2)
Esta joven se llama Jane Scott y ha resultado ser bailarina de teatro. Viane traba con
ella una relación casi mercantil, en el fondo abyecta. La retira de las tablas, la instala
en un piso en las afueras y la visita con frecuencia. En realidad, esta Jane no se pa-
rece tanto a la difunta como cree Viane. El texto se despega de la adhesión entu-
siasta del viudo y la describe como una chica vulgar, infiel, provocativa y caprichosa,
que viste y se maquilla exageradamente y carece de la elegancia natural de la esposa.
Hasta tal punto es casquivana que se hace invitar por Viane a casa de éste en un día
de fiesta religiosa muy señalado. El, que es beato y pusilánime, teme el qué dirán,
pero termina cediendo. Ella profana el santuario de la muerta, saca su trenza de la
caja se la pone alrededor de la garganta a modo de collar. Viane, fuera de sí, la es-
trangula con ella sin esfuerzo. Muerta, se parece mucho más a la esposa. La inmovi-
lidad en las mujeres es un rasgo de distinción. Por fin ha recuperado a Marie, pero,
ay, de nuevo muerta.
La novela tuvo muy buena acogida entre los simbolistas franceses y pasa por ser una
obra fantástica, pero no lo es. Se trata de una composición poética monocorde y triste
sobre la pérdida y la imposibilidad de restablecer el antiguo orden feliz. Su protago-
nista, personaje desvaído y borroso, carente de pasión, deambula tras su muerto ob-
La trayectoria del deseo, tan clara y sin sustancia en Brujas la Muerta, se complica en
Vértigo por la multiplicidad de cortezas o cascarones que encierran la nada de la mujer
como encierran siglos de historia los anillos de las secuoyas gigantes. Una nada tra
bajosamente construida y al fin y al cabo incoherente, pues Judy adquiere punto de vista propio
y hasta un recuerdo crucial –flashback del crimen de la torre-, a espaldas del protagonista, a favor
de la intriga y en detrimento del arte. Eso y el castigo de su maldad como cómplice del crimen –
que el código Hays imponía y quizá la misoginia del propio director aceptaba de buen grado-, por
obra de una monja que pasaba por allí, son recursos más que de mago, de escamoteador. El
amor de Scottie no es Madeleine–traje-gris. Sea quien sea, la mujer ideal de Scottie se ve obli-
gada a sentirse poseída por una muerta o a fingirlo, ya sea Carlotta Valdés en el caso de la falsa
Madeleine, o la falsa Madeleine en el de Judy. Espirales geminadas como en los títulos de crédito
de la película. Este es uno de sus puntos vivos y dolorosos. Auténticos también, entre tanto ma-
labarismo folletinesco. La imposibilidad de acceder a la muerta a través de fantasías y aparien-
cias que desembocan en vórtices tan infinitos como triviales.
Pero no sigamos por ese camino. Aunque Hitchcock se interesaba por la literatura gótica y sus
seducciones, no estaba dispuesto a creer sus propias historias más allá de los primeros veinte
minutos. Contra las asechanzas de la Muerta tenía el trhiller y en último término la carcajada del
bufón de Blackmail (1929). Frente al fetichismo del que ha sido y es objeto Vértigo, lo más sen-
sato a estas alturas es imitar respetuosamente al loco del gorro de cascabeles, y sacar entradas
para ver Los pájaros.
Faustino Sánchez
La más canónica de estas listas, a la que quizás se le pueda reprochar un cierto an-
quilosamiento, una preocupante falta de riesgo y renovación, es la elaborada cada
diez años por la revista británica Sight and Sound, que se desdobla en la opinión de
los críticos y la de los directores. La posición que ha ocupado Vértigo en la lista de los
críticos en las ediciones de 1972, 1982, 1992 y 2002 es la 12ª, 7ª, 4ª y 2ª respecti-
vamente; en cuanto a la lista de los directores, existente sólo en las dos últimas edi-
ciones de la encuesta, el film ocupa una constante 6ª posición. Se podrían rellenar
páginas y páginas comentando las innumerables encuestas que, casi siempre, sitúan
el film de Hitchcock entre las primeras posiciones (4ª en la de Time Out, 9ª en la del
American Film Institute, 4ª en la de Positif, 23ª en la de John Kobal, por citar las más
populares), pero sería una tarea tan baladí como improductiva.
Un ejercicio mucho más sano consistiría en rastrear las huellas que ha ido dejando la
película de Hitchcock en directores y películas contemporáneas, y verificar cómo su
influencia va mucho más allá del homenaje mitómano o la referencia cinéfila. La in-
fluencia de Vértigo ha servido para abrir puertas decisivas del cine contemporáneo, y
su poder catalizador trasciende los temas y obsesiones de fondo porque, como decía
Jean Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998), “Hitchcock es el mayor
creador de formas del siglo XX”.
increíblemente grandes, lo que le lleva a rodar sus mejores obras dentro de un sis-
tema tan aparentemente encorsetado como el que exhibía en aquellos tiempos Esta-
dos Unidos por el mundo. Hitchcock le dio entonces a Hollywood sus argumentos
intrigantes, sus personajes reconocibles que le escondían a él mismo, su erotismo
soterrado que pareciera casual, sus travellings coloristas y los ingenuos zooms que
ocultaran enfermizas pasiones. Hitchcock creó el McGuffin para engañar al diablo, y
el diablo fue feliz.
En Vértigo, Hitchcock recoge el mito de Orfeo y Eurídice y lo esconde bajo unos ma-
teriales de serie B, con un argumento sacado de una novela de quiosco (de los fran-
ceses hoy olvidados, exitosos en su momento, Boileau y Narcejac) y unos personajes
arquetípicos, pareciendo el protagonista, James Stewart, una versión enclenque y
algo patética de los detectives hard-boiled de Dashiell Hammet o Raymond Chandler.
Así, el inglés parece querer emular el reto que se planteó Hawks con Hemingway (1)
de hacer una obra maestra partiendo del material más bajo que encontrara.
En esta mezcla de lo culto y lo popular, Hitchcock opera, sin ser tan elocuente, a la
manera del propio Godard, que desde su primera película se ha caracterizado por este
pastiche que en su obra se transforma en collage. La diferencia radica en que Godard
es consciente de que existe una historia del cine, aparte de las connotaciones ensa-
yísticas de toda su obra, por lo que no tiene reparos citar explícitamente sus refe-
rencias. ¿No pueden convivir Bertold Bretch y Marilyn Monroe en una misma frase?
METAFICCIÓN Y MILAGRO
Del mismo modo que en Al final de la escapada (A bout de soufflé, 1959) los perso-
najes quieren parecerse a los mitos del cine negro, Hitchcock es consciente del medio
en que se mueve y trabaja en su película con conceptos metacinematográficos per-
Ordet, Carl Th. Dreyer, 1955 ha unido dos obras tan aparentemente dispares
como Ordet (Cartl Th. Dreyer, 1955) y Vértigo. Si
en la primera en milagro consistía en una resu-
rrección física, en la película de Hitchcock el mila-
gro está en la mente de Scottie. La transformación
de Judy en Madeleine, rodada como un milagro
que tiene que ver más con el poder de la voluntad
como esclava del deseo que con cuestiones meta-
físicas, tiene lugar en un momento en que el es-
pectador se ha desligado en cierto modo de
Scottie, puesto que tiene más información que él
sobre la trama, pero la manera en que Hitchcock
aborda y planifica la secuencia nos hace ser partí-
Historia de Marie y Julien, Jacque Rivette, 2003 cipes de ese “acto sobrenatural”. Esta cuestión late
bajo una de las últimas películas de Jacques Ri-
vette, Historia de Marie y Julien (Histoire de Marie
et Julien, 2003), en la que se combina el amor fou
con elementos fantásticos, con unas ideas de fondo
que parecen directamente heredadas de la película
de Hitchcock. Tampoco podemos olvidar una de las
películas más personales de François Truffaut, La
habitación verde (La chambre verte, 1978), en la
que el culto a los muertos es algo más que un acto
necrófilo o una forma de adoración. Otro habitual
seguidor de Hitchcock, Claude Chabrol, después de
toda una vida intentando emular al maestro britá-
nico, consiguió en La dama de honor (La demoise-
La habitación verde, François Truffaut, 1978
lle d’honneur, 2004) una de sus películas más personales partiendo de la senda de
amor, locura y pasión abierta en Vértigo hace ya cincuenta años. Del mismo modo,
Alan Resnais abordó con intensidad el tema de la muerte a través de la obsesión amo-
rosa y la imposibilidad de resurrección en El amor ha muerto (L’Amour à mort, 1984),
dibujando lo que pudiera haber sido la historia de Scottie de no haberse encontrado
con Judy en su camino. Incluso en un cineasta tan opuesto a Alfred Hitchcock como
Eric Rohmer se encuentran huellas de Vértigo, sin ir más lejos, en buena parte de su
última creación, El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon,
2007).
ESPACIO Y TIEMPO
El engendro del diablo, Dario Argento, 1989 Vestida para matar, Brian de Palma, 1980
de Palma. La fijación de este último por la obra del inglés puede parecer incluso en-
fermiza, ya que si vamos rastrando la filmografía del director estadounidense pode-
mos ver continuos ejercicios de reescritura, homenaje y reformulación de los
parámetros de las constantes hitchcockianas. Algo parecido ocurriría, al otro lado del
charco pero no de forma tan explícita, con Darío Argento, entre el giallo y el fantate-
rror, que lleva algunos temas del británico (aunque él lo intente negar) (5) hacia su
vertiente más angustiosa y atmosféricamente opresiva, en ocasiones con ribetes su-
rrealistas. Se podría pensar si Argento no sería lo más parecido a un Hitchcock que
hubiera nacido cuarenta años después y alejado de la educación profundamente ca-
tólica que tanto le marcó. De todos modos, también se puede ver a de Palma como
un engarce perfecto que nos lleva de Hitchcock a Argento, de los temas de uno a las
formas del otro, pues sus películas se sitúan en un impreciso punto intermedio, con
numerosas concomitancias.
Centrándonos en de Palma, si hay una película de entre todas las del inglés con la que
ha convivido su cine (con el permiso de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954)
y Psicosis, 1960), esa es Vértigo. En cierto modo, de Palma utiliza a Hitchcock como
sello de autoría, convirtiendo películas que pueden parecer de encargo (como La dalia
negra (The Black Dahlia, 2006)) en obras personalísimas.
En casi todas las películas de Brian de Palma se puede rastrear sin ninguna dificultad
la huella de Vértigo, desde las más satisfactorias hasta las más polémicas, resultando
evidente en muchas ocasiones (Fascinación -Obsession, 1976-, Vestida para matar -
Dressed To Kill, 1980-, Doble cuerpo -Body double, 1984-, Femme Fatale -Femme Fa-
tale, 2002-…) e implícito y solapado en otras (El fantasma del paraíso -Phantom of the
Paradise, 1974-, Atrapado por su pasado -Carlito’s Way, 1993-, La dalia negra…). En
el caso de Fascinación, por ejemplo, estamos prácticamente ante un remake, o una
nueva visión de Vértigo, ejecutada con la ayuda de Paul Schrader en el guión (que le
MIRADA Y REFLEJOS
Impacto, Brian de Palma, 1981 sobre Impacto (Blow out, 1981), una película de
Brian de Palma que es capaz de juntar a dos cine-
astas tan dispares como Hitchcock y Antonioni a
través de una cuestión común a los dos, quizás la
obsesión más importante de sus respectivas ca-
rreras. Hablamos, por supuesto, de la obsesión por
la mirada, que en la película de de Palma tiene
como estandartes La ventana indiscreta y Blow-up
(1966), y que juega un papel fundamental en una
obra como Vértigo.
La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 sufre Scottie respecto a las alturas, diciéndonos así,
en voz baja, que la mirada del protagonista incuba
un virus que puede extenderse y desatar la enfer-
medad. Ya en el restaurante, Hitchcock impone al
espectador la mirada fascinada de Scottie, que en
un primer momento parece una fascinación pura,
casi surreal por la aparición de una belleza que no
parece de este mundo. Sin embargo, poco a poco,
quizás por esa conjugación de mirada-investigador
y mirada-enamorado, se nota cómo se va infec-
tando la mirada de Scottie, que esconde algo tur-
bio (¿y también sucio?), que se delata desde la
rigidez absorbente de la persecución por las calles
de San Francisco hasta los nerviosos e impacientes
Blow-up, Michalangelo Antonioni,1966
zooms, que tienen un propósito más allá del su-
brayado de los detalles al espectador. La mirada fe-
lina. Hitchcock fundamenta así todo el relato en la
mirada de su protagonista, que es la mirada del es-
pectador, y que juega un papel análogo al del fo-
tógrafo de Blow up.
Woman on the Beach, Hong Sang-soo, 2006 Tropical malady, Apichatpong Weerasethakul, 2004
Palmas) podemos ver que tienen un claro precedente en buena parte de la obra de
Brian de Palma. El auge de la reinterpretación de las obras clásicas está marcando,
con más o menos polémica, buena parte del cine contemporáneo, como certifican al-
gunos de los certeros o controvertidos films de Gus van Sant (Psycho -1998-), otra
vez sobre Hitchcock), Hou Hsiao Hsien (El vuelo del globo rojo -Le voyage du balloon
rouge, 2007-), Michael Haneke (Funny Games -2008-), Manoel de Oliveira -Belle Tou-
jours, 2006-), Quentin Tarantino -Death Proof, 2007-), Tian Zhuangzhuang (Prima-
vera en un lugar pequeño -Xiao cheng zhi chun, 2002-)...
Otra de las corrientes más interesantes del cine más actual basa su estrategia es-
tructural en partir la película en dos, de tal manera que ambas mitades se enfrenten
como ante un espejo valleinclaniano, o que una de las partes reinterprete y reflexione
sobre la otra. Este hecho es evidente en muchas películas de Hong Sang Soo, Api-
chatpong Weerasethakul, y algunas de Nobuhiro Suwa o Jia Zhang Ke, pero si nos pa-
ramos a mirar atrás, este ejercicio, ya desarrollado por Hitchcock en Vértigo, fue uno
de los principales motivos de ataque por parte de los detractores del inglés, que no
le perdonaban una estructura tan voluble, y que tenía mucha más trascendencia de
lo que podían imaginar. La segunda película arranca, en Vértigo, cuando se resuelve
la intriga criminal (6), en el momento de la escritura de la carta, justo después del
flash back de Judy, y provoca en el espectador la necesidad de reformularse todo lo
visto y dar auténtico empaque a una película que va mucho más allá de la conspira-
ción de un asesinato. Hitchcock transforma así un brillante ejercicio de suspense en
una fabulación romántica digna de Cocteau, en una arriesgada y turbia reflexión sobre
los límites de la muerte y sobre la necesidad de crear imágenes mentales ante la ar-
ficiosidad y fragilidad de la existencia. Así pues, una segunda visión de Vértigo ayuda
a entender muchas de las decisiones tomadas por Hitchcock, que parecen desenca-
jar dentro del engranaje de un habitual film de género. Claro, el cine de género es-
talló en mil pedazos, se enamoró de sí mismo, o de su reflejo, y se hizo adulto para
siempre.
6. Dice la leyenda que García Márquez se marchó del cine llegado a ese
punto, pues consideraba la película por terminada al haber “resuelto” la
anécdota argumental.
DAVID LYNCH
Sin duda, una de las puertas más interesantes que abre Vértigo de cara al cine del fu-
turo se atisba en la última parte de la filmografía de David Lynch. El director esta-
dounidense recoge, básicamente, dos influencias básicas del cine clásico, que él
mismo moldea con su toque personal añadiéndole variantes multidisciplinares here-
daras de campos como la pintura o el videoarte. Del mismo modo, estas dos influen-
cias clásicas están muy interrelacionadas entre sí, viniendo una, Vértigo, del cine más
industrial, y la otra, Persona (1966) de Bergman, del tradicional “arte y ensayo” de
los 60. En la obra de Lynch, desde Carretera perdida (Lost Highway, 1997) hasta In-
land Empire (2006), pasando por Mulholland Drive (2001), se utiliza repetidamente
el tema de la duplicidad de caracteres, envuelto por una atmósfera que juega en dos
planos (tres en el caso de Inland Empire) de significación: realidad y sueño (y meta-
ficción). Las mismas ideas que Hitchcock integraba subrepticiamente dentro de una
trama lineal son despojadas por Lynch de los artificios narrativos, poniéndolas frente
a un espectador que ya es adulto y ha crecido perfectamente integrado en un universo
audiovisual, por lo que debe descodificarlas a partir de una serie de emociones sen-
soriales muy directas. Esta reivindicación sensorial como método de transmisión de
ideas quizás sea uno de los mayores hallazgos de Vértigo. Ya desde el principio de la
película se dan pistas respecto a las intenciones de Hitchcock, que se confirman a lo
largo del metraje mediante el uso de efectos que parecen despreciar la verosimilitud
en beneficio de una manera diferente de comunicación con el espectador. Estas pro-
puestas anti realistas se aprecian durante toda la película, ya sea en el uso de las
transparencias o el empleo de efectos cinematográficos para enfatizar una emoción o
una idea. Un ejemplo podría situarse en la escena del primer beso de los protagonis-
tas, en el acantilado, con unas olas que rompen contra las rocas en una metáfora qui-
zás algo burda de la pasión sexual (poco después de la mítica escena de De aquí a la
Terciopelo azul, David Lynch, 1986 miento de Madeleine en el restaurante por parte
de Scottie, o el auténtico gran momento de la pe-
lícula, la resurrección de Kim Novak bañada en la
luz verde de los neones a través de la ventana. El
uso fundamental del color también es una caracte-
rística común a las obras de Hitchcock y Lynch,
más allá del significado simbólico que acarrea, y va
implícito en la exquisita puesta en escena desple-
gada por ambos autores. La intensidad y suavidad
del rojo del restaurante de Vértigo recuerda los
momentos más oníricos de Mulholland Drive o Ter-
ciopelo azul (Blue Velvet, 1984), del mismo modo
que la omnipresencia del verde a raíz de la entrada
Carretera perdida, David Lynch, 1997 en juego de Judy equivale al color enfermo de las
pesadillas de Lynch.
Laura, Otto Preminger, 1944 humor en Vértigo es, por lo tanto, un truco cierta-
mente extraño, puesto que se regodea en la cruel-
dad y, seguramente, tiene como principal objetivo
el juego metalingüístico con el espectador: aque-
llos que se han reído con Scottie quedan definiti-
vamente vinculados a él y, por lo tanto, la posterior
venganza de Hichcock, con la crucifixión moral de
Scottie, será mucho más terrible.
Todos recordamos la escena final de Vértigo: Scottie en lo alto del campanario, mi-
rando impasible hacia el suelo la muerte definitiva de su amor, no así de su obsesión.
Rodeado por las tinieblas que le engullen, sin que aparte la mirada del vacío. Y es que
“Vértigo concluye sobre la imposibilidad de la unión y del amor en el crimen, dicién-
donos que la felicidad del hombre pasa por la destrucción mental y física dentro de la
ficción de la mujer. Es el recorrido muy Hawskiano de un hombre que, al alcanzar la
cima, no tiene más que desaparecer en las lívidas tinieblas que clausuran el filme” (1).
¿Acaso existe otro desenlace posible para Vértigo? ¿Puede este filme no terminar con
la mirada de Stewart perdida en las tinieblas, en lo alto del campanario?, ¿sin su pen-
samiento y su gesto suspendidos en el vacío? ¿Es posible un final alternativo al des-
enlace más admirado de la filmografía de Hitchcock?
La veracidad nos aboca, sin embargo, a la ambigüedad: algunas copias del filme se
presentaron con otro final, sí: la mirada de Stewart perdida en las tinieblas, su gesto
suspendido en el vacío, pero lejos del campanario de la escena precedente. En este
segundo final, Scottie vuelve al apartamento de Midge (una espléndida Bárbara Bell
Geddes) , donde ésta escucha en la radio que Elster pronto será detenido y extradi-
tado. Ella prepara unas copas, todo es silencio, se la ofrece y él acepta. Ni una pala-
bra. Stewart mira a través de la ventana, buscando, quizás, recordando, puede, pero
nunca lo sabremos, porque el filme termina en este plano. Un segundo final. Sí. ¿Al-
ternativo? No, puesto que no sustituye la escena de la Misión sino que la sucede a
modo de epílogo, podríamos decir que la completa. Y sin embargo, los elementos
principales que barajamos en este segundo final, son los mismos que en el original:
la mirada perdida de Scottie, la envolvente oscuridad, el peso de la pérdida reiterada
-y no obstante repentina- … el silencio.
Vértigo se estrenó originalmente en el Festival de San Sebastián con otro título (el de
la novela de la que fue adaptada: De entre los muertos), y con otro final, el que ac-
tualmente se conoce como el final alternativo del filme. Éste sería eliminado poco des-
pués de todas las copias en circulación, coincidiendo con la adopción definitiva del tí-
tulo que Hitckcock defendió para su proyecto desde los inicios. El director nunca hizo
mención alguna, ignorando su existencia y, a partir de ese momento, este epílogo fue
sepultado en el olvido, esperando un rescate. Un rescate que no llegaría hasta 1984,
cuando el final alternativo se incluiría –aunque tan sólo en la primera edición- en el ma-
terial extra de la edición remasterizada del filme en DVD, resurgiendo las dudas que
ahora nos planteamos ¿Por qué se rodó este segundo final? ¿En qué cambia este epí-
logo la percepción global del filme, el mensaje final de la historia, para que Hitchcock
lo rodase y nunca más hiciese mención del mismo? En definitiva, ¿por qué este final
alternativo fue completamente descartado y olvidado por el maestro del suspense?
RADIO BROADCAST
Elster was last heard up living in Switzerland, but it
is now thought to be residing somewhere in the
south of France. Captain Hansen states that he an-
ticipates no trouble in having Elster extradited, once,
he is found. Other news on the local flash, in Berke-
ley, three University of California sophomores found
themselves in a rather embarrasing position when
Así pues, es posible constatar que Hitchcock en persona rodó este segundo final de
‘etiqueta’, desenlace que, por otro lado, también se incluía en las dos versiones fina-
les del guión de septiembre de 1957. Y, sin embargo, también es una evidencia que
el director nunca tuvo intención de incluirlo como el final definitivo de Vértigo, ya que
con el paso del tiempo podría haber reivindicado su existencia, pero lo cierto es que
evitó mención alguna a este segundo final durante toda su carrera. Confirmadas ya
la participación y el rechazo del director respecto al ‘tag ending’, surge una nueva in-
cógnita: ¿por qué invertir cuatro horas de rodaje en una escena que no tenía inten-
ción alguna de incluir en la versión final del filme?
6. Los informes detallados que existen sobre el rodaje son obra de Peggy Ro-
bertson, la supervisora del guión durante el rodaje. Tras haber trabajado
con Hitchcock en Inglaterra durante la guerra, su reencuentro en el rodaje
de Vértigo la convertiría en la asistente de confianza del director durante el
resto de su carrera.
7. “Sc:276. Int: Midge’s Apartment. 50mm [lens size]. Variable diffusion [fil-
tres used in takes]. Midge listening to giant radio [recording] CRANE FOR-
WARD & JIB DOWN as Scottie enteres & goes to window. She gives him
drink and sits. Tag end.” (Incluido en Vertigo: The Making of a Hitchcock
Classic. (Titan Books, January, 1999) p.112.
8. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.112 [La traducción es mía].
Las razones de la existencia del segundo final de Vértigo se escapan de las intencio-
nes artísticas y fílmicas de Hitchcock, para adentrarse en el terreno de la distribución
posterior de la película. Se han planteado dos teorías al respecto: la primera esgrime
que este final fue una exigencia de los productores para evitar la censura del filme en
ciertos países extranjeros donde no se aceptaría que el personaje de Gavin Elster sa-
liese indemne de su crimen; la segunda señala, sin embargo, que fue una imposición
de los productores, insatisfechos por la ausencia de un final feliz que podría afectar,
eventualmente, a las recaudaciones en taquilla. Sin duda, tanto los documentos his-
tóricos como el tratamiento y contenido de la escena final ‘alternativa’, sostienen la
solidez de la primera teoría frente a la inviabilidad del argumento del final feliz.
9. Pues en la realidad sólo existía un juez en ese cargo y se temía que éste
asumiese las referencias peyorativas al personaje como un ataque personal
(no sólo por las inapropiadas referencias condenatorias que éste personaje
hace al jurado –que finalmente se suavizarían- sino porque más tarde se
referirán a él como un “hijo de puta”).
10. En esta escena también se mostraban preocupados por las frases y ac-
titudes que subrayaban el hecho de que Scottie la hubiese desnudado. Se
señalaba que Madeleine no debía mostrar vergüenza y que la frase entre-
cortada de Scottie “Not at all, I enjoyed – talking to you” debía leerse sin la
pausa y sin avergonzarse para quitarle importancia).
11. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.69 [La traducción es mía].
12. Cita de Miguel Pendas en el artículo de Ruthe Stein - ‘Secret remains bu-
ried at Q&A’ (San Francisco Chronicles, July 23rd, 2004).
añadida como un ‘final alternativo’, sino tan sólo como un epílogo que si bien inevi-
tablemente introduce matices distintos al desenlace, respeta y emula, no obstante, el
tratamiento y mensaje final de la escena del campanario.
Precisamente por eso, la teoría planteada anteriormente que identifica esta escena
como un intento de rodar un ‘final feliz’ requerido por la productora, no se sostiene
desde ningún aspecto de consideración. La escena final del apartamento de Midge es,
en todo caso, como veremos a continuación, más lúgubre y deprimente si cabe que
el desenlace en la escena del campanario. No obstante, es interesante señalar- como
se atribuye a Jordi Balló (13)- la existencia de un ‘tercer final’ del filme, al que se re-
firió como la escena del beso. Este final constituiría, ahora sí, un final alternativo,
puesto que operaría en las antípodas del epílogo analizado, a partir de la sustracción.
Es decir, eliminando la caída de Judy de la escena del campanario de forma que el des-
enlace del filme fuese el beso de los dos amantes en lo alto de la torre y no la muerte
de Judy ante los ojos de Scottie. Si bien una mutilación del filme en este sentido sí
corroboraría la presión de los estudios por obtener un final feliz, en este caso, Hitch-
cock no habría sido ni juez ni parte.
Lo cierto es que no hay constancia alguna en los documentos de los archivos del filme
de que la productora hiciese sugerencias en torno a la necesidad de un final feliz y,
asímismo, tampoco hay evidencia alguna de que esta versión del filme fuese proyec-
tada, excepto por testimonios de desconocidos en Internet que dicen recordar haber
visto dicho desenlace en la sala de cine. Además, el propio Herbert Coleman (14) re-
cuerda que Hitchcock nunca sometió sus filmes a preestrenos públicos –de hecho, no
existe evidencia alguna de éstos para Vértigo: fechas de proyección, tarjetas de co-
mentarios del público, etc– y Dan Auiler es tajante al señalar que “Ni el director hizo
cambio alguno en el filme una vez se estrenó; ni el estudio forzó cambios ni cortes a
los negativos existentes. La película desde el comienzo reflejó la versión personal del
artista, y (excepto por un cambio de formato que los restauradores descubrieron for-
tuitamente) nunca fue alterada por persona alguna” (15). No debemos olvidar la na-
13. Cristina Álvarez. III. Jordi Balló y Xavier Pérez: “El eterno retorno: eco-
nomía de la repetición y leyes del género. Proyección: El bosque (The Vi-
llage, 2004, M. Night Shyamalan)” [Contrapicado Nº 22, enero-febrero
2008], citando una conferencia inédita de Jordi Balló – “El eterno retorno:
economía de la repetición y leyes del género”).
14. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.159 [la traducción es mía].
15. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.195 [La traducción es mía].
turaleza del contrato que vinculaba a Hitchcock con la Paramount, por el cual Vértigo
estaba rodado poco más o menos en un régimen de co-producción (16), otorgando
al director una libertad artística casi total. Lo cierto es que el poder de presión de la
Paramount era prácticamente irrisorio y prueba de ello es que Hitchcock hizo caso
omiso a la mayoría de recomendaciones de Shurlock y no renunció al título de Vér-
tigo, a pesar de que la Paramount insistió en un cambio de título desde antes del ro-
daje hasta apenas un mes antes de su conclusión (17).
Del mismo modo que las razones de la existencia del ‘epílogo’ se confirman en fun-
ción de presiones en el ámbito de la distribución, toda la evidencia documental parece
contradecir la posible existencia de una versión alternativa y mutilada del filme con
el beso de los amantes en el campanario como el desenlace. Es muy posible que
Hitchcock cediese a las preocupaciones de la Paramount en cuanto al arresto de Els-
ter porque tuvo la libertad de concebir una escena final totalmente acorde, en el men-
saje y tratamiento de ésta, con su escena precedente; pero sin duda se hubiese
negado tajantemente a cambiar su desenlace por un final feliz. No obstante, ello plan-
tea una última controversia: una vez filmada la escena en el apartamento de Midge
y puesto que estaría obligado a proyectarla al menos en un país ¿por qué conservar
el final original en la versión definitiva de Vértigo cuando la escena añadida no alte-
raba en esencia el desenlace?
No se debe obviar que aunque el segundo final respeta el tono y el desenlace plan-
teado en la escena del campanario, al añadir la escena del apartamento de Midge se
aportaba una serie de matices distintos a la resolución del argumento. La escena del
campanario termina con dos mensajes para el espectador: la muerte definitiva de
Judy/Madeleine, y la curación del vértigo de Scottie. Sin embargo, el segundo final no
sólo hará referencia a la pérdida de Madeleine y a la recuperación de Scottie, sino que
la recontextualizará dentro del marco de la relación de éste con Midge, surcando los
matices del despecho, el conformismo e incluso el desprecio amoroso.
Al hacer que Scottie vuelva a casa de Midge tras la muerte de Judy, se abre la puerta
a una serie de líneas narrativas que se habían dejado en suspense en la escena pre-
cedente. Se confirma que James Stewart vuelve al lado de lo conocido, con la mujer
despechada, a la que no ama, puesto que intuimos que quedará marcado para siem-
pre por el fantasma de Madeleine. Este desenlace no se encuentra muy lejano a las
suposiciones del espectador en cuanto al futuro de Scottie. Aunque Vértigo termine
con Stewart mirando desde la penumbra al vacío, contemplando el cadáver de su
amada, podemos suponer que probablemente el personaje de Scottie volverá con
Midge a pesar de que esté condenado a la eterna obsesión por Madeleine. La dife-
rencia entre los dos finales es que, lo que no es más que una intuición en el final
abierto original, se convierte en una certeza en el epílogo.
Podría argumentarse que, precisamente debido a ello, el segundo final es mucho más
rico a nivel semántico, puesto que nos sugiere la posible vuelta de Scottie a su vida
anterior, sin el vértigo, pero también sin Madeleine. Será de nuevo un detective soli-
tario –y ahora vencido- que volverá junto a la mujer que no ama, quien deberá con-
formarse con su atención distraída, pues Scottie volverá a su rutina, a un antes, pero
marcado para siempre por un después. La planificación y acción de la escena en el
apartamento de Midge contribuyen a sugerir este mensaje final de eterno retorno, de
estructura circular degradada, en diversos elementos: el silencio entre ambos, la re-
petición de viejos hábitos -ella le prepara una copa, como hacía antes siempre que él
venía- o la mirada perdida de Stewart desde las alturas, que apunta directamente a
la ausencia de Madeleine. El hecho de que Midge no le consuele en momento alguno,
ni física ni verbalmente, subraya la distancia emocional entre ambos personajes, es-
tableciendo que Midge no conseguirá hacerle olvidar a Madeleine, ni será capaz de
consolarle y mucho menos de hacerle feliz. En esta escena todo parece indicar que
Scottie se encuentra allí porque no puede hacer más que batirse en retirada y volver
al pasado, a lo conocido, a su vida anterior a Madeleine, aunque ésta vida ya nunca
le complete.
Por todo ello, a pesar de las numerosas concomitancias entre ambos fi-
nales, Hitchcock se resistió a alterar su desenlace original. Mientras que
en el epílogo el acento del filme se centra tan sólo en las repercusiones
de la muerte de Judy/Madeleine y de su futura omnipresencia en forma
de obsesión, en la escena final del campanario el acento es sutilmente
emplazado en el epicentro temático del desenlace de la trama: la pér-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 dida. Una pérdida por partida doble: la pérdida de Madeleine y la pér-
dida del vértigo, enfrentadas simultáneamente desde las alturas a la
permanente obsesión del protagonista por un fantasma inaprensible. No es sorpren-
dente que Hitchcock se resistiese a cambiar el desenlace original. En la escena del
campanario confluyen ambas pérdidas, sin desviar la atención del espectador hacia
detalles banales de la subtrama –como la eventual detención de Elster-, subrayando
el verdadero eje argumental del filme: la obsesión, la obsesión de Scottie por un fan-
tasma llamado Madeleine. Obsesión que le llevará a subir de nuevo hasta lo alto del
campanario, a mirar una vez más hacia el vacío, a desafiar el elemento motor de la
historia. Descubriendo con ello el McGuffin… superando el vértigo.
Bibliografía:
-Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books, Ja-
nuary, 1999)
-Spoto, Donald – La vraie vie d’Alfred Hitchcock (Éditions Ramsay, 1984,
France)
-Marocco, Paolo– Vertigo. La donna che visse due volte (Le Mani Edizioni,
Genova, 2003)
Artículos:
-Cristophe Gans - ‘Sueurs Froides’ (Starfix, nº14, avril 1984, p.32)
-Jean François Tarnovski et Sylvie Chaperon -‘Vertigo (Sueurs Froides –
1958). Poésie du mystère’ (Starfix, nº20 , novembre 1984, p.65)
-Eric Rohmer – ‘L’hélice et l’idée’ (Cahiers du Cinéma, nº 357, mars 1984)
-Bill Krohn – ‘L’autre fin de Vertigo’ (Cahiers du Cinéma, nº 511, p.27)
-Ruthe Stein - ‘Secret remains buried at Q&A’ (San Francisco Chronicles,
July 23rd, 2004)
-Pierre Guenini – ‘Sueurs Froids’ (Films et Documents, nº343-344, mai
1984)
-Cristina Álvarez . III. Jordi Balló y Xavier Pérez: “El eterno retorno: econo-
mía de la repetición y leyes del género. Proyección: El bosque (The Village,
2004, M. Night Shyamalan)”, Contrapicado nº 22, enero-febrero 2008
(http://contrapicado.net/actualidad.php?id=52).
“Ya hablaremos”. “No sabía que se iba para cuatro años”. “Una mano brutal le obligó
a sentarse”. “No era posible el error. Era el collar de Pauline Lagerlac.” “Pauline La-
gerlac –dijo el hombre con un terrible acento marsellés.”
Estas son algunas de las frases, como flecos que sobresalen demasiado en una col-
cha, que se dejan caer al final de los capítulos. Es un “pide y te daré” en el que la ver-
dad de ese “te daré” queda comprometida por el mero hecho verbal de estar
formulada en futuro. Llegados a estos puntos finales, el lector se
ve preocupado y movido por la necesidad de completar la infor-
mación que se atisba en estas frases. Y así se va moviendo por
toda la novela, dirigido por los autores, que han decidido dosifi-
carle los datos, adaptándose al ritmo de lectura que impone la
horma, regresando a la memoria antes de cada pausa todos los
datos necesarios para poder comprender el pedazo de información
que sobrevendrá a continuación.
Por otra parte, Hitchcock no recurre al alcohol para nublar el discernimiento de James
Stewart. Éste se conduce como lo hace únicamente por su obsesión, por su senti-
miento de pozo, por su necesidad de salir de él. James Stewart, poco a poco, ya no
trata de dilucidar si está ante una aparición o ante alguien semejante. Su lucha es con
los recuerdos y, sobre todo, con los miedos. Mantiene toda la lucidez de la que carece
un borracho para perderse en la nube gris e inmensa de su pasado. De hecho, cuando
se revela, finalmente, que Judy Barton es Madeleine, es él quien lo enuncia. Él lo
sabe, es capaz de reconstruir toda la historia, tiene la frialdad suficiente como para
detectar la frialdad en los demás. Lo que se escapa de su control es ese amor que sólo
se hace presente cuando ya es pasado y
que, quizás por eso, se vuelve obsesivo.
Una novela que se empeña en ser negra. Eso es Vértigo, de Boileau y Narcejac. Una
película que no lo hace, que no se empeña en parecer negra. Y que bucea, gracias a
ello, hasta el fondo último donde habitan todas las historias negras del mundo. Eso
es la película de Hitchcock. Quizás ese era el don del director: no se trata de buscar
historias y teñirlas. Se trata de profundizar en cualquier historia y observar y esperar
para poder ver cómo ellas mismas se tiñen de negro.
X. LA IMPOSIBLE MIRADA*
Porque la clave del film reside efectivamente en la mirada (las miradas). En sus si-
metrías y disimetrías, en sus deslizamientos y convergencias. A la mirada fija de Scot-
tie durante la primera parte del film, responde Madeleine con otra perdida, como
perdida será la del protagonista ante la demanda de Judy en la segunda. Veámoslo
con algún detalle.
jado durante la cena en Ernie´s, en donde Scottie alucina a Madeleine. Aquí el es-
pectador sabe, privilegiadamente, el sentido último y la funcionalidad de dichas mi-
radas, gracias a la enorme concesión con que, momentos antes, ha sido obsequiado;
un insólito flash-back, desvelador del enigma, que construye un tipo de intriga distinto
–pasional deseante- sobre las cenizas de la trama policíaca y criminal.
INTERIORIZACIÓN DE LA FICCIÓN
Refiriéndose a la pintura romántica, decía J-P Oudart que en ella se produce una serie
de exclusión/inclusión del sujeto en la representación por medio de una lectura fan-
tomática de los cuadros-paisaje como transformación continua de la posición que la
escena frontal primitiva le asignaba. Reproduzcamos una cita nada gratuita: “…ex-
cluído de la representación, el espectador está implicado fantomáticamente en ella en
tanto se inscribe como sujeto mediante un dispositivo escénico que enmascara cada
vez más su origen teatral en un sistema figurativo que inscribirá sus efectos de real
como efectos de realidad óptica (reflejos, luces y sombras, desglose de planos, etc…),
constituyendo los trazos de la inscripción del sujetobajo la forma de una falta” (2).
Ahora bien, en todas las fases condensadoras de la pesadilla, Scottie inserta dos de-
talles que no pueden por menos de extrañarnos: el medallón de Carlotta, ubicado en
el centro de la imagen y privilegiado sobre el resto de los objetos mediante un tra-
velling de acercamiento, por un lado; por otro, una suerte de collage de efecto me-
tonímico por el cual la escena que desfiló ante nuestros ojos poco antes (junto a la
ventana, Scottie y Elster) queda modificada por la interpolación de la imagen de Car-
lotta abrazando a Gavin, en lugar –evidentemente- de Madeleine.
(DES)ENMASCARAMIENTO DE LA FICCIÓN
Todas estas audacias parecen confirmar que Vértigo es un film atrevido. No por su
desprecio de la verosimilitud, ni tampoco por revelar la real identidad de Judy casi una
cisco, en donde existía color, emoción, poder…, señala un cambio brusco a la alternan-
cia plano/contraplano considerablemente suavizada por el desplazamiento físico de Scot-
tie por la habitación. Nuevo tránsito: una frase de este último lo desencadena (“Ahora
dime lo que quieres”) y la cámara describe una panorámica de acompañamiento al mo-
vimiento de Elster que concluye con un encuadre en profundidad de campo en el que
Scottie ocupa el primer plano mientras su amigo evoluciona por el fondo, sobre un en-
tarimado y reencuadrado por el marco de la habitación (foto 1). Ubicado como en un es-
cenario teatral, Elster narra la historia de su esposa anunciando su temor de que alguien
le haga daño. A la pregunta de rigor de Scottie, el marido pronuncia la frase: “Alguien
que murió”. Dicha frase está refrendada con un doble movimiento –Elster hacia la cá-
mara y cámara hacia él- creando un efecto contrapuntístico que señala su nuclearidad,
aislando así al personaje (foto 2) de un encuadre que incluía a ambos y forzando un salto
posterior a Scottie solo. El elemento tensional ha sido creado precisamente por la con-
ducción compleja de los variantes, rompiendo la binaridad inicial. Un travelling de re-
troceso los encuadra de nuevo juntos (foto 3) cuando Elster introduce un tono amistoso
en el diálogo (“¿Tú crees que una persona que ha muerto…?”). La desconfianza de Scot-
tie está de nuevo puntuada por la alternancia plano/contraplano. Y, cuando parece que
la propuesta que ha de hacer Elster sobre la base de su ficción no tendrá lugar, por se-
gunda vez una panorámica acompañando su movimiento vuelve a introducir a Scottie
en un campo compartido. (“Sin duda crees que es una invención mía”, dice el empre-
sario). Una panorámica invirtiendo el movimiento anterior lo lleva al entarimado, sa-
cando a Scottie de campo. Y, entonces, toda vez que la aceptación de éste a la historia
está garantizada, Elster se despacha a su gusto relatando los trances y ausencias de Ma-
deleine, siempre reencuadrado y rodeado de una escenografía pictórica que reproduce
escenas del antiguo y bohemio San francisco, mientras el montaje alterna planos de
Gavin y de Scottie, permitiéndonos comprobar la reacción que producen las palabras del
marido, su discurso teatralizado, sobre el amigo. Elster cree llegado el momento de re-
clamar la ayuda de Scottie y, cuando éste pretexta haberse retirado, el primero pro-
nuncia una frase (“Necesito un amigo”), coincidente con una nueva panorámica a
izquierda de acompañamiento que inscribe en el mismo “campo” ficcional a ambos per-
sonajes. “Esto es muy delicado”, añade Elster (foto 4).
Foto 1 Foto 2
Foto 3 Foto 4
Eugenio trías explicaba, en su ya citado artículo, que el tema central de Vértigo era lo
siniestro, llegando incluso a demostrar por su análisis que el arte moderno apura en su
uso las fronteras del asco, único límite impuesto a la creación. Vamos a ver, a continua-
ción, de qué modo Hitchcock planifica dos secuencias de su film en función rigurosa de
dicho concepto, convirtiendo a la segunda de ellas en versión siniestra de la primera.
Trátase de los dos viajes a la misión. En el primero de ellos, Scottie conduce a Made-
leine para lo que cree su “curación”; en el segundo, Judy ha de servir para consumar
la operación de Scottie, ofreciéndose como segunda oportunidad. Ambos viajes bien
pudieran ser elididos sin por ello debilitar lo verosímil del relato, e incluso benefi-
ciándose con ello la fluidez del mismo. Hitchcock, por el contrario, se niega a elimi-
narlos, planificándolos, además, de modo idéntico: mismo número de planos, mismo
emplazamiento de la cámara, aunque desembocadura distinta (a un cruce en el pri-
mero; a la misión, con su amenazadora torre, en el segundo). Hay algo, no obstante,
que varía sustancialmente de uno a otro. Nos referimos a un brusco desplazamiento
que, si bien nos hace reconocer el espacio por el que transitamos, no es sin cierto es-
panto: la nocturnidad. En efecto, incluso el comienzo de ambas secuencias es signi-
ficativo: surgiendo de una virginal pantalla en blanco, encadenando de la puerta del
apartamento de Scottie en el primer caso, la oscuridad del segundo encadenado nos
aterroriza por su diferencia en la repetición. Y entre la luz y la oscuridad, entre una
secuencia y su doble demoníaco, la sombra de un crimen, de una metamorfosis, de
un mito. Pero las diferencias no se acaban ahí. Segunda: el primer viaje, acompasado
con el tema musical de la bahía, tema ligado a la pintura de Madeleine y a las Puer-
tas del Pasado; el segundo, con una crispante música que no encuentra eco alguno
en el film (5). Tercera diferencia: los diálogos. Inexistentes en el primer viaje, remi-
ten insistentemente al pasado en el segundo (“¿A dónde vas?”, pregunta Madeleine;
Scottie responde: “Aún debo hacer una última cosa… y me veré libre del pasado”), lo
hacen gravitar sobre el presente. Cuarta y última divergencia: ligera variación en el
montaje de los planos que apunta el desliz de punto de vista que tiene lugar entre las
dos mitades del film. Reproduzcamos el découpage del primero:
8. Como 4. 9. Como 7.
Foto 5
Robin Wood
A propósito de Vértigo quiero examinar las primeras cuatro secuencias (que culminan
en la presentación de Madeleine) bastante detalladamente, como base a una lectura
psicoanalítica (y política) de la película que desarrollaré a continuación.
La secuencia inicial (la persecución, la caída) es una de las más sucintas y abstractas
que Hitchcock nos ha ofrecido: es además un montaje característicamente fragmen-
tado, precisando 25 planos. La abstracción queda establecida en la primera imagen:
una barra metálica contra un fondo borroso, que una mano agarra de repente. Luego,
la cámara retrocede, el fondo se convierte en un paisaje de San Francisco y tres hom-
bres trepan, por encima del peldaño más alto, persiguiéndose por los tejados. Sólo re-
cibimos la información narrativa más mínima: el segundo hombre es un policía, así
que el primero tiene que ser un criminal; el tercero es James Stewart, claramente el
protagonista masculino. Está conectado con el policía por ser un perseguidor, pero
conectado con el criminal por ir vestido de paisano (nada nos indica en ese momento
que también es un policía: podría ser un periodista, o simplemente un ciudadano con-
cienzudo). Los primeros tres planos acentúan con fuerza la estructura de tres perso-
najes: 1) Cada uno a su vez se encarama por encima de la barra; 2) un plano
extremadamente largo contiene simultáneamente a los tres dentro del encuadre; 3)
cada uno a su vez salta a otro tejado (Hitchcock corta antes de que veamos cómo cae
Stewart y agarra la canal, una acción que vemos en los planos 4 y 5).
En este momento comienza una pauta alternante –un método de estructura favorito
del Hitchcock maduro, el primero de muchos en la película- que se prolonga casi in-
interrumpidamente hasta el final de la secuencia: una serie de nueve planos, todos
planos medios, tomados desde una posición de cámara idéntica, de Stewart suspen-
dido (números 6, 8, 10, 12, 14, 16; luego 21, 23, 25); una serie alternante ligera-
mente menos consecuente de seis planos mostrando el punto de vista de Stewart
(números 9, 13, 15, 17; luego 22, 24: aunque 15 –el policía alargando la mano -es
ambiguo, ya que la posición de la cámara es inexacta.) Esta segunda serie, incluye por
supuesto, el famoso plano del “vértigo” (nº 9) con el simultáneo travelling hacia atrás
/ zoom hacia delante, un efecto que más tarde se repite en las dos secuencias de la
torre, en el centro y al final de la película. La interrupción, alrededor de la que gira la
secuencia, nos ofrece los intentos del policía de salvar a Stewart (con el único diálogo
de la escena: “Deme su mano”) y el comienzo de su caída (números 18, 19, 20); en
ese punto, la alternancia que se ha salido del ritmo se reanuda.
La segunda secuencia (el apartamento de Midge) ofrece un ejemplo, incluso más ex-
tremo, de los principios hitchcockianos de fragmentación y alternancia: más extremo
porque la “acción” (principalmente, una extensa conversación) se podría haber fil-
mado con facilidad en una única toma (exceptuando un “inserto subjetivo”). Hitchcock
la divide en 62 planos, en sólo cinco de los cuales los dos personajes coinciden en el
encuadre. Toda la escena está construida en series alternantes que sólo se rompen
en determinados momentos privilegiados: Midge / Scottie, espacio femenino / espa-
cio masculino, cada espacio definido por el encuadre y por su propio objeto signifi-
cante (el sostén modelo, el bastón de Scottie) destacado a lo largo de cada serie.
hombre para mí, Johnny-O”.) Los primeros planos acentúan la naturaleza confusa y
enigmática de las miradas
que lanza a Scottie: sugieren una insuficiencia en él, la imposibilidad de una relación
madura, cuya naturaleza queda sin formular.
En este momento se vuelve posible juntar todos los hilos, pero para hacerlo es nece-
sario volver a hacer una breve digresión sobre teoría psicoanalítica para considerar la
naturaleza del deseo y como se constituye en la cultura patriarcal. El primer objeto de
amor, prototipo de todos los objetos de amor subsiguientes, es el pecho de la madre,
que tradicionalmente se le daba al niño inmediatamente después de nacer. El niño
nace bajo el poder total del principio del placer (que Freud asocia con el “ello”): el niño
no tiene el sentido de la otredad, no siente a la madre como persona independiente;
tiene la expectación de una gratificación instantánea, total, siempre disponible. Ese
“deseo original” innato (quiero que el término a la vez evoque y oponga la interpreta-
ción católica familiar de Hitchcock en relación con el pecado original) inmediatamente
entra en conflicto con el principio de la realidad y tiene que aprender a modificarse para
acomodarse a los hechos de la existencia, pero sigue siendo la base sobre la que se
Tristán e Isolda
más perversas (y más “románticas”) del cine –tan perversa que no se podía filmar-
es la escena implicada después de que Scottie lleve a su casa a Madeleine, tras arro-
jarse ésta a la Bahía de San Francisco: desviste a la mujer a la que ama creyendo que
está inconsciente, mientras que ella finge estar inconsciente. El enamorado román-
tico no puede acercarse más a la unión física sin sacrificar nada de su fantasía. El cri-
men imperdonable de Judy no es haber sido cómplice de un asesinato, ni siquiera la
doblez: es el hecho de no ser “realmente” Madeleine.
Según afirma Duncan (2), Hitchcock fue fiel a este principio durante toda su carrera,
el director consiguió la confianza de los críticos de cine y los invitó en diversas oca-
siones a cenar, concedió entrevistas y escribió más de 60 artículos para publicaciones
cinematográficas e informativas. Esta promoción le llevó a convertirse en uno de los
cineastas más conocidos de su generación.
ESTRENO DE VÉRTIGO
Comas (8) destaca el contraste que se produce entre el entusiasmo que despierta
Vértigo en la actualidad con la crítica, mayoritariamente negativa, de su estreno. A
continuación, presentamos un conjunto de referencias críticas del estreno de la pelí-
cula. (9) Las críticas negativas se centraron en la trama, el ritmo, el propio director
o el resultado final. El crítico de Variety opinaba que “incluso esa maestría no es su-
ficiente para superar una falta importante, la primera hora es demasiado lenta y de-
masiado larga (…) De entre los muertos dura más de dos horas y uno se pregunta si
debería dedicarse tanto tiempo a lo que básicamente es sólo una película psicológica
de misterio”. La prensa diaria de Los Angeles consideraba, en términos generales:
“Vértigo provoca lo mismo al espectador”. Saturday Evening Post juzgó la película con
la siguiente opinión: “Los ocasionales estallidos de estrepitosa acción, la prestidigita-
ción cinematográfica y el inventivo uso del color no son capaces de mantener el inte-
Algunos habían considerado que apenas podían creer que Hitchcock pretendiese es-
trenarla. (11) Probablemente, una de las causas del rechazo producido en Vértigo sea
que dentro de la sociedad bien pensante de los años 50 les parecía que en el film se
daban circunstancias extrañas. (12) Según expone José Luis Castro (13), haciendo
alusión a E. Kapsis, la audiencia de Hitchcock no estaba preparada para recibir un
filme tan contemplativo y oscuro. La ruptura de las expectativas del público vino dada
en buena medida por una fuerte campaña publicitaria que se había apoyado en los ac-
tores y los paisajes.
José Luis Castro (14) afirma que frente a lo que tradicionalmente se ha asegurado la
recepción crítica americana de Vértigo no fue unánimemente negativa, ya que las cró-
nicas y reseñas de los diarios de gran tirada fueron casi siempre positivas. Penélope
Houston (15) en Sight and Sound destacó que nunca se había conseguido una pelí-
cula tan llena de suspense con tan buenos resultados. Pero sobretodo, las críticas po-
sitivas se centraron en el carácter romántico de la trama, como es el caso de Ruth
Waterbury de Los Angeles Examiner que opinaba que “quizá puede provocar vértigos
o vahidos al espectador, pero seguramente no le aburrirá, si le gusta excitación, ac-
ción, romance, glamour y una historia de amor loco”. The Hollywood Reporter consi-
deró al film como “una de las más fascinantes historias de amor jamás filmadas”.
En su primer lanzamiento, Vértigo puede considerarse que ni fue un éxito pero tam-
poco fue un fracaso (en palabras de Ángel Comas) recaudó 3,2 millones de dólares
Xavier Pérez (31) a través del suspense popularizado por Hitchcock, realiza todo un
recorrido por la historia del cine en su estudio donde explica como este recurso na-
rrativo capta la atención del público.
Poco tiempo después del estreno de Vértigo, empezó a considerarse a Alfred Hitch-
cock como uno de los grandes autores del cine, esto se inició en Francia con la publi-
cación del libro de Claude Chabrol y Eric Rohmer que finaliza con el film anterior a
Vértigo, Falso culpable (The wrong man, 1957).
Sydney Gottlieb (36) en su libro Hitchcock por Hitchcock recoge toda una serie de
textos inéditos del cineasta. Realiza una crítica al trabajo de Truffaut ya que considera
que el estudio sobre las entrevistas concedidas no acaba con su “hitchbook”. Además
también presenta una crítica negativa por lo que respecta a la estructura de la obra,
defendiendo que es más clarificadora al presentarla siguiendo un criterio temático.
REAPARICIÓN DE VÉRTIGO
Fue muy difícil de ver durante años por decisión del propio Alfred Hitchcock (el direc-
tor recupera en 1967 los negativos de sus filmes producidos por Paramount y las úl-
timas copias de explotación se retiran definitivamente en 1971) a lo que se añadió los
problemas de derechos tras su muerte. La película se reestrenó durante el ciclo Lo
esencial de Hitchcock, distribuido por Universal Pictures (MCA). Este reestreno, supuso
la posibilidad de acceso a toda una nueva generación de analistas y estudiantes uni-
versitarios de cine, además su lanzamiento en video generó un aumento considera-
ble de estudios y su definitiva conversión en un auténtico film canon, desde las
perspectivas cinéfilas y académicas. (38)
En 1996, Vértigo volvió a proyectarse en los cines en una versión restaurada, con su
presentación en el New York Film Festival. A pesar de que la Academia de Hollywood
sólo la distinguió con una nominación a la mejor dirección artística, en esos momen-
tos las críticas diferían considerablemente a las de su estreno y fueron unánimemente
favorables, considerándola como una obra maestra y una gran mayoría de los críti-
cos la definió como la película más autobiográfica de Hitchcock. (39)
José Luis Castro, (42) realiza un estado de la cuestión al respecto y ofrece otros datos,
señalando que aunque algunos investigadores consideran que el segundo final no fue
utilizado, él se basa en el estudio de Miguel Marías publicado en 1968 donde ya se ci-
taba esta doble versión. Y según Víctor Erice, en conversación con Hitchcock, el autor
recordaba haber visto ese final en el VI Festival de San Sebastián. Castro considera
que esa secuencia no fue dirigida por Hitchcock pero sin embargo aceptó su inclusión
para las copias de algunos países extranjeros.
Ramón Redondo (48) ofrecía una visión crítica sobre como a la muerte del director
aparecieron todo una serie de oportunistas que empezaron a publicar biografías de Al-
fred Hitchcock. Miguel Marías (49) resalta la cuestión de que hasta ese momento no
se podía admitir de forma generalizada que Vértigo es una obra maestra del cine ya
que la crítica, como hemos podido observar a lo largo del artículo, no siempre fue tan
positiva para el film.
José Luis Castro (50) define a Vértigo como la “película mítica, obra maestra del
maestro Hitchcock”. Guillermo Cabrera (51) consideró que “Alfred Hitchcock hizo bue-
nos films a los 34 años, a los 45 hizo grandes films, a los 55 hizo obras maestras, casi
a los sesenta ha hecho una obra maestra entre las obras maestras, Vértigo” y Enri-
que Alberich (52) destacó que “Vértigo no es únicamente bella. Es sublime.”
Imagen 1: VV.AA, “Kim Novak, la estrella que quiere ser gran actriz” en Primer Plano, Núm. 320, 1 de Julio de 1958. Pág. s.n.
Imagen 2: VV.AA, “Los premios del festival” en Primer Plano, Núm. 323, 3 de Agosto de 1958. Pág. s.n.
Imagen 3: VV.AA, “Festival en imágenes” en Primer Plano, Núm. 322, 20 de Julio de 1958. Pág. s.n.
Imagen 4: GARCÍA, Pio, “Ha terminado el VI Festival del cine de San Sebastián” en Primer Plano, Núm. 323, 3.8.1958. Pág. s.n.
NOTAS
tara, y su antológico uso del color, debido tanto a Hitchcock como a sus excepciona-
les colaboradores Robert Burks (en la fotografía) y Richard Mueller (como asesor de
color), permiten aproximarse al film en términos puramente estéticos, a la par que
crean sugerentes asociaciones, ideas y evocaciones, por otra parte, la película des-
arrolla un enriquecedor diálogo entre pintura y cine, y el mismo hecho pictórico apunta
con singular destreza a la entraña más íntima del film.
Trías señalaba en Lo bello y lo siniestro que, cuando Scottie (James Stewart) sigue a
Madeleine (Kim Novak), desfila ante él una sucesión de cuadros. Estas imágenes, es-
táticas y cuidadosamente elaboradas, compositiva y cromáticamente, que se ofrecen
a la visión del acrófobo, poseen una cualidad eminentemente pictórica que está sa-
biamente ausente de los planos de las tres primeras secuencias del film… y a los mi
mos efectos, casi totalmente de la parte final correspondiente a Judy. Ahora bien, en la
tercera secuencia, la entrevista de Scottie con Gavin Elster en el despacho de este úl-
timo, ya se anuncia el carácter de lo que ha de seguir, no tanto por la composición de
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Yellow, Red and Blue, Wassily Kandinsky
Tras esta digresión colorística, volvamos a Ernie’s para seguir con nuestro hilo. Ahora
que Scottie ya ha sido embrujado por la visión de la mujer, los designios de Elster y
los de Hitchcock van a ubicarla en entornos de belleza cotejable y, en apuesta deci-
didamente romántica, de atmósfera misteriosa, cuyas referencias compositivas, con
la importante complicidad de Burks, son precisamente los grandes paisajistas de la
pintura romántica y posterior (Friedrich, Innes, Corot…), aunque la elaboración cro-
mática, como no podía ser menos con el concurso de Mueller, esté más próxima en
ocasiones a ciertas tendencias postimpresionistas. Este último es el caso de la “pin-
tura” inaugural de una serie que va a ofrecerse a los ojos de Scottie, enclavada al co-
mienzo de su seguimiento de Madeleine, cuando el hombre la contempla en la
floristería comprando un ramillete. Hitchcock prepara la escena con gran sabiduría,
pues hace entrar a Madeleine por la puerta trasera del comercio, ubicada en un en-
torno, tanto exterior como interior, ocre y apagado, de manera que cuando Scottie
descubre a dónde ha ido realmente Madeleine, una cortinilla de apertura provoca una
exuberante explosión de color, servida por Mueller mediante una vivaz composición
(pariente cercana de las del primer Kandinsky) basada en rojos y amarillos (uno más,
junto al blanco y el gris, de los colores significativos de la película) y aderezada con
El siguiente cuadro es más bien una sucesión de ellos que, aunque todavía no explicita
el deseo de Scottie de atravesar el lienzo, sí revela su anhelo de aproximarse, de tocar,
a la mujer deseada. Nos referimos a los distintos tableaux de Madeleine en el cemente-
rio donde está enterrada su supuesta antepasada. Aquí, sin embargo, Hitchcock con-
trapone cierta idea de la profundidad más típica del cine con la llaneza propia de la
pintura, pues Scottie va aproximándose a Madeleine, provocando la aparición de diver-
sos cuadros bajo la forma de contraplanos que van menguando la escala sobre la mujer,
desde un gran plano general eminentemente paisajístico hasta el plano medio donde la
esquiva se ofrece a los ojos del hombre en un nuevo perfil a la renacentista. La contra-
posición entre el desplazamiento tridimensional de Scottie y la sugerencia de la presen-
cia bidimensional de la mujer se subraya sutilmente mediante una flagrante abolición de
las leyes perspectivas reales, pues de principio a fin, independientemente de su posición
respecto de Scottie, la mujer mira hacia la derecha de cuadro. Esto coadyuva a la sen-
sación de pose, de figura, que desprende la peregrina, como si todos los contraplanos
falsamente subjetivos de Scottie se redujeran a una única composición de la que se
ofrecieran variantes (4). Aparte, la escena es bellísima por su ritmo, sostenido como un
largo musical, por la delicadeza de las elaboradas composiciones y, claro está, por la in-
Tras este movimiento abiertamente poético, la pintura que sigue se aparece más con-
cisa y económica, e ilustra por primera vez el deseo de Scottie de adentrarse y poblar
ese universo ideal. Se trata del aparente plano de situación del museo de Bellas Artes
de San Francisco, de nuevo dominado por tonalidades verdes, plano en el que Scottie
entra ipso facto físicamente, pasando a formar parte del cuadro propuesto (6). No
obstante, este hecho ha de leerse como un deseo, no como una realización, pues aun-
que el hombre anhelante, en el interior del museo, llega a compartir “cuadro” con su
amada, por primera vez regidos por las mismas leyes perspectivas (que no se com-
partían en el plano del espejo de la floristería), la separación entre los dos es patente
por la profundidad de campo y porque Madeleine queda reencuadrada por las colum-
nas de entrada a la sala, mientras Scottie permanece fuera, en la penumbra, obser-
vante. La distancia se subraya en la continuación de esta famosa escena clave, donde
la pintura deja de ser metafórica, para afirmarse como real y literal: estamos en un
museo, el objeto frente a nosotros es un cuadro. Tras entrar en la sala donde Made-
leine está ensimismada, el detective enamorado relaciona partes del atuendo de la
mujer con las del cuadro de su antepasada: el ramillete, el moño. Si la cámara subje-
tiva obedece más a los deseos que a la percepción del hombre, el momento no puede
ser más explícito, pues la grúa de Hitchcock va desde las partes de la mujer hasta to-
parse con las correspondientes del cuadro: movimiento hacia delante, por tanto, deseo
de penetración en el universo que obsesiona a la amada, en la tela, no carente, claro
está, de connotaciones sexuales. Ahora bien, resulta que la percepción de la realidad
acaba remitiéndose a la de lo pintado: ejercicio peligroso, pues, como apuntaron Com-
pany y Sánchez-Biosca (7), lo que conlleva es la incapacidad de interpretar dicha re-
alidad, pues la pintura, al contrario que ella, no es tri, sino bidimensional. Es hora de
decir que, aunque sólo fuera por los adherentes mecanismos de identificación que des-
pliega Hitchcock, Scottie dobla al espectador y, por lo tanto, su anhelo por atravesar
el lienzo es equivalente al deseo del público por atravesar la pantalla de la película:
ambos desean introducirse en universos míticos más sabiamente articulados y bella-
mente dispuestos que su correspondiente realidad, más proclives por tanto, siquiera
sublimación mediante, a la consecución del deseo. Ahora bien, Hitchcock, con toda
sinceridad, no ocultará la otra cara de la moneda: estos universos ideales resultan ser
ficticios y falaces, y si empobrecen, por simplificación, la realidad, aún peor, nos des-
carrían para comprenderla y valorarla adecuadamente.
Para finalizar la primera serie, Hitchcock y Burks nos reservan un tenebroso caserón
a la Hopper en el que Madeleine entra. Aparte de redundar en la neblina verdosa do-
minante en esta parte de la película, este segmento aporta una novedad importante,
tanto más como que a ella se hará referencia en más de un momento del movimiento
Tras esta primera tanda de pinturas, Hitchcock ofrece una tregua y una recapitulación
sobre lo contemplado, en la que Scottie vuelve a visitar a su amiga Midge y gracias a
ella y a un nuevo encuentro con Elster recaba información que dota de cierto sentido
a los cuadros que han desfilado ante él. Dicha información va a capacitar al detective
para amueblar con ideas el ambiguo universo por donde deambula Madeleine… para
dar un nuevo paso hacia el interior del lienzo. Al día siguiente Scottie efectúa otro se-
guimiento sobre la fugaz rubia y vuelve a repetirse el lugar del museo, donde los dos
transitan por un mismo cuadro, del pórtico del edificio, si bien consecutiva y no si-
multáneamente. Y justo después, se introduce una nueva pintura en la serie: nos re-
ferimos, por descontado, a la legendaria imagen de Madeleine paseando bajo el
Golden Gate. Aparte de incidir en la idea de la pasión soliviantada en el hombre, gra-
cias a la amplia mancha roja del puente (relacionada con las paredes escarlata de Er-
nie’s, la bata que poco después lucirá Madeleine y la puerta de entrada al apartamento
de Scottie, pero también, en otro sentido, con algunas flores del cementerio o con las
que forman un tapiz bajo las secuoyas), esta pintura va a introducir una novedad sus-
tancial: cuando Madeleine se arroje a la bahía, Scottie, al lanzarse a salvarla, se in-
troducirá impetuosamente en el cuadro, de manera mucho más contundente a como
hacía con aquél primero del museo, casi podríamos decir que, ahora, irreversible. Así,
por primera vez, pasará a formar parte del universo poético que se despliega ante él
es notable que esta nueva pintura abandone los modelos románticos e impresionis-
tas y los filtros fotográficos de atmósfera misteriosa que eran la tónica de las ante-
riores, para concentrarse en una iluminación solar y agresiva y en la mera geometría,
tanto a la manera cubista (la nave rectangular de la iglesia, el bloque monolítico de
la torre, abrumadoramente presente, seccionando el encuadre en vertical por la
mitad) como a la de Mondrian (los centros de atención son minúsculos en relación al
tamaño total del lienzo, separados por recias líneas y en celdas aisladas). Y final y más
significativamente para nuestros objetivos, no deja de ser revelador que la huida de
Scottie sea desapareciendo tras los muros de la iglesia y no, como podría haberse es-
perado, saliendo del cuadro por uno de sus límites. ¿A qué se debe esta opción? Sen-
cillamente, a que nuestro hombre ha conseguido introducirse en el lienzo, sí, ese
mundo plano donde, por relación a la llamada realidad, se pierde un grado de liber-
tad (esa libertad a la que se hace referencia en el film en momentos cruciales), pero
con tanto éxito, que ya se verá incapacitado para salir de él, que la traumática muerte
de la mujer amada lo enredará en una maraña de recuerdo, culpa y nostalgia. En re-
sumidas cuentas, Scottie ya no escapará de la pintura, vivirá ajeno al mundo de los
demás, prisionero en el universo que con tanto ahínco luchó por hollar y que tan ar-
teramente burló sus esperanzas… Al menos no escapará de momento.
Mario Vitale
No puedo compartir semejante opinión sobre la obra de Capra, Cukor y Ford, pero sí
comprender por qué se expresa. Si al igual que Hitchcock, Ford tiene una impresio
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Centauros del desierto, John Ford, 1956
nante cordillera de obras maestras, ¿por qué Centauros del desierto? Comparte con
Vértigo la emoción, el dolor, la búsqueda, el rescate, en definitiva, la locura. Tanto Vér-
tigo como Centauros del desierto son progresivas incursiones en la locura, atormen-
tados viajes interiores que no encontramos en sublimes obras como Fort Apache
(1948) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance,
1962), aunque sí en Siete mujeres (Seven Women, 1966), pero de otra índole (2). Y
lo mismo vale para La ventana indiscreta o Falso culpable (The Wrong Man, 1956),
aunque ésta sí indaga en la locura, pero también en otra dirección –como veremos
más adelante, lo mismo que Psicosis y Los pájaros. Cuando al final de Vértigo y Cen-
tauros del desierto, Scottie alza los brazos y Ethan los recoge (gestos que se clavan
en la mirada del espectador y que son soberbios apuntes tanto de dirección como de
interpretación, como la sentida evocación de Harry Carey por parte de John Wayne),
cuando respectivamente los encogían y alzaban a lo largo de toda la película, el es-
pectador tiene plena conciencia de que esa obsesión ha terminado, pero no su vaga-
bundeo. Ambos personajes, incurables solitarios, desconfiados y egoístas, reciben
apoyo de incómodos colaboradores que no les entienden (los personajes de Barbara
Bel Geddes y Jeffrey Hunter) y nutren su búsqueda y rescate –de los indios, de la fa-
talidad o de la muerte- con un febril traspaso de posesiones imposibles (los persona-
jes de Martha/Debbie en Centauros del desierto, y los de Madeleine/Judy en Vértigo).
El Mal recibe en ambas un desdoblamiento curioso: Ethan, como se ha dicho infini-
dad de veces, es el reflejo y prolongación de Scar, su odiado enemigo, pero su rela-
ción es claramente simbiótica, abasteciéndose mutuamente de la fortaleza del otro y
del afán que ambos tienen de poseer y conquistar, compartido con la necesidad que
experimentan de replegarse (Scar por ser indio, Ethan por haber perdido la guerra y
carecer de ataduras). Por su parte, el Mal de Vértigo está teóricamente personificado
en Gavin Elster, pero el espectador, sobre todo a partir de una segunda visión de la
película, lo percibe como un demiurgo que se sirve de la(s) debilidad(es) de Scottie:
el vértigo, por supuesto, pero también su carácter ensimismado y taciturno o, en de-
finitiva, su soledad. Y aquí entraríamos en otro tema que me atrevo a considerar in-
augural: si la soledad de sus personajes y su complejo itinerario han calado tanto en
Sábotaje, Alfred Hitchcock, 1942 se padece, por ejemplo, al encontrarse a gran al-
tura o asomarse a un precipicio, o después de dar
vueltas. Marearse.” (4) Pero semejante término
tiene más alcance, sobre todo cuando, convenien-
temente trasladado a una imagen, es capaz de so-
brepasar y transmitir al espectador significados y
sensaciones que trascienden esa idea inicial de
caída al vacío. El diccionario sigue diciendo sobre
vértigo: “Esa misma sensación motivada por causa
interna, que acaba a veces en desmayo. Mareo.”
No es muy difícil acordarse al respecto de títulos
como Encadenados, Falso culpable y El hombre
que sabía demasiado (The Man Who Knew Too
Encadenados, Alfred Hitchcock, 1946 Much, 1956). Si continuamos leyendo, una tercera
acepción dice: “Se aplica a una actividad extraor-
dinaria que se despliega por alguien o en algún
sitio.” ¿Por qué no pensar en La sombra de una
duda (Shadow of a Doubt, 1943)? Pero todavía es-
pecifica más el diccionario cuando añade por
cuarta vez: “Actividad intensísima de cierta clase
en que alguien se sume o por la que es arrastrado.”
Aquí podemos englobar, y para no repetir títulos
citados, a Los pájaros, Cortina rasgada (Torn Cur-
tain, 1966) y Topaz (1969). ¿Por qué no pensar en
Naúfragos (Lifeboat, 1943) o Frenesí (Frenzy,
1972), para ilustrar el quinto significado: “Pérdida
momentánea del dominio de sí mismo, que puede
Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock, 1959
conducir a un acto de violencia. Arrebato.”? Y al fin,
un último significado: “Mareo producido por una
impresión muy fuerte.” A destacar cintas como
Marnie, la ladrona (Marnie, 1964) o Extraños en un
tren.
Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957 Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957
tagonista, articulando la película como una verdadera road movie circular: las calles
de San Francisco y sus alrededores (los bosques y la misión española de San Juan
Bautista). Esta idea de itinerario está plasmada, por supuesto, por la presencia de los
coches de Scottie y Madeleine, en la primera parte, y por el de Scottie en la segunda.
Pero antes de comenzar una y otra Hitchcock impone inequívocamente la presencia
de la ciudad donde esos itinerarios se van a desarrollar: una enorme panorámica noc-
turna de izquierda a derecha, realizada encima de las azoteas, muestra una persecu-
ción donde se ven implicadas tres personas, pero también permite apreciar la bahía
de San Francisco y el famoso Golden Gate, donde más tarde se desarrollará una im-
portante secuencia. El comienzo de la segunda parte se abre con otra panorámica de
signo opuesto, diurna y de derecha a izquierda, mostrando parte de la ciudad, con la
bahía al fondo. Hitchcock tendía a utilizar los aspectos más conocidos de los entornos
donde situaba sus tramas: la Estatua de la Libertad (Sabotaje), el Monte Rushmore
(Con la muerte en los talones), el Tower Bridge londinense (Frenesí). Vértigo no es
una excepción, y ya desde el principio la identificación con la ciudad es total. La ori-
ginalidad por tanto no reside en su identificación, sino en su asociación con la trama.
En el grupo de películas que Hitchcock hizo con James Stewart (9) la ciudad como es-
cenario juega un papel muy interesante. Dos de ellas, La soga (Rope, 1948) y La ven-
tana indiscreta transcurren completamente en interiores, lo que relega a la ciudad a
ser una silueta, un eco o un trozo de esquina como mucho. En ésta última, los res-
coldos de la vida urbana se miniaturizan en los integrantes de la colmena que L. B.
Jefferies (James Stewart) espía tranquilamente desde su ventana trasera, como se-
ñala el título original de la película (10). La soga supuso un experimento que agradó
mucho a Hitchcock: la filmación en un solo plano conllevó un desafío técnico impre-
sionante, a la vez que confería a la minúscula trama el grado de abstracción necesa-
La soga, Alfred Hitchcock, 1948 cuatro películas están unidas argumentalmente por
un importante detalle: la trama se construye y
desarrolla en torno a una desaparición: un
alumno/amigo/novio en La soga, una vecina en La
ventana indiscreta, un hijo en El hombre que sabía
demasiado y la menos asumida y más desespe-
rada, la de Madeleine en Vértigo. Consecuente-
mente, La soga y La ventana indiscreta son relatos
sobre el desenmascaramiento y la apariencia,
mientras que las otras dos implican trayectorias,
desplazamientos, de muy diversa índole. Y es ahí
donde reside la originalidad de Vértigo. Londres
aparece en El hombre que sabía demasiado como
La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 una ciudad de tránsito para dos norteamericanos
(el Dr. Benjamin McKenna y su mujer Josephine,
James Stewart y Doris Day) que siguen una pista
que les permita encontrar su hijo secuestrado en
Marrakech. Los desplazamientos e indagaciones
del matrimonio se realizan en taxis donde Hitch-
cock no coloca nunca una cámara subjetiva, pues
lo importante no es el trayecto, sino el objetivo. Y
el objetivo, como es bien sabido, se dilucida en
otro de esos escenarios famosos que Hitchcock uti-
liza a la perfección: Albert Carnegie Hall, donde un
tal Bernard Herrmann dirige una orquesta.
decir, reencuadrada- por la visión de Scottie. La luna delantera del automóvil de Scot-
tie constituye un marco y una pantalla, pues muestra, pero también proyecta una vi-
sión nueva de la ciudad. Esta visión novedosa está magníficamente representada en
la impaciencia de Scottie en uno de los seguimientos que efectúa, al dar varias vuel-
tas por las calles de San Francisco sin saber el destino del coche de Madeleine. La des-
orientación de Madeleine se convierte en desconcierto en Scottie cuando éste
comprueba que Madeleine se dirige a… la casa de Scottie. Cuando Scottie no sigue a
Madeleine, dedica el tiempo a obtener información. Estos desplazamientos, junto con
Midge o para ver a Gavin, permanecen ocultos para el espectador: el restaurante, el
club, la librería, el estudio de Midge están conectados entre sí sin que veamos a Scot-
tie desplazarse, pues su trayectoria, su urbanidad, está completamente asociada a
Madeleine. De este modo, Madeleine otorga un
sesgo especial a la ciudad por donde se mueve,
transmitiéndole esa cualidad fantástica de (re)vivir
del pasado. Y es que, aunque no se mencione
nunca en la película, San Francisco sufrió un de-
vastador terremoto casi cincuenta años antes, el
18 de abril de 1906, lo que le otorga una cualidad
de ciudad fantasma -como lo son Berlín e Hiros-
hima- que le hace erigirse de entre los muertos,
personificando de manera sutil un escenario en-
volvente y quebradizo, donde las famosas calles
empinadas (sólo mostradas con Madeleine, no con
Judy) juegan toda su baza simbólica y metafísica:
es imposible explicar el final de la secuencia arriba
comentada, cuando la larguirucha figura de Scot-
tie sale del coche y se acerca tambaleándose a su
casa, donde se encuentra Madeleine.
Vértigo es, junto con Falso culpable y Frenesí, la película donde la gran ciudad ha te-
nido mayor presencia, trascendiendo el límite, magistralmente expuesto, del análisis
psicológico y social de sus habitantes, que en otras películas servía para dejar en off
el entorno urbano, puesto que éste estaba inoculado en los personajes. ¿Quién se
acuerda de la ciudad de Phoenix, Arizona en Psicosis? ¿Y la de Extraños en un tren?
Y sin embargo, en ambas está transmitida, a través de sus personajes, una casi pal-
pable sensación de asfixia. Otras ciudades, mucho más modestas, sí tuvieron una
presencia destacada en la obra de Hitchcock (La sombra de una duda, que, recorde-
mos, es la primera película de Hitchcok hecha en Norteamérica de tema americano,
o Los pájaros). En otras, sin embargo, el carácter de una ciudad está necesariamente
más fragmentado debido a los vaivenes a los que están sometidos sus protagonistas.
Con la muerte en los talones, Marnie, la ladrona, Cortina rasgada, Topaz. Sabemos
por los colaboradores de Hitchcock, que en su última película, La trama, el realizador
diluyó a propósito la identidad de la ciudad donde las dos parejas intercambiaban
destinos, lo que tiene su lógica, ya que en esta fascinante y divertidísima película se
pueden encontrar varios ecos de otras precedentes.
12. Madeleine repite algunos de estos escenarios, pero hay matices revela-
dores. Hotel: Madeleine entra en uno de ellos, pero no la vemos dentro, por-
que para sorpresa de Scottie y de nosotros, su presencia se desvanece.
Restaurante: vemos a Madeleine en el mismo restaurante al que luego
vuelve Scottie con Judy, pero a diferencia de ésta, que come y observa, ape-
nas percibimos su estancia –en un travelling memorable que la música de
Herrmann hace más conmovedor– antes de que abandone el lugar. Casa de
Scottie: ambas, Madeleine y Judy, se sientan al lado de la chimenea, pero
ésta sólo reproduce el gesto anterior de Madeleine.
Chris Marker
rado alrededor de él (aquel del establo en la Misión Dolores donde él besó por última
vez a una mujer cuyo doble ha creado ahora); entonces, ¿no es ESA escena la metá-
fora para la escena de amor que Hitchcock no puede mostrar? Y si el amor es verda-
deramente la única victoria sobre el tiempo, ¿no es esa escena per se LA escena de
amor? La tercera elipsis, la cual ha sido por mucho tiempo la alegría de los especialis-
tas, la mencionaré por el puro placer de hacerlo. Ocurre mucho antes, en la primera
parte. Hemos visto a Scottie sacar a Madeleine inconsciente de la bahía de San Fran-
cisco (en Fort Point). Funde a negro. Scottie está en su casa, encendiendo un fuego
de chimenea. Como él va a sentarse –la cámara le sigue– mira hacia adelante. La cá-
mara sigue su mirada y termina sobre Madeleine, vista a través de la puerta abierta
del dormitorio, dormida en la cama con una sábana cubriéndola hasta el cuello. Pero
como la cámara se desplaza hacia ella, también registra su ropa y su ropa interior col-
gadas sobre un tendedero en la cocina. El teléfono suena y la despierta. Scottie, que
había entrado en la habitación, sale, cerrando la puerta. Madeleine reaparece vestida
con la bata roja con que a él se le ocurrió haber cubierto de un extremo a otro la cama.
Ninguno de ellos alude al intervalo de tiempo acaecido, aparte de la doble intención en
la réplica de Scottie al día siguiente: «Disfruté, eh...hablando contigo...». Tres esce-
nas, por lo tanto, donde la imaginación se impone sobre la representación; tres mo-
mentos, tres llaves que se convierten en cerraduras, pero que ningún director actual
pensaría en dejarlas fuera. Al contrario, cualquiera las haría lo más evidentemente ex-
plícitas y, por supuesto, banales. Como consecuencia de decir que puede mostrar cual-
quier cosa, el cine ha abandonado su poder sobre la imaginación. Y, como el cine, este
siglo quizás está empezando a pagar un alto precio por su traición a la imaginación o,
más exactamente, a aquellos que todavía tienen una imaginación, por pobre que sea,
se les está haciendo pagar ese precio.
¿Doble intención? Todos los gestos, miradas, frases en Vértigo tienen un doble signi-
ficado. Todo el mundo sabe que es probablemente el único film donde una doble vi-
sión es no solamente aconsejable sino indispensable para releer la primera parte del
film a la luz de la segunda. Cabrera Infante lo llamó «la primera gran película surre-
alista», y si hay un tema presente en la imaginación surrealista (y por eso mismo, en
la literaria), pues ése es seguramente el tema del doble, el Doppelganger (1) (quien
desde el Doctor Jekyll a Kagemusha, desde El prisionero de Zenda a Persona, ha re-
nard Herrman, todo esto no está nada mal. Pero, ¿y si ellos estuvieran mintiéndonos
también? A Resnais
le gustaba decir que nada nos obliga a creer a la heroína de Hiroshima. Ella podría
estar inventando todo lo que dice. Los flash-backs no son las afirmaciones del escri-
tor, sino historias contadas por un personaje. Todo lo que sabemos acerca de Scottie
al principio de la segunda parte es que está en un estado de total catatonia, que él
se encuentra en «algún otro sitio», que esto «podría durar mucho tiempo» (según el
doctor), que amó a una mujer muerta «y todavía la quiere» (según Midge). ¿Es de-
masiado absurdo imaginar que esta agonizante –aunque razonable– y obstinada alma
(«testaruda» dice Gavin), imaginó ese guión excepcional en su totalidad? Este guión
está lleno de increibles coincidencias y maquinaciones, sin embargo, bastante lógicas
como para dirigirle hacia la única conclusión salvatoria: la mujer no está muerta,
¿puedo encontrarla de nuevo?
Hay muchos argumentos a favor de una lectura onírica de la segunda parte de Vér-
tigo. La desaparición de Barbara Bel Geddes (Midge, su amiga y confidente, enamo-
rada secretamente de él) es uno de ellos. Sé muy bien que ella se casó con un rico
tejano, hombre de negocios petrolíferos, mientras tanto, y está preparando una es-
pantosa reaparición como viuda en el clan Ewing; pero incluso así, su desaparición de
Vértigo no tiene paralelismo probable con la economía propia de cadena de montaje
de los guiones de Hollywood. Un personaje importante desaparece a la mitad del film
sin dejar huella –no hay siquiera una alusión a ella en el diálogo posterior– hasta el
final de la segunda parte. En la lectura onírica del film, esta ausencia podría estar
únicamente explicada por su frase a Scottie en el hospital: «Ni siquiera sabes que
estoy aquí...»
En este caso, la segunda parte al completo podría no ser nada más que una fantasía,
revelando por fin el doblez del doble. Fuimos estafados en la creencia de que la pri-
mera parte era la verdad, pero lo dicho era una mentira nacida de una mente per-
versa, así que la segunda parte contenía la verdad. Pero ¿y si la primera parte
realmente fuera la verdad y la segunda el producto de una mente enferma? En ese
supuesto, lo que uno puede encontrar desmesurado y extrañamente expresionista en
las imágenes pesadillescas que preceden a la habitación del hotel no sería otra cosa
que un truco, otra artimaña más, camuflando la fantasía que nos ocupará durante
otra hora con el fin de llevarnos siempre más lejos de la apariencia de realismo. La
única excepción a esto es el momento que ya he mencionado, el cambio de escena-
rio durante el beso. Bajo esta luz, la escena adquiere un nuevo significado: es una
fugaz confesión, un detalle revelador, el parpadeo de un loco con ojos vidriosos, la
clase de mirada fija que a veces traiciona a un enajenado.
Todo ello parece muy razonable así, pero uno debe también regresar a la apariencia
de los hechos, obstinados como son. Hay un aplastante argumento a favor de una in-
terpretación fantasmagórica de la segunda parte. Cuando, tras la transformación y la
alucinación, Madeleine/Judy, con la despreocupación de un cuerpo satisfecho, se pre-
para para cenar y Scottie le pregunta a qué restaurante le gustaría ir, ella inmediata-
mente sugiere Ernie´s. Es el lugar donde se encontraron por primera vez (pero Scottie
no está destinado a saber esto todavía; el descuido de Judy, «es nuestro lugar», es
la primera revelación antes del collar). Entonces van allí sin hacer una reserva. Intenta
hacer esto en San Francisco y sabrás que estás en un sueño.
San Francisco
cuales nos hablan más de nuestro inconsciente que las obras de Lacan? Ni dinero, ni
gloria; más bien otra partida. La posibilidad de jugar de nuevo. «Una segunda opor-
tunidad.» A free replay. Y otra cosa: Madeleine le dice a Scottie que ella consiguió en-
contrar su camino de regreso a la casa «reconociendo la torre Coit» –la torre que
domina las envolventes colinas y cuyo nombre hace reir a los visitantes turistas fran-
ceses– (3). «Bien, es la primera vez que tengo algo que agradecer a la Torre Coit» –
dice Scottie, el displicente sanfranciscano–. Madeleine nunca encontraría su camino
de regreso hoy en día. Los arbustos han crecido en Lombard Street, ocultando todos
los puntos de referencia. La casa misma ha cambiado. Los nuevos propietarios han
conseguido deshacerse de (o el anterior propietario lo hizo) la férrea terraza con su
inscripción china «Twin Happiness». La puerta es todavía roja, pero ahora bendecida
con una información que, a su manera, es un homenaje a Alfred: «Atención: vigilan-
cia contra delitos». Y, desde los peldaños donde Kim Novak y James Stewart se jun-
taron por primera vez, nadie puede ver más la torre «con forma de manguera
contraincendios», ofrecida como un póstumo regalo al cuerpo de bomberos de San
Francisco por una millonaria llamada Lilli Hitchcock Coit...
Obviamente, este texto está dirigido a aquellos que conocen Vértigo de memoria. ¿In-
cluso a aquellos que no se lo merecen en absoluto?
* Hemos decidido dejar el título parcialmente en inglés original, por respetar el espírit
markeriano, quien en otras ocasiones ha utilizado un título en inglés,
así como porque su sentido queda claramente explicado, en todas sus acepciones,
en el penúltimo párrafo del artículo. (Nota de los traductores.)
Olvido Marvao
Me he enterado casualmente, no podría ser de otra forma, que en el sector textil hay
un proceso de hilado de efecto irregular y en el que a base de tejer hilos torcidos
mezclados con otros sin torsión dan como resultado una forma de espiral. Pero el
único hilo no torcido en esta película sería la señorita Marjorie o “Midge”, pretendiente,
eterna enamorada del protagonista masculino, quien le obliga a mantener el único
contacto con la realidad, por eso nuestro misógino y querido director -pueden darse
las dos características juntas, es más, obligatoriamente se dan si hablamos de Hitch-
cock- la dibuja bajita, con gafas e intelectual, los tacones los deja para Madelaine y
Judy que al fin y al cabo alguna vez serán la misma. El deseo con tacones de aguja,
y además negros que supersticiosamente paralizaban a la deliciosa Kim Novak. Mal-
vado y listo como él solo, el gordo consiguió una vez más el efecto deseado.
Si bien la definición matemática o la solución aplicada en las hilaturas puede que nos
alejen demasiado del vértice, podremos recurrir a consultar la acepción que figura en
el diccionario, donde se define al término `vértigo´ como la sensación de inseguridad
y miedo a precipitarse desde una altura o a que pueda precipitarse otra persona. Y
así es como empieza la película, unos barrotes y unas manos que se agarran, para qué
más rodeos. Tras el cameo de Hitchcock, ya puedo estar tranquila y atender a lo im-
portante.
Lo substancial es el deseo. El vértigo que provoca el deseo. La idea inducida por nos-
otros mismos de lo que se desea y cómo se desea. No me mal interpreten, esta es
sólo una visión, una visión no sólo calidoscópica sino con un efecto de travelling hacia
atrás combinado con otro de zoom hacia delante, que por cierto y me atrevo a decirlo,
personalmente nunca me gustó.
El deseo que el marido de Madelaine incentiva de una forma perversa y que llega a
su cenit más rojo en la impresionante danza de miradas que nunca se encuentran en
el Ernie’s, donde aparece por primera vez ella convertida en una figura artificial, fal-
samente fingida, que mientras otros ojos que buscan los suyos, la siguen, la esperan
y casi se rozan, ella también juega esa danza vertiginosa que nos lleva a sentir mucho
más que el comienzo del peligro, la premonición de todo el dolor que él sufrirá en su
búsqueda de una figura de mujer inexistente. Todos deseamos ya a Madelaine. Más
tarde, ella, sentada, de nuevo, en el Museo y la cámara en su nuca, que se mete por
su pelo hasta el mismísimo centro del vértigo, o sea el aparente interior de una falsa
El mago comienza a mostrar puntos de partida en los que están ocultas las claves:
Carlota Valdés, la locura, el extravío y el suicidio. Nos da pistas continuamente en las
que perdernos. Mientras James Stewart tiene que acudir a la realidad, a su amiga
cuerda, con el centro de gravedad muy cercano a la tierra, la necesita para desvelar
la historia de Carlota, aunque yo creo que para nada más, solo para contrarrestar y
poder dar pie a Stewart para que él pueda expresar algunas ideas.
Pero me quedo parada en los ojos azules de John que buscan, quieren encontrar, en-
tender. Es tarde, está perdido en el misterio de ella. Ya desea su obsesión por ella. El
deseo sin obsesión no vale nada.
Y mi sonrisa dice, eres genial querido gordo. Todos deseamos a Madelaine sin remisión.
Y claro, a estas alturas, la seguimos con cautela, miramos con miedo cuando se asoma
al puerto, debajo del Golden Gate y se le levanta la falda en un alarde más de femini-
Tengo miedo.
Aunque será en una de las más extraordinarias escenas de Hichcock, la del café Er-
nie’s donde yo creo que la espiral matemática comienza a tornarse en logarítmica, en
la que nos movemos como en la vida, en una pura metáfora, es el vértigo en sí mismo
el que habita esa espiral, donde percibimos hasta lo que piensan cuando no se ven y
se adivinan. Es una danza sensual donde el deseo nos pone en alerta magistralmente
y esa puesta en escena entre rojos, allí donde la vista busca el verde: allí, allí está,
es ella y su espiral rubia. Perfecta.
El vértigo está realmente en que la mujer amada y deseada es una invención y para
más ironía, muere y no podemos agarrarnos a ella. ¿Miedo?
Pesadillas sobre rojo, ni siquiera Mozart puede salvarle -el maestro de nuevo con sus
ironías-. Vuelve al Ernie’s, la busca, todas las mujeres son ella, todo es ella… y en-
tonces, de nuevo, otro vestido verde, otro hotel, esta vez el Empire, ella en la ven-
tana, Madelaine, la que no se olvida, revive por segunda vez, otra oportunidad que
regresa de entre los muertos, ahora como Judy. La tiene de nuevo y no es ella. La
moldea y en lugar de desnudarla la viste, la transforma, parece que la recupera hasta
que finalmente sale del baño envuelta en una luz irreal, el imprescindible neón verde.
Madelaine por fin ha vuelto. Incalificables ojos con los que él la mira. Y el beso sobre
el verde de fondo.
Eso si que es realmente vacío. Vértigo. Desear a alguien que no existe. Que nunca ha
existido.
Cuántas mujeres y una sola. La suicida del cuadro, la esposa asesinada, la falsa Ma-
delaine, la verdadera Judy. ¿Es imposible atrapar el amor? ¿Cristalizar el deseo?
No encontrar porque no existe la mujer que se desea, pues sólo existe en él. No po-
demos asomarnos al vacío porque cuando se suben las escaleras, siempre se llega a
un punto final tras el que no hay nada, donde ya no es posible aferrarnos a ninguna
certeza, donde todo se desvanece. Mejor el miedo. Agarrarse a la disculpa en forma
de barandilla. No llegar. No asomarse, no dar lugar a ello porque decimos tener vér-
tigo, un gran vértigo sin fin. El que provoca la espiral, esa maldición geométrica de la
que no podemos escapar. El amor.
Howard Hawks
Y ello porque mirar el mundo desde su centro (es decir:
construir un mundo en torno a un centro desde el que
habrá de ser contemplado) es satifacer y borrar -aunque
sólo sea por un instante -esa carencia primaria, esencial,
que alimenta la pulsión escópica.
Alain Resnais de esta pérdida del confort que la repre- Carl Th. Dreyer
sentación clásica le brindara. No se trata
pues de otra cosa que de constatar cómo
aquella ingenua mirada ha conocido,
también en el cine, la experiencia de la
pérdida de su virginidad. Y ello, entre
otras cosas, porque el cine es el lugar
idóneo para trazar las aventuras y des-
venturas de la mirada.
Pero, como se sabe, existen dos historias del cine europeo. Una, la
dominante, la del cine-espectáculo, es la de una pobre y constante
repetición del espectáculo hollywoodense. La otra, a la que acabamos
de aludir tan fugaz como irresponsablemente, está escrita brillante-
mente en los márgenes de la primera y su engarce con las tradiciones
de la vanguardia, a la vez que ha apagado su diálogo con el cine de
Hollywood, la ha conducido por unos caminos casi siempre opuestos
a los del gran espectáculo de masas.
Luis Buñuel
Cantando bajo la lluvia, Stanley Donen, 1952 Fedora, Billy Wilder, 1978
Pensamos por eso más interesante ahora rastrear las huellas de ese desplazamiento
del sujeto con respecto al lugar nuclear que le brindara la representación clásica en el
interior mismo de la historia de Hollywood, es decir, en ese mismo ámbito donde, de
manera casi exclusiva entre las manifestaciones artísticas de nuestro tiempo, el canon
clásico ha conocido su último gran período de esplendor, tanto por la riqueza de tex-
tos que ha generado, como por la dimensión social que su presencia lograra alcanzar.
Cantando bajo la lluvia. He aquí un aparentemente jovial discurso sobre los artefac-
tos de la cinematografía. Una secuencia nos interesa especialmente: aquella en la
que Gene Kelly conduce a la muchacha al interior de un gran plató semivacío para de-
clararle su amor. La sube a una vieja escalera de madera, la ilumina con las luces de
la noche americana y encienden un gran ventilador para que sus cabellos se vean
mecidos por el viento de un atardecer apasionado. Luego la canción y la danza pro-
longarán esta poética estilizada de lo inverosímil. Sin duda: la deconstrucción de la
escenografía en sus artefactos generadores de ilusión se detiene allí donde una de-
terminada plenitud -la del amor, en su absoluta ingenuidad- emerge suturando defi-
nitivamente la ficción (1). Estamos muy lejos, por tanto, de la tortuosa deconstrucción
que en Fedora terminará por abolir incluso la más plena de las evidencias de Holly-
wood, la del primer plano como lugar de reconocimiento del rostro de la estrella, esa
evidencia absoluta que, en su repetición, desafiará al tiempo y evacuará la muerte (2).
Esta primera inflexión posee los ritmos y las cadencias de un período manierista. Junto
a Kelly y Donen, Minnelli, proponiendo un trabajo sobre el color que conduce la pa-
Duelo al sol, King Vidor, 1946 sibilidad de sus enunciados deconstructores. El ar-
tefacto narrativo mantiene su pregnancia y los
dispositivos de identificación atrapan con eficacia
al espectador. Y, sin embargo, el juego de las fisu-
ras se propaga en un trabajo de la puesta en es-
cena que ambigua constantemente la aparente
evidencia del sentido articulado por el relato. Así,
la ausencia de distanciamiento entre el espectador
y la ficción tiene por contrapartida el surgimiento
de otra distancia, sin duda más lábil, pero a la vez
densa en su preciosismo, que se expande en el in-
terior de la representación, una vez que ésta se
desdobla a través de los espejos y de aquellos
Mujeres en Venecia, Joseph L. Mankiewicz, 1967 otros procedimientos de efecto similar.
antigüedades, de cuyos objetos sólo puede identificarse una pequeña armadura pre-
sente en el extremo izquierdo del cuadro, mostrando la comitiva tras unos cristales
fragmentados por delgados listones de madera.
Es necesario decir que esta enigmática tienda no ha aparecido nunca a lo largo del film
ni desempeña en él la menor función narrativa; nunca, por tanto, lograremos siquiera
conocer su fachada. Y, sin embargo, la cámara se ha situado en su interior para frag-
mentar la imagen con los listones de su escaparate, para reencuadrarla (a modo de
pantalla) con el propio marco de ese escaparate y, aún, con los oscuros objetos que
lo pueblan en su parte inferior y en los laterales.
La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947 La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947
La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947 La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947
cuerpo no de una mujer, sino de la mujer: absoluto, perfecto, siempre distante, in-
tangible. La mujer como ese fantasma fascinante y castrador que tan bien describiera
Maupassant y luego -casi un siglo después- estudiara Lacan. Pero, también, un cuerpo
mítico y fantasmático que, en el texto del film, remite a una bien precisa intertex-
tualidad: el cuerpo, siempre inalcanzable, literalmente intangible, eternamente in-
maculado, de la estrella. Es por tanto del espectáculo de Hollywood de lo que aquí se
nos habla.
Y es así como la castración del sujeto, otrora espectador privilegiado, comienza a ha-
cerse presente en el interior de las nuevas representaciones. La pierna enyesada del
mirón de La ventana indiscreta, en torno a la cual se desplaza una especialmente eté-
rea Grace Kelly, es sin duda una de sus más jocosas manifestaciones. otra, esta vez
amarga, casi desesperada, tendrá lugar en Vértigo, donde el cuerpo de La Mujer Es-
trella será objeto de la más rigurosa deconstrucción, hasta ser explicitado como fan-
tasma, es decir, como proyección imaginaria de esa carencia esencial que anida en la
mirada del sujeto.
También aquí el film es absolutamente riguroso en la adopción del punto de vista del
varón protagonista. Todo el artefacto clásico generador de identificación se moviliza
para atrapar al espectador en el interior de ese personaje enamorado de una mujer
evanescente. Y luego, enseguida, un brutal desplazamiento de mirada disocia al es-
pectador del personaje para obligarle a constatar la imposibilidad absoluta de su
deseo: la mujer amada es, literalmente, un fantasma, ni siquiera murió, pues nunca
llegó a existir, nunca fue más que una representación. Pero el film no se detiene aquí:
en un nuevo y sorprendente cambio de registro pasa a adoptar el punto de vista de
la otra mujer, la que entonces encarna al fantasma, para así brindarnos acceso a su
padecimiento cuando es obligada, de nuevo, a repetir una interpretación que, sin em-
bargo, esta vez será ya deficitaria (4).
La otra es aún más notable, pues en ella el propio artefacto cinematográfico es enun-
ciado para disolver toda pretensión de autonomía (de clausura, en suma) del universo
de la ficción. El héroe, por fin aliado con la policía, persigue al espía en el interior de
una sala cinematográfica mientras tiene lugar la proyección de un film. El espacio es-
cogido impone su propia lógica a la cámara, en un juego de campo/contracampo que
combina las imágenes de la pantalla con las del patio de butacas en el que un público
apacible disfruta confortablemente del espectáculo. Es así como la pantalla en la que
se proyecta Sabotaje se constituye en espejo no sólo de sí misma sino también del
Existe, no obstante, un film decisivo a partir del cual, de alguna manera, la escritura
fílmica clásica se vuelve imposible. Este punto de no retorno, respuesta precisa -y no
menos teórica- a los tratados de perspectiva de Leonardo da Vinci es, en nuestra opi-
nión, La ventana indiscreta. La importancia de este film hitchcockiano reside en el
rigor -incluso geométrico- con el que aborda la inscripción en el interior de su repre-
sentación, y desplazándose definitivamente con respecto a él, del sistema espacial
sobre el que se sustentara la representación clásica.
elipsis. Los primeros planos, aun cuando son posibles, se evidencian aún más en su
discontinuidad: precisan, para su realización, de un pesado y grueso teleobjetivo.
Diríase que así Hitchcock nos ofreciera la más meditada y sistemática deconstrucción
de ese sistema de la representación clásica que encontrara su primera cristalización
ejemplar en Griffith y que luego prolongara su reinado durante más de tres décadas.
El que ese mismo sistema de representación sea el empleado por Hitchcock para su
desenmascaramiento no debe llevarnos a equívoco; tal es la regla manierista: per-
vertir, evidenciar el canon clásico desde su mismo interior.
Existe en Hitchcock un plano ejemplar: aquel, en Psicosis, del inmenso ojo de An-
thony Perkins que, iluminado y fascinado por la luz que procede del agujero por el que
espía, contempla a la bella -y, también ella, pecadora- mujer que se desnuda en la ha-
bitación contigua. Ese ojo, que es sin duda el del espectador, se presenta, sin em-
bargo, como lo hiciera la mirada del protagonista de La ventana indiscreta,
perpendicular a nuestra propia mirada. Es difícil una mayor y más explícita enuncia-
ción del desplazamiento del sujeto: nos vemos mirando, y, a la vez, nos vemos mi-
rados pues, en otro nivel del texto (en el narrativo) nos encontramos todavía
identificados con esa mujer amenazada.
Es de la pasión y del riesgo de mirar de lo que aquí se nos habla. Por eso ese ojo re-
cortado por el haz de luz procedente del agujero que su mirada penetra en una de las
imágenes más pregnantes y abstractas que el cine ha conocido. El ojo como abstrac-
ción, suspendido en el acto apasionado y vicioso de la mirada.
XVIII. EPÍLOGO
LA ENFERMEDAD INFANTIL
RENÉ VAUTIER
MICHAEL MANN DEL IZQUIERDISMO
ÉTIENNE DAVODEAU
EN EL CINE
TEXTURAS
Nacho Cagiga
TEXTURAS
Volviendo al film de Lacuesta y Dies, prácticamente nada encontramos de este rastro. Resulta
chocante porque no creo que se pueda entender bien a Marker si esa coordenada de experi-
mentación, propia de lechuza helénica que le caracteriza, se deja de lado. Y, por contra, uno en-
tiende porqué el elemento asiático acaba teniendo tanta importancia, ahora que lo oriental tiene
su boom particular. Que la pobre Grecia haya quedado enterrada bajo las aguas, como la mítica
Atlántida, parece muy acorde con los signos de los tiempos en los que vivimos. El film intenta
pues un retrato de un autor que se encuentra de alguna manera ausente, que da la sensación de
haberse ido de vacaciones dejándoles, en compensación, unos souvenirs de cartas postales, para
que ellos tentaran la realización de su película. En honor a esta ausencia, los cineastas catalanes
han hecho un film de epígonos. Han remontado a Marker para intentar conseguir lo imposible,
una variación markeriana. Evidentemente, no es que no sea posible realizar una variación desde
la obra de Marker, como no lo es, en efecto, considerar el cine markeriano como toda una serie
de variaciones en sí mismo. Pero creo que nos estamos perdiendo algo verdaderamente impor-
tante si nos quedamos aquí, porque la filmografía de Marker tiene un valor más allá de la in-
fluencia recibida, como el cine de Isaki Lacuesta tiene un valor por ser él mismo, más que cuando
mimetiza el estilo de otro. Ya se sabe que a todos nos gusta vampirizar, pero hay que tener la
honestidad como autor para buscar siempre algo nuevo. No me cabe la menor duda que ese há-
TEXTURAS
La perspectiva desde la cual David del Águila nos muestra a José Ángel Valente es telúrica-es-
pacial. La importancia del relato reside en todo momento en el espacio elegido por Valente tras
su regreso a España, tras su paso por Oxford y Ginebra, lugares propios de la Europa sombría,
con la intención de encontrar el paisaje físico de su mundo poético. Éste aparece ante sus ojos,
finalmente, en Almería, en el Cabo de Gata, el desierto de Tabernas, el barrio de La Chanca, y
como último confín del camino, en su casa misma. Todos estos lugares tienen en común la bús-
queda de una luz, que alumbre una realidad bañada por una inquietud mística, en la que la vida
adquiere un poso espiritual que necesita del lenguaje para ser invocado. El documental, otro me-
diometraje, se apoya sabiamente en las entrevistas realizadas a amigos y escritores que le fre-
TEXTURAS
Las sucesivas entrevistas que jalonan el sucinto metraje nos hablan del valor pesonal y artístico
de Valente, pero siempre a partir de su compromiso con el espacio almeriense. Todas ellas nos
retratan cabalmente a uno de los autores más importantes del siglo XX, y junto a sus logros po-
éticos, podemos observar testimonios insólitos, como esas fotografías que lo muestran junto a
su amigo Juan Goytisolo siguiendo los pasos flamencos de una cantaora en La Chanca. Poco a
poco, las palabras de sus amigos van desvelando el valor de su poesía: se habla de su tenden-
cia a lo transcendente, del misticismo, del amor físico a lo telúrico, a la luz, a la labor espiritual
del poeta, a su amor a los libros y a las palabras, su serena y convulsa preocupación ante la
muerte. Pero quizás el elemento que más llama la atención es la radicalidad y el compromiso ante
su propia obra. Todos coinciden que Valente no era un autor mediático, que construyó su obra
en soledad (lo que nunca le apartó de la solidaridad fraternal que lo animaba constantemente),
y que fue celoso de su individualidad creativa, buscando, como dice Goytisolo, aportar algo nuevo
en la tradición lingüística y literaria de la que partía: la lengua española (también la gallega) y
el misticismo tal y como lo concibiera San Juan de la Cruz.
Sin embargo, es con el propio Valente, con su voz, con las fotografías que nos muestran su ima-
gen, con los pequeños documentos fílmicos en que lo vemos reivindicar la poesía como un ejer-
cicio situado más allá de los favores sociales o literarios, con el que el documental toma su
verdadera dimensión. Para ello habrán sido necesario esos planos preciosistas que nos muestran
ese espacio real y poético a un tiempo, y en el que Valente encontró su lugar en el mundo. Tam-
bién los diversos testimonios que nos habrán contado a Valente. Y, por supuesto, una sentida
banda sonora que une la evocadora composición original de Juanma Hidalgo con diversas can-
ciones flamencas compuestas a partir de poemas de Valente, así como con las entrañables voces
de José Sacristán y del propio poeta (sacada de documentos de archivo). Pero todo ello sirve, en
TEXTURAS
A MODO DE CONCLUSIÓN
Mientras que el film sobre Marker falla parcialmente al darnos la tierra en la que hundir las raí-
ces de su obra, la película sobre Valente se hunde hondamente en la tierra que conforma el es-
pacio vital del que Valente hizo brotar su poesía. Esa diferencia capital es la que en verdad
determina el valor de uno y otro documental. Sin embargo, ambas producciones, con sus dife-
rencias, muestran un camino a seguir que espero el cine español no deje de lado una vez más.
Fotos: Chris Marker, José Ángel Valente, Las variaciones Marker, Página web de la productora
29letras, Imagen del libro Para siempre. La sombra, colaboracion de Valente con el fotógrafo Ma-
nuel Falces y Juguetes rotos.
TEXTURAS
Cristina Álvarez
Poner en relación las cuatro obras elegidas para advertir los cruces y paralelismos que surcan a
estos filmes, los ecos temáticos, las rimas estéticas, las reverberaciones formales… es, sin duda,
hablar desde la fascinación pero también desde la convicción de que al mirarse las unas en las
otras las geometrías de Mann se refractan de un modo mucho más revelador.
TEXTURAS
En las escenas iniciales de estos tres filmes podemos sentir una tensión subterránea -operada
desde la propia estructura del guión pero que debe su intesidad a las elecciones de puesta en es-
cena y de montaje- que apunta al carácter decisivo que ostentará el inevitable cruce de trayec-
torias de los dos protagonistas. Vincent Hanna y Neil McCauley son dos héroes prototípicos del
cine de Mann. La personalidad fuerte, independiente, segura, pragmática y obsesiva de todos sus
personajes masculinos es, sin duda, una herencia de la personalidad del propio director. El pro-
fesionalismo es otra de las características que mejor definen a estos personajes y la que marca
su filosofía ante la vida.
En ese sentido es interesante observar como Frank, el protagonista de Ladrón (Thief, 1981) -pri-
mer filme de Mann- prefigura ya al Neil McCauley de Heat. Frank sale de la cárcel con la inten-
ción de llevar una vida normal. Mientras estaba en prisión realizó un collage donde depositó todos
sus sueños pero lo que acabará descubriendo en el transcurso del filme es que la consecución de
todo aquello que desea le convierte en un ser vulnerable. Al final, Frank abandonará a su fami-
lia y quemará sus posesiones. Hay, en esta decisión, algo de la filosofía del samurai expresada
también por boca de Neil McCauley del siguiente modo: “No te ates a nada que no puedas aban-
donar en 30 segundos si ves a la policía a la vuelta de la esquina”. Como sucede, precisamente,
en Le samouraï (1967, Jean Pierre Melville) es cuando este personaje baja la guardia -cuando
desobedece a sus principios profesionales y cede a las implicaciones afectivas- cuando su vida
comienza a tambalearse.
Pero si hay un director al que no podemos dejar de nombrar en relación con Michael Mann ese
es John Ford, quizás su más claro referente. En su artículo sobre Corrupción en Miami José Ma-
nuel López Fernández se refiere del siguiente modo a la última secuencia del filme que se cierra
con la llegada de Sonny al hospital donde permanece ingresada la novia de su compañero:
“Cuando está a punto de atravesar la entrada de servicio del hospital la película termina tan
abruptamente como comenzó. No puedo evitar que tanto esta brillante y seca escena final como
TEXTURAS
La delgada línea que separa los hechos de la leyenda es explorada sutilmente por Mann a partir
de las figuras de Lowell Bergman, productor de 60 minutos -el programa informativo de la CBS
en el que Wigand se dispone a desvelar su información- y Mike Wallace, su popular presentador,
que está a punto de jubilarse y cuando conoce el calado de la noticia que tienen entre manos ex-
clama: “¡Esto es un Pibodie!” (2) pero cuando la dirección de la cadena les prohibe emitir la en-
trevista por razones económicas Wallace, que conoce bien el peso del “print the legend”, se echa
atrás por miedo a pasar a la Historia como el hombre que arruinó a la CBS propiciando que ésta
fuese engullida por una tabacalera.
En El dilema Mann actualiza muchas de las preocupaciones expuestas por Ford en El hombre que
mató a Liberty Valance y determina su vigencia en la era de los mass media y de las grandes cor-
poraciones. El desenlace no puede ser más revelador: pese a que el programa con la entrevista
a Wigand finalmente se emite, Lowell –tal y como hacía Tom Doniphon con Randsom Stoddard-
se lleva a Wallace a un rincón y le comunica que ha decidido dimitir porque “lo que aquí se ha
roto ya no puede ser reconstituido”. Como Ford, Mann dejará que Wallace se una al júbilo del
resto de sus compañeros y cruce esa puerta que se cierra ante el espectador. La cámara seguirá
1. José Manuel López Fernández, “La imagen-sueño digital”, Tren de sombras nº 7, pri-
mavera 2007.
2. Dutton Peabody era el periodista interpretado por Edmond O’Brien de El hombre que
mató a Liberty Valance.
TEXTURAS
En la conversación que policía y ladrón mantienen mientras toman un café ambos se confiesan
sus sueños. Los sueños en los filmes de Mann nos dan una idea mucho más precisa que cualquier
otra sobre el peso de las obsesiones y de los miedos de los protagonistas. McCauley sueña que
se ahoga lo cual significa –como él mismo reconoce- que le falta tiempo; Vincent tiene un sueño
recurrente: “Estoy sentado en una mesa, en un gran banquete, y todas las víctimas de los ase-
sinatos en los que he trabajado están ahí, mirándome con sus ojos negros, porque tuvieron enor-
mes hemorragias por las heridas de la cabeza. Ahí están esos cuerpos hinchados porque los he
encontrado a las dos semanas de la muerte: los vecinos avisaron por el hedor. Y ahí están, sen-
tados a la mesa. No dicen nada, no tienen nada que decir. Sólo nos miramos. Ellos me miran. Y
ya está, ése es el sueño.” Los rostros hinchados de los muertos son una imagen tan poderosa para
Hanna como la familia asesinada en Centauros del desierto debía serlo para Ethan Edwards.
Cuando Hanna encuentre a su hijastra en en la bañera del hotel, desangrándose, Mann filmará
la escena remitiéndose a La Piettà de Miguel Ángel –que aparece al inicio del filme-. Las palabras
de Hanna evocan la desolación por cierta inocencia corrompida que también era uno de los mo-
tores que vertebraban la búsqueda de Ethan Edwards en pos de su sobrina Debbie en el filme de
Ford.
Observador obsesivo y pertinaz, poeta de los paisajes y de la vida posmoderna, experto en tomar
el pulso a los acontecimientos que agitan a la sociedad americana para diseccionar los aires del
tiempo contemporáneo, en Collateral Mann opta por cruzar los destinos de Vincent, un asesino
a sueldo, y Max, un taxista anónimo que sueña con montar su propio negocio de limusinas. Aquí
el protagonismo dual toma tintes mucho más sofisticados y complejos puesto que las fuerzas ya
no se miden entre dos oponentes iguales –como en Heat-, ni la relación entre ellos es producto
de la libertad de elección –como en El Dilema-.
El terreno que pisa Mann en este filme es pues mucho más peligroso y resbaladizo porque su pre-
misa ya restringe las libertades de uno de los protagonistas: Vincent elegirá a Max para que sea
su chófer durante una noche en la que debe cumplir con el encargo de matar a cinco personas,
testigos de la acusación en un importante caso de narcotráfico.
TEXTURAS
Lo que sucede pues cuando una realidad abduce a otra es que la identidad sólida comienza a su-
frir estragos. En una secuencia de Collateral Max que, intentando detener los planes de Vincent,
ha destruido el maletín que contenía la información con los datos de sus víctimas deberá hacerse
pasar por el asesino para recuperarla (dos años y una película más tarde Jamie Foxx volvería a
rodar una escena muy similar). Si en Heat y en El dilema se trataba de imaginarse al otro, de
pensar como el otro para anticiparse a él, en esta escena de Collateral Mann ya insinua la expe-
riencia que se encargará de explorar a fondo en Corrupción en Miami: la de convertirse en otro.
Con muchos guiños al guión de otro filme mítico situado también en Miami, El precio del poder
(Scarface, 1983, Brian De Palma), y filtrando y sometiendo a relectura algunos de sus postula-
dos estéticos que inspiraron también a la célebre serie ochentera, Corrupción en Miami presenta
la trama más densa de toda la filmografía de Mann.
Ricardo Tubbs y Sonny Crocket, los dos policías protagonistas del filme, engrosan la larga lista de
infiltrados que pueblan nuestras pantallas en estos últimos años. Figuras paradigmáticas de esta
época confusa, los infiltrados no solo se mueven en los límites de la legalidad y de la moralidad
sino también –y esto parece ser lo que más interesa a Mann- en los límites de la realidad. Aquí
ya no hay, como en Collateral, un motivo externo que obligue a la conversión y Mann se sumerge
sin coartadas en el vértigo experimentado por aquel que decide caminar en el filo de la navaja.
Mann habla de cómo le sorprendió la afinidad entre las motivaciones del infiltrado y las del actor:
“Conocí a unos tipos que habían estado trabajando de incógnito durante seis, siete, ocho meses.
Era un trabajo realmente duro en el que debían tratar con gente muy peligrosa y les pregunté:
'¿Cual es el verdadero motivo por el que haceis esto? Ganais cien mil dólares al año o sea que
no es por el dinero. Realmente tampoco es por servir y proteger. Por supuesto sois personas con
una moral y todos esos crímenes contra gente inocente os ofenden pero esa no es la verdadera
razón por la que estais en este trabajo'. Y uno de ellos contesta: 'Bueno cuando estoy ahí ha-
blando con un tipo sobre como voy a colocar esta droga aquí y esta otra ahí, y después vamos a
mover la pasta de A a B y de B a C y de C a D y todo termina con el tipo montando un centro co-
mercial en Berlin y sus ojos se iluminan, se lo traga, y yo lo consigo, le marco un tanto... ¡Tío no
TEXTURAS
Pero ¿cómo habita el cine de Mann esa realidad voluble y cómo se mueve en ese terreno de iden-
tidades desdibujadas? Podríamos decir que es fundiéndose con ellas en una carrera donde todo
está en perpétua transformación, donde nada es estable. En sus filmes la cámara parece tener
una subjetividad propia con la que impregna a aquello filmado y el virtuoso diseño de los movi-
mientos marca la cadencia de unas secuencias que son la viva imagen de esa “experiencia total”
(4) de la película hecha viaje.
Como sucede con algunos de los mejores directores actuales, que parecen haber rescatado el
lema homérico según el cual no importa el destino sino el viaje, en el cine de Mann tanto las tran-
siciones introspectivas como los trayectos físicos son momentos particularmente destacables.
Estas desviaciones que puntean incesantemente, y cada vez con más frecuencia, los filmes de
este director son tratadas por Mann mediante una serie de imágenes que favorecen la abstrac-
ción y la hipnosis, convirtiéndose en experiencias estéticas de primer orden.
TEXTURAS
Dante Spinotti, que también había sido el director de fotografía de Heat, realiza en este filme un
complejísimo trabajo con la iluminación sobre colores de tonos metalizados. Usando una gama
de azules asociados a Lowell y otra de verdes para Wigand –imposible no recordar entonces al
Scottie de Vértigo (Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock)-, el filme se convierte en un experimento
sobre las posibilidades dramáticas del color, en un baile visual de una intensidad desatada que
cuenta además con el mejor duo interpretativo de toda la filmografía de Michael Mann. Mención
aparte merece una de las mejores secuencias que ha filmado Mann en toda su trayectoria: la con-
versación telefónica entre Wigand y Lowell, tras la emisión del programa sin la entrevista, en la
que Mann potencia el dramatismo alternando los fondos azules de un cielo y un mar agitados -
en la playa donde Lowell pasa sus vacaciones forzadas- con ese imponente cuadro que preside
la habitación de Wigand y que, convertido en pantalla donde proyecta sus pensamientos, se
anima.
Los cuadros y las fotografías son también elementos importantes en el cine Mann. Hemos hablado
del collage de Ladrón y del cuadro de El dilema pero también cabe referirse a la postal de la
playa con la que Max viaja mentalmente en Collateral y a otro cuadro de generosas dimensio-
nes: el de la habitación de Montoya en Corrupción en Miami que, al ser iluminado por un relám-
pago, parece cobrar vida. La imagen no solo como generadora de vida sino también como filtro
para comprender y relacionarse con el mundo tendrá una importancia vital en el cine de Mann:
las pantallas de El dilema y de Corrupción en Miami así lo corroboran.
Es precisamente esa creencia en la imagen la que hace que Mann construya el plano como un
lienzo cuyo poder icónico y referencial, en ocasiones, parece contener a todo el filme en su inte-
rior. En Heat, por ejemplo, destaca la toma, bañada en una luz azulada, del apartamento vacío
TEXTURAS
Si bien esa virtualidad ha sido siempre un elemento latente en el cine de Mann, algo que hace
que sus filmes se conviertan en experiencias que parten de lo visual para llevarnos mucho más
allá, con Collateral y la filmación en HD se abre para Mann una nueva vía de experimentación.
Es bien sabido que Mann suele reclutar como actores secundarios a verdaderos policías, aboga-
dos y criminales para conseguir esa veracidad que respira su cine. Además suele filmar en los es-
cenarios reales con el consiguiente traslado de todo el equipo y es un ferviente partidario de
poner al alcance de sus actores y de sus técnicos todos los medios posibles para que la simula-
ción se convierta en experiencia. Sus motivaciones para rodar en digital no tienen que ver pues
con razones económicas sino estéticas: “El vídeo digital es un medio mucho más pictórico: pue-
des ver lo que has hecho mientras ruedas porque tienes el producto final en frente tuyo, en un
monitor Sonny de alta definición, así se puede modificar el contraste para cambiar la atmósfera,
añadir color, y hacer todo tipo de cosas que no puedes hacer con la película. El digital no es un
medio para directores que no están interesados en la visualización, que confían en una serie de
convenciones o en postulados estéticos preestablecidos. Pero es perfecto para alguien como David
Fincher o Ridley Scott –directores que previsualizan y saben justo lo que quieren conseguir.” (5)
En su “Historia portátil del cine digital” Cyril Neyrat saluda a Collateral del siguiente modo: “Pri-
mer filme rodado con la cámara Viper de Thompson, Collateral es también el primer gran filme
rodado en HD, el primero en exponer plenamente la singularidad de esta modalidad de la ima-
gen. Michael Mann renueva el thriller hollywoodiense con una nueva cualidad de el ambiente noc-
turno: la ausencia de luz artificial crea una imagen a un tiempo hiperrealista y onírica. Al suprimir
el HD la profundidad de campo, las siluetas y los rostros se recortan sobre paisajes urbanos como
lienzos, planos y siempre limpios. Es la imagen del ser en el mundo contemporáneo: más allá de
toda oposición entre escenario natural y efecto especial, lo auténtico y el artificio, lo verdadero
y lo falso.” (6)
TEXTURAS
La otra cualidad del HD que apunta Neyrat y a la que también hace referencia José Manuel López
Fernández desde el título de su texto sobre Corrupción en Miami -“La imagen-sueño digital”- es
la onírica. Debemos aclarar, sin embargo, que cuando Neyrat habla de supresión de la profundi-
dad de campo se está refiriendo, en realidad, a la supresión de las distancias entre los distintos
elementos que podemos encontrar en el cuadro y no a la falta de nitidez pues ésta es una de las
grandes cualidades de las cámaras HD. Es precisamente esa definición extrema, casi irreal, que
comparten todos los elementos del plano aunque estén situados en distintos niveles la que pro-
voca esa sensación onírica: los fondos se tornan nítidos, los volúmenes se reducen y las figuras
se aplanan y todo ello revierte, obviamente, en la composición del plano.
Esto es algo que podemos apreciar con mucha más claridad en Corrupción en Miami –fotogra-
fiada también por Dion Beebe y rodada con la misma cámara que se usó para Collateral- porque
en las escenas diurnas los fondos tienen una presencia mayor y los planos conjugan figuras y ele-
mentos situados en distintos estratos. Como apunta Àngel Quintana “un análisis sucinto de la
nueva estética de la puesta en escena con las cámaras de HD nos revela que éstas proponen un
retorno a la idea del encuadre y una nueva relación entre el fondo y la figura. Si tomámos, por
ejemplo, los interesantes trabajos llevados a cabo por Michael Mann en Collateral y en Corrup-
ción en Miami veremos que la HD parece hacer real una nueva dimensión del encuadre, con una
nueva poética de los cuerpos y una nueva forma de repensar la figuración.” (8)
Será interesante ver como evolucionan los experimentos de Mann en este campo pues, para al-
guien cuyos filmes expresan con contundencia su renuncia a adherirse a las convenciones del re-
alismo cinematográfico y su apuesta por un tratamiento de la imagen que obedece a una intensa
TEXTURAS
TEXTURAS
Carlos Segura
TEXTURAS
Hablaba de la mansedumbre del director frente a los axiomas del stablishment crítico y acadé-
mico, pero tampoco quiero centrarme en el funcionario vocacional, aquel cuyos films “se sumer-
gen enteramente en la ideología, la expresan, la vehiculan sin distancia ni perversiones; le son
ciegamente fieles y están especialmente ciegos acerca de esa misma fidelidad” (1). Los esclavos
o mercenarios del estudio o del productor de turno, por otra parte la categoría más abundante
de profesionales del medio, no merecen ni una línea. Sus mercancías quedan mejor en cual-
quiera de esos perversos rankings sobre número de espectadores o cifras de recaudación.
Sobre lo que quiero hablar, y de ahí el título, es del director con preocupaciones sociales, deseoso
por aportar el progresismo a su trabajo, para así denunciar el statu quo y ser punta de lanza de
un movimiento ideológico o incluso de cierta transformación social. Lejos de mi intención criticar
la incorporación de un discurso izquierdista al discurso fílmico, en cuyo seno puede suceder casi
cualquier cosa, lo que me irrita es la confusión entre discurso fílmico y el discurso que el direc-
tor pretende imponer a sus imágenes (mera ilustración de éste), forzándolas a significar y atro-
fiando, cuando no olvidando completamente, las posibilidades de la puesta en escena. Y todo
porque se pretende que el compromiso ético y político a nivel de guión, es decir, a nivel de ideas
previas al hecho cinematográfico, es más poderoso que la misma puesta en escena (incluso se
confunde con ésta), y justifica la calidad de una película. ¿Por qué hablar de este supuesto iz-
quierdismo de tesis como una enfermedad del cine, por qué molestarse en ello? Fundamental-
mente, porque no es un tema marginal, al contrario, su filisteísmo reina en los principales canales
de opinión, léase la crítica profesional de periódicos o revistas de cine, y también en lo institu-
cional, donde se premian anualmente este tipo de propuestas. Así, se impone entre el especta-
dor medio la creencia de que la calidad de un film está directamente ligada a la profundidad de
su tema, a su capacidad para despertar conciencias o liberar emociones. Arriesgados, indepen-
dientes, así se nos vende este tipo de películas, y el director habla sobre su voluntad de “de-
nunciar” o “dignificar” ciertos aspectos o colectivos de la vida social. Mera ilusión de un cine
prefabricado, cerrado al mundo, pues “la realidad no contiene su propio conocimiento, su teori-
zación, su verdad, como el fruto el hueso, sino que estos deben ser producidos” (2). ¿Qué po-
demos decir de un cine que no se preocupa por los mecanismos de producción de la ideología que
TEXTURAS
Recordemos las críticas furibundas de la corriente dominante del cine francés en los 50, ante el
surgimiento de la Nouvelle Vague: ni una palabra sobre cine, se criticaba su falta de compromiso
político, su complacencia con la vida burguesa, su ideología de derechas. Sin embargo, los iz-
quierdistas seguían ciegamente la lógica del sistema de representación oficial, sin ambición ni
afán de ruptura que acompañase su supuesta rebeldía política. Desde Positif se habla de que Los
400 golpes es un “ataque contra la escuela laica. (…) Es también un ataque contra los hogares
sin alma y las familias sin Dios”. Ni una palabra sobre cine, solamente una crítica a su tradicio-
nalismo o defensa de lo religioso.
De ahí que los cineastas más puros, los que mejor han entendido el cinematógrafo, hayan sido
religiosos y místicos como Dreyer, Bresson o Tarkovsky, porque para ellos, la realidad espacio-
temporal es un misterio y el cinematógrafo, una forma de registrarlo.
Además, se olvida que el compromiso ético de un film, si se quiere, desde posiciones contrahe-
gemónicas, consiste en que sus imágenes resistan al maremoto de discursos que emanan del
poder, y no en ilustrar con imágenes una denuncia, para eso, se denuncia por escrito y los cos-
3. François Truffaut. Sacha Guitry, cinéaste. Prólogo a Sacha Guitry. Le cinéma et moi,
1977.
TEXTURAS
TEXTURAS
Ramón Alfonso
¿Cuántas películas en poco más de cien años se habrán perdido irremediablemente? ¿Dentro de
la vasta producción realizada durante el periodo mudo, qué porcentaje, en realidad, de films ha
sobrevivido hasta nuestros días? Quizá sería la ocasión perfecta para replantearnos la historia del
cine. Lo sé, todo esto suena un tanto grandilocuente, inclusive absurdo, pero si continuamos con
la hipótesis y por un momento imaginamos que todas las películas que se filmaron desde la época
Lumière (incluso un poco antes, vayamos hasta Edison y otros tantos pioneros), se hubiesen
conservado hasta ahora, mayo de 2008, ¿hasta que punto la historia del cine hoy sería tal y
como la concebimos? ¿A cuántos artistas (intérpretes, cineastas…) descubriríamos? Suponga-
mos ahora que acceder a una distribución cinematográfica relativamente normalizada no fuera
para cineastas que no están dentro de la industria una suerte de milagro imposible de alcanzar;
imaginemos que estos años no fueran tan sumamente
conservadores y los productores se arriesgaran (ahora
podría estar hablando de España, por ejemplo) con otro
tipo de gente, autores que a día de hoy sólo pueden
robar tiempo a su tiempo y realizar un trabajo, en las
peores condiciones, con los peores medios, que en un
porcentaje demasiado elevado jamás abandonará el
anonimato; la cuestión en definitiva es tratar de supo-
ner, abandonando, un ejemplo tan fácil como el de la
supervivencia de tantas películas durante el cine mudo,
lo que sería el cine contemporáneo tal y como lo cono-
cemos si estos autores undergrounds o amateurs, pu-
diesen acceder a los canales de distribución y por tanto
existir.
TEXTURAS
Durante mayo del 68, Philippe Garrel participó en la película colectiva Actua I, que para alguien
como Jean-Luc Godard fue el gran testimonio de aquellos días. El film se perdió y Garrel para fil-
mar a sus amantes regulares en la noche parisina frente las fuerzas antidisturbios, decidió recu-
perar los encuadres, los únicos posibles, que utilizó en aquella película perdida. Por un momento
Les amants réguliers (2005) se transformaba en Actua I, quizá con otros rostros, con otra luz,
pero aquella película de 1968 volvía a existir.
Al igual que Philippe Garrel, su compatriota René Vautier es un completo desconocido para el es-
pectador español, incluso dudo bastante que en Francia lo recuerden, a no ser que alguien to-
davía pueda acordarse de la polémica suscitada por su Afrique 50, film de 1950, prohibido
durante mas de cuarenta años, y que posiblemente sea una de las primeras películas anticolo-
nialistas francesas. Creo que una posible recuperación de René Vautier como cineasta es mucho
mas improbable que la de alguien como Garrel; obviando el alcance, profundidad, lecturas de la
obra de uno y otro; el cine para Vautier nunca ha sido una forma de supervivencia como para Ga-
rrel, en sus planos no observamos el dolor, la sensibilidad que transmiten los del autor de Le
berceau de cristal (1976), para él, el cinematógrafo ha sido
una herramienta política que le ha permitido denunciar el co-
lonialismo, la guerra de Argelia, huelgas de trabajadores,
etc… Vautier no busca una perfección formal, ni artificios, para
él, la cámara es un arma y su mirada para luchar debe estar
despojada de cualquier elemento que le sea ajeno; no se
busca la belleza, sino la utilidad, un plano no debe ser bello,
debe ser políticamente útil. Ahora bien, no debemos confun-
dir la mirada política de Vautier con la de un Godard o un
Straub, para quienes la política puede ser expositiva pero
prioritariamente debe surgir de la forma. Como cineasta la
forma es importante pero no definitiva para René Vautier, por
eso en ocasiones sus trabajos no llegan a estar del todo con-
seguidos, (no estoy hablando, ni cuestionando, la sinceridad
TEXTURAS
TEXTURAS
Este film, este arma de lucha, hubiese sido uno de los muchos desaparecidos a lo largo de la his-
toria del cine y con el paso de los años su recuerdo poco a poco podría haberse difuminado, de
no ser por el encuentro del guionista Kris y el director de la Cinemateca de Bretaña, Gilbert Le
Traon, durante el verano de 2002, más de cincuenta
años después de la realización. La Cinemateca por en-
tonces intentaba recuperar las obras de Vautier y uno
de los sueños de Le Traon era la reconstrucción de Ha
muerto un hombre, una empresa imposible teniendo en
cuenta que el único negativo se había destruido; sin
embargo, tenía una idea: reconstruirla con dibujos. A
partir de este momento comienza una nueva aventura
para rehacer la película. Entre 2003-2004, Kris se pone
en contacto con el dibujante Étienne Davodeau y el re-
sultado es uno de los cómics más emocionantes que he
leído en los últimos tiempos.
TEXTURAS
deau, lo compré y esa noche me lo leí. El libro trataba de la juventud de los padres del autor, du-
rante la Francia rural de los años 50, y en él narraba las dificultades de unos muchachos en una
sociedad conservadora, con la fábrica y la Iglesia como testigos de sus jornadas; dentro de esa
atmósfera tan opresiva surgía de pronto una voluntad de cambio y algunos de esos jóvenes se
lanzaban a la militancia. Siguiendo el esquema de Spiegelman, quizá sin llegar a su profundidad,
el autor, con un dibujo muy limpio, casi ingenuo, un poco a la manera de un Herge de fin de
siglo, se convertía junto a sus padres en el protagonista de este relato que abarcaba casi cin-
cuenta años de cambios socio-políticos en Francia sin nunca abandonar la sensibilidad y el inti-
mismo que la narración precisaba.
TEXTURAS
de los encuadres pero hagámoslo todo de nuevo, será igual pero diferente, seguirá siendo un film
de René Vautier pero también un cómic de Kris y Étienne Davodeau. A partir de ahora, para vi-
sionar la película Ha muerto un hombre de Vautier tenemos que leer la novela gráfica Ha muerto
un hombre; a partir de ahora la película se compone de unos pocos planos, unas pocas viñetas,
en ocasiones seremos nosotros los lectores, o los espectadores, quienes tengamos que imaginar
los huecos, los vacíos, que voluntariamente han quedado, tendremos que dejarnos atrapar por
la fuerza, la emoción de los dibujos de Davodeau y escuchar de nuevo las palabras de Petit Zef.
En mi opinión, a falta de leer Rural!, uno de los mayores éxitos del dibujante, creo que Ha muerto
un hombre, no sólo supone un salto adelante en su trayectoria, también lo sitúa como una de los
lápices mas interesantes, sugestivos, del cómic contemporáneo.
En su casa de Vermont, después de la muerte de su amada Alma, David Zimmer reflexiona, han
pasado los años, las obras mudas de Hector Mann han aparecido en VHS, su obra poco a poco
es conocida, incluso ya hay pequeños club´s de admiradores, y todo ello gracias a la desapare-
cida Alma quien a lo largo de los años en el ran-
cho Spelling hizo copias de esos trabajos y las
envío a cinematecas y Museos repartidos por
todo el mundo. Los films que Mann realizó en la
clandestinidad, en la soledad de su rancho de
Nuevo México ya no existen, se han consumido
en las llamas. Sólo pudo disfrutar una de ellas,
La vida interior de Martin Frost. ¿Qué contenían
el resto? David Zimmer reflexiona, nada impedía
que clandestinamente Alma hubiese hecho tam-
bién copias de esos films fantasma y las hubiese
escondido en algún lugar secreto a la espera de
ser en algún momento recuperadas. David Zim-
mer sueña con esto. René Vautier ya ha visto su
sueño cumplido, Ha muerto un hombre ya existe
de nuevo.
TEXTURAS
Max Caution
Así pues, lo primero que nos motiva de esta propuesta editorial es el propio tema al que se con-
sagra, aunque solo sea por no haber sucumbido a las modas y/o a la actualidad, entendida ésta
en su versión más mediática. Pero, el libro abre además una segunda vía de asombro, la que
marca la escritura (y el pensamiento) de Nancy.
En efecto, un libro de este estilo es a todas luces
imposible en el panorama de la literatura sobre
cine española. Dejando de lado la belleza y la
complejidad de la prosa filosófica empleada por
su autor, lo que llama poderosamente la aten-
ción es el desmarque que establece tanto con
los libros de crítica típicos, que siguen desde una
perspectiva cinéfila una determinada carrera,
como también de los libros temáticos que abor-
dan contenidos y formas como si de un ejercicio
académico (de hecho, muchos libros son tesis
recicladas) se tratara. Por contra, Nancy se su-
merge en la forma, en la inspiración última que
anima el cine de Kiarostami, y esboza admira-
TEXTURAS
blemente un ensayo que nunca se separa del estilo y la caligrafía empleados por el autor estu-
diado para entender mejor su hálito, su sentido, o su no-sentido si se quiere. Nancy, más allá de
si uno está o no de acuerdo con todo lo que diga, se revela como un escritor que sabe reflexio-
nar desde su propio discurso con respeto y atención ante un cineasta que pertenece a otra cul-
tura, pero con el que se puede relacionar de tal manera que consigue llegar al propio Kiarostami.
Y esa complicidad, (repito, más allá de las coincidencias finales) puede rastrearse de igual ma-
nera en la conversación mantenida entre ambos al cierre del presente libro, y que también se es-
tablece como un ejemplo de comunión, difícil de encontrar en el apático y acomodaticio panorama
hispánico.
La tercera sorpresa que se incluye en este libro son los dos prólogos que se han preocupado de
buscar desde la editorial, uno del especialista Alberto Elena y otro de Víctor Erice, dos de los pocos
hombres de cine españoles que han frecuentado a Kiarostami, reconociendo desde sus propias
obras la deuda que su propio oficio tiene con él. Los dos textos, breves pero perfectamente inte-
grados en el libro y en la mirada que luego desarrollará Nancy con sus ensayos, nos ayudan a si-
tuarnos en ese movimiento que va de la pantalla al libro, de los films de Kiarostami a las
reflexiones de Nancy, sin perder por ello su propia personalidad como autores. En "La vida y algo
más", Elena empieza diciendo que el tema del cine de Kiarostami es el mundo, tan caro al propio
Nancy, y resitúa a Kiarostami dentro del marco al que lo emplazan las palabras de Nancy, al pro-
ponerle como uno de los más claros artífices de un nuevo cine, que entendido como un arte de la
mirada, nos conduce a abrir los ojos frente al mundo, para después dirigir esa mirada hacia una
nueva forma de ver, de apreciar aquello a lo cual miramos. Y, desde una perspectiva tan diferente
como complementaria y entrelazada, en "La vida y nada más", Víctor Erice (que juega al igual que
Elena con la traducción más ajustada del título Y la vida continúa...), retoma la idea, argumen-
tada por Nancy, de un nuevo comienzo, volver a mirar de cero, no tanto para restituir un sentido
ya a todas luces perdido, sino para saber mirar la realidad y sus imprevistos, aquello que se nos
escapa en la confusión posmoderna y que ha extraviado nuestra mirada.
Podríamos citar a otro pensador francés, Paul Virilio, para comprender un poco más estas ideas
puestas en juego. Virilio preocupado por temas como la velocidad y el accidente, nos dice que:
"También ahí, al igual que los pintores han divergido, los cineastas divergen. Han visto los es-
tragos del progreso de la propaganda -la prensa moderna y los abusos actuales- y han divergido
hacia un enfoque concreto, artístico, a través de Rossellini hasta la "nueva ola". Hiroshima mon
amour provocó en 1959 un impacto comparable al producido por Séurat o Cézanne en la época
del impresionismo. El arte se liberaba entonces de la publicidad, de un mensaje predirigido. Lo
propio de la publicidad es tener un mensaje oculto, y lo propio del arte es no tener ninguno salvo
el suyo mismo, y es un gran misterio." (1)
TEXTURAS
De estas ideas previas surge el texto de Nancy. Articulado en dos partes, la primera una serie de
comentarios filosóficos sobre el cine de Kiarostami, y la segunda, un conversación entre el es-
critor y el cineasta, Nancy pretende abordar al cineasta desde una determinada escritura, donde
el escritor se impone al profesor universitario. En este diálogo abierto entre ambos, Kiarostami
llega a decir: "Sin embargo el cine se ha convertido cada vez más en un objeto, un instrumento
de divertimento que habría que ver, entender y juzgar. Si se considera verdaderamente como un
arte, su ambigüedad y su misterio son indispensables. Una fotografía, una imagen, puede tener
su misterio, porque da poco, no se describe a sí misma. Usted dice que una imagen no se re-
presenta, no se da en representación, sino que anuncia su presencia, invita al espectador a des-
cubrirla." (2) Y en esta frase podemos ver los dos elementos cruciales con los que trabaja Nancy
en el primer segmento del libro, en su análisis. Estos conceptos son la idea del cine como un arte
de la no representación, ante todo, y la idea de epifanía. Ambos temas nos darán finalmente el
sentido que ya se explicita en el propio título empleado por Nancy para hablar no solamente de
Kiarostami, sino de esa nueva forma de entender el cine que él parece imponer, esto es, el cine
como evidencia, el cine de Kiarostami, por ende, como una serie de películas que se evidencian.
Sobre la epifanía, sobre el cine como manifestación de una presencia, Nancy nos habla de "una
nueva pregnancia, si por ello entendemos, siendo fieles al término, una forma y una fuerza que
precede y que hace madurar una puesta en el mundo, el empuje de un esquema de la experiencia
adquiriendo sus contornos." (3) De la aparición de esta potencia, convertida en acto ante nues-
tros ojos, y de su relación con la mirada que un autor tiende hacia la realidad, está constituida
la base de la evidencia del film. Lo más importante para Nancy es determinar esto, y para ello
tiene que reflexionar sobre este nuevo arte que se encuentra en Kiarostami, y en algunos otros
cineastas del ahora mismo, y que implica una imagen que no representa a la realidad, sino que
supone otra cosa. Esclarecer que es esa otra cosa es lo que conforma la mayor parte del es-
fuerzo intelectual de Nancy. A lo largo de su discurso vuelve a dar una y otra vuelta sobre lo que
realmente está en juego, con esa nueva mirada hacia la realidad a la que ya no podemos consi-
derar una representación, sino más bien, una evidencia, por hablar en positivo, una evidencia de
la película y, a la vez, una evidencia de lo real en la imagen. Así parece componerse una ecua-
ción que pone en juego a la representación con la realidad, de un lado, y a la evidencia con lo
real, del otro, dejando claro que la primera parte de la ecuación no es nunca igual a la segunda
parte de esta ecuación.
Podríamos acudir a muchas citas dentro del texto para situarnos en esta fórmula, pues todo el
libro está plagado de ellas. Yo voy a limitarme a aportar dos, pues de lo contrario acabaría por
2. Nancy, Jean-Luc, La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami, Errata naturae,
Madrid, 2008, p. 127.
3. Nancy, Jean-Luc, Opus cit., p. 72.
TEXTURAS
aparentar reducir a unas pocas palabras lo que es del todo irreducible, la belleza que emana del
rigor y la lucidez del pensamiento de Nancy. Sobre la no representación del cine, de una película,
de una imagen, Nancy, apoyándose en el movimiento que se pone en marcha de manera natu-
ral en los films de Kiarostami, con el uso del coche y su desplazamiento zigzagueante por los ca-
minos del campo iraní como gran ejemplo dentro de su obra, nos dice: "Kiarostami (...) moviliza
estos últimos [las imágenes y los símbolos] hacia la mirada, y la mirada hacia lo real. La mirada:
la precisión de un encuadre, la de una sensibilidad del negativo, la de una iluminación -estación,
momento del día, un coche que ha caído presa del objetivo- en una palabra, nada más que el
cine...pero si se puede decir así: el cine intensificado, empujado desde el interior hacia una esen-
cia que lo separa en gran medida de la representación para dirigirlo hacia la presencia". (4) La
otra cita, situada como cierre del debate propuesto por Nancy, nos recuerda las consecuencias
de un cine que ya no se puede considerar una representación, pues esas presencias donde apa-
rece lo real fuera de toda representación nos hablan de la pérdida del sentido, carencia que de-
fine el mundo actual, y así el cine "está tendido y suspendido entre un mundo en el que la
representación se encargaba de los signos de una verdad, del anuncio de un sentido o de los tes-
timonios de una presencia por venir, y otro mundo que se abre a su propia presencia por un va-
ciamiento en el que se realiza." (5)
La importancia de la publicación de un libro como éste radica en aventurar un nuevo camino para
un cine que tiene que sobrevivir en este marasmo cultural donde la mirada cinematográfica se
encuentra acosada por todas partes. Frente a un cinema narrativo de reminiscencias más clási-
cas, una nueva forma de entender la mirada fílmica se abre paso a través de un conjunto de ci-
neastas que se niegan a enterrar y dar cristiana sepultura al viejo oficio de hacer películas. Pero,
evidentemente, algo está cambiando, en las formas de crear y en las formas de percibir por parte
de los espectadores. Y al cine le corresponde hacerse evidente en estos nuevos tiempos. Cine-
astas como Theo Angelopoulos, Víctor Erice o Abbas Kiarostami son algunos paradigmas de por
donde seguir moviéndonos para escapar de un cine evasivo y anquilosado que fomenta a un es-
pectador que ha dejado de ser un sujeto, carente de mirada personal. En ese sentido y como co-
lofón a esta reseña con la que he pretendido llamar la atención sobre un libro inevitable para
cualquiera que ame y piense el cine, dejemos escuchar la voz del propio Kiarostami que pone en
escena sus intenciones cuando nos susurra al oído estas palabras: "La única manera de prever
un nuevo cine es considerar en mayor medida el papel del espectador. Hay que prever un cine
inacabado e incompleto, para que el espectador pueda intervenir y llenar los vacíos, las lagunas.
(...) La solución es quizá justamente incitar al espectador a tener una presencia activa y cons
TEXTURAS
tructiva. Yo creo más en un arte que busca crear la diferencia, la divergencia entre la gente, que
en la convergencia en la que todo el mundo estaría de acuerdo. De esa manera, hay una diver-
sidad de pensamiento y de reacción. Cada uno construye su propia película, que adhiere a mi pe-
lícula, ya sea para defenderla o para oponerse a ella. Los espectadores añaden cosas para poder
defender su punto de vista y este acto forma parte de la evidencia de la película. La forma de ir
a la guerra contra las potencias es con una cierta debilidad, una carencia." (6)
Aunque, afortunadamente, nada está garantizado, creo que con libros como el de Jean-Luc Nancy
y películas como las de Kiarostami tenemos muchas más posibilidades de salir de esta tierra que-
mada por el actual cine que viene de Hollywood y que se impone estética y mercantilmente por
doquier, y que es seguido y perpetuado a menudo acríticamente por sumisos medios, teóricos y
cineastas de todo el mundo. En nuestras manos está el hacer evidente otro cine.
TEXTURAS
La escasa consistencia del sector de la producción, que rayaba en una debilidad crónica, hizo que
las empresas que se aventuraban en el mismo reclamaran del Estado, de manera persistente, una
regulación legislativa que favoreciera sus intereses. Las peticiones se concretaban en la imple-
mentación de ayudas económicas que impulsaran la producción de las películas, a esta prioridad
se sumaban otras medidas que facilitasen la distribución y exhibición de las mismas. La protec-
ción estatal a la producción cinematográfica tomó carta de naturaleza con la instauración de la
dictadura franquista, convirtiéndose, desde la década de los cuarenta, en la herramienta indis-
pensable, con las lógicas adaptaciones a cada momento concreto, sobre la que se ha ido for-
jando el cine español desde entonces.
TEXTURAS
La labor compilatoria llevada a cabo reviste un merito especial por la ingente cantidad la infor-
mación que han logrado reunir, dada la fugaz presencia de las productoras españolas, lo que re-
presenta una dificultad añadida en la obtención de datos precisos sobre las mismas y sus artífices.
No se debe olvidar, igualmente, la tradicional penuria de fuentes primarias, una traba más en la
necesaria labor de documentación a realizar, que en esta ocasión se ha centrado en el Registro
TEXTURAS
Un buen paradigma del sesgo cultural que imprimen a su análisis lo encontramos, entre otros
ejemplos que se pueden citar, en las páginas dedicadas al “Decreto Miró”, que incorporaba a la
legislación cinematográfica española las ayudas sobre proyecto. Tras calificar al decreto como
“revolucionario”, se argumenta su necesidad en la apuesta que hizo Pilar Miró por un cine de “ca-
lidad en detrimento de la cantidad mediante un dispositivo que partía de una realidad -la ausencia
de inversión privada- e involucraba a todos sus agentes protagonistas”.
Es más los grandes beneficiados de la política cinematográfica impulsada por Miró, fueron los di-
rectores, que se convirtieron en productores de sus películas, aunque si asumieron esa función
no fue “por exigencias de un Decreto que, a cambio de generosas subvenciones a fondo perdido,
esperaba de ellos un cine de calidad”, como indican Riambau y Torreiro, si no que más bien op-
taron por prescindir de los productores tradicionales, para rentabilizar en beneficio propio las fa-
TEXTURAS
Descarga PDF
shangrilaediciones.com/Encuadres1-GuyMaddin.pdf
ALGO SE MUEVE
¡PRÓXIMAMENTE!
B A N D A A PA RT E
Revista de cine - Formas de ver
Nº 22
SHANGRI-LA
Derivas y Ficciones Aparte