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Shangri-la

Núm. 6
Mayo - Agosto 2008
ISSN: 1988-2769

derivas y ficciones aparte

5 0 A Ñ O S C O N V É RT I G O
1958-2008

CHRIS MARKER / JOSÉ ÁNGEL VALENTE


Isaki L acuesta / Dav id del Águila
MICHAE L MANN: DE FUSIONES Y FUGAS
L A ENFERMEDAD INFANTIL
DE L IZQUIERDISMO EN EL CINE
RENÉ VAUTIER / ÉTIENNE DAVODEAU
LA EVIDENCIA DEL FIL ME.
EL CINE DE ABBAS KIAROSTAMI
PRODUCTORES EN EL CINE ESPAÑOL
SHANGRI-LA. DERIVAS Y FICCIONES APARTE
Nº 6 - Mayo - Agosto 2008 - shangrilatextosaparte.blogspot.com - ISSN: 1988-2769

REDACCION :
MAX Y LEMMY

"Cuando digo que no me interesa el contenido es


como si un pintor se preocupara por el sabor que
tienen las manzanas que pinta, por si son dulces o
amargas. ¿Qué más da? Es su estilo, su forma de
pintarlas, de ahí es de donde surge la emoción".

Alfred Hitchcock

COLABORAN EN ESTE NÚMERO :

R AMÓN A LFONSO - C RISTINA Á LVAREZ


R OBERTO A MABA - T XOMIN A NSOLA
PATRICIA B ERAKOETXEA - M AX C AUTION
J UAN M. C OMPANY - M ANUEL E SPINOSA
SHANGRI-LA no comparte, necesariamente, las opi-
PABLO F ERRANDO - F ÁTIMA L ÓPEZ
niones que sostienen en sus textos los colaboradores.
I RENE DE L UCAS - O LVIDO M ARVAO
La reproducción total o parcial de un texto publi- M IGUEL Á NGEL M ÚÑOZ - C RISTINA N ÚÑEZ
cado en SHANGRI-LA en un espacio de la red de in-
M ARÍA PAPAMICHAIL - P ILAR P EDRAZA
ternet debe indicar el nombre del autor y su lugar
de publicación. Si la reproducción, tanto parcial I NGA P ELLISA - J EAN -L UC P RATT
como total se realiza en un medio impreso debe ser FAUSTINO S ÁNCHEZ - C ARLOS S EGURA
previamente solicitada.
F ERNANDO U SÓN - M ARIO V ITALE

Aunque las imágenes pueden estar sujetas a dere- K ARIN WASCHER A USINA
chos de autor, son empleadas en SHANGRI-LA con
fines divulgativos e ilustrativos.

EDITA
SHANGRI-LA EDICIONES
shangrilaediciones@hotmaill.com
EDICIÓN - COORDINACIÓN
NACHO CAGIGA / JESÚS RODRIGO
SHANGRI-LA. Derivas y Ficciones Aparte Nº 6 - Mayo-Agosto 2008

SUMARIO

C A R P E TA 5 0 A Ñ O S C O N V É RT I G O 1 9 5 8 - 2 0 0 8
I. Introducción.
Pág: 06

II. Interpretaciones de Vértigo


Inga Pellisa - Pág: 13

III. Quince minutos mudos


Miguel Ángel Múñoz - Pág: 18

IV. Vértigo o el tiempo como espiral


Carlos Segura - Pág: 39

V. Vértigo / De entre los muertos. De lo cotidiano a lo sublime


Pablo Ferrando García - Pág: 49

VI. De entre las muertas


Pilar Pedraza - Pág: 58

VII. Vértigo: La senda de la modernidad, la puerta del futuro


Faustino Sánchez - Pág: 63

VIII. Vértigo entre dos finales


Irene de Lucas Ramón - Pág: 76

IX. Vértigo, ¿una novela nega?


Cristina Núñez Pereira - Pág: 87

X. La imposible mirada
Juan Miguel Company / Vicente Sánchez-Biosca - Pág: 94

XI. Vértigo revisitada


Robin Wood - Pág: 104

XII. Vértigo de Hitchcock y la evolución de su crítica


Fátima López Pérez - Pág: 113

XIII. A través del lienzo


Fernando Usón Forniés - Pág: 129

XIV. De mareos, desmayos, giros y desconciertos


Mario Vitale - Pág: 143

XV. A free replay (Notas sobre Vértigo)


Chris Marker - Pág: 154

XVI. Geometría de una espiral


Olvido Marvao - Pág: 163

XVII. Desplazando la mirada. Hitchcock vs. Griffith


Jesús González Requena - Pág: 169

XVIII. Epílogo
Nacho Cagiga - Pág: 184

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SUMARIO

TEXTURAS

Donde habita el poeta


(Las variaciones Marker, Isaki Lacuesta y Sergi Dies, 2007
El lugar del poeta, David del Águila, 2007)
Nacho Cagiga - Pág: 186

Paisajes para el nuevo milenio: Identidades esquivas, realidades en flujo


y experiencias virtuales. 1. Michael Mann: De fusiones y fugas
Cristina Álvarez - Pág: 191

La enfermedad infantil del izquierdismo en el Cine


Carlos Segura - Pág: 201

La película reconstruida
(A propósito de Ha muerto un hombre de René Vautier)
Ramón Alfonso - Pág: 205

El cine como evidencia de lo real


(La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami,
de Jean-Luc Nancy)
Max Caution - Pág: 211

Productores en el cine español. Estado, dependencias y mercado,


de Esteve Riambau y Casimiro Torreiro.
Detallada cartografía de la producción junto a un análsis poco consistente
Txomin Ansola González - Pág: 216

Encuadres. Nueva Línea de publicación de Shangri-La Ediciones


Nº 1. Guy Maddin: Viajero en el tiempo, Roberto Amaba
Pág: 220

Algo se mueve
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de Ver nº 22
Pág: 221

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CARPETA

50 AÑOS CON VÉRTIGO


1958-2008
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CARPETA 50 AÑOS CON VÉRTIGO 1958-2008

I. INTRODUCCIÓN

(…) Samuel Taylor [guionista] regresó del norte de California con un guión para el film que fi-
nalmente iba a titularse Vértigo. Hitchcock pareció complacido –recordaría Taylor- y acordamos
algunos cambios, pero me sentí especialmente feliz cuando le mostró el guión a Jimmy Stewart.
Éste entró en la oficina de Hitch en la Paramount y dijo: ‘Bien, al menos ésa es gente real…
¡ahora ya tenemos una película, ahora ya podemos seguir adelante!’ Todos podíamos decir que
aquél era un proyecto muy importante para Hitch, y que estaba sintiendo la historia muy pro-
fundamente, muy personalmente.

(…)

Aunque ya tenía un guión, Hitchcock seguía necesitando una protagonista, y Lew Wasserman
[presidente de MCA -Music Corporation of America- y uno de los agentes de artistas más pode-
rosos en Hollywood] había empezado a buscar en los estudios más importantes a una mujer para
reemplazar a Vera Miles [estaba embarazada en aquel momento]. Tras un poco de persuasión,
Hitchcock aceptó a Kim Novak, para cuyos servicios Wasserman había negociado con Harry Cohn
[productor y co-fundador de Columbia Pictures]. En 1957, tras media docena de papeles impor-
tantes y muchos cuidados por parte de Cohn (que planeaba que fuera el reemplazo de Rita Hay-
worth en la Columbia), las aún escasas apariciones de Kim Novak en la pantalla no le impedían
ser la atracción número uno en el box-office de Hollywood, y una de las actrices cinematográfi-
cas mejor pagadas. Como contrapartida de esa cesión a Hitchcock, Wasserman aceptó cederle a
Cohn el igualmente popular James Stewart (cuya carrera llevaba también Wasserman en la MCA)
para otra película en la Columbia, con Kim Novak, al año siguiente.

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A la actriz le habían sido prometidas unas largas va-


caciones aquel verano, y así el film tuvo que ser re-
trasado de nuevo. Antes de que se marchara, sin
embargo, Kim Novak se reunió con Edith Head [dise-
ñadora de vestuario de la Paramount Pictures y des-
pués de los estudios Universal] para elegir el
vestuario. “Llegó con todo tipo de idas preconcebidas
acerca de lo que debía llevar y cómo debía verse y no
debía verse en la pantalla –recordaría Edith Head-.
Anunció que no iba a llevar un traje gris con su pelo
teñido de rubio para la cámara en Technicolor, puesto
que temía que se la viera vaga y desteñida. También
dijo que posiblemente no iba a poder llevar escarpi-
nes marrón oscuro, puesto que exagerarían lo que
ella consideraba unas pantorrillas más bien carnosas.
Bueno, le dije que echara otra ojeada al guión. Para
la escena en la cual tenía que llevar un traje gris y un
chal blanco con su pelo rubio platino peinado hacia
atrás, Hitchcock había sido muy específico. Había in-
sistido en que debía dar la impresión como si acabara
de surgir de la niebla de San Francisco… una mujer
hecha de misterio e ilusión. Naturalmente, cuando
fue plasmada en la pantalla, dio exactamente la im-
presión que Hitch quería.”

Herbert Coleman [productor asociado para la Para-


mount Pictures] recordaría claramente el primer en-
cuentro de Kim Novak con Hitchcock: “Hitch deseaba
que la trajera a su casa antes de que se fuera de vacaciones. Ante la sorpresa de ella, Hitch habló
de todo menos de la película –arte, comida, viajes, vinos-, de todas las cosas sobre las que pen-
saba que ella no debía saber mucho. Consiguió hacer que se sintiera como una niñita desvalida,
ignorante y desasistida, y eso era exactamente lo que él pretendía… romper su resistencia. Al fi-
nalizar la tarde la tenía exactamente allí donde quería,
dócil y obediente e incluso un poco confusa.”

Después de que ella regresara de sus vacaciones, hubo


una ironía final. Ella se negó a empezar a trabajar hasta
que hubiera recibido un cheque que le había prometido
Harry Cohn… un porcentaje de lo cobrado por él por la
cesión a Wasserman y la Paramount; pero cuando tuvo
ya el dinero y estuvo dispuesta para empezar, Vera Miles
ya había dado a luz a su hijo y estaba disponible para el
papel. Hitchcock, que tenía a la Miles bajo contrato, hu-
biera podido reconsiderar las cosas. Decidió no hacerlo,
sin embargo, y con la Novak finalmente dispuesta para
trabajar y Hitchcock furioso aún por el inoportuno tercer
embarazado de Vera Miles, fijó la fecha de inicio del ro-
daje para mediados de septiembre (1957).

Desde 1957 hasta el final de su vida, Hitchcock fue algo


menos que generoso en su estimación del trabajo de Kim

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Novak para él. “Estaba rígida de miedo y a la defen-


siva la primera vez que nos vimos –le dijo a Hedda
Hopper [escritora, periodista y actriz]-. "Tuve que
hacer que se relajara, darle confianza… Me resultó
muy difícil conseguir de ella lo que yo quería, puesto
que su cabeza estaba llena de ideas propias.” Pero
hubo algo bueno en la experiencia, confesaría años
más tarde: “Al menos tuve la oportunidad de echarla
al agua”… una referencia a la escena en la cual ella
tiene que fingir que se suicida saltando a la Bahía de
San Francisco. Le divertía el recordar que se necesitó
efectuar muchas veces la toma en el tanque del estu-
dio… lo cual implicaba que la infeliz mujer tenía que
saltar completamente vestida al agua, salir de ella,
secarse, cambiarse a un vestido seco y luego verse
obligada a saltar de nuevo.

(…)

De septiembre a diciembre, el tantas veces aplazado


film basado en la novela de Boileau-Narjeac y escrito
por Samuel Taylor fue rodado en el norte de Califor-
nia y en los estudios de la Paramount. Hitchcock de-
cidió finalmente un nuevo título tomado de la
situación que precipita la historia, y aunque la Para-
mount expresó sus dudas sobre la aceptación del pú-
blico, fue admitido Vértigo. La narrativa de aquel film,
una de las más intensas, obsesivas y menos compro-
metedoras, fascinó a los ejecutivos de los estudios.

(…)

Trabajar con James Stewart en Vértigo no representó


ningún problema, puesto que sabía exactamente lo que
su director quería, y era capaz, en aquella melancólica
y romántica fábula, de alcanzar profundidades expresi-
vas que nunca antes habían sido captadas en su rostro
por las cámaras. “Después de algunos años vi de nuevo
la película – diría Stewart mucho más tarde- y pensé
que era una película espléndida. Yo mismo había cono-
cido un miedo como aquel y había conocido a gente pa-
ralizada por el miedo. Es algo terrible sentirse abrumado
por ese tipo de miedo. No me di cuenta cuando estaba
preparando el papel del impacto que podía tener en la
gente, pero es un extraordinario logro de Hitchcock. Y
puedo decir que fue para él un film muy personal, in-
cluso mientras lo estaba rodando.”

Y aunque Hitchcock siempre insistió en que Kim Novak


había resultado difícil, ella hizo realmente la interpreta-
ción de su carrera. “Lo que me fascinaba”, diría Hitch-

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cock, “era la idea de que Jimmy Stewart


estaba intentando transformar a la chica
en un personaje que ella había tenido
que interpretar en un complot de asesi-
nato y que ahora estaba intentando elu-
dir… y no estaba seguro de que Kim
Novak tuviera la habilidad suficiente
como para dar el tono necesario.” Pero
Samuel Taylor, el guionista, apoyaría la
opinión de la mayoría: “Si hubiéramos
tenido a una brillante actriz que hubiera
creado realmente a dos personas clara-
mente diferenciadas, el resultado no hu-
biera sido tan bueno. Parecía tan
ingenua en su papel, y eso fue los mejor.
Siempre resultaba creíble. No había
‘arte’ en su actuación, y es por eso pre-
cisamente por lo que todo funcionó tan
bien.”

James Stewart admitiría: “Kim estuvo maravillosa… y todo fue obra de Hitchcock.”

(…)

En la última página del guión de rodaje (fechado el 12 de septiembre de 1957), Hitchcock aña-
dió: “Y ella está en brazos, apretada fuertemente contra él, y él la sujeta firmemente, con des-
esperación, mientras la besa apasionadamente. El beso termina, pero ellos permanecen juntos,
abrazados, y los ojos de Scottie están llenos de dolor y de la emoción de odiarla y de odiarse a
sí mismo por amarla pese a todo.” El beso no es tan profundo y apasionado en el montaje defi-
nitivo del film, puesto que Hitchcock había filmado ya la escena definitiva de beso de su carrera
unos momentos antes en la habitación del hotel.

(…)

“El suspense –dijo Hitchcock aquel mismo año- es


como una mujer. Cuanto más se deja a la imaginación,
mayor es la excitación… La rubia convencional de ge-
neroso pecho no es misteriosa. ¿Y qué es más obvio
que el tipo tradicional de terciopelo negro y perlas? La
perfecta ‘mujer misterio’ es rubia, etérea y nórdica…
Los títulos de las películas, como las mujeres, deben
ser fáciles de recordar sin que sean familiares, intri-
gantes pero nunca obvios, cálidos pero refrescantes,
sugiriendo acción, no impasividad, y finalmente dar un
indicio sin revelar la trama. Aunque no soy una autori-
dad en mujeres, me temo que el título perfecto, como
la mujer perfecta, es difícil de hallar… Una mujer mis-
terio es una que posee también una cierta madurez y
cuyas acciones hablan más que las palabras. Cualquier
mujer puede ser una de ellas, si tiene en cuenta esos
dos puntos. Debe saber crecerse… y callarse.”

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(…)

“Me sentí muy intrigado por la situación bá-


sica de Vértigo –el cambiar el color del cabe-
llo de la mujer-“ confiaría Hitchcock, “debido
a que contenía una gran analogía sexual.
Este hombre cambiaba y vestía de nuevo a
su mujer, lo cual parece lo contrario de des-
nudarla. Pero en el fondo significa lo mismo.
Realmente hice la película a fin de llegar
hasta el fondo de esta sutil cualidad de la na-
turaleza onírica de un hombre.” Y el hombre,
por supuesto, era en realidad el propio Hitch-
cock. Como James Steawrt en Vértigo. Hitch-
cock elegía la fantasía por encima de la
realidad, y no podía responder a los estímu-
los de una mujer hasta que ésta fuera remo-
delada para encajar con su sueño.

Los conflictivos sentimientos de Hitchcock respecto a las mujeres fueron quizá la más dramática
y dolorosa realización de su experiencia de una personalidad dividida. Por un lado, la Mujer era
una abstracción, casi una diosa remota en su pureza y frialdad. Pero –“en el asiento de atrás de
un taxi”, como le gustaba decir-, lo que una tal mujer podía hacer era lo que él realmente dese-
aba que hiciera.

(…)

Según Samuel Taylor, “Hitchcock sabía exactamente lo que deseaba hacer en este film, exacta-
mente lo que deseaba decir, y cómo debía ser visto y dicho. Yo le proporcioné los personajes y
el diálogo que necesitaba y desarrollé la historia, pero desde el primero al último plano en su film.
No hubo ningún momento en el que él no estuviera allí. Y todo el mundo que presenció el rodaje
pudo ver, como yo, que sentía muy profundamente todo lo que estaba haciendo.”

(…)

“Odio decirlo –diría Hitchcock, obviamente no odiando


en absoluto decirlo-, pero siempre he pensado que un
buen vino tinto trae a la mente de uno el pensamiento de
la sangre menstrual.” Observaciones como ésta, desti-
nadas a impresionar, causaban habitualmente el efecto
deseado, y a menudo precedían a otros comentarios
acerca de ciertos órganos humanos y animales. Su sen-
tido de lo grotesco jamás era más agudo que cuando
efectuaba extrañas conexiones entre asuntos de la mesa
y funciones corporales íntimas.

Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio,


Donald Spoto, T&B Ediciones, Madrid, 1998.

Las palabras entre corchetes son nuestras.

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(…) Lo que me interesaba más eran


los esfuerzos que hacía James Ste-
wart para recrear una mujer, a partir
de la imagen de una muerta.

(…) hay dos partes en esta historia.


La primera parte llega hasta la
muerte de Madeleine, y su caída
desde lo alto del campanario, y la se-
gunda comienza cuando el héroe en-
cuentra a la muchacha morena, Judy,
que se parece a Madeleine. En el
libro, al comienzo de la segunda
parte, el héroe encuentra a Judy y la
obliga a parecerse más a Madeleine.
Sólo al final el lector descubre, al
mismo tiempo que el héroe, que se
trataba de una misma mujer. En el
film, yo he procedido de otra manera.
Cuando comienza la segunda parte,
cuando Stewart ha encontrado a la
muchacha de cabello castaño, decidí desvelar en seguida la verdad, pero sólo para el especta-
dor: Judy no es una muchacha que se parezca a Madeleine, es Madeleine misma. A mi alrede-
dor, todo el mundo estaba en contra de este cambio, pues pensaban que esta revelación no debía
producirse más que al final de la película. Yo me imaginé que era un chiquillo sentado en las ro-
dillas de su madre que le cuenta una historia. Cuando la mamá cesa de contar, el niño pregunta
invariablemente: ‘Mamá, ¿qué sucede después?’ Encontré que en la segunda parte de la novela
de Boileau y Narcejac, cuando el individuo ha encontrado a la muchacha castaña, ocurre como
si no pasara nada después. Con mi solución, el muchachillo sabe que Madeleine y Judy no son
más que una misma y única mujer y ahora él pregunta a su madre: ‘Y, entonces, ¿no lo sabe
James Stewart? –No.’

Henos aquí de nuevo ante nuestra alternativa habitual:


¿suspense o sorpresa? Ahora, tenemos la misma acción
que en el libro; Stewart, durante cierto tiempo, va a creer
que Judy es Madeleine, luego se resignará a la idea con-
traria a condición de que Judy acepte parecerse, punto por
punto, a Madeleine. Pero, por su parte, el público posee la
información. Por tanto, hemos creado un suspense fundado
en esta interrogación: ¿Cómo reaccionará Stewart cuando
descubra que ella le ha mentido y que es efectivamente
Madeleine?

Este es nuestro pensamiento principal. Añado que existe en


el film un interés adicional, pues se observa la resistencia de
Judy a convertirse de nuevo en Madeleine. En el libro, había
una muchacha que no quería dejarse transformar, eso es
todo. En la película, hay una mujer que se da cuenta de que
este hombre la desenmascara poco a poco. Eso en cuanto a
la intriga.

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Hay otro aspecto que llamaría “se-


xopsicológico” y es, aquí, la volun-
tad que anima a este hombre para
recrear una imagen sexual imposi-
ble; para decirlo de manera senci-
lla, este hombre quiere acostarse
con una muerta; esto es necrofilia.

(…)

Todos los esfuerzos de James Ste-


wart para recrear la mujer, cinema-
tográficamente son presentados
como si intentara desnudarla en
lugar de vestirla. Y la escena que
más me interesa es cuando la mu-
chacha vuelve después de haberse
teñido de rubia. James Stewart no
está completamente satisfecho, por-
que no se ha peinado el cabello for-
mando un moño. ¿Qué quiere esto
decir? Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero todavía se niega a quitarse la braguita. En-
tonces James Stewart se muestra suplicante y ella dice: “está bien, de acuerdo”, y vuelve al cuarto
de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva desnuda esta vez, dispuesta para el amor.

(…) en la primera parte, cuando James Stewart seguía a Madeleine en el cementerio, los planos de
ella la hacían bastante misteriosa, pues los rodamos a través de filtros de niebla; conseguimos así
un efecto coloreado de verde por encima del brillo del sol. Más tarde, cuando Stewart encuentra a
Judy, la hice residir en el Empire Hotel de Post Street porque hay en la fachada de este hotel un
anuncio de neón verde, que parpadea constantemente. Esto me permitió provocar de manera na-
tural, sin artificio, el mismo efecto de misterio sobre la muchacha, cuando sale del cuarto de baño;
está iluminada por el neón verde, vuelve verdaderamente de entre los muertos. Luego se encua-
dra a Stewart que la contempla y de nuevo a la muchacha, pero esta vez filmada normalmente,
pues Stewart ha vuelto a la
realidad. Sea como sea,
James Stewart ha sentido
durante un momento que
Judy era la misma Madeleine
y se siente aturdido hasta
que descubre el medallón.
Entonces comprende que
han jugado con él.

Declaraciones de
Alfred Hitchcock
recogidas en
El cine según Hitchcock,
François Truffaut,
Alianza Editorial, Madrid,
1984.

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II. INTERPRETACIONES DE VÉRTIGO


Inga Pellisa

Vértigo es, sin duda, una de las obras de Hitchcock que ha generado un mayor nú-
mero de interpretaciones, a menudo incluso contradictorias. Las lecturas se han rea-
lizado desde puntos de vista tan dispares como el psicoanálisis, el surrealismo, el
feminismo o el marxismo, generando un debate que se intensificó especialmente a
partir de 1984 con el reestreno en cines de la película. No obstante, todas estas in-
terpretaciones tienen un elemento en común: la desestimación de la trama policíaca,
ese Mac Guffin que sirve de pretexto para la película, y que ocupaba un lugar desta-
cado en la novela de Boileau y Narjerac en que está basado el guión. De hecho, esta
trama contiene giros obviamente inverosímiles que no entorpecen en ningún mo-
mento el desarrollo de la película, lo que nos hace sospechar que lo importante, lo que
Hitchcock verdaderamente quería mostrarnos, está más allá.

El debate surge a la hora de identificar e interpretar el auténtico tema de la película,


y para resumirlo hemos escogido las que, en nuestra opinión, son las lecturas más in-
teresantes que ha generado Vértigo a lo largo de estos cincuenta años: la surrealista,
la romántica, la autobiográfica, la psicoanalítica, y, por último, la feminista.

LA LECTURA SURREALISTA

En su entusiasta crítica de Vértigo, Guillermo Cabrera Infante


(1959: 311) la define como “el primer gran film surrealista”. El
ambiente onírico que envuelve muchas de las escenas, la subje-
tividad, la riqueza y la penetración psicológicas, el simbolismo de
los colores —muy importante a lo largo de toda la película y pre-
sente en todos sus momentos clave—, las señales que presagian
el trágico desenlace, los sueños, el cementerio, la forma en es-
piral del peinado de Madeleine... todas éstas son muestras del
surrealismo sobre el que está construido el film.

En la obra de Hitchcock nada es superfluo, su obsesión por el de-


talle y su pormenorizada planificación de cada película nos obli-
gan, en consecuencia, a “tomar en serio a este creador, porque
sus juegos parecen significar exactamente otra cosa. Si no,
¿cómo entender sus juegos de enigmas, sus alusiones metafísi-
cas, sus metáforas concebidas en términos de entretenimiento?”
(Cabrera Infante, 1978:88). La respuesta es que no es posible

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entender Vértigo únicamente mediante las reglas del mundo real o del cine clásico
convencional: sólo dejando a un lado sus aspectos más superficiales (la trama policí-
aca) es posible acceder al verdadero contenido temático de la película, que analiza-
remos con más detenimiento en los puntos siguientes.

Ya sea por la intrincada moral y la riqueza temática y simbólica que heredó del cato-
licismo —por la que se le ha comparado a menudo con G. K. Chesterton—, o de su
interés por el surrealismo y el psicoanálisis, lo cierto es que Hitchcock poseía, como
lo definió Cabrera Infante (1959: 316-317), un “temperamento mágico”, para él “todo
era misterio y la vida diaria —el ajetreado mundo moderno— esconde tantos arcanos
como el mundo gótico”.

LA TRAGEDIA ROMÁNTICA

En torno a esta vía interpretativa, han aparecido numerosos


textos que ponen en relación la trama romántica de la película
con mitos tan implantados en el imaginario colectivo como el
de Orfeo y Eurídice, Pigmalión y Galatea, la historia bíblica de
Lot, o Tristán e Isolda (cuyos ecos wagnerianos se dejan notar
también en la banda sonora de Bernard Herrmann). Esta lec-
tura fue propuesta por Guillermo Cabrera Infante (1959) poco
después del estreno de la película y ha contado también con
las contribuciones de Barthelemy Amengual, Walter Poznar,
Donald Spoto, Eugenio Trías y, posteriormente, de un análi-
sis más extenso del propio Cabrera Infante (1978).

Son también numerosas las interpretaciones que ven en Vér-


tigo una clara inspiración literaria: desde El retrato oval de
Poe, Aurelia de Nerval, El monje de Monk Lewis o Nadja de
Breton (Cabrera Infante, 1959: 312), a El hombre de arena
de E. T. A. Hoffmann (Trías, 1982, 1997) y Brujas, la muerta
de Rodenbach, cuya relación con la película analiza amplia-
mente en su texto Pilar Pedraza.

Sin embargo, con el paso de los años algunos autores han co-
Pigmalión y Galatea
menzado a destruir esa imagen de Vértigo como la intensa y
romántica “búsqueda del amor perdido” y del “triunfo sobre
la muerte” (Cabrera Infante, 1959:311-312) y han defendido
una intención algo más compleja. Para Robin Wood (1968),
por ejemplo, la atracción erótica de Scottie y su amor por Ma-
deleine son una máscara —el pétreo rostro femenino con el
que se inician los créditos— tras la que se oculta un irresisti-
ble anhelo de muerte, “la atracción hacia la nada y la libera-
ción final”, simbolizada en los créditos por ese “vertiginoso
movimiento en espiral que nos conduce más allá del ojo”
(Wood, 1968:97). Sólo cuando la máscara vuelva a ser re-
construida en la escena del salón de belleza —que guarda
cierto parecido con el inicio de los créditos y es, además, el
único momento en que se repite el tema musical— podrá re-
nacer el amor hacia Judy.

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Para Berman (1997), el propio Hitchcock destruye el romanticismo re-


velándonos el engaño a través del flashback de Judy. En ese momento,
vemos cuán “naif ha sido la romántica visión de Scottie de la situación
y de su propio papel en ella”, y, más tarde, la escena de la transfor-
mación final de Judy en Madeleine se nos aparece, por su carácter ilu-
sorio y ficticio, como algo “misterioso, aterrador y siniestro”. Por último,
en opinión de Donald Spoto, “junto con lo que Hitchcock debía pensar
que eran sus más fuertes impulsos románticos, había una vacilación
causada por urgencias contradictorias”: “la creencia de que cualquier
mujer hermosa era un engaño, un fraude” (Spoto, 1968:353) acaba
configurando un paisaje emocional que es “la afirmación definitiva de
Hitchcock sobre la falacia del romanticismo” (Spoto, 1968:357).

LA LECTURA AUTOBIOGRÁFICA

Esta última afirmación de Donald Spoto sobre la película, que él apli-


caba también al propio Hitchcock, nos lleva a un conjunto de textos
que tienen en común la interpretación de Vértigo en clave autobio-
gráfica. Según todos aquellos que colaboraron con Hitchcock a lo largo
de la producción de Vértigo, era evidente que para él esta película
tenía una importancia especial. Su implicación personal y su obsesión
por los detalles —que habitualmente ya era memorable— se hace
notar en Vértigo tal vez más que en cualquier otra de sus películas.
Para el crítico John Russell Taylor (1997:204), amigo personal y único
biógrafo autorizado de Hitchcock, la clave se encontraría en la espe-
cial fascinación que éste sentía por las relaciones entre sexo y domi-
nio, que ya había explorado anteriormente, y en la comparación que
parecía establecer entre “la manipulación que cada amante hace del
otro con la manipulación que el realizador de cine hace de su público.
(...) diferentes facetas del mismo poder, diferentes formas de contro-
lar y dirigir las emociones”. Entendida de este modo, la perversidad de
Scottie no consistiría en estar enamorado de una muerta, sino el no
ser capaz de amar a Judy hasta que la ha sometido totalmente.

Pero este no es el único paralelismo que podemos encontrar: es bien


conocida la predilección de Hitchcock por un cierto tipo de actrices
—rubias, elegantes y de apariencia fría— y los esfuerzos que dedi-
caba a moldearlas para que encajaran en su fantasía. Así, no es de
extrañar que una de sus colaboradoras más habituales fuera preci-
samente una modista, Edith Head, con la que contó para vestir a
Grace Kelly, Tippi Hedren y a Kim Novak, la cual —al igual que
Judy— odiaba el traje sastre gris y los zapatos de tacón negros con
los que Hitchcock/Scottie había decidido vestirla para convertirla en
el ideal de mujer que perseguía siempre de forma obsesiva, “una
mujer hecha de misterio e ilusión” (Castro, 1999:26). Refiriéndose
a Novak, Hitchcock no fue nunca demasiado halagador y sus co-
mentarios son una buena muestra del sadismo que solía reservar a
los actores: “Me resultó muy difícil conseguir de ella lo que yo que-
ría, puesto que su cabeza estaba llena de ideas propias”, “Al menos
tuve la oportunidad de echarla al agua” (cit. en Spoto, 1983:347).

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En definitiva, para Spoto (1987:351), Vértigo representa “la declaración


definitiva de los impulsos románticos [de Hitchcock] y de la atracción-re-
pulsión que sentía hacía el objeto de esos impulsos: la idealizada rubia a
la que creía que deseaba, pero que realmente pensaba que era un fraude”.
Así, esa dualidad que tanto fascinaba a Hitchcock —la pasión y la perver-
sión ocultas tras la frialdad y el refinamiento— parecía estar también pre-
sente en su propia vida, y le permitió conciliar su papel como modélico
padre de familia católico con el de un cineasta que, en palabras de Rus-
sell (1997:205), “destaca como el máximo exponente en el cine del sa-
dismo masculino”.

LA INTERPRETACIÓN PSICOANALÍTICA

Pese a la trama policiaca que sirve de pretexto o desencadenante de la


trama, lo cierto es que Vértigo trata principalmente de una tragedia emo-
cional: la pérdida traumática del ser amado y la melancolía subsiguiente,
por lo que es prácticamente imposible abordar el análisis de la película sin
profundizar en sus aspectos psicológicos. El psicoanálisis ha sido en mu-
chas ocasiones la vía para hacerlo, incluso en muchos textos que no han
tomado la interpretación psicoanalítica como punto central. Por ese mo-
tivo, nos ha parecido conveniente realizar en este apartado una interpre-
tación completa de la película, reuniendo textos de diferentes autores que,
de un modo u otro, echan mano de las teorías psicoanalíticas.

En Vértigo podemos encontrar tres repeticiones de la pérdida traumática


a la que hacíamos referencia más arriba, cada una más terrible que la an-
terior, más definitiva y más devastadora, siguiendo esa estructura en es-
piral que ya nos anuncian los créditos iniciales y el propio título que
Hitchcock escogió significativamente para su obra.

Así, la película comienza con una persecución en la que Scottie, a causa


de su miedo a las alturas, pondrá en peligro la vida de su compañero, que
caerá finalmente al vacío ante la mirada aterrorizada del protagonista. En
este momento, Hitchcock utiliza el célebre recurso de cámara con el que
intentaba trasmitir a los espectadores la sensación de vértigo que se había
apoderado del protagonista: una combinación de travelling hacia atrás y
de zoom hacia adelante que refleja perfectamente la paradoja del miedo
a las alturas, y en realidad, de cualquier otra fobia. Mientras que ésta con-
siste fundamentalmente en un terror irracional ante un objeto o una si-
tuación determinada, existe también una cierta atracción. De hecho,
según algunas teorías psicoanalíticas, es precisamente esta fantasía de
entregarnos a dicho terror —o a lo que éste simboliza— lo que acaba pro-
vocando la respuesta patológica de la fobia:

“Por lo común, la situación o la persona temidas tienen para el paciente


un significado inconsciente específico. De una manera menos reconocible,
simbolizan, una vez más, una tentación para un impulso rechazado, o bien
un castigo por un impulso inconsciente, o ambas cosas combinadas” (Fe-
nichel, 1945:229)

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Así pues, podemos ver en Scottie —y también en nosotros mismos, si alguna vez
hemos experimentado esa sensación de vértigo— un terror paralizante a las alturas,
a la vez que una lucha por resistirse a la tentación de abandonarse y lanzarse al vacío,
que en este caso sería el vacío más absoluto, esto es, la muerte. Además de esta am-
bivalencia contenida en la acrofobia de Scottie —y de la que veremos ecos más ade-
lante en su atracción erótica hacia Madeleine— hay en esta primera escena otro
aspecto significativo desde el punto de vista psicoanalítico que conviene destacar, y
es que el objeto de esta primera pérdida es un policía, es decir, un representante de
la autoridad que en ese preciso momento estaba intentado atrapar a un criminal. Al-
gunos autores ven en este hecho, y en toda la escena, una recreación de las fanta-
sías agresivas del niño contra su padre a lo largo de la fase edípica, que tiene como
resultado la pérdida de la madre como objeto erótico. Tras el trauma, la única salida
de Scottie es la del sentimiento de culpabilidad, autoimponerse un castigo —abando-
nar el cuerpo de policía—, y abandonarse a otro tipo de vacío: el de una vida solita-
ria, sin ocupación y dedicada a vagar y a “no hacer nada por un tiempo”, como explica
a Midge en la escena que tiene lugar en su apartamento (Castro, 1999).

La llamada de Gavin Elster le proporcionará una nueva ocupación e impondrá un des-


tino a sus erráticos paseos. Pero por encima de todo, la aparición de Madeleine en su
vida servirá para llenar el vacío —al que suponemos un origen muy anterior al trauma
sufrido— y para proporcionarle una posibilidad de reparación que alivie su sentimiento
de culpa por no haber logrado evitar la muerte accidental de su compañero y, a un
nivel inconsciente, de recuperar a su madre.

Aunque sabemos muy poco de la vida anterior de Scottie, las miradas que le lanza
Midge cuando aparece el tema de su fracasado compromiso matrimonial, y la relación
obsesiva que establece con Madeleine —llevándolo incluso, pese a su probada ho-
nestidad, a cometer lo que él cree que es un adulterio— comienzan a mostrarnos que
Scottie es en el fondo un hombre enfermo, incapaz de encontrar una salida sana a sus
impulsos afectivos. De hecho, algunos autores ven en algunos momentos referencias
a una posible impotencia: en la escena en el apartamento de Midge se nos deja claro
que no se le dan bien las relaciones —“Yo sigo disponible. Ferguson el disponible”—
mientras juguetea con un bastón que no consigue mantener erguido. En una escena
posterior, Madeleine le comenta que ha encontrado el camino hasta su apartamento
guiándose por la Coit Tower —un monumento de forma fálica situado en un punto
elevado del paisaje de San Francisco— a lo que Scottie responde que es la primera
vez que le está agradecido por algún motivo.

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En esta ocasión, sin embargo, parece que Scottie ha encontrado por pri-
mera vez una mujer lo suficientemente fascinante —tal vez porque es lo
suficientemente misteriosa y peligrosa— como para querer entregarse a
la atracción que tanto le aterra y convertirla en su amante, y no sólo en
una amiga maternal, como ocurre con Midge. Tras rescatarla por primera
vez —según Freud, rescatar a un mujer del agua en sueños equivalía a
convertirla en su madre— su vida recupera algo de sentido. “Uno solo de-
ambula, dos juntos siempre van a algún sitio”, le dice Madeleine, pero, sin
embargo, en ese trágico destino que Hitchcock impone sádicamente a su
protagonista, la mujer debe desaparecer.

De hecho, autores como Miguel Marías o Victor Burgin (cit. por Castro,
1999:43), señalan que es precisamente la búsqueda de ese inevitable fra-
caso la que condiciona la elección del objeto amado, de forma que el su-
jeto lleva a cabo una especie de auto-boicot, proyectando sobre
circunstancias exteriores su propia incapacidad para amar de una forma se-
xualmente madura. De acuerdo con un ensayo de Freud titulado “Aporta-
ciones a la psicología de la vida erótica”, tres serían las condiciones para
este tipo de elección: el perjuicio del tercero (la mujer elegida puede ser
“reclamada” por otro hombre), la tendencia a salvar a la mujer elegida
(existe la absoluta convicción de “ser necesario a su amada, que sin él per-
dería todo apoyo moral y descendería rápidamente a un nivel lamentable”)
y, por último, la imposibilidad del objeto de llegar a poseer jamás las cua-
lidades irreductiblemente únicas del original (la madre, en un sentido es-
tricto, o Madeleine, si pensamos en la frustrada transformación de Judy).

La pérdida de Madeleine provocará un trauma mucho mayor que el ante-


rior, y dejará a Scottie sumido en la más profunda melancolía. En psicoa-
nálisis, la melancolía podría considerarse la vertiente patológica del duelo:
ambos son la consecuencia de la pérdida del objeto amado, pero mientras
que en el duelo se considera en todo momento el objeto perdido como
algo externo al propio yo —pudiendo éste depositar su amor en otro ob-
jeto una vez aceptada la pérdida y superada la fase de dolor—, en la me-
lancolía el sujeto presenta una disposición enfermiza que le lleva a sufrir
una identificación con el objeto perdido, de suerte que el amor perdido se
traduce en una grave pérdida de autoestima, y los reproches dirigidos a
la persona que nos ha abandonado se trasforman en autorreproches (las
palabras del juez que lo absuelve podrían considerarse como una voz pro-
cedente del super-yo). Freud lo definía de la siguiente forma en su en-
sayo “Duelo y melancolía”:

“La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profunda-


mente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida
de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja
en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodeni-
graciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. (...) No
atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón
podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia
lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para
el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a
quién perdió, pero no lo que perdió en él.” (Freud, 1917)

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Scottie lleva hasta el extremo estos dos aspectos fundamentales —identificación y


autodenigración— en el sueño que precede a su colapso nerviosa (Wood, 1968). En
él, Scottie sueña el sueño de Madeleine: atraviesa la oscuridad de la tumba abierta
de Carlotta sólo para acabar cayendo, como ella, en el tejado de la misión, que se des-
vanece en el último momento envolviéndolo con una luz que podemos identificar con
una caída aún más profunda: la de la muerte y la enajenación. Todo ello unido a imá-
genes que aluden a la desintegración —representada por el desecho ramo de flores—
y al poder de atracción de la muerte —Carlotta acabó arrastrando a Madeleine al sui-
cidio con su influencia sobrenatural—. Irónicamente, resulta ser posible, como afir-
maba Gavin Elster, que “una persona del pasado, un muerto, pueda poseer a una
persona viva”: la desaparecida Madeleine ha poseído a Scottie por completo.

Una vez recuperado de la crisis, Scottie volverá de nuevo a su ocupación predilecta,


deambular por las calles de San Francisco. Pero vemos que la recuperación no es real,
Scottie no ha aceptado aún la pérdida de Madeleine y la busca en su coche, en un pei-
nado, en un traje gris. Curiosamente, la acabará encontrando en una joven que, su-
perficialmente, es la antítesis de la elegancia y la hierática belleza de Madeleine. Con
ella, Scottie dará rienda suelta a su sadismo y a los aspectos más ambivalentes de su
melancolía: por una parte, existe el deseo de recuperarla —o de recuperar lo que sig-
nificaba para él—, pero en su sadismo podemos ver también un cierto odio, un deseo
de desligar su amor del objeto para volver a ser el hombre libre —aunque vacío— que
era antes de conocerla. Si antes su obsesión y sus ansías de poseerla se habían ma-
nifestado sobre todo en forma de vouyerismo, ahora el creciente sadismo acabará
dando lugar a otro tipo de perversión: el fetichismo. Con él, Scottie puede llegar a un
acuerdo entre los dos impulsos que lo guían: su amor seguirá ligado al objeto, pero
ahora ambos estarán bajo su férreo control. Sólo cuando consiga llegar a este punto,
podrá liberar de nuevo su tensión erótica, un hecho que tendrá lugar en la que Hitch-
cock consideraba la escena culminante del film y que describía así con su peculiar
humor:

“Es la situación fundamental del film. Todos los esfuerzos de James Stewart para re-
crear la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla
en lugar de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve
después de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfe-
cho, porque no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere esto decir?
Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero todavía se niega a quitarse la bra-
guita. Entonces James Stewart se muestra suplicante y ella dice: «Está bien, de
acuerdo», y vuelve al cuarto de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva
desnuda esta vez, dispuesta para el amor.” (Truffaut, 1966:211)

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De nuevo, sin embargo, de poco servirán los esfuerzos de Scottie por retener a su
ideal, encarnado por Judy/Madeleine. Cuando la identificación de éstas dos se com-
pleta, es decir, cuando Judy abandona por completo su identidad y se resigna a ser
de nuevo sólo Madeleine, comete el descuido de ponerse el collar de Carlotta y Scot-
tie la pierde de nuevo por tercera y última vez. Ese collar simboliza la reaparición por
un último instante de la melancolía, que es ahora “de naturaleza más ideal. El objeto
tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor” (Freud,
1917): “Es demasiado tarde, no podemos traerla de vuelta” le dice a la propia
Judy/Madeleine. Scottie se ve curado también de su acrofobia, pero al conseguirlo
aparece en él una expresión maniaca y sólo le servirá para llevar a Judy hacia su
muerte definitiva —en parte porque ella ha destruido su fantasía, pero también por-
que la melancolía encuentra finalmente un objeto exterior en el que descargar su
odio—. Así, en cierto modo, Scottie consigue librarse de la obsesión y reordenar el
caos que había supuesto la aparición de Madeleine y de Judy en su vida, aunque las
consecuencias sean por otra parte terribles.

LA INTERPRETACIÓN FEMINISTA

Una de las lecturas feministas más influyentes de la obra de Hitchcock, y


en concreto de Vértigo, es la que expuso Laura Mulvey en un citado artí-
culo titulado “El placer visual y el cine narrativo”, en el que desde una
perspectiva psicoanalítica trataba de mostrar cómo las películas de Holly-
wood “reflejan, revelan e incluso sacan provecho de la interpretación con-
vencional y socialmente establecida de la diferencia sexual que controla
las imágenes, los modos eróticos de mirar y el espectáculo” (Mulvey,
1975:6). Así, nos encontraríamos en general frente a un cine producido
bajo la influencia de un inconsciente patriarcal, que limitaría el papel de
la mujer al de un mero objeto portador de significado simbólico, a través
del cual el hombre puede materializar sus fantasías y obsesiones.

Se establece por tanto una clara diferencia entre el hombre/activo y la


mujer/pasiva, y la presencia de ésta constituye parte esencial del espec-
táculo, a pesar de que su contemplación erótica tiende a detener el ritmo
narrativo de la acción, una ralentización que es muy evidente, por ejem-
plo, en la secuencia del seguimiento de Madeleine, cuya finalidad es sobre
todo la de acompañar a Scottie en su creciente fascinación por ella. La fi-
gura masculina, en cambio, es aquella con la que se identifica el especta-
dor, la portadora de la mirada y la dinamizadora de la acción.

Aunque en su análisis Mulvey no otorga suficiente importancia al flashback


de Judy —gracias al cual conocemos la trama y pasamos a identificarnos
con el drama en que están sumidos ambos personajes (Modleski, 1988;
Berman, 1997)— no por ello es menos acertado considerar Vértigo como
uno de los ejemplos más representativos de la identificación masculina en
el cine, ya que la mirada subjetiva de Scottie —oscilando entre el voye-
rismo y el fetichismo— es el elemento estructurador de toda la película:
los movimientos de cámara van siempre orientados a mostrarnos aquello
que ve, pero sobre todo aquello que siente e imagina, como en el caso del
efecto de zoom y travelling con el que se trasmite la sensación de vértigo,
o los filtros de neblina y de color con los que se envuelve la imagen de Ma-

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deleine a lo largo de la película, otorgando a su figura un aura irreal e incluso fan-


tasmagórica.

Uno de los ejemplos más extremos es el travelling que nos muestra por primera vez
a Madeleine en Ernie’s: tanto en este momento como en el famoso perfil de Kim
Novak que veremos unos segundos después, la cámara no nos muestra lo que Scot-
tie ve (desde su posición es imposible esa perspectiva), sino “su visión íntima aluci-
natoria”, mediante un artificio que Zizek ha dado en llamar la “subjetividad sin sujeto
agente” (Zizek, 2006:176-178).

Madeleine, a diferencia de Midge, no es una mujer real, sino la proyección de un ideal,


un espejismo inasible que Scottie persigue a lo largo de toda la película y que se es-
capará una y otra vez entre sus dedos. Como señala Tania Modleski (1988:94) —au-
tora de una interpretación feminista más matizada— el deseo de Scottie es, sobre
todo, el deseo de poseer a Madeleine, de forma que su voluntad de salvarla —de Car-
lotta, de la locura, de la oscuridad, de la muerte y en definitiva, aun sin saberlo, de
la trama urdida por Gavin Elster— se revela también como la única forma de pose-
erla por completo: una obsesión que no sólo hará sufrir a Judy, sino que lo conver-
tirá a él mismo en víctima.

Así, cuando Scottie descubre al fin el engaño, no sólo comprende que ha sido utili-
zado, también debe aceptar que Madeleine jamás podrá ser suya porque es la crea-
ción de otro hombre, una creación mucho más perfecta que la que él mismo ha
llevado a cabo usando a Judy. Aunque su muerte real llegará más tarde, es en este
punto, su mirada clavada en el collar de Carlotta, cuando Scottie es expulsado bru-
talmente de su fantasía, perdiendo verdaderamente a Madeleine y también cualquier
esperanza de recuperarla: “Ella está destruida antes de caer” (Wood, 1968:112), lo
que pone de nuevo en evidencia hasta qué punto para Scottie la identidad de la mujer
no reside en ella misma, sino en el ideal que por un momento logró interpretar para
él. Ante unas expectativas tan desmesuradas, el desenlace no puede ser otro que el
de la insatisfacción del deseo, la desilusión y el dolor (Castro, 1999:37).

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Referencias:

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noches. Madrid: Alfaguara, 1995. Pp. 83-119.
CABRERA INFANTE, Guillermo (1959): “En busca del amor perdido”. En su Un oficio del
siglo XX. 2ª Ed. Madrid: Ediciones El País / Aguilar de Ediciones, 1993. Pp. 311-323.
CASTRO, José Luis (1999): Alfred Hitchcock. Vértigo/De entre los muertos. Barcelona:
Ediciones Paidós, 1999.
CUETO-VALLEJO, Jesús (1999): “El psicoanálisis”. En MUINELO, G. et al, Los 100 años de
la vida y la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock. Pp. 179-274.
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MODLESKI, Tania (1988): “Feminity by design”. En su The women who knew too much.
New York: Methuen, 1988. Pp. 87-100.
MULVEY, Laura (1975): “Visual Pleasure and Narrative Cinema”. Screen, Vol. 16, Núm.
3, 1975. Pp. 6-18.
RUSSELL, John (1978): Hitch. The Life and Work of Alfred Hitchcock. Londres: Faber &
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contrado”. Nickel Odeon, Núm. 8, Otoño, 1997. Pp. 198-205.
SAITO, Ayako (1999): “Hitchcock’s Trilogy. A Logic of Mise en Scéne”. En BERGSTROM,
J. (ed.), Endless night : cinema and psychoanalysis, parallel histories. Berkeley: Univer-
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SPOTO, Donald (1983): Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio. Madrid: T&B Editores,
1998.
TRÍAS, Eugenio (1982): Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Seix Barral, 1982.
TRÍAS, Eugenio (1997): Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de Alfred
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TRUFFAUT, François (1966): El cine según Hitchcock. 3ª Ed. Madrid: Alianza Editorial,
1994.
WOOD, Robin (1968): El cine de Hitchcock. México: Ediciones Era, 1968.
ZIZEK, Slavoj (2006): “Arte: las cabeza parlantes”. En su Órganos sin cuerpo. Sobre De-
leuze y sus consecuencias. Valencia: Pre-Textos, 2006. Pp. 173-209.

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III. QUINCE MINUTOS MUDOS


Miguel Ángel Múñoz

16:10-17:40

Un minuto y treinta segundos bastan para delimitar una fascinación y sembrar


un pánico, una confusión de identidades y mentes. La cita es en Ernie's. El res-
taurante está atestado y los comensales disfrutan de una buena cena. Charlan,
beben, se comportan con corrección y Scottie, el investigador privado, toma
una copa en la barra, y desde allí -excluido, otro- les observa. El decorado es el
centro de un corazón palpitante con paredes tapizadas en rojo intenso, y allí se
producirá el encuentro con Madeleine -Kim Novak- Carlotta, que surgida desde
el fondo de salón avanza hasta quedar en el foco de la mirada de Scottie, y de
paso ante nuestra mirada, en una presentación de perfil que es también una de
las apariciones más perturbadoras de la historia del cine. Hitchcock juega con
la intensidad cromática de las paredes del salón para exacerbar su presencia,
para nimbar su mirada con una aureola espectacular y nítida, para resaltar el ro-
manticismo de la historia que vendrá, aunque aún no haya aparecido. Esa será
la médula de lo por contar, pero para Scottie es, a esas alturas, el comienzo de
un amor extraño, nacido en Ernie's, bajo luces rojas y a los ojos de la mujer
rubia.

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17:41 - 19:45

Dos minutos en que Scottie comienza apostado en su lugar de seguimiento,


aguardando la salida de Madeleine de su casa. Él lee el periódico, un tanto des-
preocupadamente, sin creer que haya, en el encargo de su amigo, el marido de
Madeleine, nada importante que encontrar, ningún misterio que resolver, sino
más bien el desenfreno celoso de un viejo amigo al que le debe algún favor.
Claro que Madeleine es bella, y claro que le ha cautivado en su aparición en Er-
nie's, la noche anterior, pero ¿qué podrá encontrar de sospechoso en el com-
portamiento de una mujer bella que se deja querer, gustar, seguir por un
detective con pánico a las alturas? Cuando ella sale del edificio y coge su coche,
comienza una persecución tranquila por las calles de San Francisco llena de mis-
terio y elegancia. No es el San Francisco de Bullit (Peter Yates, 1968) o ¿Qué me
pasa, doctor? (What's Up Doc?, Peter Boddanovich, 1972), no hay lugar para el
desenfreno o la velocidad, sino para la mirada tranquila y cómplice. Es un día
soleado, pero dentro del coche de Scottie las cosas se mueven a una velocidad
muy lenta, la del investigador privado, que se conduce con precaución extrema.
En el rostro de James Stewart se aprecia la inquietud, la curiosidad, la necesi-
dad de saber a dónde se dirige Madeleine. Finalmente, ella entra en un callejón,
la entrada trasera da algún sitio. Scottie deja su coche tras el de Madeleine, y
la sigue dentro de la cueva prodigiosa que -él aún no lo sabe- es el lugar de la
manifestación de la ofrenda fetichista de la hembra deseada.

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19:46 - 21:11

Scottie abre la puerta tras la que ella ha desaparecido y un mundo de flores se


abre ante él. Madeleine queda en el centro de la imagen, y curiosamente su
imagen es como la de un cuerpo tendido en un ataúd, rodeado de flores y co-
ronas, que la cámara enfocara frontalmente. Una muerta vuelta a la vida, lu-
minosa, que charla con la encargada de la floristería. Da unas cuantas vueltas,
su imagen difusa queda superpuesta al cristal de la puerta tras la que se asoma
Scottie, y el plano que nos ofrece a ambos lo hace con distintas calidades y
grano: la imagen del espía, Scottie, y la de Madeleine, espiada, difusa, reflejada,

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fascinante. Ella sólo ha ido hasta allí a comprar un ramo de flores, y cuando
Scottie se da cuenta de eso vuelve sobre sus pasos y sale del local. Se monta
en el coche de nuevo, crecientemente intrigado y reinicia la persecución.

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21:12 - 24:17

Se introduce por primera vez el motivo español. Madeleine se ha detenido frente


a una iglesia colonial. La Misión Dolores, en realidad. Cruza la nave principal de
una iglesia y desaparece tras una pequeña puerta. Siempre Scottie la sigue por
ese recorrido de puertas falsas y ocultas, un camino gótico y de segundas in-
tenciones que Scottie no acierta a reconocer. De hecho, cuando salen ambos al
jardín interior de la misión y Scottie ve a Madeleine desde lejos observando la
lápida de una tumba, hay un plano en contrapicado fantástico en el que la ima-
gen de Scottie queda bajo la torre y el campanario de la iglesia. Presagio del
final de la película, al que Scottie no atiende, pendiente sólo de la actitud de Ma-
deleine, de sus movimientos enigmáticos y siempre recubiertos de un aura ro-
mántica. Al salir la mujer de la iglesia pasa ante Scottie, escondido, y vemos un
nuevo plano de perfil de Madeleine, también fascinante a la luz del día, como lo
era con el fondo rojo de Ernie's. Se detiene brevemente, porque quiere que él
la vea bien, perfectamente. Ella desaparece y Scottie va a buscar la tumba que
ha estado mirando durante un largo rato. La inscripción de la lápida es "Carlotta
Valdes" y escuchamos el sonido de unas campanas que se superponen o, mejor
dicho, se imbrican con la música de Bernard Hermann, nuevamente anunciado-
ras de lo que ocurrirá más adelante, al final de la película.

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24:18 - 26:30

Seguimos callejeando por San Francisco. Scottie no ha perdido su mirada entre


intrigada e irónica. Aún no ha ocurrido nada que perturbe su creencia de que la
mujer a la que sigue no está tan trastornada como su marido cree. La siguiente
parada es el Palacio de la Legión de Honor de San Francisco, donde Madeleine,
a solas en una gran sala, se sienta ante el retrato de una mujer -retrato pintado
para Vértigo aunque los visitantes reales de este museo pregunten por él a los
guías del museo y queden decepcionados cuando reciben la respuesta de que
fue un cuadro creado para la película-. La música de Hermann adquiere toques
de intriga y sus clásicos compases rememorativos. La cámara sigue el ramo de
flores comprados por Madeleine en la floristería y después el ramo que sostiene
la mujer del cuadro: ambos son idénticos, como también el moño de Madeleine
es idéntico al de la mujer que posa ante los visitantes del museo, desafiando el
tiempo. Entonces se produce uno de los dos breves diálogos de estos minutos
de cine mudo. Una charla funcional entre Scottie y un guía del museo, al que le
pregunta quién es la mujer del cuadro que mira la mujer bella a la que él sigue.
Una pesquisa sobre una pesquisa. "Retrato de Carlota. Está en el catálogo", res-
ponde él. "¿Me lo deja?", pregunta Scottie. El otro asiente y se aleja de la es-
cena. Salimos del museo. Volvemos al coche, reiniciamos la persecución. La
fascinación continúa.

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26:31 - 30:57

Última parada de nuestro viaje. El hotel McKittrick. Madeleine entra en él, y


Scottie baja del coche para acercarse hacia la puerta. Animo a comparar el plano
lateral con travelling, desde el punto de vista de Scottie, con el que se nos mues-
tra la casa victoriana, con alguna otra casa hitchcokiana que aparecería pocos
años después en su filmografía. No es difícil advertir que un plano muy similar
existe en Psicosis (Psycho, 1960) con una casa prácticamente idéntica. No aca-
ban aquí las concomitancias con la obra maestra sobre Norman Bates, otro per-
sonaje que vivía neuróticamente el papel de otro. La entrada del hotel, las
escaleras a la derecha, y el modo en que la cámara enfoca el techo, suelo de la
primera planta donde Scottie ha visto por la ventana que Madeleine se ha alo-
jado, tiene planos paralelos y de nuevo idénticos en Psicosis, en ésta con las
murmuraciones de fondo de la madre de Norman, antes de que descubramos el
secreto del doble papel de Anthony Perkins, como aquí Kim Novak tiene un doble
papel. Y ese momento anticipatorio de una película aún no rodada, pero que a
nosotros, ya conocedores de ambas películas, nos deja suspendidos en la con-
templación, queda roto por el "¿Yes?" de la recepcionista del hotel, una señora
con la imagen clásica de las secundarias de Hitch, las viejas cotillas del barrio
que contaban los secretos que los protagonistas necesitaban conocer para avan-
zar en la trama. Scottie, ante las reticencias de la señora para informarle sobre
la entrada de Madeleine en el hotel, le enseña su placa de ex-policía y ella cede
de inmediato -en realidad, está deseando contar su secreto- y le informa de que
es Carlotta Valdes la mujer que ocupa la habitación sobre la que Scottie se in-
teresa. "That sweet girl. Spanish, you know? Foreign, but sweet", le cuenta.

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Y aquí está una de las fallas de guión de la película, uno de esos momentos in-
verosímiles que Hitchcock introducía en sus películas y que manejaba con gran
maestría. Por supuesto es increíble lo que la mujer le cuenta. Esa Carlotta hoy
no ha ido al hotel. Incluso sube con Scottie a la habitación y se la muestra vacía.
El coche ha desaparecido de la puerta, y la recepcionista estaba limpiando sus
plantas. No se ha movido de la puerta. La abría visto de haber entrado en el
hotel. Es algo completamente absurdo, y si nos detenemos en ese detalle no nos
creeremos nada de lo que nos contará la película en adelante. Pero si obviamos
ese detalle y nos centramos en la majestuosa mirada de Stewart -base funda-
mental de toda esta secuencia de quince minutos casi mudos- observándolo
todo, quedando enamorado de una mujer, admitiendo que puede perderse el
juicio por una muerta y se puede amar absolutamente, de un modo inflamada-
mente romántico, a una mujer que no existe, o que es dos y ninguna, si nos fi-
jamos en eso y no en el "defecto evidente" de guión, caeremos seducidos por
el vértigo de esta película y recuperaremos de entre los muertos a Carlotta para
amarla, y adorarla, y dejarnos caer por ella, y ante ella.

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IV. VÉRTIGO O EL TIEMPO COMO ESPIRAL

Carlos Segura

“La paz, la calma, la felicidad interior,


no se encontrarán más que allí donde no exista el donde y el cuando.”
Richard Wagner

LOS CLÁSICOS ME DAN MIEDO…

¿Cómo enfrentarse al reto de escribir sobre Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo,
1958), la obra total de Alfred Hitchcock, 50 años después de su nacimiento? Las pe-
lículas nacen para el espectador, resplandecientes y maduras, y por eso estoy con-
vencido que el momento exacto para hablar de ellas es el presente, porque la historia
las entierra en la mediocridad –a riesgo de incitarnos a un menosprecio eventual-
mente injusto– o les confiere un aura de respetabilidad obligándonos a una aproxi-
mación prudente y sumamente respetuosa, lo que conlleva una significativa pérdida
de frescura, hecho preocupante para los que pensamos en la crítica como organismo
vivo. Un ensayo donde el rigor no se convierta en rigor mortis.

A priori, también pienso que hablar de una película relativamente minoritaria facilita
el objetivo de lograr una crítica dinámica, puesto que existe siempre el afán divulga-
tivo que impide caer en la obviedad y el lugar común a una hipotética reivindicación
o celebración de la obra. Resumiendo: no es lo mismo afirmar, ahora, que Barrera (Ba-
riera, 1966) de Jerzy Skolimowski es una obra capital de los Nuevos Cines que pro-
clamar en este texto que Vértigo habita el Olimpo del Hollywood clásico.

Y aún con todo, no dudo que habrá quien, con argumentos de peso, ponga en cues-
tión mi temor, animándome a ver y construir discursos sobre los films como si fuese
la primera vez (“hacía los films mismos” en formulación husserliana). Pero olvidan
que Hitchcock ya ha existido, que ha producido una obra sobre la que se han escrito
decenas de libros y miles de páginas. Olvidan que varias de sus películas se han con-
vertido en mitos de la cultura contemporánea. Olvidan que hoy Hitchcock es proba-
blemente el director más popular de la historia y posiblemente el más reconocido, un
Michelangelo del cinematógrafo. Celebrar a Hitchcock y cantar las virtudes de su

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puesta en escena dando la espalda a una Historia que comenzó


con la tendencia hitchcock-hawksiana de los cahieristas france-
ses en los años 50 y la toma de poder de la política de los au-
tores, puede resultar al lector actual cuanto menos
ridículamente naïf. No exclamaré, por tanto, “¡qué sugerente y
creativo el efecto zoom in, dolly out cuando Jimmy Stewart se
asoma por la escalera!”. Tampoco mencionaré la belleza gélida
de las rubias hitchcockianas ni escribiré la palabra McGuffin.

Asumamos esta herencia cultural, reconozcamos que no hay


lugar para la inocencia ni terrenos vírgenes dentro del cine clá-
sico. ¿Cómo superar esta parálisis? Hablar de Vértigo ya no im-
plica tomar partido estético o político como no sea para
quedarse en una cinefilia rancia que solamente mira atrás y ha
renunciado al futuro (porque vivir el presente siempre es mirar
al futuro, con o sin responsabilidad). Una cinefilia que, curiosa-
mente, encuentra su par en el Scottie (James Stewart) y la Ma-
deleine (Kim Novak) de Vértigo, presos del pasado. No se toma

Jean Renoir
posición porque con independencia de ésta, el status del film
permanecerá inamovible, pues el tiempo la ha colocado en su
lugar. Esto quiere decir que quienes intenten profanar su templo serán arrojados del
paraíso del Buen Gusto a los infiernos del pintoresquismo crítico, o sea, el hábitat de
quienes escriben para dar la nota. No pretenderé entonces vender Vértigo. Pero en
cualquier caso, que la virginidad del terreno haya sido violada en numerosas ocasio-
nes no es condición sine qua non de infertilidad. No tiraré la toalla, pues todavía hay
esperanzas de plantar un pequeño árbol. Uno de los caminos razonables es el de la
monografía, formato extenso y que ayuda a cubrir o completar huecos bibliográficos
en determinados países: análisis pormenorizado del film por secuencias, un estudio
de las constantes estilísticas y las relaciones entre los elementos constitutivos del
profílmico y los procesos discursivos, de la iconogra-
fía… Todo ello, combinado con citas a otros estudios
y monográficos complementarios, siempre contri-
buye positivamente al conglomerado de discursos,
hermenéuticas y exégesis alrededor de un autor, in-
cluso clásico, como muestran por poner un ejemplo
los excelentes libros Jean Renoir (Ángel Quintana,
Cátedra, Madrid, 1998) y Robert Bresson (Santos
Zunzunegui, Cátedra, Madrid, 2001). Dicho esto, re-
conozco que un trabajo así es incompatible con este
formato y también con mis capacidades.

Seguir el hilo del homenaje parece aconsejable


cuando se celebra el medio siglo de existencia del
film de Hitchcock, pero la publicación de esta serie
de textos alrededor de Vértigo ya es en sí un home-
naje, y aunque cabe la posibilidad de extenderlo sin
caer en la redundancia, confieso no saber muy bien
cómo hacerlo.

Tengo decidido el formato: del mismo modo que el


crítico Serge Daney afrontaba el problema del trave
Robert Bresson

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Doble cuerpo, Brian de Palma, 1984 Suspiria, Dario Argento, 1977

lling de Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960) desde la experiencia personal y subjetiva


cuando carecía de sentido encararse a él después de lo escrito por Jacques Rivette,
me decido por tomar el fundamental texto de Daney (al que siempre volveré, una y
otra vez, en mil y un contextos) como canon.

Reescribiré y extenderé, a mi manera, algunos aspectos que considero fundamenta-


les de Vértigo, pero como vengo argumentando, la exigencia del palimpsesto se me
hace indispensable para no tropezar con el comentario ingenuo. Básicamente, me
salgo por la tangente pero sin alejarme demasiado de la “curva” Vértigo. Este texto
no tiene pretensión metalingüística (o concretamente metacrítica) pero sí que quiere
dar crónica de un tour de force personal frente a la obra magna hitchcockiana que al
tiempo que avanza se pregunta por sí mismo y responde desde la distancia, para vol-
ver a ponerlo todo en cuestión. ¿Crónica de un fracaso? Puede ser, pero también tes-
timonio de un work in progress.

No veo manera de abordar directamente a Hitchcock, como a otros autores clásicos,


sino es desde el manierismo, la vuelta de tuerca y la reescritura. De ahí la diferencia
entre la obra de Brian De Palma y la de Dario Argento: el primero construye unos ar-
tificios formales que se apropian de los códigos estilísticos y narrativos típicamente
hitchcockianos desde la distancia autoconsciente para explorar sus límites mediante el
paroxismo, mientras que el segundo los imita y explota hasta lo granguiñolesco (el
giallo). Por eso la filmografía del primero supera infinitamente en interés a la del se-
gundo, pese a que ambos manejan en sus mejores films hallazgos plásticos similares.

LA IDEA DEL VAGABUNDEO…

Párrafo a párrafo inevitablemente, he de chocar con el film. ¿Sobre qué Vértigo ha-
blar? Porque al menos, hay dos películas. Pero volveré a ello posteriormente. Primero
me referiré a mi primera vez, la del descubrimiento. No miento si digo que Vértigo fue
mi estreno con el cine de Alfred Hitchcock, gracias a una de aquellas colecciones de
VHS por fascículos, primera doble entrega junto a Psicosis (Psycho, 1960).

La ortodoxia dice que un niño ha de sentirse antes aterrorizado y fascinado por el te-
rrible secreto de Norman Bates que por los ritmos cadenciosos que envuelven la his-

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toria de amor enfermo entre la misteriosa Madeleine


y el malogrado Scottie, y sin embargo, yo preferí
desde aquel momento la segunda propuesta. Y lo que
me atrapó, porque hasta ese desvelamiento no había
visto jamás algo igual, fue la persecución obsesiva y
romántica por las calles de San Francisco, los largos
paseos por bosques y cementerios de atmósferas en-
rarecidas.

La idea del vagabundeo entronca con cierto pensa-


miento de la modernidad, concretamente Bazin estu-
dia el neorrealismo aparcando en un segundo plano el
limitado enfoque social para atender a criterios esté-
ticos entre los que destaca la idea del plano-secuen-
cia como correlato a una realidad “dispersiva, elíptica,
errante u oscilante, que opera por bloques y con nexos
Ladrón de bicicletas, Vittorio de Sica, 1948
deliberadamente débiles y acontecimientos flotantes”
(1). Para esta corriente que irrumpe en los años cua-
renta pero germina completamente en los cincuenta,
el cinematógrafo ya no se contenta con construir una
ficción que ilustre una idea de la realidad, quiere
apuntar al mundo en su complejidad. A esta idea res-
ponde también la definición del neorrealismo de Ce-
sare Zavattini: un arte del encuentro, encuentros
fragmentarios, efímeros.

Los protagonistas de estas películas se mueven a la


deriva, frecuentemente son los encuentros los que les
vuelven inmóviles: un personaje encuentra a su ob-
jeto de deseo, cruza su mirada con éste pero se siente
incapaz de abordarlo. Encuentros físicos frustrados,
voyeurísticos. Los habitantes de este mundo se bus-
can y persiguen pero la situación les desborda redu-
ciendo su papel al de mero espectador. El cine
sensoriomotriz reemplazado por una mise en scène
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958
anclada en el espacio óptico y sonoro. Mi identifica-
ción infantil con Vértigo está ligada a mi tendencia a
observar el mundo desde la distancia, mi atracción por
los ociosos tiempos muertos (siempre me encantó pa-
sear sin rumbo acompañado de una conversación sin
intención de atracar en algún puerto o simplemente
pasar la tarde en la terraza de una cafetería) en la tra-
dición de un Hans Castorp así como en una idealiza-
ción de la mujer en el papel de espectro a la manera
de los últimos trabajos de Jose Luís Guerín. Mujer eté-
rea que se cruza en el camino de un deseo inmóvil que
alimenta su aura de misterio al no reaccionar frente a
ella, porque de antemano conocemos la fugacidad del

1. La imagen-tiempo, Gilles Deleuze,


En la ciudad de Sylvia, José Luis Guerín, 2007 Paidós, Barcelona, 1987.

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La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957

encuentro y sabemos que ninguna de las preguntas que nos suscite será jamás res-
pondida. Ella, como Madeleine, es un Enigma, un puro observable cuyo tenue en-
canto –el del completo desconocimiento– colapsaría al mínimo contacto, como los
estados cuánticos al tratar de medirlos.

Estos pensamientos nacidos bajo el influjo del neorrealismo encajan perfectamente


con el universo que Hitchcock construye para Vértigo. Está el vagabundeo, pero tam-
bién el tema de la parálisis, que estaba presente ya en obras anteriores como La ven-
tana indiscreta (Rear window, 1954) y que aquí se introduce por el vértigo que sufre
el protagonista. Y sin embargo su puesta en escena estilizada y barroquismo visual
se aleja completamente del movimiento italiano (otra obra de su filmografía, Falso cul-
pable (The wrong man, 1956) sí nos parece que flirtea, a través del despojamiento y
la reconstrucción fiel a los hechos, con el cine de los neorrealistas). Esta contradic-
ción se resuelve si centramos nuestra atención en la relación que el cineasta establece
con el mundo, y no con las ideas qué tiene de él, pues en este caso las conclusiones
metafísicas son similares y también la predilección por un cine de planificación frente
al cine de montaje. Así pues, la idea del vagabundeo en Hitchcock puede tener una
misma naturaleza pero no cumple la misma función en su universo: no es un vaga-
bundeo de miradas perdidas en el horizonte. Tampoco en su cine la cámara barre el
espacio para perseguir a aquellos cuerpos que recorren la geografía buscándose a sí
mismos y topándose con el muro del vacío. Hitchcock no es Rossellini. En estos casos,
vuelvo a la clasificación godardiana de cineastas libres y cineastas rigurosos: “Grosso
modo, hay dos tipos de cineastas: los que van por la calle con la cabeza baja y los que
van con la cabeza alta. Los primeros, para ver lo que ocurre a su alrededor, están
obligados a alzar frecuente y repentinamente la cabeza moviéndola a derecha e iz-
quierda para abarcar, gracias a una sucesión de miradas, el campo que se ofrece a su
vista. Ellos ven. Los segundos no ven nada, sino que miran, fijando su atención en el
punto preciso que les interesa. Cuando ruedan un film, el encuadre de los primeros
es aireado, fluido, (Rossellini) y el de los segundos ajustado al milímetro (Hitchcock).”
(2) El mundo de Hitchcock es absolutamente preciso y todo lo que se muestra tiene
una función, aunque en esta ocasión se abra a los misterios de la realidad y la ambi-
güedad se filtre en las largas secuencias. La deriva de los personajes por San Fran-

2. "Bergmanorama", Jean-Luc Godard, Cahiers du Cinéma nº 85, enero


1958.

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Paris nos pertenece, Jacques Rivette, 1960

cisco está perfectamente calculada para que la atmósfera del film adquiera tintes fe-
éricos, tanto por los lugares (un museo, un restaurante con paredes rojas, un bosque
de sequoias, un cementerio, un viejo poblado español) como por los ritmos internos
que marca un tiempo cadencioso. Así, la metafísica del vagabundeo no es, como en
el neorrealismo, fruto del azar, de una búsqueda durante el rodaje. Para Hitchcock pri-
mero está la Idea y luego la manera de mostrarla, por eso su relación con el mundo
es diferente aún cuando quiere decir lo mismo.

Si en Vértigo aparecen continuas digresiones narrativas (3), o el tiempo se dilata


hasta volver las situaciones puramente ópticas, es con el fin de mostrar –y no expli-
car o significar, típicamente herramientas de un cine pobre- un carácter (el de Scot-
tie) e introducir al espectador en la escena para contagiarle la fascinación (el secreto
del “suspense” del que presumía Hitchcock) que éste siente, y no por indefinición
como en el cine de la modernidad europea. Los personajes se miran desde la distan-
cia por amor y por una resistencia púdica a romper el clima de misterio que les en-
vuelve, pero también porque hacerlo así es la mejor vía para sacarse de la manga un
complot: los personajes parecen no ir a ningún sitio, pero en todo momento juegan
un papel, por ejemplo van hacia la torre del campanario y una muerte resuelve el
conflicto y detiene el misterio que se reactiva posteriormente hasta el descubrimiento
del complot. Otra visita errante al mismo lugar pondrá fin a la trama. Escribiendo
esto, no puedo evitar encontrar afinidades con el cine de Rivette, e imaginar la trama

3. Habrá quien piense que estas digresiones no existen y la trama se des-


arrolla inteligentemente, paso a paso, hasta la catarsis central, para rees-
cribirse en la segunda parte. Cierto, pero difícilmente desde los cánones del
cine clásico – introducción, nudo y desenlace, en la que cada escena hace
de eslabón con la siguiente – se puede explicar la inclusión de una secuen-
cia como la del bosque o el cementerio. Vértigo no se queda en film espe-
cular, tiene una geometría mucho más compleja y rica en simetrías: de las
escaleras del campanario al moño de Carlotta Valdés y de Madeleine, pa-
sando por los anillos del tronco hasta los movimientos circulares que traza
la cámara. Desde la planificación del paisaje exterior al interior, de la noche
al día, hasta las subidas y bajadas de una ciudad como San Francisco. Desde
el contraste entre lo horizontal y lo vertical hasta la progresión del rojo al
verde. Todo es mise en scène, e incluso los movimientos de derecha a iz-
quierda en la primera parte se invierten a izquierda derecha en la segunda,
como destaca Donald Spoto en su monografía sobre Hitchcock. En palabras
suyas, “la estructura de esta película es un vertiginoso recorrido circular”
(4). También Rohmer venía a señalar lo mismo.
4. El arte de Alfred Hitchcock, Donald Spoto, RBA coleccionables S.A., Ma-
drid, 2004.

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de Vértigo como un gérmen sobre el que Rivette ensayará una am-


pliación de las digresiones narrativas hasta que, como en Paris nos
pertenece (Paris nous appartient, 1960), el tronco no se diferen-
cie de las ramas, por decirlo de algún modo.

También me acuerdo de la partitura de Bernard Hermann de in-


confundibles reminiscencias wagnerianas, y me viene a la mente
porque da la sensación en la música de Wagner de que los temas
o leitmotivs se pierden en un densísimo mar cromático para, al
final de un movimiento eterno, resurgir con toda su fuerza y poner
de manifiesto que su disolución obedecía a un esquema general
asombrosamente exacto. Esto abre una correspondencia preciosa
entre las estructuras musicales wagnerianas y la puesta en escena
hitchockiana (5), muy especialmente en una película, Vértigo, que
tiene también puntos de encuentro temáticos con Wagner, con el
tema del amor y la muerte a la cabeza.
Richard Wagner

HACÍA UNA NUEVA RELACIÓN TIEMPO-MEMORIA…

La idea del vagabundeo ha llevado a plantearse la función de los


rodeos narrativos como base del complot, y éstos me impulsan a
preguntarme con detenimiento por la utilización que se hace en
Vértigo de la dilatación del tiempo.

¿Qué papel juega el Tiempo en esta película? No ya solamente el


tiempo que fluye dentro del plano, también quiero examinar el
tiempo tal y como lo piensan los personajes, o tal y como les
afecta. Primero, aquí tengo que señalar que la idea de la Memoria
atraviesa todo el film. Partamos entonces de una formulación del
tiempo subjetivo puesto en relación con la memoria, no descubro
nada nuevo si voy en esta dirección (y no me refiero ahora al berg-
sonismo, quiero ser más concreto en este aspecto): Marker había
reflexionado sobre ello mediante la ficción (La jetée, 1962) y el
film-essai (Sans soleil, 1983), y regresamos a otro hito en la his-
Marcel Proust
toria de mi cinefilia, primero por la rotunda belleza de estas dos
propuestas, pero ajustándome a Vértigo, porque me ayudaron a
verla (esta vez ya en DVD restaurado) con otros ojos, aquellos
atentos a la huella que deja el tiempo sobre los personajes y los lu-
gares que ellos pisan. Entonces la figura de la espiral cobra toda su
fuerza, “[En Vértigo] avanzamos en el espacio de la misma ma-
nera que avanzamos en el tiempo, o que avanzan también nues

5. Se puede extender esta correspondencia al ámbito


literario, concretamente cuando Marcel Proust, a través
del narrador de En busca del tiempo perdido, escribe
sobre la música de Wagner, también destaca los con-
ceptos de intensidad y duración, de tal manera que pa-
rece que está hablando sobre su propia obra (y yo lo
utilizo, a su vez, para hablar de Vértigo), aquella que
lleva entre manos, y en la que la memoria y la pro-
yección obsesiva de una muerta (Albertine) sobre el
Chris Marker presente juegan el mismo papel que en Vértigo.

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La jetée, Chris Marker, 1962 Sans soleil, Chris Marker, 1982

tros pensamientos y los de los personajes. Son sólo ondas, o mejor dicho, explosio-
nes de barrenos hacia el pasado. Todo forma círculo, pero el rizo no se riza, la revo-
lución nos introduce cada vez más profundamente en la reminiscencia. Las sombras
siguen a las sombras, los simulacros a los simulacros, no como los tabiques que se
ocultan o los espejos de reflejos infinitos, sino por una especie de movimiento más in-
quietante todavía, porque carece de solución de continuidad, y que posee a la vez la
suavidad del círculo y el filo de la recta” (6).

Los personajes avanzan erráticos, pero desde la distancia uno puede observar que tra-
zan espirales sobre el espacio-tiempo, y que la curva viene dada por la componente
temporal, pues el pasado la fuerza a girar alrededor de un punto: la muerte. Si Roh-
mer dice que Vértigo tiene como objeto las Ideas, entonces inconfundiblemente la
idea de la muerte, sobre la que giran los personajes, se corresponde materialmente
–esto es cine y no filosofía- con un lugar en el espacio físico: el campanario. El com-
plot lo erige como protagonista, pero en una segunda vuelta –tras la primera muerte–
la curva que trazan Scottie y Judy vuelve a tomarlo como punto final, y entonces
comprendemos que no es más que el trazo siguiente de la espiral, y que la muerte es
inevitable. La espiral progresa hacia el desvelamiento del complot, pero como el film
trasciende el policiaco para sumergirse en las ideas platónicas, un nuevo giro nos con-
duce a otra inmersión (cada curva se cierra sobre la siguiente) en el pasado que tam-
bién es patología mental: el moderno Pigmalión gira sobre su locura en busca de un
paraíso perdido que nunca fue tal. El desvelamiento del engaño le empuja al punto lí-
mite de esa espiral, el campanario de nuevo, donde el paraíso terminó brutalmente y
donde ahora que sabe que ese pasado nunca existió fuera de su mente busca una re-
dención para el presente. El pasado virtual termina teniendo más peso que cualquier
realidad, y es imposible no plantearse qué termina por ser real, pues las influencia de
lo falso a menudo, y tenemos en Vértigo el ejemplo, es más poderosa que cualquier
hecho objetivo, al que pone en crisis, dicho sea de paso. En Sans soleil, Chris Maker
dice que cree en un mundo donde cada memoria pueda crear su propia leyenda, y en-
tonces pasa a hablar de Vértigo:

6. "L’Hélice et l’Idée", Eric Rohmer, Cahiers du Cinéma nº 93, marzo de


1959.

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“Él me escribió que sólo una película había re-


tratado la memoria imposible, la memoria loca:
una película de Alfred Hitchcock, Vértigo.
En la espiral de los títulos él veía al tiempo cu-
brir un campo más y más grande a medida que
se alejaba, un ciclón cuyo momento presente
contiene al ojo sin movimiento.
(…)
Parece que consiste en seguir el rastro del
enigma, del asesinato, pero en realidad es una
cuestión de poder y libertad, de melancolía y
aturdimiento. Tan cuidadosamente codificada
dentro de la espiral que puedes no darte cuenta,
y no descubrir inmediatamente que este vértigo
espacial en realidad representa un vértigo tem-
poral.
Sans soleil, Chris Marker, 1982
(…)
Por otro lado, el corte en la sequoia estaba aún
en los Bosques de Muir. Allí, Madeline señaló la
corta distancia entre dos de esas líneas concén-
tricas que medían la edad del árbol y dijo, "Aquí
nací... y aquí me morí."
(…)
Se imaginó a Scotty como un enamorado enga-
ñado por el tiempo con la imposibilidad vivir con
la memoria sin falsificarla. Inventando una doble
Madeline en otra dimensión temporal, en una
"zona" que sólo le pertenecía a él.” (7)

Es un texto hermoso en una película maravillosa


sobre otra película insuperable que como dije,
cambió completamente mi percepción del film
en un momento –el de los 17 o 18 años– en el
que también cambiaba mi manera de acercarme
al cine tras haber descubierto las películas de la
La jetée, Chris Marker, 1962
Nouvelle Vague. Pero eso es otra historia. Y este
punto de luminoso en mi experiencia como es-
pectador es el que me ha llevado a prestar
mayor atención al tema del tiempo y la memo-
ria, ya no puedo ver Vértigo sin pensar en Sans
soleil y en los viajes temporales de un film pa-
ralizado espacialmente en fotos fijas, La jetée,
con aquella escena que volvía a recrear la del
corte de la sequoia. A partir de esto, para mi
Vértigo es una película que transforma alquími-
camente el espacio en testimonio de una me-
moria, por lo que una ciudad como San
Francisco “es el asentamiento apropiado para

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 7. Extracto de Sains soleil.

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esta historia: es la ciudad más obviamente en equilibrio entre un pasado romántico-


victoriano y el ajetreo de la vida moderna. Con acierto, Hitchcock ha impregnado esta
película en esa atmósfera y ha sacado provecho a todos los lugares misteriosos, casi
irreales, de esta ciudad: el viejo Fort Point, que está justo debajo del extremo sur del
Goleen Gate Bridge; el Legion of Honor Palace; el Palace of Fine Arts; una vieja casa
en las calles Eddy y Gough; la vieja misión Dolores. En Vértigo, todos esos viejos si-
tios parecen mantener un frágil equilibrio con la tecnología moderna y, aunque se
conserve plena conciencia del pasado común, hay allí una inevitable sensación de de-
cadencia, de inseguridad ante el futuro.” (8)

El pasado se apodera del presente, incluso Elster -metteur en scène del complot- pre-
gunta a Scottie: “¿Tu crees que alguien que pertenece al pasado, que está muerto,
puede penetrar en un ser humano vivo y apoderarse de él?”. No es Carlotta sobre
Madeleine, es Madeleine sobre Judy en la realidad que la memoria de Scottie ha cons-
truido, un Pigmalión que modela a su Galatea sobre otra mujer en lugar del clásico
mármol, pese a que Madeleine tenga, en efecto, algo de estatua. Luego Scottie con-
testará “¡Cualquiera puede obsesionarse por el pasado en un lugar como éste!”.

El pasado proyectado en el futuro porque la historia es siempre cíclica, y los que mue-
ren dan paso a los que nacen para volver a morir. Cuando Scottie, ante los círculos
concéntricos del tronco de la sequoia, pregunte a Madeleine en qué piensa, ella res-
ponderá: “En toda esa gente que ha nacido y que ha muerto mientras los árboles han
seguido viviendo. No me gusta saber que tengo que morir”. Y la pobre Judy-Madeleine
trazará el último círculo de su vida cuando corra hacia lo alto del campanario; la his-
toria se repite. No me despido sin mencionar una de esas imágenes que resuenan en
mi cabeza desde aquel primer visionado iniciativo: la figura de una monja recortada
en la oscuridad, absurdo y paradójicamente fortuito brazo ejecutor del destino trágico.
Fin. ¿O no? El recorrido circular nos obliga a volver a empezar, otra inmersión más en
la espiral, esta vez para el espectador, forzado a repetir una Vértigo distinta, pero a
la vez la misma, como Judy/Madeleine, porque la primera parte será ahora espejo de
la segunda, el futuro pasado y el pasado futuro; y todas las frases, todos los movi-
mientos, variarán su sentido, adquirirán otra gravedad. La espiral continúa hasta el
infinito.

8. El arte de Alfred Hitchcock, Donald Spoto, RBA coleccionables S.A., Ma-


drid, 2004.

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V. VÉRTIGO / DE ENTRE LOS MUERTOS (1958).


DE LO COTIDIANO A LO SUBLIME

Pablo Ferrando García

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

“Vértigo, no persigue hablar acerca de la diferencia


entre la ficción y la realidad, sino acerca de la forma
en que la ficción funciona dentro de la realidad”
Vértigo o Bustrófedon. Una lectura de Hitchcock, Manuel Asensi

El productor asociado del film, Herbert Coleman, comenta en los extras (1) del DVD,
distribuido por la Universal, que fue Samuel Taylor quien creó a Midge: “No había nin-
gún personaje como ella en el libro, pero (…) se dio cuenta de que Jimmy debía tener
alguien con quien hablar en lugar de parlotear solo, así que se inventó este perso-
naje.” (2) Esta acotación podría parecer anecdótica de no ser que Midge (Barbara Bel

1. Esta alusión se hace en los comentarios de audio, junto a las imágenes


de la misma película. Los complementos del DVD han sido iniciativa de los
restauradores técnicos Robert A. Harris y James C. Katz, quienes, además,
se han responsabilizado de recuperar la textura fotográfica de Vistavisión.
Añadir, por otro lado, que la Universal delegó en Herbert Coleman la res-
ponsabilidad absoluta de la producción.
2. La intervención de Samuel Taylor en esta película es, sin lugar a dudas,
decicisiva. Su colaboración con Billy Wilder en Sabrina (1954) le granjeó un
destacado prestigio al adaptar su propia obra teatral: Sabrina Fair. No obs-
tante ya con Vértigo, tras la decepcionante participación de Alec Coppel en
los primeros borradores del guión, según manifiesta Herbert Coleman, obli-
garon a buscar a otro escritor que le diera consistencia dramática a la idea
formada por el cineasta británico. Al citado guionista también se debe atri-
buir el espesor simbólico de la ciudad de San Francisco, tal y como señala
Chris Marker (véase el texto en este mismo número de Shangri-La "A free
replay -notes sur Vertigo-" Positif, nº 400 Junio, 1994, págs. 79-84 Traduc-
ción: Max Caution/María Papamichaeli). Samuel Taylor ha colaborado en pro-
ducciones como No me digas adiós (Goodbye, again, 1961) de Anatole
Litvak, Tres en un sofá (Three on a couch, 1966) de Jerry Lewis, Topaz
(1969) de Hitchcock, y ¿Qué pasó entre mi padre y tu madre? (Avanti!,
1972) de Billy Wilder.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

Geddes [3]) resultara fundamental para la comprensión de este relato complejo y po-
liédrico. Si tiene un importante papel en la primera parte del relato, es decir, hasta que

Madeleine (Kim Novak) cae por el campanario de la Iglesia de San Juan Bautista, no
es únicamente con el fin de contribuir al registro melodramático de la película, pues
forma una curiosa (4) estructura triangular (Madeleine – Scottie – Midge) sino que,
además, constituye el eje sobre el cual va a servir de contraste en el relato y permi-
tirá al espectador comprender el delirio de nuestro protagonista. La figura narrativa
de Midge supone el punto cardinal de la mirada realista del film. A medida que este
personaje vaya diluyéndose la película irá adquiriendo un tono más apesadumbrado
y onírico. El alejamiento del mencionado personaje, en medio de los pasillos del cen-
tro psiquiátrico donde se encuentra ingresado Scottie, se convierte en un claro aserto
de aquello que ya se planteara durante la primera hora del film (5): la demanda amo-
rosa y maternal de Midge se hace imposible por la mirada vehemente y esquizofré-
nica del protagonista hacia un objeto fantasmático, o sea, Carlota Valdés. De este
modo, la desaparición definitiva de la amiga de Scottie (también llamada Marjorie
Wood) ratifica y sanciona su nulo papel erótico por erigirse en figura real, protectora,
racional, prosaica, vulgar y anodina. “Las últimas imágenes de Midge alejándose, de-
rrotada por un largo pasillo, expresan con precisión el fracaso, la impotencia de sus
buenas intenciones. Que ella ignore el caos no quiere decir que esté libre de su trá-

3. Barbara Bel Geddes comenzó a trabajar en el cine en 1947, pero sus ini-
cios se dieron en los escenarios teatrales de Broadway y se remontan
cuando cumplió los dieciocho años. A los 25 fue nominada con el Oscar a la
mejor actriz de reparto por su papel en la película de Georges Stevens, I re-
member Mama (1948) y cuya protagonista principal era Irene Dunne. Su
trabajo en Vértigo le dio una gran popularidad. Pocos meses después de
esta película volvería a trabajar con Hitchcock en el capítulo de la serie te-
levisiva titulada Cordero para cenar (Lamb to the Slaughter), una adapta-
ción del cuento de Roald Dahl. Sin embargo, la actuación más recordada en
el teatro fue la que le proporcionó la nominación a un premio Tony en 1956,
el papel de Maggie en La gata en el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof)
de Tennessee Williams. Su mayor éxito la conquistó a través de la televisión
a finales de los años setenta, cuando interpretó a Ellie Ewing Farlow en Da-
llas, serie que se emitió durante trece temporadas hasta 1991. Falleció en
el verano del 2005.
4. La peculiaridad estriba en que tal construcción no deviene en el conflicto
discursivo, sino en el tejido narrativo. De hecho, conforme vaya discurriendo
la historia, dicha estructura se irá difuminando.
5. Resulta significativo que, tras la muerte de Madeleine, la película se en-
cuentre en la mitad de su duración, es decir, a los 60 de los 123 minutos.

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gica influencia.” (6) Significa el polo opuesto a la construc-


ción imaginaria y deseante de Scottie, el protagonista de la
historia y con quien el narrador implícito nos adentra en la
pulsión escópica de los abismos de pasión.

Durante la trayectoria narrativa de Midge encontramos una


buena ilustración de cómo los responsables de la película
no han tenido reparos en subvertir el programa de la na-
rración clásica. El film comienza en la casa de Midge tras el
prólogo explicativo de la acrofobia que sufre el detective
Ferguson. Se exponen, sobre esta secuencia inaugural, los
datos narrativos más importantes del relato: el vértigo y la
posible superación si vuelve a sufrir un nuevo shock simi-
lar, la relación entre Midge y Scottie, la dedicación profe-
sional de éste y su próximo encuentro con Gavin Elster, el
antiguo compañero universitario. Sin embargo, al término
de la película no hay ninguna simetría que sirva de cone-
xión sobre la que abría el relato, aunque esta afirmación,
en verdad, es imprecisa ya que la Universal obligó a Hitch-
cock a dulcificar la clausura al añadir una acción cotidiana
y sosa. En dicha escena (7) se muestra a Scottie visitando
a Midge. Ella escucha la radio mientras emiten la noticia de
la detención de Gavin Elster (Tom Helmore). Al mismo
tiempo, Scottie se encuentra mirando por la ventana, to-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 talmente absorto y ajeno a cuanto le rodea. Este último
plano, desde luego no satisfizo a Hitchcock y siempre lo re-
husó: no le faltaba razón pues la escena final que conocemos “se halla en pura sus-
pensión, sin que pueda determinarse si Scottie se arroja al vacío, si queda literalmente
“colgado” en un brote de locura, si se cura efectivamente (retrocediendo hacia una
vida menos surreal) (…) Y ello concede a ese plano último de Scottie con las manos
entreabiertas, abrazando el vacío, un vigor artístico inusitado.” (8) La cámara, sobre
el campanario y Scottie frente al vacío, mediante un leve picado evidencia la marca
emergente de la instancia enunciativa del narrador implícito al proponernos que “la
definitiva pérdida de Madeleine –fantasma y recuerdo- deja al protagonista –tras la
invocación a Dios, otro supremo del goce histérico, por parte de una ominosa mon-
jita- absorto en su propio vacío. La mirada lanzada hacia el objeto de deseo, además
de imposible, estaba hecha con ojos prestados.” (9)

Hay, por tanto, un pacto edípico entre Midge y Scottie que impide materializar cual-
quier atisbo de goce sexual ante la pulsión de muerte de nuestro protagonista, ex-
tendiéndose luego a Judy. El amor-pasión que el ex–detective siente por Madeleine
adquiere un carácter siniestro y patológico que va más allá de la necrofilia al pisar el
reino de los muertos con tendencias suicidas. Si la estrategia, a lo largo de la primera

6. Carreño, José María: Alfred Hitchcock. Ediciones JC. Madrid, 1980. pág.
58.
7. Esta última secuencia añadida se pudo ver cuando se estrenó en el Pala-
cio de Prensa de Madrid, en 1959. Sin embargo, cuando se hizo la reposi-
ción en los años setenta ya vino con el final que conocemos.
8. Trías, Eugenio: Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de
Alfred Hitchcock. Taurus. Madrid, 1998. págs. 37- 38.
9. Company, Juan Miguel; Sánchez-Biosca, Vicente: "La imposible mirada".
Contracampo nº 38, Invierno 1985. Madrid. pág.54

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

parte del film, es conducirnos al “conflicto entre la realidad y el deseo, o la realidad


y la ilusión, que la realización del ideal implica necesariamente su destrucción, que
está en juego entonces la propia supervivencia,” (10) es porque el instinto amoroso
nos lleva al instinto de muerte. Este itinerario autodestructivo implica, necesaria-
mente, un escaso apego al mundo cotidiano y terrenal, es decir aquello que encarna
el universo diegético de Midge. El único lazo que tiene Scottie con la realidad es man-
tenido gracias a su amiga y antigua novia, quien a su vez pondrá todos sus esfuer-
zos por recuperarlo a la vida normal y corriente de las personas pero, como sabemos,
será un gesto inútil. El deseo febril y vehemente de Scottie es reunirse con la Made-
leine de Gavin Elster, que escenifica toda la parafernalia fúnebre, tal y como nos su-
giere durante las pesadillas sufridas antes de ingresar en el psiquiátrico.

Para mostrar el descenso a los infiernos, elegido y emprendido por nuestro protago-
nista, Marjorie Wood irá difuminándose de forma paulatina. Al principio, cuando co-
mience a conocer datos sobre la existencia de los fantasmas del pasado, la antigua
novia del detective reaccionará primero con curiosidad y luego con una lógica aplas-
tante, por no decir con cierta sorna. Una vez que visitan la librería Argosy (11), Scot-
tie acompañará a Midge a su casa. Antes de salir del coche estarán recogidos en un
plano medio frontal (veremos a ambos en el mismo término visual, en una escena an-
terior similar al salir de la librería). En ambos momentos Midge solicita una recom-
pensa, pero el detective se esfuerza por excluirla de su búsqueda, de su obsesión por
aproximarse al mundo de los muertos. Veamos cómo se efectúa el alejamiento de los
dos protagonistas.

El primer paso de distanciamiento se confirmará durante la conversación mantenida


en el coche, tras haber visitado la librería del amigo (12) de Midge. Acaban de llegar

10. Company, Juan MIguel, Sánchez-Biosca, Vicente: Op. Cit.: pág. 54.
11. Argos (Άργο) era un constructor de barcos, entre ellos el Argo, bautizado
así por él. Dicho velero fue usado por Jasón en su búsqueda del vellocino de
oro. Jasón y su tripulación se llamaban a sí mismos argonautas por el barco.
En la proa había un ojo pintado y venía a representar el buscador de los
mundos desconocidos e inexplorados. Así podemos entender que el nombre
de la librería, regentada por el amigo de Midge, Pop Liebl, viene a servir
para explorar las pequeñas historias cotidianas de la “pobre Carlota, la triste
Carlota”, el propio universo colonial de San Francisco.

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al domicilio de ella y, para ahorrarnos la información, a


modo de elipsis, la mujer resumirá a Scottie: “La idea es
que la bella Carlota regresó de entre los muertos y ha po-
seído a la esposa de Elster. ¡Venga, anda ya!” A lo que res-
ponde, algo molesto y aún con cierta lucidez, que no es su
opinión sino lo “que piensa él (se refiere a Gavin Elster)”. La
tutela maternal de Midge aflora de manera automática al
interesarse más por Scottie: “¿Qué piensas tú?”. Entonces
a su amigo ya le cuesta evaluar sus razonamientos y por
ello le resultará difícil verbalizarlo: “Bueno, yo…”, pero la
intuición femenina de Midge le llevará a preguntar sobre la
belleza de la mujer de Gavin Elster: “¿Es guapa?”. Sin em-
bargo y, significativamente, Scottie cree que ella alude a
Carlota Valdés. Este equívoco permite sugerir un acto fa-
llido, en términos freudianos, pues supone una identifica-
ción de Carlota con Madeleine. El deseo inconsciente le
traiciona y por ello emergen las fantasías fantasmáticas de
Scottie.

En palabras de Zizek, y siguiendo la terminología lacaniana,


plantea el significante del goce a través del síntoma (13),
y éste es un efecto de lenguaje cifrado. En realidad, lo que
pretende decirse es que no hay un deseo por el Otro, es
decir, Scottie se siente atraído por una entelequia, experi-
menta una atracción del abismo, de algo vacío que brilla.
Su fascinación comienza durante el primer encuentro en el
restaurante Ernie’s con la supuesta señora Elster que, como
observa Manuel Asensi, “…Madeleine se acerca pausada-
mente a Scottie, cuando llega a su altura, ni ha habido pa-
labras (y no las habrá durante bastantes minutos a lo largo
de las escenas en que el detective sigue a la poseída), por-
que éstas –como diría Artaud– darían la medida de su im-
potencia, y en ese momento lo que se expresa no es una
negación sino una fuerza o una afirmación, la afirmación
de una entrega, aunque ello suponga un desvanecimiento
o una desposesión por parte de quien la experimenta (…)
Lo que ve Scottie es o nada o el poco de resplandor que le
ciega (…) Scottie no ha visto prácticamente nada de lo que
le rodea, pero la luz que despide la figura del ángel-Made-
leine le ha hecho contarse a sí mismo una fábula que tal

12. No es casual que Pop Liebl (Konstantine


Shayne), el librero, sea un gran conocedor de
las leyendas urbanas pues este rasgo conecta
con Midge. Su magisterio reside en conocer la
historia de los ciudadanos de San Francisco, de
la gente cotidiana, en suma, de la vida real de
las personas. Midge, según nos sugieren los
diálogos anteriores a la visita a la librería, dis-
fruta de una vida social y mundana que la
acerca más al mundo terrenal.
13. Zizek, Slavoj: Lacrimae Rerum (Ensayos
sobre cine moderno y ciberespacio). Debate.
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Madrid. 2006. pág. 92.

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Rebeca, Alfred Hitchcock, 1940 Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

vez tenga lugar y tal vez no: derramarse en los brazos y en la piel de ese ángel” (14).
Por tanto, el objeto amoroso de Scottie nada tiene que ver con el cuerpo deseante de
Madeleine, sino con aquello que lo encarna o lo envuelve, es decir, la sombra que se
cierne sobre Carlota Valdés, el espíritu evanescente y etéreo que se cuela en las fan-
tasías sublimadoras de nuestro protagonista. Se trata de algo irreal, de un objeto in-
accesible que, como señala Robin Wood (15) , en el momento en que amenaza por
convertirse en real desaparece, muere (y por dos veces, primero con Madeleine y
luego con Judy).

El segundo paso de alejamiento de Scottie con respecto a Midge será cuando aquél,
de manera definitiva, haya tomado el camino de la pasión. El detective y Madeleine
– Judy se han besado tras deambular por el pasado ancestral del bosque de secuoias
sempervivas, en las afueras de San Francisco. Scottie pone todo el empeño por cifrar
los datos que le ha aportado ella, asume el papel de analista y trata de arrojar luz a
su paciente, pero las piezas del puzzle no encajan. Sólo queda claro la mirada de
Scottie, quien articula su deseo a partir de la simbiosis de las figuras espectrales de
Madeleine y Carlota Valdés. El pasado cobra vida sobre una “ficción” diseñada por
Gavin Elster, aunque tanto Scottie como el espectador lo ignoran. Por eso los muer-
tos parecen dominar y poseer a los vivos, igual que ocurriera en Rebeca (16) (Re-
becca, 1940). El deseo se construye sobre un itinerario que lleva al mismo punto de
partida: el objeto imposible. De ahí que el deseo de Scottie se convierta en una ob-
sesión sin límites. No obstante, para llegar a su punto álgido aún tendrá que convo-
car, por segunda vez, el espectro de Carlota Valdés a través de la figura de Madeleine.

Después de esta secuencia un largo fundido en negro lleva a Scottie al apartamento


de Midge debido a una nota que ésta le ha enviado. Al entrar tiene un aire levemente

14. Asensi, Manuel: Vértigo o Bustrófedon, Una lectura de Hitchcock. Euto-


pías. Centro de Semiótica y Teoría del espectáculo. Universitat de Valéncia.
Vol. 19. 1993. págs 16-17.
15. Wood, Robin: Hitchcock’s Films Revisited. Faber and Faber. Lon-
dres.1971. Traducción de Karin Washer Ausina (ver en este mismo número
de Shangri-La).
16. Existen enormes similitudes entre Carlota Valdés y Rebeca: ambas se
materializan sobre un cuadro y se quitan la vida. La presencia fantasmática
de las dos mujeres es fundamental en el relato y dominan a los protagonis-
tas.

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taciturno y fatigado. Cuando se sienta, la antigua novia del


ex-detective oculta el catálogo del museo de la Legión de
Honor en la silla amarilla que había sido empleada, al co-
mienzo de la película, para comprobar la supuesta evolu-
ción de la acrofobia de Scottie. El protagonista se acomoda
en el sofá, mientras Midge(17) va hacia la pequeña cocina
con objeto de preparar unas copas, al tiempo que desea
averiguar lo que ha hecho Scottie en los últimos días. A lo
largo de este breve diálogo, la planificación se rige por una
alternancia de planos-contraplanos para significar la dis-
tancia emocional que hay entre ellos: “¿Dónde te metes?”
pregunta Midge a Scottie, recelosa, quien responde con va-
guedad: “Dando vueltas.” Pocos segundos después, y tra-
tando de disimular la mujer su enorme curiosidad por saber
del affaire sobre Madeleine (no olvidemos que Midge ya
había tenido ocasión de ver a Madeleine saliendo de la casa
de Scottie y dudada, con clamorosa expresión de celos,
sobre la existencia de ese fantasma) deja que sea el de-
tective quien tome la iniciativa: “Ah, oye, ¿a qué se debe…
esa prisa desesperada por verme?” A lo que Midge res-
ponde con ¿ironía?: “Mi nota decía únicamente ‘dónde
estás’. A mí no me parece tan desesperada”. Entonces Scot-
tie, mientras contesta, mueve la mano derecha: “Ya, ya,
ya, quizá la haya interpretado mal.” (18) En toda esta pe-
queña acción se advierte una lectura que es importante co-
mentar para recoger los diferentes puntos de vista
adoptados. Las palabras clave que encierra esta conversa-
ción son las que inquiere tanto Midge como Scottie:
“¿Dónde estás?” No se trata de una simple interrogación.
Hay mucho más, “…en realidad interpela, requiere, de-
manda. Se trata de significados que se excluyen mutua-
mente a la vez que conviven, y es esta convivencia la que
permite a Midge interpretarla de forma gramatical como
simple pregunta y a Scottie de manera retórica como énfa-
sis.” (19)

A lo largo de esta escena el tono adquirido es claramente


irónico y la narración de la mujer nunca coincide con la de
Scottie. Hay un enfrentamiento abierto que va a ser des-
cubierto al término de la secuencia. El espectador ya sabrá
a esas alturas que Midge, no tiene cabida en ese mundo

17. A lo largo de la película, Midge siempre es-


tará ocupada: o diseñando sujetadores, prepa-
rando copas, poniendo música… Por oposición,
Scottie actuará de forma pasiva y distante. El
papel de mujer hogareña, y activa que asume
Midge la convierte, para Scottie, en una pre-
sencia poco interesante y atractiva, pero, sobre
todo, ajena a la fascinación de un mundo car-
gado de misterio.
18. En el original ingles dice: “…he creído per-
cibir una corriente oculta.”
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 19. Asensi, Manuel: Op. Cit. pág 11.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

forjado por Scottie sobre la corporeidad espectral de Carlota Valdés. Y cuando trata
de suplantarla, mediante el autoretrato, hace el ridículo, resulta patético, grotesco:
una caricatura de ella misma; desentona de la misma forma que su polo rojo chillón.
Ahora entendemos por qué había escondido el catálogo en la silla amarilla que le pro-
vocaba vértigo a Scottie. Midge pretende seducirle a través de una mirada que no se
corresponde con el goce fantasmático. Se queda sola cuando Scottie siente repulsa
por el cuadro. Al darse cuenta que lo ha perdido definitivamente, lanzará furiosa y
desesperada los pinceles que ha manejado hacia los ventanales. Es entonces cuando
su imagen real será devuelta a través de los cristales de la ventana: se verá impo-
tente y vencida pero ya no hay deformación especular.

El tercer y último paso se corresponde a la última aparición de Midge tantas veces co-
mentada. Nos referimos al momento en que Scottie está ingresado en el centro psi-
quiátrico al padecer de una “melancolía aguda.” Midge proporcionará al médico una
información adicional precisa, el origen de tal estado de shock: el enamoramiento de
la “mujer muerta”. En este nuevo encuentro de ambos personajes, el detective se en-
cuentra ausente y no responde a las atenciones de su antigua novia. Mientras le pone
la Sinfonía 34 de Mozart, la terapia musical se “revela ineficaz en la afección sin límite
de Sottie y de Judy-Madeleine por abismarse en la irrealidad suicida del amor-pasión,
con toda su carga mórbida de necrofilia y Todeslust. Ya en una de las escenas intro-
ductorias Midge tiene puesto un disco con música de Mozart que produce en Scottie
dolor de cabeza. Éste pide a Midge que lo retire.” (20) Por contraposición estilística an-
teriormente la historia de pasión entre Madeleine y Scottie habrá sido revestida con
un tema musical de claras resonancias wagnerianas, en concreto del Tristán. Si la
música mozartiana, que representa a Midge, sugiere alegría, tranquilidad, armonía y
moderación, el leit motiv wagneriano transmite un carácter funesto, ominoso, obse-
sivo y vehemente. Como hemos visto, si, a lo largo de la primera parte, el tono dra-
mático de la película adquiere tintes de comedia es por la presencia de Midge. Las
gafas de la mujer refuerzan ese aire cómico al tiempo que doméstico. Por tanto, el ca-
rácter narrativo de este personaje adquiere un papel explícitamente distanciador. En
su última aparición, justo cuando se pierda por el pasillo del hospital, ya se eviden-
ciará la pérdida de ese tono ligero. Este significante quedará reflejado a partir de que

20. Trías, Eugenio: Op. cit. pág. 46.

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escuchemos, por última vez, la sinfonía mozartiana. El contraste emocional queda


claramente marcado a través de la falta de reacción de Scottie hacia dicha música,
pero también ante la impotencia de Midge que ve cómo ha perdido, inexorablemente,
a su antiguo novio. La mirada realista de la ficción desaparece por completo para
pasar a una delirante.

A lo largo de la película hemos podido advertir cómo existe todo un circuito de mira-
das que se suceden a través de las relaciones entre el sujeto y el objeto. Existe una
visión descriptiva de las miradas subjetivas que vienen a mantener la experiencia de
los personajes teniendo como testigo absoluto al espectador. Para ello, y gracias a un
extraordinario trabajo de guión, así como a una puesta en escena determinada por un
montaje analítico, que, a su vez, está definido por una dialéctica de la fragmentación
y el punto de vista, permite aprovechar “las estructuras deseantes movilizadas por la
narración, bien a través de las divergencias de información narrador/personaje/ es-
pectador, bien explotando al máximo la perversión escópica inherente a las miradas
que circulan por su interior.” (21) Así, dichas estrategias operadas entran en contra-
dicción con el modelo clásico. Su resistencia fílmica se corresponde a una escritura
manierista, en términos de González Requena (22), por el hecho de que la represen-
tación no viene dada por la relación directa entre la mirada y su objeto, sino gracias
a un ejercicio auto reflexivo de la mirada. Es el resultado de un gesto semántico ba-
sado en la correspondencia mental que un sujeto lleva a cabo entre su mirada y lo que
ve. “Con Hitchcock –y en Vértigo los mismos créditos nos hablan de ello- la mirada
ya no sólo circula siguiendo con fidelidad las órdenes del relato,” (23) sino que la mi-
rada se convierte en objeto de reflexión. La película desenmascara, a través de la te-
matización de la mirada, los dispositivos cinematográficos de Hollywood. Esta
deconstrucción de los mecanismos fílmicos choca directamente con la “invisiblidad
funcional postulada por la mirada clásica y que faculta al espectador a penetrar sin
trabas en un sólido universo diegético.” (24) Hitchcock nos lleva, sin disimulo, por el
camino que va desde el mundo de lo cotidiano (encarnado por Midge) a lo sublime
(Madeleine). Lleva, hasta las últimas consecuencias un cine que, sin desprenderse de
la acción, manifiesta en la pura visión no solo un medio de conocimiento, sino tam-
bién el placer de la contemplación.

21. Castro de Paz, José Luis: Alfred Hitchcock Vértigo/ De entre los muer-
tos. Paidós Películas. Barcelona.1999. pág.20.
22. González Requena, Jesús: "Desplazando la mirada. Hitchcock vs. Grif-
fith". Contracampo nº 38. pags. 11-18. Invierno 1985.Madrid.
23. Castro de Paz, José Luis: Op. Cit. Pág.84.
24. Castro de Paz, José Luis: Op. Cit. Pág. 87.

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VI. DE ENTRE LAS MUERTAS

Pilar Pedraza

La película de Alfred Hitchcock Vértigo (1958) está ba-


sada en Sueurs froides: D’entre les morts de Pierre Boi-
leau y Thomas Narcejac, novela policíaca de 1954, y su
guión se debe al escritor Alec Copel y a Samuel Taylor,
autor teatral. Pero el tema que suena en su fondo con
notas sombrías e irónicas es lo que podríamos llamar
"el síndrome de la muñeca del viudo", tan antiguo que
aparece ya en la tragedia de Eurípides, Alcestis (1) y
serpentea por el imaginario occidental hasta cristalizar
en películas como La chambre verte de François Truf-
Alcestis
faut (1978), No es bueno que el hombre esté solo de
Pedro Olea (1973), Solaris de Tarkovski (1972) y el re-
ciente remake de Soderbergh (2002). No se trata de
que las estatuas de sustitución, muñecas y revenantes
pretendan al viudo. Por el contrario, son imágenes fe-
tichistas de la primitiva esposa, que él cultiva y disfraza
para que colmen el hueco dejado en su vida por ella, la
desaparecida, impidiendo que otras ocupen su lugar.
Resulta un tema siniestro y cargado de malos augurios,
como muy bien sabía Truffaut cuando hizo que su viudo
se deshiciera rápidamente de la efigie en tamaño na-
tural de su adorada Julie.

El modelo más inmediato de Vértigo en este sentido


de la tentación reconstructora de la amada muerta es
la novela de Georges Rodenbach Brujas la Muerta
(1892), donde el viudo Hugues Viane pugna por recu-
perar a su difunta mujer extrayendo de otra el mate-
rial para construir su obra delirante, como en el caso
La habitación verde, François Truffaut, 1978
de Scottie y sus muertas. Hugues Viane conserva una
trenza rubia de su esposa dentro de una caja de cris-
tal como un relicario, con sus vestidos y objetos per-
sonales, en una estancia dedicada a ella, santuario de
su recuerdo –como La habitación verde de Truffaut en
memoria de Julie. Un día, en uno de sus interminables
paseos por Brujas, ciudad melancólica –muerta- en la

1. Al rey Admeto le han concedido los


dioses seguir viviendo si alguien de su
entorno ofrece su vida por él. Los ancia-
nos padres rehúsan, pero la joven esposa
Alcestis se ofrece a sacrificarse. En el
acto solemne de la despedida, él promete
que hará fabricar una efigie de Alcestis, la
pondrá en su propio lecho, dormirá con
ella y disfrutará de “fríos goces”. Ver Pilar
Pedraza, Espectra, Madrid, Valdemar,
Solaris, Andrei Tarkovski, 1972 2004.

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Portada de Brujas la muerta Brujas, Belgica Georges Rodenbach

que se ha establecido para cultivar su pena, encuentra a una mujer que se parece a
la difunta. Siguiendo sus pasos, entra en un teatro. Es la primera vez que va tras una
mujer desde la muerte de su esposa y se siente vigilado por la gente como si estuviera
realizando algo inadecuado. Van a representar Robert le Diable. Ella no está en la sala,
y de pronto le asalta la idea aterradora de que puede ser una actriz y la verá en el es-
cenario. Y así es, sólo que no la reconoce hasta el final, cuando tiene lugar la resu-
rrección de la protagonista y de las monjas muertas. Al caer los sudarios y las tocas,
la reconoce. Entonces deja de ser consciente de estar en un teatro y sólo tiene ojos
para ella. "En realidad era la muerta, que había descendido del catafalco de su sepul-
cro, era su muerta, que ahora sonreía allí y le tendía los brazos… Y aún era más pare-
cida ahora, parecida hasta la locura, con sus mismos ojos, cuyo color oscuro acentuaba
el crepúsculo, con sus mismos cabellos claros, de un oro único como el otro…" (2)

Esta joven se llama Jane Scott y ha resultado ser bailarina de teatro. Viane traba con
ella una relación casi mercantil, en el fondo abyecta. La retira de las tablas, la instala
en un piso en las afueras y la visita con frecuencia. En realidad, esta Jane no se pa-
rece tanto a la difunta como cree Viane. El texto se despega de la adhesión entu-
siasta del viudo y la describe como una chica vulgar, infiel, provocativa y caprichosa,
que viste y se maquilla exageradamente y carece de la elegancia natural de la esposa.
Hasta tal punto es casquivana que se hace invitar por Viane a casa de éste en un día
de fiesta religiosa muy señalado. El, que es beato y pusilánime, teme el qué dirán,
pero termina cediendo. Ella profana el santuario de la muerta, saca su trenza de la
caja se la pone alrededor de la garganta a modo de collar. Viane, fuera de sí, la es-
trangula con ella sin esfuerzo. Muerta, se parece mucho más a la esposa. La inmovi-
lidad en las mujeres es un rasgo de distinción. Por fin ha recuperado a Marie, pero,
ay, de nuevo muerta.

La novela tuvo muy buena acogida entre los simbolistas franceses y pasa por ser una
obra fantástica, pero no lo es. Se trata de una composición poética monocorde y triste
sobre la pérdida y la imposibilidad de restablecer el antiguo orden feliz. Su protago-
nista, personaje desvaído y borroso, carente de pasión, deambula tras su muerto ob-

2. Citamos por la edición de Valdemar, Madrid, 1989, pág 35.

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jeto de deseo bajo la lluvia como un fantasma, por una Bru-


jas cuya tranquilidad solo es rota o animada por el incesante
tañido de las campanas. Jane apenas existe. Es una médium
entre la muerta y otra (ella misma), que no significa nada
para él. El puritanismo de la obra la condena a ser una triste
mantenida, el papel más banal que se puede atribuir a una
mujer. Algo seduce al final: la fusión definitiva, en la muerte,
de las dos mujeres a los ojos del asesino melancólico, des-
animado y misógino. (3)

Lo que intentamos señalar es que Vértigo debe a Brujas la


Muerta, directa o indirectamente, uno de los temas que corren
por su abigarrada trama de film pseudo policiaco: el del viudo
o amante que reconstruye penosamente a su muerta a partir de
un cuerpo extraño, con resultados catastróficos. En el caso de
Vértigo ambas mujeres son la misma,
aunque él no lo sabe. Se limita a acumu-
Más allá del olvido, Hugo del Carril, 1956
lar fetiches casi a ciegas hasta completar
una copia, basándose en un original que a su vez era falso. Un “ori-
ginal falso” que replicaba al original primitivo y apenas entrevisto
por nosotros: la auténtica esposa y víctima del marido asesino
Gavin Elster. Por otra parte, hay tantas Madeleines en el mundo…
Basta con desear o añorar a una para que todas las mujeres pa-
rezcan ser ella, como le ocurre a Scottie cuando ha perdido su ob-
jeto de deseo y encuentra su fantasma a cada paso. Un fantasma
que se caracteriza por el pelo rubio recogido en moño y un traje
sastre gris. Pero aquí no se trata tanto de moldear a una segunda
mujer parecida al original perdido, sino de excavar la indudable
ganga que la recubre y liberar la auténtica y brillante apariencia
que tenía en el momento en que se la amó por vez primera. Bri-
llante apariencia y casi nada más. Lo dice la fotografía: un flou irreal
hace brillar los colores de un tecnicolor casi bícromo, las blancas lá-
pidas del cementerio tienen halo, más allá de sórdido callejón y del
piso bajo colmado de trastos repugnantes se abre la explosión de
color de la floristería, como el mundo de Oz tras la puerta del blanco
y negro. Y todo eso es Ella, la enigmática Madeleine, la oveja a
quien el lobo hace guardar por el zorro enfermo.

Dado que el protagonista, Scottie (un James Stewart especial-


mente ausente y asexuado) no sabe que Madeleine y Judy son
la misma persona (Kim Novak, también ausente, cargada con el
peso de una sensualidad y una pasividad brutales), la proximi-
dad de ambas obras, la de Rodenbach y la de Hitchcock, es no-
table, pero la del segundo contiene una doble vuelta de tuerca.

Desde el punto de vista del viudo y su muerta, tienen algo im-


portante en común: no se trata de historias góticas de mujeres

3. Hay una película argentina basada en la novela de


Rodenbach: Más allá del olvido (Argentina, 1956) de
Hugo del Carril, con Laura Hidalgo y Hugo del Carril
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 en los papeles protagonistas.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

reencarnadas a la manera de las revenantes de Edgar A.Poe, sino de juegos de Pig-


maliones fetichistas enamorados de las apariencias de la mujer, de las prótesis de la
mascarada femenina, siempre que sean ellos mismos quienes las gestionen. Sus ma-
nejos no aterrorizan, más bien producen una sensación desolada de pérdida, de per-
der y de perderse en un mundo de grotescas apariencias donde hasta la muerte de
la muñeca es una metáfora, como diría E.T.A. Hoffmann.

En la novela de Rodenbach no hay el menor atisbo de humor, pero sí en la película de


Hitchcock, siempre guasón como un niño perverso. En ella los fetiches no tardan en
aparecer bajo una forma juguetona, descarada, casi grosera: durante la primera con-
versación con su maternal, y como él solterona, amiga Midge, Scottie no deja de jugar
con un bastón que complementa su propia prótesis –una faja ortopédica. Midge se en-
cuentra dibujando un sostén. Al despedirse, Scottie repara en otro sujetador, rosado,
de curioso diseño, que le llama poderosamente la atención y le parece gracioso. Ella
le informa de que se trata de un modelo creado por un ingeniero aeronáutico amigo
suyo, que diseña ropa interior en sus ratos libres. En efecto, ese sostén es casi un mi-
lagro de ingeniería: sin tirantes, sin cintura, se sostiene solo. El rostro del actor –in-
teresado, escéptico, divertido-, lo dice todo. Scottie es un solterón empedernido ya no
muy joven, neurótico y que se siente atraído por la ropa interior de las mujeres, pero
al parecer no tanto por lo que contiene, salvo en casos de excepcional discreción como
cuando salva y cuida a Madeleine tras el chapuzón en la Bahía de san Francisco. Más
tarde será capaz de “vestir” a Judy convertida casi en maniquí inerte y de asesorar a
la estilista sobre el matiz exacto de su cabello rubio platino, y reconocerá la joya de
rubíes antes que el olor de la piel, el tono de la voz o la mirada de la mujer que amó.
La fría joya le indica que Judy y Madeleine son la misma mujer, una mujer a la que él
insulta llamándola “falsa” y “copia”. Pero, ¿copia de quién o de qué? ¿No están pro-
duciendo copias continuamente los personajes masculinos de la película, y después
de todo para acabar con ella, con la que sea, la mujer, la copia, la copia de la copia?
¿No están ambos, el marido y Scottie, clonando una y otra vez las imágenes de la
dama de gris, dentro de cuyo traje sastre los cuerpos de las mujeres mitigan sus
agresivas curvas y se domestican?

La trayectoria del deseo, tan clara y sin sustancia en Brujas la Muerta, se complica en
Vértigo por la multiplicidad de cortezas o cascarones que encierran la nada de la mujer
como encierran siglos de historia los anillos de las secuoyas gigantes. Una nada tra

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

bajosamente construida y al fin y al cabo incoherente, pues Judy adquiere punto de vista propio
y hasta un recuerdo crucial –flashback del crimen de la torre-, a espaldas del protagonista, a favor
de la intriga y en detrimento del arte. Eso y el castigo de su maldad como cómplice del crimen –
que el código Hays imponía y quizá la misoginia del propio director aceptaba de buen grado-, por
obra de una monja que pasaba por allí, son recursos más que de mago, de escamoteador. El
amor de Scottie no es Madeleine–traje-gris. Sea quien sea, la mujer ideal de Scottie se ve obli-
gada a sentirse poseída por una muerta o a fingirlo, ya sea Carlotta Valdés en el caso de la falsa
Madeleine, o la falsa Madeleine en el de Judy. Espirales geminadas como en los títulos de crédito
de la película. Este es uno de sus puntos vivos y dolorosos. Auténticos también, entre tanto ma-
labarismo folletinesco. La imposibilidad de acceder a la muerta a través de fantasías y aparien-
cias que desembocan en vórtices tan infinitos como triviales.

Pero no sigamos por ese camino. Aunque Hitchcock se interesaba por la literatura gótica y sus
seducciones, no estaba dispuesto a creer sus propias historias más allá de los primeros veinte
minutos. Contra las asechanzas de la Muerta tenía el trhiller y en último término la carcajada del
bufón de Blackmail (1929). Frente al fetichismo del que ha sido y es objeto Vértigo, lo más sen-
sato a estas alturas es imitar respetuosamente al loco del gorro de cascabeles, y sacar entradas
para ver Los pájaros.

Blackmail, Alfred Hitchcock, 1929 Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963

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VII. VÉRTIGO: LA SENDA DE LA MODERNIDAD,


LA PUERTA DEL FUTURO

Faustino Sánchez

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

A veces es difícil calibrar el grado de influencia de una determinada película en la ci-


nematografía o las artes venideras. Normalmente, el alcance de una obra se diluye en
la filmografía de un director, o sus logros son tan asimilados que casi terminan por
desaparecer. Sin embargo, el caso de Vértigo (Vertigo, 1958), como el de unas pocas
películas más, resulta paradigmático. Como ejemplo, más allá de otras elucubracio-
nes subjetivas, no hay más que echar un vistazo a las habituales listas de mejores pe-
lículas de la historia con que se nos bombardea (o contamina) con demasiada
frecuencia, elaboradas por diversas publicaciones y basadas en las opiniones de crí-
ticos y directores.

La más canónica de estas listas, a la que quizás se le pueda reprochar un cierto an-
quilosamiento, una preocupante falta de riesgo y renovación, es la elaborada cada
diez años por la revista británica Sight and Sound, que se desdobla en la opinión de
los críticos y la de los directores. La posición que ha ocupado Vértigo en la lista de los
críticos en las ediciones de 1972, 1982, 1992 y 2002 es la 12ª, 7ª, 4ª y 2ª respecti-
vamente; en cuanto a la lista de los directores, existente sólo en las dos últimas edi-
ciones de la encuesta, el film ocupa una constante 6ª posición. Se podrían rellenar
páginas y páginas comentando las innumerables encuestas que, casi siempre, sitúan
el film de Hitchcock entre las primeras posiciones (4ª en la de Time Out, 9ª en la del
American Film Institute, 4ª en la de Positif, 23ª en la de John Kobal, por citar las más
populares), pero sería una tarea tan baladí como improductiva.

Un ejercicio mucho más sano consistiría en rastrear las huellas que ha ido dejando la
película de Hitchcock en directores y películas contemporáneas, y verificar cómo su
influencia va mucho más allá del homenaje mitómano o la referencia cinéfila. La in-
fluencia de Vértigo ha servido para abrir puertas decisivas del cine contemporáneo, y
su poder catalizador trasciende los temas y obsesiones de fondo porque, como decía
Jean Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998), “Hitchcock es el mayor
creador de formas del siglo XX”.

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EL CONTROL DEL UNIVERSO

"Se ha olvidado por qué Joan Fontaine se inclina al


borde del acantilado y qué es lo que Joel McCrea
iba a hacer a Holanda. Se ha olvidado a propósito
de qué Montgomery Clift guarda eterno silencio y
por qué Janet Leigh se paró en el motel Bates, y
por qué Teresa Wright está aún enamorada del tío
Charlie. Se ha olvidado de qué Henry Fonda no es
completamente culpable, y por qué exactamente
el gobierno americano contrató a Ingrid Bergman.
Pero, nos acordamos de un bolso. Pero, nos acor-
damos de un autocar en el desierto. Pero, nos
acordamos de un vaso de leche, de las aspas de
un molino, de un cepillo. Pero, nos acordamos de
una hilera de botellas, de un par de gafas, de una
partitura de música, de un manojo de llaves. Por-
que a través de ellos y con ellos, Alfred Hitchcock
triunfó allí donde fracasaron Alejandro, Julio César,
Hitler, Napoleón…, tomar el control del universo,
tomar el control del universo. Puede que diez mil
personas no hayan olvidado la manzana de Ce-
zánne, pero son mil millones de espectadores los
que se acordarán del mechero de Extraños en un
tren. Y si Hitchcock ha sido el único poeta maldito
que ha tenido éxito, es porque ha sido el más
grande creador de formas del siglo veinte, y que
son las formas las que nos dicen finalmente qué
hay en el fondo de las cosas. Ahora bien, qué es el
arte sino aquello por lo que las formas devienen en
estilo. Y qué es el estilo… Y qué es el estilo sino el
hombre.
Una rubia sin sujetador seguida por un detective
con miedo al vacío serán quienes aportarán la
prueba de que todo eso es el cine. Dicho de otra
manera, la infancia del arte."
Jean Luc Godard. Histoire(s) du cinéma. 4a.
El control del universo

Y no es una mera cuestión de técnica. La capacidad


de Hitchcock de crear mitos que enlazan un pasado
legendario o artístico con una nueva manera de
mirar y afrontar la modernidad está patente en
toda su filmografía, sean cuales sean los medios
disponibles en cada ocasión. Pero eso sí, la imagi-
nación del británico encuentra un soporte estable
en un sistema como el de Hollywood, que a priori
parecería establecer con sus autores una relación
demoníaca de comprar y moldear ideas a cambio
de dinero. Sin embargo, el precio a pagar por
Hitchcock es mínimo a cambio de unos beneficios
Histoire(s) du cinéma, Jean-Luc Godard, 1988-1998

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Orfeo y Euridice Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

increíblemente grandes, lo que le lleva a rodar sus mejores obras dentro de un sis-
tema tan aparentemente encorsetado como el que exhibía en aquellos tiempos Esta-
dos Unidos por el mundo. Hitchcock le dio entonces a Hollywood sus argumentos
intrigantes, sus personajes reconocibles que le escondían a él mismo, su erotismo
soterrado que pareciera casual, sus travellings coloristas y los ingenuos zooms que
ocultaran enfermizas pasiones. Hitchcock creó el McGuffin para engañar al diablo, y
el diablo fue feliz.

En Vértigo, Hitchcock recoge el mito de Orfeo y Eurídice y lo esconde bajo unos ma-
teriales de serie B, con un argumento sacado de una novela de quiosco (de los fran-
ceses hoy olvidados, exitosos en su momento, Boileau y Narcejac) y unos personajes
arquetípicos, pareciendo el protagonista, James Stewart, una versión enclenque y
algo patética de los detectives hard-boiled de Dashiell Hammet o Raymond Chandler.
Así, el inglés parece querer emular el reto que se planteó Hawks con Hemingway (1)
de hacer una obra maestra partiendo del material más bajo que encontrara.

En esta mezcla de lo culto y lo popular, Hitchcock opera, sin ser tan elocuente, a la
manera del propio Godard, que desde su primera película se ha caracterizado por este
pastiche que en su obra se transforma en collage. La diferencia radica en que Godard
es consciente de que existe una historia del cine, aparte de las connotaciones ensa-
yísticas de toda su obra, por lo que no tiene reparos citar explícitamente sus refe-
rencias. ¿No pueden convivir Bertold Bretch y Marilyn Monroe en una misma frase?

METAFICCIÓN Y MILAGRO

Del mismo modo que en Al final de la escapada (A bout de soufflé, 1959) los perso-
najes quieren parecerse a los mitos del cine negro, Hitchcock es consciente del medio
en que se mueve y trabaja en su película con conceptos metacinematográficos per-

1. Ante las reticencias de Hemingway a participar en ningún proyecto cine-


matográfico, su amigo Hawks le lanzó el desafío de que sería capaz de hacer
una obra maestra con éxito a partir de la peor de sus novelas. Hemingway
aceptó y le facilitó los derechos de Tener y no tener (To Have and Have Not,
1944), que protagonizaron Bogart y Bacall. Lo que salió de ahí es historia.

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fectamente identificables. Por un lado está el policía reti-


rado, Scottie, encarnado por James Stewart, prototipo ab-
soluto del americano medio, serio, ejemplar, de intachable
moralidad. Él sería el espectador. Por otro lado está su
amigo Gavin Elster, que mueve los hilos y contrata a Scot-
tie (“alguien de confianza”, remarcando la connotación
moral) para que siga y “proteja” a su esposa, consiguiendo
así no sólo utilizarlo y engañarlo, sino que le hace ser cons-
ciente de su propia bajeza moral (según los cánones de
aquel momento y, por otro lado, aún hoy vigentes) al rela-
cionarse amorosamente con la esposa de un amigo. Así
pues, Gavin Elster sería el propio Hitchcock (2), que en tan-
tas películas juega con la moral del espectador, haciendo
que éste entre en empatía con el villano y luego se dé
cuenta de cuáles han sido sus sentimientos (3). Por último,
Kim Novak, Madeleine/Judy, completa el trío, encarnando al
objeto pasivo (comprado por Gavin, prostituido, mostrando
una vez más la misoginia del director británico) de perdi-
ción, sobre el que se lleva a cabo la pantomima de la ma-
nipulación. Sobre ella se manipula, como se manipula sobre
la pantalla de cine, y en ella se centra la mirada obsesiva
de Scottie, de la misma manera que sobre la pantalla se
cierne continuamente la mirada voyeurística y ansiosa del
espectador. ¿Qué es Madeleine entonces? ¿Qué es Judy? Si
ambas son el cine, ¿no puede ser Madeleine el cine que el
espectador cree ver en las películas de Hitchcock y que en
realidad no existe? ¿No será Judy lo que se esconde detrás
de esas películas que nos parecen tan refinadas, pulcras y
exquisitas? ¿No equivale el refinamiento de Madeleine en-
cubridor de la rudeza de Judy a los impecables films de
Hitchcock, que esconden en su interior todo un submundo
de tortura, obsesión y bajeza?

La relación de Hitchcock con la Nouvelle vague (y de esta


manera con la modernidad cinematográfica), como ya es
sabido, no termina en Godard, y ya ha sido mucho más que
comentada y analizada en otros lugares. No es preciso más
que recordar el libro de entrevistas de Truffaut, o el mono-
gráfico que escribieron Rohmer y Chabrol, o la casi totali-
dad de la obra de éste último, evidente deudora del director

2. Hitchcock afirmaba que, en la pantalla, Cary


Grant era el hombre brillante que a él le hu-
biese gustado ser, mientras que Stewart re-
presentaba al triste hombre que era él
realmente. Sin embargo, en este caso parece
más lógica una inversión de caracteres, de ma-
nera que la pérdida de la identificación Ste-
wart-Hitchcock diera lugar a su película más
aparentemente fría y seria. Además, a Hitch-
cock siempre le gustó jugar al despiste.
3. Típico el ejemplo de Psicosis (Psycho,
1960), cuando Hitchcock logra la identificación
del espectador con Norman Bates para luego
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 hacerle ver su condición de maníaco.

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inglés, o la esquiva filmografía de, seguramente,


el cineasta que mejor ha sabido entender y trasla-
dar a los tiempos modernos la idea del McGuffin:
Jacques Rivette (4).

Si nos centramos en Vértigo, podemos ver que su


influencia está presente en buena parte de la obra
de estos autores. Dice también Godard en sus His-
toire(s) que Hitchcock es el único director, junto
con Dreyer, que ha sabido filmar un milagro. Evi-
dentemente, se refiere a la relación que siempre

Ordet, Carl Th. Dreyer, 1955 ha unido dos obras tan aparentemente dispares
como Ordet (Cartl Th. Dreyer, 1955) y Vértigo. Si
en la primera en milagro consistía en una resu-
rrección física, en la película de Hitchcock el mila-
gro está en la mente de Scottie. La transformación
de Judy en Madeleine, rodada como un milagro
que tiene que ver más con el poder de la voluntad
como esclava del deseo que con cuestiones meta-
físicas, tiene lugar en un momento en que el es-
pectador se ha desligado en cierto modo de
Scottie, puesto que tiene más información que él
sobre la trama, pero la manera en que Hitchcock
aborda y planifica la secuencia nos hace ser partí-

Historia de Marie y Julien, Jacque Rivette, 2003 cipes de ese “acto sobrenatural”. Esta cuestión late
bajo una de las últimas películas de Jacques Ri-
vette, Historia de Marie y Julien (Histoire de Marie
et Julien, 2003), en la que se combina el amor fou
con elementos fantásticos, con unas ideas de fondo
que parecen directamente heredadas de la película
de Hitchcock. Tampoco podemos olvidar una de las
películas más personales de François Truffaut, La
habitación verde (La chambre verte, 1978), en la
que el culto a los muertos es algo más que un acto
necrófilo o una forma de adoración. Otro habitual
seguidor de Hitchcock, Claude Chabrol, después de
toda una vida intentando emular al maestro britá-
nico, consiguió en La dama de honor (La demoise-
La habitación verde, François Truffaut, 1978

4. Resulta evidente en su primera


obra, París nos pertenece (Paris nous
appartient, 1960), donde un peligro
de origen incierto se cierne sobre
todos los protagonistas; también en
películas en las que juega con el gé-
nero de intriga, como La banda de las
cuatro (La bande des quatre, 1988) o
Confidencial (Secret défense, 1997) o
incluso, a través de detalles más con-
cretos, en sus films “teatrales”, como
El amor por tierra (L’amour par terre,
1984) o Vete a saber (Va savoir,
2001), sin olvidar, por supuesto, un
film tan fundamental como Celine y
Julie van en barco (Céline et Julie
La dama de honor, Claude Chabrol, 2004 vont en bateau, 1974).

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lle d’honneur, 2004) una de sus películas más personales partiendo de la senda de
amor, locura y pasión abierta en Vértigo hace ya cincuenta años. Del mismo modo,
Alan Resnais abordó con intensidad el tema de la muerte a través de la obsesión amo-
rosa y la imposibilidad de resurrección en El amor ha muerto (L’Amour à mort, 1984),
dibujando lo que pudiera haber sido la historia de Scottie de no haberse encontrado
con Judy en su camino. Incluso en un cineasta tan opuesto a Alfred Hitchcock como
Eric Rohmer se encuentran huellas de Vértigo, sin ir más lejos, en buena parte de su
última creación, El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon,
2007).

ESPACIO Y TIEMPO

Siguiendo con esta tradición de la modernidad, llegamos a cineastas tan personales


como Chris Marker, Chantal Akerman, o José Luis Guerín. El primero intenta seguir las
huellas de Vértigo sobre las calles de San Francisco en Sans Soleil (Bez solntsa Sun-
less Sans soleil, 1983), mientras que la belga sustituye la ciudad estadounidense por
el París actual en los explícitos homenajes de La cautiva (La captive, 2000). Si para
el núcleo central de la Nouvelle Vague lo fundamental estaba en la historia de amor,
obsesión y resurrección, para Marker y Akerman es tan importante la manera en que
Hitchcock corporiza en San Francisco la pasión de Scottie, en la que el contraste entre
lo urbano y lo natural resulta tan profundamente simbólico. Del mismo modo, estos
directores saben que se dirigen a un público que conoce y admira el film de Hitchcock,
jugando de esta manera con la memoria colectiva de los espectadores; no hay más
que fijarse en la equivalencia entre la silenciosa persecución automovilística de Vér-
tigo, entre calles laberínticas que suben y bajan, y la primera secuencia de La cau-
tiva, que mimetiza tanto los planos de la original como la manera de conducir de
Scottie. En el caso de José Luis Guerín, resulta evidente en su última película, En la
ciudad de Sylvia (2007), su voluntad de acercamiento a la obra maestra de Hitchcock.
No sólo propone ese juego de identidades entre los personajes y la ciudad (en este
caso Estrasburgo), sino que aborda directamente una historia de voyeurismo y re-
construcción ideal de la figura femenina.

Probablemente, el caso más paradigmático de vampirismo cinematográfico (para al-


gunos más bien parasitismo) es el que une las carreras de Alfred Hitchcock y Brian

La cautiva, Chantal Akerman, En la ciudad de Sylvia, José Luis Guerín, 2007

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El engendro del diablo, Dario Argento, 1989 Vestida para matar, Brian de Palma, 1980

de Palma. La fijación de este último por la obra del inglés puede parecer incluso en-
fermiza, ya que si vamos rastrando la filmografía del director estadounidense pode-
mos ver continuos ejercicios de reescritura, homenaje y reformulación de los
parámetros de las constantes hitchcockianas. Algo parecido ocurriría, al otro lado del
charco pero no de forma tan explícita, con Darío Argento, entre el giallo y el fantate-
rror, que lleva algunos temas del británico (aunque él lo intente negar) (5) hacia su
vertiente más angustiosa y atmosféricamente opresiva, en ocasiones con ribetes su-
rrealistas. Se podría pensar si Argento no sería lo más parecido a un Hitchcock que
hubiera nacido cuarenta años después y alejado de la educación profundamente ca-
tólica que tanto le marcó. De todos modos, también se puede ver a de Palma como
un engarce perfecto que nos lleva de Hitchcock a Argento, de los temas de uno a las
formas del otro, pues sus películas se sitúan en un impreciso punto intermedio, con
numerosas concomitancias.

Centrándonos en de Palma, si hay una película de entre todas las del inglés con la que
ha convivido su cine (con el permiso de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954)
y Psicosis, 1960), esa es Vértigo. En cierto modo, de Palma utiliza a Hitchcock como
sello de autoría, convirtiendo películas que pueden parecer de encargo (como La dalia
negra (The Black Dahlia, 2006)) en obras personalísimas.

En casi todas las películas de Brian de Palma se puede rastrear sin ninguna dificultad
la huella de Vértigo, desde las más satisfactorias hasta las más polémicas, resultando
evidente en muchas ocasiones (Fascinación -Obsession, 1976-, Vestida para matar -
Dressed To Kill, 1980-, Doble cuerpo -Body double, 1984-, Femme Fatale -Femme Fa-
tale, 2002-…) e implícito y solapado en otras (El fantasma del paraíso -Phantom of the
Paradise, 1974-, Atrapado por su pasado -Carlito’s Way, 1993-, La dalia negra…). En
el caso de Fascinación, por ejemplo, estamos prácticamente ante un remake, o una
nueva visión de Vértigo, ejecutada con la ayuda de Paul Schrader en el guión (que le

5. Declaró Argento respecto a Hitchcock: “Tal vez haya heredado el público


de Alfred Hitchcock, pero ciertamente no sus temas. Entre Hitchcock y yo
hay muchas diferencias, de moralidad y neurosis. Hitchcock era un puritano
mientras que yo soy un anarquista, incluso demasiado anarquista para mi
propio bien.” De todos modos, a pesar de esa evidente anarquía, no pode-
mos negar la influencia cultural católica que ejerce un país como Italia sobre
Argento.

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da un punto aún más turbio a la obra original), y


más interesante como reflexión teórica que como
artefacto narrativo o atmosférico. Pasados los años,
Fascinación ha quedado como una de los ejemplos
canónicos de los procesos de reinterpretación y re-
escritura.

MIRADA Y REFLEJOS

Resulta también interesante pararse a reflexionar

Impacto, Brian de Palma, 1981 sobre Impacto (Blow out, 1981), una película de
Brian de Palma que es capaz de juntar a dos cine-
astas tan dispares como Hitchcock y Antonioni a
través de una cuestión común a los dos, quizás la
obsesión más importante de sus respectivas ca-
rreras. Hablamos, por supuesto, de la obsesión por
la mirada, que en la película de de Palma tiene
como estandartes La ventana indiscreta y Blow-up
(1966), y que juega un papel fundamental en una
obra como Vértigo.

El papel de la mirada se presenta fundamental desde


el principio, cuando se nos muestra el trastorno que

La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 sufre Scottie respecto a las alturas, diciéndonos así,
en voz baja, que la mirada del protagonista incuba
un virus que puede extenderse y desatar la enfer-
medad. Ya en el restaurante, Hitchcock impone al
espectador la mirada fascinada de Scottie, que en
un primer momento parece una fascinación pura,
casi surreal por la aparición de una belleza que no
parece de este mundo. Sin embargo, poco a poco,
quizás por esa conjugación de mirada-investigador
y mirada-enamorado, se nota cómo se va infec-
tando la mirada de Scottie, que esconde algo tur-
bio (¿y también sucio?), que se delata desde la
rigidez absorbente de la persecución por las calles
de San Francisco hasta los nerviosos e impacientes
Blow-up, Michalangelo Antonioni,1966
zooms, que tienen un propósito más allá del su-
brayado de los detalles al espectador. La mirada fe-
lina. Hitchcock fundamenta así todo el relato en la
mirada de su protagonista, que es la mirada del es-
pectador, y que juega un papel análogo al del fo-
tógrafo de Blow up.

Volviendo a los procesos de reescritura y palimp-


sesto, tan de moda últimamente (como muestra el
número de febrero de la revista Cahiers du Ci-
néma. España, o el ciclo sobre el tema desarrollado
en el último Festival Internacional de Cine de Las

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Woman on the Beach, Hong Sang-soo, 2006 Tropical malady, Apichatpong Weerasethakul, 2004

Palmas) podemos ver que tienen un claro precedente en buena parte de la obra de
Brian de Palma. El auge de la reinterpretación de las obras clásicas está marcando,
con más o menos polémica, buena parte del cine contemporáneo, como certifican al-
gunos de los certeros o controvertidos films de Gus van Sant (Psycho -1998-), otra
vez sobre Hitchcock), Hou Hsiao Hsien (El vuelo del globo rojo -Le voyage du balloon
rouge, 2007-), Michael Haneke (Funny Games -2008-), Manoel de Oliveira -Belle Tou-
jours, 2006-), Quentin Tarantino -Death Proof, 2007-), Tian Zhuangzhuang (Prima-
vera en un lugar pequeño -Xiao cheng zhi chun, 2002-)...

Otra de las corrientes más interesantes del cine más actual basa su estrategia es-
tructural en partir la película en dos, de tal manera que ambas mitades se enfrenten
como ante un espejo valleinclaniano, o que una de las partes reinterprete y reflexione
sobre la otra. Este hecho es evidente en muchas películas de Hong Sang Soo, Api-
chatpong Weerasethakul, y algunas de Nobuhiro Suwa o Jia Zhang Ke, pero si nos pa-
ramos a mirar atrás, este ejercicio, ya desarrollado por Hitchcock en Vértigo, fue uno
de los principales motivos de ataque por parte de los detractores del inglés, que no
le perdonaban una estructura tan voluble, y que tenía mucha más trascendencia de
lo que podían imaginar. La segunda película arranca, en Vértigo, cuando se resuelve
la intriga criminal (6), en el momento de la escritura de la carta, justo después del
flash back de Judy, y provoca en el espectador la necesidad de reformularse todo lo
visto y dar auténtico empaque a una película que va mucho más allá de la conspira-
ción de un asesinato. Hitchcock transforma así un brillante ejercicio de suspense en
una fabulación romántica digna de Cocteau, en una arriesgada y turbia reflexión sobre
los límites de la muerte y sobre la necesidad de crear imágenes mentales ante la ar-
ficiosidad y fragilidad de la existencia. Así pues, una segunda visión de Vértigo ayuda
a entender muchas de las decisiones tomadas por Hitchcock, que parecen desenca-
jar dentro del engranaje de un habitual film de género. Claro, el cine de género es-
talló en mil pedazos, se enamoró de sí mismo, o de su reflejo, y se hizo adulto para
siempre.

6. Dice la leyenda que García Márquez se marchó del cine llegado a ese
punto, pues consideraba la película por terminada al haber “resuelto” la
anécdota argumental.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Persona, Ingmar Bergman, 1966

DAVID LYNCH

La vertiente turbia de Vértigo puede verse, seguramente, como la iniciadora de una


corriente que encabeza el cine americano más arriesgado de los últimos tiempos, en-
cabezada de cineastas tan personales como David Lynch y David Cronenberg, y que
podemos extender a algunas de las películas del canadiense Atom Egoyan, cuya Exó-
tica (Exotica, 1994) recoge el tema de la obsesión para darle una forma postmoderna
de rompecabezas narrativo y heterogéneo.

Sin duda, una de las puertas más interesantes que abre Vértigo de cara al cine del fu-
turo se atisba en la última parte de la filmografía de David Lynch. El director esta-
dounidense recoge, básicamente, dos influencias básicas del cine clásico, que él
mismo moldea con su toque personal añadiéndole variantes multidisciplinares here-
daras de campos como la pintura o el videoarte. Del mismo modo, estas dos influen-
cias clásicas están muy interrelacionadas entre sí, viniendo una, Vértigo, del cine más
industrial, y la otra, Persona (1966) de Bergman, del tradicional “arte y ensayo” de
los 60. En la obra de Lynch, desde Carretera perdida (Lost Highway, 1997) hasta In-
land Empire (2006), pasando por Mulholland Drive (2001), se utiliza repetidamente
el tema de la duplicidad de caracteres, envuelto por una atmósfera que juega en dos
planos (tres en el caso de Inland Empire) de significación: realidad y sueño (y meta-
ficción). Las mismas ideas que Hitchcock integraba subrepticiamente dentro de una
trama lineal son despojadas por Lynch de los artificios narrativos, poniéndolas frente
a un espectador que ya es adulto y ha crecido perfectamente integrado en un universo
audiovisual, por lo que debe descodificarlas a partir de una serie de emociones sen-
soriales muy directas. Esta reivindicación sensorial como método de transmisión de
ideas quizás sea uno de los mayores hallazgos de Vértigo. Ya desde el principio de la
película se dan pistas respecto a las intenciones de Hitchcock, que se confirman a lo
largo del metraje mediante el uso de efectos que parecen despreciar la verosimilitud
en beneficio de una manera diferente de comunicación con el espectador. Estas pro-
puestas anti realistas se aprecian durante toda la película, ya sea en el uso de las
transparencias o el empleo de efectos cinematográficos para enfatizar una emoción o
una idea. Un ejemplo podría situarse en la escena del primer beso de los protagonis-
tas, en el acantilado, con unas olas que rompen contra las rocas en una metáfora qui-
zás algo burda de la pasión sexual (poco después de la mítica escena de De aquí a la

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eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinemann,


1957)), que en realidad quiere subrayar un primer
clímax que supone la llegada de una tempestad
emocional para el personaje de Scottie (porque esa
pasión enfermizo-romántica es lo fundamental de
Vértigo, como hoy día está perfectamente asu-
mido). Otros de estos efectos estarían encuadra-
dos en la creación de atmósferas irreales, que
traicionan el punto de vista o juegan con la luz y el
color para potenciar el componente “fantasmal”:
valen como ejemplos el momento del descubri-

Terciopelo azul, David Lynch, 1986 miento de Madeleine en el restaurante por parte
de Scottie, o el auténtico gran momento de la pe-
lícula, la resurrección de Kim Novak bañada en la
luz verde de los neones a través de la ventana. El
uso fundamental del color también es una caracte-
rística común a las obras de Hitchcock y Lynch,
más allá del significado simbólico que acarrea, y va
implícito en la exquisita puesta en escena desple-
gada por ambos autores. La intensidad y suavidad
del rojo del restaurante de Vértigo recuerda los
momentos más oníricos de Mulholland Drive o Ter-
ciopelo azul (Blue Velvet, 1984), del mismo modo
que la omnipresencia del verde a raíz de la entrada

Carretera perdida, David Lynch, 1997 en juego de Judy equivale al color enfermo de las
pesadillas de Lynch.

Además, Lynch comparte con Hitchcock un sentido


del humor que está más próximo a la parodia sal-
vaje de Miike que a la ironía fina de Lubitsch.
Siendo Vértigo una de las obras más “serias” de
Hitchcock, existe un humor soterrado, no tan la-
tente como el del Inland Empire de Lynch, y mucho
menos autoparódico. En Vértigo, Hitchcock se ríe
en primer lugar de la gravedad y la falta de ironía
de Scottie, y lo contrasta con la frivolidad con que
trata al personaje de Barbara Bel Geddes. Pero el
humor de Vértigo es, en realidad, un desafío al es-
Mulholland drive, David Lynch, 2002
pectador medio, ese que tiende a identificarse con
el personaje de James Stewart y del cual se ríe el
director señalando sus debilidades morales y la hi-
pocresía de su carácter. Hitchcock se ríe (la crítica,
en Hitchcock, siempre va de la mano del humor)
de la sociedad de su tiempo, o más bien de una
cierta manera de ver la sociedad, buscando para
ello la complicidad o el enfrentamiento con el es-
pectador. Los escasos momentos de humor explí-
cito de Vértigo se producen en las escenas
compartidas por los personajes de James Stewart
y Barbara Bel Geddes, pero es un humor cruel, en
el que Scottie aprovecha a su antojo el deseo se-
Inland Empire, David Lynch, 2006

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xual que provoca en su interlocutora para jugar


con ella sin ninguna consideración (también ella se
venga en cierto momento con una broma maca-
bra, Hitchcock no salva a nadie), inconsciente de
que el sufrimiento después se volverá contra él
(también es destacable que la obsesión romántica
de la película no termina en la relación Stewart-
Novak, puesto que resulta encomiable la persis-
tencia de Bel Geddes, sobre cuyo sentimiento
también nos engaña Hitchcock, haciéndonos creer
que es más puro de lo que en realidad resulta). El

Laura, Otto Preminger, 1944 humor en Vértigo es, por lo tanto, un truco cierta-
mente extraño, puesto que se regodea en la cruel-
dad y, seguramente, tiene como principal objetivo
el juego metalingüístico con el espectador: aque-
llos que se han reído con Scottie quedan definiti-
vamente vinculados a él y, por lo tanto, la posterior
venganza de Hichcock, con la crucifixión moral de
Scottie, será mucho más terrible.

De todos modos, los temas y la personalísima ma-


nera de Hitchcock de tratar una historia tan turbu-
lenta como la de Vértigo ya tenía algunos
precedentes de gran entidad en el mundo del ce-

Jennie, William Dieterle, 1948 luloide, aunque no lleguen a la profundidad ni a los


logros formales del inglés. Estos precedentes,
como decimos, son claros y bastante evidentes,
desde la necrofilia y el amor fou latente en Laura
(Otto Preminger, 1944), hasta el coqueteo con el
fantástico presente en El fantasma y la señora Muir
(The Ghost and Mrs. Muir, Joseph L. Mankiewicz,
1947) o Jennie (Portrait of Jennie, William Dieterle,
1948), relacionada además con Vértigo por la in-
fluencia de la pintura (cuadro de Carlota/retrato de
Jennie) y del tema de la obsesión, que también es
el eje central de una de las películas más brillantes
de la etapa mexicana de Luis Buñuel: Él (1953). Y
aunque parezca sorprendente, también se en-
El fantasma y la señora Muir, Joseph L.Mankiewicz, 1948
cuentran algunos temas de Vértigo en cinemato-
grafías más alejadas, como el caso de La
emperatriz Yang Kwei-fei (Yôkihi, 1955), de Kenji
Mizoguchi, en la que un emperador encuentra en el
parecido de una sirvienta con su fallecida esposa la
fuerza para seguir viviendo. Como en Vértigo, las
conclusiones son inevitablemente trágicas, como si
Hitchcock y Mizoguchi no pensaran en la sustitu-
ción como una opción válida y adecuada para la re-
estructuración vital, sino una plasmación de las
debilidades humanas y las flaquezas del espíritu.

La emperatriz Yang Kwei-fei, Kenji Mizoguchi, 1955

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Vértigo, Alfred Hithcock, 1958 Un couple parfait, Nobuhiro Suwa, 2004

ENTRE EL CLASICISMO Y LA VANGUARDIA

En definitiva, podemos arriesgarnos a hablar de Vértigo como un nexo de unión im-


prescindible entre el clasicismo y las vanguardias, con las que comparte muchas más
cosas de las que una visión ligera puede dar a entender. Vértigo, además de confor-
mar un importante ejercicio de introspección autocrítica que debe desarrollar cada
espectador, funciona, principalmente como un vehículo sensorial en el interior de Scot-
tie, algo directamente relacionado con la modernidad. El salto definitivo hacia esta
modernidad se produce en el momento en que se prescinde de la relación causa efecto
y de la justificación para llegar a esa comunión íntima y, aunque en Vértigo no im-
porte, ahí tenemos la bisagra que une dos mundos tan aparentemente distanciados.

Vértigo da muchas de las claves para la interpretación de la obra de algunos de los


más importantes cineastas contemporáneos. Y los motivos de haber tenido seme-
jante impacto en directores tan diferentes a lo largo de los años sigue siendo uno
más de los motivos de atracción y fascinación de la película, que la mantiene viva y
en continuo proceso de reinterpretación, como si a cada referencia regresara inevi-
tablemente de entre los muertos.

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VIII. VÉRTIGO ENTRE DOS FINALES

Irene de Lucas Ramón

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

Todos recordamos la escena final de Vértigo: Scottie en lo alto del campanario, mi-
rando impasible hacia el suelo la muerte definitiva de su amor, no así de su obsesión.
Rodeado por las tinieblas que le engullen, sin que aparte la mirada del vacío. Y es que
“Vértigo concluye sobre la imposibilidad de la unión y del amor en el crimen, dicién-
donos que la felicidad del hombre pasa por la destrucción mental y física dentro de la
ficción de la mujer. Es el recorrido muy Hawskiano de un hombre que, al alcanzar la
cima, no tiene más que desaparecer en las lívidas tinieblas que clausuran el filme” (1).
¿Acaso existe otro desenlace posible para Vértigo? ¿Puede este filme no terminar con
la mirada de Stewart perdida en las tinieblas, en lo alto del campanario?, ¿sin su pen-
samiento y su gesto suspendidos en el vacío? ¿Es posible un final alternativo al des-
enlace más admirado de la filmografía de Hitchcock?

La veracidad nos aboca, sin embargo, a la ambigüedad: algunas copias del filme se
presentaron con otro final, sí: la mirada de Stewart perdida en las tinieblas, su gesto
suspendido en el vacío, pero lejos del campanario de la escena precedente. En este
segundo final, Scottie vuelve al apartamento de Midge (una espléndida Bárbara Bell
Geddes) , donde ésta escucha en la radio que Elster pronto será detenido y extradi-
tado. Ella prepara unas copas, todo es silencio, se la ofrece y él acepta. Ni una pala-
bra. Stewart mira a través de la ventana, buscando, quizás, recordando, puede, pero
nunca lo sabremos, porque el filme termina en este plano. Un segundo final. Sí. ¿Al-
ternativo? No, puesto que no sustituye la escena de la Misión sino que la sucede a
modo de epílogo, podríamos decir que la completa. Y sin embargo, los elementos
principales que barajamos en este segundo final, son los mismos que en el original:
la mirada perdida de Scottie, la envolvente oscuridad, el peso de la pérdida reiterada
-y no obstante repentina- … el silencio.

Vértigo se estrenó originalmente en el Festival de San Sebastián con otro título (el de
la novela de la que fue adaptada: De entre los muertos), y con otro final, el que ac-

1. Pierre Guenini – ‘Sueurs Froids’ (Films et Documents, nº343-344, mai


1984) [La traducción es mía].

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

tualmente se conoce como el final alternativo del filme. Éste sería eliminado poco des-
pués de todas las copias en circulación, coincidiendo con la adopción definitiva del tí-
tulo que Hitckcock defendió para su proyecto desde los inicios. El director nunca hizo
mención alguna, ignorando su existencia y, a partir de ese momento, este epílogo fue
sepultado en el olvido, esperando un rescate. Un rescate que no llegaría hasta 1984,
cuando el final alternativo se incluiría –aunque tan sólo en la primera edición- en el ma-
terial extra de la edición remasterizada del filme en DVD, resurgiendo las dudas que
ahora nos planteamos ¿Por qué se rodó este segundo final? ¿En qué cambia este epí-
logo la percepción global del filme, el mensaje final de la historia, para que Hitchcock
lo rodase y nunca más hiciese mención del mismo? En definitiva, ¿por qué este final
alternativo fue completamente descartado y olvidado por el maestro del suspense?

EL EPÍLOGO: LAS HUELLAS DE HITCHCOCK

Comencemos por recordarlo. El segundo final de Vértigo añade, después de la se-


cuencia de la muerte de Judy en el campanario, una escena interior que se desarro-
lla en el apartamento de Midge y que consistirá en un solo plano secuencia. Éste
empieza con Midge escuchado la radio -en primer plano a la derecha del encuadre-,
continúa con un travelling de acercamiento hasta un plano medio de Midge, y final-
mente, a través de un ligero movimiento de reencuadre, nos permitirá ver a Scottie
entrar y dirigirse hacia la ventana, mientras Midge prepara las copas, para terminar
con Midge contemplando la mirada de Scottie, perdida en el vacío de las calles de
San Francisco. Si bien esta escena sería finalmente eliminada de la versión final del
filme, lo cierto es que, como señala Dan Auiler, en la copia final del guión de Samuel
Taylor de 1957 (cuando Vértigo aún respondía al título Entre los muertos) ya pode-
mos encontrar un esbozo de esta escena, que sería ligeramente modificada dieciocho
días antes del comienzo del rodaje: “El guión final de rodaje data del 12 de Septiem-
bre de 1957. Contiene una escena final con reminiscencias de La ventana indiscreta:
En el apartamento de Midge, un Scottie devastado escucha un informe radiofónico
sobre el arresto de Gavin Elster” (2). El origen de la idea de esta escena se encuen-
tra, sin embargo, en un dato de la biografía del propio director. Durante el rodaje de

2. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,


January, 1999) p.55 [La traducción es mía]

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Vértigo en San Francisco, Hitchcock –un insomne incura-


ble- escuchaba con frecuencia la emisión radiofónica noc-
turna de un entonces desconocido Dave McElhatton, a
quien le propuso participar en el filme como locutor ra-
diofónico permitiéndole resolver la escena sin añadir una
sola línea de diálogo de los personajes (3).

La versión filmada de la escena responderá, sin embargo,


a la copia final del guión que data del 30 de septiembre
de 1957 –y a la que corresponde el extracto que citare-
mos a continuación-, de ahí las modificaciones en la des-
cripción que hace Auiler del tratamiento detallado del
guión final en lo referente a la escena en cuestión: “La
coda de este guión nos presentará a Midge en su aparta-
mento, escuchando la radio. El locutor describe la bús-
queda policial de Elster en Europa y su arresto inminente
por el asesinato de su mujer. Scottie entra y cruza la ha-
bitación hasta llegar a la ventana. Ella le prepara una be-
bida. Fundido en negro” (4).

A pesar de que esta descripción de Auiler de la secuencia


del segundo final se corresponde exactamente con la ver-
sión filmada que se ha conservado, su resumen olvida
hacer referencia al hecho de que Scottie nunca llega a es-
cuchar el boletín radiofónico –puesto que Midge apaga la
radio en cuanto le oye entrar-. Detalle que reviste mayor
importancia en tanto constituye el cambio principal que se opera en esta secuencia
respecto de la versión final del guión datada del 27 de septiembre. Debido precisa-
mente a la riqueza del tratamiento sonoro y visual de esta escena (que no se refle-
jan en el sucinto resumen precedente), es conveniente que citemos el fragmento del
guión que le corresponde, donde figura incluso el texto de la emisión radiofónica:

“[INT. MIDGE’S APPARTMENT. NIGHT]


Midge is in a sofa, she listens to the radio. Behind
her, San Francisco at night.

RADIO BROADCAST
Elster was last heard up living in Switzerland, but it
is now thought to be residing somewhere in the
south of France. Captain Hansen states that he an-
ticipates no trouble in having Elster extradited, once,
he is found. Other news on the local flash, in Berke-
ley, three University of California sophomores found
themselves in a rather embarrasing position when

3. Ruthe Stein - ‘Secret remains buried


at Q&A’ (San Francisco Chronicles, July
23rd, 2004).
4. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of
a Hitchcock Classic. (Titan Books, Ja-
nuary, 1999) p.60-61 [La traducción es
mía].

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tonight when they were discovered by police officer William


Forgarty leaving a cow up the stairs of [le Grand]…

Midge hears a sound. She incorporates, turns off the radio


and goes rapidly towards the table where there is a bottle,
some glasses and ice. She prepares a very dry whisky soda
and doesn’t turn round when she hears the door open.
Scottie enters the room and closes the door after him. His
face is a mask. He slowly crosses the room and stops by the
window, San Francisco’s bay view behind him, and he keeps
standing still, his glance straight in front of him, lost in his
thoughts. Midge takes the whisky soda, glances towards
him, gets the bottle and pours some more. She crosses the
room and offers him the drink. Scottie accepts it. Midge
goes away, takes her own glass and sits down, looking
around the room. Scottie remains silent, still, he then gives
a long sip to his drink. He contemplates the city.
FADE
THE END” (5)

Se ha llegado a plantear que Hitchcock no dirigiese este


segundo desenlace debido principalmente a su exclusión
del metraje en la versión final y al hecho de que el direc-
tor jamás hiciese alusión al mismo. Sin embargo, en el ex-
tracto precedente del guión, tanto el texto de la emisión
radiofónica como el tratamiento visual de la escena no
dejan lugar a dudas respecto a la autoría de la misma. La
elegante economía y sobriedad de la planificación –resol-
viendo la acción sin recurrir a un solo corte- es caracterís-
tica del director y, particularmente, del tratamiento visual
de Vértigo en su conjunto. Asimismo, la ausencia de un
diálogo innecesario y el chiste flemático apenas percepti-
ble en el final de la emisión de radio son un rasgo evidente
del estilo cinematográfico hitchcockiano. La inclusión de
este guiño humorístico en clave irónica -en torno a los tres
estudiantes universitarios a los que pillan in franganti su-
biendo una vaca por las escaleras-, establecerá sutilmente
un esperpéntico paralelismo con la escena precedente en
el campanario y de nuevo justificará –más allá de la noti-
cia acerca de Elster- la decisión de Midge de apagar la
radio.

5. Bill Krohn – ‘L’autre fin de Vertigo’ (Cahiers


du Cinéma, nº 511, p.27) [La traducción es
mía]. Lo cierto es que esta descripción no se
ajustará exactamente a la acción que se des-
arrollará en la versión rodada de esta escena,
que mostrará pequeñas variaciones apenas
perceptibles: Midge estará sentada en una
silla, servirá primero el whisky y tras mirar a
Scottie añadirá la soda –no más wisky - y al
sentarse con su bebida no mirará alrededor de
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 la habitación, sino directamente a Scottie.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

Pero la autoría de esta escena no sólo se evidencia en un tratamiento marcado por


las huellas visuales y estilísticas de Hitchcock. La confirmación definitiva se apoya, en
la actualidad, en diversos documentos escritos, destacando entre ellos las hojas de ro-
daje del filme (6), como señala Dan Auiler: “Rodaron otro primer plano de Midge (…)
mientras esperaban el regreso de Jimmy Stewart para rodar una escena que no se in-
cluiría en la copia definitiva del filme: el breve y silente ‘tag ending’ que mostraba a
Scottie volviendo al lado de Midge en la conclusión del filme. La puesta en escena de
este plano fue larga –el equipo empezó cerca del mediodía y acabó poco después de
las tres de la tarde. Robertson describe la escena en sus notas (7) (…) La escena re-
quirió nueve tomas, Hitchcock positivó la cinco y la nueve, el equipo se marchó a las
cuatro de la tarde” (8).

Así pues, es posible constatar que Hitchcock en persona rodó este segundo final de
‘etiqueta’, desenlace que, por otro lado, también se incluía en las dos versiones fina-
les del guión de septiembre de 1957. Y, sin embargo, también es una evidencia que
el director nunca tuvo intención de incluirlo como el final definitivo de Vértigo, ya que
con el paso del tiempo podría haber reivindicado su existencia, pero lo cierto es que
evitó mención alguna a este segundo final durante toda su carrera. Confirmadas ya
la participación y el rechazo del director respecto al ‘tag ending’, surge una nueva in-
cógnita: ¿por qué invertir cuatro horas de rodaje en una escena que no tenía inten-
ción alguna de incluir en la versión final del filme?

6. Los informes detallados que existen sobre el rodaje son obra de Peggy Ro-
bertson, la supervisora del guión durante el rodaje. Tras haber trabajado
con Hitchcock en Inglaterra durante la guerra, su reencuentro en el rodaje
de Vértigo la convertiría en la asistente de confianza del director durante el
resto de su carrera.
7. “Sc:276. Int: Midge’s Apartment. 50mm [lens size]. Variable diffusion [fil-
tres used in takes]. Midge listening to giant radio [recording] CRANE FOR-
WARD & JIB DOWN as Scottie enteres & goes to window. She gives him
drink and sits. Tag end.” (Incluido en Vertigo: The Making of a Hitchcock
Classic. (Titan Books, January, 1999) p.112.
8. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.112 [La traducción es mía].

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PROBLEMAS 'MORALES': LA NECESIDAD DE UN EPÍLOGO

Las razones de la existencia del segundo final de Vértigo se escapan de las intencio-
nes artísticas y fílmicas de Hitchcock, para adentrarse en el terreno de la distribución
posterior de la película. Se han planteado dos teorías al respecto: la primera esgrime
que este final fue una exigencia de los productores para evitar la censura del filme en
ciertos países extranjeros donde no se aceptaría que el personaje de Gavin Elster sa-
liese indemne de su crimen; la segunda señala, sin embargo, que fue una imposición
de los productores, insatisfechos por la ausencia de un final feliz que podría afectar,
eventualmente, a las recaudaciones en taquilla. Sin duda, tanto los documentos his-
tóricos como el tratamiento y contenido de la escena final ‘alternativa’, sostienen la
solidez de la primera teoría frente a la inviabilidad del argumento del final feliz.

En los archivos de Vértigo de la productora Paramount y en la correspondencia per-


sonal de Hitchcock podemos encontrar evidencias documentales de la preocupación
que existía en los despachos en torno a la ‘dudosa moralidad’ de diversos aspectos de
la película antes incluso de su rodaje -en el verano de 1957, cuando el guión estaba
cerca de ser completado-. La oficina central de la productora expresó su disconfor-
midad con el título propuesto por Hitchcock, así como la preocupación del departa-
mento legal por dos aspectos relativos al Código de Producción. El primero se refería
a la escena del juicio –en concreto a las referencias difamatorias sobre el juez de San
Benito County (9)-; el segundo se refería a la muy cuestionable moralidad de varios
personajes del filme, principalmente en referencia a las relaciones sexuales ilícitas de
Madeleine/Judy (interpretadas por Kim Novak) y Scottie. Geoffrey Shurlock, el hom-
bre encargado de mantener a Hitchcock dentro de los códigos morales, le envió dos
cartas que nos permiten en la actualidad identificar qué cambios fueron resultado de
la presión de la productora así como los aspectos en los que el director no dio su
brazo a torcer.

En la primera carta, datada en agosto de 1957, Shurlock señalaba la necesidad de eli-


minar toda presencia de ropa interior femenina (concretamente la escena del sujeta-

9. Pues en la realidad sólo existía un juez en ese cargo y se temía que éste
asumiese las referencias peyorativas al personaje como un ataque personal
(no sólo por las inapropiadas referencias condenatorias que éste personaje
hace al jurado –que finalmente se suavizarían- sino porque más tarde se
referirán a él como un “hijo de puta”).

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dor con Midge al comienzo del filme –en la que también se


hablaba de la vida sentimental de ésta- y la ropa interior de
Madeleine colgada en la cocina de Scottie tras su intento
de suicidio [10]), y hacía referencia asímismo a otras cinco
escenas que sugerían adulterio. Pero más allá de la mora-
lidad ‘sexual’ de los personajes, en torno a la cual giraban
la mayor parte de las preocupaciones de la productora,
Shurlock también mostró su preocupación por otro tipo de
moralidad : “Será de gran importancia, por supuesto, que
se enfatice suficientemente la indicación de que Elster será
juzgado” (11). La carta final de Shurlock del 18 de sep-
tiembre confirma la obstinación de Hitchcock por conser-
var su visión original: sólo cuatro de las sugerencias
iniciales de la productora fueron reflejadas en la versión
final del guión, entre ellas, la referencia al arresto de Els-
ter que se incluiría en una escena final adicional en casa de
Midge, el ‘tag ending’.

Todas las evidencias indican que el final ‘alternativo’ fue


incluido en el guión y rodado posteriormente, tan sólo como
medida de precaución en caso de eventuales problemas con
la legalidad de algunos países europeos. Y de hecho, tan

Cartel del Festival Internacional del cine de San Sebastian en 1958


sólo queda constancia de haber sido proyectado en dos
ocasiones. Una de ellas fue en Finlandia, como le aseguró
Dave McElhatton –el locutor de radio de la escena en cues-
tión- al director creativo de la San Francisco’s Film Society, Miguel Pendas: “Dave dijo
que el único país donde esa escena se proyectó fue en Finlandia. En el resto de paí-
ses se consideró que el final original estaba bien” (12). Y la otra fue el Festival de San
Sebastián, donde sin embargo, no se proyectó la versión definitiva del filme puesto
que ni siquiera respondía al título de Vértigo, sino al de Entre los muertos.

Lo cierto es que, si analizamos el contenido que aporta a la historia la escena final


añadida en términos estrictamente argumentales, éste se resume básicamente en la
información sobre el arresto de Elster de la emisión radiofónica. La escena precedente
en el campanario muestra un claro paralelismo en el estado del personaje de Scottie
e incluso en el tratamiento visual y conceptual de ambas escenas: el silencio, las mi-
radas perdidas desde la altura o el recuerdo de Madeleine en el rostro de Scottie. De
forma que, incluso dentro del apartamento de Midge, la muerte de Madeleine es el
elemento protagonista en la escena, siempre presente en la mente de Scottie a lo
largo de la película y ahora también en la del espectador. Sin duda, Hitchcock decidió
que si tenía que añadir una escena suplementaria al final de su filme, quería que ésta
reflejase lo más fielmente posible el tono visual y emocional del desenlace que ini-
cialmente había concebido. Y así fue. Tanto, que es imposible considerar esta escena

10. En esta escena también se mostraban preocupados por las frases y ac-
titudes que subrayaban el hecho de que Scottie la hubiese desnudado. Se
señalaba que Madeleine no debía mostrar vergüenza y que la frase entre-
cortada de Scottie “Not at all, I enjoyed – talking to you” debía leerse sin la
pausa y sin avergonzarse para quitarle importancia).
11. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.69 [La traducción es mía].
12. Cita de Miguel Pendas en el artículo de Ruthe Stein - ‘Secret remains bu-
ried at Q&A’ (San Francisco Chronicles, July 23rd, 2004).

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añadida como un ‘final alternativo’, sino tan sólo como un epílogo que si bien inevi-
tablemente introduce matices distintos al desenlace, respeta y emula, no obstante, el
tratamiento y mensaje final de la escena del campanario.

Precisamente por eso, la teoría planteada anteriormente que identifica esta escena
como un intento de rodar un ‘final feliz’ requerido por la productora, no se sostiene
desde ningún aspecto de consideración. La escena final del apartamento de Midge es,
en todo caso, como veremos a continuación, más lúgubre y deprimente si cabe que
el desenlace en la escena del campanario. No obstante, es interesante señalar- como
se atribuye a Jordi Balló (13)- la existencia de un ‘tercer final’ del filme, al que se re-
firió como la escena del beso. Este final constituiría, ahora sí, un final alternativo,
puesto que operaría en las antípodas del epílogo analizado, a partir de la sustracción.
Es decir, eliminando la caída de Judy de la escena del campanario de forma que el des-
enlace del filme fuese el beso de los dos amantes en lo alto de la torre y no la muerte
de Judy ante los ojos de Scottie. Si bien una mutilación del filme en este sentido sí
corroboraría la presión de los estudios por obtener un final feliz, en este caso, Hitch-
cock no habría sido ni juez ni parte.

Lo cierto es que no hay constancia alguna en los documentos de los archivos del filme
de que la productora hiciese sugerencias en torno a la necesidad de un final feliz y,
asímismo, tampoco hay evidencia alguna de que esta versión del filme fuese proyec-
tada, excepto por testimonios de desconocidos en Internet que dicen recordar haber
visto dicho desenlace en la sala de cine. Además, el propio Herbert Coleman (14) re-
cuerda que Hitchcock nunca sometió sus filmes a preestrenos públicos –de hecho, no
existe evidencia alguna de éstos para Vértigo: fechas de proyección, tarjetas de co-
mentarios del público, etc– y Dan Auiler es tajante al señalar que “Ni el director hizo
cambio alguno en el filme una vez se estrenó; ni el estudio forzó cambios ni cortes a
los negativos existentes. La película desde el comienzo reflejó la versión personal del
artista, y (excepto por un cambio de formato que los restauradores descubrieron for-
tuitamente) nunca fue alterada por persona alguna” (15). No debemos olvidar la na-

13. Cristina Álvarez. III. Jordi Balló y Xavier Pérez: “El eterno retorno: eco-
nomía de la repetición y leyes del género. Proyección: El bosque (The Vi-
llage, 2004, M. Night Shyamalan)” [Contrapicado Nº 22, enero-febrero
2008], citando una conferencia inédita de Jordi Balló – “El eterno retorno:
economía de la repetición y leyes del género”).
14. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.159 [la traducción es mía].
15. Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books,
January, 1999) p.195 [La traducción es mía].

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turaleza del contrato que vinculaba a Hitchcock con la Paramount, por el cual Vértigo
estaba rodado poco más o menos en un régimen de co-producción (16), otorgando
al director una libertad artística casi total. Lo cierto es que el poder de presión de la
Paramount era prácticamente irrisorio y prueba de ello es que Hitchcock hizo caso
omiso a la mayoría de recomendaciones de Shurlock y no renunció al título de Vér-
tigo, a pesar de que la Paramount insistió en un cambio de título desde antes del ro-
daje hasta apenas un mes antes de su conclusión (17).

Del mismo modo que las razones de la existencia del ‘epílogo’ se confirman en fun-
ción de presiones en el ámbito de la distribución, toda la evidencia documental parece
contradecir la posible existencia de una versión alternativa y mutilada del filme con
el beso de los amantes en el campanario como el desenlace. Es muy posible que
Hitchcock cediese a las preocupaciones de la Paramount en cuanto al arresto de Els-
ter porque tuvo la libertad de concebir una escena final totalmente acorde, en el men-
saje y tratamiento de ésta, con su escena precedente; pero sin duda se hubiese
negado tajantemente a cambiar su desenlace por un final feliz. No obstante, ello plan-
tea una última controversia: una vez filmada la escena en el apartamento de Midge
y puesto que estaría obligado a proyectarla al menos en un país ¿por qué conservar
el final original en la versión definitiva de Vértigo cuando la escena añadida no alte-
raba en esencia el desenlace?

ENTRE EL CAMPANARIO Y EL APARTAMENTO DE MIDGE: LOS FINALES DE VÉRTIGO

No se debe obviar que aunque el segundo final respeta el tono y el desenlace plan-
teado en la escena del campanario, al añadir la escena del apartamento de Midge se
aportaba una serie de matices distintos a la resolución del argumento. La escena del
campanario termina con dos mensajes para el espectador: la muerte definitiva de
Judy/Madeleine, y la curación del vértigo de Scottie. Sin embargo, el segundo final no
sólo hará referencia a la pérdida de Madeleine y a la recuperación de Scottie, sino que
la recontextualizará dentro del marco de la relación de éste con Midge, surcando los
matices del despecho, el conformismo e incluso el desprecio amoroso.

16. El estudio compartía los costes y riesgos de la producción con Hitchcock,


por lo que el salario de éste dependía de las recaudaciones en taquilla.
17. Los ejecutivos aceptaron el 7 de noviembre de 1957 en una carta que
rezaba “Have serious doubts –but will go along if insist- just make your
name same size as the title” - Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitch-
cock Classic. (Titan Books, January, 1999) p.114.

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CARPETA 50 AÑOS CON VÉRTIGO 1958-2008

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

Al hacer que Scottie vuelva a casa de Midge tras la muerte de Judy, se abre la puerta
a una serie de líneas narrativas que se habían dejado en suspense en la escena pre-
cedente. Se confirma que James Stewart vuelve al lado de lo conocido, con la mujer
despechada, a la que no ama, puesto que intuimos que quedará marcado para siem-
pre por el fantasma de Madeleine. Este desenlace no se encuentra muy lejano a las
suposiciones del espectador en cuanto al futuro de Scottie. Aunque Vértigo termine
con Stewart mirando desde la penumbra al vacío, contemplando el cadáver de su
amada, podemos suponer que probablemente el personaje de Scottie volverá con
Midge a pesar de que esté condenado a la eterna obsesión por Madeleine. La dife-
rencia entre los dos finales es que, lo que no es más que una intuición en el final
abierto original, se convierte en una certeza en el epílogo.

Podría argumentarse que, precisamente debido a ello, el segundo final es mucho más
rico a nivel semántico, puesto que nos sugiere la posible vuelta de Scottie a su vida
anterior, sin el vértigo, pero también sin Madeleine. Será de nuevo un detective soli-
tario –y ahora vencido- que volverá junto a la mujer que no ama, quien deberá con-
formarse con su atención distraída, pues Scottie volverá a su rutina, a un antes, pero
marcado para siempre por un después. La planificación y acción de la escena en el
apartamento de Midge contribuyen a sugerir este mensaje final de eterno retorno, de
estructura circular degradada, en diversos elementos: el silencio entre ambos, la re-
petición de viejos hábitos -ella le prepara una copa, como hacía antes siempre que él
venía- o la mirada perdida de Stewart desde las alturas, que apunta directamente a
la ausencia de Madeleine. El hecho de que Midge no le consuele en momento alguno,
ni física ni verbalmente, subraya la distancia emocional entre ambos personajes, es-
tableciendo que Midge no conseguirá hacerle olvidar a Madeleine, ni será capaz de
consolarle y mucho menos de hacerle feliz. En esta escena todo parece indicar que
Scottie se encuentra allí porque no puede hacer más que batirse en retirada y volver
al pasado, a lo conocido, a su vida anterior a Madeleine, aunque ésta vida ya nunca
le complete.

Pero si bien el segundo final es más elaborado a un nivel argumental, no necesaria-


mente lo es en cuanto a las consideraciones narrativas. El desenlace en el campana-
rio es, sin duda, mucho más poderoso y trágico –que no pesimista y sombrío- que el
epílogo añadido a posteriori, puesto que guarda el énfasis de la resolución en la con-

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junción simultánea de los dos elementos claves de la trama: el vértigo


y el fantasma de Madeleine. Si bien el vértigo no deja de ser más que
un MacGuffin del verdadero argumento de la historia (la obsesión de
un hombre por recrear al fantasma de su amada), éste no deja de ser
el elemento estructural de la trayectoria vital del personaje en el filme.
El espectador conocerá pues, al personaje de Scottie cuando queda
condenado a sufrir vértigo, y lo abandonará en el preciso momento en
que se libra de él. Un círculo perfecto -narrativo y visual- que no obs-
tante es testimonio de la evolución del personaje: el filme empieza y
acaba con un solitario Scottie en lo alto de una cornisa, pero mientras
que en la primera escena es él el que cuelga de ella, amenazado por el
vértigo y por su propia muerte, en la última escena observará la muerte
de su amada desde lo alto, curado del vértigo amenazado por el fan-
tasma de su obsesión. Con esta rima visual entre el comienzo y el final
del filme y combinando la pérdida definitiva de Madeleine con la pérdida
definitiva del vértigo de Scottie, Hitchcock cierra, mediante un golpe
maestro, el círculo narrativo de la historia en el punto álgido de resolu-
ción de los dos elementos que estructuran la trama.

Por todo ello, a pesar de las numerosas concomitancias entre ambos fi-
nales, Hitchcock se resistió a alterar su desenlace original. Mientras que
en el epílogo el acento del filme se centra tan sólo en las repercusiones
de la muerte de Judy/Madeleine y de su futura omnipresencia en forma
de obsesión, en la escena final del campanario el acento es sutilmente
emplazado en el epicentro temático del desenlace de la trama: la pér-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 dida. Una pérdida por partida doble: la pérdida de Madeleine y la pér-
dida del vértigo, enfrentadas simultáneamente desde las alturas a la
permanente obsesión del protagonista por un fantasma inaprensible. No es sorpren-
dente que Hitchcock se resistiese a cambiar el desenlace original. En la escena del
campanario confluyen ambas pérdidas, sin desviar la atención del espectador hacia
detalles banales de la subtrama –como la eventual detención de Elster-, subrayando
el verdadero eje argumental del filme: la obsesión, la obsesión de Scottie por un fan-
tasma llamado Madeleine. Obsesión que le llevará a subir de nuevo hasta lo alto del
campanario, a mirar una vez más hacia el vacío, a desafiar el elemento motor de la
historia. Descubriendo con ello el McGuffin… superando el vértigo.

Bibliografía:
-Auiler, Dan - Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic. (Titan Books, Ja-
nuary, 1999)
-Spoto, Donald – La vraie vie d’Alfred Hitchcock (Éditions Ramsay, 1984,
France)
-Marocco, Paolo– Vertigo. La donna che visse due volte (Le Mani Edizioni,
Genova, 2003)

Artículos:
-Cristophe Gans - ‘Sueurs Froides’ (Starfix, nº14, avril 1984, p.32)
-Jean François Tarnovski et Sylvie Chaperon -‘Vertigo (Sueurs Froides –
1958). Poésie du mystère’ (Starfix, nº20 , novembre 1984, p.65)
-Eric Rohmer – ‘L’hélice et l’idée’ (Cahiers du Cinéma, nº 357, mars 1984)
-Bill Krohn – ‘L’autre fin de Vertigo’ (Cahiers du Cinéma, nº 511, p.27)
-Ruthe Stein - ‘Secret remains buried at Q&A’ (San Francisco Chronicles,
July 23rd, 2004)
-Pierre Guenini – ‘Sueurs Froids’ (Films et Documents, nº343-344, mai
1984)
-Cristina Álvarez . III. Jordi Balló y Xavier Pérez: “El eterno retorno: econo-
mía de la repetición y leyes del género. Proyección: El bosque (The Village,
2004, M. Night Shyamalan)”, Contrapicado nº 22, enero-febrero 2008
(http://contrapicado.net/actualidad.php?id=52).

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IX. VÉRTIGO, ¿UNA NOVELA NEGRA?

Cristina Núñez Pereira

En su íntima investigación sobre la esencia de las novelas moder-


nas, Ortega y Gasset ve la trama como un lastre necesario. Sin la
trama, dice, no hay novela. Pero el interés y el placer estético que
se obtienen de la lectura de una novela no emana de la trama, sino
de la morosidad de las novelas. Dice Ortega y Gasset que la trama
es necesaria para que la novela sea un objeto artístico, el entra-
mado de unas acciones concretas que les ocurren a unos perso-
najes concretos es la forma de comunicar que tiene el arte. Sin
concepto, como defendía Kant. Sin embargo, y esto es obvio, la
trama puede ser reducida a unas breves líneas. Y entonces deja de
interesar. Según Ortega y Gasset, es necesario que el lector se vea
obligado a dar vueltas entre los personajes, a merodear en sus
conciencias, a recomponer el cuadro fragmentario de su persona-
lidad a través de la lectura. La trama es el pedestal que aúpa estas
José Ortega y Gasset personalidades: los personajes quedan retratados por su forma de
actuar o no, por los pensamientos que derivan de sus acciones,
que las enmarcan o las justifican.

Leyendo a Ortega y Gasset y hojeando novelas, vemos una gran


diferencia entre aquellas que están basadas en la trama, novelas
que se proponen acumular acciones, mantener un ritmo siempre
creciente de ocurrencias, provocar el vilo del lector, y aquellas otras
en las que el valor recae cómo unos personajes se enfrentan a esas
acciones. En estas novelas, como Muerte en Venecia o El gran
Gatsby las acciones no son tantas, los finales pueden ser incluso
predecibles y la suspensión emotiva que le ocurre al lector no
emana tanto del deseo de saber qué ocurrirá a continuación sino
del deseo de completar un retrato moral.

A ciertos géneros les ocurre que van y vienen entre


la acumulación de hechos y el retrato moral. Ocu-
Thomasn Mann
rre en las novelas de aventura, donde hallamos
casos de trepidancia absoluta sin profundidad en
los personajes o hallamos Moby Dick. Ocurre,
pienso, en las novelas de ciencia ficción y ocurre en
la novela negra. Son géneros como manantiales di-
fíciles de agotar. Una novela negra o una novela de
aventuras de lectura ágil aplica con mayor o menor
acierto algunas fórmulas: cambios de escenario,
obstáculos como catástrofes climáticas o barcos
enemigos en un caso, crímenes, sospechosos, pis-
tas falsas y recurrencias en el otro. Agatha Chris-
tie consigue, en algunas de sus novelas, presentar
personajes complejos con motivaciones oscuras
pero comprensibles, mientras que en otros casos,
se limita a plantear una situación y los obstáculos
F. Scott Fitzgerald

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para su esclarecimiento sin avanzar demasiado en la interioridad


de los personajes que danzan en torno al crimen. En las primeras,
el lector se halla atenazado porque quiere resolver el conflicto in-
terior que promueve una acción. En las segundas, el lector desea
que le sean dadas todas las pistas para recomponer el momento
del crimen. En unas le mueve el por qué. En las otras, le mueve el
qué.

Leyendo Vértigo se encuentra el lector en una encrucijada curiosa.


No sabe si interesarse por la acción o por los personajes que se
van revelando por su causa. Si se mira desde un punto de vista ne-
gativo, se tiene la sensación de que se ha introducido una fina his-
toria moral en la horma absoluta de una novela negra. Desde un
punto de vista más positivo, se puede pensar que a partir de una
novela negra, se llega a atisbar la palanca moral de cierto tipo de
comportamientos.

Vértigo se va desenvolviendo formalmente como una novela negra.


Los capítulos que encierran un suspense y terminan en un punto
culminante de incertidumbre se suceden unos a otros rápida-
mente. La información se va aportando a medida que surge en la
historia, pero las pausas crean la sensación de que la información se pospone y hacen
albergar al lector la duda de si esa necesidad de información será cubierta o no.

“Ya hablaremos”. “No sabía que se iba para cuatro años”. “Una mano brutal le obligó
a sentarse”. “No era posible el error. Era el collar de Pauline Lagerlac.” “Pauline La-
gerlac –dijo el hombre con un terrible acento marsellés.”

Estas son algunas de las frases, como flecos que sobresalen demasiado en una col-
cha, que se dejan caer al final de los capítulos. Es un “pide y te daré” en el que la ver-
dad de ese “te daré” queda comprometida por el mero hecho verbal de estar
formulada en futuro. Llegados a estos puntos finales, el lector se
ve preocupado y movido por la necesidad de completar la infor-
mación que se atisba en estas frases. Y así se va moviendo por
toda la novela, dirigido por los autores, que han decidido dosifi-
carle los datos, adaptándose al ritmo de lectura que impone la
horma, regresando a la memoria antes de cada pausa todos los
datos necesarios para poder comprender el pedazo de información
que sobrevendrá a continuación.

“-La mujer a quien conociste en París –explicó Madeleine-, la que


viste en el teatro en compañía de tu amigo Génvigne, la que se-
guiste, la que rescataste del agua, esa mujer… no ha muerto
nunca. Yo no he muerto nunca, ¿comprendes?”

Esta es una de las frases del último capítulo de la novela. A partir


de aquí, en un espacio vertiginosamente menor que el de este ar-
tículo, se desvela toda la abrupta, terrestre y cruel realidad de lo
ocurrido. Así se le brinda al lector y así se le brinda al protagonista
de la novela, Flavières, que recompone en el tiempo de una con-
versación toda la oscura incógnita que le había truncado la vida.

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El lector suspira aliviado al cerrar el libro por haber podido


resolver el misterio que le habían ido planteado, piedrita a
piedrita, paseo a paseo, conversación tras conversación a lo
largo de todo el libro. Un novelista de este género no deja
de pegar un golpe final, de sacar el pañuelo de la manga.
No es necesario hacer trampas, sacarse puntos no obser-
vados del bolsillo, como ocurre a veces con el demasiado
sagaz Hércules Poirot, que observa cosas en los escenarios
y en los comportamientos que no son nunca desvelados en
las acciones hasta el momento en que surgen de su boca en
su ya archirequeteconocida reunión final. No hay trampa en
Vértigo. La novela se cierra, simplemente, con una explica-
ción a la que el lector no había podido llegar. La honradez
del planteamiento reside en el hecho de que el propio pro-
tagonista tampoco pudo llegar a esta explicación. Flavières
no toca al lector con la gracia de sus dotes esclareciendo él
solo los misterios, sino que necesita de un implicado que
se los escupa a la cara. Al lector le son explicados, pues, de
rebote, como un espectador de los sucesos. No hay repro-
ches, por lo tanto, para los autores, no hay malas artes ni
engaños. Sólo hay un golpe final que clarifica todo lo ante-
rior. Y un pasillo de pistas y sucesos y una mano que aga-
rra la del lector que, indefenso en las sombras de su
ignorancia, se ve obligado a tomar para avanzar hasta la
luz final.

¿Por qué, entonces, esa sensación de que falta o sobra algo,


de que la novela no responde totalmente a los cánones más
fáciles del género? ¿Qué otras motivaciones puede tener el
lector para seguir avanzando? ¿Hasta que punto estas mo-
tivaciones son potenciadas o marchitadas por la forma en
que la novela está planteada?

Una novela negra acumularía una serie de hechos aparen-


temente inexplicables, los pondría en manos de un detec-
tive o de alguien obligado a esclarecerlos, y los iría
desvelando poco a poco. La conciencia del lector se centra-
ría en estos hechos y no se dejaría distraer, iría acumulando
pistas y datos, trabando las acciones y, en el momento
final, podría vislumbrar más o menos el desenlace. En Vér-
tigo hay, efectivamente, una serie de hechos inexplicables.
La mujer que parece creerse una muerta vuelta a la vida.
Su muerte efectiva. Su sospechosa reaparición años des-
pués frente a la borrosa conciencia de un hombre caído en
la bebida. Y la aclaración final de que todo fue un montaje,
un truco, un ardid impulsado por la más baja codicia. Si
todo esto le ocurriera a un avezado Sam Spade o a un ya
envejecido Philip Marlowe no estaríamos planteándonos
estas cosas. El vaivén de esta novela sucede por la persona
a la que le suceden estas cosas. Alguien capaz de creer la

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patraña, de involucrarse en el mundo difuso de los muertos, de


enamorarse, de dejarse vencer por su cobardía, de caer entre el al-
cohol y la deriva sin estar dispuesto a resolver el misterio. Alguien
que termina por renunciar a su lógica. Aquí comienza el retrato
moral, la compleja definición de una personalidad y de cómo le
afectan los hechos. Flavières termina dibujado como un hombre
tendente a la obsesión, incapaz de un autocontrol severo, soñador
y frágil, una víctima absoluta de sí mismo. Pero el retrato com-
pleto de esta personalidad contradictoria (el investigador que se
enamora, el tímido que se impone, el pautado impulsivo) se va
desvelando sólo a medida que se ve enfrentado a las encrucijadas
que los autores le han tendido.

No habría novela con Hércules Poirot. No la habría con Miss Mar-


ple. No la habría con el inamovible Wolfe o con el pragmático
Agatha Christie
Mason. La hay con Flavières que no podrá jamás participar en otra
novela porque ha nacido y ha sido aniquilado en las 180 páginas
de su historia de amor por Madeleine. La víctima y el investigador
se dan la mano en esta novela y no hay solución de compromiso.
La víctima vence al investigador, los hechos le afectan demasiado
y aunque llega a descubrir la verdad, ésta aparece demasiado
tarde. Demasiado tarde como para que sus dedos crispados no
aprieten la garganta de Madeleine.

La magia de la novela reside en esa necesidad de investigar que lo


convierte en víctima. Lo que se propone como un favor de amigo,
como un encargo casual, se acaba convirtiendo en el motor de una
existencia cuesta abajo. Los investigadores actúan por encargo. A
veces, movidos por una curiosidad clínica y fría, como la del jinete
experimentado que quiere cada vez un caballo más indómito. Fla-
vières, sin embargo, acepta con desgana un trabajo que deja de
serlo para convertirse en parte de su vida, en un jaque mate a su
Rex Stout
existencia.

Es aquí donde es necesaria toda la morosidad del buen novelista.


Hemos de ver a Flavières enamorándose como aprendiendo a
andar, enganchándose de una historia y comprometiéndose de-
masiado con ella. El exceso de compromiso es tal porque es vital:
no se trata de hacer bien un trabajo o de mantener el pellejo a
salvo. Se trata de recuperar un sentido perdido, de averiguar las
causas de un descalabro absoluto en su ser. En ese sentido, la no-
vela es una investigación en el alma de un personaje. Todas las
penalidades que le van aconteciendo lo van haciendo a nuestros
ojos. El Flavières que termina la novela con su dedo asesino no es
el mismo, ni por asomo, que el que la comienza escéptico, criticón
y resentido. Toda la capacidad de su personalidad para transfor-
marse, para caer y subir, para creer y descreer, para obsesionarse
y redimirse, para caer en la bebida o para adoptar una postura fal-
samente lógica (la de reproducir su obsesión para terminar con
ella) se va forjando en la novela.

Erle Stanley Gardner

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Esta complejísima personalidad, con su candi-


dez y su obsesión, bastaría por sí misma para
llenar la novela. Obviamente, los sucesos que
desencadenan las tormentas de su interior ha-
brían de ser tal y como los plantean Así como
para que la personalidad de Gatsby se forje en
la novela es necesario el ambiente de lujo, es
necesaria la turbulencia de sus transacciones y
la indiferencia con que mira a su dinero, el
coche pavorosamente amarillo y la libreta con
sus intenciones de la infancia; de la misma ma-
nera es necesario que la investigación que le
plantean a Flavières involucre a vivos y a muer-
tos, a mujeres fágiles y soñadoras, el miedo a
las alturas y la segunda Madeleine mucho más
chabacana y obtusa. Lo que me pregunto es si
es realmente necesario acomodar toda esta
personalidad escapadiza a la horma clásica de
una novela de suspense, con final sorprendente
y capítulos en punta.

Obviamente, el arte es libre y cada uno puede


hacer, pintar y escribir lo que le dé la gana.
Cuando hablo de la necesidad de plantear las
cosas de esta forma, hago una reflexión sobre
la sombra que, en este caso, arroja la estruc-
tura y la forma sobre esta moral del personaje.
Pues el lector se va escapando del retrato ob-
sesivo de Flavières para centrarse en los deta-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 lles de collares, tumbas, siglos e intentos de
suicidio. El lector renueva constantemente sus
pedazos de información descartando los matices sutilísimos de la personalidad para
hacer hueco a los nombres, a las fechas y a las circunstancias que conducirán a la ex-
plicación final. Creo que es aquí donde la novela flaquea, se escora, da unos banda-
zos indecisos hacia ninguna parte, debido quizás al oficio y la apuesta por el género.

Hitchcock tomó esta novela y le dio dos vueltas de tuerca de-


cisivas. Manteniendo el suspense (esa bomba que está debajo
del sofá del personaje y que el espectador ve pero el personaje
no), fue capaz de plasmar toda la complejidad moral de su Fla-
vières.

Como no soy experta en cine (ni en nada, para qué engañar-


nos), citaré sólo algunos cambios que se hacen en la película
respecto a lo que ocurre en la novela y que, a mi juicio, son
decisivos a la hora de presentar el retrato hondísimo del hom-
bre poseído por la obsesión. Claro que no se trata de juzgar si
es mejor la película o el libro. Creo que, en este caso, Hitchcock
hizo una apuesta diferente y con más fe de la que plantearon
los novelistas. Y por eso le salió mejor. Se puso en manos del
personaje, lo aceptó y lo desarrolló hasta sus últimas conse-

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cuencias. Si había algo típico de la novela negra que estor-


base a la narración del alma ennegrecida de Scottie (Fla-
vières), lo descartó. Y el suspense siguió. Siguió ese
suspense psicológico que tanto caracteriza al director inglés.
Esa tensión de la cuerda de las emociones más que de la
cuerda de los hechos. Siempre se ha hablado de Hitchcock
como del maestro del suspense. Me pregunto si no sería,
verdaderamente, el maestro de lo que está detrás del sus-
pense.

La primera gran decisión que afecta a la estructura de la


obra es la de la revelación del crimen. En la novela, todos
estos datos, agolpados como ya hemos dicho, se nos brin-
dan al final. Es la firma, el golpe certero, el último número.
Tras él, telón y aplausos. Sin embargo, Hitchcock, revela lo
sucedido a mitad de la película, quizás algo antes. Desde
Alfred Hitchcock entonces, la atención del espectador ya no se centra en di-
lucidar si la segunda Madeleine (Judy Barton en la película,
Renée en el libro) es real o no. El espectador ya no quiere acumular datos que le pue-
dan llevar a una solución paranormal o a una explicación lógica. No, el espectador ya
se deja entonces mecer por la obsesión creciente de James Stewart, por su capaci-
dad de ir acumulando datos en la conciencia y de ir torneándose a causa de estos.
Quizás el proceso sea el mismo en Scottie que en Flavières, pero el modo en que el
lector-espectador asiste a él no es igual. La atención y la concentración se van por ca-
minos muy diferentes.

Por otra parte, Hitchcock no recurre al alcohol para nublar el discernimiento de James
Stewart. Éste se conduce como lo hace únicamente por su obsesión, por su senti-
miento de pozo, por su necesidad de salir de él. James Stewart, poco a poco, ya no
trata de dilucidar si está ante una aparición o ante alguien semejante. Su lucha es con
los recuerdos y, sobre todo, con los miedos. Mantiene toda la lucidez de la que carece
un borracho para perderse en la nube gris e inmensa de su pasado. De hecho, cuando
se revela, finalmente, que Judy Barton es Madeleine, es él quien lo enuncia. Él lo
sabe, es capaz de reconstruir toda la historia, tiene la frialdad suficiente como para
detectar la frialdad en los demás. Lo que se escapa de su control es ese amor que sólo
se hace presente cuando ya es pasado y
que, quizás por eso, se vuelve obsesivo.

Por último, la muerte de Madeleine, la irre-


vocable muerte de Madeleine, ocurre de for-
mas muy diferentes. En la novela, son los
propios dedos de Flavières los que la estran-
gulan. Sin querer, por supuesto. Vencidos
por el peso de los remordimientos, de la con-
fusión y de los recuerdos. El “no pudo evi-
tarlo” que todos pueden leer en tal
comportamiento está empañado por un “qui-
zás sí pudo evitarlo”. En la película, Made-
leine se arroja al vacío en una situación de
tensión máxima, cuando James Stewart pa-
rece haberla perdonado o estar a punto de
Pierre Boileau y Thomas Narcejac

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

hacerlo. Queda en el aire la pregunta de si él la habría matado o no. Queda el retrato


de su personalidad a medias incompleto, el límite de su obsesión no queda estable-
cido y el espectador se queda acongojado, más que por la muerte inevitable y anun-
ciada de Madeleine, por la incertidumbre de qué habría pasado si no hubiera pasado
lo que pasó. El espectador ha navegado hasta el fondo de la personalidad de Scottie,
hasta sus aspectos más turbios, ha visto su miedo con sus mismos ojos, ha soñado
sus mismas pesadillas y ha visto la estilizada silueta de pelo casi blanco por las mis-
mas calles de San Francisco que él. Y, sin embargo, al final el espectador se da cuenta
de que no lo conoce en absoluto.

Una novela que se empeña en ser negra. Eso es Vértigo, de Boileau y Narcejac. Una
película que no lo hace, que no se empeña en parecer negra. Y que bucea, gracias a
ello, hasta el fondo último donde habitan todas las historias negras del mundo. Eso
es la película de Hitchcock. Quizás ese era el don del director: no se trata de buscar
historias y teñirlas. Se trata de profundizar en cualquier historia y observar y esperar
para poder ver cómo ellas mismas se tiñen de negro.

Alfred Hitchcock, Pierre Boileau y Thomas Narcejac

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X. LA IMPOSIBLE MIRADA*

Juan Miguel Company / Vicente Sánchez-Biosca

"Ces yeux ne t’ appartinnent pas…


où les as –tu pris?"
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont:
Les Chants de Maldoror, IV, 5

Quizás sea Vértigo el film más fascinante de Al-


fred Hitchcock. Fascinante, por la seducción de
las imágenes que relatan la historia de una fasci-
nación. Y, puesto que de ello se trata, su eje ver-
tebrador será, como tantas y tantas veces en el
Ciudadano Kane, Orson Welles, 1941 perverso puritano, el ojo. Frontera entre el vacío
que constituye al sujeto y el exterior hacia el cual se
proyecta, el ojo es en Hitchcock una especie de “No trespassing” tras el cual es peligroso
indagar, pero continuamente vulnerado. Por ello, es al ojo inyectado en sangre adonde
se dirige la cámara mientras suena el tema “nacimiento” al comienzo del film y es de
su interior de donde surgen dos rótulos –Vértigo y Alfred Hitchcock-. Punto de conver-
gencia, pues, de los dos movimientos inaugurales, el ojo aterrorizado (el izquierdo) va
a ser el tema del film. Más allá de él, las concéntricas y obsesivas espirales que dibuja
la banda de Moebius; más acá, el contracampo denegado, la superficie de una ilusión.
¿De dónde nace el terror de esa mirada? ¿De dentro o de fuera? ¿O es acaso el objeto
en que se pose quien va a desvelar el terror originario? Historia de una fascinación,
Vértigo es también –y sobre todo- el relato de un descenso (hacia la negrura funda-
cional) y de un ascenso (a la posición erecta, como señala Trías (1)). Es, pues, en la
basculación de esta mirada entre el terror y la ilusión, donde se tambalea el film; y es
esta cuerda floja la que nos impele a leerlo como nuestra propia aventura hacia el vacío
esencial, constitutivo del sujeto.

Porque la clave del film reside efectivamente en la mirada (las miradas). En sus si-
metrías y disimetrías, en sus deslizamientos y convergencias. A la mirada fija de Scot-
tie durante la primera parte del film, responde Madeleine con otra perdida, como
perdida será la del protagonista ante la demanda de Judy en la segunda. Veámoslo
con algún detalle.

* Este texto se publicó en Contracampo. Revista de cine, nº 38, Invierno,


1985, Madrid.
1. El texto de E.Ttrías “El abismo que sube y se desborda” en Lo bello y lo
siniestro, Seix Barral, Barcelona, 1982, es de referencia obligada para una
aproximación a Vértigo.

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Scottie, prendado de Madeleine, intenta relacionar


todos los elementos de la ficción tratando de en-
contrar sus referentes reales (Historia de Carlotta
Valdés, sueños de Madeleine). Sin embargo, su
búsqueda se estrella contra un espacio inmóvil, bi-
dimensional, petrificado para la visión (pictórico o
pictorizado). Elocuente y modélica al respecto es
la primera secuencia del museo: los objetos –ramo
de flores, peinado-, guiados por el ojo de Scottie,
quedan apresados en la superficie plana, ilusoria,
de un cuadro, tornándose signos de signos cuyo
referente último no le es dado descifrar.

Pero también hay aquí disimetría. Si la mirada de


Scottie busca insistentemente a Madeleine, ésta no
se la devuelve. Su mirada, vacía como la de una vi-
sionaria en ocasiones, reclama en otras un punto
de fuga que escapa a la visión de Scottie. De este
modo, en las secuencias dialogadas, Madeleine no
mira al vacío (hacia su interior), tampoco a Scottie
(lo que cerraría el círculo), sino fuera de campo. Y
este “off” sin continuidad, reiteradamente evocado,
es sin duda el lugar del espectador. Denegada la
estructura profunda de la alternancia plano/contra-
plano (no la superficial), el espectador es el único
destinatario, mucho antes de su capacitación para
la lectura, de las miradas sobreactuadas de Made-
leine. Porque la mirada desviada, descentrada, no
puede ser atrapada por el personaje. Pero tampoco
por nosotros. Asistimos a una puesta en escena de
las claves del enigma para cuya interpretación nos
hallamos, por el momento, deficitarios.

Lo dicho viene a subrayar, una vez más, la no iden-


tidad mirada fílmica/punto de vista, pues, si bien
hemos adoptado el punto de vista de Scottie, la
enunciación proclama siempre su autonomía
(Hitchcock siempre tuvo esto presente). Véase
como ejemplo la mirada desprendida, no rigurosa-
mente de punto de vista, en la primera escena de
Ernie´s, triunfal aparición de Madeleine como puro
objeto de representación mostrado como tal; o el
plano, comentado por Trías, de la floristería, en el
que la superficie del espejo rompe la unidad de vi-
sión de Scottie/espectador y denuncia el carácter
fraudulento de la imagen de Madeleine.

La segunda parte del film se articula como inver-


sión de la anterior por una discordancia entre la
mirada demandante de la carnal Judy y la absorta
de Scottie. El patetismo de ambas aparece refle-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

jado durante la cena en Ernie´s, en donde Scottie alucina a Madeleine. Aquí el es-
pectador sabe, privilegiadamente, el sentido último y la funcionalidad de dichas mi-
radas, gracias a la enorme concesión con que, momentos antes, ha sido obsequiado;
un insólito flash-back, desvelador del enigma, que construye un tipo de intriga distinto
–pasional deseante- sobre las cenizas de la trama policíaca y criminal.

INTERIORIZACIÓN DE LA FICCIÓN

Refiriéndose a la pintura romántica, decía J-P Oudart que en ella se produce una serie
de exclusión/inclusión del sujeto en la representación por medio de una lectura fan-
tomática de los cuadros-paisaje como transformación continua de la posición que la
escena frontal primitiva le asignaba. Reproduzcamos una cita nada gratuita: “…ex-
cluído de la representación, el espectador está implicado fantomáticamente en ella en
tanto se inscribe como sujeto mediante un dispositivo escénico que enmascara cada
vez más su origen teatral en un sistema figurativo que inscribirá sus efectos de real
como efectos de realidad óptica (reflejos, luces y sombras, desglose de planos, etc…),
constituyendo los trazos de la inscripción del sujetobajo la forma de una falta” (2).

Este y no otro es el tipo de inscripción de Scottie en el abismo pictórico que se mues-


tra ante él, porque su ojo ha quedado electrizado, poseído por el vértigo y el abismo,
y reclama a voces su materialización. Por ello, el sueño que secciona la narración
posee las marcas de una inclusión proyectiva en la cual la identificación-alineación
con/en el objeto amado se manifiesta como vuelta al lugar de origen, a la falla, al vér-
tigo. Y es de todo punto elocuente que dicho sueño aúne el relato que hiciera Made-
leine de una tumba abierta, la caída del torreón desde el lugar de la propia esposa de
Elster, el ramo de flores de Carlotta Valdés y el tema del vértigo como corolario, con-
cluyendo con la absorción de la silueta del protagonista por el vacío de la propia pan-
talla en blanco.

2. J-P Oudart: “L´effet de réel” en Cahiers du cinéma, nº 228, París, marzo-


abril, 1971, p. 21.

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

Ahora bien, en todas las fases condensadoras de la pesadilla, Scottie inserta dos de-
talles que no pueden por menos de extrañarnos: el medallón de Carlotta, ubicado en
el centro de la imagen y privilegiado sobre el resto de los objetos mediante un tra-
velling de acercamiento, por un lado; por otro, una suerte de collage de efecto me-
tonímico por el cual la escena que desfiló ante nuestros ojos poco antes (junto a la
ventana, Scottie y Elster) queda modificada por la interpolación de la imagen de Car-
lotta abrazando a Gavin, en lugar –evidentemente- de Madeleine.

Y esta extrañeza se redobla al constatar su justeza en la resolución de la trama argu-


mental, por cuanto que los dos planos citados apuntan a la clave interpretativa del film.
En el segundo, ya que Carlotta Valdés es, además del fantasma de Madeleine que Scot-
tie asume como suyo, el producto de una ficción, el símbolo de la misma, la de Gavin
Elster. En el primero, porque el medallón es el dato que permitirá a Scottie identificar
a Judy como Madeleine y comprender el enredo en que se ha visto envuelto. Por lo
demás, en la primera secuencia del museo, los detalles en que aquél fijaba su atención
establecían una binaridad objeto real/objeto representado de la cual quedaba excluido
dicho medallón: presente en el conjunto, nada conducía a él nuestra mirada y, por el
contrario, es el único dato que retiene Scottie en su pesadilla. Nada del ramo de flores
ni del peinado (desvanecidos en el conjunto): sólo el medallón, objeto que ha de per-
mitir caminar al desenlace cuando el lapsus sentimental de Judy le lleve a lucirlo ante
un Scottie que “ahora sí que es suyo”. Y es que la pesadilla se ha tornado una trampa:
como discurso que emerge del inconsciente, no plegado a las convenciones narrativas
del punto de vista, el sueño permite emitir marcas de enunciación atribuyéndolas al
mismo tiempo al personaje (a su inconsciente), encubriéndolas en el desdoblamiento
del sujeto que caracteriza a aquél. Ya habíamos dicho que mirada y punto de vista no
coinciden nunca mecánicamente en Hitchcock, pero ¿qué mejor manera de encubrir la
primera que asignársela, mediante el subterfugio del sueño, al propio personaje? (3).

(DES)ENMASCARAMIENTO DE LA FICCIÓN

Todas estas audacias parecen confirmar que Vértigo es un film atrevido. No por su
desprecio de la verosimilitud, ni tampoco por revelar la real identidad de Judy casi una

3. Ejemplos de esto no faltan en la filmografía hitchcockiana. Véase, por


ejemplo, el sueño de Spellbound (1945). Por el contrario, el sueño de Mar-
nie (1964) sólo adquiere forma en el trance de “curación”, ya que ha sido
censurado por el sujeto.

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hora antes de concluir la proyección. Su osadía radica


particularmente en la planificación, cuyo lema es poner
en escena aquello que el espectador no puede inter-
pretar, sembrar el texto de signos para cuya produc-
ción de sentido el espectador debe de operar
retrospectivamente. Tal vez por ello, sea éste el mo-
delo de film que reclame una segunda visión (4). En
esta dirección apuntan las miradas desviadas de Ma-
deleine a las que hemos hecho referencia más arriba o
el espacio pictórico que desmiente la corporeidad de la
ficción; aquí también apunta el sueño-pesadilla del pro-
tagonista y sus marcas o “instituciones”. Hay, con todo,
una secuencia que presenta un central interés, ya que
señala no sólo la puesta en escena de la ficción desde
su comienzo, sino que osa representar en su interior a
su propio artífice, Gavin Elster. Personaje marginal en
cuanto a su aparición en el relato, él es quien mueve
los hilos de lo que va a desfilar ante nuestros ojos (y los
de Scottie) durante una hora de película. Y Hitchcock,
valiéndose de una sutilísima puesta en escena, explicita
la dimensión teatral de su discurso al tiempo que su-
giere el papel asignado al protagonista mismo en una
magistral secuencia que nos ocupará un instante.

Los parámetros que organizan esta secuencia del pri-


mer encuentro de los dos viejos amigos se basan en la
dialéctica abierta entre las soluciones cambiantes de
montaje y el contenido explícito de los diálogos, los cua-
les van barriendo diversos temas hasta desembocar en
el que ha de disparar la historia. En síntesis, dos son las
variantes de montaje que adopta Hitchcock con todas
sus posibles transiciones: la alternancia plano/contra-
plano y la inclusión de ambos personajes en el campo;
y su diferencia será tanto más significante por cuanto la
organización formal de la banda sonora es invariable
(podría haber sido aportado un solo procedimiento aho-
rrando tiempo, dinero y comodidad del espectador) y
que los saltos de un modelo a otro están rigurosamente
formalizados. Glosemos rápidamente la secuencia, ya
que su gran extensión haría farragoso un découpage.

La secuencia se inaugura con un tema banal de conver-


sación (banal para la intriga): el negocio de Gavin. La
planificación incluye sistemáticamente a ambos perso-
najes en el encuadre. La referencia al antiguo San Fran-

4. Psycho y, particularmente, la apoyada


secuencia de traspaso de funciones de M.
Crane a N. Bates constituirá otro ejemplo,
como el famoso segmento 10 de North by
Northwest, (1959), que se desarrolla en
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 las oficinas del F.B.I.

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cisco, en donde existía color, emoción, poder…, señala un cambio brusco a la alternan-
cia plano/contraplano considerablemente suavizada por el desplazamiento físico de Scot-
tie por la habitación. Nuevo tránsito: una frase de este último lo desencadena (“Ahora
dime lo que quieres”) y la cámara describe una panorámica de acompañamiento al mo-
vimiento de Elster que concluye con un encuadre en profundidad de campo en el que
Scottie ocupa el primer plano mientras su amigo evoluciona por el fondo, sobre un en-
tarimado y reencuadrado por el marco de la habitación (foto 1). Ubicado como en un es-
cenario teatral, Elster narra la historia de su esposa anunciando su temor de que alguien
le haga daño. A la pregunta de rigor de Scottie, el marido pronuncia la frase: “Alguien
que murió”. Dicha frase está refrendada con un doble movimiento –Elster hacia la cá-
mara y cámara hacia él- creando un efecto contrapuntístico que señala su nuclearidad,
aislando así al personaje (foto 2) de un encuadre que incluía a ambos y forzando un salto
posterior a Scottie solo. El elemento tensional ha sido creado precisamente por la con-
ducción compleja de los variantes, rompiendo la binaridad inicial. Un travelling de re-
troceso los encuadra de nuevo juntos (foto 3) cuando Elster introduce un tono amistoso
en el diálogo (“¿Tú crees que una persona que ha muerto…?”). La desconfianza de Scot-
tie está de nuevo puntuada por la alternancia plano/contraplano. Y, cuando parece que
la propuesta que ha de hacer Elster sobre la base de su ficción no tendrá lugar, por se-
gunda vez una panorámica acompañando su movimiento vuelve a introducir a Scottie
en un campo compartido. (“Sin duda crees que es una invención mía”, dice el empre-
sario). Una panorámica invirtiendo el movimiento anterior lo lleva al entarimado, sa-
cando a Scottie de campo. Y, entonces, toda vez que la aceptación de éste a la historia
está garantizada, Elster se despacha a su gusto relatando los trances y ausencias de Ma-
deleine, siempre reencuadrado y rodeado de una escenografía pictórica que reproduce
escenas del antiguo y bohemio San francisco, mientras el montaje alterna planos de
Gavin y de Scottie, permitiéndonos comprobar la reacción que producen las palabras del
marido, su discurso teatralizado, sobre el amigo. Elster cree llegado el momento de re-
clamar la ayuda de Scottie y, cuando éste pretexta haberse retirado, el primero pro-
nuncia una frase (“Necesito un amigo”), coincidente con una nueva panorámica a
izquierda de acompañamiento que inscribe en el mismo “campo” ficcional a ambos per-
sonajes. “Esto es muy delicado”, añade Elster (foto 4).

Foto 1 Foto 2

Foto 3 Foto 4

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Hemos podido ver de qué modo el sistema convergencia/divergencia de ambas figu-


ras en el encuadre resaltaba la implicación del protagonista en un relato que, con su-
tileza, Hitchcock nos ofrecía como explícitamente teatralizado, ficticio, fraudulento.

LA PUESTA EN ESCENA DE LO SINIESTRO

Eugenio trías explicaba, en su ya citado artículo, que el tema central de Vértigo era lo
siniestro, llegando incluso a demostrar por su análisis que el arte moderno apura en su
uso las fronteras del asco, único límite impuesto a la creación. Vamos a ver, a continua-
ción, de qué modo Hitchcock planifica dos secuencias de su film en función rigurosa de
dicho concepto, convirtiendo a la segunda de ellas en versión siniestra de la primera.

Trátase de los dos viajes a la misión. En el primero de ellos, Scottie conduce a Made-
leine para lo que cree su “curación”; en el segundo, Judy ha de servir para consumar
la operación de Scottie, ofreciéndose como segunda oportunidad. Ambos viajes bien
pudieran ser elididos sin por ello debilitar lo verosímil del relato, e incluso benefi-
ciándose con ello la fluidez del mismo. Hitchcock, por el contrario, se niega a elimi-
narlos, planificándolos, además, de modo idéntico: mismo número de planos, mismo
emplazamiento de la cámara, aunque desembocadura distinta (a un cruce en el pri-
mero; a la misión, con su amenazadora torre, en el segundo). Hay algo, no obstante,
que varía sustancialmente de uno a otro. Nos referimos a un brusco desplazamiento
que, si bien nos hace reconocer el espacio por el que transitamos, no es sin cierto es-
panto: la nocturnidad. En efecto, incluso el comienzo de ambas secuencias es signi-
ficativo: surgiendo de una virginal pantalla en blanco, encadenando de la puerta del
apartamento de Scottie en el primer caso, la oscuridad del segundo encadenado nos
aterroriza por su diferencia en la repetición. Y entre la luz y la oscuridad, entre una
secuencia y su doble demoníaco, la sombra de un crimen, de una metamorfosis, de
un mito. Pero las diferencias no se acaban ahí. Segunda: el primer viaje, acompasado
con el tema musical de la bahía, tema ligado a la pintura de Madeleine y a las Puer-
tas del Pasado; el segundo, con una crispante música que no encuentra eco alguno
en el film (5). Tercera diferencia: los diálogos. Inexistentes en el primer viaje, remi-
ten insistentemente al pasado en el segundo (“¿A dónde vas?”, pregunta Madeleine;
Scottie responde: “Aún debo hacer una última cosa… y me veré libre del pasado”), lo
hacen gravitar sobre el presente. Cuarta y última divergencia: ligera variación en el
montaje de los planos que apunta el desliz de punto de vista que tiene lugar entre las
dos mitades del film. Reproduzcamos el découpage del primero:

5. Un estudio de los complejos


temas musicales es imprescindible
para la buena comprensión del
film, ya que el eco y rima de estas
melodías crea una especie de rela-
ciones imaginarias entre fragmen-
tos que parecen alejados temática
y narrativamente. Este análisis
debe ser realizado por un especia-
lista y él, sin duda, podría explicar
la mezcolanza, cruce y deforma-
ción de los temas principales del
film en la secuencia final del to-
rreón. 1. Plano General en picado sobre la carretera. Encadena.

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2. Plano Medio frontal de Scottie y Madeleine. 3. Carretera vista desde el coche.

4. PMC de Madeleine. 5. Contrapicado árboles. Plano subjetivo.

6. Como 4. 7. PMC de Scottie (frontal).

8. Como 4. 9. Como 7.

10. Como 4. Encadena. 11. PG. Llegada a un cruce.

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En el segundo caso, observamos las siguientes variaciones: la escala del plano se


acorta de PMC a PP (7, 8 y 10), connotando una mayor implicación dramática de los
personajes y responsabilizando a sus intenciones del drama que viven (los dos lo
saben todo, sólo que Judy no sabe que Scottie lo sabe). Los planos 4 y 6 encuadran
a ambos personajes, y no sólo a Madeleine, en la segunda versión. De este modo, el
peso de la secuencia se desplaza hacia ambos, ya que las claves no las posee (a di-
ferencia de la primera vez) sólo Madeleine. Por último, parece evidente que lo que
ahora es de temer son las intenciones no verbalizadas de Scottie, quien acaba de
comprender el engaño. Y es el plano 9 el que imprime la más radical transformación
a la secuencia, desplazándola al punto de vista de Judy con criterio de exterioridad
hacia la conducta de Scottie. Punto de vista que connota su temor a ser descubierta,
su horror al reconocer el trayecto que una vez hizo. Así pues, el plano que comenta-
mos refleja exactamente la posición de Judy, señalando una variación de 90º con res-
pecto al de la primera secuencia (plano lateral, no frontal, foto 5). Y dicho raccord
aparece justo cuando Scottie pronuncia la frase fatídica: “Y me veré libre del pasado”.

Foto 5

ESCISIÓN DEL SUJETO, VACÍO DE LA FICCIÓN

En su recreación del fantasma de Madeleine –a través del maquillaje, peinado, ves-


tuario… de Judy- Scottie pretende acceder a un puro objeto de deseo que se revelará
como tal más allá de su metalenguaje imaginario y de la parcializadora pulsión feti-
chista que lo constituye. Ese anhelo del objeto total es cifra de un deseo aniquilante
–por lo absoluto- frente al cual Hitchcock revela, con extrema crueldad y lucidez, la
futilidad de unas demandas afectivas instauradas en/desde la cotidianeidad: deso-
lada ternura de Midge, vacío tras la máscara de la propia Judy. Con ello, accedemos
a la que, tal vez, sea la principal verdad de la película, enunciada a partir del siste-
mático vaciado de la ficción que la sustenta. Sabemos, al final, que lo único que con-
sigue Scottie, tras tanta compleja peripecia, es curar su vértigo. En otras palabras,
cobra conciencia de la escisión que lo constituye como sujeto. No de otra forma cabe
leer esa frase, patética hasta el dolor, pronunciada por Scottie en la última escena del
film: “¡Cuánto te he llorado, Madeleine!”. No nos lamentamos, junto con el protago-
nista, por la pérdida de lo que creímos nuestro para siempre y fue tan sólo sombra
emanada de nosotros mismos, sino por esa absoluta falta de un objeto que caracte-

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riza el deseo inconsciente y constituye esencialmente al sujeto. En la mascarada se-


xual de las llamadas relaciones hombre-mujer, a éste no le faltan los objetos –cata-
logables, incluso, en buenos y malos según las categorías kleinianas-, pero quien
carece de objeto es el deseo inconsciente. “Es demasiado tarde, ella no puede volver”,
dice Scottie. La definitiva pérdida de Madeleine –fantasma y recuerdo- deja al prota-
gonista –tras la invocación a Dios, otro supremo del goce histérico, por parte de una
ominosa monjita- absorto en su propio vacío. La mirada lanzada hacia el objeto de
deseo, además de imposible, estaba hecha con ojos prestados.

“¡Cuánto te he llorado, Madeleine!”

“Scottie, por favor, quiéreme...”

“Es demasiado tarde, ella no puede volver”

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XI. VÉRTIGO REVISITADA*

Robin Wood

A propósito de Vértigo quiero examinar las primeras cuatro secuencias (que culminan
en la presentación de Madeleine) bastante detalladamente, como base a una lectura
psicoanalítica (y política) de la película que desarrollaré a continuación.

La secuencia inicial (la persecución, la caída) es una de las más sucintas y abstractas
que Hitchcock nos ha ofrecido: es además un montaje característicamente fragmen-
tado, precisando 25 planos. La abstracción queda establecida en la primera imagen:
una barra metálica contra un fondo borroso, que una mano agarra de repente. Luego,
la cámara retrocede, el fondo se convierte en un paisaje de San Francisco y tres hom-
bres trepan, por encima del peldaño más alto, persiguiéndose por los tejados. Sólo re-
cibimos la información narrativa más mínima: el segundo hombre es un policía, así
que el primero tiene que ser un criminal; el tercero es James Stewart, claramente el
protagonista masculino. Está conectado con el policía por ser un perseguidor, pero
conectado con el criminal por ir vestido de paisano (nada nos indica en ese momento
que también es un policía: podría ser un periodista, o simplemente un ciudadano con-
cienzudo). Los primeros tres planos acentúan con fuerza la estructura de tres perso-
najes: 1) Cada uno a su vez se encarama por encima de la barra; 2) un plano
extremadamente largo contiene simultáneamente a los tres dentro del encuadre; 3)
cada uno a su vez salta a otro tejado (Hitchcock corta antes de que veamos cómo cae
Stewart y agarra la canal, una acción que vemos en los planos 4 y 5).

En este momento comienza una pauta alternante –un método de estructura favorito
del Hitchcock maduro, el primero de muchos en la película- que se prolonga casi in-
interrumpidamente hasta el final de la secuencia: una serie de nueve planos, todos
planos medios, tomados desde una posición de cámara idéntica, de Stewart suspen-
dido (números 6, 8, 10, 12, 14, 16; luego 21, 23, 25); una serie alternante ligera-
mente menos consecuente de seis planos mostrando el punto de vista de Stewart
(números 9, 13, 15, 17; luego 22, 24: aunque 15 –el policía alargando la mano -es
ambiguo, ya que la posición de la cámara es inexacta.) Esta segunda serie, incluye por
supuesto, el famoso plano del “vértigo” (nº 9) con el simultáneo travelling hacia atrás
/ zoom hacia delante, un efecto que más tarde se repite en las dos secuencias de la
torre, en el centro y al final de la película. La interrupción, alrededor de la que gira la
secuencia, nos ofrece los intentos del policía de salvar a Stewart (con el único diálogo
de la escena: “Deme su mano”) y el comienzo de su caída (números 18, 19, 20); en
ese punto, la alternancia que se ha salido del ritmo se reanuda.

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La secuencia representa, tal vez, el ejemplo más


extremo y abrupto de identificación impuesta al
público que podemos encontrar en Hitchcock
(plano subjetivo, alternancia, plano del “vértigo”,
incluso la chirriante sacudida rítmica cuando cae
el policía.) Habitualmente, sin embargo, Hitch-
cock es mucho más circunspecto, construyendo
la identificación poco a poco a través de un com-
plicado proceso de curiosidad, simpatía, implica-
ción emocional (véase por ejemplo el comienzo
de Psicosis, donde el primer plano subjetivo bien
definido –el cruce de calles que se ve a través del
parabrisas de Marion- no tiene lugar hasta los 15
minutos después de haber comenzado la pelí-
cula.) ¿Qué es lo que hace posible ese asalto
drástico y brutal? Obviamente, el extremo peli-
gro físico (la más simple y básica de las condicio-
nes que estimula la identificación del espectador.)

Es el factor más obvio, pero quizás no el más im-


portante. La secuencia conlleva muy fuertes y po-
tentes resonancias psicoanalíticas, que tienen
tanto derecho a la “universalidad” como el miedo
a las alturas. Una de esas resonancias surge de la
“caída” misma: una explicación común de los
sueños de caídas (y la abstracción de la secuen-
cia la hace muy parecida a un sueño) es que re-
producen, o al menos remiten al trauma del
nacimiento (desde cuyo punto de vista es intere-
sante el hecho de que nunca vemos a Stewart
soltando la canal.) Otra, más justificada por el
texto, surge de la insistencia en tres personajes y
su interconexión: se les puede tomar por repre-
sentantes del triunvirato freudiano fundamental
de ello/ego/superego. El “ello” está asociado con
la libido desenfrenada, la persecución del placer,
y por lo tanto normalmente (en nuestra cultura
represiva) con la criminalidad. El superego es la
conciencia, la ley, la autoridad interiorizada del
padre –de hecho, nuestro policía psíquico. Así
pues, en el inicio de Vértigo muere el padre sim-
bólico (y el “hijo”, aun sin ser el verdadero agente
de su muerte, es responsable de ella), y el id es-
capa para vagar libremente en la oscuridad (esto
se refleja al final de la película en el hecho de que
a Gavin Elster nunca se le atrapa.) A Stewart lo
dejamos suspendido (nunca vemos o no se nos
cuenta cómo consigue bajar): metafóricamente
queda suspendido para el resto de la película.

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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La segunda secuencia (el apartamento de Midge) ofrece un ejemplo, incluso más ex-
tremo, de los principios hitchcockianos de fragmentación y alternancia: más extremo
porque la “acción” (principalmente, una extensa conversación) se podría haber fil-
mado con facilidad en una única toma (exceptuando un “inserto subjetivo”). Hitchcock
la divide en 62 planos, en sólo cinco de los cuales los dos personajes coinciden en el
encuadre. Toda la escena está construida en series alternantes que sólo se rompen
en determinados momentos privilegiados: Midge / Scottie, espacio femenino / espa-
cio masculino, cada espacio definido por el encuadre y por su propio objeto signifi-
cante (el sostén modelo, el bastón de Scottie) destacado a lo largo de cada serie.

Aparte del plano inicial que establece las cosas (cuya


función, aunque ambos personajes estén en el encua-
dre, es la de acentuar la distancia que los separa),
Midge y Scottie aparecen juntos en tres momentos de
la acción:

a. El plano 31, el punto central exacto y el plano eje de


la escena, privilegiado como su única toma larga. Ésta
cubre la conversación sobre el nuevo sostén con su
“elevación revolucionaria”: Midge le dice a Scottie: “Ya
sabes de esas cosas –ya eres un chico mayor”, mien-
tras le inicia en sus secretos.

b. Los planos 47 y 48: Scottie sugiere un método para


superar su acrofobia y Midge, rápidamente, se encarga
de organizar el asunto cogiendo una silla-escalera. En
los planos que siguen (en los que se reanuda la alter-
nancia), ella “empujará” a Scottie (verbalmente) hasta
el punto en que él se desplomará sufriendo un ataque
de vértigo.

c. El plano 62 (el plano final de la secuencia): Midge con-


suela al aturdido Scottie en sus brazos, sosteniendo su
cabeza en su pecho.

Todos estos momentos tienen un tema común: la pre-


sentación de Midge como figura maternal, hecha explí-
cita en el diálogo (“No te comportes como una madre”;
más tarde, en la escena del sanatorio, Midge dirá:
“Mamá está aquí”.) Los dos sólo están unidos en la re-
lación madre-hijo; el resto del tiempo (y esencialmente
cuando discuten sobre su breve noviazgo y la posibilidad
de renovarlo) se les mantiene rigurosamente separados.

De los dos, sólo a Midge se le conceden primeros planos


(planos 36 y 38), y se utilizan para hacer un comenta-
rio sobre Scottie, para ponerle en tela de juicio. Tienen
lugar durante la discusión sobre el noviazgo (“aquellos
felices tiempos de la facultad”- Midge) que duró “tres
semanas enteras” y que Midge misma anuló (pese al
hecho de que “ya sabes que en este mundo sólo hay un
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

hombre para mí, Johnny-O”.) Los primeros planos acentúan la naturaleza confusa y
enigmática de las miradas

que lanza a Scottie: sugieren una insuficiencia en él, la imposibilidad de una relación
madura, cuya naturaleza queda sin formular.

Otros componentes de la temática de la película se introducen durante la escena cen-


trada en ciertas palabras o conceptos clave: “libre”, “disponible”, “vagar”. a) Scottie está
a punto de quedarse “libre” del corsé que ha llevado desde su caída (si es válido rela-
cionar la caída con el trauma del nacimiento, el corsé lógicamente se convierte en pa-
ñales.) La palabra “libertad” se repetirá a lo largo de toda la película en conexión con la
palabra “poder” y se asocia consecuentemente con privilegios masculinos, la libertad y
el poder de dominación. Gavin Elster, en la próxima secuencia, alude nostálgicamente
al “poder” y la “libertad” del viejo San Francisco. El librero, al describir la marginación
de Carlota Valdés, comenta: “Los hombres podían hacer eso en aquellos tiempos –te-
nían la libertad, tenían el poder.” Y Scottie, al desenmascarar a Judy / Madeleine, al final
de la película, le pregunta con desprecio si Elster “con toda aquella libertad y todo aquel
poder” simplemente se “desembarazó” de ella. La “libertad”, pues, es la libertad para do-
minar a las mujeres o para abandonarlas (incluso asesinarlas) cuando se convierten en
un inconveniente. Está asociada con el pasado cuando “los hombres podían hacer eso”
–el pasado al que pertenece “Madeleine” y Midge desde luego no. b) Scottie todavía
está “disponible” para casarse (“Ese soy yo –el Disponible Ferguson”); pero la película,
en una brillante elipsis, conecta instantáneamente esa “disponibilidad sexual” con Gavin
Elster (como lo quiere el viejo proverbio: “El diablo encuentra trabajo para las manos
ociosas”.) c) La noción de “vagar” es inherente a la situación de Scottie (aunque la pa-
labra misma no aparecerá hasta la próxima escena.) Estando el “padre” muerto y el
“ello” en libertad, el paso inmediato de Scottie ha sido dejar la policía (la “ley”); Midge
le pregunta qué se propone hacer ahora. “Por un tiempo no haré nada”: es libre de se-
guir al deseo adonde le lleve, de vagar por ahí. La “libertad”, la “disponibilidad”, el “ir va-
gando”, sin embargo también se asocian, lógicamente, con la suspensión metafórica: con
el abismo al que Scottie puede caer, vivamente evocado en lo que destaca por ser el
único plano subjetivo de la secuencia, la visión alucinatoria de Scottie desde lo alto de
la escalera de Midge. Aquí también es relevante la cuestión de la identidad, la fluidez, la
falta de definición, de Scottie, que se sugiere por la serie de nombres que acumula en

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el transcurso de la película. Le dirá a Madeleine: “Los conocidos me llaman Scottie, los


amigos me llaman John”; se presenta a sí mismo como el “Disponible Ferguson”; Elster
le llama “Scottie”; Midge emplea el “Johnny-O” de la niñez (en un momento “John-O”);
Madeleine dice: “Prefiero John”, pero Judy le llama “Scottie”.

La tercera secuencia (dividida de la segunda por la aparición personal de Hitchcock y dos


fundidos, como para señalar que se trata de un nuevo comienzo decisivo) está también
construida sobre pautas alternantes, pero las series quedan interrumpidas con mucha
más frecuencia por dos planos. El objetivo principal de éstos es el de subrayar (con el
énfasis suplementario de un contrapicado) la dominación evidente de Elster sobre Scot-
tie mientras le va imponiendo su historia. Scottie está sentado y él de pie. Cuando Scot-
tie se levanta, Elster se desplaza al nivel más alto de la habitación, dominando incluso
en plano general. Aunque Elster fue compañero de clase de Scottie, advertimos que es
considerablemente mayor (en parte porque solemos pensar que James Stewart es al-
guien joven incluso siendo de mediana edad, ya que el “talante de muchacho” es uno
de los componentes básicos de su identidad de estrella.) De hecho, se convierte en una
nueva figura paternal, pero se trata de un padre que está “fuera de la ley” (el diálogo
acentúa el hecho de que Scottie se ha retirado de la policía): en lo que se refiere a las
huellas de la mitología católica que persisten en la obra de Hitchcock, él es el diablo,
siendo su función esencialmente la de tentador. Conoce las debilidades de Scottie y de
hecho, le ofrece a su propia mujer, Madeleine (la película nunca nos incita a interesar-
nos por su plan de asesinar a su mujer real). La fascinación por Madeleine de Scottie se
establece antes de que ella aparezca: Elster la presenta como un reflejo femenino de
Scottie. Ella va “vagando” (a partir de este momento, esta palabra recorrerá la película
vinculando repetidamente a Scottie con Madeleine); y también está la cuestión de la
identidad de ella (¿Madeleine Elster o Carlotta Valdes? –aunque el nombre mismo no se
introduce hasta más tarde.) Sobre todo, Elster tienta a Scottie con el “poder” y la “li-
bertad”, cosa que queda marcada por un llamativo corte en el diálogo: 1) Vemos a Scot-
tie de espaldas mirando el grabado del viejo San Francisco; Elster habla de “...color,
excitación, poder...” 2) Corte a un plano medio de Elster, que se recorta contra la ven-
tana, a través de la que podemos ver las grúas del recinto donde construye sus barcos;
y completa la frase: “...libertad.” La imagen asocia el término con riqueza, industria y la
posibilidad de escapar (al extranjero o al pasado), tras lo cual la conversación se desvía
hacia la tarea de Scottie: vigilar a Madeleine.

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

La cuarta secuencia (Ernie’s) nos ofrece (a nosotros y a Scottie) a Madeleine: de


hecho, es importante que parezca ofrecerse a sí misma, al menos a la mirada. La fas-
cinación se transmite en el primer plano de la secuencia: partiendo desde Scottie,

sentado en la barra, y como con un ímpetu derivado de su mirada, la cámara retro-


cede hacia el restaurante, gira, hace un movimiento de grúa, luego avanza lenta-
mente hacia la espalda de Madeleine, cuyos hombros destacan sobre un vestido verde
esmeralda (el verde con el que, tanto Madeleine como Judy, serán asociadas a lo largo
de toda la película y que irónicamente la vincula con la sequoia semper-virens “siem-
pre verde, eternamente viva.”) No es (no puede serlo de ninguna manera) un plano
subjetivo, pero tiene el efecto de vincularnos íntimamente con el movimiento de la
conciencia de Scottie. El movimiento de cámara no se parece absolutamente a nada
en la película hasta este momento, introduciendo un tono completamente nuevo con
la música de Bernard Herrmann subrayando la gracia y la ternura. A Madeleine se la
presenta como la “obra de arte” (que es precisamente lo que es): su movimiento a
través del vano de la puerta, sugiere un retrato que cobra vida o una estatua que se
desliza; cuando se detiene, vuelve su cabeza enseñando el perfil, lo que sugiere que
es un “camafeo” o una silueta, una imagen que se repetirá en el transcurso de la pe-
lícula. Como “obra de arte”, Madeleine es a la vez totalmente accesible (una pintura
es completamente pasiva, ofreciéndose a la mirada) y totalmente inaccesible (no se
puede hacer el amor con una pintura.)

En este momento se vuelve posible juntar todos los hilos, pero para hacerlo es nece-
sario volver a hacer una breve digresión sobre teoría psicoanalítica para considerar la
naturaleza del deseo y como se constituye en la cultura patriarcal. El primer objeto de
amor, prototipo de todos los objetos de amor subsiguientes, es el pecho de la madre,
que tradicionalmente se le daba al niño inmediatamente después de nacer. El niño
nace bajo el poder total del principio del placer (que Freud asocia con el “ello”): el niño
no tiene el sentido de la otredad, no siente a la madre como persona independiente;
tiene la expectación de una gratificación instantánea, total, siempre disponible. Ese
“deseo original” innato (quiero que el término a la vez evoque y oponga la interpreta-
ción católica familiar de Hitchcock en relación con el pecado original) inmediatamente
entra en conflicto con el principio de la realidad y tiene que aprender a modificarse para
acomodarse a los hechos de la existencia, pero sigue siendo la base sobre la que se

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construye el deseo adulto. Es también, por supuesto, lo que el


deseo adulto tiene que trascender si se quiere alcanzar la igual-
dad en la relación, aunque finalmente seguirá extrayendo su
energía del “deseo original”. Para la lógica del patriarcado es
esencial que el “deseo original” se reprima en las mujeres (pro-
movería la bisexualidad y la actividad sexual, lo que Freud deno-
minaba la “masculinidad” de la mujer) y se estimule en los
hombres. Al varón heterosexual –nuestro señor ideológico del
universo- se le enseña desde la infancia a creer en su superiori-
dad, en sus derechos heredados: esencialmente el derecho al
poder y a la libertad. La posibilidad de la regresión al estado in-
fantil, la exigencia incondicional del “pecho perdido” es por lo
tanto mucho más fuerte en los hombres que en las mujeres. La
manifestación más obvia de esta regresión es el fenómeno lla-
mado “amor romántico”, con su exigencia de unión perfecta y su
tendencia a construir a la persona amada como figura de fanta-
sía idealizada: la condición necesaria para la “unión perfecta” es
la negación de la otredad y la independencia. Es esta regresión
la que Vértigo dramatiza de manera tan incomparable: no sé de
ninguna otra película que analice la base del deseo masculino y
revele sus mecanismos de manera tan despiadada.

En torno a esto, todo empieza a cobrar sentido: la reactivación


del trauma del nacimiento, acompañado en efecto por la muerte
del padre; el impulso de ser libre y de “ir vagando”; el rechazo de
Midge; la aparición de Gavin Elster como tentador; el regalo de
Madeleine. Uno puede preguntarse por qué Midge, que se ofrece
tan claramente como madre, es imposible para Scottie; hay unas
cuantas respuestas. En primer lugar, es demasiado explícitamente
la madre: como tal, siempre recuerda a Scottie su dependencia.
Más importante aún, el “pecho perdido” no ha de identificarse con
una madre real: al contrario, la característica esencial del objeto
del deseo original es que permita ser totalmente dominado, sin
existencia autónoma o deseos propios. Como “madre”, Midge es
dominante y activa, un ego definido con sus propios impulsos y
exigencias, de las cuales la principal es que Scottie aprenda a ha-
cerse mayor: lo que quiere es una relación entre iguales. Ade-
más, ella clarifica la sexualidad (específicamente en relación con
el pecho, explicando el mecanismo del sostén) y para el enamo-
rado romántico el sexo siempre debe permanecer nebuloso. Fi-
nalmente, queda descalificada por su accesibilidad.

Es obvio que el “deseo original” nunca se puede realizar: el


“pecho perdido” no se puede volver a encontrar porque nunca
existió. La fantasía de la realización depende paradójicamente
de la inaccesibilidad del objeto. Madeleine muere (las dos veces)
en los momentos en que amenaza con convertirse en una per-
sona real. Estará claro que como algo construido, una “obra de
arte”, satisface perfectamente cada condición de la fantasía de
su enamorado. Cuando muere, hay que recrearla; cuando es
Judy, Scottie no soporta tocarla. Una de las escenas de amor
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Tristán e Isolda

más perversas (y más “románticas”) del cine –tan perversa que no se podía filmar-
es la escena implicada después de que Scottie lleve a su casa a Madeleine, tras arro-
jarse ésta a la Bahía de San Francisco: desviste a la mujer a la que ama creyendo que
está inconsciente, mientras que ella finge estar inconsciente. El enamorado román-
tico no puede acercarse más a la unión física sin sacrificar nada de su fantasía. El cri-
men imperdonable de Judy no es haber sido cómplice de un asesinato, ni siquiera la
doblez: es el hecho de no ser “realmente” Madeleine.

La fascinación fundamental por Madeleine reside en su asociación con la muerte (como


Carlotta, ya ha muerto). Como el “deseo original” nunca se puede realizar en vida,
rendirse a él significa entregarse al impulso de la muerte: de ahí la obsesión “román-
tica” con las uniones en la muerte, de las que Tristán e Isolda de Wagner es la expre-
sión suprema en la cultura occidental (no puede ser casualidad que el Liebestod se
evoque repetidamente, aun sin realmente citarse, en la partitura de Herrmann.)

Sea cual sea la motivación consciente, la decisión de Hitchcock de divulgar la solución


del misterio cuando ya han pasado dos tercios de la película, no se puede juzgar poco
importante. Hasta ese momento el espectador está casi exclusivamente encerrado en
la conciencia de Scottie (las únicas excepciones son tres breves momentos con Midge
que aluden a la posibilidad de una distancia crítica, pero que no son suficientemente
fuertes para neutralizar el modelo de identificación dominante): la fascinación que
Scottie siente por Madeleine es también la del espectador. (Utilizo deliberadamente la

forma masculina ya que el espectador construido por la película es claramente mas-


culino.) El choque que experimentamos con la revelación va mucho más allá de cual-
quier cosa que se puede explicar como descubrimiento prematuro, atestiguando el
poder y la “universalidad” (en nuestra cultura) del impulso del deseo que la película
dramatiza: primero, nosotros tampoco podemos perdonar a Judy el hecho de no ser
Madeleine, tanto se nos ha incitado a invertir en su realidad.

A través de la revelación todo el proyecto de “amor romántico” de los primeros dos


tercios queda inmediatamente expuesto como una fantasía y un fraude; nos hace di-
rigir la mirada, bastante despiadadamente, hacia Scottie y hacia nosotros mismos.
También nos da acceso a Judy, que no es una “obra de arte”, sino un ser humano,
exponiendo así la monstruosidad de un proyecto construido sobre las exigencias “in-
fantiles” del ego masculino en estado de regresión y su negación de la realidad hu-

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mana de la mujer. Judy nunca se convierte en la con-


ciencia central de la película. Sólo se le permiten seis
planos subjetivos durante toda la película (en contraste
con el número concedido a Scottie, que debe tener tres
cifras). Cuatro de ellos (dos pares exactamente simé-
tricos) son simples planos de árboles que vemos a tra-
vés del parabrisas durante los dos viajes a San Juan
Bautista. El quinto es ambiguo: el plano de los pétalos
rotos en el agua, justo antes del falso intento de suici-
dio de Judy / Madeleine, un plano incluido en una es-
tructura elaborada del punto de vista de Scottie y que
se puede interpretar de igual manera como “su ima-
gen empática” de lo que ve Madeleine. Sólo un plano
desde el punto de vista de Judy realmente excluye a
Scottie y hace un comentario sobre él: el plano de la
pareja en la hierba mientras pasean junto al lago y las
“Puertas del Pasado” (destaca más por ser un ejemplo
de esa huella dactilar privilegiada de Hitchcock: el
plano subjetivo con un travelling hacia delante.)

La conciencia de Scottie sigue siendo la central; lo que


cambia es nuestra relación con él. La identificación no
tanto se aniquila como que queda gravemente pertur-
bada, problematizada. Ahora sabemos mucho más que
él y lo que sabemos nos da una mirada crítica hacia él,
hacia nuestra propia identificación previa con él y hacia
todo el concepto de amor romántico al que nuestra cul-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 tura ha conferido un valor ideológico tan alto. A lo largo
de todas las escenas con Judy-como-Judy, el sistema do-
minante de series alternantes basado en el punto de vista de Scottie en parte se de-
rrumba: los planos subjetivos no están ausentes (a Judy se la ve en la ventana superior
del Empire Hotel como a Madeleine en el McKittrick Hotel; sobre todo el plano de “ca-
mafeo” de Judy de perfil cuando Scottie la lleva a casa desde Ernie’s, tras su primera
cita), pero su número disminuye considerablemente para volver a aumentar con fuerza
mientras Scottie va reconstruyendo a Madeleine. Que los esfuerzos de la película por
envolvernos de nuevo en la conciencia de Scottie y el proyecto de reconstruir lo que
sabemos es una fantasía, sean parcialmente exitosos, atestigua una vez más el in-
menso poder del “deseo original” y su derivativo, el amor romántico en nuestra cul-
tura. (Tal como lo hace la película, supongo que el espectador es masculino; esperamos
con anhelo, ahora que Vértigo vuelva a ser accesible, leer artículos sobre ella escritos
por mujeres.) Son necesarias las escenas angustiosas del final y la segunda muerte de
Madeleine para exorcizarlo de manera decisiva. Pero, por supuesto, la identificación
total –que no se pone en tela de juicio- provocada por la primera parte de la película,
ya no es posible: ahora somos demasiado conscientes de que la fantasía es una fan-
tasía, y demasiado conscientes de que se le impone a la mujer. El último tercio de Vér-
tigo es una de las experiencias más perturbadoras y dolorosas que el cine nos ofrece.

*Este texto se publicó en:


Hitchcock's Films Revisited, Faber and Faber, Londres,1991.
Traducción: Karin Wascher Ausina.

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XII. VÉRTIGO DE HITCHCOCK Y LA EVOLUCIÓN DE SU CRÍTICA

Fátima López Pérez

En el presente artículo se pretende realizar un comentario


sobre diversos aspectos que envuelven la crítica de Vértigo y
como su concepción ha evolucionado hasta considerarse una
obra maestra de la historia del cine.

ALFRED HITCHCOCK Y SU CONSIDERACIÓN SOBRE LA PRENSA

Comenzamos con una referencia de carácter anecdótico sobre


la importancia que otorgaba Alfred Hitchcock a la crítica con-
temporánea:

“En los inicios de su carrera como cineasta, Alfred Hitchcock


solía reunirse con un reducido grupo de amigos autoproclamado
“El club del odio” para criticar al personal y las vicisitudes de la
industria cinematográfica. Se trataba de un modo informal de
expresar sus frustraciones, pero también de un método útil para
aprender los unos de los otros. En una ocasión, cada uno de
ellos debía responder a la pregunta: “¿Para quién hace sus pe-
lículas?”. Los otros directores respondieron “para los distribui-
dores” o “para el público”, pero Hitchcock se mostraba reticente
a expresar su opinión. Finalmente, admitió que las hacía para la
prensa”. Según su razonamiento, la prensa influía en el público,
el cual a su vez influía en los distribuidores y los exhibidores.
Además, Hitchcock añadió lo siguiente: “Nosotros (los directo-
res) somos los responsables de que una película triunfe. La
mente del público asocia el nombre del director a un producto
de calidad. Los actores van y vienen, pero el nombre del direc-
tor permanece indeleble en la mente del público”. (1)

Según afirma Duncan (2), Hitchcock fue fiel a este principio durante toda su carrera,
el director consiguió la confianza de los críticos de cine y los invitó en diversas oca-
siones a cenar, concedió entrevistas y escribió más de 60 artículos para publicaciones
cinematográficas e informativas. Esta promoción le llevó a convertirse en uno de los
cineastas más conocidos de su generación.

PRESENTACIÓN Y PREESTRENO DE VÉRTIGO

· PRESENTACIÓN DE VÉRTIGO EN EL VI FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN.

La película se presentó internacionalmente en el VI Festival Internacional de Cine de


San Sebastián, celebrado entre el 19 y el 21 de Julio de 1958. Hitchcock presenció el
acto a partir del día 23, Vertigo fue premiada con la Concha de Plata, junto al film ita-
liano Rufufú de Mario Monicelli, y el premio a la mejor interpretación masculina para
James Stewart.

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Días antes de que se celebrase el acto, la revista es-


pañola Primer Plano (3) realizó una entrevista a la ac-
triz protagonista del film. En el artículo se muestra una
Kim Novak sensible (se edita un poema creado por ella
misma) y luchadora para llegar a convertirse en una
actriz reconocida. La entrevista acaba con la declara-
ción de Novak: “Quiero ser también una gran actriz.
Todas mis esperanzas están en Hitchcock, el mago del
suspense” (Ver imagen 1 al final del texto).

La misma revista dedicó dos amplios artículos al Fes-


tival en dos números diferentes. El primero de ellos se
inicia con una breve sinopsis de las películas proyec-
tadas en esta edición, entre ellas encontramos a Vér-
tigo. En el comentario de esta película, aparece
nuevamente la palabra “suspense” relacionada con el
director, el texto está acompañado por una fotografía
de sus protagonistas, Scottie y Madeleine. (4) En el ar-
tículo "Los premios del Festival", (5) aparece Vertigo
como una de las obras premiadas con Concha de Plata
(Ver Imagen 2 al final del texto). En otro apartado,
Festival en imágenes, (6) se presenta una fotografía
de Hitchcock de espaldas leyendo un periódico (Ver
Imagen 3 al final del texto).

La expectación por la presencia de Alfred Hitchcock en


San Sebastián queda remarcada en el apartado de Pio García (7) sobre la finalización
del acto, el artículo se inicia de la siguiente manera: “Tras unos días primeros de re-
lativa calma, el VI Festival de San Sebastián ha entrado en plena actividad a partir del
miércoles, día 23, con la llegada del famoso director Alfred Hitchcock, que quería estar
presente en el estreno de su película Vértigo”. El texto continúa señalando que la
atención se volcó en el director al que se le realizó la primera rueda de prensa que
tuvo una duración de una hora y media (Ver Imagen 4 al final del texto).

ESTRENO DE VÉRTIGO

· RECEPCIÓN DE LA CRÍTICA AMERICANA

Comas (8) destaca el contraste que se produce entre el entusiasmo que despierta
Vértigo en la actualidad con la crítica, mayoritariamente negativa, de su estreno. A
continuación, presentamos un conjunto de referencias críticas del estreno de la pelí-
cula. (9) Las críticas negativas se centraron en la trama, el ritmo, el propio director
o el resultado final. El crítico de Variety opinaba que “incluso esa maestría no es su-
ficiente para superar una falta importante, la primera hora es demasiado lenta y de-
masiado larga (…) De entre los muertos dura más de dos horas y uno se pregunta si
debería dedicarse tanto tiempo a lo que básicamente es sólo una película psicológica
de misterio”. La prensa diaria de Los Angeles consideraba, en términos generales:
“Vértigo provoca lo mismo al espectador”. Saturday Evening Post juzgó la película con
la siguiente opinión: “Los ocasionales estallidos de estrepitosa acción, la prestidigita-
ción cinematográfica y el inventivo uso del color no son capaces de mantener el inte-

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rés a lo largo de la tenue narrativa de Hitchcock”.


Los Angeles Times consideró que “Rubia o morena,
Kim Novak no es una actriz remarcable” ya que,
según los críticos, la diferenciación entre los dos
personajes solo se conseguía a través del físico.
Los Angeles Citizen-News exponía que “la mayoría
del tiempo la historia es confusa, difícil de seguir
(…) decididamente, no es el mejor film de Hitch-
cock”, en estos aspectos coincidió con la del crítico
del Beverly Hills Citizen considerando que “cuando
empieza la historia, el director no sabe qué hacer
con ella (…) era un Hitchcock menor”. La crítica del
Cue fue muy fría al considerar que “Hitchcock es-
taba más interesado por la forma, el estilo, que no
en la sustancia”. El crítico de The New York Times
arremetió considerablemente ante Hitchcock: “Al-
fred Hitchcock, que produjo y dirigió esta cosa,
nunca se había consentido anteriormente este de-
liberado despropósito”. Time despreció la obra con
“otro Hitchcock y otra historia exagerada” o “El
viejo maestro ha fabricado otro disparate hitchco-
kiano, donde el misterio no es tanto quién lo ha
hecho, sinó a quién le importa.”

Eugenio Trias (10) desde una perspectiva más ale-


jada del estreno del film, consideraba que pesaba
sobre el director “el sambenito de la comerciali-
dad” o de haberse vendido al cine norteamericano
de Hollywood. “Pero además, en Vértigo se añadía un argumento que lindaba o tras-
pasaba lo verosímil, o cuya patente irrealidad o surrealidad, como posteriormente se
ha reconocido constituía, para ciertos críticos, una poderosa objeción”.

Algunos habían considerado que apenas podían creer que Hitchcock pretendiese es-
trenarla. (11) Probablemente, una de las causas del rechazo producido en Vértigo sea
que dentro de la sociedad bien pensante de los años 50 les parecía que en el film se
daban circunstancias extrañas. (12) Según expone José Luis Castro (13), haciendo
alusión a E. Kapsis, la audiencia de Hitchcock no estaba preparada para recibir un
filme tan contemplativo y oscuro. La ruptura de las expectativas del público vino dada
en buena medida por una fuerte campaña publicitaria que se había apoyado en los ac-
tores y los paisajes.

José Luis Castro (14) afirma que frente a lo que tradicionalmente se ha asegurado la
recepción crítica americana de Vértigo no fue unánimemente negativa, ya que las cró-
nicas y reseñas de los diarios de gran tirada fueron casi siempre positivas. Penélope
Houston (15) en Sight and Sound destacó que nunca se había conseguido una pelí-
cula tan llena de suspense con tan buenos resultados. Pero sobretodo, las críticas po-
sitivas se centraron en el carácter romántico de la trama, como es el caso de Ruth
Waterbury de Los Angeles Examiner que opinaba que “quizá puede provocar vértigos
o vahidos al espectador, pero seguramente no le aburrirá, si le gusta excitación, ac-
ción, romance, glamour y una historia de amor loco”. The Hollywood Reporter consi-
deró al film como “una de las más fascinantes historias de amor jamás filmadas”.

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Guillermo Cabrera (16), el 15 de noviembre de 1959,


expone En busca del amor perdido: “De entre los
muertos es una obra maestra y con los años se verá su
importancia. No solamente es el único gran film surre-
alista, sino la primera obra romántica del siglo XX. Sus
elementos son cotidianos y su materia es la que se ve
al doblar de la esquina. Sin embargo hay en ella un
misterio que parecía exclusivo de los dramas románti-
cos”. Además, el mismo autor comenta en su crítica,
próxima al estreno de Vértigo que “Se ha dicho que
Hitchcock es un innovador, que está veinte años ade-
lantado con respecto a los demás directores de cine.
Vértigo lo prueba. Aquí el espectador se halla frente a
conceptos cinematográficos radicalmente diferentes a
los que imperaban hace veinte años”.

Desde una perspectiva más histórica, José Luis Castro


(17) defiende que esta película presenta una crisis del
modelo clásico, coincidiendo con los films de la década
de los cincuenta del director, pero sin poder establecer
un corte entre lo clásico y lo manierista.

· ¿VÉRTIGO, ÉXITO O FRACASO? CONSIDERACIÓN


DE HITCHCOCK

Hitchcock era un director complaciente al servicio del


público que conocía sus motivaciones, dispuesto a con-
seguir la máxima rentabilidad comercial de sus pro-
ductos, que a menudo le afectaba directamente, ya
que participaba en su financiación y de esos resultados
dependía su independencia creativa. (18)

Según Sam Taylor, (19) Alfred Hitchcock afirmó durante


el estreno de Vértigo que era solamente una película
más y que la mayoría de las personas con las que había hablado pensaban que “era
una película de Hitchcock que parecía un poco diferente a las películas de Hitchcock”.

François Truffaut (20) en su entrevista al director, que posteriormente trataremos con


mayor detenimiento en otro apartado, al preguntarle a Alfred Hitchcock sobre Vértigo,
trata este aspecto: “F.T.: El film, creo, no ha sido ni un éxito ni un fracaso ¿no? A.H.:
Cubrió gastos. F.T.: ¿Para usted es, por tanto, un fracaso? A.H.: Supongo que sí. Usted
sabe que una de nuestras debilidades, cuando algunos de nuestros films no marcha
bien, es acusar al servicio de ventas, diciendo: ¡Han vendido mal el film!” Esto se acen-
túa si tenemos en cuenta el comentario que hizo Truffaut: “En un momento determi-
nado, un periodista levantó el dedo y preguntó: Cuando se tienen 76 años, se levanta
uno por la mañana y se llama Alfred Hitchcock, ¿qué es lo que se siente? (…) Cuando
la película funciona, es muy agradable, cuando no funciona, uno se siente miserable”.

En su primer lanzamiento, Vértigo puede considerarse que ni fue un éxito pero tam-
poco fue un fracaso (en palabras de Ángel Comas) recaudó 3,2 millones de dólares

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sólo en Estados Unidos, cantidad económica que


aumentaría con sus recaudaciones en el extran-
jero. La película había costado 2.479.000 dólares
(2.036.000 para la Paramount y 443.000 para la
Hitchcock Productions). El director aumentó el be-
neficio con las nuevas exhibiciones, ocho años más
tarde. (21)

EL ESTILO DE HITCHCOCK Y LA INNOVACIÓN


EN VÉRTIGO

· EL GIRO ARGUMENTAL DE LA PELÍCULA: CRÍTICA Y


JUSTIFICACIÓN DE HITCHCOCK

Eugenio Trias (22) destaca al inicio de su obra Vér-


tigo y pasión que la revelación de que Madeleine y
Judy son la misma persona ha sido comentada con
frecuencia de modo desfavorable, constituyendo
uno de los puntos principales en los que se cen-
traron las críticas negativas del film, sobre todo al
principio de su recepción.

Vértigo se basó en la novela D’entre les morts de


Pierre Boileau y Thomas Nercejac, (23) donde los
novelistas confiaban en el elemento sorpresa,
Hitchcock le dio su característico toque de sus-
pense. En contra de los consejos de los que le ro-
deaban, Hitchcock al principio de la segunda parte
lo desvela. (24) En palabras del director, en una
entrevista con Peter Bogdanovich: “En el libro no
desvelan que ella es la misma mujer hasta el final
de la historia. Sam Taylor, que trabajaba en el
guión, se escandalizó cuando le dije: 'Sam, cuando
Stewart encuentra a la morena, ése es el mo-
mento de que confesemos la verdad'. Me dijo:
'Dios mío, ¿por qué?'. Le respondí que si no lo ha-
cíamos así, qué podríamos contar hasta que reve-
láramos la verdad.” (25) Y en su conocida entrevista con François Truffaut, (26)
Hitchcock explica: “decidí desvelar en seguida la verdad, pero sólo para el especta-
dor: Judy no es una muchacha que se parezca a Madeleine, es Madeleine misma. A
mi alrededor todo el mundo estaba en contra de este cambio, pues pensaban que
esta revelación no debía producirse más que al final de la película. Yo me imaginé
que era un chiquillo sentado en las rodillas de su madre que le cuenta una historia.
Cuando la mamá cesa de contar, el niño pregunta invariablemente: 'Mamá, ¿qué su-
cede después?'. Encontré que en la segunda parte de la novela de Boileau y Nerce-
jac, cuando el individuo ha encontrado a la muchacha castaña, ocurre como si no
pasara nada después. Con mi solución, el muchachillo sabe que Madeleine y Judy no
son más que una misma y única mujer y ahora él pregunta a su madre: 'Y, entonces,
¿no lo sabe James Stewart? –No'. Henos aquí de nuevo ante nuestra alternativa ha-
bitual: ¿suspense o sorpresa?”.

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· EL SUSPENSE EN HITCHCOCK: LA RIQUEZA DE UN ESTILO

Alfred Hitchcock definió así el suspense: “En la forma


corriente de suspense es indispensable que el público
éste perfectamente informado de los elementos en pre-
sencia”, (27) el director explica este factor a través del
ejemplo del conocimiento del espectador sobre una
bomba debajo de una mesa en una película. Como
hemos observado en el apartado anterior, Hitchcock in-
trodujo en Vértigo el suspense ante la sorpresa, a Alfred
Hitchcock se le considera el “maestro del suspense”, en
este apartado recogemos algunas referencias al res-
pecto, aludiendo al título que aparece en el libro de José
María Carreño. (28) Carreño explica que Hitchcock es
algo más que el mago del suspense a través de una
línea en espiral que formaría la intriga, el suspense y la
profundidad, anotando que “el suspense en Hitchcock
es algo más que una técnica narrativa. Es una de las
llaves que nos permiten el acceso a su manera personal
de ver, imaginar y sentir las cosas”.

Christian Aguilera y Núria Dias (29) consideran que su


traspaso al cine estadounidense propició el punto de
partida del mito que se creó en torno a su figura, a ex-
cepción de Matrimonio original (Mr. & Mrs. Smith,
1941), Hitchcock conformó todos sus títulos sobre la
base de elementos de suspense creando un sello iden-
tificativo. Manuel Villegas, (30) expone que es con la
llegada del cine sonoro cuando Hitchcock cobra su gran
plenitud, de las quince películas realizadas entre 1929
y 1939, se realizan cuatro o cinco obras maestras del
género policiaco, es en ellas donde el director crea su
famoso “suspense”, el suspense a lo Hitchcock, que es,
en palabras del autor, “la quintaesencia y la más aguda
cúspide del interés policial”. Villegas considera que la
gran y auténtica aportación del director al cine mundial
es el suspense como ilusión psicológica a través del me-
canismo policiaco.

Xavier Pérez (31) a través del suspense popularizado por Hitchcock, realiza todo un
recorrido por la historia del cine en su estudio donde explica como este recurso na-
rrativo capta la atención del público.

VALORACIÓN CONTEMPORÁNEA DE LA OBRA DE HITCHCOCK:


CAHIERS DU CINÉMA Y LA IMPORTANCIA DE TRUFFAUT

Poco tiempo después del estreno de Vértigo, empezó a considerarse a Alfred Hitch-
cock como uno de los grandes autores del cine, esto se inició en Francia con la publi-
cación del libro de Claude Chabrol y Eric Rohmer que finaliza con el film anterior a
Vértigo, Falso culpable (The wrong man, 1957).

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François Truffaut lo exaltó en 1966 con su


libro El cine según Hitchcock a través de
una entrevista al director. (32) Truffaut
(33) definió de esta manera su libro: “El
cine según Hitchcock es un libro del que
no me considero autor, sino tan sólo ini-
ciador o, mejor aún, provocador. Exacta-
mente, se trata de un trabajo periodístico
que comenzó al aceptar Alfred Hitchcock,
cierto hermoso día (para mí fue un her-
moso día), el principio de una larga entre-
vista de cincuenta horas. Escribí pues, a
Hitchcock para proponerle que respon-
diera a un cuestionario de quinientas pre-
guntas exclusivamente relativas a su
carrera, considerada en su desarrollo cro-
nológico”. Durante los años 50 y 60,
Hitchcock se encontraba en la cima de su
creatividad y de su éxito conseguido en
publicidad y series televisivas, pero por
ello la crítica americana y europea iba a
hacérselo pagar examinando su trabajo
con condescendencia, denigrando un film
tras otro. Truffaut comenta que “en 1962,
encontrándome en Nueva York para pre-
sentar Jules y Jim, me di cuenta de que
cada periodista me hacía la misma pre-
gunta: ¿Por qué los críticos de Cahiers du
Cinéma toman en serio a Hitchcock? Es
rico, tiene éxito pero sus películas carecen
de sustancia”.

François Truffaut perteneció a la Nouvelle vague francesa (34), un grupo de jóvenes


realizadores, que entre 1958 y 1963, remarcaban la “politique des auteurs”. Se de-
fendía que el cine fuera un medio de expresión artística y que los mejores films lle-
vaban en sí la firma personal de sus autores. Ésta era la idea que, en 1948, había
defendido Alexandre Astruc en su artículo sobre la Caméra-stylo, junto con la teoría
de la Mise-en-scène de André Bazin, que rechazaba la estética tradicional del mon-
taje en el sentido de Eisenstein que lo había postulado en pleno cine mudo. En octu-
bre de 1954, Cahiers du Cinéma decidió consagrar en su totalidad su número 39 a la
obra y la figura de Alfred Hitchcock. Los críticos de la revista defendieron al director
ante la despectiva crítica americana, un ejemplo lo encontramos en Eric Rohmer (35)
con su artículo "L’hélice et L’idée", en relación a la obra de Vértigo que en su primer
párrafo ya destaca esta intención. Truffaut señaló que a partir de 1968, los críticos
americanos prestaron más atención al trabajo de Hitchcock.

Sydney Gottlieb (36) en su libro Hitchcock por Hitchcock recoge toda una serie de
textos inéditos del cineasta. Realiza una crítica al trabajo de Truffaut ya que considera
que el estudio sobre las entrevistas concedidas no acaba con su “hitchbook”. Además
también presenta una crítica negativa por lo que respecta a la estructura de la obra,
defendiendo que es más clarificadora al presentarla siguiendo un criterio temático.

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REAPARICIÓN DE VÉRTIGO

· LO ESENCIAL DE HITCHCOCK DE 1984: REESTRENO MUNDIAL

La película desapareció de la circulación en 1974, reapareciendo diez años después


en 1984, cuatro años después de la muerte de Hitchcock. Su reaparición se produjo
a través de un package controlado por la familia del director. (37)

Fue muy difícil de ver durante años por decisión del propio Alfred Hitchcock (el direc-
tor recupera en 1967 los negativos de sus filmes producidos por Paramount y las úl-
timas copias de explotación se retiran definitivamente en 1971) a lo que se añadió los
problemas de derechos tras su muerte. La película se reestrenó durante el ciclo Lo
esencial de Hitchcock, distribuido por Universal Pictures (MCA). Este reestreno, supuso
la posibilidad de acceso a toda una nueva generación de analistas y estudiantes uni-
versitarios de cine, además su lanzamiento en video generó un aumento considera-
ble de estudios y su definitiva conversión en un auténtico film canon, desde las
perspectivas cinéfilas y académicas. (38)

· PRESENTACIÓN EN EL NEW YORK FILM FESTIVAL: VERSIÓN RESTAURADA

En 1996, Vértigo volvió a proyectarse en los cines en una versión restaurada, con su
presentación en el New York Film Festival. A pesar de que la Academia de Hollywood
sólo la distinguió con una nominación a la mejor dirección artística, en esos momen-
tos las críticas diferían considerablemente a las de su estreno y fueron unánimemente
favorables, considerándola como una obra maestra y una gran mayoría de los críti-
cos la definió como la película más autobiográfica de Hitchcock. (39)

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En Febrero de 1997, Kim Novak presentó la copia restaurada


en el Festival de Berlín. A lo largo de los años, el soporte fí-
sico iba sufriendo un proceso de degradación. Gracias a la ini-
ciativa de la Universal, James C. Katz y Robert A. Harris
restauraron cada uno de los fotogramas detrás de un minu-
cioso estudio de investigación, para conseguir una calidad
equiparable al original. La restauración se realizo en su for-
mato apaisado de Vista Visión, en 70 milímetros y con sonido
estereofónico DTS. (40)

CENSURA: EL DOBLE FINAL DE VÉRTIGO


Y LA PROYECCIÓN PRIVILEGIADA DE ESPAÑA

Según Esteve Riambau, (41) la copia reestrenada en 1984 y


la restaurada acaban con la célebre escena de James Stewart
en lo alto del campanario, éste era el final original que Hitch-
cock había previsto. Ante el fracaso de algunas proyecciones
preliminares y de previsibles problemas con la censura de al-
gunos países, los directivos de la Paramount presionaron en
rodar otra escena. Se trata de un epílogo que no llega a un mi-
nuto de duración, donde Scottie vuelve con Midge mientras
una voz en off de un locutor de radio anuncia la detención de
Gavin Elster. Este segundo final, se consiguió suprimir en el
montaje de la versión definitiva que se estrenó en todo el
mundo, excepto en España. Los espectadores que vieron Vér-
tigo estrenada en el cine Fantasio de Barcelona, el 31 de
Agosto de 1959, vieron este final diferente.

Gracias a las gestiones que realizó Carles Balagué cuando im-


portó Vértigo para la reposición en Barcelona, los directivos de
la Universal se sorprendieron al constatar la existencia de este
guión de doblaje. A través de la copia de un coleccionista, se conserva una versión que
incluye la censura franquista, que consiste en el doblaje del comunicado de radio. El ori-
ginal, señalaba de la extradición del criminal que había huido, mientras que en la época
franquista se añadió la condena y muerte para Elster, exaltando el papel de la policía.

José Luis Castro, (42) realiza un estado de la cuestión al respecto y ofrece otros datos,
señalando que aunque algunos investigadores consideran que el segundo final no fue
utilizado, él se basa en el estudio de Miguel Marías publicado en 1968 donde ya se ci-
taba esta doble versión. Y según Víctor Erice, en conversación con Hitchcock, el autor
recordaba haber visto ese final en el VI Festival de San Sebastián. Castro considera
que esa secuencia no fue dirigida por Hitchcock pero sin embargo aceptó su inclusión
para las copias de algunos países extranjeros.

CONCEPCIÓN ACTUAL DE VÉRTIGO

En palabras de Eugenio Trias (43) “el tiempo ha corrido a velocidad de vértigo (y


nunca puede decirse con más propiedad) a favor de Vértigo”. Y hoy en día, es consi-
derada como una de las grandes obras maestras.

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Gracias a un seguido de diversos estudios que


exaltan la obra de Alfred Hitchcock, la concep-
ción de esta película dentro de la historia del
cine ha cambiado considerablemente hacía una
concepción positiva y destacable.

En este último apartado, pretendemos recoger


una muestra de las más significantes considera-
ciones de investigadores que han estudiado la
película.

Robin Wood (44) en El cine de Hitchcock seña-


laba al inicio y final del capítulo dedicado a Vér-
tigo que: “De entre los muertos me parece a mí
la obra maestra de Hitchcock hasta la fecha y
una de las cuatro o cinco películas más profun-
das y hermosas que el cine nos haya dado hasta
ahora (…) me parece, entre todas las películas
de Hitchcock, la que más se acerca a la perfec-
ción. (…) puede representar tan bien como cual-
quier película, la aspiración del cine a ser tratado
con el mismo respeto que merecen las formas
artísticas de mayor antigüedad”. Harris y Lasky
(45) consideraron que “Vértigo se ha convertido
en una de las películas más analizadas de Hitch-
cock, probablemente porque a los críticos les en-
canta someter las obras maestras al
microscopio”. Nuria Vidal (46) en una de las apa-
riciones de Vértigo en televisión de los años 90,
antes de la presentación de la copia restaurada, comentaba que “Vértigo es sin duda
la mejor película de Alfred Hitchcock y una de las diez mejores películas de la histo-
ria del cine. Decir esto no es exagerar ni mucho menos; es, simplemente aceptar la
perfección casi absoluta de esta obra maestra del séptimo arte”. Roger Ebert (47)
anotaba que: “De entre los muertos (1958), es una de las dos o tres mejores pelícu-
las que hizo Hitchcock. Es su película más confesional, que trata directamente de los
temas que componían todo su arte”. En otoño de 1997, la revista cinematográfica
Nickel Odeón dedicó su número a Vértigo, coincidiendo con la presentación de la res-
tauración del film.

Ramón Redondo (48) ofrecía una visión crítica sobre como a la muerte del director
aparecieron todo una serie de oportunistas que empezaron a publicar biografías de Al-
fred Hitchcock. Miguel Marías (49) resalta la cuestión de que hasta ese momento no
se podía admitir de forma generalizada que Vértigo es una obra maestra del cine ya
que la crítica, como hemos podido observar a lo largo del artículo, no siempre fue tan
positiva para el film.

José Luis Castro (50) define a Vértigo como la “película mítica, obra maestra del
maestro Hitchcock”. Guillermo Cabrera (51) consideró que “Alfred Hitchcock hizo bue-
nos films a los 34 años, a los 45 hizo grandes films, a los 55 hizo obras maestras, casi
a los sesenta ha hecho una obra maestra entre las obras maestras, Vértigo” y Enri-
que Alberich (52) destacó que “Vértigo no es únicamente bella. Es sublime.”

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Imagen 1: VV.AA, “Kim Novak, la estrella que quiere ser gran actriz” en Primer Plano, Núm. 320, 1 de Julio de 1958. Pág. s.n.

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Imagen 2: VV.AA, “Los premios del festival” en Primer Plano, Núm. 323, 3 de Agosto de 1958. Pág. s.n.

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Imagen 3: VV.AA, “Festival en imágenes” en Primer Plano, Núm. 322, 20 de Julio de 1958. Pág. s.n.

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Imagen 4: GARCÍA, Pio, “Ha terminado el VI Festival del cine de San Sebastián” en Primer Plano, Núm. 323, 3.8.1958. Pág. s.n.

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NOTAS

1. DUNCAN, Paul, Alfred Hitchcock. El arquitecto de


la angustia 1899-1980, Barcelona, 2003. Pág. 9.
2. Ibid.
3. VV.AA, “Kim Novak, la estrella que quiere ser gran
actriz” en Primer Plano, Núm. 320, 1 de Julio de 1958.
Pág. s.n.
4. VV.AA, “VI Festival de San Sebastián. España-Spa-
nien-Espagne-Spain-Spagna. 19 al 29 de Julio de
1958” en Primer Plano, Núm. 322, 20 de Julio de
1958. Pág. s.n.
5. VV.AA, “Los premios del festival” en Primer Plano,
Núm. 323, 3 de Agosto de 1958. Pág. s.n.
6. VV.AA, “Festival en imágenes” en Primer Plano,
Núm. 322, 20 de Julio de 1958. Pág. s.n.
7. GARCÍA, Pio, “Ha terminado el VI Festival del cine
de San Sebastián” en Primer Plano, Núm. 323, 3 de
Agosto de 1958. Pág. s.n.
8. COMAS, Ángel, De entre los muertos (Vértigo)/Chi-
natown, Barcelona, 2002. Págs. 62-65.
9. COMAS, Ángel, Op. Cit. Págs. 62-65; CASTRO, José
Luis, Alfred Hitchcock Vértigo/De entre los muertos.
Estudio crítico, Barcelona, 1999. Pág. 28: HARRIS,
Robert, LASKY, Michael, Todas las películas de Alfred
Hitchcock, Barcelona, 1995. Pág. 186.
10. TRIAS, Eugenio, “La implantación del mito” en El
Mundo, 6 de Febrero de 2000. Pág. 46.
11. KOBAL, John, Las 100 mejores películas, Madrid,
1995. Pág. 80.
12. GARCÍA, Emilio, SÁNCHEZ, Santiago, Guía Histó-
rica del cine 1895-1996, Barcelona, 1997. Pág. 271.
13. CASTRO, José Luis, Op. Cit. Pág. 29.
14. Ibid. Págs. 28-29.
15. HOUSTON, Penélope, “Vertigo” en Sight and
Sound. The Internacional Film Quarterly, nº6 August
1958. Pág. 319.
16. CABRERA, Guillermo, “El bacilo de Hitchcock” en
Arcadia todas las noches, Madrid, 1995. Pág. 314 y
317.
17. CASTRO, José Luis, Op. Cit. Págs. 19-23; RE-
VENGA, Luis, “Vértigo. De entre los muertos” en Nic-
kel Odeón, nº2 Primavera 1996. Págs. 170-173.
18. AGUILERA, Christian, DIAS, Núria, Los directores de cine del siglo XX, Barcelona, 2000. Pág.
277; MARÍAS, Miguel, “Volver a sentir Vértigo” en Nickel Odeón, nº8 Otoño 1997. Págs. 261.
19. COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 65.
20. TRUFFAUT, François, El cine según Hitchcock, Madrid, 2005. Pág. 233 y 328.
21. COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 65.
22. TRÍAS, Eugenio, Vértigo y pasión. Un ensayo sobre la película Vértigo de Alfred Hitchcock,
Madrid, 1998. Pág. 15.
23. Aunque Alfred Hitchcock no lo afirmó pero tampoco lo desmintió en su entrevista con Fran-
çois Truffaut (Ver: TRUFFAUT, François, Op. Cit. Pág. 229). En relación, a las similitudes y di-
ferencias que presenta la película de la novela, ver: COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 17.
24. KOBAL, John, Op. Cit. Pág. 79. En relación, al osado giro argumental que realiza Hitchcock,
ver: COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 52; TRÍAS, Eugenio, Op. Cit., 1998; WOOD, Robin, El cine de
Hitchcock, México, 1968. Págs. 104-110.
25. RUSSELL, John, “Vértigo, un cuento de amor perdido y reencontrado” en Nickel Odeón,
nº8 Otoño 1997. Págs. 200-201. Entrevista con Peter Bogdanovich.
26. TRUFFAUT, François, Op. Cit. Págs. 229-230.
27. VILORIA, Natalia, “De persecuciones y otros juegos peligrosos” en VVAA, Los 100 años de
la vida y la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock, Valladolid, 1999. Pág. 69.
28. CARREÑO, José Maria, Alfred Hitchcock, Madrid, 1980. Págs. 11-12 y 73.
29. AGUILERA, Christian, DIAS, Núria, Op. Cit. Pág. 276.
30. VILLEGAS, Manuel, Los grandes y fundamentales nombres del cine, Madrid, 1992. Págs.
209-219.
31. PÉREZ, Xavier, El suspens cinematogràfic, Barcelona, 1999.
32. COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 65.
33. TRUFFAUT, François, Op. Cit. Págs. 7-13.
34. El movimiento de la Nouvelle vague no lo podemos tratar con mayor detenimiento, a causa
del tema central del artículo, pero señalamos en relación a su estudio: VVAA, En torno a la
Nouvelle vague. Rupturas y horizontes de la modernidad, Valencia, 2002. Y el número dedicado
en Nickel Odeón: COBOS, Juan, “La nouvelle vague cumple cuarenta años” en Nickel Odeón,
nº12 Otoño 1998. Págs. 86-94; VALCÁRCEL, Isabel, “La nouvelle vague y su circunstancia his-
tórica” en Nickel Odeón, nº12 Otoño 1998. Págs. 6-14.

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35. ROHMER, Eric, “L’hélice et l’Idée” en Cahiers du Cinéma, nº93 Mars


1959. Págs. 48-50.
36. GOTTLIEB, Sydney, Hitchcock por Hitchcock, Madrid, 2000. Pág.
XIX-XXI.
37. COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 65.
38. CASTRO, José Luis, Op. Cit. Págs. 29-30.
39. COMAS, Ángel, Op. Cit. Pág. 66.
40. CASTRO, José Luis, Op. Cit. Pág. 30; MARÍAS, Miguel, “Volver a
sentir Vértigo” en Nickel Odeón, nº8 Otoño 1997. Págs. 260-266; RIAM-
BAU, Esteve, “Vértigo torna a Barcelona” en Avui, 7 de Marzo de 1997.
Pág. 35.
41. RIAMBAU, Esteve, Op. Cit. Pág. 35.
42. CASTRO, José Luis, Op. Cit. Pág. 30. Nota 12.
43. TRIAS, Eugenio, “La implantación del mito” en El Mundo, 6 de Fe-
brero de 2000. Pág. 46.
44. WOOD, Robin, Op. Cit. Págs. 82 y 112-113.
45. HARRIS, Robert, LASKY, Michael, Op. Cit. Pág. 186.
46. VIDAL, Núria, “Uno de los 10 mejores filmes de la historia del cine”
en El Periódico, 27 de Marzo de 1990. Pág. 63.
47. EBERT, Roger, Las grandes películas. 100 películas imprescindibles
de la historia del cine, Barcelona, 2003. Pág. 136.
48. REDONDO, Ramón, “Vísperas de Vértigo” en Nickel Odeón, nº8
Otoño 1997. Págs. 162.
49. MARÍAS, Miguel, “Volver a sentir Vértigo” en Nickel Odeón, nº8
Otoño 1997. Págs. 260-266.
50. CASTRO, José Luis, Alfred Hitchcock, Madrid, 2000. Pág. 132.
51. CABRERA, Guillermo, “El bacilo de Hitchcock” en Arcadia todas las
noches, Madrid, 1995. Pág. 93-94.
52. ALBERICH, Enrique, Alfred Hitchcock. El poder de la imagen, Bar-
celona, 1987. Pág. 279.

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XIII. A TRAVÉS DEL LIENZO

Fernando Usón Forniés

Vértigo (1958) es la puerta grande del cine moderno: mu-


chos de los mejores directores de los sesenta en adelante en-
contraron y siguen encontrando en ella motivo de inspiración,
de reelaboración o de simple cita para alguna o varias de sus
obras más insignes: Fellini, Buñuel, Resnais, Marker, Berg-
man, Jerry Lewis, Tarkovsky, Delvaux, Lynch, Godard confor-
man la impresionante nómina (1). No es de extrañar. Vértigo
es una película imborrable, cuya inusitada potencia emocio-
nal corre pareja a su capacidad de innovación, su copiosa ela-
boración estética, su profundo discurso filosófico, su punzante
propuesta existencial. Es quizás el film más inagotable de la
historia, aquél que posibilita mayor número de aproximacio-
nes razonables y aquél que desafía al espectador con un car-
gamento emocional de mayor tonelaje. Si analizar cualquier
película de altura conlleva simplificación, cuando no una es-
pecie de mutilación, más lo hace, por tanto, en el caso de
Vértigo. Las líneas que siguen persiguen, desde la admira-
ción y la modestia, no, claro está, disecar una película in-
Alfred Hitchcock
abarcable, sino concentrarse e indagar en un terreno que ya
desbrozó Eugenio Trías en su ineludible y admirable estudio sobre la obra maestra de
las obras maestras: su relación con lo pictórico (2). Pues Vértigo es una de las pelícu-
las que de manera más brillante y productiva ha sabido utilizar recursos provenientes
de otras artes, especialmente la música y la pintura. Así, Vértigo es doblemente mu-
sical, en el sentido de que, por un lado, la excepcional partitura de Bernard Herrmann
ofrece una de las más complejas relaciones entre música e imagen que han existido
en cine, potenciando y ampliando el sentido y sentimiento del film, y por otro, la misma
estructura del guión, el propio montaje y distribución de los planos siguen pautas y rit-
mos más musicales que narrativos. Y si Vértigo es doblemente musical, también es do-
blemente pictórica: si por una parte, sus fascinantes
encuadres, elaborados como si de pinturas se tra-

1. En concreto, por La dolce vita (Federico Fellini,


1960), Viridiana (Luis Buñuel, 1961), el doblete
formado por El año pasado en Marienbad (L'année
derniére à Marienbad, Alain Resnais, 1961) y Te
amo, te amo (Je t'aime, je t'aime, Alain Resnais,
1968), La jetée (Chris Marker, 1962), Persona
(Ingmar Bergman, 1966), Tres en un sofá (Three
on a Couch, Jerry Lewis, 1967), Solaris (Andrei
Tarkovski, 1972), Belle (André Delvaux, 1973),
Carretera perdida (Lost highway, David Lynch,
1997) y Elogio del amor (Éloge de l'amour, Jean-
Luc Godard, 2001). Cabría añadir al mismo Hitch-
cock y Marnie (1964), amén de otros directores y
películas, cuyo resultado final resulta mucho más
discreto: Carlos Saura y Peppermint Frappé
(1967), Billy Wilder y La vida privada de Sherlock
Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes,
1970), Paul Verhoeven e Instinto básico (Basic ins-
ticnt, 1992), Barbet Schroeder y La virgen de los
sicarios (2000), etc. Bernard Hermann

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

tara, y su antológico uso del color, debido tanto a Hitchcock como a sus excepciona-
les colaboradores Robert Burks (en la fotografía) y Richard Mueller (como asesor de
color), permiten aproximarse al film en términos puramente estéticos, a la par que
crean sugerentes asociaciones, ideas y evocaciones, por otra parte, la película des-
arrolla un enriquecedor diálogo entre pintura y cine, y el mismo hecho pictórico apunta
con singular destreza a la entraña más íntima del film.

Antes de proseguir, debemos señalar que en Vértigo, no obstante, lo pictórico y lo cro-


mático apuntan a distintas categorías. En efecto, mientras lo pictórico es un tema, lo cro-
mático es un recurso. De hecho, la pintura representa e hilvana uno de los discursos
fundamentales de la película, la aproximación a lo ideal, y como tal tema, ya veremos
que viene apuntalado por diversos recursos cinematográficos, donde el color es rele-
vante, sí, pero no más que los movimientos de cámara, las escalas de los planos o el es-
pacio on y off. Tanto es así, que a partir de un momento determinado, la muerte de
Madeleine, se abandona el tema de lo pictórico para centrarse en otros de los varios
que vertebran esta ubérrima película y que dicho desarrollo tan sólo se recuperará en
un par de momentos, eso sí, cruciales, ya hacia el final del film. Por el contrario, la ela-
boración cromática, al tratarse de un recurso, una herramienta de sentido, como pue-
dan ser la música, los diálogos, la planificación, la orquestación de miradas, que sirven
a todo y cada uno de los temas que estructuran el film, continuará su andadura y la cons-
trucción de su discurso en la segunda parte, donde resulta tan fundamental como en la
primera. Así las cosas, agrupar ambas categorías, lo pictórico y lo cromático, viene a ser
tan descabellado como sumar tenedores y elefantes, pero no hemos resistido sucumbir
al tópico que las igualaría como conceptos provenientes de otra arte más antigua, y tra-
tarlas de forma más o menos pareja. No obstante, las líneas que siguen se concentra-
rán especialmente en lo pictórico, si bien aderezándolo con unas “pinceladas” de color.

Trías señalaba en Lo bello y lo siniestro que, cuando Scottie (James Stewart) sigue a
Madeleine (Kim Novak), desfila ante él una sucesión de cuadros. Estas imágenes, es-
táticas y cuidadosamente elaboradas, compositiva y cromáticamente, que se ofrecen
a la visión del acrófobo, poseen una cualidad eminentemente pictórica que está sa-
biamente ausente de los planos de las tres primeras secuencias del film… y a los mi
mos efectos, casi totalmente de la parte final correspondiente a Judy. Ahora bien, en la
tercera secuencia, la entrevista de Scottie con Gavin Elster en el despacho de este úl-
timo, ya se anuncia el carácter de lo que ha de seguir, no tanto por la composición de

2. Abordado en la tercera parte de su ensayo Lo bello y lo siniestro (Ed.


Seix-Barral, 1982): El abismo que sube y se desborda.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

los encuadres, que sigue esquemas ha-


bituales en el director inglés, sino por el
decorado del despacho, cuyas paredes
rebosan de cuadros del San Francisco de
los viejos tiempos, al menos uno de los
Portrait of Giovanna Tornabuoni, Domenico Ghirlandaio, 1488 (Fragmento)
cuales parece llamar poderosamente la
atención de Scottie (3). En efecto, si los ademanes y evoluciones de Elster tienen algo
de teatral, la abigarrada decoración apunta ya y quizás encamina a una serie de imá-
genes que, surgidas o sugeridas desde el papel o el lienzo, van a corporeizarse ante los
ojos de Scottie. De hecho, el género de los cuadros que se expondrán ante él, y por su
mediación ante el espectador, será fundamentalmente el del paisaje. ¿Desnudo? No
por cierto: aderezado, claro está, por una fascinante figura femenina, la de Madeleine,
que, minúscula, parece fundirse en ellos.

Ahora bien, el primer “cuadro cinematográfico” que aparece en la película no es pre-


cisamente un paisaje, sino un retrato, evidentemente de la etérea rubia, que es así
presentada a Scottie y al espectador. No podía ser menos, pues el carácter contem-
plativo de la primera parte de Vértigo podría empujar y empuja al paisaje, pero tiene
su origen en un poderoso sentimiento de amor y fascinación, de empatía y posesión
hacia la mujer deseada… o simplemente soñada. Otra peculiaridad de este primer
cuadro es que no se ofrece de manera tan evidente como los estáticos paisajes, como
colgados y enmarcados ante los ojos de Scottie, pues se llega a él no por corte neto,
sino tras un seguimiento de cámara a Madeleine; sólo que evidentemente su parada,
en busto y limpio perfil, resulta demasiado precisa para ser natural y no una pose, en
este caso a la manera de ciertos modelos de un Pinturicchio o un Ghirlandaio. Esta se
cuencia y este plano en particular son maravillosos por muchos motivos que lo dotan
del carácter de una auténtica epifanía (el crescendo de la lírica banda sonora de Her-

3. La imagen de un hombre observando una pintura no es nueva en el cine


de Hitchcock, como demuestran los policías de Sospecha (Suspicion, 1941)
o Pero, ¿quién mató a Harry? (The trouble with Harry, 1955), ejemplos que
revelan un sentido en cierto modo similar: si en las películas anteriores se
hace hincapié en la incapacidad de comprensión de los observadores, en
Vértigo, aunque se subraya la fascinación del personaje, finalmente se cons-
tata la misma incomprensión por parte de Scottie ante las verdaderas pro-
puestas de las “pinturas” contempladas.

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CARPETA 50 AÑOS CON VÉRTIGO 1958-2008

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Yellow, Red and Blue, Wassily Kandinsky

mann, el montaje paralelo entre las miradas fasci-


nadas de Scottie y las ambiguas de Madeleine, a las que George Tomasini imprime una
fricción abiertamente sensual…), pero el menor no es precisamente su sabia elabora-
ción cromática, donde los tres colores fundamentales de la película hacen triunfal apa-
rición conjunta, repartidos entre las paredes escarlata subido del restaurante Ernie’s y
el conjunto negro y verde esmeralda de la fascinante Madeleine. Brevemente, apunte-
mos que el verde, siempre asignado a Judy/Madeleine (con una única y significativa ex-
cepción), se relaciona en la película con la fascinación y la añoranza y que,
consecuentemente, invadirá todos los rincones de la segunda parte del film; que el rojo
podría asociarse a la pasión amorosa (no en patrimonio exclusivo de Madeleine: tam-
bién la terrenal y cotidiana Midge lo luce), pero no en menor grado a la idea de muerte
(las flores del cementerio, las que se agazapan bajo las secuoyas, el Golden Gate, la
tumba abierta con la que sueña Scottie reproduciendo el sueño de Madeleine…); y que
finalmente el negro, con su opacidad, es el color de, claro está, lo siniestro, concepto
hacia el que apunta gran parte de la película: no en vano en la última secuencia y cul-
minación del film el verde omnipresente cederá el puesto de honor, a decir verdad el
único que quede, al negro más tenebroso.

Tras esta digresión colorística, volvamos a Ernie’s para seguir con nuestro hilo. Ahora
que Scottie ya ha sido embrujado por la visión de la mujer, los designios de Elster y
los de Hitchcock van a ubicarla en entornos de belleza cotejable y, en apuesta deci-
didamente romántica, de atmósfera misteriosa, cuyas referencias compositivas, con
la importante complicidad de Burks, son precisamente los grandes paisajistas de la
pintura romántica y posterior (Friedrich, Innes, Corot…), aunque la elaboración cro-
mática, como no podía ser menos con el concurso de Mueller, esté más próxima en
ocasiones a ciertas tendencias postimpresionistas. Este último es el caso de la “pin-
tura” inaugural de una serie que va a ofrecerse a los ojos de Scottie, enclavada al co-
mienzo de su seguimiento de Madeleine, cuando el hombre la contempla en la
floristería comprando un ramillete. Hitchcock prepara la escena con gran sabiduría,
pues hace entrar a Madeleine por la puerta trasera del comercio, ubicada en un en-
torno, tanto exterior como interior, ocre y apagado, de manera que cuando Scottie
descubre a dónde ha ido realmente Madeleine, una cortinilla de apertura provoca una
exuberante explosión de color, servida por Mueller mediante una vivaz composición
(pariente cercana de las del primer Kandinsky) basada en rojos y amarillos (uno más,
junto al blanco y el gris, de los colores significativos de la película) y aderezada con

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

una pertinente mancha verde que


proporcionan unas cajas situadas en
el ángulo inferior izquierdo. El efecto
resulta tan anonadante como la pri-
mera aparición de Madeleine y, en
consecuencia, el universo pictórico
se apodera del ánimo del espectador
como una onda incontenible. Pero Las Meninas, Diego Velázquez
hay más: el contraplano ofrecido por
Hitchcock, ya señalado por Trías en su estudio, reúne el cuadro y su observador en
una única imagen, revelando así lo plano de la serena composición propuesta por Ma-
deleine (por Judy, por Elster, por Hitchcock) en un efecto distanciador no muy distinto
del que se efectúa en Las meninas de Velázquez. La diferencia estribaría no tanto en
la interpelación al espectador, defendible en ambas obras, sino en que, si el pintor se-
villano se inscribía en su cuadro como autor del mismo, aquí Scottie es un especta-
dor fascinado, pero ajeno a la pintura, cuyo mayor anhelo va a ser a partir de ahora
introducirse en el universo mítico que le propone el deambular de Madeleine.

El siguiente cuadro es más bien una sucesión de ellos que, aunque todavía no explicita
el deseo de Scottie de atravesar el lienzo, sí revela su anhelo de aproximarse, de tocar,
a la mujer deseada. Nos referimos a los distintos tableaux de Madeleine en el cemente-
rio donde está enterrada su supuesta antepasada. Aquí, sin embargo, Hitchcock con-
trapone cierta idea de la profundidad más típica del cine con la llaneza propia de la
pintura, pues Scottie va aproximándose a Madeleine, provocando la aparición de diver-
sos cuadros bajo la forma de contraplanos que van menguando la escala sobre la mujer,
desde un gran plano general eminentemente paisajístico hasta el plano medio donde la
esquiva se ofrece a los ojos del hombre en un nuevo perfil a la renacentista. La contra-
posición entre el desplazamiento tridimensional de Scottie y la sugerencia de la presen-
cia bidimensional de la mujer se subraya sutilmente mediante una flagrante abolición de
las leyes perspectivas reales, pues de principio a fin, independientemente de su posición
respecto de Scottie, la mujer mira hacia la derecha de cuadro. Esto coadyuva a la sen-
sación de pose, de figura, que desprende la peregrina, como si todos los contraplanos
falsamente subjetivos de Scottie se redujeran a una única composición de la que se
ofrecieran variantes (4). Aparte, la escena es bellísima por su ritmo, sostenido como un
largo musical, por la delicadeza de las elaboradas composiciones y, claro está, por la in-

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tensa y pertinente valoración cromá-


tica, en la que sobre un fondo domi-
nante de verde (los árboles y
arbustos, el famoso filtro con que
Hitchcock y Burks fotografiaron la se-
cuencia) se salpican, flores o lápidas o
contornos mediante, otros colores im-
portantes de la película, ora el amari-
llo, ora el rojo, ora el blanco, ora el
negro; todo ello mientras Scottie se
aproxima sensualmente hacia Made-
Raffaello Sanzio
leine. Sin embargo, todavía resulta
más genial que esta lírica de la pasión se encuentre estrechamente ligada al tema exis-
tencial del vértigo, pues el recorrido físico que Scottie efectúa para aproximarse a Ma-
deleine no es otro que el primer brazo de una espiral, cuyo centro, evidentemente, es
la mujer: el viaje a través del lienzo no es frontal, sino esquinado (5).

Tras este movimiento abiertamente poético, la pintura que sigue se aparece más con-
cisa y económica, e ilustra por primera vez el deseo de Scottie de adentrarse y poblar
ese universo ideal. Se trata del aparente plano de situación del museo de Bellas Artes
de San Francisco, de nuevo dominado por tonalidades verdes, plano en el que Scottie
entra ipso facto físicamente, pasando a formar parte del cuadro propuesto (6). No
obstante, este hecho ha de leerse como un deseo, no como una realización, pues aun-
que el hombre anhelante, en el interior del museo, llega a compartir “cuadro” con su

4. Ciertamente, tal y como dice el crítico y analista J. E. Tarnowski, Hitch-


cock era… el hombre que sabía demasiado.
5. La espiral, en efecto, es el icono del tema del vértigo, evidenciado por los
títulos de crédito diseñados por Saul Bass, pero, claro está, no limitado a
éstos: una espiral es el moño de Madeleine; una espiral recorre el coche de
Scottie por las calles de San Francisco; una espiral casi infinita forman los
anillos concéntricos de la secuoya abatida; una espiral es la escalera que
asciende al campanario…
6. Una elección nada accidental: Hitchcock evidenciaría el recurso en una es-
cena de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), en la que la fotografía del
Museo de Berlín se convierte en fotograma en el que penetra el Profesor
Armstrong. Curiosamente en ambos casos los protagonistas entran en sen-
dos museos.

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amada, por primera vez regidos por las mismas leyes perspectivas (que no se com-
partían en el plano del espejo de la floristería), la separación entre los dos es patente
por la profundidad de campo y porque Madeleine queda reencuadrada por las colum-
nas de entrada a la sala, mientras Scottie permanece fuera, en la penumbra, obser-
vante. La distancia se subraya en la continuación de esta famosa escena clave, donde
la pintura deja de ser metafórica, para afirmarse como real y literal: estamos en un
museo, el objeto frente a nosotros es un cuadro. Tras entrar en la sala donde Made-
leine está ensimismada, el detective enamorado relaciona partes del atuendo de la
mujer con las del cuadro de su antepasada: el ramillete, el moño. Si la cámara subje-
tiva obedece más a los deseos que a la percepción del hombre, el momento no puede
ser más explícito, pues la grúa de Hitchcock va desde las partes de la mujer hasta to-
parse con las correspondientes del cuadro: movimiento hacia delante, por tanto, deseo
de penetración en el universo que obsesiona a la amada, en la tela, no carente, claro
está, de connotaciones sexuales. Ahora bien, resulta que la percepción de la realidad
acaba remitiéndose a la de lo pintado: ejercicio peligroso, pues, como apuntaron Com-
pany y Sánchez-Biosca (7), lo que conlleva es la incapacidad de interpretar dicha re-
alidad, pues la pintura, al contrario que ella, no es tri, sino bidimensional. Es hora de
decir que, aunque sólo fuera por los adherentes mecanismos de identificación que des-
pliega Hitchcock, Scottie dobla al espectador y, por lo tanto, su anhelo por atravesar
el lienzo es equivalente al deseo del público por atravesar la pantalla de la película:
ambos desean introducirse en universos míticos más sabiamente articulados y bella-
mente dispuestos que su correspondiente realidad, más proclives por tanto, siquiera
sublimación mediante, a la consecución del deseo. Ahora bien, Hitchcock, con toda
sinceridad, no ocultará la otra cara de la moneda: estos universos ideales resultan ser
ficticios y falaces, y si empobrecen, por simplificación, la realidad, aún peor, nos des-
carrían para comprenderla y valorarla adecuadamente.

Para finalizar la primera serie, Hitchcock y Burks nos reservan un tenebroso caserón
a la Hopper en el que Madeleine entra. Aparte de redundar en la neblina verdosa do-
minante en esta parte de la película, este segmento aporta una novedad importante,
tanto más como que a ella se hará referencia en más de un momento del movimiento

7. “La imposible mirada”, Juan Miguel Company/Vicente Sánchez-Biosca,


Contracampo. Revista de cine, nº 38, Madrid, 1983. (Publicado en este nú-
mero de Shangri-La).

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

appassionato reservado a Judy: se


trata de la imagen de Madeleine
oteando desde el caserón. En ella,
gracias a los listones de la ventana,
la mujer aparece enmarcada por
primera vez de manera evidente,
asimilándose a esa Carlota que mi-
raba desafiante desde su retrato; House by the Railroad , Edward Hopper
una asimilación en la que Hitchcock
redundará un par de secuencias después al superponer por fundido encadenado al
cuadro de la difunta el perfil de la mujer viva, perfil renacentista que era el primer
cuadro “real” construido como tal por la puesta en escena de la película. Así pues, este
recorrido sugerente, de las flores al cementerio, de la tumba al retrato de Carlota, de
ésta a Madeleine reencuadrada, acaba por, quedamente, poner en evidencia la natu-
raleza de cuadro de la mujer, su irrealidad.

Tras esta primera tanda de pinturas, Hitchcock ofrece una tregua y una recapitulación
sobre lo contemplado, en la que Scottie vuelve a visitar a su amiga Midge y gracias a
ella y a un nuevo encuentro con Elster recaba información que dota de cierto sentido
a los cuadros que han desfilado ante él. Dicha información va a capacitar al detective
para amueblar con ideas el ambiguo universo por donde deambula Madeleine… para
dar un nuevo paso hacia el interior del lienzo. Al día siguiente Scottie efectúa otro se-
guimiento sobre la fugaz rubia y vuelve a repetirse el lugar del museo, donde los dos
transitan por un mismo cuadro, del pórtico del edificio, si bien consecutiva y no si-
multáneamente. Y justo después, se introduce una nueva pintura en la serie: nos re-
ferimos, por descontado, a la legendaria imagen de Madeleine paseando bajo el
Golden Gate. Aparte de incidir en la idea de la pasión soliviantada en el hombre, gra-
cias a la amplia mancha roja del puente (relacionada con las paredes escarlata de Er-
nie’s, la bata que poco después lucirá Madeleine y la puerta de entrada al apartamento
de Scottie, pero también, en otro sentido, con algunas flores del cementerio o con las
que forman un tapiz bajo las secuoyas), esta pintura va a introducir una novedad sus-
tancial: cuando Madeleine se arroje a la bahía, Scottie, al lanzarse a salvarla, se in-
troducirá impetuosamente en el cuadro, de manera mucho más contundente a como
hacía con aquél primero del museo, casi podríamos decir que, ahora, irreversible. Así,
por primera vez, pasará a formar parte del universo poético que se despliega ante él

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e incluso establecerá contacto físico con la efigie


idolatrada. Apuntemos brevemente que dicho con-
tacto viene coronado en la subsiguiente secuencia
en el apartamento del hombre por la armonización
de los dos colores “emotivos” de la película: el rojo
de la bata de Madeleine y el verde del jersey de
Scottie (idea de gran sugerencia: la fascinación es
recíproca, Scottie no es pues indiferente a
Judy/Madeleine)… aunque, eso sí, preludiados por
el alarmante amarillo chillón que suele anteceder a
los momentos de vértigo (al menos, desde que
Scottie se había encaramado a la escalerilla del
apartamento de Midge).

A partir de este punto de inflexión que comunica


los dos universos, el real con el ideal, las pinturas
propuestas por Hitchcock incidirán en la idea de
que Scottie ya se encuentra inmerso en el reino
pictórico de Madeleine, pues los dos, e incluso
Scottie en solitario, serán las figuras que pueblen
los paisajes ejecutados: la pareja en el bosque de
secuoyas, Scottie deambulando por la noche de
San Francisco, la pareja en las caballerizas… Hay
una excepción, pero redunda en la misma idea que
la pintura del Golden Gate: tras la visita al bosque
de secuoyas, Madeleine pasea junto a la costa; su
admirador la contempla como en un cuadro y, de
nuevo, vuelve a introducirse en él, junto a ella (8).

Ahora bien, este éxtasis pictórico no impedirá que


la puesta en escena acabe por dar un paso con-
tundente y radical, que tendrá lugar en la breve e
intensa escena de las caballerizas. Para empezar
la composición que prácticamente abre el seg-
mento efectúa un sutil y admirable desdobla-
miento, parejo al que tenía lugar en la secuencia
de la floristería: el espectador contempla la panta-
lla-cuadro, pero a su vez el hombre contempla al
cuadro-mujer, todo ello, ahora, en el mismo plano
general... como, ciertamente, sucedía también con
el cuadro del interior del museo. Sólo que hay una
pequeña, pero fundamental diferencia, pues mien-
tras en la imagen anterior tan sólo Madeleine es-
taba reencuadrada por unas columnas y Scottie se

8. El carácter de ambos momentos es idéntico, el


segundo acumula sobre el primero. En ambos
casos, se está a la orilla del mar; y si en el pri-
mero, la mujer se arroja inesperadamente al
agua, en el segundo, aunque no lo consume, a
Scottie le parece que pretende hacerlo: la idea de
la caída, del vértigo también, está presente en las
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 dos secuencias.

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encontraba fuera del marco, en ésta ambos apa-


recen limitados por el quicio de las caballerizas.
Tanto es así, que Scottie, de manera aparente-
mente artificial, se yergue inmóvil a cierta distan-
cia de Madeleine, y sólo al cabo de un instante se
pone en movimiento y se acerca a ella, como in-
troduciéndose en la pintura de dentro de la pintura,
penetrando, si cabe todavía más, en esa pantalla
fascinante. Hitchcock, sin embargo, no se con-
forma y va más allá: en un maravilloso plano,
nunca, que sepamos, suficientemente alabado, nos
mostrará, desde el punto de vista de Scottie, a Ma-
deleine absorta en sus pensamientos, recortada a
la izquierda de cuadro su silueta negra sobre el
fondo verdoso del parquecillo de la misión. El
efecto es extraordinario, y no sólo por la fascinante
irrealidad que Burks imprime al momento, pues lo
que Hitchcock nos ofrece, por primera y única vez,
es el contracampo de uno de los cuadros que se
exhiben ante el hombre deseante, en concreto,
claro, del que abría la secuencia. Es decir, la cá-
mara, acompañando a Scottie, ha atravesado el
lienzo, se ha plantado dentro de él y vislumbra el
exterior con la silueta interpuesta de la sacerdo-
tisa. Todavía más: si Scottie contempla embele-
sado a Madeleine, ésta lo ignora y pierde la mirada
en la lejanía, hacia el exterior de su cuadro, anhe-
lante por salir del lugar que alguien invisible (Els-
ter, Hitchcock) le ha asignado. Se establece por
tanto un pulso entre el hombre y la mujer, entre
permanecer dentro y escapar fuera, pulso reflejado
de manera magistral un par de planos después por
la mirada extraviada de la rubia mientras su ena-
morado la besa, requiriéndola para sí. Scottie (y
con él el espectador) ha entrado pues en la
trampa, mejor dicho el trampantojo, pero
Judy/Madeleine pugna por salir de la red que ella
misma ha contribuido a tender… aunque eso signi-
fique que luego se enrede en la reservada para
ella: el campanario.

La última composición pictórica evidente del film


tiene lugar poco después, cuando ya Madeleine ha
caído desde lo alto de la aciaga torre. Se trata de
ese gran plano general picado, cósmico, en que, a
la vez que se rescata el cadáver de Madeleine,
Scottie sale de la iglesia y se escabulle (9). El mo-
mento es extraordinario; mejor, genial. Para em-
pezar, se muestran dos acciones de suma
importancia, para la trama y para el discurso, a la
vez (Madeleine muere, Scottie huye). Para seguir,
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

es notable que esta nueva pintura abandone los modelos románticos e impresionis-
tas y los filtros fotográficos de atmósfera misteriosa que eran la tónica de las ante-
riores, para concentrarse en una iluminación solar y agresiva y en la mera geometría,
tanto a la manera cubista (la nave rectangular de la iglesia, el bloque monolítico de
la torre, abrumadoramente presente, seccionando el encuadre en vertical por la
mitad) como a la de Mondrian (los centros de atención son minúsculos en relación al
tamaño total del lienzo, separados por recias líneas y en celdas aisladas). Y final y más
significativamente para nuestros objetivos, no deja de ser revelador que la huida de
Scottie sea desapareciendo tras los muros de la iglesia y no, como podría haberse es-
perado, saliendo del cuadro por uno de sus límites. ¿A qué se debe esta opción? Sen-
cillamente, a que nuestro hombre ha conseguido introducirse en el lienzo, sí, ese
mundo plano donde, por relación a la llamada realidad, se pierde un grado de liber-
tad (esa libertad a la que se hace referencia en el film en momentos cruciales), pero
con tanto éxito, que ya se verá incapacitado para salir de él, que la traumática muerte
de la mujer amada lo enredará en una maraña de recuerdo, culpa y nostalgia. En re-
sumidas cuentas, Scottie ya no escapará de la pintura, vivirá ajeno al mundo de los
demás, prisionero en el universo que con tanto ahínco luchó por hollar y que tan ar-
teramente burló sus esperanzas… Al menos no escapará de momento.

A partir de la muerte de la mujer ideal, Vértigo abandona ya su exposición de cuadros.


La ordenación pictórica de la realidad, de manera harto sabia, aparece y desaparece
con el personaje de Madeleine. Habrá, no obstante, unas contadas excepciones que,
aunque no hacen del encuadre un cuadro, sí hacen referencia a la pintura de manera
más o menos evidente: son las que acaban de redondear el sentido de ciertas pro-
puestas del film. Una de ellas es la primera aparición de Judy, que recupera dos de las
ideas del primer seguimiento de Scottie hacia Madeleine: la mujer ofrecida en perfil re-
nacentista y la mujer reencuadrada por la ventana de un hotel. Ello evidentemente re-
dunda, tanto en la impresión del espectador como en el anhelo de Scottie, en el hecho

9. Hitchcock utilizaría un plano igualmente avasallador en Con la muerte en


los talones (North by Northwest, 1959), cuando Roger Thornhill abandona
el edificio de las Naciones Unidas.

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de que ambas mujeres son en realidad la misma…


pero también hace más patético el personaje de
Judy, la cual, aun cuando parece vivir su vida, sigue
en el fondo las pautas que le marcó previamente
un demiurgo invisible. Los paralelismos se acen-
túan, pues, si la estola que lucía Madeleine en su
primera manifestación era verde, de un verde de-
lator es el vestido, más vulgar, de Judy. Tanto es
así, que la mujer, en su subsiguiente cita con Scot-
tie, decide llevar un vestido en el extremo opuesto
de la gama cromática: lila. Este color, aunque de
aparición puntual, es extremadamente importante
en la película, pues, al contraponerlo al verde (mo-
rado y verde, una combinación muy querida por
Mueller) revela a una Judy que desea desespera-
damente ocultar su anterior identidad. Esta idea al-
canzará su cénit en un momento de poética tan
sencilla como genial, ese plano en el que Judy, tras
la cita con Scottie, habla con él sentada junto a la
ventana de su habitación, de nuevo retratada en
perfil. Ahí, en una composición de ejecución fauve
basada simplemente en el verde del neón que se
cuela por la ventana y tiñe las cortinas, el negro de
la silueta de la joven y el morado del vestido que
asoma por debajo, se revela la lacerante contradic-
ción entre la realidad de la mujer, inédita hasta
ahora para el protagonista masculino, con la per-
cepción que de ella tiene Scottie, siempre ofuscada
por las verdosas neblinas del pasado.

De hecho, mientras el rojo tendía a dominar la pri-


mera parte de la película, o al menos a equipa-
rarse, el verde se adueña de la segunda, ya desde
el momento en que aparece Judy, hasta la escena
cumbre en que la pareja se entrega al amor. Esta
notable inversión de color consigue su expresión
más bella y admirable en el preludio de la espera
impaciente de Scottie a la llegada de Judy, vestida
y maquillada como Madeleine, pues si en el colo-
rido plano de la floristería sobre un dominante de
rojos y amarillos resaltaban unas cajas verdes, en
la habitación de Judy, al contrario y redundando en
el desplazamiento efectuado del rojo pasional o
mortuorio al verde melancólico o espectral, sobre
una habitación teñida de un verde onírico se des-
tacan las manchas amarillas y rojas de unas
cajas… que seguramente contienen ropa o com-
plementos comprados para Judy por Scottie.

Así que la elaboración cromática del film ha prose-


guido su deslumbrante camino, mientras el discurso
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pictórico ha quedado en suspenso… no por mucho


tiempo. Si Trías señalaba acertadamente que Scot-
tie desea que Madeleine, o equivalentemente Car-
lota, se anime y salga del cuadro, ya hemos
constatado que igualmente el hombre anhela intro-
ducirse en el universo pictórico comandado en apa-
riencia por la señorial mujer: lo primero apuntaría a
la resurrección del cuerpo desaparecido de, primero,
Carlota y, luego, de Madeleine; lo segundo, a la can-
celación de las leyes físicas y temporales y a la de-
finitiva inmersión de Scottie en un lugar y tiempo
míticos, en la arcadia del arte y del pasado. En Vér-
tigo el viaje a través del lienzo es pues, en ambos
sentidos, hacia afuera y hacia adentro (al igual que
el recorrido de la torre: se asciende a ella o se pre-
cipita desde ella), y ambos trayectos alcanzan su mi-
lagrosa meta en el momento cumbre del film, quizás
el más intenso que haya ofrecido el cine entero: la
consumación de la relación entre Scottie y Madeleine
encarnada en Judy. Aquí se recupera y retoma, con
una discreción que no anula su singular potencia, el
concepto de lo pictórico, pues, en efecto, la joven,
saliendo del baño, parece surgir del cuadro propor-
cionado por el marco de la puerta, efecto acrecen-
tado por la nube verde que se adhiere en torno a
ese marco y que Judy, anhelante como nunca se
mostró Madeleine, debe atravesar para llegar hasta
Scottie. Por su parte, el hombre, en el abrazo que
consuma la aceptación de esta nueva Madeleine re-
diviva, glosada en un justamente celebrado trave-
lling circular (o espiral), confunde los tiempos y lía
los lugares, el presente con el pasado, la habitación
de Judy con las caballerizas donde compartió “pin-
tura” con Madeleine viva por última vez.

Lo que se glosa en esta secuencia memorable, donde


los espacios y los tiempos se han igualado y confun-
dido, no es pues otra cosa que la consumación de
dos milagros, el triunfo de lo imposible: la resurrec-
ción de los cuerpos, la penetración en el tiempo. Pero
semejante éxtasis resulta imposible de sostener, por
lo que la vuelta a la realidad no ha de hacerse espe-
rar. Así, sin ninguna otra secuencia que medie por en
medio, Vértigo pasa a deshacer el hechizo y mostrar
la tramoya, el descubrimiento por parte de Scottie
de la realidad fraudulenta de Madeleine. Para ello se
recupera una vez más la noción de lo pictórico, pues
en un lampo, un flash que difícilmente es flash-back,
se ofrece un nuevo inserto del cuadro de Carlota,
esta vez seleccionando el medallón delator, y se efec-
túa un nuevo travelling, sólo que de sentido inverso
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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a aquéllos que en la escena del museo iban a topar


con la superficie del lienzo, un travelling, pues, de
retroceso que acaba reencuadrando en una única
imagen a la modelo y la imitadora. Movimiento hacia
atrás desde el cuadro que evidentemente indica la
salida de Scottie del mundo pictórico donde se había
sumergido con vehemencia, su recuperación de la
tercera dimensión, su conquista definitiva de esa li-
bertad a la que tantas veces, en segundo término,
parece aspirarse en el film.

Con este brochazo genial Hitchcock clausura su dis-


curso sobre lo pictórico… pero todavía queda un
trecho hasta que nos ofrezca su conclusión defini-
tiva. En la última secuencia, si musicalmente se re-
cuperan muchos de los temas anteriores, si con el
diálogo se hace referencia a numerosas situaciones
ya vividas, cromáticamente se desemboca en la
austeridad total. Es lógico, pues si Scottie ha con-
seguido escapar del sortilegio tendido por Made-
leine/Judy, el verde omnipresente en la segunda
parte de la película ha de esfumarse por completo;
y es ineludible, pues si la película acaba por propo-
nernos un trayecto a lo esencial, el resto de los co-
lores, rojos, lilas o amarillos, tampoco ha lugar en
esta etapa. Sin embargo, lo esencial en Vértigo no
es luminoso o ascético, como, pongamos, en Ger-
trud (1964) de Dreyer, por lo que el blanco cegador
que caracteriza el final de esta otra obra capital del
cine en nuestro film se reduce a algunos brochazos
azulados por el resplandor lunar de la noche. No, en
el final de Vértigo, quizás el más descorazonador
(¿sincero?) que el cine haya ofrecido, sólo tienen
cabida los negros impenetrables de la noche, de los
lugares en sombra, de los rincones acechantes, de
las vestimentas como de luto de Judy y Scottie.
Sólo ellos pueden pintar un fin tenebroso y sinies-
tro, fatídico e infernal: el del vacío absoluto.

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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XIV. DE MAREOS, DESMAYOS, GIROS Y DESCONCIERTOS

Mario Vitale

“¿Por qué corres?”


Madeleine a Scottie

“¿Qué es lo que hace a un hombre vagar?


¿Qué es lo que le hace ir errante?”
Canción de los títulos de crédito iniciales
de
The Searchers (Centauros del desierto,
John Ford, 1956)

Vértigo, película de Alfred Hitchcock de


1958, contiene, arrastra y expande su pro-
Centauros del desierto, John Ford, 1956 pia mítica. Que en el momento de su es-
treno fuera un fracaso, obligando a su
realizador a virar por caminos no menos
personales, pero sí más transitables para
la receptividad del espectador (me refiero a
tres éxitos indiscutibles como Con la
muerte en los talones [North by Northwest,
1959], Psicosis [Psycho, 1960] y Los pája-
ros [The birds, 1963]) (1) no deja de tener
su lógica. Las enormes dotes de Hitchcock
como narrador, combinando tramas mu-
chas veces inverosímiles con un perfecto
andamiaje controlado de manera milimé-
trica para poder subyugar al espectador,

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 desemboca en un verdadero disfrute para


éste, pues la lógica hitchcockiana se trans-
forma en pura emoción al combinarse admirablemente el humor, la angustia, el amor,
es decir, los ingredientes con los que Hitchcock se ha colocado como uno de los más
grandes autores del Cine. Pensemos en títulos como Rebeca (Rebecca, 1940), Enca-
denados (Notorious, 1946), Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951) o La
ventana indiscreta (Rear Window, 1954). ¿Entonces por qué Vértigo? Quizás tenga-
mos una respuesta en un comentario de un gran admirador de la película, Paul Schra-
der: “El gran americano medio no me atrae –Capra, Cukor, el Ford convencional. Sólo
me atrae el Ford loco: Centauros del desierto, su mitad Ethan Edwards, que me en-
canta. Solamente el lado Vértigo de Hitchcock, su lado loco.” (Entrevista realizada por
Richard Thompson y publicada en marzo de 1976 en la revista Film Comment).

No puedo compartir semejante opinión sobre la obra de Capra, Cukor y Ford, pero sí
comprender por qué se expresa. Si al igual que Hitchcock, Ford tiene una impresio

1. Aunque estas dos últimas fuesen novedades absolutas no sólo en su cine,


si no en el cine en general, y produjeran un fuerte impacto en el especta-
dor, descolocándolo a la vez que lo fascinaba.

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 Centauros del desierto, John Ford, 1956

nante cordillera de obras maestras, ¿por qué Centauros del desierto? Comparte con
Vértigo la emoción, el dolor, la búsqueda, el rescate, en definitiva, la locura. Tanto Vér-
tigo como Centauros del desierto son progresivas incursiones en la locura, atormen-
tados viajes interiores que no encontramos en sublimes obras como Fort Apache
(1948) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance,
1962), aunque sí en Siete mujeres (Seven Women, 1966), pero de otra índole (2). Y
lo mismo vale para La ventana indiscreta o Falso culpable (The Wrong Man, 1956),
aunque ésta sí indaga en la locura, pero también en otra dirección –como veremos
más adelante, lo mismo que Psicosis y Los pájaros. Cuando al final de Vértigo y Cen-
tauros del desierto, Scottie alza los brazos y Ethan los recoge (gestos que se clavan
en la mirada del espectador y que son soberbios apuntes tanto de dirección como de
interpretación, como la sentida evocación de Harry Carey por parte de John Wayne),
cuando respectivamente los encogían y alzaban a lo largo de toda la película, el es-
pectador tiene plena conciencia de que esa obsesión ha terminado, pero no su vaga-
bundeo. Ambos personajes, incurables solitarios, desconfiados y egoístas, reciben
apoyo de incómodos colaboradores que no les entienden (los personajes de Barbara
Bel Geddes y Jeffrey Hunter) y nutren su búsqueda y rescate –de los indios, de la fa-
talidad o de la muerte- con un febril traspaso de posesiones imposibles (los persona-
jes de Martha/Debbie en Centauros del desierto, y los de Madeleine/Judy en Vértigo).
El Mal recibe en ambas un desdoblamiento curioso: Ethan, como se ha dicho infini-
dad de veces, es el reflejo y prolongación de Scar, su odiado enemigo, pero su rela-
ción es claramente simbiótica, abasteciéndose mutuamente de la fortaleza del otro y
del afán que ambos tienen de poseer y conquistar, compartido con la necesidad que
experimentan de replegarse (Scar por ser indio, Ethan por haber perdido la guerra y
carecer de ataduras). Por su parte, el Mal de Vértigo está teóricamente personificado
en Gavin Elster, pero el espectador, sobre todo a partir de una segunda visión de la
película, lo percibe como un demiurgo que se sirve de la(s) debilidad(es) de Scottie:
el vértigo, por supuesto, pero también su carácter ensimismado y taciturno o, en de-
finitiva, su soledad. Y aquí entraríamos en otro tema que me atrevo a considerar in-
augural: si la soledad de sus personajes y su complejo itinerario han calado tanto en

2. Siete mujeres habla de dos tipos de locura, el fanatismo religioso y el sal-


vajismo primitivo y destructor. El primero anquilosa, el segundo aniquila. En
medio, la sacrificada ética de uno de los personajes más fascinantes y com-
plejos del cine norteamericano: la Dra. D. R. Cartwright (Anne Bancroft).

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nosotros (¿cuántos presuntos Scotties y Ethans hay


desperdigados en el cine desde los años 60?) segura-
mente es debido a que encarnan mejor que nadie esa
épica del desasosiego que los hace tan singulares y mo-
dernos, dignos de ser comparados, como se ha dicho y
escrito en numerosas ocasiones, con los mitos de Ulises
y Orfeo, y a los que se les puede adjudicar ese dicho de
Eurípides con que Sam Fuller encabezó su Corredor sin
retorno (Shock Corridor, 1963): “A quienes los dioses
desean destruir, primero le vuelven loco”. Es esa cons-
tante búsqueda, que deviene en la vertiginosa figura
del rondó que Douglas Sirk le comentaba a Antonio
Drove (3), es necesario enfrentarse o rechazar cual-
quier idea de lo comunitario, y esto para el escéptico y
cínico espectador de finales del siglo XX le ha parecido
siempre más atractivo reconocerse en la singladura de
un personaje que en una idea de comunidad en la que
ya no cree. No hay salida ni para Scottie ni para Ethan,
tampoco para nosotros.

Vértigo ha sido analizada desde el primer plano, con los


créditos de Saul Bass y la música de Bernard Herrmann,
hasta el último. Se han desarrollado las más diversas
interpretaciones y visiones: surrealistas, fantásticas,
psicoanalíticas, románticas, literarias, pictóricas, musi-
cales, filosóficas, y también las propias que rodearon la
realización de la película, las obsesiones del propio
Hitchcock y la consideración de obra particularmente personal del director. Tanto es
así que siendo entre otras cosas un film sobre sucesivas puestas en escena, que in-
cluiría la de Hitchcock sobre la película, la de Galvin sobre Scottie, la interiorizada de
Scottie sobre Madeleine, la de ésta sobre Scottie, la del pigmalión de Scottie sobre
Judy…, habría que añadir la de los autores de la novela, Pierre Boileau y Thomas Nar-
cejac, que, al parecer, diseñaron una trama a sabiendas de los gustos de Hitchcock.
No obstante, ¿por qué no iniciar un análisis no ya desde el primer plano, sino desde
el mismo título de la película, que en una sola palabra se basta para aglutinar varias
de las ideas motrices de todo el cine de Hitchcock? Creo que, como ningún otro, este
título podría encajar perfectamente en muchas otras películas de Hitchcock, puesto
que el carácter polisémico del término vértigo abarca una considerable cantidad de
sus mejores obras, repletas de imágenes, personajes y situaciones que contienen y
desarrollan algo parecido al vértigo.

Si echamos un vistazo a los treinta largometrajes de la etapa americana, que es donde


está enclavada Vértigo, nos encontraremos con frecuencia con la imagen de la caída

3. “Muchas de mis películas empiezan con una especie de situación compli-


cada que está clamando por una solución y el final da una solución que es
'feliz', en la que todo parece arreglado, pero todo ha vuelto a su antiguo es-
tado de cosas, algo que en realidad es un final infeliz; el círculo del rondó
es un círculo diabólico, no hay escapatoria. El rondó es realmente algo ho-
rrible ya que la gente se ve forzada a volver a su propia infelicidad después
de haber tratado de escapar de ella.” (Antonio Drove, Tiempo de vivir,
tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk. Filmoteca Regional de
Murcia, 1994).

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al vacío, sea real, soñada o imaginada, voluntaria


o forzada, desde ventanas, escaleras, puentes,
monumentos, acantilados y/o automóviles. Este
tipo de situaciones, que podemos ver tanto en Sos-
pecha (Suspicion, 1941) como en Con la muerte
en los talones, tanto en Sabotaje (Saboteur, 1942)
como en La trama (Family Plot, 1976) o en Psico-
sis, responden a la idea más generalizada del tér-
mino vértigo: “Sensación de pérdida del equilibrio
o de falta de base de sustentación, o bien de que
gira el propio sujeto o las cosas que le rodean, que

Sábotaje, Alfred Hitchcock, 1942 se padece, por ejemplo, al encontrarse a gran al-
tura o asomarse a un precipicio, o después de dar
vueltas. Marearse.” (4) Pero semejante término
tiene más alcance, sobre todo cuando, convenien-
temente trasladado a una imagen, es capaz de so-
brepasar y transmitir al espectador significados y
sensaciones que trascienden esa idea inicial de
caída al vacío. El diccionario sigue diciendo sobre
vértigo: “Esa misma sensación motivada por causa
interna, que acaba a veces en desmayo. Mareo.”
No es muy difícil acordarse al respecto de títulos
como Encadenados, Falso culpable y El hombre
que sabía demasiado (The Man Who Knew Too
Encadenados, Alfred Hitchcock, 1946 Much, 1956). Si continuamos leyendo, una tercera
acepción dice: “Se aplica a una actividad extraor-
dinaria que se despliega por alguien o en algún
sitio.” ¿Por qué no pensar en La sombra de una
duda (Shadow of a Doubt, 1943)? Pero todavía es-
pecifica más el diccionario cuando añade por
cuarta vez: “Actividad intensísima de cierta clase
en que alguien se sume o por la que es arrastrado.”
Aquí podemos englobar, y para no repetir títulos
citados, a Los pájaros, Cortina rasgada (Torn Cur-
tain, 1966) y Topaz (1969). ¿Por qué no pensar en
Naúfragos (Lifeboat, 1943) o Frenesí (Frenzy,
1972), para ilustrar el quinto significado: “Pérdida
momentánea del dominio de sí mismo, que puede
Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock, 1959
conducir a un acto de violencia. Arrebato.”? Y al fin,
un último significado: “Mareo producido por una
impresión muy fuerte.” A destacar cintas como
Marnie, la ladrona (Marnie, 1964) o Extraños en un
tren.

Muchos de estos títulos son fácilmente intercam-


biables o pueden repetirse en los diversos signifi-

4. Según definición del MARÍA MOLINER. Diccio-


nario de uso del español. Ed. Gredos, 1998. Se-
gunda edición y quinta reimpresión. En los
sucesivos y restantes significados siempre se re-
Marnie, Alfred Hitchcock, 1964 curre a este diccionario.

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cados a los que se ha aludido, dejando patente no sólo la presencia y persistencia de


lo vertiginoso en la obra hitchcockiana, sino de su utilización y significación profun-
das, que comienza con los numerosos desmayos que pueblan la filmografía de Hitch-
cock, yendo de Joan Fontaine en esa espléndida historia de amour fou malograda que
es Sospecha a Ingrid Bergman en Encadenados, que juega de manera cruel con el
equívoco de parecer una borrachera lo que en el fondo es un envenenamiento, o de
las desmayadas muertes que se recrean en la manera en que está filmada la de Louis
Bernard (Daniel Gélin) en El hombre que sabía demasiado, impecable visualización
que une desenmascaramiento, confesión e implicación, o la de Juanita de Córdoba
(Karin Dor) en Topaz, en el que un plano cenital constituye una de las mejores de-
claraciones de lealtad al amor traicionado que se han filmado. El desarrollo y alcance
del concepto de esta vertiginosidad lleva aparejado como ningún otro el empleo del
tiempo, y con él uno de los temas básicos del cine de Hitchcock: el peso del pasado.
Un peso que muy bien podemos representarnos como un movimiento de rotación, un
giro de la memoria que, gracias a la puesta en escena de Hitchcock y a la calidad de
sus intérpretes, no es necesario plasmar sobrecargando la narración de flashbacks.
Hay varios ejemplos al respecto, pero conviene señalar que Hitchcock comenzó su
carrera americana con una soberbia plasmación del traspaso de lo vertiginoso, o del
peso de la memoria. Rebeca comienza con una evocación, una voz en off que dice:
“Anoche soñé que volvía a Manderley…”, para en la siguiente secuencia, ya instalados
en el pasado, ilustrar la primera imagen vertiginosa de Hitchcock en el cine americano,
a la que más tarde seguirá otra, fruto de la primera.

Esta idea de traspaso ya no volverá a ser tan explí-


cita -aunque ahora motivada por causas internas,
como decía el diccionario- hasta Falso culpable, la
película anterior a Vértigo, donde el característico
equívoco hitchcockiano acaba fulminando un matri-
monio que ve resquebrajarse su pequeño mundo.
Christopher Emmanuel Balestero (Henry Fonda) es
acusado de robo injustamente y encerrado en una
celda. Hitchcock gira su cámara delante del rostro
desesperado de Balestero nada más entrar en la
celda. Un primer signo de lo vertiginoso que Bales-
tero superará poco a poco, aunque no su mujer
Rebeca, Alfred Hitchcock, 1942 (Vera Miles) (5), que, de manera inversa y gradual
toma el relevo de lo vertiginoso al verse desbordada
por la situación hasta el punto de requerir asistencia
psiquiátrica.

5. Se hace necesario referir que fue esta actriz la


primera elegida por Hitchcock para el doble papel de
Madeleine/Judy, intervención que se frustró con el
embarazo de la actriz. No es casualidad, al hilo de la
comparación anterior entre Centauros del desierto y
Vértigo, que Vera Miles esté presente nada menos
que en cuatro películas tan indispensables como,
además de las mencionadas, Psicosis y El hombre
que mató a Liberty Valance, además de alguna de-
terminante colaboración televisiva con el propio
Hitchcock, como “Revenge” (Venganza), que se emi-
tió en octubre de 1955, en el que su personaje es un
clara prefiguración de Josephine Balestero en Falso
Rebeca, Alfred Hitchcock, 1942 culpable.

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Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957 Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957

Es precisamente el penúltimo plano de Falso culpable, el que Vértigo reproduce con


exactitud tras el suicidio de Madeleine y el subsiguiente shock de Scottie: el pasillo de
una institución mental, un espacio que atraviesa un personaje –el Sr. Balestero en
Falso culpable, Midge en Vértigo– percatándose de su impotencia para traspasar o re-
cuperar del abismo a la persona amada. En ese encuadre ambos personajes se alejan
de espaldas al espectador, transmitiendo una inequívoca sensación de despedida. (6)

En Vértigo se produce otro gran traspaso de lo vertiginoso en la obra de Hitchcock,


una estremecedora evolución que cierra el círculo de representaciones y sentimien-
tos con la muerte, esta vez real. Hitchcock filma hasta cuatro veces el plano subje-
tivo de una mirada e instala a su observador en un lugar bajo el que no hay apoyo
alguno, la zona del vértigo. Ese plano consiste en un perfil ante el que abismarse,
aquél cuya silueta produce hechizo (en el restaurante), sorpresa (en la calle), reco-
nocimiento (en el hotel) o temor (en el automóvil), y que surge con acongojante poder
revelador. Como bien se encarga de señalar Chris Marker, hay dos perfiles simétricos

6. De hecho, es la última aparición de Midge en Vértigo, y en Falso culpable


supone la despedida de la historia, de todos los personajes, aunque un tran-
quilizador cartel nos informe de un desenlace reparador que poco tiene que
ver con el tono del resto de la historia.

Falso culpable, Alfred Hitchcock, 1957 Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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(7) que empujan a Scottie hacia el enamoramiento


primero, y la locura después. No obstante, no hay
que olvidar que el mecanismo de suspense de la
película se reservaba para la llegada de dos mo-
mentos: el conocimiento de Scottie de haber sido
objeto de una trampa y -creo que es aquí cuando
podemos hablar de traspaso de lo vertiginoso- el
conocimiento de Judy, transformada por Scottie en
Madeleine, de que éste se ha dado cuenta del en-
gaño y de que ya no va a ser posible creerse como
Madeleine ni vivirse como Judy.

Este plano de Scottie es, seguramente, uno de los


más trágicos del cine, puesto que hace añicos toda
la serie de creencias y vivencias que los tres per-
sonajes (Scottie, Madeleine y Judy) habían
(sobre)vivido (8). Mirada y perfil que Hitchcock ya
había filmado tres lustros atrás en otro relato de
resquebrajamiento de una figura que se creía im-
pecable, otra película donde la mirada al pasado va
de la nostalgia y la alegría, al nihilismo y el dolor,
La sombra de una duda.

Es significativo que tratándose del tema de la caída


Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 en su más amplia gama de significados (recorde-
mos que en inglés enamorarse es falling in love),
Vértigo empiece y acabe a muchos metros por en-
cima del suelo, en las alturas, lo que refuerza el
carácter aéreo de la película. El movimiento rota-
tivo del que antes hablábamos engloba a la ciudad
de San Francisco tanto como a la mente de su pro-

7. Chris Marker: "A free replay, (notas sobre Vér-


tigo)", texto incluido en esta carpeta y traducido
por Max Caution y María Papamichaeli. Marker
habla de los perfiles que Scottie ve al principio de
la película en el restaurante –plano de una inten-
sidad romántica inigualable, porque más que
verlo, Scottie lo percibe, ya que él está práctica-
mente de espaldas– y mucho más tarde cuando,
después de cenar con Judy, la deja en la habita-
ción del hotel y le ruega una cita más mientras ob-
serva, esta vez frontalmente, su perfil a contraluz.
Pero Marker olvida otro que está en medio de
ambos: cuando ve a Judy por primera vez en la
calle y ésta se detiene para despedirse de unas
amigas.
8. Hitchcock tiene buen cuidado en reservarlo casi
para el final: Scottie hace dos viajes a la misión de
San Juan Bautista. En el primero, de carácter es-
peranzador y reparador, hay frontalidad en los
rostros de Scottie y Madeleine. En el segundo con
Scottie y la nueva Madeleine, de signo desespe-
rado y restaurador, comparte algunos planos idén-
ticos al primero -el plano inicial de la carretera, la
frontalidad de los viajeros al principio, los árboles-
pero la inclusión del perfil de Scottie observado
por Judy es la más clara evidencia de lo trágico de
La sombra de una duda, Alfred Hitchcock, 1943 este segundo viaje.

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San Francisco, 1906

tagonista, articulando la película como una verdadera road movie circular: las calles
de San Francisco y sus alrededores (los bosques y la misión española de San Juan
Bautista). Esta idea de itinerario está plasmada, por supuesto, por la presencia de los
coches de Scottie y Madeleine, en la primera parte, y por el de Scottie en la segunda.
Pero antes de comenzar una y otra Hitchcock impone inequívocamente la presencia
de la ciudad donde esos itinerarios se van a desarrollar: una enorme panorámica noc-
turna de izquierda a derecha, realizada encima de las azoteas, muestra una persecu-
ción donde se ven implicadas tres personas, pero también permite apreciar la bahía
de San Francisco y el famoso Golden Gate, donde más tarde se desarrollará una im-
portante secuencia. El comienzo de la segunda parte se abre con otra panorámica de
signo opuesto, diurna y de derecha a izquierda, mostrando parte de la ciudad, con la
bahía al fondo. Hitchcock tendía a utilizar los aspectos más conocidos de los entornos
donde situaba sus tramas: la Estatua de la Libertad (Sabotaje), el Monte Rushmore
(Con la muerte en los talones), el Tower Bridge londinense (Frenesí). Vértigo no es
una excepción, y ya desde el principio la identificación con la ciudad es total. La ori-
ginalidad por tanto no reside en su identificación, sino en su asociación con la trama.

En el grupo de películas que Hitchcock hizo con James Stewart (9) la ciudad como es-
cenario juega un papel muy interesante. Dos de ellas, La soga (Rope, 1948) y La ven-
tana indiscreta transcurren completamente en interiores, lo que relega a la ciudad a
ser una silueta, un eco o un trozo de esquina como mucho. En ésta última, los res-
coldos de la vida urbana se miniaturizan en los integrantes de la colmena que L. B.
Jefferies (James Stewart) espía tranquilamente desde su ventana trasera, como se-
ñala el título original de la película (10). La soga supuso un experimento que agradó
mucho a Hitchcock: la filmación en un solo plano conllevó un desafío técnico impre-
sionante, a la vez que confería a la minúscula trama el grado de abstracción necesa-

9. No me atrevo a calificarlo de ciclo porque me temo que Hitchcock o sus


productores no tenían ese objetivo, siempre pendiente de imponderables y
de la disponibilidad de James Stewart, que era, además de uno de los más
grandes actores de Hollywood, una de las estrellas con mejor currículum de
la historia.

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ria para mezclar, con ironía al principio y horror al


final, el humor y lo macabro. Los disparos al aire
de la noche que Stewart efectúa desde el impo-
nente y omnipresente ventanal tienen casi una
doble misión: descargar en el vacío el horror que
se ha adivinado y otorgar sonido –ascendente, casi
liberador- a una ciudad que se nos aparecía má-
gica y gradualmente encuadrada en el ventanal
como un decorado impertérrito. En las otras dos, El
hombre que sabía demasiado y Vértigo, la ciudad
desempeña un papel mucho más relevante. Las

La soga, Alfred Hitchcock, 1948 cuatro películas están unidas argumentalmente por
un importante detalle: la trama se construye y
desarrolla en torno a una desaparición: un
alumno/amigo/novio en La soga, una vecina en La
ventana indiscreta, un hijo en El hombre que sabía
demasiado y la menos asumida y más desespe-
rada, la de Madeleine en Vértigo. Consecuente-
mente, La soga y La ventana indiscreta son relatos
sobre el desenmascaramiento y la apariencia,
mientras que las otras dos implican trayectorias,
desplazamientos, de muy diversa índole. Y es ahí
donde reside la originalidad de Vértigo. Londres
aparece en El hombre que sabía demasiado como
La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock, 1954 una ciudad de tránsito para dos norteamericanos
(el Dr. Benjamin McKenna y su mujer Josephine,
James Stewart y Doris Day) que siguen una pista
que les permita encontrar su hijo secuestrado en
Marrakech. Los desplazamientos e indagaciones
del matrimonio se realizan en taxis donde Hitch-
cock no coloca nunca una cámara subjetiva, pues
lo importante no es el trayecto, sino el objetivo. Y
el objetivo, como es bien sabido, se dilucida en
otro de esos escenarios famosos que Hitchcock uti-
liza a la perfección: Albert Carnegie Hall, donde un
tal Bernard Herrmann dirige una orquesta.

El hombre que sabía demasiado, Alfred Hitchcock, 1957


Con Vértigo la ciudad cobra una especial relevan-
cia, presentándose a la mirada del espectador con
una alternancia significativa: siempre la vemos
asociada a la mirada de Scottie sobre Madeleine, lo
que hace que la visión que el espectador tiene de
las calles de San Francisco esté mediatizada –es

10. No puedo resistir la tentación de mencionar


una película vista recientemente y que me parece
un velado homenaje o una revisitación de La ven-
tana indiscreta, pues también muestra una gale-
ría de lonelyhearts a los que siempre vemos en
interiores de casas, bares u oficinas parisinas y
que, en vez de ser espiados a su vez por otro ve-
cino, son contemplados por el ojo implacable de
un confeso hitchcockiano: Asuntos públicos en lu-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 gares privados (Coeurs, 2006) de Alain Resnais.

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decir, reencuadrada- por la visión de Scottie. La luna delantera del automóvil de Scot-
tie constituye un marco y una pantalla, pues muestra, pero también proyecta una vi-
sión nueva de la ciudad. Esta visión novedosa está magníficamente representada en
la impaciencia de Scottie en uno de los seguimientos que efectúa, al dar varias vuel-
tas por las calles de San Francisco sin saber el destino del coche de Madeleine. La des-
orientación de Madeleine se convierte en desconcierto en Scottie cuando éste
comprueba que Madeleine se dirige a… la casa de Scottie. Cuando Scottie no sigue a
Madeleine, dedica el tiempo a obtener información. Estos desplazamientos, junto con
Midge o para ver a Gavin, permanecen ocultos para el espectador: el restaurante, el
club, la librería, el estudio de Midge están conectados entre sí sin que veamos a Scot-
tie desplazarse, pues su trayectoria, su urbanidad, está completamente asociada a
Madeleine. De este modo, Madeleine otorga un
sesgo especial a la ciudad por donde se mueve,
transmitiéndole esa cualidad fantástica de (re)vivir
del pasado. Y es que, aunque no se mencione
nunca en la película, San Francisco sufrió un de-
vastador terremoto casi cincuenta años antes, el
18 de abril de 1906, lo que le otorga una cualidad
de ciudad fantasma -como lo son Berlín e Hiros-
hima- que le hace erigirse de entre los muertos,
personificando de manera sutil un escenario en-
volvente y quebradizo, donde las famosas calles
empinadas (sólo mostradas con Madeleine, no con
Judy) juegan toda su baza simbólica y metafísica:
es imposible explicar el final de la secuencia arriba
comentada, cuando la larguirucha figura de Scot-
tie sale del coche y se acerca tambaleándose a su
casa, donde se encuentra Madeleine.

Un importante matiz separa las relaciones de las


dos mujeres con Scottie: con Madeleine predomina
el seguimiento, y luego el acompañamiento. Con
Judy sólo será acompañamiento. Con Madeleine la
ciudad se reinventa (11), fruto del seguimiento en
coche y de, como se ha dicho antes, asociación ins-
tantánea con ese seguimiento. Con Judy la rein-
ventada es ella. En primer lugar, por ella misma,
pues a diferencia de Gavin, Scottie y Madeleine
debe desterrar el pasado para revivirse, y en se-
gundo lugar por la transformación a la que la so-
mete Scottie y que merced a su condición de
criatura (re)creada está más asociada a una mo-
dernizada imaginería de laboratorio, lo que incluye

11. Una reinvención que es consecuencia de la


mirada de Scottie, sin que Hitchcock altere o
fuerce, sin embargo, el entorno urbano para su-
brayar elementos oníricos o fantásticos de una vi-
sión que sólo está en una mirada enamorada,
hechizada. En este aspecto, estamos lejos de la
genial Jennie (Portrait of Jennie, 1947-1948), di-
rigida por William Dieterle y fotografiada por Jo-
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 seph H. August y Lee Garmes.

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más interiores que exteriores: el hotel, el restaurante, la tienda de ropa, la peluque-


ría, la casa de Scottie… (12) No obstante, Judy también está asociada a la ciudad, y
tal vez sean los únicos instantes de felicidad de la película el paseo que Scottie y Judy
hacen la mañana en que Judy falta al trabajo para salir con Scottie. Este paseo, do-
tado de una rara mezcla entre lo real y lo soñado, comienza con ambos encuadrados
en una suave panorámica combinada con travelling que los engloba en un entorno
atemporal, casi clásico, ya que al fondo del encuadre vemos antiguos monumentos de
piedra en un entorno ajardinado. El corte a otro travelling frontal que los encuadra
juntos vuelve a incorporarlos en la ciudad moderna, donde las parejas se besan en pú-
blico y los solitarios descansan despreocupadamente…

Vértigo es, junto con Falso culpable y Frenesí, la película donde la gran ciudad ha te-
nido mayor presencia, trascendiendo el límite, magistralmente expuesto, del análisis
psicológico y social de sus habitantes, que en otras películas servía para dejar en off
el entorno urbano, puesto que éste estaba inoculado en los personajes. ¿Quién se
acuerda de la ciudad de Phoenix, Arizona en Psicosis? ¿Y la de Extraños en un tren?
Y sin embargo, en ambas está transmitida, a través de sus personajes, una casi pal-
pable sensación de asfixia. Otras ciudades, mucho más modestas, sí tuvieron una
presencia destacada en la obra de Hitchcock (La sombra de una duda, que, recorde-
mos, es la primera película de Hitchcok hecha en Norteamérica de tema americano,
o Los pájaros). En otras, sin embargo, el carácter de una ciudad está necesariamente
más fragmentado debido a los vaivenes a los que están sometidos sus protagonistas.
Con la muerte en los talones, Marnie, la ladrona, Cortina rasgada, Topaz. Sabemos
por los colaboradores de Hitchcock, que en su última película, La trama, el realizador
diluyó a propósito la identidad de la ciudad donde las dos parejas intercambiaban
destinos, lo que tiene su lógica, ya que en esta fascinante y divertidísima película se
pueden encontrar varios ecos de otras precedentes.

12. Madeleine repite algunos de estos escenarios, pero hay matices revela-
dores. Hotel: Madeleine entra en uno de ellos, pero no la vemos dentro, por-
que para sorpresa de Scottie y de nosotros, su presencia se desvanece.
Restaurante: vemos a Madeleine en el mismo restaurante al que luego
vuelve Scottie con Judy, pero a diferencia de ésta, que come y observa, ape-
nas percibimos su estancia –en un travelling memorable que la música de
Herrmann hace más conmovedor– antes de que abandone el lugar. Casa de
Scottie: ambas, Madeleine y Judy, se sientan al lado de la chimenea, pero
ésta sólo reproduce el gesto anterior de Madeleine.

Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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XV. A FREE REPLAY (NOTAS SOBRE VÉRTIGO)

Chris Marker

«Poder y libertad». Emparejadas juntas, estas dos


palabras son repetidas tres veces en Vértigo. Primero,
en el minuto doce por Gavin Elster («libertad» subra-
yada con un movimiento hacia un primer plano)
quien, mirando una fotografía del viejo San Francisco
expresa su nostalgia a Scottie («San Francisco ha
cambiado. Las cosas de San Francisco que me impor-
taban están desapareciendo muy deprisa»); una nos-
talgia por una época en el pasado cuando los
hombres –algunos hombres al menos– tenían «poder
y libertad». Segundo, en el minuto treinta y cinco, en
la librería, donde «Pop» Liebl explica cómo el rico
amante de Carlotta Valdés la repudió, aunque se
quedó con el hijo de ella: «Los hombres podían hacer
esas cosas en aquellos tiempos. Ellos tenían el poder
y la libertad...». Y finalmente en el minuto ciento
veinticinco –y cincuenta y un segundos para ser pre-
ciso– pero en orden inverso (lo que es lógico, dado
que nos encontramos ahora en la segunda parte, al
otro lado del espejo): por el mismo Scottie cuando,
percatándose de los hilos de la trampa tendida por el
ahora libre y poderoso Elster, dice, unos pocos se-
gundos antes de la caída de Judy –la que será para él
la segunda muerte de Madeleine– «con todo el dinero
de su mujer y toda esa libertad y poder...». Intento
decirme que son sólo coincidencias.

Tales precisos signos deben tener un significado. ¿Po-


drían tener un significado psicológico, una explicación de los motivos criminales? Si
así fuera, el esfuerzo parece un poco malgastado en lo que es, después de todo, un
personaje secundario. Esta estratégica tríada me dió el primer atisbo de una posible
lectura de Vértigo. El vértigo del que el film trata no tiene que ver con el espacio y la
caída; es una clara, inexplicable y espectacular metáfora sobre otra clase de vértigo,
mucho más difícil de representar; el vértigo del tiempo. El crímen «perfecto» de Els-
ter casi consigue lo imposible: reinventar un tiempo cuando los hombres, las muje-
res y San Francisco eran diferentes a lo que son ahora. Y su perfección, como toda
perfección en Hitchcock, existe en dualidad. Scottie absorberá la locura del tiempo que
Elster le infunde a través de Madeleine/Judy. Pero donde Elster reduce la fantasía en
mediocres manifestaciones (riqueza, poder, etc.), Scottie la transmuta en su más utó-
pica forma: él supera el más irreparable daño causado por el tiempo y resucita un
amor que está muerto. Toda la segunda parte de la película, al otro lado del espejo,
no es más que un loco, maniático intento, para parar el tiempo, para recrear a través
de unos signos banales, pero necesarios (como los signos de una liturgia: ropas, ma-
quillaje, pelo), la mujer cuya pérdida no ha sido capaz de aceptar nunca. Sus propios
sentimientos de responsabilidad y culpa por esta pérdida son meros primeros auxi-
lios samaritanos vendando una metafísica herida de mayor profundidad. Había una

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cita de las Escrituras, Corintios I (una epístola que


uno de los personajes de Bergman usa para defi-
nir al amor) que decía: «Muerte, ¿dónde está tu
victoria?».

Así Elster inculca a Scottie la locura del tiempo. Es


interesante ver cómo está hecho esto. Como siem-
pre con Alfred, las estratagemas sólo sirven para
sostener un espejo frente al héroe y sacar fuera
sus deseos reprimidos. Y hay muchos espejos en
esta historia. En Extraños en un tren, Bruno ofrece
a Guy el crimen que él no se atreve a desear. En
Vértigo, Scottie, aunque abiertamente reacio, está
siempre dispuesto, siempre es el que da el primer
paso. Una vez en la oficina de Gavin y otra delante
de su propia casa (la mañana después del falso
ahogamiento), los manipuladores pretenden re-
nunciar: Gavin se sienta y se disculpa por haber
pedido lo imposible; Madeleine regresa al coche y
se prepara para irse. Todo podría quedarse así.
Pero, en ambas ocasiones, Scottie toma la inicia-
tiva y vuelve a encender la máquina. Gavin ape-
nas tiene que persuadir a Scottie para retomar su
búsqueda: él simplemente sugiere que vea a Ma-
deleine, sabiendo muy bien que con un vistazo
será bastante para poner al supremo manipulador,
el Destino, en movimiento. Después de un plano de
Madeleine, fugazmente vista en Ernie´s, sigue un
plano de Scottie empezando su vigilancia fuera de la
casa de Elster. La aceptación (por encantamiento)
no necesita una escena de sí misma; está contenida
en el fundido a negro entre las dos escenas. Esta es
la primera de tres elipsis en momentos esenciales,
todos eludidos, que otro director se hubiera sentido
obligado a mostrar. La segunda elipsis es en la pri-
mera escena de amor físico entre Judy y Scottie, la
cual toma lugar claramente en la habitación del
hotel después de la última transformación (el pelo
finalmente corregido en el cuarto de baño). ¿Cómo
es posible, después de tan fabuloso, alucinatorio
momento, mantener tanta intensidad?

En este caso, la censura de la época salvó a Hitch-


cock de una doble imposible situación. Una escena
tal puede solamente existir en la imaginación (o en
la vida). Cuando una película se refiere a la fanta-
sía, solamente codificada en el contexto onírico,
pero dos amantes se abrazan en el decorado rea-
lista de la habitación de un hotel; y cuando uno de
ellos, Scottie, gracias al más mágico movimiento de
cámara en la historia del cine, descubre otro deco
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

rado alrededor de él (aquel del establo en la Misión Dolores donde él besó por última
vez a una mujer cuyo doble ha creado ahora); entonces, ¿no es ESA escena la metá-
fora para la escena de amor que Hitchcock no puede mostrar? Y si el amor es verda-
deramente la única victoria sobre el tiempo, ¿no es esa escena per se LA escena de
amor? La tercera elipsis, la cual ha sido por mucho tiempo la alegría de los especialis-
tas, la mencionaré por el puro placer de hacerlo. Ocurre mucho antes, en la primera
parte. Hemos visto a Scottie sacar a Madeleine inconsciente de la bahía de San Fran-
cisco (en Fort Point). Funde a negro. Scottie está en su casa, encendiendo un fuego
de chimenea. Como él va a sentarse –la cámara le sigue– mira hacia adelante. La cá-
mara sigue su mirada y termina sobre Madeleine, vista a través de la puerta abierta
del dormitorio, dormida en la cama con una sábana cubriéndola hasta el cuello. Pero
como la cámara se desplaza hacia ella, también registra su ropa y su ropa interior col-
gadas sobre un tendedero en la cocina. El teléfono suena y la despierta. Scottie, que
había entrado en la habitación, sale, cerrando la puerta. Madeleine reaparece vestida
con la bata roja con que a él se le ocurrió haber cubierto de un extremo a otro la cama.
Ninguno de ellos alude al intervalo de tiempo acaecido, aparte de la doble intención en
la réplica de Scottie al día siguiente: «Disfruté, eh...hablando contigo...». Tres esce-
nas, por lo tanto, donde la imaginación se impone sobre la representación; tres mo-
mentos, tres llaves que se convierten en cerraduras, pero que ningún director actual
pensaría en dejarlas fuera. Al contrario, cualquiera las haría lo más evidentemente ex-
plícitas y, por supuesto, banales. Como consecuencia de decir que puede mostrar cual-
quier cosa, el cine ha abandonado su poder sobre la imaginación. Y, como el cine, este
siglo quizás está empezando a pagar un alto precio por su traición a la imaginación o,
más exactamente, a aquellos que todavía tienen una imaginación, por pobre que sea,
se les está haciendo pagar ese precio.

¿Doble intención? Todos los gestos, miradas, frases en Vértigo tienen un doble signi-
ficado. Todo el mundo sabe que es probablemente el único film donde una doble vi-
sión es no solamente aconsejable sino indispensable para releer la primera parte del
film a la luz de la segunda. Cabrera Infante lo llamó «la primera gran película surre-
alista», y si hay un tema presente en la imaginación surrealista (y por eso mismo, en
la literaria), pues ése es seguramente el tema del doble, el Doppelganger (1) (quien
desde el Doctor Jekyll a Kagemusha, desde El prisionero de Zenda a Persona, ha re-

1. Es una palabra alemana compuesta por doppel (doble) y gänger (an-


dante) y hace referencia al supuesto doble que camina a nuestro lado. (Nota
de los traductores.)

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corrido un verdadero camino como tema central).


En Vértigo, está incluso reflejado en la duplicidad
de detalles: la mirada de Madeleine hacia la torre
(la primera escena en San Juan Bautista, mirando
recto, mientras Scottie la besa) y la réplica «De-
masiado tarde» que la acompaña tiene un preciso
significado para el inocente espectador, ignorante
del engaño; pero otro significado –igual de pre-
ciso– para un espectador atento viéndolo una se-
gunda vez. La mirada y la réplica son repetidos
muy al final, en un plano exactamente simétrico al
primero, por Scottie, mirando a izquierda, «Dema-
siado tarde», justo antes de que Judy caiga. Tanto
como hay un Otro del Otro, hay además un Doble
del Doble. El propio perfil derecho de la primera re-
velación, cuando Madeleine permanece momentá-
neamente detrás de Scottie en Ernie´s, el
momento en el que todo se decide, se repite al
principio de la segunda parte, tan exactamente
que es Scottie quien, la segunda vez, está «de-
lante» de Judy. Así comienza un juego de espejos
que puede terminar sólo en su destrucción. Nos-
otros, el público, descubrimos el engaño con la
carta que Judy no envía. Scottie lo descubre al final
con el collar. (Observemos que este momento tam-
bién tiene su doble: Scottie ha visto sin duda el co-
llar y no ha reaccionado. Solo reacciona cuando lo
ve en el espejo.) Mientras tanto, la atracción de
Scottie por Judy fue simplemente un cuarto caso de
identidad errónea (la fidelidad a un amor tocado por
la muerte; véase Proust). Scottie en su búsqueda
por los lugares de su pasado encontró a Judy. La
atracción cristaliza con el perfil enfrente de la ven-
tana («¿Te recuerdo a ella?»), además, con esa luz
verde de neón, para la que Hitchcock, según pa-
rece, eligió especialmente el Empire Hotel: su per-
fil izquierdo. Este es el momento en que Scottie
cruza al otro lado del espejo y comienza su locura...

...Si uno lo cree, ésa es la intención aparente de los


autores (autores en plural porque el escritor, Sa-
muel Taylor, fue en gran parte el cómplice de Al-
fred). La ingeniosa trama, el camino para hacernos
comprender que hemos sido engañados; el golpe de
genio de revelarnos la verdad mucho antes que al
héroe, todo el asunto bañado a la luz de un amour
fou, «fijado» por lo que Cabrera (quien debería sa-
berlo) llamó las decadentes habaneras (2) de Ber

2. En castellano en el original. (Nota de los traduc-


Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958 tores.)

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

nard Herrman, todo esto no está nada mal. Pero, ¿y si ellos estuvieran mintiéndonos
también? A Resnais

le gustaba decir que nada nos obliga a creer a la heroína de Hiroshima. Ella podría
estar inventando todo lo que dice. Los flash-backs no son las afirmaciones del escri-
tor, sino historias contadas por un personaje. Todo lo que sabemos acerca de Scottie
al principio de la segunda parte es que está en un estado de total catatonia, que él
se encuentra en «algún otro sitio», que esto «podría durar mucho tiempo» (según el
doctor), que amó a una mujer muerta «y todavía la quiere» (según Midge). ¿Es de-
masiado absurdo imaginar que esta agonizante –aunque razonable– y obstinada alma
(«testaruda» dice Gavin), imaginó ese guión excepcional en su totalidad? Este guión
está lleno de increibles coincidencias y maquinaciones, sin embargo, bastante lógicas
como para dirigirle hacia la única conclusión salvatoria: la mujer no está muerta,
¿puedo encontrarla de nuevo?

Hay muchos argumentos a favor de una lectura onírica de la segunda parte de Vér-
tigo. La desaparición de Barbara Bel Geddes (Midge, su amiga y confidente, enamo-
rada secretamente de él) es uno de ellos. Sé muy bien que ella se casó con un rico
tejano, hombre de negocios petrolíferos, mientras tanto, y está preparando una es-
pantosa reaparición como viuda en el clan Ewing; pero incluso así, su desaparición de
Vértigo no tiene paralelismo probable con la economía propia de cadena de montaje
de los guiones de Hollywood. Un personaje importante desaparece a la mitad del film
sin dejar huella –no hay siquiera una alusión a ella en el diálogo posterior– hasta el
final de la segunda parte. En la lectura onírica del film, esta ausencia podría estar
únicamente explicada por su frase a Scottie en el hospital: «Ni siquiera sabes que
estoy aquí...»

En este caso, la segunda parte al completo podría no ser nada más que una fantasía,
revelando por fin el doblez del doble. Fuimos estafados en la creencia de que la pri-
mera parte era la verdad, pero lo dicho era una mentira nacida de una mente per-
versa, así que la segunda parte contenía la verdad. Pero ¿y si la primera parte
realmente fuera la verdad y la segunda el producto de una mente enferma? En ese
supuesto, lo que uno puede encontrar desmesurado y extrañamente expresionista en
las imágenes pesadillescas que preceden a la habitación del hotel no sería otra cosa
que un truco, otra artimaña más, camuflando la fantasía que nos ocupará durante
otra hora con el fin de llevarnos siempre más lejos de la apariencia de realismo. La
única excepción a esto es el momento que ya he mencionado, el cambio de escena-

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Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

rio durante el beso. Bajo esta luz, la escena adquiere un nuevo significado: es una
fugaz confesión, un detalle revelador, el parpadeo de un loco con ojos vidriosos, la
clase de mirada fija que a veces traiciona a un enajenado.

En el cine antiguo cuando un personaje se desprendía de su durmiente o fallecido


cuerpo se utilizaba un efecto especial; su transparente forma flotaba hacia el cielo o
se adentraba en la tierra de los sueños. En el juego de espejos de Vértigo hay un si-
milar momento, de una manera aun más sutil: en la tienda de ropa cuando Judy, dán-
dose cuenta que Scottie la está transformando pieza a pieza en Madeleine (en otras
palabras, en la realidad que él no ha estimado saber, haciéndola repetir lo que ella hizo
por Elster), le hace ir, y la enfrenta a un espejo. Scottie se une a ella delante del es-
pejo y, mientras él está dictando a una asombrada dependienta los detalles de uno
de los vestidos de Madeleine, una fabulosa imagen nos presenta «a los cuatro» jun-
tos: él y su doble, ella y su doble. En ese momento, Scottie ha verdaderamente es-
capado de su silla en el hospital: hay dos Scotties tanto como dos Judys. Podemos por
tanto añadir esquizofrenia a la enfermedad cuyos síntomas otros han ya juiciosa-
mente identificado en el comportamiento de Scottie. Personalmente, sin embargo,
descartaría la necrofilia, mencionada tan a menudo, lo cual me parece más indicativo
de la neurosis de un crítico que del personaje: Scottie continúa amando a una ver-
dadera Madeleine viviente. En su locura, él busca pruebas de su vida.

Todo ello parece muy razonable así, pero uno debe también regresar a la apariencia
de los hechos, obstinados como son. Hay un aplastante argumento a favor de una in-
terpretación fantasmagórica de la segunda parte. Cuando, tras la transformación y la
alucinación, Madeleine/Judy, con la despreocupación de un cuerpo satisfecho, se pre-
para para cenar y Scottie le pregunta a qué restaurante le gustaría ir, ella inmediata-
mente sugiere Ernie´s. Es el lugar donde se encontraron por primera vez (pero Scottie
no está destinado a saber esto todavía; el descuido de Judy, «es nuestro lugar», es
la primera revelación antes del collar). Entonces van allí sin hacer una reserva. Intenta
hacer esto en San Francisco y sabrás que estás en un sueño.

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Como dice Gavin, San Francisco ha cambiado. Du-


rante un pase de la película en Berkeley al principio
de los ochenta, cuando todo el mundo había olvi-
dado el film (el viejo zorro había mantenido los de-
rechos con vistas a venderlos por una ganancia
extra a la TV, a partir de ahora con cortes publicita-
rios y con el final cambiado), se decía que era tan
sólo otro thriller menor, recuerdo a la audiencia ja-
deando maravillada al ver la vista panorámica de la
ciudad con la que comienza la segunda parte. Es
otra ciudad, sin rascacielos (aparte del Sentinel Bui-
liding de Coppola); una imagen tan antigua como la
que aparece en el grabado que Scottie mira en el
momento que Elster pronuncia esas dos palabras
fatídicas. Y eso era sólo hace veinte años... San
Francisco, por supuesto, no es nada más que otro
personaje del film. Samuel Taylor me escribió con-
firmando que a Hitchcock le gustaba la ciudad pero
solamente sabía «lo que él vio desde los hoteles o
restaurantes o a través de la ventana de la limu-
sina». Era «lo que se podría llamar una persona se-
dentaria». Pero decidió usar la Misión Dolores y,
extrañamente, construyó la casa del domicilio de
Scottie en Lombard Street «a causa de la puerta
roja». Taylor estaba enamorado de su ciudad (Alex
Coppel, el primer escritor, era «un inglés transplan-
tado») y puso todo su amor en el guión; y posible-
mente incluso más que eso, si voy a creer una frase
quizás críptica al final de su carta: «Reescribí el
guión al mismo tiempo que exploraba San Francisco y recapturaba mi pasado...». Pa-
labras que podría aplicar tanto a los personajes como a los autores y que nos ofrecen
una interpretación más (como una llave que abre dos cerraduras) a las indicaciones
dadas por Elster a Scottie al principio de la película, cuando le está describiendo los
vagabundeos de Madeleine; los pilares que Scottie observa en la distancia al otro lado
del lago Lloyd: Los Portales del Pasado. Esta nota personal explicaría muchas cosas:
el amour fou, los signos oníricos, todas las cosas que hacen de Vértigo un film que es
a la vez típica y atípicamente hitchcockiano en relación al resto de su obra, la obra de
un perfecto cínico. Cínico hasta el punto
de añadir para la televisión –un medio
ansiosamente moral, como sabemos–
un nuevo final a la película: Scottie reu-
nido con Midge y la radio informando del
arresto de Elster. El crimen no paga.

Diez años más tarde, el tiempo ha con-


tinuado ejerciendo su efecto. Lo que
solía significar San Francisco para mí
está desapareciendo rápidamente. La
espiral del tiempo –como la espiral de
Saul Bass en la secuencia de los crédi-
tos, como la espiral del pelo de Made-

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San Francisco

leine y de Carlotta en el retrato– no puede parar de consumir el presente y dilatar los


contornos del pasado. El Empire Hotel se ha convertido en el York y ha perdido sus
luces de neón verdes; el McKittrick Hotel, la casa victoriana donde Madeleine des-
aparece como un fantasma (otro inexplicable detalle si ignoramos la lectura onírica:
¿qué es de la misteriosa conserje del hotel? «Un cómplice pagado» fue la respuesta
de Hitchcocck a Truffaut. ¡Vamos, Alfred!) ha sido reemplazado por una escuela cons-
truida con hormigón. Pero el restaurante Ernie´s está todavía allí, como también la
floristería de Podesta Baldocchi con sus azulejos de mosaicos donde uno orgullosa-
mente recuerda a Kim Novak eligiendo un ramo. La sequoia seccionada está todavía
a la entrada de Muir Woods, al otro lado de la bahía. El Jardín botánico fue menos afor-
tunado: es ahora un aparcamiento subterráneo. (Vértigo casi podría ser rodado en las
mismas localizaciones, a diferencia de su remake en París.) El Museo de los Vetera-
nos todavía se conserva, como también el cementerio en la Misión Dolores y San Juan
Bautista, al sur de otra misión, donde Hitchcock añadió (con un efecto óptico) una
gran torre (la verdadera era tan baja que difícilmente podías torcerte un tobillo ca-
yendo desde ella) completada con establos, carruajes y los artículos para los caballos
usados en la película tal como ellos lo son en la realidad. Y claro está, existe Fort
Point, bajo el puente Golden Gate, que él quiso cubrir con pájaros al final de Los pá-
jaros. El tour Vértigo es ahora obligatorio para los amantes de San Francisco. Incluso
el Papa, pretendiendo otra cosa, visitó dos localizaciones: el Golden Gate y (con el
pretexto de besar a un enfermo de SIDA) la Misión Dolores. Tanto si uno acepta la lec-
tura onírica como si no, la fuerza de esta película, un tiempo ignorada, ha llegado a
ser un lugar común, comprobando así que la idea de resucitar un amor perdido puede
sacudir a cualquier corazón humano, diga lo que diga él o ella. «¡Eres mi segunda
oportunidad!» grita Scottie mientras arrastra a Judy por las escaleras de la torre.
Nadie quiere ahora interpretar estas palabras en su sentido superficial, queriendo
decir que su vértigo ha sido superado. Se trata de volver a vivir un momento perdido
en el pasado; se trata de traerlo a la vida sólo para perderlo otra vez. Uno no resu-
cita a los muertos, no se da la vuelta para mirar a Eurídice. Scottie experimenta la
más grande alegría que un hombre pueda imaginar: una segunda vida, a cambio de
la más grande tragedia: una segunda muerte. ¿Qué nos ofrecen los video-juegos, los

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cuales nos hablan más de nuestro inconsciente que las obras de Lacan? Ni dinero, ni
gloria; más bien otra partida. La posibilidad de jugar de nuevo. «Una segunda opor-
tunidad.» A free replay. Y otra cosa: Madeleine le dice a Scottie que ella consiguió en-
contrar su camino de regreso a la casa «reconociendo la torre Coit» –la torre que
domina las envolventes colinas y cuyo nombre hace reir a los visitantes turistas fran-
ceses– (3). «Bien, es la primera vez que tengo algo que agradecer a la Torre Coit» –
dice Scottie, el displicente sanfranciscano–. Madeleine nunca encontraría su camino
de regreso hoy en día. Los arbustos han crecido en Lombard Street, ocultando todos
los puntos de referencia. La casa misma ha cambiado. Los nuevos propietarios han
conseguido deshacerse de (o el anterior propietario lo hizo) la férrea terraza con su
inscripción china «Twin Happiness». La puerta es todavía roja, pero ahora bendecida
con una información que, a su manera, es un homenaje a Alfred: «Atención: vigilan-
cia contra delitos». Y, desde los peldaños donde Kim Novak y James Stewart se jun-
taron por primera vez, nadie puede ver más la torre «con forma de manguera
contraincendios», ofrecida como un póstumo regalo al cuerpo de bomberos de San
Francisco por una millonaria llamada Lilli Hitchcock Coit...

Obviamente, este texto está dirigido a aquellos que conocen Vértigo de memoria. ¿In-
cluso a aquellos que no se lo merecen en absoluto?

3. Juego de palabras entre el vocablo inglés Coit y su posible traducción en


francés, coito. (Nota de los traductores).

"A free replay* (notes sur Vertigo)" fue publicado


en Positif, nº 400 Junio (1994): 79-84.
Traducción: Max Caution/María Papamichail.

* Hemos decidido dejar el título parcialmente en inglés original, por respetar el espírit
markeriano, quien en otras ocasiones ha utilizado un título en inglés,
así como porque su sentido queda claramente explicado, en todas sus acepciones,
en el penúltimo párrafo del artículo. (Nota de los traductores.)

Fotomontaje de Chris Marker qu utilizo en el CD-ROM Immemory

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XVI. GEOMETRÍA DE UNA ESPIRAL

Olvido Marvao

“La muerte, aquel país que todavía


está por descubrirse”
Soliloquio de Hamlet

Una espiral es una curva que se inicia en un punto


central y se va alejando progresivamente del cen-
tro a la vez que gira. Todo se complica si la espiral
que nos ocupa tiene tres dimensiones como es el
caso de la que forman: Carlota Valdés, Madelaine
y Judy. Aparecerá una función continua o repeti-
tiva que dependerá del ángulo, y en este caso el
ángulo es defectuoso ya que quien las mira, “Scot-
tie”, John Ferguson, padece vértigo.

Hablemos pues del simbolismo conocido por todos


que aporta esa espiral continua en la que se ven
envueltos los personajes desde el segundo plano
de la magnífica presentación, pues el primero, no
lo olvidemos, pertenece por completo a los labios
de una mujer, que ceden paso a la vista donde
todo comienza a girar, rojo abrasador que sale del
ojo para avisarnos que muchas de las imágenes
que veremos serán falsas, todo se interpretará de
un modo vertiginosamente equivocado porque al
salir de la boca de una mujer, todo debe girar, cré-
anme. Hitchcock también lo sabía.

Sí, efectivamente la espiral está cargada de simbo-


lismo y en muchas culturas representa el ciclo de
nacimiento, muerte y renacimiento, que aquí desde
luego se cumple con creces y en distintas y repeti-
das ocasiones.

No he querido leer ni el estudio de Eugenio Trías, ni


el trabajo de Ángel Comas, ni otros, ya que si lo hacía
la ‘contaminación’ sería tan brutal que no podría atre-
verme a escribir nada, aunque sí recuerdo haber leído
las conversaciones con Truffaut y curiosamente, en
aquellas largas charlas Hitchcock no daba demasiada
importancia a esta película. ¿Por qué?

Aunque he de confesar que también haya podido in-


fluir en atreverme a escribir sobre Vértigo un col-
gante rojo que atesoro de generación en
generación.

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Me he enterado casualmente, no podría ser de otra forma, que en el sector textil hay
un proceso de hilado de efecto irregular y en el que a base de tejer hilos torcidos
mezclados con otros sin torsión dan como resultado una forma de espiral. Pero el
único hilo no torcido en esta película sería la señorita Marjorie o “Midge”, pretendiente,
eterna enamorada del protagonista masculino, quien le obliga a mantener el único
contacto con la realidad, por eso nuestro misógino y querido director -pueden darse
las dos características juntas, es más, obligatoriamente se dan si hablamos de Hitch-
cock- la dibuja bajita, con gafas e intelectual, los tacones los deja para Madelaine y
Judy que al fin y al cabo alguna vez serán la misma. El deseo con tacones de aguja,
y además negros que supersticiosamente paralizaban a la deliciosa Kim Novak. Mal-
vado y listo como él solo, el gordo consiguió una vez más el efecto deseado.

Si bien la definición matemática o la solución aplicada en las hilaturas puede que nos
alejen demasiado del vértice, podremos recurrir a consultar la acepción que figura en
el diccionario, donde se define al término `vértigo´ como la sensación de inseguridad
y miedo a precipitarse desde una altura o a que pueda precipitarse otra persona. Y
así es como empieza la película, unos barrotes y unas manos que se agarran, para qué
más rodeos. Tras el cameo de Hitchcock, ya puedo estar tranquila y atender a lo im-
portante.

Lo substancial es el deseo. El vértigo que provoca el deseo. La idea inducida por nos-
otros mismos de lo que se desea y cómo se desea. No me mal interpreten, esta es
sólo una visión, una visión no sólo calidoscópica sino con un efecto de travelling hacia
atrás combinado con otro de zoom hacia delante, que por cierto y me atrevo a decirlo,
personalmente nunca me gustó.

El deseo que el marido de Madelaine incentiva de una forma perversa y que llega a
su cenit más rojo en la impresionante danza de miradas que nunca se encuentran en
el Ernie’s, donde aparece por primera vez ella convertida en una figura artificial, fal-
samente fingida, que mientras otros ojos que buscan los suyos, la siguen, la esperan
y casi se rozan, ella también juega esa danza vertiginosa que nos lleva a sentir mucho
más que el comienzo del peligro, la premonición de todo el dolor que él sufrirá en su
búsqueda de una figura de mujer inexistente. Todos deseamos ya a Madelaine. Más
tarde, ella, sentada, de nuevo, en el Museo y la cámara en su nuca, que se mete por
su pelo hasta el mismísimo centro del vértigo, o sea el aparente interior de una falsa

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mujer misteriosa, que nos ofrece su espalda como


si no pudiera, apenas, mostrarse de otra forma. De
frente sólo vemos a Carlota Valdes (ya se relaciona
a la muerta con el deseo cuando está mirando la
nuca de Madelaine y al mismo tiempo nuestra vista
pasea por el pelo, los ojos y las flores de la muerta,
Carlota. Lo mismo hará tal vez leyendo, interpre-
tando nuestro propio deseo director y protagonista
vestirán a Judy, vestirla, mirarla, construirla y hacer
un simulacro de Madelaine, la muerta, para amarla.
“Un hombre que quiere acostarse con una muerta;
esto es necrofilia”, dirá Hitchcock a Trruffaut refi-
riéndose al término “sexopsicológico”.

Pero en el cementerio, ya caminan de la mano el


misterio, el deseo y la muerte.

Hitchcock es un tramposo que nos está mintiendo


por duplicado.

Madelaine entra en el hotel Mckittrick y desaparece,


nadie la ha visto llegar. Sin embargo en el libro, de
Pierre Boileau y Thomas Narcejac, que dio origen al
guión, sucede lo contrario. La responsable del hotel
la ha visto subir. Aquí, esa imposible mentira de
Hitchcock que, convierte al personaje de Madelaine
en mucho más irreal de lo que es. Y sin embargo
nos lo creemos sin dudarlo: aquella mujer que hemos visto entrar al hotel nunca lo
ha hecho. ¿Magia del mago? ¿Nos gusta que nos mientan? o ¿sólo cuando lo hacen
bien?

El mago comienza a mostrar puntos de partida en los que están ocultas las claves:
Carlota Valdés, la locura, el extravío y el suicidio. Nos da pistas continuamente en las
que perdernos. Mientras James Stewart tiene que acudir a la realidad, a su amiga
cuerda, con el centro de gravedad muy cercano a la tierra, la necesita para desvelar
la historia de Carlota, aunque yo creo que para nada más, solo para contrarrestar y
poder dar pie a Stewart para que él pueda expresar algunas ideas.

Pero me quedo parada en los ojos azules de John que buscan, quieren encontrar, en-
tender. Es tarde, está perdido en el misterio de ella. Ya desea su obsesión por ella. El
deseo sin obsesión no vale nada.

Apetece balancearse cuando de nuevo en el Museo del Palacio de la Legión de Honor


comienza un diminuto y hermoso baile: Madelaine se levanta y da el primer paso ade-
lante, él un paso hacia atrás, luego ella un par de pasos más, él se detiene y cuando
definitivamente ella avanza, él retrocede. Una vez más, premonitoriamente, sus ojos
no se encuentran.

Y mi sonrisa dice, eres genial querido gordo. Todos deseamos a Madelaine sin remisión.
Y claro, a estas alturas, la seguimos con cautela, miramos con miedo cuando se asoma
al puerto, debajo del Golden Gate y se le levanta la falda en un alarde más de femini-

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dad, tira las flores al agua y luego ella misma se deja


caer en un simulacro de suicidio. Él no lo piensa, pero
bajará un par de escalones antes de zambullirse. La
salva: ¡Madelaine, Madelaine! Se desvanece. ¿La ha
salvado?, ¿se ha salvado él? O quizá ¿se han hundido
ambos? La tragedia de este hombre, triángulo in-
completo, ya no tiene vuelta atrás.

Madelaine se despierta en casa de él, en su cama,


desnuda, en una elipsis que nadie ha pasado por
alto, ella está asustada pero no pregunta nada. Nos-
otros sospechamos ¿no? ¿Quién no lo haría?

De rojo, descalza, lentamente, ingenua, callada


cuando los ojos de él están en calma. Comienza el
hermoso juego de las horquillas sobre las que ella
va construyendo de nuevo la espiral de su pelo,
mientras se cuentan cosas sin importancia hasta
que esta escena llena de sensualidad culmina
cuando se rozan la mano. La espiral ya está for-
mada de nuevo.

Otro toque de realidad. Hitchcock aparta la tensión


para que se haga más fuerte y se entrecruza
“Midge” en la historia, aparecen los celos que nos
acercarán más a la humanidad -ahí está de nuevo
su amiga y contrapunto- pero nosotros queremos
que siga. Estamos intranquilos.

Madelaine perdida hace preguntas como una niña


ingenua viendo el bosque de sequoyas que perma-
necen, sobreviven al tiempo, no podemos dejarlo de
lado, siempre vivas. Carlota aparecerá de nuevo y
él, su salvador la interroga para volver a salvarla.
Cuando en silencio salen del bosque parece un cua-
dro de Friedrich, el bosque, las sombras, la niebla y
dos personajes que apenas se adivinan pero se su-
jetan.

- ¿Por qué me sigue?


- Porque ahora soy responsable de usted.
-Los chinos dicen que cuando se ha salvado la vida
a una persona, se hace responsable de ella para
siempre. Y necesito saber.
- Es muy poco lo que sé.
- Es como si avanzara por un corredor que había te-
nido espejos y en el que aún quedan frag-mentos
[permítaseme el cameo, no iba a ser sólo Hitchcock
el que juegue] y a medida que penetro en el corre-
dor no hay mas que oscuridad. Y sé que cuando me
adentre en la oscuridad encontraré la muerte.
Vértigo, Alfred Hitchcock, 1958

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Tengo miedo.

… se besan apasionadamente mientras las olas y la maravillosa música de Bernard


Herrmann rompen también dentro de ellos.

Nuestros protagonistas han entrado definitivamente en la espiral, ya no hay vuelta


atrás. Una vez se ha entrado en ese cono mágico todo se mueve con rapidez, incluso
el corazón lo hace. Deja de ser rítmico.

Aunque será en una de las más extraordinarias escenas de Hichcock, la del café Er-
nie’s donde yo creo que la espiral matemática comienza a tornarse en logarítmica, en
la que nos movemos como en la vida, en una pura metáfora, es el vértigo en sí mismo
el que habita esa espiral, donde percibimos hasta lo que piensan cuando no se ven y
se adivinan. Es una danza sensual donde el deseo nos pone en alerta magistralmente
y esa puesta en escena entre rojos, allí donde la vista busca el verde: allí, allí está,
es ella y su espiral rubia. Perfecta.

El vértigo está realmente en que la mujer amada y deseada es una invención y para
más ironía, muere y no podemos agarrarnos a ella. ¿Miedo?

Pesadillas sobre rojo, ni siquiera Mozart puede salvarle -el maestro de nuevo con sus
ironías-. Vuelve al Ernie’s, la busca, todas las mujeres son ella, todo es ella… y en-

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tonces, de nuevo, otro vestido verde, otro hotel, esta vez el Empire, ella en la ven-
tana, Madelaine, la que no se olvida, revive por segunda vez, otra oportunidad que
regresa de entre los muertos, ahora como Judy. La tiene de nuevo y no es ella. La
moldea y en lugar de desnudarla la viste, la transforma, parece que la recupera hasta
que finalmente sale del baño envuelta en una luz irreal, el imprescindible neón verde.
Madelaine por fin ha vuelto. Incalificables ojos con los que él la mira. Y el beso sobre
el verde de fondo.

Ya lo demás no importa, a partir de ese momento lo que sucederá no importa, aun-


que vuelva a perderla. Aunque muera inexorablemente.

“-Cuanto te he llorado Madelaine


-Te dejé que me cambiaras porque te quería… por favor, quiéreme, quiéreme.
-Es tarde, demasiado tarde. Ella no puede volver.”

Eso si que es realmente vacío. Vértigo. Desear a alguien que no existe. Que nunca ha
existido.

Cuántas mujeres y una sola. La suicida del cuadro, la esposa asesinada, la falsa Ma-
delaine, la verdadera Judy. ¿Es imposible atrapar el amor? ¿Cristalizar el deseo?

No encontrar porque no existe la mujer que se desea, pues sólo existe en él. No po-
demos asomarnos al vacío porque cuando se suben las escaleras, siempre se llega a
un punto final tras el que no hay nada, donde ya no es posible aferrarnos a ninguna
certeza, donde todo se desvanece. Mejor el miedo. Agarrarse a la disculpa en forma
de barandilla. No llegar. No asomarse, no dar lugar a ello porque decimos tener vér-
tigo, un gran vértigo sin fin. El que provoca la espiral, esa maldición geométrica de la
que no podemos escapar. El amor.

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XVII. DESPLAZANDO LA MIRADA. HITCHCOCK VS. GRIFFITH*

Jesús González Requena

I. EMPEZANDO (CENTRANDO) LA MIRADA

Griffith -y hablaremos aquí de él tan sólo en cuanto pri-


mera cristalización del canon de la representación fílmica
clásica -hizo mucho más que descomponer una escena
en múltiples planos y en múltiples posiciones de cámara
diferentes; dotó a esos múltiples planos, a esa vertigi-
nosa sucesión de posiciones de cámara, de una lógica
precisa por la cual las fracturas que éstas suponían en la
continuidad perceptiva de las imágenes quedaban auto-
máticamente borradas. Esa lógica era, sin duda, la de
dramatización del acontecer narrativo; la cámara estaba
siempre en el lugar justo para descubrir en cada gesto,
en cada movimiento, en cada palabra -pues en el cine
mudo también se hablaba- su plena significación narra-
tiva y dramática. Así, las imágenes fragmentarias en-
contraban su sentido en su preciso encadenamiento, en
el juego de sus interrelaciones generadas por el mon-
taje. O dicho en otros términos: cada imagen, cada gesto
y cada acción sólo alcanzaban la plenitud de su sentido
en función a la mirada que las sustentaba -a cada una y
al conjunto que constituían en su ensamblaje-: esa mi-
rada proveniente de un lugar exterior a la representa-
Alfred Hitchcock ción, definible geométricamente en términos de
perspectiva, y que era la del cineasta, pero que era tam-
bién, a la vez, la del espectador.

La plenitud del sentido era también la plenitud de la mi-


rada, pues de hecho el conjunto de la representación se
orquestaba en torno a ese centro nuclear que era el su-
jeto (el del sujeto de la enunciación y, a la vez, su des-
tinatario, el sujeto-espectador).

Podríamos rastrear este mismo canon de la representa-


ción clásica en muchos otros lugares. En la pintura re-
nacentista, por ejemplo, donde el universo representado
se ordenaba, por obra de la perspectiva, en función de
ese centro exterior constituido por el lugar desde el que
miraba el pintor o desde el que habría de mirar el es-
pectador. Qué lejos, sin duda, el sistema de la represen-
tación medieval, románico o gótico, siempre volcado
hacia su interior, a modo de un universo simbólico que no
reconocía otro centro que aquel, interior a la superficie

* Este texto se publico en Contracampo. Revista de cine


David Wark Griffith nº 38, Madrid, invierno 1985.

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de la representación, en el que se encontraba la figura


del Pantocrator. Semejante proceso tiene lugar un siglo
después en el teatro, donde la escena a la italiana acaba
definitivamente con el descentramiento del espectador
medieval, siempre desplazado en torno a un misterio vol-
cado al interior de su orden sagrado o inmerso en la vo-
rágine del carnaval, en su negación rotunda de todo
centro ordenador. Frente a ellos, la escena italiana con-
figura una representación teatral totalmente volcada -y
ordenada- sobre ese vértice perspectivista que habrá de
ocupar un espectador privilegiado.

Y algo semejante sucede en la novela clásica del XIX; en


ella se nos ofrece un universo aparentemente desorde-
nado pero que reposa sobre una mirada que ha adquirido
el don de la ubicuidad y que, desde su perspectiva -que
es a la vez la del novelista y la de su lector- dota de sen-
tido a un mundo de personajes que, ellos sí, se encuen-
tran siempre descentrados, desconcertados.

Finalmente, como último momento ejemplar de esta epi-


fanía del sujeto hasta aquí sólo levemente esbozada,
Hollywood, el cine clásico. La constitución de un mundo
espectáculo nuevamente volcado sobre una mirada ex-
terior pero centrada, dispensadora del sentido más allá
John Ford
de cualquier anecdotario del relato. Griffith: la cámara
está siempre en el lugar preciso que permite a cada
gesto alcanzar la plenitud de un sentido. Ford, Wellman:
la solidez de un mundo sin fisuras que se traduce en las
más sólidas y casi estáticas formas composicionales que
en cada momento certifican el reinado de una ley siem-
pre indiscutible. Hawks: la invisibilidad absoluta del
signo, borrada por la pregnancia del gesto que se des-
pliega en el espacio. Walsh: la apoteosis del raccord, la
plenitud dinámica de una mirada que sutura el mundo
en su constante aceleración...

Es necesario, por tanto, reconocer el cine clásico como


uno más de esos momentos ejemplares en los que tiene
lugar, a través del canon de la representación clásica -del
que la perspectiva nos ofrece su más precisa metáfora-
algo que bien podría ser entendido como una epifanía del
sujeto que mira y que, a través de su mirada siempre
centrada, define ese lugar -su lugar- donde reposa el sen-
tido en su plenitud -es decir: el sentido trascendental.

Es así como el mundo -tal y como es enunciado por la re-


presentación clásica- se torna nítido, absolutamente le-
gible, transparente. Por eso el cine que nace con Griffith
reconoce su metáfora en el espejo: el cine como reflejo
del mundo, como ventana abierta a lo real.
William Wellman

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Espejo y ventana, he aquí dos metáforas precisas, ple-


namente significativas en su complementariedad. El es-
pejo refleja, devuelve imágenes ya existentes en otro
lugar; su elocuencia, al menos aparente, estriba en la
humildad de su ausencia de grosor: tan sólo una super-
ficie donde el mundo se traza. La ventana, a su vez,
habla de una apertura, pero añade también la candidez
de la mirada que, desde su interior, tan sólo limitada por
los cuatro batientes que la enmarcan a modo de panta-
lla, se abre a ese mismo mundo dispuesta a ser objeto
de su fascinación.

Nada, entonces, se interpone entre lo real y la mirada.


Ningún espesor, pues la ventana está abierta y el espejo
es sólo una imperceptible superficie. Además, el marco
se evapora en el mismo instante en que la mirada al-
canza los objetos de un universo que se promete siem-
pre ilimitable -máxime cuando la ventana, con Griffith,
alcanza el don de la ubicuidad, cambia continuamente
de lugar.

Todo reposa sobre ese lugar desde el que el sujeto vive


su apoteosis, que se manifiesta bajo la forma de la apo-
teosis de su mirada.

Howard Hawks
Y ello porque mirar el mundo desde su centro (es decir:
construir un mundo en torno a un centro desde el que
habrá de ser contemplado) es satifacer y borrar -aunque
sólo sea por un instante -esa carencia primaria, esencial,
que alimenta la pulsión escópica.

De ahí, por otra parte, la multiplicación de las posiciones


de cámara. La ubicuidad es aquí la plenitud que colma el
déficit de todo punto de vista, de toda posición de cá-
mara que, por su singularidad, se sabe sesgada, incapaz
de apropiarse del sentido del acto en su totalidad.

Esto mismo explica, a la vez, la clipsación del sujeto de


la enunciación en el film clásico. Pues su eclipsación es la
huella de esa omnipotencia que le confiere su ubicuidad.
Es tal su soberanía sobre la representación que no pre-
cisa diferenciarse de ella ni identificarse, en su interior,
como un punto de vista autónomo, distanciado. Su mu-
tismo no es pues más que el gesto de su soberanía: el
sujeto de la enunciación en el film clásico se manifiesta
entonces tan sólo como la definición de ese lugar central
donde convergen todos los trazados de perspectiva: ese
lugar silencioso y soberano que será a su vez el que
ocupe el espectador, partícipe así de su misma soberanía
que no será otra que la del sujeto -de la mirada- en su
apoteosis.
Raoul Walsh

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II. DESPLAZANDO LA MIRADA

Pero el canon de la representación clásica reposa también


sobre una silenciosa, y por eso especialmente pregnante,
concepción del lenguaje: aquella que la concibe como un
instrumento sin grosor -como carecen de grosor la ven-
tana y el espejo-, quizás maravillosamente flexible, pero
neutro en cualquier caso. Seguramente por eso la pers-
pectiva fue valorada tan sólo como un descubrimiento óp-
tico, como un avance del hombre en la conquista del
mundo y no, en cualquier caso, como un artefacto del len-
guaje. Y aún hoy, a pesar de Einstein y Eisenberg -o de
Freud, Marx y Saussure- queremos seguir creyendo, al
modo renacentista, que el mundo está hecho a la medida
del hombre, organizado para su mirada, y que por eso la
perspectiva es un fenómeno de orden natural.

Y es que el canon clásico es un seguro contra la angus-


tia, la negación tajante de la opacidad del mundo y -pero
es lo mismo, después de todo- del espesor, de la ambi-
güedad del lenguaje. Basta, sin embargo, con desplazar
la mirada para descubrir la fragilidad de ese universo
enunciado por la representación clásica y, de un mismo
golpe, la fragilidad de ese sujeto que en ella ha vivido
tan hermosa como fugaz apoteosis.
William Shakespeare

Pues sin duda la transparencia de ese lenguaje que se


fundía con un mundo humanamente ordenado comenzó
enseguida a desmoronarse. La pintura sufrió la desazo-
nadora experiencia manierista, donde la falsa perspectiva
(que de hecho era una perspectiva doble o múltiple) mul-
tiplicaba los vértices desde donde mirar abriendo paso a
una escisión esquizofrénica del sujeto. Poco después, Las
Meninas, con su juego en espejo, desenmascararía defi-
nitivamente ese lugar imposible desde el que el sujeto
pretendía dominar la representación. La arquitectura su-
frió la misma experiencia a través de una masiva ambi-
guación del espacio, donde un centro geométrico en
apariencia evidente se descubría enseguida como lugar
ilusorio. Luego, el barroco terminaría por constituir la re-
lación del sujeto con el espacio como una vivencia de des-
asosiego, de inestabilidad abocada al desmoronamiento.

Podríamos seguir también los pasos de ese mismo pro-


ceso en el teatro (la ambigüedad manierista de Shakes-
peare, el desbordamiento -netamente barroco- de
Calderón) hasta llegar a ese vacío absoluto del espacio
escénico -y de su palabra- del que Beckett es quizá el
mejor testigo. No es necesario hablar de la novela: ella
misma habla constantemente de su muerte en un apa-
sionado intento de aplazarla.
Samuel Beckett

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No pretenderemos, desde luego, descu-


brir una teología en la historia de las
artes -ni siquiera una negativa. Como
Eugenio D´Ors o Nietzsche sugirieran, no
hay teología posible allí donde se esceni-
fica constantemente la pasión del sujeto,
la permanente oscilación entre su epifa-
nía y su desasosiego. Queremos tan solo,
en lo que sigue, constatar, en el cine, al-
gunos momentos ejemplares de esta ex-
periencia de desplazamiento del sujeto,

Alain Resnais de esta pérdida del confort que la repre- Carl Th. Dreyer
sentación clásica le brindara. No se trata
pues de otra cosa que de constatar cómo
aquella ingenua mirada ha conocido,
también en el cine, la experiencia de la
pérdida de su virginidad. Y ello, entre
otras cosas, porque el cine es el lugar
idóneo para trazar las aventuras y des-
venturas de la mirada.

Sería fácil rastrear las huellas de este


desplazamiento del sujeto en el ámbito
del cine europeo: su íntima proximidad a
Andre Delvaux las vanguardias artísticas de nuestro siglo S.M. Eisenstein
(para las que el canon de la representa-
ción clásica resultaba en absoluto imprac-
ticable, tras su última gran disolución
impresionista) les hacía especialmente
sensibles a este fenómeno. Podríamos en-
tonces hablar de Eisenstein (de su reivin-
dicación constante del cine como escritura,
aún al precio de resquebrajar toda ilusión
narrativa, abriendo así una tradición que
llevaría a Resnais y a Delvaux, sus mejo-
res herederos, a disolver al sujeto en los
marasmos de una memoria carente de
centro, lo que constituiría, a su vez, el
Marguerite Duras Manoel Oliveira
punto de partida de ese colapso de la re-
presentación que habría de materializarse
en Marguerite Duras y en Robbe-Grillet);
de Dreyer (decidido siempre a condensar
la distancia que separa al espectador de la
representación y, a la vez, en un camino
que es muy semejante al del último Ei-
senstein, al de Oliveira o al de Bresson, a
generar una poética del gesto del actor
cuya autonomía y opacidad significante re-
pugnaba toda verosimilitud); del cine ex-
presionista (donde ninguna transparencia
era posible pues el mundo común de la
Alain Robbe-Grillet Robert Bresson

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percepción había sido evacuado por un


sistema de representación en que el
gesto significante sería protagonizado por
una dramática de lo escenográfico); de
Renoir (rechazado todo efecto de realidad
que enturbiara la materialidad misma de
la puesta en escena, entendida ésta como
un juego carnavalesco en el que los arti-
ficios de la representación eran siempre
puestos en evidencia y a la vez expandi-
dos, como en La carroza de oro, hasta in-

Jean Renoir terrogar la posibilidad misma de lo "real"; Víctor Erice


conocemos la brillante herencia de Re-
noir, que tras hacerse presente en el neorea-
lismo y en la nouvelle vague, encontrará sus mejores y más
heterodoxos herederos en Fellini y Pasolini); de Buñuel (cuyo primer
surrealismo era un frontal atentado contra la mirada clásica y cuyo
cine posterior, atento siempre a la inscripción de lo inconsciente en la
superficie de la representación, será el mejor testigo de la vacuidad
de las pretensiones del sujeto)... Y así sucesivamente, nuestra rela-
ción se tornaría indefinida.

Anotemos, tan sólo, un último testimonio preciso: esa pantalla que


ya no es espejo ni ventana, que se descubre como una superficie
Federico Fellini blanca e impoluta en la que ya no es posible ninguna transparencia,
quizás porque ante ella, en el lugar que debiera ser ocupado por el es-
pectador y en torno al cual se ordenara el sentido de la representa-
ción, yace un enigmático cadáver. hablamos, desde luego, de El
espíritu de la colmena, film ejemplar que fusiona una memoria histó-
rica borrada con un monstruo hermoso e inexplicable. Porque ¿quién
puede explicar lo que sucediera tras aquel encuentro amoroso entre
el monstruo y la niña de mirada ingenua (no más ingenua, sin duda,
que la del espectador clásico), quién podría descifrar los móviles de
ese crimen a la vez necesario e incomprensible? Nadie, seguramente,
porque la más arriesgada elipsis que el cine clásico conociera denegó
ya para siempre, en el film de Whale, la representación del suceso,
consagrándolo en la más absoluta opacidad. Se engarza así ese vacío,
esa elipsis soberbia, con el vaciado de la memoria de un pueblo del
Pier Paolo Pasolini
que es nuevamente testigo, pero ya no ingenuo, la mirada de otra
niña. La pantalla vacía, entonces, junto al cadáver del sujeto. Y frente
a ella, siempre descentrada, la mirada de esa niña que descubre su
horfandad a la vez que aprende a dudar de la ley.

Pero, como se sabe, existen dos historias del cine europeo. Una, la
dominante, la del cine-espectáculo, es la de una pobre y constante
repetición del espectáculo hollywoodense. La otra, a la que acabamos
de aludir tan fugaz como irresponsablemente, está escrita brillante-
mente en los márgenes de la primera y su engarce con las tradiciones
de la vanguardia, a la vez que ha apagado su diálogo con el cine de
Hollywood, la ha conducido por unos caminos casi siempre opuestos
a los del gran espectáculo de masas.
Luis Buñuel

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Cantando bajo la lluvia, Stanley Donen, 1952 Fedora, Billy Wilder, 1978

Pensamos por eso más interesante ahora rastrear las huellas de ese desplazamiento
del sujeto con respecto al lugar nuclear que le brindara la representación clásica en el
interior mismo de la historia de Hollywood, es decir, en ese mismo ámbito donde, de
manera casi exclusiva entre las manifestaciones artísticas de nuestro tiempo, el canon
clásico ha conocido su último gran período de esplendor, tanto por la riqueza de tex-
tos que ha generado, como por la dimensión social que su presencia lograra alcanzar.

Cantando bajo la lluvia. He aquí un aparentemente jovial discurso sobre los artefac-
tos de la cinematografía. Una secuencia nos interesa especialmente: aquella en la
que Gene Kelly conduce a la muchacha al interior de un gran plató semivacío para de-
clararle su amor. La sube a una vieja escalera de madera, la ilumina con las luces de
la noche americana y encienden un gran ventilador para que sus cabellos se vean
mecidos por el viento de un atardecer apasionado. Luego la canción y la danza pro-
longarán esta poética estilizada de lo inverosímil. Sin duda: la deconstrucción de la
escenografía en sus artefactos generadores de ilusión se detiene allí donde una de-
terminada plenitud -la del amor, en su absoluta ingenuidad- emerge suturando defi-
nitivamente la ficción (1). Estamos muy lejos, por tanto, de la tortuosa deconstrucción
que en Fedora terminará por abolir incluso la más plena de las evidencias de Holly-
wood, la del primer plano como lugar de reconocimiento del rostro de la estrella, esa
evidencia absoluta que, en su repetición, desafiará al tiempo y evacuará la muerte (2).

Y, sin embargo, aún en su divertida jovialidad, en su ironía siempre blanca y conte-


nida, Cantando bajo la lluvia es ya un acta notarial de un retorno imposible. El es-
pectáculo comienza a tornarse imposible en el mismo instante en que deviene
enunciado. Pues con ello la transparencia de la representación, si aún pervive, es ya
tan sólo en segundo grado. Ha comenzado, por ello, su resquebrajamiento.

Esta primera inflexión posee los ritmos y las cadencias de un período manierista. Junto
a Kelly y Donen, Minnelli, proponiendo un trabajo sobre el color que conduce la pa-

1. Un notable análisis textual de este film, en todo complementario con lo


aquí expuesto, puede encontrarse en Juan M. Company y Jenaro Talens:
"Cenizas del sentido. Acerca de Cantando bajo la lluvia", Contracampo nº
23, septiembre 1981.
2. Cfr. Jesús G. Requena: "Yo fui Fedora" o "La Muerte de lo Mismo", Con-
tracampo nº 21, abril/mayo 1981.

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sión a su disolución en melancolía. (En este perí-


odo de la plenitud de la pasión deberá buscarse por
tanto en clásicos como el Vidor de Duelo al sol.) O
Mankiewicz, jugando, en Mujeres en Venecia, a di-
solver los palacios en decorados y el tejido narra-
tivo del enigma en brillantes juegos de palabras.

Pero es sobre todo Sirk quien, al poblar de espejos


el espacio, anuncia con mayor finura la disolución
del canon clásico. La plenitud manierista del cine
sirkiano estriba precisamente en la aparente invi-

Duelo al sol, King Vidor, 1946 sibilidad de sus enunciados deconstructores. El ar-
tefacto narrativo mantiene su pregnancia y los
dispositivos de identificación atrapan con eficacia
al espectador. Y, sin embargo, el juego de las fisu-
ras se propaga en un trabajo de la puesta en es-
cena que ambigua constantemente la aparente
evidencia del sentido articulado por el relato. Así,
la ausencia de distanciamiento entre el espectador
y la ficción tiene por contrapartida el surgimiento
de otra distancia, sin duda más lábil, pero a la vez
densa en su preciosismo, que se expande en el in-
terior de la representación, una vez que ésta se
desdobla a través de los espejos y de aquellos
Mujeres en Venecia, Joseph L. Mankiewicz, 1967 otros procedimientos de efecto similar.

Ejemplar es, en este sentido, el comienzo de Imita-


ción a la vida -una película que, por lo demás, habla
del espectáculo y de sus pasiones. La pantalla, en
un comienzo negra, se llena poco a poco de gruesos
diamantes -evidentemente falsos, tanto por su gro-
sor como por su desmedida cantidad- que terminan
por recubrirla en su totalidad. Una pantalla, o un es-
pejo, de brillos que ya no proceden de ningún lugar,
de reflejos que no reflejan nada... salvo el propio
espectáculo o, mejor, la espectacularidad vacía del
espectáculo, reflejándose a sí misma sin coartada,
sin referente alguno.
Imitación a la vida, Douglas Sirk, 1959

Aunque quizás sea aún más ejemplar el final de este


extraño film que habla de la imitación de la vida
pero, también, a modo de reverso aún más opaco,
del fausto de la muerte.

En un momento postrero, cuando ya la comitiva que


acompaña el féretro de la negra Annie ha iniciado su
marcha, la cámara, hasta ahora borrada -o fasci-
nada- por la soberbia representación funeraria a la
que la propia Mahalia Jackson ha brindado su voz,
opta por instalarse en el más extraño de los lugares.
Tras el escaparate de lo que parece una tienda de
Imitación a la vida, Douglas Sirk, 1959

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antigüedades, de cuyos objetos sólo puede identificarse una pequeña armadura pre-
sente en el extremo izquierdo del cuadro, mostrando la comitiva tras unos cristales
fragmentados por delgados listones de madera.

Es necesario decir que esta enigmática tienda no ha aparecido nunca a lo largo del film
ni desempeña en él la menor función narrativa; nunca, por tanto, lograremos siquiera
conocer su fachada. Y, sin embargo, la cámara se ha situado en su interior para frag-
mentar la imagen con los listones de su escaparate, para reencuadrarla (a modo de
pantalla) con el propio marco de ese escaparate y, aún, con los oscuros objetos que
lo pueblan en su parte inferior y en los laterales.

Si en esta última secuencia del film la representación -siempre fuertemenete eviden-


ciada como tal- de la Muerte se nos ha ofrecido con toda su fastuosidad y con toda
su opacidad, en el último instante el texto bascula hacia la enunciación para designar
una mirada vacía, sin identidad y sin función -la mirada, pues-, perpleja y opaca como
la propia repreentación que construye y se ofrece.

Otro momento señero del desplazamiento de la mirada se encuentra en uno de los


más silenciados films de Orson Welles: La dama de Shangai. Si la obra de Welles -
como hemos tratado de argumentar en otro lugar (3)- se caracteriza por una hiper-
trofia omnipotente -e histérica- del sujeto de la enunciación, aquí, sin embargo, este
mismo sujeto experimenta, de manera neta, la puesta en escena de su castración.

El punto de vista es constante, sistemático: el de ese personaje, encarnado por el


propio Welles, que, al modo usual en el relato negro de intriga, se ve inmerso en un
intrincado enigma policíaco. He aquí, pues, el lugar por el que el espectador se intro-
duce en el universo del relato. Pero el enigma pasa enseguida a segundo plano desde
que un cuerpo deslumbrante fascina definitivamente su mirada -la del personaje, la
del espectador, pero también la de la cámara, es decir, y por primera y única vez en
Welles, la del sujeto de la enunciación. Es tal el poder de ese cuerpo que concita las
únicas luces resplandecientes de un film tan oscuro y contrastado como éste. Es el

3. Cfr. Requena: "La modernidad (?) de Ciudadano Kane. A propósito del


sujeto de la enunciación", Contracampo nº 34, primavera 1984.

La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947 La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947

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La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947 La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947

cuerpo no de una mujer, sino de la mujer: absoluto, perfecto, siempre distante, in-
tangible. La mujer como ese fantasma fascinante y castrador que tan bien describiera
Maupassant y luego -casi un siglo después- estudiara Lacan. Pero, también, un cuerpo
mítico y fantasmático que, en el texto del film, remite a una bien precisa intertex-
tualidad: el cuerpo, siempre inalcanzable, literalmente intangible, eternamente in-
maculado, de la estrella. Es por tanto del espectáculo de Hollywood de lo que aquí se
nos habla.

Todo conduce entonces, inexorablemente, a la inolvidable secuencia del laberinto de


los espejos. En ese lugar donde ningún centro es posible porque las imágenes se mul-
tiplican indefinidamente en un auténtico laberinto de perspectivas contradictorias, el
esfuerzo inútil, abiertamente esquizofrénico, de recentrar la mirada, de recuperar una
identidad que ha sido devorada por el cuerpo de La mujer, sólo puede conducir a la
muerte. Una muerte que, sin embargo, se demora al ritmo de las balas que quiebran
indefinidamente los cristales sin por ello lograr descubrir el origen de las imágenes que
en ellos se reflejan.

Y es así como la castración del sujeto, otrora espectador privilegiado, comienza a ha-
cerse presente en el interior de las nuevas representaciones. La pierna enyesada del
mirón de La ventana indiscreta, en torno a la cual se desplaza una especialmente eté-
rea Grace Kelly, es sin duda una de sus más jocosas manifestaciones. otra, esta vez
amarga, casi desesperada, tendrá lugar en Vértigo, donde el cuerpo de La Mujer Es-
trella será objeto de la más rigurosa deconstrucción, hasta ser explicitado como fan-
tasma, es decir, como proyección imaginaria de esa carencia esencial que anida en la
mirada del sujeto.

También aquí el film es absolutamente riguroso en la adopción del punto de vista del
varón protagonista. Todo el artefacto clásico generador de identificación se moviliza
para atrapar al espectador en el interior de ese personaje enamorado de una mujer
evanescente. Y luego, enseguida, un brutal desplazamiento de mirada disocia al es-
pectador del personaje para obligarle a constatar la imposibilidad absoluta de su
deseo: la mujer amada es, literalmente, un fantasma, ni siquiera murió, pues nunca
llegó a existir, nunca fue más que una representación. Pero el film no se detiene aquí:
en un nuevo y sorprendente cambio de registro pasa a adoptar el punto de vista de
la otra mujer, la que entonces encarna al fantasma, para así brindarnos acceso a su

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padecimiento cuando es obligada, de nuevo, a repetir una interpretación que, sin em-
bargo, esta vez será ya deficitaria (4).

Pues no es el cuerpo real el que importa: lo único que importa es el fantasma. Y el


fantasma, sin duda, puede ser representado: pero la deseabilidad de su representa-
ción es correlativa de la ignorancia de su carácter, de la virginidad de la mirada que
la constituye en objeto de deseo. Así, cuando la representación es enunciada, desen-
mascarada, el fantasma la abandona y el objeto de deseo entra en un proceso irre-
versible de descomposición.

Sabotaje. Imposible recordar su artificiosa trama narrativa. Poco importa en un film


cuya belleza reside en sus insólitas apuestas o, si se prefiere, en la eficaz diegetiza-
ción de representaciones inverosímiles. La doble perspectiva manierista encuentra
aquí algunas de sus imágenes más sorprendentes. Una de ellas es, además, el pro-
ducto de una brillante ironía: el héroe y el pérfido espía aferrándose a la inmensa
nariz de la estatua de la Libertad (5).

La otra es aún más notable, pues en ella el propio artefacto cinematográfico es enun-
ciado para disolver toda pretensión de autonomía (de clausura, en suma) del universo
de la ficción. El héroe, por fin aliado con la policía, persigue al espía en el interior de
una sala cinematográfica mientras tiene lugar la proyección de un film. El espacio es-
cogido impone su propia lógica a la cámara, en un juego de campo/contracampo que
combina las imágenes de la pantalla con las del patio de butacas en el que un público
apacible disfruta confortablemente del espectáculo. Es así como la pantalla en la que
se proyecta Sabotaje se constituye en espejo no sólo de sí misma sino también del

4. El déficit, sin embargo, recorre Vértigo de principio a fin a través de su


notable articulación melodramática. Así uno de sus personajes -la diseña-
dora de ropa interior enamorada del protagonista- no desempeña otro papel
que el de encarnar la herida (y su punto de vista) desde el comienzo del
film. De ahí que cuando la herida circule y se encarne en otros personajes
será ya innecesaria su comparecencia en el relato.
5. Algo muy semejante a lo que sucederá más tarde en North by Northwest;
Cfr. Requena: "En el umbral de lo inverosímil", Contracampo nº 23, sep-
tiembre 1981. En aquella ocasión tratamos de desarrollar un aspecto en el
que ahora no podemos detenernos: el carácter manierista del trabajo hitch-
cockiano en el ámbito de la construcción narrativa.

Sabotage, Alfred Hitchcock, 1942 Sabotage, Alfred Hitchcock, 1942

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espacio institucional (la sala cinematográfica) de la


que forma parte. Lo que importa, sin embargo, es
el juego de ambiguación de este (doble) espacio.
Por ello, para mejor disolver los límites de uno y
otro ámbito, la cámara de Sabotaje busca identifi-
car su cuadro con el de la pantalla que observa, es
decir, con el propio encuadre de la película que en
la sala se ofrece.

Una película que, además, se nos presenta como


una sucesión de inmensos primeros planos que
constituyen el insólito paisaje ante el que se des-
plaza la negra y diminuta figura del espía en un
gran plano general. Se trata, pues, de invertir los
valores: el personaje propuesto como "real" en la
diégesis (el espía nazi) queda convertido en una
mínima sombra que ni siquiera oculta los grandes
rostros, bien iluminados y moldeados en profundi-
dad, de los personajes que, en la diégesis, no son
más que imágenes de un film.

Contraste, pues, de volúmenes (sombras contra


imágenes que pretenden poseer una corporeidad),
de masas (inmensos rostros contra una silueta
negra y diminuta), pero también, para que el arti-
ficio de la doble perspectiva alcance su plena rea-
lización, contradicción en las posiciones de cámara:
la cámara de Sabotaje no ocupa el centro del patio
de butacas, su eje de visión, por tanto, no se co-
rresponde con el eje de proyección del film que
constituye su paisaje (o, si se prefiere, con el eje de
visión de los espectadores que llenan la sala). Es así
como dos construcciones de perspectiva diferentes,
autónomas, son entrecruzadas hasta volatilizar todo
centro inequívoco (trascendente, matriz del sentido)
en el que la mirada clásica pudiera asentarse.

Todo se juega pues en un sofisticado dispositivo de


acoplamientos y desacoplamientos entre los dos es-
pectáculos fílmicos que tan insólitamente han sido
entrecruzados. Pues nuestro espectáculo, en cuanto
espectadores de Sabotaje, no coincide con aquel al
que atienden los los espectadores diegéticos. Y, sin
embargo, ambos tienden a converger en el infinito.
Así, el disparo del espía coincide con el de un per-
sonaje de la pantalla y nadie, en la sala, repara en
el cuerpo del espectador que se desmorona sobre
su butaca pues el disparo "real" sólo ha sido mar-
cado por una vaga mancha de humo en el borde in-
ferior de la gran pantalla.

Sabotaje, Alfred Hitchcock, 1942

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He aquí, pues, lo que Sabotaje nos brinda: la plena


disolución de ese espacio pregnante, aun cuando ilu-
sorio, que en Griffith se constituyera hasta erigirse
en un universo (ficcional) dotado de la más absoluta
autonomía. Si el "buen raccord" clásico fue siempre
su mejor garante, es difícil no constatar como aquí
el más preciso raccord de la secuencia -el del dis-
paro- lejos de garantizar la clausura de un universo
de ficción, actúa como raccord (como proceso gene-
rador de un efecto perceptivo de continuidad) que
atraviesa dos distintos universos ficcionales (el de
Sabotaje y el del film que en su interior se proyecta)
distintos, más ya no, en ningún caso, autónomos.

Pero antes de abandonar este fascinante film (la


medida de tal fascinación no es otra que la de su
potencia para desplazar nuestra mirada) debemos
anotar un rasgo decisivo que define ejemplarmente
su distancia (su perversión) con respecto al canon
clásico. En la secuencia que comentamos es difícil
no reconocer la producción, en el ámbito especí-
fico de la representación, de un volumen de sen-
tido (sobre el artefacto cinematográfico, sobre la
multiplicación de los espejos en espejo, sobre el
propio sistema de la representación clásica y sobre
las ilusiones de sus universos clausurados... sobre,
en suma, la presencia de un trabajo del lenguaje,
de una escritura, diluyendo los aparentemente in-
equívocos límites que separarían lo real de lo ilu-
sorio) totalmente autónomo con respecto al sentido articulado por el dispositivo
narrativo del film. O en otros términos; un trabajo de la representación, de la verti-
cal metafórica del texto, que no se pliega, como en el film clásico sucediera, a la es-
tructuración del relato en tanto que matriz del sentido del film (6).

Existe, no obstante, un film decisivo a partir del cual, de alguna manera, la escritura
fílmica clásica se vuelve imposible. Este punto de no retorno, respuesta precisa -y no
menos teórica- a los tratados de perspectiva de Leonardo da Vinci es, en nuestra opi-
nión, La ventana indiscreta. La importancia de este film hitchcockiano reside en el
rigor -incluso geométrico- con el que aborda la inscripción en el interior de su repre-
sentación, y desplazándose definitivamente con respecto a él, del sistema espacial
sobre el que se sustentara la representación clásica.

6. Hemos tratado de demostrar la presencia de un trabajo semejante (del


orden de la representación en la producción de un volumen de sentido to-
talmente autónomo con respecto al generado por la articulación narrativa)
en Requena: Si en ambos casos este trabajo manierista de la representación
no entorpece nunca el desarrollo y la legibilidad del dispositivo narrativo
(que responde, por lo demás, a pautas de género fuertemente codificadas),
se hace necesario, sin embargo, constatar una notable diferencia entre
ambos cineastas: lo que en Sirk casi roza la invisibilidad para una mirada no
sofisticada en Hitchcock en cambio, resulta mucho más evidente, especial-
mente por lo que se refiere a su gusto por los alardes escenográficos (pero,
como se sabe, los alardes escenográficos constituyeron, también ellos, una
de las pasiones de los manieristas del XVI).

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La ventana, abierta de día y de noche (sólo una vez será


cerrada, pero por medio de unas cortinas que actuarán
a modo de telón; en todo caso el deseo de mirar del
personaje obligará a su apertura inmediata), actuará
como la explícita plasmación de la pantalla cinemato-
gráfica. A un lado, el espectador, privilegiado por su có-
moda posición de voyeur, pero a la vez paralítico,
incapaz de despegarse de su butaca. Al otro lado, una
serie de imágenes fragmentarias, como son siempre las
cinematográficas. Así, el protagonista, desde su centro
de observación, será el vértice desde el que se otorgará
el sentido a las múltiples imágenes proyectadas.

Hasta aquí, el canon clásico -y la configuración espacial


que lo soporta- enunciado con absoluta precisión. Pero,
como ya advertimos, el fin de su mutismo soberano
será el comienzo de su desarticulación. Por ello la cá-
mara, allí donde no se pliega totalmente a la mirada del
personaje, tenderá a trazar, con su eje de visión, una
línea perpendicular sobre la que es definida por la mi-
rada de aquél. Una línea, por ello, que atravesará, en su
desplazamiento, la que sustenta el dispositivo clásico
de la visión (de la representación).

Pero no es sólo esto. Una serie de microdispositivos dis-


tanciadores interceptan puntualmente la identificación
con el protagonista: se trata de introducir, en los mo-
mentos apropiados, la distancia suficiente que obligue
al espectador a constatar su incipiente locura, la pasión
desmedida de su mirada devoradora. Una locura que,
por lo demás, resulta contagiosa: poco a poco cada uno
de los personajes resultará impregnado por ella (ex-
cepto uno, sin duda, pero la mirada de ese policía ali-
mentará su locura en la visión de las huellas de la
entrega -a otro- de la mujer).

Por otra parte, nuestro personaje, en su parálisis, se


nos descubre incapaz de introducirse plenamente en el
universo de la ficción: la pantalla se dobla en dos ven-
tanas entre las que media siempre el foso del patio, un
espacio vacío pero infranqueable. El deseo que anima
su mirada no puede pues materializarse. Queda así su-
primida la inmediatez del universo ficcional que es una
de las manifestaciones de la transparencia de la repre-
sentación clásica. Además, su película, ese relato cons-
truido con fragmentos a los que trata
desesperadamente de dar un sentido unitario, se des-
cubre en la materialidad de su fragmentación, es decir,
como una serie de imágenes discontinuas, carentes de
raccord, entre las que median las más impertinentes

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elipsis. Los primeros planos, aun cuando son posibles, se evidencian aún más en su
discontinuidad: precisan, para su realización, de un pesado y grueso teleobjetivo.

Diríase que así Hitchcock nos ofreciera la más meditada y sistemática deconstrucción
de ese sistema de la representación clásica que encontrara su primera cristalización
ejemplar en Griffith y que luego prolongara su reinado durante más de tres décadas.
El que ese mismo sistema de representación sea el empleado por Hitchcock para su
desenmascaramiento no debe llevarnos a equívoco; tal es la regla manierista: per-
vertir, evidenciar el canon clásico desde su mismo interior.

Existe en Hitchcock un plano ejemplar: aquel, en Psicosis, del inmenso ojo de An-
thony Perkins que, iluminado y fascinado por la luz que procede del agujero por el que
espía, contempla a la bella -y, también ella, pecadora- mujer que se desnuda en la ha-
bitación contigua. Ese ojo, que es sin duda el del espectador, se presenta, sin em-
bargo, como lo hiciera la mirada del protagonista de La ventana indiscreta,
perpendicular a nuestra propia mirada. Es difícil una mayor y más explícita enuncia-
ción del desplazamiento del sujeto: nos vemos mirando, y, a la vez, nos vemos mi-
rados pues, en otro nivel del texto (en el narrativo) nos encontramos todavía
identificados con esa mujer amenazada.

Es de la pasión y del riesgo de mirar de lo que aquí se nos habla. Por eso ese ojo re-
cortado por el haz de luz procedente del agujero que su mirada penetra en una de las
imágenes más pregnantes y abstractas que el cine ha conocido. El ojo como abstrac-
ción, suspendido en el acto apasionado y vicioso de la mirada.

Luego todo se desencadena. Es necesario olvidar la anécdota narrativa para com-


prender que la antológica secuencia de la ducha es, en su totalidad, generada por
esa mirada. Es ese ojo, es esa mirada quien goza descuartizando -y fetichizando- el
cuerpo de la mujer en multitud de planos fragmentarios. Pues aquí la fragmentación
de la planificación se convierte en la más expresiva sinonimia plástica del descuarti-
zamiento. El cuchillo que a la vez rasga y penetra el cuerpo de la mujer no es des-
pués de todo más que la metáfora de esa mirada. Y el tiempo, en su flagrante
distorsión, ya nada debe al tiempo verosímil del relato: es el tiempo -onírico, fantas-
mático- en el que se desenvuelve la pasión devoradora de esa mirada.

Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960

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XVIII. EPÍLOGO

El distanciamiento, el extrañamiento. Está en Klein, en Angelopoulos, en Tarkovski. Es


el realismo metafísico, que hallamos en su justa medida en Alfred Hitchcock, y en es-
pecial en su obra maestra Vértigo. La reflexión sobre la identidad personal, colectiva
o antropológica es una constante en el cine de Hitchcock, siempre preocupado por
descubrir los mecanismos ocultos que subyacen en lo aparente. Bajo el aspecto de
Kim Novak, la Madeleine de Vértigo representa el ideal reali-
dad-ficción que nos puede envolver en su magia, hechizarnos,
fascinarnos en su misterio, hasta hacernos llegar a la obsesión,
la locura y la muerte. ¿Es posible transformar lo que no tiene
poesía en algo poético? La respuesta es esta Madeleine, el
poder de convertir lo prosaico en algo significativo, la humildad
de respetar la materia primigenia, si no queremos destruir pre-
cisamente, la imagen re-creada que nos ha subyugado.

CM retrato de Chris Marker a 24 imágenes-segundo,


Nacho Cagiga, Ediciones de la Mirada, Valencia, 1998.

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TEXTURAS

CHRIS MARKER / JOSÉ ÁNGEL VALENTE


LAS VARIACIONES MARKER, ISAKI LACUESTA
EL LUGAR DEL POETA, DAVID DEL ÁGUILA

LA ENFERMEDAD INFANTIL
RENÉ VAUTIER
MICHAEL MANN DEL IZQUIERDISMO
ÉTIENNE DAVODEAU
EN EL CINE

LA EVIDENCIA DEL FILME PRODUCTORES EN EL


EL CINE DE
CINE ESPAÑOL
ABBAS KIAROSTAMI
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TEXTURAS

DONDE HABITA EL POETA (LAS VARIACIONES MARKER,


ISAKI LACUESTA Y SERGI DIES, 2007 / EL LUGAR DEL POETA,
DAVID DEL ÁGUILA, 2007)

Nacho Cagiga

El retrato fílmico es un género situado entre el documental y la ficción,


entre el ensayo biográfico y el diálogo fílmico, que permite reflexionar
sobre todo un mundo a partir de la figura individual de un personaje,
cuya silueta nos permite, o nos puede ayudar a hacerlo, contemplar el
transfondo sobre el cual se recorta. En Francia ha sido largamente fre-
cuentado cuando la imagen era todavía cinematográfica (con el cine-
verdad a la cabeza), y ahora que el vídeo y la televisión lo permiten, es
una fórmula ampliamente aceptada en todo el mundo. En España, pese
a algunos espléndidos ejemplos, como los dos retratos colectivos reali-
zados sobre la familia Panero, por Jaime Chávarri y Ricardo Franco, o los
Juguetes rotos (1966), de Manuel Summers, esta tradición ha sobrevi-
vido con muchos altibajos, y no siempre con tan excelsos resultados. El
año pasado se produjeron dos interesantes producciones, una sobre el
cineasta francés Chris Marker, él mismo un maestro del retrato fílmico,
y otra sobre el gran poeta José Ángel Valente. Ambos realizados en
vídeo, el primero, Las variaciones Marker, para acompañar la edición
de un pack en DVD, editado por Intermedio, escrito y dirigido por Isaki
Lacuesta, y que cuenta con la decisiva aportación del montaje (y voz en
off) efectuado por Sergi Dies; el segundo, El lugar del poeta, es un do-
cumental de formato televisivo, escrito y dirigido por David del Águila,
y que cuenta con la colaboración en montaje y producción de Alberto
Gómez, ambos fundadores de la productora 29letras. Las dos produc-
ciones intentan acercarse a la vida y obra de unos excepcionales auto-
res, y en los dos casos, juega una gran importancia el espacio, la
geografía por la que esos autores han deambulado a través del celu-
loide y el papel, de la imagen y la palabra. Veámoslos más en detalle.

1. LAS VARIACIONES DE MONSIEUR MARKER


Las variaciones Marker, Isaki Lacuesta y Sergi Dies, 2007, 34'

El resultado de esta propuesta es un mediometraje compuesto a cuatro


manos sobre la base de algunas imágenes que a lo largo de su trayectoria nos ha brindado el ma-
gistral autor de La herencia de la lechuza (L´héritage de la chouette, 1989). La enunciación de
este último título no es para nada casual (se trata de ua serie televisiva que indaga sobre la cul-
tura griega). El Chris Marker al que defiende mayoritariamente la modernidad actual, dentro de
la cual podemos encontrar Las variaciones Marker, o la propia introducción escrita por Gonzalo
de Lucas en el cuadernillo editado para acompañar al pack, nos habla ante todo de un Marker co-
locado en dos de las cuatro coordenadas en las que suele ser situado habitualmente, a saber:
Japón y los gatos. Nada que objetar, sin duda, a esta visión fragmentaria de un cineasta que
tantas y tantas imagenes de Japón y de los gatos nos ha regalado a lo largo de su extensa fil-
mografía. Pero uno no puede menos que echar en falta las otras dos coordenadas sin las cuales

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TEXTURAS

el retrato de Chris Marker no puede estar com-


pleto: Grecia y las lechuzas.

La lechuza puede considerarse igualmente un


signo de conocimiento y de muerte. El grito de la
lechuza presagia la muerte, de igual manera que
es un ave considerada un símbolo de cómo ver a
través de la oscuridad, en su caso para cazar y
sobrevivir. En este doble sentido la lechuza ya se
relaciona con la antigua Grecia, con la búsqueda
de la verdad mientras nos movemos en las ti-
nieblas, con una forma de existir en un mundo
rodeado por las sombras de la muerte, lo que
atañe y condiciona a nuestra propia búsqueda de
verdad y sabiduría (en el sentido de conoci-
miento filosófico). Así las cosas, se podría esta-
blecer que si Japón significa el lado humano y ético de Marker y supone, como dijo Semprún en
su libro Montand la vida continúa (1983): "la máscara de la vida desenmascarada. La máscara
fría y refinada de la muerte sobre las múltiples caras de la vida. La máscara desmaquillante del
más allá sobre el ser-aquí", lo que proporciona un punto de vista sub species aeternitatis, Gre-
cia otorga el aliento cultural y estético de Marker. Del cruce de caminos entre estos dos puntos
cardinales sale el arte markeriano. Si Japón es la tradición, Grecia es la experimentación. Si un
gato es el emblema de la oposición al poder, la lechuza es el emblema de la vida entendida como
conocimiento, pero visto éste desde su estadio superior, un conocimiento metafísico. En térmi-
nos cinematográficos podemos decir que, si bien Marker siempre ha rechazado el término de ci-
nema-verité para su cine, no es menos cierto que, dicho con sus palabras, para él "la verdad
puede no ser la meta pero sí el camino". En mi opinión, por lo tanto, su cine se fragua estética-
mente en la búsqueda experimental de un conocimiento (que no tiene que ser ya solamente fi-
losófico, sino inclusive existencial y místico), tal y como se dió en la Grecia clásica, pero también
tal y como la cultura de la Grecia moderna, partiendo de sus clásicos, ha frecuentado en auto-
res como Theo Angelopoulos, Vasili Vasilikós, Petros Márkaris, Yannis Ritsos, Eleni Karaindrou,
Mikis Theodorakis o Iannis Xenakis. Un arte del mito que, a día de hoy, se encuentra inmanente
en la vida cotidiana, a la que hay que interrogar para ir descifrando su misterio.

Volviendo al film de Lacuesta y Dies, prácticamente nada encontramos de este rastro. Resulta
chocante porque no creo que se pueda entender bien a Marker si esa coordenada de experi-
mentación, propia de lechuza helénica que le caracteriza, se deja de lado. Y, por contra, uno en-
tiende porqué el elemento asiático acaba teniendo tanta importancia, ahora que lo oriental tiene
su boom particular. Que la pobre Grecia haya quedado enterrada bajo las aguas, como la mítica
Atlántida, parece muy acorde con los signos de los tiempos en los que vivimos. El film intenta
pues un retrato de un autor que se encuentra de alguna manera ausente, que da la sensación de
haberse ido de vacaciones dejándoles, en compensación, unos souvenirs de cartas postales, para
que ellos tentaran la realización de su película. En honor a esta ausencia, los cineastas catalanes
han hecho un film de epígonos. Han remontado a Marker para intentar conseguir lo imposible,
una variación markeriana. Evidentemente, no es que no sea posible realizar una variación desde
la obra de Marker, como no lo es, en efecto, considerar el cine markeriano como toda una serie
de variaciones en sí mismo. Pero creo que nos estamos perdiendo algo verdaderamente impor-
tante si nos quedamos aquí, porque la filmografía de Marker tiene un valor más allá de la in-
fluencia recibida, como el cine de Isaki Lacuesta tiene un valor por ser él mismo, más que cuando
mimetiza el estilo de otro. Ya se sabe que a todos nos gusta vampirizar, pero hay que tener la
honestidad como autor para buscar siempre algo nuevo. No me cabe la menor duda que ese há-

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lito se encuentra en la inspiración como cineasta de La-


cuesta, pero, por una vez, y es cuanto menos irónico que
sea aquí, precisamente, con un autor que siempre busca
una forma nueva de expresión, donde ese impulso le ha
fallado. Y, en mi opinión, esa carencia tiene que ver con
el silencio guardado ante la importancia de esa cultura
griega de la experimentación.

La mirada de Marker se construye en parte, como bien


nos resalta Lacuesta en el capítulo de “Los trazos”, de
una manera que las palabas citadas de Henri Michaux
saben expresar, aunque en principio no estén escritas
pensando en su cine, sino en la lengua china; pero, por
otra (aquí silenciada), con el mundo de las Ideas plató-
nico. La realidad es el recuerdo de una idea, puede ser
incluso que en Marker sea más bien el recuerdo de una
imagen, vista con anterioridad y perteneciente a un
mundo que se escapa al poder desgastador del Tiempo. Todo es recuerdo. La memoria -y no "los
sucesos silenciados y el poder represivo de la cámara" (como apunta Gonzalo de Lucas)- es el
verdadero centro de gravedad de su cine. Pero es una memoria contemplativa que tiene que ser-
vir para generar una esperanza, algún tipo de utopía, de un mundo ideal/imaginario, al que vol-
vemos milagrosamente en contados y especiales momentos de nuestra vida, mientras somos
destinos telúricos. Así, entre la memoria y la esperanza, entre el ensayo y la ciencia-ficción, se
conforma el mapa markeriano. Lo bueno es que, en Marker, no existen compartimentos estan-
cos, con lo cual no podemos relacionar enteramente al pasado con Japón y al futuro con Grecia,
o viceversa, porque todo se encuentra sabiamente mezclado, lo que implica que si uno disocia
una de las partes, nubla la mirada auténtica con la que Marker crea sus ensoñaciones fílmicas.
Porque con Marker, al igual que pasa con Tarkovski y también con Vértigo (Vertigo, Alfred Hitch-
cock, 1958), el espectador entra en una zona que bien recuerda al espacio de los sueños, ya
sean éstos vistos como pesadillas o como ficciones maravillosas. El uso de las imágenes marke-
rianas empleadas en Las variaciones Marker remite a esa zona onírica, pero el montaje utilizado
no termina de encontrar la vía de acceso que nos permitirá adentrarnos en esta zona o disposi-
tivo laberíntico que supone la obra markeriana. En definitiva, se necesitaba otra mirada, no la mi-
metizada por Lacuesta y Dies, sino quizás la suya propia, la de ellos mismos emplazada en el
margen de ese tema central que es Marker, para poder aventurarse en esa zona en la que, como
en todos los espacios poéticos y artísticos, una pregunta nos aguarda. Por desgracia, en esta
ocasión, Marker se les ha escapado marchándose de vacaciones. ¿A Atenas quizás?

2. LA LUZ, EL DESIERTO... LA MUERTE


El lugar del poeta, David del Águila, 2007, 50´aprox.

La perspectiva desde la cual David del Águila nos muestra a José Ángel Valente es telúrica-es-
pacial. La importancia del relato reside en todo momento en el espacio elegido por Valente tras
su regreso a España, tras su paso por Oxford y Ginebra, lugares propios de la Europa sombría,
con la intención de encontrar el paisaje físico de su mundo poético. Éste aparece ante sus ojos,
finalmente, en Almería, en el Cabo de Gata, el desierto de Tabernas, el barrio de La Chanca, y
como último confín del camino, en su casa misma. Todos estos lugares tienen en común la bús-
queda de una luz, que alumbre una realidad bañada por una inquietud mística, en la que la vida
adquiere un poso espiritual que necesita del lenguaje para ser invocado. El documental, otro me-
diometraje, se apoya sabiamente en las entrevistas realizadas a amigos y escritores que le fre-

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cuentaron en vida, muy especialmente en su etapa


almeriense, hasta su muerte en el año 2000.

Del Águila juega por lo tanto de manera muy cons-


ciente con el paisaje que sirvió de estímulo e ins-
piración al poeta. El recorrido intelectual al que
asistimos tiene su justo anclaje terrenal en los pa-
rajes que Valente mismo recorrió y amó. También
su dedicación mundana a revalidar un barrio como
La Chanca, que vivía una marginalidad propiciada
por los poderes públicos y privados. La lucha y el
empeño de Valente para dignificar estos lugares, y
no permitir que fueran pasto de oscuros intereses,
nos muestra a un hombre comprometido política-
mente (en el sentido griego del término) por el en-
torno que le rodea y que le hace, en tanto que
poeta y como hombre. Ver imágenes de Valente
en actos civiles para proteger esos paisajes y esa
realidades ciudadanas demuestra que lo espiritual
no está reñido con lo prosaico, cuando precisamente esa espiritualidad depende en gran medi-
dad del destino de esa realidad natural y social. En consonancia, ese parece ser también el com-
bate del cineasta, David del Águila, que también se expresa a él mismo en el diálogo que entabla
con el poeta Valente. Precisamente, por esa elección sobre la materia habitable, es posible ha-
blar también de la otra tierra de Valente, Ourense, y las peculiaridades gallegas que conservaba
en su persona. Sin embargo, y sin renunciar a esa idiosincrasia gallega, la tierra elegida, casi pro-
metida, por el poeta, por sus palabras, es la aridez desértica y luminosa de Almería.

Las sucesivas entrevistas que jalonan el sucinto metraje nos hablan del valor pesonal y artístico
de Valente, pero siempre a partir de su compromiso con el espacio almeriense. Todas ellas nos
retratan cabalmente a uno de los autores más importantes del siglo XX, y junto a sus logros po-
éticos, podemos observar testimonios insólitos, como esas fotografías que lo muestran junto a
su amigo Juan Goytisolo siguiendo los pasos flamencos de una cantaora en La Chanca. Poco a
poco, las palabras de sus amigos van desvelando el valor de su poesía: se habla de su tenden-
cia a lo transcendente, del misticismo, del amor físico a lo telúrico, a la luz, a la labor espiritual
del poeta, a su amor a los libros y a las palabras, su serena y convulsa preocupación ante la
muerte. Pero quizás el elemento que más llama la atención es la radicalidad y el compromiso ante
su propia obra. Todos coinciden que Valente no era un autor mediático, que construyó su obra
en soledad (lo que nunca le apartó de la solidaridad fraternal que lo animaba constantemente),
y que fue celoso de su individualidad creativa, buscando, como dice Goytisolo, aportar algo nuevo
en la tradición lingüística y literaria de la que partía: la lengua española (también la gallega) y
el misticismo tal y como lo concibiera San Juan de la Cruz.

Sin embargo, es con el propio Valente, con su voz, con las fotografías que nos muestran su ima-
gen, con los pequeños documentos fílmicos en que lo vemos reivindicar la poesía como un ejer-
cicio situado más allá de los favores sociales o literarios, con el que el documental toma su
verdadera dimensión. Para ello habrán sido necesario esos planos preciosistas que nos muestran
ese espacio real y poético a un tiempo, y en el que Valente encontró su lugar en el mundo. Tam-
bién los diversos testimonios que nos habrán contado a Valente. Y, por supuesto, una sentida
banda sonora que une la evocadora composición original de Juanma Hidalgo con diversas can-
ciones flamencas compuestas a partir de poemas de Valente, así como con las entrañables voces
de José Sacristán y del propio poeta (sacada de documentos de archivo). Pero todo ello sirve, en

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última instancia, para que el retrato del


autor aparezca ante nosotros en su ver-
dadera dimensión. El artista y el hombre
formando un todo asociado a su más ín-
timo contexto espacial. Áquel que le ha
permitido tomar forma material al
mundo no extenso que se encontraba en
su interior, dispuesto a ser expresado,
confrontado siempre al horizonte de una
muerte que ya no es siquiera humana.

Se me ocurre que podríamos citar al pro-


pio Valente para apreciar conveniente-
mente este retrato compuesto por David
del Águila (a quien quizás sólo reprocha-
ríamos un exceso de post-producción
que nos revela el caracter excesivamente
televisivo de su propuesta), con unas pa-
labras que marcan la mayoría de edad del arte moderno: "hay que entender no entendiendo."

A MODO DE CONCLUSIÓN

Mientras que el film sobre Marker falla parcialmente al darnos la tierra en la que hundir las raí-
ces de su obra, la película sobre Valente se hunde hondamente en la tierra que conforma el es-
pacio vital del que Valente hizo brotar su poesía. Esa diferencia capital es la que en verdad
determina el valor de uno y otro documental. Sin embargo, ambas producciones, con sus dife-
rencias, muestran un camino a seguir que espero el cine español no deje de lado una vez más.

Fotos: Chris Marker, José Ángel Valente, Las variaciones Marker, Página web de la productora
29letras, Imagen del libro Para siempre. La sombra, colaboracion de Valente con el fotógrafo Ma-
nuel Falces y Juguetes rotos.

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PAISAJES PARA EL NUEVO MILENIO: IDENTIDADES ESQUIVAS,


REALIDADES EN FLUJO Y EXPERIENCIAS VIRTUALES
1. MICHAEL MANN: DE FUSIONES Y FUGAS

Cristina Álvarez

Los filmes de Michael Mann de los que este texto


se hará eco son Heat (1995), El dilema (The in-
sider, 1999), Collateral (2004) y Corrupción en
Miami (Miami vice, 2006). Todos ellos pertene-
cen a la última etapa del director y, si excep-
tuamos la omisión de Ali (2001), podríamos
decir que siguen una cronología casi exacta.

Tratar de establecer las constantes y la evolu-


ción de un autor a partir de cuatro de sus obras
es una propuesta que lleva implícita en sí
misma la renuncia a cualquier pretensión tota-
litaria. La elección de estos cuatro filmes obe-
dece, a priori, a razones más intuitivas que
analíticas pero no por ello es una decisión arbi-
traria sino que parte de la convicción de que
estas obras aglutinan todas las cualidades acu-
muladas durante años por un director cuya so-
lidez se debe, en gran medida, al modo en que
ha diversificado su terreno de pruebas.

Si bien es cierto que la filmografía de Mann para


el cine no es todavía muy extensa pues, por el
momento, consta tan solo de nueve trabajos
debemos tener presente que este cineasta
posee una importante trayectoria en el campo
de la televisión donde ha trabajado como direc-
tor y guionista especializándose en series poli-
cíacas -género que, en mayor o menor grado,
Mann retomará en sus incursiones cinemato-
gráficas-. Además, gracias a su faceta de pro-
ductor, Mann ha ido adquiriendo valiosos
conocimientos que le han permitido adentrarse
en los entresijos de Hollywood y ejercer un con-
trol real y pragmático sobre sus proyectos lo
cual ha revertido muy positivamente en los re-
sultados artísticos de sus películas.

Poner en relación las cuatro obras elegidas para advertir los cruces y paralelismos que surcan a
estos filmes, los ecos temáticos, las rimas estéticas, las reverberaciones formales… es, sin duda,
hablar desde la fascinación pero también desde la convicción de que al mirarse las unas en las
otras las geometrías de Mann se refractan de un modo mucho más revelador.

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I. INSIDERS, OUTSIDERS, CRIMINALES E IN-


FILTRADOS: PERSONAJES EN EL UMBRAL O LA
ESTELA FORDIANA EN LOS FILMES DE MICHAEL
MANN.

Quizás la evidencia más clara que comparten


estos cuatro filmes de Michael Mann es el pro-
tagonismo dual masculino, algo que sirve al di-
rector para establecer el andamiaje de un
conflicto dramático que surge de oponer a dos
personajes cuyos estrictos códigos de conducta
se situan, frecuentemente, en posiciones con-
trarias ante el imperativo legal y/o moral.

El ejemplo paradigmático de esto serían los dos


protagonistas de Heat –remake del filme L.A.
Takedown (1989) realizado por el propio Mann
para la televisión-: Vincent Hanna, jefe del Departamento de Homicidios de la Policia de Los An-
geles, y Neil McCauley, uno de los mejores ladrones de la ciudad. En este filme –como en El di-
lema y en Collateral- Mann procederá montando secuencias alternadas de los dos protagonistas
que los situán en su entorno social, laboral y familiar al mismo tiempo que se sugieren parale-
lismos entre ambos personajes: secretas afinidades, conexiones silenciosas e, incluso, una ad-
miración mutua –abiertamente expresada en el caso de Hanna y apreciable en el de McCauley-.

En las escenas iniciales de estos tres filmes podemos sentir una tensión subterránea -operada
desde la propia estructura del guión pero que debe su intesidad a las elecciones de puesta en es-
cena y de montaje- que apunta al carácter decisivo que ostentará el inevitable cruce de trayec-
torias de los dos protagonistas. Vincent Hanna y Neil McCauley son dos héroes prototípicos del
cine de Mann. La personalidad fuerte, independiente, segura, pragmática y obsesiva de todos sus
personajes masculinos es, sin duda, una herencia de la personalidad del propio director. El pro-
fesionalismo es otra de las características que mejor definen a estos personajes y la que marca
su filosofía ante la vida.

En ese sentido es interesante observar como Frank, el protagonista de Ladrón (Thief, 1981) -pri-
mer filme de Mann- prefigura ya al Neil McCauley de Heat. Frank sale de la cárcel con la inten-
ción de llevar una vida normal. Mientras estaba en prisión realizó un collage donde depositó todos
sus sueños pero lo que acabará descubriendo en el transcurso del filme es que la consecución de
todo aquello que desea le convierte en un ser vulnerable. Al final, Frank abandonará a su fami-
lia y quemará sus posesiones. Hay, en esta decisión, algo de la filosofía del samurai expresada
también por boca de Neil McCauley del siguiente modo: “No te ates a nada que no puedas aban-
donar en 30 segundos si ves a la policía a la vuelta de la esquina”. Como sucede, precisamente,
en Le samouraï (1967, Jean Pierre Melville) es cuando este personaje baja la guardia -cuando
desobedece a sus principios profesionales y cede a las implicaciones afectivas- cuando su vida
comienza a tambalearse.

Pero si hay un director al que no podemos dejar de nombrar en relación con Michael Mann ese
es John Ford, quizás su más claro referente. En su artículo sobre Corrupción en Miami José Ma-
nuel López Fernández se refiere del siguiente modo a la última secuencia del filme que se cierra
con la llegada de Sonny al hospital donde permanece ingresada la novia de su compañero:
“Cuando está a punto de atravesar la entrada de servicio del hospital la película termina tan
abruptamente como comenzó. No puedo evitar que tanto esta brillante y seca escena final como

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el personaje de Sonny —la última encarnación


de un nuevo y melancólico antihéroe de acción
al que habría que dedicar atención: el Vincent
de Collateral, Spartan (Mamet), Bourne…— me
recuerden a los adustos héroes fordianos inter-
pretados por John Wayne en Centauros del des-
ierto y El hombre que mató a Liberty Valance.
Al igual que Ethan Edwards y Tom Doniphon,
Sonny es un solitario excluido de cualquier vida
familiar, obligado a velar y proteger desde el
otro lado del umbral aquello que nunca podrá
conseguir.” (1)

En efecto, a Mann no le ha pasado inadvertido el


poder icónico de esa imagen fordiana por exce-
lencia: la de la puerta que se cierra ante el pro-
tagonista, vedándole la pertenencia a un mundo que él mismo ha ayudado a levantar. El espíritu
de Ford no palpita sólo en Collateral y Corrupción en Miami: en El dilema, que bebe abiertamente
de El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962, John Ford),
es quizás donde la filiación se hace más evidente. El título original de este filme, The insider, hace
referencia a alguien de dentro de una corporación con información privada sobre las operaciones
de ésta y prefigura la estrecha relación entre el interior y el exterior -entendidos éstos como dos
realidades en pugna entre las que otros personajes de Mann, como los infiltrados, se debatirán-
.
El dilema se basa en el caso real de Jeffrey Wigand un ex-directivo de una importante compañía
tabacalera que posee información confidencial pero de interés público acerca de la manipulación
de nicotina en la fabricación de cigarrillos. Wigand sabe que revelar esa información supone una
violación de su contrato de confidencialidad y puede poner en peligro la estabilidad de su fami-
lia pero moralmente se siente obligado a hacerlo.

La delgada línea que separa los hechos de la leyenda es explorada sutilmente por Mann a partir
de las figuras de Lowell Bergman, productor de 60 minutos -el programa informativo de la CBS
en el que Wigand se dispone a desvelar su información- y Mike Wallace, su popular presentador,
que está a punto de jubilarse y cuando conoce el calado de la noticia que tienen entre manos ex-
clama: “¡Esto es un Pibodie!” (2) pero cuando la dirección de la cadena les prohibe emitir la en-
trevista por razones económicas Wallace, que conoce bien el peso del “print the legend”, se echa
atrás por miedo a pasar a la Historia como el hombre que arruinó a la CBS propiciando que ésta
fuese engullida por una tabacalera.

En El dilema Mann actualiza muchas de las preocupaciones expuestas por Ford en El hombre que
mató a Liberty Valance y determina su vigencia en la era de los mass media y de las grandes cor-
poraciones. El desenlace no puede ser más revelador: pese a que el programa con la entrevista
a Wigand finalmente se emite, Lowell –tal y como hacía Tom Doniphon con Randsom Stoddard-
se lleva a Wallace a un rincón y le comunica que ha decidido dimitir porque “lo que aquí se ha
roto ya no puede ser reconstituido”. Como Ford, Mann dejará que Wallace se una al júbilo del
resto de sus compañeros y cruce esa puerta que se cierra ante el espectador. La cámara seguirá

1. José Manuel López Fernández, “La imagen-sueño digital”, Tren de sombras nº 7, pri-
mavera 2007.
2. Dutton Peabody era el periodista interpretado por Edmond O’Brien de El hombre que
mató a Liberty Valance.

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a Lowell hasta el vestíbulo para fijarse en la po-


derosa imagen final de éste cruzando la puerta
giratoria, abandonando la CBS y perdiéndose,
como un hombre anónimo, por las calles de la
ciudad mientras se sube el cuello de la gabar-
dina. Este deselace nos remite a la segunda se-
cuencia del filme, la de la presentación de
Wigand abandonando Brown and Williamson y,
por supuesto, esa relación nos remite, a su vez,
al gran maestro Ford. Suena la música de Mas-
sive Attack y una pregunta invade el horizonte,
la misma que le hacía Lowell a su esposa des-
pués de la emisión del programa: “¿Qué he ga-
nado?”

Si en El dilema podemos rastrear los ecos de El


hombre que mató a Liberty Valance, en la bús-
queda obsesiva que Vincent Hanna emprende en Heat pueden reconocerse las huellas de otro ca-
zador, el Ethan Edwards de Centauros del desierto (The searchers, 1956, John Ford) también
tras los pasos de Scar, otro enemigo íntimo.

En la conversación que policía y ladrón mantienen mientras toman un café ambos se confiesan
sus sueños. Los sueños en los filmes de Mann nos dan una idea mucho más precisa que cualquier
otra sobre el peso de las obsesiones y de los miedos de los protagonistas. McCauley sueña que
se ahoga lo cual significa –como él mismo reconoce- que le falta tiempo; Vincent tiene un sueño
recurrente: “Estoy sentado en una mesa, en un gran banquete, y todas las víctimas de los ase-
sinatos en los que he trabajado están ahí, mirándome con sus ojos negros, porque tuvieron enor-
mes hemorragias por las heridas de la cabeza. Ahí están esos cuerpos hinchados porque los he
encontrado a las dos semanas de la muerte: los vecinos avisaron por el hedor. Y ahí están, sen-
tados a la mesa. No dicen nada, no tienen nada que decir. Sólo nos miramos. Ellos me miran. Y
ya está, ése es el sueño.” Los rostros hinchados de los muertos son una imagen tan poderosa para
Hanna como la familia asesinada en Centauros del desierto debía serlo para Ethan Edwards.
Cuando Hanna encuentre a su hijastra en en la bañera del hotel, desangrándose, Mann filmará
la escena remitiéndose a La Piettà de Miguel Ángel –que aparece al inicio del filme-. Las palabras
de Hanna evocan la desolación por cierta inocencia corrompida que también era uno de los mo-
tores que vertebraban la búsqueda de Ethan Edwards en pos de su sobrina Debbie en el filme de
Ford.

Observador obsesivo y pertinaz, poeta de los paisajes y de la vida posmoderna, experto en tomar
el pulso a los acontecimientos que agitan a la sociedad americana para diseccionar los aires del
tiempo contemporáneo, en Collateral Mann opta por cruzar los destinos de Vincent, un asesino
a sueldo, y Max, un taxista anónimo que sueña con montar su propio negocio de limusinas. Aquí
el protagonismo dual toma tintes mucho más sofisticados y complejos puesto que las fuerzas ya
no se miden entre dos oponentes iguales –como en Heat-, ni la relación entre ellos es producto
de la libertad de elección –como en El Dilema-.

El terreno que pisa Mann en este filme es pues mucho más peligroso y resbaladizo porque su pre-
misa ya restringe las libertades de uno de los protagonistas: Vincent elegirá a Max para que sea
su chófer durante una noche en la que debe cumplir con el encargo de matar a cinco personas,
testigos de la acusación en un importante caso de narcotráfico.

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Si en Heat el trabajo de cámara expresaba con


contundencia el funcionamiento de los sistemas
de seguridad y de las armas de precisión, en Co-
llateral destaca el modo en que ésta potencia el
efecto de abducción y de opresión mediante
abundantes primeros planos muy cerrados que
se pegan a los rostros y a las nucas de los pro-
tagonistas de un modo asfixiante. En este filme
Mann se acerca a Peckinpah más que en ningún
otro para explorar lo que sucede cuando la vio-
lencia lo invade todo, cuando una realidad se ve
amenazada y desplazada por otra.

Si la secuencia del tiroteo en la discoteca tiene


una fuerza imponente es porque lo que Mann
transmite en ella -filmando esos paneles con
cascadas de agua y filtrando el ruido de los cristales que se rompen a causa de los disparos entre
los ritmos del Ready, steady, go de Paul Oakenfold- es precisamente el impacto de la violencia
sobre uno de esos refugios posmodernos que, con tanta ironía, son diseccionados en los filmes
de este realizador.

Lo que sucede pues cuando una realidad abduce a otra es que la identidad sólida comienza a su-
frir estragos. En una secuencia de Collateral Max que, intentando detener los planes de Vincent,
ha destruido el maletín que contenía la información con los datos de sus víctimas deberá hacerse
pasar por el asesino para recuperarla (dos años y una película más tarde Jamie Foxx volvería a
rodar una escena muy similar). Si en Heat y en El dilema se trataba de imaginarse al otro, de
pensar como el otro para anticiparse a él, en esta escena de Collateral Mann ya insinua la expe-
riencia que se encargará de explorar a fondo en Corrupción en Miami: la de convertirse en otro.

Con muchos guiños al guión de otro filme mítico situado también en Miami, El precio del poder
(Scarface, 1983, Brian De Palma), y filtrando y sometiendo a relectura algunos de sus postula-
dos estéticos que inspiraron también a la célebre serie ochentera, Corrupción en Miami presenta
la trama más densa de toda la filmografía de Mann.

Ricardo Tubbs y Sonny Crocket, los dos policías protagonistas del filme, engrosan la larga lista de
infiltrados que pueblan nuestras pantallas en estos últimos años. Figuras paradigmáticas de esta
época confusa, los infiltrados no solo se mueven en los límites de la legalidad y de la moralidad
sino también –y esto parece ser lo que más interesa a Mann- en los límites de la realidad. Aquí
ya no hay, como en Collateral, un motivo externo que obligue a la conversión y Mann se sumerge
sin coartadas en el vértigo experimentado por aquel que decide caminar en el filo de la navaja.

Mann habla de cómo le sorprendió la afinidad entre las motivaciones del infiltrado y las del actor:
“Conocí a unos tipos que habían estado trabajando de incógnito durante seis, siete, ocho meses.
Era un trabajo realmente duro en el que debían tratar con gente muy peligrosa y les pregunté:
'¿Cual es el verdadero motivo por el que haceis esto? Ganais cien mil dólares al año o sea que
no es por el dinero. Realmente tampoco es por servir y proteger. Por supuesto sois personas con
una moral y todos esos crímenes contra gente inocente os ofenden pero esa no es la verdadera
razón por la que estais en este trabajo'. Y uno de ellos contesta: 'Bueno cuando estoy ahí ha-
blando con un tipo sobre como voy a colocar esta droga aquí y esta otra ahí, y después vamos a
mover la pasta de A a B y de B a C y de C a D y todo termina con el tipo montando un centro co-
mercial en Berlin y sus ojos se iluminan, se lo traga, y yo lo consigo, le marco un tanto... ¡Tío no

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hay nada como eso! ¿Sabes qué? Eso es Al Pa-


cino en el escenario, eso es la interpretación, es
teatro pero real'. Estos tipos se proyectan a si
mismos y hablan de lo que hacen en términos
de dramaturgia. Es como “Un actor se prepara”
solo que no hay toma dos. Si eres director y
estas escuchando estas cosas... bueno, eso con-
testa tu primera pregunta acerca de porque
quería hacer Corrupción en Miami.” (3)

La idea de lanzarse a las profundidades de una


realidad voluble; de moverse en un terreno
donde -como expresa Tubbs en el filme- “la
identidad falsa y la verdadera se unen en una
sola” tiene mucho que ver, como se apunta en
las declaraciones anteriores, con el mundo de la
interpretación pero, me atrevería a decir, que es también el concepto clave que gravita en toda
la filmografía de Mann, al que progresivamente, desde distintas perspectivas y mediante méto-
dos variados, ha ido acercándose con más ahínco hasta encontrar su punto álgido en Corrupción
en Miami.

II. HACIA UNA NUEVA EXPERIENCIA CINEMATOGRÁFICA.

Pero ¿cómo habita el cine de Mann esa realidad voluble y cómo se mueve en ese terreno de iden-
tidades desdibujadas? Podríamos decir que es fundiéndose con ellas en una carrera donde todo
está en perpétua transformación, donde nada es estable. En sus filmes la cámara parece tener
una subjetividad propia con la que impregna a aquello filmado y el virtuoso diseño de los movi-
mientos marca la cadencia de unas secuencias que son la viva imagen de esa “experiencia total”
(4) de la película hecha viaje.

En Mann la forma es extremadamente poderosa, abductora. No es por casualidad que un motivo


recurrente, tanto en sus filmes como en los de Lynch, sea la imagen de una autopista que pa-
rece atraernos hacia ella del mismo modo que lo hace la pantalla de cine. Sus filmes se susten-
tan en secuencias muy densas, magnéticas; con frecuencia el espectador se interna en ellas de
tal modo que pierde la conexión con la totalidad de la trama. Esto provoca que la narrativa del
filme se disperse y nos veamos impulsados y expulsados de la acción para vagar por un terreno
donde nada es sólido. Eso es algo que, como buen posmoderno, Mann comparte con Lynch pero
también con De Palma: la maleabilidad de una forma poderosa, la construcción de bloques dra-
máticos densos y autosuficientes y la irremediable disgregación narrativa.

Como sucede con algunos de los mejores directores actuales, que parecen haber rescatado el
lema homérico según el cual no importa el destino sino el viaje, en el cine de Mann tanto las tran-
siciones introspectivas como los trayectos físicos son momentos particularmente destacables.
Estas desviaciones que puntean incesantemente, y cada vez con más frecuencia, los filmes de
este director son tratadas por Mann mediante una serie de imágenes que favorecen la abstrac-
ción y la hipnosis, convirtiéndose en experiencias estéticas de primer orden.

3. Scott Foundas, “A Mann’s man’s world”, L. A. Weakly, 26 de Julio, 2006.


4. Esta misma expresión usa Max, el taxista protagonista de Collateral, cuando explica
a Vincent como quiere que sea su negocio de limusinas.

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Estilista refinado y meticuloso, Mann sabe que


los excesos formales pueden agitar las termina-
ciones nerviosas y transformar los mecanismos
de percepción del espectador. En Heat, cuando
Edith descubra quien es Neil realmente, esca-
pará y él saldrá tras ella; Mann abstrae la escena
mediante el uso hipnótico del color y de la luz,
algo que será también la piedra angular de El di-
lema, y convierte la imagen en un cuadro im-
presionista.

El dilema está punteada, aún más si cabe, por


esas desviaciones introspectivas que obligan al
espectador a virar con los personajes, a recons-
truir lo visto, a experimentar el flujo incesante
del mundo que habitan. En este filme Mann tra-
baja con la atmósfera visual para convertir un drama corriente en un thriller tenso y portador de
una violencia subterránea muy angustiante. De un modo casi minimalista, el director consigue
crear una acusada sensación de sospecha que, como en La conversación (The conversation,
1974, Francis Ford Coppola), se apoya en una doble perspectiva y apuntala la trama en la para-
noia del protagonista pero también en la constatación del peligro real de la situación expuesta.
La secuencia del campo de golf, el primer contacto entre Wigand y Lowell o su encuentro en una
habitación de un hotel de Louisville situada, precisamente, frente a las oficinas de Brown and Wi-
lliamson son secuencias especialmente conseguidas que crean una incertidumbre y una presión
dramática que explotará en el último tramo y alcanzará su cénit cuando las trayectorias de ambos
protagonistas empiezen a converger.

Dante Spinotti, que también había sido el director de fotografía de Heat, realiza en este filme un
complejísimo trabajo con la iluminación sobre colores de tonos metalizados. Usando una gama
de azules asociados a Lowell y otra de verdes para Wigand –imposible no recordar entonces al
Scottie de Vértigo (Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock)-, el filme se convierte en un experimento
sobre las posibilidades dramáticas del color, en un baile visual de una intensidad desatada que
cuenta además con el mejor duo interpretativo de toda la filmografía de Michael Mann. Mención
aparte merece una de las mejores secuencias que ha filmado Mann en toda su trayectoria: la con-
versación telefónica entre Wigand y Lowell, tras la emisión del programa sin la entrevista, en la
que Mann potencia el dramatismo alternando los fondos azules de un cielo y un mar agitados -
en la playa donde Lowell pasa sus vacaciones forzadas- con ese imponente cuadro que preside
la habitación de Wigand y que, convertido en pantalla donde proyecta sus pensamientos, se
anima.

Los cuadros y las fotografías son también elementos importantes en el cine Mann. Hemos hablado
del collage de Ladrón y del cuadro de El dilema pero también cabe referirse a la postal de la
playa con la que Max viaja mentalmente en Collateral y a otro cuadro de generosas dimensio-
nes: el de la habitación de Montoya en Corrupción en Miami que, al ser iluminado por un relám-
pago, parece cobrar vida. La imagen no solo como generadora de vida sino también como filtro
para comprender y relacionarse con el mundo tendrá una importancia vital en el cine de Mann:
las pantallas de El dilema y de Corrupción en Miami así lo corroboran.

Es precisamente esa creencia en la imagen la que hace que Mann construya el plano como un
lienzo cuyo poder icónico y referencial, en ocasiones, parece contener a todo el filme en su inte-
rior. En Heat, por ejemplo, destaca la toma, bañada en una luz azulada, del apartamento vacío

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de Neil mientras éste, de espaldas, observa el mar


al otro lado de la ventana. El mar, como la carre-
tera, es un elemento muy importante en el cine
de Mann pues ambos nos sumergen de lleno en la
experiencia del viaje y, al mismo tiempo, desdibu-
jan el horizonte de lo real, razón por la que el des-
enfoque es también uno de los mecanismos
favoritos de este director.

III. LA HD LLEGA A HOLLYWOOD: HACIA UNA


NUEVA ESTÉTICA DE LA IMAGEN.

Si por su propia naturaleza todo filme tiene algo


de realidad virtual, las imágenes de Mann parecen
levantarse precisamente sobre esa virtualidad. Sus paisajes constituyen nuevos referentes de
nuestro tiempo contemporáneo: los desiertos industriales, los cielos nocturnos saturados de color
que se extienden como lenguas sobre la pantalla, los interiores luminosos y estilizados, los co-
ches glamurosos que se deslizan como bólidos por interminables circuitos de carreteras, el hip-
nótico degradado de azules y blancos de los mares y los cielos de Miami…

Si bien esa virtualidad ha sido siempre un elemento latente en el cine de Mann, algo que hace
que sus filmes se conviertan en experiencias que parten de lo visual para llevarnos mucho más
allá, con Collateral y la filmación en HD se abre para Mann una nueva vía de experimentación.

Es bien sabido que Mann suele reclutar como actores secundarios a verdaderos policías, aboga-
dos y criminales para conseguir esa veracidad que respira su cine. Además suele filmar en los es-
cenarios reales con el consiguiente traslado de todo el equipo y es un ferviente partidario de
poner al alcance de sus actores y de sus técnicos todos los medios posibles para que la simula-
ción se convierta en experiencia. Sus motivaciones para rodar en digital no tienen que ver pues
con razones económicas sino estéticas: “El vídeo digital es un medio mucho más pictórico: pue-
des ver lo que has hecho mientras ruedas porque tienes el producto final en frente tuyo, en un
monitor Sonny de alta definición, así se puede modificar el contraste para cambiar la atmósfera,
añadir color, y hacer todo tipo de cosas que no puedes hacer con la película. El digital no es un
medio para directores que no están interesados en la visualización, que confían en una serie de
convenciones o en postulados estéticos preestablecidos. Pero es perfecto para alguien como David
Fincher o Ridley Scott –directores que previsualizan y saben justo lo que quieren conseguir.” (5)

En su “Historia portátil del cine digital” Cyril Neyrat saluda a Collateral del siguiente modo: “Pri-
mer filme rodado con la cámara Viper de Thompson, Collateral es también el primer gran filme
rodado en HD, el primero en exponer plenamente la singularidad de esta modalidad de la ima-
gen. Michael Mann renueva el thriller hollywoodiense con una nueva cualidad de el ambiente noc-
turno: la ausencia de luz artificial crea una imagen a un tiempo hiperrealista y onírica. Al suprimir
el HD la profundidad de campo, las siluetas y los rostros se recortan sobre paisajes urbanos como
lienzos, planos y siempre limpios. Es la imagen del ser en el mundo contemporáneo: más allá de
toda oposición entre escenario natural y efecto especial, lo auténtico y el artificio, lo verdadero
y lo falso.” (6)

5. Mark Olsen, “Paint it black”, Sight and Sound, Octubre, 2004.


6. Cyril Neyrat, “Historia portátil del cine digital”, Cahiers du cinéma España nº 8, enero
2008.

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En Collateral, que sucede en una sola noche en


la ciudad de Los Angeles, podemos apreciar la
definición de la imagen y la cohesión de los
tonos. La secuencia en que Max habla con la fis-
cal desde una cabina telefónica de la calle mien-
tras el espectador puede observar a ésta en una
planta del edificio y a Vincent en la otra nos da
una buena medida de lo que permite la Alta De-
finición. En efecto, la gran aportación del HD al
cine de Mann pasa por ese hiperrealismo al que
se refiere Neyrat: el de una imagen extremada-
mente física, próxima y con una sensibilidad lu-
mínica asombrosa, algo que hace que el propio
Mann hable de Collateral como “el primer gran
filme rodado en digital que es fotoreal”. (7)

La otra cualidad del HD que apunta Neyrat y a la que también hace referencia José Manuel López
Fernández desde el título de su texto sobre Corrupción en Miami -“La imagen-sueño digital”- es
la onírica. Debemos aclarar, sin embargo, que cuando Neyrat habla de supresión de la profundi-
dad de campo se está refiriendo, en realidad, a la supresión de las distancias entre los distintos
elementos que podemos encontrar en el cuadro y no a la falta de nitidez pues ésta es una de las
grandes cualidades de las cámaras HD. Es precisamente esa definición extrema, casi irreal, que
comparten todos los elementos del plano aunque estén situados en distintos niveles la que pro-
voca esa sensación onírica: los fondos se tornan nítidos, los volúmenes se reducen y las figuras
se aplanan y todo ello revierte, obviamente, en la composición del plano.

Esto es algo que podemos apreciar con mucha más claridad en Corrupción en Miami –fotogra-
fiada también por Dion Beebe y rodada con la misma cámara que se usó para Collateral- porque
en las escenas diurnas los fondos tienen una presencia mayor y los planos conjugan figuras y ele-
mentos situados en distintos estratos. Como apunta Àngel Quintana “un análisis sucinto de la
nueva estética de la puesta en escena con las cámaras de HD nos revela que éstas proponen un
retorno a la idea del encuadre y una nueva relación entre el fondo y la figura. Si tomámos, por
ejemplo, los interesantes trabajos llevados a cabo por Michael Mann en Collateral y en Corrup-
ción en Miami veremos que la HD parece hacer real una nueva dimensión del encuadre, con una
nueva poética de los cuerpos y una nueva forma de repensar la figuración.” (8)

Precisamente la gran conquista de Corrupción en Miami radica en la perfecta fusión que se da


entre la forma de Mann y las cualidades intrínsecas del HD, llevando al filme hasta el límite de
sus posibilidades visuales para hablarnos de esa fluctuación constante, de esa transformación in-
cesante de la realidad. Los personajes se pegan a los fondos, las perspectivas y las distancias
dejan de ser fiables, el azul se extiende sin fin por la pantalla. El mundo que emerge de Corrup-
ción en Miami ha dejado de ser sólido y la extrañeza de las imágenes no impide que nos parez-
can más reales que la propia realidad.

Será interesante ver como evolucionan los experimentos de Mann en este campo pues, para al-
guien cuyos filmes expresan con contundencia su renuncia a adherirse a las convenciones del re-
alismo cinematográfico y su apuesta por un tratamiento de la imagen que obedece a una intensa

7. Mark Olsen, “Paint it black”, Sight and Sound, Octubre, 2004.


8. Àngel Quintana, “Hacia una nueva plástica del cine digital”, Cahiers du cinéma España
nº 8, enero 2008.

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reformulación del mundo a partir de una suje-


tivización extrema, el HD abre nuevas vias de
expresión, nuevas posibilidades estéticas y dra-
máticas.

Y si el HD puede propiciar una revolución esté-


tica en el campo del cine, ésta deberá venir de
la mano de aquellos que, como Mann, com-
prendan que “la Alta Definición nunca va a ser
celuloide […] este nuevo formato es persé otra
cosa. Y he aquí el punto más interesante a la
hora de enfrentarse con los más puristas: la
Alta Definición hay que entenderla como otra
cosa y en la medida de lo posible, aplicarla
como tal. No es video estándar, tampoco es
35mm. De seguro que aún por mucho tiempo
más, ambos seguirán existiendo paralelamente.
Y es justamente esta posibilidad de disponer de
otro formato, la que no debe pasar inadvertida.”
(9)

Fotos: Heat, El dilema, Collateral, Corrupción en


Miami y Michael Mann.

9. Víctor Cubillos, “Alta definición y la reinterpretación de la materia básica”, La Fuga,


abril 2008.

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LA ENFERMEDAD INFANTIL DEL IZQUIERDISMO EN EL CINE

Carlos Segura

"El pequeñoburgués 'enfurecido' por los


horrores del capitalismo es un
fenómeno social propio, como el
anarquismo, de todos los países
capitalistas. La inconstancia de estas
veleidades revolucionarias, su
esterilidad, su facilidad de cambiarse
rápidamente en sumisión, en apatía, en
imaginaciones fantásticas, hasta en un
entusiasmo 'furioso', por tal o cual
tendencia burguesa 'de moda', son
universalmente conocidas."

V.I. Lenin, La enfermedad infantil del


izquierdismo en el comunismo

Actitudes sumisas y acomodaticias, ca-


rentes de toda ambición, vienen adoce-
nando al cine desde sus comienzos,
inherentes a toda cultura de masas, pues la industria se constituirá pronto como piedra de toque
de la renuncia al compromiso estético, al cine por el cine, sustituido por el cine para el público,
en el que unos parámetros de éxito condicionan el producto. Escribe Roland Barthes en sus
Mythologies que la ideología transforma la historia en naturaleza, dando a signos arbitrarios un
conjunto de connotaciones aparentemente obvio e inalterable, da a los discursos y las prácticas
una justificación natural y eterna, una claridad que no es la de una explicación sino la de un
enunciado de hecho. De ahí que la transparencia de estos procesos por los que se encierra a la
sintaxis cinematográfica en ciertos patrones ortodoxos, académicos (entendida la academia como
brazo de la industria), justifica la escasa capacidad de autorreflexión del responsable trabajador
del medio, antiguo alumno ejemplar de las escuelas de cinematografía curtido en manuales su-
puestamente descriptivos pero en el fondo limitadores de su futura práctica, pues desplazan la
denotación por la connotación (de lo arbitrario a lo natural, volviendo a Barthes). No olvidemos,
pese a estos esfuerzos, que la regla es la muerte del arte; pero en el cine se sacrifica todo para,
se dice, “llegar al público”. En realidad, es el mismo mecanismo que desplaza la tarea de adivi-
nar el gusto a crearlo (y se fuerza a una adecuación entre la demanda del público y la rentabili-
dad económica del objeto que supuestamente responde a esa demanda), y la masa se somete
admirablemente a la vulgaridad de la fórmula. El conformismo anida en el director, el guionista
y el resto del equipo, también de los actores que no ponen en duda su interpretación naturalista
reforzada por lo psicológico. La verosimilitud va por delante, vehículo de unas ideas, aquello que,
vuelven a decir, el film quiere “expresar”. ¿Pero un film qué expresa, lo que dicen los actores, lo
que insinúa el guión a través de una situaciones que alimentan la tesis final? Así lo ve el funcio-
nario del cine, el director profesional sin talento, obediente al canon. De fondo, el cáncer que ha
devorado cualquier consideración ontológica sobre la imagen cinematográfica, aquella idea con-
sistente en creer que el cine ilustra el guión, o con mayor generalidad, que ilustra una narración.
El cine que establece equivalencias con la literatura a nivel narrativo, y equivalencias con lo pic-

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tórico cuando el director, creyéndose ambicioso,


se preocupa por la apariencia del plano, por su
composición, y a eso se atreve a llamarlo esté-
tica, cuando no es más que una ingenua tiranía
de lo visual, “la imagen por la imagen, la anéc-
dota inmediata”, como escribió Astruc en su fun-
dacional manifiesto por una cámara estilográfica.
No insistiré en que la preocupación del autor de
films ha de ser la puesta en escena, y en ese
sentido una analogía con la escritura parece per-
tinente, aunque el cine diste de ser un lenguaje.
No se trata de renunciar a contar, se trata de de-
nunciar a quien sólo se preocupa eso, y olvida
que tiene la responsabilidad de registrar algo, y
que ese algo –bajo el filtro de la imagen- será su
película, al margen de la anécdota y lo pinto-
resco. Pero no pretendo teorizar sobre el famoso
interrogante baziniano, ¿qué es el cine?

Hablaba de la mansedumbre del director frente a los axiomas del stablishment crítico y acadé-
mico, pero tampoco quiero centrarme en el funcionario vocacional, aquel cuyos films “se sumer-
gen enteramente en la ideología, la expresan, la vehiculan sin distancia ni perversiones; le son
ciegamente fieles y están especialmente ciegos acerca de esa misma fidelidad” (1). Los esclavos
o mercenarios del estudio o del productor de turno, por otra parte la categoría más abundante
de profesionales del medio, no merecen ni una línea. Sus mercancías quedan mejor en cual-
quiera de esos perversos rankings sobre número de espectadores o cifras de recaudación.

Sobre lo que quiero hablar, y de ahí el título, es del director con preocupaciones sociales, deseoso
por aportar el progresismo a su trabajo, para así denunciar el statu quo y ser punta de lanza de
un movimiento ideológico o incluso de cierta transformación social. Lejos de mi intención criticar
la incorporación de un discurso izquierdista al discurso fílmico, en cuyo seno puede suceder casi
cualquier cosa, lo que me irrita es la confusión entre discurso fílmico y el discurso que el direc-
tor pretende imponer a sus imágenes (mera ilustración de éste), forzándolas a significar y atro-
fiando, cuando no olvidando completamente, las posibilidades de la puesta en escena. Y todo
porque se pretende que el compromiso ético y político a nivel de guión, es decir, a nivel de ideas
previas al hecho cinematográfico, es más poderoso que la misma puesta en escena (incluso se
confunde con ésta), y justifica la calidad de una película. ¿Por qué hablar de este supuesto iz-
quierdismo de tesis como una enfermedad del cine, por qué molestarse en ello? Fundamental-
mente, porque no es un tema marginal, al contrario, su filisteísmo reina en los principales canales
de opinión, léase la crítica profesional de periódicos o revistas de cine, y también en lo institu-
cional, donde se premian anualmente este tipo de propuestas. Así, se impone entre el especta-
dor medio la creencia de que la calidad de un film está directamente ligada a la profundidad de
su tema, a su capacidad para despertar conciencias o liberar emociones. Arriesgados, indepen-
dientes, así se nos vende este tipo de películas, y el director habla sobre su voluntad de “de-
nunciar” o “dignificar” ciertos aspectos o colectivos de la vida social. Mera ilusión de un cine
prefabricado, cerrado al mundo, pues “la realidad no contiene su propio conocimiento, su teori-
zación, su verdad, como el fruto el hueso, sino que estos deben ser producidos” (2). ¿Qué po-
demos decir de un cine que no se preocupa por los mecanismos de producción de la ideología que

1 y 2. Jean-Louis Comolli, Jean Narboni. "Cine/Ideología/Crítica". Cahiers du cinéma, nº


216. Octubre, 1969.

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predican groseramente, y asume dócilmente,


dogmáticamente, estúpidamente, las reglas y los
modos de la ideología imperante, aquella que
pretenden agredir? He aquí el pequeñoburgués
de la cita que encabeza el artículo, pobre pro-
ducto inconsciente de un sistema interesado en
mantener la figura del director disidente domes-
ticado -y en el fondo, indistinguible del artesano
sumiso– que abra nuevas cuotas de mercado:
productos “antisistema” para público “antisis-
tema”, esos progres del multisala independiente
que limpian sus conciencias consumiéndolos. Y
como interesa mantener esa cuota de mercado,
nada despreciable, e integrarlo dentro de la ide-
ológica dominante (la democracia capitalista que
se vende como tolerante con la pluralidad ideo-
lógica) para reducir la alteridad a lo mismo, se
inviste al director y sus productos de un aura de
respetabilidad, y se le premia.

La enfermedad izquierdista del cine es que al iz-


quierdista no le interesa el cine, le interesan los valores de la izquierda.

Recordemos las críticas furibundas de la corriente dominante del cine francés en los 50, ante el
surgimiento de la Nouvelle Vague: ni una palabra sobre cine, se criticaba su falta de compromiso
político, su complacencia con la vida burguesa, su ideología de derechas. Sin embargo, los iz-
quierdistas seguían ciegamente la lógica del sistema de representación oficial, sin ambición ni
afán de ruptura que acompañase su supuesta rebeldía política. Desde Positif se habla de que Los
400 golpes es un “ataque contra la escuela laica. (…) Es también un ataque contra los hogares
sin alma y las familias sin Dios”. Ni una palabra sobre cine, solamente una crítica a su tradicio-
nalismo o defensa de lo religioso.

En contraposición, Cahiers du cinéma, acusada de publicación derechista, analiza las películas


desde el cine: “Sólo los iniciados sabían que el término puesta en escena designa más bien el con-
junto de decisiones tomadas por el realizador: la posición de la cámara, el ángulo elegido, la du-
ración de un plano, el gesto de un actor, y aquellos sabían que puesta en escena era a la vez la
historia que se cuenta y la manera de contarla”. (3)

Al izquierdista no le interesa el cine, le interesa su ombligo burgués, su falsa conciencia, como


el patético Sartre, siempre con lo mismo.

De ahí que los cineastas más puros, los que mejor han entendido el cinematógrafo, hayan sido
religiosos y místicos como Dreyer, Bresson o Tarkovsky, porque para ellos, la realidad espacio-
temporal es un misterio y el cinematógrafo, una forma de registrarlo.

Además, se olvida que el compromiso ético de un film, si se quiere, desde posiciones contrahe-
gemónicas, consiste en que sus imágenes resistan al maremoto de discursos que emanan del
poder, y no en ilustrar con imágenes una denuncia, para eso, se denuncia por escrito y los cos-

3. François Truffaut. Sacha Guitry, cinéaste. Prólogo a Sacha Guitry. Le cinéma et moi,
1977.

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tes son mínimos. O en reformulación godar-


diana, con su lucidez característica, uno ha de
hacer películas políticamente, y no políticas. Si
extrapolamos, todo consiste en pensar desde el
cine, y no en el cine, sobretodo si uno no sabe
muy bien qué hacer con él; otra vez volviendo a
Godard, “ninguna imagen justa, justo una ima-
gen”.

No por poner –nunca mejor dicho para alguien


tan poco interesado en el lenguaje cinematográ-
fico- a prostitutas monologando sobre sus mise-
rias se elabora un film ético y comprometido, no
digamos ya radical, puesto que Fernando León
de Aranoa (por llevar camisetas de algodón y te-
janos en una gala no es radical, lo siento, en
todo caso maleducado) no se ha dado cuenta
que lo ético en la película es dilatar o no una secuencia, filmar un primer plano o acercarse con
un travelling al personaje. Él sigue el manual del guionista y adopta una puesta en escena tele-
visiva, además de un tono costumbrista, que entran en profunda contradicción con las supues-
tas ideas políticas que defiende. Cassavetes, sin embargo, ama a sus personajes porque su
puesta en escena y decoupage comparte su histeria, filma las corrientes de amor y odio entre sus
personajes también desde el amor y la neurosis, con una cámara que no se despega de ellos ni
un centímetro. Ni rastro de demiurgia o paternalismo, la vida y su registro se vuelven indistin-
guibles. Ese es auténtico compromiso, cuando la ética y la estética son una misma cosa.

Fotos: La chinoise (Jean-Luc Godard, 1967),


André Bazin, Princesas (Fernando león de Aranoa, 2005),
y Carl Th. Dreyer.

Este texto se publicó en El Camino de Méséglise


(http://caminomeseglise.blogspot.com/)

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LA PELÍCULA RECONSTRUIDA (A PROPÓSITO DE HA MUERTO


UN HOMBRE DE RENÉ VAUTIER)

Ramón Alfonso

Las películas fantasma de Hector


Mann (también llamado Hector
Spelling) son devoradas por las lla-
mas pocas horas después del falle-
cimiento de su autor. David
Zimmer mientras tanto encerrado
en la casita que Alma, la mujer a la
que ya ama, tiene en la propiedad
de los Spelling (Frieda y el desapa-
recido Hector), trata de ordenar
sus pensamientos, asimilar las imágenes que acaba de descubrir y que ya nunca mas podrá vi-
sionar. Apenas unas horas después las catorce películas se han convertido en cenizas. Ya no exis-
ten, en realidad es como si estos films nunca hubiesen existido.

¿Cuántas películas en poco más de cien años se habrán perdido irremediablemente? ¿Dentro de
la vasta producción realizada durante el periodo mudo, qué porcentaje, en realidad, de films ha
sobrevivido hasta nuestros días? Quizá sería la ocasión perfecta para replantearnos la historia del
cine. Lo sé, todo esto suena un tanto grandilocuente, inclusive absurdo, pero si continuamos con
la hipótesis y por un momento imaginamos que todas las películas que se filmaron desde la época
Lumière (incluso un poco antes, vayamos hasta Edison y otros tantos pioneros), se hubiesen
conservado hasta ahora, mayo de 2008, ¿hasta que punto la historia del cine hoy sería tal y
como la concebimos? ¿A cuántos artistas (intérpretes, cineastas…) descubriríamos? Suponga-
mos ahora que acceder a una distribución cinematográfica relativamente normalizada no fuera
para cineastas que no están dentro de la industria una suerte de milagro imposible de alcanzar;
imaginemos que estos años no fueran tan sumamente
conservadores y los productores se arriesgaran (ahora
podría estar hablando de España, por ejemplo) con otro
tipo de gente, autores que a día de hoy sólo pueden
robar tiempo a su tiempo y realizar un trabajo, en las
peores condiciones, con los peores medios, que en un
porcentaje demasiado elevado jamás abandonará el
anonimato; la cuestión en definitiva es tratar de supo-
ner, abandonando, un ejemplo tan fácil como el de la
supervivencia de tantas películas durante el cine mudo,
lo que sería el cine contemporáneo tal y como lo cono-
cemos si estos autores undergrounds o amateurs, pu-
diesen acceder a los canales de distribución y por tanto
existir.

La labor que se realiza desde cinematecas, fundaciones,


repartidas por todo el mundo tratando de recuperar
obras perdidas o incompletas, ahondando en viejos ar-
chivos o colecciones privadas casi parece en ocasiones
arqueología; gracias a estas iniciativas hemos podido
ver muchas películas en su integridad, tal y como las

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concibió su autor, o descubrir títulos que


se creían perdidos; así, queda entonces
la esperanza de algún día poder visionar
la filmografía completa, pongamos por
caso, de Murnau o Sjostrom? ¿Cómo en-
contrar el celuloide desaparecido?
¿Puede reconstruirse un film destruido?

No es extraño que un cineasta cuando


aborda un nuevo proyecto, especial-
mente en sus inicios, pueda recuperar
ideas, sensaciones, apuntes ya esboza-
dos en trabajos primerizos que proba-
blemente nunca verán la luz pública,
hablo de hipotéticos Súper-8 o grabacio-
nes digitales que apenas han podido
verse en pases privados para amigos o
algún festival especializado; pero esto no
deja de ser un abstracto, la recuperación
de ideas no es algo tangible no estamos
reconstruyendo nada.

Durante mayo del 68, Philippe Garrel participó en la película colectiva Actua I, que para alguien
como Jean-Luc Godard fue el gran testimonio de aquellos días. El film se perdió y Garrel para fil-
mar a sus amantes regulares en la noche parisina frente las fuerzas antidisturbios, decidió recu-
perar los encuadres, los únicos posibles, que utilizó en aquella película perdida. Por un momento
Les amants réguliers (2005) se transformaba en Actua I, quizá con otros rostros, con otra luz,
pero aquella película de 1968 volvía a existir.

Al igual que Philippe Garrel, su compatriota René Vautier es un completo desconocido para el es-
pectador español, incluso dudo bastante que en Francia lo recuerden, a no ser que alguien to-
davía pueda acordarse de la polémica suscitada por su Afrique 50, film de 1950, prohibido
durante mas de cuarenta años, y que posiblemente sea una de las primeras películas anticolo-
nialistas francesas. Creo que una posible recuperación de René Vautier como cineasta es mucho
mas improbable que la de alguien como Garrel; obviando el alcance, profundidad, lecturas de la
obra de uno y otro; el cine para Vautier nunca ha sido una forma de supervivencia como para Ga-
rrel, en sus planos no observamos el dolor, la sensibilidad que transmiten los del autor de Le
berceau de cristal (1976), para él, el cinematógrafo ha sido
una herramienta política que le ha permitido denunciar el co-
lonialismo, la guerra de Argelia, huelgas de trabajadores,
etc… Vautier no busca una perfección formal, ni artificios, para
él, la cámara es un arma y su mirada para luchar debe estar
despojada de cualquier elemento que le sea ajeno; no se
busca la belleza, sino la utilidad, un plano no debe ser bello,
debe ser políticamente útil. Ahora bien, no debemos confun-
dir la mirada política de Vautier con la de un Godard o un
Straub, para quienes la política puede ser expositiva pero
prioritariamente debe surgir de la forma. Como cineasta la
forma es importante pero no definitiva para René Vautier, por
eso en ocasiones sus trabajos no llegan a estar del todo con-
seguidos, (no estoy hablando, ni cuestionando, la sinceridad

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y la valía de sus intenciones, que están por supuesto fuera


de toda duda) y visionando los pocos films a los que podido
acceder he tenido siempre la misma sensación de estar
frente a un panfleto político, algo perfectamente loable pero
que para mi le resta importancia fílmica, aunque insisto no
sé hasta que punto ésta es demasiado importante para el
realizador; él es un guerrillero de la imagen, al contrario
que muchos autores que juegan a la guerra desde sus lujo-
sos apartamentos. Por todo esto, esa ausencia de rotundi-
dad cinematográfica, por muy ridículo que pueda
parecernos, jugará en su contra para que pueda abandonar
su anonimato, que por otra parte estoy convencido disfruta
totalmente.

Hagamos ahora un poco de historia. En 1950, después de la


Guerra, Brest estaba siendo reconstruida. Los obreros se
pusieron en huelga, reclamando a los patronos mejoras sa-
lariales. Los cargadores del puerto o la gente del ferrocarril
se unieron a ellos paralizando la ciudad. Por supuesto, los
patrones no quisieron negociar con la complicidad de las au-
toridades. Después de una primera manifestación y tras di-
versas detenciones políticas, desde los Sindicatos se
pusieron en contacto con el joven cineasta René Vautier
para impresionar estos hechos. En una nueva manifestación
reclamando la liberación de los detenidos, la policía después
de atacar a los huelguistas asesinó a un muchacho. Poco
después, Vautier y su cámara entraban en escena. Acompañado de dos hombres, el cineasta re-
corrió Brest, filmando diferentes escenas. Consiguieron sacar clandestinamente con la colabora-
ción de un amigo maquinista las bobinas y mandarlas a París a revelarlas y al día siguiente la
película estaba de vuelta en Brest y Vautier con la colaboración de los dos muchachos empezó a
montarla. Una vez terminada los tres hombres visionaron la película que duraba doce minutos
en total y la sensación sobre todo de los dos hombres que habían acompañado en toda la gra-
bación al realizador era que le faltaba algo para ser verdaderamente un testimonio importante.
¡El sonido! El film se había grabado sin sonido y las imágenes no acababan de tener toda la fuerza
necesaria. Entró entonces en esta historia Ha muerto un hombre, el poema que Paul Eluard es-
cribió para Gabriel Péri, una víctima de los alemanes durante la Guerra. René Vautier grabó en
un magnetófono el poema cambiando el nombre de Péri por el de Mazé, así se llamaba el mu-
chacho asesinado por los disparos policiales. Después de proyectar las imágenes, acompañadas
por la narración, en la Casa de la Cultura, los compañeros del Sindicato emocionados afirmaron
que daba tantas ganas de llorar ¡como de luchar! decidiendo que había que proyectarlo todas las
noches en todas las obras en huelga. Prácticamente, improvisaron una sala de cine ambulante,
con unos medios absolutamente precarios: una camioneta, un pequeño proyector, el magnetó-
fono y una sabana a modo de pantalla. Durante su aventura, tuvieron que salvar toda suerte de
dificultades, la rotura del visor del proyector, de la cinta con la grabación, lo que obligó a Vautier
a leer todas las noches el poema para los espectadores; y en este punto llegamos a un momento,
para mí, definitivo; un día, René cogió frío, no tenía voz y arreglar la cinta del magnetófono era
una tarea imposible, no podría leer el texto esa noche, después de unos instantes de silencio, uno
de los dos hombres que lo acompañaban se ofreció a recitarlo. Durante la proyección, no tardó

1. "Bergmanorama", Cahiers du Cinéma, n.º 85, julio de 1958.

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en convertir las palabras


de Eluard en las suyas, las
palabras del poeta enton-
ces se convirtieron en las
palabras del pueblo. Vau-
tier registró con el magne-
tófono las palabras de su
compañero que a partir de
ese momento se convirtie-
ron en inseparables de las
imágenes. Poco tiempo
después, en París, el cine-
asta presentaba en un pe-
queño cine-club Ha muerto un hombre; finalizada la proyección, la única copia que existía,
después de 150 pases, se rompió. Un periodista emocionado dijo a Vautier que Eluard tenía que
ver esa película, lamentándolo le dio la noticia de la perdida de la única copia (de todas formas
-dijo René- para ellos -y esto es muy significativo para comprender la figura de Vautier- era un
medio de acción mas que una obra de arte). Finalmente, Eluard en un cóctel en el comité nacio-
nal de escritores pudo escuchar su obra de boca del joven Petit Zef, si es que así se llamaba este
muchacho que acompañó durante toda la singladura de Ha muerto un hombre a René. Un enve-
jecido Paul Eluard dio las gracias al realizador (dejen que este viejo chocho se recupere del cho-
que que produce escuchar en vida uno de sus poemas digeridos por el pueblo) quien nervioso
salió a la carrera con el magnetófono tropezando y destruyendo involuntariamente la voz de la
película. Vautier siguió haciendo cine, sin renunciar como ya indicaba a sus ideales, nada mas se
supo de los dos hombres, ya ni siquiera sus nombres. Ha muerto un hombre ya no existía a ex-
cepción de en la memoria de sus responsables y todos aquellos que tuvieron la suerte de visio-
narla.

Este film, este arma de lucha, hubiese sido uno de los muchos desaparecidos a lo largo de la his-
toria del cine y con el paso de los años su recuerdo poco a poco podría haberse difuminado, de
no ser por el encuentro del guionista Kris y el director de la Cinemateca de Bretaña, Gilbert Le
Traon, durante el verano de 2002, más de cincuenta
años después de la realización. La Cinemateca por en-
tonces intentaba recuperar las obras de Vautier y uno
de los sueños de Le Traon era la reconstrucción de Ha
muerto un hombre, una empresa imposible teniendo en
cuenta que el único negativo se había destruido; sin
embargo, tenía una idea: reconstruirla con dibujos. A
partir de este momento comienza una nueva aventura
para rehacer la película. Entre 2003-2004, Kris se pone
en contacto con el dibujante Étienne Davodeau y el re-
sultado es uno de los cómics más emocionantes que he
leído en los últimos tiempos.

Tuve la ocasión de descubrir a Davodeau de pura ca-


sualidad, acompañando a mi chica a una tienda de có-
mics, ella, siempre inquieta, curioseaba, mientras yo,
como siempre, aburrido, trataba de matar el tiempo ho-
jeando algunos tebeos. De pronto, uno de ellos me
llamó poderosamente la atención, se trataba de La mala
gente y su autor respondía al nombre de Etienne Davo-

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deau, lo compré y esa noche me lo leí. El libro trataba de la juventud de los padres del autor, du-
rante la Francia rural de los años 50, y en él narraba las dificultades de unos muchachos en una
sociedad conservadora, con la fábrica y la Iglesia como testigos de sus jornadas; dentro de esa
atmósfera tan opresiva surgía de pronto una voluntad de cambio y algunos de esos jóvenes se
lanzaban a la militancia. Siguiendo el esquema de Spiegelman, quizá sin llegar a su profundidad,
el autor, con un dibujo muy limpio, casi ingenuo, un poco a la manera de un Herge de fin de
siglo, se convertía junto a sus padres en el protagonista de este relato que abarcaba casi cin-
cuenta años de cambios socio-políticos en Francia sin nunca abandonar la sensibilidad y el inti-
mismo que la narración precisaba.

No encuentro forma más hermosa que utilizar una ex-


presión artística para reconstruir una obra de una ex-
presión diferente que ya no existe. Podríamos pensar
en rehacer la película de nuevo en celuloide, pero ¿qué
sentido tendría? Con toda la tecnología a nuestro al-
cance, los innumerables adelantos conseguidos en los
últimos años no sería improbable que algún productor
tuviese la descabellada idea de realizar un nuevo cor-
tometraje con Búster Keaton como protagonista, inclu-
sive acceder a los guiones de las películas perdidas de
Murnau y digitalmente volver a construirlas; insisto,
¿qué sentido tiene? Este teórico clon nunca podrá sus-
tituir al desaparecido, simplemente por lo genuino de
éste, no importa ya si hablamos de una obra maestra
o un rollo mediocre de principios de siglo. Por eso, creo
que reconstruir en este caso en cómic una película des-
aparecida es una idea verdaderamente maravillosa.
Construyamos de nuevo el film, recordemos cada uno

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de los encuadres pero hagámoslo todo de nuevo, será igual pero diferente, seguirá siendo un film
de René Vautier pero también un cómic de Kris y Étienne Davodeau. A partir de ahora, para vi-
sionar la película Ha muerto un hombre de Vautier tenemos que leer la novela gráfica Ha muerto
un hombre; a partir de ahora la película se compone de unos pocos planos, unas pocas viñetas,
en ocasiones seremos nosotros los lectores, o los espectadores, quienes tengamos que imaginar
los huecos, los vacíos, que voluntariamente han quedado, tendremos que dejarnos atrapar por
la fuerza, la emoción de los dibujos de Davodeau y escuchar de nuevo las palabras de Petit Zef.

En mi opinión, a falta de leer Rural!, uno de los mayores éxitos del dibujante, creo que Ha muerto
un hombre, no sólo supone un salto adelante en su trayectoria, también lo sitúa como una de los
lápices mas interesantes, sugestivos, del cómic contemporáneo.

En su casa de Vermont, después de la muerte de su amada Alma, David Zimmer reflexiona, han
pasado los años, las obras mudas de Hector Mann han aparecido en VHS, su obra poco a poco
es conocida, incluso ya hay pequeños club´s de admiradores, y todo ello gracias a la desapare-
cida Alma quien a lo largo de los años en el ran-
cho Spelling hizo copias de esos trabajos y las
envío a cinematecas y Museos repartidos por
todo el mundo. Los films que Mann realizó en la
clandestinidad, en la soledad de su rancho de
Nuevo México ya no existen, se han consumido
en las llamas. Sólo pudo disfrutar una de ellas,
La vida interior de Martin Frost. ¿Qué contenían
el resto? David Zimmer reflexiona, nada impedía
que clandestinamente Alma hubiese hecho tam-
bién copias de esos films fantasma y las hubiese
escondido en algún lugar secreto a la espera de
ser en algún momento recuperadas. David Zim-
mer sueña con esto. René Vautier ya ha visto su
sueño cumplido, Ha muerto un hombre ya existe
de nuevo.

Foto: René Vautier

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EL CINE COMO EVIDENCIA DE LO REAL (LA EVIDENCIA DEL


FILME. EL CINE DE ABBAS KIAROSTAMI, DE JEAN-LUC NANCY)

Max Caution

El primer libro de cine elegido para iniciar la andadura de la


nueva editorial Errata naturae no podía ser más significa-
tivo. Un texto escrito por el pensador Jean-Luc Nancy sobre
la esencia del cine de Abbas Kiarostami, a partir de un pri-
migenio texto dedicado a Y la vida continúa... (Zendegi va
digar hich, 1991), film que constituía la continuación de
¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kod-
jast, 1987), y la película inmediatamente anterior al reco-
nocimiento generalizado sobre la figura de este
importantísimo cineasta iraní a partir del estreno de A tra-
vés de los olivos (Zire darakhatan zeyton, 1994). Nancy
comienza su estudio con Close-up (Nema-ye Nazdik, 1990)
y llega hasta El viento nos llevará (Bad ma ra khahad bord,
1999). Hay que tener en cuenta que la edición francesa de
la que parte la traducción es del 2001 y, como ya sabemos
todos, Kiarostami ha dado en estos últimos años una im-
parable serie de películas magistrales que lo han situado
en el más alto puesto de la cinematografía de todos los
tiempos. Sin embargo, para mí, Nancy habla de la etapa
más valiosa de su filmografía, incluyendo el título quizás
más emblemático de todos, junto con A través de los oli-
vos, la fundamental El sabor de las cerezas (Ta´m e gui-
lass, 1997). Aunque Kiarostami ha seguido realizando importantes obras fílmicas, me parece
indispensable decir que esta etapa sobre la que Nancy se interroga contiene la quintaesencia de
su arte, y que al margen de todo lo que se pueda apostillar a posteriori, o a priori, su lenguaje
fílmico va a poder entenderse en su justa medida gracias sobre todo a estos cinco films.

Así pues, lo primero que nos motiva de esta propuesta editorial es el propio tema al que se con-
sagra, aunque solo sea por no haber sucumbido a las modas y/o a la actualidad, entendida ésta
en su versión más mediática. Pero, el libro abre además una segunda vía de asombro, la que
marca la escritura (y el pensamiento) de Nancy.
En efecto, un libro de este estilo es a todas luces
imposible en el panorama de la literatura sobre
cine española. Dejando de lado la belleza y la
complejidad de la prosa filosófica empleada por
su autor, lo que llama poderosamente la aten-
ción es el desmarque que establece tanto con
los libros de crítica típicos, que siguen desde una
perspectiva cinéfila una determinada carrera,
como también de los libros temáticos que abor-
dan contenidos y formas como si de un ejercicio
académico (de hecho, muchos libros son tesis
recicladas) se tratara. Por contra, Nancy se su-
merge en la forma, en la inspiración última que
anima el cine de Kiarostami, y esboza admira-

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blemente un ensayo que nunca se separa del estilo y la caligrafía empleados por el autor estu-
diado para entender mejor su hálito, su sentido, o su no-sentido si se quiere. Nancy, más allá de
si uno está o no de acuerdo con todo lo que diga, se revela como un escritor que sabe reflexio-
nar desde su propio discurso con respeto y atención ante un cineasta que pertenece a otra cul-
tura, pero con el que se puede relacionar de tal manera que consigue llegar al propio Kiarostami.
Y esa complicidad, (repito, más allá de las coincidencias finales) puede rastrearse de igual ma-
nera en la conversación mantenida entre ambos al cierre del presente libro, y que también se es-
tablece como un ejemplo de comunión, difícil de encontrar en el apático y acomodaticio panorama
hispánico.

La tercera sorpresa que se incluye en este libro son los dos prólogos que se han preocupado de
buscar desde la editorial, uno del especialista Alberto Elena y otro de Víctor Erice, dos de los pocos
hombres de cine españoles que han frecuentado a Kiarostami, reconociendo desde sus propias
obras la deuda que su propio oficio tiene con él. Los dos textos, breves pero perfectamente inte-
grados en el libro y en la mirada que luego desarrollará Nancy con sus ensayos, nos ayudan a si-
tuarnos en ese movimiento que va de la pantalla al libro, de los films de Kiarostami a las
reflexiones de Nancy, sin perder por ello su propia personalidad como autores. En "La vida y algo
más", Elena empieza diciendo que el tema del cine de Kiarostami es el mundo, tan caro al propio
Nancy, y resitúa a Kiarostami dentro del marco al que lo emplazan las palabras de Nancy, al pro-
ponerle como uno de los más claros artífices de un nuevo cine, que entendido como un arte de la
mirada, nos conduce a abrir los ojos frente al mundo, para después dirigir esa mirada hacia una
nueva forma de ver, de apreciar aquello a lo cual miramos. Y, desde una perspectiva tan diferente
como complementaria y entrelazada, en "La vida y nada más", Víctor Erice (que juega al igual que
Elena con la traducción más ajustada del título Y la vida continúa...), retoma la idea, argumen-
tada por Nancy, de un nuevo comienzo, volver a mirar de cero, no tanto para restituir un sentido
ya a todas luces perdido, sino para saber mirar la realidad y sus imprevistos, aquello que se nos
escapa en la confusión posmoderna y que ha extraviado nuestra mirada.

Podríamos citar a otro pensador francés, Paul Virilio, para comprender un poco más estas ideas
puestas en juego. Virilio preocupado por temas como la velocidad y el accidente, nos dice que:
"También ahí, al igual que los pintores han divergido, los cineastas divergen. Han visto los es-
tragos del progreso de la propaganda -la prensa moderna y los abusos actuales- y han divergido
hacia un enfoque concreto, artístico, a través de Rossellini hasta la "nueva ola". Hiroshima mon
amour provocó en 1959 un impacto comparable al producido por Séurat o Cézanne en la época
del impresionismo. El arte se liberaba entonces de la publicidad, de un mensaje predirigido. Lo
propio de la publicidad es tener un mensaje oculto, y lo propio del arte es no tener ninguno salvo
el suyo mismo, y es un gran misterio." (1)

1. Virilio, Paul, El cibermundo, la política de lo peor, Cátedra, madrid, 2005, p. 31

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De estas ideas previas surge el texto de Nancy. Articulado en dos partes, la primera una serie de
comentarios filosóficos sobre el cine de Kiarostami, y la segunda, un conversación entre el es-
critor y el cineasta, Nancy pretende abordar al cineasta desde una determinada escritura, donde
el escritor se impone al profesor universitario. En este diálogo abierto entre ambos, Kiarostami
llega a decir: "Sin embargo el cine se ha convertido cada vez más en un objeto, un instrumento
de divertimento que habría que ver, entender y juzgar. Si se considera verdaderamente como un
arte, su ambigüedad y su misterio son indispensables. Una fotografía, una imagen, puede tener
su misterio, porque da poco, no se describe a sí misma. Usted dice que una imagen no se re-
presenta, no se da en representación, sino que anuncia su presencia, invita al espectador a des-
cubrirla." (2) Y en esta frase podemos ver los dos elementos cruciales con los que trabaja Nancy
en el primer segmento del libro, en su análisis. Estos conceptos son la idea del cine como un arte
de la no representación, ante todo, y la idea de epifanía. Ambos temas nos darán finalmente el
sentido que ya se explicita en el propio título empleado por Nancy para hablar no solamente de
Kiarostami, sino de esa nueva forma de entender el cine que él parece imponer, esto es, el cine
como evidencia, el cine de Kiarostami, por ende, como una serie de películas que se evidencian.

Sobre la epifanía, sobre el cine como manifestación de una presencia, Nancy nos habla de "una
nueva pregnancia, si por ello entendemos, siendo fieles al término, una forma y una fuerza que
precede y que hace madurar una puesta en el mundo, el empuje de un esquema de la experiencia
adquiriendo sus contornos." (3) De la aparición de esta potencia, convertida en acto ante nues-
tros ojos, y de su relación con la mirada que un autor tiende hacia la realidad, está constituida
la base de la evidencia del film. Lo más importante para Nancy es determinar esto, y para ello
tiene que reflexionar sobre este nuevo arte que se encuentra en Kiarostami, y en algunos otros
cineastas del ahora mismo, y que implica una imagen que no representa a la realidad, sino que
supone otra cosa. Esclarecer que es esa otra cosa es lo que conforma la mayor parte del es-
fuerzo intelectual de Nancy. A lo largo de su discurso vuelve a dar una y otra vuelta sobre lo que
realmente está en juego, con esa nueva mirada hacia la realidad a la que ya no podemos consi-
derar una representación, sino más bien, una evidencia, por hablar en positivo, una evidencia de
la película y, a la vez, una evidencia de lo real en la imagen. Así parece componerse una ecua-
ción que pone en juego a la representación con la realidad, de un lado, y a la evidencia con lo
real, del otro, dejando claro que la primera parte de la ecuación no es nunca igual a la segunda
parte de esta ecuación.

Podríamos acudir a muchas citas dentro del texto para situarnos en esta fórmula, pues todo el
libro está plagado de ellas. Yo voy a limitarme a aportar dos, pues de lo contrario acabaría por

2. Nancy, Jean-Luc, La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami, Errata naturae,
Madrid, 2008, p. 127.
3. Nancy, Jean-Luc, Opus cit., p. 72.

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aparentar reducir a unas pocas palabras lo que es del todo irreducible, la belleza que emana del
rigor y la lucidez del pensamiento de Nancy. Sobre la no representación del cine, de una película,
de una imagen, Nancy, apoyándose en el movimiento que se pone en marcha de manera natu-
ral en los films de Kiarostami, con el uso del coche y su desplazamiento zigzagueante por los ca-
minos del campo iraní como gran ejemplo dentro de su obra, nos dice: "Kiarostami (...) moviliza
estos últimos [las imágenes y los símbolos] hacia la mirada, y la mirada hacia lo real. La mirada:
la precisión de un encuadre, la de una sensibilidad del negativo, la de una iluminación -estación,
momento del día, un coche que ha caído presa del objetivo- en una palabra, nada más que el
cine...pero si se puede decir así: el cine intensificado, empujado desde el interior hacia una esen-
cia que lo separa en gran medida de la representación para dirigirlo hacia la presencia". (4) La
otra cita, situada como cierre del debate propuesto por Nancy, nos recuerda las consecuencias
de un cine que ya no se puede considerar una representación, pues esas presencias donde apa-
rece lo real fuera de toda representación nos hablan de la pérdida del sentido, carencia que de-
fine el mundo actual, y así el cine "está tendido y suspendido entre un mundo en el que la
representación se encargaba de los signos de una verdad, del anuncio de un sentido o de los tes-
timonios de una presencia por venir, y otro mundo que se abre a su propia presencia por un va-
ciamiento en el que se realiza." (5)

La importancia de la publicación de un libro como éste radica en aventurar un nuevo camino para
un cine que tiene que sobrevivir en este marasmo cultural donde la mirada cinematográfica se
encuentra acosada por todas partes. Frente a un cinema narrativo de reminiscencias más clási-
cas, una nueva forma de entender la mirada fílmica se abre paso a través de un conjunto de ci-
neastas que se niegan a enterrar y dar cristiana sepultura al viejo oficio de hacer películas. Pero,
evidentemente, algo está cambiando, en las formas de crear y en las formas de percibir por parte
de los espectadores. Y al cine le corresponde hacerse evidente en estos nuevos tiempos. Cine-
astas como Theo Angelopoulos, Víctor Erice o Abbas Kiarostami son algunos paradigmas de por
donde seguir moviéndonos para escapar de un cine evasivo y anquilosado que fomenta a un es-
pectador que ha dejado de ser un sujeto, carente de mirada personal. En ese sentido y como co-
lofón a esta reseña con la que he pretendido llamar la atención sobre un libro inevitable para
cualquiera que ame y piense el cine, dejemos escuchar la voz del propio Kiarostami que pone en
escena sus intenciones cuando nos susurra al oído estas palabras: "La única manera de prever
un nuevo cine es considerar en mayor medida el papel del espectador. Hay que prever un cine
inacabado e incompleto, para que el espectador pueda intervenir y llenar los vacíos, las lagunas.
(...) La solución es quizá justamente incitar al espectador a tener una presencia activa y cons

4. Nancy, Jean-Luc, Opus cit., p. 82.


5. Nancy, Jean-Luc, Opus cit., p. 108.

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tructiva. Yo creo más en un arte que busca crear la diferencia, la divergencia entre la gente, que
en la convergencia en la que todo el mundo estaría de acuerdo. De esa manera, hay una diver-
sidad de pensamiento y de reacción. Cada uno construye su propia película, que adhiere a mi pe-
lícula, ya sea para defenderla o para oponerse a ella. Los espectadores añaden cosas para poder
defender su punto de vista y este acto forma parte de la evidencia de la película. La forma de ir
a la guerra contra las potencias es con una cierta debilidad, una carencia." (6)

Aunque, afortunadamente, nada está garantizado, creo que con libros como el de Jean-Luc Nancy
y películas como las de Kiarostami tenemos muchas más posibilidades de salir de esta tierra que-
mada por el actual cine que viene de Hollywood y que se impone estética y mercantilmente por
doquier, y que es seguido y perpetuado a menudo acríticamente por sumisos medios, teóricos y
cineastas de todo el mundo. En nuestras manos está el hacer evidente otro cine.

La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami, de Jean-Luc Nancy


errata naturae editores, Madrid, 2008
Traducción: Irene Antón y Gadea Cabanillas

6. Nancy, Jean-Luc, Opus cit., pp. 128-129.

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DETALLADA CARTOGRAFIA DE LA PRODUCCION JUNTO A UN


ANÁLISIS POCO CONSISTENTE (PRODUCTORES EN EL CINE
ESPAÑOL. ESTADO, DEPENDENCIAS Y MERCADO, DE ESTEVE
RIAMBAU / CASIMIRO TORREIRO).

Txomin Ansola González

La bibliografía cinematográfica española, escorada ha-


bitualmente hacia el análisis del hecho cinematográfico
desde su vertiente estética, no suele prestar la aten-
ción debida a otras formas, también necesarias, de
afrontar su estudio. Entre éstas se encuentra la di-
mensión económica, vector fundamental sobre el que
se construye toda cinematografía, ya que si se carece
de los recursos económicos necesarios resulta muy
problemático, por no decir imposible, construir una in-
dustria cinematográfica, que dé soporte a una produc-
ción continuada de películas.

Un buen ejemplo de las dificultades que entraña con-


tar con un sector industrial cinematográfico, que res-
ponda a este enunciado y no sea un mero simulacro
del mismo, lo tenemos en el cine español. Su mani-
fiesta incapacidad para articular una verdadera indus-
tria cinematográfica le ha condenado, a lo largo de
toda su historia, a una situación de crisis permanente.

La precariedad industrial constante en que se ha de-


senvuelto el cine español tiene en la fragilidad econó-
mica de las empresas, en la carencia de recursos
propios con los que han acometido la actividad cinematográfica, una de sus causas principales.
Esta circunstancia ha motivado la constante aparición y desaparición de las productoras cine-
matográficas, impidiendo por ello el desarrollo de un trabajo continuado a medio y a largo plazo
de la mayoría de ellas, por lo que se han visto abocadas, las más de las veces, a una producción
tan escasa como efímera en el tiempo. El fracaso en taquilla de alguna de sus películas llevaba
aparejado igualmente su final, casi de forma automática, debido a la frecuente descapitalización
con la que afrontaban la realización de las mismas.

La escasa consistencia del sector de la producción, que rayaba en una debilidad crónica, hizo que
las empresas que se aventuraban en el mismo reclamaran del Estado, de manera persistente, una
regulación legislativa que favoreciera sus intereses. Las peticiones se concretaban en la imple-
mentación de ayudas económicas que impulsaran la producción de las películas, a esta prioridad
se sumaban otras medidas que facilitasen la distribución y exhibición de las mismas. La protec-
ción estatal a la producción cinematográfica tomó carta de naturaleza con la instauración de la
dictadura franquista, convirtiéndose, desde la década de los cuarenta, en la herramienta indis-
pensable, con las lógicas adaptaciones a cada momento concreto, sobre la que se ha ido for-
jando el cine español desde entonces.

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Es más, sin el apoyo constante del Estado a la producción


cinematográfica, el sector estaría abocado a una grave cri-
sis, como ya ocurrió con el bienio liberal de la Unión de Cen-
tro Democrático, en la segunda mitad de la década de los
setenta. Aunque a veces las ayudas a la cinematografía es-
pañola tampoco son suficientes, como ocurrió durante la
segunda mitad de los años ochenta, tras la entrada en vigor
del “Decreto Miró” en 1984, que llevó al cine español al
peor momento de su historia más reciente. El número de
espectadores retrocedió en 1989 hasta los 6,64 millones y
la cuota de pantalla se situó en el 7,49 por ciento, cifras
que contrastan con los 26,95 millones y el 21,02 por ciento
de 1984.

A la producción cinematográfica en España, que se ha ca-


racterizado por su azarosa existencia, está dedicado el libro
Productores en el cine español. Estado, dependencias y
mercado, que han escrito Esteve Riambau y Casimiro To-
rreiro. Trabajo que responde a una iniciativa similar que ya
habían afrontado ambos autores en una obra anterior, de-
dicada en esa ocasión a los escritores cinematográficos, con
el título: Guionistas en el cine español. Quimeras, picares-
cas y pluriempleo, editado igualmente por Cátedra y Fil-
moteca Española.

La obra, fruto de una investigación que ha ocupado a sus


autores durante siete años, se ha materializado en un volumen de casi mil páginas. En él se de-
talla de forma minuciosa los nombres de las empresas y los productores que han contribuido a
forjar parte de la historia del cine español durante sus 110 primeros años de existencia, los com-
prendidos entre 1896 y 2005. El libro consta de tres partes, en la primera, “Introducción”, se ex-
plica el objetivo del mismo y se da cuenta de la metodología y las fuentes utilizadas para su
elaboración. En la segunda, “Diccionario bio-filmográfico”, que ocupa la mayor parte, está dedi-
cado a detallar el perfil profesional de los productores y de las empresas. Mientras que en la ter-
cera, “Conclusiones”, se analiza de forma breve las diferentes etapas en las que se puede dividir
la historia de la producción cinematográfica española. Completan la obra dos epígrafes, en los que
se recoge la Bibliografía consultada y un Índice con los nombres de los productores y de las em-
presas.

El pormenorizado trabajo de Riambau y Torreiro ha permitido cartografiar de manera precisa,


por primera vez, un aspecto importante de la historia del cine español, que no concita habitual-
mente demasiada atención entre los historiadores, como testimonia la escasa bibliografía que ha
generado hasta la fecha las cuestiones industriales y económicas de las películas. Aspecto este
fundamental en cualquier cinematografía, ya que sin un sustrato industrial consolidado la reali-
zación de los filmes se convierte en una aventura constante, a ello que hay que añadir el riesgo
que habitualmente representa, en si mismo, la producción cinematográfica.

La labor compilatoria llevada a cabo reviste un merito especial por la ingente cantidad la infor-
mación que han logrado reunir, dada la fugaz presencia de las productoras españolas, lo que re-
presenta una dificultad añadida en la obtención de datos precisos sobre las mismas y sus artífices.
No se debe olvidar, igualmente, la tradicional penuria de fuentes primarias, una traba más en la
necesaria labor de documentación a realizar, que en esta ocasión se ha centrado en el Registro

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de Empresas Cinematográficas del Instituto de la Cinema-


tografía y de las Artes Audiovisuales, los Registros de la
Propiedad Mercantil y la Oficina Española de Patentes y
Marcas.

La articulación del Diccionario bio-filmográfico, columna


vertebral de la obra, se ha concretado en torno a dos tipos
de entradas. En la primera “se incluyen aquellas empresas
perfectamente identificadas con su nombre, que constitu-
yen la plataforma de producción única utilizada por sus cre-
adores a lo largo del tiempo”. Ejemplo de este tipo de
empresas serían, en la etapa del cine mudo, Atlántida y Fil-
mofono, y, en el cine sonoro, Cifesa, Suevia Films (Cesáreo
González) y Chamartín. El segundo modelo de entrada co-
rresponde a la “más directamente biográfica y personali-
zada”, que se ha reservado para “aquellos productores que
han declarado o puesto en marcha más de una empresa a
lo largo de su carrera profesional”, entre éstos se pueden
citar los de Elías Querejeta, Andrés Vicente Gómez, José
Frade y Fernando Colomo.

Tras esta parte, caracterizada por el sesgo descriptivo, se


pasa a la parte analítica, que no se encuentra a su mismo
nivel. El análisis que se hace de la producción cinemato-
gráfica es más epidérmico y discutible, ya que predominan
los trazos gruesos, derivados posiblemente del escaso espacio que se ha dedicado a ello, poco
más de cien páginas, en comparación con los ciento diez años de historia que se revisan. A este
componente panorámico, que impide un estudio más preciso de la producción, se suma el punto
de vista cultural que se ha asumido, en detrimento de una visión más ponderada y ecuánime en
la que tenga más relevancia la vertiente industrial y económica.

Un buen paradigma del sesgo cultural que imprimen a su análisis lo encontramos, entre otros
ejemplos que se pueden citar, en las páginas dedicadas al “Decreto Miró”, que incorporaba a la
legislación cinematográfica española las ayudas sobre proyecto. Tras calificar al decreto como
“revolucionario”, se argumenta su necesidad en la apuesta que hizo Pilar Miró por un cine de “ca-
lidad en detrimento de la cantidad mediante un dispositivo que partía de una realidad -la ausencia
de inversión privada- e involucraba a todos sus agentes protagonistas”.

El “Decreto Miró” si algún calificativo merece es el de bienintencionado, ya que entre lo que se


proponía, impulsar la producción de calidad y “propiciar la creación de una auténtica industria ci-
nematográfica”, según se recoge en el propio texto legal, y lo que se logró: un retroceso en toda
línea del cine español, media un abismo. No es cierto que no existiera inversión privada, esta era
en realidad muy endeble, un hecho que no era coyuntural sino que respondía a una constante
histórica, aunque está tras la entrada en vigor del decreto fue menguando de tal manera que la
poca industria existente en ese momento prácticamente desapareció.

Es más los grandes beneficiados de la política cinematográfica impulsada por Miró, fueron los di-
rectores, que se convirtieron en productores de sus películas, aunque si asumieron esa función
no fue “por exigencias de un Decreto que, a cambio de generosas subvenciones a fondo perdido,
esperaba de ellos un cine de calidad”, como indican Riambau y Torreiro, si no que más bien op-
taron por prescindir de los productores tradicionales, para rentabilizar en beneficio propio las fa-

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cilidades y ventajas que la nueva legislación cinematográ-


fica suponía para la creación de sus propias empresas. El
resultado fue una atomización mayor de la producción, que
lejos de impulsar el sector lo debilitaba, ya que los únicos
recursos económicos con los que contaban los directores-
productores para poner en marcha sus proyectos eran los
que dadivosamente les obsequiaba el “Decreto Miró”.

Los resultados obtenidos por las películas de los nuevos di-


rectores-productores fueron unos “negocios ruinosos”, para
sus “productoras”, que no para ellos ya que a la remunera-
ción por su trabajo como guionista y director sumaron la
de productor. Hay que indicar el aumento que experimen-
taron los costes de producción, que crecieron de manera
desmesurada al igual que sus propios salarios.

En esta ocasión el fracaso de la política cinematográfica im-


pulsada por Pilar Miró no cabe imputársela como hacen los
autores con la política cinematográfica de José María Gar-
cía Escudero, puesta en marcha en la década de los se-
senta, a la “corrupta, previsible y tolerada sangría
perpetrada por las coproducciones a cuenta del Fondo de
Protección”, aseveración que, por cierto, no documentan.
Tanto una política como otra fracasaron en taquilla porque
se optó por hacer un cine de “calidad”, pensado más en ob-
tener las subvenciones estatales que en sintonizar con los
espectadores.

La debilidad argumental presente en las “Conclusiones” no es trasladable al “Diccionario bio-fil-


mográfico”, por lo que el trabajo contenido en él hace de Productores en el cine español un texto
de referencia, al que habrá que volver con frecuencia por la ingente información que se ofrece al
lector. Esperamos que este acercamiento a la producción cinematográfica no se quede en una
obra aislada, sino que sirva para suscitar el interés para desarrollar nuevos trabajos sobre esta
parcela tan importante como poco estudiada del cine español.

Productores en el cine español. Estado, dependencias y mercado.


Esteve Riambau, Casimiro Torreiro.
Cátedra, Filmoteca Española. Madrid, 2008.

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