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EL MOVIMIENTO NACIONAL INCA

DEL SIGLO XVIII


En el Virreinato del Perú se reconoció una división primaria de la sociedad en dos
partes, desiguales en número y en su influencia política, llamadas, respectivamente, la
comunidad de españoles y la comunidad de indios. Una división semejante tiene que
aparecer en cualquiera situación colonial cuando una minoría conquistadora trata de
mantener su dominio sobre las masas de una población conquistada; en el Perú, como en
otros casos, la división tenía su base en una desigualdad de las dos comunidades ante el
derecho que fue respaldada por una diferencia de oportunidades económicas y de
educación.
Lo que se ha llamado historia colonial en el Perú ha sido, casi exclusivamente, la
historia de la comunidad de españoles. No hay nada raro en esta situación; la historia se
hace a base de documentos, y la gran mayoría de los documentos coloniales se refieren a las
actividades administrativas y culturales de los miembros de la comunidad de españoles. La
comunidad de indios quedó excluida del mundo de los papeles por las mismas diferencias que
crearon la división social y por la diferencia de idioma. Uno de los acontecimientos
históricos más importantes de nuestros días ha sido el descubrimiento de algunos
documentos coloniales referentes a la comunidad de indios, revelando la existencia de un
aspecto de la vida colonial, antes completamente desconocido y apenas siquiera sospechado. El
hallazgo de esta nueva documentación se debe, principalmente, a algunos historiadores
peruanos —cuyos nombres aparecen en la bibliografía al final de este trabajo— y a quienes el
mundo intelectual queda profundamente endeudado. El primer paso es el más difícil; ahora
que las publicaciones de estos investigadores han mostrado el camino, podemos esperar
que futuros descubrimientos llenen los vacíos del esquema que ya va apareciendo. La historia
de la comunidad de indios no puede nunca escribirse con el voluminoso detalle igual que el de la
historia la comunidad de los españoles, pero llegaremos a saber bastante para corregir las
parcialidades de la historia tradicional y alcanzar más de cerca la realidad de la vida colonial.
El presente ensayo ofrece una interpretación de la parte de la nueva
documentación que corresponde al siglo XVIII. Señala la existencia, dentro de la
comunidad de indios, de un movimiento intelectual nacionalista, basado en la tradición
inca, que sirvió de estímulo para las rebeliones indígenas y que tuvo efectos que se
sintieron todavía en la época de las guerras de la independencia. Naturalmente, no se
pretende que la comunidad de indios presentase un frente unido con referencia a este
movimiento; hubo caciques influyentes que se opusieron a ello, y españoles que lo
apoyaron. Pero en su origen y en sus intereses, el movimiento nacionalista se identificó con
el indígena y con su destino. Comentamos ahora varios aspectos del problema.
1. Los dirigentes. No se producen movimientos de ninguna clase sin dirigentes, y
para que un movimiento tenga mucha extensión territorial y número de adherentes,

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es preciso que hayan dirigentes de autoridad reconocida. Los administradores de un
sistema colonial, naturalmente, procuran que el pueblo gobernado no tenga dirigentes
propios con la autoridad suficiente como para oponerse a las decisiones del gobierno
superior. En el sistema español, la fuerza de este principio fue disminuida ligeramente
por la tradición de utilizar a la nobleza indígena para la implantación de las órdenes
administrativas, y esta nobleza resultó un campo propicio para el desarrollo de las
ideas nacionalistas y la producción de dirigentes para el programa.
La nobleza indígena de la colonia tuvo su origen en la jerarquía administrativa del
imperio inca. Los emperadores incas favorecieron el principio hereditario en su gobierno
y, a su llegada, los españoles se aprovecharon de la experiencia y la autoridad de los
mandones existentes, confirmando sus privilegios e incorporándolos al sistema colonial
con el nombre de caciques. De los primeros caciques, algunos descendieron de los reyes
o capitanes locales de tiempos anteriores a la conquista inca, mientras que otros
pertenecieron a familias incas prominentes en la administración imperial. La
conquista produjo una gran nivelación de la nobleza pre-colonial, porque los españoles
reemplazaron a la corte cuzqueña y a los más altos funcionarios del gobierno, quedando
éstos reducidos como individuos al nivel de la importancia de sus antiguos
subordinados locales.
Los caciques de la colonia gozaron de privilegios muy importantes. Estaban
exentos de tributo y de varias otras contribuciones onerosas exigidas de los indios
ordinarios, y su autoridad les ofreció oportunidades especiales para enriquecerse. No
hay duda de que este enriquecimiento fue a costa de los tributarios del cacicazgo; lo
que importa para nuestro argumento es que casi todos los caciques acumularon
algún caudal y no vivieron en la extremidad de pobreza que les tocó a los
tributarios. El carácter hereditario de los cacicazgos contribuyó notablemente al
bienestar económico de los caciques, pues la acumulación de recursos de una
generación podía facilitar los negocios de la próxima. Otro factor contribuyente fue
la posición privilegiada de los caciques ante el derecho; existían cédulas reales para
que en sus causas conociesen las audiencias y no otros jueces inferiores (2). Este
privilegio les dio protección contra las extorsiones de las autoridades locales.
La importancia de ofrecer a los hijos de los caciques —o a lo menos a sus hijos
primogénitos y herederos— una educación española y cristiana, fue reconocida ya
por el virrey don Francisco de Toledo, pero los colegios dedicados a este fin se
establecieron solamente medio siglo después. En 1618-19 se fundó el Colegio del
Príncipe en el Cercado de Lima, para los hijos de los caciques del arzobispado de
Lima y del obispado de Trujillo, y en 1620 el Colegio de San Francisco de Borja en el
Cuzco para los hijos de los caciques del Cuzco, Huamanga y Arequipa, ambos bajo la
dirección de los padres de la Compañía de Jesús (3). En estos colegios los futuros
caciques aprendieron a leer y escribir el castellano, doctrina cristiana, aritmética,
etc.; es evidente, de lo que nos queda de los escritos de José Gabriel Thupa Amaro, el
caudillo de la rebelión de 1780, que un muchacho hábil podía conseguir una educación
bastante buena para la época en estas instituciones.
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Los caciques del siglo XVIII fueron, entonces, descendientes de familias antiguas,
gozando de privilegios legales por su nobleza reconocida, y, en muchos casos, hombres
ricos y bien educados. Al mismo tiempo, el gobierno les asignó un rol casi insoportable en
la administración. Toda la responsabilidad para las decisiones fue reservada a los
funcionarios españoles; es decir, en cuestiones provinciales, a los corregidores. El
corregidor, reuniendo en su persona el poder ejecutivo y judicial para su distrito, podía,
si quería, —y muchos querían— burlar las leyes y las intenciones del Consejo de Indias,
cobrando tributos ilegales, repartiendo a los indios menudencias inútiles a precios fijados
por él, exigiendo trabajos personales, y otros abusos; en cada caso, el cacique tuvo que
ejecutar los decretos de su corregidor de la manera que pudo, aún viendo a su pueblo
reducido a la miseria. El cacique no podía ofrecer ninguna protección a sus indios, y si
protestó de los abusos, los españoles le tacharon de sedicioso.
Este resumen de la situación administrativa se refiere a la práctica revelada en
las protestas numerosas de religiosos, de españoles bien intencionados, y de los mismos
caciques, y no a la teoría del gobierno español que fue muy distinta. También el
lector debe recordar que no todos los corregidores resultaron gamonales; hubo
corregidores rectos y honrados. Pero las mismas disposiciones del gobierno dictadas
para la protección de los indios, el corto plazo del nombramiento de los corregidores,
por ejemplo, sirvieron para fomentar los peores abusos. El siglo XVIII en el Perú se
caracteriza por una continua disminución de la población indígena y el
empobrecimiento progresivo de todo el país. (4)
Las condiciones descritas explican al mismo tiempo quienes tenían las
posibilidades de organizar un movimiento nacional inca y por qué la idea les podía
ser atractiva. Las únicas personas que podían servir de dirigentes de un movimiento
de simpatías indígenas fueron los caciques, y los caciques tuvieron tantas quejas
contra la práctica de la administración colonial, como cualquier pobre tributario.
2. La tradición constitucional. Para entender la ideología del movimiento
nacional inca es preciso tener presente lo que sobrevivía del imperio de los incas en el
siglo XVIII. Las historias de los últimos cien años dan la impresión de que el imperio
se acabó totalmente en el momento de la conquista, y que después los españoles
organizaron otra cosa completamente distinta que llamaron virreinato: nadie, ni indio
ni español, pensó así en el siglo XVIII. El virreinato fue la continuación del imperio,
de hecho y en la tradición viva de la gente.
En primer lugar, el nombre "Perú" quiso decir el Imperio, o, en la terminología
de la época, el Reino de los Incas. Los emperadores antiguos se denominaron "reyes
del Perú", y la frase "la conquista del Perú" se refirió sin lugar a equívocos al
Tahuantinsuyu. Que "Perú" no había sido el nombre indígena del imperio no era del
caso; en la lengua española no tuvo otra significación. Partiendo de esta definición, el
virreinato del Perú se consideró como la continuación histórica del imperio de los
incas. Se agregaron al virreinato varios territorios que no habían formado parte del
Tahuantinsuyu como la gobernación de Popayán, el Nuevo Reino de Granada (Bogotá)

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y Buenos Aires, pero esto se hizo por conveniencia administrativa y los nuevos
territorios no se consideraron como partes del "Perú", propiamente dicho. Así,
por ejemplo, en la gobernación de Popayán en los siglos XVI y XVII se llamó
"Perú" al territorio desde Tulcán para el sur, conservando el nombre con su
significado original, las provincias antes señoreadas por los incas. El virrey del
Perú fue el sucesor de Huayna Capac que mandó además por encargo de su
soberano en varias provincias fuera de su propio dominio. (5)
Los reyes de España conservaron la integridad territorial del Tahuantinsuyu
hasta el año de 1717 en que se estableció el virreinato del Nuevo Reino de
Granada, desmembrando del antiguo imperio el territorio de la audiencia de
Quito para agregarlo a la nueva unidad administrativa. El nuevo virreinato se
suprimió en 1724 para volver a establecerse definitivamente; en 1739. El raonarca
que decretó este desmembramiento fue Felipe V, el primer rey de la casa de
Borbón, el mismo que suprimió la constitución de Cataluña en 1707. El y sus
sucesores tuvieron especial empeño en la destrucción de las antiguas lealtades
locales, tanto en España como en América, por la implantación de nuevas
demarcaciones políticas. Los Habsburgos anteriores, más tradicionalistas, habían
guardado los fueros de sus variados reinos con mucho cuidado, siempre que no
tendieran a aminorar la autoridad real. Vista la utilidad de su política, los
Borbones prosiguieron con el desmembramiento del Perú, creando el virreinato
de Buenos Aires en 1776 e incluyendo en él la audiencia de los Charcas. Lo que
nos interesa en este asunto es que la integridad territorial del Tahuantinsuyo fue
respetada durante casi dos siglos de vida colonial anteriores a las "reformas" de
Felipe V
Las divisiones territoriales más importantes para el gobierno de la
población tributaria fueron las provincias, y la mayor parte de las provincias
coloniales tenían los mismos límites y aun los mismos nombres que los wamani
del imperio de los incas. Cuando los conquistadores improvisaron su primer
sistema administrativo, no tuvieron ni las fuerzas militares suficientes ni el
conocimiento del territorio adecuado para hacer trastornos fundamentales de la
demarcación política, y, probablemente, tampoco tuvieron el deseo de
hacerlos. Como al mismo tiempo confirmaron la autoridad de las familias
nobles que encontraron gobernando las provincias, hubo bastante oportunidad
para la continuación de las lealtades y tradiciones locales establecidas bajo el
régimen de los incas.
Pero el gobierno español no solamente permitió la sobrevivencia en la
colonia de tradiciones políticas incas; más aún, reconoció el valor de estas
tradiciones como antecedentes legales para los derechos y privilegios de los
caciques. Los caciques buscaron el origen de sus títulos no en el derecho
peninsular, en alguna comisión del rey de España, sino en el derecho inca, en el
nombramiento de algún antepasado como curaca o gobernador por Thupa Inca o
Huayna Capac. Tenemos numerosos casos de pleitos del siglo XVIII sobre
títulos de caciques en que ambas partes basan sus pretensiones en un árbol
genealógico que demuestra su descendencia directa de un funcionario del
emperador inca, y tales pruebas fueron admitidas en las cortes de justicia

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de la colonia. (6)
Los descendientes de la casa real inca también tuvieron derechos a privilegios
importantes en la colonia, aunque no ejercieran cargos de caciques. Varias familias
cuzqueñas del siglo XVIII llegaron al extremo de falsificar sus genealogías para
reclamar los privilegios de descendientes de los emperadores incas. (7)
Estos reconocimientos del derecho del régimen anterior forman el argumento
más potente que podemos buscar para establecer la continuidad de tradiciones
constitucionales entre la colonia y el Tahuantinsuyo. Y hay otro aspecto del asunto
que debe notarse: esta continuidad afectó de una manera especial los derechos de los
caciques. Los indios tributarios no tuvieron ningún interés especial en mantenerlo, y
tampoco los españoles, criollos y mestizos, sujetos más bien a una legislación
puramente española. Pero los caciques tuvieron forzosamente que conservar la
tradición inca, porque basaron en esta tradición sus pretensiones a una posición social
privilegiada.
3. La tradición cultural. ¿Cuánto quedó de la tradición cultural inca allá en el
siglo XVIII? Tal vez más de lo que se sospechaba. Al evaluarlo, debemos mantener
una distinción clara entre la masa de la población tributaria y la aristocracia de los
caciques; ambos grupos conservaron parte de la tradición antigua, pero una parte
diferente. La distinción ya existía en el imperio inca: hubo una diferencia cultural
notable entre el campesino y la corte. La nobleza cultivó una religión más filosófica,
se vistió de una manera más lujosa, se interesó por las artes decorativas y la epopeya
de la historia imperial.
En cuanto a la religión, quedaron bastantes sobrevivencias del culto antiguo
entre los tributarios, sobrevivencias calificadas por los españoles como idolatrías,
hechicerías o meras supersticiones, según el caso. La llamada idolatría es la tradicional
adoración a las huacas. Los visitadores eclesiásticos del siglo XVIII procesaron a no
pocos indígenas que confesaron practicarlo todavía, a pesar de la intensa campaña
contra la idolatría del siglo anterior; el hecho de que el culto tradicional se practica
todavía en muchas partes del Perú y Bolivia demuestra que la persecución del siglo
XVIII tampoco acabó con este aspecto de la religión antigua. El caso de los caciques
fue muy distinto. Educados por los jesuítas durante tres generaciones, salieron en
muchos casos más católicos y mejores cristianos que los mismos españoles, y podemos
suponer que sabían poco o nada de las prácticas paganas de sus tributarios. En
estas circunstancias, la religión filosófica de la corte imperial del Cuzco desapareció
completamente perdiéndose en el olvido en el curso del siglo XVII con la
cristianización definitiva de la nobleza indígena.
Donde se nota más la fuerza de la tradición cultural inca es en el traje. Durante
los dos primeros siglos de la colonia no hubo ninguna oposición oficial al uso de los
vestidos indígenas, y, en general, siguieron de moda. La nobleza india, por su asociación
más constante con los españoles, sintió cierta presión social a fines del siglo XVI y
principios del siglo XVII, y empezó a adoptar el tipo de traje europeo; como en el caso

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de la religión, la nobleza resultó más influenciada que la masa de la población. En los
famosos dibujos de Guaman Poma aparecen los indios ordinarios de principios del
siglo XVII con el mismo traje antiguo que los de antes de la conquista, pero el lector
puede medir el ascenso en la escala social por la influencia europea que aparece en los
vestidos; don Melchor Carlos Inca se viste igual que cualquier corregidor español
(Guaman Poma, 1936, p. 739). La obra de Guaman Poma se refiere al año de 1615,
poco más o menos; de esta fecha hasta el fin del siglo XVII no tenemos más
representaciones de la vestimenta de los indígenas. De los últimos años del referido
siglo, en cambio, y de la primera mitad del siglo XVIII, tenemos una serie de cuadros al
óleo conservados en el Museo Arqueológico del Cuzco que muestran los retratos de
hombres y mujeres de la clase de los caciques con los trajes de aquella época. (8)
En estos cuadros vemos una cosa sorprendente: se ha dado un paso atrás en la
adopción de las modas europeas, y se muestran los nobles incas con vestidos algo
más tradicionales que los que aparecen en los dibujos de Guaman Poma. En varios de
los retratos de mujeres hay tanto del estilo inca en los trajes que, si no fuera por la
manera de representar el paisaje que aparece al fondo, diríamos que se trataba de
personajes de la época de la conquista. El renacimiento del vestido indígena que nos
certifican estos cuadros es uno de los resultados del movimiento nacionalista que
vamos comentando, pero lo que quiero señalar aquí es mas bien la notable autenticidad
del estilo inca de los tejidos y de los trajes lucidos por los caciques del siglo XVIII y
sus mujeres.
La misma tradición inca, auténtica y viva, se nota en los tejidos sueltos de esta
época y en los queros, o vasos de madera incrustados con laca. El quero es la obra
maestra del arte inca en todos los siglos de su existencia. Ofrece el único campo para la
imaginación pictórica del artista, y es el principal depositario del simbolismo nacional
y de la resistencia orgullosa de la raza. Tenemos queros antiguos, anteriores a la conquista,
y queros de cada uno de los siglos de la colonia; se distinguen principalmente por la
presencia, en algunos, de personajes europeos que visten trajes de todas las modas de
España hasta las del siglo XVIII. Sin la clave de los trajes, sería muy difícil asignar un
quero determinado a tal o cual fecha, por ser el estilo artístico notablemente uniforme
en todos.
La tradición inca persiste no solamente en el estilo sino también en los detalles y
en el simbolismo. En los queros coloniales vemos la flor del qantut usado como símbolo
de la nacionalidad inca; vemos los escudos de los nobles con divisas según la eráldica
indígena; notamos el toqapu, —filas de pequeños rectángulos con sencillos dibujos
geométricos— que simboliza la posición social distinguida, y muchos detalles más.
Y no se crea que la sobrevivencia del estilo inca en tejidos y queros es poca
cosa. Estos son los medios tradicionales casi únicos para el arte decorativo de los
incas. Antes de la conquista, los artistas del Cuzco no se preocuparon de esconder las
líneas severas de sus construcciones con relieves o murales decorativos, ni fabricaron
muebles finos, ni pintaron lienzos para las paredes, ni se empeñaron en variar la

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decoración sencilla de su cerámica. Hicieron muy poca escultura en piedra o madera.
Concentraron más bien toda su capacidad creativa en el embellecimiento de los tejidos y
de los queros y en la orfebrería. Los españoles pronto echaron mano a los orfebres y
les hicieron trabajar en alhajas y platería al gusto europeo, pero las tejedoras y los
quero-camayos permanecieron fieles a sus tradiciones y conservaron por más de dos
siglos de la colonia la mayor y mejor parte del arte inca.
Es evidente que las tradiciones históricas tampoco cayeron en el olvido. Lo
sabemos únicamente por fuentes indirectas, pues no conocemos ninguna crónica de la
historia inca basada en un registro directo de la tradición oral que fue recopilada
después de 1640. Los datos indirectos son de dos clases: Primero, tenemos algunas
genealogías de caciques del siglo XVIII que incluyen referencias veraces a personas y
parentescos de la pre-conquista: también aparecen referencias parecidas en algunas
crónicas religiosas. En segundo lugar, tenemos descripciones de las procesiones
organizadas por los caciques para ciertas fiestas especiales en que ellos mismos se
vistieron de emperadores incas e hicieren representaciones dramáticas de episodios de
la historia antigua. Este tipo de representaciones en sí es parte de la tradición inca, y su
sobrevivencia en la colonia garantiza la conservación del recuerdo de los grandes hechos
del pasado. (9)
Hay, pues bastantes indicaciones de la sobrevivencia de la tradición inca hasta el
siglo XVIII. Pero nótese que hemos hablado principalmente de los caciques. Para los
tributarios tenemos menos datos, pero no es probable que hayan participado muy
íntimamente en el cultivo del arte y de la historia o en la vida intelectual de la época en
general. Únicamente vieron el lujo de los caciques, lo compararon con el lujo de los
españoles, y pegaron sus simpatías al uno o al otro. Ellos conservaron sobrevivencias
antiguas de otro orden: de la vida doméstica, de la medicina popular, de la
organización social, etc. Con la destrucción de la clase de los caciques durante las
guerras de la independencia pereció una cultura intelectual rica e interesante; lo que
el pueblo había conservado se conserva en general hasta el día de hoy.
4. La influencia de Garcilaso. Cuando "El Inca" Garcilaso de la Vega publicó sus
Comentarios reales en 1607 y ofreció al público una historia bastante alterada y
novelesca de la dinastía inca, la obra fue muy acogida en Europa y casi no tuvo influencia
en el Perú. El libro de Garcilaso es un fenómeno muy curioso, menos digno de crédito
precisamente en las secciones referentes a las materias en las cuales el autor se proclama
más autorizado: la historia política de los Incas, su religión, y su filología. Por el estilo
fino de la composición y la atractiva personalidad del autor que se deduce de la narración,
los Comentarios Reales gozaron de un éxito notable en Europa, donde pronto aparecieron
traducciones a otros idiomas. Como por desgracia ninguna otra historia de los incas
más o menos extensa llegó a publicarse en aquella época, no hubo quién contradijera a
Garcilaso, y éste llegó a ser en Europa la principal autoridad para todo lo relativo a los
incas. Las obras históricas de Cieza de León, Cobo, Betanzos, Sarmiento de Gamboa.
Cabello Balboa, etc. permanecieron inéditas hasta el siglo XIX. En el Perú, donde la

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tradición indígena tuvo todavía mucha fuerza cuando el libro de Garcilaso llegó de
España, casi no se hizo caso de las versiones del escritor mestizo. No se nota su influencia
en las crónicas posteriores de Pachacuti, Guaman Poma, Murúa y Ramos Gavilán, y
la obra del P. Cobo, terminada por el año de 1653, le debe muy poco en lo tocante a
la historia y costumbres de los incas. Todos los autores citados recogieron parte de
sus datos a primera mano y representan diferentes facetas de la tradición indígena,
ya un poco fantástica en los casos de Guaman Poma y Murúa. Los cronistas que citan
mucho a Garcilaso en el siglo XVII son mas bien los que no tuvieron acceso directo
a la tradición indígena y tomaron todos sus datos sobre la historia inca de otros libros,
como los de los padres Calancha —me refiero solamente a su resumen de la historia
inca anterior a la conquista— y Vásquez de Espinoza.
No es ésta la ocasión apropiada para discutir en detalle la veracidad de
Garcilaso, ni hay necesidad de hacerlo para el argumento de este ensayo. Es
suficiente para nuestros fines constatar que la versión de Garcilaso difiere en
numerosos detalles de todas las crónicas anteriores. Muchos de los detalles tienen
escasa importancia histórica, pero son interesantes porque nos permiten reconocer
la influencia de Garcilaso en escritores posteriores aún cuando la influencia es
indirecta o cuando el autor no cita sus fuentes. Especialmente útiles para este fin son
los puntos siguientes:
1. Garcilaso es el primero que llama Pachacutec al noveno emperador inca.
Todos los autores anteriores a él, y los posteriores que no han sentido su influencia,
escriben Pachacuti.
2. Igualmente, Garcilaso es el primero que escribe Tupac para el nombre
real; todos los autores anteriores ponen Topa o Tupa. (10)
Se ve por el magnífico diccionario de Diego González Holguín (1608) que las
formas originales en la lengua de los incas son Pachakuti (cataclismo), y Thupa (real).
Habiendo olvidado el significado de estas palabras, Garcilaso las cambió por dos
invenciones suyas: Pacha-kuteq (el que trastorna el mundo), y Tupaq, que traduce
por "el que resplandece" aunque no hay ningún verbo tupay con el sentido de
"resplandecer". (11)
3. En la lista de emperadores que nos ofrece Garcilaso aparece un soberano
nuevo entre Pachacuti y Thupa Inca con el nombre de Inca Yupanqui. Según los
cronistas anteriores y según las genealogías conservadas por los descendientes de la
casa real en el Cuzco, Inca Yupanqui no es sino otro nombre de Pachacuti, y Thupa
Inca es el hijo y sucesor de éste. (12)
En 1723 apareció una segunda edición de los Comentarios reales, publicada en
Madrid bajo la dirección de don Andrés González de Barcia Carballido y Zúñiga (1673-
1743). El señor Barcia hizo un gran servicio a los estudios americanos publicando
nuevas ediciones de las crónicas más conocidas en los años 1722 a 1749, en parte, bajo
su propio nombre, y, en parte, bajo el seudónimo de Gabriel de Cárdenas y Cano.
Su edición de los Comentarios de Garcilaso salió en el mismo año en que publicó la
Monarquía Indiana de Torquemada. La Florida del Inca del mismo Garcilaso, y un

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Ensayo cronológico para la historia de la Florida que fué un trabajo propio de Barcia.
Los Comentarios aparecieron con un "Prólogo a esta segunda edición de don Gabriel
de Cárdenas" (pp. [ix-xxxii]) en que Barcia establece la falsedad de la afirmación del
P. Honorio Philopono que Colón había descubierto el Perú en 1494 (!), resume los
datos que trae Calancha sobre las actividades del Inca Titu Cusi Yupanqui, y
menciona, de paso y con cierta ironía, que Gualtero Raleg (Sir Walter Raleigh), en
su relación del viaje a la Guayana, cuenta una profecía según la cual el imperio de
los incas sería restaurado por gente que viniese de un país llamado Inglaterra. La
dedicatoria de la edición es "al católico y poderosísimo monarca, don Felipe V, rei
de las Españas."
Es más que probable que no hubo indio tributario en todo el virreinato del
Perú capaz de leer el castellano de Garcilaso, mucho menos el latín de la profecía,
presentada por Barcia en la traducción de esta lengua de Theodor de Bry. En cambio,
los caciques, con su buena educación jesuíta, leyeron todos el castellano y también
varios de ellos el latín. La nueva edición de Garcilaso les llegó en un momento en que
ya comenzaron a pensar de sus responsabilidades como representantes de la
comunidad indígena, y les cayó como un rayo del cielo. Es casi imposible para
nosotros imaginar el efecto que tuvo este modesto libro.
En primer lugar, el retrato idealizado que Garcilaso ofrece de la cultura inca,
con sus exageraciones del parecido entre ésta y la cultura romana, cuadró
perfectamente con las ideas de la nobleza indígena. Garcilaso es, hasta cierto punto,
el prototipo del cacique del siglo XVIII; mestizo de sangre real, como muchos de los
caciques, como ellos se había criado entre indios, alcanzando una educación
española, y quedado en España sintiéndose un puente intelectual entre dos mundos,
orgulloso de su calidad de miembro de ambos. No menos importante fue el hecho de
ser la obra de Garcilaso un libro impreso en España sobre historia inca y un libro
alabado y buscado por los intelectuales europeos; este hecho dio dignidad e
importancia al mismo nombre de inca en el Perú de la época.
Verdad que la historia de Garcilaso se apartó en numerosos puntos de la
tradición oral todavía conservada, y ha debido haber debates muy animados entre
los nobles sobre estos puntos. Pero ¿quién podía dudar de la autoridad de un libro
famoso escrito por un pariente con igual acceso a la tradición y siglo y medio
anterior? Los Tomases concluyeron que la tradición misma había debido
corromperse, y se conformaron, poniéndose a corregirlo siguiendo las indicaciones
del hijo de Chimpu Ocllo. Ya en 1750 un nacionalista exaltado firma: "Herm.
Calixto de Sn. Jph. Tupac Inga" y se llama "desdenciente del undécimo Rey Inca,
llamado Túpac Inga Yupanqui", estilo que implica que acepta la inclusión de un
rey Inca Yupanqui un décimo lugar. (13) Que la lucha de tradiciones no se resolvió
del todo, notamos examinando los documentos del siglo XVIII que hablan del
rebelde José Gabriel Thupa Amaro: en algunos de ellos encontramos "Tupa
Amaro"; la forma antigua; en otros "Tupac Amaru", la forma consignada por
Garcilaso.
Cualquiera edición de Garcilaso hubiera producido una sensación en el Perú

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del siglo XVIII; cuanto más una edición consignando, aún en el prólogo, una profecía
de la restauración del imperio de los incas. Como ya hemos notado, el señor Barcia
había encontrado la profecía en una colección de viajes publicada en latín por Theodor
de Bry. Aparece en la relación hecha por Sir Walter Raleigh de su viaje a la Guayana,
relación escrita originalmente en inglés. El texto de Barcia dice así:
(hablando del suplicio del primer Thupa Amaro)...
"acabó en él, la Línea Recta de Huaina-Capac, para evitar el Trabajo de
restituir sus Descendientes, en el Trono, como creió simplemente Gualtero
Raleg, en la Relación de su Viage, á Guiana" (fol. 97. part. 8; de la América, de
Theodoro Bry) & Deum ego Testor, mihi á D. Antonio de Berreo affirmatum.
quemadmodum, etiam ab alijs cognovi, quod in praecipuo ipsorum. Templo inter
alia Vaticinia, quae de amisione Regni loquuntur: hoc enim sit, quo dicitur
fore, vt INGAE; sive Imperatores, & Reges Peruviae, ab aliquo Populo, qui ex
Regione quadam. quo Inclaterra vocetur, in Regnum suum rursus
introducantur. (14)
Traduciendo este latín a romance, sale: "Y llamo a Dios por testigo que don
Antonio de Berreo me afirmó una cosa que supe también de otros, que en su templo
principal había, entre otras profecías que hablaban de la pérdida del reino, una diciendo
que los Ingas, o emperadores y reyes del Perú, serían restaurados por un pueblo
procedente de la región llamada Inglaterra".
"Berreo" es una equivocación de Raleigh por "Berrío"; se trata de don Antonio
de Berrío, gobernador de la isla de la Trinidad, casado con la sobrina del adelantado
Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador de los Chibchas. Don Antonio no conoció
personalmente el Perú; pasó de España al Nuevo Reino de Granada y de allí a la Guayana
para continuar el programa de los Quesada de buscar el soñado Dorado en las vertientes
del Orinoco. Raleigh y Berrío se entendieron perfectamente; ambos alimentaron su
credulidad con su romanticismo, se convencieron uno al otro, y acabaron creyendo que
algún hijo de Huayna Capac había logrado escapar de los españoles para restablecer la
autoridad de los incas en la ciudad fabulosa de Manoa. Es muy probable, como Raleigh
dice, que el cuento de la profecía le fue contado por Berrío; pero el mismo Raleigh fue
capaz de inventarlo, o a lo menos, alterarlo hasta hacerlo concordar con su fantasía.
Viene muy a propósito en la relación de Raleigh, pues este caballero quijotesco escribió
su tratado de la Guayana para convencer a la reina Isabel de Inglaterra que debía
emprender la conquista del Perú por la vía de Manoa.
En el Perú del siglo XVIII no abundaron ejemplares originales de las obras de Bry y
de Raleigh y los lectores de la nueva edición de Garcilaso no tuvieron oportunidad de
darse cuenta del carácter fantástico de la relación de la cual esta profecía formó parte. Y
al fin de cuentas, una profecía es aceptada porque se quiere aceptarlas no tanto por el
carácter del profeta. Esta profecía coincidió muy bien con la situación política de la época;
Inglaterra fue el enemigo capital de España durante casi todo el siglo XVIII y hubo guerra
declarada entre los dos países en 1701-1713, 1718-1720, 1727-1729, 1739-1741, 1762-

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1763, 1779-1783, y 1796-1800. En el curso de estas contiendas hubo un solo ataque
directo de los ingleses al Perú —el viaje del comodoro Anson; saqueo de Paita, noviembre de
1741—, pero no faltaron proyectos de otros ataques más serios y circularon rumores
alarmantes con mucha frecuencia en el Perú. No se les escapó, ni a las autoridades, ni a los
caciques que pensaron sublevarse, el posible efecto de un desembarque inglés aún en
escala pequeña. Así se explica cómo un libro viejo de historia y antigüedades podía jugar en
el Perú el papel de un panfleto sedicioso. Su influencia en el movimiento nacionalista fue tal
que en 1782, con motivo de la rebelión de Thupa Amaro, el rey mandó a los virreyes
reservadamente recogiesen los ejemplares de los Comentarios reales existentes en América,
"aunque sea haciendo comprar los exempláres de estas Obras pr. terceras Personas de
toda confianza y secreto, y pagándolos de la Rl. Hacienda, pues tanto importa el que llegue a
verificarse su recogimiento, para qe. queden esos Naturales sin este motivo mas de vivificar
sus malas costumbres con semejantes documentos". (15)
5. El programa del movimiento nacionalista. Para entender el programa de los
nacionalistas es preciso tener en cuenta que los caciques y sus parientes, los organizadores del
movimiento, formaron una parte importante de la administración española, y que
habían aprendido lo que sabían de la teoría política por su participación en ésta.
Naturalmente, al pensar en cambios revolucionarios, no dejaron de guiarse por la
experiencia inmediata. Los más moderados buscaron una reforma del virreinato que
acabaría con los abusos del sistema vigente sin destruirlo, que darían más oportunidades
para el desarrollo de la tradición cultural dentro de la comunidad de indios, y que
ofrecería más responsabilidad y poderes a los caciques. Estos moderados querían, como los
reformadores criollos de la época, quedarse leales a Su Magestad de España. Echaron la
culpa por los sufrimientos de los indios no al rey y al Consejo de Indias sino al hecho
patente de que la legislación benévola de la corona no se cumplía en América,
argumentando que si hubiera cómo informar al rey de la verdadera situación del Perú,
el mismo monarca sería el primero en implantar reformas.
Los nacionalistas más radicales creyeron que la reforma se conseguiría solamente por
la fuerza, y aprendieron pronto que al tomar las armas no les quedaría más esperanza que
la independencia completa, pues el gobierno español no trataría con rebeldes. En las
rebeliones indígenas del siglo XVIII vemos, entonces, una serie de tentativas de
restaurar la dinastía de los incas. Pero el estado inca independiente que los rebeldes
propusieron, no habría sido una simple reconstrucción del imperio de Huayna Capac;
habría sido una monarquía al modelo del gobierno español pero con dirigentes indígenas.
Seguramente habrían tomado en cuenta el estado ideal que pinta Garcilaso al tratar de
reformar la administración y habrían usado muchos símbolos y títulos antiguos, pero
sin destruir por completo las instituciones coloniales. Estas actitudes aparecen claramente en
la organización de los ejércitos incas durante la sublevación de 1780 y en las proclamas y
demás correspondencia de José Gabriel Thupa Amaro.
Como católicos fervorosos, los caciques tampoco quisieron destruir la iglesia. Al
contrario, pidieron más participación para los indios en sus labores: nombramiento de
355
indios como curas y obispos, el derecho de calificarse para todos los oficios y dignidades
de las órdenes religiosas, y, en una palabra, la formación de una iglesia católica inca
correspondiente a la iglesia católica española. Como explica el virrey Conde de Superunda
en su carta al rey, de 24 de septiembre de 1750: "Principalmente se exasperan de no ser
admitidos al sacerdocio en las Religiones y a todas las dignidades eclesiásticas, oficios y
gobiernos seculares, que se proveen en los españoles..." (Loayza, ed., 1942, p. 163). Aún en
los episodios más sangrientos de las rebeliones, los indios respetaron las iglesias y a las
personas de los sacerdotes y su respeto a éstos llegó a tal punto que les brindó varias
oportunidades —generalmente aprovechadas— para traicionar la causa indígena.
En los demás aspectos de la cultura, los nacionalistas tampoco quisieron rechazar
todo lo que habían aprendido de los españoles en los dos siglos del coloniaje. No
propusieron en ningún momento una vuelta completa a la situación cultural de 1532,
vuelta por demás imposible. Quisieron constituir un gobierno y una sociedad
organizados en beneficio del elemento indígena y guiados por la tradición de los
incas, con los cuales les sería posible cultivar su propia lengua y desarrollar su cultura
sin presiones directas de los Europeos. La cultura francesa de hoy no es la cultura
francesa de 1750, pero no por esto dejamos de llamarla francesa; así mismo, un inca
a caballo con un sombrero de tres picos no deja de ser un inca.
Los incas no lograron ganar su independencia, y por esto no sabemos cuál
hubiera sido su política al ganarlo, más que en los términos generales ya indicados.
Los radicales no necesitaron más programa que la independencia, una vez que apelaron
a las armas; lo demás dependería de las fortunas de la guerra. Pero los moderados sí
tuvieron que formular un programa, para tratar de presentarlo a las autoridades
españolas, y tenemos varias de sus peticiones consignándolo. Los puntos principales
del programa son estos:
1. Nombramiento de indios a posiciones de responsabilidad en la administración
del país.
2. El derecho de ir a España para pedir justicia al rey sin la necesidad de
conseguir el permiso de las mismas autoridades locales contra quienes quisieron
quejarse.
3. Acceso a las dignidades eclesiásticas.
4. Más educación para indios.
5. Abolición de la mita de Potosí.
6. Abolición del reparto de efectos. (16)
Hasta aquí hemos hablado de los fines del movimiento inca; cabe señalar
también cuáles fueron los medios usados para acrecentar el fervor nacionalista. Estos
medios aparecen con más claridad en las medidas propuestas por el gobierno español
para la supresión del movimiento después de la derrota de los sublevados de 1780. En
la segunda parte de su sentencia contra José Gabriel Thupa Amaro, el visitador Areche
vuelve su atención "a la ilusa nación de los indios", constatando que propone recomendar
al rey que reserve a su propia persona la facultad de recibir y confirmar informaciones

356
sobre descendencia "de los antiguos reyes de su gentilidad"; declara suprimidos los
cacicazgos implicados en la rebelión y abolido el carácter hereditario de los demás;
prohibe el uso de los trajes antiguos y de la maskapaycha o corona inca; ordena se
recojan los retratos de los emperadores incas, "en que abundan con extremo las
casas de los indios que se tienen por nobles, para sostener o jactarse de su
descendencia". Prosigue: “También celarán los Ministros corregidores, que no se
representen en ningún pueblo de sus respectivas provincias comedias, u otras
funciones públicas, de las que suelen usar los indios para memoria de sus dichos
antiguos Incas... Del propio modo se prohiben y quitan las trompetas o clarines que
usan los indios en sus funciones, a las que llaman pututos, y son unos caracoles
marinos de un sonido extraño y lúgubre; con que enuncian el duelo, y lamentable
memoria que hacen de su antigüedad; y también el que usen y traigan vestidos negros
en señal de luto, que arrastran en algunas provincias, como recuerdos de sus difuntos
monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que ellos tienen por fatal, y nosotros por
feliz.... Con el mismo objeto, se prohibe absolutamente el que los indios se firmen
Incas como que es un dictado que le toma cualquiera, pero que hace infinita
impresión en los de su clase..." Manda finalmente a los curas que se preocupen de
instruir a sus feligreses, para que dentro del término de cuatro años, todos aprendan a
hablar bien el castellano, con el fin de borrar así la distinción lingüística entre incas
y españoles. (17)
Naturalmente, la mayor parte de estas disposiciones resultaron imposibles de
ejecutar; lo que nos interesa aquí es la luz que echan sobre los símbolos y la política
del nacionalismo inca.
La prohibición de representar comedias se refiere a las piezas dramáticas
sobre temas históricos y escritas en la lengua de los incas. La única pieza con estas
características cuyo texto ha sido publicado es el famoso drama Ollantay, que
efectivamente fue representado en la fase preparativa de la rebelión de 1780. La
trama de Ollantay se basa en tradiciones y leyendas que remontan a la época de la
conquista, pero su expresión y arreglo para el teatro son obra del Dr. Antonio
Valdez, un sacerdote que fue amigo de José Gabriel Thupa Amaro y adicto al
movimiento nacionalista, aunque permaneció leal al gobierno en la rebelión. (18)
Aunque nos faltan referencias específicas a otras piezas dramáticas asociadas
con el movimiento nacionalista, es más que probable que hubo varias. Pacheco
Zegarra (1878, p. 1, xxxix) menciona los nombres de varias piezas en lengua inca de
las cuales se conocían copias a mediados del siglo XIX, entre ellas La muerte de
Atahuallpa, Huáscar Inca y Titu Cusí Yupanqui. No sería raro que algunas de estas
tuvieran su origen en el movimiento nacionalista del siglo anterior.
6. La cronología del movimiento. La escasa documentación publicada sobre
las campañas pacíficas y las sublevaciones de los nacionalistas durante el siglo XVIII,
no nos permite ofrecer una historia completa del movimiento en las circunstancias
actuales. Lo que sí podemos hacer es señalar algunos nombres y algunas fechas para
guía de las futuras investigaciones. Para muchas fases importantes del movimiento.

357
nuestro relato depende de dos o tres referencias casuales enterradas en documentos
sobre otras materias: lo que tenemos no es más que una garantía de la existencia de más
datos en los archivos.
Los acontecimientos se presentan con cierta regularidad, observándose un ciclo
de descontento general, reuniones y correspondencia entre caciques, gestiones
pacíficas ante las autoridades del virreinato y en Madrid, fracaso de éstas ante la
resistencia monolítica del gobierno, una o varias conspiraciones, sublevación
desesperada, y sofocación sangrienta del movimiento, que sin embargo renace después
de algunos años de sufrimiento. Este ciclo se repitió a lo menos cuatro veces entre
1720 y 1820, con rebeliones en los años de 1737,1750,1780 y 1814, para no nombrar
sino las más serias. Hubo también docenas de casos de asesinatos de corregidores,
generalmente motivados por repartos excesivos, que no corresponden a ningún plan
general, y dos rebeliones (1742 y 1749) de inspiración inca en la ceja de la montaña.
Excluimos de la lista numerosos motines de los elementos criollos y mestizos, dirigidos
contra nuevos impuestos o empadronamientos.
El primer ciclo revolucionario es el menos conocido de todos. Encontramos sus
huellas primero en la persona de Vicente Mora Chimo Capac, cacique de cuatro pueblos
en el valle de Chicama, y por su apellido descendiente de los reyes de Chimor. Don
Vicente consiguió un permiso del virrey para ir a España y quejarse allí de abusos
cometidos por el visitador de tierras, don Pedro de Alsamora (sic). Llegó a la península el
año de 1721 y se puso inmediatamente a escribir y hacer imprimir memoriales sobre los
agravios de los indios del Perú en general. El primero de estos memoriales fue
publicado en 1722; hay otros de 1724, 1729, y 1732. Entre 1724 y 1729, don Vicente
recibió poderes y comisiones de otros caciques principales del Perú para gestionar
reformas en nombre de todos, y en los dos últimos folletos se representa como procurador
y diputado general de los indios. Es evidente que a lo menos un grupo de caciques había
llegado a un acuerdo para aprovechar la presencia en Madrid de uno de sus colegas que
había logrado el raro y codiciado privilegio de pasar el Atlántico. Sería sumamente
interesante averiguar si las gestiones de don Vicente tuvieron algún efecto, y cuál fue la
suerte personal de este representante del movimiento nacionalista. Deben existir
documentos sobre él tanto en el Perú como en España. (19)
En 1736 se imprimió en Madrid una representación al rey de los indígenas de
Paita que empieza así: "Señor. Los Caciques, y Común de Indios de Payta, y Colán.
Repartimiento de la Ciudad de Piura, en el Reyno del Perú de V. Mag. dicen: Que
siendo tantas, y tan repetidas las vexaciones, que experimentan en la exacción de los
Tributos, les han puesto, y ponen en la mayor, y mas lamentable ruina, de verse precisados
a ausentarse de aquel País, al no darse por V Mag. las providencias que contengan,
reformen, y refrenen los escessos, y ambiciones con que se procede a la exacción, en el
modo, y en la cuota". (20)
Las rebeliones del primer ciclo empiezan con una conspiración en gran escala
de los caciques del sur del Perú actual, movimiento descubierto y sofocado antes de

358
estallar el levantamiento general. Su jefe principal parece haber sido el cacique Andrés
Ignacio Cacma Condori de Azángaro y su fecha fue el año de 1737. Las autoridades
españolas hallaron 17 provincias implicadas en esta conspiración, y acusaron a don
José Orco Huaranca, cacique de la parroquia de San Blas en el Cuzco, de estar en
correspondencia con Cacma Condori. El plan de los caciques fracasó por la pronta
intervención de las autoridades al principiar la violencia en Azángaro en noviembre
de 1737. Se recogió una derrama entre los mercaderes y oficiales del Cuzco para
mandar algunas compañías de soldados y un juez a pacificar a los sediciosos, y se
destinó el día 30 de diciembre para el ataque a los indios de Azángaro. Las fuerzas
españolas volvieron victoriosas al Cuzco en enero de 1738 trayendo 39 indios presos,
después de haber distribuido a los obrajes a otros 89. (21)
Muy poco después (1738-39) hubo otra conjuración en la villa de Oruro,
encabezada por un mestizo llamado Juan Velez de Córdova, quien se dijo ser descendiente
de los emperadores incas y proclamó la restauración del imperio a los indios de la
región. El movimiento fue traicionado por un Bernardo de Ojeda, y el corregidor de
Oruro prendió a Eugenio de Pachamira, Miguel de Castro, Nicolás de Encinas y Carlos
Pérez como cómplices de Velez de Córdova. Todos éstos, más un mensajero de los
revolucionarios, fueron condenados a muerte, y hubo también varios desterrados. Las
pesquizas de las autoridades no descubrieron conexiones con otras provincias, pero
parece que la situación en Oruro fue bastante seria. La villa permaneció algo inquieta
hasta el año de 1745. (22)
La famosa rebelión de Juan Santos en la montaña de Tarma en 1742 no se relaciona
directamente con el ciclo de gestiones y sublevaciones que hemos definido. Parece que
fué una tentativa personal de su jefe, y no parte de un acuerdo entre caciques. Sin
embargo, tuvo bastante éxito y no poca influencia en el desarrollo del movimiento
nacionalista. Juan Santos fue uno de los hombres más notables de su época. Después de
haber estudiado con los jesuítas en el Cuzco y entusiasmado por los ideales del naciente
movimiento nacionalista, se fue a las misiones franciscanas al este de Tarma y se convirtió
en revolucionario a la edad de treinta años, sublevando a los Amueshas y otras tribus de
la región montañosa y proclamando la restauración del imperio de los incas. Juan Santos
se presenta aún a través de la propaganda enemiga, como un personaje tan hábil como
dedicado. Poseyó cuatro idiomas: inca, español, latín y campa. Se dijo ser heredero
legítimo de los emperadores incas, llamándose "Atahuallpa" o "Huayna Capac" y
agregando el título de Apu Inca, con que se presentó a los guerreros de la selva como
una figura nacida de sus leyendas y el profeta de su libertad. En breve tiempo tomó y
destruyó 27 misiones franciscanas y convirtió la antigua región misionera en una base
de operaciones para la invasión de la sierra.
El gobierno español tomó prontas y enérgicas medidas para reforzar las
guarniciones de la zona serrana frente al territorio libertado, desde Huánuco hasta
Huanta. Según la propaganda oficial, el asunto de Juan Santos careció de importancia,
pero es evidente que todos los oficiales reales, desde el monarca para abajo, lo tomaron
359
muy en serio, y con razón. Habiendo fracasado las primeras expediciones en contra
del rebelde, el rey nombró en 1745 a un nuevo virrey, José Manso de Velasco, después
creado Conde de Superunda, escogiéndole porque su experiencia como Capitán
General de Chile le calificó para mandar el virreinato en momentos de crisis militar.
Por los esfuerzos vigorosos del gobierno, Juan Santos nunca logró su plan de levantar a
la población indígena de la sierra, pero en cambio los españoles tampoco lograron
recuperar la región misionera o destruir al rebelde. Con su ejército de guerreros
selváticos, con la ayuda de algunos indios refugiados de la sierra, todos armados
principalmente de los despojos de las misiones, Juan Santos destruyó todas las fuerzas
pequeñas mandadas para capturarle y eludió a las grandes, retirándose más adentro
en la selva hasta que se les acabaron los víveres a los invasores. Hasta el día en que
cayó asesinado por un hombre de su propio séquito en 1761, nunca fué vencido por las
tropas del virrey.
El momento culminante de la rebelión ocurrió en 1752, año en que Juan Santos
ensayó una invasión de la sierra y tomó las poblaciones indígenas de Andamarca y
Acobamba en el valle del San Fernando. La movilización de las fuerzas españolas fue
extraordinariamente rápida en esta ocasión, imposibilitando la sublevación general de la
población serrana que Juan Santos esperaba, y el caudillo inca abandonó su posición
sin esperar el ataque y se retiró otra vez al santuario de la montaña. (23)
Hubo otra rebelión, de la que no sabemos casi nada, que estalló en 1749 entre
los indios machiguengas de las misiones de Quillabamba: parece haber sido inspirada
por el éxito del movimiento de Juan Santos, aunque probablemente no tiene conexiones
directas con este. El organizador de la sublevación de Quillabamba fue un indio del
Cuzco llamado Pablo Chapi quien adoptó el nombre o título de Huayna Capac. (24) En
medio de las alarmas ocasionadas por los golpes armados de Juan Santos y Pablo Chapi,
los caciques incas residentes en Lima se reunieron en forma privada para ponderar sus
responsabilidades. Siempre activos desde el tiempo de Vicente Mora Chimo Capac,
habían tomado una parte muy lucida en las procesiones de la proclama del rey Fernando
VI en 1748, reforzando su fervor nacionalista con las representaciones públicas de las
glorias de sus antepasados. Fue probablemente en esta ocasión que algunos de ellos
empezaron a hablar seriamente de la necesidad de una revolución, y esta idea ganó
partidarios rápidamente. Hubo diversidad de pareceres sobre la mejor forma de organizar
la restauración del imperio en el caso de alcanzar la independencia, pero los conjurados
llegaron a un acuerdo para postergar la solución a este problema hasta después del
comienzo de hostilidades, poniéndose mientras tanto bajo las órdenes de un consejo de
12 principales.
La causa indígena tuvo en aquel tiempo varios simpatizantes en la orden
franciscana, principalmente el P. Pasante Presentado Predicador General Fr. Antonio
Garro, lector de idioma índico en el convento franciscano de 1740 a 1750 o 1751, y
Fray Calixto de San José Tupac Inca, un donado de la orden desde 1727, quién descendió
por la línea materna del emperador Thupa Inca Yupanqui y fue reconocido como pariente

360
por los caciques de sangre real. Estos dos, y probablemente otros amigos de los caciques,
trataron de disuadirles de la violencia, urgiendo más gestiones ante las autoridades
españolas para conseguir por medios pacíficos las principales reformas exigidas por
los nacionalistas. Aunque en la perspectiva de la historia tal actitud nos parezca bastante
inocente, hay que recordar que los partidarios de la violencia tampoco tuvieron
seguridad alguna del éxito de su programa. Además, al recomendar las gestiones
pacíficas, los dos franciscanos no pensaron limitarse a los medios legales, y sus
procedimientos fueron muy poco menos sediciosos que los de los conjurados. Fr.
Antonio y Fr. Calixto creyeron que los abusos se debían solamente a las autoridades
locales, quienes no habían informado suficientemente a sus superiores del estado del
país, y que las nuevas gestiones debían hacerse en Europa, donde al saber las
condiciones verdaderas, las autoridades se dedicarían inmediatamente a remediarlas.
Su plan fue de escribir memoriales para el rey de España y para el Papa, llevarlos a
Europa de contrabando, y entregarlos allí directamente a los destinatarios,
burlando para tal fin toda una serie de ordenanzas reales sobre censura, viajes y
demás restricciones.
Fray Calixto redactó el memorial al rey, consultando con los caciques para que
el texto represente bien su punto de vista. Este memorial lleva el título: Representación
verdadera y exclamación rendida, y lamentable, que toda la Nación Indiana hace a la
Majestad del Señor Rey de las Españas, y Emperador de las Indias, el Señor D.
Fernando el VI. pidiendo los atienda, y remedie, sacándolos del afrentoso vituperio, y
oprobrio en que están mas ha de ducientos años. Fue impreso en Lima
clandestinamente en 1748 o muy poco después. (25)
El memorial para el Papa fue obra del P. Garro y se escribió en latín con el
título: Planctus Indorum Christianorum in América Peruntina. Seu vae lacrimabile,
lamentabilis Luctus, atque vlulatus, multusque Ploratus ab imo corde. Fue terminado en
la primera mitad de 1750 e impreso en Lima, también clandestinamente. (26)
¿Por qué se publicaron estos dos memoriales en Lima?. Se me ocurren dos
motivos probables. En primer lugar, sus autores quisieron informar a los nacionalistas
sobre las gestiones que estaban haciendo: en segundo lugar, posiblemente pensaron
que sus escritos pudieran influenciar también a los administradores locales en favor
de la reforma. De todos modos, la publicación de los memoriales no fue sino un
producto accesorio de su fin principal, el reclamo ante las autoridades europeas. Según
el plan de los franciscanos, alguien tendría que llevar los memoriales a Europa y
entregarlos personalmente, y fue Fray Calixto quién se encargó de tan peligrosa hazaña.
La salida más fácil para los pasajeros de contrabando fue por Buenos Aires, y
el mensajero inca debía entonces dirigirse al interior. Tuvo su oportunidad en 1749
cuando le mandaron al Cuzco para predicar en las misiones de Quillabamba con su
amigo Fr. Isidoro de Cala y Ortega. Fr. Isidoro resolvió acompañarle hasta España, y
los dos peregrinos se prestaron un poco de plata y salieron del Cuzco para Buenos
Aires el 25 de septiembre. De Buenos Aires pasaron a la Colonia, de la Colonia a Río
361
de Janeiro, y de Río de Janeiro a Lisboa, donde llegaron el 29 de julio de 1750.
Quisieron seguir para Roma para entregar al Papa el memorial del P, Garro, pero
les faltó dinero para el viaje y resolvieron confiar el memorial a un banquero que
iba a Roma, con una petición del P. Cala, también escrita en latín. Los
mensajeros prosiguieron a Madrid para hacer la entrega del otro memorial,
llegando el 22 de agosto: el próximo día esperaron la salida del rey en su carroza y
metieron sus pliegos por la ventana en las manos de Su Magestad.
El memorial de Fray Calixto, tan osadamente entregado al soberano, es uno
de los documentos más importantes del movimiento nacionalista, y contiene la
mejor explicación del programa de los moderados que buscaron la reforma dentro
del sistema colonial. Impresionó notablemente al rey y a sus consejeros, pero
entre papeleo y papeleo y los conceptos de los señores del Consejo de Indias, no
produjo efecto positivo alguno. Pero al autor le perdonaron sus actividades ilegales
y pudo volver al Perú en 1756. Allí reanudó sus amistades con los caciques de
Lima, o mejor dicho con los sobrevivientes de las sublevaciones del año de 1750.
El virrey le consideró como un tipo peligroso, como verdaderamente lo fue,
tachándole de haber ayudado con su propaganda a fomentar la rebelión pasada.
Fue puesto recluso inmediatamente y enviado a España en partida de registro en
1759.
Durante el primer viaje a España de Fray Calixto, los caciques de Lima
maduraron su conjuración cuya etapa violenta debía empezar en 1750.
Desgraciadamente para ellos, el plan fue denunciado al virrey antes de entrar en
efecto, y los españoles lograron poner preso a la mayor parte de los dirigentes a
fines de junio. Seis de ellos murieron ahorcados el 22 de julio como ejemplo para
la población indígena.
La forma de la denuncia no carece de interés histórico. El mismo virrey lo
cuenta en las siguientes palabras: "El día 21 de Junio del presente año, me pidió
reservada audiencia un Religioso, quién me previno con misterioso recato,
pusiere particular cuidado en el resguardo de mi persona, que corría peligro,
porque se le había revelado, bajo del sigilo de la confesión, que se trataba de
acometer el Palacio y forzar las guardas a la media noche, apoderarse de la sala de
armas, y dar muerte a los ministros de Vuestra Majestad y personas principales, y
levantarse con esta Ciudad, como capital del Reino; en que solicitaban restablecer
su antiguo Imperio los indios autores de la conspiración". Es decir, el anónimo
religioso puso su lealtad civil al régimen español encima de las obligaciones del
"sigilo de la confesión". Aquí tropezamos con uno de los factores constantes de la
vida colonial: la iglesia fue identificada con el estado hasta tal punto que la política
civil se hizo el factor principal determinante en las actuaciones del clero. Fue para
mantener la situación que hizo posible la denuncia de 1750, que se les prohibió a
los indios el acceso a todas las dignidades eclesiásticas, y ésta situación explica la
importancia de esta prohibición en las quejas de los nacionalistas. (27)
A los tres días de las ejecuciones en Lima, uno de los conjurados que había
362
logrado escapar, Francisco Inca, reunió una fuerza de indios y tomó por asalto la
población de Huarochirí, al este de Lima, llamando a los indígenas a sublevación
general. Por varios motivos, los habitantes de algunos pueblos vecinos quedaron
leales al gobierno y la tentativa revolucionaria fracasó, terminando con otra serie
de ejecuciones. Se sintieron ecos de este conato en los valles de Lambayeque y
Saña.
Las rebeliones del año 1750 finalizaron el segundo ciclo revolucionario, que
fue seguido por treinta años de paz relativa, puntuada solamente por motines locales
contra tal o cual corregidor. Pero como el gobierno no hizo nada efectivo para
corregir los abusos administrativos ni para satisfacer las ambiciones de los
caciques nacionalistas, un tercer ciclo empezó a formarse con más
correspondencia entre los caciques y más gestiones pacíficas ante las autoridades.
Este ciclo culminó con la famosa rebelión de José Gabriel Thupa Amaro de 1780-
82 que tuvo como último reflejo el levantamiento de Felipe Velasco Thupa Inca
Yupanqui en Huarochirí en 1783.
La fase preparativa del tercer ciclo ha sido poco estudiada y presenta
todavía varios problemas. El primer punto que cabe aclarar es el papel de don
Ventura Santelices y Blas Thupa Amaro en las gestiones ante la corte de Madrid
La mayor parte de los historiadores del movimiento tupamarista cuentan que
Ventura Santelices y Venero, ex-gobernador de Potosí, fue nombrado miembro
del Consejo de Indias (Lewin dice que en 1762) para exponer la situación de los
indios, y que murió en circunstancias sospechosas poco después; acto seguido el
Consejo hizo llamar a Blas Thupa Amaro, un pariente de José Gabriel, para seguir
con él la encuesta. Blas Thupa Amaro persuadió al Consejo que debía dictar algunas
medidas de reforma, y murió en el barco durante su viaje de regreso al Perú, sin
faltar sospechas de envenenamiento. (28)
Parece que fué el Deán Funes el que publicó por primera vez, por el año de
1816, el relato que acabamos de resumir; los escritores más modernos lo toman de
él, o se copian unos a otros. Funes no señala sus fuentes, pero los detalles que cuenta
concuerdan exactamente con los que encontramos en un auto de Andrés Thupa
Amaro, un pariente de José Gabriel que fue uno de los más sagaces continuadores de
la obra de éste. El auto lleva la fecha de 1 de julio de 1781 y explica la actuación de
Santelices y Blas Thupa Amaro en el curso de una representación
propagandística de los antecedentes de la rebelión. En la ausencia de otra
documentación sobre el asunto, parece probable que Funes se basó en una copia
manuscrita de este auto u otro parecido. (29)
Lewín acepta el cuento de Santelices y Blas Thupa Amaro, dudando
únicamente de algunos detalles. Pero es muy probable que debemos rechazarlo
integralmente como una invención de la propaganda revolucionaria. El auto de
Andrés Thupa Amaro está lleno de mentiras: Andrés se llama hijo de José
Gabriel, siendo hijo de una prima de éste; representa a José Gabriel, muerto el 18
de mayo de 1781, como preparando un viaje a Lima en julio del mismo año: y
habla de una real cédula inexistente nombrando a José Gabriel como virrey del
Perú. La historia de Santelices y Blas Thupa Amaro sirve de antecedente a esta
real cédula imaginaria. He buscado en vano alguna otra referencia
contemporánea a gestiones hechas por Santelices. En cuanto a Blas Thupa

363
Amaro, el único individuo de este nombre que he encontrado, es un impostor que hizo
un memorial al rey, en Oruro, en 1770, presentando una genealogía falsa para
establecer su calidad de descendiente del Thupa Amaro ejecutado en 1572. (30)
Un segundo punto interesante es la influencia del pleito sobre genealogía puesto
por José Gabriel Thupa Amaro contra los Betancur en la preparación de la
rebelión de 1780. José Gabriel Thupa Amaro heredó el cacicazgo de Surimana,
Pampamarca y Tungasuca en la provincia de Canas y Canchis (Tinta), y con el
cacicazgo una posición social respetable pero no sobresaliente entre los demás
caciques. Hubo abundancia de orgullo y egoísmo entre los caciques que les impidió
combinarse contra los españoles, y si alguno de ellos iba a presentarse como
caudillo de todos, tendría que mostrar mejor título que el de un cacicazgo provincial.
José Gabriel Thupa Amaro poseyó el mejor título posible para tales pretensiones;
su familia guardaba las informaciones legales que comprobaron su descendencia
directa de una hija natural del último soberano inca independiente, el Thupa
Amaro ejecutado en 1572.
El primer Thupa Amaro dejó varios hijos menores de edad; de los
documentos más o menos contemporáneos conocemos a un hijo, Martín, y a una
hija legítima. Magdalena Mamaguaco, además de la hija natural, Juana Pilcohuaco,
que se casó con el entonces cacique de Surimana. Según una probanza hecha por doña
Magdalena en 1610, los hijos varones todos murieron sin sucesión. Doña Magdalena
dejó una hija natural, cuya sucesión parece haberse perdido. A lo menos, nadie en el
siglo XVIII reclamó sus derechos como descendiente de ella. La sucesión, entonces,
recayó en los descendientes de doña Juana Pilcohuaco. (31)
El derecho de los caciques de Surimana a llamarse descendientes de Thupa
Amaro había sido reconocido por el virrey y por los demás descendientes de la familia
real de los incas en 1715, cuando el cacique de entonces fue admitido a votar en las
elecciones de alférez real de los Incas en el Cuzco. Pero no les faltaron rivales,
principalmente una familia Betancur del Cuzco que guardaba una genealogía
falsificada a fines del siglo XVII, según la cual, descendió también del primer Thupa
Amaro. José Gabriel no podía admitir los derechos de los Betancur sin perder los
suyos, porque algunas de las mismas personas aparecieron en ambas genealogías.
Por consiguiente, cuando los Betancur gestionaron la confirmación de sus pretensiones
ante el cabildo del Cuzco en 1776, José Gabriel Thupa Amaro objetó. El pleito fue
sostenido por parte de los Betancur por un español llamado Vicente José García,
casado con una muchacha de la familia pretendiente, y duró más de cuatro años,
hasta estallar la rebelión, tramitándose primero en el Cuzco y después ante la real
audiencia de Lima. No fue decidido por las autoridades hasta después de la muerte
de José Gabriel, y entonces aceptaron el argumento de García, que ningún rebelde
podía tener la razón. (32)
La importancia de este pleito para el conocimiento del movimiento nacionalista
inca es evidente. José Gabriel Thupa Amaro no es simplemente un mestizo que se
dedica a rectificar abusos económicos y administrativos en el virreinato; quiere ser el

364
primer representante de la tradición inca y es en esta calidad que se presenta como
campeón de los indígenas. Sin la existencia de una conciencia nacionalista bien
desarrollada, ¿qué provecho le ofrecería un pleito costoso de cuatro años sobre
detalles de genealogía?
El mismo José Gabriel Thupa Amaro aprovechó un viaje a Lima que tuvo que
hacer en el asunto del pleito con García, para gestionar sin éxito que los indígenas de
la provincia de Canas y Canchis fuesen exonerados del servicio de la mita de Potosí.
Hizo la gestión en 1777 cuando todavía le faltó la confianza para hablar en nombre de
toda la nación inca, pero fue un paso muy acertado. Thupa Amaro pidió una
reforma pequeña y razonable, no muy costosa para el real erario; es decir, algo
posible. En caso de conseguirlo, habría gozado de un prestigio enorme entre los
indios, y aún fracasada, la gestión ha debido ganarle muchos simpatizantes. (33)
No tenemos por qué comentar los acontecimientos militares y políticos de la mal
afortunada sublevación de 1780, por ser un capítulo bien conocido de la historia peruana.
Únicamente cabe notar que su aspecto nacionalista no ha recibido la atención que
merece, y esto por culpa de los mismos revolucionarios. Thupa Amaro y sus sucesores
deseaban conquistar las simpatías de los mestizos y de los criollos, algo más
experimentados en la técnica de la guerra que los indios, y dirigieron casi toda su
propaganda a estas dos clases. No hubo la misma necesidad de hacer propaganda a
los indios, y en todo caso, como pocos de los indios sabían leer, las comunicaciones
destinadas a ellos han debido pasar de boca en boca sin registrarse en el papeleo de
los archivos oficiales. El lector que examina los bandos y oficios de los caudillos incas,
recibe entonces la impresión de que éstos tenían ante todo un programa, de quitar
algunos impuestos que molestaron mucho más a los mestizos y criollos que a los
indios. La revolución hubiera tenido mucho más éxito si los blancos de 1780 hubieran
tomado la propaganda rebelde con la misma seriedad que los blancos de hoy.
El carácter nacionalista de la rebelión reaparece en los documentos referentes
a la persecución de los caudillos rendidos. Hay ante todo la famosa sentencia del
visitador Areche dictada contra José Gabriel Thupa Amaro que contiene una lista
de medidas en contra de los símbolos del nacionalismo inca que hemos resumido en
páginas anteriores. Varias de las medidas dictadas carecían de efecto, pero la lista
sirve para comprobar que el gobierno español, o a lo menos el visitador, reconoció
muy bien la naturaleza del movimiento responsable de la rebelión. Subrayamos también
el hecho que no fue costumbre general de los españoles condenar a los rebeldes
blancos y mestizos del siglo XVIII a muertes tan inhumanas como las ejecutadas en
las personas de los dirigentes indios, ni tampoco perseguir tan violentamente a sus
mujeres y niños ni a sus parientes más lejanos. Estos sufrieron en su calidad de símbolos
nacionalistas; Areche quiso sentenciar no a los individuos sino a una nación.
Los cincuenta años entre 1780 y 1830 abarcan el período del ocaso de la
dirección nacionalista con la destrucción del poder de los caciques. A pesar de la
importancia de este proceso, tenemos muy pocos datos relativos a los caciques y sus

365
problemas en estos años, y apenas podemos señalar uno que otro punto interesante.
1. Siguiendo la recomendación de su visitador, el rey dictó una cédula en 28 de
abril de 1783 suprimiendo los cacicazgos, pero conservando en el cargo hasta su
fallecimiento a los que se habían distinguido por su fidelidad al gobierno durante la
rebelión. (34) Con este decreto la mayor parte de los cacicazgos desaparecen de la
historia como focos de inspiración nacionalista,
2. De los caciques conservados en su cargo por su lealtad en 1783, varios se
sublevaron con Pumacahua en 1814. Con la derrota de Umachiri, el grupo de
caciques influenciales fué aún más reducido.
3. La suerte del Perú estuvo en manos de San Martín al tiempo de su invasión
del país en 1820-21. Existieron diversos intereses en el país con los cuales podía
colaborar, y él tuvo que escoger entre ellos. Los incas tuvieron el mejor título histórico
para ser considerados, por sus cien años de lucha, pero las persecuciones consiguientes
a las rebeliones de 1780 y 1814 les habían dejado casi sin dirigentes. Por varios
motivos que no vamos a analizar aquí, San Martín prefirió cooperar con la
aristocracia limeña, y como resultado de esta decisión se produjo el espectáculo
curioso de la formación de un gobierno para el Perú independiente, integrado por
los mismos elementos que lo habían gobernado bajo el dominio de España. En aquel
momento se perdió la causa de los incas, porque los criollos y mestizos conocieron
aún mejor que los españoles el peligro que el movimiento nacionalista
representaba para ellos, y cuidaron de dejarle volver a tomar su antigua
importancia política.
4. Si buscamos los actos concretos que representan la destrucción final del
nacionalismo inca, salen a la vista dos provisiones del nuevo régimen: el decreto de
Bolívar extinguiendo los cacicazgos, dictado el 4 de julio de 1825, (35) y el
establecimiento del castellano como único idioma oficial en el Perú. Así en la república
se cumplió la política de los Borbones.

NOTAS:
(1) El autor es catedrático de antropología en la Universidad de California, en Berkeley, donde dicta
un curso de arqueología peruana e historia de la cultura inca. En los años de 1942 y 1943 fue
profesor de arqueología en la Universidad Nacional del Cuzco.
(2) Véase Esquivel y Navia. 1901, p. 94, sobre el obedecimiento del cabildo del Cuzco en 1648 a una
provisión de la audiencia de Lima resumiendo la legislación vigente sobre este asunto.
(3) Colegio de Caciques, 1923: Esquivel y Navia, 1901, p. 43; Vargas Ugarte, 1941, pp. 89-90.
(4) No es necesario citar una documentación prolija para hechos tan bien conocidos como los abusos
cometidos por los corregidores. El lector interesado encontrará descripciones contemporáneas
excelentes en: Ciudad del Cuzco, 1872, pp. 210-238; Juan y Ulloa. 1918. tome 1. pp. 251-279; oficio de
Thupa Amaro a Areche, 5 de marzo de 1781, en Lewin. 19-3. pp. 227-234. Como síntesis ponemos lo
que escribió el virrey Amat en 1776 al concluir su relación de mando: "El mal tratamiento de los
miserables Yndios, su desolación y exterminio, objetos son que se presentan a la vista menos reflexiba,
y que nos abisan y pronostican la total ruina de esta noble y gran parte del Universo. El Comercio y
violencias de los Corregidores, que puede decirse (sin que tenga lugar la ponderación), que talan a
sangre y fuego estos ricos y hermosos campos, manifiesta una continuada guerra a la sociedad,
conbertidos los nobles empleos de la rectitud y buen govierno en Lonjas y Tabernas de usuras e
366
iniquidades, donde se vende y prostituye la Justicia públicamente por la torpe vil mano de una codicia
embriagada, á quien acompaña el poder y autoridad". (Amat y Junient, 1947, pp. 820-21). Es mucha
retórica, pero indica que hasta el virrey no ignoraba la condición del país.
(5) Véase por ejemplo el Resumen histórico y cuadro de retratos de soberanos que aparecen como
apéndice al cuarto tomo de Juan y Ulloa, 1748.
(6) Consúltense por ejemplo los pleitos sobre el cacicazgo de Lambayeque, Vargas Ugarte, 1942. y
Jauja. Temple, 1942.
(7) Sobre este asunto véase Rowe, 1951, y las referencias allí contenidas. La presentación de
informaciones sobre descendencia de los emperadores incas fue prohibido en 1782 como
consecuencia de la rebelión de Tupa Amaro. Torre Revello, 1940, pp. clxxxix-cxci, reproduce la
provisión real.
(8) Para ilustraciones de estos cuadros su fecha y su significado, véase Rowe, 1951.
(9) Las procesiones incas más notables que se hicieron en el siglo XVIII fueron las ocasionadas por la
proclama del rey Femando VI. En el Cuzco, se hizo la fiesta respectiva en septiembre de 1747. y la
procesión de los incas al final de ella, el día 24: "...una mascarada muy lucida de las ocho parroquias,
que cerraba con un escuadrón de más de veinte incas ricamente vestidos en su bellísimo traje con
sus mascapaychas..." (Esquivel y Navia. 1901. p. 423). En Lima festejaron la proclama en los días 21
y 22 de febrero de 1748. El virrey José Manso de Velasco, Conde de Superunda, por su misma
posición opuesta a las aspiraciones de los incas, dice con referencia a esta fiesta: "... hacen los
indios su celebridad en cuerpo separado, y la reducen a una representación de la serie de sus
antiguos Reyes, sus trajes, estilo y comitiva, cuya memoria los entristece, y no deponen algunos sin
lágrimas las vestiduras e insignias de su primeros monarcas..." (Manso de Velasco, en Loayza, ed.,
1942, p. 176). Véase también Loayza, ed., 1948, p. 19: Anónimo, 1748.
(10) El lector que quiera, puede verificar estas aseveraciones fácilmente. Debe tener en cuenta al hacerlo
que en algunas ediciones modernas el editor ha modificado la ortografía original, haciéndola
conformar a la de Garcilaso, con la convicción equivocada que las formas usadas por Garcilaso son
más "correctas". Así, por ejemplo, en la edición de la segunda parte de la Crónica del Perú de Cieza
de León hecha por Marcos Jiménez de la Espada, se lee "Tupac". En la malograda edición de la
misma crónica dirigida por el erudito peruano Manuel González de la Rosa, se lee, como en el
manuscrito y en la primera parte. "Topa".
(11) González Holguín, 1608. pp. 267 y 348 del primer vocabulario; Garcilaso, 1723, p. 167 (I, v, 28) y p.
263 (I, VIII. 1).
(12) Para referencias, consúltese Rowe. 1945. p. 267.
(13) Loayza, ed., 1948, pp, 7, 65.
(14) Garcilaso, 1723, p. [ xxxii]. Ni el texto de Barcia ni su cita corresponden a los de la edición de Bry en
la biblioteca de la Universidad de California, pero las diferencias no son muy importantes. Bry dice:
Et Deum ego testor, mihi a Don Anthonio de Berreo pro certo affirmatu, quemadmodum etiam ab
alus cognoui, quod in precipuo ipsorum templo, Ínter alia vaticinia, quae de amissione regni
loquuntur hoc etiam sit, quo dicitur fore, vt Ingas siue imperatores & Reges Perv ab aliquo populo,
qui ex regione quadam, quae Inglatierra vocetur, in regnum suum rursus introducantur, a &
tyrannide etq; seruitute omniu" suorum hostiu" qui nos ex sua térra eiecerut, liberentur. (Bry,
1599, segunda paginación, p. 57).
Cabe agregar que el texto de Bry tampoco reproduce muy fielmente su original inglés, que reza así:
And I fartherremember that Berreo confessed to me and others (which I protest before the Maiesty
of God to be true) that there was found among prophecies in Perú (at such time as the Empyre was
reduced to the Spanish obedience) in their chiefest temples, amongst diuers others which foreshewed
the losse of the said Empyre, that from Inglatierra those Ingas shoulde be againe in time to come
restored, and deliuered from the seruitude of the said Conquerors. (Raleigh, 1848, p. 119).
Raleigh dice que "Berreo" contó esta profecía a él y a otros ; Bry dice que Raleigh la oyó de

367
"Berreo" y de otros. La edición de Raleigh que cito es una reimpresión de la primera de 1596, la
única edición que Bry podía conocer.
(15) Torre Revello, 1940, pp. clxxxix-cxci.
(16) Hay una literatura considerable sobre las gestiones pacíficas de los apoderados de los incas en el
siglo XVIII, y queda mucho por publicar todavía. Véanse ante todo San José Tupac Inca, 1748
(reproducido en Loayza, ed., 1948, pp. 5-48), Valcárcel, 1947, capítulo IV
(17) Angelis, 1836, pp. 48-51. Hay un resumen en Valcárcel, 1947, p. 173.
(18) Aunque existe una bibliografía muy extensa sobre la fecha del drama Ollantay, el lector encontrará
en ella más calor que luz. Los hechos son estos: existen varias tradiciones registradas en el siglo XVI
tan parecidas al argumento de Ollantay que no queda duda de la antigüedad de su idea básica. En
cambio, el dialecto de los textos es evidentemente más moderno que el del siglo XVI. Este juicio se
basa en descubrimientos recientes referentes a los cambios fonéticos y gramaticales que el idioma inca
ha sufrido en los últimos tres siglos, cambios que no tienen relación alguna con la influencia
española. Los cambios no son mayores que los sufridos por el español en un período igual, pero son
suficientes para ofrecernos una escala para juzgar la antigüedad de los textos. Además, el drama
abunda en referencia históricas que no concuerdan con el testimonio de los cronistas del siglo XVI
y que indican que el texto se escribió en una fecha en que el público no tendría presente el recuerdo
íntimo del imperio que existía en el siglo de la conquista.
Ningún escritor hizo caso del drama hasta el año de 1837 cuando un comentarista anónimo publicó un
artículo sobre las tradiciones ollantinas en el periódico El Museo Erudito del Cuzco (reproducido por
Mesa, 1866-67, tomo 2, pp. 139-198, y por Pacheco Zegarra, 1878, pp. 157-195; que habla de 'la
comedia que en lengua quechua formó pocos años há el D. D. Antonio Valdez, cura que fue de
Sicuani". (pp. 159-160 de la transcripción de Pacheco Zegarra). Pocos años después, en 1853, Sir
Clements R. Markham oyó decir al Dr. Pablo Justiniani, cura de Lares, que el Dr. Antonio Valdez
había escrito la pieza para presentarla ante José Gabriel Thupa Amaro poco antes de la rebelión de
1780. El doctor Justiniani afirmó haber sido amigo de Valdez y haber presenciado el estreno de
Ollantay (Markham, 1856, p. 172; 1862, p. 138; 1912, pp. 145, 148).
(19) La única fuente publicada de datos sobre Vicente Mora Chimo Capac es la Biblioteca hispano-
americana de José Toribio Medina (Santiago, 1898-1907). Véase tomo 6, 1902, pp. 323-324, nos. 7259-
7272. Fr. Calixto de San José Tupac Inca le menciona de paso en una de sus cartas (Loayza, ed.,
1948, p. 56). He citado uno de los memoriales de don Vicente en la bibliografía.
(20) Medina, 1898-1907, tomo 6, 1902, pp. 262-63.
(21) Esquivel y Navia, 19C1. p. 291; Carta del general Alfonso Santa de Ortega a Fray Juan de Jecla
Santa. Taima, 30 de mayo de 1747, en Loayza, ed., 1942, p. 123. Esta conspiración no ha sido
notado por los historiadores por no estar mencionada en la relación de mando del virrey de la
época, el Marqués de Villagarcía (1736- 1745), pues ha sido costumbre utilizar las relaciones de los
virreyes como una especie de índice a los acontecimientos políticos importantes de la colonia. La
relación del Marqués de Villagarcía (Fuentes, ed.. 1859, tomo 3,- pp. 371-388) es una de las más cortas
y pobres.
(22) Anónimo, 1747 y 1880. pp. 179 y 186 de la edición de 1880; Relación de mando del virrey Marqués
de Villagarcía, en Fuentes, ed., 1859, tomo 3, pp. 378-380; Paz, 1919, tomo 1, pp. 345 y 354-55. El
virrey menciona un "Manifiesto de agravios" de los revolucionarios y dice que había escrito al rey
sobre la conjura de Oruro en 26 de febrero de 1740. No debe ser muy difícil darse con estos y otros
documentos del caso en los archivos.
(23) Hay una literatura considerable sobre Juan Santos, aunque estamos muy lejos de saber todos los
detalles de su fantástica carrera. Véanse especialmente Loayza, ed., 1942; la relación de mando del
virrey Manso de Velasco, en Fuentes, ed., 1859. tomo 4, pp. 1-340; Valcárcel, 1946 b.
(24) La única referencia que Tenemos a este asunto, aparece en una carta de Fray José Antonio de Oliva al
rev (&fio de 1750). Véanse Loayza, ed., 1942, pp. 178-181; 1948, pp. 49-50, 73.
(25) Descripción del impreso y documentos en Medina, 1904-1907, tomo 3, 1905, pp. 542-554.

368
Reproducción del texto en Loayza, ed., 1948, pp. 5-48, seguida por otra colección de documentos
sobre Fr. Calixto, pp. 49-94. Sobre la fecha del impreso, Medina sugiere: "entre agosto y noviembre
de 1748" (p. 554), pero el texto de Loayza menciona el año de 1749 (Loayza. ed., 1948, p. 39). Si el
texto de Loayza es la reproducción del texto impreso, la fecha de la impresión sería posterior a ■
la sugerida por Medina. Es posible, en cambio, que Loayza se sirvió de una copia manuscrita que
fue modernizada en 1749 o 1750 por el propio autor, pues Fr. Calixto habla de una copia ya escrita
en 1748 (Loayza. ed., 1948, p. 49).
(26) Descripción e identificación del autor en Polo, 1879. Descripción bibliográfica más exacta en
Medina, 1904-1907. tomo 3,1905, pp. 538-39. Nos hace falta una edición moderna de este memorial
con su traducción al castellano.
(27) La cita es del informe del virrey Manso de Velasco al rey del 24 de septiembre de 1750 (Loayza,
ed., 1942. pp. 161-178), p. 161. Este informe y dos romances contemporáneos son las fuentes
principales sobre la conjura de Lima y la sublevación posterior de Huarochirí. Ambos romances se
encuentran en Valega, 1940, pp. 69-98.
(28) Markham, 1862. p. 139; Lewin. 1943, pp. 149-151; Mendiburu, 1874- 1890, tomo 8, 1890, pp. 120-
121; Valcárcel. 1947, pp. 28-29.
(29) Funes, 1856. tomo 2. pp. 234-35. Lewin reproduce el texto del auto (1943, pp. 257-59).
(30) Vargas Ugarte. 1937-47. tomo 2. p. 343. Hay varias referencias a este Blas Thupa Amaro también
en el archivo de Vicente José García (Valcárcel, 1948-49 y 1949).
(31) Oviedo. 1907. p. 73: Cobo. 1890-93, tomo 3, p. 218 (XII, 21); Vargas Ugarte, 1935-47, tomo 2, p. 214:
Loayza. ed., 1946, pp. 7-14.
(32) Se han conservado dos resúmenes de su argumento, de mano de José Gabriel Thupa Amaro, ambos
publicados en Loayza, ed., 1946. El archivo acumulado por Vicente José García en este pleito se
conserva en la Universidad Nacional del Cuzco y hay también un buen índice publicado por
Valcárcel, 1948-49 y 1949. Véase también García Rodríguez, 1933. El autor tiene en preparación
un estudio más detallado sobre este pleito.
(33) Eguiguren, 1942. po. 10-19; Valcárcel, 1946a.
(34) Mendiburu, 1874-90. tomo 2, 1876, pp. 430-431.
(35) O'Leary, ed. 1879-88. tomo 23, 1884, pp. 220-221.

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cuatrimestres, 1948, pp. 242-249; no. 42, primer semestre. 1949, pp. 48-110. Lima.
1949 índice de documentos referentes al juicio sobre legítima descendencia del último inca Tupac
Amaru. Librería e Imprenta D. Miranda, Lima.
VALEGA, J. M.
1940 La gesta emancipadora del Perú. 1780-1819. Emp. Editora Peruana S. A., Lima. Vargas
Ugarte, Rubén
1935-47 Biblioteca peruana. Lima, Buenos Aires. 5 tomos.
1941 Los jesuítas del Perú (1568-1767). El autor. Lima.
1942 "Los mochicas y el cacicazgo de Lambayeque". Actas y trabajos científicos del XXVII
Congreso Internacional de Americanistas, vol. 2, pp. 475-482. Lima.

Berkeley, California, 7 de octubre de 1957


ADVERTENCIA

El Ensayo:
“El Movimiento Nacional Inca del Siglo XVIII”
fue tomado del Libro
“Los Incas del Cuzco: Siglos XVI - XVII - XVIII”
de
John Howland Rowe
publicado por el
Instituto Nacional de Cultura – Region Cusco.
Cusco, Noviembre 2003

Portada del Ensayo. Pintura que representa a Chañan Cori Coca, Guerrera
Quechua. Cuadro del siglo XVIII que se encuentra en el Museo Inka de la
UNSAAC - QOSQO

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