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MARIENBURG’S STAND

David Guymer

Finales Invierno, 2525


Medianoche
I
Mar de las Garras
Las estrellas resplandecían fríamente en el cielo negro despejado. La cara de
Mannslieb brilló como una moneda, su brillo plateado centelleando sobre las crestas
de las olas del, por otro lado teñido, mar de Manannspoort. El galeón de tres
mástiles, Meesterhand, viró de este a oeste, llevando a cabo una trayectoria en zig-
zag contra el viento del norte y adéntrandose más en el mar de las Garras. El viento
suspiraba a través de los aparejos y de la vestimenta suelta de los guardias, trayendo
una discreta ondulación en el estandarte de Marienburgo que ondeaba en el castillo
de popa.
Portaba un olor tenue, podrido.

El navegante arrugó la nariz, cotejó las estrellas con sus cartas de navegación con un
silencioso rezo a Manann para tener cielos claros y en voz baja trazó su rumbo y se
apretó al timón. El mercante avanzó lentamente, con la proa cabalgando alta
mientras se lanzaba contra el viento hacia babor. Oscuro y tranquilo como un espía
Norlandés en el Muelle Sur de Marienburgo, el buque se desplazó más hacia el
norte. Incluso antes del saqueo de Erengrado y la destrucción de la flota Bretoniana
en L’Anguille, estas habían sido aguas traicioneras, atormentadas por saqueadores
Norses y piratas Elfos Oscuros. Incluso con Marienburgo tomado por el espectro de
la guerra, solo los más temerarios o los estúpidos más desesperadamente endeudados
se arriesgarían a abandonar el puerto.
.
La próxima vez el Capitán Needa van Gaal se lo pensaría dos veces antes de apostar
el Meesterhand en una fría tirada de dados como esa.
‘Linternas a proa y estribor,’ dijo el Capitán van Gaal, un susurro de urgencia que
remedó el frío viento nocturno. Se inclinó sobre la barandila del alto castillo de popa
y miró hacia el mar susurrante y negro como la plata. El Capitán señaló hacia el
norte, hacia una mancha del negro más profundo flotando entre el brillo iluminado
de la luna, y entonces emitió un grito triunfante. ‘¡Naufragio! Timonel, todo a
estribor, llévanos allí.

Van Gaal bajó apresuradamente los escalones hacia la cubierta principal mientras el
mercante de doce cañones se apresuraba.
La poderosa flota de los Altos Elfos situada en Mariemburgo había abandonado el
puerto a primeras horas de la tarde anterior y, mientras que los orgullosos príncipes
de los mares eran tan desdeñosos con sus enemigos como con sus anfitriones
humanos, van Gaal no era tan selectivo con un botín como para deshecharlo. Tan
solo un barco Norse cargado con pieles y plata pagaría su deuda con esa serpiente de
van der Zee.
‘Timonel, mantenga el rumbo,’ gritó van Gaal a la mole en sombras del castillo de
popa cuando el barco atravesó la mancha de restos flotantes con una serie de golpes
suaves y distantes. ‘Preparados. Y dadme luz maldita sea.’
Hubo una ráfaga de luz cuando un contramaestre soltó nerviosamente la linterna
para tormentas. Las olas se ensombrecieron bajo la borda pasando del negro a una
sombra de noche profunda. La luz brillaba sobre los garfios cunado descendían. Van
Gaal se agarró ansiosamente a la barandilla cuando los resptos del naufragio se
alzaban. Frunció las cejas de modo confuso. Los barcos Norses estaban fabricados
generalmente con roble negro o con pino, pero la estropeada pieza de madera que
colgaba de los garfios de su barco, girando lentamente delante de sus ojos, era
blanca y suave como una perla.
Pero eso… no podía ser.
‘Apagad las luces,’ murmuró, el barco se hundió en la negrura justo cuando el viento
lo bañaba. Una ola de muerte azotó las velas.
El horizonte estaba oscuro, demasiado oscuro. Van Gaal no pudo evitar tener la
punzante certeza de que miles de velas invisibles habían pasado entre su aparejo y el
viento.
Cuando el viento volvió traía consigo un pútrido hedor de carne rancia y
podredumbre, como si el propio océano hubiese enfermado.
‘Todo a popa, a toda vela,’ gritó van Gaal ahogado, con la voz amortiguada por la
manga que apretaba contra su boca desencajada por arcadas secas. Los Elfos habían
sido derrotados. La simple idea lo dejó aturdido, completamente parado cuando la
primera sombra hinchada y crujiente apareció bajo el océano de estrellas, y en ese
momento comprendió lo que sería tener tu barco tambaleándose sobre un remolino.
Todo lo que pudo hacer fue mirar boquiabierto. Llevaban rumbo sur. Hacia
Mariemburgo. Y eran demasiados.
Amanecer
I
Paleisbuurt
Los estridentes silbatos de los capitanes llamaban a través de la niebla que se
suspendía sobre los muelles del distrito portuario, mezclándose con los gritos de las
gaviotas y golondrinas que volaban en círculos sobre la niebla del distrito
Gubernamental de Mariemburgo. Caspar Vosberger se levantó de la mesa en el
salón de socios del exclusivo club de caballeros Rijkside y se dirijió lentamente
hacia la ventana. El Rijkside estaba desierto a esas horas. Los retratos de Grandes
Mercaderes y un orgulloso busto en marfil del emperador Dieter IV – quemado en el
día de la secesión – miraban desde las paredes forradas de madera de roble mientras
corría las cortinas y miraba la bahía que se extendía debajo.
Un destelllo herido de luz roja se abría paso a través de la niebla del horizonte. Los
buques de guerra privados de la élite mercantil se mecían anclados en la mortecina
luz, a la sombra del alto puente de piedra que unía las mitades este y oeste de la
ciudad, via la fuertemente fortificada isla de la Torre Alta. Conforme el Rijk se
enchanchaba aguas abajo, la visión se hacía más pobre. Las formas vagas y a su vez
inquietantes de barcos surcaban la niebla. Las agujas blancas del barrio Élfico
ascendían como cuellos de grullas desde el pantano.
En la orilla pobre de las aguas, el principal muelle de la ciudad, el Muelle Sur, se
agitaba con indistinta actividad. Caspar mantuvo su mirada allí por un segundo, un
caro cristal lo separaba del frío, reduciendo el mal olor a un rescoldo en las fosas
nasales y amortiguando los silbatos que gritaban desde fuera de los muelles.Era fácil
convencerse de que en realidad solo eran los pájaros.
‘Sólo es un ejercicio,’ dijo el otro hombre presente en la habitación. Estaba
reclinado en un diván de fumar de cuero verde y removía un blanco Estaliano de
veinticinco años en una copa de cristal con forma de concha de vieira. La luz del
amanecer brilló roja en los rubíes, granates y espinelas de sus dedos enjoyados.
Engel van der Zee no poseía título ni rango que Caspar supiese – y siendo él mismo
descendiente de una de las viejas familias de la nobleza de Westerland, era un
orgullo saberlo – pero Mariembuergo no era una ciudad como las demás. La tierra y
el linaje contaban menos de lo que solía ser habitual cuando el negocio que
importabase se conducía a través de un intermediario de las sombras. Eso permitía a
carroñeros como van der Zee hacerse ricos. El hombre olisqueó de manera medida el
vino. ‘El General Segher me aseguró que todo estaba planificado con antelación.’
Con una leve mueca de disgusto, dejó el vaso. ‘Deja las preocupaciones de la guerra
a los que saben. Deberías estar más preocupado por ese olor que reduce el valor del
lugar.’
Marienburgo era renombrada entre los puertos del Viejo Mundo por su olor acre, y
así había sido durante siglos. Caspar ni tan siquiera hubiese detectado ese olor. Pero
esto era diferente.
‘La mayor parte de los socios están inviertiendo su dinero en buques rápidos o armas
para sus hombres.’
Caspar solo se había medio viuelto de la ventana. Las luces destellaron en silencio
entre los fragmentos esqueléticos a la deriva a través de las nieblas del Rijk. ‘¿Y me
despiertas antes que a las gaviotas para hacerme una oferta por mi establecimiento?
‘Esto va a explotar,’ dijo, agitando la mano de manera desdeñosa hacia la ventana.
‘El oro seguirá siendo oro y el futuro estará allí esperándonos. Pero–’ Van der Zee
encogió los sedosos hombros damasquinados ‘–si son hombres o barcos lo que
prefieres entonces estoy seguro de que mi patrón puede compensarte
adecuadamente. Ya sabes para quien trabajo.’
‘¿Puede?’ preguntó Caspar, respondiendo a la afirmación del otro con una pregunta.

Había hombres ricos e influyentes entre los los patrones habituales del Rijkside que
pensaban que el omnipresente señor del crimen, ese mito local al cual llamaban el
Señor de las Sombras, no era más que una fantasía soñada en tabernas y mercados
del Muelle Sur. Caspar observó tranquilamente la arrongante cara de su invitado.
Sospechaba que aquellos hombres habían sido bien recompensados por sus
“creencias”.
Caspar miró a los retratos y tapices que adornaban las paredes. Había historia
recogida allí. Los Vosbergers había sido los guardianes de la institución con mejores
conexiones en Mariemburgo desde los días del linaje de los van der Maacht cuando
Westerland todavía era una provincia de Nordland. Se volvió otra vez hacia la
ventana y tembló. Los silbatos resonaban con estridencia, y los gritos de los
hombres que provenían de los barrios marginales llegaron al cristal de la ventana, el
cual se sacudió suavemente dentro del marco. Quizás van der Zee estaba en lo
cierto. Su familia todavía poseía fincas en el Imperio. Era tiempo de largarse
mientras pudiese.
II
Suidstrasse
El Capitán Alvaro Cazarro sopló el silbato hasta que las mejillas se volvieron rojas y
las sienes le dolieron. La 24/95 de Verezzo justo acababa de verse envuelta en el
simulacro de defensa del Camino Sur. Con el objetivo puesto en la encrucijada del
Mercado de Pescado, contra una fuerza combinada de los Pielesgrises del Drakwald
y una banda de Kossars de Erengrado, todos en la intersección. Detrás de los tejados
con agua sucia de las tiendas y las altas mansiones a la orilla del río, los mástiles y
las cofas de los barcos en los muelles se balanceaban de un lado a otro. Gritos
urgentes se filtraron desde abajo, a través de la niebla. En la distancia, los cañones
retumbaban como truenos.
¿Era esto parte de las maniobras?
Soldados vestidos de diferentes colores irrumpieron con estrépito a través de la
niebla que se adhería a los edificios como si buscase elegir a sus propios capitanes y
estandartes. El honor de la compañía garantizaba que muchos de sus miembros
fuesen de probado valor.
Cazarro sacó el silbato de su boca y casi se atragantó con el aire miásmico que ataba
la niebla de la mañana. Era ofensivo incluso para los estándares del Mercado de
Pescado, como si cada uno de los peces del Rijk hubiese muerto y se hubiese
podrido en el transcurso de una sola noche. Extrañas motas negras como esporas a la
deriva eran arrastradas por el viento en el cielo.
Su compañía– con yelmos emplumados lacios y empapados, corazas y molduras de
latón hormigueando de condensación– tosió con la fétida niebla y enderezó sus
picas para formar un bloque de ocho por seis, mientras Cazarro buscaba a alguien
que supiese lo que estaba pasando.Todo lo que vió fueron compañías de mercenarios
como la suya. Cruzó su mirada con la Herman Giesling, el sargento de los
Pielesgrises, ancho de hombros y revestido de pieles de lobo, quien respondió a su
inquisitiva mirada poniendo los ojos en blanco y encogiéndose de hombros.
Los oficiales nativos Mariemburgueses eran tan raros como el polvo de ithilmar.
‘¡A los muelles!’ gritó un joven con aspecto pedante que llevaba una capa dorada y
un jubón sin manga. Portaba la moneda y el cetro del consejo mercantil de
Marienburgo y estaba intentando abrirse paso a través de los sargentos rudos y
fuertemente acorazados que lo rodeaban.
Por fin, pensó Cazarro, abiéndose camino a través de la multitud de soldados para
unirse a la melé de oficiales que ya tenían inmovilizado al mensajero bajo un
aluvión de preguntas.
‘¿Es un atque?’
‘¿De dónde?’
‘¿Cúantos son?’
Sin aliento y furioso, el joven mensajero respondió tan cortante como le fue posible.
‘Una flota Norse se interna en el Rijk. Algunos de sus guerreros ya han tomado
tierra en los muelles más al norte. Y también en el distrito de los Templos.’
Cazarro miró al norte hacia donde se encontraba el Gran Templo de Manann, señor
de los océanos y patrón de aquella ciudad-estado de navegantes, que se vislumbraba
en algún lugar entre la niebla. Por encima de gritos y silbatos, creyó oir las
campanas del Templo dando la voz de alarma. Tosió y limpió la sangre de la palma
de su mano en su capa roja. ‘¿Cómo han conseguido atravesar la muralla marina del
Vloedmuur? Se ha mantenido en pie durante más de mil años.’
Más preguntas y un puñado de burlas saludaron la pregunta.
‘¡A los muelles, todos vosotros!’ escupió el mensajero. ‘Palabra de Lady von
Untervald, habrá un florín en el bolsillo de cada hombre cuando los Norses sean
rechazados al mar.’
Los hombres aplaudieron, dejando que el heraldo continuase su camino hacia el
norte, a lo largo de la Suidstrasse.
‘No encontrarás nada en el barrio Norse,’ le gritó Cazarro.
El cortesano de la margen este claramente no tenía ni idea de lo que había pasado.
Aquel distrito entero había sido incendiado por la multitud solo unas semanas antes,
supuestamente en venganza por el asalto de sus paisanos a una flotilla de pescadores
y su escolta en la costa de Bretonnia. La 24/95 estaba destinada cerca de los muelles,
sin embargo, Cazarro sabía que la pesca se había interrumpido desde que el
alzamiento del Bastión Aúrico había trasladado la guerra desde Kislev al Mar de las
Garras. También había viajado lo suficiente como para reconocer un alboroto
instigado cuando lo veía y para sospechar los motivos, más oscuros que el mero
patriotismo, detrás del edicto en el que se prohibía la bendición de Morr a aquellos
muertos dejándolos pudrirse en sus tumbas. Quizás también se necesitaba ser
extranjero para reconocer el olor que salía del barrio como el mismo que los nativos
de Mariemburgo entre risas atribuían a los productos en mal estado o a un viento
desafortunado que soplaba desde los Pantanos Malditos.
‘Tengo mis órdenes,’ dijo el mensajero, dejando ver un sobre con el sello de von
Untervald. ‘Y tú tienes la tuyas.’

Cazarro se aclaró la garganta, escupiendo un esputo manchado de negro. Lo que


quiera que fuese ese polvo negro, era un auténtico demonio en la garganta. Se decía
que Lady von Untervald era la viuda del último miembro del consejo mercantil–
aunque nadie podía decir exactamente de que miembro – y que pagaba realmente
bien.
Desde el año de su fundación la 24/95 había ido ahorrando los sueldos que le
pagaban los príncipes mercades para una expedición de vuelta al hogar. Había
marineros en puerto que clamaban que la propia Verezzo estaba sitiada. Otros
decían que toda Tilea y Estalia se habían hundido en la tierra oscura, y que los
hombres-rata gobernaban ahora entre la ruinas y volvían sus voraces ojos hacia el
norte. Cazarro no se lo creía. Llevaría a sus hombres de vuelta a casa.
Cazarro emitió un tos rasposa y señaló hacia abajo del Mercado de Pescado, hacia
los muelles. ‘Ya habéis oído al tipo.’
III
Desembocadura del Rijk
La gran muralla marina de Marienburgo era llamada el Vloedmuur, un milagro de la
ingeniería enana que cerraba la desembocadura del Rijk. Las olas chocaban contra
los contrafuertes monolíticos de los musculosos mer-folk y la estructura estaba
erizaba con suficientes cañones como para hundir una armada. Construida para los
Elfos durante la era dorada del Imperio Enano, se había mantenido en pie contra
viento y marea desde tiempos inmemoriales – y ahora se derrumbaba en el Mar de
Manannspoort.
Una maraña de vegetación moldeada aplastaba la vida en aquellas fortificaciones
que todavía seguían en pie y a través de la brecha llegaban los Norses, cientos de
buques de guerra hendiendo las agitadas aguas bajo una nube de esporas negras. La
virulenta munición que había derribado el Vloedmuur había dejado sus velas
podridas y negras, pero por causa de algún artilugio demoníaco todavía conseguían
atrapar el viento.
Gruñientes mascarones de proa que representaban dragones marinos y krakens
subían y bajaban con salpicaduras de agua salada mientras los barcos largos
cabalgaban en las olas de proa de los colosales buques principales que conducían la
armada hacia la desembocadura del Rijk.
Eran enormes y tambaleantes cascos sin el deber terrenal de mantenersa a flote. Los
percebes hacían costra en el caso hasta la altura de las cubiertas de carga como si de
un resvestimiento de hierro se tratase, mientras enormes velas ennegrecidas por el
moho tiraban de los fétidos cascos pestilentes hacia el Suiddock.
El mayor de ellos, el buque insignia de la flota invasora, era un tambaleante
behemoth envuelto en una red de algas verdes y esporas, rodeado por una escolta de
barcos largos. Su cubierta alta estaba erizada de catapultas y balistas, y un grupo de
campeones se reunía en torno a un señor de la guerra cuyo mana hechizado bañaba
el puente del barco en una luz verde enfermiza. Un estandarte portaba la imagen de
un lobo pustulento y deteriorado ondeando en el castillo popa mientras que el mismo
diseño se divisaba en la vela mayor y crujía en la madera podrida del mascarón de
proa.
Una cadena de islas rocosas salpicaba el delta, forzando a lo que previamente había
sido una imparable masa de buques de guerra a romper la formación, mientras que
los bastiones salpicados de salmuera que se habían erigido muy por encima vertían
caústicas descargas de cañones de salvas y gotas de fuego de los cañones
lanzallamas de fabricación enana a la flota que llegaba. Los botes fueron hechos
pedazos, cuerpos triturados teñían el Rijk de rojo entre montones de escombros
ardientes. Las baterías de la orilla vertieron el fuego de cañones y balistas en la
vorágine.
Las balas de cañón que no impactaban creaban grandes geysers de espumosa agua
de mar que se vertían sobre los Norses que remaban duramente. El casco del Lobo
Verde estaba acribillado por proyectiles de hierro, su revestimiento de percebes
astillado donde las balas de cañón habían impactado directamente, pero siguió,
imparable como una marejada.
Más de la mitad de la flota Mariemburguesa estaba todavía anclada– las pocas
balandras y goletas ligeras rápidamente formaron de proa a popa en el Suiddock,
presentando un muro frente a la armada enemiga. Los buques defensores eran
superados por docenas a uno, pero su posición era fuerte – las baterías de tierra
segaban una terrible cosecha y los Norses luchaban contra el viento y también contra
el muro de barcos Mariemburgueses. La moral de la flota subió por la indomable
presencia en el centro de la formación del Zegepraal, un acorazado de 74 cañones
que en sesenta años como buque insignia de Marienburgo todavía no conocía la
derrota.
El Lobo Verde navegó embistiendo con tal ferocidad que el Zegepraal fue empujado
varios metros fuera de la formación. Un colérico humo negro trajo de vuelta la
niebla y contrapuso el olor a podredumbre con el honesto del salitre. Pesadas balas
de hierro perforaron la proa del casco con explosiones de corteza calcificada y
madera mohosa. Disparos en cadena segaban sus aparejos, los guerreros se apiñaron
en cubierta gritando cuando los mástiles se astillaron y cayeron. Rápidamente, los
artilleros bien entrenados del Zegepraal recargaron mientras los barcos más
pequeños en la línea de batalla abrieron eructantes salvas.
Pero por alguna razón, todavía, el Lobo Verde seguía a flote.
La tripulación del Zegepraal miró espantada cuando una criatura mutante más
grande que una cabaña de pesca cargó una pesada urna negra en la catapulta fijada a
la posición de disparo del puente del Lobo Verde. El cuerpo musculoso de la
criatura era del verde de la carne rancia y estaba escindida por forúnculos y bubones.
Las entrañas le colgaban del vientre. Un inmenso brazo se afilaba hasta una punta
con espina; el otro terminaba en la muñeca con una boca bordeada por filas de
dientes y tentáculos succionadores. Las moscas zumbaban alrededor de sus cuernos
mientras depositaba su virulenta carga en la catapulta. ¡En los fuertes del Vloedmuur
todavía quedaba un puñado de supervivientes y su historia se había extendido como
una plaga de viruela!
Los hombres del Zegepraal gritaron al unísono cuando, sin nada más que su propia
fuerza, el bruto retiró el resorte de la catapulta y soltó.

Media mañana
I
Oudgeldwijk
‘Esto…,’ dijo el Conde Mundvard con firmeza, los brazos cruzados sobre su amplio
pecho mientras miraba hacia abajo sobre los canales y las casas de madera del barrio
del Dinero Viejo hacia la línea de melés desencadenadas a lo largo de ambas orillas
del Rijk. ‘Esto no está pasando.’
‘Créelo,’ dijo una voz femenina desde la oscuridad de la parte posterior de la cámara
de audiencias.
La voz sonaba recortada y altiva, bordeando la línea entre la empatía y el rencor
absoluto. ‘¿No oyes el tañido de las campanas de los templos?’
El rostro hundido del Conde se arrugó todavía más con disgusto. Llegaba el
estruendo del acero y el griterío transportados a lo largo de la ciudad por vientos
podridos. Había invertido demasiado en esta ciudad– tiempo y riqueza, sangre y
alma. Conforme obsevaba, una explosión se abrió paso entre los almacenes del
Suiddock. Lo conocía bien. Lo conocía todo demasiado bien. Continuó mirando
mientras el estallido se asentaba. El viento del norte atrajo más restos del extraño
musgo negro de los Norses hacia el interior de su ciudad. Edificios más viejos que él
mismo se habían derrumbado ante la podredumbre y el deterioro dondequiera que
les hubiese contactado el musgo, había espadas embotadas con herrumbre y
hombres ahogándose por las calles al respirar las esporas. Esto no era un mero
saqueo Norse. Era una invasión en toda regla. El aethyr apestaba a magia de plaga,
de un campeón de la podredumbre.
Desorden. Como lo despreciaba.
Se volvió desde la ventana, apartando las escenas de caos de su mente.
La cámara de audiencias de su mansión estaba en penumbra debido a los cristales
tintados de las ventanas, creando la ordenada ilusión de un perpetuo crepúsculo. La
lujosa alfombra emanaba la fragancia de las especias del café Árabe tostado. Un
hogar de granito ornamentado se apoyaba contra la pared, pero era solo por
apariencia y permanecía apagado. Libros con enlaces rojo-sangre a juego se
clasificaban cuidadosamente a lo largo de las paredes. Cubiertas de seda de Ind
descansaban sobre sillones fabricados por maestros Estalianos. Los paisajes
iluminados por el día de la perdida Sylvania se revolcaban sombríamente en la
oscuridad. Con un batir de alas blancas como la luna, un pájaro con una larga cola se
zambulló desde una de las estanterías y se precipitó hacia la chimenea que estaba
encima del hogar. Era un periquito de las junglas subterráneas del sur de Naggaroth,
raro y caro debido al armonioso canto que solo interpretaba a la noche. En la
penumbral oscuridad de la cámara, trinaba contento.
Alicia von Untervald lo vió posarse por el rabillo del ojo con visión felina. Vestía un
traje de encaje negro adornado con madreperla que era casi idéntica en matiz y
brillo a su piel. Sus ojos eran tan blancos como los de un ciego y sus dedos
terminaban en largas y delicadas uñas con forma de garra. La inclinación de su
mandíbula era regia, la ondulación de sus labios orgullosa. Para un caballero de
cierta edad era pasablemente atractiva, pero después de cuatrocientos años
Mundvard la encontraba cada vez más repugnante a la vista.
Y todavía la amaba como amaba a esta despreciable ciudad – ambos le pertenecían
más allí de toda duda, y sin embargo, mientras un solo ciudadano o un simple
pensamiento quedasen fuera de su control, no podía haber satisfacción. ¿Qué clase
de estúpido podía tener placer con una conquista parcial?
‘Has estado haciendo una trampa de esta ciudad durate los últimos cuatro siglos’
dijo. Su voz, de repente, se hizo tan mordiente como la fragancia del café. ‘¿No sería
poco el placer de ver que toda esa paciencia da fruto, observando las mandíbulas de
la trampa cerrarse, al final, alrededor de los cuellos mortales? ¿No sería de lo mas
dulce ver la arrogancia de estos invasores aplastada en la cúspide de su triunfo?’

‘No,’ dijo Mundvard tranquilamente. ‘No está preparada.’

‘¡Te pasarías toda la eternidad moviendo peones en el tablero de juego!’ siseó


Alicia. ‘Es tiempo de que demos un paso al frente y salgamos de las sombras,
maestro. Nuestros parientes en Sylvania se alzan otra vez. Lady van Mariense me
susurra que el mismísimo Vlad lucha contra este mismo azote en el norte.’ Sus uñas
se posaron sobre sus caderas y agitó su pecho con un repugnante puchero. ‘Ahora es
un hombre.’

‘Insolencia,’ dijo Mundvard, levantando la mano preparado para golpearla y


mostrando sus colmillos mientras Alicia mostraba una palma del color del alabastro
y se deslizaba hacia atrás. Pasó sus uñas por los lomos de los libros de Mundvard.

Gruñó el polvo cuidadosamente cultivado se deshizo. ‘¿Crees que me encanta


quedarme aquí quieto, senil y ciego? ¿Crees que fue mera casualidad que enviase un
barco con un capitán endeudado para que siguiese a la flota élfica en el Mar de las
Garras? No había garantía de que los Elfos regresasen lo suficientemente pronto
como para comunicar su triunfo o su derrota. Van Gaal sin embargo volvería tan
pronto como hubiese saqueado lo suficiente para pagar la deuda de su barco– si
sobrevivía.’

‘Asumo que no lo consiguió.’

‘¿Y cuán bendecidos por la gracia divina debemos estar como para que el Zegepraal
estuviese de patrulla esta mañana en vez de anclado a puerto como tenía
planificado?. Que suerte que las estrellas brillen sobre nosotros y que las fuerzas de
Marienburgo ya estuviesen listas para maniobras en el Suiddock.’
Alicia negó con su cabeza. ‘Estaba en tu mano haber hecho más, querido.’

‘¿Y arriesgarme exponiéndome? Te lo dije, es demasiado pronto.’

‘Marienburgo está al borde del precipicio,’ escupió Alicia, girando con un chasquido
de encajes para quedarse frente a él.

‘Exageras. La ciudad que he construido está mejor preparada que aquella que
derrotó a Mannfred tantos años atrás. Prevalecerá, y nosotros continuaremos. Y yo
triunfaré allí donde nuestros maestros fracasaron.’

‘No lo harás,’ dijo Alicia, con los dedos posándose sobre un volúmen rojo entre
cientos e inclinándolo hacia sí.

La fría carne del Conde Mundvard se tensó cuando su consorte deslizó el libro de la
estantería, quitando su exterior de cuero, y descubriendo algo mucho más antiguo y
vil que cualquier cosa que las ignorantes gentes de Marienburgo creerían poder
hallar dentro de los límites de su sórdida ciudad.

El Tomo Negro de Vlad von Carstein.

‘¿Cómo te …?’ Mundvard cerró la mandíbula. El conocimiento era poder y la


ignorancia debilidad. ‘Es demasiado pronto.’

‘Liliet van Mariense y las hermanas pálidas ya están en el muelle. La bestia se


remueve bajo el Rijk.’ Alicia mantuvo el libro. ‘Es la hora, y si no actúas entonces
lo haré yo.’
II
Suiddock
Con el estrépito de la madera astillada, decenas de barcos Norses se precipitaron a
los muelles, vomitando berserkers rabiosos e inmensos campeones embutidos en
armadura en la orilla. Los hombres cayeron mientras corrían, no con sus cuerpos
marcados por flechas o lanzas sino por ampollas de abscesos negros en sus
gargantas. Un escuadrón de regulares Mariemburgueses luchó entre formas
apresuradas, golpeando con las alabardas mientras su capitán silbaba furiosamente
las ordenes para reunirse y reformar.
Marienburgo se mantenía en pie, pero sin los auxiliares mercenarios y el poder naval
de los Altos Elfos, de los cuales habían llegado a depender, estaba sola, y uno a uno
sus soldados cayeron.
‘¡Plaga!’ gritó Cazarro, arrancando su yelmo en un intento de limpiar de aire viciado
la lana de algodón y mantenerse hombro con hombro junto a sus compañeros
Verezzianos a ambos lados conforme la compañía se retiraba. Lo hicieron con
perfecta disciplina: picas abajo, escudos al frente. En una situación normal, Cazarro
habría estado orgulloso. Un mercenario podía luchar por muchas cosas– riqueza, el
honor de su regimiento y la reputación de su patria.Pero ningún hombre podía luchar
contra la enfermedad.
Llegaron a un callejón. Un almacén se alzaba a su derecha y una carpintería de
barcos a la izquierda. El aire condensado olía a tripas y serrín. Cazarro había
esperado que esa disciplina y el estrecho frente le confiriesen ventaja en su retirada,
pero en todo caso fue al revés. Hombre por hombre, no tenían nada para contener el
poder y la furia que se les venía encima.
Un Guerrero del Caos embutido en abultada armadura y marcado por forúnculos y
cardenilla alzó una gimiente hacha y condujo una docena de aullantes guerreros a la
carga. Cazarro paró una estocada a la vez que el Verezziano a su izquierda era
hendido por la mitad con el golpe de bajada del hacha bárbara. El hombre a su
derecha abrazó, con sonido metálico, una hoja Norse, luego tosió sangre y esporas
negras cuando caía en garras de las convulsiones. Otro hombre tomó su lugar antes
de ser, también, partido por la mitad, de cadera a cadera, por un mortal golpe de la
infernal hacha del guerrero. Los hombres estaban siendo masacrados a izquierda y
derecha. Incluso los de la retaguardia no se salvaron, tosiendo y farfullando mientras
caían para ser pisoteados por los que venían detrás. El horror era tan ineludible
como el terror.
‘Retirada. Corred. Vuelta a la calle.’
Alvaro Cazarro arrojó la espada y el yelmo y corrió.

III
Oudgeldwijk
Los murciélagos se congregaron sobre el tejado de la mansión. Algún poder los
atrajo, más de ellos llegaron aleteando sobre los tejados de todos los barrios de la
ciudad hasta que su hormigueante y quejosa masa bloqueó el sol y el Conde
Mundvard abrió las puertas y salió. El alboroto del griterío creció con toda su fuerza
hasta abrumarlo y controló su paso con un gruñido. El aire se había espesado con la
sangre, tanta que casi podía abrir la boca y beberla. Hacía décadas– siglos – desde la
última vez que había matado con sus propias manos, pero la visión del Rijk fluyendo
rojo fue suficiente para amenazar incluso su comedida disciplina. Se sacudió el
impulso de flexionar las garras, caminando lentamente hasta el borde mientras era
testigo de la anarquía que se había desatado sobre su reino.
Alicia había estado en lo cierto. Que los dioses la maldijesen, no se había
equivocado.
Los barcos enemigos eran tan numerosos que llenaban la ancha boca del Rijk con
sus velas y un guerrero decidido podría recorrer, de cubierta en cubierta, desde el
templo-faro de Mannam en el oeste, al fuerte gótico de la isla de Rijker en el norte, y
luego hasta las delgadas torres del barrio élfico en el este sin tocar el agua. La masa
de barcos había continuado hacia adentro, hacia el Puente de la Torre Alta y el
corazón de la ciudad. Las fortificaciones del río habían sido reducidas a escombros,
y en cuanto al Zegepraal y la flota Marienburgesa incluso sus perspicaces ojos eran
incapaces de discernir ningún rastro entre la neblina de moscas y esporas.
Dos tercios de su ciudad ya se habían perdido y decenas de miles habían sido
masacrados.
Superados en número, a la carrera, y bajo el azote de este antinatural contagio,
estaba claro que los vivos ya no estaban en posición de defender su ciudad.
‘Así que la defensa del orden al final recaerá sobre los no-muertos.’
‘¿No te lo dije, querido?’ dijo Alicia.
Sin nada más que ofrecer, el Conde Mundvard tendió una mano abierta, sintiendo
una extraña sensación enrrollándose como una boa constrictor en su pecho mientras
Alicia posaba el Tomo Negro en la palma de su mano.
El Conde Mundvard olfateó el aire, desechando el olor hediondo a muerte y
centrándose en su lugar en las corrientes de la magia que soplaban en contra y a
través del viento. La risa pútrefacta de los demonios se hizo eco a través del aethyr
– cosas minúsculas, sin mente, demasiado pequeñas incluso para ser percibidas por
los ojos de un vampiro, pero deleitándose como niños en la plaga que extendían.
Una enfermedad como esa no podía ser solo el trabajo de un maestro de la
hechicería.
No importaba.
Con una palabra de poder Mundvard hizo saltar los cierres que mantenían el Tomo
Negro sellado y con un gruñido pasó la primera página. El libro contenía el
conocimiento sobre nigromancia que Vlad, el primero y el más grande de los
Condes Vampiros de Sylvania, había acumulado a lo largo de su larga vida. Para
salvaguardar el precioso volúmen de las guerras que sucedieron a la muerte de Vlad
– y luego ocultando su existencia a sus herederos– Mundvard había aprendido lo
suficiente para aproximarse, e incluso superar, a su antiguo maestro.
‘Recita conmigo, Alicia,’ dijo, posando un dedo blanco como el hueso sobre la
página y comenzando su recitado del antiguo texto Nehekhariano. Una segunda voz
se acopló con la suya. Alicia von Untervald tan solo era una hechicera competente,
pero la suma de su poder condujo a una luz en el aethyr y lo incendió. El Conde
Mundvard extendió con amplitud sus manos para abarcar toda su ciudad y rió
cuando el poder desatado fluyó desde la página, a través de él, y fuera hacia la
inmensidad. Y lentamente, en los lugares oscuros y fétidos de la ciudad, cosas que
mejor hubiesen permanecido enterradas comenzaron a removerse.
IV
Paleisbuurt
Los gritos de los hombres, mujeres y niños sonaron a través de las arcadas de
mármol y los palazzos de estilo Tileano del centro de Gobierno de Mariemburgo.
Caspar Vosberger luchó contra el gentío, su pensamiento volaba hacia los establos
que poseía cerca de la puerta sur de la ciudad cuando fue arrastrado por la multitud.
Había ricos y pobres, así como señores con sus sirvientes.Su sangre valía ahora lo
mismo.
El estrépito de las armas se hizo eco a través de la ornamentada cantería cuando la
Guardia de Élite de Palacio luchaba con los Norses que se arremolinaban en el
puerto. Los gritos llegaban de todas las direcciones. Los incendios invocaban vastas
sombras demoníacas contra los altos edificios de piedra. Las esporas negras flotaban
en el aire con esencia a podredumbre. La gente caía como moscas.
Comenzó a oírse un chillido que venía de arriba y encontró su camino en la boca de
Caspar cuando el el Puente de la Torre Alta emergió de entre la niebla. Una esquina
de la indomable fortaleza se había desmoronado en el Rijk bajo la furiosa embestida
de una masa de residuos de vegetación negra y enferma y la batalla se libraba
furiosa en la brecha. Con cada minuto que pasaba, más barcos tomaban tierra en las
rocas que apuntalaban los pilares del puente y lanzaban garfios y escalas.
La cabeza de Caspar dio vueltas. Su mundo se desmoronaba a su alrededor.
Se escuchó otro grito, llamativamente cerca, y Caspar vió como una joven criada
vestida con un chal de algodón era cortada por la mitad por una hacha norse. El
guerrero cargó a través de la sangre pulverizada y otros más le siguieron, fluyendo
en la pelea principal y entre la multitud con una efusión de risas sedientas de sangre.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Caspar huyó a una calle lateral junto a
aproximadamente otra docena de personas, allí se alineaban tiendas de frescas
paredes blancas– desde que Mariemburgo había sido reconstruida para durar
sempiternamente– aquello golpeó a Caspar con el afilado olor de la pintura húmeda
y la lima. Caspar tomó aliento mientras se precipitaba por la gradual pendiente de la
calle. No estaba acostumbrado al ejercicio, pero los chillidos que llegaban desde
atrás cada vez estaban más cerca.Sigmar, pensó, rezando al poco común (en
Mariemburgo) Dios Guerrero del Imperio, protégeme.
Un anciano, delante de Caspar, tropezó con una carretilla llena de botes de lima y
escaleras que había sido abandonada en el camino después del ataque y Caspar
empujó al hombre a un lado. Estaba sin aliento y débil y en el breve segundo en que
sus extremidades se enredaron, Caspar tropezó y, con un jadeo de pánico, giró de
lado para chocar con el escaparate de una tienda. La escayola fresca del lugar donde
golpeó se rompió y liberó un hedor a carne podrida que cerró la garganta de Caspar
como si el mismo cadáver hubiese salido de la pared para estrangularlo.
Caspar se dio cuenta de que allí se había enterrado un cuerpo. A juzgar por el olor
más de uno. Miró más allí de la multitud asustada hacia la hilera de paredes recién
encaladas y tragó saliva.
Muchos más.
Un par de brazos perforaron la pared a ambos lados de la cabeza de Caspar que se
dejó caer hecho un ovillo bajo una lluvia de yeso, quejándose cuando una mano
escasamente coordinada con carne colgando del hueso arrancó lo que quedaba del
muro desde dentro.
Sigmar protégeme, repitió. Sigmar protégeme.
V
Noorsstad
Los Norses tropezaban entre las ruinas de yesca del antiguo barrio Norse. Llevaba
una camisa de piel de toro con placas de metal cosidas y una capa con ribete de piel
manchada de barro gangrenoso. Su barba se caía a pedazos y la piel de la cara se
ondulaba con el paso de gusanos por debajo. El poco pelo que le quedaba era
quebradizo y crujiente, y su piel estaba arrugada, como si hubiese sido expuesta a un
intenso calor.
Markus Goorman, heraldo del consejo privado mercantil, miró estupefacto como el
cadáver le alcanzaba con dedos negros como el carbón y toscamente tomaba el sobre
que había olvidado que todavía tenía en la mano. Escamas negras cayeron de los
dedos del Norse cuando torpemente rompió el sello. Un globo ocular partido y una
cuenca en la que se movían las larvas examinó el contenido, entonces el zombi
emitió un suspiro triste y sacó un hacha de su cinturón.
Mudo, Markus vió como más cuerpos chamuscados salián de la niebla arrastrando
los pies. Había cientos, miles, y con un gemido colectivo que heló el alma mortal de
Markus, el ejército de muertos marchó hacia el Muelle Sur para arrancar su ciudad a
los vivos.
VI
Oudgeldwijk
El Conde Mundvard cerró el Tomo Negro con una sacudida de manos y miró
fijamente a través de los tejados de la vieja y rica Marienburgo. Las llamas
marcaban el discurrir de los canales, los gritos se levantaban como el humo.
Conforme miraba, vió una gabarra incendiarse, solo para ser aplastada un momento
después por el colapso de una tienda de vinos. Había pertenecido a una familia
Estaliana que Mundvard, viendo en su linaje unos potenciales futuros miembros del
consejo mercantil, había nutrido por casi cincuenta años.
Toda la estructura se hundió en las aguas con una columna de chispas. Mundvard
apretó los dientes.
Ni tan siquiera en la derrota de Mannfred von Carstein en los muros de la ciudad
había sentido enfado.
Esto, sin embaro. Esto era furia.
Se volvió a Alicia, fría y del color del mármol, impasible por el terror de los
murciélagos que se agitaban alrededor de su rostro.
‘Trae mi armadura.’

Mediodía
I
Suidstrasse
Desde puertas falsas y bodegas olvidadas a lo largo de toda la ciudad vieja, los
muertos de Marienburgo se levantaron para oponerse a los invasores Norses. Se
desencadenaron escaramuzas en casi cada calle. En la fortaleza de la Torre Alta,
miles de guerreros esqueletos vestidos con cotas de malla tintineantes se alzaron del
inmenso cementerio en honor a aquellos que habían perecido en la ocupación
Bretoniana de 1597 para ponerse en marcha y rechazar a los asombrados Norses a
sus barcos. Fue en la Suidstrasse, sin embargo, donde el principal empuje hacia el
sur de las fuerzas del Caos se encontró con el ejército de no-muertos en cerrada
batalla.
Antes de la guerra civil Bretoniana y la clausura de los corredores marítimos, bienes
provenientes de las cuatro esquinas del mundo se derramaban por el Muelle Sur en
su camino a los mercados de Altdorf. La riqueza del mundo la había pavimentado,
en sentido figurado, con oro. Altas mansiones pintadas relucientemente y oficinas se
habían erigido a lo largo de la calle. El Conde Mundvard la había visto crecer como
una expansión de los muelles mientras la ciudad había ascendido en prominenecia
bajo su gobierno en la sombra como estado soberano – un centro del comercio
mundial.
Ya no la reconocía.
Los orgullosos edificios estaban hedidos por varicosas líneas de moho negro, y la
avenida que tan solo ayer había estado repleta de carreteros y obscenos marineros
ahora se agitaba con guerreros. Filas de Norses – más disciplinados de lo que su
reputación de berserkers acreditaba– empujaron contra el resoluto cordón de
guerreros esqueletos y zombis. La línea de batalla sobresalía en el centro.
Allí los más bravos y fuertes bramaban sus gritos de guerra con la esperanza de
atraer las bendiciones de los pestilentes campeones de la podredumbre que luchaban
junto a ellos. En la aglomeración del combate, rodeado por alaridos y el traqueteo de
huesos, era imposible distinguir a los guerreros embutidos en armadura de los
cadáveres devorados por gusanos que los vadeaban.
¿Cómo podrían tantas vidas, tantos planes y ambiciones, frustrarse en tan poco
tiempo?
El Caos, por lo que parecía, era el rayo de luz que quemaría los sueños de la noche.
Bien, aquí, pensó el Conde Mundvard, observando con los brazos cruzados en
medio de su grupo de acólitos y secuaces, es donde esta anarquía acaba. Era un
sentimiento raro verse enfundado en su armadura después de tantos años y la placa
escarlata alada estaba moteada de óxido. Se sintió de inmediato conectado con el
momento de una manera que, a pesar de toda su influencia, se dio cuenta de que
había faltado por mucho tiempo.
Con una puñalada de enfado reforzó la línea de batalla con nuevos guerreros caídos,
deleitándose en los gritos de horror de los bárbaros cuando sus propios muertos se
alzaron contra ellos. Con un rápido impulso de su voluntad los músculos adquirieron
rigidez y los huesos se endurecieron y Mundvard observó con los colmillos
desnudos como el impulso Norse se paraba. Como él no se cansaba y los muertos
eran ilimitados el estancamiento de la lucha solo podía resolverse en una dirección.
El seguro resultado le hizo hervir la sangre, con su furia extrañamente insatisfecha.
Sabía que debería haber limitado su intervención a reforzar sus líneas, dejar que lo
inevitable siguiese su curso, pero por una vez en su larga y circumspecta no-vida la
voz de la razón retumbó en su muerto corazón. No había victoria que ganar aquí.
Demasiado ya se había destruido, planes que había cultivado durante generaciones
sacrificados, y con la claridad de la presciencia vió el futuro: una ciudad rota en mil
pedazos y sin liderazgo, un Imperio en sus fronteras que había esperado setenta años
para devolver la rebelde provincia al redil. Vió cazadores de brujas, recaudadores
del tesoro imperial en cada negocio, las todopoderosas compañías mercantiles
controladas firmemente bajo el yugo de la casa de Wilhelm. Podía ganar una
aplastante victoria aquí pero, por otro lado, podía retroceder otros quinientos años.
Mundvard extendió una mano hacia la línea de batalla y levantó la palma hacia
arriba. El enfado se transformó en poder, remolinos negros giraron alrededor de su
brazo. Luego apretó el puño con un gruñido y la calle se partió en dos con un crujido
calamitoso que rompió las filas Norses y las envió hacia atrás tambaleándose.
Mundvard emitió una orden y los edificios temblaron, la fisura emitió un chillido
existencial antes de expulsar una legión de espíritus rabiosos, antinaturales, que
rasgaron a los aterrorizados Norses desde abajo.
‘Demasiado,’ gimió Alicia von Untervald.
Mientras Mundvard trabajaba en su magia para reforzar sus fuerzas, el resto de su
grupo se enzarzaba en contener a los hechiceros enemigos. El esfuerzo se dibujaba
en la cara de su consorte, dedos moviéndose como varas divinas sintonizadas con los
flujos del aethyr, y hasta ahora había estado en un silencio hechizante. ‘Llamarás la
atención.’
Bien, pensó Mundvard cuando las piedras de debajo de los pies empezaron a
sacudirse y el agua a revolverse.
Apuntó con sus manos hacia el rio, luego las plegó sobre su pecho y las tensó como
si fuese a levantar una enorme carga. Las aguas carmesíes espumearon blancas y los
barcos Norses comanzaron a gemir. Esperaba que el Señor del Caos viniese a por él.
Mundvard quería ver la cara del perro del Señor de la Plaga cuando le separase la
cabeza del cuello con sus manos desnudas y bebiese su sangre.
El vampiro desnudó sus colmillos mientras la energía oscura brillaba ante sus ojos
pálidos.
Tan solo había comenzado.
Sabrían por qué incluso el mismo Mannfred von Carstein había considerado
conveniente llamarlo Mundvard the Cruel.
II
Suiddock
Cada marinero contaba su propia historia sobre la bestia del Suiddock, un horror
alado– al menos según lo que contaban algunos – del que se rumoreaba que se
posaba en medio de los restos de los naufragios en lo más profundo del Rijk y que
se alimentaba de aquellos que desafiaban al Señor de las Sombras.
Eran buenas historias y espeluznantes. Y todo lo que se contaba era rigurosamente
cierto.
El engendro del terror emergió del río en medio de un pillar de agua espumosa y
astilló los barcos Norses, extendiendo sus esqueléticas alas de murciélago y
emitiendo un chillido que golpeó los muelles como la onda de una explosión. Norses
y Guerreros del Caos por igual se convulsionaron espasmódicamente y sangraron
por los ojos mientras sus mentes eran destrozadas. Las naves se combaron lejos del
monstruo cuando el poder de su voz empujó sus velas.
Luego, el monstruo batió sus alas, con el aire siseando a través de los huesos
desnudos de su mandíbula mientras se delizaba hacia donde la gran mole, El Lobo
Verde, había quedado encallado. La cubierta gimió cuando el monstruo aleteó en la
proa y procedió a demoler el buque con una combinación furiosa de dientes y garras.
Arrojando un trozo del palo mayor con sus fauces, el engendro del terror emitió un
alarido frustrado al encontrar solo presas muertas y músculos podridos antes de
levantar el vuelo una vez más.
La violenta orden de cazar al Señor de Caos y desmembrarlo miembro a miembro
ocupaba toda su pequeña y muerta mente. Olfateó el aire, recuperó la pista, y salió
disparado hacia el aroma de la batalla.

III Suidstrasse
La amplia ventana del almacén saltó en mil pedazos bajo la súbita embestida del
sonido proyectando los cristales hacia adentro, salpicando a Alvaro Cazarro y a los
Verezzianos supervivientes con cristales rotos. Los hombres gritaron, tapándose los
oídos mientras el terror volador batía sus alas y hacía que el tejado sobre sus cabezas
temblase.
‘¡Fuera!’ ordenó el capitán, con los cristales aún tintineando en sus hombreras. Se
levantó del suelo y se lanzó a través del hueco de la ventana rota justo cuando el
techo cedía, soltando toneladas de esporas infectadas en el amacén de debajo.
Aterrizó en el callejón de fuera con un ataque de tos. Cazarro casi se ahogó con el
tufo a muerte y enfermedad. Era como si el mismísimo aire se hubiera infectado y
estuviera muriendo lentamente. El cielo parecía retorcerse con angustia, y el capitán
mercenario se percató de que el mediodía había sido engullido por una nube de
murciélagos. Su frenético aleteo daba a la oscuridad un aire fétido y tibio.
El almacén colapsó lentamente, emitiendo una nube de polvo. Cazarro se retiró al
otro lado del callejón en el momento en que una columna de temblorosas tropas,
vestidas como kossars de Erengrado, marchaba en silencio a través del polvo. Echó
una mirada a los dos hombres en armadura empañada, vidrio bruñido y moho en sus
dobletes y tosió. Solo dos hombres era todo lo que quedaba de la 24/95. Incluso el
estandarte de Verezzo se había perdido en la derrota de los muelles. Sus ojos estaban
inyectados en sangre, con pupilas que parecían demasiado dilatadas. Sus mejillas
estaban marcadas por la viruela, su piel atravesada por venas negras. Se llevó una
mano a su propia cara y frotó la piel entumecida y con ampollas.
Finalmente fue consciente de la cruda realidad. No regresarían a casa. ‘¿Qué
hacemos?’ gritó uno de sus dos hombres en medio de una fuerte tos.
‘Luchar,’ tosió Cazarro. ‘Por el León de Verezzo y el honor de Tilea.’ Cazarro
desenvainó su cinquedea de la vaina y agitó la corta espada en el aire. Trató de
pronunciar un grito de guerra, pero terminó farfullando a su codo mientras salía
tambaleándose del callejón hacia la locura de la Suidstrasse.
Fue como precipitarse al océano. Los acantilados de los altos edificios ascendían a
través de la bruma de polvo y las agitadas sombras, flanqueando una turbulento
recipiente de vida y muerte. Los tres hombres lucharon con la valentía del que se
ahoga, como si, dentro de sus corazones supiesen que eran los últimos hombres de
Tilea, buscaban venganza por sus propias muertes. Uno fue derribado de un hachazo
en la garganta, otro por un lucero del alba que arruinó su vientre. Cazarro embistió
con su cinquedea contra el yelmo de un Norse con barba en forma de Y y emitió un
grito que crujió desde sus pulmones. A través de una brecha en la tormenta, pudo
ver al Sargento Goesling y a los Pielesgises del Drakwald. Estaban muertos. Todos
estaban muertos. Excepto aquellos que querían acabar con él. Con un grito de
desesperación, Cazarro enterró su espada hasta la empuñadura en la axila de un
Norse.
Un terrible rugido golpeó la calle hasta sus cimientos y los Norses emitieron un
sonoro grito. Los muertos siguieron luchando, imperturbables, pero Cazarro levantó
la vista para ver una horrible bestia mutante que embestía a través de las filas Norses
hacia la línea de batalla.
‘¡Glöt!’ rugieron los guerreros, agitando espadas y estandartes al aire mientras la
bestia se acercaba. ‘¡Glöt! ¡Glöt!’
Cazarro sintió sus pisadas a través de la vibración de las losas y cuando la bestia
alcanzó el frente de batalla se dio cuenta de que el tal Glöt no era una sola criatura
sino tres. Entre los hombros del mostruo cabalgaba un horrible y obeso guerrero con
una guadaña herrumbrosa y, al abrigo de su corpulento cuerpo y armadura rota, un
jorobado de tres brazos cuya carne temblorosa estaba rodeada por un halo de
moscas. Esta última figura se sostenía con la ayuda de un báculo y vestía ondeantes
túnicas verdes, tejidas con runas de las que se filtraban enfermedades que parecían
poder cegar a quien se atreviese a intentar leerlas.
Los Glöttkin golpearon las filas de los no-muertos como un tanque de vapor, huesos
volaron hechos pedazos cuando los guerreros esqueléticos fueron machacados a lo
largo y ancho.
Cazarro todavía estaba mirando cuando sintió un golpe en las costillas. Miró hacia
abajo y vió una lanza Norse sobresaliendo de su pecho. El guerro retorció el mango.
Oyó más que sintió sus propias costillas partirse y finalmente expiró, cayendo de
rodillas mientras la espada se deslizaba de sus manos muertas. Sus ojos centellearon
con luz tenue mientras las fuerzas lo abandonaban, pero sintió una picazón en el
borde de la consciencia, sombra y terror esperando que la última chispa de vida se
desvaneciese. Hasta el mismo final Alvaro Cazarro luchó contra las tienieblas, su
mente sobrevivió lo suficiente para estremecerse de la no-vida que empapaba sus
músculos moribundos. El último de los hombres de Verezzo, se puso en pie
tambaleándose para hundir su cinquedea en el corazón de su asesino y gimió.
Como Marienburgo, Cazarro estaba muerto, pero su sufrimiento solo acababa de
comenzar.
IV
Suidstrasse
‘¡Venid ratas de alcantarilla y grullas supurantes!’
El Conde Mundvard juntó sus manos mientras su séquito se retiraba como perros
azotados ante la arremetida del mutante. Déjalos. Ya se tomaría venganza con sus
propias manos. El poder se entrelazó entre sus dedos y de mano a mano, trazando un
caparazón que manifestó un sonriente cráneo negro. La aparición chilló, destrozando
su jaula mágica, y luego salió disparada hacia delante, dejando una cola de
ectoplasma.

El jorobado de la túnica que se encontraba en la espalda del mutante apuntó con su


cayado al misil y el cráneo se desintegró en el aethyr con un lamento.
Mundvard gruñó. Al final aquí tenemos al hechicero de la plaga.

Una corriente congelada de galimatías corría desde las encías sin labios del mago y
un aura verde enfermiza se filtraba desde el pináculo de su cayado. Mundvard miró
ferozmente a Alicia, pero su consorte estaba demasiado ocupada apartándose de en
medio como para ponerse a trabajar en un contrahechizo. Con una intrincada
secuencia de gestos y frases, Mundvard rechazó la luz con tanta vehemencia que el
cayado casi escapa de las manos del hechicero de la plaga.
‘No temo ni a la enfermedad ni al deterioro,’ rugió Mundvard mientras el gigantesco
mutante ralentizaba su carga, parpadeando en una confusión estúpida ante el siseo
de dolor de su señor. La inmensa criatura flexionó sus músculos y babeó. El
corpulento campeón se situó delante del hechicero de manera protectora y sacó a
relucir su guadaña. Con una risita, Mundvard volvió su mirada a la creciente
oscuridad que se formaba en el cielo tras el campeón. ‘No hay nada en el poder de
vuestros dioses que pueda mover lo que yo muevo.’
El hechicero puso una mano firme sobre las carnes colgantes del hombro del
guerrero y se volvió. Mientras lo hacía, el engendro del terror descendió del cielo
para posarse más arriba en la calle, extendió sus alas cuan anchas eran justo antes de
golpear el suelo y empezar a desgarrar con garras de hueso a las filas Norses que se
encontraban en su camino. Con un siseo el hechicero apretó su cayado, el
gangrenoso resplandor regresó antes de que Mundvard lo disipase altivamente con
una ola de poder. Se volvió para observar como su poderosa criatura esclavizada
desgarraba las filas Norses. Pronto. Pronto. Incluso el mutante gigantesco parecía un
enano en comparación.
Demasiado tarde, Mundvard se dio cuenta de que la tercera mano del hechicero,
escondida tras la tumorosa masa de forúnculos y globos oculares que encorvaban su
espalda, trazaba frenéticamente una red de símbolos arcanos.
El Conde Mundvard mugió de la rabia– que él, el Maestro de las Sombras, fuese
engañado por semejante truco – y ecupió un contrahechizo, pero fue demasiado
tarde. Una nova de moho amarillo-marrón engulló al Engendro del Terror y el
mostruo chilló mientras la descomposición, mucho tiempo congelada, se volvía a
manifestar: en el lapso de unos momentos la carne se disolvió y se deshizo, los
huesos se volvieron marrones y se desmenuzaron. Un segundo después todo lo que
quedaba entre el hechicero y sus seguidores no era más que polvo.
‘Hasta el hueso debe convertirse en polvo,’ comentó el hechicero con el jadeo sin
aliento de un lance hirviente.

Los ojos de Mundvard se pusieron blancos de furia. El hechicero moriría el último, y


de una manera que Mundvard había tardado siglos en concebir.
‘Ghurk,’ dijo el hechicero, poniéndose de cuclillas y dirigiéndose a la bestia mutante
debajo de él, la cual respondió con un sonoro eructo y una finta.
‘Otto.’ El guerrero gordo gruñó. ‘Termina con esto. Luego, nosotros, los tres
hermanos, podremos avanzar, y nutrir nuestro jardín de plagas en las murallas de
Altdorf.’
La criatura, Ghurk, se movió pesadamente hacia delante y arremetió con un brazo
como una guindaleza mientras que Otto atacaba con su herrumbrosa guadaña.
Mundvard apretó los labios mientras se deshacía fácilmete del golpe ciego del
tumefacto goliat, luego paró la guadaña como si el golpe lo hubiese dado un
caballero de cien años y respondió con un corte en el cuello de Ghurk que derramó
pus goteando a través de los cortes de su pecho. El hedor hubiese abado con un
orco, pero para alguien que no necesita respirar ni tiene estómago que revolverse
Mundvard simplemente lo ignoró. Otto golpeó una y otra vez con suficiente fuerza
como para partir en dos a un caballo con barda, pero Mundvard era rápido como una
víbora y cauteloso como un zorro viejo. Luchó como siempre había vivido – con
astucia y cautela, e instantes de sútil incisión meditaron varios intercambios por
adelantado. Conducido por una rabia fría y bullente el vampiro se batió a través de la
guardia de Otto con una afilada ventisca de manejo de espada, luego sumergió su
hoja hasta la empuñadura en el vientre de Ghurk.
El monstruo gruñó del dolor.
‘Sufre,’ siseó Mundvard.
Una solo lágrima se escapó del único ojo con mirada triste del mutante y Mundvard
retorció la hoja más profundamente antes de degarrar las tripas del monstruo. Su
cruel risa se convirtió en un gruñido cuando una marea putrefacta de vilis y vísceras
gotearon de la herida y abofetearon su cara. Escupió, cegado tan solo un segundo,
antes de poder retirar la cabeza del torrente y limpiar la porquería de sus ojos. Una
guadaña herrumbrosa golpeó hacia su cuello. Con velocidad sobrehumana se
revolvió, pero por tercera vez en un solo día vió el peligro demasiado tarde.
Sintió explotar en su hombro un dolor que creía olvidado. La guadaña del guerrero
rompió el hueso, alanceó su corazón, y rasgó a través de los marchitos órganos que
rellenaban su vientre.
El vampiro cayó al suelo con un jadeo, la parálisis se extendía por todo su cuerpo
partiendo desde su corazón desgarrado.
Imposible. Sus pensamientos se desvanecieron bajo un dolor que no podía vocalizar
mientras el campeón de la plaga liberaba su arma. Antes de que pudiese caer, el
monstruoso Ghurk envolvió su tentáculo alrededor del pecho del vampiro.
Mundvard sintió que su armadura se doblaba y sus costillas crujían.
Desseperadamente deseó sangre en el corazón dañado para acelerar su recuperación,
pero no pudo ni pestañear, y el mostruo lo levantó hacia su único ojo lleno de mal y
abrió sus babeantes fauces.
Había sido humano una vez. Antes de que el caos hubiese ahogado sus sueños.
‘Sufre,’ eructó Ghurk.
El inmenso mutante tensó el apretón del tentáculo, luego hizo girar al vampiro por
encima de su cabeza y lo soltó. Un viento fétido azotó la cabellera blanca Mundvard
mientras volaba. Debajo, en la calle, vió que el ejército que había tardado quinientos
años en fabricar colapsaba al abandonarlo su voluntad. Entonces no quedaron más
guerreros. Estaba sobre el agua, la superficie inestable susurraba, llamaba y refulgía
alegrmente con la luz del fuego.
El Rijk.
El horror se apoderó de él. Una estaca en el corazón podía llevarse la fuerza de un
vampiro, el sol podía reclamar su vida, pero las aguas no harían ninguna de esas dos
cosas. Solo sería tortura, la evisceración de su alma.
El Conde Mundvard invocó sus últimas fuerzas para conducir una plegaria
desesperada en el viento de la Muerte, pero nadie escuchó su grito mientras las
aguas lo envolvían y lo tomaban.

Anochecer
I
Rijkspoort
Las murallas de la parte sur de Marienburgo eran altas y gruesas, puesto que en su
breve periodo de independencia había temido más a su poderoso vecino del sur que
a los saqueadores del distante norte. Que provinciana le parecía ahora esa manera de
pensar a Caspar Vosberger al ver los estandartes de Carroburgo desde la puerta sur,
a lo largo de la carretera de Altdorf, y espoleó a su caballo al medio galope hacia la
puerta. El aterrorizado semental traqueteó sobre la calle pavimentada. La esencia de
la muerte llenaba las fosas nasales de la pobre bestia y a veces rehuhía evadir los
cadáveres esparcidos por la calle. La mayor parte de los cuerpos parecían llevar
muertos mucho tiempo– estaban podridos, algunos cubiertos con yeso o polvo de
ladrillo mientras otros estaban cubiertos con lodo como si se hubiesen tenido que
abrir paso a través de los pantanos. No mostraban signos de movimiento.
Los hombres y mujeres todavía vivos corrían de aquí para allá, llevando sus
posesiones en grandes haces, pero se diseminaron al pasar el noble y su asustada
montura.
Cuando los muertos se habían alzado, Caspar había orado a Sigmar para que lo
salvase y el Dios-Hombre del imperio lo había hecho. Tenía que advertir al General
Imperial que marchaba hacia la ciudad.
¡Más que eso! Tenía que advertir a Altdorf antes de que corriese el mismo destino
que Marienburgo.
El caballo patinó en los adoquines mientras Caspar tiraba de él con brusquedad, y
luego se daba la vuelta ante la presencia de una figura en el medio de la calle que se
negaba a apartarse del camino. Caspar madijo y apresuradamente tiró de las riendas
mientras el caballo retrocedía sobre sus patas traseras. El animal era un caballo de
correos no un caballo de batalla y por instinto peferían evitar un obstáculo antes que
embestirlo.
‘¡Fuera de mi camino, campesino!’
El hombre se volvió como si estuviese borracho y Caspar respiró con dificultad.
Estaba totalmente empapado, desde su oscuro cabello corto hasta la hebilla brillante
de sus botas de cuero. Su camisa negra damascena se pegaba húmedamente al
cuerpo, tornándose de un color rojo oscuro sobre el pecho y los hombros, como si lo
hubiese agarrado un oso. Con ojos lechosos miró fijamente a través de Caspar
mientras su cabeza colgaba de una herida de aspecto salvaje en un lateral del cuello.
Era Engel van der Zee. O al menos lo había sido.
Caspar gritó cuando el muerto se tambaleó hacia él y agarró su rodilla. Abofeteó un
lado de la cabeza de Engel, luego emitió un grito gorgoteante cuando fue derribado
de la silla de montar.
Gimiendo sobre su hombro magullado, Caspar observó desde el suelo adoquinado a
un segundo hombre deslizar sus botas sobre el estribo del caballo y balancearse
sobre la silla de montar.
Su cara estaba pálida y mojada, su cabello blanco y lacio se pegaba a una maltratada
armadura escarlata. Tomó las riendas con unas manos tan pálidas como el hueso,
encorvado hacia un lado para proteger lo que parecía una herida mortal en el
hombro.
‘Gracias por el caballo,’ dijo el hombre en un débil susurro.
‘Mi señor, debo alejarme. Debo advertir a nuestros hermanos en Altdorf.’
El jinete rió entre dientes. Agua del río goteó a través de su garganta. Su expresión
se agrió cuando las cornetas del ejército de Carroburgo tocaron advertencia. Habían
contactado con el enemigo. Le siguieron más toques de corneta, ordenando a las
unidades formar la línea de batalla. El jinete volvió la montura hacia la puerta sur
dejando a Caspar a su espalda con van der Zee mirando sin fuerzas.
‘Fuerzas poderosas se reúnen en Altdorf, niño. Estas alimañas vencieron al Maestro
de las Sombras una vez. No lo volverán a hacer.’

Paleisbuurt: Distrito de la sede del gobierno de Mariemburgo

Suiddock: Distrito del Muelle Sur, principal puerto y atracadero de Mariemburgo

Oudgeldwijk: Distrito del “Dinero Viejo” de Mariemburgo, distrito comercial más


antiguo de la ciudad y donde se oculta Mundvard el Cruel.

Noorsstad: Barrio Norse de Mariemburgo

Suidstrasse: Avenida principal del Suiddock

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