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LA LEYENDA DEL HOLANDÉS ERRANTE...

UNA HISTORIA DE PIRATAS

Decían que el diablo le había dado al capitán pirata holandés


Hendrick van der Decken la facultad de hacer que su barco fuera la
nave más veloz de todos los mares, después de que el hombre le
vendiera su alma una noche de luna llena. Ningún barco podía viajar
más rápido que el navío del temerario capitán: rompía las olas y
quebraba los vientos más furiosos para tocar puerto en cuestión de
horas o pocos días.

Los marineros que viajaban con Van der Decken le respetaban y


temían al mismo tiempo, pero les agradaba navegar con él porque
era justo en la repartición de ganancias y tesoros. Además, le
gustaba llevarlos a los prostíbulos del Caribe y otros exóticos lugares
donde había mujeres de piel morena y cabellos rizados a las que les
gustaban los piratas.

La última conquista del holandés y sus marinos habían sido las


lejanas Indias Orientales, a las que acudieron para adquirir especias,
sedas y tintes que revenderían a precios más altos en su natal
Holanda. Después de dos días en las que el mar había estado
iracundo e impidiendo el avance comúnmente rápido de Van der
Decken y sus hombres, que se dirigían de regreso a Europa, el
capitán ordenó que su barco tomara rumbo hacia el Cabo de Buena
Esperanza, en Sudáfrica, para tomar un descanso ante las
turbulentas aguas que les frenaban extrañamente el paso.

Sin embargo, al llegar a esta parte de África, los marineros se


percataron que el mar estaba mucho más furioso. Las olas azotaban
el barco y amenazaban con volcarlo, las velas se estaban rasgando
ante la acción del viento y los mástiles se quebraban con la pegada
del mar y los vendavales. Van der Decken y sus hombres, verdaderos
lobos de mar, fuertes, tatuados, tuertos, con la piel quemada por el
sol y con algunos miembros amputados, que llevaban cerca de 30
años o más haciendo un viaje tras otro en altamar, jamás se habían
enfrentado a una tormenta tan furiosa.

Algunos decían que era el castigo de Poseidón, otros que eran los
demonios pálidos de los mares que estaban causando ese
fenómeno para reclamar los tesoros y las vidas de cada uno de ellos.
Otros afirmaban con terror en la mirada que el diablo los había ido a
buscar para reclamar sus almas, tal y como lo había hecho con la de
su capitán, quien en aquellos momentos se mantenía recluido en su
camarote fumando o bebiendo. Aquellos hombres, a la vez que
temibles, eran también supersticiosos de las viejas leyendas piratas
que habían escuchado desde su niñez. En cubierta, reinaba un miedo
cada vez más creciente.

Mientras tanto, en su camarote, Van der Decken meditaba acerca de


la razón por la que el mar le estaba jugando en contra en aquellos
momentos. ¿Es que no había cedido al Maligno lo más preciado que
todo hombre tiene a cambio de que su poder jamás fuera quebrado
por ningún enemigo ni elemento de la naturaleza? El capitán se
levantó de su mesa, misma que se tambaleaba a cada embate de las
olas, y cogió un crucifijo de plata que colgaba encima de su cama.
Había sido un regalo de su esposa antes de que zarpara de Holanda
rumbo a su ultima misión.

De pronto, el hombre apretó con fuerza el objeto hasta hacerse


daño en las manos y comenzó a hablar con ira en su gesto y en su
voz: «¿Es que acaso me estás castigando por haberle dado mi alma a
tu rival? ¿Ésta es tu manera de retarme, castigarme y humillarme
para demostrarme que eres superior a mí y que debo someterme a
tu voluntad cuando lo único que quiero es regresar a casa? ¡Déjame
seguir mi camino, déjanos en paz a mis hombres y a mí que tengo el
derecho de hacer tratos con quien mi espíritu lo desee!».

Van der Decken corrió hacia la puerta del camarote, la abrió y subió
corriendo las escaleras que llevaban hasta la cubierta. El estruendo
de los rayos cayendo en el mar, la tempestad cada vez arreciendo
más, las olas inundando su embarcación que apenas se mantenía a
flote y sus hombres pereciendo arrastrados por el agua, llenaron su
campo visual. Corrió hacia la zona del timón y, apuntando hacia el
cielo con el crucifijo de plata, exclamó: «¡Tú no podrás detenerme,
soy el amo de los mares e incluso el mismo diablo me tiene miedo!
¡Maldito sean los dos! ¡Par de cobardes! ¡Ambos se inclinan a mis
pies cuando mi embarcación pasa por los océanos del mundo!
¡Ninguna tempestad, dios o demonio podrán frenarme!»

Acto seguido, lanzó la cruz al mar, mientras de su garganta salía una


carcajada de burla hacia aquel dios que no iba a frenar su camino
hacia Holanda y la conquista de la tormenta. Cuando dirigió su vista
hacia la parte inferior de la embarcación se dio cuenta que varias
decenas de aquellos piratas que llevaba consigo en cada misión lo
miraban con miedo casi reverencial.

Van der Decken también fue consciente de que las aguas se habían
calmado y que los vientos disminuían su intensidad. Arriba, un
brillante sol comenzaba a despuntar después de haber permanecido
oculto durante varios días. En altamar se respiraba una sensación de
absoluta calma. Una algarabía inundó la embarcación y Van der
Decken sonrió al saberse vencedor en la batalla contra un dios que
no era tan poderoso como muchos le habían dicho. El holandés y su
tripulación continuaron con su viaje hacia Holanda sin mayores
sobresaltos.

La maldición

Una madrugada, cuando la embarcación holandesa navegaba en


completa calma y a buena velocidad hacia su país de origen
(tocarían puerto al amanecer), Van der Decken, escuchó una voz en
sueños: «Como resultado de tu soberbia, estás condenado a navegar
los océanos por la eternidad con una tripulación fantasmagórica de
hombres muertos que traerán la desgracia a todos los que vean su
nave espectral, la cual nunca llegará a puerto ni conocerá el
descanso. Además, para ti y tus hombres, no habrá bebida no
comida».

El capitán abrió los ojos cuando su segundo de a bordo lo fue a


despertar para notificarle que, tal como lo tenían previsto, el puerto
de su amada Holanda se hallaba a la vista. Ambos salieron para ser
testigos de la dichosa noticia, pero conforme más se acercaban, el
puerto más parecía alejarse. El barco viajaba a excelente velocidad y
el cielo estaba despejado por competo. Van der Decken veía el
puerto frente a su ojos de manera clara, pero éste se alejaba de
manera caprichosa. «Nunca llegará a puerto ni conocerá el
descanso», las palabras resonaban en la mente del holandés que
había desafiado a Dios y comenzó a sentir una angustia creciente.

Las horas pasaban, y la embarcación no lograba llegar a su objetivo.


Cuando cayeron el atardecer y después la noche completa, los
hombres gritaban de miedo, indignación y consternación. Algunos
se habían arrojado al agua como un acto desesperado por llegar al
puerto, pero perecieron ahogados o fueron rescatados en botes.
Van der Decken sabía a la perfección que la condena en sus contra
se estaba cumpliendo.

Los años pasaron y se convirtieron en décadas, éstas en centurias y


después en siglos. Los marineros de Van der Decken murieron poco
a poco, al igual que su capitán, quien fue bautizado por los piratas
que se cruzaban con su barco como “El Holandés Errante”, el
hombre que nunca puede tocar puerto y que vaga por los mares del
mundo de manera triste y melancólica con una tripulación que ya es
puro despojo y muerte. Todos tienen sed, hambre, necesidad de
tocar el cuerpo de una mujer y de sentir un suelo firme bajo sus pies.
Cuando un barco se topa con esta nave condenada sólo la observa
durante algunos minutos antes de que vire su curso y se pierda en la
bruma del océano.
Es ésta la historia del “Holandés Errante”, una de las leyendas más
famosas en torno a los piratas europeos que aterrorizaron los mares
del mundo con su oscura presencia. Estos hombres de mar que
asaltaban, invadían y robaban en pequeñas poblaciones y puertos
de los cinco continentes también aterrorizaron los mares de México
y Latinoamérica. Su presencia sigue inundando el imaginario
colectivo y tanto la historia, como el cine o la literatura les han
dedicado mucha atención debido a su singular carácter.

Fuente: filosofía para la vida

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