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Algunos decían que era el castigo de Poseidón, otros que eran los
demonios pálidos de los mares que estaban causando ese
fenómeno para reclamar los tesoros y las vidas de cada uno de ellos.
Otros afirmaban con terror en la mirada que el diablo los había ido a
buscar para reclamar sus almas, tal y como lo había hecho con la de
su capitán, quien en aquellos momentos se mantenía recluido en su
camarote fumando o bebiendo. Aquellos hombres, a la vez que
temibles, eran también supersticiosos de las viejas leyendas piratas
que habían escuchado desde su niñez. En cubierta, reinaba un miedo
cada vez más creciente.
Van der Decken corrió hacia la puerta del camarote, la abrió y subió
corriendo las escaleras que llevaban hasta la cubierta. El estruendo
de los rayos cayendo en el mar, la tempestad cada vez arreciendo
más, las olas inundando su embarcación que apenas se mantenía a
flote y sus hombres pereciendo arrastrados por el agua, llenaron su
campo visual. Corrió hacia la zona del timón y, apuntando hacia el
cielo con el crucifijo de plata, exclamó: «¡Tú no podrás detenerme,
soy el amo de los mares e incluso el mismo diablo me tiene miedo!
¡Maldito sean los dos! ¡Par de cobardes! ¡Ambos se inclinan a mis
pies cuando mi embarcación pasa por los océanos del mundo!
¡Ninguna tempestad, dios o demonio podrán frenarme!»
Van der Decken también fue consciente de que las aguas se habían
calmado y que los vientos disminuían su intensidad. Arriba, un
brillante sol comenzaba a despuntar después de haber permanecido
oculto durante varios días. En altamar se respiraba una sensación de
absoluta calma. Una algarabía inundó la embarcación y Van der
Decken sonrió al saberse vencedor en la batalla contra un dios que
no era tan poderoso como muchos le habían dicho. El holandés y su
tripulación continuaron con su viaje hacia Holanda sin mayores
sobresaltos.
La maldición