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Nelie, un crucero yola, se inclino hacia su ancla sin una vibración de las velas y permaneció
inmóvil. El diluvio había cesado, el viento estaba casi en calma y, obligador a ir rio abajo, lo
único que quedaba por hacer era llegar y esperar el cambio de la marea. La desembocadura
del Tamesí se extendía frente a nosotros como el comienzo de un canal interminable. En
altamar, el cielo y el mar se unían sin distinción y, en el espacio luminoso, las velas curtidas de
los navíos que flotaban con la marea, permanecían inmóviles en racimos rojos de lonas
puntiagudas con los destellos de botavaras barnizadas. Una neblina descansaba en las costas
bajas que desembocaban en el mar, desvaneciéndose plenamente. El aire estaba obscuro
arriba de Gravesend y parecía condensarse en una penumbra lúgubre, ceñiendose sobre la
ciudad mas grande e importante de la tierra.