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Exercise 6

“Heart of darkness” Joseph Conrad.

Nelie, un crucero yola, se inclino hacia su ancla sin una vibración de las velas y permaneció
inmóvil. El diluvio había cesado, el viento estaba casi en calma y, obligador a ir rio abajo, lo
único que quedaba por hacer era llegar y esperar el cambio de la marea. La desembocadura
del Tamesí se extendía frente a nosotros como el comienzo de un canal interminable. En
altamar, el cielo y el mar se unían sin distinción y, en el espacio luminoso, las velas curtidas de
los navíos que flotaban con la marea, permanecían inmóviles en racimos rojos de lonas
puntiagudas con los destellos de botavaras barnizadas. Una neblina descansaba en las costas
bajas que desembocaban en el mar, desvaneciéndose plenamente. El aire estaba obscuro
arriba de Gravesend y parecía condensarse en una penumbra lúgubre, ceñiendose sobre la
ciudad mas grande e importante de la tierra.

El director de la compañía era nuestro capitán y anfitrión. Lo cuatro observábamos su espalda


afectuosamente mientras el estaba en la proa, contemplando el mar. No había nada en todo el
rio que luciera tan náutico. Se parecía a un piloto, lo que para un marinero significaba la
confianza personificada. Era difícil darse cuenta que su trabajo no estaba ahí afuera, en el
luminoso estuario, sino que detrás, dentro de la siniestra obscuridad. Entre nosotros había,
como lo mencione en algún lugar, el vinculo con el mar. Además de mantener nuestros
corazones unidos durante largos periodos de separación, tenia el efecto de hacernos tolerar
las historias de los otros e incluso sus creencias. El abogado, el mejor de los viejos camaradas,
debido a sus muchos años y a sus muchas virtudes tenía la única almohada en la cubierta y
yacía sobre la única alfombrita. El contador ya había sacado una caja de domino y jugaba
arquitectónicamente con las fichas. Marloz estaba sentado con las piernas cruzadas hacia la
derecha, apoyado contra el mástil. Tenia las mejillas hundidas, con tez amarillenta, una
espalda ancha, un aspecto ascético y con los brazos caídos y las con las palmas de las manos
hacia afuera parecía un prócer. El director que estaba satisfecho con que el ancla estaba bien
agarrada, fue a la popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos perezosamente algunas
palabras. Después hubo silencio a bordo del yate. Por alguna razón no empezamos la partida
de domino. Nos sentíamos reflexivos y satisfechos por nada mas que miradas tranquilas. El día
estaba terminando con una serenidad de una tranquila y exquisita brillantez. El agua brillaba
pacíficamente. El cielo despejado era una inmensidad benigna de luz impoluta. La misma
niebla sobre el pantano de Essex era como un tejido liviano y radiante que colgaba de las
pendientes boscosas del interior, envolviendo las costas bajas en pliegues diáfanos. Solo la
penumbra al Oeste, ceñiendose sobre las partes altas, se hacia mas sombría cada minuto,
como si se fuera a enojar por la cercanía del sol.
Finalmente, el sol se hundió, en su ocaso curvado e imperceptible y cambio de un blanco
resplandeciente a un rojo pálido sin rayos y sin calor, como si fuera a desaparecer de repente,
herido de muerte por el toque de aquella penumbra que se cernía sobre una muchedumbre de
hombres. Inmediatamente, vino un cambio desde las aguas y la serenidad se volvió menos
brillante, pero más profunda. El viejo rio en toda su extensión descansaba sereno al final del
día, después de siglo de prestar buenos servicios a la raza que poblaba sus orillas. Se extendía
con una tranquila dignidad de un canal que lleva a los mas remotos confines de la tierra.
Contemplábamos la venerable corriente no en el vivido rubor de un día corto que viene y se va
para siempre, sino en la augusta luz de recuerdos permanentes. Y de hecho nada es más fácil
para un hombre que ha, como dice el refrán, “surcado el mar”, con afecto y veneración, evocar
al gran espíritu del pasado a través de las partes bajas del Tamesí. La marea fluye
constantemente en su servicio incesante, poblada con las memorias de hombres y navíos a
quienes había llevado a la paz del hogar o a las batallas del mar. Ha conocido y servido a todos
los hombres de los que la nación se siente orgullosa, desde Francis Drake hasta Sir. John
Franklin, todos caballeros, con títulos o sin ellos, los caballeros errantes del mar. Había llevado
a todos los barcos cuyos nombres son como alhajas destellantes en el ocaso del tiempo, desde
el Golden Hin, que regreso con sus flancos curvos llenos de tesoros para que su alteza, La
Reina, los visite y así poder desaparecer del enorme relato; hasta el Erebo y el Terror, ligados a
otras conquistas y que jamás regresaron. Había conocido a los navíos y al hombre. Habían
zarpado de Dépor, de Greenwich, de Crith, los aventureros y los colonos; barcos del rey y los
barcos de los hombres, en cambio; capitanes, almirantes, los oscuros intrusos del Comercio
Oriental y los generales, comisionados de las Indias Orientales. Cazadores de oro y fama, todos
habían zarpado en esa corriente empuñando una espada y a veces una antorcha, mensajeros
del poder en tierra firme, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Que grandeza no había
flotado en el reflujo de ese rio, dentro del misterio de una tierra desconocida! Los sueños de
los hombres, la semilla de los colonos, los gérmenes de los imperios.

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