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FOTO2 / prof: Angela Caro

1. El retrato como medio de conocimiento; por Rosa Olivares (extractos)


La Historia del arte está atravesada por miradas, por rostros que desde un ya remoto lugar nos
observan y nos juzgan. Lejos de su época, ajenos al paso del tiempo y de las modas, de las
diferentes etapas del análisis de la conducta, han visto desde sus tribunas el saldo que el
hombre, la sociedad y el artista han realizado, desde el estudio de Descartes sobre “las pasiones
del alma” hasta la vigencia del psicoanálisis, los estudios de Freud y Jung y su posterior critica.
La era actual se refugia en la química y se aleja del psicoanálisis, dudando no ya del alma, sino
del interés de su búsqueda, de tal forma que el retrato de los hombres de hoy, el concepto de
retrato que el artista actual pueda tener, esta tan alejado del que podían tener Durero, Holbein o
Poussin como lo están los conceptos de distancia y tiempo que existían en sus épocas y en la
actual.

Sin embargo, no están tan distantes los logros de todos esos artistas, la actitud ante el individuo
ante las ideas que sugieren sus presencias. En cada retrato, y también en los autorretratos, vive
una pugna, una dialogo, un difícil equilibrio entre los dos personajes, entre las dos
individualidades que asoman en esos rostros, en esas figuras: la del artista y la del retratado.
Porque en cada retrato esta presente el artista que lo realiza, y no solo en la puesta en escena,
en el estilo, sino incluso en los propios rasgos físicos. Todo aquel que escribe, esta contando, de
alguna manera y a veces de maneras muy tortuosas, algo de su vida, esta haciendo un capitulo
de su autobiografía. Así, tal y como apunta la tradición popular italiana, todo aquel que pinta se
pinta así mismo.

P.P. Rubens “Rubens e Isabel Brant”

En cada retrato hay algo del artista, como


hay algo, no todo, del modelo y, también,
hay mucho del momento en que se realiza
el retrato. Pero en el tan traído y llevado
estado anímico reflejado en los retratos no
es necesariamente el modelo, sino que
puede ser, el del artista, y es en otras
ocasiones el estado anímico de la
sociedad. La idea de poder, de sabiduría,
de felicidad que muchos retratos nos
ofrecen a lo largo del tiempo fue
seguramente lo que el artista vio como
reflejo de sí mismo en los rostros y
atributos exteriores de sus modelos, y en
otras muchas ocasiones fue lo que el
artista quiso que estos modelos reflejasen,
lo tuvieran o no. Así, la nobleza de los
reyes y aristócratas, a pesar de sus físicos
no siempre hermosos, la fuerza de esas
miradas que nos inspiran todavía temor, la
felicidad de las mujeres retratadas con
motivo de sus bodas, la inteligencia en los infantes….un reflejo a veces fiel y a veces engañoso
en el espejo de las ilusiones y deseos del artista.
Ese equilibrio entre la personalidad del artista, la personalidad del personaje y los
condicionamientos artísticos y sociales de la época en que se realiza el retrato no solo es
ciertamente difícil, sino que es vulnerado sistemáticamente pora artistas que modernizan, alteran,
transgreden todos estos conceptos seguramente guiados por la necesidad de ser sinceros y de
buscar mas allá del modelo, mas acá de si mismos, dando un giro imposible a su mirada. Pero el
retrato se basa teóricamente al menos, en el parecido con la realidad, con el modelo
representado. Ahí radica la excelencia del retrato y tal vez por eso se acogió con tanta
expectación la llegada de la fotografía como técnica reproductora de una fidelidad innegable.

Es en las últimas décadas cuando la fotografía se ha convertido en una vía de interpretación y de


explicación artística, es un método de trabajo que ha llevado a los artistas a hondar en terrenos
que sin duda se sitúan entre el arte y el análisis de la subjetividad. La importancia de la fotografía
en este momento histórico debería centrarse en al fuerza visual de su existencia y en una fuerza
similar aplicada al análisis del individuo y de la sociedad en la que vive. Hay varias vías que
pueden ayudar a entender lo que esta pasando, lo que de hecho ya ha pasado pues la fotografía
avanza a una velocidad astronómica en una evolución que posiblemente le lleve a concluir el
circulo de una forma vertiginosa. Su excesiva conceptualización, una abstracción dominante y
una cierta frivolización en su presencia física tienden a convertirla rápidamente en otro fetiche
artístico.

August Sander

Para entender la claridad con que la fotografía ha asumido un papel develador de la actitud del
individuo y de las características de la relación que ese individuo mantiene consigo mismo y con
el entorno, hay que conocer la historia del arte, muy especialmente, del arte como representación
de valores y de unas figuras sociales y humanas, antes de la llegada de la abstracción.

Hablar de fotografía es en cierto modo hablar de retrato. El retrato es la palabra que


popularmente define una fotografía. Es el género más extensamente trabajado y ha superado la
pura representación física de una persona o de su personalidad hecha símbolo. Hoy en día la
fotografía de moda ofrece el retrato de un gusto social, de una clase social concreta.

El reportaje es el retrato colectivo de un lugar, una sociedad, de un pueblo en conflicto. Pero es


cierto que con la llegada de la fotografía el genero se populariza, todo el mundo puede tener su
retrato, igual que los reyes, igual que los hombres importantes.
El documentalismo se ha entendido siempre como un género fotográfico al margen del arte, una
especie de subgénero dentro de unas inclasificables categorías fotográficas. La obra de August
Sander es un ejemplo de retrato documental. Retrató arquetipos de individuos que se convertían
en la propia metáfora de si mismos. El maestro de escuela, la enfermera, el albañil, oficios y
topologías físicas, ejemplos sociales de la individuación del sujeto y jerarquía fisonómica. Cada
persona se retrataba con los elementos reconocibles de su oficio.

Años después, en 1980; el fotógrafo alemán Thomas Ruff realizará durantes años una serie de
retratos en color a gran escala en la que todos los personajes son alemanes de su misma
generación, la nacida a mediados de los años 50. Hombres y mujeres que no tienen ningún
atributo exterior más que sus ojos azules y su pelo rubio, sus granos, su mirada firme: son la
generación del momento.

Thomas Ruff

Hombres y mujeres normales que vemos por la calle. No hay nada que los identifique, ni la ropa, ni
el decorado, nada. Solamente se pueden identificar como ellos mismos, no representan nada más
que a un individuo concreto, ni clases sociales ni jerarquías. Se trata de catalogaciones por medio
del retrato fotográfico, una de ellas abiertamente admirada como retrato documental, otra como
trabajo artístico. Todo retrato muestra la obsesión por saber quienes somos, como somos.
Es decir, la búsqueda de un conocimiento personal sobre el individuo y sobre el otro.

Este trabajo está compuesto por una serie de fotografías en las que retrata a conocidos suyos de
medio busto y con una luz frontal. Este trabajo le proporcionó fama internacional. En una segunda
tanda de retratos, fechada en 1986, Thomas Ruff cambió el fondo de color neutro que había
utilizado en un primer momento, por uno blanco. Ese mismo año, el artista decidió ampliar de
manera considerable el formato de sus obras, lo que provocó un punto de inflexión en el panorama
fotográfico de ese momento.

Los recursos que utiliza Thomas Ruff para despersonalizar a los sujetos que retrata son el
encuadre fijo, una iluminación plana, y un vestuario y un fondo neutros. Sus obras son fotos
directas, que igualan de forma repetitiva a los modelos que posan para él.
Otra de las características su obra es la ausencia de expresión de los retratados, y es que las
personas a las que fotografía nunca sonríen, algo que el propio artista solicita a los modelos.
Los rostros que fotografía son inexpresivos e impenetrables al no transmitir al espectador ninguna
emoción o información sobre los retratados. Como espectadores, nadie nos devuelve nuestra
mirada, por lo que no hay contacto posible con el retratado.

Según dice el propio Thomas Ruff: la fotografía que tomo a una persona ya no tiene nada que ver
con ella. La imagen adquiere una realidad propia, es independiente de la persona fotografiada.

Las características que un retrato debe tener se basan en el parecido físico, la representación del
orden social que se manifiesta através de las poses y la indumentaria, la evidencia del carácter o la
personalidad del retratado y el sentido artístico de la obra. También es evidente que la actuación
creativa del fotógrafo actual altera parcialmente cualquiera de estas premisas.

Pero ¿Qué es lo que nos ayuda a conocer el retrato en la sociedad contemporánea? En primer
lugar, el retrato nos esta hablando del cuerpo, pero no solamente del cuerpo como un espacio
físico donde residen las enfermedades y las quiebras sino de un territorio en el que convergen las
presiones políticas y culturales, sociales y económicas. De esta manera el cuerpo se convierte en
una metáfora del placer y del dolor, pero también de la cultura, de las estrategias y de los
desastres sociales y políticos. En segundo lugar el retrato actual nos ofrece unas versiones
radicalmente diferentes del individuo, más aún, convierten en individuos a todo tipo de
sucedáneos, de imitaciones del hombre. La persona ha quedado devaluada en una sociedad
capitalista como la actual en la que el valor económico de cambio, sustituye a las emociones, en la
que la importancia del ser se basa en el poder. De alguna manera, el retrato actual no nos habla
de un individuo concreto sino de los arquetipos sociales, de esos símbolos que se encarnan en
personas pero que representan un colectivo (por ejemplo, los retratos de un grupo de filósofos se
pueden representar como una tradición intelectual).

En el retrato actual los animales (foto William Wegman),


los muñecos, se transforman en individuos pues se les
otorgan los mismos valores que a los hombres a través de
su apariencia y de sus funciones. También, por otra parte, se
presenta a unos individuos o grupos sociales representados
por sus apariencias exteriores sin que realmente sean ellos
mismos quienes dicen ser. En el mundo del engaño, de las
apariencias, sino valemos por quien somos realmente sino
por lo que parecemos, cualquiera puede parecer los mismo
que el otro; todo es susceptible de travestismo, de
usurpación. Naturalmente el arte a través de toda su larga
historia ha tratado siempre estos mismos temas. Las
vírgenes y las diosas de Botticelli, Durero, Tiziano y tantos
otros eran realmente mujeres de carne y hueso que
simbolizaban con sus cuerpos el amor, la pureza y tantas
otras cosas que difícilmente se pueden reconocer pues
carecen realmente de cuerpo y de rostro. Muchos de los
santos y mártires de la historia de la pintura son
simplemente vagabundos o miserables, actores a veces que por unas monedas posaban para
pintores.
Quizá por eso la verdad, aun sin que tengamos toda la certeza
de su existencia, nos asalta instintivamente cuando
reconocemos en los retratos de Andrés Serrano al autentico
vagabundo de las sociedades ricas de hoy; en sus cadáveres,
la realidad de la muerte, en sus retratos de los Klansmen (foto
a la izq.) el autentico miedo ante la violencia organizada, el
terror ante la persecución del hombre por el hombre.

Proliferan en la fotografía actual retratos de perros, animales


variados y de muñecos, autómatas, maniquíes, mascaras.
Abundan los disfraces desde los mil y un autoretratos de Cyndi
Sherman hasta los infinitos travestismos de Morimura. Ni
nosotros mismos somos ya quienes creíamos, así Lucas
Samaras es mil veces el mismo hasta que ya no es nadie,
Sophie Calle esta siempre aunque no aparezca su cara, su cuerpo… ¿Es la presencia física la
mas autentica, la que mejor define al individuo, o es la imagen de su huella? En una
sociedad deshumanizada como es la actual resulta natural la proliferación de sucedáneos de
nosotros mismos, de muñecos inanimados que desde sus rostros inalterables parecen tener más
posibilidades de expresión que nosotros mismos. Parece normal que el autorretrato no ofrezca
ningún dato de cómo es el modelo. A fin de cuentas la verdad es lo de menos, lo más importante
es cuidar el aspecto, la apariencia lo dice todo.

Los retratos de Andrés Serrano son buena prueba de esa existencia de una sociedad paralela.
Al igual que sus hombres del Ku-Klux-Klan. De hecho, en todas sus series Serrano fotografía
sociedades compartimentadas, paralelas. Sectores de presión social o presionados socialmente,
de alguna forma marginales. Se trata de personas cuya existencia no queremos ver, que se hacen
invisibles cuando nos lo cruzamos en las calles de nuestras desarrolladas ciudades, apenas bultos
tapados con cartones y mantas viejas en los portales cerrados de las lujosas tiendas. Pero son
persona que siguen guardando en su mirada todo el orgullo y la nobleza de su existencia. Son
personas. No se podría decir tanto de esos otros ojos
que asoman detrás de las capuchas del Klan, de esos
Magos Imperiales, como ellos mismos se llaman.
También pertenecen a otro grupo social que
marginamos, que no queremos ver pero que permitimos:
son el símbolo de esa violencia consentida que toda
sociedad mantiene para ejecutar nuestros peores
deseos, son siempre otros y son siempre anónimos.

Andrés Serrano
Algo similar se puede decir de las series de religiosos. Es sabido que en la Iglesia se adopta un
nombre diferente al real, al de la otra vida; es otra forma de ocultar su identidad, de transformases
en otro, igual que adoptar un uniforme, unos símbolos que te integran en una sociedad paralela y
te apartan, te aíslan de la sociedad global a la que a partir de entonces vigilas y culpas, y trata de
salvar. Sus caras están tapadas por capuchas, pasamontañas, por la simple vergüenza, y están
representándoos por los símbolos de su rango: capirotes, cruces, báculos, uniformes, manos
cruzadas. Sin embargo los otros, los que no pertenecen a nada ni nada les pertenece, se
presentan con los rostros descubiertos: son los pobres y los muertos, o esos ancianos que
realmente solo se tienen a ellos y a sus decrépitos y gloriosos cuerpos.

¿Hasta donde un retrato puede no ser la representación de una cara? Después del triunfo
teórico y práctico del Deconstructivismo todo es posible; además, en el arte actual todo es
admisible. Pero si buscamos en la historia del arte descubriremos, recordaremos, la importancia
del retrato simbólico, la estricta necesidad de los símbolos para reconocer al personaje. Los
apóstoles, de los que no queda al parecer ninguna fotografía de carnet. Han sido siempre
representados no ya con el físico de algún anciano adecuado, sino con el símbolo característico: el
león par demostrar la fortaleza, las llaves para indicar cual era San Pedro, y así todos y cada uno.
De igual forma, más allá de unos cuerpos y unos rostros, la justicia es una mujer ciega y para todo
hay un objeto que se ha convertido en un símbolo. De esta manera, para retratar a un obispo,
puede ser suficiente retratar su bastón, el signo de su poder. La cara además de ser el espejo del
alma es poco mas y a veces no es el alma exactamente lo que se quiere retratar sino el poder
político o social de ese individuo. O la presencia moral, como en las manos de una monja o en la
postura de una persona que reza. Este es el retrato simbólico.

Un rostro puede devenir en símbolo tan rápida como sutilmente. ¿Hasta que punto nosotros nos
sentimos representados por nuestras caras? ¿Quién no reconoce a un medico en un hombre
metido en una bata blanca? Sin embargo, ese mismo hombre de traje o en bañador, es de
imposible reconocimiento en lo que concierne a su profesión, oficio o habilidades. Es entonces,
solo él. Un hombre anónimo para todos los que no están en su círculo íntimo. Nosotros
espectadores no conocemos a las personas cuyos retratos vemos en los museos, en las
exposiciones o en los libros. Simplemente creemos ciegamente en quienes son o nos han dicho
que son. Pero su físico trasciende a su personalidad civil para convertirse en el símbolo de lo que
representan. Y representan una tradición cultural, una forma de pensamiento, una actitud política y
social. Nos representan a todos nosotros cuando se convierten en Nadie, en un depósito de
caracteres.
En cuanto al retrato de cadáveres puede resultar hoy en día un tanto violenta su contemplación.
Especialmente en una sociedad que oculta todo lo que tiene de humana, de inevitablemente
autentica. Así la muerte y el sexo, las emociones en general y los sentimientos en particular, se
ocultan detrás de una pantalla formal. Hoy en día, morir es de un mal gusto considerable, amar
resulta impresentable, por lo tanto la representación del amor y de la muerte se debe entender,
tanto en la vida real como en sus manifestaciones artísticas. La enfermedad solamente es un tema
artístico si es el Sida pero no si es una neumonía. Todo esto tiene mucho que ver con ese rito que
el arte contemporáneo desarrolla cada vez con más habilidad de esconder el cuerpo real en la obra
de arte y en la propia vida. El Internet por un lado y la irrefrenable asimilación del cuerpo humano a
sus signos externos y superficiales hace que poco a poco tengamos un similar desconocimiento de
nuestra propia realidad física y de la fisionomía de los animales que fueron más cotidianos no hace
mucho tiempo. La Morgue (de A. Serrano) es una serie que sin duda convulsiona a aquellos que la
contemplan por primera vez. La mezcla de color y vida en la forma, el tamaño, el encuadre y el
sujeto, un cadáver autentico, produce una especie de cortocircuito visual y moral. Esto no es bello,
pero resulta indudablemente atractivo. Es la muerte. Y como todo lo que nos intriga y que
desconocemos, nos apetece acercarnos a mirar, tocar pero el miedo, la represión, nos dice que no
debemos hacerlo.

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2. Auras y otras invisibilidades:

I. La pérdida del aura en la obra de arte.


En su ensayo "La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica" (1935) Walter Benjamín
reflexiona en torno a las nuevas formas de experiencia estética y su potencial – ‘enorme y
desconocido’ – para un predominio de la función política de la obra de arte. En relación a éste
propósito utiliza como categoría central el concepto de ‘aura’, categoría sobre la cual -según el
autor- se puede construir toda una historia social del arte.

Dicha noción le permite observar como en ciertas formas estéticas se da una relación antagónica,
contradictoria en apariencia, entre una ‘infinita lejanía’ y una ‘infinita cercanía’.

El ‘aura’ es para Benjamín una forma de la experiencia estética que se da en el contacto o en la


visión de la obra original. A dicha experiencia estética la califica como la aparición irrepetible de
una lejanía que le confiere a la obra un carácter inaccesible.

El ensayo es una reflexión sobre la función histórica, social y simbólica del ‘aura’.
El autor explica como el carácter aurático de la obra de arte tradicional – clásica - es eliminado por
la reproducción técnica. La reproducción técnica de alguna manera neutraliza esa distancia infinita
y acerca la obra al espectador. Con las ‘técnicas de reproducción’ la obra de arte es un objeto
manipulable con el cual el espectador puede tener una relación cotidiana más activa en el sentido
de que ya la experiencia no queda limitada a la pura contemplación.

Para comprender éstas observaciones debemos entender que las nuevas formas de experiencia
estética que aparecen con las nuevas técnicas de reproducción, no es una experiencia que proviene
de la invención de un mero artificio técnico - si bien este lo hace posible - ya que la técnica es vista
aquí como una relación social.

Se trata de mostrar el desplazamiento del ‘valor cultural’ que tenía el arte aurático – tanto en las
sociedades tradicionales como en las modernas – al ‘valor de pura exhibición’ que trae la
reproducción técnica. En ésta nueva experiencia el centro ya no está en la obra misma, ni en la
pura subjetividad del espectador, sino que se ubica en el punto de intersección entre ambos. La
reproducción técnica suprime entonces aquella lejanía imaginaria y acerca la obra a la multitud
tanto como acerca la multitud a la obra.

La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo que los


hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los alumnos han hecho copias como
ejercicio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y finalmente copian también
terceros ansiosos de ganancias. Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo
nuevo que se impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de otros,
pero con intensidad creciente. Los griegos sólo conocían dos procedimientos de reproducción
técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras artísticas que
pudieron reproducir en masa. Todas las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a reproducción
técnica alguna. La xilografía hizo que por primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo,
mucho tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura. Son
conocidas las modificaciones enormes que en la literatura provocó la imprenta, esto es, la
reproductibilidad técnica de la escritura. Pero a pesar de su importancia, no representan más que un
caso especial del fenómeno que aquí consideramos a escala de historia universal. En el curso de la
Edad Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía a
comienzos del siglo diecinueve.

Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente nuevo. El


procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de
su incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre, dio por
primera vez al arte gráfico no sólo la posibilidad de poner masivamente (como antes) sus
productos en el mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía
capacitó al dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con
la imprenta.

Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía pocos decenios después de que se
inventara la impresión litográfica. En el proceso de la reproducción plástica, la mano se descarga
por primera vez de las incumbencias artísticas más importantes que en adelante van a concernir
únicamente al ojo que mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando;
por eso se ha apresurado tantísimo el proceso de la reproducción plástica que ya puede ir a paso
con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las imágenes con la misma
velocidad con la que el actor habla. En la litografía se escondía virtualmente el periódico ilustrado
y en la fotografía el cine sonoro. La reproducción técnica del sonido fue empresa acometida a
finales del siglo pasado. Todos estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que
Paul Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica
vienen a nuestras casas, para servimos, desde lejos y por medio de una manipulación casi
imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un
pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan». Hacia 1900 la
reproducción técnica había alcanzado un standard en el que no sólo comenzaba a convertir en tema
propio la totalidad de las obras de arte heredadas (sometiendo además su función a modificaciones
hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico entre los procedimientos
artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de ese standard que referir dos
manifestaciones distintas, la reproducción de la obra artística y el cine, al arte en su figura
tradicional.

Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para temas históricos, en el
concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación
irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y
seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que
reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es
fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura.
Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas
en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las
masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo
su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los
objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción.
Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue
inequívocamente de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en
otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible repetición. Quitarle
su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo
igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo
irrepetible. Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un
aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas y de éstas a la
realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación.

II. Aura, riesgo de la distancia (fuente: “La Invención de la Histeria” Georges Didi -Huberman)

Riesgo de fascinación. Cuasi-rostro, neutro, apariencia, disolución de lo definido de la imagen: es


todo esto lo que realmente nos fascina porque al mismo tiempo subsiste un contacto, la
autenticidad indiscutible del Parecido. Fascina porque manifiesta la intimidad por excelencia de los
rostros y porque esta intimidad siempre está en situación de parapetarse. Porque este contacto es la
experiencia misma de un movimiento hacia el contacto, es decir, de una distancia. El rostro
fotográfico siempre queda en suspenso, sin reposar antes esta alternativa. La distancia siempre es
exorbitante, el encuentro siempre inminente. Estamos destinados según un tiempo siempre
sometido a intervalos, siempre urdido entre la manifestación y la desaparición, de lo cercano y lo
lejano: porque la desaparición se encuentra aquí en el meollo del asunto. Es la razón por la que el
parecido no tiene a que parecerse, aunque el Parecido se emita y cuestione en toda fotografía.

Me refiero a un peligro que la fotografía pudo poner en práctica, de forma ejemplar, en tanto que
manipulación temporal – y que también tuvo ocasión de suprimir en tanto que técnica de
reproductibilidad de esa misma manipulación. Walter Benjamin la llamó el aura. Es algo dentro de
la imagen que se trama- decía: “Una trama singular de espacio y tiempo, aparición única de un
tiempo pasado, por muy cercano que esté”; el aura sería aquello por lo que esperamos, ante las
cosas visibles que el instante o momento tome parte de la manifestación.

Walter Benjamin añade lo siguiente:

“Con la fotografía, el valor de exposición empieza a empujar a un segundo plano, en todos los
ordenes, al valor de culto. Este último, no obstante, no cede sin resistencia. Su último baluarte es el
rostro humano. No se debe de ninguna manera al azar que el retrato haya desempeñado un papel
central en los primeros tiempos de la fotografía. En el culto del recuerdo dedicado a los seres
queridos, que están lejos o han desaparecido, es donde el valor cultural de la imagen encuentra su
último refugio. En la expresión fugitiva de un rostro de hombre, las antiguas fotografías dejan
paso al aura, una ultima vez. Es lo que les otorga esa belleza melancólica que no se puede
comparar con ninguna otra cosa”.

Y Benjamin habla de imágenes rodeadas de silencio, portadoras de funestas lejanías, pero también,
justamente frente al retrato de una mujer, se detiene antes ese algo que es imposible reducir al
silencio y que reclama con insistencia el nombre de aquella que ha vivido ahí, que ahí es todavía
real y que nunca pasará de forma absoluta al campo del arte. Y esto se encuentra en el núcleo
mismo de mi propio planteamiento.

El aura denominaría, pues, aquello por lo que el tiempo quema y resuena y ensordece la imagen, Y
nos asigna nuestro riesgo y peligro, a eso que Benjamin denominaba un “inconsciente de la vista”:
el punto de ceguera del contacto y de la distancia en lo invisible.

Contactos de la Distancia

Pero aura designaba también, en el siglo XIX, cierto problema técnico de la fotografía, y no de los menores.
Problema que en el fondo, concierne exactamente a aquello sobre lo que quería hablar Benjamin. Es el
problema de las veladuras y de las aureolas: todos esos fenómenos lumínicos o paraluminicos, que nimbaban
accidentalmente sin que se supiese todavía muy bien por qué, tal sujeto fotografiado. ¿Estaba este problema
relacionado con una excesiva aparición de lo lejano en la imagen? A veces se pensaba que era así, y
buscando las razones de ese exceso, se preguntaban: “¿por qué lo
lejano se presenta tanto en la fotografía?”

También se trata de todo el problema de la especialidad


fotográfica, problema de la trama y el revelado, mas allá de la
veladura; es decir, que todo el carácter mágico, ya diabólico,
blasfematorio del a fotografía. Se trata finalmente, del problema
del contacto a distancia, en tanto que la fotografía desbarata todos
los datos, puesto que con la fotografía, los toques o marcas de luz
ya no son palabras vanas. Y representaré esto deteniéndome un
minuto en la obra del doctor Hipolyte Baraduc, ya que esta obra, en
cierto sentido muy restringida, me parece, no obstante que ya era
ejemplar, pero ejemplar hasta la locura, del movimiento que
cuestiono en lo que respecta a la iconografía fotográfica de la
Salpêtrière: ese discreto paso al límite, discreto pero asombroso,
por el que una practica medica relativa a la histeria se convierte en
invención figurativa, merced a ese diabólico instrumento del
conocimiento que es la cámara fotográfica. Pero, ¿Por qué Baraduc
se interesó por la Histeria? Porque la histeria es una enfermedad
del contacto, de la impresión.
Ahora bien, los niños, no menos que las mujeres nerviosas, son seres impresionables, Un día, Baraduc
fotografió a su propio hijo. El niño se encontraba justo, en ese momento, sujetando entre sus manos a un
faisán muerto, muerto hacía poco. De que le pusiese ese cadáver en sus brazos, el padre no nos dice nada, lo
cierto es que la imagen aparece velada, si se me permite la expresión.

El psiquiatra Baraduc vio la veladura y el aire de estado de ánimo, grafiados en la placa por alguna otra luz. Y
fue así como el aura se reveló ante sus ojos por primera vez. A partir de ese día, no cesó en el intento de que
el aura le fuese totalmente desvelada.

Evidenció experimentalmente las diferencias de las ráfagas eléctricas y otros magnetismos susceptibles de
impresionar la placa. Intentó una descripción según la forma de su trazo. La llamo “fuerza curva”. Reconoció
en ella la explicación de todo lo inexplicable, de las influencias ocultas, de las visiones místicas, de las
impresiones inconscientes. La subsumió como categoría de los “movimientos y luces del alma”.
Movimientos del alma porque esta es la que permite el movimiento sin recorrido, esto es, la distancia sin
separación, luego el contacto a la distancia; luces del alma porque es intrínseca, cobijada e invisible pero
susceptible de representación…siempre que se le otorgue una placa muy sensible.

Iconografía del aura

No es indiferente que Baraduc llegase a denominar Iconografía y en otras, Radiografía, la facultad que posee
el aura de manifestarse en las pruebas. La Iconografía dependía de una instrumentalización científica, al igual
que ocurre con los métodos gráficos, la de un Marey, por ejemplo. Se trataba de registrar movimientos y
contactos cada vez más sutiles. Por otro lado, presentaba todos sus trabajos ante las sociedades más eruditas,
de las que siempre era un miembro muy honorable; sometía sus descubrimientos precisando: “Hoy la placa
fotográfica nos permite a todos entrever esas fuerzas ocultas y somete así lo maravilloso a un control
irrecusable, haciéndolo entrar en el dominio natural de la física experimental”.
Y efectivamente, su método fue de la más pura ortodoxia experimental: su captura del aura fue muy
reglamentado, muy progresivo con lo intrínseco de la luz. Es decir, con la tiniebla.

Baraduc reeditó su experimento fotográfico originario: un retrato afectado por el tiempo critico; para obtener
de nuevo los efluvios vitales infantiles, reunió a dos chiquillos ante la cámara, esperó y cuando sus pequeños
modelos empezaron a hartase, se impacientaron, se pusieron a causar desorden, incluso a reírse a carcajadas,
una palmada que les para en seco en sus jugueteos con una orden seca, fijamente instantánea, y clic, foto….
¡ahora bien! He aquí que se produce una veladura que los esconde y cubre el cliché. Aura: trama luminosa del
tiempo, la luz intrínseca a la emoción de un sujeto fotografiado.

Después de las histéricas y los niños, encontró un abad, sin duda alguna impresionable, y colgó su cámara
encima de la cabecera de su cama, mientras dormía en la oscuridad. Y la “nube negra” que obtuvo, como por
casualidad, sobre la prueba, le hizo comprender que se
trataba realmente del “aura de una pesadilla”.

Finalmente, Baraduc pudo prescindir de la cámara: le


bastaba con presentar al frente de su modelo, en la
oscuridad, una sencilla placa sensible y la grafía del
alma se obraba espontáneamente: tal tempestad de las
formas de tal aura, por ejemplo, equivalía a una “ira
contenida”. La iconografía pudo también mediatizarse
por contacto o simple imposición de la mano, “el órgano
más noble después del cerebro” y “espejo del alma”, con
la placa, en el baño de revelado.

Fotografía sin cámara y en la oscuridad de los psiconos


de la obsesión. Baraduc
Recuerden los espectros de Balzac o de Nadar. Pues bien. Baraduc fue una vez a casa de Nadar para
encontrarse con ellos. La quinta lámina de la obra de Baraduc está firmada por Nadar: se trata de un fantasma
luminoso, o alma sensible, o semifantasma, de una cierta dama, inmersa en catalepsia hipnótica y que había
logrado el objetivo de exteriorizar su doble, su aura o vapor luminoso intrínseco, y hacerlo posar para la foto a
su lado, en la oscuridad. Los pocos accidentes, manchas, puntos luminosos sobre la prueba fueron
considerados por nuestro psiquiatra como puntos hipnógenos sobre el rostro de la dama, al tiempo que se
dejaba ver un perfil
del doble, como cada
uno podrá o no
comprobar. Después,
Baraduc traspasó otros
límites en su
indefinida obsesión:
operó, por ejemplo,
durante el día de los
muertos, feliz al ver
revelarse la firma de
algún fantasma
auténtico….

Fotografía tomada en el experimento del Dr. Baraduc a su esposa en el momento de su muerte

3. La tradición de la fotografía post-mortem en occidente: usos, tipologías,


características y cronología. (fuente: RETRATOS FOTOGRÁFICOS POST-MORTEM EN
GALICIA SIGLOS XIX Y XX. Virginia de la Cruz Lichet

Desde su nacimiento, la fotografía mantuvo con las ciencias unos lazos de unión muy estrechos, y la primera
evocación de la fotografía post-mortem se sitúa en este contexto.

El 14 de octubre de 1839, es decir algunos meses más tarde de la presentación del proceso daguerriano en la
Académie des Sciences, les Comptes rendus de l´Académie des Sciences dan lugar a la lectura de una misiva
firmada por el doctor Alfred Donné diciendo:

“Tengo el honor de remitirles nuevas imágenes Daguerrianas grabadas por el procedimiento al que he
sometido los primeros ensayos para la Académie. He obtenido ya un resultado muy bello tomando la imagen
de una persona muerta”.

Por desgracia, no se conserva esta imagen pero la carta permite situar cronológicamente uno de los primeros
usos del daguerrotipo. Hasta entonces, era posible realizar un molde del rostro o un retrato pictórico del
difunto; pero la fotografía va a integrar de forma inmediata esta tipología y contribuir a aumentar el público
potencial (no sólo destinada a la nobleza y a personajes ilustres como hasta ahora). Sin embargo, en un primer
momento su uso va a servir como apunte para los pintores, como se ha visto, que, hasta ahora, trabajaban de
memoria o gracias a los esbozos tomados.

En la época en la que nace la fotografía, la sociedad occidental mantiene un diálogo estrecho con todo lo
relacionado con la muerte. Es en la era victoriana, cuando surgen los grandes cementerios europeos y
norteamericanos, las grandes esculturas como memorials, y, como no, la fotografía post-mortem.
Sin embargo, todas estas prácticas artísticas (arquitectura, escultura, pintura, fotografía) responden a una
misma actitud y necesidad frente a la muerte, a un mismo propósito y, por ello conocen un gran desarrollo y
su máximo apogeo en este siglo. Esta disposición del hombre decimonónico por mostrar y embellecer todo lo
relativo a la muerte, es fruto de esa actitud que, a su vez, surge de un nuevo concepto de la muerte. Hay que
destacar que una de las actividades de ocio, en cierto modo, del ciudadano parisino, por ejemplo, era el de la
visita a la morgue parisina, como si de un paseo dominical se tratara.

La Morgue era un espacio público en el siglo XIX, cuyo origen estaba en la basse-geôle, es decir el depósito
de cadáveres de las cárceles de Châtelet. Si bien era un lugar privado en un primer momento, fue necesaria la
identificación de los cadáveres y, por esta razón, se abrió al público que venía a morguear, es decir a “mirar
desde las alturas”, de ahí la palabra basse-geôle. En 1804, el depósito de cadáveres nuevo se inaugura en la
isla de la Cité y se abre al público todos los días de la semana sin excepción desde por la mañana hasta por la
noche de forma ininterrumpida. El acomodamiento garantizaba la visibilidad de los cuerpos, situados en la
sala de exhibición, mientras que el público se paseaba por una segunda sala separada de la primera por una
pared de vidrio. Se habló incluso de casa de cristal (maison de verre), recordando una vez más la similitud
con el estudio de un fotógrafo que necesitaba de techumbres de vidrio para dejar pasar la luz que cubrían con
cortinones para tener la posibilidad de ir tapando dichas techumbres en función de la intensidad lumínica y de
las necesidades a la hora de realizar la toma fotográfica.

De esta manera, los muertos se presentaban como si fueran maniquís, en vitrinas. Esta práctica se mantendrá
hasta 1907, momento en que se prohibió esta actividad con carácter público. Todo estaba organizado de forma
racional: los cuerpos aparecían desnudos (aunque las partes sexuales permanecían ocultas), echados sobre
unas mesas algo inclinadas, de manera que el público pudiera observarlos mejor; sus ropas estaban colgadas
sobre una percha y sus rostros iluminados mediante una luz cenital. Para asegurar una mejor conservación de
los cuerpos, cada mesa estaba equipada de un grifo que arrojaba agua sin cesar, hasta que en 1883, una
instalación frigorífica resolvía estas dificultades. De esta manera, la Morgue permitió la identificación de
numerosos cuerpos, pero fue, ante todo, una atracción gratuita y espectacular del París del siglo XIX.
Sin embargo, no todo el mundo estaba a favor de este tipo de atracciones. En 1877, tras una campaña de
prensa, los cadáveres fueron vestidos de nuevo; y, en 1887, después de las instigaciones de un magistrado,
que se sentía sobresaltado por la inmoralidad del lugar, se solicitó de forma oficial el cierre al público del
recinto. En realidad esta higiene moral coincidía con las preocupaciones de las autoridades sanitarias al
respecto. La llegada de la medicina legal, dotada ya de medios científicos que permitían la identificación de
los cadáveres (como la fotografía), llevó al cierre definitivo para el público a través del decreto del 15 de
marzo de 1907, firmado por el prefecto Lépine.

En The British Journal of Photography del 5 de Mayo de


1865, en el apartado de Miscellanea, aparece una pequeña
crítica sobre una exposición que se celebraba en París de un
fotógrafo al que no se cita, que está especializado en
fotografías de difuntos. Dicha reseña resulta curiosa ya que
hace referencia y compara esta muestra con la práctica de
visitar la Morgue:

“Fotografiando a los muertos – Una curiosa exposición


agolpa a una muchedumbre en las ventanas de un estudio
fotográfico en uno de los bulevares de París, debido a una
exhibición de fotografías de personas muertas. Como el
trabajo habitual del artista es el de tomar imágenes de ‘los
queridos difuntos’ para sus familiares, éste se dedica por
completo a esta especialidad, y no tomará imágenes de
vivos, bajo ningún concepto, ya que esto arruinaría su
negocio. Es, realmente, una exposición horrible, más
desagradable que la Morgue, pues este fotógrafo ha
representado la última agonía de la muerte en todas sus
espantosas formas – ojos hinchados, mandíbula caída,
mejillas rehundidas – y con la expresión de dolor más variado y terrible”.

La actitud del crítico frente a este tipo de fotografías es la de absoluto rechazo. No sólo compara las visitas
que la gente hacía a la Morgue, es decir la visión de cuerpos reales y, con toda probabilidad, nada
embellecidos, con aquellas imágenes de difuntos encargadas por familiares, cuya intención era la de parecer
hermosas y ocultar la violencia del hecho en los cuerpos, sino que declara abiertamente la repugnancia que le
produce esta muestra. Por otro lado, aunque breve y concisa, esta reseña resulta muy interesante ya que da
algunos datos sobre aquella época y la práctica de este tipo de fotografía. La noticia anuncia una exposición
que atrae a un gran número de visitantes curiosos. Se puede interpretar que dicha exhibición tiene lugar en el
propio estudio del fotógrafo, cosa bastante habitual en una ciudad que, desde la década de los cincuenta,
destaca por haberse convertido en la ville de los grandes y numerosos estudios tales como los de Disdéri,
Nadar o Mayer y Pierson, y en los que se hacía este tipo de actividades como forma de promocionar su trabajo
y, a su vez, resultado de una ebullición constante de actividad fotográfica en pleno centro parisino. Además se
sabe que las imágenes tomadas por este fotógrafo son por encargo ya que las realizaba para los familiares,
convirtiéndolas en lo que Lloyd denomina “posthumous mourning portraits”, es decir con el fin de ayudar
emocionalmente a los allegados más afligidos.

El hecho de que este fotógrafo se dedique, a tiempo completo, a esta especialidad, muestra que, en la época, la
cantidad de encargos de esta clase debía ser muy elevada, hasta el punto de poder dedicarse exclusivamente a
ello. Por último, el crítico da una opinión negativa al respecto, aunque a su vez vuelve a informar sobre el
trabajo de dicho fotógrafo, destacando la gran variedad de este tipo de representaciones.

Este ejemplo permite no sólo entender un proceso que culmina en el XIX y alcanza su punto álgido a finales
de siglo, sino también comprender cómo y por qué se llega a esa contemplación y exhibición de la muerte de
forma tan natural y cotidiana. Frente a aquellas imágenes de cadáveres de la morgue que respondían a una
muerte violenta y sórdida en la mayoría de los casos, existen estas otras, fruto de los retratos póstumos
privados de personas fallecidas, por muerte natural, que resultan serenas e incluso bellas. Esto no impide que
ambas se muestren fascinantes para el que las observa. Gracias a un conjunto de representaciones (pinturas,
dibujos, grabados y fotografías) se va construyendo con el tiempo un corpus de imágenes que va a permitir
establecer una temática común, una simbología, unas características generales; es decir, unas constantes que,
a pesar de tener unos rasgos particulares añadidos en función del soporte, siempre se repiten. Durante los
primeros cuarenta años de vida de la fotografía (1840-1880), los fotógrafos profesionales se anunciaban
recalcando, pues, que realizaban esta modalidad de retratos, y destacando la gran rapidez a la hora de tomar
dichas imágenes y de acudir al lugar, circunstancia indispensable en estas ocasiones:

“Estamos preparados para tomar fotografías de personas difuntas en una hora desde el momento del aviso”.

La palabra take que en castellano viene a significar tomar se refiere tanto a la fotografía como a la muerte: se
dice tomar una fotografía de alguien; pero también indica la idea de ser usurpado, arrastrado, tomado por la
muerte. Esta confusión o feliz coincidencia léxica es una prueba de la relación tan íntima e intensa que existe
entre la fotografía y la muerte. Inicialmente, se entendía que el acto fotográfico era una extracción adquisitiva
de la propia naturaleza; también descrita como momento congelado o naturaleza capturada. Si bien los
pioneros de la fotografía heredaron y desarrollaron las tradiciones pictóricas preexistentes, también
acabaron por encontrar un nuevo lenguaje propio de este tema.

Desde  una  herencia  pictórica  hacia  un  lenguaje  propio.  Estado  de  la  cuestión  
(Método  de  trabajo,  problemas  técnicos  y  éticos).  

Los fotógrafos adquirieron, perpetuaron y modificaron las tradiciones pictóricas ya existentes.


Mientras los pintores habían imaginado la muerte mucho antes de la invención de la fotografía,
parecía lógico que los fotógrafos intentaran emular y heredar esta práctica, respondiendo también a
una demanda insistente. De la misma manera que el proceso fotográfico tomó de la pintura las
formas de representación propias de esta disciplina, sobre todo en el mundo del retrato, resulta
evidente considerar este mismo hecho en el caso de los retratos post-mortem. Sin embargo, si bien la
pintura podía permitirse transformar en cierto modo la imagen real del difunto haciéndola más
delicada, incluso representando al modelo como vivo; la fotografía deberá encontrar sus propios
artilugios para conseguir unos resultados similares, al menos en los primeros años.

A finales de la década de 1840, el


proceso del daguerrotipo, que era más
rápido y económico que en sus
inicios, estaba permanentemente
suplantando la práctica tan extendida
de realizar un retrato pictórico. No
obstante, algunas familias
protestantes – de clase media y
media-alta – todavía encargaban
retratos de sus difuntos como si
estuvieran vivos, hecho que confirma
la importancia de estas imágenes para
el familiar y el significado que
adquirían en el rito funerario.

En las primeras décadas del siglo


XIX, el negocio que tenía que ver con
la muerte comienza a reclamar su
propio espacio, sobre todo en Estados Unidos. La clase media americana iba creciendo y deseaba ser
enterrada con toda la pompa requerida para demostrar su situación social. Este siglo se caracteriza
por ser un momento donde las epidemias fueron abundantes y donde existía un pánico generalizado
de ser enterrado vivo, inventando para evitarlo artilugios que se incorporaban a los ataúdes para
poder avisar en el caso de convertirse en muerto viviente. Dos imágenes permiten demostrar estos
sentimientos: una es un grabado de aguatinta coloreada con acuarela de Henry Wigstead y publicada
en julio de 1805; la otra es un grabado de 1910 que representa un diseño de un mecanismo que se
incorporaba al ataúd para prevenir los entierros prematuros y que incorporaba un tubo a la manera de
telescopio con un visor de cristal. La primera es una suerte de caricatura donde un hombre
supuestamente muerto surge de su ataúd y sorprende a su mujer; mientras que la segunda muestra
uno de los variadísimos diseños de ataúdes que a través de visores o campanillas procuraban
tranquilizar a una población atemorizada por la falsa muerte.

La preparación del cuerpo y del ataúd era


sencilla, en regla general. A finales del siglo
XIX, cuando el rol de la familia fue sustituido
por el del undertaker, los preparativos, el
ataúd y la exposición del cadáver se convirtió
en algo mucho más elaborado. Hay que
destacar que en Estados Unidos se dejó de
usar la palabra coffin por la de casket. Ambas
significan lo mismo, ataúd; sin embargo,
casket, también quiere decir estuche o cofre.
Por lo tanto parece que el hecho de que el
ataúd y todo el entorno fuera más elaborado,
conllevó a cambiar el vocabulario añadiendo a
la idea de caja para conservar el cuerpo, la de
cofre que contiene un tesoro. Por otro lado,
surgió un comercio: los coffin stores, o tiendas
de ataúdes regentadas por los directores de pompas fúnebres que exhibían los ataúdes más refinados justo
enfrente de sus establecimientos.

En 1847, el Scientific American describe un nuevo invento respecto a la conservación del cadáver y otros dos
relacionados con el ataúd: un procedimiento químico que permitía preservar el cuerpo tras la muerte e
inventos como el del “ataúd de vidrio o de láminas gruesas de china: ensambladas gracias a un cemento
duradero; [o el de] una caja de madera forrada con placas de vidrio, unidas con una mezcla de cristal y bórax
fundidos”, estaban enfocados tanto para la preservación de los restos como para la fácil exhibición durante el
funeral. Por lo tanto, el ataúd de vidrio que favorecía la visualización del rostro a través del cristal del ataúd (o
el sellado) permitía preservar los restos mortales del difunto hasta la llegada de los familiares más alejados
geográficamente, son las dos líneas de investigación en este ámbito: preservación y exposición que se
mantendrán hasta el tercer cuarto del siglo XX.

El señor T. B. Rapp de Philadelphia, Pennsylvania, inventó y mejoró, en 1852, un ataúd de vidrio, destacando
las ventajas de su nuevo producto:

“Están hechos de forma hermética y con suficiente resistencia para prevenir el abombamiento. La
longevidad del vidrio es bien conocida, y los restos del fallecido están totalmente protegidos, la
descomposición transcurre muy lentamente”.

Ciertamente, en una época donde se estaba trabajando desde la ciencia en el problema que suponía la
descomposición del cuerpo, James S. Scofield, químico neoyorquino, descubrió, en 1847, un proceso para
preservar el cuerpo tras la muerte. Él también anunció su nuevo invento diciendo: “el cuerpo puede ser
conservado el tiempo que sea necesario, permitiendo así la llegada de los familiares más alejados”.
En 1848, un ataúd hermético con un molde de metal, recordando los sarcófagos egipcios, fue patentado por
Almond D. Fisk. Hubo una gran competencia en cuanto a ataúdes de metal se refiere, sin embargo, el Fisk
Metallic Cases fue el más popular durante la década de los cincuenta. En 1860, ya se ofrecía un servicio
completo del entierro. El depósito de cadáveres anunciaba coches fúnebres, carruajes, sudarios, sombreros,
etc. En estos momentos se puso de moda el ataúd de forma hexagonal que era habitualmente utilizado en
Norteamérica.

En ocasiones el fotógrafo también era llamado para tomar imágenes de monumentos, de enterramientos y de
retratos conmemorativos de las madres enlutadas y viudas. La costumbre de fotografiar al muerto y a sus más
allegados se convierte en una práctica de lo más extendida, de tal manera que las casas que suministran el
material fotográfico ofrecen un stock ya estandarizado, como marcos tapizados de negro para encuadrar el
retrato, etc. En realidad se trataba siempre de embellecer la imagen: o bien creando un decorado para
favorecer la escena (decoraciones florales, representaciones como si el difunto estuviera vivo, etc.); o bien
ornamentando todo lo que rodeaba la imagen final como la iluminación manual de algunos elementos
(pómulos sonrosados, joyas doradas, juguetes, etc.), los marcos tapizados que no sólo sirven para proteger
sino también para adornar, las cajas daguerrotípicas que están en alguna ocasión trabajadas con una gran
minuciosidad, mostrando unos diseños que responden a una iconografía sentimental como podían ser los
ángeles, las composiciones florales, etc. La Scovil Manufacturing Company de Waterbury, Connecticut,
acaba presentando, en 1852, un tipo determinado de cajas exclusivamente diseñadas para los retratos
póstumos. Fueron descritas como:

“Una nueva y hermosa caja para daguerrotipo – estas son para la representación de personas difuntas, y
para los daguerrotipos sepulcrales – ésta diseñada especialmente para este tipo de retrato. Los diseños son
únicos, el conjunto apropiado, rico sin ser llamativo”.
Esta especialidad fue floreciendo y, en 1856, un establecimiento se anunció como Mausoleum Daguerreotype
Case Company, en Estados Unidos. Otras compañías, como la Scovil Manufacturing Company, vendían y
estaban especializadas únicamente en cajas daguerrotípicas. La costumbre se generalizó en la década de los
cincuenta, y los estudios ofrecían, como parte de su stock habitual, estuches de daguerrotipos con diseños
sentimentales, destinados a este tipo de imágenes.
El propio proceso con su forma de presentación tiene mucho que ver con la muerte. Me refiero a que el
sistema inventado para proteger la placa de plata, única y por lo tanto valiosa de por sí, era la de encajar dicha
imagen fotográfica sobre placa argentea en un bastidor de madera tapizado y decorado además por otros
elementos como el separador y la placa de vidrio que además de embellecer sellaban el conjunto,
convirtiéndose en uno de los mejores procesos fotográficos referentes a la conservación de la imagen. Así
pues, esa cajita que se abría para poder contemplar la imagen del difunto funcionaba a la manera de cofre no
sólo del tesoro que custodiaba sino también a la manera de féretro. De la misma forma que se abrían los
féretros para poder ver por última vez al ser querido que se marchaba, el daguerrotipo funciona a su vez como
ataúd de la propia imagen. Esta equivalencia es llamativa para una época en la que esta práctica estaba tan
extendida.

En definitiva, se puede afirmar que, desde la década de 1840, se incorpora la fotografía de difuntos, como la
última imagen del ser querido, que se podía conservar y atesorar como recuerdo para la memoria. Es en
Estados Unidos donde más ejemplos y mayor desarrollo tuvieron este tipo de imágenes. Unos de los estudios
más destacados fue el de Southworth and Hawes. Estos fotógrafos declararon en 1846:

“Tomamos miniaturas de niños y adultos instantáneamente, y de personas difuntas tanto en nuestro estudio
como en la residencia particular […] Hacemos muchos esfuerzos por obtener miniaturas de las personas
difuntas que resulten agradables y satisfactorias; y suelen ser, con frecuencia, tan naturales que incluso
llegan a parecer que están en un sueño tranquilo”.

Más adelante, Southwork en el Philadelphia Photographer en 1873, explicaba y recordaba aquella


experiencia de tomar imágenes de difuntos en los inicios de la fotografía:

“Teníamos que salir entonces más de lo que lo hacemos ahora y este era el modo, que no era fácil, para
arreglárnoslas; pero si trabajaba con cuidado más allá de las diversas dificultades, aprenderá muy pronto a
fotografiar cuerpos sin vida – disponiéndolos a su gusto […] La manera que tuve para hacerlos vestir y
colocarlos en el sofá, era sólo dejándolos como si estuvieran dormidos, éste era mi primer esfuerzo […]
Puede hacer como le plazca en lo que respecta al manejo e inclinación del cadáver. Puede inclinarlos
mientras y ponerlos en una posición natural y fácil”.
Por lo tanto, estas imágenes se convertían en objetos de culto, fetiches familiares con un carácter privado e
íntimo. Pero la gran cantidad de retratos postmortem infantiles no se justificaban sólo por el elevado
porcentaje de muerte infantil que no empezará a reducirse hasta bien entrado el siglo XIX, sino también al
hecho de que no todas las familias podían permitirse el lujo de solicitar un encargo de este tipo, en vida. Por
lo tanto, sólo cuando ya era irremediable, se requerían los servicios de un profesional para conservar el
recuerdo en imagen del ser querido. En consecuencia, los bebés y niños por debajo de los cinco años fueron
los más representados en ese momento, como una manera de vencer a la propia muerte.

Los daguerrotipos eran manejados por parte de los artistas con el fin de crear una imagen del natural. Pero
ésta, aún siendo una de las funciones del retrato fotográfico no fue la principal: en realidad se trataba de una
imagen para ser conservada como tal por los familiares del difunto que incluso en ocasiones solicitaban un
daguerrotipo de un retrato pictórico
finalizado. Según Burgess, salen mucho
mejor los retratos tomados en la casa
del fallecido. Él traía todos los aparatos
que necesitaba para su realización:
antes de marcharse, Burguess preparaba
de ocho a diez placas, es decir que las
limpiaba hasta dejarlas como
superficies espejeantes y listas para el
baño de sensibilización. Una vez en la
casa, retocaba sus placas para no dejar
ninguna mota de polvo. Algunos
fotógrafos, declara Burgess, aplican el
baño antes de salir de su estudio pero se
arriesgan a que en la imagen final
aparezca una mancha debido a la
suciedad depositada entre el momento
del baño y el de la toma.

Para este fotógrafo, las poses debían ser normalizadas: si el retrato era de un niño, él sugería que éste se
dispusiera sobre las rodillas de su madre como si estuviera dormido, utilizando una luz lateral para ello; un
niño pero ya mayor se fotografiaría sobre una mesa o una cama con su cabeza orientada hacia la luz,
ligeramente levantada y en diagonal a la ventana con sus pies orientados hacia ésta.
Para el fondo, Burguess aconseja utilizar una manta de lana, que puede ser sostenida por dos asistentes
situados detrás del cuerpo; una sábana puede ser utilizada también a la manera de reflector, sujeto por unos
asistentes o a la pared del fondo. Es importante, explica Burgess, que la mesa o la cama sobre la que está
apoyado el cuerpo esté dispuesta de manera que la luz no caiga sobre el rostro y las sombras aparezcan debajo
de la nariz y de las cejas. Un efecto de tragaluz podría excluir la luz en la parte inferior de la ventana gracias a
un paño oscuro. Si fuera necesario, ésta podría aumentarse abriendo la parte superior de la ventana.

En realidad, cada daguerrotipista tenía sus propias ideas respecto a la escenografía utilizada para el retrato
post-mortem. En ocasiones, el cuerpo estaba dispuesto sobre un sofá cubierto por un tejido estampado con
colores vivos; otras lo sentaban sobre un sillón, posando como si estuviera dormido. También aparecían en los
brazos de sus padres (como ya informa Burgess para los niños muy pequeños), e incluso podían ser
fotografiados en sus cunas como declaran Jaap Boerdam y Warna Oosterbaan Martinius en su artículo
dedicado a este tema en Holanda o incluso en el pesebre o sobre una almohada, como afirma Darrah.

Con frecuencia, una flor (o un ramo) u objetos simbólicos eran colocados entre sus manos; estos elementos
eran ocasionalmente coloreados con tonos vivos una vez obtenida la imagen. Aunque siempre se hable de
Estados Unidos, ya que los estudios publicados suelen centrarse en este ámbito por su gran cantidad de
ejemplos, en Europa, además de Francia, se daba esta práctica de manera habitual. El historiador de fotografía
holandés Jan Coppens, indica que en los pequeños pueblos holandeses el enterrador solía ser, a su vez, el
fotógrafo. Otra historiadora alemana, Ellen Maas, afirma que en Austria, en una época, mucha gente iba a los
estudios fotográficos con sus niños difuntos aunque esto constituyera una amenaza para la salud pública,
provocando la prohibición gubernamental de realizar fotografías de difuntos, si bien muchos de ellos
continuaron su labor.

Las razones por las cuales se realizaban este tipo de retratos son bastante evidentes, como podemos constatar
en el testimonio de Burguess:

“Todos los retratos tomados tras la muerte solo se parecerán, como no, al cuerpo inanimado, ni aparecerá en
el retrato nada semejante a la vida en sí misma, excepto, efectivamente, el niño dormido, en cuyo rostro surge
a veces la sonrisa juguetona de la inocencia incluso después de muerto. Esto puede suceder y es a menudo
traspasado a la placa de plata. Sin embargo, todos los retratos tomados de esta forma, serán modificados por
lo que serían si fueran tomados en vida – todos serían cambiados por el color sombrío de la muerte. Que
cierto es, que es demasiado tarde para atrapar la forma viva y el rostro de nuestros queridos amigos, e ilustran
bien la necesidad de procurar aquellos más que los [parecidos] del natural de nuestros amigos, [ya] es
demasiado tarde – ya la mano de la muerte ha arrebatado aquellos que estimamos tanto en la tierra”.

Todos estos preciados testimonios revelan no sólo el método de trabajo, los diferentes tipos de representación,
sino también las enormes dificultades técnicas que tenían en la época y que se veían incrementadas por la
evidente complicación de no poder colocar al modelo con facilidad debido a la rigidez cadavérica. Por lo
tanto, y como se ha podido comprobar a través de los ejemplos tanto en los testimonios como en las propias
obras, uno de los propósitos principales de estas primeras fotografías será el de procurar que dichos modelos
no parezcan muertos, que estas imágenes no figuren como post-mortem. Por un lado, se van a ocultar los
signos de la muerte como ataúdes, vestimenta típica (mortajas por ejemplo), velas, etc. Y por otro, se tiende a
que el modelo se muestre bajo una apariencia vital. No obstante, este tipo de representación va a ir cambiando
a lo largo del siglo XIX, para mostrarse bajo una apariencia totalmente diferente ya en el siglo XX. También
hay que destacar que los avances técnicos van, poco a poco, a permitir al fotógrafo olvidarse de la técnica
para centrarse en representaciones mucho más estéticas. Ejemplo de ello sería el uso de la luz artificial ya en
la década de los ochenta. De hecho, en 1891, en el American Journal of Photography se publica:

“Según el British Journal of Photography, la luz de flash es ahora utilizada con éxito en fotografiar a los
muertos. La luz artificial supera las dificultades hasta ahora experimentadas al fotografiar un cadáver”.

Las imágenes de Memento Mori, que significa “recuerda la muerte del otro”, el momento de su muerte, hace
referencia a las imágenes – grabadas, dibujadas, pintadas o, dicho de otra manera, inscritas – que indujeron a
los europeos de finales de la Edad Media a producirlas. Como se ha podido observar, podían personificar la
muerte como esqueleto humano, o mostrando el cuerpo humano en avanzado estado de descomposición. Sin
embargo lo que se deduce es que cualquier forma de representación no es más que el intento de recordar al
que contempla que la muerte es inevitable. No se trataba sólo de representarla, sino de formular una
concepción de ésta, como explica Meinwald. Ejercicio de autoconciencia o ejercicio autobiográfico, lo que no
cabe duda es que, en el siglo XIX, la tendencia era la de retener en la mente el recuerdo y, así, mantener la
presencia del difunto de la mejor manera posible. Las imágenes visuales, en especial las fotográficas por lo
que tienen de duplicado exacto de la realidad, proporcionan algunos de los significados más efectivos y
emocionalmente satisfactorios para este propósito:

“No es solo el parecido lo que es apreciado – sino la asociación y el sentido de cercanía envuelto en el objeto
[…] El hecho de que la misma sombra de la persona yaciendo quede fijada para siempre!
[…] Preferiría tener semejante recuerdo de alguien al que he querido mucho, que el trabajo más noble que un
artista haya alguna vez realizado”.

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