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JO BEVERLEY

Secretos de una Dama


8° de la Serie Los Malloren

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JO BEVERLEY
Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

JO BEVERLEY
Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren
A Lady's Secret (2008)

AARRGGU
UMMEEN
NTTO
O::

En 1764 el tedio que devora al conde Robin Fitzvitry llega a su fin cuando contempla una
escena que jamás hubiera imaginado posible. Mientras se encuentra cenando en la posada Tete
de Boeuf de Abbeville, Francia, ve a una monja en el patio, escupiendo maldiciones en diversos
idiomas tan bien como cualquier marinero. Incapaz de resistirse a sus paradójicas blasfemias,
descubre que la mujer se halla en la necesidad de un escolta que la acompañe hasta Inglaterra;
intrigado, Robin accede a llevarla.
A pesar de ir disfrazada de monja, Petra d'Averio no es exactamente una de ellas, aunque ha
pasado muchos años en un convento italiano con su madre, cuya muerte la ha colocado en una
precaria situación de peligro. Ahora debe encontrar a la única persona que podría protegerla: su
verdadero padre, un lord inglés que no conoce su existencia.
Petra se siente culpable por sentirse atraída por su acompañante mientras viste el hábito. El
apuesto Robin será un peligroso aliado, pero no le queda más remedio que aceptar su ayuda pues
ha divisado a sus perseguidores y debe huir hacia la costa. Pero cuando se enamora de él, no
dudará en mentir y escapar de él para evitar que su vida corra peligro. Robin se niega a aceptar
que su amada se marche sin más, pues necesita que ella esté a salvo y a su lado...

SSO
OBBRREE LLAA AAU
UTTO
ORRAA::

Mary Josephine Dunn Beverley, más conocida por las lectoras de


novela romántica como Jo Beverley, es una de las más afamadas
escritoras románticas de la última década. Aunque nacida y criada en
Inglaterra, ya adulta se fue a vivir a Canadá, donde actualmente reside
junto a su esposo y familia, se ha convertido en una de las más
reconocidas y premiadas autoras de novela romántica de la actualidad.
Jo Beverly, es toda una especialista en retratar como nadie la época
medieval, la cual detalla con mimo preciosista en sus estupendos libros
ambientados en el medievo inglés. Ha sido honrada y reconocida como una de las más
importantes escritoras de los «Romance Writers of América Hall of Fame». Cinco veces ganadora
de los premios «RITA» en 1992 por Emily and the de Dark Ángel; en 1993 por An Unwilling Bride;
en 1994 por Deirdre and Don Juan y por My Lady Notorius y en 2001 por Devilish. Su serie sobre
los hermanos Malloren y su serie medieval han gozado de una excelente acogida por parte del
público y de la crítica especializada.

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AAGGRRAADDEECCIIM
MIIEEN
NTTO
OSS

Al escribir esta novela tuve que tratar de un buen número de cosas


nuevas y, como siempre, Internet resultó ser un maravilloso recurso para
añadir a mis paredes de libros.
Agradezco a Google el haber puesto en la red los textos de libros
antiguos difíciles de encontrar, en Google Book Search. Puedes enterarte de
otros medios que usé leyendo la nota de la autora al final del libro.
Internet ofrece conexiones con personas también, y agradezco
especialmente a Maria Rosa Contardi por ayudarme con suma paciencia
con los nombres y el idioma italianos. Ada Ferrari también me ayudó.
No tengo idea de dónde procede Coquette, pero Sharon Krikorian y
Dorothy McFalls me ayudaron a entender a los perros de la raza papillon (o
mariposa), y Marie Sultana Robinson me explicó útiles detalles sobre el
norte de Francia e Italia.
Conozco Kent, pero hace muchísimo tiempo que no he estado ahí, y creo
que nunca he estado en Folkestone. La ayuda de Jo Kirkham fue valiosísima,
en especial los mapas antiguos que me encontró. Mi sobrino Will y su
esposa Jo, que viven en Canterbury, me ayudaron en la descripción de
algunos lugares.
Por último, gracias, como siempre, a mi agente Meg Ruley, y a todo el
personal de Rotrosen Agency; a mi editora Claire Zion, y a Penguin/NAL,
que ha hecho posible este libro; y a vosotros, lectoras y lectores, que hacéis
que todo esto valga la pena.

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8° de la Serie Los Malloren

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0011

Posada Tete de Boeuf, Abbeville, Francia


Julio de 1764

Es muy raro oír maldecir a una monja.


Robin Fitzvitry, conde de Huntersdown, estaba sentado a una mesa junto a la ventana
terminando su comida, por lo que tenía una excelente vista de la mujer que estaba fuera en el
patio de la posada. No cabía duda; estaba mascullando maldiciones, y era una monja.
Estaba en el corredor exterior cubierto del que subía la escalera a los dormitorios de arriba, por
lo que su ropa gris se fundía con la sombra; y su ropa era un hábito de monja, si no, él era una
madre superiora. Un cordón le ceñía el sencillo hábito a modo de cinturón, y el velo oscuro de la
cabeza le cubría la espalda. Del cinturón colgaba un rosario de madera, y tal vez calzaba sandalias.
Estaba de espaldas a él, pero le pareció que era joven.
—Maledizione! —exclamó.
¿Italiano?
La frivolidad peluda llamada Coquette resultó útil. La perra papillon se meneó toda entera al
poner las patas delanteras en el alféizar para ver qué producía ese ruido, rozándole el mentón con
la plumosa cola y dándole así un pretexto para girar la cabeza hacia la derecha.
Sí, era una monja, sin duda alguna. ¿Qué hacía una monja italiana en el norte de Francia,
invocando al demonio, nada menos?, pensó, más y más encantado.
—Entonces, señor, ¿continuamos?
Robin volvió a girar la cabeza para mirar a Powick, su mozo inglés de edad madura, que estaba
sentado enfrente al lado de Fontaine, su joven ayuda de cámara francés. Powick era macizo y de
piel curtida, mientras que Fontaine era delgado y de piel blanca, tersa y pálida; eran tan distintos
en naturaleza como en apariencia, pero cada uno era perfecto para él a su manera.
—No lo sé —dijo.
—Son recién pasadas las tres, señor —alegó Powick—. Quedan muchas horas de luz para viajar
en esta época del año.
—¡Pero una tormenta podría convertir los caminos en pottage! —exclamó Fontaine—.
Podríamos quedar empantanados en medio de ninguna parte.
Y tal vez tenía razón, pensó Robin, pero también deseaba continuar en Francia todo el tiempo
que fuera posible. Con un elevado sueldo y muchos privilegios, lo había tentado de dejar el
servicio de un príncipe, pero aunque ya llevaba tres años con él, Fontaine se estremecía cada vez
que volvían a Inglaterra. En cambio, Powick, que lo servía desde hacía veinte años, no paraba de
refunfuñar todo el tiempo que estaban en Francia.
—Piense en el grupo que acaba de llegar —dijo Powick, jugando una carta muy poderosa.
Una berlina cargada hasta los topes había entrado bamboleándose en el patio de la posada no
hacía mucho rato, y de ella bajaron unos niños gritones, agobiados por una madre chillona. Los
tres habían subido la escalera exterior haciendo mucho ruido y en ese momento los mozos

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estaban descargando la berlina. Pasarían ahí la noche, y desde arriba llegaba el ruido: los niños
seguían gritando y la madre chillando.
En inglés. Un grupo de ingleses podrían desear entablar conversación con él. Él era un hombre
gregario, pero le gustaba elegir la compañía. El ruido de un golpe y un chillido de rabia tendría que
haberlo decidido, pero volvió a mirar hacia fuera. Su madre solía pronosticar que la curiosidad
sería su perdición, pero ¿qué podía hacer? Era su naturaleza.
—Estás de acuerdo, ¿verdad? —le dijo a Coquette, que agitó sus grandes orejas y la plumosa
cola.
—¿De acuerdo en que debemos marcharnos? —preguntó Powick.
—¿De acuerdo en que debemos quedarnos? —preguntó Fontaine.
—De acuerdo en que debemos salir a investigar —dijo Robin, cogiendo a la perra y
levantándose—. Iré a echar una buena mirada para ver cómo está el tiempo y a pedir consejo a la
gente de aquí.
Dicho eso, salió, metiéndose a Coquette en el bolsillo grande de la chaqueta, lo que al parecer a
ella le encantaba. Era una suerte que le gustara vestir informal para viajar, porque la moda
dictaminaba chaquetas ceñidas sin ningún bolsillo útil.
Se acercó a la mujer que ya estaba en silencio, pensando en qué idioma hablarle. Su italiano era
sólo pasable, pero su francés era perfecto, y estaban en Francia.
—¿Me permite que la ayude, hermana? —preguntó en francés. Ella se giró bruscamente, y a él
se le quedó atrapado el aire en la garganta.
Estaba mirando una cara pasmosa. Era ovalada, pero la ceñida toca que llevaba bajo el velo gris
le cubría casi toda la frente y los lados de la cara y bajaba en punta en el centro de la frente,
dándole forma de corazón, una forma que parecía pensada para destacar sus grandes ojos oscuros
y unos labios llenos y tersos que no necesitaban para nada que los destacaran. ¿A qué obispo
demente se le ocurrió esa toca? Porque seguro que no se le habría ocurrido a ninguna madre
superiora.
Tenía la piel muy blanca, lo que tal vez sería bastante común entre monjas de clausura, pero
resplandecía de salud, tan perfecta como los pétalos de las rosas blancas que caían por encima de
la pared cercana. Tenía la nariz recta, con diminutos hoyuelos justo encima de las ventanillas, y
esos labios...
Hizo una inspiración profunda. Esos labios estaban hechos para besos, no para confesionarios. Y
era joven; no podía tener mucho más de veinte años.
Ella castigó esos labios estirándolos en una delgada línea.
—Gracias, señor, pero no necesito ayuda —dijo, y se giró, dándole la espalda.
Buen francés, pero no el de una francesa, y normalmente las personas maldicen en su lengua
nativa. Italiana, seguro. ¿Qué diablos hacía una monja italiana en el norte de Francia, sola?
Avanzó hasta ponerse en su línea de visión, y esbozó su más encantadora sonrisa.
—Hermana, no tengo mala intención, pero no puedo desentenderme de una dama afligida, y
menos aún si es una esposa de Cristo.
Ella hizo ademán de girarse otra vez, pero de pronto se quedó quieta y lo miró francamente,
examinándolo. Robín reprimió una sonrisa. Esa mirada, sumada a las maldiciones anteriores, le

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reveló claramente que lo que tenía ahí no era una verdadera monja sino una aventurera
disfrazada.
Y pensar que se había sentido aburrido.
—Permítame que me presente, hermana —dijo, haciendo una venia—. Señor Bonchurch,
caballero inglés, muy a su servicio.
Se sintió algo incómodo por decir esa mentira, pero siempre usaba un apellido falso cuando
viajaba por Francia. Su verdadero apellido y su título causaban alboroto y a veces alguien avisaba a
los dignatarios locales y entonces se veía acosado por visitas e invitaciones. Y eso, al fin y al cabo,
era una simple diversión en el camino.
La monja continuaba mirándolo, como si estuviera haciendo cálculos. Antes que se decidiera a
decirle su nombre, se oyeron fuertes pasos en los tablones del corredor cubierto de arriba, y esa
voz estridente gritó:
—¡Hermana Immaculata! ¡Hermana Immaculata! ¿Dónde demonios se ha metido?
—Hermana Immaculata, supongo —dijo él, sonriendo.
Ella levantó la vista, con expresión hostil.
—¿Cuántas monjas fuera de un convento puede haber aquí?
—Y llegó en la berlina.
—¡Hermana Immaculata!
Ella masculló algo y luego dijo:
—Debo ir.
Él avanzó y le cerró el paso.
—¿Es usted la niñera de esos niños? Mis condolencias.
—No lo soy —dijo ella, haciendo un brusco gesto con la mano, gesto sin duda italiano—. Pero la
niñera contrajo una fiebre en Amiens y la doncella la abandonó en Dijon. Ahora sólo estoy yo.
—¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venga aquí inmediatamente!
—No me extraña que estuviera maldiciendo su suerte —dijo Robin. Hizo un gesto hacia una
puerta en arco—. Si entramos ahí, estaríamos fuera de su vista y podríamos hablar de cómo
liberarla de esta abominable situación.
—No hay nada que hablar —dijo ella, y volvió a hacer ademán de alejarse.
Él volvió a cerrarle el paso.
—No le hará ningún daño hablar.
Ella lo miró ceñuda, pero más pensativa que enfadada. Al sonar otro grito, levantó las manos en
gesto elocuente y se dirigió a toda prisa hacia la puerta en arco. Robin la siguió, admirando sus
ágiles y enérgicos movimientos. Era deliciosamente vigorosa, lo que tal vez era más llamativo al
estar toda tapada por esa ropa tan informe.
El velo gris rozó una rosa marchita, haciendo caer los pétalos y uno se le quedó cogido. Él quitó
el pétalo del velo y ella se giró bruscamente con la mano levantada, lista para golpearlo. Él le
enseñó el pétalo y ella bajó la mano, pero él comenzó a excitarse. El leve contado había producido
una especie de chisporroteo de conciencia sexual, y ella tenía un tinte rosa en las mejillas. No era
una monja.

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Aplastó el pétalo entre los dedos y la invitó a aspirar el perfume, pero Coquette, la picaruela
celosa, ladró.
La hermana Immaculata se encogió de miedo y luego miró sorprendida.
—¿Qué es eso?
—Una Coquette —dijo él. Era el nombre de la perra, pero etimológicamente en francés significa
«una nada, una insignificancia»—. No le haga caso.
Pero ella alargó una mano y le acarició la cabecita. Él ya conocía el efecto. Después de todo
había comprado a Coquette para seducir a una dama en Versalles, donde la raza hacía furor. Sacó
a la perra del bolsillo, dispuesto a usar cualquier instrumento.
—¡Qué bonita!
—Permítame que se la regale.
Ella retrocedió, frunciendo el ceño.
—Qué despiadado es.
Él sonrió mirándola a los ojos.
—Es mi misión en la vida satisfacer todos los deseos de las damas. Entre en la posada, hermana
Immaculata, y dígame los suyos.
Ella soltó el aire en un siseo. ¿Había ido demasiado lejos, demasiado rápido? Pero otro chillido
de su empleadora la hizo girarse y pasar rápidamente por la puerta. Esta daba a un pequeño
jardín, en el que había una puerta abierta que daba al vestíbulo de entrada.
—Demasiado público —dijo él, tocándole el brazo para llevarla hacia otra más alejada, que
daba a un saloncito en el que no había nadie.
Ella se apartó bruscamente y apresuró el paso para distanciarse de modo que él no pudiera
volver a tocarla. Él entró detrás de ella, pero no cerró la puerta. Todavía. Recordó una vieja
historia sobre una princesa y un guisante. Había descubierto que, por lo general, esa sensibilidad a
su contacto indica que la mujer está preparada para el placer.
—Ahora bien, hermana —dijo amablemente—, ¿sus deseos?
—Deje de decir esas cosas. No muestra ningún respeto por mi hábito.
—Es una prenda muy deprimente. Pero —añadió, levantando la mano libre para sugerir paz—.
Sólo quise decir sus deseos respecto a su situación. La doncella abandonó a la dama. La niñera
también. ¿Es usted la única criada que le queda a la dama chillona?
Tal como predijera, unas pisadas de tacón duro tamborilearon en los peldaños de la escalera
que bajaba al patio interior, y se reanudaron las exigencias a gritos.
—¿Su nombre?
—Lady Sodworth.
Las palabras inglesas pronunciadas con el melodioso acento italiano sonaron como otra
maldición. Él no conocía ese título, y la alta sociedad de Gran Bretaña era su mundo. ¿Otra
impostora? ¿Podría ser eso una extraña conspiración?
—¿Cuál es exactamente su puesto con la dama? —le preguntó, mirándola atentamente.
—Acompañante. Pero ahora espera que yo lo haga todo.
—¿Y la ha soportado todo el camino desde...?
—Milán.

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—¿Por qué?
Al parecer ella encontró difícil contestar esa simple pregunta.
—Tenía motivos para viajar a Inglaterra y necesitaba compañía femenina.
Por la ventana abierta se oía a la dama arengando a un mozo del establo en un francés atroz.
—El precio parece elevado.
—Está crispada porque soporta una inmensa tensión.
—La que supongo es de su propia creación. Sólo la voz haría huir a los ángeles.
Otra gesticulación con las manos de finos dedos.
—No tengo otra opción. —Se dirigió a la puerta—. Debo ir a apaciguarla.
—¿Su destino es Inglaterra?
—Sí.
—Entonces, ¿me permite que la lleve yo?
Ella se giró a mirarlo.
—Por supuesto que no.
—¿Por qué no?
—Es un hombre.
—Uno muy inofensivo.
Ella soltó un bufido de incredulidad. Pero no continuó caminando.
—De verdad, hermana Immaculata, un hombre como yo no se puede permitir añadir a sus
pecados ponerle los cuernos a Dios. Pero ¿tal vez rescatar a una de sus esposas me ahorraría
algunos años en el purgatorio?
—¿Me cree idiota, señor? Usted no es un hombre del que una mujer pueda fiarse.
—Por el contrario, es el animal hambriento el peligroso. Míreme, hermana, y vea al hombre
saciado por las damas de Versalles.
El rubor que le cubrió las mejillas lo deslumbró, pero ella continuó con sus ojos serios.
—¿Va a pasar aquí la noche?
Él supo inmediatamente la respuesta necesaria:
—No.
Lady Sodworth ya había entrado en la posada y su exigente voz partía el aire como una sierra.
Un estruendo arriba indicó que se había roto algo, tal vez el cristal de una ventana.
La monja fugitiva fue a esconderse detrás de la puerta.
—¿Viaja rápido?
—Todo lo rápido que permiten los caminos y los caballos.
—¿Me da su palabra, señor, a riesgo de su alma inmortal, de que me dejará sana y salva en
Londres?
«Sana y salva» era una expresión resbaladiza, así que él la definió de forma que le conviniera y
dijo:
—Sí. —Entonces sonrió—. Qué matrimonial, por cierto.
La expresión de ella se tornó irónica.

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—Es usted hermoso y pícaro, señor Bonchurch, y está acostumbrado a que las mujeres le
caigan en las manos como fruta madura, pero le aseguro que eso no le ocurrirá conmigo. No
deseo oír ninguna queja cuando lleguemos a Londres con su lujuria insatisfecha.
—Ni una sola —prometió él, ahogándose en placer—. Pero ¿se da cuenta de que eso es un
desafío?
—Uno que voy a ganar yo, seguro. Como ha dicho, no puede permitirse ponerle los cuernos a
Dios. ¿Tiene coche?
—Una calesa cerrada de dos ruedas. Sólo me falta dar la orden de que la enganchen a los
caballos.
—Excelente. Pero sería mejor aún si yo subiera ahora mismo al coche, ¿no le parece?
—Es usted una conspiradora al gusto de mi corazón, hermana, y tiene razón. El próximo paso
de su lady Sodworth será hacer registrar toda la posada.
Como para confirmar su idea, el agobiado posadero asomó la cabeza por la puerta. Robin sacó
una moneda de oro; el hombre la vio, asintió y continuó su camino. Entonces Robin abrió la
ventana y se asomó a mirar el camino que pasaba por el lado de la posada.
—No hay nadie —dijo, acercando una silla.
Ella vaciló, pero enseguida corrió, subió ágilmente y saltó al otro lado, enseñando las sandalias
y los tobillos desnudos. Él dejó la silla en su lugar y saltó fuera, sonriendo de oreja a oreja.
—Por aquí —dijo, haciendo un gesto hacia la parte trasera de la posada.
Entraron en el patio de atrás y el coche de posta de él estaba cerca, con el eje apoyado en el
suelo, esperando el nuevo equipo de caballos. Se lo indicó a su aventurera y la ayudó a subir. Otro
contacto, otra chispa, otro estremecimiento. Ella quedó en una posición incómoda en el coche en
pendiente, pero se las arregló.
—Iré a ordenar que enganchen los caballos.
De pronto ella juntó las manos y se cubrió la boca con ellas.
—No, no puedo. Necesito mis cosas, mi baúl de viaje.
—Yo le compraré lo que sea que necesite.
—No quiero estar en deuda con usted.
Él se encogió de hombros.
—¿Dónde está su baúl?
—Estaba en el maletero de la berlina, pero podrían haberlo llevado a la posada.
Robin se giró a mirar la berlina. En el techo había un montón de maletas y baúles, que todavía
no habían descargado; el maletero estaba abierto y ya medio vacío. Mientras miraba salió un
hombre de la posada, cogió dos bultos y los llevó al interior. ¿Ropa de cama? Podría decirle a lady
Sodworth que la Tete de Boeuf ofrecía sábanas limpias y oreadas, pero por la forma de hablar de
la dama, daba la impresión de que no haría caso.
—¿Cómo es su baúl?
—De madera lisa con correas negras. Una placa de latón con una cruz.
—Yo me encargaré de eso. Manténgase oculta.
Bajó la cortina del interior de la ventanilla y comenzó a cerrar la puerta, y entonces cayó en la
cuenta de que tenía a Coquette en una mano. La puso sobre la rodilla de la monja.

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—Hablen de sus deseos —dijo, y cerró la puerta.


Paseó la mirada por el patio y no vio ningún peligro, así que echó a caminar hacia la berlina. En
el interior vio el pequeño baúl de la monja.
En ese momento salieron dos hombres y descargaron un elegante baúl recubierto con piel y se
lo llevaron entre los dos. Robin comprendió que necesitaba a sus hombres, así que entró en la
posada a llamarlos. Cuando aparecieron les explicó la situación y les dio las órdenes.
Fontaine, suspirando porque se iban a marchar, se quedó al acecho, preparado para distraer a
cualquier mozo que saliera, mientras Powick, suspirando por el nuevo juego de su amo, sacó el
pequeño baúl, se lo echó al hombro y lo llevó al coche.
Monja o no monja, esa era la pregunta. El baúl era muy sencillo, muy monjil, pero aun en el
caso de que la hermana Immaculata fuera auténtica, tramaba algo raro. En dos días de viaje
debería poder descubrir todos sus secretos.
Powick estaba haciendo espacio para el baúl en el maletero; Robin fue a decirle a Fontaine que
todo estaba ya resuelto.
—¡Eh, usted!
Se giró y se encontró ante una mujer furiosa. Tenía que ser lady Sodworth, pero su apariencia
no hacía juego con su dura voz; era menuda, toda adornada con cintas e incluso bonita, en cierto
modo malhumorado.
—¿Ha visto a una monja aquí? —preguntó con su mal francés, al parecer sin darse cuenta de
que él era un caballero y nada menos que inglés.
Robin miró alrededor, con expresión perpleja.
—¿Aquí, señora?
—¡En alguna parte de aquí, idiota!
Él hizo un travieso encogimiento de hombros galo. —Si necesita una monja, señora, ¿tal vez
debería ir a un convento?
—¡Imbécil! —exclamó ella en inglés, y se alejó para continuar su loca búsqueda.
Otra Coquette, y con peor temperamento. Le extrañó que algún hombre se hubiera casado con
ella, a pesar de su apariencia. Volvió a buscar a un lord Sodworth en su memoria, pero tenía la
seguridad de que no había ninguno. Entonces, un caballero con el título de sir, o un baronet, y
probablemente de reciente creación. Excelente; eso hacía improbable que volviera a encontrarse
con lady Sodworth.
Le hizo un gesto a Fontaine y se dirigió a su coche, donde estaban los mozos de cuadra
enganchando los caballos bajo la supervisión de Powick; este había sido mozo de cuadra en su
juventud y conocía el oficio. Él fue quien lo montó en su primer poni y luego fue su preceptor en
las artes ecuestres, en caza, pesca y otras actividades populares en el campo. Finalmente, pasó a
ser su acompañante y criado, de utilidad infinita. Pero puesto que lo había guiado hasta la edad
adulta, seguía creyendo que llevaba las riendas. Ni siquiera el que se hubiera convertido en conde
un año atrás había convencido al hombre de que ya era capaz de manejar sus propios asuntos.
—¿La monja va a venir con nosotros, señor? —le preguntó, en tono severo.
—Una damisela en apuros. ¿Qué harías tú?
—Yo la devolvería a su señora, señor.

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—Yo también —dijo Fontaine—. En el coche no cabemos tres. Normalmente el ayuda de


cámara viajaba con ellos. —Por lo tanto tú vas a cabalgar —dijo Robin.
—Imposible. Podría llover.
—Considéralo un favor que me haces en agradecimiento de todas las veces que yo he
cabalgado y tú has tenido el coche para ti solo.
—No bajo la lluvia, señor —protestó Fontaine.
—Señor... —protestó Powick, por otros motivos.
—Soy todo inocencia. La santa dama necesita llegar a Inglaterra, ¿y tú quieres que la deje
abandonada aquí con esa arpía?
—Podríamos pasarnos días en el camino si cambia el tiempo. Días y noches.
—Y ella tendrá una habitación para ella sola, lo prometo.
—El tiempo... —probó Fontaine otra vez.
Robin se aferró a su paciencia.
—Sólo necesitamos llegar a la siguiente parada. ¿Cuál es... Montreuil?
—Nouvion —contestó Powick. Robin se encogió de hombros.
—Mientras nos alejemos de todo lo Sodworth. Vámonos.
Al final su palabra era ley, así que muy pronto Fontaine y Powick estuvieron montados. Un
postillón ocupó su lugar en la silla del primer caballo mientras Robin recibía el cesto con comida y
vino que había encargado antes. Abrió la puerta, le hizo un guiño a la sombría monja y colocó la
cesta en el suelo. Coquette bajó de un salto a orinar.
Cuando la perra estuvo lista, Robin miró alrededor, no vio ningún problema, cogió a la perra y la
puso en el interior del coche; esta subió de un salto a la falda de la hermana Immaculata.
—Si pretendes ponerme celoso —le dijo a la perra mientras se sentaba al lado de la monja, en
el único asiento—, damas más bonitas que tú han fracasado.
La monja la acarició y la condenada perra pareció sonreír satisfecha. El coche salió a la carretera
de Boulogne, dejando atrás los gritos y los chillidos.
—Bienvenida a la tranquilidad —dijo él. —¿Me puede prometer eso?
—Si eso es su verdadero deseo.
La reacción de ella a la palabra «deseo» fue un cansino suspiro. Muy bien, no estaba preparada
para el juego.
—Debo confesar —dijo— que he sufrido de tranquilidad durante días. Esperaba que usted
remediara eso. Pero no de manera molesta, hermana. Verá, incluso le he ofrecido compañía
femenina.
—¿Una perra?
—Con el nombre Coquette, vale más que lo sea. —¿Por qué no le gusta? Él se encogió de
hombros.
—Soy capaz de tolerar a mujeres diminutas y frívolas, pero no a perros diminutos y frívolos.
—Entonces, ¿por qué la tiene, pobre animalito?
—Con un collar de oro y perlas, no tiene nada de pobre.
Ella miró el collar.

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—¿Es de oro, de verdad? ¿Por qué?


—Usted me cuenta sus historias y yo le cuento las mías.
Después de dirigirle una mirada fulminante ella desvió la cara hacia la ventanilla, como si le
fascinaran las afueras de Abbeville. O sea, que tenía secretos, y algunos debían estar relacionados
con el motivo de que aceptara su ofrecimiento. Había tiempo. Para aumentarle la comodidad, se
deslizó hasta su rincón y estiró las piernas, ensanchando la distancia entre ellos en el asiento.
—Todavía puede cambiar de decisión, hermana. Podemos devolverla a lady Sodworth.
Ella pensó antes de contestar:
—No, gracias.
—Entonces tal vez le gustaría volver a su convento.
Ella se giró a mirarlo, ceñuda.
—¿Me llevaría a Milán?
—Soy un hombre rico. No me incomodaría.
—¡Es usted un loco!
—Lástima, entonces, que haya echado su suerte conmigo.
La reacción de ella pareció más de irritación que de miedo.
—No parece rico.
—Soy modesto, no hago alarde.
—Si de verdad es rico, podría organizar las cosas para que yo viajara a Londres de una manera
más respetable.
—¿Y en qué me beneficiaría eso?
—¿En qué lo beneficia esto?
—Me divierte.
Tal vez ella apretó la mano, porque Coquette bajó al suelo de un salto, moviéndose como si
estuviera ofendida. La perra lo miró como si quisiera saltar sobre él, pero luego se dio una vuelta
completa y se echó en su cojín de terciopelo rosa.
—¿Yo soy su diversión? —preguntó la hermana Immaculata.
—Por supuesto. ¿De verdad querría que yo le pagara a unos desconocidos para que la lleven a
Inglaterra?
—Usted es un desconocido.
Eso lo hizo reír.
—Lo soy. Pero me he hecho cargo de usted, ¿sabe?, y mi honor me exige que me ocupe
personalmente de dejarla segura en su destino.
Eso produjo un interesante y receloso silencio.
—Así, pues, hermana Immaculata, ¿dónde reside su seguridad?
—En Inglaterra.
—¿Algún lugar concreto?
—Ninguno que tenga que interesarle a usted, señor.
—Debo dejarla en Dover y abandonarla. Creo que no. ¿Habla inglés por lo menos?

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Ella sonrió.
—Perfectamente —contestó en inglés.
Por la pronunciación de esa sola palabra él comprendió que decía la verdad. Otro sorprendente
giro en ese rompecabezas.
—¿Adónde tiene pensado ir en Inglaterra? —le preguntó en inglés.
—A Londres. Al menos para empezar.
Ah, ahí sí percibió el acento, aunque tal vez uno de extremada precisión, que le daba un
encanto casi líquido.
—¿Y después?
—Tampoco eso tiene por qué interesarle, señor.
Él no discutió ese punto, pero ella no se lo quitaría de encima muy fácilmente. Había adquirido
una misteriosa aventurera que no aceptó su ofrecimiento sólo porque estaba de mal humor.
Percibía urgencia y miedo en ella. ¿De qué? En realidad, eso debería preocuparlo un poco, pero
estaba embelesado.
Tenía misterios para resolver, ingenio para desafiar y una acompañante tan hermosa que
simplemente mirarla le enriquecía el día. Hasta el momento, cada uno de sus actos y reacciones
prometían más. Tenía valor, brío y un temperamento vivo. En unos pocos días de camino,
exploraría todos sus secretos, incluso aquellos que sólo se descubren en medio de la pasión, en
una cama.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0022

Petra d'Averio comprendió que había saltado de las brasas a las llamas.
Lady Sodworth y sus desesperantes críos habían sido casi insoportables, pero estaba
acostumbrada a hacer penitencia. El verdadero problema era que lady Sodworth viajaba a la
velocidad de un caracol. Y habiendo visto a Varzi, pues creía que lo había visto, esa velocidad se le
hacía intolerable.
Cuando se vio libre de Milán, y luego de Italia, había rogado que Ludovico no la persiguiera por
toda Europa. Pero Varzi era el perro cazador de Ludo, y le parecía que el hombre que vio en una
calle de Abbeville era él.
Había intentado convencerse de que estaba equivocada. El hombre que creyó que era Varzi
estaba en la calle cuando el coche de lady Sodworth se aproximaba a la posada; ¿cómo podía ser
que ese cazador hubiera llegado ahí antes? No obstante, sabía que eso era posible; si se había
enterado de que viajaba con lady Sodworth, sabría también la ruta y su destino. Estaría muy de
acuerdo con su forma de actuar, adelantándose, para situarse en un lugar donde ella lo viera y
advertirle que la había derrotado. Ese hombre gordo, moreno, de apariencia tan corriente, le hacía
sentir pavor, pues todos sabían que Varzi jamás abandonaba una persecución, y que haría
cualquier cosa para conseguir su presa.
Deseó poder verle la cara cuando se diera cuenta de que ella ya no estaba en el grupo de lady
Sodworth. Pero ¿a qué precio? ¿Por qué este hombre? Era un peligro sobre piernas largas y
elegantes. Pero había sido su única posibilidad, y ella sólo había visto en él a un libertino gandul
con un ridículo perro; un hombre al que ella podría manejar.
Ya no estaba tan segura.
La perra se levantó y volvió a exigir atención, así que él la cogió. Acariciando al peludo animalito
debería parecer débil, pero aunque estaba relajado como un gato, ella percibía peligro y casi
sentía que el coche era demasiado pequeño, con muy poco aire.
Qué idiotez. Que el hombre supusiera que con una sonrisa y palabras tranquilizadoras
conseguiría meterla en su cama no era un peligro. Ella, mejor que nadie, sabía resistirse a la
seducción.
Él era sencillamente un medio para un fin, llegar sana y salva a Inglaterra, así que lo evaluó
teniendo presente eso.
Él había asegurado que era rico, pero no lo parecía. Su levita marrón le iba muy holgada, como
también sus calzas de ante. Llevaba botas de montar bien usadas, un chaleco beis que le colgaba
sin abotonar sobre una camisa sin pechera de encajes y abierta en el cuello, y sin ningún tipo de
corbata. Incluso su pelo castaño claro le colgaba suelto sobre los hombros, como el de un
campesino.
Sin embargo esa birria de perro llevaba un collar de oro y perlas, o al menos eso dijo él. Lo
examinaría después, porque conocía bien el oro y las perlas. En otro tiempo tuvo sus joyas, y
todavía las tendría si no hubiera sido por su hermano Cesare, que Dios le diera su merecido.
Este hombre Bonchurch era guapo, tenía que conceder eso. No era de extrañar que esperara
que ella cayera en sus brazos. Seguro que las mujeres lo hacían siempre. Tenía unos ojos casi

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mágicos, azules, pero no el azul corriente; era un azul zafiro que sólo un Dios injusto le daría a un
hombre, y encima con esas pestañas largas por adorno.
Su magnífico perfil casi podía llamarse hermoso, aunque nadie lo llamaría femenino. Tenía las
mejillas delgadas, la mandíbula cuadrada. Y aunque no podía ser mucho mayor que ella, tenía esa
arrogancia y esa seguridad en sí mismo propias de su sexo, además de un aura de erotismo casi
palpable. Era el pecado encarnado, y mimado, el tipo de hombre acostumbrado a obtener lo que
desea. Y la deseaba a ella.
Ni siquiera había intentado disimularlo.
Le fastidiaba que ese juego le hubiera producido una espiral de placer. ¿Qué joven no desea ser
deseada por un hombre aniquilador? Además, hacía tanto tiempo...
Desvió la mente de esa trampa. Él no la admiraba. Ni siquiera la conocía, y no podía estar
avasallado por sus encantos escondidos bajo un hábito de monja. Deseaba a una monja como un
cazador desearía un trofeo para colgarlo en la pared, y en ese juego de caza la ventaja la tendría
quien rompiera el silencio. ¿En qué idioma? Le resultaba más cómodo el inglés que el francés.
—Es prudente al viajar con sencillez, señor Bonchurch. Lady Sodworth hace ostentación de su
riqueza y su título.
Él se giró a mirarla.
—Y sin duda la ostenta a izquierda, derecha y centro. ¿Viaja sin ningún hombre que se ocupe de
los detalles?
—Tiene jinetes de escolta, pero ninguno con autoridad desde que en un lugar de La Vanoise
despidió al hombre que le puso su marido, por llamarla, más o menos, imbécil.
—Un hombre de buen juicio. ¿Dónde está el marido?
—Encontró un motivo de peso para viajar a casa por otra ruta.
—Hermana Immaculata, es usted una cínica.
—Señor Bonchurch, tres semanas con lady Sodworth convertirían en cínico a san Francisco de
Asís.
Él se rió.
—Me sorprende que durara tanto.
—A mí también, pero, al empezar, lady Sodworth tenía una doncella a su servicio y los niños
una niñera.
—Esa fue la que cayó enferma en Amiens, si mal no recuerdo.
—Y la otra nos abandonó. Nos encontramos con un grupo interesado en sus servicios, y ella se
fue con ellos, mujer sabia. Anna no tenía ninguna manera de escapar, hasta que contrajo una
fiebre. Me gustaría saber si es posible caer enferma a propósito.
—Es muy probable. ¿Qué le ocurrió?
—Se quedó en un convento.
—Eso me parece una alternativa tranquila.
—Pero lady Sodworth sólo hizo una mísera donación para que la cuidaran, y ¿cómo va a volver
a Italia? Sólo tiene dieciséis años, y nunca antes ha estado fuera de Italia. No sé qué va a ser de
ella.

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Ella había añadido unas pocas monedas, pero sabía que no era suficiente. Le enviaría más si
llegaba a estar en situación de hacerlo.
—Deme el nombre del convento y yo le enviaré dinero.
—¿Por qué? —preguntó ella, en tono duro, por la desconfianza.
—Para que usted me pague la deuda con su cuerpo. —Al ver que ella se encogía, agitó la mano,
con una sonrisa jugueteando en los labios—. Perdone. Tengo un sentido del humor muy travieso.
¿Por qué no debería darle algo? Seguro que el precio será menor de lo que pago por unos
botones.
Ella le miró los botones de carey.
—Me refiero a mis mejores botones.
—No creo que usted sea rico.
—Y yo no creo que usted sea monja.
Ante ese reto, Petra sacó su bien usado devocionario de la bolsa de piel que llevaba colgada del
cinturón y fijó los ojos en un texto en latín. «Toma eso, malvado libertino, y cómetelo.»
Trató de concentrarse en la oración, pero era muy consciente de él, que la enfurecía. Por el
rabillo del ojo vio que él seguía acariciando a la perra, y comenzó a imaginarse esos largos dedos
acariciándola a ella.
—Si le quitara esa toca, ¿encontraría un pelo largo?
—No —contestó ella, sin levantar la vista.
—¿Esa es la verdad?
—¿Qué diferencia hay en que diga sí o no?
—Buen argumento. Hagamos más interesante esto. Prometa decir siempre la verdad.
Ella lo miró ceñuda.
—¿Por qué?
—Por diversión.
—Yo no necesito diversión.
—Yo sí, y nos esperan dos, o tal vez tres, días de viaje. Yo le doy transporte gratis y protección,
hermana. Usted podría dar algo a cambio.
Tenía su punto de razón, pensó ella, y necesitaba saber más acerca de él.
—Si prometo decir la verdad usted también debe prometerlo.
—No tengo nada que ocultar.
—¿Y cree que yo sí?
—Hermana Immaculata, usted es una caja de secretos y es mi intención descubrirlos todos.
Establezcamos las reglas.
—No.
—Podemos preguntarnos cualquier cosa. No estamos obligados a contestar, pero si
contestamos, diremos la verdad.
—¿Por qué debería complacerle en eso?
—Como he dicho, en pago.
—Si deseaba pago debería habérmelo dicho antes que subiera a su coche.

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Diciendo eso volvió la atención a su devocionario.


—Busque orientación en el cielo, hermana —dijo la voz burlona—. Estoy seguro de que Dios
verá que tengo la razón de mi parte.
Petra tuvo que esforzarse para no volver a la refriega. Ganó la batalla, pero por poco. Conocía
sus debilidades. La fuerza no la sometería, pero una amable seducción, sobre todo condimentada
con humor y fantasiosos placeres podrían derretirla antes que viera el peligro.
Nuevamente intentó concentrarse en la oración, porque sin duda lo necesitaba, pero la
presencia de él a su lado, y los ocasionales roces entre ellos por los movimientos del coche, se lo
hacían imposible. Comenzó a sudar, y no sólo por el tiempo bochornoso. Intentó no ver nada de
él, pero sus largas piernas estaban delante de ella, y por el rabillo del ojo veía su cuerpo.
Dos, tal vez tres días...
Renunciando, cerró el libro, lo guardó y se giró levemente hacia él.
—Hay algunas cosas que conviene hablar —admitió—. ¿A qué parte de Inglaterra me va a
llevar?
—¿Nuestro acuerdo, hermana? ¿Verdad por verdad?
Ella exhaló un suspiro.
—Si insiste en esa tontería, de acuerdo. ¿Y bien?
—La llevaré a dondequiera que desee ir.
—A Escocia.
Él guiñó los ojos.
—No está en Inglaterra.
Hombre irritante.
—Lo sé. Simplemente he querido contrarrestar una tontería con otra. No quiero quedar en
deuda con usted, señor, así que no le desviaré de su camino.
—No pediré ningún pago que usted no esté dispuesta a hacer, hermana, pero, digamos,
Londres.
—Eso me irá muy bien. Gracias.
—¿Londres es su destino?
—Me irá bien —repitió ella.
—¿Qué parte de Londres?
—Eso no tiene por qué interesarle, señor. —Antes que él pudiera protestar, preguntó—: ¿A qué
parte de Londres va usted?
—Simplemente voy a pasar por ahí. La ciudad está moribunda en verano.
—Pero es la ciudad más grande del mundo.
—De la que todos huyen en la estación calurosa. Londres es una ciudad atiborrada y sucia en el
mejor de los tiempos, hermana. En verano es toda hediondez y enfermedad, por lo tanto todas las
personas que pueden se van al campo o a la costa. ¿Está segura de que desea ir ahí?
Ella estaba dudando, pero tuvo que decir:
—Sí. ¿Usted va al norte, entonces?

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—A Huntingdonshire, pero me quedaré el tiempo que haga falta para dejarla instalada.
¿Dónde?
Ella supuso que él no podía dejarla simplemente en una calle de Londres.
—Podría llevarme a algún convento.
—Hermana Immaculata, no hay ningún convento.
—Prometimos decir la verdad.
—Digo la verdad. Somos un país protestante.
—Pero hay católicos. Sé que los hay. Y ya no son perseguidos.
—No se los tortura ni se los ejecuta, cierto, pero se les imponen ciertas restricciones. Por lo
poco que sé, todavía hay leyes que prohíben las casas religiosas, pero una cosa segura es que
cualquier dama que desee hacerse monja viaja al continente. Y esto me hace pensar, ¿tiene otra
ropa?
—Otro hábito para cambiarme, algunas mudas de lino. Una capa.
—Entonces debemos comprar algo. Es posible que haya una ley que prohíba vestir hábito de
monja en Inglaterra, pero aunque no la hubiera, llevar uno la haría llamativa e incluso la pondría
en peligro de llevarse algún disgusto.
A ella comenzaba a girarle la cabeza.
—¿Disgusto?
—Los católicos no son queridos y a veces los maltratan.
—¡Eso es bárbaro!
—¿Sí? Hace menos de veinte años un católico pretendiente al trono invadió el país y trató de
alzarse con la corona, apoyado por el católico rey de Francia. Los recuerdos de la Armada siguen
vivos, de cuando el muy católico rey de España intentó apoderarse de nuestro país para devolverlo
al dominio de Roma.
Consternada, Petra se miró el hábito gris. ¿Lo que ella había considerado una protección podría
ser un peligro? Su valor se estaba debilitando por momentos. Las persecuciones religiosas eran
extraordinariamente crueles, y ella no estaba hecha para convertirse en una mártir.
—Lady Sodworth no me dijo nada de esto.
—Tal vez simplemente no lo pensó.
—Nunca piensa en nada que no sea su apariencia. Pero teníamos un acuerdo, ella y yo. Yo la
ayudaría durante el viaje si ella me llevaba a Inglaterra y luego me dejaba bien instalada.
—¿Y usted se fiaba de ella?
El escepticismo de él le dolió, pero no podía contestar con la verdad: que estaba desesperada.
—Por su título, aunque cuando le pregunté sobre las costumbres de la aristocracia contestó con
evasivas. Creo que no es una verdadera dama de alcurnia.
—En cierto sentido, puede que tenga razón. ¿Cuál es el apellido de su marido?
Petra lo pensó.
—Sólo se refería a él diciendo «mi marido» o «mi querido Samuel». Ahora veo que todo era
una mentira.
—Tal vez no. Él podría ser sir Samuel Sodworth y ella sería lady Sodworth.

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—¿Simplemente armado caballero?


Él pareció divertido.
—La mayoría no lo consideraría «simplemente». Podría ser un barón o tener un rango más
elevado, pero no reconozco el título.
—¿Y debería reconocerlo?
Supo la respuesta antes que él dijera:
—Sí.
¿Podría él darle la información que necesitaba?
—¿Es usted de noble cuna, señor?
—Que se remonta a la Conquista.
—Entonces, ¿por qué usted se presenta como el simple señor Bonchurch y ella como lady
Sodworth?
Él se acomodó en el asiento, al parecer dispuesto a informarla.
—En muchos países todos los hijos de nobles llevan títulos, y eso puede continuar generación
tras generación, pero no es así en Inglaterra. Por ejemplo, los hijos e hijas menores de un duque
tienen el título de cortesía de lord y lady, pero esos títulos no se heredan, así que sus hijos son
simples señor y señorita tal o cual.
—¿Esa es su situación?
Él se rió.
—¿El nieto de un duque? No.
—Pero ¿rico y de noble cuna?
—Sí. De lo que se trata es que simples señoritas y señores pueden ser ricos e importantes en
Inglaterra, mientras que las ladies pueden ser advenedizas. Muchos extranjeros pueden tener
problemas por no saber eso.
—Gracias —dijo ella, asintiendo.
—¿Qué otra cosa desea saber?
Ay, Dios, no podía preguntarle por la persona que era el motivo de su largo viaje. No podía
revelar eso a un desconocido.
—Explíqueme lo de la corte real —dijo—. Es la Corte de Saint James, lo sé, con sede en el
Palacio Saint James de Londres.
—Cierto.
—Ahí es donde vive el rey.
—No.
—¿No?
—El palacio es una casa vieja y laberíntica que el rey sólo usa para actos oficiales. Vive en la
Queen's House, así se llama, en un ambiente más rural.
—¿Y la corte? ¿Y sus cortesanos?
—Viven en sus casas de Londres cuando es necesario y en sus casas de campo cuando pueden,
como ahora. En verano, incluso el rey se va al campo, a Richmond Lodge.
—¿A qué distancia está de Londres?

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—A unas diez millas.


No era tan lejos. Podría hacer a pie esa distancia si resultaba muy caro alquilar un coche.
—¿Busca a alguien que esté en la corte? —preguntó él. Atrapada.
—Tal vez.
—¿Quién?
—Eso no se lo puedo decir.
—Puede confiar en mí.
—Le conozco desde hace menos de una hora, señor.
—Incluso así.
—Exactamente.
—La tozudez no es una virtud.
—Tampoco lo es la insistencia.
—¿No? Hermana Immaculata, si es que ese es su verdadero nombre, predigo que se encontrará
con dificultades en Inglaterra. Me necesitará.
Ella lo miró a los ojos, firmemente.
—Y yo sé que no.
Esa afirmación sonó hueca, y seguro que él lo notó, pero no podía permitir que él se hiciera
cargo de su vida. Entendía el precio que eso le costaría.
Él se encogió de hombros con irritante seguridad.
—Así que busca a un caballero de la corte. Si no quiere dar un nombre, lo daré yo. ¿Un título?
—Ante el silencio de ella, dijo—: ¿Por qué no? Lord, ya que ese título le va a todo el mundo con
excepción de los duques. ¿Supongo que no es un duque?
—Habla usted con irritante frivolidad, señor.
—Si usted no quiere divertirse, yo sí. Veamos. Lord Mystery, lord Conundrum, enigma, lord
Puzzle, rompecabezas, lord Riddle, acertijo. Eso es, ¡Riddle! Busca a lord Riddlesome.
—Como quiera —dijo ella, sonriendo a su pesar; por casualidad había acertado en la inicial.
—Pero a menos que Riddlesome forme parte del personal de la casa del rey, querida hermana,
no estará en Richmond Lodge, sino disfrutando de los placeres bucólicos de su propiedad en el
campo, Riddlesome Hall. ¿Dónde está eso?
Ella guardó silencio.
—¿Al norte de Londres?
A ella se le escapó un «No» y, comprendiendo que había caído en la trampa, apretó los labios.
—Es usted una mujer muy irritante —dijo él. Su tonta perrita gimió y se levantó sobre las patas
traseras. Él la cogió y le preguntó— : ¿Te irrita a ti también? —La miró sonriendo—. Dice que sí.
—Diría sí a cualquier cosa que dijera usted —ladró ella, y cayó en la cuenta de que él le había
puesto esa trampa para que dijera tonterías—. Que le sea tan fácil conquistar a una perra no
significa que me vaya a conquistar a mí.
Él volvía a pasar los largos dedos por el pelaje de la perrita, atontándola de felicidad con las
caricias.
—¿No?

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Ella se obligó a mirarlo a la cara.


—Ni siquiera con sus bellos ojos azules.
Él sonrió.
—¿Son bellos?
¿Por qué, por qué se le había ocurrido decir eso? Agradeciendo que la creciente oscuridad le
quitara poder a esos ojos, dijo:
—Sabe que lo son, señor, y le gusta usarlos para un aniquilador efecto.
—¿Está aniquilada?
—No, en absoluto.
—Claro que no está en mi regazo recibiendo caricias. Estábamos hablando de Coquette,
¿verdad?
Ella sintió arder las mejillas.
—Es perverso decirle esas cosas a una monja.
—Es perverso que una monja reaccione.
—¡No he reaccionado!
En silencio él la acusó de mentirosa, y tenía razón. Pero entonces dijo:
—Disculpe. Es injusto jugar a estos juegos cuando no tiene forma de escapar. Trataré de
portarme bien. ¿Cuál es, pues, su lengua nativa?
Petra se sintió sacada del agua en que se estaba ahogando y arrojada a tierra seca.
—Italiano.
—Entonces su capacidad lingüística es impresionante. Habla bien el francés y su inglés es casi
perfecto.
—¿Sólo casi?
—Ay de mí, un leve acento, pero encantador. Ella sonrió, y entonces comprendió que estaba
recibiendo otro tipo de caricia.
—¿Cómo lo aprendió tan bien?
Petra examinó la pregunta en busca de trampas y no encontró ninguna.
—Tuve una niñera inglesa y después una institutriz inglesa. ¿Cómo es que usted habla tan bien
el francés?
—Tuve una niñera y una institutriz francesas, pero además mi madre es francesa, y hablaba en
francés con sus hijos. ¿Su madre era inglesa?
—No.
—¿Su padre?
Ella titubeó, pero finalmente dijo:
—Sí.
—¿Hablaba en inglés con usted?
—No.
—Oh, lo siento, ¿murió cuando usted era niña?
Petra comprendió que no debería haber seguido en esa dirección.

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—Se marchó.
—Comprendo. ¿Y su madre?
—Murió hace poco.
—Mis condolencias. —Al parecer lo dijo en serio—. ¿Por eso se hizo monja?
—He estado en el convento desde hace unos años.
Él no había esperado eso y no le gustó. Pero ella no vio ni la más mínima insinuación de mal
humor. Por san Pedro, comenzaba a caerle bien, y eso sí que era francamente peligroso.
—¿Qué edad tiene? —preguntó él, pero justo en ese momento la lluvia golpeó fuertemente la
ventanilla. Ella se giró a mirar y él exclamó—: ¡La peste se la lleve!
Sumidos en la conversación competitiva, no se habían fijado en el cambio de tiempo. Unos
nubarrones negros avanzaban hacia ellos y de pronto brilló un relámpago. Casi enseguida una
serie de truenos estremeció el aire. El coche dio una sacudida, por la reacción de los caballos, y
aceleró.
La perrita aulló y se escondió debajo de la chaqueta del señor Bonchurch. Petra deseó poder
hacer lo mismo. Detestaba las tormentas, y la lluvia azotaba por su lado del coche. Un rayo en
forma de lanza iluminó el interior del coche con su luz antinatural, obligándola a apartarse de la
ventanilla y arrimarse a él. En lugar de protegerla, él le puso la temblorosa perra en las manos y
bajó el cristal de la ventanilla para gritarle al jinete que iba por su lado:
—¿Hay algún refugio cerca, Powick?
—¡No a la vista, señor! —gritó el hombre, inclinado para protegerse algo del aguacero; su
caballo tenía los ojos casi desorbitados.
Ella cubrió al tembloroso atadijo de huesos y pelaje con la falda de su hábito y le susurró
palabras tranquilizadoras que ojalá hubiera podido creerse ella.
—¿Tienes una idea de la distancia que hemos viajado? —estaba preguntando Bonchurch.
—Unas cinco millas, tal vez, señor.
Entonces él subió el cristal y se apartó el pelo mojado de la cara, pero se tomó un momento
para mirar hacia abajo y sonreír. Petra cayó en la cuenta de que tenía al descubierto las piernas
hasta las rodillas.
—¿Bien? —preguntó en tono duro.
—Extraordinariamente bien —dijo él, pero al instante volvió al asunto serio—: Estamos
demasiado lejos para volver. Y demasiado lejos para llegar a la próxima ciudad.
Diciendo eso sacó un libro delgado del bolsillo de la chaqueta y lo abrió. Era un mapa o guía de
carreteras.
Era un libertino censurable, pero ya no había nada de indolente ni ocioso en él. Dada la
situación, eso la alegró. Pero con o sin perro, ella no se había equivocado al pensar que era
peligroso. No sería fácil manejarlo, ni librarse de él.
Con el fin de cubrirse las piernas, sacó el paño de santa Verónica que llevaba en el cinturón y
envolvió en ella a la perra, y la acercó a su cara para susurrarle.
—Hemos salido de las brasas para caer en el fuego, Coquette. Las dos, tú y yo. Pero no
permitiré que te quemes.

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ULLO
O 0033

Robin se estaba sacudiendo a maldiciones. Sabiendo que había peligro de tormenta se


había dedicado a jugar y perdido de vista la situación. Incluso Coquette había intentado advertirlo.
Y ahora estaban a campo abierto expuestos a los rayos. Si les caía uno encima el coche podría
incendiarse.
Entonces el aguacero adquirió toda su fuerza y una cortina de agua bloqueó la vista de las
ventanillas, golpeando el techo. Dentro de unos minutos el camino sería puro lodo y muy poco
después un pantano. Podrían quedar empantanados. Si sobrevivían a la tormenta, igual podrían
quedarse encerrados en el coche toda la noche.
Con un dedo siguió la carretera en el plano.
—Nouvion es la siguiente parada —gritó, para hacerse oír por encima del ruido—. Trataremos
de llegar ahí, pero mire por su ventanilla por si ve algún tipo de refugio.
Ella parecía estar tan aterrada como la pobre Coquette. Por lo menos la perra estaba envuelta
en un paño, aunque nada podría protegerla del ruido.
Nuevamente bajó el cristal de la ventanilla para gritar la orden de que avanzaran a la mayor
velocidad. El coche aceleró la marcha pero de pronto se ladeó violentamente; la hermana
Immaculata chocó con él. Él la sujetó, y aunque la soltó inmediatamente sintió pasar por él una
sacudida semejante a la de un rayo, pero de diferente tipo. Le pareció ver una reacción similar en
ella. El coche se enderezó y continuó la marcha.
—Coquette podría haber quedado aplastada —gritó ella.
Él abrió el cesto con comida que estaba en el suelo y sacó una botella de vino forrada en
mimbre. Cogió a la perra y la puso en el lugar vacío, dejándola de forma que pudiera respirar.
Cerró el cesto, miró la botella, la descorchó y bebió un largo trago. Después se la ofreció a su
monja, su monja con bien formadas piernas y tobillos deliciosamente delgados.
Ella negó con la cabeza, agarrada a la tira de cuero que colgaba de la puerta, pero aun así
seguía zarandeada de un lado a otro, con los ojos agrandados por el terror.
Él dejó en el suelo la botella.
—Venga aquí.
Ella negó con la cabeza, pero él la cogió de un brazo y la atrajo hacia sí.
—Yo puedo afirmar los pies en el suelo y mantenerme en mi lugar. Sus piernas son más cortas.
Relájese.
Ella se rindió. Él la rodeó con un brazo y ella se cogió de su chaqueta para afirmarse. El coche ya
iba lanzado, con el acompañamiento orquestal de crujidos, golpeteos de la lluvia y estruendos de
truenos. Un deslumbrante relámpago fue seguido por un trueno que retumbó justo encima de
ellos. El coche dio un violento bandazo, ladeándose, y ella quedó totalmente encima de él, que la
rodeó con los brazos.
Su intención era sujetarla por su seguridad, pero tendría que haber estado muerto para no
notar sus pechos llenos apretados a él, sin siquiera una insinuación de barbas de ballenas de un
corsé que estropeara el placer. Poco más abajo de su mano percibía un trasero firme, sin el
estorbo de aros de miriñaque ni enaguas acolchadas.

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No pudo resistir la tentación de deslizar la mano hacia abajo. Si la ira del cielo lo incineraba en
ese momento, por lo menos estaría haciendo algo que lo justificara. Ojalá ella fuera otro tipo de
muchacha; su vaina estaba a sólo unas pulgadas de la espada de él, y una justa de amor en medio
de una tormenta podría ser magnífica.
Al sentir su contacto ella se puso rígida y lo empujó con las manos para apartarse. Él la sujetó
con más fuerza y bajó la boca hasta su oído:
—Mis disculpas a su esposo celestial, hermana, pero creo que él preferiría que la mantuviera
segura.
Ella se retorció con el fin de apartarse, y justo entonces el coche se ladeó bruscamente hacia el
otro lado y quedó sentada a horcajadas sobre él.
—¡Pare! —gritó.
—Tengo muchos talentos —dijo él riendo—, pero controlar el tiempo no es uno de ellos.
—Sabe lo que quiero decir...
Otro relámpago y truenos pusieron fin a sus protestas. Se pegó a él con manos y piernas, con la
cabeza inclinada y apoyada en su pecho, como para hacerse más pequeña. Robin sonrió de oreja a
oreja, gozando del salvaje poder y energía de la tormenta y los rayos entre sus zarandeados
cuerpos.
¿A qué distancia estaría él de sus delicias secretas? ¿Las monjas llevarían desnudas sus partes
pudendas? ¿O la castidad les exigiría llevarlas bien tapadas? Había leído que algunos monjes
usaban calzones muy ceñidos día y noche para protegerse de la masturbación; a veces eran de
cuero o incluso de piel de borrego. Él necesitaría un blindaje de metal para protegerse del placer
que le producía su monja saltando encima de su polla dura.
Volvió a reírse; no pudo evitarlo.
Ella lo miró, con los ojos agrandados, la toca ladeada.
—¡Está loco!
Él la besó. ¿Cómo podría no besarla?
Ella cerró firmemente los labios, pero no inmediatamente. Volvió a empujarlo para apartarse,
pero no con desesperación.
Estaba medio dispuesta. Con la lengua la incitó a abrir los labios, le exploró la boca y comenzó a
levantarle las faldas. Ella comenzó a corresponderle el beso. Pero al instante apartó la boca y se
tensó, preparándose para apartarse totalmente.
—Mis disculpas, hermana —musitó él—. La tormenta...
Ella lo miró, con sus ojos oscuros y grandes, y se lamió esos labios.
Oh, no.
—¿Tiene miedo también? —preguntó.
—Mucho.
—Es tonto, lo sé...
—¿Me ha llamado tonto?
—No, pero no me gustan las tormentas.
—A mí sí. Me excitan. Pero me portaré bien.

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Le besó la sien, con la esperanza de que eso la tranquilizara. A él no lo tranquilizó. Nada podría
tranquilizarlo mientras estuvieran abrazados así, pero combatiría a ejércitos por no separarse.
—No es tonto temer el peligro —dijo—. A mí el corazón me galopa. Vea, siéntalo.
Le cogió la mano izquierda y la apoyó en su pecho. Con el chaleco desabotonado, sólo su
camisa se interponía entre su piel y el calor de la palma de ella. Ella continuó así, atontada,
confiada, hasta que cayó en la cuenta de la posición en que estaban y lo empujó con fuerza para
apartarse.
Pero justo en ese momento el coche dio otra violenta sacudida, ladeándose hacia la izquierda,
tal vez deslizándose hacia una cuneta. Robin se preparó para el desastre total, afirmándose bien
para protegerla lo mejor posible, pero entonces el coche se enderezó y continuó la marcha.
Esperaba que el postillón todavía estuviera al mando de los caballos, pero si no, él no podía hacer
nada aparte de remontar los violentos movimientos y procurar que no se hicieran daño sus
protegidas.
La hermana Immaculata había renunciado a sus intentos de escapar, pero estaba tratando de
cerrar las piernas sin perder el apoyo, y para hacerlo se movía y retorcía. Cuando aceptó su
derrota, seguía sentada a horcajadas encima de él, y él a punto de eyacular. Y, ay, por Júpiter,
sentía su aroma, terrenal, no perfumado, pero sí embriagador.
Algún día haría crear un perfume especial para ella; nada empalagoso ni fuerte, pero tampoco
suave. Algo fresco, incluso astringente, para usarlo en muy poca cantidad, muy poquito. Agua
perfumada para su ropa interior de seda, loción perfumada para su piel, aceite perfumado para su
baño, que él compartiría con ella.
Necesitaba tener sus pechos en las manos, un pezón en la boca. Necesitaba estar dentro de ella
machacando con cada salto del coche, necesitaba otro tipo de tormenta.
Maledizione, como dijera ella tan apropiadamente.
—¿Se ha acabado? —musitó ella, como si el dios de las tormentas pudiera oírla.
Robin cayó en la cuenta de que los relámpagos y los truenos se habían marchado a otra parte,
aunque seguía lloviendo y el coche seguía avanzando. Una tormenta estaba amainando pero la
otra seguía rugiendo; ella parecía muy preparada para el amor.
«¿Acabado? Mi joya sagrada, sólo acaba de empezar».
Entonces el coche se detuvo.
Ella agrandó los ojos.
—¿Ahora qué? —preguntó; entonces vio la posición en que estaba, y se apartó enérgicamente,
justo en el instante en que él la soltaba. Se deslizó volando por el asiento hasta chocar con su
rincón—. ¡No! —exclamó.
—¿Se encuentra bien? —preguntó él al mismo tiempo. Se miraron, los dos con la respiración
agitada.
Robin se volvió hacia la ventanilla, contento de tener un pretexto para bajar el cristal y ver en
qué situación estaban. Atascados en el lodo, pensó, y no estaba pensando en el camino.
—¿Estamos atascados? —preguntó.
—No todavía, señor —contestó Powick—, pero pronto lo estaremos. Se ve algo más adelante.
Una luz, que tal vez salga por entre las tablillas de una contraventana.
—Gracias a Dios. Dile al postillón que continúe con cuidado y tú ve delante a pedir refugio.

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Cuando el coche comenzó a avanzar, se asomó a mirar, desentendiéndose de la lluvia que le


caía en la cabeza.
—¿Está muy mal? —preguntó ella.
Él entró la cabeza, subió el cristal y se giró hacia ella, sacando un pañuelo para secarse un poco
el pelo. Ella le ofreció el suyo, cuadrado y blanco como el de él, pero más pequeño.
Se lo agradeció y lo usó.
—Hay unas seis pulgadas de lodo, y la lluvia no da señales de que vaya a acabar pronto. Rece,
hermana, y ruegue que en esa casa nos ofrezcan refugio.
Ella cogió su rosario.
—Por supuesto, pero ¿cuánto tiempo tendremos que quedarnos ahí?
—Hasta que el camino vuelva a estar firme. No tenemos ninguna prisa. Al menos yo no la tengo
—añadió, observándola.
Ella tenía la cara tensa. ¿La chillona Sodworth habría sido su único problema? De pronto se le
ocurrió si no sería una ladrona. Había aceptado su palabra de que ese baúl era de ella; era un baúl
muy monjil, cierto, pero tal vez él había sido demasiado confiado.
Un débil gemido lo sobresaltó. Se había olvidado de Coquette. Abrió el cesto e hizo un mal
gesto.
—Le ha mojado con orina el paño, del susto. ¿Es un sacrilegio eso?
—No.
Sacó a la asustada perrita dejando el paño donde estaba.
—¿Qué es?
—Un recordatorio del paño que usó santa Verónica para secarle la cara a Cristo. Las Hermanas
de Santa Verónica atienden a los pobres y heridos en las calles.
Consolando a la perra, él le dio vueltas a eso en la cabeza. Ese detalle era raro para ser
inventado. Y si era cierto, era una vocación extraordinaria, una que hacía más desconcertante aún
su viaje a Inglaterra.
De pronto deseó destrozar algo. Ella era monja después de todo, e incluso para él, una
verdadera monja era intocable, por muy hermosa que fuera, por muy seductor que fuera su
cuerpo y por muy ardientemente que besara.
—Su comida se ha estropeado también —dijo ella.
—Nuestra comida. Una pena, porque a saber qué comeremos esta noche.
¿Dónde diablos estaban y qué era esa casa? No debería estar tan oscuro a esa hora tan
temprana, pero la tormenta había traído su propia noche y la lluvia seguía empañando los cristales
de las ventanillas. Lo único que distinguía era una casa larga y baja, por el lado de la hermana
Immaculata. Se inclinó por delante de ella para bajar el cristal.
Ella se echó hacia atrás.
—¡Señor!
Probablemente le rozó los pechos, pero no con más fuerza que unas alas de mariposa.
—Necesito abrir la ventana para ver mejor.
Ella lo apartó.

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—Yo la abriré.
Comenzó a manipular el tirador, sin éxito, pero él consideró más prudente no ayudarla. Cuando
se soltó el mecanismo, el cristal bajó demasiado rápido. Posiblemente a ella se le escapó una de
esas maldiciones italianas.
Había olvidado esas prometedoras maldiciones.
Monja o no monja, esa era la pregunta.
Pero claro, no todas las monjas son virtuosas.
¿Santa o pecadora? ¿Puede una persona ser ambas cosas?
—Es una casa larga y baja —dijo ella—, pero no se ve prometedora.
Él se inclinó a mirar, teniendo buen cuidado de no tocarla.
—Es aquí o en ninguna parte, y promete sequedad, calor y una cama para pasar la noche.
—Camas —corrigió ella, subiendo el cristal con un fuerte tirón. Robin volvió a su lado del
asiento.
—No quise decir otra cosa, hermana.
Ella lo miró indignada.
—Me besó.
—Y usted me correspondió el beso.
—Fue la tormenta. Estaba asustada.
—Yo nací durante una tormenta, dicen, y me vuelven loco. —Sonrió al verla desconcertada—.
Tiene torcida la toca. ¿Quiere que se la enderece?
Ella se ruborizó y se la arregló con un brusco tirón, pero quedó a la vista una guedeja de pelo
negro, y el rubor convirtió su belleza en magia. Robin se quedó sin aliento; ocultó su expresión
inclinándose a examinar los daños sufridos por el contenido de la cesta.
—No debe volver a hacer eso nunca más —dijo ella.
—¿Poner a Coquette en una cesta para que esté segura?
—¡Besarme!
—¿O?
—Creí que temía a Dios.
—Hermana Immaculata. Dios ya tiene tantas cosas en mi cuenta que un simple beso, aunque
sea con una monja, no pesará ni una onza.
—¿Por qué, entonces, no me ha violado? Robin la miró sorprendido.
—Yo no violo —dijo, fríamente—, y le prometí seguridad. El único pecado que no he cometido
jamás es faltar a mi palabra. Ella se echó hacia atrás, encogida.
—Perdone, pero déjese de estas tonterías. No sucumbiré jamás.
—El futuro es un misterio.
—No. Depende de nosotros, de la forma que le demos.
Se giró a mirar hacia fuera y él le dio vueltas a esa declaración, admirado y dudoso. Misterioso
como era el futuro, predecía dificultades para la hermana Immaculata, sola y vulnerable en un
mundo peligroso.

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Vio llegar a Powick a la casa. Las personas que vivían ahí tendrían que darles algún tipo de
techo o refugio. Y eso podría presentar problemas.
—Hermana.
Ella se giró a mirarlo, preparada para otra pelea.
—Vamos a necesitar una historia.
—¿Por qué?
—A los dueños de esa casa podría extrañarles que una monja viaje sin compañía femenina.
Sobre todo con un hombre como yo.
—Que es un libertino de los pies a la cabeza —concedió ella.
—¿Por qué vino conmigo, entonces?
—Lady Sodworth —dijo ella, pero desvió la mirada.
—Entonces espero que haya aprendido la lección. Sin duda ella está disfrutando de una cena
caliente para luego ir a acostarse en una cama seca y calentita, mientras nosotros conseguimos, en
el mejor de los casos, paja y sopa. Pensándolo bien, yo podría estar igual de cómodo. Estaría bien y
seguro en Abbeville si no hubiera sido por usted.
Ella agrandó los ojos.
—¿Sugiere que yo tengo la culpa de todo esto?
—Es una mujer irracional y peleadora, ¿verdad? —dijo él a la perra, que ya estaba recuperada
del susto.
—¡No lo soy! —protestó ella.
—Los hechos son hechos. —Antes que ella pudiera protestar, el coche se detuvo con una
sacudida—. Abra la ventanilla y dígame qué logra ver.
Mascullando su opinión de él, ella bajó el cristal, dejando entrar el aire frío y húmedo.
—Estamos en un camino que lleva a la parte de atrás de la casa. Su criado está hablando con
alguien en la puerta de la fachada. El suelo está cubierto de agua.
Robin se inclinó por delante de ella y gritó:
—¡Fontaine!
—Sí, señor —dijo el ayuda de cámara, la imagen misma de sufrimiento chorreando.
—¿Están hundidas las ruedas ahora que estamos detenidos?
—No más que antes, señor. Yo estoy muy mojado.
—Sí que lo estás —dijo Robin, subió el cristal y se acomodó en el asiento.
—Tu amo es cruel y despiadado —dijo la hermana Immaculata a la perra que estaba en el
regazo de él.
—¿Acaso no es totalmente culpa de ella, Coquette, que mi pobre ayuda de cámara esté
expuesto a la tormenta?
Coquette emitió un alegre ladrido manifestando su acuerdo.
—Sobón —dijo ella.
—Arpía —replicó él—, y no me refiero a la perra.
—No, claro que no, nunca está en desacuerdo con usted.

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—No siempre obedece. Odio esta interminable lluvia. Nuestra historia. Estamos aquí, viajando
a pesar del mal tiempo, una monja y tres hombres. Sospechoso. Podrían creer que nos hemos
fugado. Me estremecen los posibles castigos por seducir a una monja.
—Como Abelardo —dijo ella, con un destello en los ojos.
—¿Desea que me castren, hermana?
—No todavía —dijo ella.
—Aterradora mujer. Veo que Powick vuelve. Ruegue que traiga buenas noticias.
Ella se giró a mirar.
—Aunque esas personas se extrañen, no harán nada.
—Es mejor no alarmarlas. Seremos hermanos.
—Pero no nos parecemos en nada.
—Hermanastros, entonces. Su madre era italiana. Su padre, también el mío, era inglés. ¿Ve mi
devoción a la verdad?
—Por así decirlo —dijo ella, irónica—. ¿Por qué, entonces, llevamos tanta prisa?
Eso, ¿por qué?, pensó él, mirándole la cabeza.
—Podría ser más ocurrente, pero digamos que vamos a la mayor velocidad posible a ver a su
querida madre en su lecho de muerte. Somos una familia muy católica. Usted descubrió una
vocación para la vida santa y entró en un convento. Me gusta cómo esto lo ata todo. Y entró en un
convento de la ciudad natal de su madre, Milán.
Ella frunció el ceño, como por principio, pero dijo:
—Supongo que eso tiene lógica.
—Es una idea absolutamente brillante.
—No es para enorgullecerse ser un mentiroso brillante.
—Considérelo un invento teatral, entonces. Escribiré una obra sobre nuestras aventuras y la
titularé... El libertino y la monja.
Tal vez ella gruñó, pero Powick ya estaba cerca del coche. Caminaba agachado por culpa de la
lluvia.
—¿Los dos somos Bonchurch?
—Tenemos el mismo padre, por lo tanto, sí. ¿El nombre de su madre?
—Amalia.
Lo dijo de modo tan automático que posiblemente era la verdad.
—¿Y su nombre? De prisa. Immaculata no es convincente para una dama inglesa.
—¿Ni siquiera con una madre italiana?
—El padre inglés se opondría.
—Maria —dijo ella, pasado un momento de titubeo.
—¿Cierto?
—¿Seguimos con ese tonto juego?
—Sí.
—Mi nombre sigue siendo Maria.

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El movimiento de su mentón le sugirió a él que era media verdad. Dejó pasar eso y bajó el
cristal de su ventanilla para oír lo que le diría Powick.
—Nos darán techo, señor, pero en estos momentos sólo hay mujeres en la casa, así que no nos
dejarán entrar.
—¿Mujeres? Debería haber ido yo a hablar con ellas.
—Más que probable, señor —dijo Powick, chorreando—. Lo mejor que logré obtener es una
especie de granero en la parte de atrás de la casa.
—Los mendigos no podemos escoger. ¿Puede llegar el coche hasta ahí o tenemos que caminar?
—Hay un camino para carretas, pero lleno de baches.
—Será mejor que lo intentemos. Pero antes, ¿qué les dijiste?
—Sólo que somos ingleses, señor. No pude evitarlo, con mi enredado francés.
—Condenación, debería haber ido yo. Escucha, la hermana Immaculata es mi hermanastra, se
llama Maria. Mi madre murió y mi padre se volvió a casar, con una italiana. —Vio suspirar a
Powick, aunque no oyó el suspiro—. No tenemos otra alternativa. Les va a extrañar que una monja
viaje sola con cuatro hombres. Díselo a Fontaine.
—Muy bien, pero vale más que espere que no deseen cotillear, porque se armarían un revoltijo
con los detalles.
—Granuja descarado —dijo Robin, subiendo el cristal.
—Pero tiene razón.
—Generalmente la tiene. Le pido disculpas por nuestro alojamiento, hermana.
—Supongo que estoy más acostumbrada que usted a la vida espartana, señor.
—Entonces espero con ilusión su ayuda por la noche.
Al verla suspirar y girar la cara, le remordió un poco la conciencia, pero sólo un poco. Esa noche
podría ser muy, muy interesante.
Entonces el coche avanzó, algo más de un palmo, y se sacudió.
—¡La peste se lo lleve! Rece fervorosamente, hermana, por el eje.
—Si Dios oyera mis oraciones yo no estaría aquí —dijo ella, tristemente.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0044

Petra lamentó esas reveladoras palabras en el instante mismo en que se le escaparon, pero
¿cómo podía Dios dejar que las cosas llegaran a ese horroroso estado?
Cuando aceptó el ofrecimiento del señor Bonchurch, se imaginó que era un hombre corriente,
un hombre al que manejaría fácilmente. No era nada de eso. También había esperado adelantar
muchísimo a Varzi, pero estaba ahí, clavada en medio de ninguna parte, para pasar la noche. Al día
siguiente, Varzi les daría alcance con suma facilidad, sobre todo si se rompía el eje del coche.
Crujía y chirriaba al avanzar por ese camino lleno de surcos.
La mano de Dios parecía levantarse en contra de ella a cada paso, ¡a cada paso! ¿Tan malo era
huir? ¿Dios deseaba que fuera la puta de Ludovico?
—Powick tiene razón —dijo él—. Deberíamos acordar unos cuantos detalles más. ¿Qué edad
tiene?
Ella no vio ningún motivo para mentir.
—Veintiuno. ¿Y usted?
—Veinticinco.
Ella frunció el ceño.
—¿Cierto?
—¿Me cree mayor o menor?
—Mayor.
—Un año como cabeza de familia puede hacerle salir canas a un hombre.
—¿Su padre murió? Lo siento —dijo ella, pensando en el dolor por la reciente muerte de su
madre.
—Yo también —dijo él. Justo en ese momento el coche dio un salto, e hizo un gesto de dolor—.
Sólo imagíneselo, mañana tenemos que salir por este mismo camino.
—Tal vez deberíamos haber continuado —dijo ella.
—Habríamos quedado empantanados antes de una legua.
La estaba mirando de una manera que la crispó.
—¿Qué? —preguntó, y la pregunta le salió nuevamente en italiano—: Che?
—Maria es su segundo nombre, ¿verdad?
Al parecer el coche había llegado a una parte llana e iba dando la vuelta hacia la parte de atrás
de un patio amurallado. Pero la lluvia seguía golpeando el techo y la tenue luz lo hacía todo
lúgubre.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—No le sienta bien. ¿Entonces?
Nuevamente le pareció que la verdad no se merecía una pelea.
—Maria es mi segundo nombre. El primero es Petra. Petronilla, en realidad. No más
convincente que Immaculata para una inglesa.
—Nombres más raros se han conocido. ¿Existió una santa Petronilla?

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—Una santa virgen y mártir de la Iglesia primitiva, posiblemente hija del propio san Pedro.
—Una esposa de Cristo con un linaje santo. ¿Cómo puede ir mal algo? A no ser —añadió—, que
sea cierto que Dios no escucha sus oraciones.
Petra desvió la mirada.
—Tonto comentario debido a la interminable lluvia.
Entonces el coche se detuvo, con una sacudida y un ladeo que a ella le significó hacer uso de
todos sus músculos y huesos para no deslizarse por el asiento y quedar encima de él. Y de toda su
fuerza de voluntad también, pues una parte de ella deseaba eso. Una parte de ella deseaba
rendirse a unos brazos fuertes y a besos, dejar que otra persona tomara sus decisiones, que
alguien cuidara de ella. Pero ese hombre no estaba interesado en protegerla, a no ser en el
sentido de convertirla en su amante. Y aún le quedaba sobrevivir a una peligrosa noche.
—¿Me permite saber su apellido? —preguntó él.
Nuevamente ella titubeó. Él estaba erosionando su fuerza de voluntad, pero su apellido no
podía importar. Él no comprendería de repente que era la hermana repudiada del conde di
Baldino, ni la entregaría a Varzi. Si Varzi la capturaba, todos sus secretos saldrían a la luz. Se giró
hacia él.
—Averio —dijo.
—¿Petronilla Maria d'Averio?
Lo dijo como si le gustara y, por lo que fuera, le gustó su sonido al salir de la boca de él. Pero lo
corrigió:
—Petra d'Averio. El de Maria no lo uso y el nombre de Petronilla sólo es el de una santa. Mi
padre insistió. Petra era el nombre de mi abuela materna. Es común en los países germanos, pero
no en Italia, ¿y su nombre de pila, señor?
—Robin.
Ella no pudo evitar sonreír.
—¿El pajarito petirrojo?
—Alegre y amistoso. —Tal vez ella hizo algún sonido, porque añadió—: ¿No he sido su amigo? Y
estoy dispuesto a serlo más.
—Es usted un pesado.
—Me siento herido, Sparrow.
—Conozco esa alusión. «¿Quién mató a Cock Robin? Yo, dijo el Sparrow, con mi arco y flecha»1.
No es mi intención hacerle ningún daño, señor, mientras que usted me está desgastando como el
agua sobre una piedra.
—Terriblemente lenta el agua sobre la piedra —dijo él, sin perder su buen humor.
Más bien como el sol sobre el hielo, que muchas veces no es lento en absoluto.
—Debe dejar de decir esas cosas. Debe tratarme como a una hermana, porque si no, incluso los
campesinos franceses podrían ver la verdad.
Él se puso serio al instante.

1
Robin: petirrojo; Sparrow: gorrión. En este poema infantil son nombres propios: Who did kill Cock Robin? I, said
the Sparrow, with my bow and arrow. Cock significa «gallo», pero en este caso sólo significa que el pájaro es macho.
Cock es también uno de los nombres que se da al pene en la jerga vulgar; la traducción más aproximada sería «polla».

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—Ay de mí, tiene razón. Hermanos, entonces, al menos por esta noche.
Menos mal, pensó ella. En esas condiciones podría sobrevivir.
El coche hizo un brusco viraje y entró en el patio; entonces las puertas se cerraron con un
fuerte ruido. El ruido le hizo pegar un salto de miedo. Qué tontería. Las paredes y las puertas
servían para dar seguridad, estando tras ellas. Varzi podría pasar por ese camino y no imaginarse
jamás que ella estaba tan cerca.
Por la ventanilla vio pasar corriendo a dos mujeres salpicando lodo, deseosas de estar de vuelta
dentro de la casa. Una casa de mujeres; nada que temer. Y fueron amables al salir a mojarse para
abrirles las puertas; entraron corriendo pasando junto a una maciza mujer de edad madura que
estaba en la puerta abierta de la granja apuntando y gritando órdenes. El coche avanzó
lentamente y de pronto el silencio le dijo que ya estaban bajo techo.
—Gracias, Dios mío —dijo.
—Amén, aunque después de tanto rato de ruido el silencio se siente casi espeluznante. Tenga,
coja a Coquette y no le permita que me siga. Lo último que necesitamos es que quede cubierta de
lodo.
Le pasó la perra, abrió la puerta de su lado y bajó. Después de echarle una buena mirada al
refugio, se giró a ofrecerle la mano.
—Sólo es un techo, pero el suelo está seco —dijo. Petra bajó con la perra acunada en el brazo.
La puerta de la casa ya estaba cerrada, así que ese sería su refugio para la noche. Como dijo él,
el «granero» era simplemente un techo tosco sostenido por tres postes por delante y dos lados de
la pared por atrás. La lluvia caía por los bordes sobre un hediondo lago de lodo que se extendía
desde ahí hasta la casa.
—No es el alojamiento que esperaba ofrecerle esta noche —dijo él.
—Entonces probablemente es más seguro para mí.
La perra se estaba moviendo inquieta, así que se la pasó, pero él la dejó en el suelo.
—Es quisquillosa, así que dudo que se meta en ese lodo.
Coquette se sacudió y comenzó a explorar.
Petra también se sacudió, pero debido a la humedad del aire nocturno.
—Necesito mi capa. Y usted la suya.
—Le preocupa mi salud. Qué delicioso.
Ella sonrió dulcemente.
—Simplemente hago el papel de una hermana amorosa.
—¡Amorosa! Pues sí que hacemos progresos.
—Sólo hacia la supervivencia —dijo ella, echando a andar hacia la parte de atrás del coche en
busca de su baúl.
Él la adelantó y abrió la puerta del maletero, rozándole el brazo. Desentendiéndose del juego,
ella abrió su baúl y sacó su capa de lanilla gris. Dejó que él mirara el inocente contenido y luego lo
cerró.
Él cogió la capa, al parecer nada perturbado, y se la puso sobre los hombros. En eso no había
nada que pudiera hacerla estremecer, pero hacía muchísimo tiempo que un hombre no había
hecho ese acto de simple cortesía.

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Ludo.
Un jardín brillante por la escarcha.
Una capa de terciopelo forrada de piel. Un abrasador beso...
—¿Qué le pasa?
—Frío —dijo ella, apartándose y abrochándose la capa en el cuello. Ese recuerdo había sido un
excelente recordatorio de lo que ocurre cuando una mujer le permite esos juegos a un hombre—.
Podríamos encender una fogata, ¿no le parece? Ahí hay un montón de leña.
—Sería mejor que preguntáramos —dijo él—. No nos conviene que nos acusen de robo.
Sacó una gruesa capa oscura, se la puso, y al instante adquirió un aspecto ominoso, y más aún
cuando se subió la capucha. Ella vio que era una capa de montar de cuero flexible, impermeable a
la lluvia, pero el efecto severo continuó, incluso cuando él le sonrió y dijo:
—Tal vez esas señoras no sean tan inmunes a mis bellos ojos.
No podía quedarse ahí fuera a pasar la noche con él, pensó ella. No podía.
—Tal vez esos ojos logren ganarme una cama dentro —dijo—. Al fin y al cabo soy una mujer
inofensiva.
—Para las mujeres, tal vez —dijo él.
Decidido, echó a andar, pero un ladrido lo detuvo. Coquette estaba desesperada porque la iba a
abandonar. Exhalando un suspiro, la cogió y se la metió en el bolsillo. Entonces salió a la lluvia con
paso señorial. Pero cuando sus botas se le hundieron en el lodo, el oscuro guerrero encapuchado
tuvo que abandonar ese airoso andar y adaptar el paso para vadear laboriosamente por el patio.
Petra ahogó una risita, pero rogando que las mujeres aceptaran la petición y la dejaran dormir
en el interior de la casa.
Él llegó a la puerta y golpeó. Esta se abrió un pelín, y después otro poco. Habló con la mujer y
luego hizo el laborioso camino de vuelta al granero. Cuando estuvo bajo el techo, chorreando, se
bajó la capucha.
—Triunfo de mes beaux yeux. Por un precio nos darán comida y bebida, algunas mantas y el uso
de su leña.
—¿Y yo? —preguntó Petra.
—Qué deseosa está de huir de mí. La casa se ve tosca, pero si desea dormir ahí, cuenta con la
aceptación de madame Goulart.
Inmediatamente ella fue a sacar de su baúl la bolsa con sus cosas de primera necesidad y una
camisola limpia para el día siguiente. Se giró en dirección a la casa y entonces vio el problema:
llevaba sandalias. Tendría que atravesar el patio descalza. Se agachó a desabrochárselas, pero su
atormentador acompañante dijo:
—¿Me permite el honor de llevarla en brazos?
Estaba serio, pero ella detectó risa en su voz.
Vaciló, indecisa, pero la idea de ir en sus brazos ganó a la de atravesar el lodo descalza.
—Gracias —dijo.
Intentó no ponerse rígida cuando él la levantó en los brazos.

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Ludovico llevándola, levantándola en sus brazos simplemente para hacer alarde de su fuerza.
Ella protestando, pero encantada, encantada por la intimidad, la proximidad, la sensación de ser
frágil en esos fuertes brazos.
—Cubra su capa con la mía todo lo posible —dijo él—. Es impermeable.
Sacada así de esos tontos recuerdos, obedeció, aunque el agua le daba una textura viscosa al
cuero de la capa y no era fácil moverlo. Él salió a la lluvia.
—Mis sinceras disculpas por cualquier cosa que falle. —Es usted sobresaliente como porteador,
señor. —Resérvese el aplauso hasta después que la deje en la puerta sin que se me haya caído al
suelo. Este lodo es viscoso, resbaladizo.
Como para confirmarlo, se le deslizó un pie hacia un lado. Por instinto ella se aferró a él, y lo
soltó al instante al comprender su error, e intentó pasar su peso hacia el otro lado para no estar
pegada a él. Su movimiento casi lo hizo caer, y se le escapó un estúpido chillido, preparándose
para aterrizar en el asqueroso lodo.
Él avanzó dos pasos tambaleante, luego retrocedió uno y se quedó quieto. Se miraron, y a ella
le pareció que él estaba reteniendo el aliento, igual que ella.
Pero a él le brillaban los ojos, y sonrió de oreja a oreja.
—Debemos volver a bailar alguna vez —dijo, y continuó la marcha con suma cautela.
«Ah, sí», suspiró tontamente Petra para sus adentros.
Él tenía dificultades con el lodo, no con el peso de ella. Seguro que llevar a damas en brazos era
un talento obligado para un calavera. Sin duda se entrenaban en eso. Y en besar. En besar a
damas; en hacer arrumacos a damas, a damas de poca moralidad, envueltas en seda. Damas con
las mejillas pintadas con colorete, labios rojos, empapadas en perfume de almizcle y rosas.
Pero debía sentir áspera la basta lanilla de su hábito en las manos, y sus olores eran todos de
ella, y eran muchos. Por lo menos él tampoco estaba limpio debajo de su ropa de lanilla húmeda y
la capa de cuero de fuerte olor. Curiosamente, la mezcla de sus olores no era desagradable, e
incluso podría ser más agradable que los caros perfumes de Ludo que recordaba.
¿Y si su aventura resultaba mejor de lo que había soñado? ¿Podría ser que algún día asistiera a
un baile en Inglaterra y se encontrara con Robin Bonchurch, caballero, los dos fragantes y vestidos
con sus galas de seda? Bailando con ágiles pasos al ritmo de una hermosa música, mirándose a los
ojos, bromeando, coqueteando. Él coqueteaba con la misma facilidad con que respiraba.
En ese momento no respiraba con facilidad, dando los últimos pasos, hasta que, sonriendo
triunfante, la dejó de pie en el suelo en el pequeño porche.
Saliendo de sus sueños, ella lo miró esbozando una ancha sonrisa también.
—¡Gracias, mi héroe!
Él la miró agrandando los ojos, y fue como si hubiera pasado un rayo por el aire.
Un gruñido le indicó que la puerta estaba abierta y la esposa del granjero los estaba mirando.
Inmediatamente dirigió su sonrisa hacia la mujer.
—Dios la bendiga por su caridad, señora.
La mujer no hizo el menor gesto de simpatía.
—Entre, pues.

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Su pronunciación era tan cerrada que Petra tuvo dificultades para entenderla; además, estaba
sucia y le faltaban unos cuantos dientes. De pronto sintió renuencia.
—Siento mucho que tengas que dormir en el granero, Robin. Tal vez...
—No te preocupes por mí.
—Estarás muy incómodo. —Miró a la mujer—. ¿Podría mi hermano...?
—Hombres, no.
Diciendo eso, la mujer le cogió el brazo y de un tirón la hizo entrar, y cerró la puerta en las
narices de Robin Bonchurch.

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0055

Petra, estuvo a punto de abrir la puerta y salir corriendo, pero alcanzó a refrenarse. Eso
sería ridículo; esas personas eran pobres, y sucias, a juzgar por los olores, pero ofrecían lo que
tenían. Así pues, recurrió a sus buenos modales y volvió a darle las gracias a la dueña de la casa.
La mujer gruñó y con un gesto le indicó que se sentara.
Una mesa ocupaba la mitad de la habitación, con una tosca silla en cada cabecera y un banco a
cada lado, y unos arcones adosados a las paredes servían de asiento también. Se dirigió a uno de
ellos, y no le gustó la blandura del suelo, que se hundía; el suelo estaba cubierto de esteras, pero
era evidente que debajo sólo había tierra, y que hasta ahí se colaba el agua de la lluvia.
Pobre gente. Por lo menos tenían un fuego ardiendo en un hogar que ocupaba la mayor parte
de una pared lateral. A cada lado del hogar colgaban cortinas raídas cubriendo puertas en arco
que sin duda llevaban a la otra mitad de la casa. Tenían comida también, porque sobre el fuego
colgaba una olla, atendida por una anciana jorobada. La anciana la estaba mirando, si podía ver
con esos ojos metidos entre tantas bolsas de piel; su piel cetrina, amarillenta, sólo le cubría los
huesos, dándole el aspecto de un esqueleto.
Consiguió esbozar una sonrisa y le deseó buenas noches.
La mujer gruñó, fue a coger una botella de algo, bebió y volvió a su puesto.
Petra se sentó, tratando de cubrirse bien con la capa, tanto para abrigarse como para impedir
que la orilla arrastrara por el suelo sucio. Las pocas ventanas estaban muy arriba y cerradas con
contraventanas; dudaba que tuvieran cristal, porque las corrientes de aire movían la llama de la
única vela que estaba sobre la mesa. A juzgar por el olor, era una vela de sebo, pero había otros
olores también, y algunos, le pareció, procedían de la olla.
Madame Goulart pasó por la cortina de la puerta de la izquierda y se oyeron voces apagadas. A
Petra le entró la desconfianza, pero entonces recordó a las dos mujeres que habían salido a abrir
las puertas del patio. Se estarían cambiando la ropa mojada. Habían salido a la lluvia para dejar
entrar a viajeros en apuros, aun cuando tenían miedo al no estar en casa sus hombres.
Esas mujeres eran buenas samaritanas, y debía recordar eso.
Volvió madame Goulart con una enorme jarra de loza y una bolsa de cuero. Le pasó la bolsa a la
anciana y dejó la jarra en la mesa. De un estante sacó un vaso de madera, lo llenó con el contenido
de la jarra y se lo llevó a ella.
Petra le dio las gracias, pero tuvo que preguntar qué era; el viaje le había enseñado que la
comida y la bebida de las diferentes localidades podían ser raras.
—Poiré — dijo la mujer.
Ah, la sidra de pera del norte de Francia. Ella deseaba buen vino o café, pero eso era sano.
—Gracias. Muy refrescante. Soy la hermana Immaculata.
—¿De dónde es, pues? —preguntó la mujer.
La estaba mirando atentamente, con unos ojos tan metidos en medio de unas bolsas como los
de la vieja. Era más bien gorda, no esquelética, pero su piel también era cetrina.
—Milán —contestó.

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

—¿Eso está en Inglaterra?


Petra comprendió que debería haber dicho un lugar de Inglaterra, y estuvo tentada de decir
que sí, pero sería una mentira muy rara.
—No, señora, está en Italia.
Madame Goulart retrocedió.
—¡Su hermano dijo que son ingleses!
—Ah, lo somos, señora, pero, verá, en Inglaterra no tenemos conventos, así que tuve que viajar
a Italia para entrar en uno. —Vio que la mujer continuaba ceñuda, y la alegró no ver crucifijo ni
ninguna otra señal de devoción en la habitación—. No deberíamos haber continuado el viaje mi
hermano y yo, con este tiempo, pero lloro al pensar que mi madre podría morir antes que yo la
vea por última vez.
Madame Goulart continuó ceñuda, pero en ese momento entraron las otras dos mujeres.
Eran más o menos de su edad, y a diferencia de las mayores, se veían sanas y animadas. Una
llevaba una falda verde y la otra una marrón amarillento. Las dos llevaban las blusas rojo oscuro
típicas del campo, cerradas con lazos por delante. Todas las mujeres llevaban zuecos de madera, y
dado el estado del suelo, Petra deseó llevarlos también.
La de la falda verde la miró fijamente y dijo:
—Oh, pero usted es muy hermosa.
Petra se ruborizó, y no supo qué decir, aparte de:
—Gracias.
Falda Marrón le dio un codazo a su hermana para recordarle los modales, y las dos se sentaron
en uno de los bancos. Pero no paraban de mirarla, como si estuvieran fascinadas por ella. Era
lógico; dado que la mayoría de las monjas vivían en conventos de clausura, era posible que nunca
hubieran visto una.
Tenían edad para casarse, pero no llevaban anillos. Eso no la sorprendió. Falda Verde parecía
ser algo lerda, y aunque sus ojos grandes podrían ser atractivos, curiosamente le recordaban los
de una vaca. Los ojos de Falda Marrón eran pequeños, y los tenía demasiado juntos, y cuando
sonreía enseñaba unos dientes pequeños, afilados y torcidos como los de una rata.
«Vamos, Petra, ¿cuándo le has examinado los dientes a una rata? Sé caritativa.»
Prometiéndose hacer penitencia, les sonrió a las dos y dijo:
—Buenas noches.
Ojos de Vaca le correspondió la sonrisa, pero nerviosa. La otra enseñó esos dientes. Tal vez
ninguna de las dos era normal. Esa familia parecía ser muy desafortunada.
—Solette y Jizzy —dijo madame Goulart, presentándolas; la lerda parecía ser Jizzy, y la astuta,
Solette—. Y mi madre se ocupa de la olla.
Petra había visto a la anciana añadir cosas dentro: hierbas que sacó de la bolsa y más verduras;
quería aumentar la pobre comida para cinco bocas más. Deseó tener algún alimento que ofrecer.
—¿Es un perro eso que tiene su hermano? —preguntó madame Goulart.
Petra seguía con dificultad el dialecto.
—Sí, es un animalito ridículo, ¿verdad?
—Bonito collar. Su hermano, ¿es un señor rico?

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¿Pretenderían cobrar un precio horroroso por darles techo una noche?


—Somos personas sencillas, pero le pagaremos con generosidad su hospitalidad.
—Bien, bien. Venga hermana. Le enseñaré el lugar donde va a dormir.
Petra la siguió pasando por la cortina de la derecha, rogando que la cama fuera mejor de lo que
suponía. Se encontró en una habitación en la que había una sola cama, una cama baja y grande, y
no vio ni puertas ni escaleras que llevaran a otras habitaciones. ¿Tendría que compartir una cama
con toda la familia? Pero madame Goulart se dirigió a la pared de atrás, que estaba totalmente
cubierta por cortinas rojo oscuro. La siguió. Gracias a Dios.
La mujer abrió las cortinas por el centro y se encontraron ante una especie de cubículo
parecido a una celda de monja, con paredes laterales formadas por cortinas. A lo largo de la pared
de atrás había más cubículos iguales, acortinados, como pequeñas celdas para dormir, ¿tal vez
cinco? Raro, pero fue tal su alivio que habría gritado «aleluya».
Avanzó, pero al instante se detuvo, golpeada por más malos olores. Al de la humedad y
pudrición de antes se sumaban los de sábanas sucias, vino derramado hacía tiempo, tal vez incluso
orina, y algo más: un olor apestoso, almizclado, que le revolvió el estómago.
—Ooh, yo...
—¿Qué?
La inspiración le llegó volando como un ángel.
—No puedo dormir en una habitación sin una ventana abierta. Lo siento, es la regla de mi
congregación. Debo estar preparada para que Dios me lleve en cualquier momento.
—¿Dios necesita una ventana? —preguntó la mujer, con sorprendente sagacidad.
Petra abrió las manos, con las palmas hacia arriba.
—Es la regla. Volveré donde está mi hermano. «Por favor».
—Eso no sería correcto, hermana —dijo madame Goulart, y echó a andar hacia la derecha.
Al llegar al último de la hilera, descorrió la cortina; el cubículo era idéntico al otro, y estaba
igual de sucio y hediondo, pero tenía una ventana, con las contraventanas cerradas.
Petra las abrió e inspiró el húmedo aire nocturno.
—Gracias, señora. Dios bendiga su santa bondad.
La mujer se limitó a gruñir, y su actitud le indicó que esperaba que volviera a la cocina. Pero
necesitaba un momento a solas para serenarse.
—Debo rezar unas cuantas oraciones, si no le importa. Madame Goulart se encogió de
hombros.
—Enviaré a alguien a avisarle cuando la comida esté lista. Diciendo eso salió y cerró la cortina,
pero al menos dejó la vela.
Petra echó atrás la manta y vio que, tal como había temido, la sábana estaba sucia, llena de
manchas. Volvió a cubrirla. Dormiría encima de la manta, envuelta en la capa; pasaría frío, pero
ofrecería el sufrimiento como penitencia por sus muchos pecados.
En especial el de haberle correspondido el beso a Robin Bonchurch.
Eso no sólo fue tonto, estuvo mal. Bien podía no ser monja, pero había llevado el hábito tres
años, y siempre había pensado que mientras lo llevara debía comportarse según la regla de la

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Congregación Santa Verónica, respetando los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sí, había
tomado la decisión correcta al evitar pasar la noche ahí fuera con ese hombre y la tentación.
Se asomó a la ventana e inspiró aire fresco, y entonces se rió de sí misma. En otras
circunstancias no habría encontrado tan agradable el olor de una granja.
Su falso hermano, Robin, tenía razón. Debería haber continuado con lady Sodworth. Aunque
habría tenido que cuidar de los pequeños monstruos, estaría abrigada y alimentada. En cuanto a
Varzi, debió imaginárselo. En el mundo no escaseaban los hombres gordos de estatura mediana
que vestían con sencillez, pero ella se precipitó a sacar una conclusión, actuó con impetuosidad, y
estaba siendo debidamente castigada. La esperaba una noche fría, húmeda y sucia.
La vista de fuera era igualmente lúgubre. Las paredes de la vieja casa tenían un grosor de unos
cuantos palmos, y el alféizar de la ventana estaba a la altura de su pecho, lo que le limitaba la
visión a un pequeño rectángulo. Lo único que lograba ver era barro, cobertizos, la elevada pared
de atrás del patio y más allá nubes iluminadas por la luz del crepúsculo. ¿Seguirían ahí los
hombres? Era ridículo pensar que no, pero tenía que comprobarlo.
Apoyó los brazos sobre el alféizar, se dio un impulso y subió el cuerpo hasta quedar afirmada y
equilibrada. La risa casi la hizo caer. Si volvía la mujer, ¿cómo se lo explicaría? ¿Ejercicios
conventuales obligatorios? Dejó de reírse porque le dolieron las costillas, pero tenía la
tranquilizadora vista que buscaba. Tranquilizadora, pero dolorosa.
Los cuatro hombres estaban sentados alrededor de una alegre fogata. Los oyó reírse y deseó
estar con ellos. Soltó un brazo y agitó la mano, como un saludo, pero ninguno de ellos la vio, así
que se deslizó hasta quedar de pie en el suelo y se limpió los trochos de piedra que le quedaron en
el hábito, a punto de echarse a llorar, como una estúpida.
—Parecía una princesa medieval en una torre suplicando que la rescataran.
Se giró y ahí estaba él, con los brazos sobre el alféizar, mirando hacia dentro, con hoyuelos en
las mejillas. Coquette estaba sentada sobre el alféizar junto al codo de él, moviendo las orejas.
Bien podía ser sólo su imaginación, pero le pareció que la perra arrugaba la nariz por el mal olor.
—¿Qué hace aquí? —preguntó en voz baja, no fuera que la oyeran en la cocina.
—Coquette la vio agitar la mano e insistió. Creo que echa en falta la compañía femenina.
—Lo dudo —dijo ella, acariciando a la bonita perra—. Es a usted a quien quiere.
—Es una tonta, entonces. Si tuviera algo de carne en los huesos la vendería para sopa.
Petra lo miró moviendo la cabeza, pero sonriendo, por el solo placer de su compañía.
—Cuida bien de ella.
—Soy un hombre cumplidor cargado con dos seres de sexo femenino muy exigentes. Así pues,
¿qué desea, princesa? ¿Que la rescate?
Hila recordó por qué había necesitado pasar esa noche lejos de él.
—No, claro que no.
Él miró hacia el interior.
—No es el más invitador de los dormitorios.
—Son pobres.
—Los pobres pueden ser limpios.
—También pueden serlo los ricos, y muchas veces no lo son.

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—Muy cierto. ¿Se encuentra bien? —preguntó, en serio. Petra fue hasta la cortina y la abrió,
para comprobar que no hubiera nadie en la habitación contigua.
Cuando volvió, él la estaba observando con atención.
—¿Por qué esa cautela?
—No quiero herirles los sentimientos.
—¿Pero?
—Son raras.
—¿Raras? ¿En qué sentido?
—No deseo ser cruel, pero una de las hijas podría ser simplona y la otra... —se tocó la cabeza—,
no sé.
—Probablemente muchos matrimonios entre primos.
—Es probable. Aunque, en realidad, no se parecen mucho.
—¿Sólo están las tres mujeres?
—Hay una abuela. Es horrorosamente jorobada, pobrecilla, y bebe, tal vez para aliviar el dolor.
Son una familia desafortunada.
Él tenía los brazos apoyados en el alféizar por un lado y ella por el otro, así que sus caras
estaban a más o menos un palmo y medio de distancia. La luz de la vela de sebo era tenue, pero
conseguía poner drama en los elegantes contornos de su cara y sus labios, labios que recordaba
sobre los de ella.
—Le pasa algo —dijo él.
Tú, pensó, pero se limitó a decir:
—Sólo es cansancio, pero creo que no voy a dormir bien.
Él puso una mano sobre la de ella.
—Mañana le ofreceré algo mejor. Exprese sus deseos, princesa.
Ella era consciente de que debía retirar la mano de ese cálido contacto humano, pero en ese
momento lo necesitaba.
—Un palacio —dijo alegremente, y enseguida negó con la cabeza—. Una cama limpia y bien
oreada, en una habitación limpia, una habitación toda para mí.
—No es exactamente lo que yo tenía pensado —dijo él, pero el humor con que lo dijo no la
ofendió—. Mañana pararemos temprano para asegurarnos la jugada. Tal vez en Montreuil. El lujo
de la Court de France debería compensar esto.
—¿La corte francesa? —preguntó ella, perpleja.
—Es el nombre de un mesón, uno muy elegante.
—No necesito nada elegante. Preferiría que nos diéramos prisa para llegar a Inglaterra.
—¿Por qué? ¿Por qué la prisa?
Ella negó con la cabeza.
—No fisgonee ahora. No tengo el ingenio para divertir a nadie.
Él le apretó suavemente la mano, como para consolarla.
—Muy bien, pero después, una vez que haya tenido una buena noche de sueño en una cama
bien oreada toda para usted...

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—Tampoco entonces tendrá mis secretos, señor. Ni siquiera bajo tortura.


—No era torturarla lo que tenía pensado.
Ella retiró la mano, pero él se la cogió y se la llevó a sus cálidos labios.
—Fíate de mí, Petronilla mía. Sea cual sea tu urgente necesidad en llegar a Inglaterra, me
necesitarás.
A ella ya le costaba respirar, pero tironeó.
—Su precio siempre será demasiado elevado.
Él le soltó la mano.
—Lo ve, la dejo libre. Jamás la obligaría a hacer nada. Pero la realidad la obligará. Predigo su
fracaso si escapa de mí.
Tal vez lo habría golpeado si no hubieran estado separados por esa gruesa pared.
—¿Cómo puedo estar libre si debo escapar?
Él la miró a los ojos.
—Ay de mí, tiene toda la razón. Trataré de respetar sus deseos. —Cogió a la perra y
retrocedió—. Buenas noches, dulce dama de los secretos.
Petra se lo quedó mirando hasta que desapareció en la oscuridad, combatiendo el deseo de
encaramarse a la ventana y seguirlo, aunque al mismo tiempo deseando poder huir de él en ese
mismo instante.
Hasta el momento había conseguido seguir su plan y casi había llegado a Inglaterra. A Robin
Bonchurch sólo lo necesitaba para llegar hasta allí, y después escaparía. Llevaba una daga en la
bolsa y tenía veinte guineas escondidas en las tapas de cartón de su devocionario. Cuando llegara
a Inglaterra encontraría a su padre y entonces todo estaría bien.
Animada por la esperanza, rezó.

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O 0066

La cortina se descorrió sin aviso, y ahí estaba Solette, mirándola desconfiada. Petra agradeció el
haber cogido instintivamente su rosario, con lo que daba la impresión de estar rezando. Siguió a la
joven de vuelta a la cocina, llevando la consumida y humeante vela. Dejó la vela al lado de la otra
en la mesa, y con la luz añadida del fuego del hogar, la habitación se veía francamente alegre, en
comparación con la húmeda y oscura celda. Como para dar más animación, había un trozo de
queso amarillo a un lado del tosco pan.
Madame Goulart se sentó en la silla de la cabecera de la mesa, de cara al fuego del hogar y le
indicó que se sentara en el banco a su izquierda. Jizzy ocupó el otro banco, todavía con expresión
nerviosa. Petra le sonrió, pero su sonrisa no tuvo ningún efecto.
La anciana comenzó a servir la sopa en los platos y Solette los llevó a la mesa, poniéndole el
primero a su madre y el siguiente a ella. Le dio las gracias, pero había olvidado el olor de la sopa.
Tal vez habían usado un hueso con carne que ya estaba medio podrida. Tal vez la anciana había
intentado disimular el mal olor de la pudrición con más hierbas; o tal vez había perdido el sentido
del olfato. No cabía duda que le había puesto demasiada salvia, hierba que, en su opinión, era
mejor usar con moderación; pero nadie daba ninguna señal de que le importara.
Cuando terminó de servir la sopa, Solette ayudó a la anciana a caminar hasta la silla en el otro
extremo de la mesa, frente a madame Goulart, y después se sentó al lado de su hermana. Cuando
el señor Goulart estaba en casa seguro que ocuparía esa silla a la cabecera de la mesa.
—Tal vez debería pronunciar una acción de gracias, hermana.
Las palabras de madame Goulart la sacaron de ese pensamiento formado a medias. Rezó una
breve oración de acción de gracias por la comida y le pidió a Dios que bendijera a esa familia,
porque sin duda necesitaban esa bendición. Todas cogieron sus cucharas de palo y comenzaron a
comer.
Petra llenó su cuchara, bebió un poco de sopa, y tuvo que obligarse a tragarla. Debieron
ponerle toda una mata de salvia, y notó un sabor muy desagradable. Removió la sopa en el plato,
mientras las demás la tomaban con gusto. Sí, los gustos de cada localidad eran diferentes.
—Coma, coma —graznó la anciana, enseñando unos pocos dientes largos y negros.
Petra volvió a mirar la sopa, preparándose para obligarse a tomarla como penitencia, y justo
entonces afloró un diente de ajo. Recordó los problemas de una hermana del convento.
—¡Oh! ¿Esto tiene ajo?
—Por supuesto —dijo la anciana—. ¿Qué es una sopa sin ajo?
—Sí, sí, pero, verá, no puedo comer ajo. Me sienta terriblemente mal.
—¿El ajo? —preguntó madame Goulart—. ¿Cómo puede sentar mal el ajo a nadie? Es un buen
alimento, hermana. Coma.
Eso sonó como una orden, pero Petra dejó la cuchara en la mesa, sintiéndose mirada por ojos
nada amistosos. Se sintió mal, pero no podía comerse aquello.
—De verdad —dijo, recordando los sufrimientos de la hermana Beata—. Me produce terribles
dolores y gases hediondos. No me querríais dentro de la casa si comiera esto.
Pasado un tenso momento, madame Goulart hizo un gesto hacia el pan y el queso.

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—Compénselo con eso, hermana.


Petra lo agradeció con verdadera sinceridad y cortó un trozo de pan y un trozo de queso. El pan
era tosco y correoso, y el queso seco, de sabor muy fuerte, pero tuvo que esforzarse en no
zampárselo de una vez. Cuando le sirvieron sidra de pera, bebió con ganas y la agradeció también.
Tal vez se relajó el ambiente, pero aparte de sus palabras de agradecimiento, todas comían en
silencio. Evidentemente, esa era su manera normal de comer, y en el convento las comidas se
hacían en silencio, pero ella descubrió que deseaba conversar. No sabía cuánto tiempo seguiría la
familia sentada ahí en silencio, pero tan pronto como se sintió satisfecha, aprovechó el asunto de
la sopa para escapar.
—Disculpadme, por favor. Aunque tomé muy poco de la sopa de ajo, me ha entrado dolor de
estómago. Me retiraré a mi habitación.
Madame Goulart la miró con cara pétrea, pero dijo:
—El retrete está en el patio, pero hay mucho lodo. Jizzy dale algo para orinar a la santa
hermana.
Jizzy cogió un cuenco grande de un estante y se lo puso en las manos. Petra le dio las gracias y
dijo:
—Buenas noches, que Dios las bendiga a todas.
Y escapó. Tal vez estaban tan complacidas de verla marcharse como ella de salir de ahí.
Cuando pasó por la cortina, cayó en la cuenta de que no tenía la vela, pero no deseaba volver a
la cocina. Al parecer el cielo se había despejado un poco de nubes, porque la luz de la luna le
permitió pasar junto a la cama grande y entrar en su sucia celda. ¿Quién dormía dónde? ¿El señor
y la señora Goulart en la cama grande y la abuela y las chicas en las celdas? Tal vez tuvieran hijos.
Dejó el cuenco en el suelo y, suspirando, fue hasta la ventana. La luna iluminaba un poco el
patio, pero el aire estaba húmedo. No volvería a mirar hacia el calor. Ese libertino lo interpretaría
como un aliento.
¿Cuánto más debería aguantar? Tal vez sólo un día. Había mirado los mapas, y aunque lady
Sodworth hubiera tardado dos días en viajar de Abbeville a Boulogne, era posible hacerlo en un
día, si partían temprano y viajaban todo el día. El paquebote hacia Inglaterra salía al caer la noche.
Pasado mañana estaría en Inglaterra, si Dios era bueno por una vez. Entonces sólo tendría que
encontrar a su padre.
Ojalá fuera tan fácil.
Sabía la dirección de sus diversas casas, pero no dónde estaba él en esos momentos. Era una
persona importante en la corte, por lo que había supuesto que residía donde esta se encontraba;
pero ya sabía que igual no estaría ahí. Así pues, primero iría a su casa de Londres y después a la de
Hampshire.
Siempre estaba el riesgo de que aún en el caso de que lo encontrara, él la rechazara. Su madre
le había asegurado que la aceptaría, pero con el tiempo se le había ido desvaneciendo su fe en esa
seguridad. Su madre estaba enferma y pensaba en un hombre al que conoció hacía más de veinte
años. La única prueba que podía ofrecer ella ante él era una carta que ella le había dado, y un
dibujo, el dibujo de un ojo.
Su madre le había explicado que esas imágenes eran la última moda en romance en ese tiempo,
sobre todo en medio de los misteriosos torbellinos de un festival veneciano. Los pintores se

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sentaban en las calles a pintar retratos en miniatura ahí mismo, muchas veces sin que el retratado
se quitara la máscara. Además, según le había dicho, era imposible que lord Grafton la hubiera
olvidado, pero ella tenía sus dudas. Un joven lord inglés viajando por Italia y Grecia,
supuestamente para su educación, ¿cuántas aventuras amorosas podría haber tenido? ¿Cuántas
recordaría unas semanas después, por no decir décadas después?
Y aun en el caso de que la recordara, y aun en el caso de que se creyera la historia, ¿por qué iba
a aceptar a una hija bastarda que se presentaba en su casa como salida de ninguna parte? Exhaló
un suspiro. Siempre lo había dudado, pero era la única esperanza que tenía. Su hermano ya era el
cabeza de familia y se había vuelto en contra suya. Sus otros hermanos y hermanas temían
disgustarlo, y una vez que Cesare reveló que ella no era hija de su padre, aprovecharon eso como
pretexto para desentenderse de las súplicas de su madre. Los familiares de su madre, que vivían
en Austria, habían perdido sus privilegios y no tenían los medios para intervenir.
En cuanto a la aristocrática Milán, había sido una estúpida con Ludo y no lo bastante discreta,
por lo que cuando Cesare hizo correr la voz de que ella no era hija de su padre, la mayoría de la
gente se encogió de hombros, diciendo que ser la amante reconocida del conde di Purieri no era
un mal destino para una mujer como ella. Nadie deseaba ofender a los Morcini, la familia de Ludo,
y menos que nadie, Cesare. A estas alturas podía ser ya el conde di Baldino, pero necesitaba la
alianza con los Morcini para hacer realidad sus ambiciones.
Política, política. Furiosa le había dicho a su madre que la política y las ambiciones de los
hombres le arruinarían la vida, pero su madre no podía hacer nada aparte de encogerse de
hombros; la habían casado con un extranjero, por las ventajas políticas del matrimonio.
Política. También había política en Inglaterra y su padre estaba muy involucrado en esas cosas.
Si la aceptaba, ¿la consideraría solamente un nuevo peón en su juego? ¿Podría Ludo ejercer
presión en Inglaterra? Austria gobernaba Milán, y Austria había sido enemiga de Gran Bretaña en
la reciente guerra, así que esperaba que no. Pero ¿podrían considerarla una enemiga?
De todos modos, bien consciente de todos esos problemas, estaba segura de que si fracasaba
su plan, podría encontrar un lugar en un convento y hacer los votos. Cualquier cosa era mejor que
ser la puta de Ludovico.
Pero si eso no fuera posible, y Varzi la estuviera persiguiendo, eso significaba, comprendió de
repente, que estaba poniendo en peligro a Robin y a sus hombres. Recordó el poema infantil:

¿Quién mató a Cock Robin?


Yo, dijo el Sparrow,
maté a Cock Robin
con mi arco y mi flecha.

Se estremeció, por el agotamiento físico y mental, pensando que se dormiría tan pronto como
se acostara en cualquier parte menos ahí. No deseaba acostarse en esa cama sucia, pero también,
curiosamente, no deseaba rendirse al sueño.
¿Qué? ¿Acaso creía que las mujeres entrarían sigilosas a asesinarla? Ella no era ninguna
amenaza para ellas.

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8° de la Serie Los Malloren

Se quitó el velo desprendiendo los alfileres que lo sujetaban a la toca, y dejó prendidos los
alfileres en él para que no se le perdieran, pero luego no encontró ningún lugar donde dejarlo. No
le gustó la apariencia de ninguna superficie, así que se lo metió bajo el cinturón, recordando el
paño de santa Verónica. Tal vez al día siguiente por la noche podría lavarlo.
Deseó quitarse el cinturón con la bolsa, pero tampoco encontró un lugar para dejarlo. Entonces
cayó en la cuenta de que había dejado en la cocina su bolsa con el jabón, el cepillo de dientes y la
camisola limpia. Pero no iba a volver a la cocina a buscarlo. Además, ¿con qué fin? No le habían
ofrecido agua para lavarse.
Se envolvió totalmente en la capa y, sin quitarse las sandalias, se echó en la cama. Rezó una
oración para protegerse de las pulgas y se acomodó para dormir.
Siguió dándole vueltas a las cosas en la cabeza. ¿Qué fue lo que encontró raro en la mesa?
«Basta, Petra. El ambiente ahí es raro porque esas pobres mujeres están aterradas sin sus
hombres.»
Se sentó bruscamente. ¡Sus hombres! Esa noche, con cinco personas sentadas a la mesa, sólo
quedaba un espacio libre. ¿Acaso sólo había un solo hombre en la familia, el señor Goulart? No,
podría haber dos, con un hijo que ocupara el asiento que había ocupado ella en el banco.
Fuera o no verdad eso, el hombre de la casa se sentaría a la cabecera de la mesa, por lo tanto,
¿dónde se sentaba la anciana cuando él estaba en casa? Dudaba que la anciana pudiera levantar
una pierna para sentarse en uno de los bancos. Y era difícil imaginarse a madame Goulart
rebajándose a sentarse en un banco.
Por lo tanto, eso quería decir que no había ningún hombre. Esas mujeres estaban solas,
pobrecillas, lo que explicaba su pobreza y su miedo. Bueno, pues, ahora todo quedaba explicado, y
tal vez Robin sería especialmente generoso con ellas.

Un murmullo de voces despertó a Petra. ¿Ya había amanecido? No, estaba oscuro.
Dos o más personas estaban hablando en la cocina, así que tal vez ella sólo había dormido unos
minutos. Se arrebujó la capa y se concentró en dormir, pero las voces peleaban con su
agotamiento, venciéndolo. Se puso de espaldas, deseando poder salir ahí a decirles que se
callaran.
¿Las chicas se estaban contando secretos o madame Goulart se estaba quejando a su madre de
esa monja que no comía ajo e insistía en dejar la ventana abierta? Se tapó las orejas con la
capucha, para no oír, pero eso no la tranquilizó; su mente insistía en que había algo sospechoso,
malo, en esas voces.
Refunfuñando para su coleto, se levantó y fue hasta la cortina; la abrió un pelín y oyó las voces
algo más fuerte, pero sin entender ni una palabra. La habitación de más allá estaba oscura, pero
por una rendija de la cortina entraba un poco de luz. La cama grande estaba desocupada. ¿Todas
estaban todavía levantadas?
«Tienen derecho a estar sentadas junto al fuego conversando —se dijo—. Vuelve a la cama a
dormir.» Pero no pudo. Preparada con la disculpa de que necesitaba sus cosas, atravesó sigilosa el
dormitorio y llegó hasta la cortina.
—Una de vosotras tiene que ir a comprobar si están...

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8° de la Serie Los Malloren

No entendió la última palabra, pero era la voz rasposa de la anciana.


—Por supuesto que están durmiendo. —La voz podría ser la de Solette—. Había suficiente (otra
palabra desconocida) para hacerlos dormir una semana.
Petra retuvo el aliento. «Hacerlos.» El «los» sólo podía referirse a los hombres. ¿Les habían
dado algo para hacerlos dormir?
Ella no estaba drogada, pero claro, sólo había tomado media cucharada de esa extraña sopa.
Todas habían tomado sopa de la misma olla, aunque la anciana sirvió los platos y Solette los llevó a
la mesa. ¿Podrían haber puesto algo en la sopa que le sirvieron a ella?
¿Algo sacado de esa bolsa?
Pero ¿por qué? Podría ser que tuvieran miedo y desearan que los hombres durmieran
profundamente toda la noche, pero eso no explicaba la conversación. En ese momento estaba
hablando madame Goulart, muy rápido, en voz baja, y con una pronunciación tan cerrada que no
logró entender ni una sola palabra, pero el tono sonaba desagradable.
Piensa, Petra, piensa.
Recordó las preguntas sobre la riqueza de Robin. Él había comentado que los franceses creían
que los ingleses estaban hechos de oro. La mujer había mencionado el collar de Coquette. ¿Acaso
esas mujeres pobres creían que les había caído un tesoro en las manos y pensaban robárselo a los
hombres dormidos? Tendrían que estar locas. Al día siguiente se descubriría el robo, y tan pronto
como llegaran a la próxima ciudad...
Su imaginación se frenó en seco.
A no ser que no les permitieran llegar a la próxima ciudad.
San Pedro, ayúdanos. Parecía increíble, pero ella había sabido de viajeros que desaparecían sin
dejar rastro. Temblorosa volvió a su celda, tratando de pensar a pesar de su nerviosismo. Si la
droga para dormir estaba en la sopa, las mujeres sabían que ella no había tomado mucha. Sabrían
que lanzaría el grito de alarma si le ocurría algo al resto del grupo.
Pero no necesitaban drogaría para matarla; tres mujeres fuertes contra una, con la ayuda de la
vieja si era necesario. Palpó la daga que llevaba en su bolsa, pero dudaba de poder defenderse con
ella. Estremecida, recordó el cuchillo grande sobre la mesa con el que partió tan fácilmente el pan
correoso y el queso duro.
San Pedro, ayúdanos.
Un grito la hizo pegar un salto con el que casi se salió de su piel, pero sólo era madame Goulart
gritándole a Solette, y luego el grito de Solette al contestarle. Entonces oyó el ruido de una puerta
al cerrarse. Solette había salido a hacer lo que se le había ordenado, pero era evidente que
ninguna de ellas esperaba que los hombres estuvieran despiertos.
¿Ni vivos?

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0077

Petra, se metió el puño en la boca, temblando. Esas campesinas no podían tener a mano un
veneno fuerte, uno rápido que los matara sin darles tiempo a luchar o a gritar de dolor.
Una poción para dormir era otro asunto muy diferente. La hiel, el beleño, e incluso la cicuta en
pequeñas cantidades harían dormir profundamente a cualquiera durante unas horas, y los
hombres podrían haber pensado que el sueño era natural después de un arduo viaje.
Oyó un ruido y se apresuró a echarse en la cama. Acababa de quedarse quieta cuando escuchó
el frufrú de la cortina y percibió la luz de una vela a través de los párpados cerrados, y así pasó una
atroz eternidad.
Entonces desapareció la luz. Pasado un momento se arriesgó a abrir un pelín los párpados.
Estaba sola. Se bajó de la cama, fue hasta la cortina y alcanzó a ver la sólida espalda de madame
Goulart, que volvía a la cocina. Continuó ahí, inmóvil, desaparecida toda duda. La mujer había
venido a ver si el ruido la había despertado, pero ¿por qué no la mató?
Tal vez esperaba a ver si le resultaba el resto de su plan. Si uno de los hombres se despertaba,
seguro que a las mujeres se les ocurriría una disculpa. Aunque nada podía disculpar la presencia
de un cadáver. Ya estaba segura de que las mujeres tramaban algo malvado, y tal vez ella era la
única que podría impedirlo. Tenía que salir a despertar a los hombres.
¿Y si no lograba despertarlos?
Tendría que luchar con las mujeres ella sola.
Ojalá tuviera un arma mejor. Robin debía viajar con pistolas. No sabía mucho de armas, pero si
una pistola estaba cebada y cargada, sabía amartillarla y disparar.
¿No llevaría una espada también? Gracias a Ludo, maldita su negra alma, sabía manejar una
espada. No con pericia, pero bastante bien.
En la distancia oyó el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse. Se arriesgó a salir y se allegó a la
cortina que daba a la cocina.
—Todos roncando —informó Solette, malhumorada.
«No muertos, no muertos, gracias, Dios mío.»
Madame Goulart preguntó algo.
—Tres cerca de los caballos. Milord debe de estar dentro del coche.
—Tan delicado que no puede dormir en el suelo —dijo la anciana, burlona, a voz en grito—. Un
milord rico, sin duda.
—Y tendremos ese bonito collar del perro y sus otros tesoros —dijo madame Goulart—.
Preparaos, chicas.
Lo que fuera que tenía que hacer, pensó Petra, tenía que hacerlo ya, y la única salida era por la
ventana. Regresó sigilosa a su celda. Volvió a darse impulso y consiguió encaramarse hasta el
alféizar, rogando que no la oyeran. La sangre le zumbaba en los oídos, tan fuerte que estaba sorda
a cualquier otro ruido.
Equilibrándose, temblando y resollando, comprendió que salir no sería tan fácil como había
imaginado. Cabía por la abertura, pero esta era tan pequeña que no podía girarse; tendría que
avanzar así y lanzarse de cabeza.

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

Al lodo.
Sin hacer ruido.
Rezando fervorosamente, se arrastró e intentó deslizarse por el exterior de la pared, pero como
no era una serpiente, se le fue el cuerpo y cayó al suelo. En ese lugar tan cerca de la casa el suelo
estaba húmedo pero no lodoso, lo que significó que cayó en terreno duro; le saldrían moretones.
Si seguía viva.
Se puso de pie y miró hacia la fogata de Robin. Debió haberse apagado, pero se veía una débil
luz, la de una vela en una lámpara de coche, le pareció. Trató de atravesar el patio corriendo, pero
a los pocos palmos las sandalias se le hundieron en el lodo. Lo mejor era deslizarse y vadear, tal
como hiciera Robin cuando la llevaba en los brazos.
El encantador y pícaro Cock Robin. Sin duda estaba destinado a rastrillar las brasas encendidas
en el infierno, pero todavía no, Dios, por favor.
Por lo menos la oscuridad la ocultaba. Las contraventanas de la cocina debían de seguir
cerradas, y la luna estaba casi tapada por las nubes. Recordó que se había quitado el velo, así que
se subió la capucha para cubrir la toca blanca y continuó vadeando, con los ojos fijos en la lámpara
del coche, como un barco en una luz del puerto, con los oídos aguzados por si oía algún sonido
procedente de la casa.
Finalmente, sus pies tocaron suelo más firme. Estaba bajo el techo, y dedicó un momento a
recuperar el aliento. No se oía ningún movimiento procedente de la casa. Se dirigió a la lámpara,
tratando de no tropezar con nada.
Entonces oyó abrirse la puerta de la casa, a sus espaldas.
Se quedó inmóvil, rogando estar fuera del alcance de cualquier luz. Se giró lentamente a mirar.
Madame Goulart estaba en la puerta, quieta, sin hacer ademán de avanzar, pero las mujeres
vendrían, vendrían, y ella aún no había despertado a nadie ni encontrado un arma. Fiándose de su
capa gris, avanzó sigilosa hacia el coche, observando a la mujer.
Su espalda chocó con una rueda, y estuvo a punto de gritar.
Miró a la izquierda y a la derecha y comprobó que veía ciertos detalles en la oscuridad. Habían
apoyado el eje sobre la reja lateral del corral para los caballos, por lo que el coche estaba derecho.
Debido a que Robin se encontraba durmiendo dentro, recordó. No logró ver a ninguno de los otros
hombres, así que probaría a despertarlo a él primero.
Teniendo la espalda apoyada en la rueda, la puerta del coche estaba a su derecha, pero alta. Sin
dejar de observar a la silenciosa mujer, alargó la mano, buscando la manija. La encontró. ¿Crujiría
la puerta al abrirla? Nada debía estropear el elemento sorpresa.
Alguien dijo algo dentro de la casa y madame Goulart entró; dejó la puerta abierta, pero ya no
estaba mirando ni escuchando.
Se giró y bajó la manija. Hizo un clic casi inaudible; abrió la puerta; no hizo ningún ruido.
Gracias, Dios mío. El suelo del coche estaba a la altura de su cintura, pero ella no deseaba
arriesgarse a hacer ruido subiendo los peldaños.
—¿Está despierto? —susurró.
No hubo respuesta. Su susurro no fue como para despertar a alguien durmiendo un sueño
normal y mucho menos a una persona drogada. Tendría que pincharlo o remecerlo. Subió un

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peldaño. El coche se ladeó ligeramente y crujió un poquito. Se quedó inmóvil, pero una mirada
hacia atrás le dijo que no había nadie.
La capa le estorbaba, así que se la desabrochó y la dejó caer al suelo, tratando de visualizar el
interior del coche. El asiento estaba a su derecha, pero era demasiado corto para que Robin
pudiera dormir en él tendido; tenía que estar acurrucado en uno u otro rincón, con sus largas
piernas atravesadas en el espacio que tenía ella delante. ¿Se habría quitado las botas? No podría
despertarlo pinchándole si las llevaba puestas.
¿Dónde estaba Coquette? Debía estar drogada también, si no estaría ladrando, alarmada o
contenta.
Empezaba a alargar la mano, cautelosa, cuando oyó voces detrás. La alargó bruscamente y
siseó al golpearse los dedos contra algo duro, muy cerca. ¿Qué? Palpando rápidamente con las dos
manos, descubrió una sólida barrera. ¿Él ya se había protegido de alguna manera?
Mascullando en voz baja, subió otro peldaño y tocó, pero la superficie era sólida. ¿Un baúl?
¿Cubierto con un paño grueso? ¡Una cama improvisada! Hombre listo, pero sería un cadáver
también listo si no lo despertaba. Palpó la superficie buscando el cuerpo, tratando de ver con los
dedos.
Algo metálico, frío.
Un cilindro.
¡Una pistola! Cerró la mano en la culata, la levantó hasta apoyarla en los pechos, dando gracias
al universo. Armada, se giró a enfrentar el peligro.
Ahí venían, madame Goulart y sus hijas, pero avanzando lentamente por el lodo. Tal vez
también eran cautelosas, o incluso tenían miedo, y deberían tenerlo; de condenarse, si no de otra
cosa.
Madame Goulart traía una lámpara-linterna. La luz aún no llegaba al coche, pero llegaría. Se
posicionó para quedar con la mano derecha hacia fuera, lista para levantar la pistola, y con la
izquierda siguió palpando, buscando algún trozo de Robin Bonchurch que pudiera golpear.
Ah, calor. Sin dejar de observar a las mujeres, pinchó, pero el brazo no le daba para más.
Sopesó sus opciones, se giró hacia dentro, dejó la pistola en el asiento y alargó las dos manos.
Tocó algo duro, ¿una cadera?
¡Oh!
Bueno, los hombres tenían que tener sensible esa parte, así que agarró el bulto que le
levantaba las calzas. Él retuvo el aliento, pero continuó muerto para el mundo.
«No pienses en muertos.»
—¡Despierte! —susurró, poniendo una rodilla sobre el baúl, y golpeando, con la esperanza de
que fuera su pecho lo que golpeaba.
De pronto él la cogió, la arrastró sobre el baúl y la puso debajo suyo.
—¿Tan desesperada estás, mi preciosa? —le preguntó riendo.
—¡Soy yo! —siseó ella—. La hermana...
Él la besó.
Ella se quedó inmóvil, pero sólo un instante. Comenzó a debatirse. Pero él estaba encima de
ella, silenciándola con la boca, dominándola con su fuerza, mientras unos trocitos irracionales de
ella intentaban olvidar el peligro y sucumbir.

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Tocó piel, enterró las uñas y arañó.


Él se echó hacia atrás, siseando.
—¡Serás idiota! —ladró ella—. Las mujeres. Vienen a matarte.
—¿Qué?
Petra lo apartó de un empujón. Las mujeres tenían que haberlos oído. Incluso podrían haber
visto moverse el coche. Cogió la pistola, bajó del coche, se giró y apuntó hacia las tres mujeres
afirmando la pistola con las dos manos. La amartilló y el clic sonó fuerte.
Las mujeres se detuvieron, pero a sólo unas yardas de distancia. Jizzy estaba armada con una
especie de garrote, y Solette con ese afilado cuchillo de cocina.
—Bueno, bueno —dijo madame Goulart, y su cara se veía francamente malvada a la luz de la
linterna—. Tal vez no vale tanto como yo creía.
Petra la miró ceñuda.
—¿Yo? Soy monja.
—¿Y sostiene así una pistola? ¿Y sale furtivamente a reunirse con su hermano en su coche?
Petra casi se lo discutió, pero ¿podría simular que no era consciente del peligro?
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó.
—Oímos ruidos de un intruso —dijo la mujer—. Alguien que entró a robar pollos tal vez.
—Nadie está robando pollos, así que todo anda bien.
—Todo anda bien, pero no su horrible pecado, hermana. Vergonzoso, eso es lo que es.
—¡Y con su hermano, además! —exclamó Solette—. Eso la llevará directa al infierno, directa.
Estaban hablando como si nadie sostuviera un arma, pero Petra estaba dispuesta a seguirles el
juego si con eso conseguía que volvieran a la casa.
—Pero no es virgen, madre —añadió Solette—. Una lástima.
—Yo puedo coserla.
—Y hace bien lo de aparentar ser una monja.
De repente Petra comprendió. Estaban hablando de convertirla en una puta. Una puta esclava,
vendida como una monja virgen. Todas eran putas. Esa casa era una especie de prostíbulo. Esas
celdas para dormir. Tal vez hubiera más mujeres.
Apretó con más fuerza la pistola.
—Vuelvan a la casa. Nos marcharemos por la mañana y no diremos nada de esto.
La malvada madre se rió.
—Podrías matar a una de nosotras tal vez, pero después serías nuestra.
—Tengo una puntería excelente —mintió Petra—, así que una sin duda morirá. —Movió la
pistola apuntando a cada una—. ¿Cuál ha de ser?
Las dos chicas se movieron inquietas, pero madame Goulart dijo:
—Mata a una de nosotras y te cortaré la lengua. Una puta muda tiene un valor especial en
ciertos lugares.
Petra se estremeció, pero afirmó la pesada pistola apuntándola a ella.
—Entonces te mataré a ti.

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—Entonces Solly te cortará la lengua. ¿Verdad, chica?


—Encantada —contestó Solette, soltando una risita.
—Dispersaros, chicas —ordenó madame Goulart—. Hacedle más difícil disparar.
Las chicas obedecieron, pero estaban nerviosas.
—Uno, due, tre. Uno, due, tre —contó Petra, siguiendo con la pistola el arco cada vez más
ancho.
Pero ya le temblaban las manos, tanto por el peso de la pistola como por el miedo. No dudaba
de la horrible amenaza, y al parecer Robin había vuelto a caer en su sueño drogado. A lo mejor no
había despertado de verdad. Acabaría como una esclava muda en un prostíbulo, y todos los
hombres morirían.
Y estaba contando en italiano.
—Un, deux, trois —masculló—. Un, deux, trois.
«San Pedro, santa Verónica, todos los ángeles y santos, ¡venid en mi ayuda!»
Cayendo en la cuenta de que el silencio ya era inútil, gritó:
—¡Robin! ¡Alguien! ¡Socorro!
Todas esperaron. Petra comprendió que las mujeres no podían saber si Robin estaba drogado.
Pero puesto que no ocurrió nada, madame Goulart dijo:
—Nadie viene a ayudarte. Suelta la pistola y conservarás la lengua.
—Soltad vuestras armas y conservaréis las vuestras —dijo una voz fría detrás de ellas.
Madame Goulart se giró bruscamente, agitando la linterna, y la danzante luz iluminó a sus dos
alarmadas hijas y al maravilloso Cock Robin que parecía un fantasma con su camisa blanca y las
calzas y medias claras, con la pistola firme en su mano derecha y la espada en la izquierda.
Jizzy y Solette soltaron sus armas, pero madame Goulart gimió:
—Señor, señor, lo ha confundido todo. No pretendíamos hacer ningún daño. Los pollos...
—Cállese. ¿Estás herida, hermana?
A Petra el corazón le golpeaba el pecho y estaba mareada, pero logró decir:
—No.
Él observó a las mujeres, pensativo.
—Tú —dijo a Jizzy—, quítate la falda y córtala en tiras.
Jizzy pegó un salto.
—¿Qué? —preguntó, su voz temblorosa por el miedo.
—Corta tu falda en tiras y ata a las otras dos, comenzando por madame. Venga.
Ante su tono, Jizzy chilló de terror y comenzó a desatarse los lazos de la falda. La falda cayó al
suelo, dejando a la vista una sucia camisola hasta las rodillas. Entonces se arrodilló y así avanzó
hasta coger el cuchillo, y comenzó a cortar la tela.
Robin Bonchurch las vigilaba a las tres, aparentemente relajado pero muy al mando de su
pistola y su espada. Petra se sentía como si hubiera salido girando de un horror inimaginable y
caído en un sueño en que el actor era un ángel blanco de ondulado pelo dorado.
Recordando los otros peligros, miró hacia la casa.

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La puerta estaba cerrada y no había señales de vida, aparte de la luz que se filtraba por los
bordes de las contraventanas cerradas. La anciana lisiada no sería capaz de atacarlos, aunque
estaría mirando por una de las rendijas y ya sabría que el plan había fracasado. ¿Intentaría hacer
algo?
—Deje en el suelo la linterna.
Al oír la orden de Robin, Petra miró y vio que madame Goulart obedecía, con una expresión
sombría de hosca malignidad. Él le ordenó que levantara las manos y juntara las muñecas para que
Jizzy se las atara. Jizzy temblaba, pero obedeció; sin duda temía más a Robin que a su madre. No,
no era su madre. Probablemente entre ella y Solette no había ningún parentesco.
Entonces comprendió que debería intentar ayudar. Ninguno de los otros hombres habían
despertado con sus gritos, así que tenían que estar profundamente dormidos, drogados, pero
avanzó poco a poco, de lado, hacia los bultos que estaban cerca de los caballos, sin dejar de mirar
a las mujeres y hacia la casa.
Tocó algo con el pie. Miró. Era Powick. Él sería el más útil. Le dio un puntapié. Con eso sólo
consiguió que él emitiera un gruñido, así que le puso el pie en el pecho y apretó. Entonces tosió,
pero no se despertó.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Robin.
—Están drogados, profundamente dormidos —contestó en inglés, para que las mujeres no le
entendieran—. ¿Cómo es que usted no?
—Tomé poco de la sopa —contestó él, también en inglés—. Supongo que eso fue.
—Tiene que ser. Yo sólo tomé media cucharada.
—¿Por qué? —Demasiada salvia.
—Demasiado de todo, pero por desgracia los demás la encontraron comestible. Siéntese con la
espalda apoyada en ese poste —ordenó a madame Goulart en francés.
Esta obedeció y entonces él le ordenó a Jizzy que la atara al poste. La mujer soltó una
maldición, pero en la casa seguía todo en silencio y no se veía ningún movimiento.
Petra pasó al otro bulto. El ayuda de cámara. Un puntapié, pero el cuerpo no mostró ninguna
reacción. Igual podría estar muerto; al ser tan delgado, el efecto de la droga tenía que haber sido
más fuerte. Sí, podría estar muerto. Hincando una rodilla en el suelo, le buscó el pulso. Lento y
parejo, menos mal, pero no despertaría pronto. Obtuvo el mismo resultado con el postillón, otro
hombre pequeño. Por el momento estaban solos ella y Robin, pero al menos madame Goulart
estaba inmovilizada; era la jefa.
Robin había ordenado a Jizzy que atara a Solette, que siseaba furiosa como un gato montés.
Petra recordó el entusiasmo con que la chica dientes de rata y la dueña del burdel hablaron de
convertirla en puta. Eran infames y al día siguiente estarían en manos de la justicia, pero sólo si
ella y su grupo sobrevivían a esa noche.
—Maria.
Le llevó un momento entender que Robín la llamaba.
—Ven a atar a Jizzy.
Ella fue, pero detestó que la asustada chica estuviera llorando, le temblaran los labios y le
moqueara la nariz. Endureciendo el corazón, dejó en el suelo la pistola, bien lejos del alcance de la
chica, y se le acercó recelosa. Pero en Jizzy no había ánimo de lucha; levantó sus gordas muñecas

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juntas, suplicándole que no le hiciera daño. Petra se maldijo por no haberse fijado antes en lo
gordas que estaban; esas «pobres campesinas» estaban bien alimentadas.
Mientras Jizzy se sentaba tristemente junto a las otras dos, madame Goulart captó su mirada y
dijo:
—La lengua y los ojos, hermana. Te lo mereces.
A pesar de todo, Petra retrocedió, y tropezó con la pistola. La cogió y apuntó:
—Una palabra más y te mato.
La mujer se quedó callada, pero su mirada fue diabólica y astuta.
—Si hay alguna manera de escapar —dijo Petra en inglés—, ella la encontrará. Y la anciana
sigue en la casa. Creo que es imposible despertar a sus hombres.
—Sólo necesitamos estar alertas.
—Todo esto se debe al ridículo collar de Coquette. Creen que es oro de verdad. Que usted es un
rico milord inglés.
—Es de verdad —dijo él—, pero si recuerda la conversación, esto se debe principalmente a su
ridícula belleza. También de verdad.
—No valgo cuatro vidas.
—Es evidente que no sabe lo que vale una virgen hermosa en ciertas partes. Y monja, además.
Es un premio, por eso.
Las mujeres estaban atadas, pero ella se sintió envuelta en el peligro.
—No se preocupe —dijo él—. Eso no ocurrirá. —Tendremos que vigilar toda la noche. La casa
también.
—Haga unas cuantas respiraciones profundas, querida mía. Yo la mantendré a salvo.
Él seguía pareciendo un guerrero de fantasía, pero unas cuantas respiraciones le hicieron bien,
y la calma de él la tranquilizó.
—He hecho vigilias de toda la noche en el convento —dijo, satisfecha porque la voz le salió
firme—. Puedo hacerlo.
—Y yo he pasado largas noches en actividades menos santas —dijo él—. ¿Lo ve? Estamos bien
equipados.
—Pero antes de hacer las vigilias había dormido bien toda la noche anterior —dijo ella.
Y no había tenido miedo, pensó. En ese momento estaba temblando por la conmoción y el
agotamiento, pero debía vigilar, vigilar y vigilar toda la noche, si no, morirían.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0088

Robin veía lo agotada que estaba la hermana Immaculata, y era consciente de que él no
estaba despabilado del todo. Había tomado dos cucharadas de la sopa antes de desecharla. Tal vez
eso fue suficiente para que le hiciera efecto.
Lo preocupaban sus hombres, y de pronto pensó en Coquette. Si estuviera bien, se encontraría
ahí fuera armando alboroto; le había dado un poco de pollo de la cesta, pero ella bebió del plato
desechado por él. Claro que lo desdeñó después de probarlo, perra sabia, pero tal vez tomó
suficiente.
Malditas fueran esas asquerosas brujas y maldito él. La perra era un fastidio y una carga, pero
debería haberla protegido mejor. Debería haberlos protegido a todos. En lugar de eso, una monja
había sido su salvadora, aunque en esos momentos ella parecía haber llegado al límite de sus
fuerzas.
Estaban de pie uno al lado del otro, y a él le hubiera gustado cogerla en sus brazos, pero, como
dijera ella, tenían que vigilar, vigilar, vigilar. También le hubiera gustado comprobar los nudos
hechos por Jizzy, pero era demasiado arriesgado acercarse a la astuta Solette y a la madame, y le
parecía que Jizzy no tenía ni el ingenio ni el valor para haber dejado sueltas adrede las ataduras.
La pistola colgaba pesadamente de la mano de Petra.
—¿Por qué no deja esa pistola en el suelo entre los dos? —le dijo en inglés—. Así cualquiera de
nosotros podrá cogerla si se necesita.
Pasado un momento, ella la dejó en el suelo, y luego le dijo:
—Deme la espada, así tendrá una mano libre.
Tozuda mujer, pensó él, pero le pasó la espada. Ella la cogió expertamente por la empuñadura y
la movió, probando su peso y equilibrio, sin dejar de vigilar a las mujeres y la casa.
Él movió la cabeza.
—¿Le importaría explicarme su familiaridad con las armas, hermana?
—No siempre estuve en el convento —contestó ella, mirando al frente.
—¿El tiro con pistola y la esgrima son parte rutinaria de la educación de las chicas en Italia?
—No, pero no se les prohíbe.
—No andaba muy errado, estoy seguro. ¿Necesito recordarle que estamos en peligro aquí? Sus
secretos podrían matarnos.
Ella se giró a mirarlo.
—Esto no tiene nada que ver conmigo.
Hasta el momento de hacer la pregunta él no había pensado seriamente que ese enredo
pudiera deberse a ella.
—Hay personas que a veces acechan en las posadas para llevar a los pasajeros a su perdición.
—¡Está loco! Llegué a Abbeville con lady Sodworth. La oyó cuando me llamaba. ¿Cuántas
monjas fuera de su convento podía haber en la Tete de Boeuf?
Robin negó con la cabeza.

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—Sólo una. Le pido disculpas.


—Eso diría yo. Como si yo tuviera algo que ver con ellas.
Cuando volvió la atención a las mujeres él no pudo evitar sonreír por su indignación. Tenía
razón. Fuera quien fuera, Petra d'Averio procedía de una esfera diferente a la de madame Goulart
y su nido de prostitutas. Incluso en ese momento, embarrada y agotada, toda ella era contornos
finos, ánimo elevado, espalda recta, hombros derechos, el mentón alzado en un ángulo orgulloso.
Se había quitado el velo y la ceñida toca blanca revelaba una hermosa forma del cráneo y del
cuello. En la nuca se le habían escapado unas guedejas de pelo oscuro.
Deseó pasar los dedos por esas guedejas y sentirla estremecerse de placer; bajar un dedo por
los delicados huesos de su columna; antes la llevaba oculta por el velo, pero en ese momento...
Como si hubiera adivinado lo que estaba pensando, ella lo miró ceñuda.
Él se dio una sacudida.
—Necesitamos ayuda. Vuelva a intentar despertar a Powick.
Ella dejó la espada en el suelo y fue a remecerlo. Powick dejó de roncar.
—Eso es prometedor. Trátelo con más dureza. No se va a quebrar.
Ella le dio palmadas en la mejilla, y Powick la maldijo. Ella no vaciló; le asestó una bofetada que
hizo que Robin hiciera un gesto de compasión.
—¡Despierta! —gritó ella—. ¡Despierta! ¡Peligro!
—¿Eh? —masculló Powick, pestañeó, medio se incorporó, pero volvió a tenderse y continuó
durmiendo.
La indómita mujer le cogió la camisa, lo levantó y bajó, golpeándolo contra el suelo, y siguió
zarandeándolo hasta que él comenzó a defenderse. Cuando un puñetazo casi la golpeó en la
mejilla, Robin avanzó para ayudar, pero ella ya se había puesto fuera de su alcance, arrastrándose,
y masculló:
—Hombres estúpidos.
Robin supuso que en eso lo incluía a él.
Powick ya estaba sentado, mirando furioso en busca de alguien a quien pegarle. Entonces vio la
escena y se quedó inmóvil.
—¿Qué dia...?
—Un problemita —dijo Robin—. Hermana, traiga la botella de vino del coche. Y vaya a mirar
cómo está Coquette.
—Sí, señor —dijo ella, dejando claro que le fastidiaba la orden.
—Tenga la amabilidad, por favor —enmendó él, sonriendo a pesar de todo.
Tal vez ella se rió mientras iba hacia el coche, pero él notó la pesadez de sus pasos; incluso se le
fue el cuerpo una vez, aunque al instante se enderezó. Deseó decirle que se acostara en la cama
improvisada y durmiera, pero sabía que ella no lo aceptaría mientras Powick no estuviera bien
despabilado para montar guardia con él.
La conocía. Asombroso, después de menos de un día, pero conocía a Petra d'Averio. No sus
secretos, pero sí su naturaleza: fuerte, valiente, ingeniosa y tozuda. Probada por el fuego y
aprobada, y por un fuego mucho más encarnizado que el de la situación que estaban viviendo.

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Cuando ella comenzó a explorar el interior del coche, le quedó asomado el trasero bellamente
redondeado, y él no pudo dejar de sonreír. ¿Estaría recordando también la exploración que le
hiciera antes? Lo maravillaba el autodominio que había tenido entonces, y se excitó al recordarlo.
Ah, qué locura el cuerpo de un hombre, capaz de excitarse en una situación como esa.
—¿Coquette? —preguntó.
—Está durmiendo, pero creo que está bien.
Salió del coche con la botella de vino en la mano. Cuando tocó el suelo, se detuvo un momento
a beber un trago y luego se la llevó a Powick. Este estaba con la cabeza apoyada en las manos,
pero la levantó cuando ella le habló, cogió la botella y bebió largamente. Limpiándose la boca con
la mano, miró nuevamente hacia Robin.
—¿En qué problema se ha metido ahora, muchacho?
—Ah, ¿así que he descendido a la categoría de muchacho? Esto no ha sido culpa mía. Este
bonito grupo intentó matarnos.
—¿Qué?
—A todos. A excepción de mi señora hermana. A ella la tenían destinada a un prostíbulo,
aunque a uno mucho más caro que este.
Powick soltó una maldición, luego le pidió perdón a Petra y bebió otro largo trago de vino.
Robin le explicó con más detalle lo ocurrido y Powick movió la cabeza.
—Siempre nos metemos en problemas —masculló—. Y ¿qué hacemos ahora, entonces?
—Continuar vigilando hasta que podamos marcharnos, pero para eso no somos necesarios
todos. —Vio que Petra estaba tan débil que se había apoyado en uno de los postes—. Usted hace
el primer turno de sueño —le dijo.
Al instante ella se enderezó. —Puedo arreglármelas.
—No me cabe duda, pero es necesario que uno de nosotros duerma ahora para que pueda
hacer el turno de vigilancia después, y yo necesito hacer planes con Powick. —Al verla vacilar,
añadió—: La despertaré más tarde. Lo prometo.
No le especificó cuándo.
Ella no discutió más. A él le pareció que le costaba caminar en línea recta hacia el coche, y los
tres peldaños le resultaron difíciles. Entonces su trasero cubierto de gris desapareció en la
oscuridad. No vio más de ella, pero no le cabía duda de que se dormiría tan pronto como se echara
en la cama improvisada.
—Me recuerda muchísimo a su señora madre, señor —dijo Powick.
Robin se giró a mirarlo sorprendido.
—¿Qué?
—No tolera ninguna tontería cuando es necesario hacer algo.
Por lo que Robin sabía, la condesa de Huntersdown no había manejado una espada ni una
pistola jamás en su vida, y no lograba imaginársela saltando por una ventana, pero comprendió lo
que quería decir Powick. Fue a coger la botella de vino y bebió.
—No tengo ni idea de qué pretende.
—No es monja, ¿verdad?

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8° de la Serie Los Malloren

—Ella jura que lo es, pero yo creo que tiene cierta habilidad para manipular la realidad. Incluso
sus nombres, Petra d'Averio, hermana Immaculata, Maria Bonchurch...
—¿Maria Bonchurch, señor? Pero...
—Es complicado.
—Ahora, un nuevo comienzo —dijo Powick, se puso de pie y se sacudió como un perro—. Usted
necesita dormir un poco también, muchacho.
—Aun no estás lo bastante despabilado.
—Puedo arreglármelas con este grupo.
—En la casa hay una anciana.
—¿Ágil?
—Lisiada.
—Entonces supongo que puedo manejarla también, y veré si logro despertar a los otros.
Robin descubrió que estaba tan cansado que no le apetecía discutir y comprendió que Powick
tenía razón, pero no lo atraía la idea de dormir envuelto en un edredón sucio en el suelo húmedo.
El gemido de una de las mujeres lo sacó de su adormilamiento.
—Tengo frío.
La prostituta joven de ojos grandes y estúpidos lo estaba mirando lastimera. Su sufrimiento y su
miedo le despertaron el instinto protector, pero se endureció contra él.
—No te morirás, tranquila —dijo.
Powick cogió el edredón en que había dormido y se lo tiró; ella lo cogió con las manos atadas y
se lo puso encima, pero la otra chica intentó quitárselo y comenzaron un tira y afloja.
—Compartidlo — gruñó madame Goulart.
Robin tuvo que reconocerle el mérito en eso. Captó su mirada sosa, comprendiendo que sería
una formidable contrincante si se le diera la oportunidad.
Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:
—Libéranos cuando te marches y no diremos nada de esto. Danos ese collar del perro también.
Si no, diremos que nos atacaste, que entraste en nuestra casa por la fuerza. Que nos robaste
comida y bebida.
Powick le ordenó que se callara con un gruñido. Lo dijo en inglés, pero ella captó el mensaje y
se quedó callada.
Pero tenía un punto de razón, pensó Robin. ¿A quién se creerían las autoridades locales? Esas
mujeres eran putas, cierto, pero eran putas de la localidad, seguramente usadas por los hombres
de ahí. Siempre era más fácil culpar a los forasteros, sobre todo si eran ingleses, sus viejos
enemigos. Sus acusaciones no colarían, por supuesto, pero la situación podría ser
condenadamente liosa durante un tiempo.
¿Qué era lo mejor, qué era lo correcto?
Cuando no pudo continuar el hilo de ese pensamiento, comprendió que estaba peor de lo que
pensaba. Era como si el sueño, en cuanto pensaba en echarse a dormir, se convirtiera en una
fuerza invencible. Echó a andar hacia el coche, descubriendo que el cansancio no era tanto que no
pudiera sonreír.
—Señor —dijo Powick, en tono desaprobador.

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—Estoy demasiado agotado para una mujer bien dispuesta, y te aseguro que nuestra monja no
está en absoluto bien dispuesta. Tengo los arañazos para demostrarlo. Ni siquiera está despierta.
Prefiero que mis amantes estén despiertas.
Tuvo la sensatez de dejar de parlotear y simplemente subió al coche. Dándose cuenta de que
estaba con las medias puestas, embarradas, se las quitó y las dejó fuera. Sus botas estaban por ahí
también, en alguna parte, donde las dejó la primera vez que subió a dormir.
Le estaba vagando la mente otra vez.
La tenue luz de fuera no llegaba al interior, pero la de la linterna de madame Goulart le
permitió ver a Petra acurrucada de costado, de cara a él, cubierta con el tapiz de seda que él había
sacado hacía lloras para que le sirviera de manta. Las horas ya le parecían días.
Estaba en el medio de la cama improvisada. Se sentó en el borde, cerró la puerta y se metió
debajo del tapiz, lo más lejos posible de ella. No podía aprovecharse de una monja, y mucho
menos de una que le había salvado la vida.
Pero no pudo evitar tocar su cálido cuerpo.
Ella se movió y rodó hasta quedar de espaldas.
¿Cómo era posible que estuviera excitado y agotado al mismo tiempo? No podía no mirar, no
sentir cada respiración, no captar su cálido aroma. El sudor intensificaba un aroma que continuaría
ahí después del baño más largo y canturrearía bajo el más caro perfume.
Esa ceñida toca; tenía que ser incómoda, atada tan firmemente bajo el mentón.
«Las damas usan gorros de dormir atados exactamente así», protestó su conciencia.
«Pero no tan ceñidos, cubriéndoles parte de la frente y tapándoles las orejas.»
Era experto en discutir con su conciencia; y en ganarle. Encontró el cordón y tiró; tal como
esperaba, el lazo se deshizo después de oponer muy poca resistencia. No tardó en soltarlo y no la
despertó el roce de sus dedos en la piel del cuello. A él, ciertamente lo excitó.
Vaciló. No necesitaba más arañazos. No esa noche, al menos.
Pero no pudo resistirse. Con el aliento retenido le pasó la mano por debajo de la cabeza,
disfrutando de la sensación de su bien proporcionado cráneo acunado ahí. Ella se movió y
balbuceó algo, con esos labios rosados, llenos, besables, y volvió a quedarse inmóvil. Él le levantó
la cabeza, lo justo para quitarle la toca. Mientras retiraba lentamente la mano, gozando de cada
segundo, ella emitió una exclamación.
Se quedó inmóvil, pero ella simplemente se giró hacia el otro lado y volvió a quedarse quieta,
mascullando algo furiosa. Él detectó miedo además de furia.
«¿Quién te persigue, Petronilla Maria d'Averio?» Cerrando los ojos se acostó, y comenzó a
invadirlo el sueño. «No temas. No permitiré que nadie te haga daño. Pero tendré tus secretos,
todos, antes que nos separemos.»

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0099

El canto de un gallo despertó a Petra. ¿Dónde estaba?


¿Qué era esa incómoda cama dura?
Se sentó bruscamente.
¿Con quién estaba durmiendo?
Estaba en el coche de Cock Robin. Con Cock Robin. El muy maldito. Maldito calavera.
Rápidamente se palpó la ropa y comprobó que todo estaba bien; sólo le faltaba la toca.
Alarmada se pasó las manos por el pelo.
¡Cómo pudo atreverse!
Sintió la tentación de arañarlo otra vez, pero se obligó a calmarse. En realidad, eso era bueno.
Él había descubierto lo que le asegurara ella, que tenía el pelo corto, así que ahora tendría que
creerse su historia. Y sí que consideraba inviolable a una monja.
¿Dónde estaba su toca?
Buscó por la cama hasta que finalmente descubrió, desconcertada, que la tenía él en la mano
derecha, bien sujeta. La contempló, desarmada por un enredo de emociones. La tironeó y, pasado
un momento, él la soltó. Se la puso, se metió debajo todo el pelo, encerrando al mismo tiempo sus
peligrosas reacciones. Él era un libertino, pero también algo travieso. Seguro que le quitó la toca
con la esperanza de que ella reaccionara furiosa, cuando había cosas más importantes en qué
pensar.
Levantó la vista hacia la ventanilla y contempló el patio de la granja Goulart. Se veía muy
normal a la luz del día. Hasta había gallinas y pollos picoteando en el lodo, señoreados por un
gallo. Aunque en realidad eso no era una granja; era un prostíbulo, y las putas habían intentado
asesinarlos.
Volvió a mirar a Robin, pensando en lo cerca que estuvieron de morir; habían escapado por un
pelo. Si él se hubiera tomado toda la sopa, ella habría tenido que enfrentar sola a las mujeres.
Y ahora estaba durmiendo de espaldas, con un brazo doblado por encima de la cabeza, cubierto
por un tapiz de la cintura para abajo. La parte superior sólo se la cubría la holgada camisa. Los
primeros dos botones estaban sueltos, dejando al descubierto su cuello y un trocito de pecho. La
luz de la mañana todavía estaba neblinosa, pero en cierto modo lo hacía aún más hermoso, más
clásico. Un Adonis dormido.
Le miró el trocito de pecho; la camisa estaba cerrada por cuatro botones. Ojo por ojo.
Sonriendo, con sumo cuidado le soltó un botón, luego el siguiente. Él no se movió, así que no
tardó en soltar los otros dos y pudo abrir la camisa y dejar expuesto más de su musculoso y terso
pecho. Era mucho más fuerte de lo que parecía. Pero al ver los arañazos inflamados, hizo un mal
gesto y pasó los dedos por encima, sin tocarlos, deseando aplacárselos.
Pero eran merecidos, por ser un estúpido libertino loco de lujuria, aunque suspiró ante esa
perfección dañada.
Y sí que era un libertino loco de lujuria. Recordó su reacción cuando ella intentó despertarlo esa
noche. Pero claro, seguro que siempre había mujeres metiéndosele en la cama, persiguiéndolo por
su belleza y encanto. ¿Era culpa de él si las complacía? ¿Qué joven podría resistirse a esa
tentación?

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Retiró bruscamente la mano. Justamente la tentación se llama así porque es difícil resistirla;
pero las personas buenas la resisten, y ella debía hacerlo, absolutamente. En realidad, debía salir
de ese nido pecaminoso.
¿Y sus sandalias? Recordaba el momento en que entró en el coche, pero de después, nada. Se
puso boca abajo para mirar por el borde de la improvisada cama y se encontró mirando lo ojos de
la malhumorada perra. ¿Tendrían dolor de cabeza los perros?
—¿Guau? —soltó Coquette, en tono bastante lastimero.
Petra la cogió, nuevamente impresionada por lo pequeña y frágil que era bajo su abundante y
bonito pelaje.
—Tranquila, tranquila, pequeña, todo está bien ahora. Las mujeres malas están atadas, y
pronto nos marcharemos de aquí. Tu amo se portó muy bien. Es decir, después que lo desperté y
luché con él. Es un pícaro granuja, ¿verdad?
Coquette guardó un discreto silencio, pero se movió hasta liberarse, y luego de oliscar a Robin,
saltó al suelo en dirección a la puerta. Claro, necesitaba salir.
Petra vio sus sandalias en el suelo y lo embarradas que estaban. Las recogió, con la intención de
llevarlas fuera. Pero Robin le cerraba la salida hacia la puerta por la que entró, y la otra estaba tan
cerca de la pared que no cabría por la abertura al abrirla.
Alargó la mano y logró abrir la puerta para que saliera Coquette, pensando si podría bajar los
peldaños. Pudo. Entonces ella miró ceñuda al hombre que le impedía bajar por ese lado, pero no
pudo dejar de fijarse en el hermoso contorno de su mandíbula y en la promesa de sus labios
entreabiertos. Si fuera su esposa y despertara a su lado, podría inclinarse a...
Se enderezó bruscamente.
El velo. ¿Dónde estaba su velo? Desde el instante en que se puso el hábito de monja no se
había sentido así, y la última vez que se sintió así, eso la llevó al desastre.
Encontró el velo enrollado en su cinturón, horrorosamente arrugado. Lo abrió, lo sacudió y lo
dobló para alisarlo. Después se lo prendió en la toca, procurando a tientas que le quedara
derecho.
—Tienes un mechón rebelde en la frente.
Petra se quedó inmóvil y luego miró indignada esos ojos perezosos y sonrientes.
—¡Usted! ¿Cómo se atreve a quitarme la toca? Eso es sacrilegio.
—No es ningún sacrilegio desvelar esa belleza, Petra.
—Y dormir conmigo. Ha dormido conmigo.
—Es la única cama.
Petra abrió y cerró varias veces la boca.
—Es escandaloso.
—Ayer pasamos horas juntos en este coche.
—Entonces era un asiento. Ahora es una cama.
—Es simplemente un coche lleno de baúles y paquetes.
—Es una cama. Hemos compartido una cama. ¿Y si alguien se entera de esto?
—¿Quién, Petronilla mía?
—Cualquiera. Sus hombres hablarán...

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8° de la Serie Los Malloren

—No hablarán de nada que yo no desee que hablen.


La tranquila seguridad de él la silenció, pero sólo un momento.
—Y las prostitutas, ¿qué?
—No seas tonta.
Ella cerró la mano en un puño y la levantó, pero al instante él le cogió la muñeca.
—No más garras.
Ella forcejeó para soltarse.
—Es un puño, si se fija. Suélteme.
—Deja de luchar.
—¡Suélteme!
—¿Por qué? —preguntó él, sonriendo de una manera que la desquició de todas las formas
incorrectas.
Y él lo notó, lo supo. Movió el otro puño; él se lo cogió y se sentó, sin hacer el menor esfuerzo,
mirándole los labios.
Justo entonces alguien golpeó el coche por fuera; los dos se quedaron inmóviles.
—¿Señor? Perdóneme, señor, se lo ruego, pero ¿qué le está haciendo a la bendita hermana?
Era el postillón, y en algún momento el astuto sinvergüenza había cerrado la puerta. No podía
haber duda de lo que había pretendido, y estaban cogidos.
Robin la miró con una ceja arqueada, sin aflojar la presión ni un ápice.
Petra moduló unas maldiciones dirigidas a él, y luego gritó:
—Estoy bien, señor. Nos estamos preparando para bajar del coche, pero el espacio es limitado.
—No debería estar ahí con un hombre, hermana —insistió el postillón.
—Estoy con mi hermano, señor. Para protegerme durante esta peligrosa noche. Gracias por su
preocupación.
—Sí, gracias —dijo Robin, con los ojos brillantes; era evidente que encontraba cómico el
diálogo—. Ve a ver cómo está el camino, amigo. Si está bastante firme, nos marcharemos pronto.
El silencio significó que el hombre tal vez había obedecido.
—Debería estar ayudando a vigilar a las mujeres —siseó ella.
—Powick es capaz de esa tarea, y Fontaine ya debería estar despierto.
—Sería mejor...
Pero el maldito libertino la estaba mirando a los ojos sonriendo, y su desvergonzado cuerpo no
quería luchar. Esperó para ver qué haría. Reconócelo, Petra; estaba esperando con la esperanza de
que él volviera a besarla. A él se le intensificó la sonrisa en los ojos, le besó el dorso de la mano
derecha y se la soltó.
—Sería mejor que salieras —dijo—, si no, él volverá.
«Maldito, maldito, maldito», masculló ella para sus adentros.
—Usted primero —dijo, friccionándose las manos, como si él le hubiera hecho daño.
Él volvió a tenderse, con las manos detrás de la cabeza.
—No, no. Las damas primero. Insisto.

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8° de la Serie Los Malloren

—Señor Bonchurch, no le voy a dar el placer de pasar por encima suyo.


—Creo que necesitas orinar pronto.
—Hágame espacio o le orinaré encima.
Entonces pensó si tendría que hacerlo, y si podría, pero en ese momento él se rió y se sentó,
igual que antes, sin hacer ni el más mínimo esfuerzo. Tomó nota mental de eso, de esa fuerza y
agilidad felinas que tenía él. Su aliado fuerte y ágil, pero su contrincante también.
Él se giró y quedó sentado en el borde de los baúles mirando hacia la ventanilla.
—Powick —gritó—, búscame unas medias limpias y pásame las botas, por favor.
Petra le miró la espalda, y vio que aunque la camisa era holgada le marcaba nítidamente todos
los contornos. Se sintió muerta de hambre.
«Tienes hambre —se dijo—. Cuando hayas comido algo decente, volverás a ser tú misma.
Recordarás que los hombres no son otra cosa que un problema, en especial los jóvenes guapos.
Las mujeres se enamoran de ellos con mucha facilidad, y ellos no tienen ni el menor concepto de
fidelidad.»
Se abrió la puerta y le pasaron unas medias limpias y las botas, también limpias, pero el ayuda
de cámara, no el mozo. El esbelto hombre se veía pálido, pero resuelto.
—He hecho todo lo posible para quitarles el barro, señor.
—Fontaine, tonto, sólo voy a embarrarlas de nuevo —dijo Robin, pero en tono afectuoso, y
añadió—: Me alegra tremendamente que estés tan bien como para preocuparte por estas cosas.
¿Cómo estás?
—Sobreviviré, señor. Si me pasa la chaqueta, trataré de limpiársela también.
Cuando Robin se giró a coger su chaqueta, Petra vio su expresión irónica. Cuando se volvió a
girar para pasársela a Fontaine, tuvo que valorar su preocupación por el criado. Por lo visto la
droga había afectado muchísimo al ayuda de cámara, pero sin duda se sentiría mejor ocupándose
de sus tareas rutinarias. Se inclinó un poco para decirle:
—A mí también me alegra que se haya recuperado, señor.
Fontaine se limitó a sorber por la nariz y se alejó.
—Te lo advertí —dijo Robin, poniéndose una media; tenía unos pies extraordinariamente
elegantes, incluso estando sucios—. En caso de duda, échale la culpa a la mujer.
Petra desvió la vista del pie.
—Tiene razón. Todo esto ha ocurrido por culpa mía.
—¿Eres socia de madame Goulart después de todo?
—Noo, pero si no se hubiera encontrado conmigo no habría salido de Abbeville.
—Yo decidí parar aquí.
—La tormenta no nos dio otra opción.
Él se giró a mirarla con sus ojos azules serios.
—Siempre hay otra opción, Petra mía. Recuerda eso.
—No soy «su» Petra, y no hay otra opción cuando se trata del pecado. O del deber. Mi deber
era continuar con lady Sodworth.

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8° de la Serie Los Malloren

—No logro imaginarme por qué. ¿Te apreciaba?


—No.
—¿Te pagaba siquiera?
—No, pero...
Él se giró hacia su lado.
—Si estás empeñada en hacer un profundo examen de conciencia, te dejaré en paz un rato.
Pero hazlo rápido, porque nos marcharemos tan pronto como sea posible.
Diciendo eso, terminó de ponerse la otra bota, bajó de un salto y salió al lodoso patio. Aunque
sólo vestía las calzas y la camisa arrugada, se las arreglaba para parecer señorial; mirándolo
fastidiada, ella comprendió que él entraría en una corte real vestido de satén y encajes con el
mismo paso airoso, elegante y despreocupado.
Deseó angustiosamente ver destrozada su seguridad y confianza en sí mismo, pero eso sólo
redundaría en ella. Por el momento, los destinos de los dos estaban ligados.
Entre los pliegues del tapiz que les había servido de manta vio el chaleco de él arrugado; lo sacó
para alisarlo. Al darse cuenta de que lo estaba acariciando, lo dejó a un lado, tiró las sandalias
fuera del coche y bajó. Tenía los pies sucios de todos modos. Cogió las sandalias y con una parte
de la falda del hábito les quitó todo el barro que pudo y se las puso. Toda ella estaba sucia,
asquerosa. ¿Cuándo tendría la oportunidad de darse un baño y cambiarse?
Miró hacia las mujeres y vio que las tres seguían atadas, acurrucadas debajo de edredones,
aparentemente dormidas. ¿Qué iban a hacer con ellas?
Se metió detrás del coche para orinar, tratando de protegerse la falda, pero no pudo evitar el
ruido que hacía, y se sintió hundida a nuevas profundidades. «Y todo por causa de tu tontería e
impetuosidad, Petra. ¿Cuándo vas a aprender?».
Cuando terminó y se ordenó bien la ropa, salió al patio y vio que era una mañana
sorprendentemente hermosa. Lo encontraba sorprendente, supuso, porque con esa noche le
había parecido que ese lugar nunca sería luminoso.
Más allá de la pared el cielo brillaba en tonos perlados y rosados, y la pared se veía adornada
por coloridas matas de flores silvestres. Incluso había una pequeña huerta; hizo un mal gesto al
ver una mata de salvia. Le pareció ver también beleño y cicuta.
Las gallinas y pollos eran pequeños, pero iban de aquí allá picoteando entusiastas. Seguro que
habría huevos en alguna parte, pero no comería nada más de ahí. El gallo caminaba majestuoso
pese a su tamaño, con sus brillantes ojos fijos en los invasores. Coquette se le acercó, curiosa y
amistosa; el gallo echó atrás la cabeza y cacareó un desafío.
Petra la cogió.
—Hay demasiados gallos en este patio, y algunos son peligrosos —le dijo a la perra. ¿Dónde
estaba Cock Robin? Lo vio ayudando a su mozo a abrir las combadas puertas—. ¿Nos vamos a
marchar ya? —le gritó.
—No todavía. Ahí hay un pequeño prado, así que llevaremos a pastar a los caballos.
Cierto, al otro lado del camino había un pequeño prado cercado en el que pacían unas cuantas
cabras. Todos los demás campos estaban cultivados y al parecer estaban en tiempo de cosecha.
Tenía que haber otras granjas por ahí, entonces, porque las mujeres Goulart no serían las
responsables de ellos.

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8° de la Serie Los Malloren

Volvió a mirar a las mujeres atadas y acurrucadas. ¿Y si la astuta madame Goulart aseguraba
que Robin y sus hombres las habían atacado? Aunque la gente de los alrededores tenía que saber
de su negocio y ¿quiénes sino los hombres de la localidad serían sus clientes?, podrían creerle.
Durante el viaje con lady Sodworth se había enterado de que los franceses consideraban enemigos
e infames herejes a los ingleses. Entonces le había sido útil presentarse como monja, pero ahí, en
la escandalosa compañía de esos hombres, su hábito sólo podía empeorar las cosas. ¿Satisfaría al
magistrado la historia que se habían inventado?
En el mejor de los casos, podrían acabar retenidos en esa zona horas o incluso días, enredados
en complicaciones jurídicas. Y en el peor, podrían meterlos en la cárcel. En los dos casos, estaría
atrapada si era cierto que Varzi venía persiguiéndola. Se estremeció, pero en parte fue por el
húmedo aire de la mañana. Dejó en el suelo a la perra y fue a buscar su capa. La encontró, pero
estaba mojada y con la orilla tiesa de barro. La extendió sobre una rueda para que se secara y se
rodeó con los brazos.
—¿Me permites que te abrigue?
Se giró bruscamente y se encontró ante Robin, que sólo le estaba ofreciendo una levita de
terciopelo marrón dorado adornada con trencillas negras y doradas. Siempre era peligroso aceptar
favores, pero no se resistió cuando él la ayudó a ponérsela y sintió deslizarse el forro de seda por
la tela basta de su hábito. Tenía su olor, el de él y de algún caro perfume para la corte. Se lo
imaginó vestido con esa exquisita levita, calzas a juego, chaleco bordado y zapatos de tacón rojo,
paseándose por una corte como la de Versalles, con anillos enjoyados en los dedos, y delicado
encaje en el cuello.
Lo miró para desvanecer la ilusión con la realidad, pero la ilusión continuó viva, y al moverse el
borde de seda del cuello le rozó la mejilla.
—Gracias —dijo, con la mayor frialdad que pudo.
En eso volvió el postillón y dijo que el camino estaba bastante firme.
—Aunque todavía podría haber surcos profundos, señor. —Miró hacia las mujeres atadas—.
Con su perdón, señor, pero ¿qué piensa hacer con ellas?
—Debemos entregarlas a la justicia.
—Si usted lo dice, señor.
—Intentaron matarnos a todos.
El hombre se encogió de hombros.
—Yo estaba durmiendo.
—¿De sueño natural? —preguntó Robin.
El hombre desvió la mirada.
—No sabría decirlo, señor.
Tenía que ser un hombre de la localidad. ¿Un cliente de ahí? Lo fuera o no, estaba claro que no
deseaba tomar parte en el arresto de las mujeres.
—¿Qué motivo podría tener yo para mentir? —preguntó Robin.
El hombre movió las mandíbulas como si estuviera masticando un trozo de carne muy dura, y
finalmente dijo:
—Ningún motivo, supongo, pero...

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8° de la Serie Los Malloren

Robin miró a Petra a los ojos y completó la frase en inglés:


—Pero usted es un maldito hereje inglés y debe de estar loco.
Petra frunció el ceño en señal de advertencia: hablar en inglés es lo peor que se puede hacer,
entonces.
—Es verdad que intentaron matarnos —le dijo al hombre en francés—. Yo no mentiría.
Pero era evidente que haber compartido el coche con un hombre, aunque fuera su supuesto
hermano, le había manchado el nimbo.
—Nos las llevaremos —dijo Robin firmemente—. En su carreta. Enganche su caballo.
El postillón se alejó refunfuñando.
—¿Llevarlas adónde? —preguntó Petra, entonces.
—A Nouvion, supongo. O a Abbeville.
—¡No! —se le escapó a ella en un gritito.
—Ah, sí, la chillona Sodworth.
«Ah, sí, el infame Varzi», pensó ella. Pero no debían perder tiempo en eso.
—¿Y si las mujeres aseguran que nosotros las atacamos? — dijo—. Podrían creerles.
—¿Quieres dejar que maten a otros?
—No quiero que nos retrasemos. ¿Y si lady Sodworth nos da alcance?
—Te mantienes fuera de su vista. No puede saber que estás conmigo —dijo él, se giró y se
alejó.
Petra aflojó los dientes que tenía apretados y corrió detrás.
—Podríamos simplemente denunciar el delito y continuar nuestro viaje.
—¿Y dejarlas atadas aquí? Eso no es muy caritativo, hermana. —Más caritativo que llevarlas
atadas ante la justicia.
—Que es lo que se merecen.
—Son personas de aquí y nosotros somos desconocidos —señaló ella—. Y el postillón no se ve
muy dispuesto a apoyar la historia. Podríamos ser retenidos aquí durante días e incluso podrían
arrestarnos.
—Conozco a personas de aquí. A los Guisa, a los Montaigne. Déjame esto a mí, Petra. Te
prometo que no acabaremos en prisión.
— Pero nos retrasaremos.
—Por lo menos estaremos en alojamientos decentes. Claro que si me dices por qué tienes tanta
prisa.
Como un mago, él había cambiado su semblante alegre por uno más serio, desequilibrándola.
Sus problemas le habían grabado hasta muy al fondo la necesidad de guardar sus secretos. Había
sobrevivido siguiendo el código «No digas nada a nadie, no te fíes de nadie», pero tenía que
cambiar esa actitud, debía explicarle una parte de la verdad:
—Alguien podría venir persiguiéndome —dijo.

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8° de la Serie Los Malloren

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1100

—¿ Quién? —preguntó Robin.


—Eso no importa. Podría estar equivocada.
—¿Por qué, entonces? —preguntó él, pacientemente. Ella se sintió como si le fueran a arrancar
una muela.
—Porque una persona de Milán no quería que yo me marchara.
—¿Alguien del convento?
—No. ¿Por qué piensan así los protestantes? Un hombre —añadió a regañadientes.
—Ah —dijo él; el tono en que lo dijo la hizo desear golpearlo, pero al menos ya la tomaba en
serio—. ¿Un hombre peligroso?
—Sí.
Él lo pensó un momento.
—Entonces será mejor que partamos a toda velocidad. Puedo escribir cartas para asegurarnos
de que estas mujeres no le hagan daño a nadie en el futuro.
Se giró a decirle al postillón que se olvidara de la carreta y fuera a buscar los caballos de posta y
a sus hombres para preparar el coche. Petra se lo quedó mirando, muda ante esa enérgica
eficiencia.
Pero había conseguido lo que quería, así que cogió su capa, la dobló, embarrada como estaba, y
la metió en el maletero. ¿Tenía tiempo para ponerse el hábito más limpio? ¿O un lugar para
hacerlo a solas?
Robin llegó a su lado.
—Si te persiguen, deberías cambiar tu apariencia. Petra sintió la conocida renuencia a renunciar
a su disfraz, pero con otra ropa podría confundir a Varzi.
—¿Quitarme el hábito? ¿Cómo?
—Podríamos buscar algo en la casa.
—¿Robar?
—Dejaremos dinero.
—Cualquier cosa que haya ahí estará sucia.
—Es muy fácil seguir a una monja.
Cierto. ¿Por qué no se le ocurrió eso cuando estaba en Milán? Pero claro, no había pensado que
alguien pudiera seguirla una vez pasados los Alpes.
—La anciana está ahí — advirtió.
—¿Es posible que tenga una pistola?
—No lo creo. Si la tuvieran, ¿no la habrían usado anoche?
—Entonces podemos manejarla. —Sacó su pistola del bolsillo, diciendo—: ¿Qué crees que ha
hecho?
—Beber hasta quedar inconsciente, si tenía los medios.

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8° de la Serie Los Malloren

—Muy bien. Vamos.


El patio seguía lodoso, pero no con tanta agua como para tener dificultades para atravesarlo,
incluso con sandalias. Robin abrió la puerta y entraron. No había señales de la anciana, pero algo,
una rata o un ratón, saltó de la mesa y se escurrió. El fuego estaba apagado, y la vela era un
montoncito de sebo derretido.
—¿Podría haber huido? —preguntó Robin.
—Imposible —dijo Petra, abriendo la cortina que separaba los dormitorios—. Está en la cama.
Encima de la cama. —Seguida por él, se acercó a la cama a mirar a la anciana jorobada; estaba con
la boca abierta. Se inclinó a tomarle el pulso, aunque ya estaba segura—. Está muerta.
—¿Cómo?
Afectada, aunque sin querer, Petra levantó el lado de la colcha, la cubrió y se enderezó.
—Conmoción, furia, ¿quién puede saberlo? Deberíamos haber venido a verla.
—Y tal vez habernos dejado apuñalar por tomarnos el trabajo —dijo él, sacando un afilado
cuchillo de entre los pliegues de la colcha—. Te pareció que era tan mala como las otras.
Petra se serenó.
—Lo era. Ella envenenó la sopa. Pero...
—Esto no cambia nada —observó él.
—Sólo que podrían acusarnos de asesinato además de asalto y robo.
—Cierto. Vámonos de aquí. —Abrió los arcones y miró su contenido. De uno sacó una falda a
rayas verdes y rojas y una blusa de brillante satén escarlata—. Parece que estas son las más
limpias.
—Parecen ropa de prostituta —dijo ella.
Hurgó en los arcones pero comprendió que tendría que elegir entre sucio y chillón.
—Sólo será por un tiempo corto —dijo él—. Compraremos algo mejor tan pronto como sea
posible, pero si tus perseguidores andan buscando a una monja, no te encontrarán si vas vestida
con este tipo de ropa.
Petra miró las horribles prendas, y finalmente dijo:
—Espéreme en la cocina.
No tardó mucho en quitarse el hábito y ponerse la falda a rayas y la blusa de satén. Olían, pero
principalmente a perfume barato. La falda le quedaba corta y la blusa demasiado ceñida; tenía que
ser de Solette. Algo de Jizzy le quedaría más holgado, pero no soportó la idea de buscar más, sobre
todo estando el cadáver de la vieja ahí en la cama.
Se ató los lazos de la delantera de la blusa pero le quedó a la vista la camisola, unos buenos dos
dedos; además era muy escotada, pero por lo menos la camisola no.
Los únicos zapatos que vio de tacón y sin talón: quedarían ridículos y no serían nada prácticos.
Si estaba dispuesta a intentar usar zuecos, tendría que sacarlos de los pies de una de las
prisioneras.
Tuvo que quitarse el velo y la toca. Los puso sobre el hábito junto con el cinturón, la bolsa, el
crucifijo y el rosario, y lo enrolló todo haciendo un paquete, deseando tener algo para cubrirse la
cabeza. Vio una cofia colgada de un gancho, la cogió y se la puso, rogando que no tuviera liendres.
Al menos el volante flexible le ocultaría la cara por los lados. Se sentía como una ladrona, pero lo

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pagarían todo. Mejor dicho, lo pagaría Robin; ella no podía permitirse gastar nada de las pocas
monedas que tenía, siendo tan incierto su futuro.
Incierto y peligroso.
Deshizo el paquete para sacar la daga que llevaba en la bolsa. Esta estaba en una vaina de piel
con correas para llevarla atada a la pierna. Se la puso. La sintió rara ahí, pero necesitaba tenerla a
mano, y la bolsa no iba bien con el vestido.
Se puso la levita de terciopelo de Robin para que le ocultara un poco la ropa, y salió con paso
enérgico a la cocina. Él arqueó las cejas como si se estuviera divirtiendo, pero en sus ojos ella vio
otro tipo de expresión. Se cerró lo más que pudo la chaqueta, deseando que no se le vieran tanto
los tobillos.
—Estoy lista.
—Yo también, mi preciosidad —dijo él.
Y acto seguido la cogió en sus brazos y la besó.
Ella intentó resistirse, obligarse a resistirse, pero al parecer eso era tan inevitable como el
trueno después del relámpago, y el relámpago llevaba un buen tiempo crepitando.
Comenzó cuando él la besó en el coche durante la tormenta. O tal vez fue a primera vista. Y en
ese momento estalló, después de haber estado a punto de morir, con una pasión tan abrasadora
que le cogió la cara y le exploró la boca con la lengua, mientras las manos de él la apretaban a su
cuerpo.
Él seguía sólo con las calzas y la camisa, así que ella se sintió como si estuvieran desnudos.
Metió una mano por debajo de su camisa para tocarle de verdad la piel del pecho firme, fuerte y
caliente.
—¿Señor? —dijo una voz en el patio.
Se apartaron, mirándose, con los ojos agrandados y sin aliento.
—¿Está bien, muchacho? —dijo la voz de Powick, más cerca. Petra se giró, con las manos en las
mejillas ardientes.
—Esto no debería haber ocurrido y no debe ocurrir. ¡Nunca, nunca, nunca!
—Chss —musitó él—. Todo está bien —gritó—. Sólo estábamos buscando unas prendas de
ropa.
«Fíjate con qué rapidez se recupera —se dijo ella—. Ha besado a cien mujeres, a mil. Tú sólo
has besado a uno aparte de él.»
—Acuérdese de dejar dinero por la ropa —dijo en tono enérgico y salió.
A Powick le bajó la mandíbula al verla.
—Al menos no parezco una monja —le explicó.
—Le concedo eso, muchacha, pero ¿hay algún motivo para no querer parecer una monja?
Era evidente que Robin no se lo había dicho, pero necesitaban dar alguna explicación.
—Alguien podría andar buscándome.
Él arrugó la cara.
—¿Que ha hecho para que la busquen?
—Nada malo.

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—Un hombre se enamoró de ella —dijo Robin—, y no ha aceptado bien el rechazo.


—¿No es monja entonces? —preguntó el mozo, con expresión nada feliz.
—Tenía todo el derecho de usar ese hábito, pero por ahora estoy dispuesta a disfrazarme.
—Razón tiene —dijo Powick—, pero no vaya a caminar por las calles a menos que desee estar a
la altura de las expectativas.
Parecía acostumbrado a vivir aventuras extrañas. Otra indicación del tipo de hombre que era
Robin Bonchurch.
Los caballos ya estaban enganchados y el postillón montado. Robin fue a hablar con él y Petra
se dirigió al coche. El ayuda de cámara de Robin le cerró el paso.
—La levita, señora.
Su tono era más despectivo que de costumbre, pero ella se la quitó y se la entregó; él la cogió
como si fuera un bebé robado. Petra no deseaba separarse de su devocionario con su contenido,
por lo que subió al coche llevando con ella el hábito enrollado. Robin cogió a Coquette, la puso
dentro del coche y cerró la puerta.
Petra observó a Robin cuando se acercó a las mujeres. Les dijo algo mientras les soltaba las
ataduras. Las chicas se levantaron al instante, visiblemente acalambradas. Madame Goulart ni lo
intentó; de pronto adelantó el labio inferior, tal vez como reacción después de que él le dijo lo de
la muerte de la anciana.
Una madre es una madre, pensó Petra.
Entonces él caminó hasta el coche y dócilmente dobló los brazos para que Fontaine le pusiera el
chaleco y la levita. Se abotonó el chaleco, pero no aceptó una corbata. Petra lo oyó decir: «No
tiene ningún sentido parecer respetable yendo nuestra acompañante vestida con esa
indumentaria».
Después abrió la puerta del coche y dijo:
—Voy a cabalgar. Fontaine viajará aquí.
Se alejó antes que ella pudiera discutir, y claro, eso era lo prudente, comprendió. Dado lo que
acababa de ocurrir, estar solos encerrados en el coche era lo último que necesitaban. Pero se
mordió el labio, para impedir que le brotaran unas estúpidas lágrimas.
Subió el ayuda de cámara y se sentó con una expresión que indicaba que desearía estar en
cualquier otra parte del mundo. ¿Le tendría aversión a todas las mujeres? ¿La consideraría
responsable de todas sus desgracias? ¿O simplemente la detestaba porque ella fue la causa de que
tuviera que cabalgar bajo la lluvia? Ciertamente su apariencia del momento no la favorecía a sus
ojos.
Él cerró la puerta, el coche se puso en marcha y salió por las puertas al camino para volver a la
carretera de Boulogne.
Cuando llegaron a la carretera, el trayecto se hizo más suave, aunque era evidente que el
camino había sufrido con la tormenta. Los prósperos campos iluminados por el sol naciente hacían
parecer una pesadilla esa macabra noche. Sería fácil simular que no había ocurrido nada, y ella
deseaba poder hacer eso. Pero en su cabeza no dejaba de darle vueltas y vueltas pensando de qué
manera podría evitar más desastres.
Si se había imaginado a Varzi, todo debería ir bien mientras tuviera la fuerza de voluntad para
resistirse a los seductores ardides de Cock Robin. Pero ¿y si no se lo había imaginado?

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Seguro que él habría registrado la posada de Abberville y toda la ciudad hasta concluir que ella
se había marchado, y entonces la tormenta le habría impedido seguirla. Pero esa mañana habría
partido temprano, suponiendo que ella iba en dirección a Boulogne. Agradeció a Dios haberlo
adelantado más o menos unas cinco millas y haber partido muy temprano. Mejor aún, dado que le
había explicado a Robin el motivo de su urgencia, él viajaría lo más rápido posible.
Y en el caso de que Varzi les diera alcance, no sabría quién era ella; no se parecía en nada a la
hermana Immaculata. Mientras pudiera ocultar la cara, no la reconocería jamás. Sí, tal vez llegaría
a Inglaterra después de todo.
Para empezar, no se veían otros viajeros por el camino, aunque al cabo de una hora más o
menos pasaron junto a un grupo de jóvenes que iban a pie a trabajar en una cosecha. Poco
después adelantaron a una carreta cargada con verduras y sacos, sin duda en viaje desde una
granja a Nouvion.
Nouvion, donde cambiarían los caballos, lo que significaba otro postillón. Durante una lenta
maniobra para pasar por el lado de un surco en el camino, bajó el cristal de la ventanilla y llamó a
Robin. Cuando él se acercó, le preguntó:
—¿El postillón no le contará a todo el mundo los acontecimientos de esta noche?
—No con el dinero extra que le he dado para sobornarlo, o al menos no inmediatamente. Deja
de preocuparte.
Petra subió el cristal, consciente de que estaba mal irritarse por esa seguridad de él, pero no le
cabía duda de que él nunca se había encontrado en verdadero peligro antes. Y ella no le había
explicado realmente la naturaleza de la persecución.
Llegaron a Nouvion cuando la ciudad comenzaba a despertar, aunque de una panadería salía un
seductor olor a pan recién horneado. Ella habría estado dispuesta a tomarse el tiempo para parar
ahí a comprar pan, pero el coche continuó la marcha y se detuvo en la casa de postas que estaba
en el otro extremo de la ciudad. Era una casa larga y baja en medio de campos llenos de caballos.
Fontaine bajó del coche tan pronto como este se detuvo; Coquette también bajó de un salto
antes que Petra pudiera impedírselo, pero corrió hacia Robin. Ella se quedó en el coche, fuera de
la vista de nadie.
Un hombre bajo y nervudo salió corriendo de la casa, metiéndose la camisa en las calzas, y ella
le oyó exclamar por haber llegado tan temprano y por la hora en que habrían partido de Abbeville.
Robin habló con él y luego fue hasta el coche.
—Hemos llegado demasiado temprano. Aun no ha traído del campo a los caballos para la
mañana, y los postillones no se han levantado. Nos ofrece desayunar mientras esperamos.
No había nada que hacer, así que Petra bajó del coche.
—Un desayuno decente sería muy bienvenido. Voy a coger mi capa, aunque esté embarrada,
para ocultar un poco esta ropa.
Él la ayudó a buscarla y a ponérsela, lo que produjo otro hormigueo de advertencia. Con cada
contacto entre ellos se hacía más y más potente el efecto.
—¿Cuánto falta para Boulogne? —preguntó, tragando saliva. —Si Dios nos da buena carretera,
alcanzaremos a llegar para coger el barco esta noche.
—Entonces intentaré rezar, aunque creo que vestida así mis oraciones serán menos eficaces
que antes.

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—No logro imaginarme un Dios racional al que le importe la ropa. Vamos.


La casa de postas tenía dos plantas, y la distribución de la planta baja era muy similar a la de la
casa Goulart. Pero ahí terminaba el parecido, pues estaba limpia y ventilada, y había un gato y un
perro, y un bebé en una cuna. El aire estaba impregnado del olor al café que estaban moliendo.
Petra le dio las gracias a la guapa y joven patrona por su hospitalidad; sabía que normalmente las
paradas de posta pequeñas no ofrecían comida ni alojamiento.
—¡Qué tormenta! —exclamó madame Crespin—. ¡Y en casa de madame Goulart! Uy, uy, vaya
por Dios. No me extraña que se marcharan tan temprano.
Y mientras hablaba miraba con recelo su vestimenta. Petra no podía envolverse totalmente en
la capa sin parecer tremendamente rara.
—¿Hay algún lugar donde pueda lavarme, señora?
—Aún no tengo agua caliente, pero puede llevar esta palangana y sacar agua del pozo del patio
de atrás.
Le pasó una palangana metálica, un pote con jabón y una toalla delgada. Petra le dio las gracias,
siguió sus indicaciones y llegó a un patio cercado en el que había gallinas picoteando y unos
cerditos corriendo y chillando. No tardó en estar lavándose las manos y la cara. El jabón tenía un
olor fuerte, pero la liberó de la suciedad Goulart. Deseó poder lavarse entera, en especial los pies,
y haber tenido tiempo para ponerse la camisola limpia. Pero eso no tenía ningún sentido estando
todo lo demás sucio. Arrojó el agua esparciéndola por el suelo, lavó la palangana y la llevó de
vuelta a la cocina.
Un hombre bajo y nervudo entró desde el otro lado, bostezando, con la camisa suelta,
refunfuñando por la llegada tan temprana de viajeros. Madame Crespin lo miró haciendo un gesto
hacia Petra y él se giró a mirarla. Entonces su expresión se tornó lasciva.
Petra se envolvió en la capa todo lo que pudo y salió en busca de su protector. Robin estaba
hablando con el postillón que los había traído, tal vez insistiendo otra vez en la necesidad de
guardar el secreto.
Un muchacho llegó corriendo con un canasto de pan, y muy pronto todos estuvieron sentados
alrededor de la mesa de la cocina desayunando con panecillos calientes y mermelada de
frambuesa. A los postillones les dieron además gruesas lonjas de jamón y jarros con algo. Tal vez
eso era parte de su paga.
Petra se sintió feliz con los grandes tazones de café con leche. Café, por fin.
Mientras comía, Robin conversaba tranquilamente con el nuevo postillón, acerca de la
tormenta, del estado de la carretera y del viaje a la costa. Había dicho que hablaba francés como
un nativo y al parecer era cierto. Ella no tenía el oído para estar segura, pero le pareció que él
hablaba con una pronunciación algo tosca para que aquellas personas rústicas se sintieran
cómodas.
Cuando terminó el desayuno, el postillón que los había traído se retiró a su habitación y el
nuevo salió a ayudar a traer los caballos. Powick lo acompañó. Madame Crespin comenzó a
despejar la mesa y Robin ordenó a Fontaine que le trajera su escritorio.
—Puesto que tenemos que esperar un rato —le dijo a Petra en inglés—, bien podría escribir
una carta sobre los acontecimientos de la noche.
Volvió Fontaine y colocó tiernamente un escritorio de viaje en la mesa. Era pequeño y bajo,
pero una obra de arte, con los lados cubiertos por dibujos de pájaros y flores en maderas exóticas

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y nácar taraceados. Mientras Robin se instalaba, el ayuda de cámara abrió un cajón lateral y sacó
una pluma y un pequeño tintero. Examinó ambas cosas y se las pasó. Robin sacó una hoja de papel
y lo puso sobre la tapa en pendiente.
Comenzó a escribir con energía y finalidad, cada letra bellamente formada, cada línea tan
derecha como si siguiera una guía. Petra se impresionó tanto que se acercó a mirar si el papel
tendría líneas suaves para guiarse, pero no. Habría esperado una letra desmañada, irregular, con
un exceso de bucles. ¿Qué decía esa letra de ese hombre misterioso?
Cuando terminó el relato, él vaciló. Ella pensó si habría algo mal, deseando que se diera prisa.
Oía los cascos de los caballos llegando al patio. Pronto podrían marcharse.
Él mojó la pluma en el tintero y escribió; la letra era totalmente distinta a la anterior. «Robin»
era una especie de garabato, pero legible; el resto, no. Podía ser «Bonchurch», pero igual no. Puso
arenilla, sacudió el papel para quitársela, y lo dobló rápidamente, pero cada doblez por donde
debía ser. Entonces sacó un anillo del bolsillo. Fontaine puso lacre derretido y él presionó el sello.
Petra miró atentamente el anillo y el sello impreso en el lacre. El anillo tenía la pátina de oro
viejo, muy usado. El diseño del sello que dejó era una letra con florituras. Podía ser una B, pero lo
dudaba. ¿Una A? ¿Una H? ¿Tal vez una K o una R? ¿No tenía ya bastantes problemas sin tener que
preguntarse quién era realmente ese hombre?
Él se levantó, se metió el anillo en el bolsillo y le entregó la carta a madame Crespin junto con
unas monedas y le explicó la manera de hacérsela llegar al señor de Guisa. Eso impresionó
muchísimo a la señora, como debía. Los Guisa eran una de las grandes familias de Francia. Él había
hablado de ellos, recordó Petra. No debería sorprenderla; pese a su informalidad, él había
reconocido que pertenecía a la nobleza de Inglaterra y que acababa de visitar Versalles.
Entonces él se volvió hacia ella.
—¿Estás lista?
Petra recordó las cosas prácticas y salió a toda prisa para ir al retrete. Cuando volvió oyó
exclamar a madame Crespin:
—¡Otra llegada temprana!
El corazón le dio un vuelco, pero por la ventana de la fachada vio parte del coche grande
cargado de equipaje. Varzi no viajaría así jamás. Se relajó, pero justo entonces una voz estridente
le dijo quién había llegado: lady Sodworth. La mujer debió salir de Abbeville con las primeras luces
del alba.
Fue hasta la ventana y miró desde un lado. Los mozos estaban enganchando los caballos al
coche de Robin, pero ¿cómo podía subir al coche sin ser vista? Recordó su disfraz y se dirigió a la
puerta.
Lady Sodworth bajó de su berlina como un rayo, su voz estridente cortando el aire exigiendo
caballos «inmediatamente». El jefe de los mozos le prometió una espera muy corta.
Entonces ella se dirigió a la casa y pasado un instante se giró a gritar:
—¡Arabella, Georgie, volved al coche!
Lógicamente los pequeños monstruos no le hicieron caso, y ella continuó su camino
desentendiéndose de ellos.

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Por la puerta de atrás, pensó Petra y se giró, pero ya era demasiado tarde. Lady Sodworth
entró, entrecerrando los ojos para adaptarlos a la habitación más oscura, sin dejar de quejarse.
Entonces los agrandó.
—¡Usted!
Petra recurrió a la única solución posible.
—¿Yo? —preguntó, como si estuviera desconcertada.
Lady Sodworth continuó en inglés:
—¿Cómo se ha atrevido a abandonarme, miserable ingrata? La noche que he pasado con la
tormenta y los niños. No pegué ojo. Cuanto antes salga de este horrible país, mejor.
Pareció no ver a sus dos hijos, que cogieron pan de la mesa y salieron corriendo por la puerta
de atrás. Por instinto, Petra se giró a hacer algo al respecto, pero lady Sodworth le cogió el brazo.
—¡Ah, no, usted viene conmigo!
Petra se soltó el brazo y se puso detrás de una silla.
—No sé quién es usted —exclamó—, pero sin duda está loca. ¡Robin! ¡Socorro!
Lady Sodworth la miró sorprendida, y Robin entró corriendo.
—Esta mujer —exclamó, apuntándola— se imagina que me conoce y está intentando llevarme
con ella.
Lady Sodworth lo miró.
—¡Usted! —exclamó, no muy dada a la originalidad—. Usted estaba en Abbeville. —Aunque
poco original y nada inteligente, no era tonta—. O sea, que la monja no es tan virtuosa después de
todo.
Petra agradeció a Dios que la mujer hubiera hablado en inglés, aunque le pareció que madame
Crespin interpretó muy bien su tono.
Robin la miró tranquilamente y se inclinó en una venia. —Creo que se ha equivocado, señora.
Es mi hermana. Una primera insinuación de inseguridad le arrugó el ceño a lady Sodworth. —
Pero...
—¡Powick! —llamó él. Entró el mozo.
—Powick, esta señora está convencida de un extraordinario error. Ten la amabilidad de
asegurarle que mi hermana es mi hermana.
A Powick se le crispó levemente la cara, pero debía estar acostumbrado a esas peticiones.
—Por supuesto, señor —dijo.
Robin lo despidió con un gesto y luego miró con un amable gesto de interrogación a la
desconcertada dama.
—¿Y quién es usted? —le preguntó ella.
Él se inclinó en una elegante aunque moderada venia.
—Robin Bonchurch de Derby. ¿Y usted, señora?
—Lady Sodworth. De Bristol —añadió pasado un momento, y no le salió natural.
Esto confirmó a Petra en su creencia de que los Sodworth eran nuevos ricos en el mejor de los
casos.

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Lady Sodworth volvió a mirarla, atentamente; no se tragaba la tontería, pero no sabía qué
hacer. Finalmente, descargó la rabia en otra parte:
—¿Qué pasa aquí? —le preguntó a madame Crespin—. ¿Por qué no hay caballos para mi
coche? Insisto en que me pongan unos inmediatamente o presentaré una muy seria queja.
Madame Crespin cogió a su bebé y salió a toda prisa, o bien para instar a su marido a que se
diera prisa en su trabajo o simplemente para escapar.
Lady Sodworth miró furiosa a Petra y luego a Robin.
—¿Cómo se llama su hermana, entonces, señor?
Él contestó con tranquila cortesía, a la que consiguió imprimir cierto tono despectivo:
—Maria Bonchurch, señora.
Lady Sodworth volvió sus sagaces ojos hacia Petra.
—No viste bien a su hermana, señor Bonchurch.
—No visto a mi hermana. Sería muy indecoroso.
—¿Dónde está su doncella, pues?
—Se fugó con unos gitanos llevándose todo el guardarropa de mi hermana. Si usted fuera un
poco más alta, señora, le pediría caridad para ella.
Lady Sodworth estuvo a punto de gruñir, frustrada por esa educada y liviana tontería.
—Ya traen sus caballos, señora —dijo madame Crespin desde la puerta, y añadió fríamente—: Y
sus hijos están persiguiendo a mis gallinas.
—No les harán daño —dijo lady Sodworth, alargando la mano para coger pan—. Tomaré café,
mujer.
Madame Crespin alejó la bandeja.
—Les van a impedir poner huevos, señora. Haga el favor de detenerlos o lo haré yo.
Lady Sodworth levantó el brazo para darle una bofetada, pero entonces le espetó:
—Informaré de su insolencia... ¡horrenda ramera!
En su furia abandonó el francés, pero el significado quedó claro. Pasado un momento cargado
de tensión, se rindió, se giró y salió al patio de atrás a gritar a sus críos.
Robin le hizo una seña y Petra, encantada, se apresuró a salir. Pero lady Sodworth les dio
alcance, llevando a rastras a sus hijos.
—Entonces, Maria Bonchurch —chilló—, ¿cómo es que habla inglés con acento italiano?
Petra se giró a enfrentarla. Nuevamente la mujer había hablado en inglés, pero todos estaban
mirando el espectáculo: el dueño de la casa de posta, los postillones, los jinetes de escolta e
incluso madame Crespin.
—Se equivoca —dijo, tratando de imitar la pronunciación de Robin—, es el acento de
Derbyshire.
Lady Sodworth se rió.
—Vaya, sí que es descarada. Siempre lo sospeché, pero eso no colará. Me extrañó que las
monjas estuvieran tan deseosas de librarse de usted. ¿Embarazada?
—¡No!

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—Pase mucho tiempo con su «hermano» y lo estará. Venga conmigo ahora y no diré la verdad
a estas personas.
La predadora mujer haría cualquier cosa para quitarse a sus hijos de encima.
Robin se interpuso entre ellas.
— Sus caballos están enganchados, señora —le dijo en tono glacial—. Le sugiero que se ponga
en marcha.
Las mejillas de lady Sodworth se tiñeron de rojo. —¿No ha oído lo que acabo de decir?
—Es difícil no oírla, pero cree problemas aquí y yo se los crearé multiplicados por diez en
Inglaterra. No dude de que soy capaz.
—¿Quién se cree que es?
—Sé muy bien quién soy, aunque no tengo idea de quién es usted.
—Lady Sodworth.
Pero era evidente que sabía que no había sido eso lo que él había querido decir. Se le tensó
feamente la cara, por su necesidad de cumplir su amenaza, pero hacía falta ser mucho más
valiente para enfrentar a Robin cuando estaba en esa actitud. Se llevó rápidamente a sus hijos, los
hizo subir al coche y, pasado un momento, éste se puso en marcha dejando una polvareda.
—Dará problemas —dijo Petra, enferma de miedo.
—Que lo intente —dijo él, ofreciéndole el brazo—. Creo que ahora podemos marcharnos,
hermana.
Intentaba mostrarse relajado, pero le quedaban restos de la tensión por el enfrentamiento con
lady Sodworth. Ella se cogió de su brazo tenso, nuevamente pensando quién podría ser. A veces su
arrogante seguridad era digna de un príncipe.
Él volvió a montar a caballo para hacer esa etapa, y a ella eso la alegró. No podía dejar de
intentar desenredar el enigma que era Robin Bonchurch. Él debería llamarse Riddlesome. Su ropa
era sencilla, normal y corriente, y a veces parecía ser persona de poco peso en todos los peores
sentidos. Pero había actuado con eficacia contra madame Goulart y luego contra lady Sodworth,
de una manera totalmente diferente.
Reconocía que era de cuna noble, pero ¿ocultaba un gran título?
Pensó en Coquette, con sus orejas en forma de mariposa, su pelaje con puntas doradas y su
collar enjoyado, y en su altivo ayuda de cámara, Fontaine. Recordó ese escritorio portátil y el viejo
anillo de sello.
—¿Quién es su amo? —preguntó al ayuda de cámara.
—Quien dice que es —contestó él en un tono altivo que indicaba que no diría nada más.
Petra se giró a mirar por la ventanilla, a contemplar el campo, frustrada por la confusión. Pero
en realidad no tenía importancia. Una vez que llegaran a Inglaterra él podría seguir su misterioso
camino y ella el suyo. No volvería a verlo nunca más.
Y si eso le provocó una punzada de pena, esa era la prueba de que seguramente sería lo que
más le convenía.
Adelantaron a la pesada y lenta berlina de lady Sodworth, pero seguro que ese coche pesado,
con sus grandes ruedas, hacía el trayecto más fluido y suave que el más rápido en que iban ellos.
Petra no tardó en sentirse dolorida por los saltos sobre los baches y el esfuerzo para no deslizarse

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por el asiento con las sacudidas y zarandeos, pero no tenía la menor intención de pedir que fueran
más lento. Si fuera posible, pediría más velocidad. Tal como antes, se aferró a la correa de la
puerta para afirmarse, y no pudo dejar de recordar la salvaje tormenta.
La seguridad de los brazos de él.
Su desvergonzada manera de acariciarla.
Los truenos, los relámpagos, el beso.
En Bernay cambiaron los caballos y después comprobaron que la carretera estaba mejor. En
Nampont se enteraron de que la tormenta no había llegado hasta ahí. El dueño de la casa de
postas se quejó de que deberían sacar las carretas con agua para mojar el camino, pero los
funcionarios eran unos tacaños.
Sí que había muchísimo polvo. La carretera discurría cerca de la costa, por lo que el suelo era
arenoso. Había más tráfico, en ambos sentidos, con personas viajando desde o hacia los puertos
del Canal. I .os cascos de los caballos y las ruedas de los coches levantaban una polvareda que en
algunas partes formaba niebla. Tal vez eso fue la causa del accidente. Se oyó un gran estruendo,
ruido de maderas al romperse, y luego chillidos. El coche de ellos no chocó con nada, pero se
deslizó bruscamente hacia la izquierda y se detuvo con una sacudida, quedando ladeado.
Petra vio a Robin desmontar y entregarle las riendas a Powick.
—Quédate dentro —le gritó a ella y se dirigió al lugar del accidente.
Fontaine bajó por la puerta del otro lado, tal vez simplemente para escapar. Ella cogió a
Coquette para impedir que lo siguiera y luego intentó ver lo que estaba ocurriendo, por la ventana
delantera.
A dos coches que viajaban en sentido contrario se les habían quedado trabadas las ruedas, y
ahora estaban hechas un enredo de astillas. Los caballos de esos coches parecían aterrados, y
todos los demás se movían inquietos. El coche de ellos se sacudía y vibraba con los movimientos
de sus caballos.
Criados y caballeros corrían de aquí para allá gritando, pidiendo ayuda, dando órdenes o
simplemente quejándose. Ella no veía ni oía a Robin, pero una cosa estaba clara: la carretera
estaba bloqueada y era posible que continuara así un buen rato.
—De verdad, Dios no favorece mi causa —le dijo a Coquette—. Si esto hubiera ocurrido cuando
ya habíamos pasado, se habría retrasado cualquier persecución.
Otro coche se detuvo detrás. Ella se giró a mirar, temiendo ver a Varzi, pero la cabeza que se
asomó por la ventanilla era redonda y de pelo bermejo. El hombre comenzó a gritar en francés
exigiendo que alguien despejara el camino.
—Hombre estúpido —masculló—, y también eres estúpida tú, tratando de salir a meterte entre
los cascos de esos caballos enloquecidos.
Otro coche se detuvo más atrás; era uno con cochero. Tal vez fuera la diligencia, el coche de
transporte público. Lógicamente, Varzi viajaría en un coche de su propiedad, pero eran muchas las
historias que había oído acerca de él. Una de sus características era hacer lo imprevisible.
Estaba segura ahí, fuera de la vista de cualquiera, y continuaría así, pero justo entonces el
coche se ladeó más aún. Consiguió deslizarse hacia el otro lado, y vio que estaban en la pendiente
de una cuneta. Se subió la capucha de la capa y se las arregló para hacer la difícil proeza de bajar

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por ese lado, llevando a Coquette. Al salir se encogió al encontrarse con la polvareda y el ruido.
Caminó rápidamente hasta el borde del camino, alejándose de ambas cosas.
—Deja de retorcerte para ir hasta él, animalito estúpido —le dijo a la perra.
Ya eran tres los coches detenidos detrás del de ellos. Del último bajaron dos hombres de
uniforme azul en actitud resuelta. Tal vez ellos pondrían orden en el caos. No lograba ver a Robin,
hasta que cayó en la cuenta de que era él el hombre en mangas de camisa que estaba intentando
separar las ruedas trabadas con sólo la fuerza de sus manos, ayudado por Powick y otros hombres.
—¿Quién es? —le preguntó a la perra—. ¿O todos los ingleses están locos de verdad?
Coquette también había visto a su adorado amo y estaba más desesperada por liberarse. ¿Por
qué diablos no tenía correa? ¿Y dónde estaban los caballos, y Fontaine? Entonces vio que él estaba
detrás, con los caballos, junto con otros que habían decidido ser sólo espectadores, lejos del
polvo.
Fue a ponerse a su lado.
—¿Coquette no tiene correa? —le preguntó.
—Tiene un buen número —contestó el ayuda de cámara, con ese gesto habitual con que
parecía sorber por la nariz—. Una a juego con cada traje de él. Algunas enjoyadas.
Ella había conocido a afectados elegantes que llevaban animales domésticos como accesorios,
pero ¿Cock Robin, que no se tomaba la molestia de ponerse corbata?
—¿Dónde está la correa que hace juego con su actual indumentaria? —preguntó—. Esta
estúpida perra desea que la pisoteen.
—Deje que la pisoteen. Lo aliviaría de una carga.
—Eso no lo creo.
—¿No? —dijo él sonriendo satisfecho—. La compró sólo para impresionar a una beldad de
Versalles. Una vez que consiguió lo que quería, la perra dejó de tener utilidad para él.
«¿Qué perra?», pensó Petra, disgustada pero fascinada al mismo tiempo.
—Sin embargo el tonto animalito sigue fastidiándolo —suspiró él—. Suelen hacerlo, con gran
disgusto para él.
—¿Es eso una advertencia para mí, Fontaine? — Al verlo sonreír burlón, añadió—: Olvide esta
ropa y recuerde mi hábito. Y aún en el caso de que fuera una dama corriente, no tengo el menor
interés en un hombre como él.
—Entonces sería única entre las mujeres.
—Lady Sodworth no se desmayó al verlo. Ni tampoco las mujeres Goulart. ¿Dónde está la
correa de Coquette?
—En el bolsillo de su chaqueta, supongo.
Y la chaqueta estaba a saber dónde.
Petra observaba el caos, analizando detalles mentalmente.
—Si viene de la corte, ¿dónde está su ropa para la corte? —preguntó.
—Esa ropa la envía por adelantado en carreta para que llegue antes que él a Londres. Yo le he
advertido que algún día se la perderán o robarán, pero no hace caso. Y puesto que a veces
llegamos a Londres antes que la ropa, si se presenta algún acontecimiento importante me veo
obligado a arreglarle o a adaptarle prendas de su ropa más vieja.

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El ayuda de cámara se estremeció.


—¿Al señor Bonchurch le gusta la moda y la elegancia de la corte? —preguntó ella, observando
al hombre cubierto de polvo, arremangado, trabajando con las ruedas y bromeando con sus
compañeros de trabajo.
—Cuando está de humor.
Y seguro que era verdad, pensó Petra; era un ser que seguía su capricho y su humor, y tan fiable
como el gallo de una veleta. ¡Otro gallo!
Coquette seguía intentando liberarse para ir donde su adorado, así que echó a andar por el
accidentado borde de la carretera hasta que él quedó fuera de su vista. Mientras caminaba fue
expresando su frustración:
—Collares enjoyados y correas con cintas para hacer juego con cada traje. Y tú eres igual, ¿no
te da vergüenza? Te utilizó. ¿No te importa? Te utilizó y ahora te regalaría a cualquier desconocido
que te aceptase. Es vergonzoso adorar a una persona así.
Coquette se limitó a ladear su cabeza mariposa como si estuviera analizando un misterioso
concepto.
—Pero no puedes evitarlo, ¿verdad? Una mujer enamorada no tiene ninguna dignidad. Eso lo
sé muy bien. Con Ludo veía muchas señales de la verdad, pero ¿les hice caso? No, claro.
Exhaló un suspiro y entonces fue cuando vio las frambuesas. Largas ramas caían por la cerca,
invitando y ofreciendo un escape de esos recuerdos inquietantes. Sujetó firmemente a la perra
bajo el brazo y comenzó a comer, desechando toda idea de llevar algunas al coche para
compartirlas. Mientras comía sermoneó largo y tendido a la perra, sobre la dignidad, la prudencia
y los malvados ardides de los jóvenes aniquiladoramente atractivos.
Sabía que no serviría de nada.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1111

—¡ Maria!
Petra pegó un salto, se giró y vio a Robin, con las manos en las caderas, mirándola.
Volvió al coche a toda prisa, echando una rápida mirada a la cola. Ya eran seis los vehículos,
pero no vio señales de Varzi, lo cual era estupendo porque se le había bajado la capucha.
—No hace ninguna falta gritar —dijo.
Él cogió a la perra.
—Parece que el nombre «Maria» no se te queda en la cabeza. Sube. Podemos continuar el
viaje.
Los coches accidentados estaban en el borde del camino, y el coche de ellos estaba sobre
terreno llano.
— Lo siento —dijo ella cuando ya estaba dentro del coche—, pero no es mi nombre de pila.
Alargó las manos para coger a la perra, pero él subió y cerró la puerta.
—No me pareció prudente gritar «Petra».
Ah, o sea, que él también había estado pensando en la persecución.
Cuando el coche comenzó a avanzar lentamente, lo miró y movió la cabeza al ver lo polvoriento
que estaba. Tenía polvo pegado a la piel, por el sudor, y tal vez por eso no se había vuelto a poner
el chaleco ni la chaqueta. Haría falta un genio para zurcir una rotura dentada en su sucia camisa.
Ya no parecía un ángel, pero el pelo aplastado por el sudor y la piel polvorienta dejaban despejado
su lado más rudo.
Le vino a la memoria otra estrofa infantil.

¿Hombre rico o deudor,


juez de la corte o ladrón,
almirante o marinero,
bistec o pan añejo?

Esa estrofa se enseñaba a los niños para que aprendieran que tenían caminos en la vida y que
sus decisiones tendrían consecuencias. No permitía que un hombre fuera muchas cosas a la vez.
¿Hombre rico o aventurero?
¿Cortesano o jornalero?
¿Héroe o tonto veleidoso?
¿Hombre cuerdo o loco rabioso?
Coquette saltó al suelo y se sacudió.
—Estoy demasiado sucio para su gusto —dijo él sonriendo—. ¿Demasiado sucio para que me
beses?
—La suciedad no tiene nada que ver con eso.

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—De todos modos, debo bañarme. Pronto llegaremos a Montreuil y pararemos ahí.
—No hay ninguna necesidad...
—Debo bañarme. Y perdóname la falta de delicadeza, pero tú también.
Petra sintió una oleada de vergüenza, pero de todos modos dijo:
—Me lavaré, pero no tengo ropa limpia para cambiarme, a no ser que vuelva a vestirme de
monja.
—Ah, sí, ropa. Eso también lo encontraremos en Montreuil. Petra, habríamos parado ahí de
todos modos. Es la última oportunidad de comer algo decente antes de Boulogne.
—¿No podemos comprar algo para comer por el camino?
—¿Esperas que mis hombres coman montados a caballo? Se merecen un descanso.
Eso era incontestable, pero, ¿cuánto tiempo llevarían un baño y una buena comida? ¿A qué
distancia venían detrás lady Sodworth y Varzi? ¿De qué les serviría haber viajado a toda velocidad
si pasaban horas detenidos en la pretenciosa posada Court de France?
—He ahí Montreuil —dijo él.
Por la ventana delantera, por encima de las ancas de los caballos, se veía una colina coronada
por una fortaleza gris.
—¿Tenemos que subir hasta ahí? Tardaremos una eternidad. —No todo el camino, y el coche
se tomará su tiempo mientras nosotros hacemos a pie la ruta más rápida. Es una ciudad
encantadora y ofrece unas vistas magníficas.
—Señor Bonchurch, no estamos en un viaje de placer.
—Yo estaba, o en uno tan parecido que no había diferencia, hasta que me encontré contigo —
dijo él, pero sonriendo—. No me quejo, y sí, tenemos cierta urgencia, pero los barcos de Boulogne
zarpan con la marea, que será a última hora de la tarde, al anochecer. La prisa sólo nos hará estar
plantados en una ciudad muy inferior a esta.
—No se toma esto en serio. Él se encogió de hombros.
—Es mi naturaleza. Creo que has visto que sé ponerme serio cuando es necesario.
Petra no pudo negar eso, pero todos sus instintos deseaban avanzar a toda velocidad.

Robin observó pesaroso a su misterioso enigma. Su tono la había ofendido, pero de verdad
estaba en su naturaleza tomarse las cosas de la mejor manera posible. Ella, en cambio, parecía
buscar lo contrario. ¿De verdad la perseguía un malvado amante milanés, o ella sólo se imaginaba
cosas? El peligro de esa noche no se lo había imaginado, pero él le había dicho la verdad. La prisa
sólo significaría estar más tiempo en Boulogne, y ella estaría más segura en la lujosa posada Court
de France.
Los caballos subieron lenta y laboriosamente la pendiente hacia la ciudad, hasta que el coche
llegó al sendero más empinado pero más rápido para subir a pie.
—Desde aquí vamos a caminar —dijo, sacando una delgada correa de piel de su bolsillo y
enganchándola al collar de Coquette.
—Necesité esa correa durante el accidente —se quejó ella—. Tuve que tenerla en brazos todo
el tiempo.

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—Deberías habérmela pedido.


—Usted estaba destrabando la rueda de un coche en ese momento, envuelto en una nube de
polvo.
—Qué falta de previsión la mía.
Bajó del coche y se giró a ofrecerle la mano, intentando tranquilizarla con una sonrisa. Ella
aceptó la ayuda, pero le soltó inmediatamente la mano, con una expresión casi de miedo. Si tenía
miedo se debía a la chispa que saltó entre ellos cuando se tocaron. A él casi lo aterraba también.
Dejó en el suelo a la perra y echó a caminar, dejando que Coquette corriera de un lado a otro y
a veces se detuviera a explorar. Su posible monja caminaba delante sin detenerse, con su chillón y
provocativo vestido oculto por la capa oscura. Pero la ropa no tenía nada que ver; le había hecho
pasar rayos por todo él cuando vestía su soso hábito.
Finalmente, ella se detuvo y se giró a mirarlo ceñuda.
—¿Piensa tomarse todo el día en esta caminata?
—La estoy disfrutando. Fíjate en las vistas.
—Son magníficas —concedió ella secamente—, pero no tenemos tiempo.
Robin cogió a Coquette y le dio alcance.
—Al asunto serio, entonces. ¿Qué tipo de ropa deseas?
—No tenemos tiempo —repitió ella, reanundando la marcha. —Hemos hablado de eso, y ¿de
verdad quieres ponerte esa ropa después del baño?
—No me voy a bañar.
—Yo sí, y después pienso ponerme ropa limpia desde la que me toca la piel hasta la que me
cubre entera.
—Tengo un hábito limpio en mi baúl.
—Si te vistes de monja otra vez serás como un faro para tus perseguidores. Te compraré algo
apropiado.
—No quiero estar más endeudada con usted.
—Estamos hablando de chelines.
—Porque sé el pago que va a exigir.
Robin controló el genio.
—Nunca exijo esos favores.
—No, las seduce con regalos, como perros ridículos.
Robin miró a Coquette.
—Te acaban de insultar. Lástima que no muerdas.
Levantó la vista y vio la cara pálida y tensa de Petra.
—Perdone —dijo ella—. Lo siento, pero es que... nunca me hace caso. En todo tiene que salirse
con la suya.
—Te deseo en mi cama, Petra, y todo indica que será magnífico, pero no espero salirme con la
mía en eso. Si lo consigo, no será en pago y ni siquiera por gratitud, sino sólo si te impulsa un
verdadero deseo.

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¿Se estremeció? Eso esperaba, porque lo estaba volviendo loco. Se arriesgó a tocarle el codo
para hacerla avanzar, para reanudar la subida, y volvió a sentir la chispa.
—No debes volver a ponerte el hábito, y necesitas ropa respetable antes que lleguemos a
Inglaterra.
—Vuelta a lo mismo.
—Pero tengo razón.
Ella se detuvo un momento, rígida, y reanudó la marcha.
—Sin duda soy un tonto —dijo él a la perra.
Podía ser un tonto en lo que respectaba a las mujeres, pero sólo con los ojos abiertos. Les
permitía utilizarlo o engañarlo, pero sólo hasta cierto punto y solamente mientras lo divirtiera.
¿Dónde estaba la recompensa en esa muchacha rígida dada a los secretos? Si tuviera una pizca de
sensatez, la llevaría a Dover, la dejaría escapar y la olvidaría. Pero no podía. Como Coquette, Petra
ya era su responsabilidad y debía cuidar de ella hasta que estuviera seguro de que estaba a salvo.
Pasaron por la puerta de la ciudad y Robin le indicó por dónde debía seguir. Ella tomó por ahí,
diciendo:
—Tal vez podría vestirme de chico. Llevo el pelo corto, y ese sería un disfraz mejor aún.
—Córcholis, mujer, nadie sino un bobo se creería que eres un hombre. Y si lo creyeran, estarías
en grave peligro.
—Sé manejar la pistola y la espada. Eso lo vio.
Igual intentaría hacer esa locura.
—Algunos hombres desean a los jóvenes hermosos más de lo que desean a las mujeres
hermosas. Ella lo miró de reojo.
—Usted debe de llevar una vida peligrosa, entonces.
Él la miró sorprendido, luego se rió y movió la cabeza.
—Entremos. El sol te ha trastornado el juicio.

Petra entró en la lujosa y amedrentadora posada, deseando no haber hecho ese último
comentario. Él tenía razón; debía estar perdiendo el juicio. Y en ese caso, era totalmente por culpa
suya. Era hermoso, y saltaban chispas cada vez que se tocaban. Y siempre deseaba hacer las cosas
a su manera.
La posada estaba muy concurrida, pero era evidente que estaban acostumbrados a eso, aunque
no, tal vez, a mujeres vestidas como iba ella. De todos modos, los criados estaban muy bien
entrenados como para actuar con grosería, y no tardaron en encontrarse en la sala de estar de una
hermosa suite, donde los esperaban frutas, vino y pastelillos, y sólo un momento después de
entrar, les llevaron jarros con agua caliente para lavarse. Robin pidió una comida y dos baños.
Ella deseó protestar por principio, pero si él se iba a bañar, ¿por qué ella tenía que resistirse a
ese placer? Él estaba hablando con una criada.
—Ya ves cómo ha sufrido mi hermana en el viaje. Se perdió su baúl y la ropa que llevaba puesta
quedó hecha una ruina. ¿Sería posible comprar algo más apropiado para ella? Ya ves su talla.
La criada estaba ruborizada y nerviosa por su encanto.

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—No lo sé, señor. Deseo complacerles, pero tengo mis deberes...


—Pagaré todos los gastos e incluso al posadero por el tiempo que te ocupe esto.
Ella se inclinó en una reverencia.
—Iré a preguntar, señor. Haré todo lo posible.
Petra se comió un pastelillo y tal vez eso le mejoró el humor.
—Gracias. Pido perdón por haber sido tan pesada.
—Uy, querida, debes de estar en muy mala forma para haber caído en la sumisión.
—No estoy...
—¡Paz! —Sirvió vino dorado en dos copas y le llevó una a ella—. Hace menos de veinticuatro
horas que nos conocemos, Petra, y estoy absolutamente admirado de que todavía estés sobre tus
dos pies.
Ella bebió un trago de moscatel y de pronto sintió flaquear las piernas por el agotamiento. Fue
a sentarse en uno de los dos sillones junto a la ventana.
—A veces yo también —dijo.
La ventana de dos hojas estaba abierta, ofreciendo una suave brisa y una amplia vista. Vio la
carretera por la que habían viajado, llena de vehículos en ambos sentidos. No pudo evitar mirar
atentamente por si veía señales de Varzy y sus hombres, aunque sabía que a esa distancia no vería
ningún detalle.
Robin se sentó en el sillón lateral, y el sol iluminó su pelo polvoriento, y sus ojos de un azul más
claro, por el contraste con su sucia piel.
—Explícame lo de tus perseguidores.
Ella bebió otro trago de vino. Debía decírselo, pero la historia era muy disparatada, y significaría
que tendría que decirle lo de su tontería y el pecado con Ludo.
—Alguien no quería que me marchara de Milán.
—Un hombre has dicho. ¿Tuviste un amante?
Ella deseó negarlo, pero la verdad destrozaría cualquier idea romántica que él pudiera tener. Lo
miró a los ojos y dijo:
—Sí.
No hubo reacción visible.
—¿Y ahora está qué, desesperado? ¿Vengativo? ¿Furioso?
Ella lo pensó y finalmente dijo:
—Posesivo.
—Ah.
—Me alegra que lo entienda, porque yo no, y menos aún ahora que está casado.
—Eso es intrascendente, me parece. Aunque su esposa no debe de ser feliz si él te viene
persiguiendo por toda Europa. ¿No teme la ira de ella?
—No teme a nadie.
—¿Su nombre?
—Ludovico.

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—¿Qué más? —Lo interrumpió un golpe en la puerta—. Adelante —gritó, sin dejar de mirar la
cara de ella con ojos pensativos.
Entró un criado a anunciar que los baños estaban preparados. Robin se levantó y fue a
agradecérselo con una pequeña moneda. Después volvió y le ofreció la mano, como un caballero
que va a llevar a una dama a la pista de baile. Petra no necesitaba ayuda, pero puso la mano en la
de él y permitió una ligera presión al levantarse. Eso fue imprudente. Él se le acercó más y se llevó
su mano a los labios.
Ella la retiró.
—Que haya tenido un amante no me hace presa fácil —dijo con dureza.
A él le brillaron de risa los ojos.
—Mi queridísima Petra, sólo un imbécil te imaginaría presa fácil. Tienes un nombre muy
apropiado: «piedra».
—Petronilla, «piedrecilla».
—Una piedrecilla puede ser una tortura dentro de un zapato. Tortura.
—No deseo causarle ningún daño...
Él se echó a reír.
—Petra, Petra, era broma. No me harás ningún daño.
—Oh, es usted exasperante. Un inglés engreído, cómodo, con una tonta perra con ridículas
correas, que no sabe nada del mundo. Ni empieza a imaginarse que el peligro podría tocarlo.
—El peligro nos tocó a los dos anoche.
—Esas campesinas. Y eso que estábamos bien armados, mientras que ellas sólo tenían un
cuchillo de cocina.
—Y veneno —dijo él, muy serio—. Nunca jamás olvides el veneno. Reyes y poderosos guerreros
han sido abatidos con veneno. Y por mujeres hermosas en las que confiaban.
Petra lo miró, dolida por esa verdad.
Él abrió la puerta del dormitorio de ella, del que salía vapor de una bañera recubierta con un
paño y donde la esperaba una criada con cofia, que se inclinó en una reverencia.
—Por el momento nuestro único peligro es expirar de placer. Ven, querida hermana, y ahógate
en el placer.
Petra entró con paso firme, cerró la puerta en la cara de él y apoyó la espalda en ella, agotada y
llorosa. No debería haberle dicho nada de la persecución ni del peligro. Pero había sido necesario,
para impedir el retraso y ponerlo sobre aviso. Estaba poniendo en peligro al inocente y encantador
Robin Bonchurch.
—¿Señora? —dijo la desconcertada criada.
Petra se enderezó; el baño la llamaba como una sirena. Echó a caminar, quitándose la cofia y
soltándose los lazos de la blusa.
—Louise ha ido a buscarle ropa mejor, señora —dijo la criada, mirándole el pelo con
curiosidad—. Con el permiso del señor Belmartin, por supuesto.
—Muy amable —dijo Petra, tirando al suelo la blusa y desatándose el lazo de la falda—. ¿Y tú
eres...?
La chica se inclinó en otra reverencia.

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—Nanette, señora.
En el convento los baños eran un asunto incómodo, sobrio; había que bañarse con una camisa
puesta. Aun así, Petra d'Averio había disfrutado de baños exquisitos y siempre desnuda. Casi se le
hacía la boca agua al pensar en bañarse así otra vez, pero llevaba la daga atada al muslo.
—Por favor —dijo—, llévate esa ropa, la quiero fuera de mi vista.
La chica recogió la falda, la blusa y la cofia.
—¿Qué hago con ellas señora?
—Lo que quieras.
La criada salió por la puerta que daba al corredor, y ella se desabrochó rápidamente la correa,
se quitó la camisola y envolvió la daga en ella. Era de esperar que la criada trajera ropa interior
limpia, porque no soportaría volver a ponerse esa camisola.
Se metió en la bañera. El agua estaba exactamente a la temperatura adecuada, y en el vapor
detectaba el olor del calmante romero. Se sentó, se echó hacia atrás y se relajó, exhalando un
suspiro de dicha. Ahogándose en placer. Ah, sí, de verdad.
Como estaba él, supuso, desnudo en su bañera en una habitación cercana. ¿Cómo sería
desnudo? Se lo había imaginado por el lado delicado, como el Apolo de la loggia de la casa donde
se crió. Ludovico era así, guapo pero delgado, sólo con un poco de grasa en el vientre, cosa que
Robin no tendría, estaba segura. Lo sabía, por haberlo visto en acción esa noche, y por el trozo de
su pecho que había tocado esa mañana. Y en especial por haberlo visto forcejeando con esa rueda,
arremangado, enseñando unos brazos musculosos y magros.
La estatua del arcángel san Miguel, entonces. Ancho de hombros y delgado de caderas,
ondulantes músculos por su largo abdomen. La estatua del arcángel llevaba armadura romana,
que le marcaba todos los contornos, pero ocultaba las partes interesantes. De todos modos, había
debates religiosos acerca de si los ángeles tenían esas partes, o esas hambres.
Lo que demostraba que Robin Bonchurch no era un ángel.
—¿El jabón, señora?
Petra se sentó sobresaltada, y agradeció que el calor del agua explicara su rubor. No había oído
entrar a la criada.
—¿Me estaba quedando dormida? Tienes razón, no hay tiempo para eso.
Cogió el paño y el jabón y comenzó a pasárselo con fuerza trocito a trocito, quitándose la
suciedad Goulart. El agua no tardó en estar sucia y la espuma marrón, pero al menos la suciedad
ya no estaba en ella. Le pidió a la criada que le pasara el paño por la espalda y le lavara el pelo en
una palangana con agua limpia. Con la cabeza echada atrás disfrutando de esa maravillosa
operación, recordó a su doncella, Maria Rosa, lavándoselo. En ese tiempo les ocupaba muchísimo
tiempo, pues la abundante cabellera le llegaba a las caderas.
Querida Maria Rosa. Había sido amiga además de criada. Cómo charlaban y reían. Y actuaba
como su amiga especial, o al menos eso creía ella, cuando la ayudaba a organizar los encuentros
clandestinos con Ludovico.
El delicioso galanteo secreto, como lo veía ella; la inteligente y secreta seducción desde el
punto de vista de él. Las advertencias de su madre habían resultado ciertas: todos los hombres son
unos mentirosos seductores, y una vez que hacen la conquista abandonan. Debía recordar eso.

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Incluso su padre inglés, del que su madre se fiaba que la ayudaría, a pesar de ser su hija bastarda,
había sido un seductor que luego la abandonó.
Aun así, algunos hombres eran demasiado constantes; sólo había que pensar en Ludo, que se
negaba a aceptar el rechazo.
La criada le envolvió la cabeza en una toalla.
—Ya está señora. Si se pone de pie, le echaré agua para aclararla.
Petra obedeció, la chica cogió un jarro grande, se subió en una banqueta y le derramó el agua
tibia limpiándole todo el cuerpo de la espuma sucia que le quedaba. Entonces salió de la bañera y
la chica la envolvió en una toalla grande. Se estaba secando cuando sonó un golpe en la puerta. No
pudo evitar pegar un salto, alarmada, además de mirar hacia su camisola, en la que estaba
envuelta su daga.
Delante de la puerta Nanette había puesto un biombo, y desapareció detrás de él. Habló rápido
y en voz baja y luego volvió sonriendo con un bulto en las manos.
—Ropa, señora. Me preocupaba que tuviera que comer envuelta en una sábana.
Extendió sobre la cama una camisola limpia, una enagua de color crema y un vestido de tela
verde floreada, con la falda abierta por delante. «Demasiado bonito», pensó Petra al instante.
¿Sería sentimiento de culpa por abandonar la sobriedad monjil, o preocupación por la reacción de
Cock Robin? Fuera lo que fuera, no tenía alternativa.
Se puso la camisola y la enagua.
—Uy, señora, nos olvidamos del corsé.
—No importa —dijo Petra, cogiendo el vestido.
También había un par de bolsillos para ponerse bajo el vestido, que tenía dos rajitas para
acceder a ellos. Eso era estupendo, muy bueno. Tendría un lugar para llevar su precioso
devocionario. Lamentaba haberlo dejado en el coche.
Rápidamente se puso el vestido; le quedaba ceñido bajo los pechos, pero eso compensaba la
falta de corsé. Le iba bastante bien de talla y el largo era más o menos el correcto.
Pero cuando se giró a mirarse en el espejo, vio que su preocupación anterior era válida.
Demasiado bonito. El corpiño era bastante escotado, y al quedarle ceñido le levantaba los pechos.
El color le sentaba demasiado bien además. Durante años sólo había llevado el hábito, si no
tomaba en cuenta las prendas Goulart. Ante su sorpresa, se sentía vulnerable.
—¿Pasa algo, señora? —le preguntó la criada.
—Mi pelo —dijo ella, a modo de disculpa, tocándoselo.
Sí que se veía raro. Cuando lo llevaba largo era ondulado, pero ahora, corto, y recién lavado,
era un alboroto de rizos. En un querubín se vería encantador, pero en una mujer adulta era
ridículo. Pero más que eso, sentía desnuda la cabeza.
—Es inusual, señora, pero bonito. ¿Esa es la moda en el lugar de donde viene?
Petra dijo que sí; eso era más fácil que inventar una explicación.
—Viene una cofia con el vestido, señora.
Petra la cogió impaciente, asombrada de lo angustioso que podía ser ese cambio de ropa. La
cofia era similar a la toca que formaba parte de su hábito, pero más holgada y mucho más frívola.
El volante delantero era ancho y de encaje, y no bajaba en punta hacia la frente. También se ataba

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bajo el mentón pero con una ancha cinta de seda. Vio un sombrero también, si se podía llamar
sombrero a un disco de paja. Unas cintas a juego con el vestido formaban un lazo encima y hacia
atrás colgaban su buena yarda.
—Este tiene que haber sido el traje favorito de alguien —dijo, pensando si habría una tragedia
detrás.
—La hermana de Louise, señora. Se sentía muy orgullosa de este vestido, pero está esperando
su segundo hijo y supone que no va a recuperar esa figura. No se preocupe, señora. Su hermano
ha pagado bien.
—De todos modos, estoy agradecida —dijo Petra, alisándose la tela sobre las caderas, nerviosa;
ni miriñaque ni enagua almidonada—. No me pondré el sombrero todavía, pero ¿tengo zapatos?
—¡Oh!, lo siento. Louise se llevó esas extrañas sandalias para tener el tamaño. Iré a ver qué ha
encontrado. Medias también. ¿Cómo se le ha podido olvidar?
«Porque cualquier dama normal llevaría puestas las propias», pensó Petra.
Sonó un golpe en la puerta que daba a la sala de estar y habló Robin desde fuera:
—¿Estás lista, Maria? Ha llegado nuestra comida.
—¡Voy! —gritó Petra, indicándole con un gesto a la chica que podía marcharse.
Cuando esta salió al corredor, rápidamente sacó la daga del envoltorio y se abrochó la correa
en el muslo. Así armada, fue a la puerta de la sala de estar y sólo cuando la abrió recordó que
estaba descalza.
Él la miró fijamente, pero no a los pies.
—Mis disculpas. No te había visto vestida con nada así... desde hace mucho tiempo —añadió,
sin duda recordando que supuestamente eran hermanos.
Entonces le vio los pies y sonrió, de una manera que igual le tiñó de rubor los dedos de los pies.
Salió a toda prisa a la sala, donde la mesa estaba puesta, doblando los dedos de los pies, como si
así pudiera ocultarlos.
—Ah —dijo él—, por fin puedo satisfacer algunos de tus deseos.
El olor a pan caliente y crujiente le sedujo a ella la nariz. La mantequilla, el vino y una cesta con
fruta fresca le hicieron la boca agua. Un criado de la posada estaba a un lado, listo para servir la
sopa en los platos, y esa sopa olía maravillosamente. Se sentó y comenzó a comer.
—Oh, esta sopa está muy buena —dijo.
Suspiró y le sonrió a Robin, y sólo entonces recordó lo que él acababa de decir.
A él se le formaron los hoyuelos en las mejillas.
—Estás de fino plumaje —dijo entonces ella, para pasar el momento—. Supongo que llegó el
coche.
Él sirvió vino blanco en la copa de ella.
—Sólo un cuarto de hora después que nosotros.
Un valioso encaje se movía sobre sus manos de largos dedos. Más formaba espuma en su
cuello. Por primera vez desde que se encontró con él, llevaba corbata, y una hermosa.
Su traje no era apropiado para la corte, pero era muy elegante, la chaqueta de tela azul oscuro
con botones dorados, sobre un chaleco de brocado beis. Pero no llevaba joyas; entonces vio el

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alfiler con cabeza de perla que le fijaba la corbata. Blanco sobre blanco. No habría esperado esa
sutileza, pero se veía perfecto.
—Me alegra que te agrade mi plumaje —dijo él, con los ojos todavía sonrientes.
Atrapada, Petra se ruborizó y volvió la atención a su sopa.
¿Calavera o protector?
¿Dandi u hombre corriente?
¿Espadachín, gandul?
¿Seductor, cortesano?
No consiguió hacer una estrofa con rima, pero realmente él era un enigma siempre cambiante.
Cuando terminó de tomar la sopa tuvo que volver a mirarlo. Llevaba el pelo recogido en la
nuca, pero eso no explicaba su docilidad. Ah, todavía lo tenía mojado. Él captó su mirada y arqueó
las cejas.
—El pelo —dijo ella—. El tuyo sigue mojado.
—¿El tuyo no?
—El pelo corto se seca rápido.
—Incluso así, ¿lo cubres aunque esté mojado? Estoy seguro de que eso no es sano.
Estaba bromeando.
—Está bastante seco, hermano —dijo, para recordarle la simulación.
Los criados de esa posada, tan cerca de la costa, podrían saber algo de inglés, pero en todo
caso, el lenguaje del coqueteo era universal.
Se concentró en las fuentes que el criado estaba poniendo entre ellos, todas con olores
deliciosos. Robin le dijo al criado que se servirían ellos y que después lo llamaría.
Y así de pronto, se quedaron solos, y a él se le estaba secando el pelo, soltándosele y captando
la luz del sol. El blanco níveo de la corbata parecía realzar su radiante buena apariencia.
Él le puso comida en el plato.
—Lenguado, creo, con champiñones. No veo ningún motivo para que nos envenenen en esta
posada.
—Así que tú también pensaste en eso —dijo ella, probando; estaba hecho a la perfección—.
¿Qué crees que ha hecho madame Goulart?
—Huir, si tiene algo de sensatez.
—Su madre murió. Podría echarnos la culpa a nosotros. —Al ver su expresión escéptica,
excesivamente confiada, añadió—: Ese es otro motivo para llegar rápido a la costa. No deberíamos
entretenernos aquí.
—Necesitamos comer, los hombres necesitan comer y descansar, y tú, debo señalar, ni siquiera
llevas zapatos. Pero, como he dicho, marcharnos muy pronto de aquí sólo nos tendrá plantados
dando patadas al aire en Boulogne, que es un lugar mucho menos agradable que este.
—¿Dando patadas al aire? ¿Bailando?
Él se rió.
—Sin tener nada que hacer. Voy a gozar enseñándote expresiones coloquiales. Come.
Petra ni intentó discutir. Comió.

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Secretos de una Dama
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—Muy bien, ahora, mientras comemos, dime quién puso objeciones a que te marcharas de
Milán, y por qué.
A Petra se le evaporó el apetito, pero tenía claro que debía decir le algo.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1122

— Su apellido es di Purieri, conde di Purieri, y me desea.


—Un hombre de buen gusto. Conde. ¿Un hombre rico y poderoso?
—Mucho.
—¿Y fue tu amante? —preguntó él, y se puso otro bocado de pescado en la boca, como si la
pregunta no significara nada.
Petra lo miró fijamente. Deseaba ocultar muchos aspectos de esa historia, pero no podía
mentirle respecto a eso.
—Sí.
—¿Eso fue después de que te hicieras monja? —preguntó él, como si estuvieran hablando del
pescado.
—Noo, claro que no.
—No es imposible. Pero entonces, debías ser muy joven cuando mantuviste ese romance.
—Puedes dejar de lado los instrumentos de inquisidor, señor. Estoy dispuesta a decírtelo todo.
Por lo menos, todo lo que necesitas saber. ¿Por qué sonríes ahora?
—Tus manos. Hablas con las manos. Eso no lo hacías antes.
—En el convento se desaprobaba.
—Pero ahora surge la verdadera Petra d'Averio. Como una mariposa. —Chasqueó los dedos y
su perrita llegó corriendo a recibir un bocadito—. A esta raza la llaman mariposa debido a sus
orejas grandes y a la línea que les baja por el centro de la cara.
—Yo no soy una mariposa.
—Tampoco eres una piedra. Come. Si estás en peligro, eso es mayor razón para que comas,
pues necesitas tus fuerzas.
Ella obedeció, sorprendida por su capacidad para irritarla, incluso hablando de la comida. Pero
estaba muy buena, y tenía mucha hambre. Se comió toda su ración de pescado sin darse cuenta.
Él cambió los platos y sirvió una especie de carne estofada con verduras, y enseguida volvió al
interrogatorio.
—¿El conde di Purieri?
Ella suspiró.
—Nos conocíamos desde siempre. Es amigo de mi hermano. Me imaginé enamorada de él. Nos
encontrábamos en citas clandestinas. Yo fui muy tonta. Esa es toda la historia.
—Come —repitió él. Cuando ella terminó de tragar un bocado, preguntó—: ¿El heredero de un
título no era un partido adecuado para ti?
Y así llegaron a una de las partes que ella hubiera preferido ocultar.
—Yo no era considerada buen partido para él. Siendo joven y tonta, pensé que eso era un
problema de poca importancia, pero claro, no lo era.
—Entonces, ¿te mandaron al convento?

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8° de la Serie Los Malloren

—Yo decidí entrar en el convento, pero sí, un motivo fue escapar de la insistencia de Ludovico.
No podía casarse conmigo, así que me deseaba como amante.
Él dejó de comer.
—¿Tu familia no te ofreció protección?
—Mi padre había muerto. Mi hermano es amigo de él.
—Y también es, mis disculpas si te ofendo, un perro de mala raza.
—¿Un perro? —repitió ella, desconcertada.
—Un perro puede ser un animal noble. Uno de mala raza es el tipo más vil. Así se le llama a un
canalla, sólo digno de que lo maten de un disparo.
—Ah. —Comió otro poco de la carne tierna, saboreando la idea de considerar a su hermano
Cesare un perro de mala raza. —Pero las paredes del convento no te protegieron.
—Sí, durante un tiempo. O, más exactamente, mi madre me protegió. Escucha, esto podría no
ser nada. Quizá me imaginé que Varzi...
—¿Varzi?
Ella cayó en la cuenta de que nunca había dicho nada de él.
—Es el secuaz de Purieri. Su perro de caza. El que enviaría a seguirme.
—Supongamos que no te lo imaginaste. Si estamos en peligro, prefiero saberlo. Continúa.
Petra comió otro poco.
—Creí ver a Varzi cuando entramos en Abbeville, pero ya sabes cómo son estas cosas.
Llamamos a una persona amiga y cuando se vuelve a mirarnos vemos que no es ella. Debió de ser
eso, porque si era él, ¿por qué no me cogió?
—Tal vez porque tú huiste rápidamente conmigo.
Ella deseaba creer que se había imaginado a Varzi, pero eso tenía más lógica.
—Espera lo mejor pero prepárate para lo peor —dijo él—. Explícame lo de Varzi y lo de Purieri.
Cuéntame lo de Milán.
Petra contempló la posibilidad de parar ahí la conversación, pero él se merecía saber parte de
la verdad. Se obligó a comer un poco más, mientras lo pensaba.
—Es complicado. Estuvo lo mío con Ludovico. Entonces murió mi padre. Habiendo quedado
viuda, mi madre deseó entrar en un convento, eso suele hacerse, y yo pedí ir con ella, porque
sabía que mi hermano, que había heredado, no me lo pondría fácil.
—Una solución algo drástica, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—No vi otra opción, y no es insólito que damas solteras de buena familia vivan en un convento.
—¿Por qué?
—Suelen ser una carga. No les está permitido casarse con hombres de clase inferior, pero los
jóvenes de familias similares desean dotes más sustanciosas. A los hijos no se les impide casarse
con mujeres de clase inferior siempre que eso les signifique dinero. Entonces, ¿por qué un hombre
se va a casar con la hermana de un amigo si puede hacerse rico casándose con la hija de un
mercader de sedas veneciano?
—¿Eso fue lo que hizo Ludovico?

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—Con la hija de un mercader de especias de Génova, pero... —se pilló gesticulando con el
cuchillo y el tenedor y detuvo el movimiento—. ¿No es así en Inglaterra?
—No, tal vez debido a que no tenemos conventos para llevar ahí a languidecer a nuestras
damas. Qué falta de previsión la de Enrique octavo. Una casa llena de solteronas sería el mismo
infierno.
—¿Es verdad eso? —preguntó ella, observándolo—. ¿Te casarías con una dama de tu misma
clase aun cuando esté disponible la hija de un mercader rico?
—¿Eres hija de un mercader rico?
—No.
—Lástima.
—¿Por qué? —Al entender lo que él quería decir, añadió—: Prácticamente no tengo un
céntimo, señor.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que me casaré con una dama de mi clase que también tenga una buena dote.
—Entonces el dinero no se considera superfluo.
—El dinero nunca es superfluo, pero hay otro tipo de dotes. Las conexiones poderosas y la
influencia también son valiosas.
—¿Nadie en el mundo se casa por amor?
—Mi querida Petra, no me digas que eres una romántica.
Ella miró disgustada el resto de su comida.
—Ya no.
—No tengo nada en contra del amor —dijo él—, pero si se organiza bien, este coincide con
otros beneficios.
—Y si no, hay otros arreglos menos santos.
—Lo que deseaba tu Ludovico. Esas relaciones no siempre son sin honor.
—¿Para un hombre casado? Está mal en cualquier situación, pero que un hombre traicione así a
su mujer y que una mujer traicione así a otra mujer y las promesas sagradas... Yo no podría hacer
jamás algo así. Y en todo caso, ¿por qué fiarse de un hombre así? Aquel que no puede serle fiel a
una no le será fiel a ninguna.
No había sido su intención atacar, pero vio que él apretaba los labios.
—No estás casado —dijo, empeorándolo.
Él hizo a un lado su plato.
—¿Así que preferiste el convento frío a un amante ardiente, pero eso no te solucionó el
problema?
Petra reprimió el impulso de pelear.
—Estaba contenta en el convento y Ludovico se casó. Creí que se había acabado el problema,
pero cuando mi madre enfermó... —Él le llenó la copa y ella bebió—. Mi madre estaba segura de
que cuando ella muriera Cesare encontraría una manera de sacarme del convento, así que ideó un
plan.

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—¿Tu hermano podía entregarte a su amigo para que fueras su puta y la sociedad milanesa no
pondría objeciones?
No era de extrañar que eso lo sorprendiera. Habían llegado al punto que ella deseaba ocultar,
tanto por el honor de su madre como por el suyo. Contempló el vino, pero no vio alternativa.
—Soy bastarda —dijo.
—Ah. Deja ahí tu historia un momento. Nos vamos a fortalecer otro poco.
Tocó la campanilla que estaba sobre la mesa, y volvió el criado a retirar las fuentes y
reemplazarlas por una bandeja con café y dulces. Robin lo despidió con una generosa propina y
sirvió el café. Petra lo observó, aspirando el aroma, comprendiendo que era de la mejor calidad y
hecho a la perfección.
Él le pasó la taza.
—¿Es posible? ¿Compartimos un gusto?
Ella puso tres terrones de azúcar y una buena cantidad de cremosa y espumosa leche, y bebió,
con los ojos cerrados, dejándose llenar los sentidos por esa perfección y sintiéndolo bajar
satisfaciendo su cuerpo.
—Mi querida Petra, ruego que algún día yo pueda dar esa expresión a tu cara.
Ella abrió los ojos y sintió arder las mejillas.
—Lo siento. Lo que pasa es que... este es el mejor café que he probado desde que salí de Italia.
Desde antes de entrar en el convento, en realidad. Ahí lo tomábamos solamente en las grandes
ocasiones, y no era muy bueno.
Él la estaba observando.
—En todas mis casas tengo a alguien que sabe preparar café aun mejor que este —dijo
suavemente, sin duda con la intención de tentarla.
Pero ella se sorprendió.
—¿En «todas» tus casas?
Él pestañeó. ¿Significaba eso que había mentido? ¿O que había dicho una reveladora verdad?
Entonces él se explicó, aparentemente muy tranquilo.
—Tengo una casa en Huntingdonshire y una en Londres. Reconocí que soy cortesano, ¿verdad?
También tengo una pequeña propiedad en Vienne, que vino con mi madre.
—Comprendo. ¿Todos los hijos menores están tan bien dotados?
Volvió a beber y se quitó la leche del labio con la lengua. Él la miró fijamente y luego pareció
sacudirse.
—Estábamos hablando de tu familia. ¿Supongo bien si digo que eres hija del amor de tu madre?
—Sí. —Lo miró fijamente a los ojos—. Era una mujer buena. No creo ni por un instante que no
lo fuera. Era muy joven cuando ocurrió. Más joven de lo que soy yo ahora, aunque ya estaba
casada y era madre de dos hijos.
Ella puso una tartaleta de fruta en el plato; milhoja dorada rellena con algo rojo y coronada con
nata.
—Se casó muy joven, entonces.
—A los quince. Eso no es sorprendente... —Terminó la frase con las manos—. Fue durante un
festival veneciano. Una breve locura. No pudo ocultar la consecuencia. Había tenido dos hijos

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varones y supongo que mi padre tenía otros placeres. La perdonó, pero con condiciones. Si el bebé
era niño lo enviarían lejos, y si era niña, podía quedársela y él la aceptaría. Pero a cambio ella tenía
que ser una esposa dócil y no poner jamás ninguna objeción a lo que él hiciera.
—Me imagino que eso no estaba en su verdadera naturaleza.
—Él era un hombre difícil —se limitó a decir ella.
—Nada de esto fue culpa tuya —dijo él amablemente.
—Nací. Habría sido mucho mejor que no. Mi padre cumplió su palabra, pero cuando se estaba
muriendo le dijo a mi hermano la verdad acerca de mí. Así que, verás, eso explica su
comportamiento.
—No, pero continúa. Ella lo miró ceñuda.
—¿A ti no te importaría que una de tus hermanas fuera bastarda?
—De ninguna manera la obligaría a ser la puta de un amigo. —Olvidas que fue mío el error.
Cesare tenía motivos para creer que yo deseaba a Ludo.
En respuesta a eso él se limitó a negar con la cabeza.
—Así que entras en el convento para estar protegida pero entonces se enferma tu madre.
Debía de ser joven todavía.
—Sí, pero algo la debilitó y finalmente se enfermó y apagó. Pero estaba resuelta a dejarme
protegida y a salvo, e ideó un plan.
—¿Este viaje a Inglaterra? ¿Por qué? ¿No había un refugio más cerca? ¿No había parientes que
te apoyaran?
—Ninguno que pudiera oponerse a Cesare. Él también es un hombre difícil. Y mi madre siempre
fue una extraña en la familia.
—¿Y sus familiares?
—Son austríacos. Mi padre, el conde, se casó con mi madre para ganarse la aceptación en la
corte austriaca, pero los tiempos han cambiado. Su familia tiene sus problemas y no saben de mí.
Ella no quería confiarle a ellos mi seguridad.
—Entonces, ¿a quién confió tu seguridad? ¿A tu verdadero padre? ¿A Riddlesome?
—Sí.
—Córcholis. Pero ¿por qué, entonces, no te ha ayudado en el viaje? —Ante el silencio de ella,
continuó—: Sabe de tu existencia, ¿verdad? —Al no obtener respuesta, movió la cabeza—. Mi
queridísima Petra, de verdad me vas a necesitar.
—¡No! Es decir, tienes que entender. Mi padre, el conde, no le habría permitido jamás a mi
madre contactar con él, pero tampoco ella lo intentó. Sabía que para él había sido algo pasajero.
Era muy joven, menor que ella, y estaba visitando Italia, como hacen los jóvenes ingleses para su
educación. Supuso que él tendría otras amantes y las olvidaría a todas. De todos modos, sonreía
cuando hablaba de él. Decía que era hermosísimo e irradiaba energía y entusiasmo. Que era tierno
y amable. Yo encontraba muy raro oírla decir esas cosas.
—Todos somos jóvenes una vez —dijo él.
—¿Todos nos dejamos tentar por la belleza que nos lleva a la destrucción? Me refiero a
Ludovico —se apresuró a añadir, aunque en realidad había estado pensando en Robin Bonchurch,

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con su nimbo de brillante pelo, sus ojos color zafiro y sus mejillas delgadas que en ese momento
mostraban hoyuelos, por la insinuación de una sonrisa conocedora.
—Pero ¿por qué no contactó con él cuando se le ocurrió este plan?
—No teníamos mucho tiempo y nos sentíamos vigiladas, espiadas. Si interceptaban la carta,
sólo serviría para darle demasiada información a Cesare.
—¿Él no sabe quién es tu padre?
—Mi madre nunca se lo contó a nadie, hasta que me lo dijo a mí. A mi padre le explicó que él
llevaba puesta una máscara y que sólo ocurrió una vez. De hecho, el romance duró más de una
semana. Todavía me extraña que ella pudiera...
Él cogió la tartaleta y se la puso ante los labios.
—Come. Está tan buena que sería una lástima desperdiciarla. Ella la cogió, pero sólo lamió un
poco de nata.
—Vuelve a hacer eso —canturreó él.
Ella se ruborizó y tomó un buen bocado, y entonces suspiró de placer. La milhoja con
mantequilla se le deshizo en la boca, y la fruta algo acida era el complemento perfecto para la
exquisita nata. Sin pensarlo se lamió los labios y entonces vio que él la estaba observando otra vez.
—Está buenísima —se disculpó—. Hacía siglos que no probaba algo así.
—No en el convento, eso lo entiendo, pero ¿no había nada dulce en las comidas con lady
Sodworth?
—Está obsesionada en conservar su cintura estrecha y no permite nada dulce a la vista.
—Con razón siempre está malhumorada.
A ella se le escapó una risita. Él cogió un poco de nata de otra tartaleta con una cucharita y se la
acercó a la boca. Ella la lamió antes de pensar que debía evitar hacer eso, pero entonces echó
atrás su silla para quedar fuera de su alcance.
Él lamió el resto de la nata. Lentamente.
—Pero eso, mi dulce Petra, explica que ella pudiera cuando era más joven que tú, con menos
causa para ser cautelosa. No logro imaginarme la reacción de tu padre. ¿Sabes por lo menos si
sigue vivo?
Petra se obligó a serenarse, y dejó el resto de la tartaleta en el plato.
—No somos idiotas. A mi madre siempre le gustó leer acerca de él, y descubrimos una manera
de enterarnos de las últimas noticias.
—No es un don nadie, entonces. ¿Su nombre? —Ante el silencio de ella, preguntó—: ¿Ni
siquiera ahora puedes fiarte de mí?
—Exactamente. Pero no le diré a nadie su nombre. Sé muchas cosas de él, y algunas son
inquietantes. Tiene fama de ser un hombre duro. Mi madre estaba segura de que me aceptaría y
sería bueno y amable, pero yo debo asegurarme antes de ponerme bajo la tutela de otro hombre.
—Eso es prudente, tal vez, pero ¿cómo podría ser peligroso decírmelo?
—Un secreto revelado ya no es secreto. La verdad podría escaparse.
—Tozuda otra vez.
—Insistente otra vez. Pero no te hará ningún bien saberlo.
—Si tu padre es un infame, ¿qué harás?

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«Entrar en un convento», pensó ella, pero esa parte del plan no le servía. Por primera vez,
comprendió que podría tener muy pocas opciones.
—Petra, no te obligaré a nada aparte de continuar bajo mi protección hasta que encuentres
otra. Cualquier otra cosa sería una locura.
Ella dominó el miedo y la rabia. Él no podría impedirle dejarlo si estaba resuelta a hacerlo, igual
que ni Cesare ni Ludo habían podido impedirle marcharse de Milán.
Él sacó un reloj de oro del bolsillo y lo miró.
—Tenemos tiempo. Termina tu historia. Estabas en peligro de que te sacaran del convento. Me
asombra que la Iglesia permita eso.
—La Congregación de Santa Verónica no es una orden de clausura. La antiquísima misión de
estas monjas es ofrecer auxilio en las calles, lo que no podrían hacer si vivieran en clausura.
Existen gracias a la tolerancia del arzobispo, que, por desgracia, es Morcini, miembro de la familia
de Ludo. Él hizo presión para que me devolvieran a mi familia, amenazando con imponerles la
clausura, con lo que impediría nuestro trabajo. La madre superiora lo entretuvo para hacer tiempo
diciéndole que yo estaba postrada de aflicción por la muerte de mi madre, pero había que actuar
inmediatamente. Sin embargo, atravesar Europa sola era imposible. Entonces supimos de esta
lady Sodworth, que estaba a punto de emprender el viaje de vuelta a su casa y armaba mucha
bulla con eso. Le pedimos que me acompañara a un convento de Inglaterra, tentándola con
servirla gratis. Ella se lo tragó todo, e incluso accedió a guardar el secreto de este arreglo. Justo
antes que abandonara la ciudad yo salí a hurtadillas a reunirme con ella. Tenía la esperanza de que
Ludovico tardara bastante tiempo en darse cuenta de que yo me había marchado, y que para
entonces ya hubiera renunciado a su tontería.
—¿Cuánto tiempo hace que saliste de Milán? ¿Un mes?
—Un poco menos —dijo ella, inquieta—. Pero...
—Se habrá enterado de tu ausencia bastante rápido. Como has dado a entender, habría espías
en el convento. Pero ¿de veras enviaría hombres a seguirte?
—¿No me crees? —Levantó las manos, con las palmas abiertas—. Es de locos, lo sé. Por eso no
he dicho nada, por eso no quería hablar ahora. Es evidente que el sufrimiento me ha trastornado
la mente. Lo más probable es que el conde di Purieri se haya lavado las manos de mí y a nadie en
el mundo le importe adónde se ha ido Petra d'Averio.
—Supongamos que el perro de caza de tu amante te siguió hasta Abbeville.
—Perro de caza de mala raza —enmendó ella, con satisfacción. —No, esos son infames, y uno
simplemente los mata de un disparo. Este, supongo, es un animal peligroso.
—¿Cómo sabes qué tipo de hombre es Varzi?
—Porque le tienes miedo, y lo emplea el conde di Purieri. ¿Qué tipo de hombre es «él»?
—¿Ludovico? Impetuoso, mimado e incapaz de aceptar un rechazo. Jamás. En otro tiempo yo
encontraba fascinante su arrogancia.
—Triste para nosotros, hombres más modestos. —Este no es momento para bromas.
—Hasta los dramas más negros exigen humor. Si no, aceptamos el infierno. Así pues,
supongamos que Purieri envió a Varzi a seguirte. No tardaría mucho en descubrir que te
marchaste con lady Sodworth, y le siguió el rastro. Eso no es difícil, con la berlina, los niños y los
chillidos, así que él se confía y se le ocurre un pequeño juego. ¿Jugaría contigo?

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—Si el juego es cruel, sí.


—Os sigue de cerca y luego os adelanta, llega a Abbeville antes y se sitúa en la calle de modo
que tú lo veas. De esa manera te tiene aterrada un tiempo antes de cogerte. Cómo habrá
disfrutado con eso.
—Pero entonces yo me marché contigo —dijo ella, sonriendo, saboreándolo—. Me gustaría
haber visto su reacción cuando se dio cuenta.
—Y a mí me gustaría satisfacerte ese deseo. Veamos, ¿qué hace entonces? Pierde algo de
tiempo registrando la posada. Tal vez busca en la ciudad, pregunta en los conventos que hay ahí.
Cuando sospecha que has continuado el viaje, la tormenta ya está demasiado cerca. Está furioso,
pero se siente seguro de encontrar a su presa. Sabe tu destino.
—¿Cómo? —preguntó ella, pero al instante contestó—: Porque me marché con lady Sodworth,
y por lo tanto voy de camino a Inglaterra. —Se levantó—. Podría estar aquí ahora. ¡Debemos
marcharnos!
—Aquí estamos tan seguros como en la Torre de Londres. El peligro está en el camino. Podría
hacer parar el coche y raptarte, o creer que podría. Supongo que no trabaja solo.
—No.
—Entonces dime más de él. ¿Es corpulento?
—Ah, sí. ¿Cómo explicarlo? En Milán, la política y la intriga son traicioneras. Actualmente está
gobernado desde Viena, pero las familias antiguas rivalizan por el poder. Pese a las
reglamentaciones, todas tienen sus ejércitos particulares, sus espías y sus... sus secuaces
despiadados. Esos que hacen desaparecer y aparecer a personas, o que las torturan para sacarles
información. Los Morcini tienen a Varzi.
—¿Cómo es?
—Si te lo señalara me dirías que estoy loca. Ya es bastante mayor, debe de tener por lo menos
cincuenta años, y es gordo. Una barba le oscurece los mofletes, tiene una expresión bastante triste
y se viste como un tendero. Tiene pelo ralo y canoso, pero jamás usa peluca; simplemente se lo
recoge en la nuca.
—Sin duda le resulta útil parecer inofensivo. ¿Sus secuaces son algo más temibles, supongo?
—Sí, pero ahora que lo pienso, tampoco llaman mucho la atención.
—Un hombre inteligente y eficaz.
—Lo dices como si lo admiraras.
—Valoro a las personas que son buenas en lo que hacen.
—No dirás lo mismo si nos coge. Sus hombres te matarán.
—Por lo menos tú estarás a salvo. Tu Ludovico no deseará que le devuelvan su tesoro dañado.
—Hay maneras de dañar que dejan pocas marcas.
—Y otras que se curarían durante el tiempo que lleve el viaje de vuelta a Milán —concedió él,
serio—. Será mejor que vayamos un paso por adelante. Tendrá que suponer que has encontrado
un medio para viajar a Boulogne o a Calais. Porque si estás en Abbeville él puede volver a
buscarte. Pero si has encontrado la forma de continuar, podrías llegar a Inglaterra y ahí
desaparecer.
Petra masculló una maldición.

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Robin sonrió.
—Creo que a eso se debió que nos conociéramos.
«Ella me cortejó con una maldición, y ha ido de mal en peor.»
—¡Basta!
Él levantó una mano.
—No hagas caso de mis fantasías. ¿Sería malo para Varzi si llegaras a Inglaterra? Muy malo. Si
tu secreto es de verdad un secreto, no tiene ni idea de adónde irás.
—Además, esperábamos que supusiera que yo iba en otra dirección.
—¿Cuál?
Otra información más, pero ella se la dio:
—Mi madre tenía una amiga. Una cantante de ópera veneciana. Tal vez sería más exacto decir
que mi madre era su mecenas, pero fueron amigas cuando eran jóvenes y se escribían. Ahora está
en Londres. Si todo lo demás fracasa, yo debo acudir a ella, pero mi madre me advirtió que no es
respetable y tampoco es fiable. No es para confiarle ningún secreto.
—¿Quién es esa mujer?
—Teresa Imer, signora Pompeati. Pero tengo entendido que en Inglaterra la llaman señora
Cornelys. Él se rió, incrédulo.
—¿Conoces a Teresa Cornelys?
—¿La conoces? —preguntó ella, igualmente sorprendida.
—Querida mía, todo el mundo conoce a la Cornelys. Sus fiestas venecianas hacen furor. Pero tu
madre tenía razón. Ese no es un refugio para ti. Aunque si el signor Varzi cree que irás ahí, podría
ser una distracción útil.
—Espero que no me siga hasta Inglaterra.
—¿Que como una rata no quiera cruzar por el agua? No cuentes con eso. Pero una vez que esté
ahí no tendrá un rastro claro que seguir, y tenemos muchos recursos.
Petra estaba pensando.
—Sabrá que voy contigo y tu nombre. Tal vez...
—No —dijo él, antes que ella pudiera completar la sugerencia de separarse—. ¿Cómo puede
saberlo?
—Lady Sodworth. Si hace preguntas en el camino, se enterará de su conducta en Nouvion,
incluso tal vez de su intento de llevarme con ella.
—Mi turno para maldecir. Eso fue muy desafortunado, pero sólo tenemos que tener cuidado. El
accidente pudo ser afortunado, ¿sabes? Si nos seguía a toda prisa con la intención de cogerte en la
carretera, la congestión que se armó fue buena. Tal vez Dios sí que escucha tus oraciones.
—Eso espero. ¿Cómo vamos a impedir que nos ataque entre aquí y Boulogne?
—Se me ocurrirá algo. Me gustaría saber si está aquí ahora. Quisiera tener una conversación
con el signor Varzi.
Petra apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia él.
—No te conviene tener nada que ver con el signor Varzi. Es peligroso, te lo digo. Él y sus
hombres. No lo van a impresionar unos ojos bellos ni esos hoyuelos.

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—Mis ojos otra vez. Te gustan, ¿eh?


Ella se enderezó y levantó las manos.
—¿Por qué tú? ¿Por qué tenías que ser tú la persona que se marchaba de Abbeville?
—Tal vez fue el destino.
Ella se giró bruscamente y fue pisando fuerte a asomarse a la ventana, por si veía a Varzi,
pensando qué debía hacer.
—Yo en tu lugar retrocedería unos pasos. Si está ahí fuera, será mejor que no te vea.
Petra retrocedió y se movió hacia un lado, y las lágrimas le escocieron los ojos. Varzi podría
estar ahí, y ese idiota se iba a hacer matar con su exceso de seguridad y frivolidad.
—¿Hay una diligencia? No podría detener a un coche de transporte público.
—No puedes separarte de mí mientras no estés segura. Confía en mí.
Ella se giró a mirarlo, pero él estaba en la puerta llamando a gritos a un criado. Llegó uno
corriendo y él lo envió a buscar a Powick y Fontaine. Tan pronto como entraron los dos, Robin dijo:
—Peligro. —Explicó brevemente el asunto—. Fontaine, ve a buscar las pistolas y mi espada y
tráemelas. Powick, ve a averiguar qué grupos están casi listos para partir. Necesitamos compañía
en el camino.
Los dos hombres parecieron sorprendidos pero no hicieron ninguna pregunta. Fontaine volvió a
los pocos minutos. Robin revisó las dos pistolas. Mientras tanto, Petra lo observaba frustrada,
aunque impresionada a su pesar, recordando al guerrero blanco que apareció en el patio de
madame Goulart. Sí, como una mariposa al salir de un capullo de fantasía. Y claro, nuevamente su
perra mariposa estaba saltando a su alrededor como si todo eso fuera un juego.
Powick no tardó en volver.
—Dos oficiales de la Armada están a punto de partir, señor. Los mismos que estuvieron
presentes en el accidente. Y hay una pareja francesa en un coche. No vi señales de nadie que
tuviera la apariencia de ese Varzi.
—Muy bien. Dile a esas personas que corre el rumor de que hay bandoleros en el camino y que
yo sugiero que viajemos juntos. Fontaine, tráeme el joyero.
Cuando los dos hombres salieron, Petra dijo:
—¿Crees que puedes sobornar a Varzi con una joyita? Eso no resultará.
—No, claro que no.
Ella renunció a intentar hacerlo entrar en razón.
—Si logramos llegar a Boulogne, ¿qué?
—Si Varzi es el tipo de hombre que creo que es, no deseará llamar la atención causando
alboroto en una ciudad.
—Pero sí intentará impedirme que suba al barco.
—Ese es su problema. Estarás bien vigilada en una habitación cerrada con llave mientras yo voy
a alquilar un velero que tenga una tripulación digna de confianza. Llevarte de la habitación al
velero será la parte más difícil, pero contrataré guardias extras si es necesario.
Petra lo miró boquiabierta. Tenía que reconocer que su plan parecía efectivo. A no ser por lo de
las joyas. ¿Qué querría hacer con unas joyas en un momento como ese?

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El ayuda de cámara volvió con una caja sencilla revestida con tela. Robin giró la llave y abrió la
tapa. En el interior se veían lomos de libros muy viejos. ¿Habría entendido mal?, pensó ella. Él sacó
el libro de un extremo, lo abrió y ella vio que contenía una bandeja con brillantes alhajas.
—Nada es verdaderamente apropiado para una dama —dijo él. Sacó un alfiler y un broche—,
pero creo que estas servirán.
Petra retrocedió.
—No te aceptaré ningún regalo.
—Mi queridísima Petra, si mi intención fuera comprar tu cuerpo no te insultaría con chucherías.
—Le enseñó un alfiler de corbata cuya cabeza estaba formada por perlas diminutas rodeando una
gema verde claro y un broche con un pájaro tallado en camafeo—. Vamos a viajar acompañados y
eres mi hermana. El vestido no es de la mejor calidad, pero unos pocos adornos mejorarán su
apariencia.
Le prendió el alfiler en el centro del corpiño, metiendo los dedos por debajo de la tela, antes
que ella se diera cuenta de su intención para poder objetar. Cuando lo empujó él ya estaba
retrocediendo.
—¿Tienes sombrero?
Con los pechos hormigueando por ese despreocupado contacto, ella deseó decir no, por
principio, pero entró en su habitación a buscarlo. Estaba sobre la cama, junto a un par de medias
sencillas con sus ligas. En el suelo había un sencillo par de zapatos negros.
—Espera un momento —gritó, y se sentó a ponerse la primera media.
Se estaba atando la liga encima de la rodilla cuando una sensación la hizo levantar la vista. –
—¡Vete!
Él sonrió.
—Estoy montando guardia. Varzi podría entrar aquí a hurtadillas.
—Mira la puerta del corredor, entonces, no mis piernas. —Él obedeció y ella se puso
rápidamente la otra media—. Estás mirando.
Pero no logró decirlo seria y él le sonrió de oreja a oreja. Se levantó, sacudió la enagua y la falda
hasta que le quedaron bien, y se puso los zapatos.
—Me quedan algo sueltos, pero servirán.
—Entonces ahora monta guardia mientras yo mejoro un poco tu sombrero.
Ella cogió la pistola y vigiló la puerta del corredor mientras él prendía el broche en el lazo de
cintas.
—Ya está, ha quedado bastante elegante, ¿no te parece?
Ella cambió la pistola por el sombrero y se lo puso. El sombrero venía con su alfiler para
sujetarlo a la cofia, y le quedó bastante seguro.
—Ya está —dijo y volvió a la sala de estar, consciente de las coquetonas cintas que le colgaban
a la espalda.
Ay, si tuviera la sobriedad de su hábito. Estar en un dormitorio con Robin Bonchurch cuando
estaba de ese humor era más de lo que podían soportar sus nervios. Se acercó a mirar el joyero.
—¿Un ladrón no miraría dentro de los libros?
Él puso el «libro» en su lugar y dijo:

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—Prueba a hacerlo.
Petra intentó sacar el libro, pero no pudo meter un dedo por ningún lado. Probó con otros
libros y uno, ligeramente más pequeño, salió. Lo abrió con gesto triunfal, y se encontró ante unas
páginas amarronadas y mohosas y una densa escritura de antigua impresión.
Ese éxito no le sirvió para sacar los otros libros, porque cada uno estaba insertado en su propia
caja.
—Muy bien —dijo, poniendo el libro en su lugar—, a no ser que encuentres un ladrón de libros.
—Eso le quitaría toda la gracia —observó él.
—¿Cómo sacaste ese?
Él le cogió la mano izquierda; ella se habría resistido, pero claro, había hecho la pregunta.
Entonces le puso los dedos cerca del borde de la caja.
—Presiona ahí suavemente y luego hunde el lomo del libro que quieras sacar.
Ella presionó y luego eligió el tercer libro de la izquierda. Se levantó un poco, pero no pudo
sacarlo.
—Afloja la presión con la mano.
Ella lo hizo y entonces el libro sobresalió más y pudo sacarlo. Lo abrió y ahogó una exclamación.
Conocía las joyas, había usado joyas, pero esas eran extraordinarias. Había un conjunto de
botones, cada uno con un enorme zafiro en el centro rodeado por diamantes y perlas. En el centro
de la bandeja había un ramo de flores formadas totalmente por piedras bellamente talladas.
—Versalles —dijo él, como disculpándose—. Hay que llevarlas, si no a uno no le hacen ni el más
mínimo caso.
Petra comenzó a bajar la tapa, pero él tocó el ramo de flores.
—Ahora bien, esto podría acercarse a hacerte justicia, mi oscuro misterio.
—¿Mi precio, quieres decir? —Lo miró a los ojos—. Ni se acerca.
—¿Apostamos?
—¡Esto no es un juego! Te he puesto en peligro.
—Mi querida piedrecilla. Yo deseaba alivio del aburrimiento de este viaje; estás cumpliendo tu
parte a la perfección.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1133

Robin se quedó mirando a la atormentadora mujer cuando se giró bruscamente y volvió a


la ventana a mirar por si veía a Varzi, que bien podría venir persiguiéndola o no. Él también
observaba, pero principalmente a ella.
¿Sería cierta su historia?
De hecho, era digna de una obra de teatro de misterio y asesinato. Como La duquesa de Malfi,
tal vez, con los malvados hermanos que oprimen a su virtuosa hermana y finalmente la asesinan.
O el argumento de una ópera. Petra venía de Milán, después de todo, ciudad famosa por ese arte.
En Inglaterra, la prosaica Inglaterra, no se componían óperas. Las repetidas declaraciones de
pasión podrían sonar bien en otros idiomas, pero en inglés sonaban condenadamente estúpidas.
Pero esas historias ocurrían en Inglaterra. Su amigo el duque de Ithorne había puesto fin a una
historia similar. En ese caso, el hombre libidinoso era el dueño de una cuadra de caballos de
alquiler, y la renuente beldad, de quince años, la hija de los labradores de la granja, pero las
pasiones y presiones habían sido las mismas.
En un círculo más elevado estaba lady Annabella Rathbury, a la que obligaron a casarse con el
viejo y roñoso vizconde Curzwell hacía un año. Nadie levantó un dedo ante eso, porque al fin y al
cabo el matrimonio lo vuelve todo correcto, aun cuando la novia llore ante el altar. Él había
bailado una o dos veces con Bella Rathbury, que era guapa, buena, ingenua y sólo tenía dieciséis
años.
Lógicamente, él no habría podido hacer nada, de no haberse ofrecido a casarse con ella. Puesto
que la chica no tenía dote, a su madre le habrían dado los ataques y, en todo caso, no habría
tenido sentido; la historia de Bella no era única y él sólo podía donarse en matrimonio una sola
vez. A no ser que se dedicara a asesinar a sus esposas.
Otra vez se estaba dejando llevar por la fantasía y la situación de Petra era mortalmente grave,
si era cierta. Se le acercó a ponerle la mano en el hombro para darle aliento, y sintió un ligero
estremecimiento. Le giró la cara y la vio pálida de terror. La cogió en sus brazos.
Ella se aferró a él un momento y luego intentó apartarse.
—No, no, he hecho mal al involucrarte en esto. Todo es culpa mía. No debería haber sido tan
tonta con Ludovico...
Él le puso los dedos en los labios.
—Chss. Él es un matón, esa es la verdad, acostumbrado a salirse siempre con la suya.
—Un matón cruel, letal.
—Servido por perros crueles, lo sé. Pero no nos hará daño, ni a ti ni a mí.
Ella entreabrió los labios para discutir, y él aprovechó para besarla. Esta vez ella se rindió, ya
fuera por deseo o por miedo. Él estaba con los nervios de punta también, cebado, preparado para
la acción, y entró en el febril torbellino, seducido por la suavidad de sus labios, el dulce calor de su
boca, el intenso y verdadero aroma de Petra d'Averio.
Se sentó en el sillón más cercano, y la puso en su regazo para tenerla apretada a él, para
explorar otra vez su delicioso y firme cuerpo. Le quitó el alfiler que le sujetaba el sombrero. El lazo

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de las cintas de la cofia cedió a un suave tirón, y pudo introducir los dedos por entre esos
abundantes y sedosos rizos.
Ella apartó los labios, pero sólo para echar la cabeza atrás e inspirar aire, dándole acceso a su
esbelto y delicioso cuello, permitiendo que besara su acelerado pulso.
Por encima de la delgada tela notó su pezón duro, en punta. Una suave caricia ahí la hizo
estremecerse toda entera. No llevaba corsé, pardiez, ni ninguna barrera aparte de dos capas de
tela. Continuó acariciándola, palpándola, excitado, moviéndose debajo de ella; nuevamente le
capturó los labios bien dispuestos, ardientes, ávidos. Le soltó los botones del corpiño y metió la
mano por debajo de la camisola, ahuecándola sobre su pecho lleno que subía y bajaba con sus
respiraciones.
Ella volvió a apartarse, esta vez a punto de protestar, con los ojos agrandados, los labios rojos,
su belleza pasmosa a la luz del día, su cara perfecta enmarcada por el pelo moreno rizado.
—Dios mío, ¿a quién se le ocurrió que el pelo largo es el paradigma de la belleza? —musitó,
acariciándola para darle placer.
—A una mujer, ¿te has visto el tuyo? —suspiró ella, cogiéndole el pelo, soltándoselo, y
atrayéndole la cabeza para otro beso.
Él le cogió el pezón entre el índice y el pulgar. Ella vaciló en el beso, cambió de posición y con la
rendición se le agitaron los párpados y de la garganta le salió un delicioso sonido de deseo. Él
también gimió, pero ese no era el lugar. Sería una locura.
De todos modos profundizó el beso, el beso más embriagador que había conocido; con la mano
encontró la media, y más arriba el muslo desnudo...
Un golpe en la puerta.
Tal vez por segunda vez, porque Powick gritó:
—¿Señor? ¿Se encuentra bien?
«Diablos, un trocho de mí está muy bien», gruñó Robin, para su coleto, esforzándose en
dominarse, deseando decirle que se fuera lejos. Pero Petra ya se estaba debatiendo para liberarse,
abrochándose la delantera del corpiño, con la cara roja.
—Sí —gritó—. ¿Estamos listos para partir?
—Nosotros sí —contestó Powick en un tono desaprobador que indicaba que lo sabía, malditos
fueran sus ojos.
Petra ya estaba de pie, de espaldas a él, terminando de arreglarse el vestido. Le habría ofrecido
ayuda, pero en su estado de excitación no podría.
—Quédate aquí —le dijo y entró en su cuarto de baño para aliviarse y así reducir el volumen del
miembro que le levantaba las calzas. Después se quedó un momento ahí, agachado, tratando de
recuperar el aliento y la cordura. ¿Cuándo fue la última vez que se metió en un desastre tan mal
planeado? ¿Cómo pudo dejarse arrastrar así, abandonando la cordura?
Su mente aprovechó la oportunidad.
No era amor. Ah, no, ese feroz deseo no tenía nada que ver con el amor. El amor es dulce, el
amor es tierno, el amor es reverente y respetuoso. Sencillamente esa exquisita mujer había sido
demasiado tentadora. Reconoció que había tenido un amante; no era sorprendente que estuviera
ardiendo de deseo, sobre todo después de pasar años en un convento.

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Pero no era de extrañar que el pueril Ludovico no soportara que se marchara. No le costaba
imaginarse peinando Europa buscándola.
Ah, no. Él no. No registraría ni un solo pueblo buscando a una mujer que deseaba librarse de él.
A ninguna mujer.
Consiguió serenarse y se miró en el espejo. Volvió a recogerse el pelo en la nuca, se arregló la
corbata y la afirmó con el alfiler. Entonces volvió a la sala de estar, preparado para enfrentarse a
los problemas, y lo fastidió encontrarla muy pulcra y serena. Se había arreglado totalmente la ropa
e incluso tenía puesto su frívolo sombrero.
—Buena cosa que nos interrumpieran —dijo, metiéndose una pistola en el bolsillo de la
chaqueta y cogiendo la espada envainada—. No es momento para ese tipo de cosas.
—Decididamente no —dijo ella, en tono frío. Maldita fuera.
—¿Lista? —preguntó.
—Sí. ¿Puedo llevar la otra pistola?
—Mejor que no. Recato, hermana, recuerda. Lleva a Coquette. Petra cogió a la perra
mascullando:
—De mucha utilidad vas a ser en contra de Varzi. Desastrosamente tentado de reírse, él cogió
la otra pistola, la amartilló y abrió la puerta. Powick estaba ahí, también armado, para
acompañarlos, y con el rostro impasible, como estaba siempre que lo desaprobaba. «No ha
ocurrido nada», le dijo mentalmente. Condenación.
Pero eso no era cierto. Se sentía estremecido hasta el alma, y no deseaba otra cosa que llevarla
a rastras a la cama y arder con esa pasión, agotarla y librarse de ella.

Petra bajó sintiéndose acalorada y helada al mismo tiempo, y dolorida en las partes profundas,
hambrientas. ¿Cómo había podido permitirle hacer eso? ¿Cómo había podido ser tan débil?
Nunca habría esperado una pasión como esa, ni la había conocido. No sabía cómo podía arrollar
a una persona como una tormenta, hacerla arder como un trapo con aceite cogido por el fuego.
Con Ludovico nada había llegado ni de cerca a lo que acababa de ocurrir.
Debería haber sabido que un libertino tendría sus habilidades, que ella sería como seda
aceitada en sus manos ardientes. No debía quedarse a solas con él nunca más. Jamás. Había
escapado de Ludovico con más suerte de la que tuvo su madre con su amante; no se había
quedado embarazada. Y sería más desastroso aún quedarse embarazada ahora.
En el patio saludaron a las personas con las que viajarían para ir seguros. Los dos oficiales
navales tenían un aire de fiable autoridad. Le aseguraron a Robin que estaban armados.
—Excelente —dijo este—. La verdad es, señores, que mi hermana entró en un convento
francés, pero cuando cambió de opinión y manifestó su deseo de retirarse, en el convento no se lo
permitieron. Tuvo que marcharse a hurtadillas, pero ahora han enviado a unos hombres para
llevarla de vuelta.
Petra deseó poner los ojos en blanco. ¿Había una pizca de verdad en ese hombre? Pero, como
siempre, su historia inventada tuvo el efecto que convenía en esos caballeros protestantes.
—Qué vileza —exclamó el capitán Galliard, de fina estructura ósea, irguiéndose más aún.

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—No toleraremos nada de eso —dijo el capitán Worsley, de mejillas rubicundas a pesar de su
piel curtida—. Puede contar con nosotros, señorita Bonchurch.
Robin les dio las gracias y la llevó hasta su coche; allí dejó una pistola y la espada en el suelo,
junto al cojín de Coquette. Petra se detuvo antes de entrar.
—Necesito algunas cosas del maletero. Mi devocionario. Y el rosario —añadió, para disminuir la
importancia del libro. Al verlo vacilar, añadió—: Que tu hermana haya huido de un convento no
significa que haya renunciado a su fe.
—Muy bien —dijo él, dirigiéndose al maletero—. Pero no los enseñes mucho.
Otra prueba más de la actitud de los ingleses hacia los católicos.
Desenrolló el hábito, sacó el devocionario, el rosario y el crucifijo, se los metió en los bolsillos y
subió al coche. Pasado un momento subió él y al instante la perra saltó a su adorado regazo. Las
hembras eran tontas en todas partes.
—Creí que estábamos consagrados a la verdad —dijo cuando el coche se puso en marcha.
Él estaba instalado en su rincón, con las piernas estiradas y acariciando a la perra, maldito
fuera.
—¿Lo estamos?
—Que yo recuerde, todo lo que te he dicho es cierto, en cambio tú inventas una historia para
cada ocasión.
—Sólo para servirte, milady.
Servir. Así hablaban del apareamiento de los animales, ¿no? Un toro sirve a una vaca. ¿Así
habría sido entre ellos si no los hubieran interrumpido?
Desvió la mirada hacia la ventanilla, abandonando la conversación, igual que él.
En la primera parada le dejó su lugar al ayuda de cámara y continuó el viaje a caballo, a pesar
de su ropa fina. Fontaine no estaba más interesado en la conversación, lo que debería sentarle
muy bien a ella, pero eso la dejaba a solas con sus pensamientos. Incluso Coquette se desentendió
de ella y prefirió echarse en su cojín a dormir. Ella iba atenta por si veía a Varzi, pero adelantaron a
unos cuantos vehículos y este no ocupaba ninguno.
No encontraron ningún obstáculo ni contratiempo en el viaje y llegaron a Boulogne cuando el
agradable calor de la tarde daba un toque relajado a la ajetreada ciudad. La pareja francesa
agradeció la compañía y se separó para entrar en una enorme posada llamada Coq d'Or2. Los
oficiales continuaron el trayecto hasta una posada mucho más pequeña llamada Renard3.
Sabiendo ya que Robin era rico, a ella le extrañó que eligiera la posada del Zorro en lugar de la
del Gallo de Oro, pero eso no podía ser importante. Los cuatro bajaron y se reunieron en el patio
interior, pero los oficiales deseaban ir inmediatamente a asegurarse unos pasajes en el paquebote,
el barco correo que ofrecía el principal servicio para pasajeros a Dover. Robin les preguntó si
estarían dispuestos a comprar pasajes para su grupo, y ellos aceptaron con mucho gusto. Les dio el
dinero y se marcharon.
Petra estuvo a punto de preguntarle sobre el barco que iba a alquilar, pero se refrenó. Ahí no,
pues podrían oírla.

2
Coq d'Or: Gallo de Oro.
3
Renard: Zorro.

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—Vamos —dijo entonces él, llevándola hacia la posada, con la mano izquierda, dejando libre la
derecha para sacar su espada.
Powick y Fontaine los acompañaron, abandonando el equipaje por el momento. Petra
comenzaba a sentirse tonta, casi convencida de que se había imaginado a Varzi, aunque seguía
alerta. Ella era la única que lo conocía de vista.
—¡Señor Bonchurch! —exclamó el posadero, un hombre delgado aunque barrigón, haciendo
una profunda reverencia—. Un placer, un placer.
—Es un placer estar aquí, Lemans. Necesito una habitación interior hasta que embarquemos.
Una de arriba, con acceso limitado.
El hombre arqueó las tupidas cejas.
—Pero será muy pequeña, señor, muy oscura.
—Aun así. Por favor.
Encogiéndose de hombros, el posadero subió la escalera delante de ellos.
Como en la mayoría de las posadas, en esa ala las habitaciones daban al corredor cubierto que
rodea la posada, con vistas a los patios interiores, así que Petra comprendió la sorpresa del
posadero. Pero también comprendió el plan de Robin. El corredor estrecho y sin otra salida en el
que entraron sería fácil de defender.
La habitación era francamente pequeña y en ella sólo había una cama estrecha, una mesa
pequeña y una silla dura. La ventana era muy pequeña para que pudiera entrar alguien por ella.
Robin la abrió y se asomó a mirar fuera.
—Una pared lisa, una huerta y personas yendo y viniendo. Esto debería servir. Id a ocuparos del
equipaje —dijo a los hombres—, pero dejadme fuera ropa sencilla, en alguna habitación. No voy a
viajar con esta.
Cuando ellos salieron cerró la puerta y le echó la llave; después dejó las pistolas en la mesa, a
mano.
Ah, no, solos otra vez, pensó ella, y se sentó, preparada para resistirse.
Pero él continuó donde estaba, de pie, tal vez algo rígido.
—Es tosca esta habitación, pero estarás segura.
—Eso es lo único que necesito. Gracias.
—Cuando vuelvan los hombres voy a tener que dejarte para ir a buscar un barco conveniente.
Powick montará guardia en el corredor y Fontaine estará aquí dentro. No tardaré mucho.
—O sea, que lo de los camarotes en el paquebote es una distracción. Inteligente.
—Esperemos que eso engañe a Varzi.
El silencio comenzó a pesarle a ella, así que preguntó:
—¿Es frecuente que las personas alquilen barcos para viajar solas?
—No es extraño. Pero necesito un capitán que nos lleve a Folkestone.
—¿Folkestone? —preguntó ella, recelosa—. ¿Dónde está eso?
—A unas pocas millas al oeste de Dover. Es un pequeño pueblo de pescadores, sin buen puerto,
pero pueden atracar barcos pequeños. Los contrabandistas lo usan muchísimo.

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«¿Y cómo sabes eso?», pensó ella. Pese a las carísimas joyas, en el fondo sabía que Robin
Bonchurch no era lo que parecía, y sin embargo tenía que fiarse de él, al menos hasta llegar a
Inglaterra.
—Lo dejo todo en tus manos, entonces.
—Esa docilidad monjil me inquieta.
—La mayoría de las monjas no son en absoluto dóciles. —Levantó las manos abiertas—. No
tengo nada para ofrecer en este momento, ni conocimiento, ni experiencia ni dinero.
Tuvo la impresión de que él encontraba insatisfactorio eso, pero justo entonces Powick golpeó
la puerta y se anunció. Robin giró la llave, abrió la puerta y le dio las órdenes a los hombres.
—Sabe que no sirvo para las situaciones peligrosas, señor —dijo Fontaine, mirando las pistolas.
«¿Se encontraban en situaciones peligrosas con frecuencia?»
—Sólo tienes que vigilar la ventana y no abrir la puerta —dijo Robin. Se metió una pistola en el
bolsillo y le pasó la otra al ayuda de cámara—. Ocurra lo que ocurra, no le quites la llave a la
puerta ni la abras.
Hizo ademán de salir, pero se había olvidado de Coquette. Esta había sido paciente, pero en ese
momento estaba cogida a sus talones, con tanta fuerza que él casi la pisó. La alzó, la puso en la
falda de ella y escapó, sin hacer caso de los ladridos de protesta.
—Nunca aprendes, ¿eh? —le dijo Petra a la perra—. ¿Aprendemos alguna vez?

Desechando el sentimiento de culpa por la perra, Robin fue a la habitación donde Fontaine
había dejado su ropa sencilla. ¿Por qué demonios tuvo que vestirse elegante en la Court de
France? Quería impresionar a Petra, por eso, y había que ver adónde lo había llevado eso.
Con sus botas, calzas de ante, chaleco y chaqueta sencillos, se mezcló con el gentío que
atiborraba Boulogne, mirando atentamente a todos los hombres que pudieran ser Varzi o un
bravo milanés. Se veían tipos con aspecto de villanos en todas partes, pero ninguno que calzara
con la descripción que ella le había dado.
Boulogne no era una de sus ciudades favoritas, y cuanto menos tiempo pasaba ahí más feliz se
sentía. Era una ciudad antigua y sucia, con toda la basura y desechos que se pueden esperar en un
puerto marítimo, pero había pasado muchas veces por ella y la conocía.
Por si lo estuvieran observando, fue a la oficina del paquebote y comprobó lo de sus pasajes.
Sólo cuando salía de ahí se le ocurrió pensar en los documentos y pasaportes. ¿Los tendría Petra?
Si los tenía, no estarían a nombre de Maria Bonchurch. Demonios, no tenía práctica en ese tipo de
engaño. Tanta mayor razón para encontrar un barco que los llevara a Folkestone y los
desembarcara a escondidas.
Echó a caminar por el muelle, donde se estaban amontonando baúles, cajas y maletas bajo la
supervisión de los pasajeros o criados. Unas cuantas personas ya estaban subiendo a bordo del
paquebote, pero la mayoría prefería esperar las dos horas más o menos que faltaban para zarpar
en la comodidad de una posada, con una buena comida.
Con la esperanza de que su habilidad para hablar como un francés corriente diera buenos
resultados, eligió una taberna que parecía ser frecuentada por capitanes y tripulantes, y entró,
bajando la cabeza porque las vigas eran bajas. Para comenzar, fingió una ociosa curiosidad. ¿Sería

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8° de la Serie Los Malloren

tranquila la travesía? ¿Estaba particularmente llena la ciudad? ¿Había alguien buscando un


transporte especial?
No tardó en oír comentarios sobre la dama chillona y sus monstruosos hijos y una montaña de
equipaje. Había comprado pasajes en el Jeanne d'Arc, al precio que le dieron acompañado de unas
risitas burlonas.
—No tiene a ningún hombre que le haga las cosas —dijo un gracioso bizco de dientes rotos—.
Incluso su escolta eran hombres contratados que han acabado su servicio aquí.
Los otros asintieron, con expresión esperanzada de oír más cotilleos.
—Pero yo me enteré por una de sus criadas —dijo Robin—, una que dejó su servicio en Amiens,
de que su marido, que según ella es mercader, es más bien un pirata. Que ha luchado mano a
mano con corsarios y bucaneros en las Indias Occidentales, y que dará caza y torturará a
cualquiera que le haga daño a su esposa e hijos.
Los hombres se movieron inquietos, mirándose entre sí.
—Gracias por el aviso, señor —dijo uno al fin—. ¿Y qué desea a cambio?
Robin pidió bebidas para todos.
—Transporte a Folkestone. Nuevamente los hombres se miraron.
—¿Por qué no a Dover? —preguntó el de los dientes rotos.
Robin se arriesgó:
—Tengo algo que preferiría no pasar por la aduana.
—Ah.
Pasado un momento, un hombre moreno y nervudo, de enorme nariz, dijo:
—Eso tiene un precio extra. Este puerto es pobre.
—No con buen tiempo — alegó Robin—, y parece que el tiempo es bueno.
—Nunca se sabe, señor. Y, claro, va contra la ley británica evitar la oficina de aduana.
—Eso sí vale un pequeño precio extra —dijo Robin—. ¿Tal vez podría echarle una mirada a su
barco, señor?
El hombre asintió y se levantó. Cuando ya iban caminando por el muelle, preguntó:
—¿Cuántas personas viajarían, señor?
—Sólo dos. Mi hermana y yo. Sin equipaje.
—No es mucho pasaje para todo un barco. —Puesto que Robin no dijo nada, preguntó—: ¿Es
cierto lo del marido pirata, señor?
—No lo sé, pero por desgracia he tenido relación con la dama lo bastante para sentirme tal vez
obligado a tomar represalias yo mismo si alguien le hiciera daño.
—¿Y quién sería usted, señor?
—Me llamo Robin Bonchurch, pero soy amigo de Black Swan4.
—Ah —dijo el hombre y, como era de prever, eso lo resolvió todo.
Black Swan era el nombre de un barco, no el apodo de una persona, pero lo comandaba su
amigo el duque de Ithorne; era un yate de placer, pero durante la pasada guerra Thorn había

4
Black Swan: Cisne Negro.

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llevado a cabo varias misiones para el gobierno, que le obligaron a relacionarse con
contrabandistas de los dos lados del Canal, y llevaba de tripulantes a algunos de sus amigos.
Thorn navegaba con el nombre de capitán Rose, él con el de teniente Sparrow, y una vez el otro
amigo, Christian, los acompañó como Pagan el Pirata. Thorn había comentado que era muy raro
que hubiera adoptado el nombre del asesino de Cock Robin, a lo que él replicó que era más raro
aún llevar el nombre de una flor. Los tres estuvieron de acuerdo en que el nombre de Pagan para
Christian era inspirado. Esos fueron buenos tiempos, y esperaba que Thorn estuviera en su
propiedad de Ithorne Castle, porque estaba a pocas millas de Folkestone.
—Aquí está, señor —dijo el hombre, deteniéndose ante una barca de pesca que llevaba pintado
el nombre Courlis en la proa—. Sólida y en buenas condiciones para navegar, y tiene una pequeña
cabina para albergar a su hermana.
Robin subió al velero de un mástil y le hizo una rápida inspección.
—¿Ha estado en Folkestone?
—Una o dos veces —contestó el hombre en tono afable.
—Encárguese de que nadie se entere de que he alquilado el Courlis ni dónde
desembarcaremos.
—¿Qué tiene que importarle eso a nadie, señor? Pero en el otro lado tendremos que tomar una
barca de remos. Tendré que hacer señales.
Robin sabía qué tipo de personas acudirían a las señales nocturnas.
—Les pagaré la ayuda.
—Estarán más felices si les llevo algo, señor.
Robin sonrió.
—Por supuesto, faltaría más. Que todos se sientan felices y todo irá bien.
Negociaron el precio y los detalles, y no tardaron en llegar a un acuerdo. Robin tuvo que volver
a la taberna a sellar el trato, cuando habría preferido volver a la Renard a toda prisa para traer a
Petra al barco, donde podría tenerla segura.
Logró concluirlo todo en menos de un cuarto de hora.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1144

Petra ni siquiera intentó entablar conversación con el nervioso ayuda de cámara, y


Coquette estaba malhumorada junto a la puerta. Dado que no soportaba sus pensamientos, sacó
su rosario y trató de concentrarse en la oración. Lo consiguió, y a eso se debió que tardara un
segundo en reaccionar a las voces que sonaron en el corredor.
Miró los asustados ojos de Fontaine y deseó ser ella la que tuviera la pistola. Al menos la puerta
estaba cerrada con llave, y él tan aterrado que no la abriría. Los dos observaron cuando bajó la
manija y la puerta se movió levemente.
Inmediatamente ella fue a asomarse a la ventana. Todo se veía normal fuera. ¿Debería gritar
pidiendo auxilio? No. Lo esencial era no abrir la puerta.
Sonó un golpe. Le hizo un gesto a Fontaine para que contestara.
—¿Sí? —preguntó él, con la voz muy aguda.
—Abra esta puerta —dijo una voz masculina, con una seguridad tan calmada que incluso ella
sintió la tentación de obedecer.
El hombre hablaba francés con acento italiano. No conocía la voz de Varzi pero tuvo la
seguridad de que era él. Rápidamente se acercó a Fontaine y le susurró al oído:
— Dígale que se ha equivocado de habitación. Que usted está enfermo. Dígale que se vaya.
El ayuda de cámara obedeció, y la voz le salió convincente, por el terror. Ella le quitó la pistola y
la amartilló.
—Abra esta puerta —dijo el hombre en el mismo tono reposado—, o castraré al hombre que
está aquí fuera.
¡Powick!
—¡Virgen bendita! —exclamó Fontaine, llevándose las manos a la cabeza y después a la
entrepierna.
—El demonio encarnado —masculló Petra, apenas en un resuello.
Pero en el mismo instante comprendió lo que debía hacer; no había otra opción. Dejó la pistola
en la mesa y se dirigió a la puerta. Fontaine le cogió el brazo, obligándola a retroceder.
—¡No debe! Milord dijo que no debía.
—¡Idiota! ¿Cree que no lo va a hacer?
—Por supuesto que no. Nadie lo haría.
—¡Maldito!
Cerró la mano y le enterró el puño en la cara con todas sus fuerzas.
Él la soltó, aullando de dolor, cubriéndose la sangrante nariz con las dos manos. Ella corrió hacia
la puerta, gritando:
—¡Voy, voy! ¡No le haga daño! —Le costó girar la llave porque las manos le temblaban y le
sudaban, y continuó gritando—: ¡Ya voy, ya voy!
Finalmente abrió la puerta y ahí estaba Varzi, con esa expresión apacible, educada, con la que
simplemente daba a entender que estaba aburrido de esperar. Powick se encontraba tendido en

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el suelo, y un hombre alto y delgado estaba inclinado sobre él, tocándole el cuello con la punta de
su espada.
—¿Qué le ha hecho? —preguntó Petra, arrodillándose junto a Powick.
Varzi le cogió el brazo y la levantó de un tirón.
—Nada demasiado grave, contessina, y recuperará el conocimiento pronto. Pero si seguimos
aquí, entonces Marco tendrá que ser más violento. —Miró hacia el interior de la habitación, donde
estaba Fontaine gimiendo, y le dijo —: Cállese, si no Marco lo castrará. —Fontaine se quedó
callado—. ¿Qué le ha hecho? —le preguntó a ella, al parecer divertido.
Petra contestó a la verdadera pregunta:
—No le creyó.
—La reputación es algo muy valioso.
El hombre llamado Marco se arrodilló junto a Powick.
—¡No se atreva! —exclamó Petra, tratando de soltarse de Varzi.
—Sólo lo está obligando a tragar un poquito de poción. Para retrasar la persecución. Así será es
mucho mejor para todos, ¿no le parece? Mientras usted se comporte, contessina, nadie sufrirá
más daño.
Marco entró en la habitación. Fontaine puso objeciones pero luego no dudó en beberse la
poción. Varzi ya la iba llevando a rastras por el corredor, y ella no tuvo más remedio que caminar.
Entonces la perrita blanca salió corriendo de la habitación, ladrando. Petra se giró, pero no a
tiempo. Varzi la cogió con la punta del bastón y la arrojó contra la pared; los ladridos se
convirtieron en aullidos de dolor, y Petra comprendió al instante que Varzi mataría a Coquette por
hacer ruido.
Se soltó el brazo y la cogió.
—Chss, chss.
Ante su asombro, la temblorosa perrita se quedó callada. Petra la apretó contra su pecho
susurrándole palabras tranquilizadoras, y deseando que alguien le hiciera lo mismo a ella. Intentó
devolver la perra a la habitación, pero Varzi volvió a cogerle el brazo y la obligó a continuar por el
corredor; dieron la vuelta a una esquina y entraron en otra habitación. Ahí les esperaba otro
hombre, uno más corpulento, que sonrió con expresión burlona. También había un inmenso baúl,
con la tapa abierta.
—Métase dentro, contessina, si es tan amable —dijo Varzi.
No tenía ningún sentido contestar «¿Y si no soy amable?»
No podía dejar a Coquette en manos de esos hombres; volvería a ladrar y Varzi la mataría sin
pensarlo dos veces. No tenía más remedio que llevarla consigo, así que se metió en el baúl y la
echó a su lado. «Suerte la de Cock Robin», pensó tristemente. Se libraba de dos cargas femeninas
al mismo tiempo.
Y seguro que entre ahí y Milán se le presentaría una oportunidad para huir, se dijo, palpando la
daga que llevaba sujeta al muslo.
O una oportunidad para matarse. Sí, se mataría antes que permitir que Ludovico volviera a
tocarla.

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Robin volvió a toda prisa a la posada Renard, repasando su plan. Powick y Fontaine viajarían en
el paquebote con el equipaje, y él se encargaría de encontrar una pareja que los representara a él
y a Petra, al menos al subir a bordo. Si había suerte, el milanés no se daría cuenta de que no iban
en el barco antes que este zarpara. En Dover los buscarían en vano. Tendría que dar esmeradas
órdenes a sus hombres para que evitaran las represalias. Tenía que considerar muchas cosas,
muchas personas dependían de él.
Cuando entró en la Renard vio a Powick sentado en el peldaño al pie de la escalera, con la
cabeza apoyada en una mano, y rodeado por un grupo de personas.
Al instante se dirigió a él.
—¿Qué ha pasado?
Su mozo levantó la cabeza, y se puso de pie, tambaleante, sujetándose en el poste de la
baranda.
—Señor, lo siento, señor...
Robin le cogió del brazo para afirmarlo.
—¿Dónde está... mi hermana?
—Se la llevaron, señor. Veneno... no sé... amenazas. —Hablaba con la lengua estropajosa, casi
no se le entendía—. Fontaine... abrió la puerta.
Robín lo hizo sentarse otra vez y subió la escalera corriendo, maldiciéndose de todas las
maneras posibles. Debería haber puesto más guardias. Debería haberse quedado. O haberla
llevado con él. O...
La puerta estaba abierta y Fontaine acostado en la cama, afirmándose un paño ensangrentado
en la cara. A su lado se encontraba una criada con los ojos como platos.
—Un puñetazo en la nariz, señor —dijo ella a Robin—. Podría tenerla rota.
Menos mal que no era algo peor, pensó Robin.
—¿Por qué abriste la puerta? —preguntó.
El ayuda de cámara abrió los ojos y trató de sentarse. Robin lo instó a recostarse otra vez.
—Intenté no abrirla —gimió—. Ella me golpeó.
Por la espalda de Robin bajó hielo, poniéndosela rígida.
—¿Ella te hizo esto?
Fontaine asintió.
—Insistió en abrir la puerta.
Robin vio su pistola sobre la mesa. La cogió y vio que estaba amartillada; se apresuró a
desamartillarla. No la habían usado. ¿Su historia era una serie de mentiras, entonces? Pero ¿por
qué? Y si Varzi era imaginario, ¿quién había atacado a Powick? La encontraría, maldita fuera, y se
enteraría.
—¿Powick? —preguntó Fontaine—. ¿Está... está bien?
—Lo drogaron con algo, pero se está recuperando.
—¿No está herido? —insistió Fontaine, curiosamente.
—No.

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Fontaine apoyó la cabeza en la almohada, relajado. —A mí también me drogaron. Me obligaron


a tomar algo. Siento el estómago revuelto.
—¿Podrás viajar? Si no, quédate aquí.
—¡No, no, milord! —exclamó Fontaine, incorporándose otra vez—. Me las arreglaré, con la
ayuda de Dios.
Cometía el desliz de llamarlo milord, pero no podía reprenderlo por eso en ese momento. Miró
alrededor.
—¿Dónde está Coquette?
—No lo sé señor. Debe de haber huido.
—Descansa un rato —le dijo Robin y se apresuró a bajar, furioso por sentirse tan impotente.
Deseaba echar abajo la ciudad piedra a piedra hasta encontrar a Petra, pero ese no era un
trabajo para un hombre solo. En el vestíbulo de la entrada encontró al posadero.
—Lemans, envíe a alguien a buscar a un médico para mis hombres.
—Ya envié a alguien a buscarlo, señor. Debería llegar en cualquier momento. He hecho
trasladar a su mozo al sofá de la sala de estar de señoras. Jamás había visto un escándalo como
este.
Robin entró a ver a Powick, también atendido por una criada, y vio que se estaba recuperando.
Volvió al vestíbulo.
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó al posadero.
—Sólo hace unos minutos, señor. Su mozo bajó la escalera tambaleante gritando que habían
secuestrado a alguien. Que se habían llevado a la dama, su hermana.
—¿Alguien vio cuando se la llevaron?
—No, señor, pero acaban de decirme que dos hombres salieron por la puerta lateral llevando
un baúl, hace un rato. Es posible que ella fuera dentro. Nadie lo encontró raro en esos momentos.
—Sí, lo comprendo —dijo Robin.
O sea, que era posible que la hubieran capturado. Era ridículo sentirse consolado por eso, sobre
todo sin saber por qué abrió la puerta.
—Cuide de mi gente —le dijo a Lemans—. Que alguien me enseñe esa puerta lateral.
Verla no le supuso mucho. La puerta llevaba de la escalera al patio interior, y no era insólito que
sacaran el equipaje por ahí. Interrogó a algunas personas que estaban hablando fuera, pero no se
enteró de nada nuevo. Algunas decían que habían cargado el baúl en una carreta; otras que en un
coche; otras que lo habían llevado a pie. Estando los barcos cargando equipaje, había habido
muchos baúles en movimiento.
Justo entonces entraron en el patio los dos oficiales de la armada.
—¿Qué es lo que acabo de oír? —preguntó el capitán Galliard, con los ojos brillantes de
indignación.
—La tienen —dijo Robin, pensando rápido—. Aún falta más de una hora para que zarpe
cualquier barco. ¿Me haríais el inmenso favor de avisar al capitán del puerto de que han
secuestrado a una mujer y que podrían subirla a bordo de un barco oculta dentro de un baúl? ¿Y
de pedir también a los agentes de aquí que cierren los caminos para que no se la puedan llevar?
—Considérelo hecho —dijo Galliard.

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—Por supuesto —contestó Worsley, y los dos salieron inmediatamente.


Robin se acercó a una criada que estaba cotilleando.
—Haz correr la voz de que pagaré una generosa recompensa por cualquier noticia de mi
hermana.
La mujer también se alejó a toda prisa y él volvió a entrar en la posada.
—¿Me podría encontrar a algunas personas para que busquen a esos canallas por la ciudad,
Lemans?
—Puedo prestarle a algunos de mis hombres y ellos ya buscarán a otros.
Robin asintió.
—Que traigan la información aquí.
Volvió a la sala de estar a ver a Powick, que lo miró, furioso consigo mismo.
—Me golpeó, señor —dijo, haciendo un gran esfuerzo para hablar claro—. Pero después,
cuando estaba despertando, me dio a beber algo. Desperté grogui.
En eso entró un médico joven muy enérgico lanzando exclamaciones por los fascinantes
acontecimientos. Examinó a Powick, murmuró diversas cosas eruditas y declaró que lo habían
obligado a beber un compuesto nocivo, pero que probablemente se recuperaría. Robin puso los
ojos en blanco y lo envió a ver a Fontaine, sabiendo que volvería para explicar lo de la nariz
ensangrentada con términos complicados con el fin de elevar el precio de la factura.
Despidió a la criada. Cuando esta hubo salido, preguntó:
—¿Fue Varzi?
—Más bien no. Fue el otro, un tipo bien parecido. Alto, nervudo. Un espadachín, diría yo.
—¿Y Petra?
—Estaba ahí. Cuando me obligó a beber...
—¿Ella los ayudó?
—No, no, señor. Intentó auxiliarme, pero entonces se la llevaron.
Bueno, menos mal. Fuera cual fuera su motivo para abrir la puerta, no lo planeó ella.
—Cuídate —le dijo a Powick—. Si podéis, embarcaros en el paquebote, y soborna a una pareja
de criados para que nos representen a mí y a Petra. Después se pueden bajar. Yo viajaré por otros
medios.
—Tenga cuidado, muchacho. Estos no son hombres de fiar. El alto me habría ensartado en la
espada con tanta facilidad como a un pollo en un espetón.
—Eso colijo —dijo Robin, y salió al vestíbulo.
—¿Aun no hay noticias? —preguntó al posadero. —Todavía no, señor, pero no pueden haber
ido muy lejos.
—Los míos son hombres astutos.
—¿Quiénes son, señor? ¿Y por qué secuestraron a su hermana? Robin le contó la historia de la
monja. Siendo católico, Lemans no se mostró muy indignado, pero estuvo de acuerdo en que nada
justificaba ataques tan crueles.
En eso entró un chico corriendo y se detuvo ante ellos con un patinazo.

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—¡En la Mouton Gris5, señor! —exclamó—. Un hombre se está muriendo y dicen que lo
apuñaló una mujer.

5
Mouton Gris: Oveja o Carnero Gris.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1155

Robin tuvo que abrirse paso a codazos por entre la muchedumbre congregada fuera de la
Oveja Gris, pero una vez que estuvo dentro su aire de autoridad captó la atención del posadero.
—¡Señor, qué horror! Tenemos a un huésped horriblemente apuñalado, a una criada
desmayada, a un criado vomitando. Toda la posada...
—¿Quién apuñaló a quién? —interrumpió Robin. El hombre levantó las manos con las palmas
abiertas.
—Señor, no tengo ni idea. El hombre no dice nada, sólo maldice en otro idioma, creo que es
italiano. El que lo acompañaba ha desaparecido. Algunos dicen que era una mujer, pero eso no me
lo puedo creer.
Se giró a dar órdenes caóticas a criados caóticos, al tiempo que intentaba contestar las
preguntas de sus huéspedes alarmados. Robin cogió del brazo a un criado que pasaba por ahí.
—¿Dónde está la víctima?
El hombre apuntó con un dedo. Tenía la cara verde.
—Ahí.
Robin se abrió paso hacia la sala de la planta baja por entre el grupo de personas que
contemplaban boquiabiertas a un hombre tendido en el suelo, con el cuerpo doblado. El olor a
sangre, excremento y vómito lo hicieron desear retroceder. Al ver la parte del cuerpo que tenía
cogida con las dos manos, de la que manaba sangre, entendió por qué vomitó uno de los criados.
Debía tener mucho cuidado de no hacer enfadar demasiado a Petra d'Averio, pero sintió subir algo
así como un burbujeo de risa por la garganta.
No, no había ido bien dispuesta. Nada dispuesta.
Una lástima que la víctima no fuera Varzi, pero el hombre herido era alto, musculoso y joven,
aun no tendría treinta años. ¿Cómo se las arregló ella para hacerle ese tipo de herida a un hombre
como ése?
Una criada de edad madura y cara cetrina estaba a un lado para atenderlo, aunque no
intentaba hacer nada. Si acaso, daba la impresión de estar regodeándose en pensamientos
amargos y satisfechos acerca de toda la tribu de hombres.
Se acercó al hombre, hincó una rodilla en el suelo y recurrió a su flojo italiano:
—Amable señor, ¿qué ayuda le puedo ofrecer?
El hombre abrió un pelín los ojos.
—Matar a esa cerda —siseó.
—¿Una mujer le hizo esto? —preguntó, con inocente asombro. Las palabras que salieron por la
boca del hombre fueron más insultos dirigidos a las mujeres.
—Tranquilo, amigo, tranquilo. Han enviado a llamar a un médico. Todo se arreglará. Pero ¿tiene
algún amigo aquí? ¿Podría ir a buscarlo para que venga?
Al parecer el hombre se relajó un poco. Por desgracia la herida no era tan grave como parecía.
—Signor Varzi —musitó—. Mi amo. Signor Varzi.

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—¿Está alojado aquí? –


—Sí.
—¿El número de la habitación?
Justo entonces entró un médico, este de pelo cano, lanzando exclamaciones de horror
masculino. Robin tuvo que salir, pues el médico los echó a todos. Vio al posadero bebiendo de una
copa de coñac y se le acercó.
—Feo asunto —comentó.
El hombre se estremeció. Hizo chasquear los dedos y un criado trajo otra copa de coñac. Robin
bebió un trago.
—¿Dónde está el signor Varzi?
—Debe de haber ido a comprar el pasaje, señor.
—¿Viajaba solamente con este hombre?
—Hay otro más, señor.
—Mujer, colijo.
—No, señor. De quién se trataba, no sabría decirlo. Una criada vio salir corriendo a una mujer
vestida de verde justo después de que el hombre comenzó a gritar. Dijo que llevaba un gato
blanco. —Se encogió de hombros y levantó las manos abiertas otra vez—. Tal vez fuera una bruja.
Coquette. ¿Por qué diablos Petra se había llevado a la perra? Pero daba la impresión de que las
dos estaban más o menos bien, si habían logrado escapar de ahí. Pero muy pronto comenzarían a
buscarla.
Intentó plantar una semilla:
—Tal vez el signor Varzi atacó a su criado y la mujer simplemente vio el ataque y huyó
horrorizada. Extranjeros —añadió, haciendo su gesto más galo—. Los italianos tienen fama de
violentos.
El posadero asintió.
—Desde luego, desde luego.
¿Hacia dónde habría huido? ¿A la Renard? No, puesto que ahí la capturaron. Pero ella no
conocía ningún otro sitio en Boulogne.
—Han llamado a la guardia —dijo el posadero, y como si sus palabras hubieran dado la señal,
sonaron pies marchando por la calle y luego una orden de detenerse.
Robin salió al patio interior a mezclarse con la gente que estaba ahí comentando. No tuvo
necesidad de preguntar por la dama de verde, porque todos estaban hablando de ella.
Afortunadamente, las historias eran confusas.
Vestía de azul; no, de verde. Llevaba sombrero; no, un gorro. Llevaba un gato; no, una rata. Era
hermosa; no, una vieja bruja. Parecía asustada; no, loca. Cacareaba de risa maligna.
Nadie sabía bien qué camino había tomado al salir. Una mujer estaba segura de que se
convirtió en cuervo y se alejó volando. Robin se marchó pensando: «Petra, me asombras, como
siempre pero, ¿dónde diablos estás?»
Salió a la calle, con los oídos aguzados por si oía algún cotilleo, y de pronto se quedó inmóvil; en
la puerta de la Mouton Gris el posadero estaba hablando, gesticulando muchísimo, con un hombre

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moreno de edad madura. Vestido con mucha sencillez, el hombre parecía estar preocupado y
alarmado, como lo estaría cualquiera al encontrar cruelmente herido a su criado.
Tal como dijera Petra, Varzi parecía un hombre vulgar y corriente. De los hombres de piel
morena solía pensarse que eran malvados, en especial en Inglaterra, donde no era común ese
color de la piel, pero la gordura de aquel y sus mofletes sugerían a un mercader próspero, y sus
manos, abiertas en un gesto nervioso, parecían suaves, blandas. Incluso tenía unos ojos tristes de
perro cazador.
Pero era un perro de caza con dientes afilados como navajas, y una parte de sus dientes estaba
detrás de él, un espadachín delgado, vestido sobriamente.
Robin tocó la empuñadura de su espada; ese hombre había amenazado a Powick. Pero no había
tiempo para eso, por el momento al menos. Tenía que encontrar a Petra antes que la encontraran
ellos.
Echó a andar de vuelta a la Renard, para ir a ver si había noticias, aunque atento y
observándolo todo a cada paso. Entonces vio una tienda de ropa de segunda mano, anunciada por
las prendas colgadas en los marcos de la puerta. Junto a la puerta estaba sentada una anciana
haciendo punto, y lo miró sonriente, enseñando huecos entre los dientes.
—¡Pase, pase, milord! Tengo prendas finas, algunas dignas de la corte.
Robin no se tomó la molestia de discutirle. Entró en el sucio y maloliente local y paseó la mirada
por la ropa, buscando lo que necesitaría Petra: una capa que le ocultara el vestido. En Boulogne
había visto a mujeres con chales y capas a cualquier hora del día, por lo que no se vería rara si
llevaba una.
Encontró una de color rojo oscuro. Estaba manchada por un lado, pero era de calidad bastante
buena. Incluso tenía capucha.
—¿Qué vale? —preguntó a la anciana—. No intente cobrarme más de la cuenta porque no
tengo tiempo para juegos.
Ella lo miró convenientemente ofendida por esas palabras tan poco amables, pero le dijo un
precio tolerable. Él pagó, dobló la capa formando un pequeño bulto y salió.
Decidiendo arriesgarse a hacer algunas preguntas, les preguntó a dos mujeres que estaban en
la calle conversando si habían visto a la perrita de su hermana.
—Es muy pequeñita, toda pelusa blanca, y lleva un collar elegante.
No, no la habían visto, pero le advirtieron que por lo menos el collar no duraría mucho por esos
lados.
Más allá un tendero que estaba vigilando cajas con frutas, recordó haber visto a la perra con las
orejas grandes y plumosas.
—Tenía un collar fino, señor, y por eso supe que ella la había robado. La ladrona se fue por ahí.
Robin le pasó una moneda y tomó esa dirección. «Por ahí» no era hacia la Renard.
Más allá unos niños le explicaron que una perrita muy bonita se había escapado para jugar con
ellos y una mujer enfadada la cogió y se la llevó. La mujer le preguntó cómo se llegaba a la Coq
d'Or.
Claro. Era la única posada, aparte de la Renard, de la que ella sabía. Dejó de correr, pero
continuó de prisa, diciéndose que esas historias indicaban que Petra y Coquette estaban ilesas y
bien. Pero las dos tenían que estar aterradas.

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Había mucha gente y ajetreo en la enorme posada, pero nadie parecía perturbado todavía por
los dramas ocurridos en otra parte.
Evitando pasar por delante de la puerta principal, que sin duda habría evitado Petra, se dirigió
al patio interior de atrás. Ahí había un frenesí de actividad, con las últimas llegadas, y todos los
pasajeros estaban ansiosos por ir a asegurarse transporte para esa noche, así que nadie se fijó en
él. Pero no vio señales de Petra ni de Coquette.
Ella tenía que estar escondida, conmocionada por haber herido tan gravemente a un hombre.
Pero Coquette, ¿su adoración tan inmerecida, no la haría correr hacia él o por lo menos ladrar? Dio
una vuelta por el patio, asomando la cabeza en los establos, las cocheras, las habitaciones de los
mozos y los graneros, pero no vio señales de ellas. ¿Debería preguntar? Los soldados llegarían
pronto, así que tal vez preguntar sería peligroso.
Tal vez no estaba ahí, o igual estaba dentro. ¿Podría haber buscado refugio con la pareja
francesa que los acompañó en el viaje? Se estaba girando para entrar en la posada cuando vio una
puerta de madera en arco. La abrió y se encontró ante un pequeño jardín amurallado, sin duda
para uso de los huéspedes. En ese momento no había nadie, pero se veía desde las habitaciones
de la posada. Miró hacia las ventanas y no vio a nadie.
Paseó la mirada, en busca de escondites. El jardín consistía en una pequeña extensión de
césped rodeada por un ancho sendero de gravilla blanca. Entre el sendero y las paredes había
arbustos y árboles pequeños, pero, ¿cómo buscar entre ellos?
¿Eso fue un ladrido?
Echó a andar por el sendero, con el oído atento, deseando que sus botas no hicieran crujir
tanto la gravilla. ¿Un crujido? ¿En el rincón del fondo donde una ancha mata de laurel se apoyaba
en un arbolito? Se movió una rama. Se dirigió a ese lugar, llamando en voz baja «Coquette». La
perra salió volando del laurel y saltó a sus brazos, temblando toda entera. La acarició y tocó algo
pegajoso. Sangre. Susurrándole palabras tranquilizadoras se dijo que su carrera hacia él significaba
que no estaba mal herida, pero Varzi tenía otra deuda que pagar.
—¿Dónde está Petra, preciosa? ¿Petra? —llamó en voz baja. ¿Podría ser que la perra estuviera
sola ahí? ¿O que Petra estuviera herida?
Coquette estaba moviéndose desesperada para que la bajara al suelo, así que la soltó.
Inmediatamente ella corrió hacia el laurel, en el que no se veía ningún movimiento. Él la siguió,
pasó por un lado del arbusto y entonces vio a Petra, sentada acurrucada en el rincón, rodeándose
con los brazos, los ojos agrandados, y una mancha de sangre en la mejilla. Ella estuvo un momento
encogida, como si no lo reconociera, y de pronto se levantó y también se arrojó en sus brazos.
Él la abrazó fuertemente.
—Qué exceso de diversión me estás ofreciendo, querida mía. ¿Podríamos parar, por favor?
Ella se echó a reír y a llorar al mismo tiempo, por suerte ahogando los sonidos en su chaqueta.
Mientras ella lloraba, él giró la cabeza para mirar por entre las hojas para ver en el caso de que se
acercara alguien.
Cuando ella se calmó un poco, le tocó la mancha de sangre en la cara.
—¿Varzi te hirió?
Ella negó con la cabeza; tenía los párpados hinchados, los ojos rojos y manchas rojizas en la cara
por haberla tenido apoyada en su chaqueta. Le besó suavemente la frente, sintiendo pasar por

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todo él una oleada de ternura; eso distaba mucho de ser excitación o deseo, y por lo tanto era
mucho más peligroso.

Petra continuó apoyada en Robin, el maravilloso Cock Robin, a punto de echarse a llorar otra
vez, por muchos motivos. Estaba contentísima de verlo, tremendamente afligida por lo que había
ocurrido, por lo que había hecho; y la aterraban las consecuencias.
—¿He matado a ese hombre?
—Creo que no.
—Gracias a Dios, gracias a Dios. —Lo miró como si él fuera su juez —: Tuve que hacerlo. Tenía
que escapar.
—Por supuesto. Tranquila, tranquila. —Nuevamente le tocó la cara—. ¿Es sangre esto?
—¡Oh! —Se miró la mano derecha, que le había quedado horriblemente ensangrentada—. Me
la limpié lo mejor que pude...
—Sombras de Macbeth —dijo él. Cogió su pañuelo, lo mojó con un poco de saliva y le limpió la
cara—. Ya está, adiós a esa maldita mancha.
Entonces la besó. Fue un beso suave y tierno, y tal vez sólo con la intención de consolarla, pero
le hizo entrar vida a ella, en un torrente doloroso, abrasador. Se apretó más a él y le puso una
mano en la nuca, acercándole la cabeza para profundizar el beso.
Para vivir.
Él la abrazó fuertemente y le correspondió el beso, pero ella notó resistencia. Claro, pensó,
quedándose inmóvil. Él ya comprendía el peligro que ella representaba para él. Sus hombres y su
perra estaban lesionados por causa de ella. Se apartó.
—Lo siento...
—No más disculpas. Pero Coquette está decididamente de más.
La perrita estaba danzando alrededor de los pies de los dos, exigiendo la atención de él. La
cogió y le exploró suavemente la herida.
—No es sangre de ella, es de mi mano. Lo siento. Lo siento por decir lo siento. —Empezó a
limpiarse las lágrimas pero sintió el olor a sangre en la mano—. ¿Fontaine y Powick están bien?
—Creo que van a sobrevivir, pero es posible que le hayas quebrado la nariz a Fontaine.
—Lo siento. Pero es que él no me dejaba salir.
Él metió suavemente a la perrita en su bolsillo.
—La pregunta es, ¿por qué deseabas salir?
—¿Debía dejar que castraran a Powick?
Él la miró sorprendido.
—¿Varzi habría hecho eso, de verdad?
—Por supuesto, y después pasado a sus otras partes.
—Córcholis.
—Ves el riesgo en que te he puesto. No debería haber...
Él le cogió las manos gesticulantes.

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—Todo irá bien ahora.


—Ah, tú.
—Sí, yo. —Le apretó las manos, sonriendo, y enseguida se las soltó, retrocedió y miró el suelo—
. Ah, ahí está. —Recogió el bulto, lo sacudió y desplegó la capa rojo oscuro—. Mira, he aquí que he
sido previsor, por una vez. —La envolvió en ella y le ató los lazos que la cerraban en el cuello—.
Queda abierta. ¿Podrías ponerte la enagua por fuera?
Su tono alegre y despreocupado, que tanto la irritaba antes, la calmó como un bálsamo.
—Sí, sí, por supuesto.
Le dio la espalda, se desató la enagua de color crema, la dejó caer y se la puso encima de la
falda del vestido. Entonces se giró hacia él.
—Eso está mejor.
Le desprendió el olvidado sombrero, sacó el camafeo y se lo pasó.
—Guárdate esto en alguna parte y súbete la capucha. —Retrocedió y la miró de arriba abajo—.
Creo que así irá bien. Salgamos de este sombreado claro.
Petra vaciló, pero enseguida se armó de valor, pasó por entre los arbustos y salió al sendero. Él
la siguió diciendo:
—Coquette podría delatarnos. —Sacó a la perra del bolsillo, se la puso bajo la chaqueta y la
afirmó con el brazo—. Chss. —Hizo una mueca irónica—. Al estar entrenada para la corte, de vez
en cuando hasta obedece.
—A mí me obedeció el chss —dijo ella—. Probablemente eso le salvó la vida.
Él le ofreció el otro brazo, ella se lo cogió, y se dirigieron a la puerta del jardín.
—Realmente Varzi tiene que pagar muchas deudas —dijo entonces él.
Ella sólo podía rogar que Robin no se encontrara nunca con él. Miró nerviosa hacia las ventanas
de la posada.
—Supongo que si alguien nos ve desde una ventana va a suponer que se trata de en una cita
amorosa.
—Por supuesto. ¿Cómo se hizo daño Coquette?
Lo dijo tan de repente que ella lo sintió como un ataque.
—Lo lamento.
—¿Fue por culpa tuya, entonces?
—Todo esto es por culpa mía —dijo ella, enérgicamente—. Powick, Fontaine.... Coquette le
ladró a Varzi así que él la golpeó con su bastón.
—¿No tienes la sensatez para saber que eres sólo la decoración?
—¿Qué? —exclamó Petra.
—Coquette, no tú.
—Es una pequeña guerrera. Intentó morder al otro, al que me estaba vigilando. Él se sobresaltó
tanto que yo logré asestarle el golpe con mi daga.
—Diamantes en tu próximo collar, mi valiente mariposa, pero sé buena y hazme el favor de no
correr esos riesgos.

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Petra casi se sintió como si eso se lo dijera a ella también. Otra carga, a la que proteger,
acariciar y tolerar, porque Robin Bonchurch era incapaz de desentenderse de las
responsabilidades incómodas.
Él se soltó el brazo del de ella y abrió la puerta. Cuando salieron al patio interior, ella se detuvo.
—Hay soldados ahí, haciendo preguntas.
Él la obligó a continuar caminando.
—Somos simplemente una pareja que ha salido a tomar el aire al atardecer.
Mientras pasaban cerca de los soldados ella oyó a uno preguntar por una mujer vestida de
verde que llevaba un gato blanco. El otro estaba mirando alrededor. Robin le deseó buenas
noches, añadiendo algo sobre una travesía por mar en calma esa noche. El soldado manifestó su
acuerdo y volvió la atención a otra parte.
A Petra le retumbaba el corazón y le flaqueaban las piernas, pero hizo todo lo posible por
representar su papel. Así, cuando Robin inició una frívola conversación sobre el viaje en barco y lo
felices que estarían todos de verla de vuelta en casa, ella contestó mecánicamente, contenta de
no tener que encontrarle sentido a lo que él decía.
Suponía que iban de vuelta a la posada Renard, pero el ruido, el ajetreo y el olor a algas, le
dijeron que se iban acercando a los barcos.
—Procura aparentar una absoluta tranquilidad —le dijo él sonriendo—. Di la alarma para que
vigilaran por si veían a alguien obligando a una mujer a subir a bordo de un barco.
Petra consiguió esbozar una sonrisa e incluso se las arregló para soltar una risita, como si él
hubiera dicho algo gracioso.
Él la llevó hasta un velero con un solo mástil. Ahí un hombre de expresión severa y nariz fuerte
dijo:
—Ah, ha llegado, señor. Creí que habría cambiado de decisión.
—Me vi enredado en un incidente —dijo Robin.
—¿El hombre al que le rebanaron las bolas? ¿Es amigo suyo?
—No lo conozco de nada —contestó Robin, ayudándola a subir al barco.
Entonces la condujo hasta una especie de cobertizo situado en el centro, y la hizo entrar. Él
entró detrás y cerró la puerta.
—Nuevamente es un mal alojamiento, pero debes permanecer dentro, fuera de la vista.
—Por supuesto.
El espacio era de unas dos yardas y media de largo y no llegaba a dos de ancho; a cada lado
había un banco ancho cubierto por una delgada colchoneta. Ella supuso que podían servir de cama
si era necesario. ¿Pasaría la noche ahí, con Robin? Las pequeñas ventanas estaban abiertas, por lo
que entraba algo de luz, pero les quitaba intimidad. Mejor.
Entonces él comenzó a desvestirse; se quitó la chaqueta, el chaleco, la corbata y el cinto con la
espada.
—¿Qué haces? —protestó ella.
—Convertirme en un hombre corriente. Voy a salir a cubierta a hablar con Merien y no quiero
que me reconozcan. ¿Paso por un vulgar marinero?
Ella no pudo evitar sonreír.

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—No, pero supongo que Varzi no tiene mucha idea de cómo eres.
—Reza por eso. Mantente fuera de la vista e impide que Coquette se escape. Es como una
bandera. Instaré a Merien a zarpar tan pronto como lo permita la marea.
Como siempre, Coquette intentó seguirlo, así que Petra la sujetó firmemente hasta que se cerró
la puerta, agradeciéndole otra vez su participación en el rescate. Cuando la soltó, la perrita fue
hasta la puerta a oliscar tristemente y después se echó encima de la chaqueta de Robin. Ella sintió
la alarmante tentación de hacer algo similar.
Avasallada por los acontecimientos, se sentó en un banco, para hacerse invisible desde fuera.
Era cierto, Varzi estaba ahí, y tan despiadado como siempre. Casi había logrado capturarla. Y ella
hirió a ese hombre.
Se cubrió la boca y a punto estuvieron de venirle bascas por el olor de la sangre en la mano.
Debía lavársela. Se levantó para salir a pedir agua, pero al instante volvió a sentarse. Varzi la
andaría buscando furioso, y ahora desearía vengarse.
Cuando se abrió la puerta pegó un salto, pero entonces reconoció a Robin; se había recogido el
pelo en la nuca y llevaba la cabeza cubierta por una especie de sombrero de punto, y una tira de
tela azul con una franja amarilla le rodeaba el cuello.
—Es agua de mar —le dijo, pasándole un pequeño cuenco—. Es lo mejor que pude conseguir
por el momento.
Petra lo cogió, a punto de echarse a llorar.
—Eres el hombre más maravilloso del mundo.
Él negó con la cabeza.
—Eres asombrosamente fácil de complacer. A diferencia de esta. —Cogió a la perra, que ya
estaba ladrando—. Chss. —Coquette se quedó callada, pero se las arregló para mirarlo con
expresión de reproche—. Lo siento, pequeña —le dijo, se la pasó a ella y salió.
Petra la dejó sobre la chaqueta, y ahí la perrita se echó con la cabeza apoyada en las patas, en
pose afligida. Seguro que la mitad de eso era puro teatro, así que le dijo:
—Él no está aquí para verte.
Metió las manos en el agua salada y se las frotó hasta que no le quedó ni rastro ni olor de
sangre. Pero no pudo lavarse el recuerdo de su daga enterrándose en la carne, ni el del chorro de
sangre caliente que brotó de la herida. Ni del ahogado grito del hombre. No entendía por qué no
gritó más fuerte, sólo un grito ahogado mientras se cogía esa parte con las dos manos. Ahí.
No había sido su intención hacer eso, pero cuando Coquette lo distrajo ella simplemente movió
la mano hacia arriba con la daga y ahí fue donde se la enterró. Entonces, dejándosela clavada,
cogió a Coquette y salió corriendo.
Recordó la vaina vacía de la daga y se la quitó. Ya no tenía ninguna utilidad, e incluso podría ser
una prueba incriminatoria. La metió debajo de uno de los bancos. Se levantó la enagua crema y se
miró la falda del vestido. Sí, había gotas de sangre, pero entre las ramitas de las flores de
primavera no se notaban.
Aún así, esas manchas se le quedarían en la memoria. Shakespeare sabía muy bien de qué
hablaba cuando escribía.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1166

Robin ayudó a preparar el barco para zarpar, con un ojo vigilante por si veía a Varzi o a sus
hombres. Detestaba dejar sola a Petra estando ella tan conmocionada, pero no podía fiarse de los
marineros como centinelas. En todo caso, cuanto menos tiempo estuvieran juntos, mejor. La
tensión, el peligro y la acción parecían generarles extraños impulsos y hacerles trizas el
autodominio.
El sol ya estaba a punto de comenzar a ponerse y la marea estaba subiendo. En el paquebote
los pasajeros subían casi en fila, pero aún faltaba cargar los baúles, cajas y todo tipo de equipaje
en la bodega. Más cerca había personas subiendo a bordo de veleros más pequeños, alquilados
para uso particular. Vio uno en el que ya habían subido un coche y en otro estaban cargando
barricas bajo la atenta supervisión de un hombre. ¿Borgoña? ¿Oporto? ¿Coñac?
—¿Le persigue algún villano, señor?
Robin miró hacia la voz y vio a un muchacho de cara lozana que lo estaba mirando. La cara larga
y la nariz indicaban que era el hijo del capitán.
—Más o menos —dijo—. ¿Estás libre para ayudarme a vigilar?
—¡Sí, señor!
—Entonces sube hasta un lugar elevado y observa si alguien se comporta de modo extraño, por
ejemplo, porque no embarca.
—Sí, señor —dijo el chico y subió ágilmente por las jarcias, visiblemente encantado con la
misión.
Un muchacho según el gusto de su corazón, pensó, pero eso no era un juego, por desgracia.
Tampoco lo eran sus sentimientos por Petra d'Averio; estos podrían configurar y tal vez destrozar
su vida.
Afirmado en un cabo, sintiendo la fresca brisa y disfrutando de la luz dorada del crepúsculo,
contempló el muelle en el que la actividad comenzaba a sosegarse. Pero estaba pensando en la
familia, el deber y en su madre, que seguía llorando la muerte de su marido y esperaba que él
fuera su imagen como conde de Huntersdown.
Sus padres habían sido afables y atentos, pero gran parte de su atención la habían concentrado
en formarlo para su futuro. Habían elegido esmeradamente a todos sus criados y preceptores y
observado de cerca su progreso. La educación en elegancia, ingenio y encanto había sido tan
intensa como en griego, latín y ciencias. Sabía música y conocía todas las artes, y desde niño lo
alentaron a ser mecenas según fueran sus gustos. Él no tenía ningún talento especial para eso,
pero nadie puede ser perfecto.
Sus padres se habían erigido en modelos para él, y él siempre los había considerado así:
personas inteligentes, elegantes y corteses. Nada era menos elegante y cortés que las emociones
excesivas, sobre todo aquellas relacionadas con el amor romántico, y el amor romántico no tiene
lugar en el asunto del matrimonio, y mucho menos en el de un futuro conde. Para eso hay que
elegir a una persona de naturaleza agradable, buen comportamiento, familia adecuada y
magnífica propiedad. Sus padres le habían manifestado el deseo de elegirle la esposa ideal y él no
puso objeciones. Sólo les pidió que esperaran hasta que él ya tuviera treinta años. Puesto que

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tenía dos hermanos menores, ellos aceptaron, pero sólo si les prometía no casarse sin su
aprobación.
Suponía que esa promesa continuaba en pie, y su madre no aprobaría jamás a Petra d'Averio.
Se dio una sacudida. Ni siquiera sabía por qué estaba pensando esas cosas. Sólo la conocía desde
hacía algo más de un día, y lo que sabía de ella no era prometedor.
Era hija ilegítima, tal vez de un noble inglés que igual la rechazaba cuando ella se presentara
ante él.
Y tal vez ni siquiera eso. No creía que Petra mintiera, pero su madre podría no haber sido
totalmente sincera. Si había tenido una aventura con un actor, un mercenario o incluso con un
lacayo de un noble, ¿no habría preferido decir que fue con el propio noble?
En ese caso, ¿habría enviado a su hija a buscarlo?
Bueno, por desgracia era posible que en la mente de algunas personas la mentira se
transformara en verdad, sobre todo a lo largo de más de veinte años de dificultades.
Petra sería una amante perfecta, desde luego, incluso tal vez para toda la vida, pero iba
huyendo, había atravesado toda Europa, con gran peligro, justamente para evitar eso.
Por lo tanto, la dejaría marchar. Se encargaría de dejarla a salvo en alguna parte, le daría dinero
si ella lo aceptaba, y luego se separaría de ella y la olvidaría. Cayó en la cuenta de que tenía
apretada la mano en el cabo, y la aflojó.
Petra d'Averio no era otra cosa que un montón de problemas, y mejor el día en que saliera de
su vida para siempre.

Petra estaba sentada en un banco escuchando los ruidos del muelle y observando la cambiante
luz del sol poniente. El barco se mecía y sacudía con más fuerza y lo atribuyó a que la marea
estaba subiendo. Nunca había estado en el mar, a no ser que contara los canales y la laguna de
Venecia. Seguro que después de todo lo pasado, Dios la libraría de marearse.
De pronto oyó una voz chillona. ¡Lady Sodworth! Se levantó y se arrodilló en el banco para
mirar. Sí, ahí estaba. Al parecer venía retrasada y caminaba a toda prisa llevando a los niños hacia
un barco cercano. Georgie se soltó de su mano y echó a correr, demasiado cerca del borde del
muelle. Sin pensarlo, ella alargó la mano como para cogerlo; justo entonces un marinero lo cogió,
se lo puso bajo el brazo, chillando, y lo subió a bordo. Tal vez ese era el tipo de niñero que
necesitaban los niños.
Recordando la cautela, se apresuró a bajarse y se sentó para quedar fuera de la vista, pero
sonrió tristemente pensando en lo que podría haber sido. Si Ludo fuera un poco más sensato, se
habría lavado las manos con respecto a ella. Ella habría soportado el viaje con lady Sodworth y sus
hijos y al amanecer del día siguiente hubiera llegado a Dover con una sola preocupación. Tampoco
se habría encontrado con Robin y no estaría sufriendo ese atormentador conflicto en su corazón.
Después habría continuado viaje a Londres con lady Sodworth y... y habría encontrado la
manera de arreglárselas ahí. En el peor de los casos, habría buscado refugio en casa de Teresa
Imer. Esta no rechazaría a la hija de su mecenas.
Enderezó la espalda, pensando. Si Teresa era una anfitriona tan famosa, ¿no conocería a su
padre? Cuando escapara de Robin, tal vez debería ir a su casa en Soho Square; tenía su dirección.

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Sería imprudente confiarle su secreto a esa mujer, pero sin duda sabría llevar la conversación y
desviarla para no revelárselo.
Al fin y al cabo, el joven hermoso y amable que fuera el amante de su madre, el de ojos oscuros
y sonrientes, era ya un gran hombre, aunque peligroso. Sabía que a veces lo llamaban el Marqués
Negro o incluso la Eminencia Gris, es decir, el poder detrás del trono.
Había oído otras cosas también. Que era un duelista de extraordinaria habilidad, que había
matado a un hombre que insultó a su hermana; que su madre se había vuelto loca y que su sangre
lo manchaba a él. La madre de ella desechó esa posibilidad, pero...
Le había prometido a su madre que iría directamente a ver a su padre, pero no podía ponerse
en las manos del poderoso y formidable marqués de Rothgar mientras no estuviera segura, por lo
menos, de que con él estaría a salvo.
Robin vio a Powick y a Fontaine subir a bordo del paquebote acompañados por un hombre y
una mujer cubiertos con capas. Observó por si veía a Varzi, pero no lo vio. Merien comenzó a
gritar órdenes, y los tripulantes se pusieron en acción. Lo mismo estaba ocurriendo en los otros
veleros. La marea era la conveniente y había comenzado el viaje.
¿Varzi habría decidido no continuar su persecución hasta Inglaterra?
Se dio media vuelta para entrar en la cabina y justo en ese momento el chico lo llamó. Se giró a
mirar y vio a un hombre corriendo por el muelle gritando algo hacia todos los barcos que se
estaban preparando para zarpar. Era el espadachín de Varzi.
¡Condenación!
Rápidamente entró en la cabina y se tendió en el banco desocupado, diciéndole a Petra:
—Tiéndete.
Coquette, maldita fuera, saltó encima de él saludándolo con un ladrido de felicidad. Le cubrió el
hocico con una mano.
—Chss.
La perrita obedeció.
El hombre venía corriendo, gritando una pregunta hacia cada barco. Sonaron cerca los tacones
de sus botas y entonces se detuvo ante el Courlis.
—¡Capitán! —Acento italiano—. Me he perdido de mi grupo. Una pareja joven, él de pelo
castaño dorado y ella de pelo oscuro corto. Tienen un perro blanco pequeño.
Petra ahogó una exclamación, y Robin la miró negando con la cabeza.
—No están aquí, señor —contestó Merien—. Tengo a dos caballeros mayores melindrosos, y
sus criados están mareados y a punto de vomitar ya antes de que zarpemos.
Los pasos se alejaron.
—¡Varzi lo sabe! —susurró ella.
Robin se puso de costado y esbozó una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora.
—Esperaba tenerlos engañados un poco más de tiempo, pero no importa. Estamos aquí,
comenzando el viaje y libres de ellos. No, no mires todavía, por tentador que sea.
Ella volvió a apoyar la cabeza en el banco y él vio moverse el rosario entre sus dedos.

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Monja. Desde que ella no llevaba el hábito, él no paraba de olvidar ese detalle. Su madre era
católica; ¿eso haría más o menos posible que aprobara a una monja? ¿Como su esposa? «No seas
idiota.»
—Varzi no va a cejar —susurró ella.
—No te preocupes. En Inglaterra estará en mi territorio.
Ella giró la cabeza para mirarlo.
—¿Eres el rey Jorge disfrazado?
Él se sentó, sintiendo el agradable movimiento del Courlis al coger el viento. Sacó una moneda
del bolsillo y se la pasó.
—No nos parecemos absolutamente en nada.
Ella miró atentamente el perfil a la ya tenue luz.
—Te concedo eso. ¿Por qué, entonces, crees que ahí vas a ser inmune a Varzi?
—Fíate de mí. Si en Inglaterra da un solo paso fuera de la ley yo puedo aplastarlo.
Ella suspiró y él comprendió que la había exasperado otra vez. Tal vez debería decirle su rango,
pero con todo lo que estaba pasando, prefería que su identidad continuara siendo un secreto.
Podía dejarla instalada en alguna parte, y entonces Robin Bonchurch podría desaparecer.
—Robin —dijo ella, en tono de inmensa paciencia—, Varzi va a seguir a tus hombres hasta
Londres. Cuando no me encuentre, los capturará y los torturará.
Eso le produjo un escalofrío, pero dijo:
—No, no los capturará. Ellos viajarán en la diligencia y luego irán a mi casa. Entonces alertarán a
un amigo mío que es comandante en la Guardia Montada, y él se encargará de que no los toquen.
En cuanto a nosotros, desde Folkestone iremos a la casa de un amigo mío que está cerca, y allí
estaremos igualmente seguros.
«Y eso hará salir a la luz cualquier secreto, a no ser que antes avise a Thorn», pensó. ¿Por qué
tenía que ser tan complicado todo?
—O allí pondremos en peligro a tu amigo —objetó ella—. ¿Por qué no quieres entender?
Él puso a Coquette a un lado, bajó del banco y se sentó en el suelo junto a ella, con las piernas
cruzadas. Le giró la cara hacia él y vio señales de lágrimas recientes.
—¿Y por qué tú no puedes fiarte de mí? Yo te mantendré a salvo.
—Sé que lo intentarás.
—Estoy haciendo progresos —bromeó él—. Este asunto de rescatar damiselas es nuevo para
mí, ¿sabes?
—¡Deja de bromear, por favor! —Bruscamente se puso de costado para quedar de cara a él—.
¿Aun no has entendido a Varzi? ¿Su diabólica manera de saberlo todo, su crueldad?
—¿Y tú no me entiendes a mí? —replicó él—. Bromear está en mi naturaleza, Petra, pero sé
actuar con seriedad cuando corresponde. Sí, juzgué mal la situación en la Renard, pero he
aprendido. ¿Acaso no estamos aquí? ¿Acaso no hemos escapado?
—Deseo creerlo.
—Créelo.
Ella apoyó la cara en su mano un bendito momento, pero en seguida la apartó.

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—Si pregunta por otros puertos, ¿no se enterará por alguien acerca de lo de Folkestone?
—¿Todos los italianos piensan de forma tan enrevesada? Sí —concedió—, pero hay otros
puertos. Hythe, Deal, incluso Ramsgate o Hasting. Tendrá que seguir a mis hombres y nosotros
estaremos seguros, aunque... —No deseaba reconocer otro error—. Tú no tienes dinero, ¿verdad?
—¿Y tú? —preguntó ella, agrandando los ojos.
—Un leve desliz en la planificación, lo confieso. Cuando viajamos, reparto el dinero en efectivo
entre los tres. Hay más escondido en diversos lugares, pero todo el equipaje está en el paquebote.
¿No llevas algunos ducados cosidos en tu ropa, cariño?
—Puesto que todas las puntadas que llevo encima son nuevas...
—Muy cierto. Ah, bueno, tengo suficiente para pagarles al capitán Merien y a los
contrabandistas.
—¿A los contrabandistas?
Él le explicó los detalles sobre cómo debían desembarcar necesariamente en Folkestone.
Ella volvió a ponerse de espaldas.
—Después de que las mujeres de una granja supuestamente normal resultasen ser unas
asesinas y nos hayan perseguido unos villanos, ¿aún te fías de que nos lleven unos delincuentes?
Él le cogió la mano y la encontró helada, así que la retuvo para calentársela.
—La mayoría de los contrabandistas son pescadores y granjeros normales y corrientes, que sólo
se ganan un dinero extra por las noches. Tal vez es cierto que has llevado una vida de virtud y
recato hasta hace poco.
—Todo lo contrario. Fui una chica alocada y voluntariosa.
—Ah, sí, con el piojoso Ludovico.
Ella giró la cabeza y lo miró ceñuda.
—No tenía piojos.
—Tu interpretación literal del idioma otra vez. Es una manera de decir mezquino, asqueroso.
—No era eso tampoco. No olvides que yo me habría casado con él.
La punzada que lo atravesó como una lanza era de celos, sin duda, la más prohibida de las
emociones prohibidas. Se puso de pie.
—Voy a salir otra vez.
—No salgas.
Lo dijo casi en un susurro, pero lo detuvo en seco.
—¿Eso te ha molestado? —preguntó ella, entonces, mirando hacia el techo—. Sólo intento ser
sincera. ¿Cómo puedes imaginar que yo deseara casarme con un hombre asqueroso? —Volvió a
mirarlo—. Por favor. Tengo mucho miedo.
A la tenue luz él vio lágrimas en sus pestañas oscuras y el temblor de sus labios. Pasado un
momento de vacilación, se tendió a su lado y la cogió en sus brazos. Ella se puso rígida y lo empujó
para apartarlo.
—Sólo es un remedio para el miedo —dijo él—. ¿Acaso no necesitamos todos un consuelo en la
oscuridad?
—No está tan oscuro —dijo ella, pero se relajó apretada contra él.

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El banco era estrecho para dos personas, así que él hizo unos reajustes en su posición, de forma
que ella quedó con la mitad del cuerpo encima del suyo, y la cabeza apoyada en el hueco de su
hombro. Ella suspiró y se acomodó, con el brazo atravesado sobre el pecho de él y una pierna
sobre sus muslos. Peligroso, pero se habían entrenado en autodominio. También se habían
entrenado para ofrecer protección y consuelo a quienes lo necesitaran, y eso sabía hacerlo.
No intentó conversar. Sería difícil ser veraz si intentaba decirle más acerca de sí mismo, por lo
tanto no encontraba correcto sonsacarle más información acerca de ella. Se mecían con los
movimientos del barco navegando mientras el brillante rojo del crepúsculo daba paso a una noche
iluminada por la luna. Y él también se relajó, seguro de su finalidad y de su capacidad para
conseguirla.
Mantendría a salvo a Petra.
Petra absorbía su calor y aspiraba su olor, que había variado, por el aire de mar y un toque de
alquitrán. Sabía que no debía entregarse a ese abrazo tan íntimo, pero no había una manera fácil
de rechazarlo, y podría ser su última oportunidad de estar tan unida con él. Sólo la camisa abierta
por el cuello le cubría el pecho, y al tenerla arremangada le dejaba desnudos los antebrazos. Las
calzas le cubrían la parte inferior del cuerpo, y ella lamentó que su falda y enagua añadieran dos
capas más ahí.
Podría ser solamente esta vez, porque ella iba a tener que huir de él muy pronto; en parte para
guardar su secreto y en parte por la esperanza de que Varzi se desentendiera de él y de sus
hombres una vez que ella ya no estuviera a su lado. Aunque había un motivo egoísta también:
Varzi sabía que ella estaba con Robin, así que al dejarlo estaría más segura.
Pero sería difícil, tal vez lo más difícil que haría en su vida. Nunca se había imaginado que el
corazón pudiera quedar atrapado casi instantáneamente, que un desconocido pudiera hacerse tan
preciado de la noche a la mañana. Cuando su madre intentaba explicarle su romance, ella no le
encontraba ningún sentido, pero ya comenzaba a entenderla. Si había sido así...
Simplemente así, juntos en el banco, amenazaba el peligro.
Él le estaba acariciando la espalda, sin duda de la misma forma despreocupada, inconsciente,
con que acariciaba a Coquette, pero la calentura comenzaba a hacerle vibrar la piel y ahí abajo,
donde tenía la entrepierna apretada al muslo de él. Le vibraba con el mismo tipo de hambre que
podría causar un estómago vacío, y tal vez se había sentido así desde Montreuil. Su cuerpo
recordaba y ansiaba completar lo que fue interrumpido allí.
«No, no, no, qué desastre habría sido eso.»
Pero no logró decidirse a apartarse de él. No podría pedirle que interrumpiera esa suave y
atormentadora caricia en su hombro.
El barco dio una brusca sacudida y él aumentó la presión de su brazo, apretándola más aún a su
muslo.
—Ya vamos en camino —dijo. «Demasiado lejos, demasiado rápido», pensó ella. —¿Cuánto
tardaremos? —preguntó. —Llegaremos alrededor de las dos de la mañana. ¿Llegar adónde?
Intentó ser práctica.
—¿Podemos continuar el viaje hacia la casa de tu amigo a esas horas?
—Siempre hay una manera, y hay luna.
—¿Quién es ese amigo? —preguntó, sin poder resistirse a deslizar la mano por su brazo
desnudo, palpar sus firmes músculos y rozar su fino vello rizado.

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—Rose, el capitán del Black Swan. Es una especie de contrabandista.


Ella levantó la cabeza para mirarlo a la luz cada vez más tenue.
—Ahora sale la verdad. Tú también eres contrabandista. Tu riqueza procede del coñac y los
encajes.
—Yo no —sonrió él—. Soy un hombre respetable. —Al oír el sonido de incredulidad que emitió
ella, pareció dolido—. Sólo espero que el capitán Rose esté en su casa en Stowting.
—¿Y si no está?
—Puedo usar libremente su casa. Tenemos una especie de parentesco. —La apretó más a él—.
Una vez ahí estaremos seguros.
—Eso espero.
—Lo estaremos. Olvídate del infame Varzi.
¿Había bajado la mano por su espalda o era que ella acababa de tomar conciencia del calor en
la cintura?
—Eso sí —dijo él, echándole el aliento caliente en el pelo—. Comienzo a dudar de que sea
prudente presentarte a Rose. Parece ser muy atractivo para las mujeres, aun cuando es un tipo de
rostro sombrío.
—¿Es rico? —preguntó ella, cayendo en la cuenta de que lo estaba acariciando. Paró el
movimiento.
—¿Eres una mercenaria?
—Una dama sin un céntimo tiene que pensar en esas cosas —musitó ella con la boca en su
pecho, deslizándose sin poder contenerse, hacia el coqueteo que antes se le daba con tanta
naturalidad, y que era tan peligroso.
—Es rico, con todo ese contrabando, ¿sabes?
—¿Más rico que tú?
—Ay de mí, sí.
—Entonces tal vez lo corteje y lo conquiste. —Entonces tal vez yo me ponga celoso —dijo él,
emitiendo un suave gruñido, siguiéndole el juego. —Tú no.
Él levantó la cabeza, y ella tuvo que mirarlo a los ojos.
—¿Por qué yo no?
—Porque tienes tantas gallinas que no sabes qué hacer con ellas, Cock Robin.
A él le brillaron los ojos de risa.
—¿Cock? ¿Te pareces a tu madre?
—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida.
—Porque si te pareces comprendo totalmente a Riddlesome.
La besó en los labios, aunque sólo con un suave roce juguetón. Y ella debería haberlo dejado
ahí, pero sacó la lengua para participar en el juego. Ya le hormigueaba toda la piel de calentura, y
sentía tensos los pechos. Sentía mojada la entrepierna, de deseo, pero no podía, no debía, llegar
tan lejos.
Continuaron el juego, una competición de lenguas y aliento caliente, hasta que finalmente se
unieron en un inevitable beso de verdad. Petra se sumergió en él, con desesperado alivio, como

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una mujer hambrienta coge un bocado de pan envenenado, sin preocuparse por nada, mientras
coma. El barco se mecía y sacudía, añadiendo tumulto a una tumultuosa unión de bocas y más que
bocas.
Se oyeron voces de los hombres en la cubierta. Podrían oírlos. Tal vez por eso tanto ella como
él estaban muy, muy callados. Ese firme autodominio de él la lanzó más allá de toda posibilidad de
resistir. Le desabotonó la camisa para poder explorar su cuerpo, tan esbelto, tan fuerte, tan vivo y
vibrante. Pasó la pierna por encima de las suyas, deseosa, necesitada.
Él le cogió la pantorrilla cubierta por la media y subió la mano hasta su muslo desnudo y luego
la introdujo por entre los muslos, separándoselos más, y continuó hacia arriba.
—¡No!
Él se quedó inmóvil, rígido. Ella oyó su silenciosa súplica y se rindió.
—No es no —musitó, en temblorosa y desesperada rendición—. Sí, sí, por favor.
Él introdujo más los dedos en su entrepierna, acallando la exclamación de ella con un beso,
cambiando al mismo tiempo la posición de los dos, y explorando más profundo. Ella debía
oponerse, debía, pero desapareció toda su fuerza de voluntad, consumida por las llamas del deseo
que rugía por toda ella, arqueándola.
Sintió pasar aire fresco por los muslos desnudos. Él le había levantado las faldas.
—Ábrete el corpiño —musitó él, acariciándole abajo con sus hábiles dedos, en un suave
tormento.
Procurando no jadear ni gritar, y moviendo las caderas, apretándose a su mano, se soltó los
botones del corpiño, maldiciendo su resistencia. Entonces se abrió el corpiño y quedó cubierta
sólo por la camisola arriba y la arrollada enagua abajo. Trató de soltarse el lazo que le cerraba la
camisola al cuello, pero no le funcionaban los dedos.
Él deslizó la boca por sus pechos por encima de la camisola de lino, mordisqueando. Estos ya
estaban ansiosos de la caricia, por lo que cuando él encontró un pezón con los dientes, se le
escapó un suave gritito.
—Chss —musitó él, de la misma manera que se lo decía a la perra.
Pero ella detectó risa en su voz.
Giró la cabeza para ocultar la cara en su hombro y así ahogar otros sonidos de placer y deseo
mientras él reanudaba las caricias abajo, más rápido, llevándola al orgasmo, exigiéndole, como
Ludo... «No pienses en Ludo.»
Pero, aah, cómo había echado de menos eso, esa atormentadora rendición al cuerpo excitado y
duro de un hombre, mientras su fuerte aroma masculino lo ahogaba todo. Y ese hombre la estaba
atormentando, jugando con ella con la mano y la boca. Deseó exigirle, gritarle, pero simplemente
le enterró los dientes y lo sintió sacudirse. Él renunció al juego y ella estalló una y otra vez, con la
mente en blanco, por el cegador placer.
Él se apoderó de sus labios y ella le correspondió el beso, instilándole deseo, pues seguía
deseándolo, necesitándolo dentro de su vibrante y cavernosa cavidad. Bajó la mano por entre
ellos y le tironeó los botones de la bragueta.
—No —dijo él, tratando de detenerla.
Pero ella ya tenía en la mano su miembro excitado, duro. Él la deseaba tanto como ella a él. Se
movió debajo de él.

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—Por favor, por favor.


Y él se rindió. Montó entre sus muslos separados y ávidos, y embistió.
Hacía tanto tiempo que se asustó; el pene era grande, casi demasiado grande. Pero entonces se
deslizó hacia dentro por el espeso líquido de ella, y fue perfecto. Él comenzó a moverse,
embistiendo fuerte, penetrándola hasta el fondo, una y otra vez, casi parecía demasiado, aunque
jamás demasiado, mientras corría el sudor de los dos, mezclándose, y a ella le retumbaba el
corazón, casi a punto de estallar.
De repente él se quedó inmóvil, con el miembro hundido hasta el fondo, respirando con cortos
resuellos. No podía parar en ese momento, ¿verdad? Por si acaso, lo rodeó con los brazos y las
piernas, arqueándose, y él continuó embistiendo, machacando, y era posible que los marineros lo
oyeran todo, pero a ella no le importó, llegando al orgasmo otra vez, más cegador que antes, y a
otro nuevamente cuando él se puso rígido, arqueado, con el mismo cegador éxtasis.
Relajada y lacia, de espaldas, inspirando aire, Petra se sintió por fin asombrosa y totalmente
completa.
—Infierno —dijo él, retirando el miembro, separándose.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1177

Petra yacía ahí, todavía junto a él, sintiendo enfriarse el sudor y sintiéndose vacía, hueca,
desolada por el miedo. «¿Infierno?»
¿Qué debía hacer o decir? Ludo le decía cosas dulces, cosas halagadoras. Sintió deseos de
vomitar.
Una caricia la sobresaltó. Robin le estaba pasando suavemente la mano por el pelo. Eso podía
interpretarse como un gesto cariñoso y satisfecho, pero recordó su mano sobre el pelaje de
Coquette, ofreciéndole amabilidad obligada a una onerosa adoradora.
Deseó apartarlo de un empujón y salir corriendo, huir, pero ¿adónde podía ir? Esa habitación
sólo ofrecía unos pocos palmos para escapar, y fuera estaba la cubierta y los marineros, y el mar
oscuro y profundo. Si continuaba muy quieta y callada, tal vez eso se le pasaría.
El barco se sacudió con más violencia y sintió caer gotas de agua en la piel.
—Córcholis — exclamó Robin, levantándose y poniendo un pie al otro lado de ella para cerrar y
poner pestillo a las contraventanas.
Ella se sentó y rápidamente se arregló la ropa, dando las gracias a Dios por el rescate. Pero
estaba rodeada por el olor de él, por el olor de los dos, el olor de lo que habían hecho. Sonó el
ruido del pestillo de la última contraventana, y descendió sobre ellos una absoluta oscuridad.
«Infierno».
Lo sintió sentarse en el banco de enfrente. «No digas nada por favor.»
—Me honras —dijo él.
Ella tragó saliva y procuró que el tono le saliera normal, desenvuelto:
—Sabes que no era virgen, así que no ha sido algo de gran importancia, aunque muy
placentero, por supuesto.
El silencio la sofocaba, y trató de inspirar sin hacer ruido, deseando que por algún arte de magia
algo se la tragara y se la llevara lejos, lejos de ahí.
—Podrías concebir.
—Eso es un riesgo común. No esperaré que te cases conmigo.
La desenvoltura se le estaba volviendo frágil.
—¿No crees que yo podría desear hacer legítimo a un hijo mío?
Petra deseó poder verle la expresión.
—¿Por qué? Esto no puede ser un riesgo nuevo para ti.
—Hay maneras de disminuir el riesgo y no usamos ninguna.
Petra apoyó la cabeza en la dura madera y cerró los ojos.
—No deseo hablar de esto.
Pasado otro largo silencio, él dijo:
—Tengo que salir a ver cómo va el viaje.
Se movió poniéndose su ropa y tal vez pisó a Coquette, porque se oyó un aullido y luego
palabras tranquilizadoras. Tranquilizando a otro ser femenino molesto. Se abrió la puerta, dejando
entrar la luz de la luna y una ráfaga de aire húmedo, y se cerró.

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Petra continuó sentada donde estaba. Pasado un rato se tendió sobre la colchoneta, que
todavía estaba caliente por la apasionada relación sexual de ellos y misteriosamente conservaba
ese aroma almizclado. Trató de no sentirlo, pero se echó a llorar. Lloró hasta que le dolieron los
ojos, lloró hasta que estuvo toda dolorida, y hasta que se quedó misericordiosamente dormida.
—Petra.
Petra despertó, abrió los ojos y los entrecerró, deslumbrada por la luz. ¿Ya era de día? No,
alguien la alumbraba con una linterna, y el barco se mecía violentamente, y se oían crujidos,
golpes y el aullido del viento.
Robin estaba de pie a su lado mirándola, su imagen se veía macabra por la parpadeante luz de
la vela. Se cubrió los ojos con el brazo, pero no antes de ver que estaba totalmente vestido, incluso
con la corbata.
¿Eso era una armadura?
«Infierno.»
—Pensé que era hora de despertarte —dijo él—. Pronto llegaremos a Folkestone.
Esa exquisita amabilidad era dolorosamente rara en el hombre que había llegado a conocer,
pero intentó igualar su tono.
—¿Podemos desembarcar con este tiempo?
—Estará más calmado cerca de la costa.
—¿No hay ningún otro problema?
—¿El signor Varzi cayendo sobre nosotros como el pirata Barbanegra? No.
Diciendo eso salió, dejando entrar una ráfaga de viento y una rociada de agua que casi llegó
hasta ella. Tratando de equilibrarse entre sacudida y sacudida, encontró su capa y se la puso, para
protegerse del viento y del frío. Muy pronto estaría sola en un país desconocido y sin guía, porque
tendría que huir de Robin Bonchurch en la primera oportunidad que se le presentara. Al menos
ahora él estaría feliz de verla alejarse.
—¿Coquette? —llamó en voz baja, deseosa de un consuelo. Pero le quedó claro que él se la
había llevado. Estaba realmente sola.
Él volvió.
—Es la hora.
—¿Ya hemos llegado?
—Se acerca la barca del contrabandista.
Se oyó un ruido de choque y luego voces gritando para hacerse oír por encima del viento. Cogió
los cordones que le cerraban la capa al cuello y uno se desprendió. Lo miró en la mano, sin saber
qué hacer.
—¿Dónde está el broche? —preguntó él.
Ella buscó en el bolsillo, perdió el equilibrio por el movimiento del barco, y se habría caído si él
no la hubiera sujetado, con la otra mano afirmada en la pared. Ella sacó el camafeo y se sentó para
no caerse. Él le cerró la capa y le prendió el camafeo, aparentemente no afectado por la
proximidad, cuando ella creía que podría ahogarse por el contacto de su mano en el cuello.
Él retrocedió. Ella se tocó el broche y se levantó.
—Remendaré el cordón y te devolveré esto.

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—Es una chuchería. Es tuyo.


Ella lo golpeó. No con una palmada, sino más bien con un puñetazo en un lado de la mandíbula.
Él se tambaleó hacia atrás y se le escapó una maldición. Ella soltó otra, cogiéndose la mano.
—Buen Dios, mujer, ¿te la has roto?
—No, pero espero que te pudras en lo más hondo del infierno.
Él detuvo el movimiento de la mano a medio camino hacia su mandíbula para friccionársela.
—No te atrevas a acusarme de violación.
—¿Qué? ¡Esto no tiene nada que ver con eso!
—¿No?
—Ha sido porque todo es una chuchería para ti. Porque puedes tratar lo que ha ocurrido como
si nada. Eres...
—¡Nada! —exclamó él. La cogió en sus brazos y la besó. Ella se debatió, porque no hacerlo sería
morir. De pronto él se quedó muy quieto y la apartó—. Te pido perdón.
Petra cerró los ojos.
—Vuelves a lo mismo.
Cuando se atrevió a mirarlo otra vez, él estaba totalmente controlado.
—Debe de ser porque soy inglés. Creo que no tengo un temperamento, sea despreocupado o
serio, que pueda gustarte. Qué fácil sería negar eso, y qué mal.
Alguien golpeó la puerta.
—Señor, debe venir.
Petra volvió a darle las gracias a Dios. Robin cogió a Coquette y se la metió en el bolsillo.
—Estarás estrecha ahí con la pistola —le dijo—. Trata de no mojar la pólvora, por muy nerviosa
que te pongas.
Abrió la puerta y se hizo a un lado para que pasara ella, diciendo:
—Afírmate en algo para caminar.
No la sorprendió que ese algo no fuera él, pero al salir a la cubierta, oscura, azotada por el
viento y agitada por el mar, deseó que lo fuera. Entonces el capitán le cogió la mano y la ayudó a
caminar hacia el lado.
Estaban cerca de la costa y junto al barco había una barca, que chocaba de tanto en tanto con
el costado del barco, mientras bajaban barriles y cajas. Mientras Robin le pagaba al capitán, Petra
se afirmó en una cuerda, contemplando la luna alta en el cielo entre nubes, el inmenso mar oscuro
con la superficie brillante con la luz plateada. De pronto vio belleza en medio de la violencia e
inspiró el fuerte y embriagador aire marino.
Cuando sintió a Robin llegar a su lado le preguntó:
—¿Qué es eso blanco a la derecha? ¿Niebla?
—No. Son los acantilados de creta, la última parte. Los del otro lado del pueblo son más
oscuros. ¿Estás preparada? Yo bajaré primero para ayudarte a bajar a la barca.
Pasó al otro lado de la baranda y desapareció. Petra se inclinó a mirar y lo vio bajando una
escala de cuerdas. Bueno, finalmente se encontraba ante algo que no podría hacer. Había evadido

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a Ludo, soportado a lady Sodworth, unido su destino al de un calavera, se había defendido de


mujeres malas y del secuaz de Varzi, pero no sería capaz de bajar por esa escala de cuerdas.
Pero no le dieron alternativa. El capitán la levantó en vilo como si no pesara nada, la pasó al
otro lado de la baranda y la dejó colgando hasta que ella se cogió de las cuerdas laterales de la
escala. Alguien, probablemente Robin, le guió los pies hasta que los puso en los peldaños. La
cuerda áspera y húmeda le hizo escocer las palmas, pero las manos de él en sus tobillos le
escocían más. Si se caía al mar y se moría, tal vez sería una bendita escapatoria. Estaba a punto de
renunciar y soltarse cuando él la cogió por la cintura, le dio una vuelta en volandas y la dejó
sentada en un banco duro y estrecho. Después se sentó a su lado y la rodeó con un brazo para
afirmarla, justo cuando la barca inició la marcha por entre las olas llevada por los potentes y
rápidos movimientos de los remos.
Él la llevaba apretada a él por necesidad, pero tan pronto como la barca se sacudió y se detuvo
al tocar tierra, la soltó. Saltó fuera, al agua muy baja y se giró hacia ella. Ella no tuvo más remedio
que dejar que la llevara en brazos hasta el suelo seco. Esta vez no hubo trastabillones, resbalones
ni bromas. Sólo dolorosos recuerdos y unas lágrimas que el aire de mar podría explicar.
Los ocho contrabandistas trabajaron rápido y eficientemente descargando la barca. Pusieron
todo en sacos, y arrastraron la nave hasta dejarla junto a otras. Entonces todos los hombres, a
excepción de uno, subieron con extraordinaria rapidez por la playa en dirección al pueblo que
estaba arriba, cargando los sacos, y desaparecieron en la oscuridad. Mar adentro ya no se veían
señales del Courlis.
Petra vio unas casitas en la cercanía, pero ninguna señal de vida. Si alguna persona estaba
despierta, sabía que no debía meterse en asuntos de contrabando.
—¿Quién es usted, pues? —preguntó el hombre que se había quedado, con una pronunciación
tan cerrada que Petra tuvo que adivinar lo que decía.
—Robin Bonchurch, señor, y me alegra su ayuda. Y ella es mi hermana Maria. —Le tendió la
mano con unas monedas y estas tintinearon al caer en el bolsillo del contrabandista—. ¿Es posible
encontrar algún vehículo?
—No a estas horas de la noche, señor, sin que hagan preguntas. —Pasado un momento de
reflexión, dijo—: Será mejor que se queden en mi casa hasta mañana, señor. No se acepta bien ver
aparecer a desconocidos por la noche.
Acto seguido echó a andar con paso seguro, y con la sola luz de la luna.
Robin le tendió la mano y Petra pensó que no tenía más remedio que cogérsela. Un tobillo
fracturado sería un desastre más.
—¿Podemos fiarnos de él? —susurró en francés.
—Hasta aquí, sí —contestó él.
No dijo «No te preocupes», pero ella lo oyó.
Los resbaladizos guijarros formaban una especie de pendiente que de pronto se convirtió en
una tosca calle entre casas estrechas. El sonido de agua corriente sugería que un arroyo se había
abierto paso por ese valle.
—¿Vive cerca, señor? —preguntó Robin. El hombre giró la cabeza.
—En el pueblo, un poco más arriba. Es mejor no hablar.

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Poco después se detuvo ante una puerta que parecía de una casa normal, pero arriba se oía un
crujido. Petra se encogió de miedo, pero al mirar hacia arriba vio que lo que crujía era
simplemente un letrero movido por el viento.
—Es una posada o una taberna —le dijo Robin en voz baja—. Cualquier cosa nos irá bien.
—Goulart —le recordó ella, estremeciéndose.
Entraron en una habitación oscura que despedía un olor agrio, hombre encendió una linterna
para dar más luz, y esta iluminó cinco mesas toscas rodeadas de sillas y bancos, y junto a la pared
unos enormes barriles. Era una taberna, como dijera Robin, en la que servían cerveza, no vino. Ella
sabía que los ingleses bebían muchísima cerveza. ¿Esperarían que ella bebiera?
—¿Les apetece beber algo? —les preguntó el hombre. De una rejilla sobre el hogar cogió una
larga pipa de arcilla—. ¿O un poco de tabaco?
—No, gracias —contestó Robin—. En realidad, querríamos marcharnos del pueblo tan pronto
como nos fuera posible. Con unas cuantas indicaciones o, mejor aún, una linterna, podríamos
caminar.
El hombre puso un poco de aromático tabaco en la pipa y lo aplastó con el pulgar.
—Pueden si lo desean, señor, pero esta noche amenaza lluvia, y a primera hora de la mañana
mi hermano Dan irá a Ashford a recoger un pedido de cabos y a dejar unas cuantas cosas, si sabe
lo que quiero decir.
Robin miró a Petra.
—¿Qué prefieres? Será difícil caminar por la oscuridad.
Petra se sintió tremendamente indecisa. ¿Por qué se había imaginado que estar en Inglaterra le
haría las cosas más fáciles? Pero su instinto le decía que el contrabandista era un hombre honrado
a su manera, así que contestó:
—Creo que será más prudente quedarnos.
El hombre asintió.
—Yo duermo en la cocina, pero arriba hay un dormitorio, si quieren. Yo les despertaré por la
mañana. —Dejó la pipa en una mesa y se dirigió a una puerta—. Por cierto, me llamo Josh
Fletcher.
Y salió por la puerta, dejándolos solos. Petra miró la pipa como si fuera un oscuro misterio.
—¿Para qué la llena si luego la deja?
—Es un tic nervioso en algunas personas. Ten presente que tal vez piense que somos un peligro
para él.
—Eso fue lo que pensé yo de madame Goulart, y fíjate cómo resultó todo.
Pero era consciente de que le preocupaba más el dormitorio de arriba que el peligro.
—Podemos marcharnos si quieres —dijo él, pacientemente—. Supongo que no nos costará
encontrar el camino.
Se hizo el silencio entre ellos y ella temió que la sofocara otra vez.
—Subamos —dijo él.
Ella no encontró ningún argumento para rebatirle, pero la sola idea la enfermaba. Se sentía tan
sexual como una estatua de mármol, pero era posible que él creyera que ya tenía derecho a ella.
Tendría que luchar. No lograba imaginarse el resultado.

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Él había cogido la linterna y estaba esperando para iluminarle la escala de madera que era casi
tan empinada como la escala de cuerdas; se recogió las faldas y comenzó a subir, consciente de
que enseñaba los tobillos, aunque claro, ya no eran ningún secreto para él.
Robin la siguió, y entró detrás de ella con la luz, que iluminó una habitación grande con el techo
desnudo en pendiente y una enorme cama baja.
—Es probable que aquí duerman seis personas —dijo, poniendo la linterna en el suelo y
sacando a Coquette del bolsillo—. Acuéstate y duerme un poco.
Ella lo miró atentamente y comprendió que lo decía en serio. Claro. No quería repetir la
experiencia infernal. Expulsó esa palabra de la cabeza. Si podía, lo olvidaría todo. Recordando la
cama de la casa Goulart, echó atrás el edredón. Vio que aunque la sábana no estaba limpia, podía
usarla; al fin y al cabo, no se quitaría ninguna prenda de ropa.
Realmente la cama era lo bastante grande como para que durmieran seis personas, así que le
demostraría que su relación sexual con él había significado muy poco para ella.
—Podemos dormir uno a cada lado —dijo—. Yo dormí un poco en el barco, pero dudo que tú
durmieras algo.
Evitando mirarlo a los ojos, se quitó los zapatos y se tendió bien cerca del borde, tapándose con
el edredón. El colchón tenía bultos y parecía estar sostenido por cuerdas, que estaban flojas, por
lo que se hundía en el medio. La pendiente que formaba tiraba de ella, pero podía afirmarse en el
borde.
Oyó a Robin quitarse algunas cosas; las botas, supuso, el cinto con la espada y tal vez la
chaqueta, que llevaba una pistola en cada bolsillo. Coquette seguía explorando la habitación,
haciendo sonar las uñas en el suelo como las patas de una rata. ¿Qué ocurriría si se encontraba
con una rata? La perra era problema de Robin Bonchurch, no suyo.
Él apagó la vela y la habitación quedó a oscuras, con sólo la luz de la luna medio tapada por las
nubes que entraba por la única ventana sin cristal en la pared del otro extremo. Sintió moverse la
cama cuando él se acostó muy cerca del otro borde. Entre ellos había tal vez una yarda y media de
distancia, pero ella sabía con todos sus sentidos que estaba ahí.
No digas nada, no digas nada, no digas nada, se dijo, pero el sueño no venía y la pregunta no
quería marcharse de su cabeza.
—¿Por qué «infierno»? —preguntó en voz baja, pensando que tal vez él ya estaba durmiendo y
no la oiría.
Le pareció que sí, que él estaba dormido, pero entonces él dijo:
—Te pido perdón. Eso fue imperdonable, pero podría haberte engendrado un hijo.
—Y todas las otras veces que te has acostado con una mujer, supongo.
—Como he dicho, hay maneras de evitar problemas. ¿De verdad quieres hablar de esto?
—Sí —dijo ella, enérgicamente, mirando hacia el oscuro techo—. ¿Por qué no recurriste a una
de esas maneras?
El silencio duró tanto que igual ella podría haber llegado a pensar que él se había marchado si
no hubiera sabido que estaba ahí.
—Me descontrolé —dijo él al fin.
—¿No va justamente de eso?

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—Sólo por intención. Decir «infierno» también fue una falta de control. Imperdonable, pero te
pido perdón.
Al instante a ella le subió el perdón a los labios, pero se limitó a decir:
—Si te sentiste así, es mejor que yo lo sepa.
—Petra... —Suspiró—. No es por culpa tuya. No tiene nada que ver contigo. No, eso es una
tontería. —Se movió y cuando volvió a hablar ella comprendió que se había girado hacia ella—.
Eres una mujer muy hermosa, muy deseable, pero yo decidí ser tu protector, casi tu tutor. Lo que
hice no fue correcto.
—Correcto —repitió ella, sin poder reprimir un toque de humor—. Nadie lo consideraría
correcto, pero yo lo hice igual que tú.
Él no contestó.
—No espero que te cases conmigo. Lo digo en serio.
—Y yo no espero abandonarte si estás embarazada.
—Eso será decisión «mía».
—Ya veremos.
Ella se dio la vuelta hacia él, para mirarle a los ojos, que veía a medias.
—No he viajado desde tan lejos venciendo tantas dificultades para que aquí me den órdenes y
me hagan prisionera.
—Normalmente el matrimonio no se considera una prisión.
—Lo fue para mi madre.
—No soy un hombre como tu padre, el italiano.
—No sé qué tipo de hombre eres. Al menos antes tenía la seguridad de que eras un libertino,
pero ahora me estás predicando un sermón.
—Tengo mi código de honor.
—Yo también. —Volvió a darse la vuelta—. Buenas noches.
—Petra, por favor, permíteme que sea tu protector hasta que estés segura. No te pediré nada
más que eso.
Ella no pudo contestar porque no quería hacer falsas promesas.
Y pensó que con eso terminaba la conversación, aunque no lograba imaginarse durmiendo, y
justo entonces él dijo:
—¿Te acostarás conmigo?
Ella no se lo pudo creer.
—Por supuesto que no.
—Quiero decir, juntos. Esta cama se hunde tanto que la gravedad nos va a juntar de todas
maneras, si nos dormimos, pero querría tenerte abrazada, con la esperanza de que eso nos dé
comodidad a los dos, pero también para demostrarte que puedes fiarte de mí.
—Dijo el león abriendo las fauces —masculló ella.
Pero el tirón de la gravedad y de él la obligaron a darse la vuelta y deslizarse hacia el centro
hundido, donde se encontró con él, y él la cogió en sus brazos.
Unos arañazos indicaron que se les había unido una más.

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8° de la Serie Los Malloren

—Abajo —dijo Robin.


Un gemido.
—Nunca he permitido que un perro se suba a mi cama, pequeña pelma, y no voy a comenzar
ahora. Abajo.
Petra pensó que razonando no resultaría, pero tal vez fue su tono. Oyó un frufrú del edredón y
luego uñas en el suelo de madera.
«Te ama», pensó, pero consiguió no decirlo. Pero, ah, no debería estar ahí en sus brazos. Tal
vez él era capaz de dominarse, pero no estaba muy segura de que ella sí.
—¿No fue esto lo que comenzó todo cuando estábamos en el barco? —preguntó, aspirando su
aroma, absorbiendo su calor.
—Fíate de mí.
Ella elevó una oración rogando poder fiarse de sí misma. Nuevamente intentó dormir.
Nuevamente fracasó.
—¿Estás despierto? —preguntó en un susurro.
—Sí.
—Si no fuera por mí, ¿adónde irías ahora?
—A Londres. Verás, sólo me has desviado un poco de mi camino.
—¿Esa sucia ciudad de la que todos escapan en verano?
—También es el eje de todos los caminos. Tengo que pasar por ahí para ir a Huntingdon, pero
también tengo que atender unos cuantos asuntos de poca importancia. Si crees que Riddlesome
está ahí o en Richmond Lodge, sería fácil averiguarlo.
—Por lo que has dicho, dudo que esté ahí.
Él movió la mano por su hombro; ella sabía que era su manera de acariciar, de consolar. Él paró
el movimiento al instante. Su esmerado autodominio podría partirle el corazón.
—Sé que ahora es menos probable que me confíes el nombre de tu padre —dijo entonces él—,
pero hay hombres muy malos entre los nobles.
—Lo sé. En Italia también.
—Si es infame o no te reconoce, ¿qué harás?
—Ir a ver a Teresa Imer, a la señora Cornelys. Tal vez yo pueda serle de alguna utilidad.
—Me estremece pensarlo. Por favor, Petra, déjame que te encuentre un lugar seguro. Mi
madre te tomaría bajo su tutela, por tu religión, sino por otro motivo.
Petra podría haberse estremecido de verdad. ¿Vivir en los márgenes de la vida de Robin,
mientras él gozaba de mujeres disolutas y finalmente se casaba con una rígida? ¿Rígida? Le
pareció que esa no era la palabra adecuada.
—¿Petra?
—Veremos —dijo, repitiendo adrede lo que él había dicho antes.
—Ya veo —contestó él, irónico.
—Robin, ¿por qué tu madre va a acoger a una joven de pasado escandaloso que le ha causado a
su hijo contratiempos y lo ha puesto en peligro? Soy el Sparrow de Cock Robin, ¿verdad?

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—Pondré los arcos y las flechas fuera de tu alcance. Duérmete. Todo irá bien, yo me encargaré
de eso.
Se quedó dormido, pero ella estuvo un rato más despierta, apretada a él, hasta que se apartó
suavemente y volvió a su borde más seguro. Intentó continuar despierta, para estar vigilante, pero
el sueño la venció.

Robin no estaba durmiendo así que sintió cuando ella se apartó. ¿Se imaginaba renuencia en
ella? Al menos no había deseado hacer el amor; no lo había creído probable, pero la posibilidad lo
había preocupado. No conocía ninguna manera amable de llevar una situación como esa. Deseaba
volarse la tapa de los sesos por haber dicho esa palabra.
Coquette probó suerte otra vez, subiendo a la cama de un salto y metiéndose debajo de su
mano. La dejó quedarse; necesitaba un poco de consuelo cariñoso. Entonces recordó cuando
acarició a Petra después de ese desastre. La elegante manera de dar placer a las mujeres había
formado parte de su educación, y esta incluía prestar atención a sus sentimientos y a su dignidad.
«Un caballero ha de ser caballero en todos los aspectos de la vida», era el lema de su padre. Fuera
prostituta, duquesa o viuda alegre, debía haber cortesía y placeres mutuos, y una disciplinada
evitación de los desastres.
«Desastre» era una palabra muy insulsa para definir el aprieto en que se encontraba. Lo
tentaba evitar a Thorn, por miedo a su opinión, pero necesitaba poner a Petra bajo protección lo
antes posible. Aunque podría dejarla en Ithorne con el pretexto de que debía ir a Londres con la
mayor brevedad para asegurarse de que Powick y Fontaine estaban bien y seguros. Y todo el resto
del personal de su casa de Londres también.
Sí, eso haría, y esa noche debía continuar despierto, no fuera que Fletcher subiera sigiloso con
un cuchillo para cortar el pan. O apareciera Varzi con sus instrumentos de tortura en la mano.
—¿Señor Bonchurch?
Le llevó un momento comprender que ese era él y que, maldita sea, se había quedado dormido
después de todo. Pero era el amanecer y habían sobrevivido. Y Josh Fletcher lo estaba llamando
desde la planta baja.
—Sí — gritó, sentándose y friccionándose la espalda para aliviar el dolor.
—Deben bajar, señor, si quieren comer algo antes de partir.
—Gracias.
Se giró hacia Petra, pero ella ya se había bajado de la cama y estaba de espaldas a él. Ella
también se desperezó, arqueándose con las manos a la espalda. Se le resecó la boca al ver su
voluptuosa belleza a la luz de la mañana. Su sencillo vestido no ocultaba los contornos de su
cuerpo, y por encima del cuello veía los delicados huesos de su nuca y el comienzo de la larga
espina dorsal.
Ella se inclinó a coger sus zapatos y a él se le hizo la boca agua al contemplar su agilidad natural.
Desviando la mirada y la mente, se giró y se sentó a ponerse las botas, obligándose a pensar en
cosas prácticas, en maneras de convencerla de que aceptara su ayuda.
Pero la deseaba, en más sentidos que el físico. Combatiría con ejércitos por poseerla.

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8° de la Serie Los Malloren

Sin embargo, una parte de él deseaba escapar del caos que le creaba ella, volver a sus días
libres y despreocupados. El año había sido terrible. La conmoción por la muerte de su padre había
aplastado, destrozado, a toda la familia, a su madre, a sus dos hermanos, a sus dos hermanas, a
sus tíos y tías, a los criados, a los aparceros. Un hombre vital, respetado y querido, desaparecido
en una semana a causa de una herida no bien cuidada hecha por un toro al que estaba admirando
en una feria local.
Cayendo en la cuenta de que seguía sentado ahí, se levantó a pisar fuerte para terminar de
calzarse las botas. Él los había tranquilizado a todos. El mundo estaba más o menos tomando la
dirección correcta. Había hecho el papel de conde en la corte y en el parlamento, y después se
había entregado a las diversiones del verano. Y ahora esto.
Coquette estaba temblando en el borde de la escalera, impaciente por salir a orinar. Ese era un
asunto sencillo, fácil de resolver. Se puso el cinto con la espada y la pesada chaqueta y encontró a
Petra lista. ¿Por qué le había comprado esa capa roja oscura? Porque sabía lo magníficamente
bien que le sentaría.
Cogió a la perra y bajó, y al llegar abajo se giró a ofrecer ayuda, pero ella ya había bajado sin
necesitarlos. Mujer sabia. Así era como debía ser.

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8° de la Serie Los Malloren

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ULLO
O 1188

Guiándose por los ruidos llegaron a la habitación de atrás, una cocina con vigas vistas, con
una cama en un esconce de la pared lateral. A la pregunta de Robin, Fletcher, que estaba fumando
su pipa, les indicó el camino hacia el patio, donde estaba el retrete. Cuando volvieron, Robin le
pidió un plato con agua y unos trocitos de carne, si los tenía, para la perra.
A Fletcher le bajó la mandíbula al ver a Coquette, y Robin comprendió que se había mutado,
pasando a ser de desconcertante a raro. Se sentaron ante un sencillo desayuno con cerveza, pan y
arenque en escabeche. Robin faltó a su código al no ayudar a Petra a sentarse, pero cuando ella
tomó un trago de su jarra y puso mala cara dijo:
—¿Tiene alguna cerveza más suave, señor? A mi hermana no le gusta la fuerte.
Fletcher la miró desaprobador, pero cogió una jarra, entró en la taberna y pasado un momento
volvió con otro tipo de cerveza. Petra le dirigió una de sus sonrisas, y tal vez el contrabandista se
ruborizó.
—Bueno —dijo—, la cerveza fuerte no es del gusto de todo el mundo. Espero que esa le siente
mejor, señorita Bonchurch.
—Sí, gracias.
Hechizaba a todos los hombres con que se encontraba. Eso también significaba que sería una
esposa endemoniada.
—Tenemos que marcharnos —dijo Fletcher—. Dan desea partir temprano.
Porque iba a transportar el cargamento ilegal del Courlis, supuso Robin. Lo coronaría todo que
lo cogieran por contrabando, pero al menos ahí sólo tenía que agitar su título para escapar de la
mayoría de los problemas.
Fletcher los llevó hasta una puerta de atrás que salía a una callejuela.
—¿Van hasta Ashford, señor?
—Creo que no. Voy a Stowting. Tengo un amigo allí.
—Entonces Dan sólo puede llevarlos una parte del camino.
Iban subiendo, porque el pueblo estaba construido en una colina. Robin miró atrás, hacia el
mar, que se veía tenuemente mágico a la calinosa luz anterior a la aurora. El pueblo seguía
durmiendo, pero en el puerto ya había unos cuantos pescadores preparando sus barcas y redes.
Entraron en otra calle, donde esperaba un hombre tan nervudo y rubicundo como su hermano,
junto a una carreta tirada por un caballo de lomo hundido y cargada con unos pocos sacos. Al
parecer los hermanos racionaban las palabras, porque el diálogo fue:
—Stowting.
—Westerhanger entonces. ¿Por qué Stowting?
—Amigo.
—¿Qué es el animal?
—Perro. Dice él.
—Raro. Parto entonces.

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8° de la Serie Los Malloren

Dan Fletcher subió al pescante y esperó.


Robin ayudó a subir a Petra a la carreta casi vacía, subió él y puso a Coquette en el suelo; la
perrita oliscó siguiendo todo un tablón, sin duda oliendo algo interesante debajo del fondo falso.
Los dos le dieron las gracias a Josh Fletcher, y la carreta se puso en marcha, en dirección a la salida
de la población.
No tardaron en pasar junto a un poste señalizador: ASHFORD 11, LONDON 70. Otra flecha
indicaba CANTERBURY 10, y otra DOVER 8.
—Powick y Fontaine ya deberían ir camino de Londres —comentó él—. Hay diligencias que
esperan la llegada del paquebote.
—Con Varzi y su hombre siguiéndolos —dijo ella.
—No les pasará nada en público. Pero había olvidado lo duro que es un trayecto en carreta. Te
prometo la comodidad de unas ballestas pronto.
— Promesas, siempre promesas —dijo ella, y pareció sorprendida por haber hecho una broma.
Se ruborizó un poco y miró alrededor—. La mañana está bonita.
—Kent es un condado bonito.
—La luz es hermosa, y parece que los pájaros le están cantando a ella.
Había salido el sol, tiñendo el cielo de rosa y naranja, y desde el terreno elevado por donde iban
tenían una vista magnífica. El coro matutino ya no era ensordecedor como lo sería en primavera,
pero eran bastantes los pájaros canoros que estaban saludando al día, ofreciendo un concierto, y
las gaviotas lanzaban sus chillidos planeando sobre el mar.
—Bienvenida a Inglaterra —dijo, deseando ser su guía en todas partes.
Lo mejor que podía hacer era identificar a algunos pájaros por sus cantos y algunos árboles que
le eran desconocidos a ella, y compartir su deleite al mirar a un par de conejos atravesando a
saltitos el camino por donde iban.
—Alto.
Robin giró la cabeza estupefacto. Sí, un jinete había salido de un grupo de árboles y los estaba
apuntando con dos pistolas. ¿Un bandolero a plena luz del día?
—¿Qué diab...? —exclamó Dan Stowting, deteniendo la carreta y mirando sorprendido
también.
A Robin le pasó por la cabeza la idea de que podría ser Thorn gastándoles una broma, pero
entonces reconoció al hombre de Varzi.
—¿Qué diablos te has creído? —gritó Dan Fletcher agitando el puño—. ¡Vete, sigue tu camino!
—Voy a aligerarle de sus pasajeros —dijo el italiano—. No ponga dificultades.
Petra parecía paralizada, pero protegida por el lado de la carreta había sacado una de las
pistolas del bolsillo de él.
¿Dónde estaba Varzi?
Con el corazón acelerado, Robin sopesó las posibilidades, consciente de que estaba a punto de
haber una muerte. Infierno y condenación, no tenía alternativa. Girándose para arrodillarse, como
si simplemente quisiera mirar al hombre, sacó la otra pistola y la colocó en el suelo. Sólo podía
esperar que Petra tuviera el valor para usarlas.
—¿A nosotros? —preguntó, con el rostro sin expresión, soltándose la espada—. ¿Qué desea?

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Los oscuros ojos fríos se fijaron en él.


—Nada de juegos, señor. Me llevaré a la contessina y a usted le dejaré en paz.
Contessina.
Dejó de lado eso por el momento. Su única ventaja era la sorpresa, así que bruscamente se
incorporó, saltó fuera de la carreta y sacó su espada en el instante en que sus pies tocaron el
suelo. Se agachó hacia la izquierda al oír el clic de una pistola y luego el ruido de la bala al
enterrarse en la madera de la carreta, detrás de él. Condenación, debería haberle dicho a Petra
que se mantuviera agachada.
Dan Fletcher gritó algo, pero él ya iba corriendo en línea recta hacia el caballo.
Sonó una explosión detrás. Petra había disparado. A saber dónde cayó la bala, pero sobresaltó
tanto al italiano que erró el segundo tiro.
El hombre bajó de un salto del caballo, que tenía los ojos agrandados por el terror, haciendo
silbar su espada al desenvainarla, y se abalanzó dirigiendo una estocada hacia su corazón.
Robin paró el golpe fácilmente, pero ya lo tenía todo claro.
Eso sería un combate a muerte.
Un destello, casi un fuego, en los ojos del hombre le dijo que era un verdadero espadachín, al
que le gustaba combatir y sin duda combatía con frecuencia. A él también le gustaba, pero jamás
había combatido en serio sino sólo por deporte.
El italiano lo sabía. Retrocedió, enseñando unos grandes dientes entre labios rojos.
—No tiene por qué morir por esto, signor. ¿Qué es ella para usted?
Robin atacó, con la clásica estocada para desarmar. El hombre la paró, pero dejó de sonreír.
—¿Qué es ella para usted? —preguntó Robin, probando otra treta.
Tenía que considerarlo un combate en el salón de Angelo. Era la única manera.
—Un buen premio —contestó el hombre, parando el golpe de manera igualmente clásica—.
Entréguela.
A Robin no le cabía duda de que el hombre conocía muchas maneras de combatir que se salían
de las reglas y las usaría. Por el momento le estaba dando tiempo para pensar, para aceptar la
derrota. Al parecer el lema de Varzi era «No crear más problemas de los necesarios».
Él también sabía maneras de combatir que se salían de las reglas; disfrutaba entrenando con un
hombre apellidado Fitzroger, interesante amigo de un amigo, y con él había aprendido muchísimo,
pero no se engañaba creyendo que estaba a la altura de ese hombre. Era bueno; entre sus amigos
estaba considerado muy bueno, pero no era un profesional.
Pero no tenía elección, maldita sea.
—No va a ninguna parte si no está bien dispuesta —dijo, y atacó con un movimiento no
convencional.
Fue recompensado con el cambio de su contrincante a una letal seriedad. Entonces el combate
se tornó rápido y enardecido y él se mantuvo firme.
Pero no era lo bastante bueno.
Lo sabía.

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O 1199

Petra estaba acuclillada en la carreta, con la segunda pistola en la mano, observando y


rogando tener un blanco claro para disparar. El primer disparo fue sin apuntar, sólo para distraer,
pero esta vez mataría a ese monstruo, lo dejaría muerto, muerto, muerto, si tenía el blanco claro.
No era tan buena su puntería como para arriesgarse a disparar estando una parte de Robin en el
camino de la bala, o cerca.
Además, estaba temblando. Jamás había visto un combate de espada en serio. Las espadas
chocaban y giraban, lanzando destellos con la luz del sol naciente. Los cuerpos duros se
abalanzaban y giraban con movimientos que seguro no se encontraban en ningún libro de esgrima
o de duelo. El hombre de Varzi trató de hacer caer a Robin poniéndole una zancadilla, pero Robin
recuperó el equilibrio y movió la espada para golpearle la cara con el pomo; el otro evitó el golpe
por un pelo.
La muerte suele estar a un dedo de distancia.
Robin, el encantador Robin, Cock Robin, estaba combatiendo bien, pero no tenía la pericia ni la
experiencia del hombre de Varzi, y ella no tenía un blanco claro al que disparar. Coquette estaba
en el borde de atrás de la carreta, ladrando afligida. Dan Fletcher no se veía por ninguna parte, a
saber dónde estaba. Tal vez el segundo disparo del hombre lo derribó.
Dependía de ella.
«San Pedro y santa Verónica, ayudadnos a los dos. ¡Esto no es justo!»
Ahogó una exclamación cuando la punta de la espada le rasgó la manga de la chaqueta a Robin.
¿Tocó carne? No, él no parecía afectado. El hombre de Varzi tenía un chichón morado en la sien,
pero había escapado de los peores golpes de Robin. Los dos estaban jadeantes, y tal vez les
estorbaban las botas y las chaquetas. Iban y venían por el camino sin parar de atacarse y
defenderse.
Apoyó la pistola sobre el madero lateral de la carreta, observando con sumo cuidado, pero se
movían tan rápido que no se podía arriesgar a errar el tiro con la única bala que tenía. En un
momento el italiano se giró echando un tajo hacia atrás y casi cogió a Robin desprevenido.
Pasó volando algo blanco.
¡Coquette! ¿Cómo había conseguido saltar? Pero ahí estaba, ladrando y tratando de morderle
las botas al hombre que estaba atacando a su adorado amo. Con una maligna sonrisa, el hombre
movió la espada para ensartarla. Robin le golpeó la hoja haciéndola a un lado y embistió,
enterrándole la espada en el hombro.
Petra saltó, lanzando un grito de victoria, pero mientras Robin liberaba la espada y brotaba
sangre, el hombre se pasó la espada a la mano izquierda y con un tajo lo hirió en el muslo.
A Robin se le dobló la pierna y se tambaleó; el italiano le echó un tajo hacia el hombro, como
para vengarse por la herida; Robin paró el golpe con la empuñadura de su espada y la apartó, pero
ya estaba flaqueando. Petra se acordó de su pistola y la levantó con las dos manos: tenía que
disparar.

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En ese mismo instante apareció Dan Fletcher por detrás del italiano, corriendo y con una gorda
porra en la mano, con la que le asestó un fuerte golpe en la cabeza. El italiano lanzó un grito y
cayó al suelo.
Petra se quedó simplemente mirando un momento, hasta que recordó la pistola. La
desamartilló y, tirándola hacia un lado, bajó de un salto de la carreta y corrió a sostener a Robin,
de cuya pierna manaba sangre.
—¡Siéntate, siéntate! —gritó, rodeándolo con un brazo—. ¿Es muy honda?
—Si me siento no podré levantarme —dijo Robin, pálido y jadeante—. Maldito Varzi, que arda
en lo más profundo del infierno. ¿Es el demonio encarnado? ¿Dónde está? ¿Dónde?
Estaba intentando ponerse en guardia.
—No está aquí, estoy segura, o ya estarías muerto. Ven a apoyarte en la carreta, entonces.
Señor Fletcher, su ayuda, por favor.
Coquette estaba desesperada, así que la cogió y se la pasó a Robin, cambiándola por su espada
ensangrentada. Robin, a pesar del dolor y el agotamiento, encontró la fuerza para tranquilizar y
elogiar a la diminuta perrita.
Ooh, benditos santos del cielo, ¿cómo podría soportar dejar a ese hombre? Había luchado por
ella, se había arriesgado a morir por ella, había sido herido por ella. Lo ayudó a caminar hasta la
parte de atrás de la carreta y a apoyarse ahí. Entonces se arrodilló y puso la mano sobre la
sangrante herida.
—La sangre no sale en un chorro, gracias a Dios, así que no te vas a morir por esta herida, pero
necesito una venda. No puedo romper mi enagua porque la falda de mi vestido es abierta.
—Mi camisa —dijo él—. Pero habría que atar a ese hombre antes que vuelva en sí.
—Es probable que esté muerto —dijo Dan Fletcher—. Eso espero, por cierto. Pero iré a ver.
Robin dejó a Coquette en la carreta y se quitó la chaqueta. Mientras tanto Petra observaba a
Dan Fletcher. Este llegó hasta el hombre caído, con su porra en la mano, y lo movió con un pie.
—Muerto y bien muerto —dijo, y volvió hasta ellos.
Petra había visto morir, pero nunca de esa manera tan repentina y violenta.
—¿Petra?
Ella levantó la vista y vio que Robin estaba desnudo de la cintura para arriba, lo cual no
contribuyó a disminuirle la conmoción. Rápidamente cogió la camisa y trató de romperla, pero los
dobladillos y las costuras eran muy fuertes, y en el lino de excelente calidad no encontró ninguna
parte desgastada.
—Un cuchillo —dijo, levantándose la falda con una mano sin dejar de presionar la herida con la
otra; lógicamente, ya no estaban ni la daga ni su vaina. Sorprendió a Robin mirando y se apresuró
a dejar caer la falda—. ¡Señor Fletcher! Necesito que corte tiras de esta camisa.
Apareció el hombre con un enorme cuchillo en la mano y en un santiamén cortó las tiras.
—Repugnante tipo tranjero —masculló.
Deseando que a ella no la creyera extranjera, Petra formó una compresa, la aplicó a la herida y
con las tiras largas de las mangas de la camisa le vendó firmemente el muslo. ¿Cómo sujetar el
vendaje? Limpiándose la mano en la venda, se quitó el alfiler con cabeza de perlas y esmeralda y lo
prendió en el extremo de la tela. Estuvo unos dos minutos observando la venda y vio que no se
empapaba de sangre.

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Se incorporó expulsando el aliento en un soplido.


—Creo que por el momento estará bien, pero vas a necesitar una cama y un médico. ¿A qué
distancia está Stowting? —preguntó a Fletcher.
—A unas ocho millas.
—No le conviene ir saltando en la carreta toda esa distancia.
—Razón tiene en eso, señora. La casa de mi sobrina Sarey no está lejos.
—Estoy aquí —dijo Robin, como si tuviera los dientes apretados—, y me estoy congelando.
Páseme mi chaqueta, por favor.
Fletcher se la pasó y él se la puso, pero el largo trozo de musculoso pecho que quedó sin cubrir
captó la atención de Petra. Cediendo a la tentación, puso la mano ahí.
—Quiero comprobar si tienes muy fría la piel. No, pero el corazón te late rápido.
—No es de extrañar —dijo él.
Se encontraron sus ojos y ella vio que tal vez él era capaz de sentir deseo aun estando herido,
ese desesperante libertino. Retiró la mano.
—¿Seguimos en peligro aquí? —preguntó en voz baja y en francés.
Él contestó en inglés:
—No tiene sentido ocultarle secretos al señor Fletcher, querida mía. Mis disculpas por ponerle
en peligro, señor, pero no se me ocurrió que podrían encontrarnos aquí.
—¿Podrían? ¿Hay más? —preguntó el hombre mirando alrededor, aunque en actitud no de
miedo sino de alerta. Era hermano de un contrabandista al fin y al cabo.
—Creo que aquí sólo uno —dijo Robin, y rápidamente le contó la historia de la hermana monja.
Pero el hombre miró del uno al otro.
—Perdóneme, señor, pero por el trato entre ustedes no me parece que sean hermanos. Y en
todo caso, yo diría que la dama ni siquiera es inglesa.
Robin miró a Petra, al parecer sin saber qué decir, por una vez.
—Tiene razón —dijo ella, esbozando una triste sonrisa—. En realidad soy italiana, y me fugué
con Robin. Mi familia ha enviado a unos hombres a buscarme. Hombres despiadados, como ha
visto.
—Ah. Y es una contessina, ¿verdad? Eso parece importante. Siempre es un error creer estúpida
a la gente del campo.
—Lo es —dijo Robin—. ¿Sigue dispuesto a ayudarnos?
—No veo por qué no, señor. Simplemente me gusta saber qué tengo entre manos. ¿Cree,
entonces, que ese andaba solo?
—Sí.
—Entonces vamos a subirlo a la carreta.
Cuando Robin ya estaba instalado en la carreta, pálido y resollante, con la pierna estirada, dijo:
—¿Y el cadáver?
—Lo arrastraré hasta dejarlo fuera de la vista —dijo Fletcher, y eso hizo, arrastrando el cadáver
y la sangre al mismo tiempo. Después subió al pescante, y cogió las riendas para poner en marcha
al caballo—. Serán unos minutos desagradables, señor.

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8° de la Serie Los Malloren

Se puso en marcha la carreta con una sacudida. Robin apretó los dientes y lo soportó.
—Lamento no haber disparado —dijo Petra—, pero temía herirte a ti.
—Tu primer disparo lo sobresaltó.
—Pero estás herido.
—Es un rasguño.
—No lo es. Podría infectarse...
—Petra —dijo él cerrando los ojos—, eso no me alivia.
Estaba muy pálido.
—Muy bien, muy bien. No te preocupes de nada. Yo cuidaré de ti.
A él se le curvaron los labios.
—¿No es ese mi papel en esta obra?
—Calla.
Él siseó por una sacudida particularmente brusca y ella volvió a examinar la venda. Ya aparecía
un poco de sangre.
—Deben de haberse repartido el trabajo —musitó él—. Yo debería haber previsto eso. Varzi
tuvo tiempo para pensar durante el viaje. Si habíamos cogido otro barco, no teníamos por qué ir a
Dover, así que envió a su hombre a vigilar el camino que salía del puerto alternativo más cercano.
Maldita sea, me siento estúpido.
Ella le apretó la mano.
—A mí tampoco se me ocurrió.
—Pero tú eres la damisela y yo el caballero andante.
—¡Robin! Lo sé, lo sé, es tu manera de ser. —Tenía que decirlo, aunque sabía que no debía—.
Tienes un temperamento que podría gustarme.
Él sonrió tristemente mirándola a los ojos, hasta que otra fuerte sacudida lo hizo hacer un gesto
de dolor.
—La esgrima es mucho más placentera en el Angelo's. Aunque ella no sabía a qué se refería,
comprendió que era una especie de broma.
—Mi trayectoria es muy lamentable —dijo él—. Hasta el momento, tú me salvaste de que me
cortaran el cuello, te rescataste sola del hombre de Varzi, y ahora estás impidiendo que muera
desangrado. Y a este encuentro reciente sólo he sobrevivido gracias a la ayuda de Coquette y de
Fletcher.
—No digas tonterías. Sin ti yo estaría prisionera de ese hombre, y sin ti ni Coquette ni Fletcher
habrían podido hacer nada. La rapidez con que saltaste de la carreta fue brillante. Lo cogiste
totalmente desprevenido. Ahora cállate y deja que yo cuide de ti.
—Como ordene mi dama —dijo él, y cerró los ojos.
Ese último tramo del camino lleno de baches fue el peor. Petra elevó una oración de acción de
gracias cuando por fin entraron por las puertas de una granja y la carreta se detuvo. El vendaje
estaba casi todo rojo y ella aplicando presión otra vez.
De la casa salió ladrando un perro negro y blanco. Una esbelta joven corrió a cogerlo del collar y
gritó:

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8° de la Serie Los Malloren

—¿Qué haces aquí, tío Dan?


—Voy de camino a Ashford —dijo él, bajando—. Tuve un pequeño problema.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa. ¿Aduaneros?
—No. Llevaba a esta pareja a Westerhanger y nos detuvo un bandolero.
—¡Dan Fletcher! ¡Has perdido el juicio!
—No. Tan claro como la luz del día. Tranjero además.
—¿Dónde está, pues?
—Muerto. Lo dejé en un lugar fuera de la vista. La mujer puso los ojos en blanco pero no
parecía horrorizada. Un joven en mangas de camisa se asomó a la puerta de un cobertizo.
—¿Qué pasa, Sarey? ¿Tío Dan? —exclamó, sorprendido.
Dan repitió la historia y luego presentó a Robin y a Petra a Tom y Sarah Gainer. Dos niñas
pequeñas salieron a la puerta a mirar boquiabiertas y luego se les reunió una niña mayor. Un
muchacho de unos doce años llegó corriendo desde alguna parte, entusiasmado por esa novedad
en sus rutinas. Todos tenían el pelo castaño, la piel muy blanca y eran robustos.
La señora Gainer ya había llegado hasta la carreta. Al ver la venda en el muslo de Robin,
exclamó:
—¡Santo Dios! Llevadlo dentro, idiotas. Kit, coge el caballo y ve a Maisie a llamar al doctor.
—Nada de doctor —dijo Robin. —Pero, señor...
—Tiene razón, muchacha —dijo Dan Fletcher—. Hará preguntas, y eso no le conviene.
Los contrabandistas no deseaban interrogatorios, como tampoco Robin, comprendió Petra.
Después de todo acababan de desembarcar ilegalmente.
—Es una simple herida —dijo Robin.
Petra no discutió porque no era el momento. Cuando se la hubiera visto decidiría.
Los dos hombres llevaron a Robin sentado sobre sus manos cogidas. Él iba callado, pero estaba
claro que sentía dolor. Caminando al lado la señora Gainer no paraba de exclamar:
—¿Un bandolero? ¿A plena luz del día? ¡Válgame Dios! ¿Adónde vamos a ir a parar?
Cuando entraron en la casa fue delante para extender una tela basta sobre una cama. Y ahí
depositaron a Robin, y le colocaron bastantes almohadones a la espalda para que pudiera estar
sentado.
Coquette, a la que todavía llevaba sujeta en su bolsillo, se liberó y salió a oliscar la
ensangrentada venda.
—¿Qué es eso? —exclamó la señora Gainer, alargando la mano para coger un palo.
—Una heroína —dijo Robin, acariciándola. Siempre acariciándola.
—¿Una qué?
—Una perra. Pequeña pero valiente. Arriesgó su vida por mí.
—Una rata se la comería —dijo la señora Gainer, sin parecer impresionada.
El perro de la granja había entrado con ellos y estaba mirando a Coquette como si reconociera
algo que se podía llamar perro, o perra, pero sin tener la menor idea de qué podía hacer. La
señora Gainer lo hizo salir de la habitación.
—Así que luchó con un bandolero, señor. ¡Qué miedo!

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8° de la Serie Los Malloren

—No era exactamente un bandolero —dijo Dan Fletcher, detenido en la puerta con el
sombrero en la mano—. Estos dos se fugaron y él era uno de los que vinieron a llevársela. De
vuelta a Italia.
—¡Italia! ¡No me digas! Qué maldad venir aquí a crear problemas.
—Lo siento —dijo Petra.
—Oh, no, no usted, señora. Pero entonces, ¿es papista? Igual podría haber dicho «¿Trae la
peste tal vez?» —Ya no —mintió Petra.
—Ah, eso está bien. ¿Te vas, entonces, Dan? —No puedo quedarme. Parece que sólo era uno,
pero dile a Tom que esté vigilante por si acaso.
—¿Habrá algún problema con los magistrados? —preguntó Robin—. No quiero retrasarme
aquí, y no deseo causarle problemas a usted.
—No hay ninguna necesidad de que ellos se enteren de nada de esto, señor —dijo Fletcher, y
se tocó la cabeza a modo de despedida.
—Espere —dijo Robin, y cambió de posición para sacar dinero del bolsillo de las calzas,
apretando los dientes.
—¡Para! —exclamó Petra, corriendo a su lado.
Pero no se le había ocurrido lo que significaría meter la mano en ese hondo bolsillo. Sintió arder
las mejillas mientras hurgaba buscando monedas y a él se le formó un bulto en las calzas. Oyó
atragantarse de risa a la señora Gainer.
Tal vez Robin estaba algo ruborizado cuando cogió las monedas que ella encontró. Le pasó una
guinea a Fletcher.
—Mal pago por mi vida, señor. Gracias.
—Gracias, señor, pero usted se defendió bien. Nunca en mi vida había visto una pelea como
esa, seguro. No me importa si nunca vuelvo a ver una igual. Que Dios le guarde, señor.
Volvió a tocarse la cabeza y salió. Poco después se oyó el ruido de los cascos del caballo
alejándose.
—Tengo que ir a ayudar en el ordeño —dijo la señora Gainer; su marido ya se había
marchado—. ¿Usted puede ocuparse de su pierna, señora?
—Sí, por supuesto.
—Entonces le traeré trapos, agua caliente y el ungüento.
—Gracias por su amabilidad, señora —dijo Robin, enseñando sus hoyuelos.
La mujer se ruborizó. Podía ser una mujer decente, esposa y madre, pero no era inmune a su
encanto. —Venga ya —dijo, y salió a toda prisa.
Petra no tardó en tener una palangana con agua caliente, trapos limpios y un bote de ungüento
verde. Sacó el alfiler de la venda, lo dejó a un lado y quitó la venda ensangrentada, pero la
compresa estaba pegada. La mojó, pero al final tuvo que sacarla de un tirón.
—¡La peste se la lleve! —maldijo él.
—Hay que abrir la herida —dijo ella, mirándola y viendo brotar más sangre. Aplicó la compresa
otra vez y disminuyó el flujo. Se enderezó—. Bien. Ahora te quitas las calzas para poder curártela
bien.
—Muchacha desvergonzada.

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Se miraron a los ojos y entre ellos danzó un humor que era milagroso. La oscura y tumultuosa
noche parecía otro mundo en esa habitación iluminada por el sol, y ellos, personas diferentes. El
deseo seguía serpenteando alrededor, pero ya era decente, civilizado, controlado.
Lo primero fue ocuparse de la difícil tarea de quitarle las botas. Cuando salieron, ella lo ayudó a
ponerse de pie y él se afirmó en la cabecera de la cama para no caerse. Petra se arrodilló a
desabotonarle las calzas bajo las rodillas mientras él se desabotonaba la bragueta. Finalmente
bajaron las calzas. Afortunadamente él llevaba calzoncillos, pero de todos modos a ella le
hormiguearon las manos y se sintió acalorada; tal vez no estaba tan controlada.
Le bajó las medias, se las quitó y las dejó a un lado, sin detenerse a admirarle las piernas ni los
pies, y lo ayudó a instalarse nuevamente en la cama para poder mirarle la herida. Seguía saliendo
sangre, pero no mucha. Él estaba pálido, pero cuando la miró con los párpados entornados, la
excitación se agitó en el aire.
Cogió las enormes tijeras de esquilar que le dejó la señora Gainer, diciendo:
—Tienes empapados de sangre los calzoncillos.
Él sonrió.
—Esto podría ponerse interesante.
—Los cortaré por un solo lado.
—No me importa quedar desnudo por la causa.
—Compórtate.
—Jamás me he comportado —dijo él.
Pero ella vio que recordaba el desastre y la necesidad de autodominio.
Él desvió la cara hacia la pared.

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

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ULLO
O 2200

Petra se tragó las lágrimas y comenzó a cortar el lado ensangrentado de la prenda interior,
tratando de no fijarse en cómo la luz del sol de la mañana doraba su cuerpo perfecto. Fuera, una
vaca mugía y los cuervos lanzaban sus agudos graznidos, pero más cerca se oían cantos de pájaros
más armoniosos. No le costaba nada imaginarse dejando a un lado las tijeras para echarse en la
cama al lado de él y acurrucarse junto a ese pecho simplemente para disfrutar de la paz del
campo.
Coquette volvió a subir de un salto encima de Robin; la perrita no sabía mirar indignada, pero al
parecer lo intentaba. —¿Eres la mariposa de la sabiduría? —musitó. Robin giró la cabeza.
—¿Qué?
—Nada.
Terminó de romper esa parte de los calzoncillos y centró la atención en la herida.
La espada estaba bien afilada, y eso era bueno; el largo corte se veía limpio por los bordes, pero
le era imposible saber si se había dañado gravemente un músculo. Comenzó a limpiar la herida
con sumo cuidado.
—Esto necesita un médico, creo.
—No aquí. Tenemos que continuar el viaje.
Entró la señora Gainer con una bandeja.
—Nos hemos sentado a desayunar y le he traído té y huevos, señor. —Paró en seco—.
Caramba, sí que es hermoso.
—Gracias —dijo Robin riendo—. Y usted es bonita y amable, señora Gainer.
—Venga ya —dijo ella, poniendo la bandeja en la cama a su lado, y contemplándolo sin el
menor asomo de vergüenza.
—Si es tan amable, señora, ¿sería posible llevarle un mensaje a mi amigo?
—¿El de Stowting?
—Exactamente. A la posada Black Swan de ahí. Él nos llevará y la librará de nosotros.
—No son ningún problema, señor, pero después del desayuno Kit puede cabalgar hasta ahí.
Para él eso será como un día de fiesta.
Se marchó, y mientras Robin comía Petra le lavó la pierna, aferrándose a la cordura por un pelo.
Cuando terminó, el agua de la palangana estaba marrón oscuro.
—Has perdido mucha sangre.
—Tal vez por eso me siento mareado.
Ella levantó bruscamente la cabeza para mirarlo y vio que estaba muy pálido. Abrió un poco la
herida. Él hizo una honda inspiración y se tensó, pero no protestó.
—La hoja estaba afilada así que hay buenas posibilidades de que no le haya entrado nada. Las
heridas de armas romas y de balas de pistola son mucho peores.

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Decidiendo no aplicar un ungüento que no conocía, vendó la herida con las tiras más limpias de
la camisa y los trapos de la señora Gainer. Cuando terminó se levantó y frunció el ceño al verle la
expresión.
—¿Sientes mucho dolor?
—No.
—¿Estás herido en alguna otra parte?
Él movió las manos hacia los lados, con la taza en una de ellas.
—¿Ves alguna otra herida?
Ella se obligó a mirar. Incluso introdujo los dedos por su pelo para palparle el cuero cabelludo.
De pronto él se relajó.
—Eso es muy calmante.
Ella ya lo sabía, así que le dio un masaje en la cabeza, mirándolo, pudiendo relajarse por estar
fuera de la línea de su vista. Podía demostrarle su amor mediante el suave trabajo de sus manos.
Lo amaba. Ya lo había sospechado antes, pero le quedó absolutamente claro durante aquella
lucha, porque estaba en desventaja ante el experimentado espadachín pero de todos modos luchó
para defenderla, y luchó bien. Era muy diferente al hombre que pensó que era al principio.
Se rió en voz baja. La tonta perra estaba en su regazo amorosamente acariciada.
—¿Qué? —preguntó él, sin moverse.
—Yo te acaricio a ti y tú acaricias a Coquette.
—Échate en mi regazo y te acariciaré a ti.
Ella cerró los ojos, los mantuvo así un momento, y luego se apartó.
—Coquette, recuérdale todo lo que hace muy inconveniente eso. Voy a ir a tirar el agua y a
tomar un poco de aire fresco.
Pasó por la cocina, donde estaba desayunando la familia, y salió al patio. Ahí tiró el agua y
decidió quedarse un rato, para fortalecer su resolución. Él no era para ella.
Cuando entró en la casa vio que ya no estaban el marido ni el muchacho, que habían vuelto a
sus trabajos. La señora Gainer y su hija mayor se habían puesto a lavar los platos y las dos niñas
pequeñas estaban jugando con un gato. La escena era un agradable recordatorio de que existían
los hogares felices. Sintió el deseo de vivir así, pero incluso después de sus años en el convento no
se sentía parte de ese mundo sencillo.
—Siéntese, señora —dijo la señora Gainer, secándose las manos en el delantal—, a tomar el
desayuno.
Petra se sentó, pensando que le convenía evitar a Robin durante un rato.
—¿Cerveza, señora? Hay leche fresca también.
—Leche, por favor.
—Usted se sirve el resto.
El resto era pan moreno de campo, mantequilla y mermelada de ciruelas. Todo delicioso.
—Es un hombre guapo ese que tiene —dijo la señora Gainer sonriendo de oreja a oreja—. No
me extraña que se haya fugado con él.
—Sí —se limitó a decir Petra, consciente de que se había ruborizado.

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—Aunque de tipo gallito, eso sí. Le dará muchísimo trabajo, eso seguro.
—¿Gallito? —repitió Petra, pensando si la mujer sabría el apodo de Robin.
La señora Gainer sacó un enorme bol de loza y comenzó a ponerle harina de un tarro.
—Como un gallo. Pagado de sí mismo. Gobernando el gallinero.
—Sí, así es —dijo Petra, recordando cuando había pensado eso de él; pero Robin Bonchurch ya
era mucho más que eso para ella.
—Y un coqueto terrible, juraría.
—Es muy bueno en eso de coquetear.
La mujer se echó reír.
—Vaya una. —Vertió un bol con algo espumoso en la harina y le añadió más agua; iba a hacer
pan—. ¿Dónde le conoció, pues?
Si iba a mentir, bien podía mentir a lo grande.
—En un baile de máscaras en Venecia.
—Oooh, ¿quiere decir entre toda esa gente con disfraces como en una representación de
mimos?
Petra no tenía ni idea de qué era esa representación, pero dijo:
—Sí. Su mejor amiga podría pasar por su lado y usted no la reconocería.
Mientras la señora Gainer amasaba, conversaron acerca de los hombres y del galanteo como si
fueran dos mujeres corrientes. Pero cuando la conversación pasó a dónde iban a vivir ella y Robin,
Petra se levantó. Si seguía demasiado con esa fantasía podría caer de cabeza en ella.
—Tengo que ir a ver cómo está. Y va a querer enviar ese mensaje a su amigo.
—Ah, vale. Sukey, ve a buscar a Kit.
La niña salió corriendo y Petra fue al dormitorio, y ahí encontró a Robin profundamente
dormido recostado sobre los almohadones. Se detuvo a deleitarse contemplando su elegancia,
incluso estando totalmente relajado; y en su belleza, pues estaba semidesnudo; tenía la mano
apoyada en Coquette, que montaba guardia por él.
—Mariposa faldera —le dijo sonriendo.
Sobre un arcón vio un edredón; lo cogió y lo extendió sobre él, dejando sin cubrir su mano y a la
perra. Después le tocó la mejilla con el dorso de la mano para asegurarse de que no tenía fiebre;
no tenía. Entonces él giró la cabeza hacia su mano y musitó algo. Ella dejó la mano ahí un
momento más y luego recurrió a su fuerza de voluntad para apartarse.
Era la oportunidad perfecta para escapar. Le enviaría la nota al capitán Rose y se marcharía.
Pero necesitaba papel. Robin tenía una libreta encuadernada en piel. La encontró en el bolsillo
izquierdo de su chaqueta, junto con un lápiz, metido en un delgado estuche. Pero cuando la abrió
descubrió que no era simplemente un diario ni una fuente de papel para escribir mensajes
rápidos; era una especie de libreta para apuntar cosas, en la que le habían escrito notas otras
personas.
En la primera página leyó: «Para mi querido Robin. Vuela, cariño, pero no demasiado alto.
Mamá». La letra era minuciosamente hermosa, y la frase iba acompañada por dibujos de pájaros
volando.

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Sintió cierta compasión por la preocupada madre de ese pájaro. Comprendió que no debería
leer más, pero no pudo resistirse. Las personas habían elegido cualquier página, así que tenía que
pasar muchas para encontrar la siguiente nota.
«Mis oraciones te acompañan siempre. Lacy». Le habría encantado saber quién escribió ese
mensaje, decorado con dibujos de cintas y flores. Tal vez una hermana. Le dolió no saber si la
tenía.
En otra página alguien escribió simplemente: «¡Magnifico! Clarisse». Eso no era de una
hermana ni de una prima.
«Eres un monstruo. Te odio. Vuelve a mí pronto o moriré. L.»
Le echó una ceñuda mirada al hombre acostado en la cama, pero el ceño se le deshizo y se
convirtió en suspiro. No era de extrañar que las mujeres lo desearan tanto, y no era de extrañar
que algunas simplemente lo quisieran. Era un hombre extraordinariamente bueno, amable y
generoso.
Demasiado generoso con sus favores, se dijo, y buscó una página en blanco. Se veían las señales
de muchas que habían sido arrancadas, así que no se sentiría culpable si arrancaba una. Entonces
le captó la atención otra página escrita, esta sin ilustraciones pero sí con muchas palabras:

Fechado el tercer día de enero del año del Señor 1760.


Resuélvese que los jóvenes no deben casarse. Por lo tanto nosotros, solteros
empedernidos, decretamos por la presente que, a partir de este día hasta que cumpla
los treinta, cualquiera de nosotros que sucumba a ese impío estado ha de pagar una
multa. La multa por incumplimiento será de mil guineas donadas al Fondo para la
Reforma Moral de la Sociedad de Lady Fowler.

Las firmas eran tres, en letras diferentes: Sparrow, Rose y Pagan. Reconoció la elegante y pulcra
letra de Robin en Sparrow, el asesino de Cock Robin. ¿Por qué adoptar ese nombre?
¿Rose? Ese era el contrabandista. No era sorprendente que deseara ocultar su verdadero
apellido.
¿Pagan? No logró imaginar ningún motivo para que alguien deseara llamarse así, ni siquiera en
broma.
Pero ahí estaba la prueba de la resolución de Robin Bonchurch de no casarse. ¿Y si resultaba
que ella estaba embarazada de un hijo de él?
Tal vez no se lo diría nunca. No aceptaría un matrimonio por obligación y, santo cielo, ni
siquiera sabía cómo se ganaba la vida él. Sí sabía que era un don Juan empedernido y que sería un
marido horroroso, sobre todo si se veía obligado a casarse.
Eligió una página en blanco y le escribió una nota al capitán Rose, recalcando la necesidad de
que recibiera cuidados. Arrancó la hoja, la dobló y escribió la dirección que había mencionado
Robin, la Black Swan Inn, Stowting. No tenía lacre para sellar la misiva, pero en ella no había nada
secreto.
Miró la siguiente página en blanco y, cediendo a la tentación, escribió: «Gracias, Cock Robin.
Que Dios te bendiga siempre. P.» Desesperada consigo misma, añadió: «Hazle caso a tu madre,
por favor, y mantente bien y a salvo».

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Dejó la libreta sobre la mesilla de noche, con el lápiz marcando esa página, y cogió su capa. Vio
el camafeo prendido en el cuello. Debería dejarlo, pero necesitaba algo para cerrarse la capa. Miró
el alfiler con perlas y esmeralda, pensativa; algún día, pronto, podría necesitar el dinero que valía,
pero era una joya demasiado fina; despertaría sospechas.
Dinero. Aparte de las guineas que llevaba escondidas, tenía muy poco. Se endureció y hurgó en
el bolsillo de sus calzas, recordando la vez anterior, y expulsó de su mente el recuerdo. Sacó unas
monedas y eligió las de menos valor. ¿Un pecado venial, no mortal?
Entre las monedas estaba el anillo. Lo examinó otra vez, a la luz. La compleja letra no era una B.
Podría ser una A o una H. También podría ser una N. Pero era el tipo de anillo de sello que pasaba
al heredero en una familia importante.
Él era un hombre importante y había hecho todo lo posible por ocultárselo a ella. Esa era otra
prueba de que, pese a todos sus encantos, Robin Bonchurch no era un hombre del que se pudiera
fiar.
Cuando puso las monedas robadas en su bolsillo derecho tocó su crucifijo y su rosario. Los sacó,
los contempló un momento y luego los puso en el bolsillo de la chaqueta de Robin. Era un regalo
extraño y tal vez indeseado, pero era lo único que tenía para darle.
Coquette seguía observándola alerta, pero no puso ninguna objeción al robo. Echaría de menos
a la perrita, pensó, soplándole un beso. Si el beso soplado se desvió un poco, bueno... ¿y qué?
Lo único que le faltaba era entregarle la nota al chico, que la llevaría a Stowting, y entonces
podría salir sigilosa y desaparecer.
Cuando llegó a la puerta se detuvo. ¿Y si Rose no estaba ahí? ¿O si la nota se extraviaba, por lo
que fuera? Dejaría a Robin ahí abandonado e indefenso porque, ¿qué motivo tenían esas personas
para ponerse en peligro? Al día siguiente Varzi podría llegar ahí buscando a su hombre y haciendo
preguntas para saber sobre los viajeros. Si encontraba a Robin ahí y a ella ausente podría matarlo,
en cruel represalia.
Pero «debía» escapar. Si se quedaba, estaría en gran peligro de volver a pecar. Más aún, no
lograba imaginarse la reacción de su padre si se presentaba en su puerta acompañada por un
libertino empedernido. Fuera quien fuera Robin, no le cabía duda de que su naturaleza era bien
conocida. Y él jamás le permitiría ir sola.
Lo pensó y se le ocurrió un plan.
Entregó la nota al chico, que partió feliz montado en el caballo de lomo redondo como un
barril. Después esperó el momento oportuno y salió de la casa. Llegó al camino y echó a andar
buscando un lugar donde esconderse. Encontró una escalera para pasar al otro lado de una cerca;
lo hizo y se escondió al otro lado, rogando que Robin no se despertara antes de que llegara su
amigo.
Entonces, si había suerte, ellos supondrían que ella se había marchado mucho antes y si la
buscaban lo harían por ese camino. Ella tomaría el sendero señalado por la escalera de la cerca y
estaría bien lejos del camino de ellos. Se le partiría el corazón, pero sería para mejor.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2211

Robin despertó con el ronco sonido de alguien que arrastraba la voz:


—¿En qué te has metido ahora, loco?
—¿Thorn? —preguntó, abriendo los ojos, y recordando muy lentamente los hechos. Se movió,
hizo un mal gesto al sentir el dolor en la pierna, y luego sonrió de oreja a oreja—. Gracias al cielo y
al infierno. Ha llegado auxilio.
—Pues sí —dijo el duque de Ithorne, sentándose en la silla que acababa de acercar a la cama la
pasmada señora Gainer.
Giró la cabeza y la miró, dándole las gracias y ella se ruborizó. Seguro que llegó ahí diciendo que
era simplemente el capitán Rose, pensó Robin, pero de todos modos hacía desmayar a las
mujeres.
Tenía el pelo moreno y su gusto por navegar significaba que siempre tenía la piel bronceada.
Además, era de rasgos fuertes, no delicados, por lo que jamás se le podría describir como guapo,
pero, por lo que fuera, las mujeres no se fijaban en eso. Como él, no usaba peluca, llevaba a la
vista su propio pelo, pero nunca lo llevaba bien peinado y no se le desordenaba, y sus calzas de
ante, su sencilla chaqueta marrón y su corbata eran impecablemente pulcras. Era de lo más
molesto, pero en ese momento era una bendición.
—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó.
—¿En coche?
—Quiero decir, ¿cómo te has enterado?
—Recibí una carta. ¿Cómo resultaste herido? —Entonces miró sorprendido—. ¿Qué es «eso»?
Coquette se había levantado de su lugar junto al brazo de Robin para mirarlo.
—Lo último en perros guardianes.
—A mí me asusta, decididamente —dijo Thorn y, sacando un monóculo con montura de oro,
examinó a la perra, y luego movió la cabeza—. No me extraña que alguien te haya enterrado una
espada. ¿Va a crecer?
—Creo que no.
Thorn se guardó el monóculo.
—Ya me lo parecía. Es uno de esos idiotas perros papillon que tanto gustan en la corte francesa.
¿Qué se apoderó de ti?
—Un capricho, ¿qué, si no? —dijo Robin, sentándose y soltando una maldición al sentir el dolor
en la pierna—. ¿Cuánto rato llevas aquí? ¿Petra te ha contado lo que sucedió?
—¿Petra?
—La señora Bonchurch, entonces.
—Mi querido Robin, ¿has sufrido un golpe en la cabeza?
Robin miró a la señora Gainer.
—¿Dónde está mi esposa?
—¿Esposa? —repitió Thorn.

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—Pues, no lo sé, señor. Justamente nos estábamos preguntando eso. Parece que ha salido a
caminar.
Robin comenzó a bajarse de la cama, maldiciendo a las mujeres y al dolor, pero Thorn lo
detuvo.
—Decencia, compañero.
Robin cayó en la cuenta de que sólo tenía puestos los calzoncillos y estos no estaban enteros.
Miró nuevamente a la señora Gainer.
—Señora, ¿me haría el favor de buscarme algo que ponerme? Cualquier cosa.
La mujer salió a toda prisa y Thorn se levantó a coger las calzas ensangrentadas y rotas entre el
índice y el pulgar. Dejándolas caer al suelo, preguntó:
—¿De verdad es sólo un corte superficial?
—Eso creo.
—¿Puedo examinarlo?
—Por favor.
Detrás de estas dos palabras estaba el hecho de que su padre murió de una herida sin
importancia que se infectó y lo envenenó. Fue una herida hecha por un animal de granja y por lo
tanto más sucia que la que le hizo esa espada, pero recibió el mejor de los cuidados. Y su padre
murió.
Thorn echó atrás el edredón y se inclinó a mirar.
—Se ve bien vendada —dijo—. No hay señales de rojez ni despide mal olor.
—Es pronto para decirlo.
—Cierto. —Lo cubrió con el edredón—. Te la haremos examinar por un doctor en Ithorne. ¿Qué
le ocurrió a tu camisa?
—Vendas.
—Ah. ¿La ausente Petra?
—Sí. Condenación, ve a buscarla, ¿me haces el favor?
—¿Adónde? Y no. Primero te llevaré a Ithorne para que te vea un médico.
Robin lo maldijo pero conocía la tozudez de Thorn cuando estaba en esa actitud.
—¿Están servibles mi chaleco y mi chaqueta?
Thorn recogió el chaleco y se lo pasó, pero cuando cogió la chaqueta, antes de pasársela sacó
una pistola de cada bolsillo. Las examinó para comprobar que no estuvieran amartilladas.
—¿Una se disparó? Creí que era una herida de espada.
—Petra disparó.
—Robin, Robin... —Movió la cabeza y le pasó la chaqueta. Robin notó que había algo más en
uno de los bolsillos. Sacó un rosario.
—No me digas que te has vuelto papista.
—No. —Había encontrado el crucifijo de madera también. Pasado un momento metió las dos
cosas en el bolsillo; acababa de ver su libreta—. Pásame eso.
Thorn le pasó la libreta y él leyó la página marcada.
—Esta mujer está loca. De ninguna manera podrá sobrevivir sola en Inglaterra.

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Se puso el chaleco y luego la chaqueta. Thorn leyó lo escrito en la página.


—¿Tal vez deberías decirme quién es?
—No sé si lo sé. Hermana Immaculata de la orden de Santa Verónica. Petra d'Averio..., no,
olvídalo. Contessina Petra d'Averio. —Tragándose una maldición por el dolor, bajó la pierna y
quedó sentado en el borde de la cama—. O contessina de algo diferente, pero a mí me
corresponde cuidar de ella. Es decir, hasta que encuentre a su mítico padre. Maldita sea, ¿me
traerá esa mujer algo de ropa?
Thorn le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre, y Robin se la apartó de un manotazo.
—Toga —dijo entonces Thorn. Sacó la sábana y lo envolvió en ella.
—¿Esposa? —preguntó otra vez.
—Simplemente simulábamos estar casados.
—¿Bonchurch? Supongo que ese era tu apellido de presentación. —Puso los ojos en blanco—.
¿Bueno y santo?
—Sé que has viajado bajo el nombre de capitán Rose.
—Pero yo, mi querido amigo, soy duque.
En eso entró la señora Gainer trayendo ropa en los brazos. Robin no quería continuar ahí ni
siquiera el tiempo que le llevaría ponerse esa ropa. La obsequió con su más encantadora sonrisa.
—No es necesario que le quite esa ropa a su marido, señora. Si me lo permite, le compraré esta
sábana. Una guinea, amigo mío.
Thorn sacó la moneda. La señora Gainer protestó por la cantidad. Robín le aseguró que era tan
poco que no pagaba su amabilidad, y apoyándose en Thorn salió cojeando hasta el coche que los
esperaba, vestido con toga y asistido por una mariposa peluda.
—¿No es un poco pomposo para un capitán? —musitó, al ver el magnífico coche ducal de viaje.
—La nota decía «vehículo cómodo».
El dolor lo hizo ver las estrellas al subir en el lujoso coche e instalarse sentado de lado con la
pierna estirada, y tembloroso agradeció el ofrecimiento de coñac. Pero consiguió esbozar una
sonrisa para darles las gracias a los Gainer, e incluso logró agitar una mano en gesto de despedida.
Después apretó fuertemente los dientes, porque aun con sus buenas ballestas el coche dio
unos saltos al salir al camino.
Coquette intentó aliviarlo lamiéndole la mano.
Thorn lo estaba observando de esa manera tan suya.
—Cuando estés dispuesto me contarás toda la historia. Pero no te preocupes, recuperaremos a
tu otro peluche, palabra de duque.

Petra vio alejarse el coche y decidió que era el momento de ponerse en marcha. La sorprendió
la magnificencia del vehículo, pero eso sólo confirmaba su suposición de que Robin le había dicho
un montón de mentiras. Sin duda estaba en la naturaleza de un libertino ocultar su verdadera
identidad.
Nadie la había salido a buscar de inmediato, aparte, que la habían llamado a gritos los Gainer.
Tal vez él se sintió aliviado por librarse de ella, pero de todos modos haría todo lo posible por no

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dejar rastros. También tenía que considerar la posibilidad de que Varzi viniera a esa zona. Suponía
que los Fletcher harían desaparecer el cadáver del espadachín, pero si Varzi se enteraba de que en
casa de los Gainer había habido un hombre herido, sentiría curiosidad. Y si hacía preguntas por
ahí, lo tendría sobre su pista.
Echó a andar por el sendero, sin preocuparse de la dirección en que iba. Simplemente deseaba
alejarse lo más posible de la granja Gainer y no dejar huellas por las que pudieran seguirla.
Lo ideal sería no encontrarse con nadie, pero en esa zona había muchas granjas; oía las señales
por todas partes: un perro ladrando, una mujer llamando a un niño, un reloj dando la hora. Un
hombre pasó por su lado y simplemente le dio los buenos días con una inclinación de la cabeza,
pero seguro que sería capaz de recordar haber visto a una mujer con una capa roja. Se la quitó y la
dobló hasta dejar un pequeño bulto. Debería tirarla, pero podría necesitarla.
Y claro, quedó a la vista el vestido verde floreado que Robin conocía bien, y él también sabía
que llevaba la enagua crema encima. Recordó su amable atención en el jardín de la Coq d'Or.
¿Cómo era posible que un par de días caóticos le hubieran penetrado tan hasta al fondo del
corazón? Reanudó la marcha, reconociendo que la ausencia de Robin la roía como un animal
salvaje. Era hermoso, pero ya había conocido a otros hombres hermosos; y él era irresponsable, se
tomaba todo demasiado a la ligera, vivía sólo para el placer y la seducción.
Había luchado por ella, lo habían herido por ella, y si ahora la buscaba sólo sería porque su
honor le exigía protegerla del peligro.
Trató de quitárselo de la cabeza y concentrarse en su huida.
Era joven y ágil, pero no estaba acostumbrada a caminar distancias tan grandes. Comenzaron a
dolerle las piernas y la sed se le hizo insoportable. Entonces vio una casita aislada, o tal vez era una
pequeña granja, y decidió correr el riesgo. Al fin y al cabo, esa era una granja entre cientos. ¿Qué
posibilidades había de que alguien que la buscara se enterara de que había pasado por ahí lo
bastante pronto para que importara?
Un perro de pelo castaño salió de la casa corriendo y gruñendo, y sintió verdadero miedo hasta
que apareció una joven y lo llamó. La mujer era joven, pero su cara era dura, y desconfiada. Pero
claro, supuso, ella no era la imagen de la respetabilidad. La joven le permitió que sacara agua del
pozo y bebiera, pero mantuvo al perro a su lado y no dejó de observar todos sus movimientos.
Le habría gustado descansar un rato, pero debía alejarse de esa granja. Tomó rumbo al norte,
donde se elevaba el terreno y tal vez estaría menos poblado, pero cuando aparecieron nubes que
taparon el sol, el aire se volvió frío. Se puso la capa, pero esta no le quitó un frío más profundo.
Cuando el día nublado ya avanzaba hacia el crepúsculo, deseó angustiosamente saber dónde
estaba y dónde podría dormir esa noche.

Robin llegó a Ithorne Castle con la pierna dolorida y la venda mojada bajo la sábana. Tan pronto
como paró el coche dijo:
—Comienza la búsqueda.
—Voy a llevarte a la cama y enviar a llamar al doctor. A estas alturas, ya no vendrá de unos
pocos minutos.
—Infierno y condenación.

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Ya le había contado la historia. Thorn se había mostrado tan incrédulo como él ante la
quijotesca búsqueda de Petra de un padre que no sabía que ella existía, y se inclinó a creer que
todo era mentira. Él alegó que era cierto, pero aún así, eso no le serviría de nada. Ella no le dijo
dónde podría estar su padre, aparte de su idea de que estaba en la corte, y eso no servía de
mucho. En verano la corte estaba en Richmond Lodge, una casa sin pretensiones en Kew, y el rey
tenía a pocos servidores ahí. Riddlesome, si existía, podía estar en cualquier parte.
Thorn lo obligó a dejarse llevar al dormitorio en una silla de mano con la ayuda de dos lacayos.
—Maldición, podría estar ocurriéndole cualquier cosa. No puedo meterme en la cama como
una viuda.
—Lo que se pueda hacer se hará —dijo Thorn cuando llegaron al dormitorio—. Tu presencia no
es necesaria.
—Al menos cubre esa colcha con algo que se pueda manchar de sangre.
Thorn arqueó las cejas ante esa eficiencia doméstica, pero envió a un lacayo a ocuparse de eso,
y Robin aprovechó para cojear hasta la ventana a mirar fuera. Era imposible que apareciera Petra
atravesando el parque exuberante de vegetación en dirección a él, pero tenía que mirar.
Entonces entró el ama de llaves, vestida de negro, acompañada por una criada trayendo un
enorme paño; lo extendieron sobre la cama y Robin no tuvo más remedio que dejarse instalar en
la cama, sentado con la espalda apoyada en almohadones, posición en que por lo menos podía ver
el parque si giraba la cabeza.
Cuando salieron las criadas, dijo:
—No conoce el país. Parece una vagabunda. Habla inglés con acento. ¿Y si se piensan que es
francesa? No hace mucho que estuvimos en guerra.
—Me pareció que pensabas que sabría cuidar de sí misma.
Robin golpeó la cama con los puños.
—Ella se cree capaz de cuidar de sí misma. ¡Es una idiota demente!
Thorn se apoyó en un poste de la cama de brazos cruzados. A diferencia de Robin, que parecía
alegre cuando no lo estaba, el duque de Ithorne solía parecer sombrío cuando no lo estaba, pero
en ese momento se mostraba algo sombrío.
—La pregunta es, ¿por qué ha huido de ti?
—Secretos.
—¿Qué secretos?
Robin se incorporó.
—¡El diablo te lleve! Si los supiera...
—Lo siento, perdona —dijo Thorn, abriendo los brazos, con las palmas extendidas.
Robin volvió a recostarse.
—Podría ser una espía.
—¿De Italia?
—Milán está controlado por Austria.
—Así es —dijo Thorn, repentinamente pensativo.

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—Vamos, no me hagas caso. Todo se resume en su loca idea de encontrar a su padre. No quiere
decirme su nombre, por si decide no presentarse a él revelándole su parentesco. De hecho, no se
fía de mí.
—Tú le diste un apellido falso —señaló Thorn.
—Eso no me pareció importante en ese momento. —Soltó otra maldición—. ¡Powick y
Fontaine! Debo enviarles órdenes. Tráeme material para escribir y búscame un mensajero.
Coquette emitió un ladrido para pedir que la subieran a la cama. Thorn la subió, cogiéndola con
sumo cuidado.
Robin la acarició, diciendo:
—Es una maldita molestia tener que cuidar de tantas personas.
—Eres conde —dijo Thorn, tirando del cordón junto al hogar—, responsable de cientos.
—Todos los cuales parecen empeñados en cuidar de mí. No me mires así. Sabes que todos se
desmayarían y morirían si yo exigiera cambios.
—Ocurrirá algún día.
—¿Que se desmayarán y morirán? —Hizo un mal gesto—. Lo sé, pero el condado funciona
como un reloj.
—Entonces deberías disfrutar de este pequeño caos. —Esto no es un caos, es una tortura. Sé
bueno, ordena que me traigan café.
—Café, siempre café —dijo Thorn—. Creo que te gusta más que las mujeres.
Pero salió a enviar a un lacayo con la orden. Thorn sólo bebía té, pero, por él, tenía una
cocinera que sabía preparar bien el café. Él, por su parte, tenía reservas de los tés favoritos de
Thorn, aun cuando a él no le gustaba el té.
Volvió sus pensamientos a Petra, y a su expresión de casi éxtasis ante el café en Montreuil. Le
daría el mejor café que hubiera probado jamás. Juntos explorarían todas sus variaciones. En París
había probado una nueva receta, con chocolate, aguardiente, nuez moscada y nata batida, que
podría llevarla a mitad de camino del orgasmo antes incluso que él la besara.
—¿El escritorio? —dijo Thorn.
Robin pegó un salto y vio que tenía el escritorio en el regazo. Sacó papel y cogió la pluma que le
había preparado su amigo y volvió la atención a los asuntos serios.
—Powick y Fontaine me iban a esperar en la casa de Londres, pero ahí serán presa fácil para
Varzi.
—¿Crees que los va a atacar por puro rencor?
—Es capaz, pero quizá piense que ellos pueden decirle dónde está Petra.
—Qué medieval.
—Parece que Milán sigue siéndolo, bajo la ópera y el brillo. ¿Dónde estarían seguros, sin estar
conectados conmigo ni contigo? ¿Christian está en Londres?
Christian, lord Grandiston, era comandante en la Guardia Montada.
—Está haciendo su turno de servicio en la corte, y, por lo tanto en Kew.
—Condenación, aunque eso puede sernos útil. Sabrá si aparecen por ahí unos italianos raros.
Necesito escribirle a él también.
—Creo que hay bastante papel.

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—¿Rathbone? —preguntó Robin—. Supongo que está en Derbyshire. ¿Ashart?


—Está atareadísimo con la restauración de su ruinosa casa de Surrey —dijo Thorn y movió
tristemente la cabeza—: Matrimonio.
—Perfecto. Le irá bien tener otro par de manos.
—Estará encantado, sin duda. Como tú: ya ha llegado tu infame poción.
—A ningún hombre que tenga alma puede no gustarle el café —dijo Robin.
El lacayo sirvió café en una taza, le puso azúcar y leche y se lo pasó; todos sabían cuánto le
gustaba. Lo aspiró, suspiró y bebió.
—No sé por qué te complazco en este vicio.
Robin agitó las pestañas.
—Por amor —dijo, pero al instante se puso serio—. ¿Hay alguna noticia?
—No. Sabremos algo tan pronto como alguien vuelva.
Aunque furioso por dentro, Robin se concentró en beber su café y escribir las cartas. Era lo
único útil que podía hacer. Le pidió a Christian que estuviera alerta por si veía a algún italiano, en
especial a un hombre que encajara con la descripción de Varzi o a una mujer de las características
de Petra. Le escribió al marqués de Ashart, a Cheynings, Surrey, avisándole de la llegada de Powick
y Fontaine. Le escribió detalladas instrucciones a su secretario Trevelyan, acerca de la seguridad
de su gente de Londres, añadiendo la orden para Powick de que se trasladara a Surrey con
Fontaine.
Fue agotador.
La llegada de un tal doctor Brown, hombre de edad madura, autoritario y muy escocés, le dio la
esperanza de que pronto podría ponerse en marcha. Pero mientras lo observaba quitarle la venda
le entró el miedo. Sentiría algo si la herida ya se estaba pudriendo, ¿no?
—Satisfactorio —declaró finalmente el doctor Brown.
—Excelente. Cósala, señor, para poder levantarme a atender mis asuntos.
—¡De ninguna manera, milord! No hay nada más peligroso que dejar el veneno encerrado
dentro.
—Necesito levantarme, poder cabalgar.
—Entonces necesita matarse.
Se miraron con ferocidad, pero el médico era el amo en ese dominio, y Robin tenía buenos
motivos para pensar que tenía la razón. Infierno y condenación.
—Mañana, milord, si la herida continúa con buen aspecto y hay señales de buena curación,
consideraré la posibilidad de ponerle puntos. Mientras tanto, mantenga esa pierna inmóvil todo lo
posible. Manténgala quieta o no asumiré ninguna responsabilidad sobre las consecuencias.
Ninguna.
Cuando se hubo marchado Brown, Thorn dijo:
—Cualquiera diría que nunca te has hecho una herida.
—Y creo que no, desde que era niño en todo caso.
—Una vida cómoda. Esperemos que se mantenga.
—Petra es la que está en peligro, no yo.

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8° de la Serie Los Malloren

—Absolutamente por decisión suya.


—No. Si yo hubiera llevado mejor las cosas no habría sentido la necesidad de marcharse.
Thorn arqueó las cejas, pero tuvo la prudencia de no hacer ningún comentario. Fue a buscar
mapas de la zona y juntos intentaron descubrir qué ruta podría haber tomado. Lo único que
consiguieron fue encontrar un número infinito de rutas.
A medida que transcurría el día, la inactividad se le fue haciendo insoportable.
Llegaron informes: habían visto a una mujer con una capa roja y era casi seguro que pasó a
pedir agua en una granja pequeña. Enviaron a algunos hombres a explorar esa parte, pero ya
habían pasado horas desde que la vieron. Robin miró atentamente esa parte del mapa, aun
sabiendo que no sacaría nada.
¿Adónde iba? La vigilancia en los caminos principales no dio ningún resultado, como tampoco
hacer preguntas en las posadas de posta. ¿Iba a hacer a pie todo el camino? Los retazos de
información que recibían no indicaban ninguna dirección determinada, y cada hora que pasaba
aumentaba los lugares donde podría estar.
El crepúsculo comenzó a hacer borrosa la vista por la ventana, anunciando la noche, con todos
sus peligros. Robin se sentía enfermo de miedo por ella, pero también porque comenzaba a creer
que ella podría desaparecer de verdad en Inglaterra y no volvería a verla nunca más. Cogió el
rosario que estaba en la mesilla de noche. ¿Serviría para aquellos que no tenían fe en sus cuentas?
De todos modos fue pasando los dedos por ellas, intentando rezar.

Petra tenía tanta hambre que le dolía el estómago, así que en una aldea se arriesgó a pasar a
comprar pan, un poco de queso y la cerveza suave que bebían los ingleses. Explicó que iba a pie a
Londres a buscar empleo y se lo creyeron con tanta facilidad que le pareció que había encontrado
una historia que podría explicar en otros lugares.
Alentada por eso, reanudó la marcha, pero tenía que parar a descansar con más frecuencia, y
cada vez le costaba más continuar. De pronto, mientras estaba apoyada en el tronco de un árbol
pensando cuál de dos senderos tomar, pasó un joven corriendo. Ella estaba fuera del sendero, casi
oculta en la sombra, y su vestido se confundía con la vegetación, así que el chico no la vio.
Pero lo oyó hablarle a alguien y se arriesgó a mirar. Un hombre venía por el sendero con un
atado de leña a la espalda, y el muchacho le estaba preguntando si había visto a una mujer con
una capa roja; el hombre negó con la cabeza y el muchacho continuó su camino corriendo. Ella
tragó saliva; o sea, que Robin la estaba buscando, y si había hombres buscándola ahí, la búsqueda
tenía que haberse extendido a muchos lugares. ¿Cómo habían podido hacerse una idea de dónde
estaba? No lo sabía. Entonces recordó la casa donde pidió agua. Tal vez también encontraron la
posada donde entró a comprar pan. Lamentándolo, metió la capa bien envuelta debajo de un
seto.
Recelosa, desanduvo sus pasos y tomó otro sendero que atravesaba un campo de pasto para
vacas en dirección a saber dónde. El sol ya estaba bajo en el horizonte, así que tuvo que enfrentar
la posibilidad de pasar la noche al aire libre. No podría dormir así, pensó, pero no podía arriesgarse
a buscar habitación en una posada. En todo caso, era improbable que le dieran alojamiento, con la
pinta de vagabunda que tenía. ¿Infringiría alguna ley si dormía en un granero o en el cobertizo de
alguna granja?

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Iba casi arrastrando los pies por un sendero, bastante desesperada, cuando el seto de la
derecha bajó en altura. La torre de una iglesia no mucho más allá le dijo que estaba llegando a un
pueblo. Oyó el grito de una mujer llamando a un niño y luego el ladrido de un perro. Se detuvo,
pensando que debía volver, pero, ¿para ir adónde? Ya en el límite de sus fuerzas, continuó
caminando, medio esperando que la cogieran y la devolvieran a la protección de Robin.
—Buenas tardes.
Petra pegó un salto, con el corazón retumbante. El seto le llegaba al pecho, y una mujer mayor
la estaba mirando por encima. La piel de su cara estaba tostada y curtida, y llevaba una pamela de
paja enormemente ancha, y mechones de pelo canoso se le escapaban por todos lados. Estaba
apoyada en una herramienta de huerta, pero ella sólo veía el largo mango.
—Buenas tardes, señora —dijo, y continuó caminando a toda prisa.
—¿Adónde va? —le preguntó la mujer.
Si echaba a correr parecería una ladrona, así que se volvió.
—A Londres —dijo.
—Un largo camino a Lunon. —Eso parece.
—No se va por ahí. Lunon está al norte de aquí.
—Entonces tomaré hacia el norte cuando pueda.
Trató de hablar sin acento, pero no lo logró. Le sonrió a la mujer e hizo ademán de continuar su
camino.
—¿A qué va ahí? —le preguntó la mujer.
Su interés atrajo a Petra como el calor de un fuego. Se giró a mirarla.
—A buscar trabajo.
La mujer se secó la sudorosa frente con el dorso de su mano nudosa y sucia y se dejó una
mancha de tierra.
—Puede quitar malas hierbas aquí para ganarse la cena, si quiere.
Petra miró hacia las pulcras melgas con plantas y tuvo que confesar:
—No sabría reconocerlas.
La mujer asintió.
—Ya me pareció que tenía pinta de dama.
—A veces las damas necesitan encontrar trabajo.
—Eso supongo. ¿De dónde es, pues, con esos ojos oscuros? ¿Del extranjero?
Petra decidió ser sincera, y decir de dónde venía no podía ser tan importante:
—De Italia.
—¡Imagínese! Le daré cena a cambio de algunas historias. Sería fabuloso saber algo de Italia.
Podría ser más prudente continuar, pensó Petra, pero ansiaba comer algo y gozar de un poco
de amabilidad, así que cedió.
—Gracias.
—Entre por esa puerta —dijo la mujer y echó a andar hacia la casa con unos pasos que sugerían
que le dolían las caderas.

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Petra la siguió y no tardó en encontrarse en otra cocina. Sonrió tristemente, pensando en sus
aventuras en esas estancias, todas compartidas con Robín. Pero esa era una habitación diminuta,
con un pequeño fogón en un esconce excavado en una pared. Por una puerta abierta se veía una
pequeña sala de estar con unos pocos muebles muy sencillos.
—Soy la señora Waddle —dijo la mujer, colgando una olla sobre el fuego.
Si alguno de sus perseguidores la seguían hasta ese lugar, las mentiras pequeñas no servirían de
nada.
—Señorita d'Averio —dijo—. ¿Le puedo ayudar en algo?
—No, siéntese. Da la impresión de haber caminado muchas leguas hoy. Tengo sopa y pan.
Comida sencilla.
Igual la avergonzaba eso.
—Lo encuentro maravilloso. Y huele maravillosamente también.
A diferencia de la asquerosa sopa de la vieja jorobada. «No pienses en eso, porque todos esos
pensamientos llevan a Robin.»
—Le he puesto tropezones de jamón —dijo la señora Waddle, orgullosa—. ¿Tiene sed? En esa
jarra de ahí hay agua.
Petra se levantó, alarmada por el esfuerzo que le costó, llenó una taza desconchada y bebió.
—Italia —dijo la señora Waddle, situándose de lado para poder mirar la olla—. Supongo que
eso significa que es papista.
—Pues sí —dijo Petra, pensando si la mujer la echaría.
—De todo hay en la viña del Señor, eso es lo que siempre digo. ¿Por qué va recorriendo
Inglaterra a pie, entonces, querida? Por lo que veo, no está acostumbrada a caminar tanto.
No, claro que no, se dijo Petra, tristemente, pensando qué podía decir. No deseaba mentir,
pero la verdad era muy complicada. Recordó la historia de Cock Robin y la adaptó.
—Yo era doncella de señora —dijo, volviendo a sentarse—, contratada por una dama inglesa en
Milán. Pero sólo deseaba mis servicios durante el viaje, así que cuando llegamos a Dover me
despidió.
—Terriblemente cruel eso. Pero ¿para qué ir a Lunon? Una ciudad espantosamente grande,
dicen, y llena de pecado.
—Tengo parientes ahí. Por eso acepté marcharme de Italia. —De pronto se le ocurrió un giro
útil—. La verdad, señora, el marido de milady se sentía atraído por mí, y ella no lo pudo soportar.
Por eso ni siquiera sé dónde estoy. No quise tomar la ruta directa a Londres, por miedo a que él
me siguiera. Por favor, si llega aquí un caballero preguntando por mí, no me traicione.
—Claro que no, querida mía, pero con lo guapa que es va a tener ese problema más de una vez.
—Lo sé —dijo Petra, y no tuvo que fingir un suspiro—. Mi apariencia es mi ruina.
—Necesita un hombre bueno.
—Como todas las mujeres.
—Yo no —dijo la mujer, riendo y enseñando huecos entre los dientes—. He enterrado a dos, y
basta. Tengo tres hijas bien casadas y dos hijos que no olvidan a su madre, así que no tengo
ninguna necesidad de un hombre igual de viejo que yo que espere que lo cuide como a un bebé.

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Petra se rió también, pero le iba aumentando la tristeza y era muy posible que le produjera
llanto. Había encontrado un pequeño refugio ahí, pero no sería más permanente que el otro
refugio en el que había estado esos últimos años. Pronto tendría que marcharse, volver a salir al
mundo inhóspito. A ser perseguida por la noche.
—¿Tiene dónde pasar la noche, querida?
Petra miró la amable cara de la señora Waddle y dijo: -
—No.
—Entonces alójese aquí. Sin discusión. No puedo permitir que ande vagando por los caminos en
la oscuridad, y tal vez podría convenirle tener unas prendas de ropa extras. No tengo nada
apropiado para una dama de su clase, como es lógico, pero hay algunas cosas viejas de mis hijas
que podrían servirle. Así podrá proteger su ropa buena. No le conviene presentarse ante sus
parientes de Londres con capas de polvo encima del vestido.
Petra la miró sorprendida por su generosidad.
—Se lo agradeceré muchísimo, señora Waddle. Puedo pagarle...
—¡No, no, nada de eso! Para mí es un placer su compañía. Simplemente cuénteme cosas de
Italia y seré yo la que estaré en deuda con usted.
Petra tuvo que combatir las lágrimas, y tal vez la señora Waddle se dio cuenta, porque con
mucho tacto se giró hacia la olla.
Y así pasó un atardecer agradable. Aceptó la ropa usada verdaderamente agradecida, aunque
las prendas sí estaban desgastadas y remendadas a más no poder. Estaban limpias y guardadas
con bolsitas de lavanda. Una vez que se las puso, cepilló el vestido y la enagua, lavó con agua las
manchas y los colgó en la cuerda del patio a secarse y orearse. Después se quedó un momento a
disfrutar del crepúsculo, y se permitió traer a la mente pensamientos y recuerdos agradables,
hasta que volvió a enterrarlos en lo más profundo.
Se dio una vuelta admirando la pequeña huerta, bien aprovechada con melgas y melgas de
verduras, y ramas de judías trepando por altos rodrigones. Había un pequeño gallinero construido
con unos pocos maderos, y tres gallinas iban y venían picoteando por la huerta. Cerca de la puerta
crecían hierbas, lavanda, hierba buena, tomillo salsero, eneldo y otras, y unos guisantes muy
perfumados de olor trepaban por cañas secas apoyadas en el alféizar de la ventana de atrás.
Celestial en un sentido, pero vio las paredes combadas de la casa y las puertas y ventanas mal
encajadas que seguro dejaban entrar frías corrientes de aire en invierno. Le dejaría algunas
monedas a la señora Waddle y le enviaría más si algún día llegaba a estar acomodada.
Entró un gato sigiloso en la huerta, se detuvo un momento y luego se metió en la casa. Cuando
ella entró lo encontró echado cerca del fogón de la cocina a los pies de la señora Waddle. O sea,
que tenía la compañía del gato al menos.
Se sentaron a comer la nutritiva cena, y luego pasaron el resto del anochecer en la pequeña
sala de estar. Petra ayudó a su anfitriona con algunos remiendos, entreteniéndola al mismo
tiempo con historias. A cambio, se enteró de que la señora Waddle no era en absoluto una
solitaria; la mayor parte de sus parientes vivían ahí, en el pueblo, llamado Speenhurst, y no
paraban de entrar y salir de su casa, a cualquier hora.
Finalmente, la señora Waddle encendió una vela de sebo, pero esta daba muy poca luz para
coser y, en todo caso, Petra estaba muy cansada. Supuso que la señora solía acostarse con la
puesta de sol, así que pidió disculpas para retirarse. Subió al ático, donde ya había hecho una de

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las cuatro camas estrechas. Se desvistió, dejándose puesta la raída camisola, y se metió bajo el
colorido edredón.
«Una cama limpia y bien oreada, en una habitación limpia, una habitación toda para mí.»
Eso fue lo que le pidió a Robin, ah, hacía ya tanto tiempo, y ahí estaba, en lo más cercano que
había conseguido. Rezó pidiendo que la herida en la pierna se le estuviera curando bien y que
pronto él considerara que ya había cumplido con su deber y continuara con su vida.

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O 2222

Petra despertó con el canto de un gallo, saliendo de un sueño en que ella y Robin se
buscaban en un baile de máscaras, en el que intervenían constantemente enemigos
enmascarados. Continuó acostada a la luz del amanecer, tratando de hacer desaparecer su
desesperada urgencia. Sabía dónde estaba él, en Stowting, cuidado por su amigo el «capitán
Rose». Pero estaría preocupado.
Recordó lo amable que era con Coquette, aun cuando no deseaba tener a la perra, y su
verdadera preocupación por sus criados en la casa de madame Goulart. A los hombres se les
enseñaba a ser protectores con las mujeres, y algunos se lo tomaban muy en serio. Por lo visto, él
era uno de esos.
Se sentó. No había nada que hacer respecto a eso. Debía encontrar la manera de hacerle llegar
un mensaje, asegurándole que estaba bien. Se bajó de la cama, hizo un mal gesto por lo
agarrotados que tenía algunos músculos, y se puso su ropa nueva. Sobre la camisola se ató una
falda de lino que alguna vez fue marrón, pero que con los lavados se había desteñido, por lo que
tenía diversos matices de beis con manchitas marrones. Luego se puso una blusa de color orín
cerrada con lazos por delante, agradeciendo que le quedara holgada y no escotada, sin el peligro
de que le sobresalieran los pechos por arriba. Las mangas lisas de la camisola le cubrían los brazos
hasta los codos. Había también una cofia con volantes flexibles que le ocultaban la cara por los
lados, y un chal de punto, de lana marrón.
Bajó a la cocina y la anciana le sonrió de oreja a oreja.
—¿Ha dormido bien, querida?
—Muy bien, gracias. Ha sido muy amable.
—Nada de eso. Para mí ha sido un regalo, un placer. Siéntese y sírvase un huevo.
Sobre la mesa sólo había pan basto y una jarra de agua, pero la mujer coció un huevo para cada
una y puso un plato con ciruelas de su huerto. Mientras tomaban ese sencillo desayuno, la señora
dijo:
—¿Está segura de que desea continuar, querida?
Petra le sonrió.
—No puedo quedarme aquí. Tengo un destino, pero no es Londres exactamente.
—Ah, ¿adónde irá, entonces?
Incluso con la confianza que le inspiraba la anciana, su instinto de secretismo le permitió
nombrar solamente una ciudad que quedaba en el camino. Al fin y al cabo uno de los cazadores de
Robin podría encontrar esa casa.
—Guildford. Está al suroeste de Londres.
—Jamás la he oído nombrar, pero es posible que Thad Hythe, de la Three Cocks, sí.
Cocks. Robin. ¿Sería un presagio? Coquette, Cock Robin, la Coq d'Or, la Three Cocks.
—También quisiera enviar una carta, pero no tengo idea de cómo se hace eso en Inglaterra.
Ni si podía ocultar dónde la enviaba.

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8° de la Serie Los Malloren

—Una carta —repitió la señora Waddle, como si ella hubiera dicho «Quisiera coger un
unicornio»—. El párroco debe de tener pluma y papel, y el terrateniente, y tal vez la señora
Kershaw, ya que vive cerca de la iglesia, pero...
—Oh, no se preocupe, por favor. Además, no quiero enviarla desde aquí.
La señora Waddle asintió, pero Petra comprendió que había destruido cualquier ilusión de que
sus problemas eran de poca monta.
—Thad tendría que tener papel y pluma. Le toca escribir un poco y llevar las cuentas de su
taberna. Iremos allí cuando hayamos terminado de comer.
Cuando entraron en el pequeño pueblo Petra comprendió que eso era imprudente. Cualquier
buscador que pasara por ahí se enteraría de todo acerca de la huésped extranjera de la señora
Waddle. Por el camino todos las saludaban alegremente; varias personas llamaron Ellie a la señora
Waddle, dos la llamaron ma y una la llamó abuela. Todos le preguntaron: «¿Quién te acompaña?»
A cada persona ella le contestaba: «Una simpática damita del extranjero. Le he echado una mano
en el camino».
La Three Cocks era simplemente una casa que ocupaba la primera habitación como taberna y el
letrero con el nombre estaba toscamente pintado en la pared de la fachada. La rodearon para
entrar por atrás, donde la puerta estaba abierta, y la señora Waddle entró saludando
alegremente: «Buenos días».
Pasados los sorprendidos aunque acogedores saludos, la señora explicó el motivo de la visita.
—¡Santo Dios! —exclamó la señora Hythe, maciza y muy sonrosada—. Iré a buscar papel y
cosas, aunque sólo Dios sabe cuándo se usaron por última vez.
—Guildford, ¿eh? —dijo Thad Hythe, que era alto y delgado—. Siéntate un rato, tieta. Y usted,
señora.
Petra se sentó sonriéndole a la señora Waddle. —¿Todo el pueblo está emparentado con
usted? La mujer se rió.
—No exactamente, querida. Thad es el hijo de mi prima Megsy, pero supongo que eso cuenta.
Speenhurst era una comunidad muy unida, de amistades y familiares, y Petra les envidió, pero
luego pensó en lo pobres que parecían ser la mayoría. Pobres, pero no quejicas, y sí que parecían
tener casas pasables y suficiente comida, aunque todo muy sencillo. La felicidad y la seguridad
viene en muchas formas.
Volvió la señora Hythe con dos hojas de papel barato, unas cuantas plumas y un tintero
pequeño.
—La tinta está seca —dijo—, pero un poco de agua lo arreglará. Ella examinó una pluma, pidió
un cuchillo afilado y reparó la punta. Cuando estuvo lista la tinta, la mojó y entonces se le ocurrió
preguntar:
—¿Qué día y fecha es hoy? —Viernes, señora. Veinte de julio.
Escribió eso como encabezamiento, tratando de decidir qué decir. La tinta estaba aguada y el
papel era tosco, así que iba a escribir con una lamentable letra, pero lo importante eran las
palabras. Debía evitar las cariñosas, pero no quería que fuera un mensaje frío. Escribió:

A mi admirado protector.

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No encontró muy satisfactorio eso, pero tendría que servir.

Sé que debes de estar preocupado, lo que es mala recompensa por tu amabilidad,


pero por favor, sabe que estoy bien y con personas amigas. Espero que tú también.

Y debía añadir lo otro:

Te prometo que cumpliré mi palabra. Si estoy necesitada o en situación apurada, te


escribiré para pedirte ayuda, así que si no recibes nada de mí sabrás que estoy bien.
Adiós, amigo mío. Bailarás más alegremente por la vida sin una piedrecilla en tu
zapato.

—Ya está, ved —dijo la señora Waddle con orgullo—, ¿no se ve bonito eso?
Petra levantó la vista y vio que los demás estaban mirando como si ella hubiera realizado una
extraordinaria hazaña. Mientras doblaba el papel decidió que algún día le enviaría a la amable
señora una misiva con buena caligrafía sobre papel grueso y liso. Ella no podría leerla, pero sabía
que le encantaría.
—Tengo un poco de lacre —dijo el señor Hyde con orgullo, poniéndolo delante y encendiendo
una vela.
Derritió el lacre dejándolo caer sobre la juntura del papel doblado, y Petra lo aplastó con el
mango del cuchillo que había dejado en la mesa. Para marcar un sello, lo presionó con el dedo,
recordando el anillo de sello de Robin. Pero ese había sido la prueba de una mentira, de que él le
había mentido acerca de su identidad.
Giró la carta, mojó la pluma y escribió:

Para Don Robin Bonchurch.


A la atención del Capitán Rose
Black Swan Inn
Stowting, Kent.

Se levantó y les dio las gracias.


—Encontraré la manera de enviarla más adelante en el camino. El señor Hythe había estado
pensando.
—Guildford, ¿eh? Entonces le conviene la Carretera de Maidstone a Guildford. Esa es una
buena carretera y pasa justo al norte de aquí.
—¿Hay diligencias? —preguntó ella. Sabía que no podría caminar otro día completo—. ¿Que
costaría un asiento en una diligencia?
—Eso le saldría caro, señorita, pero puede viajar más barato en carromato.
—¿Carromato?

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8° de la Serie Los Malloren

—Van muchos por la carretera de Guildford, llevando mercancías, ¿sabe? Viajan lento, no son
más rápidos que ir a pie, pero son baratos. Y protegerá sus suelas —añadió riendo, y ella no
entendió la última palabra.
—Las suelas de sus zapatos, querida —dijo la señora Waddle—. Y su alma eterna6. Supongo que
es diferente cuando el inglés no es su lengua nativa.
—Sí —dijo Petra sonriendo, pero nuevamente sus pensamientos volvieron a Robin. ¿Cómo fue?
Dando patadas al aire.
Se obligó a pensar en el viaje. Deseaba viajar lo más rápido posible, pero si agotaba su dinero se
encontraría en una situación desesperada si lord Rothgar la rechazaba, o si ella decidía que era
más prudente huir. Unos pocos días extras no le harían ningún daño.
—Creo que me gustaría viajar en carromato —dijo.
—Entonces podemos dejarla encaminada —dijo el señor Hythe—. Alice irá a visitar a su
hermana, que vive cerca de Micklebury. Y eso casi está en la carretera de Maidstone a Guildford.
Además —añadió, encantado por ser el guía—, ella podría echar su carta en el correo de ahí.
Petra se lo agradeció efusivamente.
—¿Cuánto costará echar la carta? —Nada, si la envía a pagar en destino.
Petra lo pensó, dudosa, pero seguro que el «capitán Rose» pagaría esa carta. Era evidente que
no andaba escaso de dinero, mientras que ella sí.
Volvió a la casa para arreglar su equipaje; con la mejor mitad de una sábana desgastada hizo un
hatillo, poniendo la ropa que no llevaba puesta y el pan que le aceptó a la señora Waddle.
Después dejó una moneda de plata de seis peniques detrás de una olla, de forma que su anfitriona
no la encontrara muy pronto. Más adelante encontraría la manera de pagar de forma adecuada
esa asombrosa amabilidad; por el momento simplemente se despidió de ella con un fuerte abrazo
y salió a toda prisa en dirección a la Three Cocks.
La señora Hythe la estaba esperando en un vehículo pequeño de dos ruedas tirado por un
burro. Después de gritarle una despedida a su marido, puso en movimiento al animal. Y así Petra
comenzó, saltando, su segundo día de camino, dando las gracias por estar bien descansada, bien
comida y el tener un plan bastante claro para su viaje. Y, mejor aún, su apariencia estaba tan
cambiada que cualquier cazador que la buscara todavía fracasaría totalmente.

6
Sole: planta del pie y suela del zapato; soul: alma. Se pronuncian igual.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2233

Robin estaba tomando el desayuno sintiéndose inútil. El día anterior no había habido
ninguna buena noticia y no veía por qué iba a haber alguna ese día. Deseaba estar galopando por
el campo buscándola. Pero Petra se estaba esforzando en no ser descubierta y lo estaba
consiguiendo. Curiosamente, se sentía orgulloso de ella. Si sólo pudiera estar seguro de que
estaba sana y salva.
Thorn se sentó junto a su cama, a beber su té y mirar un mapa.
—Ojalá supiéramos su destino.
—Eso sería demasiado fácil.
—Esto no es un juego.
—No, por supuesto. ¿Es que yo hago que lo parezca...? Sí, probablemente sí. Petra me
regañaba por eso. Es mi manera de ser.
—Lo sé, lo sé —dijo Thorn, dejando a un lado el mapa—. Supongo que yo también estoy
preocupado por ella. Pero fue ella la que decidió marcharse, y sólo la conoces desde hace unos
días.
—A no ser que mi niñera me hubiera metido en la cuna de ella. Perdona. Frivolidades otra vez.
Algunos días son mucho más largos que otros, he descubierto. ¿Fui alguna vez el alegre conde de
Huntersdown que no conocía a Petra d'Averio?
—Ya estás otra vez.
—Soy un caso perdido.
Entró un lacayo con una carta. Thorn la abrió y dijo:
—Una buena noticia. El hombre que envié a Dover informa que un hombre que corresponde a
la descripción de Varzi siguió a tus hombres. Ellos tomaron la diligencia; él fue a caballo.
—O sea, que no ha ido a los alrededores de Folkestone. Muy bien, entonces. Sigámoslo a
Londres. El mayor peligro para Petra procede de Varzi. Si logro detenerlo, la situación de ella habrá
mejorado, y tu gente puede continuar la búsqueda por aquí.
—En realidad esa es una idea excelente y sorprendentemente cuerda. Si el doctor la aprueba.
Robin se tragó su opinión sobre el médico.
—En todo caso, es posible que ella vaya a Londres, a pedirle ayuda a Teresa Cornelys. Eso
podría ser desastroso. La mujer la vendería por unas pocas monedas de plata.
—De oro, Robin, de oro —dijo Thorn, y salió a ordenar que le metieran prisa al médico.
El doctor Brown arrugó el ceño al llegar, pero cuando aceptó ponerle puntos y permitió el viaje,
Robin comprendió que la herida estaba curando bien. Tal vez el hombre incluso masculló algo
sobre la sana carne joven, moviendo la cabeza.
Así pues, no tardó en ir cojeando en dirección al coche, con la ayuda de un lacayo y un sólido
bastón. Sabía que Thorn insistiría en un viaje lento y con paradas para protegerle la pierna, pero
por lo menos ya no estaba en la maldita cama y llegarían a Londres al atardecer.
—Londres —dijo, cuando el coche se puso en marcha—, y algo útil que hacer.

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8° de la Serie Los Malloren

Petra se despidió de Alice Hythe y echó a caminar hacia el norte. Eran sólo unas pocas millas
hasta Maidstone, y se sentía agradablemente anónima con su ropa raída. En todo caso, dudaba de
que alguien la anduviera buscando por esa zona tan distante.
Habiendo oído toda su vida que los hombres son peligrosos y que una mujer caminando sola es
indecente, la ponía nerviosa ir a pie por ese camino público. Pero la mayoría de los hombres se
mostraban simplemente educados y los pocos que la miraban con una sonrisa demasiado ancha o
incluso le hacían sugerencias lascivas, no insistían cuando ella continuaba su camino. Tal vez se
debía simplemente a que la gente del campo estaba ocupada. La ociosidad es el jardín del
demonio, como decían. O tal vez su ropa raída ocultaba sus atractivos. Eso sería un cambio muy
placentero.
Cuando llegó a Maidstone se encontró con un mercadillo en la calle, así que se dio una vuelta
con la esperanza de encontrar comida barata. Pero cuando vio un puesto con ropa usada, se
detuvo a mirar la mercancía. Por dos peniques marrones compró un aporreado sombrero de paja
de ala ancha. Le serviría para protegerse del sol, pero también le recordó agradablemente a la
señora Waddle.
—¿Es galesa, pues? —le preguntó el hombre.
Ella dijo que sí, y él asintió complacido.
—Eso pensé.
Muy bien. Si alguien le preguntaba de dónde era, diría de Gales. Por desgracia su conocimiento
de Gales era casi inexistente, pero le parecía que Monmouth estaba ahí, relacionado con el trágico
duque de Monmouth, el hijo bastardo de Carlos segundo. Era de esperar que eso colara.
Pasó un hombre con una bandeja sobre la cabeza, gritando «¡Empanadas calientes!» Le compró
una y se sentó en un muro bajo a comérsela. Estaba deliciosa, rellena con patata, carne y una salsa
exquisita y espesa. Con unas cuantas ciruelas y agua de la fuente de la ciudad, le pareció que había
comido bien. Ansiaba café, pero eso sólo la llevaba a pensar en Robin, así que cerró esa puerta en
su mente.
Exploró otro poco el mercado y descubrió que su pobre aspecto, pero limpio, y la mención de
Gales la hacía aceptable y corriente. Se dio el gusto de comprar un bollo con pasas, otras cuantas
ciruelas para llevar y un trozo de queso seco que le durara. Estaba ahí muy satisfecha cuando oyó:
«Mujer con un vestido verde floreado debajo de una capa roja. Extranjera. Se ha vuelto loca...»
Miró disimuladamente por debajo del ala del sombrero de paja y vio a un joven de chaqueta y
calzas marrones caminando hacia otro puesto para hacer preguntas. ¿Robin no renunciaría jamás?
Lamentó que estuviera tan preocupado y rogó que aceptara el mensaje que le enviaba en su carta.
Sintiéndose segura con su disfraz, decidió que era mejor no intentar alejarse. El chico que la
buscaba se giró hacia donde estaba ella, mirando, y su mirada pasó por ella y continuó su
recorrido. Estaba segura. Con un gesto despreocupado, se dio media vuelta y echó a caminar, con
la intención de ir a buscar el lugar donde pudiera comprar un asiento en un carromato.
Todo fue fácil y aún no había transcurrido una hora cuando subió por la parte de atrás de una
enorme carreta toda cubierta por una lona tensada sobre arcos metálicos. Estaba totalmente llena
de cajas y sacos, pero en los lados de atrás había bancos, que daban cabida a unas diez personas.
Al subir saludó a una joven acompañada por dos niños pequeños, una pareja de ancianos y a un

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marinero con pata de palo. Comprendió que el viaje en carromato lo hacían principalmente
personas que no podían caminar; era de esperar que ella no llamara la atención.
Pero nadie pareció sorprendido al verla, y cuando le preguntaron el nombre, dijo el apellido
Monmouth. Al parecer aceptaron que era galesa. El equipo de ocho caballos enormes inició su
lenta marcha; ya estaba en camino. Al poco rato de salir de la ciudad vio pasar a caballo el joven
buscador de Robin, que echó una somera mirada al carromato y continuó su camino para ir a
hacer preguntas al próximo pueblo. Ya no importaba; Petra d'Averio, la del vestido verde y la capa
roja, había desaparecido totalmente.

Cuando llegaron a Londres Robín se fue a la casa de Thorn, no a la suya, porque sabía que Varzi
podría estar observando Hastings Street. Thorn envió a uno de sus lacayos a esa casa a enterarse
de noticias; cuando volvió, ellos estaban tomando una cena tardía.
—Su mozo y su ayuda de cámara se marcharon tal como les ordenó, milord —le dijo a Robin—.
Un par de personas llamaron por la puerta de atrás, y podrían ser sospechosas, pero también
podría ser cierto que buscaban trabajo o deseaban preguntar una dirección, como aseguraron.
—¿No había nadie al acecho? —preguntó Thorn. —No que yo viera, excelencia.
Después que el lacayo salió, Thorn dijo:
—Me parece que encontrar a Varzi va a ser tanto o más difícil que encontrar a tu Petra. —Al ver
la mirada furiosa de Robin, levantó una mano—: ¡Paz!
—Necesito una buena pelea.
—Aún te estás recuperando de la última.
—Sí, maldita sea, deseo pelear con Varzi, pero es un hombre viejo.
Durante el viaje habían reflexionado acerca de qué hacer con aquel villano, sin llegar a ninguna
conclusión buena. Ninguno de los dos soportaba la idea de un asesinato a sangre fría, pero si Petra
tenía razón, nada que no fuera la muerte le impediría al hombre llevar a cabo su cometido.
—Recuerdo que ante Petra alardeé de que en Inglaterra podría resolver el asunto de Varzi,
pero ahora...
—La dificultad está en encontrarlo. Cuando lo encontremos, lo resolverás.
Robin enterró el cuchillo en su pieza de pollo asado.
—No me trates con ese tono de superioridad. —Pasado un momento, dijo—: ¿Sabes? Le
estamos siguiendo el juego. Ahora no tengo ninguna necesidad de estar escondido. El conde de
Huntersdown puede salir impune de haber desembarcado ilegalmente, y si es necesario puedo
proteger a los contrabandistas. Puedo acusar a Varzi de complicidad en el ataque contra mi
persona —añadió, entusiasmado—. En realidad, no veo por qué no podría poner un anuncio.
—¿Un anuncio de qué?
—Para encontrar a Varzi. Ofrezco una recompensa a la persona que diga algo sobre el paradero
de un hombre de las características de Varzi, etcétera, etcétera.
—¿Basándote en qué?
—Complicidad en el ataque, como he dicho. Si lo cojo, puedo llevarlo ante el tribunal por atacar
a un par del reino. Nefasto.

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—Córcholis, demuestras tener profundidades terroríficas. Supongo que simplemente se envía


el anuncio a los diarios. Overstone tiene que saber sobre eso.
El rollizo y soso, aunque extraordinariamente eficiente secretario de Thorn en la ciudad, sí lo
sabía. No mostró ninguna reacción a sus órdenes, pero dijo:
—Con su perdón, excelencia, sugiero que si no desea atraer la atención a esta casa ni involucrar
a lord Huntersdown, ¿tal vez convendría decir que las respuestas se envíen a una tercera persona
discreta?
—Overstone, eres un tesoro. Encárgate de eso. Sé bueno.
Esa noche Robin se acostó temprano y no tardó en dormirse. Eso podía deberse al
agotamiento, pero también era probable que se debiera a que por fin pensaba que estaba
haciendo algo para mantener segura a Petra.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2244

La mañana del sábado Petra despertó en una habitación común de una posada que estaba
cerca de un lugar llamado Sevenoaks. La alivió sentir que no le habían picado las pulgas, porque
había descubierto el lado desagradable de esa forma de viajar. Esa noche había compartido
habitación con los otros cuatro pasajeros del carromato, cada uno en un estrecho colchón en el
suelo. Había un bebé que se despertó dos veces, y el anciano roncaba. De todos modos, había
dormido bastante bien.
Tomó un desayuno sencillo con los demás y luego subió con ellos al carromato, y comenzó su
segundo día de viaje. No llegaría a Guildford ese día, pero sí el domingo. Empezó a llover, lo que
demostraba que Inglaterra no era siempre idílica, pero dentro del carromato estaba seca y segura,
y lo agradeció.
Robin ya habría recibido su mensaje, supuso, así que podía dejar de preocuparse por él.
Aunque eso no lo consiguió del todo, se las arregló para no pensar en él por lo menos parte del
tiempo.

Robin despertó angustiado por el vago recuerdo de un sueño en el que trataba inútilmente de
abrirse paso por en medio de unos bailarines disfrazados con máscaras venecianas para llegar
hasta Petra, que estaba gritando pidiendo auxilio. Estar buscando a Varzi no lo tranquilizaba, pues
todavía no había ni rastro del hombre, y no tardaría en llegar su médico a examinarle la herida.
Todos sus sentidos le decían que se le estaba curando bien, pero seguía brotándole un sudor frío
cuando recordaba los sufrimientos de su padre.
Se bajó de la cama para poner a prueba la pierna otra vez; le dolía y sentía los tirones de los
puntos, pero podía caminar pasablemente bien con el bastón. Tenía que estar bien, pero cuando
anunciaron al doctor Wright, se le aceleró el corazón. Wright era su médico de cabecera de
Londres y sabía la historia. Lo miró con expresión seria y desaprobadora.
«No puedo vivir envuelto en franelas», deseó protestar él mientras el médico le quitaba la
venda, pero era consciente de que hay una gran diferencia entre estar envuelto en franelas y
combatir a espada.
Se sentó para mirar, e intentó convencerse de que el feo corte con puntos estaba bien. Pero no
estuvo seguro hasta que Wright musitó:
—Está mejor de lo que se merece, señor.
—¿Tal vez francamente bien?
El médico lo miró severo pero luego se relajó y sonrió:
—Muy bien, milord, pero ha tenido mucha suerte. Usted mejor que nadie debería saber...
—Sé que la vida es arriesgada y que bien podría disfrutarla.
El doctor exhaló un suspiro, le puso la venda, le dio la estricta orden de que se tomara las cosas
con calma y lo llamara ante el primer signo de mayor dolor o de fiebre. Habiendo diluido así su
opinión optimista, se marchó.

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Robin decidió tomar el punto de vista positivo y celebrarlo, bajando la escalera cojeando, para
tomar el desayuno abajo. Thorn se mostró igualmente encantado por la evaluación del médico, y
comieron con cierta alegría al tiempo que miraban los periódicos. Encontraron el anuncio, que
indicaba que las respuestas debían enviarse a un bufete de abogados que nunca había estado
conectado con él ni con el duque de Ithorne.
—No veo la hora de tener a Varzi encerrado por asalto por robar en la carretera.
—No colará —dijo Thorn.
—Yo lo haré colar por un tiempo, y ya se me ocurrirá otro motivo para mantenerlo preso. ¿Por
qué no hemos sabido nada de Christian acerca de si se han presentado italianos en Richmond
Lodge?
—Porque no se ha parado todo el mundo para atender a tus asuntos. ¡Come!
Robin cogió su taza de café con leche y bebió.
—¿No hay noticias de la búsqueda en las rutas de diligencias?
—Ninguna. El café no alimenta.
Robin cogió un panecillo y le puso mantequilla.
—Da la impresión de que no ha viajado en diligencia, pero...
—Si hubiera muerto —dijo Thorn amablemente—, alguien habría encontrado su cadáver.
—Tal vez.
—Simplemente ha desaparecido con mucha eficiencia. Tal vez tiene experiencia en esas cosas.
Robin habría deseado discutir eso, pero ya le había pasado la misma idea por la cabeza. Petra
se escabulló para escapar de lady Sodworth sin el menor escrúpulo. Tal vez había encontrado otro
protector. Tal vez se estaba comportando con este igual que con él en Montreuil y en el Courlis. Al
fin y al cabo no era virgen, y ¿cómo podría evadirse sin ayuda una dama extranjera de buenas
cuna y crianza?
—Dudo que haya sido monja alguna vez —dijo—. Fíjate cómo dejó tranquilamente su rosario y
su crucifijo. Tal vez pensó que eso me divertiría.
Thorn, prudentemente, ni intentó contestar.
—Sabe usar las garras, pistolas, espadas...
—¿Las garras?
Robin casi se rascó las costras de los arañazos en el hombro.
—Hirió al hombre de Varzi en una parte inconcebible.
—Creía que eso te produjo cierta satisfacción.
Robin bebió otro trago de café sin saborearlo.
—Seguro que se desprendió de la capa a sólo unos cien pasos de la granja y poco después se
libró del vestido.
—¿Para continuar desnuda?
—Muy probable. No, pero encontraría otra cosa con bastante facilidad. Al fin y al cabo no soy el
primer protector al que ha utilizado y abandonado.
—¿Lady Sodworth? ¿Esa arpía insoportable con voz de pavo chillón?
—Un compromiso es un compromiso.

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—El cual, según tú, la mujer Sodworth infringió de muchas maneras.


Robin golpeó la mesa.
—¡Si pudiera saber de cierto qué diablo se proponía, podría quitármela de la cabeza!
—Puesto que no lo sabes, quítatela de la cabeza de todos modos.
Dado que Thorn no esperaba que él aceptara eso, dijo, por pura perversidad:
—Excelente consejo. Esta noche ofreceré una juerga, para jugar a las cartas.
—¿Aquí? ¿Mi casa está en alquiler, entonces?
—Noo, en mi casa. Ya es hora de que me vaya a casa. No soy yo el fugitivo, después de todo.
Thorn se echó hacia atrás con los labios fruncidos.
—Supongo que Varzi, ¿te acuerdas de Varzi?, no te va a secuestrar para sonsacarte con tortura
el paradero de la díscola contessina.
—Ojalá lo intentara.
—¡Córcholis, estás loco! Pero si van a ser así las cosas, exijo devolución de la hospitalidad.
Quiero estar presente en la matanza.
—Hecho. Sólo para asegurarme, informaré a los periódicos de mi fiesta. ¿Cómo? Ah, sí. —
Chasqueó los dedos y Coquette llegó danzando para recibir un bocadito—. Sin duda a todo el
mundo le divertirá saber que he adquirido esta perrita.

Petra se acercaba al final de su segundo día en el carromato aburrida y presa de muchas dudas.
En Milán, con la cabeza llena de los interesantes recuerdos que tenía su madre de su amante, y
acicateada por un verdadero miedo, le había parecido lógico tratar de encontrar a su padre inglés.
Pero ahora, con ese interminable tiempo para pensar, se acrecentaban en su mente todos los
aspectos negativos.
¿Por qué un hombre habría de recordar una impetuosa aventura amorosa durante un loco
festival de Venecia ocurrida veintidós años atrás? En los recuerdos de su madre había sido un
acontecimiento único, pero para ese alegre joven la traviesa condesa di Baldino habría sido
solamente una diversión pasajera.
Tal vez por aquél entonces él era muy similar a Robin Bonchurch. ¿Se habría sentido
consternado por la impetuosa relación sexual? ¿Se habría mostrado cortés después, con el fin de
ocultar la verdad? Cuando recordaba a Robin después del desastre en el barco, no podía evitar ver
sólo amabilidad y cortesía, por obligación. La andaba buscando movido por esa misma obligación,
por nada más.
Comprendía perfectamente su actitud, porque a ella la educaron con ese mismo código. Hay
personas con las cuales uno se casa y personas con las que no, y el matrimonio debe servir a la
familia, no se contrae por gusto personal.
¡Otra vez estaba pensando en Robin! Desvió sus pensamientos a lord Rothgar. Si él recordaba
su aventura, y aun si la recordaba con afecto, ¿por qué iba a creer que ella era su hija? Oculta en el
lomo de su devocionario traía una breve carta de su madre en que lo atestiguaba, pero ¿lo
impresionaría eso? Enseñarle ese dibujo de su ojo no conseguiría nada. Su madre siempre le decía

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que se parecía a él, pero las similitudes entre una chica y un hombre maduro no serían tan
marcadas. ¿Tenía alguna prueba de peso que ofrecer?
No. Incluso le vino la duda de si su madre le había dicho la verdad. No creía que le hubiera
mentido, pero ¿no podría haber comenzado a fabular, con el tiempo? Además, ¿él habría sido el
único amante que tuvo, habiendo sido tan desgraciada en su matrimonio, o habría tenido más?
Después de todo, su mejor amiga era Teresa Imer, que nunca había sido muy respetable.
¿Podría una mujer cambiar la verdad a lo largo del tiempo para adecuarla a sus ideas
románticas o a una conciencia culpable?
Cuando pararon en Dorking para pasar la noche, encontró insoportablemente atiborrada y
ruidosa la habitación común, por lo que después de la cena salió en busca de un poco de paz. No
le resultó fácil encontrar paz en el patio, pues la White Horse era una posada de posta con mucho
ajetreo, así que salió al camino para dar una vuelta, y poder lidiar con su futuro.
Esos días había aprendido muchísimo acerca de sí misma, entre otras cosas que le gustaba estar
en compañía pero que según cual fuera la compañía prefería la soledad. Sería horroroso no tener
elección. Si su padre la rechazaba tendría que buscar empleo. Si tenía suerte podría encontrar un
puesto como acompañante de alguna dama, pero la dama podría ser similar a lady Sodworth.
Seguro que la colgarían por asesinato antes que acabara el año.
Sobreviviría en un convento, pero ya sabía que Robin le había dicho la verdad. Ahí no había
monasterios ni conventos, y los ingleses recelaban de los papistas, como llamaban a los católicos.
Decía sus oraciones en silencio y jamás se santiguaba.
No le tenía miedo a los trabajos domésticos, pero no estaba educada para nada de eso, aparte
de ofrecer los cuidados elementales a los pobres.
Siempre estaba Robin, y ella le había prometido pedirle ayuda si la necesitaba, pero no sabía
qué podía esperar de él ni qué podría soportar ella. De ninguna manera podía ser su puta, pero
sería casi igual de insoportable estar en su órbita sin tenerlo a él.
Vio que las sombras comenzaban a alargarse, así que se volvió en dirección a la posada. Le
vinieron a la cabeza las palabras del salmo «Si ambulem in medio umbrae mortis, non timebo
mala». Aun si voy por valles tenebrosos no temo peligro alguno.
Tuvo que apartarse a toda prisa para que no la atropellara una veloz diligencia que entró en el
patio de la posada, y el peligroso momento la hizo reír. Había motivos prácticos para temer
caminar por lugares oscuros. Entró en el patio y se quedó a mirar desembarcar a los pasajeros y
sus equipajes y luego cargar otros. Todas personas con una finalidad en su vida.
Se acercó a un mozo a preguntarle qué diligencia era esa.
—Vamos, es la Guildford Flyer, señorita, y con Mighty Mike Cockcroft en el pescante. Estará ahí
antes de dos horas esta noche, seguro.
«Cock». Miró el polvoriento y cargado coche y luego al hombre bajo y macizo que estaba
bebiendo una enorme jarra de cerveza y coqueteando con una adorable criada. ¿Dos horas hasta
Guildford?
—¿Estoy a tiempo para comprar un asiento en ella? —preguntó al mozo.
—¿No viene usted en el carromato?
—Sí, pero tengo algo de dinero.
—Lo preguntaré, pero tendrá que darse prisa, señorita. Mighty Mike no espera a nadie.

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Petra entró corriendo en la posada, subió veloz hasta el dormitorio, cogió su hatillo y dio una
breve explicación a sus compañeros de viaje. Bajó corriendo y encontró al cochero sentado en el
pescante con las riendas en la mano.
—Puede ir arriba por un chelín —le dijo el mozo—. Rápido. Puede pagárselo al llegar a su
destino.
Petra subió la escala y logró meterse entre dos hombres. Al instante el coche se sacudió y se
puso en marcha, y la alegró estar sentada bien apretada por ambos lados. La Flyer salió a la
carretera de Guildford y cogió velocidad, y el mozo que iba sentado en el pescante tocó una larga
nota en su cuerno para celebrarlo. Ella se cogió de la manga del hombre que iba a su derecha. A él
no pareció importarle.
«Petra, Petra, piensa en lo que ocurrió la última vez que actuaste por impulso», protestó su
conciencia.
«Escapé —contestó—. Si hubiera continuado con lady Sodworth ya estaría de vuelta en Milán,
o tal vez muerta por intentar escapar.»
Y el gallo era su símbolo de la buena suerte.
Sobre la torre del reloj vio una veleta con la forma de un gallo apuntando hacia el oeste.
«Sigue al gallo», pensó.
Recordó la frase de una rima infantil: «Ride a cock horse to Banbury Cross» [Cabalga un caballo
macho hasta Banbury Cross].
Fuera lo que fuera ese lugar, si todo lo demás fracasaba iría ahí a probar suerte.

Robin había olvidado que volver a su casa significaría volver a sus deberes, pero su secretario
Trevelyan, no bien terminó de expresarle su alegría por su buena salud, comenzó a hablarle de la
correspondencia y de documentos que debía firmar, como también de algo que debía leer acerca
de la situación entre Austria y Prusia.
Austria gobierna Milán, pensó él al instante, pero desechó el pensamiento. Continuaría su
búsqueda de Varzi, pero no perdería más tiempo pensando en Petra. Ella había hecho su elección;
él, en cambio, no tenía elección. Trevelyan podía ser tan exigente como un preceptor, tal vez
porque había sido su preceptor, pero también porque siempre tenía la razón.
Después de atender los asuntos más urgentes, no logró resistirse a un impulso.
—Si llega algo en que se hable de Italia deseo verlo —dijo. Trevelyan estaba sentado a una
mesa cercana, presionando con suma precisión su sello en las cartas que ya estaban listas.
—¿Italia, señor?
—Italia. Ese país largo que parece una bota, ¿sabes?
—Sí, señor.
Condenación. Nunca se había rebajado a ser sarcástico, y era probable que Trevelyan estuviera
enterado de algunas de sus ridículas aventuras. El hombre seguía considerando su deber
mantenerse informado de todos sus asuntos. ¿Ya habían acabado lo de la correspondencia?
Trevelyan se levantó y le llevó una carta que él aún no había visto, con el sello sin romper. Una
mirada le bastó para ver que era de su madre.

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—¿Por qué no me diste esta primero?


El secretario estaba mirando fijamente la pared de enfrente, y tenía algo sonrosada la cara.
—Esto... Me tomé la libertad de informar a la condesa de su herida, milord.
Robin sintió una ira muy excepcional.
—¡Maldito tu negro corazón! Es una simple herida superficial, pero sabes cómo se preocupará
ella. Debería despedirte ahora mismo.
Trevelyan palideció, del color rosa pasó al blanco.
—Su señoría me pidió particularmente que la informara de cualquier herida, señor.
Y un hombre no podía hacer caso omiso de su madre, pensó Robin.
—Ah, vete —gruñó, rompió el sello y desdobló el grueso papel; ella estaría enferma de
preocupación—. Córcholis —masculló y enseguida gritó—: ¡Trevelyan, vuelve aquí!
El hombre volvió de inmediato, alarmado, aunque de diferente manera.
—Mi madre llega mañana. Viajará en domingo incluso. Dile a la señora Dunscape que prepare
sus aposentos y... eh, bueno, haz lo que sea necesario.
—Sí, señor, mis disculpas, señor.
—Vamos, infierno. Si yo estuviera muy mal ella desearía estar aquí, y supongo que estará
encantada al verme bien.
Esperó hasta que salió el secretario y entonces se levantó y comenzó a pasearse por el
despacho, pero el dolor en la pierna lo obligó a detenerse. Sonó un golpe en la puerta; era el
pinche de cocina, iba muy limpito, pues acababa de ser elevado al rango de cuidador de Coquette.
El chico dejó a la perra en el suelo y ella corrió hacia su amo con su habitual y entusiasta
adoración.
—Tú otra vez, no —masculló él, pero la cogió—. Petra tenía razón. Soy un monstruo sin
corazón, ¿verdad? ¿Quién goza de tanto cariño que pueda arrojar lejos un poco?
Sabía que el pecado de la perra era que le recordaba a Petra. Sólo hacía una semana que tenía
a Coquette cuando se encontró con la hermana Immaculata, y después habían compartido unas
extraordinarias aventuras los tres. Se acordó de enviar al niño a hacer sus otros deberes y fue a
sentarse a su escritorio, dejando a la perra encima, algo que al parecer a ella le encantaba.
—Perrita y Petra —dijo, levantándole la cabeza como si en sus brillantes ojos pudiera ver una
respuesta inteligente—. ¿Es ella, a diferencia de ti, una perra infiel?
La perra ladeó la cabeza como si lo estuviera pensando, pero no ofreció ninguna respuesta
sabia.
—Por fin vas a ser útil, mi pequeña nada. Si hay suerte, avisarás al signor Varzi de mi presencia
en Londres, y él saldrá de su escondite. Entonces nos vengaremos de su crueldad contigo.

Petra sí llegó a Guildford en menos de dos horas y le pagó su chelín a Mighty Mike Cockcroft.
—¿Qué va a hacer ahora? —le preguntó él, con su voz bronca. Petra titubeó. El hombre parecía
una roca erosionada por la intemperie, pero tenía una expresión amable en los ojos.
—Buscar una cama aquí, señor, y mañana continuar mi viaje.

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—No de vuelta a Maidstone, supongo.


No tenía ningún sentido continuar ocultándolo.
—No. A Farnham.
—Hay una diligencia lenta a Farnham. El posadero, Shamleigh, la pondrá al tanto, pero mañana
no viaja, hija, es domingo.
Dicho eso se tocó el ala del enorme sombrero y se alejó.
Petra no tuvo ningún problema para conseguir una cama en otra habitación común, pero
estaba tremendamente desanimada. Estaría clavada ahí hasta el lunes, por lo tanto, había
malgastado su chelín, y ya estaba desesperada por saber qué suerte tendría con su padre, para
poder hacer algún tipo de plan.
En la habitación sólo había otras dos personas, una mujer de edad madura que viajaba con una
hija algo retardada. La mujer entabló conversación y ella se la siguió algo distraída.
—Parece preocupada, querida —le dijo la señora Muller.
Irónica, Petra adaptó un viejo cuento:
—Mi madre está enferma cerca de Farnham y yo he venido a toda prisa para estar a su lado,
pero como mañana es domingo, estaré todo el día clavada aquí.
—Pero yo creí que era galesa, querida.
Petra inventó rápido.
—Mi padre era gales. Cuando murió, mi madre se vino aquí para cuidar de su madre, pero yo
seguí allá en mi ocupación. Cerca de Monmouth.
Eso pareció satisfacer a la mujer.
—Nadie la encontrará en falta por viajar en domingo por esa causa, querida, pero tendrá que
ser en el poni de san Fernando. —Debió reflejársele la perplejidad en la cara, porque la mujer le
explicó —: Andando, querida, a pie. Sólo está a poco más de diez millas, y es muy posible que
alguien se ofrezca a llevarla en coche o carreta; hay muchas personas que van a la iglesia y a visitar
a su familia.
Animada, Petra se acostó a dormir, resuelta a caminar las diez millas y terminar su viaje al día
siguiente.

Robin no esperaba tener mucha asistencia en julio, estando en Londres, pero muy pronto se le
llenó la casa. Los que estaban en la ciudad avisaron a otros cuyas residencias en el campo estaban
cerca. Todos deseaban conocer los detalles de su duelo con un bandolero a plena luz del día.
Algunos hombres trajeron a mujeres hermosas de naturaleza complaciente, y todas parecían
deseosas de complacerlo a él. Alarmado por su extraña falta de entusiasmo, él aprovechó la herida
de su pierna para disculparse. Pero eso no las desalentó y algunas comenzaron a hacerle bromas
acerca de dónde tenía en realidad la herida.
Agradeció la aparición de un fornido caballero rubio de uniforme con espectaculares galones, y
la aprovechó para escapar.

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8° de la Serie Los Malloren

—¡Christian! —exclamó con verdadero entusiasmo, pero sin levantarse de su sillón. La pierna lo
estaba haciendo pasar un infierno—. ¿Qué noticias hay de la corte, amigo mío? Condenación, eso
parece una frase de Shakespeare.
—No, lo sería si hubieras dicho: «Ese astuto y bellaco duende llamado Robin Goodfellow» —
dijo el comandante lord Grandiston—. ¿Cómo consiguió un frívolo como tú adquirir una herida?
—Pregunta más bien cómo alguien consiguió burlar mi guardia inaccesible. Tú nunca lo has
logrado.
Christian se rió.
—Muy bien. ¿Cómo?
—Era bastante bueno.
—¿Y está muerto?
—Sí, pero no me puedo atribuir el mérito. La historia apareció en los diarios.
—Jamás los leo. Cualquier cosa verdaderamente interesante es la comidilla en la corte. —Cogió
una copa de vino que le ofrecía un lacayo, y exclamó—: ¡Buen Dios, ¿qué es eso?!
Estaba mirando a Coquette, que había aparecido danzando para ser adorada.
—Pelusa —dijo Thorn, irónico—. Que alguien la barra.
—La princesa Coquette —dijo Robin—. Juro que le crecen las orejas con la admiración. Fue la
heroína del momento.
—¿Cómo? —preguntó Christian, incrédulo.
—Sobresaltó a mi contrincante en un momento crucial.
—Eso me lo creo.
Robin llamó a un lacayo que pasaba por allí para que lo ayudara a levantarse del sillón, y
después cogió su bastón.
—Busquemos un rincón tranquilo y te contaré la historia.
—¿Es posible encontrar un rincón tranquilo? —preguntó Christian, ya bombardeado por todos
lados con saludos y bromas por sus galones.
Les llevó tiempo salir del salón, pero este estaba a corta distancia de la sala de estar que
formaba parte de los aposentos del conde. Robin seguía considerándolos de su padre. Thorn los
acompañaba y, cómo no, Coquette. Una vez instalados, Robin le contó a su amigo la verdad de su
aventura en Kent.
Christian emitió un silbido.
—Eso sólo te pasa a ti, Robin. Sólo a ti.
—¿Por qué todos dicen eso? —dijo Robin, cogió a Coquette y la puso en su regazo—. Tú sí me
tomas en serio, ¿verdad, mi pequeña papillona?
—Esa perra te hace ver ridículo —dijo Thorn.
—No valoras el arte de la frivolidad.
—Gracias a Dios.
—Algún día, ser duque no te bastará para hechizar a las personas.

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—Críos —los regañó Christian—. Volvamos al asunto del momento. Robin, me escribiste
preguntando por si habían aparecido italianos en Richmond Lodge. La respuesta es ninguno en la
pasada semana.
—¿Nadie que se corresponda con las descripciones?
—No. Vivimos muy sosegados.
Robin combatió la idea de hacer la siguiente pregunta, porque era probable que la historia de
Petra fuera un montón de mentiras, pero perdió la batalla.
—¿Se te ocurre alguien de la corte que estuviera en Italia hace unos veintidós años? Si de
verdad era joven, ahora sería un hombre cercano a los cuarenta.
Christian lo pensó un momento.
—En Londres, la corte estaría llena de ellos. Casi todos los nobles visitaban Italia en su
juventud.
—¿Y de los funcionarios permanentes de la corte?
—No sabría decirlo así de pronto. He acabado mi turno de servicio en la corte, por cierto, pero
conozco a personas a las que podría preguntar.
—Gracias. Dudo que saquemos algo de eso. Se inventó la historia para divertirme. Yo pedí la
diversión —recordó, acariciando a Coquette—. Como siempre, ten cuidado con lo que pides.
—Buen consejo —dijo Christian, pero preguntó—: ¿Hay algún peligro de que aumente el Fondo
de Lady Fowler?
—¿Esa promesa idiota que hicimos? Córcholis, no —dijo Robin, deseando haber puesto en su
voz la medida correcta de divertida incredulidad.
Cuando salieron, él iba cojeando por el corredor, oyó a uno de ellos susurrar detrás suyo:
—¿Me aceptas la apuesta a que ese horrible Fondo va a ser mil guineas más rico antes que
acabe el año?
Tuvo que ser Christian, porque decididamente fue Thorn el que contestó:
—Hecho. Él jamás sería tan tonto.

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JO BEVERLEY
Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2255

Petra iba siguiendo el borde de una pequeña colina a cuyo alrededor se extendían campos
que formaban un mosaico de ocres, verdes y dorados. Los campos se veían muy prósperos y bien
cuidados y hasta ahí llegaban los repiques de campanas de muchas iglesias. Había observado que
al pasar por las aldeas algunas personas le deseaban los buenos días, pero muchas la miraban
recelosas, al ver en ella a una vagabunda.
¿Por qué no se le ocurrió eso? No lograría ni acercarse a un marqués vestida con la ropa
regalada por la señora Waddle. Como le dijera la anciana, necesitaba su ropa buena para
presentarse ante sus parientes.
Cuando llegó a Farnham entró en una pequeña posada y pidió pagar por una habitación, jabón
y agua. Le explicó a la desconfiada mujer que iba de camino a solicitar un puesto de trabajo y
necesitaba estar con su mejor apariencia. Por tres peniques consiguió una habitación pequeña,
palangana, un jarro lleno de agua, jabón y una toalla. Se desvistió hasta quedar sólo con la
camisola, se lavó y luego se puso la enagua crema y el vestido verde floreado. Esa ropa seguía
siendo sencilla pero era mucho más respetable. Se puso la cofia y encima el ancho sombrero de
paja, pensando que lo tiraría antes de solicitar su admisión en Rothgar Abbey.
¿Y cómo haría eso? Si se presentaba en la puerta principal la echarían, y si iba a la puerta de
servicio, ¿cómo explicaría su misión? Tal vez debería solicitar empleo, pero con eso, en el mejor de
los casos, sólo conseguiría que la llevaran a hablar con el ama de llaves. ¿Debía entonces rondar
sigilosa por fuera de la casa por si se le presentaba la ocasión de abordar al marqués? La echarían,
sin duda. Algunos criados ni siquiera veían jamás la parte de la casa de la familia. Lo único que
podía hacer era poner su fe en Dios y en su madre.
Se miró en el pequeño espejo con la esperanza de tener una apariencia que derribara las
barreras, pero vio que no. Su único consuelo fue la revaluación que vio en los ojos de la posadera.
Había pasado de ser una vagabunda a ser una campesina respetable, supuso.
Reanudó la marcha, ya sólo le faltaban unas dos millas para llegar a Rothgar Abbey. Pasó junto
a un poste de señalización: ALTON 10; ese era su camino. Y sonrió al ver los letreros clavados más
abajo, apuntando hacia el mismo camino: BENTLEY 5, CUCKOO'S CORNER 8.
«Cuckoo» se parecía a «cock». Esperaba que haber tomado ese camino fuera otro buen
presagio.

La mañana del domingo Robin no despertó con resaca por la bebida, pero, por lo que fuera,
sentía mal sabor de boca y la cabeza confusa. Sintió dar las diez a un reloj, deseó que apareciera
milagrosamente un vaso con agua y alguien lo incorporara para bebería, y luego volvió a dormirse.
Sintió una mano fresca en la frente, abrió los ojos y en el último instante logró cambiar
«¿Petra?» por:
—¿Mamá?
—¿Cómo has podido, granuja desconsiderado? —preguntó su madre, furiosa, en francés—. Me
han dicho que no ha venido ningún médico a verte aquí. ¿Cómo es posible?

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

Seguía vistiendo de negro, y ese color no le sentaba bien a su delicada piel y pelo castaño.
—Wright me examinó la pierna en casa de Thorn —explicó Robin en francés también,
intentando sentarse—. Estoy perfectamente bien.
—No intentes engañarme, a mí, que te parí y crié...
«Con la ayuda de unos veinte criados», pensó Robin.
—... y sufro terrores siempre que estás fuera de mi vista. —Gesticulaba con las manos igual que
Petra; ¿por qué nunca se había fijado en eso?—. Y ahora, ahora vas y te metes en un duelo.
¡Resultas herido! ¡Eres un hijo monstruosamente desagradecido!
Él consiguió cogerle la mano en uno de sus movimientos.
—Mi queridísima madre, mi herida es pequeña y se está curando bien. Estoy muy bien, aparte
de las consecuencias de la juerga de anoche.
Ella se quedó quieta, mirándolo con fieros ojos azules.
—¿Es cierto eso?
—Cierto.
No pensaría en Petra, ni en Powick cuando dijo que eran similares. No se parecían en nada.
Ella se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos por el alivio, y él le besó la mano
regordeta de uñas muy bien cuidadas.
—Casi despedí a Trevelyan por preocuparte. Debería haberlo despedido.
—Yo lo habría vuelto a contratar. Fui yo la que lo contraté, para empezar.
—Para que fuera mi preceptor, mamá. Creo que puedo despedir a mi secretario.
—No harías nada tan deshonroso. Él sólo me obedeció.
En ese momento no tenía sentido sugerir que los intereses de ella y los de él podían diferir a
veces.
—¿De verdad estás bien? —preguntó ella, enmarcándole la cara con las manos—. ¿No me
mientes?
—Por mi honor. Pero si has venido a atenderme, te agradecería que me trajeras un vaso de
agua.
Riendo ella se levantó y fue a sacar agua de la garrafa, una mujer bien redondeada con fuerza y
agilidad en sus movimientos. No, que él supiera, su madre nunca había manejado una espada ni
una pistola, pero estaba activa de la mañana a la noche gobernando su dominio, y era enérgica
para luchar por sus polluelos.
¿Qué haría cuando él cogiera las riendas, lo que debería hacer pronto, aunque sólo fuera para
poder respetarse a sí mismo?
Ella volvió con el agua, ya sonriente.
—Ma belle —dijo él, haciendo el gesto de brindar por ella.
Era un halago para divertirla, pero también cierto, o lo era cuando ella vestía con colores que le
sentaban bien. ¿Volvería a ponerse ropa de color alguna vez?
—¿Por qué no está Fontaine para atenderte en estas cosas como el agua?
—Lo envié de vacaciones.
—¿A Cheynings?

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

—Si lo sabes todo, ¿por qué preguntas?


—Pero es que no lo sé todo. No sé el «por qué».
—Es una historia larga, pero está bien. Powick está bien. —Para su coleto dijo: «Todos tus
criados y perros guardianes amorosamente elegidos están bien».
Como si eso hubiera sido una señal, Coquette salió de debajo de la sábana moviendo la cola.
—¿Qué es eso?
—Una perra papillon. Los has visto en la corte francesa.
—Entonces, ¿«por qué» esa perra? ¡Y metida en tu cama!
—Suplica con mucha eficiencia. Pero, para ser exactos —levantó las mantas para enseñar la
nueva cesta de Coquette, con su cojín de terciopelo rosa—, está en su cama en mi cama.
—Pero a ti te gustan los perros grandes. Has dicho que mis spaniels son frivolidades.
—He sido seducido.
Ella alargó la mano para tocarle la frente otra vez; él se la cogió y se la besó.
—Mi querida, queridísima madre, no tengo fiebre. Te lo contaré todo. —Casi todo—. Te
entretendré, te divertiré e incluso te fascinaré, porque todos los peligros han pasado y he
sobrevivido. Pero te ruego que antes me permitas levantarme, bañarme, vestirme y tomar el
desayuno. ¿Acabas de llegar, supongo?
—¿Habría tardado en venir a verte?
—Noo, seguro que no. Por lo tanto, agradecerás tener un tiempo para recuperarte del viaje.
—¿Ah, sí?
Él no dijo nada.
—Has cambiado —dijo ella, sobresaltándolo.
—Te aseguro que...
Ella lo silenció con un gesto.
—Sin la menor duda. ¿Una mujer?
Robin temió haberse ruborizado.
—¿Para casarte o por placer? —preguntó ella, ya toda seria—. No habrás hecho nada estúpido,
¿verdad?
Tragándose una respuesta nerviosa o confusa, él dijo:
—Te lo contaré todo cuando me haya bañado, afeitado y vestido.
Ella enderezó la espalda como si él la hubiera desafiado. Lo cual era cierto, comprendió él. Al no
verlo encogerse, le dijo:
—Muy bien. Te enviaré un criado. —Desde la puerta le lanzó un disparo de despedida—: Te he
dicho que deberías hacer poner un cordón para poder llamar desde aquí.
Cuando salió, Robin sintió la alarmante tentación de acurrucarse en la cama y cubrirse bien con
las mantas, como un niño, para esconderse. Coquette, siempre comprensiva de su estado de
ánimo, le lamió la mano. Él la acarició.
—No se va a sentir feliz. —Enseguida enmendó—. Nada va a afligir a mi madre, porque Petra
d'Averio es una aventurera mentirosa y es probable que nunca más vuelva a verla.

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8° de la Serie Los Malloren

Entró su ayuda de cámara temporal y lo envió a prepararle el baño; desde que tenía la herida
sólo se había lavado, pero ya estaba bien, así que se quitó la venda y se sumergió en el agua
caliente, y el recuerdo lo llevó de golpe a Montreuil.
Allí había estado en la bañera imaginándose a Petra tan cerca enjabonándose su hermoso
cuerpo. Fue tal la excitación que tuvo que aliviarse, pero aun así, una hora después cedió a la
rugiente y loca pasión.
Petra d'Averio. Había conocido a algunas de las mujeres más hermosas de su mundo, a algunas
de las más atractivas y ciertamente a algunas de las más expertas en el arte de la seducción, pero
con ella había sido una locura desde el principio. Ella lo atrapó a primera vista en el patio interior
de la Tete de Boeuf. No, no a primera vista; a la primera palabra: Maledizione. Había sido un aviso
para cualquiera que tuviera el entendimiento para darse cuenta.
El poder de ella chisporroteó en el coche y luego ardió en el patio de madame Goulart, con el
combustible extra del peligro. En Montreuil llameó descontrolado, pero llegó a su plenitud
incendiaria en el Courlis.
Ya se había marchado, pero no de su cabeza.
Petra en la casa del contrabandista desperezándose a la luz de la mañana; en el dormitorio de
los Gainer, limpiándole la herida con seria atención. ¿Una Hermana de Santa Verónica, consagrada
a auxiliar a los heridos en las calles?
Salió bruscamente de la bañera y soltó una maldición por el dolor que le produjo eso en el
muslo. El alarmado lacayo lo ayudó a llegar hasta una silla y se preparó para ayudarlo a vestirse.
Tenía cosas que hacer ese día, y la más difícil sería la conversación con su madre. Después de
ponerse la venda, se puso unas calzas sencillas, una camisa y un chaleco. Desechando la chaqueta
se puso encima la bata de seda azul reversible, como un pequeño toque de invalidez para
ablandarla.
Su madre tenía razón: había cambiado, tal vez debido a su roce con la muerte o tal vez, como
ella diera a entender, a causa de Petra. Fuera cual fuera la causa, era hora de poner a reposar el
espíritu de su padre y asumir toda la responsabilidad de su condado. Curiosamente, esperaba eso
con ilusión, pero no esperaba conseguirlo sin una batalla.
Se dirigió a los aposentos de su madre, trayecto no muy largo porque ella seguía ocupando los
contiguos a los del conde. Debería desocuparlos; tendría que desocuparlos cuando él se casara.
Matrimonio. A pesar del acuerdo, era probable que ella le tuviera preparada una lista, una lista
de damitas de buena eriaza, de buenos modales, de excelente familia y fortuna. Damitas educadas
para entender los usos de la alta sociedad y para saber ser discretas y pragmáticas en el
matrimonio. Entre ellas no estaría una monja italiana aventurera capaz de blandir una espada.
Su madre ya se había cambiado la ropa de viaje y estaba desayunando, pero frunció el ceño al
ver su cojera y el bastón.
—La herida está bien —la tranquilizó, besándole la mano y la mejilla—. Hubo un cierto daño en
el músculo y me lo estoy mimando. De verdad, mamá.
—Supongo que tendré que creerte —dijo ella—. No veo por qué has traído eso —añadió,
descargando su molestia en Coquette—. Es una ridiculez.
—Fue un medio para un fin —explicó él, y le contó la historia de la condesa renuente porque
sabía que ella lo aprobaría.
—Niño malo —le dijo, pero sonriente.

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«Qué agradable estar a la altura de las expectativas de alguien.»


—¿Puedo pedir que me traigan el desayuno aquí, mamá? Así podré contarte mis desventuras
mientras como.
—Por supuesto. Felice, encárgate de eso.
—Café solo —dijo él a la diminuta doncella, que llegó con su madre a Inglaterra treinta años
atrás—. Necesito una reanimación intensa.
La mujer sonrió, arrugando más su cara ya arrugada y haciendo una reverencia salió de la sala.
—Ahora bien —dijo su madre, paseándose inquieta—. ¿Quién es ella?
—¿Coquette? —preguntó él, entendiendo mal a posta—. No conozco sus antecedentes.
—¡La mujer que está metida en esto! Sé que hay una. Trevelyan dijo algo antes de ponerse
difícil.
—Mamá, de verdad tendré que despedirlo si lo conviertes en tu espía.
Ella se ruborizó, se le tiñeron las mejillas de un color rosa subido bastante bonito.
—¿Qué podrías querer ocultarme?
Él se limitó a acariciar a Coquette.
—¿Quién es, Robin? Una italiana, colijo.
—No sé por qué lo dices así. Significa que es católica.
—Lo que es un enorme problema en este país. Piensa en mí, que tuve que ver criarse a mis
hijos sin los sacramentos.
Él la miró escéptico. Su devoción por su religión era leve en su mejor aspecto.
—No conseguirás distraerme —ladró ella—. ¿Es tu amante? Eso no es gran cosa, una amante;
no veo ningún motivo para que me ocultes eso. Por eso te pregunto, ¿quién es? ¿Dónde está?
—No tengo ni idea —dijo él, contestando la última pregunta—. Eso al menos te hará feliz. Me
encontré con una dama en apuros y la ayudé. No querrías que fuera descortés.
—¡Fa! —Esa era su exclamación favorita—. Fue la causa de que te hirieran.
—La perseguían unos milaneses resueltos a llevarla de vuelta a Milán a servir a su amo. No te
gustaría que yo hubiera permitido eso. —Le pareció que ella no estaba de acuerdo—. Cruzamos el
Canal y llegamos a Inglaterra, pero uno de ellos nos dio alcance cerca de Folkestone. Combatimos
a espada y yo resulté herido, pero ahora me estoy recuperando bien.
—¿Y tu contrincante? ¿Murió?
—Sí.
—Eso es bueno. Muy bueno. No me gusta imaginarte peleando con una espada, pero si lo
haces, debes ganar, y un enemigo está mejor muerto. Si no, podría intentar vengarse.
—Pragmática y totalmente en lo cierto, como siempre.
Llegó el café acompañado por una bandeja llena. Robin despidió a los lacayos y se sirvió él.
Bebió un trago y se estremeció de alivio, y se despabiló.
Su madre estaba bebiendo café con leche.
—Café fuerte por la mañana —dijo, ceñuda—. Te debilitará. ¡Felice!
—Lo prefiero así —dijo Robin, sonriéndole a la doncella que entró a toda prisa—. Pero para
complacerte, mamá, elegiré un suave panecillo en vez de un duro bistec.

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8° de la Serie Los Malloren

—¡Fa!
Él tomó un bocado. Sabía que no debía volver al tema de Petra, pero no pudo resistirse a
preguntar:
—Si encuentro a mi damisela en apuros, ¿serás amable con ella?
—Si va a ser tu amante, sí. Si piensas casarte con ella, no.
—No sabes nada de ella.
—Por el contrario. Lo sé todo. Huyó de Milán, o sea, que ahí no tiene una familia poderosa que
la ayude. Estaba en apuros, o sea, que no tiene dinero. Decidió viajar con un joven como tú, o sea,
que no tiene nada de discreta o, tal vez peor, no tiene moralidad. Probablemente es una puta.
—No.
—¿Fracasaste con ella?
—Mamá, estás a punto de ser vulgar.
Ella se sacudió como si la hubiera golpeado.
—Tal vez, pero... —Exhaló un suspiro—. Muy bien. Hasta ahora nunca me has decepcionado en
estos asuntos. Confiaré en que harás lo que es correcto.
—Lo que «yo crea» que es correcto —dijo él, y tomó otro bocado del panecillo.
Ella no contestó, lo cual era, supuso él, una especie de victoria, pero sabía que llevaría a
extremos su vigilancia a partir de ese momento.

Petra había salido de la carretera a Alton pero no encontraba la bifurcación hacia Rothgar
Abbey, y empezaba a pensar si habría entendido mal las indicaciones. Acababa de detenerse a un
lado del camino para descansar y pensar cuando oyó el ruido de un vehículo que se acercaba y
lamentó estar tan a la vista. Apareció una especie de carreta grande tirada por dos caballos
tranquilos y vio que en ella viajaban sentadas muchas personas, al parecer toda una familia, desde
una abuela a un bebé. Una pareja de edad madura, de constitución delgada, ocupaba el pescante.
—Hay cabida para una viajera más —dijo alegremente el hombre canoso.
Petra lo miró confundida.
—Pero no sabe adónde voy, señor.
Él sonrió, haciendo que sus mejillas parecieran dos cerezas.
—Hacia delante o hacia atrás. Si es hacia delante, la llevaremos hasta donde sea que se separen
nuestros caminos.
Esa simple lógica la convenció de subir a la carreta y acomodarse entre una joven y una niña.
Vio que en el suelo iban varios niños pequeños, sentados entre las piernas de los otros, y observó
que todos iban bien vestidos, a su modesta manera.
—¿Van a la iglesia? —preguntó.
—No, señorita —contestó una chica cuya sonrisa era igual a la de su padre—. Ya hemos ido esta
mañana. Ahora vamos a Rothgar Abbey.
—¿Por qué? —preguntó Petra sin poder evitarlo, pensando si habría ocurrido algún terrible
desastre.

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8° de la Serie Los Malloren

—A la fiesta de su señoría —contestó la mujer, haciendo saltar a un niño pequeño sobre las
rodillas—. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—No. Soy de Gales. ¿Qué fiesta?
Contestó el hombre del pescante:
—El marqués de Rothgar, el dueño de Rothgar Abbey, abre su propiedad a su gente de vez en
cuando.
Desde esa altura Petra veía algo más del campo, que parecía ser terreno de cultivo.
—¿Ya estamos en su propiedad?
—No, no, querida — dijo la mujer del pescante, girándose a sonreírle—. Somos de Aldershot,
pero mi Tom es uno de los encuadernadores de su señoría, y él invita a toda la gente de aquí que
hace trabajos para él. Es un día grandioso para todos, y a los niños pequeños les hace bien ver
cosas tan hermosas.
—¿Se les permite entrar en la casa también? —preguntó Petra, ya estimuladas sus ideas.
—No —contestó la mujer—, el día público no. Pero —añadió con orgullo—, las personas como
nosotros, de las que él se fía, podemos pedir visitar la casa cuando su señoría no está residiendo
ahí. De vez en cuando llevamos a los niños a ver la biblioteca, para que puedan contemplar el
trabajo de su padre. Uno de los criados nos lleva a ver cuadros, estatuas y cosas. Qué hermosas
son algunas.
Intervino uno de los muchachos para decir que había visto el cuadro de una batalla, y luego una
chica habló de unos muebles decorados con pájaros y flores.
—Parece ser un lord muy amable —dijo Petra, sintiendo elevarse su ánimo.
—Con aquellos que son honrados en sus tratos con él —dijo el hombre, en un tono que la
desalentó un poco—. Me llamo Tom Harstead, señora, y ella es mi esposa, Abigail. Ya nos lo dirá
cuando desee bajar.
Petra reflexionó sobre cómo debía llevar eso. Al parecer podría entrar directamente en la
propiedad ese día, pero tal vez necesitaría estar con personas que tenían una invitación.
—Está menos frío ahora, Tom, después de casarse.
¿El tiempo?
—El año pasado nos invitaron a todos a la fiesta de celebración de la boda —dijo la chica que
iba sentada enfrente, ruborizándose de placer al recordarlo—. Bueno, esa sí fue una fiesta para
recordar.
Todos comenzaron a hablar acerca de esa fiesta. Petra deseó gritarles que se callaran para
poder pensar. ¿La mujer había querido decir que el marqués era frío antes y ahora lo era menos?
Pero ¿una boda reciente?
—¿Se casó por primera vez el año pasado? —preguntó, cuando pudo intervenir—. ¿O era su
segundo matrimonio?
—No, querida, el primero.
—¿Es un hombre joven, entonces? —preguntó ella, sintiéndose enferma.
¿Podría ser que el marqués de Rothgar hubiera muerto y su hijo tuviera el título? ¿Por qué
nunca se les ocurrió eso? Pero no, un hijo tendría que ser aun más joven que ella. Pero podría
haber heredado un hermano, o incluso un primo.

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8° de la Serie Los Malloren

—No —contestó la señora Harstead—. Anda cerca de los cuarenta, pero aún es un hombre
guapo, muy sano.
Petra volvió a respirar.
—Es raro que no se haya casado antes y haya esperado hasta ser tan mayor.
—Un hombre de cuarenta no es tan mayor —protestó la señora Harstead—, pero él tenía sus
motivos.
Petra comprendió que había tocado algo importante que la mujer no consideraba prudente
decirle a una desconocida.
—¿Qué la ha traído a esta región, pues, querida? —preguntó entonces la mujer, evidentemente
para cambiar de tema.
Petra le imprimió unas variaciones a su historia sobre la dama cruel que la despidió de su
puesto de doncella.
—Eso es una maldad. ¿Tiene algún destino en particular? Si no, podría convenirle probar suerte
en Rothgar Abbey. Hay buenos empleos ahí.
—Tal vez lo intente.
Se detuvo la carreta y el señor Harstead se giró hacia atrás.
—Aquí viramos. ¿Desea continuar con nosotros y probar suerte en Abbey?
—Sí, por favor. Y gracias.
El hombre hizo virar el vehículo y continuó el trayecto.
—Es posible que no encuentre a nadie con quien hablar ahora, eso sí —dijo la señora
Harstead—. Porque casi todos los criados estarán en el parque. Pero después.
La carreta tuvo que aminorar la marcha al encontrarse con una fila de vehículos y peatones,
todos vestidos con sus mejores ropas. Adelantaron a un grupo de personas que empujaban una
carretilla en la que iba un anciano, y finalmente tuvieron que detenerse del todo, debido al atasco
formado por los vehículos y personas que iban entrando en la propiedad.
A Petra le entraron ganas de reírse. Como fuera que se hubiera imaginado ese importantísimo
momento, no se parecía en nada a eso.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2266

Sintiéndose como si su mundo se estuviera volviendo inquietantemente del revés, Robin


fue a hablar con su secretario y le insistió en que debía poner fin a los chismes. El hombre parecía
desear protestar, pero no abrió la boca.
—Te despediré —le advirtió—. Sin duda te cuesta creer eso del muchacho al que castigabas con
la vara por no estudiar griego, pero ya no soy ese muchacho.
—Todavía no es juicioso —dijo Trevelyan, ceñudo.
Robin controló el mal genio.
—Pues entonces tendré que aprender más rápido, ¿verdad? Pero tienes que obedecer mis
órdenes y respetar mi vida privada, y no hacer comentarios sobre mis asuntos personales, ni
siquiera a mi madre. Si no puedes, márchate ahora y te daré unas fabulosas recomendaciones.
Fállame en esto y te pondré de patitas en la calle. A disgusto, sí, pero lo haré.
Durante un horroroso momento, creyó que el hombre se iba a echar a llorar, pero entonces le
dijo:
—Tal vez está más preparado de lo que yo pensaba. Pero... sí, entonces, acepto su primer
ofrecimiento. No me considero apto para ese nuevo papel.
Robin estuvo a punto de protestar, pero se refrenó.
—Muy bien. —Le tendió la mano y, pasado un instante de vacilación, Trevelyan se la estrechó—
. Me has servido bien, pero a todos nos resulta difícil metamorfosearnos para encajar en nuevos
papeles. ¿Adónde irás?
Se soltaron las manos y Trevelyan sacó un pañuelo y se lo pasó por los ojos.
—Creo que volveré a ser preceptor, señor. Era muy gratificante serlo con una mente como la
suya.
—¿La mía? —exclamó Robin, riendo—. Me regañabas a cada paso.
—Por pereza, por optar por lo más fácil. Y lo que me fastidiaba era que aún así pudiera
sobresalir en todo.
—Ah, ¿ese es el secreto? Suda y haz rechinar los dientes y todo el mundo aplaudirá los
resultados, aunque sean pésimos. ¿No recomienda la Biblia que se levanten todos los valles y se
allanen todos los montes y colinas?
—Que se nivele el terreno escabroso y se alisen las quebradas —terminó Trevelyan, sonriendo
levemente—. Sí, esa es su naturaleza, ¿verdad, señor?
—Lo quieran o no. Pero estoy llegando a comprender que a veces se requiere un estilo más
severo. Que Dios te acompañe.
Thorn se cruzó con Trevelyan al entrar.
—¿Malas noticias? —preguntó, dejando en una mesita sus guantes, fusta y sombrero.
—Como siempre, eso depende. ¿Alguna noticia?
—Ninguna respuesta útil, ningún italiano sospechoso.

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—Varzi el Listo. No debería haber esperado menos de él, pero esto se pone interesante. —Se
pilló en la frivolidad—. Estoy harto de juegos.
—Ay de mí, pobre mundo.
—¿No te quejas con frecuencia de mi ligereza? —Sólo por envidia. No cambies demasiado.
—Si logro encontrar la salida de este laberinto, te prometo bailar una giga todos los martes e ir
de juerga los sábados.
—Por lo menos se ha propagado la noticia de tu juerga en la ciudad. Cuando venía aquí me
preguntaron por tu nueva perra. Mañana aparecerá en los diarios, junto con los detalles de tu
reunión para jugar a las cartas, así que si Varzi tenía alguna duda acerca de tu paradero ya no la
tendrá. Robin hizo una mueca.
—Hay algo más. ¿Qué?
—Podría ser nada —dijo Thorn, sacando del bolsillo una carta algo ajada—. Llegó de Ithorne
ayer, pero no me la entregaron inmediatamente debido a su mala apariencia.
Robin cogió el papel de mala calidad y con el corazón acelerado leyó la dirección toda llena de
manchas. Lo giró y examinó el sello; era lacre simplemente aplastado con un dedo. Lo rompió,
desdobló el papel y comenzó a leer.
A mi admirado protector...
Ay, Dios.
Sé que debes de estar preocupado...
—Maldita sea —masculló.
... lo que es mala recompensa por tu amabilidad, pero por favor, sabe que estoy bien y con
personas amigas. Espero que tú también.
—¿Personas amigas? ¿Qué personas amigas? ¿Cuándo escribió esto? —Miró el
encabezamiento—. El viernes. ¿Desde dónde la envió? —Giró el papel y trató de entender la
borrosa letra del administrador de correos—. ¿Qué dice aquí? ¿Mickly?
—Micklebury. Ya envié la orden de que fueran a investigar ahí de inmediato, pero ella no se
habrá quedado ahí, lógicamente. ¿Me puedes decir qué dice?
Robin leyó el resto en voz alta:
—«Te prometo que cumpliré mi palabra. Si estoy necesitada o en situación apurada, te escribiré
para pedirte ayuda...», si puedes, idiota, «...así que si no recibes nada de mí sabrás que estoy bien.
Adiós, amigo mío. Bailarás más alegremente por la vida sin una piedrecilla en tu zapato».
Dejó caer el papel sobre el escritorio.
—Bailar por la vida. No estoy bailando con una herida cosida en la pierna, ¿verdad? No con la
preocupación por ella como una piedra de molino colgada del cuello.
—¿Piedrecilla en tu zapato? —preguntó Thorn.
—Petra, «piedra». Petronilla, «piedrecilla». Podríamos encontrar un rastro para seguirla. Pero
no, ella desea escapar de mí.
Cogió la carta como si una segunda lectura le fuera a revelar algo nuevo. Lo único que le reveló
fue a Petra. La oyó decir esas palabras con su melodioso acento.
—No tiene una letra elegante —observó Thorn.
—¿De cuna humilde después de todo? —dijo Robin.

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8° de la Serie Los Malloren

Pero examinó la carta. La letra era sencilla y tal vez los trazos le requirieron un esfuerzo, pero
entonces vio que ella había comenzado con bucles complejos sobre el áspero papel. Había hecho
las letras sencillas y algo separadas por necesidad.
—Sean quienes sean esas personas amigas, son pobres —concluyó—. Supongo que no tiene
sentido que yo me precipite a ir ahí.
—Y podría hacerte estragos en la pierna.
—¡Que Dios me pudra la pierna! —exclamó, pero entonces pensó en lo literal que podría
resultar eso—. No, eso no. Muy bien. Seré juicioso y enviaré a alguien. Pero debo hacer algo. —Se
levantó—. Iré a visitar a la señora Cornelys.
—Sin duda ella tiene papel de cartas de buena calidad.
—Pero es un lugar al que puedo ir. También es un lugar al que podría ir el signor Varzi si conoce
la conexión entre Teresa Cornelys y la madre de Petra. Además — añadió, con repentino
entusiasmo—, ¿por qué no se me ha ocurrido antes? La Cornelys podría saber quién es su padre.
—¡Cáspita! ¿Podría saberlo? Pues yo iré también. Pero armado.
—¿Varzi podría estar ahí? Eso sería delicioso, pero ella no permitiría jamás que atacaran a un
visitante con título en su casa.
—¿Él le pediría permiso?
—Concedido. Iré armado y con hombres armados. De todos modos, tendré que ir en mi silla de
mano. Si me haces el favor, me gustaría que tú y algunos hombres vigilaran fuera. Primero para
ver si hay alguien observando, y luego para ver si la Cornelys envía algún mensaje después que yo
me vaya.
—Me alegra que haya algo de acción. ¿Vas a llevar a tu perra guardiana de pelusas?
Coquette estaba brincando alrededor de Thorn, como siempre, tratando de conquistarlo.
—Tentadora idea, pero casi seguro que mordería a la mujer por principio y moriría envenenada.

Petra intentaba dar la impresión de que se sentía a sus anchas formando parte del grupo de los
alegres Harstead, pero se fijó en dos lacayos con libreas azul y oro y pelo empolvado que estaban
observando la entrada de vehículos y personas de a pie. Podrían estar ahí en parte por el
espectáculo, porque a todo el mundo le encantaba ver su dorada elegancia, pero también porque
serían hombres de la localidad capaces de distinguir a cualquiera que no fuera de ahí.
Un hombre que iba montado con su pareja en un mismo caballo, gritó al pasar:
—Uy, qué elegante estás, Jimmie, ¿eh?
Uno de los lacayos le sonrió de oreja a oreja y le hizo una broma.
El otro lacayo, que estaba más cerca de ella, dijo: —Buen día tenga, señor Harstead.
Eso era una señal de respeto, que hizo pavonearse a la señora Harstead.
Y así Petra pasó con ellos sin que nadie se fijara en ella.
—¿No es precioso? —dijo la señora Harstead, mirando alrededor. El parque revelaba el diseño
de una mano experta para que imitara el campo en su forma más perfecta. En la distancia se veía
un lago por el cual se deslizaban cisnes, y cerca del lago una especie de templo blanco.

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—Normalmente hay ciervos —explicó la señora Harstead mientras su marido llevaba la carreta
hasta una zona reservada para vehículos—Pero para estas grandes ocasiones los llevan a otra
parte. Cerca de la casa hay hermosos jardines, y pavos reales. Uy, el ruido que hacen. No los
querría al otro lado de la ventana de mi dormitorio.
La carreta se detuvo y todos bajaron. Los niños mayores desengancharon los caballos y los
llevaron a un prado cercado por cuerdas. La señora Harstead con sus hijas mayores les limpiaron y
les alisaron la ropa a los más pequeños y a los chicos. Petra se quitó el sombrero, pero eso fue
todo lo que pudo hacer. Cuando vio que nadie la estaba mirando lo metió junto con el hatillo
debajo de uno de los asientos; el hatillo sólo contenía la ropa regalada por la señora Waddle, y
aunque le habría gustado conservarla por motivos sentimentales, se vería muy fuera de lugar
llevándolo.
Se sentía tan preparada como podía estar, pero al contemplar el parque y la majestuosa casa
en la distancia, el valor le bajó en picado y salió por sus desgastados zapatos.
Una joven le puso a su bebé en los brazos para ir a coger a un pequeño que se había escapado
corriendo. El bebé era regordete y lleno de babas pero se veía feliz, y ella no pudo dejar de
sonreírle. Al instante se sintió mejor y pensó si sería cierto que la madre necesitaba la ayuda o
simplemente presintió su necesidad. Le hizo sonidos tontos al bebé y este se los agradeció riendo,
enseñando el comienzo de un diente.
Entonces el grupo ya estaba listo. La joven madre recuperó a su bebé y el señor Harstead
apuntó hacia la casa.
—Bien podría preguntar —le dijo—, pero si todo el mundo está ocupado, no me cabe duda de
que le permitirán esperar.
Eso era una especie de despedida, así que Petra le dio las gracias y echó a andar por la hierba;
la gente ya se había dispersado.
—¡Cuidado con la trinchera! —gritó él entonces a su espalda.
Ella se giró.
—¿La qué?
—Una zanja honda alrededor de la casa, para que los ciervos no entren en el jardín. Hay
puentes.
Petra volvió a darle las gracias y se quedó mirándolos alejarse por un amplio sendero, los niños
pequeños corriendo de aquí para allá alrededor de los mayores más lentos. Había conocido a todo
tipo de personas en su viaje por Inglaterra, y todas, ancianas y jóvenes, tenían hogar, familia y un
lugar en el mundo. A diferencia de ella.
Se unió a una procesión de personas que se dirigían lentamente hacia la casa, formando
grupos, consciente de que ella destacaba porque iba sola, pero no podía hacer nada para remediar
eso. Caminando al mismo paso que la mayoría, trataba de dar la impresión de que se sentía a sus
anchas ahí, con los ojos alertas por si veía a un hombre que pudiera ser su padre.
Pero ¿debía abordarlo en público? Tal vez le convenía más ir directo hasta la casa y esperar
cerca hasta que acabara la fiesta.
Pasó por un puente que cruzaba una zanja toda cubierta de hierba, luego atravesó una
extensión de césped cuidado y entró en un jardín formal que estaba más cerca de la casa. Ahí vio a
más lacayos. Todos se veían simpáticos y estaban conversando con visitantes, pero era evidente
que estaban ocupando sus puestos para impedir que la gente entrara en la casa.

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Se detuvo a mirar alrededor, pensando en qué lugar debería esperar sin parecer sospechosa, y
justo entonces vio a un caballero de pelo moreno. Una persona ignorante podría pensar que era
uno de los invitados de más categoría, y su actitud era relajada y afable, pero ella captó al instante
que era un aristócrata. ¿Su padre?
Tenía el pelo moreno y quizá los ojos oscuros, pero algo de él pareció decirle que no era su
padre. Muy extraño. ¿De veras había creído que por instinto percibiría el parentesco sanguíneo?
Había demasiadas personas para pensar en un encuentro, así que continuó caminando; pero ya
había estado detenida mucho rato. Una mano le cogió el brazo.
—¿Quién es usted? —le preguntó una mujer de enormes mandíbulas y tocada con un
alarmante sombrero. Era de abultados pechos y caderas anchas, y su actitud indicaba que le
encantaba mandar—. Nunca la he visto antes.
Petra intentó soltarse el brazo.
—Suélteme —dijo, y vio que alrededor se estaba agrupando una verdadera muchedumbre.
—Antes dígame su nombre.
—Maria Monmouth.
—Nunca he oído hablar de usted. ¿Alguien ha oído hablar de ella?
El murmullo de negativas sonó feo. ¿Adónde se había ido toda la alegría?
—Tengo derecho a estar aquí —dijo, maldiciendo su acento extranjero.
—¿Vestida así? —se burló la inquisidora—. Una vagabunda, eso es lo que es, y trae malas
intenciones, seguro. Peor aún, es extranjera. ¿Y si es una espía? ¿O ha venido aquí para matar a su
señoría?
Aflojó la presión de la mano así que Petra se soltó el brazo y la apartó de un empujón.
—Está loca. ¡Déjeme en paz!
Pero estaba rodeada, y las actitudes eran desagradables.
—¿No les parece que habla como una extranjera? —preguntó la mujer a todos, encantada por
el alboroto que había iniciado.
—Parece extranjera también —dijo un hombre—. ¿De dónde es, pues?
—De Gales.
—Ah, bueno —dijo él—, eso lo explica, señora Digby. Me han dicho que en Gales incluso hablan
una lengua extranjera.
—Pues, entonces, ¿qué hace una galesa aquí? —preguntó la mujer—. No tiene ningún derecho.
Esto es para la gente de su señoría, esto es...
—¿Qué pasa?
Ante la tranquila y autoritaria voz, se disolvió el círculo y quedó un grupo sin forma. Era el
caballero de pelo moreno, aparentemente relajado, tranquilo, pero sus ojos captaban todos los
detalles.
Esos ojos no eran oscuros sino más bien castaño claro.
—¡Es una espía, milord! —exclamó la mujer, hinchándose de importancia—. No tiene nada que
hacer aquí, a no ser que sea algo malo.
Nuevamente le cogieron el brazo a Petra, pero de forma más suave.

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—Gracias, señora Digby. Yo hablaré con ella. Por favor, todos, continuad vuestro camino y
pasadlo bien.
La muchedumbre se dispersó, pero un grupo se alejó con la señora Digby, que les iba
exponiendo sus sospechas y alardeando de su sagacidad.
Su señoría llevó a Petra por un sendero de piedra triturada que discurría por entre cuadros de
flores pequeñas, y ella no tuvo más remedio que caminar. Era un lord, pero no su padre, a no ser
que mintiera el dibujo del ojo. Pasado un momento él se detuvo en un lugar en que no había nadie
cerca.
—¿Y bien? —dijo, en tono neutro—. ¿Su historia, señora?
Petra lo miró atentamente.
—¿Milord Rothgar?
Él arqueó levemente las cejas.
—No. ¿Le busca a él?
Tal vez se le meció el cuerpo, porque él le tocó el brazo otra vez, sólo para ofrecerle apoyo. Ya
en el límite de sus fuerzas, ella dijo simplemente:
—Sí.
—¿Para qué?
—Es un asunto personal.
Él la miró de arriba abajo.
—¿Embarazada? No le querrá endosar a su hijo.
—Yo jamás...
Él la interrumpió levantando una mano. Pasado un momento, se encogió de hombros.
—Vamos, entonces. Esto podría ser divertido.
Ante ese recordatorio de Robin, ella sintió la tentación de echar a correr, pero había llegado
hasta ahí y lo llevaría hasta el fin. Echó a caminar al lado de él, preguntándole:
—¿Me permite saber su nombre, milord?
—Lord Arcenbryght Malloren. Hermano de lord Rothgar. Uno de sus hermanos.
Una explicación sencilla, pero qué nombre tan raro.
Lord Arcenbryght le preguntó a un criado dónde estaba el marqués, y la respuesta fue que
hacía un momento estaba explicando el funcionamiento de una fuente. ¿Sería un excéntrico?,
pensó ella. ¿No habían oído decir que podría estar loco? Cuando llegaron a la fuente, esta estaba
funcionando alegremente sin ayuda, y alguien dijo que su señoría había ido al jardín de arbustos
con formas de animales.
Su acompañante continuó siguiéndole el rastro a su ocupado hermano, deteniéndose con
frecuencia a conversar con una y otra persona. Ella, mientras tanto, hacía todo lo posible por
desentenderse de las miradas extrañadas que le dirigían, pero rogaba al cielo que encontraran al
marqués para acabar con eso de una vez por todas.
De pronto se les unió una dama bajita y menuda.
—¿Qué ocurre? —preguntó, mirándola a ella con los ojos brillantes.

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Llevaba una pamela de ala tan ancha como la de la señora Waddle, aunque muchísimo más
elegante, claro.
—Llevo a un enigma a ver al señor de los enigmas. ¿Sabes dónde está?
—Me pareció verlo en la casa de las pinas. Lord Arcenbryght cambió de dirección. La dama se
puso al otro lado de Petra.
—Soy lady Bryght.
—¿Lady Bryght? —preguntó Petra, confusa.
—Nadie se puede tomar la molestia de decir Arcenbryght. Es el nombre de un antiquísimo
príncipe inglés. Tenían unos nombres a veces impronunciables. Así que él es lord Bryght, y como
yo soy su esposa, soy lady Bryght. ¿Puedo saber su nombre?
—No lo sé —se le escapó a Petra, debido al cansancio y la confusión, pero no la sorprendió que
los dos la miraran escépticos—. No estoy loca, de verdad.
—Tal vez deberíamos buscar a Diana —dijo lady Bryght.
—A Rothgar desea ver, y a Rothgar verá.
—Entonces tal vez deberías registrarla por si llevara un cuchillo.
—Y entonces quizás ella gritaría que la estoy violando. Tú podrías palparla toda entera.
—¡No soy peligrosa! —protestó Petra.
Lord Bryght se giró hacia ella y dijo rápidamente algo en francés. Después de pensarlo una
fracción de segundo, Petra simuló no entender. Él sonrió leve pero fríamente, no engañado en
absoluto. Había dicho: «Un enigma con un laberinto. Bey debería estar encantado, y yo voy
armado».
No estaban tan despreocupados, entonces, pues habían abierto al público su propiedad.
Apareció a la vista un largo invernadero de cristal; las partes de madera estaban labradas
formando una especie de encaje, muy hermoso, y los paneles de cristal brillaban como diamantes
a la luz del sol. Pero la atención de Petra estaba fija en él como en el lugar donde tal vez podría por
fin tener el encuentro por el que había viajado desde tan lejos. Miró a todos los hombres que
estaban cerca del invernadero, pero no vio a ninguno que se le pareciera.
—Bey —dijo lord Bryght—. Una visita inesperada.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2277

Petra se giró tan rápido que le crujió el cuello, y se encontró mirando los ojos de otro
caballero alto y moreno, pero este era distinto. Tenía los rasgos más severos, y era mayor. Tal vez,
tal vez, sí sintió un tirón en su interior, pero bien podría haber sido de miedo, o una reacción a la
repentina atención que vio en los ojos oscuros del marqués de Rothgar. ¿Por qué la miraba así?
Él se despidió amablemente de las personas que lo acompañaban y caminó hacia ellos. Como
su hermano, vestía con sencillez, y el pelo moreno lo llevaba recogido en la nuca. Como a su
hermano, nadie lo confundiría con un hombre vulgar y corriente. Él no dijo nada, así que lord
Bryght explicó:
—Encontré a esta dama cuando la estaba hostigando la diligente señora Digby, y entonces me
dijo que deseaba hablar contigo. No la he registrado para comprobar si lleva armas.
—No hemos registrado a nadie por si lleva armas. Sería injusto hacerlo sólo con una persona, y
de verdad creo que nadie ha intentado asesinarme desde hace por lo menos un año. —Se inclinó
levemente—. ¿Señora?
Petra no pudo hablar. Aunque todo en él era despreocupado, su mirada no, y ella nunca se
había imaginado que ese momento fuera a tener lugar habiendo tantas personas cerca.
—¿Tal vez le apetecería visitar la casa? —dijo él, haciendo un gesto hacia la casa—. Tengo
varias cosas que podrían interesarle.
Ella continuó paralizada, imaginándose, como una loca, unas mazmorras o desapareciendo del
todo. Quién sabe.
—Bey —dijo lady Bryght, nerviosa.
El marqués sonrió levemente.
—¿Estoy aterrador? No pretendo hacerle ningún daño, querida mía, pero si lo prefiere, lady
Bryght nos puede acompañar. Forse dovremmo andaré in un luogo un po' più appartato per
discúteme.
A Petra se le quedó atrapado el aire en la garganta al oírlo hablar en italiano. Sólo le dijo que
debían hablar las cosas en privado, pero eso indicaba que él sabía, o por lo menos sospechaba
quién era ella. No logró interpretar sus sentimientos en su cara, pero no vio ira ni miedo. Además,
ese era el encuentro por el que había viajado desde tan lejos, así que cuando él le ofreció el brazo,
ella puso la mano en él y se dejó llevar.

Robin se vistió elegantísimo, porque Teresa Cornelys valoraba esas cosas, y sus portadores lo
llevaron hasta el vestíbulo exquisitamente decorado, así que no hubo ninguna posibilidad de que
alguien lo viera con esas galas a esas horas del día. Bajó de la silla de manos y miró alrededor.
Había estado en Carlisle House en numerosas ocasiones, cuando ella ofrecía sus fiestas, y en ese
momento se le antojaba rara, resonante como un teatro vacío.
Teresa Cornelys bajó a recibirlo, vestida como una duquesa y con un comportamiento
igualmente grandioso, aunque con ojos perspicaces como los de un halcón. Si Petra había
encontrado refugio ahí, él lo agradecería, pero también se la llevaría tan pronto como fuera

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posible. La siguió hasta una sala de recibo y declinó el ofrecimiento de refrigerios. Se sentó e hizo
su pregunta.
—¿Petra d'Averio, milord? —dijo ella, arqueando sus cejas pintadas con una expresión que
parecía de sincero asombro; su acento italiano era más marcado que el de Petra, pero se la
recordó, dolorosamente—. No la he visto desde que era una niña pequeña.
—Pero ¿la conoce?
Ella se encogió de hombros haciendo la típica gesticulación con las manos, lo que también le
recordó a Petra.
—¿Conoce uno a la hija de una mecenas? La vi jugando con sus muñecas. Una niña bonita. El
pelo muy moreno. —Astutamente añadió—: Ni el conde ni su madre eran tan morenos.
Robín estuvo un momento pasmado. Sin querer, la mujer había confirmado la historia de Petra.
Era la contessina Petra d'Averio, y él estaba impresionadísimo por su valor y resistencia cuando fue
arrojada al duro mundo.
—Conocía bien a su madre, tengo entendido —dijo.
Otro encogimiento de hombros.
—Ella deseaba mejorar su voz y tuvo la amabilidad de contratarme, pero sí, nació un afecto.
Teníamos más o menos la misma edad.
—Entonces lamento decirle que murió hace poco, señora.
—Ah. —Aunque hizo un gesto de pena, dijo—: De eso hace muchísimo tiempo, y no la he visto
desde hace más de diez años.
—¿Se escribían?
—De vez en cuando. Soy una mujer ocupada, milord. Siempre quedan cosas sin hacer.
Y eso podría ser la principal causa de sus problemas financieros, pensó él. Pese a la popularidad
de sus fiestas y de los elevados precios que cobraba, estaba constantemente al borde de la
quiebra.
—Colijo que la contessina no era hija de su marido en realidad —dijo.
La cara pintada pareció más una máscara, carente de expresión.
—¿Quién ha dicho eso?
—Usted lo dio a entender, señora, y su hermano lo ha confirmado, ahora que está muerta su
madre.
Ella hizo una mueca de disgusto, pero ningún comentario.
—¿Le dijo la condesa quién fue el padre de Petra?
—¿Por qué le interesa eso, lord Huntersdown?
—Tengo mis buenos motivos.
Casi vio su mente calculando ganancias y pérdidas.
—Amalia nunca me dijo su nombre, sólo que era joven e inglés. Y, claro, perfección en todos los
sentidos. Se enamoró tontamente, milord, lo que es una triste enfermedad de las jóvenes. Tuvo la
suerte de que no acabó en desastre.
A Robin le pareció detectar algo de afecto, así que decidió decirle algo de la verdad:

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—Pues eso todavía podría poner en peligro a Petra. Dado que su madre murió y su hermano la
ha repudiado, huyó a Inglaterra. Esperaba que hubiera contactado con usted.
—¿Conmigo? —El asombro era auténtico—. Por supuesto que yo acogería con gusto a la hija de
mi vieja amiga si recurriera a mí, pero... pero esto es extraordinario.
A Robin se le evaporó la última esperanza que le quedaba de que la mujer pudiera estar
ocultando a Petra. Se levantó, fastidiado por tener que seguir usando el bastón para evitar
apoyarse en su pierna.
—Si viniera aquí, señora, le agradecería que me lo comunicara.
Ella también se levantó, observándolo atentamente.
—Perdóneme, lord Huntersdown, pero ¿a qué se deben sus atenciones hacia la jovencita
Petra?
—Me encontré con ella en Francia —contestó él fríamente— y pude hacerle un pequeño
servicio. Estaba preocupado por su falta de planes firmes y esperaba tener buenas noticias de ella.
—Prometía ser una joven muy hermosa —comentó ella.
—Y ha cumplido esa promesa, pero no le deseo ningún mal, señora.
—Los caballeros jóvenes como usted no consideran malo deshonrar a las mujeres.
—Señora Cornelys, no le convendría tenerme por enemigo.
A ella se le notó el color más subido bajo el colorete, y dijo:
—¿Se casaría con ella?
—Eso no es asunto suyo.
—Puesto que al parecer ocupo el lugar de su madre, debo discrepar en eso.
Tal vez esa mujer tenía buenas intenciones después de todo.
—Me alegra que esté dispuesta a defender a su amiga, señora. Si acude a usted, ¿me lo
comunicará?
—Eso, milord —dijo ella, la gran dama de la cabeza a los pies—, dependerá de ella.
A Robin se le tensó la mandíbula por la frustración, pero dijo:
—Sería generoso con cualquiera que me aliviara la ansiedad.
Alcanzó a ver un destello de codicia en sus ojos antes que ella lo disimulara, acompañándolo
hasta la silla de mano. Cuando uno de sus hombres abrió la puerta, le dijo:
—He visto anuncios por un hombre apellidado Varzi.
Él se detuvo.
—¿Sí?
—Vino aquí. Él también parecía creer que Petra podría haber buscado refugio conmigo.
—¿Y le dio la misma respuesta?
—Es la verdad, milord.
Robin se instaló en la caja de su silla de manos y lo llevaron fuera. No había conseguido nada
aparte de confirmaciones. La historia de Petra era cierta y Varzi estaba en Londres buscándola.
Tenía que capturar a ese hombre, pero el anuncio no le estaba sirviendo de nada. Al llegar de
vuelta a su casa se fue directo a su despacho a hacer nuevos planes.

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Cogió la manchada carta de Petra, que había dejado sobre su escritorio, y volvió a leerla, por
décima vez más o menos. Pero en esta ocasión se fijó en que las líneas que marcaban el lacre
aplastado parecían huellas dactilares, y dedicó un buen rato a examinarlas. Contessina Petra
d'Averio. Seguía siendo la hija bastarda de un despreocupado inglés. Seguía siendo pobre e
inverosímil como esposa discreta y pragmática, pero él iba cayendo por una pendiente sin la
menor esperanza de parar o retroceder.
Su madre se iba a enfurecer, pero por lo menos Petra era de cuna aristocrática y había sido
educada en conformidad. Estaba seguro de que se desenvolvería a la perfección en los salones de
baile, y no tendría la menor dificultad para ejecutar las difíciles reverencias adecuadas para la
corte.
¿De veras se imaginaba presentándola en la corte?
Por supuesto, porque por ser su esposa, su condesa, debía ser presentada.
Sonriendo irónico por su locura, besó el lacre roto y se guardó la carta en el bolsillo interior del
chaleco, cerca de su corazón. Por primera vez desde hacía siglos, una parte de su camino estaba
despejado. Haría arrestar a Varzi, pero también encontraría a Petra y la persuadiría de darle una
segunda oportunidad.
Pero llegó Thorn sin ninguna noticia. Aparentemente no había nadie observando la casa
Carlisle, y nadie salió de ella con un mensaje. Había dejado a un hombre observando por si acaso.
Robin le contó lo que había dicho la señora Cornelys.
—¿Crees que es la verdad?
—Esa es mi opinión.
—O sea, que es cierta la extraordinaria historia de tu Petra.
—Y necesito encontrarla, pero, por el amor de Dios, ¿por dónde puedo comenzar ahora?
—¿Por qué no poner otro anuncio?
—De mucho me ha servido el último.
Cogió el mapa que tenía abierto sobre el escritorio, en el que estaban marcados la granja
Gainer y los sitios donde era posible que la hubieran visto. Pero el detenido examen no le reveló
nada nuevo, y Petra ya podía estar en cualquier parte.

El marqués no hablaba así que Petra tampoco. Como su hermano, caminaba sin prisa,
deteniéndose aquí y allá a hablar un momento con sus invitados, simpático con todos. Pero no la
presentaba a ella, lo que le ganaba miradas de extrañeza. Pero ¿cómo podría presentarla?
Recordó que no le había dicho ningún nombre a lord Bryght, y lord Rothgar no se lo había
preguntado.
Entraron en la casa por un patio que llevaba a un invernadero, del que pasaron a una sala cuyas
paredes estaban decoradas con pinturas de espalderas con plantas enroscadas en ellas, que
parecía servir de transición entre el exterior y el interior de la casa. De ahí pasaron a un corredor
con las paredes revestidas por paneles de madera, ya en el interior de la casa, que parecía ser muy
grande y estaba en un inquietante silencio. Ella no pudo evitar un estremecimiento.
—No tienes nada que temer de mí —le dijo él—, pero sí tengo que enseñarte una cosa.

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Del corredor pasaron a un inmenso vestíbulo de mármol con dorados, en el que había un
enorme hogar sin fuego y una magnífica escalera. Un lacayo solitario estaba con rostro impasible
junto a la puerta principal cerrada.
De ahí la condujo por otro corredor y entraron en un cuarto pequeño con las paredes tapizadas
de armarios y cajones; en el centro había una mesa y unas sillas.
—Aquí guardamos los ornamentos que sobran —le explicó, abriendo un cajón bajo y luego
otro—. Ah.
Sacó algo, se giró y se lo pasó.
Petra cogió el pequeño retrato en miniatura ovalado de un joven delante de unas ruinas
italianas sólo esbozadas. El retrato no era obra de un gran pintor, pero captaba la luminosa belleza
que poseen algunos jóvenes antes de llegar a ser realmente hombres, con sus ojos oscuros y su
pelo negro colgando suelto alrededor del cuello de la camisa.
Se parecía asombrosamente a ella.
—Siéntate —dijo él, acercándole una silla.
Ella se sentó. Si no, se habría caído desplomada al suelo.
—O sea, que es cierto —dijo.
—¿Lo dudabas? Lo siento si esa pequeña actuación te asustó. Tengo un lamentable gusto por lo
teatral. ¿Necesitas algo? ¿Té, vino?
Petra hizo unas cuantas respiraciones profundas.
—Tal vez sí. Creo que no he comido bien estos últimos días.
Él salió y ella contempló el retrato, viendo al joven que embelesó a su madre. Era hermoso,
aunque muy, muy joven, pero claro, su madre sólo tenía veinte, aun cuando llevaba cinco años
casada.
Él volvió y cambió de lugar una silla para sentarse frente a ella.
—No pienses que tienes que hablar. Tenemos tiempo. —Tiene invitados. Muchos invitados.
—Y también familiares para atenderlos si yo no estoy. Bryght y Portia, Brand y Rosa, e incluso
mi hermana Hilda y sus hijos. —Debió ver el desconcierto de ella, porque añadió—: No creas que
tienes que recordar nada. Simplemente quiero llenar el silencio por temor a que desaparezcas,
como un genio de un cuento árabe.
Ella lo miró atentamente.
—No creo que le tema a nada.
—El miedo no es vergonzoso, sólo lo es la cobardía.
Petra se miró las manos sucias sobre la falda barata y polvorienta, y luego volvió a mirarlo.
—¿Lo sabía?
—¿Que tú existías? No. Tonto de mí al no pensar que podría ocurrir, pero era muy joven. Me
imagino que supuse que Amalia me lo comunicaría, pero claro, ¿por qué iba a decírmelo? ¿Su
marido te aceptó?
—Sí —dijo ella, no sintiéndose preparada para entrar en detalles.
—¿Tu nombre?
Ella se rió, avergonzada por no habérselo dicho.

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—Petra Maria d'Averio.


Él asintió, pero no alcanzó a decir nada, pues en el mismo instante sonó un golpe en la puerta.
Fue a abrirla y cogió una bandeja. ¿Prefería que no la viera un criado? Pero ya la había visto el
lacayo. El Marqués Negro se estaba tomando el asunto con mucha calma, pero ella no lograba
interpretar sus sentimientos. Todavía podría desear hacer desaparecer la vergüenza.
Él puso la bandeja en la mesa y sirvió.
—Arbitrariamente ordené que trajeran café, porque a pocos italianos les gusta el té. ¿Me he
equivocado?
—No —dijo ella, estremeciéndose levemente al sentir el delicioso aroma.
¿Cuánto tiempo hacía? Montreuil. Aplastó ese pensamiento. Su padre no debía saber jamás lo
de Montreuil, y menos aún lo que ocurrió en el Courlis. Si había una esperanza de ser aceptada
ahí, necesitaba su virtud.
—¿Leche, azúcar? —preguntó él.
—Las dos cosas, por favor. —Y recelosa, añadió—: Bastante.
Sonriendo él obedeció y le puso en las manos el platillo con la taza. Ella bebió un trago y
suspiró, y luego otro, saboreándolo. Aunque sabía que él estaba esperando que le contara su
historia.
—Esto... no sé por dónde empezar, milord.
—No hay ninguna prisa. —Colocó cerca de ella un plato en el que había trozos de carne en
medio de rodajas de pan—. Se llaman sándwiches, por el conde de Sandwich, que los inventó
porque no quería dejar la mesa de juego para comer. Útiles, en momentos como este. —Sonrió al
verla coger uno—. Qué deliciosa novedad, alimentar a una hija mía hambrienta.
—¿No tiene otros hijos?
Entonces se ruborizó y se apresuró a tomar un bocado. Él sólo se había casado el año anterior y
nunca se hace alusión a los bastardos, aun cuando exista uno.
—Ninguno —dijo él.
El sándwich estaba sabroso y ella tenía hambre, pero lo dejó a un lado.
—Debo decirle que quizá haya traído algún problema conmigo, milord.
Él arqueó las cejas, pero no pareció alarmado.
—¿Un problema de qué tipo?
Ella no deseaba decírselo, porque eso la llevaría a confesar su tontería, pero no soportaría que
más personas sufrieran por ella.
—Un hombre apellidado Varzi, que trabaja para el conde di Purieri. Ludovico, el conde, me
desea, y ha enviado a Varzi a llevarme de vuelta.
Él hizo chasquear los dedos.
—Eso es por Varzi, pero es bueno que me lo hayas dicho. ¿Qué ha hecho hasta el momento?
¿Te ha hecho daño?
Hablaba sin vehemencia, pero ella se sintió como si de pronto estuviera rodeada por murallas
altas y un ejército. Podría llorar de alivio, pero de miedo también, pues esas murallas eran frías y el
ejército cruel. Su padre no debía saber jamás acerca de Robin, porque podría volver su ejército
contra él, contra el hombre que consideraría que había violado a su hija.

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Su padre.
Su madre tenía razón respecto al parecido, pero no podía saber que él tendría un retrato en
que se veía tan igual, por lo que su confianza en él se debía a la bondad que recordaba. Pero el
hombre de rasgos severos que tenía delante ya tenía el doble de su edad, y era el Marqués Negro,
la Eminencia Gris, el duelista. Cuando lo único que deseaba era desmoronarse en la fuerte
protección de alguien, tendría que armarse de otro poco de fuerza y mantenerse en guardia.
—Varzi me capturó en Boulogne —dijo, eligiendo cada palabra—. Me escapé, pero él hizo daño
a dos hombres que intentaron ayudarme. Debo confesar que herí a uno de los hombres de Varzi
cuando escapé. Podría haber problemas por eso.
—Ningún asunto jurídico francés puede afectarte aquí. En cuanto a este Varzi, ahora que lo sé,
no volverá a molestarte.
«¿Todos los ingleses se creen invulnerables?»
—No lo infravalore, milord.
—Intento no infravalorar nunca a nadie, y mucho menos a un enemigo. ¿Crees que te ha
seguido hasta aquí?
—Me esmeré en no dejar ningún rastro que pudieran seguir.
—Estupendo. Ya no tienes nada de qué preocuparte, querida mía.
A ella se le encendió la irritación. Podría haber deseado un padre, pero no deseaba que le
dieran palmaditas en la cabeza y le dijeran que no se preocupara. Él debió leerle el pensamiento,
porque sonrió levemente.
—Debes concederme el derecho que tiene un padre de proteger a su hija.
Eso era justamente lo que ella temía. Él se levantó.
—Me alegra enormemente que me hayas encontrado, Petra, pero debo volver a atender a mis
invitados. ¿Puedo suponer que querrás descansar, bañarte y cambiarte?
Ella se levantó también, recordando su lastimoso estado.
—Lo siento. Y no tengo más ropa...
—No importa. Encontraremos. Creo que eres de la misma talla de mi esposa.
Ella había olvidado a su esposa.
—¿No le importará?
—¿Dejarte un vestido? No.
—Mi existencia.
—¿Importarle un romance de hace veinte años? No, es muy juiciosa para eso, y en realidad nos
traes un precioso regalo. Pero eso también debe esperar. —Entonces titubeó, de una manera que
parecía insólita en él—. No quiero presionarte, pero me gustaría muchísimo que finalmente
pudieras llamarme padre o papá.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Desea reconocerme públicamente?
—Con un parecido tan extraordinario —dijo él, divertido—, no veo otra opción.
Salió a hablar con el lacayo otra vez y cuando volvió la llevó fuera del cuarto, luego subieron la
escalera principal y llegaron a un laberinto de corredores. ¿Qué tipo de habitación remota se
merecería una hija bastarda?

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8° de la Serie Los Malloren

—Esta casa es un laberinto —dijo él—. Demasiadas renovaciones por partes a lo largo de los
siglos. Llama a un lacayo para que te guíe si no quieres vagar extraviada. La mayoría de las
habitaciones tienen cordón para llamar.
Abrió una puerta y entraron en un encantador dormitorio decorado en colores rosa fuerte y
crema.
—Después puedes elegir otro, pero este se ha desocupado hace poco y por lo tanto está limpio
y ventilado. El cordón para llamar está ahí, junto al hogar. Pide lo que sea que necesites, querida
mía. Ahora este es tu hogar. Apostaré a un lacayo fuera de la habitación para que te sirva de guía,
y por si te hubieras equivocado respecto al signor Varzi. Hoy la propiedad está más vulnerable que
de costumbre.
Vulnerable. Se asomó a mirar por la ventana y vio con otros ojos a la muchedumbre que llenaba
el parque.
—Es despiadado —dijo, para advertirlo—. En Boulogne abatió a un guardia y amenazó con
mutilarlo si no yo me iba con él. Pero entonces tenía a dos secuaces.
—¿Cuántos tiene ahora?
—A ninguno. A uno lo herí yo. Al otro... lo mató un contrabandista.
—Soy todo admiración. Pero no temas. Mi posición y mis actividades exigen ciertas medidas de
seguridad. No es una amenaza para ti aquí.
Entonces salió y ella se sentó en un diván tapizado en terciopelo rosa fuerte, debilitada por el
alivio, la confusión y el cansancio; y miedo, en especial por Robin. Menos mal que no le permitió
acompañarla hasta ahí. Ella había comprendido el tipo de hombre que era a primera vista; seguro
que el marqués de Rothgar lo vería también. No parecía ser un hombre que mirara con buenos
ojos a un libertino que había fornicado con su hija, por mucho que la hubiera protegido.
Claro que no tenía por qué revelar eso, a no ser que resultara que estaba embarazada. Eso sería
un desastre que no deseaba ni considerar.
Pero muchos padres insistirían en el matrimonio si una hija estaba simplemente sola con un
hombre en una situación íntima, y no digamos si había compartido cama con él. Y ella había
compartido cama con Robin tres veces, si contaba la improvisada del coche.
Un matrimonio obligado. Qué horrible sería hacerle eso a Robin, y no lo deseaba para ella
tampoco. Estaba muy confusa; lo sentía todo muy en carne viva, con muchas cosas por resolver,
como para dar pasos que no se pudieran desandar. Necesitaba tiempo para acostumbrarse, para
entender, para descubrir qué oportunidades tenía y cuáles deseaba.
Tendría que darle sentido a su historia sin mencionar a Robin.
No, eso era imposible.
Pues entonces debía inventarse a un hombre que hiciera su papel. Detestaba comenzar su
nueva vida con mentiras, pero debía. Se limpió de lágrimas la cara con las manos. Antes que nada,
necesitaba un nombre.
Dejaría el «Robin», porque seguro que se equivocaría en cualquier momento. O... Robert. Ese
era un nombre más común.
Si es que algo de lo que él le había dicho era cierto. Cayó en la cuenta de que no estaba segura
de nada. Ridículo, después de sus aventuras juntos, ni siquiera podía estar segura de que se
llamara Robin. Buscó en los recuerdos del primer día, cuando estaban en el juego de la verdad y

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ella le ocultó cosas. Sin duda él también le ocultó cosas a ella, sobre todo porque no querría que
una aventurera sospechosa supiera demasiado. Ojalá él le hubiera confiado la verdad antes que se
separaran.
Aunque ¿por qué iba a hacerlo? Ella no le había revelado su secreto.
Pero «Robin». Tenía que creer que ese era su nombre, si no, no tenía nada, nada en absoluto.
Tenía que inventar un apellido que fuera realista para un inglés, y sabía que esas cosas estaban
llenas de trampas en otro idioma. Recordó a Mighty Mike Cockcroft. Robert Cockcroft, entonces.
Sí, eso iría bien.
¿Qué otros detalles? Que era de Derbyshire podría ser cierto. En realidad, tal vez
Huntingdonshire lo era, así que Robert Cockcroft tenía que ser de otro lugar, lejos de ese. Visualizó
un mapa de Inglaterra y eligió el dedo del pie, que entra en el Atlántico: Cornualles. Robert
Cockcroft, un pacífico caballero de virtud irreprochable. Mayor, pero no tanto que no estuviera
dispuesto a vivir aventuras. Unos cuarenta años.
Sí, eso serviría.
Construyó mentalmente a Robert Cockcroft: algo canoso, un poco fornido. Amable y fiable, sin
un asomo de engreimiento.
Entonces pensó cómo podía protegerse ella. Tendría que reconocer su tontería con Ludo, para
explicar su loca persecución, pero no todo. Algún día llegarían los rumores de Milán, pero los
rumores se pueden negar.
O resultaría que estaba embarazada, demostrando que no sólo había cometido un error, sino
dos.
Ese pensamiento le hizo brotar las lágrimas otra vez, pero se obligó a tranquilizarse. Había
acabado su viaje, estaba ahí. Había cumplido la promesa hecha a su madre, y las predicciones de
su madre habían resultado ciertas. Su padre estaba dispuesto a aceptarla, a mantenerla y
protegerla, y si alguien era capaz de protegerla ese era el marqués de Rothgar.
Él le daría caza a Varzi, y con eso Robín y sus hombres estarían a salvo también.
Posiblemente, sólo posiblemente, con suerte y con su ingenio, pronto volvería a tener una vida
ordenada y segura. Pero primero tenía que contar su historia, y se sentiría más fuerte y valiente si
estaba limpia y decente.
Miró el cordón para llamar, pero la hermosa cama la llamó a ella. Tenía cortinas de una tela de
color crema con flores silvestres bordadas, y la colcha era del mismo color y bordados similares.
Pero no se acostaría todavía. Tal vez después, cuando estuviera limpia.
Pero no pudo resistirse. Se desvistió, dejándose puesta solamente la camisola, se quitó los
desgastados zapatos, echó atrás las mantas, subió los pocos peldaños y se metió entre las sábanas
blancas y limpias. Se cubrió con las mantas, inspirando el sol al que estuvieron tendidas las
sábanas, contemplando la seda plisada bajo el dosel de la cama. «Una cama limpia y bien oreada,
en una habitación limpia, una habitación toda para mí.»
«Oh, Robin, espero que te encuentres tan bien como estoy yo ahora.»
Y con ese pensamiento se quedó dormida.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2288

Cuando Petra abrió los ojos vio penumbra, así que se los frotó. ¿Lo había soñado todo? No.
Veía la seda plisada bajo el dosel de su cama, y al incorporarse vio la bonita habitación a la que la
había traído el marqués de Rothgar. Alguien había cerrado las gruesas cortinas de la ventana, pero
la luz que se veía por los resquicios de cada lado indicaba que todavía era de día.
¿Cómo había podido simplemente acostarse? ¿Qué tipo de comportamiento era ese?
Se bajó de la cama y vio la jarra de cristal con agua en la mesilla, lo que la hizo tomar conciencia
de la sed que tenía. Sirvió agua en el vaso y se lo bebió entero. Luego bebió otro y otro hasta que
se acabó el agua.
Eso le provocó otra necesidad. No había orinal debajo de la cama, pero encontró un retrete de
asiento detrás de una cortina de seda y lo usó. Pero en el lavabo no había un jarro con agua, y
seguía sucia. Se ruborizó al ver las manchas de polvo que habían dejado sus pies en las sábanas
limpias.
Entonces vio que no estaba su ropa. Recordó que se la quitó y que lo dejó caer todo al suelo.
Hizo un mal gesto; ahora una criada sabía que la hija bastarda del marqués era una guarra. Esa no
era la entrada que había esperado hacer.
Si hubiera continuado con lady Sodworth posiblemente habría llegado ahí con su hábito. No
habría estado particularmente limpio, pero tendría cierta dignidad. Aunque claro, a los ingleses no
les caían bien los papistas. Movió la cabeza al recordar que dejó el crucifijo y el rosario en el
bolsillo de la chaqueta de Robin. ¿Qué utilidad podrían tener para él?
«Robert Cockcroft —se dijo—, hombre serio, sobrio, de Cornualles.»
Abrió las cortinas para dejar que entrara la luz, pero continuó sin ver su ropa. Pero vio una bata
marrón sobre una silla, así que se quitó la raída camisola, se puso la bata y fue hasta el hogar a
tirar del cordón.
Entonces vio el papel doblado sobre la repisa, y su nombre escrito encima.
Alargó la mano para cogerlo y se dio cuenta de que al lado estaba el broche de camafeo, su
devocionario y unas pocas monedas: el contenido de sus bolsillos. ¿Qué habría hecho con su ropa
la criada?
Pasó el dedo por la forma del petirrojo en relieve del camafeo, pensando si eso traicionaría a
Robin, pero comprendió que pensar eso era demasiado rebuscado. Para cualquier otra persona
sería simplemente un pájaro. Cogió la carta y supo que era de su padre ya antes de ver el sello,
con la clara impresión de una R.
R de «Rothgar», R de «Robin»
¿Sería una R la letra del anillo de sello de Robin?
Desechó la idea. Un sello no lleva la inicial del nombre de pila de una persona.
Desdobló el grueso papel, recordando el de mala calidad que usó en Speenhurst. Robin debería
haber recibido su carta el día anterior. ¿Haría lo que le pedía y dejaría de buscarla?
Una letra clara y pareja, como la de Robin, pero formaba líneas más apretadas.

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Mi querida hija:
El día de fiesta la familia come por la tarde de manera informal, ya que el personal
ha estado ocupado todo el día. Si te sientes capaz de reunirte con nosotros a las seis y
media, estaremos encantados, pero si prefieres pasar el resto de la tarde tranquila en
tu habitación, oiremos tus aventuras mañana.
Recuerda, debes pedir lo que sea que desees. Te hemos encontrado algo de ropa,
que espero te baste por el momento.

Firmaba simplemente Rothgar.


Volvió a leerla, deseosa de una comprensión más profunda. Era algo formal, pero claro, no
existían directrices sociales para esa situación. Las seis y media. Paseó la mirada por la habitación
pero no vio ningún reloj.
El devocionario contenía sus pruebas: el dibujo de un ojo y la carta de su madre. Tal vez no los
necesitaría, pero de todos modos cogió el libro y miró alrededor buscando algo con qué cortar
para sacar los papeles.
Sonó un golpe en la puerta.
Acababa de dejar el devocionario en la repisa cuando entró una criada y se inclinó en una
reverencia.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
—Casi las seis de la tarde, señorita.
La chica tenía las mejillas sonrosadas y la constitución robusta de los Gainer, pero por delante
de su pulcra cofia con volantes asomaba pelo rubio.
Se tocó la cabeza; había desaparecido su cofia, dejando a la vista su pelo corto. Tal vez por eso
la criada la miraba con curiosidad. La había llamado «señorita». ¿Qué nombre le habrían dicho a
los criados? Parecería que estaba loca si lo preguntaba.
—Necesito lavarme y cambiarme —dijo, vacilante; pese a la nota del marqués, no sabía cuáles
eran sus privilegios—. Bañarme, si es posible —añadió, aunque eso podría ser demasiada
imposición con tan poco tiempo de aviso.
—Sí, señorita.
—¿Rápido?
—Sí, señorita.
Haciendo otra reverencia, la chica salió, y Petra levantó las manos. Debería haberle dicho que
debía estar lista en menos de media hora. ¿Qué le pasaba? Se había criado con criadas que le
daban todo lo que deseaba, ¿por qué, entonces, no decir claras las cosas ahí?
La criada volvió muy pronto, entrando por una puerta que ella no había visto porque se fundía
con los paneles blancos de la habitación.
—Está listo su baño, señorita.
—¿Ya?
—Sí, señorita.
—¿Tu nombre?
—Susanna, señorita.

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8° de la Serie Los Malloren

—Entonces, llévame a mi baño, Susanna.


—Por aquí, señorita.
—¿La habitación contigua es un cuarto de baño? —Su vestidor, señorita.
Petra entró en el cuarto, que ya estaba caliente por el fuego del hogar. No era muy grande;
había roperos y dos cómodas, y en el centro estaba la bañera, pero no era una transportable para
la ocasión, sino una metida dentro de un mueble, una caja de brillante madera.
De la bañera salía vapor.
—¿Cómo se hace esto tan rápido?
—Siempre hay agua caliente, señorita, y el marqués inventó una manera de hacerla llegar a los
vestidores.
Petra estaba asombrada, pero no vaciló en quitarse la bata y subir los peldaños. Cuando se
sumergió en el agua, que estaba a la temperatura ideal, exhaló un suspiro de placer.
—Qué delicioso es esto —dijo, y cayó en la cuenta de que lo había dicho en italiano, pero
bueno, la chica entendería lo que había querido decir.
El interior de la bañera estaba decorada con flores pintadas, que a medida que ella se quitaba la
suciedad de días de viaje fueron desapareciendo de la vista, por el agua sucia.
Como en Montreuil.
«No pienses en Montreuil.»
Robin bañándose muy cerca; se había imaginado su cuerpo desnudo. Después fue su amante,
pero de eso sólo recordaba unos firmes músculos, una vida intensa y un cegador placer. «Ay, Dios,
no recuerdes ese placer.»
—¿Tiene frío, señorita? ¿Quiere que eche más agua caliente?
¿Se había estremecido?
—No, no. Gracias, pero debo darme prisa. Lávame el pelo, por favor. Es corto y no tarda mucho
en secarse.
«No recuerdes. No recuerdes nada. Robert Cockcroft, hombre sobrio y pacífico de Cornualles.»
No tardó en salir de la bañera y envolverse en la toalla que le sostenía la criada. Ese baño lo
consideraría un bautismo, una transición a una nueva vida, la vida nueva que deseaba su madre
para ella.
Rápidamente se puso la camisola limpia, una de finísimo linón, adornada con encaje. Se ató un
nuevo par de bolsillos, luego la chica le ató los lazos del corsé, prenda que no había usado desde
hacía años, pero que la ciñó como un abrazo de conformidad. El corsé era bonito también, la tela
exterior a rayas y adornado con encaje. Las medias, en cambio, eran sencillas, de práctico algodón,
sujetas por ligas de cinta marrón trenzada. A continuación venía otra prenda que no usaba desde
hacía años: miriñaque con aros de mimbre para ensanchar la falda.
Al tiempo que se vestía, recordaba. Faldas de seda con bordados, flotando y meciéndose
mientras ella bailaba y coqueteaba; una jovencita muy segura de su lugar en su mundo y de sus
encantos.
Desvió los pensamientos a la elección entre los tres vestidos que le habían dejado. El verde le
recordaba demasiado a Robin. El rojo le pareció demasiado espectacular. Eligió el azul celeste con
finísimas rayitas blancas. Le pareció recatado.

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Se puso la enagua blanca y luego el vestido, cuyo corpiño era cerrado pero la falda abierta por
delante. «Como el vestido que me compró Robin.»
Desechando el pensamiento, se miró en el largo espejo. Por fin parecía una dama, a no ser por
el pelo. En alguna parte un reloj dio la media, sobresaltándola.
—Debo bajar. ¿Zapatos?
Dondequiera estuvieran los de ella, no eran apropiados para ese vestido. «Comiendo con Robin
con los pies descalzos.»
—Creo que estos le quedarán bien, señorita —dijo la chica, pasándole unos zapatos sin talón,
de tacón pequeño y el empeine revestido de seda azul.
Petra se los puso.
—Sí, me quedan bien. Gracias. Ahora necesito a alguien que me guíe para bajar a... adónde va a
comer la familia.
—Fuera hay un lacayo esperando, señorita.
—Ah, sí. Gracias.
Volvió a comprobar su apariencia en el espejo y entonces cayó en la cuenta de que ya llegaba
con retraso. Pero tenía que hacer una cosa, fuera prudente o no. No tenía tiempo para sacar sus
pruebas del devocionario, pero de todos modos entró a toda prisa en el dormitorio, cogió el
broche de camafeo y se lo prendió en medio del corpiño, para que le diera valor.
¿Un petirrojo para dar valor? Tanto como se lo daría una mariposa.
Se acordó de cuando él le dijo su nombre. «Robin.» «¿El pajarito petirrojo?», preguntó ella.
«Alegre y amistoso», dijo él, añadiendo el desafío de que había sido su amigo. Y entonces fue
cuando la embromó diciendo que ella era su Sparrow [su gorrión], el que mató a Cock Robin.
Esa predicción casi se había hecho realidad a la salida de Folkestone. Ella se encargaría de que
nunca volviera a ocurrir algo similar.
Enderezando la espalda, salió del dormitorio. Ahí estaba un lacayo de librea simulando que era
una estatua. Le pasó por la cabeza la idea de que necesitaba decir unas palabras mágicas, y
finalmente dijo:
—Estoy lista.
Él inclinó la cabeza y echó a andar. Ella lo siguió, tratando de revivir a la contessina Petra
d'Averio, que daba tan por descontados a los criados y a la ropa elegante que casi no se fijaba en
ellos.
Lo siguió por el corredor hasta la escalera principal, bajaron al vestíbulo de mármol, lo
atravesaron y llegaron a una puerta, que él abrió. No la anunció, así que ella continuó sin saber
quién creían los criados que era.
Se encontró ante una habitación relativamente pequeña en la que estaban reunidas un buen
número de personas, y vaciló. Todos se giraron a mirarla. Llamando en su auxilio a la contessina,
entró e hizo su reverencia.
Lord Rothgar ya iba caminando hacia ella, con expresión afectuosa y relajada. La cogió de la
mano y la presentó:
—Una encantadora nueva miembro de nuestra familia. Mi hija Petra.
Todos le sonrieron, dándole la bienvenida.

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8° de la Serie Los Malloren

—Ahora que he visto el retrato —dijo lord Bryght—, comprendo por qué no dudaste, Bey.
¿Bey?
Nadie parecía horrorizado por ella, pero ¿cuál era su esposa? Una mujer de pelo castaño se le
acercó a besarla.
—¡Querida mía! Todo esto debe de resultarte muy alarmante, pero eres muy bienvenida.
Aunque no sé si estoy preparada para ser una madrastra, sobre todo de alguien sólo un poco
menor que yo. Espero que me llames Diana. Permíteme que te presente a la familia.
Petra comprendió que toda esa parrafada tenía el fin de tranquilizarla, pero no pudo evitar
buscar hostilidad y trampas ocultas.
Con toda su encantadora sencillez, lady Rothgar era una gran dama que estaría bien versada en
azucarar venenos.
—Creo que ya conoces a lord y lady Bryght.
—Portia —dijo la sonriente joven menuda a la que conoció en el jardín.
—Y ellos son lord y lady Steen. Hilda es hermana de Rothgar.
Petra se inclinó en una reverencia ante una mujer de pelo color bermejo y un hombre de pelo
castaño que no tenía en absoluto el aura de la alta aristocracia. Lady Steen, que al parecer estaba
remendando un calcetín de niño, dijo:
—Bienvenida a esta casa de locos, querida mía.
Locos.
—Hilda —la regañó Diana sonriendo, y la hizo avanzar a ella—. Lord y lady Brand Malloren.
Brand es otro de los hermanos de Rothgar, y Rosa es mi prima. Como ves, hay Malloren morenos y
Malloren pelirrojos.
Y claro, lord Bryght y lord Rothgar eran morenos, y lady Steen y el hombre Brand eran
pelirrojos.
Sonrió, pero se sintió estremecida. En realidad lord Brand no se parecía mucho a Robin, pero
bastaron una cara bien formada, un pelo suelto dorado y unos ojos azules sonrientes para hacerla
pasar un momento de conmoción y anhelo.
—Hilda tiene razón —dijo Rosa—. Lleva un tiempo adaptarse a los Malloren.
Rosa era una joven llenita y guapa, aunque una lamentable cicatriz en una mejilla le deformaba
un poco la cara. Pero a ella no parecía afectarla, y su sonrisa era cálida.
—¡Eso no es merecido! —dijo Portia—. Para un Malloren... —... todo es posible —terminaron
todas las mujeres.
—Pero claro, es realmente Bey —terminó Portia. ¿Bey?, pensó Petra otra vez.
—Petra ya es una Malloren —dijo lord Rothgar con un fingido ceño—, y está a la altura del
lema, porque lo ha hecho todo posible al venir aquí. Me parece que sus aventuras son
extraordinarias.
A Petra le pareció que lord Steen emitía un gemido, pero cuando miró sólo vio buen humor y
bienvenida. Se arriesgó a preguntar:
—¿Bey?
—Nuestros nombres son todos de antes de la Conquista —explicó su padre—. Al ser el primero,
me pusieron Beowulf.

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8° de la Serie Los Malloren

—A veces lo amenazo con llamarlo Wolf [Lobo] —bromeó su esposa.


—No soy un predador.
—No —dijo lord Bryght—, pero no puedes negar que eres un potentado.
—¿Y eso no os ha servido bien a todos? No hagas caso a esta gente irreverente —le dijo lord
Rothgar a Petra, llevándola hasta una mesa—. Encontré más retratos.
Petra vio el retrato en miniatura que había visto antes, y luego otro de más o menos media
yarda de alto del mismo periodo, y luego uno muy bueno a lápiz que era tal vez el que lo captaba
con más fidelidad; captaba su juvenil seguridad en sí mismo, con un toque de altanería que la
intensificaba más aún, y un entusiasmo por la vida en sus luminosos ojos. Pero había algo más, la
insinuación de una potente inteligencia, en los ojos y en la frente ancha. No era de extrañar que su
madre hubiera perdido la cordura por él.
Como la perdió ella por otro joven mágico.
—Yo también tengo un dibujo —dijo—, pero sólo de un ojo.
—Ah, sí —dijo él, y sonrió pesaroso—. Yo tenía uno a cambio, pero he de confesar que no sé
qué se hizo de él.
Mientras que su madre conservó ese como un tesoro. El amor no siempre es recíproco, y eso
debía tenerlo presente.
Entró un lacayo a anunciar la cena. Lord Rothgar le cogió la mano y la llevó hacia la puerta.
—Nos encantará oír tu historia mientras comemos, querida mía, pero si deseas esperar,
simplemente dilo.
—Estaré feliz de contarla —contestó ella, dirigiéndose a todos—, pero debéis avisarme si os
aburro.
—Imposible imaginarlo.
El comedor era de tamaño moderado, lo que la hizo pensar que debía haber uno grande
también. Incluso así, ese daba cabida al doble de las personas que eran. Lord Rothgar la hizo
sentarse a su derecha, y ella cayó en la cuenta de que era una incómoda novena. Entonces un
hombre de edad madura se sentó en una silla desocupada.
—Él es el señor Carruthers, Petra —dijo el marqués—. Es mi valiosísimo secretario, y sólo
tendré que darle todos los detalles después, sobre todo si hace falta entrar en acción.
Petra saludó al hombre canoso, pero recelosa. ¿Sería él el Varzi de su padre?
El secretario sonrió:
—Y pensar que estábamos comenzando a aburrirnos.
Como dijera su padre, no había criados sirviendo. La comida fría estaba repartida por la mesa y
en un aparador, y todos se servían entre ellos. Cuando todos tuvieron la sopa fría, en el plato, la
invitaron a contar su historia.
Comenzó con Ludovico, reconociendo cierta tontería, pero no todo. Habló de la muerte de su
padre y de su traslado al convento.
—¿Te metiste a monja? —preguntó Portia, asombrada.
Ella intentó explicar qué eran las Hermanas de Santa Verónica, pero esos protestantes parecían
principalmente confusos.

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8° de la Serie Los Malloren

—¿Es tu vocación? —preguntó lord Rothgar, y ella detectó pena en su voz, aunque él intentó
disimularla.
—¿Ser monja? No, señor, pero creo que siempre me interesará el bienestar de los pobres. Es
necesario.
Él asintió.
—Continúa.
Mientras se pasaban entre ellos fuentes con pastel de carne y con ensaladas, ella relató lo de la
enfermedad de su madre y sus desesperados planes para que ella escapara. Cuando mencionó a
lady Sodworth vio en sus expresiones la misma falta de reconocimiento que viera en la cara de
Robin.
—Ah —dijo entonces el marqués—. ¿Una pareja maleducada? ¿Él es mercader? ¿Ella es joven y
chillona?
—El omnisciente —gimió lord Bryght, y se lo explicó a ella—: Tiene esa fama.
Petra deseó sinceramente que esa fama fuera exagerada.
—Reside en Bristol, pero ha estado en la corte —dijo su padre, a modo de irónica explicación
de por qué los conocía—. Si lady Sodworth te ayudó, Petra, se merece nuestra buena voluntad.
Sintiendo un vuelco en el estómago, ella recordó el encuentro en Nouvion. ¿Y si lord Rothgar
programaba un encuentro? La mujer mencionaría a Robin Bonchurch de Derby.
Eran muchas las trampas que debía sortear.
En todo caso, ese era un peligro teórico, y no podía hacer nada al respecto. Por el momento,
decidió no darle a su padre ningún motivo para tener malos sentimientos hacia los Sodworth, así
que contó su huida con el señor Cockcroft atribuyéndola totalmente a que había visto a Varzi.
—¿Cockcroft? —dijo lord Bryght—. No sé de nadie con ese apellido.
—Yo tampoco —dijo Rothgar—. Pero si viajaba en coche de posta con dos criados, debe de
tener cierta riqueza. ¿Tú dirías que es un caballero, Petra, o un mercader rico?
A ella le habría encantado convertir a Robert Cockcroft en un mercader, pero estaba segura de
que después se tropezaría con eso.
—Caballero, creo.
—¿Noble?
Ahí vaciló. Estaba ese viejo anillo con el sello y su familiaridad con las familias francesas
importantes, como los Guisa, y además él dijo que era de cuna noble. Pero en cualquier país los
nobles se conocen entre ellos, así que eso representaba un buen peligro.
—Él me explicó que en Inglaterra un hombre puede recibir el simple trato de «señor» y ser de
cuna noble.
—Cierto. Así que él te dio esa impresión, ¿verdad? ¿Cockcroft? Un enigma.
—Un placentero bocado para ti, Bey —intervino su hermana Hilda en tono irónico. A Petra le
dijo—: Le encanta resolver rompecabezas complicados. No podrías haberle traído nada mejor.
—Tal vez usó un nombre falso —dijo lord Brand, entrando en el juego.
—¿Porque no andaba en nada bueno? —conjeturó Rothgar.

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Secretos de una Dama
8° de la Serie Los Malloren

—No necesariamente. Conozco a unos cuantos hombres con título que prefieren viajar con
sencillez, aquellos que encuentran que las atenciones que se atraerían no merecen la pena. Ashart
es uno. Huntersdown es otro. Yo mismo lo he hecho un par de veces.
—Muy bien. Nos vamos a reservar el juicio sobre su identidad y su rango. Continúa, querida
mía.
No lo estaba haciendo nada bien, pero contó el resto de su aventura, cuidando cada palabra a
la vez que intentaba ser creíble. La aventura en casa de madame Goulart causó asombro y
admiración, sobre todo por la actuación de ella.
—¿De veras eres hábil en el manejo de las pistolas y la espada? —le preguntó Diana.
—Muy poco. Agradezco no haber tenido que usarlas.
De ahí se saltó el viaje y pasó a Boulogne.
—¿Esos hombres te capturaron en una posada, Petra? —dijo lady Steen—. Qué terrible.
—Fue aterrador, pero escapé — «no menciones a Coquette»—, y el señor Cockcroft me
encontró. Entonces subimos a bordo del barco que él había alquilado...
—¿Nombre? —preguntó lord Rothgar.
—¿Perdón? —preguntó ella, mirándolo.
—El nombre del barco.
—Ah. —Estaba tan nerviosa que no pudo inventarse nada—. El Courlis.
—El Curlew [Zarapito] —dijo él, asintiendo.
No dijo que era posible encontrar el barco, pero ella sabía que sí; era de esperar que a Robin se
le hubiera ocurrido sobornar al capitán Merien para que no dijera nada. Estaba armando un
enredo desastroso, pero no lograba ver una manera mejor. Pasó a contar lo de Folkestone y los
contrabandistas, fingiendo que no sabía sus nombres.
—No te preocupes —dijo su padre guiñando los ojos—, no les haremos caer encima el peso de
la ley.
Petra se lo agradeció con una sonrisa.
—Me gustaría recompensarlos, porque todos fueron muy amables.
No podía mencionar al «capitán Rose», porque aunque seguro que era un nombre falso, podría
llevar directamente a Robin. Decir la dirección, la posada Black Swan de Stowting, sería fatal. No
podía hablar del duelo, porque ellos podrían saber que uno de su clase había sido herido
recientemente. Tratando de disimular su terror, dijo:
—Poco después que salimos de Folkestone nos separamos, porque el señor Cockcroft tenía un
asunto urgente en Cornualles. Su madre está enferma. Me explicó lo de las diligencias y esas
cosas, y me dio dinero para el viaje. Al final tuve que caminar, porque era domingo.
—Una historia asombrosa, Petra —dijo lord Steen, tal vez con un deje de escepticismo—. Hay
que felicitarte por tu iniciativa.
—O, hablando como padre, castigarla por su imprudencia —dijo lord Rothgar.
Petra se crispó, pero al parecer era una broma.
—Eso es injusto, Bey —dijo Portia—. Si Petra no se hubiera ido con ese tal Cockcroft, habría
ganado el horrible Varzi.
—Mi esposa es algo impulsiva —dijo lord Bryght.

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Ella le golpeó el brazo.


—Y Petra consiguió liberarse cuando la capturaron —añadió Rosa—. Qué valiente.
Entonces lord Rothgar la miró.
—Dijiste que uno de los hombres de Varzi murió en Inglaterra.
Petra sintió bajar hielo por la columna. ¿Dijo eso? Sí, en la primera conversación con él cuando
llegó.
—Ooh, ¿me salté eso? Estaba vigilando el camino a la salida de Folkestone y trató de
detenernos, pero uno de los contrabandistas lo golpeó en la cabeza con una porra.
—Un tipo de villano muy descuidado —comentó lord Brand.
—Y es raro olvidar eso —dijo lord Bryght.
A Petra le ardieron las mejillas, las tenía rojas, seguro.
—Ocurrió muy rápido. Ro... —maledizione—, el señor Cockcroft se lanzó a combatir con él,
pero iba perdiendo. Fue una suerte que el contrabandista tuviera una porra.
—Mucha suerte —dijo su padre, sin dar señales de que dudara de ella—. Pues espero encontrar
a este señor Cockcroft para recompensarlo.
Petra lo dudó mucho. Detectó algo no muy sincero en su tono.
—Debes darle a Carruthers todos los detalles posibles, querida mía. ¿Como el nombre de pila
del caballero, tal vez? Claro, había captado su desliz.
—Robert, creo —dijo, tratando que el tono fuera de lo más inocente.
—Excelente. Ahora debemos volver la atención al desagradable signor Varzi. Es necesario
detenerlo.
—Bey —dijo Rosa—, sé que no lees las partes menos serias de los diarios, pero juraría que en el
de ayer vi un anuncio que mencionaba ese apellido. No lo leí con mucha atención pero el apellido
me sonó raro. Alguien ofrece una recompensa por cualquier noticia acerca de ese hombre, creo, y
dice algo de un ataque.
—Una lección para mí: debo leer cada palabra —dijo lord Rothgar—. ¿Carruthers?
El secretario ya estaba saliendo del comedor.
—¿Quién busca a nuestro villano, entonces? —preguntó el marqués.
—Cockcroft, supongo —dijo lord Steen en tono soso, como quien pone fin a un juego.
—Cockcroft —concedió el marqués—. Mi querida Petra, parece que tu protector no te ha
abandonado del todo.
Por su mirada quedaba claro que estaba haciendo conjeturas.
—Pero si no me abandonó. Una madre enferma debe ser una prioridad. No logro imaginarme
por qué se tomaría el tiempo en hacer esto.
Pero sí se lo imaginaba, sí. «Oh, Robin, fiel protector hasta el final, pero lo estás estropeando
todo.»
—Nos encargaremos de este Varzi —dijo lady Rothgar, como si el arresto del hombre fuera
indudable—, pero también debemos decidir cómo establecer a Petra en su nueva vida con el
menor alboroto posible.
—No deseo causaros problemas —dijo Petra.

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—Rothgar se alimenta de problemas —dijo Steen—. Bien podrías darte por vencida.
—¿Estarías dispuesta a adoptar mi apellido? —le preguntó el marqués.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Convertirme en una Malloren?
—Eres una Malloren, pero si te presento al mundo como señorita Petra Malloren, no habrá
ninguna duda respecto a mis sentimientos en el asunto. Además, eso reconoce la verdad de tu
origen, que podría no gustarte, pero el parecido entre nosotros es extraordinario. No tanto ahora,
por supuesto, pero hay bastantes personas que recuerdan mi alocada juventud.
—Hay una alternativa, Petra —dijo Diana—. Podrías continuar siendo la contessina Petra
d'Averio, y nosotros te patrocinaríamos la entrada en nuestro mundo como amigos de tu familia.
—Sonrió—. Elijas lo que elijas, dudo que tu apellido continúe mucho tiempo sin cambiar.
¿Matrimonio? Uy, no, en ese momento no podría ni pensarlo.
—No lo sé —dijo—. La verdad se sabe en Milán y finalmente llegará aquí. No lo de la identidad
de mi padre, sino que no soy hija legítima del conde di Baldino, por lo tanto —contuvo las
lágrimas—, la reputación de mi madre ya está arruinada.
—Parece que tu hermano te ha repudiado —dijo lord Rothgar—, pero si adoptas mi apellido
eso asegurará que él no pueda molestarte nunca más.
Petra hizo una honda inspiración.
—Entonces elijo ser Petra Malloren, señor, y gracias.
—Me honras —dijo él.
Palabras inocuas, pero de repente se le llenaron de lágrimas los ojos, por los recuerdos de
Robin, del cielo y del infierno.
—¡Uy, cariño! —exclamó Diana, corriendo a abrazarla y ofrecerle un pañuelo.
Petra se salvó de la vergüenza total por la vuelta del secretario con un buen número de diarios
algo a mal traer.
—Los pasamos a la sala de los criados —explicó su padre, abriendo uno y comenzando a mirar.
Los demás estaban haciendo lo mismo, simplemente apartando los platos y copas, sin la menor
ceremonia.
—¡Aquí está! —exclamó Portia, y leyó—: «Recompensa. Por cualquier información que lleve a
la localización de un tal signor Varzi, de Milán, que ha llegado recientemente a Londres y es
sospechoso de haber participado en un ataque a plena luz del día contra un caballero en Kent. Es
de estatura media, constitución obesa, pelo canoso y escaso». He de decir que no parece
peligroso. ¿Este es tu terrible villano, Petra?
—Sí, así es.
Portia se encogió de hombros y continuó leyendo:
—«La información se recibirá y recompensará en el bufete de Grice and Hucklethwait, Chancery
Lane».
—Excelente —dijo lord Rothgar.
No dijo que al día siguiente enviaría a alguien a ese bufete a buscar información; no necesitaba
decirlo. Pero probablemente eran los abogados de Robin, y eso lo llevaría directamente a él.
«Lo siento, Robin. Lo intenté.»

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Los demás ya habían encontrado el anuncio, lo que no añadió ninguna información nueva. Las
animadas elucubraciones fueron interrumpidas repentinamente por Diana:
—El baile de máscaras en Cheynings.
—Ah, sí —dijo Portia.
—Será interesante —dijo su padre.
Recelosa, Petra esperó a que se lo explicaran. Y Diana se lo explicó:
—El primo de Bey, el marqués de Ashart, se ha pasado mucho tiempo haciendo obras de
reparación y renovación en su casa familiar. Para celebrar la conclusión de las obras, va a ofrecer
un baile de máscaras veneciano. ¿Cuándo? ¿Dentro de dos semanas o algo así? Creo que ha
contratado a la señora Cornelys para que se lo organice, de modo que sea correcto en todos los
detalles. Es veneciana, ¿sabes? Era cantante de ópera, pero ahora ofrece este tipo de fiestas en
Londres, durante la temporada.
¿Teresa Cornelys? ¿Podían enredarse más aún las cosas?
—El tiempo que falta es perfecto —continuó Diana—. Es el suficiente para que te acomodes en
la familia y te adaptes a las costumbres inglesas, y también para poder evitar atraer la atención de
la sociedad. Si podemos mantener en secreto tu llegada, el baile de máscaras será la ocasión
perfecta para presentarte al mundo.
—Y guardar secretos es otro de los talentos de Rothgar —dijo lord Steen.
Tal vez no le tenía tanto afecto a su cuñado como el resto de la familia, pensó Petra.
—Y tú nos puedes aconsejar, Petra —dijo Portia alegremente—. ¿Has asistido a bailes de
máscaras en Venecia? Bey sí, y Bryght, pero ninguna de nosotras.
—Sí, por supuesto —contestó ella, teniendo buen cuidado de no mirar a su padre.
Fue en uno de esos festivales venecianos cuando él conoció a su madre y fue concebida ella.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2299

El lunes por la tarde llegó Thorn a visitar a Robin diciendo:


—Hay algo, tal vez.
—¿Sobre Petra? ¡Por fin!
—Sobre Varzi. De Grice and Hucklethwait. Un cliente de una cafetería de Fernleigh Street, la
Arabian, ha informado que un caballero que ha tomado habitaciones ahí podría ser nuestra presa.
Asegura que es un profesor español, de apellido Garza, pero este cliente ha hablado con él y
encuentra que su acento no es español.
—Y Garza se parece a Varzi.
—Lo que podría inducir a error —advirtió Thorn—. Pero Garza lleva una peluca de pelo corto
que un día se le ladeó cuando alguien le dio un empujón. Bajo la peluca su pelo es canoso y
escaso. No es improbable, debo señalar.
—Sólo que la mayoría de los hombres que llevan ese tipo de peluca son calvos o se afeitan la
cabeza. Esto hay que investigarlo.
—Hay más. La cafetería sirve también de puesto de correos, pero las cartas simplemente se
dejan en una mesa lateral. Este hombre cree, sólo cree, haber visto a Garza cogiendo una carta de
ahí. Pero preguntó y el dueño de la cafetería le dijo que no había visto ninguna carta con ese
apellido.
—Podría ser nada, pero hay que investigarlo —dijo Robin, con creciente entusiasmo—. ¿Cómo
lo organizamos?
—¿Informar a las autoridades como habíamos dicho?
—Yo lo conozco. Puedo asegurarme de que es él.
—Es peligroso.
—Tendré cuidado —dijo Robin, sentándose a escribir una rápida nota.
—¿Cómo puedes escribir rápido con letra tan clara y líneas tan rectas?
—Mi único talento.
—¿Quién es el afortunado destinatario?
—Christian. Una vez que confirme su identidad, les daré a los militares el honor de arrestarlo
por sospechoso de espionaje. Con eso lo tendremos preso un tiempo, lo que duren las
formalidades normales.
—Una solución sólo temporal.
—Entonces intentaré que lo condenen por el ataque en las afueras de Folkestone y lo cuelguen.
Enviaron a unos hombres al Arabian a ver si estaba ahí el señor Garza. Si estaba, debían
quedarse a observar, y seguirlo si salía. Cuando llegó el mensaje diciendo que se encontraba en su
habitación, ya había llegado Christian.
—Lo arrestaré —dijo—, pero es de esperar que no tenga algún tipo de credenciales
diplomáticas. Y prefiero que te mantengas fuera de esto.
—Yo puedo reconocerlo —dijo Robin—. No te preocupes, iré armado.

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—Lo que esperas es tener un pretexto para dispararle —dijo Christian.


—¿Eso es irracional?
—No, pero ¿le has disparado a alguien alguna vez? Robin tuvo que reconocer que no.
—No es tan fácil como podrías imaginarte, aun en el caso de que el contrincante sea
absolutamente malvado. Y siendo tan mayor como para ser tu padre..., recuerda que es un
hombre malo, Robin.
Robin recordó a Petra, a Coquette y el ataque a sus hombres.
—Ah, eso no lo olvidaré.
Menos de una hora después, entró cojeando en la cafetería, con el corazón algo acelerado.
Thorn iba a esperar un momento para entrar, y Christian ya estaba situando a sus hombres fuera,
por el lado de la fachada y por la parte de atrás. La clientela parecía ser la normal, de oficinistas a
caballeros, jóvenes y viejos, locuaces y callados. Muchos estaban leyendo los diarios que se
ofrecían ahí, y otros simplemente conversando. Le habría interesado saber cuál era el informante.
Apareció un camarero que se le acercó a preguntarle qué deseaba tomar, pero él preguntó:
—¿El señor Garza? ¿Qué habitación?
El hombre vaciló.
—¿Le digo que baje, señor?
—Prefiero subir.
Vio que algunos de los clientes miraban por encima de él y se giró, pero era Thorn, que acababa
de entrar e iba caminando hacia la mesa en que se ponían las cartas. Intentaba parecer un hombre
corriente, pero, como siempre, no le resultaba.
Volvió a girarse y vio que el camarero ya no estaba. Entonces lo vio desaparecer en lo alto de la
escalera. Lo siguió, maldiciendo a su pierna. El dolor le dificultaba especialmente subir la escalera.
Cuando ya estaba llegando arriba se encontró con el camarero que bajaba a toda prisa. El
hombre se detuvo, con los ojos agrandados.
—¿Qué habitación? —le preguntó Robin.
—No sé si...
Robin sacó su pistola.
—No seas tonto.
El hombre tragó saliva.
—La primera a la derecha, pero...
—Pero ya está saliendo por detrás —terminó Robin, al oír ruidos, y continuó subiendo—. ¡Es él!
—le gritó a Thorn.
Al llegar al corredor giró a la derecha y vio la espalda de un hombre, un hombre de traje oscuro
y peluca corta.
—¡Alto! —gritó, y no pudo resistirse a añadir—. La bolsa o la vida, signor Varzi.
El hombre se giró, con la pistola ya amartillada, y disparó.
Por puro instinto, Robin alcanzó a tirarse al suelo, de rodillas, maldiciendo el horrible dolor en
la pierna, ensordecido por el ruido del disparo y luego el del golpe de la bala en la madera, por
encima de su cabeza.

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Disparó.
Varzi se cogió el pecho con las dos manos, se agachó como para protegerse, con la expresión
más de sorpresa que de otra cosa, y por sus ojos pasó un destello de malignidad; luego se le
pusieron vidriosos y cayó desplomado.
Robin continuó donde estaba, con los oídos zumbando, la mente en blanco, hasta que volvió a
sentir el dolor en la pierna, y se la cogió. Por la escalera de atrás apareció un grupo de soldados
corriendo, rodearon a Varzi, y lo ocultaron de su vista. Entonces Thorn se arrodilló a su lado.
—¿Te ha herido? ¿Otra vez la pierna?
Robin casi no lo oía, pero sí le funcionaba el olfato; el hedor de la sangre y el excremento de
Varzi se mezclaba con el olor acre de la pólvora en ese estrecho espacio.
—¿Está muerto? —preguntó, y no oyó con claridad su voz.
—Absolutamente —gritó Thorn—. ¿Estás herido, Robin?
—No la bala. La pierna...
Movió lentamente la pierna con las manos hasta quedar sentado en el peldaño de arriba y la
pudo estirar, pero con eso se quedó de cara al grupo de personas que estaban subiendo para ver
lo ocurrido.
—Ayúdame a levantarme —le dijo a Thorn—, y sácame de aquí.
Thorn lo ayudó a ponerse de pie, pero ya estaba totalmente cerrado el paso por la escalera.
—Por atrás —dijo, y echó a andar, llevando a Robin y sosteniéndolo.
—¿Por qué no se me ocurrió que dispararía sin avisar?
—Porque era viejo y parecía inofensivo —dijo Thorn—. Christian te lo advirtió. Aprende la
lección y no la olvides.
A Robin ya se le habían despejado los oídos, pero eso empeoraba la cacofonía de voces. Ya
estaban cerca del cadáver.
—¿Has visto alguna vez una muerte violenta?
—No, a menos que cuente una ejecución en la horca —contestó Thorn.
Robin tuvo un atisbo del cadáver al pasar apretujándose por un lado. Tenía abiertos los brazos y
las piernas, y se le había caído la peluca, dejando a la vista el pelo lacio y cano. La muerte no tiene
dignidad, pensó.
—Yo vi la muerte del hombre de Varzi a las afueras de Folkestone, pero yo no lo maté. Tal vez
uno se acostumbra.
Una mano le apretó el hombro. Era Christian. Christian, que había luchado en batallas y
posiblemente estaba acostumbrado a ver morir.
—Hiciste lo que tenías que hacer, y con una puntería condenadamente buena, además. Directo
al corazón.
—Ciego instinto.
—Entonces tienes buenos instintos. Ese hombre era un malvado, insensible y cruel. Un perro de
mala raza.
—Al que uno simplemente le dispara —dijo Robin, irónico.
Christian le dio una palmada en la espalda, fuerte.

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—Recuerda cómo amenazó a tus hombres y habría secuestrado a tu damisela en apuros.


—Pero lo bastante mayor como para ser mi padre.
—Pues, lo bastante mayor para tener más juicio. Thorn, llévatelo y dale un coñac. Yo me las
arreglaré con el jaleo aquí y si puedo evitaré que aparezcan vuestros nombres.
Bajaron la escalera de atrás y salieron al aire fresco, y ahí Robin comenzó a sentirse mejor,
aunque creía que jamás olvidaría la visión de aquel hombre muriendo a sólo unas yardas de él.
Muriendo por su mano.
Dos soldados estaban montando guardia junto a la puerta. Thorn dejó a Robin con ellos y fue a
llamar a los portadores de la silla de manos. Cuando llegaron, Robin logró subir y se sentó,
poniéndose una mano en el muslo ensangrentado.
—Me sorprende que a estas alturas se me hayan soltado unos puntos desgarrándome la piel,
pero creo que eso es lo que ha ocurrido.
Thorn soltó una maldición y le ordenó a los hombres que fueran más deprisa.
Robin bajó las cortinas al pasar por en medio de la muchedumbre que se estaba aglomerando
fuera de la cafetería, oyendo los rumores.
—Espía extranjero...
—Asesino...
—Intentó matar a un duque...
—Los soldados lo derribaron...
Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. A veces dudaba de que hubiera una sola verdad
sólida en el mundo.

Su madre, rígida de furia y aflicción, insistió en examinarle la herida. Se habían soltado dos
puntos, dejando sangre seca y una hinchazón.
—¿Cómo has podido ir ahí a hacer algo así? Eres un conde. Debes comportarte como tal.
—¿Quedándome en casa mientras otros hacen mi trabajo?
—¡Ese trabajo, sí!
—Thorn también fue.
—¡Fa! Él no es mejor que tú, y encima no tiene hermanos, así que es peor. Todo esto tiene que
ver con esa mujer, ¿verdad?
—Creo que se me educó para que protegiera a los débiles.
—¡Fa! Ahora te quedarás en cama hasta que la herida esté totalmente curada.
Él le debía eso, así que dijo: —Sí, mamá.
—Y pronto te irás a casa, donde yo pueda impedir estas tonterías.
Y sí que debía ir pronto a Easton Court, a tomar el mando de su condado, pero todavía no. Aun
no estaba preparado para esa lucha, y necesitaba encontrar a Petra, para decirle que su enemigo
había muerto. Y otras cosas.
—A su debido tiempo —dijo, buscando un pretexto—. Debo dejar que se me cure la herida y
después tengo la intención de asistir al baile de máscaras veneciano de Ashart.

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A Robin no se le daba bien por naturaleza lo de ser un inválido, pero sus muchos amigos no
paraban de ir a visitarlo, dispuestos a jugar a las cartas con apuestas, a tocar música o
simplemente a comentar los últimos chismes que surgían en esa época del año. Nadie le llevaba
noticias de Petra d'Averio ni de alguna misteriosa beldad italiana con otro nombre. Podía estar
seguro de que Varzi ya no era una amenaza para ella, pero tenía que encontrarla. Tenía que estar
seguro de que estaba bien y era feliz.
Tenía que intentar persuadirla de que le diera otra oportunidad. Dados su comportamiento y
sus mentiras, comprendía que ella no se fiara de él. Nunca le impondría sus atenciones, pero no
soportaba no saber dónde estaba.
Desde la cama logró organizar búsquedas, comenzando nuevamente por la granja de los Gainer
y por Micklebury, pero las pesquisas no consiguieron nada. Puso vigilancia en la casa de Teresa
Cornelys, pero nada indicaba que Petra estuviera ahí. Thorn había vuelto a su propiedad y enviado
a sus hombres a hacer preguntas por todo Kent, pero Petra d'Averio había desaparecido sin dejar
rastro, como si no hubiera existido jamás. Lo único que tenía como prueba de su existencia eran
unos pocos y preciosos recuerdos: su crucifijo, su rosario y la carta manchada.
Su madre intentó elegirle un nuevo secretario, pero cuando él se negó a permitírselo, se
marchó a Easton Court. Lamentaba estar reñido con ella, pero tenía que establecer su autoridad,
aunque fuera poquito a poco. En cierto modo que no sabía definir, eso se lo debía a Petra. A ella le
habían impuesto un cambio, y lo enfrentó con fuerza, resolución y valor. Él podría intentar hacer
eso también.
Después que se marchó su madre se dedicó a entrevistar a candidatos para secretario, pero su
pensamiento estaba en Petra en todo momento. Así pues, cuando fue Christian a su casa a hacerle
compañía, le dijo:
—No estaré tranquilo mientras no esté seguro de que Petra está sana y salva.
—Si sigue preocupándote, ¿por qué no pones un anuncio? El otro dio resultado.
—No quiero poner a nadie a seguirle el rastro.
—No tienes por qué hacer eso. Escríbelo de forma que sea un mensaje para ella, pidiéndole que
te comunique que está segura.
Robin lo encontró interesante, pero objetó:
—¿Qué posibilidades hay de que lo lea? ¿Tú lees esas cosas?
—Muchísimas personas comentaban el anuncio por Varzi. Sólo tienes que complicarlo lo
suficiente, como para que la gente lo comente, y poner en él algo que capte la atención de ella.
—Al menos será divertido.
Con la ayuda de Christian y una botella de clarete para compartir, se le ocurrió la idea y
comenzó a escribir: «¿Quién mató a Cock Robin? No el gorrión con su arco y la flecha, sino un
pájaro que ha volado, con su honda y una piedra. Las noticias sobre este pájaro serán recibidas
generosamente por —sonrió—, el señor Goodfellow en la cafetería Arabian, Fernleigh Street,
Londres».
—Eso es algo arriesgado —dijo Christian.

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—¿Por qué? Quiero que Petra sepa que yo intervine en la muerte de Varzi, y necesito una
dirección donde ella pueda enviar un mensaje. Y por encima de todo —añadió, apurando su
copa—, necesito recibir ese mensaje.

El jueves por la mañana Portia entró en la sala de los tapices con un diario en la mano.
—¿Habéis visto esto? —preguntó.
Petra y Rosa estaban ahí sentadas bordando un delantal para Jenny, la hija de Rosa. Petra se
limitó a levantar la vista; Portia estaba obsesionada por los anuncios y avisos, buscando
significados ocultos en las solicitudes más simples de empleo o de ayuda para encontrar un perro
extraviado. Pero cuando Portia comenzó a leer en voz alta el anuncio, tuvo que dominar el impulso
de levantarse de un salto a coger el diario.
—«¿Quién mató a Cock Robin? No el gorrión con su arco y la flecha, sino un pájaro que ha
volado, con su honda y una piedra. Las noticias sobre este pájaro serán recibidas generosamente
por el señor Goodfellow en la cafetería Arabian, Fernleigh Street, Londres.»
Eso era un ruego, y algo más; le decía que Robin había tenido algo que ver con la muerte de
Varzi.
Pero claro. Ella ya sabía que a pesar de su carta él no habría dejado de intentar mantenerla a
salvo, y el sentimiento de culpabilidad y su silencio la habían estado royendo. Pero no tenía
ninguna manera de enviarle una carta en secreto. No salía a ninguna parte porque era necesario
que su presencia fuera un secreto hasta el baile de máscaras, y no estaba nunca sola.
—¿No lo encontráis misterioso? —preguntó Portia—. ¿Te acuerdas, Petra? A tu signor Varzi lo
mataron en la cafetería Arabian.
—¿Crees que hay una relación? —preguntó ella, porque tenía que decir algo.
—Es difícil ver cuál —dijo Rosa—. Tu Varzi ya está muerto y desaparecido del cuadro, y no tenía
nada que ver con pájaros, ¿verdad?
—No —dijo Petra—. Me imagino que es una especie de broma secreta entre dos personas, y la
cafetería es simplemente una coincidencia.
La muerte de Varzi se había comentado muchísimo en la casa, lógicamente, y con gran
satisfacción. Lord Bryght había supuesto que la cuestión fue obra de su hermano, aunque Rothgar
lo negó. Y ella se creía a su padre. En todo caso, parecía fastidiarlo que alguien se le hubiera
adelantado. Todos parecían aceptar la idea de que Varzi había estado involucrado en cuestiones
de espionaje para Austria, además de buscarla a ella, y que eso fue su perdición.
Ella no había logrado encontrar ninguna conexión con Robin en ninguno de los reportajes de los
diarios.
Lo mataron soldados a las órdenes de un tal comandante Grandiston. Haciendo ciertas
preguntas indirectas se enteró de que Grandiston era un experimentado oficial de la Guardia
Montada que había estado de servicio en la corte hasta hacía poco, por lo que no podría haber
estado viajando por el norte de Francia como Robin Bonchurch.
En un artículo elucubraban que Varzi tenía el plan de asesinar a un duque, tal vez a uno de los
hermanos del rey. Ciertamente, Robin no era uno de ellos.
Finalmente, llegó a aceptar que era pura coincidencia, pero ahora parecía que no.

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—¿Por qué Goodfellow? —musitó Portia, todavía intentando descifrar el anuncio.


—¿No es un personaje de Shakespeare? —preguntó Rosa amablemente, entrando en el
juego—. ¿El otro nombre de Puck?
—¡Robin Goodfellow! —exclamó Portia—. Sí, por supuesto. Eso encaja con la referencia a Cock
Robin. Ese poema va todo de pájaros. Pero me gustaría saber qué significa.
Robín, pensó Petra. Prueba clarísima.
—No va todo de pájaros —observó Rosa—. El toro toca la campana y la mosca lo ve morir. Creo
que una vez leí que es una especie de alegoría acerca de Walpole.
—¿Política? —dijo Portia—. ¡Aj!
Mientras las dos mujeres analizaban el anuncio y el poema de Cock Robin, Petra intentaba
encontrar una manera de contestar al ruego de Robin. Debía, pues de lo contrario, nunca estaría
en paz. De repente se le ocurrió una posibilidad. Esa tarde, a última hora, cuando ya nadie podría
ver una relación, le preguntó a su padre cómo podría enviar una nota de agradecimiento a la
señora Waddle.
—No sabe leer, pero su sobrino de la taberna Three Cocks sí sabe. Creo que ella va a estar
encantada de recibir una carta.
—Sin duda —dijo él, sonriendo—. Simplemente escríbela y la pones en la bolsa para el correo
en el vestíbulo. Se pagará aquí, así que ella no tendrá que pagar nada.
Daba la impresión de no sospechar nada, pero ella estaba cada vez más segura de que la fama
de sagacidad y omnisciencia de lord Rothgar era muy justificada. Estaba muy involucrado en los
asuntos de Estado, y empleaba a toda una plantilla de funcionarios simplemente para que lo
mantuvieran informado de los asuntos nacionales e internacionales. A esas personas podía
encargarles que consiguieran otras informaciones también.
Incluso a sus hermanos les resultaba difícil comprenderlo a veces. Ella no se engañaba
pensando que podría entenderlo.
Pero no lo creía capaz de rebajarse a romper un sello, así que se arriesgó. Ya tenía un escritorio,
provisto de todo lo que podría necesitar, entre otras cosas un flamante sello, con sus iniciales: PM.
Escribió la carta y añadió una posdata, pidiéndole a la señora Waddle que le pidiera al señor Hythe
que enviara la carta adjunta.
Entonces cortó por la mitad una hoja y en una parte escribió su sencilla carta a Robin:

Estoy bien, pero podría seguir siendo un peligro para ti, aunque Varzi ya haya
muerto. Eso te lo agradezco, porque ahora sé que tuviste parte en su muerte. Vuela
libre, por favor, Cock Robin, y evita a todos los gorriones, flechas y piedras. Petra.

Dobló el papel y lo selló igual que en la carta anterior, aplastando el lacre con el mango de su
sello y luego presionando con el dedo. Esta vez pudo besar el sello y, por lo que fuera, eso la
impulsó a dirigirla a Stowting, no a Londres.
La metió dentro de la otra y esta la selló bien, con su sello. Ya está. Era un riesgo, pero esperaba
que su padre simplemente pensara que le había escrito una carta larga a su benefactora.
Pero retuvo la carta en la mano, suspirando.

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¿Volvería a ver a Robin? Había esperado que se desvanecieran sus sentimientos por él, pero en
realidad estos echaban raíces más y más profundas día a día, alimentados por la esperanza. Al fin y
al cabo iba a entrar en la sociedad y fuera cual fuera su verdadero apellido o título, él pertenecía a
ese mundo. ¿Acaso no venía de vuelta de Versalles?
Tal vez, tal vez, podría hacerse realidad el sueño que tuvo en la granja Goulart. Tal vez algún día
podría encontrarse con él en un baile y ser debidamente presentados. Entonces podrían
conversar, mirarse a los ojos y coquetear.
Si él sentía por ella lo que ella sentía por él, si para él ella significaba algo más que una
responsabilidad de la que debía ocuparse, tal vez, tal vez, podrían hacer algo más, y sin deshonra
ni escándalo.
Tal vez a veces los sueños se hacen realidad.

—Y el tercer día me levanto de la cama —dijo Robin a Fontaine.


Había cumplido la promesa hecha a su madre, y ese sería el primer día, desde la muerte de
Varzi, que intentaría hacer sus actividades normales. Dio unas vueltas por la habitación; la pierna
no le dolía mucho.
—Creo que dejar que me pusieran puntos nuevos sirvió para que curara el resto también. Pero
los siento condenadamente tirantes.
—Tenga cuidado, por favor, señor —dijo Fontaine, revoloteando a su lado.
Había vuelto el día anterior y seguía dándole la lata con sus cuidados y atenciones. Coquette
también revoloteaba por su otro lado, como si pudiera servir de algo.
—¿No tienes ni idea de lo diminuta que eres? —le preguntó.
La mirada de Coquette bien podría querer decir no.
Cojeó hasta la ventana, sintiéndose más o menos normal. Desperezándose observó que el día
estaba moderadamente agradable, para ser Londres.
—Bajaré a desayunar —anunció.
Dado que eso no le causó ninguna molestia, se aventuró a llevar a Coquette a dar un corto
paseo, en el que se divirtió viendo las reacciones de la gente. Casi todas las personas con las que
se cruzaba miraban a la perrita como diciendo en silencio: «¿Qué es eso?».
Cuando volvieron a la casa le preguntó:
—¿Qué ocurrirá cuando te presente a mis verdaderos perros en Easton Court? Supongo que
esperarás gobernar el gallinero. —Se sentó exhalando un suspiro—. Todo esto está muy bien,
pequeña, pero todavía no he recibido ningún mensaje de Petra, y mientras no lo reciba no puedo
ocuparme del resto de mi vida.
Desechó ese pensamiento y pensó en los hombres que había entrevistado como candidatos a
secretario. Decidió fiarse de su instinto y eligió a un joven de Oxford entusiasta y muy inteligente
apellidado Nantwich, que estaba en la ciudad y listo para aceptar un puesto. Además, Nantwich
era hijo de un coadjutor de parroquia y necesitaba un buen puesto, y comprendió que eso fue lo
que lo decidió. Envió a buscar al joven y lo informó de su buena suerte.
Por la tarde se aventuró a ir a su club, en la silla de manos. Allí oyó a varios comentando el
anuncio de Cock Robin, algunos elucubrando acerca de lo que podría significar, otros quejándose

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de que hubiera personas que desperdiciaran tinta y papel en esas tonterías. La compañía ahí se le
hizo francamente aburrida, así que se fue al salón de Angelo a ver prácticas de esgrima.
El instructor se interesó por los detalles de su duelo en las afueras de Folkestone. Robin le
contó la historia y acabó haciéndole una demostración de algunos de sus movimientos. Paró
cuando se le quejó la pierna, pero ya comenzaba a pensar que pronto podría volver a ser una
persona normal.
Al día siguiente abrió una carta de Thorn, con la esperanza de que contuviera noticias de la
búsqueda. Cuando vio la misiva adjunta, el corazón se le saltó unos latidos. La dirección era
exactamente la misma de la anterior, y enviada desde Micklebury también, pero la escritura era
distinta. El papel y la tinta eran de buena calidad, por lo que estaba viendo la verdadera letra de
Petra, clara, levemente inclinada y con curvas en los extremos de las letras. La giró y vio que de
nuevo el lacre no llevaba sello. Como en la anterior, simplemente había presionado el lacre ya
menos caliente con un dedo o con el pulgar. Se veían claramente las líneas y curvas de las huellas
dactilares.
Seguía ocultando secretos, porque si disponía de ese papel y de esa pluma de buena calidad,
debía tener algún tipo de sello.
Tocó el lacre, y sintió un alarmante impulso de besarlo.
Pero el dedo que presionó podría ser de otra persona, se dijo, aunque sabía que era el de ella,
así que se rindió y lo besó. Después rompió el sello, desdobló el grueso papel y leyó:

Estoy bien, pero podría seguir siendo un peligro para ti, aunque Varzi ya haya
muerto. Eso te lo agradezco, porque ahora sé que tuviste parte en su muerte. Vuela
libre, por favor, Cock Robin, y evita a todos los gorriones, flechas y piedras. Petra.

No logró imaginarse por qué ella creía que seguía siendo un peligro para él, pero era evidente
que estaba bien y con personas que podían permitirse papel y tinta finos. Estaba claro que ella de
verdad deseaba que él dejara de buscarla. Podría ir a Micklebury e intentar seguirle la pista, pero
le había dejado claros sus deseos.
Le dolió terriblemente, pero debía respetarla, aun cuando le pareciera que nunca podría volver
a volar.

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8° de la Serie Los Malloren

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O 3300

Cada día lord Rothgar dedicaba un tiempo a enseñarle a Petra las diferentes partes de
Rothgar Abbey. Un día le dijo:
—¿Me permites que te lleve a ver mi verdadera obsesión?
Ella dijo sí al instante, aunque pensando que por fin vería el lado más oscuro de ese mundo. Lo
siguió y entraron en una sala en que se oía una desconcertante cantidad de tictacs, y entonces vio
a tres hombres en mangas de camisa totalmente concentrados en los mecanismos de unos relojes.
El joven que estaba sentado ante la larga mesa del centro levantó la vista y saludó con una
inclinación de la cabeza, sonriendo levemente; el otro ni siquiera miró, tal era su concentración en
lo que estaba haciendo con diminutas piezas de brillante bronce. El otro, un hombre mayor y bajo,
que estaba trabajando con algo más grande, dijo «Milord», y enseguida volvió la atención a su
trabajo.
—Relojes —dijo lord Rothgar—, de todas las variedades.
Por la forma como él tocó una de las piezas de uno, Petra comprendió que todo eso era una
verdadera obsesión, pero también un amor.
—Nunca me he fijado en un reloj —confesó—, sólo me fastidia que, se hayan olvidado de darle
cuerda.
—El mecanismo es fascinante y va mejorando constantemente. Me gustaría estar vivo dentro
de doscientos años para ver lo que se habrá conseguido entonces.
La llevó en un recorrido por la sala, pero calculando hábilmente el tiempo justo. Sin duda sabía
que muchas personas no compartían su gusto por las ruedas dentadas, los muelles y los péndulos.
Le aumentó el interés cuando llegaron a los juguetes mecánicos. Él puso a funcionar uno que
era un mono que tocaba un tambor, y luego a una dama que bailaba al ritmo de una música que
sonaba en una caja debajo de sus pies.
—Tengo a personas buscando estos juguetes rotos o descuidados, y yo los reparo.
—¿Esto lo haces tú? —preguntó ella, segura de que debía estar equivocada.
—Cuando tengo tiempo. Y a veces necesito ayuda —añadió, sonriéndole al hombre mayor, que
le correspondió la sonrisa—. Sólo soy un aficionado, pero claro, mi trabajo necesita un hogar.
Avanzaron otro poco y llegaron a un pájaro posado en la rama de un árbol; el pájaro estaba
cubierto por plumas, así que parecía de verdad. Él pulsó un botón y el pájaro cobró vida, moviendo
la cabeza y cantando, enseñando un pecho rojo. Era un petirrojo, un robin. Del tronco del árbol
salió un gusano y el pájaro dejó de cantar para tragárselo, aparentemente.
—Es encantador —dijo ella, tratando de no dejar traslucir ninguna reacción especial, aunque
comprendió, desesperada, que el omnisciente Marqués Negro ya se las había arreglado para saber
demasiado.
Entonces vio la mirada de él clavada en su corpiño, y cayó en la cuenta de que llevaba puesto el
camafeo, y que se lo había puesto con demasiada frecuencia. Había dicho que era un recuerdo de
su madre, pero el diseño no era en absoluto italiano. Descuido, descuido, descuido, pero ¿cómo se
puede vivir constantemente en guardia?

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Sin decir nada, él cogió el pájaro, ya silencioso.


—Puedes quedártelo si quieres.
Ella sintió bajar un estremecimiento por el espinazo, aunque sabía que él no había querido
decir lo que ella creyó oír. Puesto que él no hizo ningún otro comentario, le dio las gracias y llevó
el pájaro a su dormitorio. Una vez ahí, se quitó el broche y lo guardó en un joyero que ya contenía
un pequeño tesoro de joyitas, todas regaladas por su padre. También tenía joyas más valiosas
guardadas en la caja fuerte de lord Rothgar.
Lord Rothgar, su padre, que era maravillosamente amable con ella y pensaba reconocerla ante
la sociedad y proveerla de una generosa dote. Comprendía que con el respaldo de él sería
totalmente aceptada en la sociedad y podría esperar hacer un buen matrimonio, sobre todo
habiendo tantos hombres que deseaban una asociación así con un hombre tan poderoso. Desde el
principio no había logrado desechar la idea de que tal vez Robin fuera un buen partido y podría
desear casarse con ella.
Pulsó el botón para dar cuerda al juguete y lo oyó cantar otra vez, pero eso no le alegró el
corazón.
«Robin Bonchurch» podría ser el único marido apropiado para ella. Había tratado de
desentenderse del problema, pero la regla ya debería haberle venido hacía una semana.
Se sentó y se cubrió los ojos con una mano. ¿Cómo podía ocurrirle eso? Había viajado desde tan
lejos, vencido tantas dificultades y llegado por fin al refugio que buscaba, y ahora esto, una
vergüenza que lo amenazaba todo. Pronto tendría que confesar. El marqués desearía conocer al
padre y ella no veía cómo podría mentir. Él encontraría a Robin, si no lo había encontrado ya, y lo
obligaría a ir al altar, bajo amenaza de muerte.
Le había pedido que volara libre, pero eso lo enjaularía.
Hizo una inspiración profunda y se tranquilizó. Robin nunca había dejado de preocuparse por
ella, y la pasión se encendía entre ellos con sólo tocarse. Tal vez no le importaría mucho.
La pregunta urgente era, ¿debía confesarlo antes del baile de máscaras en Cheynings? Eso le
permitiría a su padre cambiar de decisión y no presentar en su mundo a su hija bastarda. Pero no
era necesario decidirlo ya, pensó, dejándose dominar por la debilidad.
Era posible que la regla simplemente se le hubiera retrasado por una vez en la vida.

Robin se dedicó tenazmente a las tareas de coger las riendas de su condado y a recuperar su
fuerza y flexibilidad físicas. Las dos eran tareas difíciles. Una y otra vez tenía que tratar con
personas que velaban por sus intereses, pero no lograban aceptar que él estaba preparado para
asumir sus responsabilidades. Se daba cuenta de que todos, desde los criados a los
administradores de sus propiedades, como también sus familiares y tal vez él mismo, no habían
aceptado del todo que su padre había muerto.
En eso, Nantwich era un tesoro, la proverbial escoba nueva. Le daba total libertad, aun cuando
el entusiasmo del hombre podía ser agotador. El secretario suponía que él estaba interesado en
los asuntos nacionales e internacionales y vivía presentándole artículos e incluso ensayos cortos
sobre los asuntos del momento. Él los leía obedientemente.

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No pudo resistirse a pedirle que buscara información sobre Milán, y en particular sobre la
familia d'Averio. El mismo día Nantwich le entregó un serio informe. Le dio las gracias, lo leyó y no
descubrió absolutamente nada útil, así que le pidió información acerca de la familia Morcini, y en
particular sobre el actual conde di Purieri.
Eso resultó una lectura más interesante, aunque sólo fuera porque odiaba las entrañas de
Ludovico Morcini. Por desgracia, el informe venía acompañado por un libro de reciente
publicación sobre las principales familias de Milán, y estaba marcada la página ilustrada con un
retrato.
El amante de Petra era un individuo guapo, moreno, de elegantes postura y sonrisa; claro que
la sonrisa no disimulaba la frialdad de sus ojos. Era de esperar que se atragantara con su propia
bilis cuando se enterara de la muerte de Varzi y comprendiera que Petra había escapado.
Sus pensamientos sobre Purieri y visiones de venganza lo llevaron de vuelta al salón de Angelo
para hacer prácticas de esgrima en serio.
—No está mal —dijo pasado un rato, pero le corría el sudor y le ardía la cicatriz.
—No está nada mal, señor —dijo Angelo—, pero para conseguir ser bueno, bueno de verdad,
debe aplicarse con más seriedad. Robin se echó a reír, irónico.
—Esa parece ser la opinión general. Pero, faltaría más. Con trabajo arduo, a su debido tiempo
seré un verdadero modelo en todo.
También pasaba algún tiempo en un baño turco, aunque sólo por el calor y el masaje, y no para
los otros ejercicios que se ofrecían ahí.
Sentía una curiosa inclinación a mantenerse casto, aunque no podría aprovechar lo de su pierna
como excusa durante mucho tiempo más. Por lo que fuera, el baile de máscaras veneciano de
Ashart se le había convertido en un día señalado. Lo iba a organizar Teresa Cornelys, y por lo tanto
se le antojaba que era una conexión con Petra, aun cuando en realidad no lo fuera en absoluto.
Después de eso entraría de lleno en su nueva vida. Iría al norte a hacerse cargo de sus
responsabilidades en Easton Court y luego a sus otras propiedades. Retomaría sus diversiones
normales. Tal vez se echaría una amante para un tiempo largo, o incluso buscaría esposa.
El asunto de esperar hasta tener treinta años había sido una tontería inmadura, aunque
detestaría dar un penique al Fondo de lady Fowler para la Reforma Moral de la Sociedad. No
aprobaba muchísimas de las cosas que ocurrían en la sociedad, pero esa mujer era una aguafiestas
de cara avinagrada que tendría a todo el mundo de rodillas cantando himnos de la mañana a la
noche. Después de todo, por eso Christian, Thorn y él la eligieron como beneficiaría, por ser un
potente disuasorio.
Después del baile de máscaras lo organizaría y resolvería todo.

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O 3311

Sintiéndose una absoluta cobarde, Petra partió en dirección a Cheynings con el resto de
los Malloren sin haber revelado su secreto a nadie, aun cuando ya no podía haber ninguna duda.
Se aferraba al comentario de Robin acerca de su deseo de hacer legítimo a un hijo. Fue algo
enrevesado, algo así como «No has pensado que yo podría...?» Pero lo dijo. Aunque no deseara
particularmente casarse con ella, ¿podría haberlo dicho en serio?
Tendría que encontrarlo y decírselo, por el bien de su hijo más que por cualquier otra cosa; no
quería imponer a su hijo la vergüenza de ser un bastardo.
En las invitaciones al baile de máscaras veneciano del marqués de Ashart especificaba que
todos debían llegar al caer la oscuridad, ya disfrazados, y que los disfraces debían ser de lo más
tradicionales y ocultadores: la capa dominó y el antifaz veneciano. Para ocultar las identidades
hasta la medianoche, no habría preliminares, ni recibimiento oficial ni presentaciones.
Podía haber ciertas variaciones en el disfraz y ella había instruido en ellas a los Malloren. Se
aceptaba un sombrero en lugar de la capucha, sobre todo si escondía la mayor parte del pelo, que
debía estar empolvado para ocultar su color. Las damas que desearan verse particularmente
misteriosas podían llevar un velo oscuro colgando del borde del antifaz para ocultar totalmente la
cara. Como decían, en una mascarada veneciana un hombre podía encontrarse en la embarazosa
situación de estar seduciendo a su esposa.
También se prohibía llevar armas. Ella manifestó su extrañeza por eso. Diana lo explicó:
«Muchas veces los hombres se enardecen y un duelo fingido se convierte en real. En todo caso, las
espadas de gala son incómodas, estorban para todo. La señora Cornelys fue juiciosa al prohibirlas
en sus fiestas por ese solo motivo».
¿Tal vez esa noche conocería a la amiga de su madre?, pensó Petra. Y si no esa noche, en
alguna otra ocasión, porque ansiaba conocer a alguien con quien intercambiar recuerdos.
Viajó con su padre y Diana. Cuando el coche tomó el camino de entrada a la casa, se abrochó la
capa azul oscuro que era de la misma tela de su vestido y se puso el antifaz, que le cubría desde la
frente hasta las ventanillas de la nariz.
—Admiro ese antifaz —dijo Diana, poniéndose el suyo, que llevaba plumas para semejar un
pájaro y en la punta de la nariz una leve insinuación de un pico.
El antifaz de Petra era sencillo, simplemente amoldado a los contornos de su cara, pero ella
había pintado una mitad plateada y la otra azul medianoche, las mitades divididas por una línea
ondulante marcada con lentejuelas.
—Recuerdo ese diseño —dijo su padre, irónico.
—¡Oh! ¡Lo siento! Debería habérseme ocurrido... —Se mordió el labio pensando cómo había
podido ser tan tonta—. Mi madre guardaba como un tesoro uno igual, y a mí siempre me encantó,
pero debería haber supuesto por qué.
Él sonrió, tal vez con cierta tristeza.
—Creo que a ella le gustará verte llevando uno igual esta noche.
Petra agradeció que el antifaz le ocultara las lágrimas que le brotaron. Su madre estaría
encantada al ver a su hija a salvo y al cuidado de un padre amoroso, pero si estaba viendo eso,

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sabía su pecado y su secreto. Reprimiendo un suspiro se puso el tradicional sombrero de tres


picos.
El antifaz de su padre también representaba un pájaro, el estilo más común para un festival
veneciano, pero el de él tenía un pico corvo de ave rapaz, tal vez de un águila; el sombrero era de
ala redonda y sin adornos. ¿Sería adrede que la sombra del ala le diera un aspecto siniestro a sus
ojos enmascarados? Conociéndolo ya, después de esas semanas en su compañía, sabía que él no
la repudiaría por su pecado, pero le daba miedo decírselo.
«Goza de la noche, Petra —se dijo—. Las sombras descenderán mañana.»
Se encontraron en una cola de coches y jinetes, todos avanzando lentamente para admirar la
magia. De los árboles que bordeaban el camino colgaban lámparas coloreadas, que también
iluminaban a duendes o elfos sentados en las ramas y a ninfas que se asomaban a mirar por detrás
de los árboles. Entonces algunos se movieron y huyeron hacia la oscuridad, provocando risas y
aplausos. Eran personas.
—Delicioso —dijo Diana, cerrándose la capa granate sobre el vestido rosa—. Pronto tendremos
que ofrecer un baile en tu honor, Petra, y debemos idear algo igualmente encantador. Es una
lástima que Ashart nos haya robado la idea veneciana. ¿Hay algo distintivo de Milán?
—No de forma similar. La ópera, tal vez.
—Podrías encargar la composición de una —dijo Diana a su marido—. Sobre las aventuras de
Petra, por ejemplo, La monja fugitiva.
—Alarmante —dijo Rothgar—, pero supongo que podríamos representarla en la vieja cripta de
la Abbey.
Petra pensó si hablarían en serio, pero una vez que revelara su estado no se celebraría ni baile
ni representación.
El coche se detuvo ante las puertas abiertas de la casa; era el momento de bajar.
En la fachada de la casa también colgaban lámparas pequeñas, y la mayoría de las ventanas
estaban cubiertas por algo de color, por lo que las luces del interior parecían pasar a través de
vidrios de colores. Muchísimas personas enmascaradas y con capas iban entrando en la casa,
como una riada de alegre anonimato. Algunos caballeros llevaban chaquetas al viejo estilo de
faldón rígido, para sugerir anchura. Tal vez el engaño se llevaba a extremos. Mirando a una
persona por la espalda habría jurado que era hombre, pero cuando se giró, su capa abierta dejó
ver un vestido color marfil con muchos adornos. ¿Una mujer de constitución robusta, o un hombre
vestido de mujer?
Su padre y Diana estaban admirando las ingeniosas decoraciones del vestíbulo, que sugerían
unas ruinas italianas, y haciendo planes para eclipsarlas en el gran baile en honor de ella. Eso ya no
ocurriría. Dejándose llevar por la muchedumbre, subió una escalera, pasó bajo un arco y entró en
un enorme espacio que pretendía ser una plaza italiana; en un piso superior había incluso
pequeños balcones aquí y allá, a todo alrededor.
—Diseñada por madame Cornelys —oyó decir—. Es veneciana, ¿sabes?, así que debe de ser
una copia exacta.
Lo era, al menos daba la impresión. Pasó por entre unas columnas de yeso y se encontró en un
pasillo en penumbra que daba la vuelta por todo el perímetro de la sala, ideal para coqueteos
susurrados e incluso besos. Siguiéndolo llegó a una estrecha escalera de madera adosada a la
pared; la construcción sencilla y la madera nueva le dijeron que formaba parte de la fantasía.

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Subió con sumo cuidado y llegó a un pasillo igualmente estrecho que también daba la vuelta a
todo el perímetro. El suelo lo formaban simples tablones, así que pisó con cuidado, pero era
sólido. No estaba iluminado, pero de tanto en tanto entraba luz por esos balcones ingeniosamente
construidos. Los sonidos de conversaciones y de la música se oían muy lejanos, casi como si
vinieran de otro mundo. Entró en el balcón más cercano y se asomó a mirar hacia abajo. No pudo
evitar sonreír.
Desde ahí era más fuerte la ilusión de estar mirando una plaza pequeña llena por una festiva
multitud, y se imaginó que estaba de vuelta en el pasado, en aquella primera vez que asistió a un
baile de máscaras.
Tenía diecisiete años, y se creía muy adulta. Entonces fue cuando comenzaron los coqueteos
con Ludo, las bromas, toqueteos y besos que ella estaba segura llevaban al matrimonio. Casi podía
imaginarse que ese o aquel hombre de abajo era él, buscándola con la mirada mientras ella se
escondía juguetona, con la intención de que la encontrara.
—Petra d'Averio —dijo una voz italiana.
Se giró bruscamente, pero claro, no era Ludo. Era una mujer, disfrazada y con antifaz como
todos los demás, pero el antifaz con plumas rojas y púrpura.
—¿Signora?
—No me reconoce. No me sorprende, pero soy Teresa Cornelys, querida mía. Antes, Teresa
Imer.
—Ah. ¿Cómo me ha reconocido, señora?
—El antifaz. Por un momento creí que Amalia estaba entre nosotros otra vez. Ella también
llevaba una capa azul.
¿Otro error? No, la señora Cornelys no planteaba ningún peligro, y no había nada inquietante
en la coincidencia; el azul hacía juego con el antifaz.
—Claro que me sirvió saber que estaba en Inglaterra.
Petra deseó no estar en ese lugar tan aislado.
—¿Cómo?
—No le deseo ningún mal —dijo la mujer, con una sonrisa que le levantaba las comisuras de la
boca de una manera que le recordaba a un gato.
Se tranquilizó; sólo tenía que entrar en el falso balcón y gritar pidiendo auxilio.
—Sólo me sorprendí. Me alegra conocerla, señora. Mi madre hablaba de usted con mucho
afecto.
—Querida Amalia. Y ahora muerta en un convento, colijo.
—Me sorprende que esa noticia ya haya llegado a Inglaterra.
—Como he dicho, sabía que estaba aquí, porque me han hecho preguntas acerca de usted.
—¿Quién? —preguntó Petra, tratando de parecer poco interesada, pero bullendo de
entusiasmo; debió de ser Robin; esa mujer tenía que saber quién era.
—El signor Varzi. Ahora muy afortunadamente muerto. Despachado al infierno por lord
Grandiston, tengo entendido.
¿Lord Grandiston? Reconoció el apellido del oficial que mencionaban los diarios, pero notó un
énfasis especial en su forma de decirlo. En realidad, por muy amiga que hubiera sido de su madre,

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esa mujer era una desconocida para ella. Y su madre le había advertido que Teresa Imer no era
totalmente digna de confianza. Se le evaporó el deseo de intercambiar recuerdos. Al menos por el
momento.
—¿Se le ofrece algo, señora? Debo bajar a reunirme con mi grupo.
La mujer dio un paso hacia el lado.
—Por supuesto. Sólo deseaba darme a conocer. Esta noche, aquí, estaré ocupada porque esto
lo he diseñado y organizado yo, y debo estar atenta para que no se presente ningún problema,
pero tal vez podríamos tener tiempo para una conversación relajada en Londres algún día.
Sin comprometerse, Petra le hizo una reverencia, pasó por su lado y escapó.
Mientras bajaba la escalera repasó la conversación, buscando trampas. Se detuvo. Ah, ¿acaso
Teresa Imer creía tener motivos para extorsionarla? Si intentaba exigirle dinero por no revelar la
verdad de su nacimiento, no tardaría en descubrir la inutilidad de su plan.

Robin llegó a Cheynings con Thorn, Christian y otro amigo, lord Duncourt. La noche anterior se
habían reunido en la casa de Duncourt, cerca de Leatherhead, y gozado de una alegre velada. A
Robín le habría gustado poder mostrarse tan alegre como antes; sus amigos atribuyeron su
desánimo a sus intentos de tomar el mando de su condado, pero eso no era del todo cierto; su
fracaso en encontrar a Petra persistía como una infección en una herida.
La reunión con sus amigos había sido un alivio, pero había olvidado lo cerca que estaba
Cheynings del lugar donde desapareció Petra. No pudo evitar observar atentamente las calles y las
habitaciones, por si ella estuviera ahí, y cuando entraron se sorprendió haciendo lo mismo. Ni
siquiera la reconocería en medio de esa ruidosa confusión de capas y máscaras, por el amor de
Dios, y sin embargo no podía dejar de observarlo todo. Esa mano, esa espalda, esa risa, ese ágil
paso.
¿Ese perfume?
Petra no llevaba ningún perfume durante sus aventuras, pero se giraba para ver a qué dama
había detectado al pasar. ¿La de rosa, la de rojo, la de blanco, la de azul? Cogió una copa de vino
de una bandeja y se dejó llevar por sus amigos en la exploración de la casa renovada.

Teresa Imer terminó su recorrido de la casa, satisfecha porque todo estaba como debía estar.
No lo había dudado; se había convertido en experta en organizar esas fiestas en su propia casa, y
en esta no había gastado dinero suyo.
Dinero, dinero, dinero. Siempre era un grave problema. Había hecho lo inaudito, había ideado
entretenimientos tan espléndidos, tan estimulantes, que todo el mundo elegante clamaba por
conseguir entradas. Ella, una extranjera sin un linaje especial, que llegó a Inglaterra sin nada,
ahora daba órdenes a los aristócratas. Pero era necesario ofrecer lo mejor para atraer a las
mejores personas, y los prestamistas querían cobrar, y los comerciantes presentaban facturas
absurdas. Y ahora ese Almack intentaba imitar sus fiestas y robarle clientela.

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8° de la Serie Los Malloren

Después de pensar un momento en la oportunidad que acababa de descubrir, se encogió de


hombros y echó a andar en busca de un caballero de capa púrpura que llevaba un antifaz muy
estrecho. Cuando lo encontró, le preguntó:
—¿Quinientas guineas ha dicho?
El joven se giró a mirarla.
—¿Está aquí?
—Le dije que había una posibilidad. Azul oscuro con un antifaz en colores azul y plata
ondulantes.
El conde di Purieri curvó sus bien cincelados labios en una sonrisa.
—Qué amabilidad por su parte ponerse tan llamativa. Tiene mi gratitud, señora.
—Preferiría el pago. Ese anillo iría bien.
Sonriendo cínicamente él se miró el anillo de oro de la mano derecha y se lo quitó.
—Cierto, me marcharé muy pronto del país.
Se lo entregó y se alejó, adentrándose entre la multitud.

Robin estaba apostando unos cuantos chelines a la ruleta, cosa que no le ofrecía ningún
atractivo pero sí un escape de otras actividades. Aunque estaban abiertas las puertas y las
ventanas, el ambiente ya se encontraba demasiado caldeado, y estaba pensando en salir al aire
libre cuando una mano le tocó el brazo. Se giró y se encontró ante una mujer con un antifaz de
plumas rojas y púrpura. Se levantó.
—¿Señora?
—¿Me hace el favor de acompañarme a un lugar más apartado un momento, señor?
Acento italiano. Después de un vuelco del corazón, cayó en la cuenta de que no era Petra.
—Señora Cornelys. Permítame que la felicite por su diseño.
Ella inclinó la cabeza.
—Gracias, lord Huntersdown.
Él la siguió hasta un rincón menos ruidoso.
—¿Posee algún medio para ver a través de las máscaras, señora?
—No, milord, pero tengo años de experiencia en observar muchedumbres de enmascarados en
busca de intrusos y alborotadores.
—¿Y yo soy un intruso o un alborotador?
Ella negó con la cabeza riendo.
—Cuando tres jóvenes altos entran juntos y uno dice Robin y luego a él lo llaman Christian, sé
que tienen que ser el duque de Ithorne, el conde de Huntersdown y el gallardo comandante lord
Grandiston.
—Qué decepción ser tan previsible. Pero ¿qué desea de mí, señora?
—Usted me visitó, ¿verdad?
Él se despabiló al instante.
—¿Tiene noticias de Petra d'Averio?

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8° de la Serie Los Malloren

—Podría.
Él dominó su repentino entusiasmo.
—¿Qué desea?
En las rajitas del antifaz brillaron unos ojos astutos.
—Una promesa de gratitud si le soy de utilidad.
Él deseó decir que no pagaría nada, pero sabía con qué tipo de mujer estaba tratando.
—Demasiado vago.
Ella hizo una mueca de disgusto.
—Si insiste en mercadear, milord, por la promesa de quinientas guineas.
—Quinientas guineas si hablo con ella.
—Qué duro para regatear. Está aquí, milord, lleva un dominó azul zafiro. En realidad, el color de
su capa es muy similar al de la suya. Su antifaz es muy llamativo, en colores azul y plata
ondulantes.
Robin comenzó a alejarse.
—Espere. —Cuando él se giró, añadió—: Hay otro aquí buscándola.
—¿Quién?
—El conté di Purieri.
Robin hizo una brusca inspiración.
—¿Está aquí, pardiez?
Volvió a echar a caminar y ella le cogió la capa.
—Viste de púrpura y va armado.
—A Ashart no le va a gustar —dijo Robin y partió en busca de su anfitrión.
Iba alerta por si veía algún azul zafiro o púrpura, pero necesitaba encontrar a Ash. Por haber
obedecido las instrucciones, ahora necesitaba una espada.
Sólo cuando estaba abriéndose paso contra la corriente para bajar, se le ocurrió pensar si la
Cornelys le habría dado al piojoso de Ludovico la misma información que a él, maldito fuera su frío
y codicioso corazón.
Al diablo las normas de la mascarada. Cogió por el brazo a un criado que pasaba por ahí y le
preguntó qué disfraz llevaba Ash. El hombre agrandó los ojos, pero se lo dijo:
—Negro, con antifaz de diablo.
Robin no tardó en localizarlo; estaba observando a los invitados.
—Ash, necesito una espada.
—Nada de peleas.
—Hay alguien aquí armado y con malas intenciones.
Ash frunció el ceño, pero lo llevó por un corredor que salía del vestíbulo, abrió una puerta
cerrada con llave y entró en una sala en la que había todo tipo de armas.
—¿Quién? —preguntó, mientras Robin cogía una espada y la probaba para ver lo que pesaba.
Robin no se había encontrado con Ash después de sus aventuras, por lo que no le había
contado la historia.

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8° de la Serie Los Malloren

—Un cierto conde di Purieri de Milán —dijo, probando otra espada—. Es una larga historia,
pero si está aquí va a intentar secuestrar a una dama.
—¿Una dama italiana?
—En cierto modo.
Se decidió por una espada, se abrochó el cinto y se arregló la capa. Mientras se dirigía a la
puerta, Ash le dijo:
—Procura no matarlo, Robin. La sangre, ¿sabes?, tan sucia.
El marqués de Ashart descubrió que le estaba hablando al umbral de la puerta. Rápidamente
cargó una pistola, se la metió en el bolsillo y salió en busca de su primo. Después de todo,
recientemente Rothgar había adquirido una hija italiana de Milán.

A pesar de todo, Petra lo estaba pasando estupendamente. Había olvidado lo maravilloso que
era coquetear, sobre todo en el anonimato de un baile de máscaras. Pasaba de un caballero a otro
coqueteando, intercambiando sólo comentarios enigmáticos y sonrisas traviesas, y de tanto en
tanto aceptando un ligero beso.
Ahí la gente se comportaba mejor de lo que se acostumbraba a ver en Venecia, tal vez porque
todos sabían que ese grupo era selecto y a medianoche se quitarían los antifaces. Por lo tanto,
tratar a una mujer con grosería podía ser peligroso, porque quizás estuviera muy bien protegida; y
comportarse temerariamente podía llevarte a quedar deshonrada.
Comenzó el baile y un caballero de rojo le cogió el brazo y la llevó a la pista central a unirse a la
hilera de parejas. Riendo, ella comenzó a dar los rápidos y enérgicos pasos, y él le sonrió de oreja a
oreja. Al parecer, él tenía ciertas esperanzas y se llevaría una decepción, pero por el momento
todo era alegría.
Al hacer un giro miró hacia arriba y vio a un hombre de púrpura mirando desde un balcón. No
era el único que había encontrado el camino para subir ahí, pero le pareció que la estaba mirando
a ella. Cuando volvió a mirar en el siguiente giro, él ya no estaba.
Bueno, también era un placer ser admirada. Se concentró en la contradanza hasta la reverencia
final, y entonces se alejó de su pareja. Se abrió paso por la orilla de la sala en busca de otra
diversión, pero entonces alguien le rodeó la cintura con un brazo y la llevó al pasillo en penumbra
del lado de la fachada de la casa.
—Suélteme —exclamó, pensando que era su pareja del baile, y entonces comprendió quién
era.
Él no dijo nada, simplemente le cogió la cara entre las manos y la besó. Conocía su sabor,
conocía su olor, conocía todo de él. Pasado un momento sin resuello, le correspondió el beso.
Como fuera, como fuera, Robin la había encontrado y ella no tenía voluntad para resistirse.
Él puso fin al beso, con la respiración agitada.
—Ven.
Le cogió la mano y la llevó por el pasillo hasta salir a un corredor lateral, pero no se detuvo ahí
sino que siguió hasta el final del corredor, bajaron una escalera de atrás, pasaron por las
dependencias de la cocina y salieron al aire libre. Estaban en un lugar silencioso, no muy bien

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8° de la Serie Los Malloren

iluminado por las lámparas desperdigadas, y no se veía a nadie, aunque por las ventanas cercanas
salían los sonidos de la música y de conversaciones.
Sin decir palabra, él le quitó el sombrero, lo tiró hacia un lado, luego le desató los cordones del
antifaz, que cayó al suelo. El de él era una simple tira negra estrecha, y ella se rió de felicidad al
volver a ver su amado semblante.
Él le desabrochó la capa y la dejó caer, dejando al descubierto los hombros desnudos y el
amplio escote, y se los besó reverente. Casi ahogada de placer, ella le quitó el antifaz, luego la
capa y pasó los brazos por debajo de su chaqueta, saboreando el contacto con su larga y fuerte
espalda, mientras él le sellaba los labios con los suyos.
Aah, cielo bendito, ¡sus besos, sus besos! ¿Cómo había sobrevivido sin ellos?
Él interrumpió el beso para decir:
—Corsé.
Los dos se rieron y él subió las manos por su espalda, luego las bajó, le besó el cuello y deslizó la
boca hacia abajo, besándole las elevaciones de sus deseosos pechos. Le hormigueaba todo el
cuerpo; él era capaz de hacerle eso en sólo un momento. Deseaba estar loca otra vez, ahí mismo,
aunque se exponían al enorme peligro de ser sorprendidos, pero consiguió susurrar:
—No, Robin, no, por favor.
Él no protestó.
—No —dijo, apartándose y cogiéndole las manos entre las suyas—. Pero, por Dios, Petra, me
has vuelto loco. ¿Adónde te fuiste? ¿Por qué? ¿Con quién estás aquí? Dime que no es con otro
hombre, amada mía.
Ella se rió, temblorosa.
—No de esa manera. ¿Amada?
Él se quedó inmóvil, mirándola a los ojos.
—No fue mi intención azorarte con eso. Lo siento. Juré no darte la lata...
—Robin, mi am...
Interrumpió la protesta. ¿Qué le ofrecía él? Le había dejado claro que no podía casarse con una
bastarda sin dinero, que sólo podía tenerla como amante. ¿Era eso lo que pretendía?
Seguía siendo bastarda, pero ya no era pobre, y aportaba esa otra dote de que él había
hablado, contactos poderosos. Podría decirle eso, pero a pesar de su amor, a pesar del bebé que
estaba creciendo en ella, no deseaba que él le propusiera matrimonio por la dote o por sus
contactos y ni siquiera darle un padre al bebé. Deseaba que se lo propusiera creyendo que no
tenía nada de eso, y así ella sabría si la amaba.
Se soltó las manos.
—Robin, no puedo entrar en una relación no bendecida contigo ni con ningún otro. No tienes
por qué preocuparte por mí. Como ves, estoy bien cuidada.
—¡No bendecida! ¿Dónde te hiciste esa idea? Córcholis, ¿en el barco? —Se pasó la mano por el
pelo ya suelto y la cinta cayó al suelo; ella tuvo que morderse el labio para contener lágrimas de
ternura—. Fui torpe, grosero. Increíblemente torpe. A decir verdad, estaba aterrado. Las cosas
fueron algo rápido, si lo recuerdas, y después no hubo tiempo para enmendar nada. Tú no me
diste tiempo. Te marchaste.

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Con las manos bien cogidas para no alargarlas hacia él, ella dijo:
—Leí esa página de tu libreta. ¿La promesa?
—Buen Dios, ¿eso? Es sólo una idiotez.
—¿Idiotez al precio de mil guineas?
—Le prometí la mitad de eso a Teresa Cornelys porque me diera noticias de ti. —Volvió a
cogerle las manos—. Cásate conmigo, Petra, por favor. Sin ti estoy vacío.
A ella le brotaron lágrimas de dicha, pero entonces volvió a dudar. ¿Decirle primero lo del bebé
o simplemente arrojarse en sus brazos?
A él se le tensó la cara.
—Lo comprendo si tienes mala opinión de mí. Mi tonta frivolidad, mis torpes intentos para
encontrarte...
—Robin...
—... mis fracasos en el asunto del caballero andante.
—¡Me salvaste! —protestó ella, riéndose de las tonterías de él—. Mataste al hombre de Varzi.
—Ese fue Dan Fletcher. Yo maté a Varzi, sí, pero...
—Entonces tengo otra cuenta por cobrar —dijo una voz masculina con acento italiano.
Sintiendo pasar hielo por toda ella, Petra se giró, rogando que no fuera verdad. Pero con ese
estrecho antifaz reconoció inmediatamente a Ludo.
—¿Qué haces aquí? —ladró—. ¡Vete de aquí! ¡Fuera!
—Qué imperiosa. Me iré, faltaría más, pero contigo, y después de haber matado al hombre que
te ha ensuciado los labios.
Con insolente tranquilidad desenvainó una espada delgada pero sin duda letal. Horrorizada,
Petra recordó que las armas estaban prohibidas en esa fiesta. Robin estaría desarmado.
Se arrojó entre los dos.
—¿Ensuciado? Robin desea casarse conmigo. Tú deseas ensuciarme y siempre lo has deseado.
Ludo la apartó de un empujón; ella trastabilló pero se giró, dispuesta a intentar impedir el
asesinato. Pero Robin, ah, gracias a Dios, había sacado una espada también y paró aquella
estocada a muerte. El choque de las espadas le recordó el combate con el hombre de Varzi, en que
Robin no fue lo bastante bueno.
Gritó pidiendo auxilio.
Apenas alcanzó a salirle el grito cuando una enorme mano le tapó la boca y le rodeó un brazo
llevándola hacia atrás. Ludo no había venido solo. ¡No, claro que no! ¿Por qué no lo pensó antes?
De la casa iban saliendo personas pero llegarían demasiado tarde. Robin atacaba y se defendía
bien, pero otro hombre de Ludo se le acercaba sigiloso por detrás. Esta vez sería Robin el que
caería muerto por una porra. Se debatió para liberarse y poder avisar a alguien.
Entonces sonó un disparo, el hombre se tambaleó y cayó desplomado al suelo. Los hombres
con máscaras venían corriendo hacia ellos, pero Robin y Ludo seguían combatiendo como si no
estuviera ocurriendo nada de eso. Ninguno de los dos podía permitirse un instante de distracción,
porque estaban demasiado igualados. Y los dos luchaban a matar. La muerte rondaba con cada
giro y golpe de espada.

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Petra notó que estaba llorando mientras se debatía para liberarse. No podía morder, no podía
dar patadas. ¡No podía escapar! De pronto el hombre emitió un gruñido y aflojó la presión. Ella se
liberó y ella cayó de bruces a sus pies. Sólo alcanzó a ver el mango de un cuchillo en su espalda
porque otro hombre la rodeó con los brazos. Se debatió para soltarse y entonces éste le dijo:
—Soy tu padre.
Ella se quedó quieta, pero mirando el enardecido combate, con las lágrimas corriéndole por la
cara.
—Haz algo, ¡por favor!
—Está controlado, pero creo...
A Robin le cedió la pierna, se tambaleó hacia un lado y cayó al suelo.
—¡No! —gritó Petra.
Ludo también gritó, un grito de triunfo, dando una estocada hacia abajo para enterrarla en
Robin, pero la hoja se enterró en la tierra porque este rodó y luego dio una estocada hacia arriba,
enterrándole la espada en el corazón.
Ludo se desplomó encima, y él quedó inmovilizado por ese extraño abrazo, hasta que los
hombres corrieron a quitárselo de encima y lo ayudaron a ponerse de pie.
Estaba todo ensangrentado. Petra corrió hacia él. Su padre no se lo impidió, pero Robin le
impidió acercarse levantando la mano izquierda, jadeante.
—No... te manches con esta sangre.
Ella le cogió esa mano.
—¡Tu pierna, tu pierna! ¿Qué le has hecho a tu pierna?
—Sólo usarla, mi amor. Fue fingido. Esperaba que él se hubiera enterado de lo de mi herida.
Se interrumpió para respirar y a Petra le flaquearon las piernas, mareada por la emoción.
Alguien le puso la capa sobre los hombros y la rodeó con los brazos, y ella apoyó la espalda en él;
sabía que era su padre otra vez.
Él le pasó el antifaz.
—Es mejor volver al anonimato —dijo, llevándola hacia una parte oscura, ocultando su
identidad de más y más hombres enmascarados y con capas que se estaban congregando ahí.
Ella se lo puso, comprendiendo que estaba expuesta la identidad de Robin, y ella seguía sin
saber su nombre completo, y él sin saber lo del bebé.
Pero sus ojos se desviaron a su insistente ex amante. Los hombres lo habían hecho rodar hasta
dejarlo de espaldas y le habían sacado la espada del pecho, la mayoría de ellos desconcertados por
no saber quién era. Ludo, el hermoso y arrogante Ludo, el hombre al que en otro tiempo adoró,
estaba muerto, muerto, con los ojos abiertos.
—¿Por qué perseguirme a mí? —susurró—. ¿Por qué?
Robin se le acercó, limpiándose la sangre de la mano con un trapo. Estaba todo ensangrentado,
con la sangre de Ludo.
—Nada de esto ha sido por tu culpa —dijo.
—Sí, lo ha sido. Si yo no hubiera...
—Ahora no —dijo su padre—. Huntersdown, ¿supongo que tú eres Robert Cockcroft?
—¿Quién? —preguntó Robin.

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—Exactamente —dijo Rothgar, irónico—. Muy pronto tendremos que hablar de diversos
asuntos.
Petra se sintió como si la mente se le hubiera hecho añicos. ¿Huntersdown? Así que ese era su
verdadero apellido. ¿Dónde y cuándo lo había oído?
Al parecer Robin acababa de ver a Rothgar ahí. Miró de él a ella, agrandando los ojos.
—Córcholis —dijo, pero se recuperó casi inmediatamente—. Solicito el honor de pedirle la
mano de Petra en matrimonio, señor. Pero, con su perdón, si me la niega, me casaré con ella de
todos modos.
—Robin... —dijo Petra, sintiendo tensarse a su padre.
—¿Ah, sí? —dijo el Marqués Negro, con una peligrosa falta de inflexión en la voz—. Se te debe
cierta tolerancia por ayudar a Petra en su viaje a Inglaterra, pero la tolerancia se podría estirar
hasta el punto de romperse. —Miró hacia el hombre de dominó negro—. Parece que no son
demasiadas las personas que alcanzaron a llegar a presenciar los hechos, Ashart. Ah, Fitzroger
también. Excelente. Con una rápida actuación se puede controlar esta historia. Os la dejo a
vosotros. Petra, ven conmigo.
Petra miró a Robin, pensando si el amor exigiría rebelión, pero él sólo le dirigió una pesarosa
sonrisa que parecía decir «Después».
Sí, después. Y aún no les había dicho a ninguno de los dos lo del bebé.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 3322

Su padre la llevó a un dormitorio, donde ella se limpió las manchas de sangre y de otras
suciedades. No tardó en entrar Diana. Ninguno de los dos hizo ninguna pregunta, pero había
llegado el momento para las explicaciones. Rothgar sirvió vino en una copa y se la pasó; ella bebió,
agradecida, pero deseaba estar con Robin, con intenso anhelo.
Él la amaba. Deseaba casarse con ella. Desafiaría a su poderoso padre por ella. Eso era rubíes y
diamantes, pero no quería perder a la familia que había encontrado. No quería causar más
conflictos ni discordias.
—Entonces, Petra —dijo Rothgar—, tu hombre sobrio de Cornualles era el conde de
Huntersdown.
—¿Conde? —exclamó ella—. Dijo que no era un lord.
—¿Te mintió? —dijo él en tono glacial.
Ella se apresuró a repasar sus recuerdos.
—¡No, no! Sólo dijo que no era el hijo menor de un duque. Y al fin y al cabo, yo fingía ser una
monja. Media verdad por media verdad; es justo, supongo.
Su cháchara no caldeó el ambiente.
Robin era conde, pero estaba claro que eso no lo hacía aceptable, y ella aún iba a empeorar
más las cosas.
Apretando la copa con las dos manos y con la garganta reseca, se enfrentó a su padre:
—Lo amo, milord, y estoy embarazada de él. —Entonces vio al Marqués Negro y añadió a
borbotones—: Lo siento, pero... yo no era virgen. Ludo, el conde di Purieri...
Diana la abrazó y la llevó a sentarse en el sofá.
—No pasa nada, Petra. No tengas miedo.
Petra miró dudosa la cara de su padre.
—Sí, es tu hija —le dijo Diana, sin un asomo de nerviosismo—, y tal como sospechabas, su
protector en Francia fue Huntersdown. Sé que lo desapruebas, pero el amor hace lo que hace.
—No siempre —dijo él—, y no sin justo castigo. Petra, no tienes por qué casarte con
Huntersdown simplemente porque estés embarazada de él. Se pueden hacer otros arreglos.
Petra encontró el valor para decir:
—No deseo eso. Y estoy embarazada de él.
—Por desgracia. Él no es un joven conocido por llevar una vida sobria ni por haber aceptado
responsabilidades. Ni por nada que se acerque a la castidad. No lo conoces. A menos que esté muy
equivocado, has pasado muy poco tiempo con él.
Su padre tenía razón, vio ella, así que sólo pudo decir:
—Sé que lo amo. Sé que lo «necesito». —¿Qué argumento podía alegar?—. Creí que tal vez mis
sentimientos se desvanecerían. Después de todo hace años pensé que moriría de amor por Ludo.
Pero no se han desvanecido. Ni siquiera por un día. Ni siquiera cuando pensaba que nunca más

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volvería a verlo. Ni siquiera —añadió— cuando me encontré rodeada por personas dispuestas a
amarme y a cuidar de mí. Valoro profundamente eso, pero no estoy completa sin Robin.
Su padre tenía las mandíbulas apretadas y fue a situarse junto al hogar sin fuego. Petra le cogió
la mano a Diana y rezó.
—En otras circunstancias —dijo él al fin—, yo insistiría en que dejaras pasar el tiempo. Tiempo
en la sociedad y relaciones normales durante el cual podrías llegar a estar segura de lo que
sientes. Sí, sé que te crees segura, Petra, pero podría no ser cierto. Pero tal como están las cosas,
si de verdad piensas así, será mejor que te cases pronto.
—¡Gracias!
A él se le tornó irónica la expresión.
—Espero que siempre pienses igual. No podemos dejarte al margen de lo ocurrido esta noche,
tal como no pretendemos ocultar lo esencial de tu historia, y la muerte del italiano tampoco se
puede ocultar. Nos atendremos a lo más cercano a la verdad. Él te persiguió hasta aquí por un
amor malentendido, y cuando tú lo volviste a rechazar, intentó matarte. Varios hombres
acudieron en tu auxilio pero fue Huntersdown el que le dio la estocada fatal. Naturalmente, este
valiente acto te atrajo la atención hacia él, y durante los próximos días nacerá un amor de tal
intensidad que no habrá otra cosa que hacer que permitir el matrimonio. Lógicamente yo le dejaré
muy claro que se le exigirá ser el marido perfecto.
Petra vio a Diana tratando de reprimir una sonrisa; tal vez la divertía ver al Marqués Negro
como padre protector. Pero ella estaba aterrada. De todos modos, lo miró a los ojos.
—Él siempre estará bajo «mi» protección. Hazle daño y serás tú quien esté en peligro.
Esos ojos negros se agrandaron, y luego se echó a reír.
—Imagínate, cariño —dijo a Diana—, a más con su temple.
—Deliciosa idea —contestó ella.
—Cuando llegaste a Rothgar Abbey —dijo él entonces a Petra—, te dije que nos traías un
regalo. El regalo eres tú. Como ya sabes, mi madre se volvió loca y mató a su segundo bebé. Eso
me inspiró renuencia a transmitir su sangre a mis posibles hijos. He llegado a comprender que al
menos una parte de su problema fue el daño que le hizo ser muy consentida y casarse demasiado
joven. Además, parece ser que a algunas mujeres el parto las afecta muy negativamente. Estas
cosas me han disminuido esa preocupación. Pero tú, tú eres una hija de la que cualquier hombre
puede sentirse orgulloso, tan digna de ser valorada como digna de temer es cualquier
contaminación. Sólo me cabe rogar que los hijos que me dé Diana sean tan espléndidos. Dada su
naturaleza —sonrió a su esposa—, ¿cómo podría ser de otra manera?
—Me alegra tener un don para dar —dijo Petra, a punto de echarse a llorar por esa ternura—,
porque tú me has dado muchísimo.
—Para mí ha sido un verdadero placer, querida mía. Espero que ahora Amalia pueda
perdonarme mi despreocupación o descuido del pasado.
Petra se levantó y se le acercó.
—Ella nunca te echó la culpa de nada. Y estaba absolutamente segura de que me aceptarías y
me tratarías bien. —Ladeó la cabeza—. Sé que tienes la intención de hablar con Robin, pero
¿puedo hablar yo primero? Después ya podrás amenazarlo.
Él se rió y ella tuvo un atisbo del joven desenfadado y alegre al que amó su madre.

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—Muy bien.
Petra se dirigió a la puerta, pero antes de abrirla recordó el pájaro mecánico que él le había
regalado.
—¿Lo sabías? —preguntó—. ¿Quién era Robert Cockcroft, quiero decir?
A él se le curvaron los labios.
—Me pareció inverosímil que en tus aventuras hubiera participado un hombre sobrio de
Cornualles, y Huntersdown ha sacado muchas veces a colación el poema de Cock Robin. Vi una
reacción en ti ante el petirrojo mecánico y llevabas un camafeo con un pájaro en relieve.
—Un petirrojo, un robin —dijo ella—. Eso fue muy descuidado por mi parte.
—Si miras bien ese broche, verás que no es un petirrojo sino un gorrión, y las ramitas en que
está posado son un arco y una flecha.
—¿Por qué querría una imagen del asesino de Cock Robin?
—Un capricho, lo que es uno de sus defectos. Pero además, durante la guerra, él e Ithorne, y a
veces Grandiston, realizaban ciertos trabajos para el rey en el barco de Ithorne, el Black Swan.
—¡El Black Swan! —exclamó Petra, y le contó lo de la dirección que había usado.
—Tres jóvenes alocados —dijo él—, aunque Grandiston es un buen oficial. Y luego, claro, se
informó de que Grandiston había matado a Varzi, lo que añadió otra pista.
—Santo cielo —dijo Petra y miró a Diana.
Diana se encogió de hombros, sonriendo.
—Es así. Omnisciencia más una diabólica habilidad para resolver rompecabezas.
—En realidad no necesitaba nada más —dijo él—, pero sabía que Huntersdown había estado
recientemente en Versalles y era muy probable que estuviera en su viaje de regreso por esas
fechas.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Diana.
—Porque se le encargó una misión de poca monta para el rey. Allí había una dama que tenía
una información que podía ser útil, pero tenía miedo de encontrarse con cualquiera que pudiera
parecer mínimamente sospechoso. Nadie sospecharía que Huntersdown tuviera motivos
ulteriores, aparte de la seducción.
—Supongo que ella adora los perros papillon —dijo Petra.
—Ah, sí, supe que había adquirido uno, ante el inmenso asombro del mundo. Y que resultó
herido durante un misterioso asalto cerca de Folkestone. Por último...
—¿Hay más? —preguntó Diana.
—Me gusta ser concienzudo. Discretas averiguaciones acerca de lady Sodworth revelaron
quejas sobre una joven que le endosaron en Milán vestida de monja, y que resultó no ser en
absoluto fiable, y que era una ramera por añadidura. Escapó a la primera oportunidad con un
joven que muy claramente tenía las peores intenciones y cuya descripción calzaba a la perfección
con el conde de Huntersdown.
—¿Qué habrías hecho si yo no estuviera embarazada?
—Mi intención era observaros a los dos y meditar las cosas. No tengo el menor deseo de
perderte tan pronto, Petra.

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—Yo también desearía... —suspiró—, pero no puedo desear estar separada de él.
Huntingdonshire no está muy lejos, ¿verdad?
—Y los caminos siempre van mejorando. Vete. Huntersdown habrá necesitado lavarse y
recuperar su apariencia, pero donde sea que esté, no me cabe duda de que lo encontrarás. El
amor tiene sus formas de orientarse. Pero a medianoche tienes que estar con nosotros, para el
desenmascaramiento y tu presentación. Después de eso puedes bailar con él toda la noche si
quieres. Sólo bailar —añadió.
Petra captó que lo decía en serio.
Salió al silencioso corredor poniéndose el antifaz. Su padre le había arrojado un reto: encontrar
a Robin con la brújula del amor. Puesto que él tendría que haber necesitado lavarse y cambiarse
de ropa, caminó por algunos otros corredores solitarios, pero si él estaba en esa parte de la casa,
ella no percibía su presencia.
Volvió al lugar de la fiesta, deseando poder recordar el color de su capa. Cuando estuvieron
fuera, en la oscuridad, no se fijó en él.
Notó más ruido y animación, el ruido tal vez aumentado por comentarios sobre el peligro y la
violencia. Oyó exclamaciones acerca de unos malvados italianos y sobre la muerte.
Pero no había tristeza, ni se veía aflicción.
Se detuvo en un rincón tranquilo para sentir la pena por la familia y las amistades de Ludo. No
creía que su esposa fuera a experimentar mucho sufrimiento. Él se había casado con la chica por
su dinero, y por lo que había oído, esta no había recibido atenciones ni cariño por parte de ese
hombre obsesionado por otra mujer.
Y qué extraña obsesión. Tal vez él creyera que era amor, pero el amor lo habría inducido a
proponerle matrimonio, no a insultarla. El amor no induce a obligar, herir y aprisionar. Los
sentimientos de él tenían que haber sido viles, despreciables, porque el amor, a fin de cuentas,
sólo desea liberar al ser amado, como hizo Robin por ella y ella intentó hacer por él.
¿Dónde estaba, pues? Creía ciertas las palabras de su padre. Ella debería percibirlo con algún
sentido secreto.
Pasó por la sala central, tomó el pasillo lateral, subió a uno de los balcones y se asomó a mirar a
los bailarines. No, tenía la extraña seguridad de que ninguno de esos caballeros era él. Levantó la
vista y entonces lo vio, en uno de los balcones de enfrente, mirando hacia abajo igual como lo
hacía ella.
Entonces, como si hubiera presentido algo, él levantó la vista, la vio y le sonrió. Ella le
correspondió la sonrisa, sintiendo la oleada de amor, cálido y dichoso. Habría volado hacia él si
hubiera tenido alas, pero por el momento eso era suficiente, verlo, saber que él era de ella, que
tenían un precioso futuro, ya extinguidos todos los secretos y misterios.
Él retrocedió, se perdió de vista en la oscuridad y ella esperó, esperó tranquilamente, hasta que
lo sintió llegar por detrás y se giró a mirarlo.
Se cogieron las manos.
—Milord conde de Huntersdown, colijo —dijo ella sonriente, y luego ensanchó la sonrisa, de
pura alegría.
—Mi encantadora hermana Immaculata. ¿Quién eres ahora?
—Petra Malloren.

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8° de la Serie Los Malloren

—¿Te acepta totalmente, entonces?


—Hay unos retratos de él cuando era joven que le hacen imposible no aceptarme.
Él se rió.
—Un aviso para todos los muchachos descuidados en el amor. Yo no he sido inmaculado. ¿Te
importaría si llegara algún pollo suelto a vivir en el gallinero?
—No. —Le apretó las manos y se le acercó más, mirándolo a los ojos—. Pero en mí hay algo de
la hermana Immaculata, Robin. ¿Me serás fiel?
Él la atrajo a sus brazos.
—Hasta que la muerte nos separe, te lo prometo. —Le levantó la cara hacia él—. ¿Te casarás
conmigo?
—Con todo mi corazón. Pero te lo advierto, lord Rothgar no va a ser un suegro tolerante.
—Buen Dios, yerno del Marqués Negro.
Ella le acarició la mejilla.
—Pero aporto una buena dote y contactos poderosos.
Él giró la cara y le besó la palma.
—Ah, sí, pues sí.
—Y ya le he dicho que estás bajo mi protección. —Le giró la cara hacia ella—. Pero si alguna vez
te viene la inclinación a descarriarte, milord, recuerda que soy la hija del Marqués Negro.
—Estoy debidamente aterrado.
Entonces la besó, un beso tierno, tierno, como nunca antes, pero ella se obligó a interrumpirlo,
y lo miró a los ojos.
—Robin, estoy embarazada.
Él la miró fijamente y ella pensó que tal vez lo había juzgado todo al revés, que todavía podría
salir algo mal. Pero él le enmarcó la cara entre las manos.
—Debes de haber estado preocupada. Lo siento, lamento no haber estado contigo.
Ella negó con la cabeza, con la visión empañada.
—Eso ocurrió sólo por mi culpa, mi amor querido. Bésame otra vez.
Entonces se exploraron, con las bocas, las manos y mucho más, reavivando fuegos ya
conocidos, que crepitaron con un calor abrasador que exigía rendición.
Petra volvió a apartarse y lo mantuvo lejos con una mano.
—No podemos. No debemos. A medianoche debo estar con lord Rothgar para quitarnos las
máscaras. Entonces él me va a presentar. La historia es que me voy a enamorar de ti porque me
salvaste de Ludovico. Pero podemos casarnos pronto.
—Hay esperanza de cordura, entonces —dijo él, cogiéndole la mano y besándole cada dedo.
—Tenemos su permiso para bailar. —Trata a todo el mundo como a títeres.
Ella se estaba derritiendo otra vez, sólo por sentir los labios de él en sus dedos, pero dijo:
—Es mi padre, Robin. Le tengo mucho cariño, a él y a todos los Malloren.
Él se metió su dedo índice en la boca. A ella le flaquearon las piernas, pero encontró las
palabras:
—Por favor, no me obligues a elegir.

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Él le soltó lentamente el dedo, pero la pasión de sus ojos podría hacerla flaquear.
—No haré nada de eso —dijo él al fin—. Él te quiere. Pero aún falta una hora para la
medianoche—. ¿Bailamos?
La atrajo hacia sí, metiendo la mano por debajo de su capa y deslizándola por sus hombros
desnudos, hasta el cuello. Ella se apretó a él otra vez, deseándolo, pero encontró la fuerza para
decir:
—No.
—¿No de verdad? —preguntó él, acariciándola ahí, prometiendo intensos placeres.
Ella tragó saliva y se liberó de sus brazos.
—No, de verdad. Lo prometí. Pero también, a pesar de mis pecados, soy una mujer
terriblemente moral, Robin. Es mejor que lo sepas. Podemos casarnos. Pronto estaremos casados.
Debemos esperar.
Él sonrió.
—Con todas las riquezas del universo a la vista, ¿qué necesidad hay de prisas? Vamos, cariño.
—Le cogió la mano para llevarla—. De los muchos placeres que no hemos saboreado, uno es un
baile normal y corriente. Me parece uno excelente para empezar.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 3333

23 de agosto de 1764.

Nuevamente una multitud llenaba el parque de Rothgar Abbey, para la gran celebración
de la boda de la hija del marqués, fruto del escándalo, con el guapo conde de Huntersdown. Petra
observaba desde la ventana de su dormitorio, porque no podía ir a alternar con la gente hasta
después de la ceremonia. Esta tendría lugar muy pronto en la capilla privada, que era un resto de
la abadía que en otro tiempo se elevaba en ese lugar.
Estaba lista, ataviada con un vestido de seda verde con flores de primavera estampadas,
carísima imitación del que le comprara Robin en Montreuil, aquel que llevaba puesto cuando él la
amó esa primera vez que la pasión los golpeó con toda su fuerza. El que ella le abrió en el Courlis,
el que llevaba al llegar a esa casa donde encontró un hogar amoroso.
Se giró el anillo en el dedo, un zafiro en forma de estrella, exactamente el que ella había
pedido. Se tocó el collar de perlas, regalo de su padre. La pulsera de perlas de tres vueltas era un
regalo de Diana. Y aunque no le sentaba muy bien al conjunto, llevaba el broche de camafeo de
Robin prendido entre los volantes de fino encaje que adornaban el corpiño.
Le había preguntado acerca del camafeo, un día en que estaban paseando por el jardín.
«¿El gorrión? Lo mandé hacer después de la muerte de mi padre, aunque no sé muy bien por
qué. Siempre me ha intrigado esa historia. ¿Por qué el gorrión mató al amistoso petirrojo? ¿Quería
castigarlo? El poema no lo dice. Supongo que simplemente estaba pensando en la muerte.»
«Y comprendiste que estaban contados tus días como Cock Robin —dijo ella, y recitó el final del
poema: "Todos los pájaros del aire descendieron llorando y sollozando cuando oyeron tañer la
campana por el pobre Cock Robin". —Le apretó la mano—. Para mí nunca morirá».
«Eso me gusta», dijo él, guiñando los ojos, y entonces fue cuando le explicó el significado vulgar
de la palabra «cock».
Volvió a reírse al recordarlo.
En eso entró Portia a preguntarle si estaba lista, así que salió a cogerse del brazo de su padre, y
entonces bajaron y se dirigieron a la capilla. Ahí estaba Robin, ataviado con un magnífico traje de
terciopelo azul que tenía los botones de zafiros y diamantes que ella recordaba. Estuvo a punto de
echarse a reír otra vez. En todo caso, estaba combatiendo la risa simplemente porque se sentía
feliz, feliz.
Estaba presente la madre de él y también sus hermanas y hermanos. No había habido tiempo
para llegar a conocerlos bien, pero le parecía que sería posible la armonía. La divirtió enterarse
que la madre, en lugar de aprobar, desaprobaba su devoción a la fe que compartían, pero una vez
que ella le aseguró que aceptaría que a sus hijos los educaran en la fe protestante, cayó esa
barrera.
La condesa de Huntersdown viuda era una mujer orgullosa y decidida, y estaba acostumbrada a
imponer su voluntad. También estaba acostumbrada a tener a Robin para ella sola, y no la hacía
particularmente feliz el origen nada ortodoxo de ella, pero la buena dote y las fabulosas
conexiones habían suavizado el asunto, y las dos tenían en común el amor por Robin.

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Incluso Coquette tenía su puesto ahí, sentada junto a los pies de Robin con una dignidad
cortesana perfecta.
Pronunció sus promesas, contenta de que esas promesas fueran las mismas de la ceremonia
católica y ante la mirada del mismo Dios. Por la forma como él pronunció las suyas, supo que las
decía en serio, en su sentido más verdadero y profundo. Elevó una oración de acción de gracias a
su madre y a Dios, que la habían traído a ese lugar.
Después salió con Robin a unirse a la alegre multitud para compartir su felicidad con los criados,
aparceros, vecinos y amistades de su padre. Ese día había más motivos de celebración, porque era
el aniversario de la boda del marqués y recientemente se había anunciado que la marquesa
esperaba un hijo para Navidad. La mayoría de las personas presentes consideraban eso un simple
motivo de regocijo, pero algunas, en especial entre los familiares, sabían lo que significaba.
Lógicamente, su padre y Diana sabían lo del bebé que esperaban antes que ella llegara, pero
quedaban las viejas inquietudes. Por eso a ella la consideraron una bendición, una promesa
especial. De todos modos, era curioso que su bebé y el de Diana fueran a ser tan cercanos en
edad.
Petra llevó a Robin a ver a una invitada especial. Había hecho enviar un coche a la señora
Waddle, y la anciana había viajado con su hija, su yerno y una de sus nietas, una chica de dieciocho
años de ojos luminosos llamada Tess. También los proveyó de ropa, para que no se sintieran fuera
de lugar ahí, y pronto haría más por la mujer que fue tan buena con ella.
Cuando la vio corrió hasta ella y le dio un fuerte abrazo.
—Usted fue un ángel para mí.
—Venga ya —dijo la señora Waddle, con las mejillas rojas bajo el ancho sombrero con flores—.
Si una persona no puede ofrecer una cama y un poco de sopa, ¿adónde iremos a parar? Qué
bonita está, así que supongo que este guapo caballero no es el marido latoso.
Robin se rió y la besó, ganándose un golpe en el brazo.
—Veo que va a dar problemas. Téngalo controlado, querida. Es la única manera.
Petra percibió que todavía se sentían algo fuera de lugar, así que los llevó a conocer a los
Harstead y los dejó a todos felices comparando sus respectivas participaciones en la aventura. Vio
a la señora Digby, aunque ella la evitaba.
Cuando cayó la oscuridad encendieron una fogata, pero Petra y Robin ya se habían escabullido
y subido al dormitorio de ella, decorado en rosa y blanco, con la cama nupcial.
—Limpia —dijo ella sonriendo—, pero no para mí sola, menos mal.
No tuvieron necesidad de criados para desvestirse mutuamente, tomándose su tiempo, pues
tenían todo el tiempo del mundo, aunque se vieron obligados a combatir el salvaje tirón de la
pasión.
—No hay necesidad de darse prisa —musitó él—, pero tampoco de esperar.
A medio desvestir se arrojaron sobre la cama, ella quitándole la camisa y él a ella la camisola,
enredados en la sábana que ya estaba preparada y echada hacia atrás, explorándose, a la luz de
las velas esta vez, las piernas, las caderas, el pecho, los pechos, las espaldas y, ah, la polla
magníficamente erecta.

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Cuando estaban unidos haciendo el amor, elevándose a más y más alturas, sonó un gran
estruendo y chisporroteos, anunciando el comienzo de los fuegos artificiales. Estallaron juntos, en
medio de la pasión y las risas.
Cuando pudo tomar aire para hablar, Robin resolló:
—Típico de Rothgar.
Cogió a Petra en sus brazos, estrechándola más y más, para besarla, piel caliente apretada a
piel caliente, mientras fuera sonaban crujidos y explosiones y por el oscuro cielo nocturno pasaban
volando luces de colores.
Pasado un rato, cuando volvió a reinar la paz, él apoyó la cabeza en la suya.
—Sólo puede haber una palabra para describir esto y a ti, mi amor.
—¿Y qué palabra es esa? —preguntó ella, sonriendo.
—Cielo —dijo él.

FFIIN
N

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N
NOOTTAA DDEE LLAA AAU
UTTO
ORRAA

Qué agradable volver al mundo Malloren. Espero que hayas disfrutado de esta
incursión tanto como yo. Pero esta novela tiene un comienzo raro y me pareció que te
gustaría leer algo sobre él.
A veces las ideas me vienen como una toma relámpago de vídeo, o como una
viñeta, y esta vez era un caballero que estaba en una posada de posta y oye maldecir a
una mujer vestida con mucha sencillez. Que una dama emplee palabras fuertes sería
sorprendente, pero además esta mujer era, al parecer, muy sobria. Le pregunta si le
permite ayudarla y acaba por ofrecerse a llevarla a su destino. Algo recelosa, ella
acepta.
Esto tiene un cierto parecido con el comienzo de A Lady's Secret, pero en mi
primera visión la posada estaba en Inglaterra, él era un respetable caballero del
periodo de la regencia, y ella llevaba un vestido corriente y parecía ser una institutriz
normal. De todos modos, lo encontré interesante y comencé a sopesar motivaciones y
resultados. Estaba claro que ella iba huyendo de algo o tratando de llegar a alguna
parte, o las dos cosas. Me vino a la mente la idea de que era una joven que intentaba
llegar al bufete de sus abogados fideicomisarios de Londres para quejarse de que su
tutor era un ladrón.
¿Cómo llegué, pues, desde ahí al norte de Francia, con un libertino georgiano con
una perra papillon y una monja fugitiva? Como todo lo que entraña escribir una
novela, esto es un misterio.
Pero recuerdo algunos factores. La primera chispa me pareció el escenario para un
libro de aventuras de viaje, en que la mayor parte de la acción se desarrolla durante un
viaje desesperado. Pero la Inglaterra de la regencia no es el mejor ambiente para una
novela de viajes. Era demasiado civilizada. Las principales rutas eran carreteras con
barreras de peaje y con mucho tráfico, en las que la ley y el orden estaban bastante
bien establecidos. Cuando me encontré buscando motivos para hacerlos viajar por
caminos poco importantes atravesando las montañas Pennine o por el norte de los
páramos de York, comprendí que estaba desesperada, en apuros.
Así pues, decidí retrasar en cincuenta años la historia, situarla en mi mundo
Malloren; en ese tiempo las carreteras estaban mucho más llenas de baches y en
muchas partes de Inglaterra seguía imperando la ilegalidad. De todos modos, yo seguía
buscando lugares aislados, donde no tuvieran ayuda o auxilio cerca, y no me resultaba
bien. Se lo comenté a mi marido y por lo que fuera, ni siquiera él recuerda por qué me
dijo: «Están en Francia».
Así que ahí estaban. Como he dicho, todo esto es un misterio, pero una vez que hice
ese cambio y abrí la mente a que mi heroína no era inglesa, las cosas comenzaron a
encajar.
Hace un tiempo algunas lectoras de mi lista e-mail chat habían elucubrado sobre
posibles novelas relacionadas las unas con las otras, y con diversos giros. En algún
momento de ese diálogo, surgió la idea de que Rothgar había engendrado un hijo o

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hija durante su Grand Tour por Europa. Como sabes, en las primeras novelas sobre los
Malloren el tema de su temor de que si tenía hijos estos se volverían locos como su
madre, lo destaqué con fuerza, por lo tanto una hija adulta desconocida era una idea
potente. Comprendí que la había encontrado.
Muchas veces inventar una novela es cuestión de dejar de lado mis ideas
preconcebidas y los pensamientos controladores para descubrir lo que ya es la
historia.
El Grand Tour, por cierto, era una parte esencial de la educación de un caballero de
clase alta en el siglo XVIII. Pasados los primeros años de su adolescencia, emprendía el
viaje para visitar los principales centros culturales de Europa, bajo la tutela de un guía
preceptor, a veces llamado guía de soporte, y con un séquito grande o pequeño de
criados. Visitaba diversas cortes para aprender el saber hacer internacional, y diversos
lugares de Italia y Grecia, para completar su educación clásica; en aquel tiempo la
educación de un caballero se fundaba principalmente en el estudio de los clásicos.
Siendo niños, estos jovencitos también se dedicaban a pasarlo en grande, lejos de las
restricciones y vigilancia normales. Más o menos semejante a unas largas vacaciones
de Semana Santa en Florida.
Comprendí, pues, que mi mujer maldiciente era la hija de Rothgar y que iba de viaje
en busca de su padre. Entonces sólo tuve que inventar el motivo y justificar por qué iba
vestida con hábito de monja. Podía ser sencillamente un disfraz, pero eso lo encontré
muy fácil, ordinario. En mis investigaciones descubrí que entre las damas de alcurnia
italianas era muy común vivir en conventos, y me enteré de algunas cosas acerca de las
complejidades de las reglas de las monjas de clausura. Tenía mi situación, sólo
necesitaba saber por qué iba huyendo tan desesperada.
«¿Por qué?» es la pregunta más importante que ha de hacerse un escritor.
Comencé a escribir y poco a poco se me fue revelando la historia. Así es como tengo
que hacerlo. Simplemente pensar en una historia o urdir el argumento sobre el papel
no me resulta.
Cuando ya la tenía bastante montada, tuve que investigar la parte norte de Francia
en el siglo XVIII, en particular la forma de viajar, ya que eso era territorio nuevo para
mí. Qué diversión.
Fue especialmente agradable debido al Google Book Search. Este es el nuevo
servicio que ofrece Google, en el que se puede acceder a muchos libros de bibliotecas
universitarias. De algunos de estos libros sólo existen uno o dos ejemplares, por lo que
sólo se pueden consultar si la persona va a esa biblioteca. Más aún, un desastre natural
o un incendio podría destruir un ejemplar único.
Ahora estos libros están en forma electrónica y por lo tanto los pueden tener en
muchos lugares. Mejor aún, Google los pone en la red, donde todo el mundo los puede
leer e incluso descargar. Yo he adquirido una biblioteca electrónica de libros con los
que unos años atrás sólo podía soñar.
En este caso, mi mejor descubrimiento fue The Gentleman's Guide in his Tour
through Trance, escrito «por un Oficial que en ese tiempo viajaba ateniéndose a un
Principio que recomienda muy encarecidamente a sus paisanos: No gastar más Dinero
en el País de nuestros Enemigos naturales que el que sea necesario para mantener,

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con Decencia, la Reputación de un Inglés» (tal cual). Se publicó en 1770, sólo unos
pocos años después de los incidentes que ocurren en esta novela. Podría ser que sólo
quedara un ejemplar de esta edición.
El oficial escribe sobre su viaje de Inglaterra a Francia, contando muchos detalles.
Explica a sus contemporáneos, y ahora a mí, que una persona podía viajar a Dover en
coche de posta o en la «máquina de Dover», con lo que quería decir diligencia. Para los
lectores modernos la diferencia entre estos dos tipos de vehículos sería la que hay
entre un coche alquilado y un bus.
La máquina de Dover, dice, cuesta 20 chelines y hace el viaje de 72 millas (115,84
km) en un día. Fíjate en el tiempo que llevaba viajar. Probablemente era un día de diez
horas, o sea, más o menos 7 millas (11,20 km) por hora. Un coche de posta costaba 1
chelín por milla, o 72 chelines por el mismo viaje, pero sería algo más rápido.
El paquebote de Dover a Calais costaba media guinea por persona (media guinea
equivale a 10,5 chelines). El alquiler de un barco para viajar solo o en grupo valía 5
guineas. El libro abunda tanto en detalles simpáticos que me resultó difícil no meterlos
todos en la novela.
Otra fuente interesante fue Tobías Smollet, que escribió largo y tendido sobre sus
viajes en ese periodo. La mayoría de las cosas de las que me enteré en diversas fuentes
no acabaron en la novela, lógicamente, pero me sirvieron para situar en ese tiempo a
mis personajes.
Ahora pasemos a Teresa Cornelys. Fue una persona importante en el Londres de la
década de 1760, aunque en mis estudios para mis novelas Malloren no me enteré de
su existencia. Pero para esta iba perfecta, por ser italiana; me habría gustado darle un
papel más importante, pero tiene prioridad el discurrir de la historia.
Era una mujer osada, aventurera e inescrupulosa, que comenzó su carrera como
cantante de ópera en Europa y luego se convirtió en empresaria en Londres, aun
cuando estaba arruinada y hablaba poco inglés. Es de admirar ese tipo de brío.
Con su elocuencia consiguió poseer una magnífica casa en Soho Square, y engañaba
y/o seducía a hombres para que le pagaran sus proyectos, y se ofendía cuando ellos le
exigían el pago del préstamo. Tenía mecenas entre los aristócratas y durante un
tiempo sus fiestas venecianas en Carlisle House fueron muy concurridas durante la
temporada de Londres. Limitaba el número de entradas, tenía a un grupo de damas
que decidían quiénes podían comprarlas, e incluso dictaminaba qué podían o no
podían vestir las personas que asistían a sus fiestas.
Por desgracia, era fatal para las finanzas, y prácticamente vivía al borde de la ruina,
y se escapaba siempre por los pelos de ser arrestada por deudas. Finalmente, su
negocio quebró y murió en una cárcel para deudores.
Pero sus fiestas tenían tanto éxito que otros intentaron imitarla, y uno lo consiguió
muy bien. Fue un escocés, el señor Almack, y sus bailes en el Salón de Fiestas Almack
fueron muy famosos durante el periodo de la Regencia.
Si te interesa saber más acerca de Teresa Cornelys, lee The Empress of Pleasure, de
Judith Summers: La dueña del placer, Lumen, 2004.

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Curiosamente, Teresa Cornelys fue amante de Giacomo Casanova; él fue su amigo


durante mucho tiempo y padre de su hija. En una fiesta en Londres ella le presentó a la
pequeña Sophie como hija suya, y el parecido era tan notable que él no tuvo más
remedio que creer que era cierto. La verdad es a veces más rara que la ficción, pero
también es una excelente inspiración para la ficción.
Por cierto, Teresa también perdió la oportunidad de ofrecer en su casa la primera
actuación de Mozart en Londres simplemente porque ya había organizado una fiesta y
todas las entradas estaban vendidas. Así es la historia.

Escribir una novela es un fabuloso viaje de descubrimiento, y ahora estoy


comenzando a descubrir más detalles acerca de lord Grandiston. Todo es muy
interesante y misterioso.
En estos momentos ¡hay más! NAL ha reeditado dos de mis primeras novelas, que
ha sido difícil encontrar durante años; ahora The Fortune Hunter y Deirdre and Don
Juan están en tu librería en una bonita edición en rústica titulada Lovers and Ladies.
Esta va del amor en el mundo de Jane Austen, con animosas damas y gallardos
enamorados constreñidos por las presiones de una sociedad ordenada y elegante.
Deirdre and Don Juan ganó un galardón RITA como la Mejor Novela de la Regencia, y
en Romantic Times se la ha descrito como la obra de un «genio narrativo». En
Romantic Times se describe The Fortune Hunter como «el tipo de experiencia
maravillosa que todos los adictos a la lectura desean pero rara vez consiguen».
Espero que te gusten estas novelas viejas pero buenas. Estoy segura de que
reaparecerán más.
Me encanta saber de mis lectores, y puedes escribirme a jo@jobev.com. También
puedes apuntarte a mi hoja informativa que envío por e-mail. Los enlaces están en mi
página web, www.jobeb.com, en la que también encontrarás información acerca de
mis novelas e incluso algo de ficción gratis.
Verás que ahí tengo informaciones breves en MySpace y en Facebook, y de vez en
cuando escribo en un par de blogs personales.
También formo parte de un grupo de novelistas históricas que bloguean en The
Word Wenches (Las muchachas de la palabra); visítanos en www.wordwenches.com.
Nos encanta la participación de las lectoras, y hasta repartirnos premios.
Y si aún no tienes conexión con Internet, puedes escribirme a través de mi agente,
Margaret Ruley, 318 East 51st Street, Nueva York. NY 10022 (se agradece enviar sobre
con sellos para la respuesta).
Mis mejores deseos.
Jo

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