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EL ÁNGEL DE
NAVIDAD
SERIE GRANUJAS VOLÚMEN 3
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ÍNDICE
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Jo Beverley EL ÁNGEL DE NAVIDAD
Reseña bibliográfica
Jo Beverley
El ángel de Navidad
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Capítulo 1
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—Parecéis una mujer sensata. Vos no os habríais enamorado de mí, ¿no es cierto?
Beth lo miró, lo miró de verdad, por primera vez. Descubrió que no estaba segura de
su respuesta.
Ante su vacilación, Leander gimió y se puso en pie de un salto. Arrastró a Lucien
para que se pusiese de pie a su lado.
—¡Míranos! ¡No soy un hombre particularmente atractivo!
Beth los estudió. Apenas era una comparación justa, pues Lucien era ridículamente
bien parecido, y no era sólo su parcialidad como esposa. Incluso cuando lo había visto la
primera vez, cuando le temía y le odiaba, mentalmente lo había comparado con un dios
griego. Medía sobre los seis pies, con rasgos bien definidos, con rizos dorados, y
hermosos ojos y pestañas que Beth codiciaba para sus aún no concebidos hijos.
Lord Charrington era una cabeza más bajo. Aunque estaba bien formado y era
elegante, no había nada remarcable en él excepto un ligero aire extranjero. Lo que no era
sorprendente, pues había nacido y sido criado fuera del país. Beth no estaba segura de
qué era lo que creaba la impresión de ser europeo, pues sus ropas, su manera de hablar
y sus modales eran impecablemente ingleses. Quizás era el ocasional gesto elocuente, el
número de palabras que envolvía alrededor de una simple afirmación, o las inconstantes
expresiones que a menudo cruzaban sus enjutas facciones.
El típico caballero inglés era mucho menos expresivo.
Alejando a un lado aquellos gestos, era bastante normal. Su pelo era de un marrón
anodino como el de ella, aunque lo llevaba peinado de una forma ondulada y bastante
larga que resultaba atractiva en su misma falta de cuidado.
Pero allí estaban de nuevo los ojos.
Mientras que los ojos de Beth eran de un simple color azul, los de él eran de un pálido
y raro color, quizás de color avellana claro; era difícil de decir a la luz de las velas.
Ligeramente hundidos y con espesas pestañas, tenían una brillante intensidad que
captaban la atención y, seguramente, el corazón. Aunque brillaban, seguían conteniendo
sombras que sugerían dolores ocultos. Sin duda, era sólo debido al oscuro escenario
donde se encontraban, pero, junto con aquel aire europeo, formaban una intrigante
combinación.
Parecía diferente, y herido, y añadió para su sorpresa, peligroso.
No especialmente peligroso físicamente, como Lucien, pero formidable en sus
secretos y su voluntad.
Se deshizo de esos pensamientos, seguramente productos de la tardía hora y el
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La miró ceñudo.
—¿Por qué? Eras malditamente reacia a enamorarte de mí, y no carezco del encanto
necesario.
Beth se quitó el chal de raso.
—Pero tú eras mi opresor. Es muy difícil amar a un conquistador, no importa lo
atractivo que sea. Empecé a enamorarme de ti cuando noté que también eras una
víctima.
La cogió por los hombros, con una mirada rabiosa.
—¿Estás diciendo que fue por pena?
Beth rió fuertemente.
—Lucien. Aún en tu momento más bajo difícilmente eras objeto de pena excepto por
el hecho de que estabas comprometido conmigo. —Le deslizó los brazos alrededor del
cuello—. Pero comencé a ver que me necesitabas. Es bueno ser necesitada.
La envolvió en un cálido abrazo.
—Entonces, ¿dónde está la magia de Lee? Ha sido siempre malditamente
independiente, no necesita nada ni a nadie, es como un gato. Un gato de buena raza,
zalamero, Persa. Y estos días tiene el mundo en sus manos.
Beth se recostó sobre el hombro de él.
—Eso parece, amor. Pero hay una gran necesidad en él. No sé qué es pero es como
una herida abierta. Creo que es por eso por lo que se derriten todas las mujeres en
Almack’s. Sólo quieren llenar ese vacío.
Lucien rió entre dientes.
—¿No crees que eso tiene que cambiar, cariño?
Beth se ruborizó, algo que la sorprendió después de meses de matrimonio.
—Eres un hombre malo. —Se escabulló de sus brazos y le regaló una sonrisa pícara.
Se quitó la camisola por los brazos de modo que esta cayó hasta la cintura—. ¿Estás
dispuesto a probar nuevamente que un hombre malvado es la única clase que cuenta?
La atrajo hacia sus brazos, doblándola hacia atrás para posar su boca en ella.
—Por siempre jamás. —Murmuró junto a su pecho.
—Amén. —Suspiró Beth
Nunca llegaron a la cama
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Cuando Beth convulsionaba con el cuerpo sudoroso y caliente, bajó la mirada hacia
los oscuros y saciados ojos de su marido. Habían rodado fuera de la alfombra encima
del piso de roble bajo la ventana. Él estaba debajo; ella, arriba.
Le quitó el pelo húmedo de la frente.
—Tendrás las marcas del suelo en la espalda.
—Simplemente probará que la cortesía no ha muerto. —Le puso los brazos detrás de
la cabeza y la besó con una gran minuciosidad—. ¿Cuándo fue la última vez que te dije
que te amo?
—Hace algunas horas.
—Soy un cerdo negligente. Quizás deberíamos ayudar al pobre viejo Lee. El
matrimonio es un invento maravilloso.
—¿Ayudarle a casarse sin amor? Eso no sería caritativo. —Beth recorrió los bellos
rasgos de Lucien—. ¿Cuándo fue la última vez que te dije que te amo?
—Hace algunas horas.
—Te amo
—Te amo
Se besaron. De alguna manera avanzaron hasta la cama. Hicieron el amor
nuevamente.
Medio despierta, Beth murmuró:
—La “viuda llorosa”.
—¿Qué?
Ella se movió lo suficiente para que la comprendiera.
—Si Lee realmente quiere un matrimonio sin amor debería casarse con la “viuda
llorosa”. Alguien que haya adorado a su primer marido tan devotamente como lo hizo
Judith Rossiter, será capaz de resistirse incluso a Leander Knollis.
—No seas ingenua —dijo Lucien, a punto de quedarse dormido—. Es sólo algo que le
ronda en la cabeza. Ya entrará en razón.
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probó ser un huésped inobjetable. Fue cortés, encantador y considerado, y sabía cuando
desaparecer. Beth empezó a dudar de aquellas sombras que ella había sentido la
primera noche.
Y Lucien había estado en lo correcto acerca de su autosuficiencia. Ningún hombre es
una isla, dijo Donne, pero Leander Knollis estaba cerca. Se comportaba a lo largo de los
días como un hábil y carismático cortesano, con los más exquisitos modales, pero sin
freno.
No se sorprendió al enterarse que su primera carrera fue la de diplomático, siguiendo
los pasos de su padre. El último conde de Charrington había sido famoso por su
habilidad para navegar por aguas turbulentas, y tuvo una vida dedicada al trabajo.
Leander verdaderamente había heredado el don, y había sido entrenado para esa vida.
Había nacido en Estambul y creció en todos lados. No había visitado Inglaterra hasta
que tuvo ocho años.
Su próxima visita a Inglaterra después de esa ocasión fue cuando tuvo 12 años y
estaba destinado a Harrow.
—Y —confesó a Beth un día en el jardín de rosas—, no estoy seguro de haber
sobrevivido de no haber sido por Nicholas y los Granujas. No sé por qué me escogió,
pero le estaré eternamente agradecido. Sabía comportarme ante reyes y princesas de
todas las nacionalidades, pero no tenía idea de cómo tratar con otros chicos, y estaba
deplorablemente poco familiarizado con todas las clases de costumbres inglesas.
Era un hermoso día de noviembre, y Beth estaba andando por los dominios del
jardinero cortando las hojas muertas de las rosas.
—Parece una pequeña desconsideración por parte de tus padres haberte enviado a
Harrow tan poco preparado.
—Oh, tuve los mejores tutores. Hablo ocho idiomas.
Ella levantó la vista bruscamente. Esa no era una respuesta a su implícita pregunta.
Le pareció a Beth que siempre que los padres de Leander entraban a formar parte de
una conversación, esta conversación tomaba un hábil giro. Era bueno en esto, muy pero
que muy bueno, pero ella se dio cuenta. Decidió comprobarlo.
—¿Cuándo murió tu padre? —preguntó ella.
—Hace un año en Suecia
—¿Y tu madre?
—Tres años antes en San Petersburgo.
No estaba evadiendo sus preguntas, pero había un destacado comedimiento en su
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actitud. ¿Pensaría en su vida sólo en términos geográficos? Quizás carecía de algún otro
apoyo.
Beth dejó la canasta de hojas secas para que el jardinero acabara con ellas y tomó el
camino de vuelta a casa, quitándose los guantes.
—Supongo que no los viste mucho durante tus años de colegio. ¿Dónde pasaste las
vacaciones? ¿En Temple Knollis?
Mantuvo abiertas las puertas francesas para ella
—No, mi abuelo materno tenía una casa en Londres, y una hacienda en Sussex.
También pasé algún tiempo con unos u otros de los Granujas. Nunca había problema.
Siempre fui bien recibido.
Un huésped profesional, de hecho. Pero, pensó Beth, ¿dónde estaba su hogar? Ella
había crecido un poco como una huérfana en la escuela de señoritas de Miss Malory en
Cheltenham, pero esta se había convertido en su casa porque era permanente debido al
genuino afecto entre miss Malory y ella. ¿Habría disfrutado alguna vez Leander Knollis
el calor de un verdadero hogar?
Sospechando que sería sabio hablar del tiempo, dijo:
—Supongo que habrá sido un largo viaje por la parte occidental del país, pero debes
de haber estado triste por no haber sido capaz de pasar tiempo en Temple Knollis, se
dice que es una de las más hermosas edificaciones de Inglaterra.
Se detuvo y ella vio que sus ojos tenían una expresión vacía. El silencio se hizo
demasiado largo y casi se volvió incómodo antes de que dijera:
—Mi padre odiaba Temple y me crió para sentir lo mismo, aquello era una tontería,
una falta de sensatez, y peligroso. Nunca lo visité hasta principios de este año, cuando
regresé a Inglaterra. —Elevó ligeramente su barbilla y ella sospechó que por primera vez
había dicho más de lo que pretendía.
Había algo aquí y necesitaba ser expuesto.
—¿Y tú crees que es bello? —preguntó ella, sencillamente buscando una reacción.
La mirada de él se cruzó con la de ella pero todas las barreras estaban bien situadas.
—Oh sí —dijo—, es indudablemente muy hermoso. Perdóname.
Sin más explicaciones se marchó.
Beth pensativamente fue en busca de Lucien y lo encontró en los establos.
—¿Qué sabes tú de Temple Knollis? —le preguntó.
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Estaban locamente enamorados, nunca se separaban. Escribió casi todos sus poemas
sobre ella, o para ella. Yo creo que uno tuvo un poco de éxito: “Mi novia ángel”
Lucien citó emotivamente:
—“Aunque muchos ángeles colman el alto cielo, /y arrodillado para apaciguar cada suspiro
humano. /Justamente el hombre sea privado en esta tierra inhóspita, /careciendo de un ángel en
su hogar”. —Aunque lo declamó sarcásticamente aun así no pudo arruinar
completamente la belleza del sentimiento—. Hay más, Veamos: “Mi Judith se coloca en la
pureza de la luz de Dios / Y sosteniendo a nuestro hijo en sus blancos pechos / Y el rocío que perla
la brillante hierba / enseña la envidia de los ángeles que pasan”.
—Ciertamente no puedo competir con eso en el cortejo.
Lucien movió su cabeza.
—Te desconocería si lo intentaras.
—Entonces —dijo Leander—. ¿Cuáles son los impedimentos para encajar?
—Dos niños —dijo Beth
—¿De qué edad?
—Un niño de once años y una niña de seis.
Lee lo consideró y dijo:
—No veo ningún problema. El niño tiene la suficiente edad para no confundirse
acerca de nuestros propios hijos y la herencia. De hecho —dijo con un repentino e
inexplicable brillo en sus ojos—, casi empieza a gustarme tener una familia hecha.
Beth se miró con Lucien.
—Lee —dijo Lucien—. piensa lo mayor que eso la hace.
Lee reflexionó.
—¿Más de treinta?
—No exactamente, supongo, pero tú solo tienes veinticinco.
—¿Por qué acalorarse por eso? Casi todas mis amantes han sido mayores que yo. De
hecho, el consejo firme de mi padre era no tener nada que ver con una mujer más joven
hasta que tuviera al menos treinta. Debería haberlo escuchado. Si hubiera ido a la caza
de una novia entre las mayores desde el principio, hubiera sido más probable encontrar
una mujer con sentido, una tan sabia que no se pusiese en ridículo por mí.
Él asintió con satisfacción.
—Los matrimonios prácticos siguen siendo comunes en el continente, lo sabéis. No
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estoy preocupado por eso. Mientras esta viuda siga queriendo dar a luz unos hijos míos,
no me importa su edad. Sin embargo; no veo ninguna razón de porqué la dama me
tendría en consideración, si sigue tan afligida como decís.
Beth fue concisa.
—Dinero.
—¿La poesía no es lucrativa?
—Tengo entendido que no, aunque “Mi novia ángel” estuviera en labios de cada
colegiala hace algunos años. No cualquiera puede ser un Byron, supongo. Cuando el
señor Rossiter murió, la viuda tuvo que dejar Mayfield House e irse a una pequeña casa
de campo en el pueblo. Supongo que proviene de una gran familia de párrocos y puede
esperar una pequeña ayuda por ese lado. Su hijo está llegando a la edad en que
necesitará de educación y empezar en la vida. Es posible que haya guardado algo de
dinero para el futuro de sus hijos, pero lo dudo.
Lee se apoyó en el borde del establo y acarició la nariz de un caballo.
—Tengo que confesar, que esto parece una situación acorde con mis requerimientos.
—Miró a Lucien—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Vete al infierno en carretilla si es lo que quieres —dijo Lucien bruscamente—. Pero
—añadió, poniendo una mano sobre el hombro de Beth—, el amor en el matrimonio no
es una cosa que pueda tomarse a la ligera.
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Capítulo 2
Con un siseo Judith Rossiter se enderezó desde la tina donde lavaba, cuando su
espalda protestó. Odiaba el día de lavado. Tenía las sábanas y la ropa interior hirviendo
en una esquina de la pequeña cocina y estaba escurriendo las prendas de color. Sus
manos estaban rojas y el ambiente en el cuarto era pesado a causa del vapor avinagrado.
Casi había terminado con esta tarea pero parecía que su trabajo nunca, nunca
terminaba. Ahora que había hecho malabares con el dinero para poder comprar más
fruta seca, tenía que cortarla para la carne molida de Navidad. Eso significaba que había
pasas por deshuesar, otro trabajo que le disgustaba.
Tal vez debía mirar el lado positivo, la pobreza había reducido el número de pasas
por deshuesar.
Suspiró. Si ponía muchas manzanas tal vez nadie se daría cuenta de la falta de frutas
secas importadas. Estaba decidida, de una u otra manera a darles a sus hijos una
Navidad adecuada.
Arrojó la última prenda a la tina y llamó a Rosie para que le ayudara a tender la ropa.
Acarreó la tina apoyada en la cadera y salió al jardín.
La invadió un delicioso, fresco y frío aire, y robó un momento para disfrutarlo.
Era un hermoso día de finales de otoño. El aire estaba fresco, el cielo de un azul claro,
y las hojas de los árboles eran rojizas y doradas. Observó a algunas volando alegremente
hasta formar una dorada alfombra sobre la tierra.
Cuando Sebastian estaba vivo caminaban en días como esos, a través de los campos y
los bosques. Los niños hubieran corrido y explorado mientras Sebastian pensaba en
frases elegantes y las apuntaba en su cuaderno. Judith sólo disfrutaría de las vistas, los
sonidos y los aromas, y sería feliz.
Tenían dinero entonces. No mucho, pero lo suficiente, si lo manejaban con cuidado,
para pagar un cocinero, dos sirvientes, un jardinero, y tener una vida de ocio. Tiempo y
seguridad, las dos cosas que más echaba de menos.
Rosie, de seis años, una preciosa niña con el mismo cabello rubio pálido que su padre
y los grandes ojos azules de su madre, vino corriendo a ayudar. Pasó las pinzas y
sostuvo el borde mientras Judith colgaba la ropa lavada.
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1Cordobán: Piel curtida de macho cabrío o de cabra. El nombre proviene de Córdoba, ciudad famosa en la
preparación de estas pieles. (N. de la T.)
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caballo y regresó a la parte delantera de la hilera de casas. Sabía, sin embargo, que
estaba definitivamente interesado en seguir con el asunto del matrimonio con la viuda
llorosa. Consideró detenidamente cómo llevarlo a cabo.
Podría simplemente acercarse cabalgando y plantear el asunto francamente. Había
varias cuestiones contra esto. En primer lugar, sin el más breve encuentro, no podía
estar seguro de la opinión de ella. Aunque sus requisitos para una novia eran mínimos,
no creía ser capaz de aguantar un parloteo necio, o una voz particularmente estridente.
Había sin duda algunas otras características que harían imposible la vida en su
compañía.
En segundo lugar, no importaba con cuanta eficiencia se llevase todo el asunto, la
experiencia le había demostrado que las personas, y en especial las mujeres preferían
este tipo de asuntos envueltos en lentejuelas y lazos. Si era demasiado franco podía ser
rechazado por una cuestión de principios. Por otra parte, llevaba en la sangre una
diplomática lengua de oro, o eso le habían dicho, y debería ser capaz de pasar sin
esfuerzo por aquel asunto.
Entonces, ¿cómo conocer a la “viuda llorosa”?
Cabalgó lentamente de vuelta a la calle principal del pueblo consciente de las curiosas
miradas de la gente de Mayfield. Lo mirarían más aún si pudiera leer sus pensamientos.
Él mismo, de vez en cuando, se preguntaba si estaba loco, pero sin gran preocupación.
Algunas de las personas más interesantes que había conocido no habían sido como el
resto.
Deseaba establecerse en Inglaterra y echar raíces, e iría a por ello de la manera más
directa y rápida posible.
Aún así, a veces se preguntaba si debería haber aceptado el puesto en Viena ofrecido
por lord Castlereagh. El hombre poco menos que le había dicho que era su deber poner
sus habilidades a disposición de su país, pero Leander ya había tenido suficiente de una
vida bastante errante.
Detuvo a Nubarrón delante de “El Perro y la Perdiz” bajo la fija e interesada mirada
de un par de ancianos que estaban disfrutando del sol de la tarde. Dejó su caballo al
cuidado de un mozo de establo, y entró a por una jarra de cerveza negra.
Le dijo al tabernero que era huésped del marqués de Arden y pronto tuvo al fornido
hombre charlando. Era una habilidad natural que tenía hacer que la gente se sintiese
cómoda con él.
—¿Y oí que tenían a un poeta famoso por aquí? —preguntó de repente.
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—Aye, sir. El señor Rossiter. Podía tejer versos amorosos, si que podía. Los imprimió
en Lunnon.
—Oí que murió.
—Falleció hace casi un año. —El hombre sacudió la cabeza—. Cogió un resfriado que
le postró. Nunca tuvo la apariencia de un hombre saludable, usted sabe lo que quiero
decir. Una o dos veces le dije: “Debería tomar una bebida fuerte, señor Rossiter”. Pero
sólo bebía té y agua y nunca una infusión de cebada. Y mire lo que le pasó.
Leander tomó un largo trago de su bebida para demostrar que no era tan tonto.
—Efectivamente, pero tal vez, era el temperamento poético. Algunos de ellos parecen
morir muy jóvenes. ¿Tenía familia por aquí?
—Vino de Lunnon, oí decir, señor. Pero se casó con una muchacha de Hunstead. Su
esposa y niños siguen viviendo en el pueblo. Si sabe de él, sabrá de ella. Él escribió casi
todos sus poemas a su Judith.
—Ah, sí. —Leander puso una expresión sentimental—. “Mi novia ángel”.
—Es cierto, señor —declaró el hombre con una sonrisa de placer—. No podría decir
que me guste ese tipo de rima, pero las mujeres del pueblo la adoran.
—Es una pieza muy especial. ¿La dama vive cerca? Me gustaría verla.
El posadero le miró con los ojos entrecerrados y luego se encogió de hombros.
—Parece ser bastante famosa. Me han preguntado antes por ella. —Le dio la dirección
de la cabaña—. Tal vez le gustaría visitar la tumba del señor Rossiter. Un monumento
muy conmovedor que su viuda le erigió, debo decir. —Se inclinó hacia delante de
manera confidencial—. Por aquí se le llama la “viuda llorosa”, fue difícil para ella.
Bueno, ¿por qué no? Leander pagó la bebida, revisó su caballo y se dirigió hacia la
iglesia del pueblo y su cementerio.
La iglesia era vieja, pensó que podía ser un trabajo Sajón, y el cementerio estaba
dotado de una impresionante extensión de árboles y viejas piedras inclinadas cubiertas
de musgo. Más allá de las filas de piedras, la tierra se inclinaba hacia el mismo río que
serpenteaba a lo largo de la orilla de los jardines en Hartwell.
Vagó a través del cementerio buscando la tumba del poeta. Fue fácil encontrarla
porque parecía la más reciente y grandiosa. De hecho, parecía fuera de lugar. Un ángel
inclinándose sobre un pedestal, llorando, dos querubines, sobre las rodillas… ¿de ella?
Leyó la inscripción.
En memoria de Sebastian Arthur Rossiter, Poeta.
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Había sido mucho más viejo que su esposa. Leander tenía la impresión de que era un
hombre joven. Había un verso grabado debajo.
“Cuando me haya ido ten por seguro, mi amor,
que cuidaré y atesoraré cada lágrima.
En las alturas, siempre fiel, esperaré
anhelando recibir a mi ángel en la puerta.”
Probablemente el poeta había compuesto su propio epitafio. Leander opinó que era
desagradablemente morboso y posesivo, pero notó que había flores frescas en la tumba.
Se cuestionó su plan. ¿Habría un fantasma en el lecho nupcial?
Considerando esto, continuó a través de las tumbas y bajó por la cuesta hacia la orilla
del río para tirar piedras ociosamente al agua poco profunda.
Se preguntaba si Judith Rossiter realmente anhelaba reunirse con su difunto marido;
se imaginaba que debía quererlo mucho para sentir tal pena. Él no había guardado luto
por su familia, su padre había estado tan absorto por su trabajo que no tuvo tiempo de
ganarse su aprecio, y su madre se consagró totalmente a su padre. Sentía pena por la
muerte de varios de sus compañeros de armas, pero maldita sea si deseaba compartir su
destino.
Si ese miserable apego era la consecuencia del amor era mucho mejor estar sin él.
Pero de pronto se encontró pensando en Lucien y Beth. Ellos le hacían sentirse
bienvenido y para nada incómodo, con todo, era evidente el vínculo poderoso entre
ellos. Podían discutir, lo cual no le sorprendía debido a las arrogantes maneras
aristocráticas de Lucien y de los principios igualitarios de Beth, pero existía tal unión
entre ellos que no había forma de que alguna desavenencia pudiera separarlos.
Eso, suponía, era amor. Pero no podía imaginar, si Beth o Lucien muriera, queriendo
que el sobreviviente se apresurase a alcanzarlo.
Sería un infierno el casarse con una mujer que solamente deseara reunirse en el
sepulcro con su primer compañero. Se rió de su situación. Parecía que su opción era
elegir entre una esposa que le mostraba excesiva devoción, o una que sentía igualmente
una excesiva pena.
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Ella se relajó un poco, y sus labios se crisparon. Esos hoyuelos se perfilaron de nuevo.
Él deseaba fervientemente verlos en toda su gloria.
—No en este momento, no —dijo ella—. ¿Hay alguna forma en que pueda ayudarle,
milord?
Se obligó a sí mismo a contenerse y le dedicó una de sus mejores sonrisas.
—Sí, de hecho puede. Quisiera hablar con usted sobre algo. Veo una piedra donde
podemos sentarnos, espero que no sea muy fría.
Después de una breve vacilación ella caminó hacia esta.
—Para nada. Generalmente me siento aquí mientras los niños juegan. La llaman mi
trono.
Se sentó en la masa de granito, recogiendo cuidadosamente sus negras faldas de
alepín. Con su permiso él se sentó a su lado. No había mucho sitio pero ella no hizo
ninguna tonta objeción sobre estar sentados así de cerca. Ella le gustaba más a cada
momento.
La mujer se giró para observarlo con cortés expectativa.
—Usted encontrará esto un poco extraño...
—E incluso escandaloso —agregó ella socarronamente.
Bien, también tenía sentido del humor.
—Espero que no mucho. —Él no podía encontrar la forma de iniciar el tema.
Había una clara diversión en sus ojos.
—Probablemente me veré abrumada por la curiosidad, milord, tendré un ataque de
histeria, y lo asustaré a muerte. Tenga compasión, por favor.
Él soltó una carcajada.
—Una de las primeras lecciones que un diplomático novel aprende, señora Rossiter,
es cómo manejar a una dama histérica. —Aún así, no podía imaginar a esta mujer en un
estado de colapso. Por un momento se preguntó si tenía a la dama equivocada y estaba a
punto de declararse a la esposa del vicario o de alguien más. Pero entonces recordó que
ella había admitido ser la viuda de un poeta.
Se dio ánimos a sí mismo.
—A pesar de mi formación diplomática, señora Rossiter, no puedo ver ninguna
extravagante forma que pueda expresar todos mis propósitos. —Asumió una expresión
meritoriamente sobria—. La sencilla verdad es que quisiera casarme con usted.
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Capítulo 3
Para cuando Leander regresó a Hartwell, había decidido con renuencia que tendría
que contárselo todo a Lucien y a Beth. Necesitaba ayuda.
Después de la cena les relató el incidente. A pesar de todos los esfuerzos de sus
anfitriones se les escapó la risa con su descripción de la escena.
—¡Bromeas! —dijo Lucien—. Y tú siempre fuiste el que encontraba la manera de salir
triunfador. El único que podía tornar amable al cocinero. ¿Perdiste tus talentos, Lee?
—Ciertamente parecen haber desaparecido ahora que los necesito. ¿Qué hago ahora?
—¿Quieres decir que vas a seguir adelante? ¿Por qué? —dijo Lucien con el ceño
fruncido.
Hubo una clara retirada.
—Una pregunta bastante impertinente, ¿no?
—Probablemente —dijo Lucien, impasible—. ¿Cuándo nos han molestado tales
cosas?
Leander abandonó su momentánea arrogancia, preguntándose por qué se sentía tan
irritable sobre el asunto.
—Me gusta la mujer. Tiene espíritu, y fuerza, y buen humor. Me gustan sus hijos,
también, lo que ayuda en sí mismo, y juega a su favor. Creo que será una buena madre
para los míos. Y me necesita tanto como yo a ella. —Jugueteó distraídamente con su
anillo de sello—. Creo que es la característica más atractiva, ser necesario. Todo parece
unirse para crear una base sólida para un matrimonio práctico.
—Sigo sin entender por qué tú la necesitas a ella —dijo Lucien con una mueca.
Leander estaba cansado de explicar esa pregunta tan obvia.
—He venido de nuevo a Inglaterra para quedarme. Decidí hace algunos años que la
vida desarraigada de mis padres no me seducía, pero fue Waterloo, creo, lo que me hizo
tomar la firme decisión. —Miró hacia sus amigos—. Casi morí, ya sabes. Estaba
atrapado debajo de mi caballo, y si no hubiera caído en una hondonada habría quedado
aplastado. Mis hombres lograron sacarme justo antes de que los franceses arrasaran ese
mismo lugar. Y de forma inexplicable, a través de los años de guerra, en verdad, nunca
pensé en mi propia mortalidad. Después lo hice. La vida de repente se volvió muy
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—Creo que sí. ¿Cómo te sentirías, apareciendo de pronto en una finca en Rusia y
haciéndote cargo de ella?
—Emplearía a buenos asesores. La señora Rossiter puede saber poco de la
administración de una finca.
Leander suspiró.
—Sabía que no tendría sentido para ti. Me resulta difícil hacer que tenga sentido para
mí. Creo que se trata de ese momento en Waterloo. En él se estableció la urgencia de
echar raíces. Y como ya he dicho, estoy más a gusto con los matrimonios prácticos que
con los que se basan en fantasías. Judith Rossiter entiende Inglaterra, y ella será una
asesora, una compañera, de la clase que yo jamás podría contratar. Que aporte una
familia hecha realidad, es un extra inesperado.
Lucien se deslizó en su silla y echó un vistazo hacia Beth. Ella se encogió de hombros.
—Me gusta mucho Judith Rossiter, y sus hijos son agradables. Creo que Lee podría
hacerlo todo mucho peor por sí mismo. —Leander la miró con una sonrisa—. Y me
gusta el hecho de que parece apreciar sus importantes cualidades, su fuerza y su
espíritu. Un hombre inferior podría haber sido distraído por una fina figura y ojos
deslumbrantes.
—¿Podría? —preguntó Leander cansinamente—. Pero el señor de Temple nunca sería
tan grosero, ¿no? —De todas formas, se había sentido impresionado por esos ojos, y no
había fallado en observar la figura.
—Quizás ella quería que compusieras un soneto a sus ojos —sugirió Lucien— y es
por eso que te riñó.
—No tuve esa impresión.
—Quizás pensó que iba a disgustarte recordando a su marido —dijo Beth levantando
la voz.
—Es lo más probable. A propósito —dijo Leander con el ceño fruncido—, ¿has visto
ese monumento, y ese epitafio?
Beth se estremeció.
—Sí. Me hace sentir que su fantasma se cierne sobre mí, vigilando cada movimiento.
Pero a la mayoría les resulta conmovedor. Supongo que a Judith debe parecérselo o no
habría hecho que lo pusieran.
—Considera —advirtió Lucien—, que si te casases con ella, sin duda, tendrías al viejo
Sebastian como tercero en tu cama de matrimonio.
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—Entonces tendré que asegurarme que el hombre ve algo que merezca su esfuerzo,
¿no? —dijo Leander, con un cauteloso vistazo a Beth.
Lucien soltó una carcajada.
—Debo admitir que tú y Rossiter no parecen estar en el mismo estilo en tal materia, y
ella tiene una hermosa figura.
Beth despejó su garganta.
—¿Es mi turno de ponerme celosa?
—Pero querida mía —dijo Lucien con un guiño—, sabes que te amo únicamente por
tu cerebro —afirmó.
Los instintos diplomáticos de Leander afloraron, interrumpiéndoles.
—Entonces, ¿cómo puedo arreglar las cosas?
Beth le sonrió abiertamente.
—¿Asustado por una declaración de guerra?
Él sonrió defensivamente.
—Los viejos hábitos difícilmente mueren.
—Me parece —dijo Beth—, que la señora Rossiter decidió que eras un impostor, o
que le jugabas algún tipo de truco. Después de todo, si esta pareja se hace realidad
realmente sería algo sensacional desde un punto de vista mundano, algo que
normalmente consideraría fuera de su alcance. Ella está conectada con la aristocracia,
pero sólo en la medida en que su padre es el cuarto hijo de un vizconde. Debe encontrar
de lo más improbable que un conde salga de debajo de la tierra con una oferta. Mañana
iré a verla y le explicaré que tu propuesta es seria. Tal vez entonces te concederá una
oportunidad.
—Gracias, Beth. ¿Abogarás por mi causa delicadamente? —dijo Leander con una
sonrisa.
Beth fue, una vez más, consciente de sus encantos.
—Voy a preparar el camino, eso es todo. Usted, milord, es bien capaz de abogar por sí
mismo.
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Judith había estado furiosa todo el camino a casa, pero se trataba de una furia
reprimida por tratar de fingir ante los niños que no había ocurrido nada en particular.
No fue fácil.
—Pero lord Charrington dijo que quería casarse contigo, mamá —dijo Bastian con el
ceño fruncido—. ¿No te gusta?
—No sé nada de él —dijo con toda la calma que pudo—. Y dudo mucho de que sea
lord cualquier cosa.
—¿Por qué mentiría? —preguntó Rosie, cuyos ojos amenazaban con lágrimas—. Me
pareció muy amable.
Judith apoyó una mano sobre el hombro de su hija.
—A veces las personas aparentan ser amables, querida. El caballero simplemente
bromeaba. Olvidémonos de él, puesto que no lo volveremos a ver.
Haciendo todo lo posible por distraerlos, se detuvo en la cabaña de Hubble para ver a
los gatitos. Estaban destetados. De hecho, la señora Hubble dijo con un encogimiento de
hombros:
—Terminarán dentro del río cualquier día, señora Rossiter.
Eran una colección de deliciosas y regordetas criaturas, y Judith sintió un impulso
sobrecogedor de llevárselos a todos antes de que les acaeciera ese terrible destino. Ella
estaría ciertamente feliz de dejar a los niños escoger uno. Como Rosie se había
enamorado de un juguetón gatito blanco con desperdigados parches negros, aquél fue a
casa con ellos.
Magpie3, cómo fue bautizado, sacó de sus mentes al granuja de la orilla del río.
No fue fácil para Judith, pero tenía que servir la cena y seguir el ritual de la tarde,
algo de lectura, y esta noche la construcción de una cama para Magpie, antes de que
estuviera sola y pudiera descargar su furia sobre las pasas.
Ahora, la rabia se había ido en su mayor parte, dejando sólo la amargura y la tristeza.
Por un momento allá en la orilla del río le había gustado el hombre, y ésa era la razón de
que su crueldad la hubiera lastimado tanto. Era un guapo joven con aire distinguido, y a
pesar de su reputación ella no era inmune a tales cosas. Había parecido preocupado de
alguna manera, y verdaderamente deseó ayudarle si estaba en sus manos. Entonces él
había ejecutado el vil truco.
En un principio había pensado que era otro de esos poetas bobos, y que era bastante
malo. Aunque su marido nunca había hecho dinero con su trabajo, había reunido un
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Al día siguiente, Judith estaba en la cocina con Rosie, triturando el tocino para el
relleno de carne picada, cuando alguien llamó a la puerta delantera.
—¡Bastian! Ve a ver quién es, por favor. —Ayudada por Rosie mezcló la grasa con los
frutos secos, sonriendo con ella por el rico aroma.
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—Y así es. Estamos hablando, por supuesto, del conde de Charrington. Es un viejo
amigo de colegio de mi marido. Luchó en Waterloo, y no ha vuelto a Inglaterra en
mucho tiempo.
Judith dejó de lado algunas de sus tensiones. Así que eso era todo. El pobre hombre
sufría de trastorno de guerra, o algo similar. Era consciente de que había percibido
alguna terrible necesidad.
—Lo lamento —dijo.
Lady Arden arrugó la frente ante eso.
—No creo que a él le importara particularmente su vida en el extranjero.
—Me refería a su... enfermedad, milady.
—¿Enfermedad? —Beth mirándola fijamente empezó a reír—. ¿Cree que él está loco?
Pobre Lee, aunque me temo que se lo merece, por tener semejante prisa.
La conversación se detuvo cuando llegó Bastian, llevando cuidadosamente la bandeja
del té, seguido por Rosie con un plato de galletas. Judith se alegró de la oportunidad de
examinar la situación. Era evidente que todavía no tenía idea de qué se trataba.
Lady Arden sonrió a los niños y pidió que se los presentase. Después de charlar dijo:
—Me olvidé absolutamente de que traje un pastel. Está en el carruaje. Tal vez
podríais traerlo por mí, queridos. No creo que vuestra madre ni yo queramos pastel,
particularmente en este momento del día, pero vosotros podéis tomar una pequeña
rebanada si os está permitido.
Judith asintió, y los niños salieron en busca de su golosina. Tan pronto como se
fueron, todo el buen humor despareció para ella, que no podía ver una interpretación
agradable sobre el asunto. Sirvió el té con mano firme.
—No puedo imaginar qué parte tiene usted en todo esto, milady.
Beth cogió la taza.
—Una honorable, se lo aseguro, señora Rossiter. —Su tono obligó a Judith a buscar
sus ojos—. Le puedo asegurar que yo nunca tomaría parte en algo creado para herir a
otra mujer.
Judith estaba tentada de creer en ella.
—¿Qué está pasando, entonces? El hombre fue claramente cruel o está loco.
Beth sacudió la cabeza.
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—Usted tiene todos los motivos para dudar de la cordura de lord Charrington, pero
no está loco, ni es cruel. No puedo hablar en su nombre, pero tiene motivos para desear
casarse. Desea casarse con una mujer que acepte el acuerdo más enfocado a una forma
práctica que a una romántica. Cuando oyó hablar de usted, pensó que iba a satisfacer
sus necesidades. En cuanto a sus requisitos, sólo puedo decirle que es rico y está
dispuesto a apoyarles a usted y a sus hijos de forma generosa. Creo que usted ha
comprobado por sí misma que no es un hombre poco atractivo.
Judith miró fijamente, su té sin tocar.
—¡Pero la mitad de las mujeres de Inglaterra estarían dispuestas a casarse con él si
eso es lo que quiere! ¿Por qué yo?
Beth miró su taza buscando inspiración y no encontró ninguna.
—Para ser honesta, en realidad no lo sé. —Levantó la vista—. Le puedo asegurar,
señora Rossiter, que no le causará ningún perjuicio debatir esta cuestión con lord
Charrington. Es serio y su plan le ofrece muchas ventajas. Seamos francas. Usted es
pobre, y la pobreza es desagradable. La vida será muy difícil para sus hijos. El
matrimonio con el conde cambiará todo espectacularmente.
—Demasiado espectacularmente. No soy tonta, lady Arden, y debe haber un precio
que pagar.
Beth se encogió de hombros.
—Me sentiría exactamente como usted, pero creo que al menos debe permitirle
hablar. Quizás él pueda hacer que el precio quede aclarado. Quizás no sea demasiado
alto.
Así se encontró Judith Rossiter a sí misma durante una ansiosa hora esperando al
conde de Charrington en la biblioteca de Hartwell.
Era una habitación pequeña, Hartwell era una casa pequeña, aunque mucho más
grande que su casita de campo, era agradable y la sentía habitada. La alfombra estaba
gastada en algunos lugares y las sillas de cuero tenían el brillo de un largo uso. Muchos
de los estantes estaban ligeramente desordenados y les faltaban algunos volúmenes.
Tres libros dispuestos sobre una mesa caoba se veían como si recientemente hubieran
sido abiertos y disfrutados.
Un fuego crepitaba en el hogar. Judith se acercó y alargó las manos hacia este, más
por el confort que por el calor. No sabía qué hacer.
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Había permitido que lady Arden la persuadiera para esta cita. La marquesa la había
traído de regreso en el carruaje, insistiendo en que fueran los niños también. Bastien y
Rosie ahora estaban siendo entretenidos por el marqués y la marquesa en los establos y
Judith no estaba del todo segura de que esto no fuera una sutil forma de presión.
Los ojos de Bastian habían brillado por el mero hecho de pensar en estar alrededor de
los caballos otra vez, ya que su pony había sido vendido tras la muerte de Sebastian.
Judith no podía ignorar el hecho de que como padrastro de Bastian el conde
seguramente lo proveería con otro. Por esto, casi cualquier sacrificio parecía valer la
pena.
Pero no se permitía olvidar que siempre había un precio que pagar y que no podía ser
ella quien lo pagara. Si se casaba con lord Charrington estarían ella misma y los niños en
su poder, y era indudablemente poderoso. Si las cosas fracasaban podían terminar en
una situación aún peor que la presente y quizás con más niños heridos...
La puerta hizo clic al abrirse y ella se giró.
Él se paró, la mano todavía sobre la manija, su expresión muy seria.
—Mi querida señora, no puedo haberla asustado tanto ¿verdad?
Judith recobró la compostura.
—Desde luego que no, milord. Tan sólo me sobresaltó.
Él cerró la puerta y caminó para reunirse con ella.
—Eso fue demasiado obvio.
Ella sabía que él se refería al día anterior, no al presente y sintió calor en las mejillas.
Su reacción había sido completamente razonable, pero temía haber despotricado como
una pescadera. No tenía ninguna intención de disculparse. Le echó un vistazo,
intentando estudiarlo sin ser maleducada.
—Por favor —dijo él, extendiendo sus manos con gracia—. Miro todo lo que desee. Es
natural.
Esto apenas la ayudó a recomponerse, pero levantó la barbilla e hizo exactamente eso.
Sólo era un poco más alto que ella. De constitución delgada, pero los hombros eran
amplios, las piernas fuertes y había notado que se movía con agilidad. Su cara tenía una
elegante estructura ósea, sin ningún rasgo notable excepto los ojos, que eran de color
bronce y atrapaban la luz. Unas pequeñas profundidades situadas bajo elegantes cejas
curvas que tenían el poder de capturar la atención.
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En belleza no era nada extraordinario, pero tenía presencia. Parecía una criatura de
otro mundo, más incluso que el marqués. Lord Arden era muy hermoso y tenía el aire
de pertenecer a la alta sociedad, pero en cierta forma era confortablemente inglés. Sin haber
nunca conocido a un extranjero, Judith sintió que ese lord Charrington era extranjero.
También parecía estar completamente al control de la situación. El joven impetuoso
del otro día había desaparecido y en su lugar estaba este pulido aristócrata.
—Tengo veinticinco años —dijo él con calma—, rico, de temperamento sereno y sin
vicios particulares. Nací en Estambul, fui criado en muchos lugares por tutores ingleses,
y educado en Harrow. No asistí a una universidad inglesa pero fui a diferentes cursos
en Utrecht, Lucerna y Roma. Serví con lord Solchester, principalmente en Rusia, antes
de la conexión con Los Guardias. Luché en la Península y después en Waterloo. Me
hirieron tres veces, pero sólo ligeramente. Tengo cicatrices, pero ninguna incapacidad
persistente.
Judith lo miró durante este asombroso recital pensando que esto seguramente debía
ser un sueño febril.
Correspondiendo a su tono, ella le dijo:
—Mi estimado señor, tengo veintinueve años. Tendré treinta en dos meses. Tengo dos
niños y nunca he ido más allá de cincuenta millas desde este punto. No tengo ningún
logro o característica notable aparte de la economía doméstica. ¿Qué es lo que usted
puede querer de mí?
Estaba tranquilo e incluso sonrió. Gesticuló hacia una silla.
—Por favor, señora Rossiter, podría sentarse. —Cuando se hubieron acomodado, él
dijo—: Se lo dije ayer. Deseo casarme con usted. No puedo explicar los motivos por
completo pero le aseguro que no hay nada en ellos que sean para su desventaja. Para ser
liso y llano, deseo casarme e instalarme y no quiero una novia que espere más de mí de
lo que soy capaz de dar.
Los instintos de Judith le dijeron que le decía la verdad en la medida que esto era
posible, pero apenas podía creerle. Tenía casi miedo de creerle. No se había admitido a
sí misma cuánto le asustaba la situación hasta ahora cuando una puerta estaba
posiblemente abriéndose, abriéndose a un futuro cegadoramente brillante.
—¿Y qué es lo que es capaz de dar, milord?
Él lo consideró con cuidado.
—Respeto, cuidado y bondad.
¿Qué más podría querer alguien?
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demasiado, pero Leander esperaba criar niños, en particular muchachos, como había
sido criado él.
—Es prudente plantear esto antes de que cualquier decisión sea tomada, madame. Si
me pregunta si creo en los castigos corporales tendría que decirle que sí, en particular
para los muchachos.
Judith sintió un sentimiento de hundimiento. Debería haber sabido que era
demasiado bueno para ser verdad. Salvo algunas dolorosas bofetadas y zurras,
realmente Sebastian nunca había hecho daño a los niños. ¿Debería entregarlos a un
hombre que los azotaría?
—Eso sería cruel —dijo ella.
—Mi querida señora, pienso que cruel sería actuar de otra manera. Con suerte y
perfecto comportamiento, Bastian podría pasar por la escuela indemne, aunque no
conozco a nadie que lo haya logrado, ni incluso los granujas. El simple hecho es que si
Bastian es travieso será golpeado en la escuela y sería mejor que aprendiera a tomarlo
como un hombre. Puedo asegurarle que no está en mi naturaleza ser cruel.
Judith se distrajo.
—¿Por qué demonios deberían salir indemnes los granujas?
Él sonrió.
—La Compañía de los Granujas, era un grupo de alumnos. Nos protegíamos los unos
a los otros de las injusticias, pero nuestro líder, Nicholas, era tan firme que no nos daba
permiso para amontonarnos en grupos y evitar el castigo.
La palabra mágica escuela comenzaba a penetrar en la mente de Judith y la certeza de
que debía rechazar esta oferta se tambaleó.
—¿Enviaría a la escuela a Bastian?
—Desde luego. Pienso que a Harrow. —Entonces la miró con ceño—. Mi querida
señora Rossiter, sé que será un golpe para usted separase de él, pero sería lo mejor.
¿Pensaba que era una verdadera idiota, que se aferraría a su hijo en vez de plantearse
el darle un magnífico principio en la vida? Había sido su preocupación y su sueño desde
la muerte de Sebastian.
Pero en la escuela, ahora comprendía, era donde estaría se enfrentaría a maestros e
incluso muchachos mayores, armados con varas y bastones. Sus hermanos habían ido a
la escuela, aunque a una mucho menos magnífica que Harrow y habían llevado
horribles historias a casa.
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Capítulo 4
Judith se dio cuenta antes de estar de regreso en su casita de campo que realmente no
tenía elección. Cuando vio el rostro de Bastian mientras alimentaba con manzanas a los
magníficos caballos del marqués, y el triste anhelo en el de Rosie, supo que no podía
dejar pasar esta milagrosa oportunidad.
De nuevo se alegró por el gatito. Magpie jugaba entusiasmada con algún hilo
enmarañado, y distraía a los niños de sus reflexiones delirantes sobre caballos, pasteles,
y limonada.
Esa noche, cuando los metió en la cama y empezó a planchar, admitió que ni siquiera
podía afirmar que su actual vida sencilla fuese defendible. Como no había tenido
alternativa, se había persuadido a sí misma de que podía arreglárselas sola, pero el
hecho era que siempre necesitaban un poco más de dinero del que había, y estiraba sus
pequeños ahorros hasta el último cuarto. Que el cielo los ayudara si alguien enfermaba.
¿Podía arriesgarse a acabar en el asilo de los pobres simplemente por unos tontos
escrúpulos sobre la honradez? De todos modos, se sentiría mucho mejor si le pudiera
decir la verdad.
Eso, sin embargo, lo echaría todo a perder.
Lord Charrington la pretendía porque era la “viuda llorosa”, la inconsolable. Él
retiraría su oferta inmediatamente si le confesaba la verdad: que había dejado de amar a
su marido muchos años atrás; que había estado sólo ligeramente apenada por su
muerte, igual que lo estaría por la muerte de un mero conocido cuya vida hubiera sido
interrumpida.
Cuando ella tenía dieciséis, hija de un vicario empobrecido que vivía sencillamente en
el campo, Sebastian Rossiter había entrado en su vida como una imagen celestial. Con su
cabello ondulado, sus ojos castaños, y su ropa elegante y romántica, parecía haber salido
directamente de una novela.
Lo conoció cuando él se detuvo a visitar la tumba de sir Gerault de Hunstead, su
cruzado y único reclamo hacia la fama. Ella estaba en la iglesia ordenando los libros de
oraciones, y le indicó la efigie de mármol, contándole lo que se conocía de sir Gerault.
Sebastian visitó la vicaría esa tarde para hacerle entrega de un poema que había
compuesto sobre ella.
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había criado en el campo y sabía que allí tenía que haber algo más que besos si querían
tener hijos. Los niños se habían vuelto progresivamente atractivos como algo para
ocupar su tiempo.
El tema le había hecho pasar vergüenza, pero él había ido a su cama esa noche, y
otras después a intervalos regulares, y finalmente Judith había concebido un niño.
Al principio a Sebastian le encantó la idea de los hijos. Escribió algunos versos
anticipatorios sobre querubines dormidos y tiernas madres. No mucho tiempo después
del nacimiento de Bastian él había escrito “Mi novia ángel”. Pero los niños no eran por
naturaleza tranquilos. Eran ruidosos, y cuando crecían, eran naturalmente inquietos.
Bastian no fue una excepción. Ni lo fue Rosie cuando llegó.
Los niños fueron un gran placer para Judith, pero no mejoraron su matrimonio. La
vida se convirtió en una constante lucha para consentirles la libertad necesaria,
manteniendo al mismo tiempo la tranquilidad de la casa. Fue una situación imposible
que condujo a las quisquillosas quejas de su marido, y a los cada vez más violentos
despliegues de su terco temperamento.
Eso hizo desaparecer el romance hasta que no quedó nada.
Judith un día se dio cuenta de que ya no amaba a Sebastian, y que quizá nunca lo
había hecho. Ni siquiera le gustaba, y quizá nunca le gustó. Pensaba que su poesía
preciosista eran disparates sentimentales, y que su aspecto afectado era ridículo.
Cuando lo vio con sus rizadores de papel tuvo dificultades para no reírse.
No había, sin embargo, nada que hacer acerca de eso. Ella se había hecho la cama y
debía dormir en ella. Al menos podía estar agradecida que él raramente se uniera a ella
allí, para la fascinante actividad que había sido el tema de interminables debates
juveniles y risitas nerviosas, que se había convertido en un negocio tedioso, más bien
confuso, sin placer. La única sabiduría que ella había visto en Sebastian era su poca
inclinación para buscar satisfacción en primer lugar.
El fracaso del matrimonio no era sólo culpa de Sebastian, pues él era normalmente
amable y generoso, y su poesía evidenciaba su amor. Era de ella, por ser tan
ridículamente romántica a los dieciséis. Así es que continuó esmerándose en crear un
hogar para toda su familia, considerando a Sebastian como a otro niño en lugar de un
compañero.
En público mantuvo cuidadosamente su reputación como devota pareja romántica,
pues no ganaba nada con alterarla. Sebastian no pareció ser consciente de que hubiese
nada falso entre ellos, y continuó componiendo los versos que la convirtieron en la
envidia de muchas mujeres.
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Al menos después del nacimiento de Rosie los deberes conyugales cesaron por
completo, y Sebastian se limitó de nuevo a besarla en la mejilla, u ocasionalmente
abrazarla con suavidad en su regazo. Si las cosas hubiesen sido diferentes, a Judith le
habría gustado tener más hijos, pues ahora eran la luz de su vida, pero no al precio de
alterar aún más la armonía de la casa.
Su vida había sido estable y no particularmente desagradable hasta que Sebastian
sufrió una neumonía y murió. Su primera reacción, tenía que confesarlo, había sido un
sentimiento de liberación del cual había estado avergonzada desde entonces. Como un
canario en una jaula, sin embargo, la libertad había sido una sacudida alarmante, y en
los primeros días ella había obedecido aturdida a la presión de las expectativas de todo
el mundo, y había actuado como la viuda inconsolable. Su desasosiego se había
materializado cuando había descubierto que Sebastian la había dejado casi en la calle.
Su pobre padre había emprendido la tarea de arreglar sus asuntos, y le había afectado
negativamente también a él.
Judith se había permitido a sí misma y a los niños volver a la casa parroquial, dónde
había languidecido de desesperación durante semanas. Cuando comenzó a recobrar la
compostura, y escribió a Timothy Rossiter pidiendo su ayuda, descubrió que la
llamaban la “viuda llorosa”. No había derramado ni una sola lágrima desde hacía un
año, pero el sobrenombre había permanecido. Sabía que en parte era por el hecho de que
continuaba vistiendo de negro riguroso, pero ¿qué se suponía que debía hacer?
Virtualmente sin dinero, no se había atrevido a comprar nada de luto y simplemente
había echado todas sus ropas dentro de una tinaja de tinte negro. Había funcionado
bastante bien. Ahora ciertamente no tenía ningún dinero para comprar ropas nuevas
hasta que éstas estuvieran gastadas, poco dinero para comprar ropas nuevas en todo
caso.
Además estaba el monumento. Casi había estallado cuando un cantero había llegado
con esa cosa, diciendo que Sebastian se lo había encargado años atrás, lo había diseñado
él mismo, dejando sólo por añadir la fecha de fallecimiento. ¿Qué clase de persona hacía
tal cosa?
Al menos lo había pagado por adelantado. Judith se había encargado de colocarlo en
su lugar, aliviada de que Sebastian hubiera sido previsor en un aspecto, aunque fuera
uno macabro. Se estremecía, sin embargo, cada vez que visitaba el cementerio de la
iglesia y veía cuán fuera de lugar parecía allí.
Algunas veces hacía hincapié en el hecho que hacía diez años Sebastian había
recibido un legado de un tío, y se lo había gastado instalando un jardín de rosas en
Mayfield House. Incluso había encargado una rosa a un criador, una rosa llamada
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Judith Rossiter. Era una flor pálida color crema de formas delicadas, que no tenía nada
en común con ella. Algunas veces se preguntaba si Sebastian alguna vez la miraba
después de todo.
Cuando había abandonado ese jardín de rosas en Mayfield House, y pensaba en el
dinero que había costado, había sentido un arrebato de puro odio. Pero había luchado
contra él, y lo había enterrado. El odio no servía de nada en absoluto.
Lord Charrington le proponía matrimonio a una viuda inconsolable, y ella no era eso.
Pero ciertamente había renunciado a las tonterías románticas para toda su vida.
Se aseguraba a sí misma que aceptar sería honesto, en cierto modo.
Judith apiló la última prenda del planchado, y se frotó con una mano sus ojos
cansados. Debería irse a la cama. Después de todo, no podía permitirse el lujo de tener
encendidas las velas tanto tiempo.
Pero si se casaba con lord Charrington, podría disponer de velas para siempre. Y
sirvientes, y ropas nuevas, y escuelas, y diversiones, y caballos. Y sin miedo al asilo...
¿Cómo podía de ninguna forma decir que no?
Se acercó a la cama dispuesta a aceptar la propuesta de lord Charrington, pero pasó
una noche agitada e insomne, cambiando de idea al menos una docena de veces.
Al día siguiente, Judith tuvo dificultades para no regañar a los niños sin razón
alguna. De hecho, con un impecable instinto, se desvanecieron en la parte de atrás y ni
siquiera mencionaron el tema de lord Charrington, o Hartwell, o cabalgar.
Esto fortaleció su determinación de aceptar la oferta del conde. Sus dos hijos
claramente lo deseaban. ¿No se suponía que los niños tenían un sexto sentido con la
gente?
De hecho, ella estaba un poco insegura acerca de eso. Los niños eran criaturas
inconstantes, y estos niños habían sido sobornados con limonada, pasteles, y caballos.
Por fin perdió la paciencia con su callada expectación y los mandó a recoger los
escaramujos que quedasen en los setos. Si no pasaban a formar parte de la aristocracia
necesitarían el tónico curativo en invierno. Se dijo que aún tenía dudas, y ella no podía
permitirse las dudas. Por una vez en su vida tenía que ser dura y firme y, como él había
dicho, aprovechar la oportunidad.
No sería melodramático decir que era cuestión de vida o muerte.
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Se lo habían advertido cuando era una niña, sin embargo, la perversidad no carecía
de atractivos. Judith sintió el poder de algo...
Supo que debería cerrar la boca y mantener los dientes cerrados, pero con una astuta
boca en la suya y una mano acariciándole el pecho, estaba atrapada en una oleada de
sensaciones cálidas e inexplicables. Cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones.
Cuando él retrocedió ella mantuvo los ojos cerrados, asustada de lo que podrían
revelarle.
¿Que estaba sorprendido? Eso era completamente cierto.
¿Que ella tenía impulsos lascivos? Eso también era cierto, pero sólo podía culparse a
sí mismo por descubrirlo.
¿Que a ella le daba miedo esta diferencia, esta novedad? Eso él nunca debía saberlo o
podría retirar su oferta.
Fue puesta sobre sus pies y sólo entonces abrió los ojos para encontrarse con que la
habitación daba vueltas a su alrededor.
—Madre mía.
—Estoy totalmente de acuerdo.
Ella miró hacia arriba, sobresaltada, para ver que él estaba también sofocado y
divertido.
—Le prometo no desafiarla otra vez hasta que estemos casados, Judith, pero estoy
convencido de que somos compatibles. ¿Y usted?
Judith no estaba segura en absoluto, pero estaba decidida en cuanto a aquel
matrimonio. Se aclaró la voz.
—Er... enteramente.
—Me lo figuraba.
Ella le dirigió otra mirada cautelosa.
—¿Todavía desea casarse conmigo, milord?
—Todavía más. —Él se encogió de hombros bajo su abrigo—. ¿Publicaremos
amonestaciones, o preferiría una licencia?
—Amonestaciones —dijo Judith rápidamente. Con una licencia podían estar casados
en unos días y ella necesitaba tiempo.
—Entonces serán tres semanas —dijo él.
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—Tres semanas —repitió aturdida—. Eso... er... no da mucho tiempo para avisar a la
gente. ¿No querrá invitar a nadie?
—No tenía intención, no. ¿Tiene familia que desee que esté presente?
Judith se agarró de este punto, como una persona arrastrada por un caballo
desbocado clavando sus talones en el suelo.
—Sí, la tengo, ciertamente. No me ha preguntado por mi familia.
—No tienen ninguna importancia en mi decisión. Usted es más que bienvenida a
tenerlos en su boda.
—Tengo tres hermanos y dos hermanas —dijo ella apresuradamente—. Mi padre es
vicario en Hunstead, y quiero que oficie la ceremonia.
—Muy bien. Quizá deberíamos ir allí cuanto antes, y darles las buenas noticias.
Judith se mordió los labios. ¿Cambiaría de idea cuando conociera a su empobrecida
familia? Pero él sabía que ella era pobre. ¿Revelaría su familia la tonta romántica que
había sido a los dieciséis? Pero él pensaba que todos sus sentimientos se habían
concentrado en Sebastian.
—Eso sería agradable —dijo ella, envolviendo su práctica compostura a su alrededor
como una capa.
Él se puso su elegante sombrero en la cabeza, logrando un ángulo preciso y elegante
sin esfuerzo aparente.
—Estoy seguro que los Ardens consentirán en una reunión en Hartwell después de la
ceremonia. ¿Tres semanas a partir de hoy serán convenientes?
Judith asintió.
—Puede dejarlo todo en mis manos —dijo él, luego añadió con una sonrisa—,
excepto, por supuesto, su guardarropa. Sugiero que permita que Beth Arden la lleve a
Guildford. Debe haber alguien allí capaz de hacer algunos vestidos tolerables. Pagaré las
cuentas, por supuesto. No escatime nada. Hay dinero de sobra. Y compre ropa para los
niños, también, si la necesitan, y cualquier otro regalo que les apetezca.
—Los echará a perder —protestó ella.
—Un poco de indulgencia no los echará a perder. Únicamente los acercará a su futura
posición en la vida. Después de Navidad, haré los arreglos necesarios para que Bastian
tenga un tutor que lo prepare para Harrow.
El caballo desbocado estaba activo de nuevo, a pesar de sus talones clavados en el
suelo
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—Gracias.
—Y una institutriz para Rosie.
—Por supuesto. —Todo esto era como en los sueños más salvajes. Judith buscó un
punto de solidez—. ¿Milord, dónde viviremos?
Él estaba ocupado en ponerse sus suaves guantes de cuero.
—Pues en Temple Knollis, por supuesto. ¿Dónde sino? Deberíamos estar allí para
Navidad.
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—No para todos los días, querida, pero puedes tener uno para la boda, y para
ocasiones especiales.
—¿Rosa? —preguntó Rosie.
—Si quieres.
—¿Con lazos y rosas?
Judith hizo una mueca interiormente ante la idea.
—Ya veremos.
Ella miró a Bastian, que estaba taciturno, pero entonces él repentinamente dijo:
—Habrá montones de caballos, ¿verdad?
—Eso espero.
Y eso pareció decidirlo.
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Capítulo 5
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El carruaje las llevó al local de la señora Lettie Grimsham, la modista más importante
de Guildford.
—Yo no soy clienta de la dama —dijo Beth, cuando se apearon—, pero me han dicho
que es la mejor de la localidad. Yo sugeriría, en todo caso, que escogieras sólo lo
esencial. Cuando estés establecida en tu nueva vida tendrás más idea de lo que
necesitas.
Lettie Grimsham era bajita y muy gruesa, con media docena de alegres papadas, y los
dedos como salchichas. Ella conocía profundamente su negocio, lo que no era de
extrañar ya que su denso acento ponía de manifiesto que era francesa. Explicó que había
llegado a Inglaterra durante la Época del Terror y se había casado con Josiah Grimsham,
un productor local de maíz.
Cuando la señora caminó, se fue como un pato para coger la cinta métrica y una
libreta, Beth se puso de lado y le susurró:
—Me he encontrado con una serie de modistas con nombres franceses que claramente
nunca han estado más cerca de Francia que de Brighton. Y aquí tenemos una, nada
menos, Lettie Grimsham, que es un artículo genuino.
La modista tomó medidas que fueron anotadas por una ayudante. Madame
Grimsham era perceptiva y sagaz. No hizo ningún comentario acerca de la ropa
desgastada de Judith, pero sacó muestras de telas de colores sobrios de medio luto.
—Creo que queremos algo más alegre. La señora Rossiter será una novia dentro de
unas semanas. De hecho, ¿por qué no empezar con un vestido de boda? —dijo Beth.
Los ojos negros de madame Grimsham se iluminaron con deleite. Estudió a Judith
durante un momento, después gritó, con un terrible acento francés:
—¡Sukie!, la seda de Lyon. La de colog melocotón.
Cuando la ayudante volvió con una pieza de la maravillosa seda, un dorado
melocotón con primaveras bordadas en color crema. Judith jadeó ante su belleza, pero
dijo:
—No creo que sea mi color.
Pero estaba atrapada en una habitación privada, y le habían pedido que se desnudase
la parte de arriba para ver el efecto. Entonces la modista le echó la pieza de seda sobre el
hombro y la envolvió alrededor.
—¡Obsegve! —le pidió a Beth—. Tengo gazón, ¿non?
Judith observó como se le agradaban los ojos a Beth.
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—En Guildfogd hay lugages donde se pueden compgag esos agtículos, milady, pego
tal vez no sean de la calidad que... —Un expresivo gesto de la mano desestimó esos
establecimientos, lo que le recordó a Judith las maneras extranjeras de lord
Charrington—. Como voy a teneg que haceg un pedido a Londges de algunos tejidos —
continuó la modista—, tal vez podgía incluig algo adecuado...
Judith supuso que la mujer lograría buenos beneficios con este acuerdo, pero se sintió
mejor con el hecho de que su buena fortuna se extendiera. Como Beth había señalado,
en estos duros días de posguerra era deber del afortunado ayudar a otros.
Un examen de la moda impuesta por Ackermann7 la llevó a la elección de una
bufanda de seda marfil y un chal de cachemira, ambos fabricados en Inglaterra. La
señora Grimsham estaba segura de que podía adquirir algo muy similar.
La modista prometió que todos los artículos serían entregados para el día de la boda,
y antes, de ser posible, y se ofreció a terminar el vestido rosa rápidamente si era
necesario. Judith lo descartó. No deseaba pavonearse repentinamente en Mayfield con
estas galas, y, de hecho, le parecía ridículo cuando había tanto trabajo por hacer. Iba a
cambiar su estilo cuando cambiara su nombre.
Judith también le dio a la señora Grimsham las medidas de Rosie y pidió una cálida
lana para un vestido adecuado para viajar, y uno de seda rosa, ligeramente elegante, para
la boda.
La modista les recomendó un sastre, un sombrerero que le pareció pasable, un
zapatero que conocía su oficio, y una buena mercería. En pocas horas, Judith había
encargado o comprado:
En el sastre, un traje elegante, un cálido abrigo, guantes, y una gorra para Bastian.
En el sombrerero, dos tocas para ella y dos para Rosie.
En el zapatero, un par de botas de media caña para ella y para Rosie, tres pares de
zapatillas para cada uno, y un par de zapatos y otro de botas para Bastian.
En la mercería, todos los artículos íntimos que cualquiera de ellos podría necesitar. En
ese momento estaba empezando a sentirse un poco paralizada por la gran cantidad de
compras, y trató de ser moderada.
No tenía ningún problema en sustituir de sus cajones sus ropas íntimas remendadas
por otras de fino linón, bellamente confeccionadas con bordados o adornadas con cintas.
7 Konrad Ernst Ackermann (1712-1771) fue un actor y director alemán. Se volvió famoso en los dramas
locales y por interpretar papeles que combinaban lo cómico y lo sentimental. (N. de la T.)
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Tampoco con la compra de tres pares de medias de seda para completar la docena de
hilo. Se había resistido, no obstante, a la compra de camisones de seda.
—Qué poco práctico —dijo Judith, y agregó murmurando—, especialmente cuando
dijo que quería verme desnuda.
Beth escuchó, y sus ojos centellearon.
—Pero tal vez —dijo suavemente—, querrá desnudarte.
Judith no sabía qué hacer, y supo que se había ruborizado pensándolo. Sebastian
siempre había anunciado antes de acostarse su intención de visitarla, y luego iba a ella
en la oscuridad. Incluso si lord Charrington, Leander, deseaba quitarle el camisón, ¿se
diferenciaría mucho en la oscuridad si era de seda o de algodón?
Por estar distraída, se encontró con que ahora tenía dos camisones de seda, y dos de
franela de algodón.
—Para las ocasiones —dijo Beth—, cuando el calor es más importante que la
apariencia.
El lacayo de Beth iba y venía al carruaje transportando paquetes.
Judith consideró que tal vez no debería, pero se detuvo en la pequeña tienda que
vendía juguetes y libros. Compró a cada niño un nuevo libro para sus estudios, y
algunos papeles y lápices. Qué agradable sería no tener que racionar esas cosas nunca
más. Luego, con el sentimiento de que deberían compartir la frivolidad general, le
compró un aro a Bastian, y una peonza a Rosie.
Cuando salió de la tienda dijo hacia el cielo:
—¡Cielos santos, vamos a casa antes de comprar la ciudad! No me atrevo a pensar lo
mucho que he gastado.
Las dos se fueron contentas a instalarse en el carruaje, pero Beth dijo:
—Cualquiera que sea la suma, te aseguro que lord Charrington apenas lo notará.
Además, has comprado sólo lo necesario. Sería inútil y tonto ir andrajoso, y eso le
disgustaría. Tengo la sospecha de que, aparte del ejército, su vida ha sido bastante rara.
Judith la miró con sorpresa.
—Pensaba que os conocíais bien.
—Oh, no. Es un viejo amigo de mi marido, pero yo le he conocido hace apenas una
semana. Lord Charrington ha estado fuera de Inglaterra desde que tenía dieciocho años.
Extraño, pensó Judith con repentina preocupación.
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ante Leander sin haberle preguntado, como si fuera otro niño. Cielos, ¡la próxima vez se
encontraría cortándole la comida!
Él no pareció darse cuenta, tampoco parecía molesto por las indignidades en las que
había participado.
Levantó las cejas, sin embargo, cuando le presentaron a Magpie.
—Quizás no sea la más sabia adquisición cuando estamos a punto de emprender un
viaje...
Pero entonces él les sonrió abiertamente a todos.
—Pero vamos a arreglárnoslas. Recordadme que os hable en otra ocasión sobre un
montón de cerditos que transportamos a través de los Pirineos...
Ella recordó una vez más que había sido soldado, y probablemente allí no había sido
capaz de preservar su brillo perfecto. Y había sido un colegial, y sin duda había sufrido
rasponazos y caídas.
Tenía la sensación, sin embargo, de que no lo conocía en absoluto, y la asustó. A ella
la habían criado en la creencia de que en su país, los extranjeros eran una maravilla de
cinco días. Se había casado con Sebastian después de un compromiso de seis meses, y
hasta entonces no le había conocido realmente. ¿Qué descubriría con el tiempo sobre
este hombre misterioso que iba a ser su marido? ¿Y si lo descubría demasiado tarde?
El martes Leander pidió prestado el carruaje de los Arden para ir a Hunstead, situada
a diez millas de distancia. Insistió en que les acompañaran los niños. Esto hizo que
Judith se pusiese nerviosa, para él sería el período más largo que pasaba con ellos, pero
Bastian y Rosie estaban en la etapa de su mejor comportamiento, hasta el punto de
resultar casi doloroso. Al parecer ellos tampoco podían creer esta buena fortuna, y
temían que se les escapase.
Cuando se acercaron a la parroquia Judith le miró con ansiedad. Hunstead Glebe
House era un edificio sencillo, y nunca estaba en buen estado. Se suponía que la diócesis
tenía que mantenerlo, pero no era así. Judith sospechaba que el vicario de Bassetford,
cuyo coadjunto era su padre, malgastaba el dinero.
No vio ninguna expresión en la cara de Leander, aunque sospechaba que a los
extraños ojos ámbar no se le escapaban ningún detalle. Los niños estaban con el cuerpo
casi fuera de la ventanilla, incapaces de reprimir su entusiasmo, las visitas a sus abuelos
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eran poco frecuentes. Leander agarró la parte de atrás del vestido de Rosie para
asegurarse de que no se cayera.
Tan pronto como paró el carruaje, los niños estaban fuera y corriendo alrededor de
sus canosos abuelos. El rollizo reverendo Millsom y su pequeña esposa estaban
encantados de verlos, pero claramente desconcertados por la visita, especialmente en un
magnífico carruaje.
Los dos hermanos de Judith que aún vivían en la casa salieron a ver lo que estaba
pasando.
Ella hizo las presentaciones y dio las explicaciones. Su hermana Martha, un alma
sencilla, prácticamente se desmayó por la emoción. Su hermano John, sin embargo, era
receloso. Eso no era sorprendente. Era muy parecido a ella.
Sus padres dijeron que todo estaba bien, pero miraban un poco dudosos sin tener el
valor de preguntar por la maravillosa sorpresa. Por primera vez se preguntó lo que
realmente debieron pensar sobre su matrimonio con Sebastian.
Cuando entraron en la casa, Leander demostró su habilidad diplomática. Aceptó sin
parpadear sentarse en un sofá raído, sordo a las objeciones de los dos gatos que habían
sido trasladados para dejarle sitio. Discutió con igual facilidad la terrible falta de
empleo, la cuestión de la ausencia de eclesiásticos, las perspectivas de una paz duradera,
y la dificultad en la obtención de buenas pasas.
Cuando Martha hizo un amplio gesto y estampó el relleno de una tarta contra la
manga de su chaqueta de paño de lana Melton, sin duda más fina que cualquier cosa
que hubiera pasado anteriormente por esta sala, hizo caso omiso, de alguna manera dio
la impresión de que el manchón de crema y mermelada era justo lo que la tela marrón
necesitaba para estar terminada.
Había dicho que tenía un regalo para cada uno para facilitar las cosas, y lo demostró.
Pronto, todos se reunieron alrededor de él como ovejas dóciles, incluso John.
Judith no estaba del todo segura de la razón por la que estaba resentida, hasta que se
dio cuenta de que en realidad no visitaban a su familia, estaban siendo hábilmente
manipulados. Ellos eran uno de los precios que él tenía que pagar en este arreglo.
Todas sus dudas resurgieron. Quizás la estaba manipulando, y de una manera tan
sutil, que no lo había notado. Quizás sería manipulada durante toda su vida, lo que le
trajo a la mente los acontecimientos ocurridos a raíz de su compromiso matrimonial,
cuando de hecho la había manipulado. Y le trajo a la mente los comentarios de Beth
Arden sobre que la desnudaría, y la desnudez...
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Judith podía sentir como le iba aumentando el color. Se sentía horrorizada al estar
sentada en la sala de sus padres con el hombre que podría... que querría... Nunca se
sintió de esta manera con respecto a Sebastian.
Tomó un profundo trago de té y se atragantó. John le dio una palmada en la espalda
con tanto ímpetu que casi se cayó de la silla. Miró fijamente a Leander, que estaba
totalmente serio. Podía ver la risa burbujear en sus ojos.
Le molestaba el hecho de que estuviese conteniendo la risa, risa hacia su familia.
Antes de decir algo que era mejor callarlo, Judith se concentró en chismorrear con
Martha. Desdichadamente intercalaba susurros como: “Es como el héroe de una novela,
Judith”. “¿Vas a tener que llevar una corona?” “¿Cuántos sirvientes vas a tener?” Si vas
a establecerte en Londres, ¿me visitarás?”
Ella no sabía las respuestas a estas preguntas, y la asustaron. Quizás Leander debía
casarse con Martha en su lugar. Pero luego se dio cuenta de que Martha, como todas las
que tenían veinticinco, era justo el tipo de jóvenes avecillas que caían enamoradas de él,
y tal vez ya estaba en ese camino.
Judith hizo un solemne voto de nunca avergonzarle a él y a sí misma de tal manera.
Concentrada en Martha, Judith sólo se dio cuenta lentamente que Leander estaba
alentando a su familia para que hablaran de su situación financiera. Los Millsom no eran
codiciosos, pero cuando nunca hay suficiente dinero pronto se convierte en el centro de
la existencia. Judith lo sabía muy bien.
De repente fue demasiado. Dejó su taza y se levantó.
—Milord unas palabras con usted, por favor.
La habitación cayó en silencio. Algo sorprendido, Leander siguió sus pasos hacia el
estrecho pasillo.
—¿Hay algún problema?
Judith se enfrentó a él y susurró firmemente:
—Usted ya tiene a toda mi familia en la palma de la mano, milord. No hay necesidad
de comprarlos, además.
Su mentón se levantó ante el ataque.
—¿Por qué se opone? ¿Cree que va a tener algún costo para usted?
Ella hizo una mueca de dolor ante eso, se había acercado demasiado a la verdad.
—No quiero que sienta ninguna obligación. Mi familia no es parte de nuestro
acuerdo.
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Esa noche, Leander se encontró a solas con Lucien bebiendo oporto. En Hartwell, no
era habitual en Beth dejar a los hombres para este ritual, pero esta noche había alegado
un dolor de cabeza, y se había ido a la cama temprano.
Leander estaba profundamente preocupado por ese momento de rabia en la vicaría.
No era parte de su naturaleza en absoluto.
—Luce, mis disculpas por meterme en cuestiones personales, pero parece que a veces
tú y Beth peleáis.
Lucien sonrió ampliamente.
—Te has dado cuenta.
—¿No crees que eso hace vuestro matrimonio difícil?
Lucien se subió sus gafas.
—Lo hace animado. No nos incomoda, y gozamos de las reconciliaciones. Supongo
que las líneas de batalla son conocidas y están bien delimitadas, y sin peligro de perder
el control. Debes haber experimentado lo mismo en la guerra.
—Sí. Una gran parte de ella son maniobras y estrategias.
—Bueno, yo no diría que Beth y yo estamos haciendo precisamente eso. Ella protege
su territorio, y yo protejo el mío. Por fortuna, descubrimos que tenemos una gran
cantidad de terreno que estamos encantados de compartir. ¿Por qué el interés? No
habría pensado que Judith Rossiter fuera particularmente guerrera.
Leander se recostó.
—Tengo la sospecha de que puede serlo, en particular en defensa de sus hijos... Pero
me enfadé con ella hoy.
—Es casi imposible esperar que nunca te vayas a enojar con ella.
—Perdí el control.
—¿Qué hiciste?
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—Nada terrible. Pero le puse las manos encima. Quería sacudirla. Le doy miedo.
—Bueno, no soy asesor en asuntos como este, pero pienso que mientras que un
matrimonio sin amor sería aburrido, uno sin ciertos enfados estaría muerto. Tienes
razón en estar preocupado porque te tema, sin embargo. Somos más fuertes, por lo que
deben ser capaces de confiar en nosotros.
Leander levantó la mirada, algo le llamó la atención en el tono de Lucien, pero su
instinto diplomático le dijo que lo dejara pasar.
—No está en mi naturaleza ser brutal, ya lo sabes. Por eso me preocupa. ¿Crees que
eso significa que Judith y yo no somos compatibles?
Lucien sonrió.
—En una situación similar, Nicholas sugirió que mi deseo apremiante por Beth era
una sublimación de las necesidades más terrenales, y bien podría decir que estaba en lo
cierto.
Leander reaccionó rápidamente a eso.
—Yo no estoy loco de deseo por Judith Rossiter. Se trata de un matrimonio de
conveniencia. No tengo ningún motivo para perder los estribos por tonterías.
Lucien reía en voz alta.
—Para mí, eso suena como si por una vez fueras humano, Lee. Eres consciente de que
el matrimonio involucra a dos individuos, y un infierno de mucho compromiso.
Levantó su vaso.
—Disfruta de los fuegos artificiales.
Judith estaba descubriendo que tres semanas eran a la vez mucho y poco tiempo.
Apenas podía dormir por todos los pensamientos que le rondaban. Necesitaba más
tiempo para estar segura de que había tomado la decisión correcta, y no podía tenerlo.
Leander quería este matrimonio rápidamente, y eso en sí mismo era sospechoso. ¿Cómo
podría decidir cuál sería su futuro cuando había estado con él tan brevemente y
generalmente, en compañía?
Por otra parte, deseaba que todo hubiera acabado ya. Cada día existía el peligro de
que de alguna manera se descubriera que no era una viuda afligida. Eso pondría fin al
plan. Y no podría soportarlo.
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Ya había demasiados cambios. Los niños tenían sus nuevos libros y juguetes, y
estaban empezando a acostumbrarse a tener las cosas hechas en lugar de hacerlas.
Leander visitaba la casita casi todos los días, y siempre había un regalo, una naranja, un
libro, una pelota.
A menudo se llevaba a los niños a Hartwell, según decía, esto podría ayudar a que se
acostumbrasen a su futuro estatus. Si esto era así, entonces su futuro era estar a caballo,
aunque vio pocas pruebas de sus progresos en ese sentido.
A pesar de la insistencia de Leander, no pasaba sus días en Hartwell, quedaba
demasiado lejos para poder hacer los preparativos de la boda y el traslado. Y tal vez,
admitió para sí misma, lo evitaba por el temor a cometer errores.
Por lo menos los niños estaban consiguiendo conocerle y encariñarse con él. Lord
Charrington dice, lord Charrington hace, resonaba en su cabeza todas las noches.
Estaba preocupada por ellos. Chispeaban de entusiasmo y, a veces, llegaban a
convertirse en ingobernables. A Judith le hubiera gustado mantener una rutina más
ordenada, pero entonces sería la única en decir no, y además, carecía de tiempo para
supervisar sus estudios. Leander había insistido en la contratación de un administrador
para que la ayudase, pero aún así apenas tenía un momento libre, y además podía hacer
más cosas en un día con los niños en otro lugar.
Un día Bastian le pidió que fuera a Hartwell y viera lo bien que montaba a caballo.
Judith no sabía nada de caballos, le daban miedo, y en secreto pensaba que montar era
una absurda práctica peligrosa cuando los pies y las ruedas podían llevarte a cualquier
parte. Estaba de acuerdo, sin embargo, y supo que había sido una buena idea cuando
vio la satisfacción de Leander al verla allí. Evitarle podría hacer que él sospechase.
Él le besó la mano y la mejilla, y luego la condujo a un lugar en el borde del prado de
equitación.
—¿Bastian está progresando tan bien como él cree? —preguntó.
—Sí. Rosie lo hará también, cuando pueda encontrarle una montura mejor. Esta es
una bola de masa perezosa, pero ella parece contenta.
Rosie cabalgó fuera de los establos, rebotando alegremente en un gordo y pequeño
caballo moteado, y saludando a su madre. Judith le devolvió el saludo y su ansiedad
disminuyó. No había peligro.
Luego salió Bastian, sentando encima de un caballo castaño absolutamente enorme.
Judith tuvo un susto de muerte. Su voz era débil cuando dijo:
—Parece tan pequeño subido ahí.
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Leander estaba apoyado en la cerca del prado viendo al muchacho pasar con el
caballo al trote. En su mirada no había la más mínima aprensión.
—Es un corredor natural —dijo ausentemente—, y Boscable es una montura segura,
créame. Sin embargo, todos los caballos que hay aquí excepto mi semental y la yegua de
Beth son de Lucien, y no se puede esperar que Lucien monte caballos de tamaño tan
diminuto. Voy a comprar algo más pequeño para Bastian cuando estemos establecidos,
pero de momento no hay nada adecuado —mirando hacia ella, pareció darse cuenta de
sus sentimientos por primera vez—. Créame, un potro agresivo sería mucho peor que
un caballo de caza bien entrenado.
Pero habría mucho menos distancia de lo que caer.
—¿Es eso lo que es? ¿Un caballo de caza?
Judith sabía lo que era la caza. Mataba personas.
Él asintió.
—Uno viejo. Lucien lo ha retirado aquí. —Se inclinó hacia ella—. No sabe mucho
acerca de los caballos, ¿verdad?
—¿Es eso un crimen?
—Por favor, no me regañe —dijo Leander con aquella voz controlada—. Oí que su
marido mantenía una cuadra.
Judith moderó su tono, pero no podía apartar los ojos de su hijo, que parecía tan
pequeño y desvalido en el gran caballo.
—Una pareja para el carruaje y un rocín. Pero realmente no lo usaba para montar a
menos que los caminos fueran demasiado malos para las ruedas.
Ella deseaba poder controlar ese impulso de saltar por cada pequeña cosa. Estaba
nerviosa. Sin duda sería más fácil cuando se casaran. Para bien o para mal, esto se
llevaría a cabo.
—Me gustaría que usted también diera clases de equitación.
—¿Ahora? —preguntó Judith con alarma
Podría haberse mordido la lengua, ya que él claramente no tenía intención de tal cosa.
—¿Por qué no?
—No tengo traje de montar.
—Usted tiene la costumbre de ser difícil. No necesita prendas de vestir especiales
para sentarse en un caballo. ¿Tiene miedo?
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Sin embargo, más tarde cuando Leander se encontró a solas con Lucien jugando al
billar, planteó una pregunta.
—¿Crees que Judith me esconde algo?
Lucien miró hacia arriba cuando tiró.
—Todo el mundo esconde algo. No se puede esperar que sea un libro abierto en tan
poco tiempo de relación —se inclinó de nuevo y coló una bola roja.
—¿Cómo te sentirías —preguntó Leander—, si Beth muriese y te vieras obligado por
las circunstancias a casarte con otra?
Lucien se enderezó.
—No me importaría incluso considerarlo. Pero no es lo mismo. Tengo la sospecha de
que si la viuda tiene dudas, no es sólo por un nuevo matrimonio, sino por el poder que
tendrás sobre ella.
—¿El poder?
—Es un asunto que Beth y yo hemos examinado en detalle —dijo Lucien secamente—
, antes y después de nuestro matrimonio. Tiene opiniones algo fuertes acerca de ello, al
ser una seguidora de Mary Wollstonecraft. Ella puede inflamarse sobre el tema de la
dominación masculina.
—No tengo ninguna intención de dominar a nadie.
—Creo que yo tampoco, pero cuando vino esperé que mi palabra fuera ley. Y, por
supuesto, tenemos la ley de nuestro lado. El dictamen jurídico es, creo, según la ley, el
marido y la mujer son una sola persona, y el marido es esa persona. Controlamos la propiedad
y el dinero. Incluso si nuestra esposa debe ganar dinero podemos usarlo para nuestros
propios fines. Tenemos el derecho de su cuerpo, e incluso el derecho a golpearla,
aunque podríamos tener problemas si le hiciéramos un daño grave. Podemos dictar
donde pueden y no pueden vivir, y si escoge huir de nosotros, podemos mantenerla
alejada para siempre de sus hijos. No estoy seguro —dijo Lucien—, si en tu caso, los
tribunales te darían el control sobre tus hijastros, pero me temo que es muy probable. Si
Judith Rossiter tiene dudas, simplemente demuestra que es una mujer sensata.
—Es absolutamente sorprendente que las mujeres se casen.
—La mayoría cuenta con muy pocas opciones. —Lucien se apoyó en su taco—. Esto
ha suscitado un tema bien delicado. Judith parece estar aconsejada. Beth me ha pedido
que redacte contratos de matrimonio para su salvaguarda. Serían principalmente
financieros, y como no aporta nada al matrimonio significa que tendrías que pagar por
los propios grilletes.
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Capítulo 6
8Coche de dos ruedas con una capucha plegable de protección contra los elementos. Medio de transporte
preferido por los jóvenes en la Regencia. (N. de la T.)
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desde el día de la boda. Con una preocupada mirada hacia él, se restregó un poco de
jabón por el dedo hasta que salió.
Había una marca allí donde había estado y se sintió desnuda sin él. Leander le cogió
la mano y frotó la señal.
—Tendremos que encontrar uno un poco más holgado.
—Doce años y dos hijos traen cambios, milord.
—Leander —le recordó amablemente—. Dudo que yo pudiese ponerme nada que me
comprasen cuando tenía dieciséis. Tengo el curricle y me gustaría ir a Guildford ahora a
comprar los anillos.
Judith no se sintió capaz de protestar o posponerlo. Los Hubbies estaban allí por los
niños.
Quizás debería haberse tomado el tiempo para cambiarse el vestido pero tenía poco
sentido, pues todos sus vestidos estaban andrajosos y el que llevaba puesto no estaba
especialmente sucio. Se puso el gorro y descolgó la capa roja del perchero. Él se la colocó
sobre los hombros como si fuese un chal de armiño de gran valor. Quizás ser tratada
como una condesa algún día la haría sentirse como una. Aunque lo dudaba.
El asunto de los anillos le estaba dando un carácter definitivo a todo aquello que
debería haber agradecido. En lugar de eso la ponía nerviosa y los escrúpulos volvieron a
asaltarla.
Se ató las cintas de su gorro, reprimiendo sus escrúpulos, pero al final éstos ganaron
y se giró hacia él.
—Este matrimonio es una disparatada insensatez y todos lo saben. Como ha visto
hoy, no sirvo para ser la condesa de Charrington, ni la señora de Temple Knollis. Sé que
las convenciones dicen que no debe hacerlo, pero no tengo ninguna objeción a que retire
su oferta. Diré que fue decisión mía.
La cara de él se había puesto blanca, lo que sin duda significaba que estaba
intentando ocultar su alivio. Ella sintió una punzada de dolor ante la pérdida, pero se
mantuvo firme. En aquellos momentos lo conocía un poco más, y añadió:
—Después de todo, milord, si nos diera una pequeña renta vitalicia, seguiríamos
adelante a las mil maravillas y no tendría la necesidad de preocuparse por nosotros.
—Pero, mi querida Judith, eso sería dinero por nada. ¿No cree que es ser un poco
codiciosa?
Judith lo miró boquiabierta. Él sonrió débilmente y le ofreció el brazo.
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protectores al trabajar. Sus manos parecían un poco más pálidas y suaves, como se
suponía que lucían las manos de una condesa.
En ese momento el diamante cuadrado captó el sol y lanzó destellos del color del arco
iris. La fascinó como el calidoscopio de un niño.
Él se acercó y le dirigió una de sus radiantes sonrisas. Sus sonrisas tenían el poder de
convencerla de que realmente lo estaba haciendo feliz por raro que pareciese. Él se llevó
su mano izquierda a sus labios y, sosteniéndole la mirada, le besó dónde llevaba el
anillo. El corazón de Judith tembló en advertencia. Ella le ordenó severamente que se
comportase.
Estaba lista para regresar a Mayfield y trabajar, pero Leander insistió en que le
enseñase la ciudad. Era día de mercado y tuvieron que abrirse paso entre la multitud,
puestos y animales. El ruido, la suciedad y el olor eran abrumadores. Creyó que aquello
pronto lo haría renunciar a la aventura, pero Leander estaba fascinado.
Parecía no saber qué eran muchos de los objetos. Ni siquiera reconocía un nabo y no
estaba completamente seguro de haber comido uno alguna vez.
—¿Ha oído hablar de la respuesta de Brummels cuando le preguntaron si le gustaban
las verduras? —dijo él—. Contestó que no sabía, puesto que nunca había comido
ninguna.
—¿Está diciendo que nunca ha comido verduras?
—Oh, estoy seguro de que unas pocas han cruzado mis labios, bien disfrazadas con
espesas salsas...
Judith no estaba segura de si le estaba tomando el pelo o no. Pagó los dos peniques
que costaba el nabo y el puestero lo cortó en rodajas. Le dio una a Leander.
—¿Crudo? —preguntó lastimeramente—. Seguramente se come cocido.
—Crudo es sabroso. Pruébelo.
Leander mordió un trozo y lo masticó con una mirada dudosa.
—Prefiero el melón.
—Y yo. ¿Qué tiene eso que ver? ¿Lo ha comido antes?
—Definitivamente crudo no y probablemente tampoco cocido. Y —añadió
directamente—, no tengo ganas de hacerlo.
—Descubrirá que las zanahorias y los nabos con mantequilla son un plato excelente
—le aseguró.
No pareció convencido y la llevó lejos de los puestos de verduras.
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—No entiendo —dijo ella—, como puede alguien no reconocer un nabo cuando lo ve.
Él deslizó una mirada hacia ella.
—Quizás yo encuentro difícil de entender cómo puede alguien confundir el caviar de
beluga con el de lumpo, o un Côte de Nuits con un Côte du Rhône.
Judith se detuvo y se giró para enfrentarlo.
—¿Y qué son esos?
—Huevas de pescado y vino.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno, no me gustan las huevas de bacalao y el vino de bayas es suficientemente
bueno para mí.
—¡Huevas de bacalao y vino de bayas! —Pareció afligido, pero esta vez Judith sí supo
que estaba bromeando.
—Sí, su alteza. Ya puede ver lo poco compatibles que somos.
—Tonterías. —La tomó del codo para apartarla del paso de una carretilla—. Somos
perfectamente compatibles. Si me hubiese casado con la princesa Irina Bagration,
ninguno de nosotros habría sabido lo que era un nabo y Dios sabe las desastrosas
consecuencias que habrían resultado.
—¿Iba a hacerlo?
—¿El qué?
—¿Casarse con una princesa?
Él se distrajo un momento por un hombre que estaba demostrando la solidez de su
vajilla golpeándola contra su cabeza.
—Ella creyó que era una buena idea —dijo ausente, entonces se giró—. No luzca tan
impresionada. Hay montones de princesas en Rusia y creo que ella sólo quería un billete
a Londres para poder convertirse en otra Lieven.
Se quedó fascinado por la mercancía de uno de los ferreteros y cogió una copa de
metal con una pregunta silenciosa.
—Es un escalfador de huevos —dijo Judith.
Otro objeto.
—Un triturador de patatas.
Otro.
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—Era hijo único. Mi madre era una importante heredera y fue su dinero el que le
permitió a mi padre lanzar su carrera diplomática. Es un negocio caro, ¿sabe?, ya que el
gobierno rara vez se muestra generoso. —Jugueteó intranquilo con la cuchara—. A mi
padre le encantaba deambular por ahí, nunca quiso sentar cabeza. Mi madre iba a
cualquier sitio con él.
Judith sonrió.
—Parecen una pareja maravillosamente enamorada.
La mano de él se quedó quieta.
—Por parte de ella, sí.
¿Era esa, pensó Judith, la razón por la que él había desarrollado aversión al
matrimonio basado en amor unilateral?
—¿Y usted siempre estuvo con ellos?
—Oh, sí. Mi padre solía estar ocupado a menudo y mi madre se terminó
acostumbrando a mi compañía. No me dejaba en ninguna parte, incluso si se metían en
alguna situación peligrosa. Mi padre prácticamente tuvo que usar la fuerza para
enviarme a Inglaterra para mi educación.
Judith sintió que se le ponía la carne de gallina ante aquel esbozo de su vida familiar,
pero intentó ser comprensiva.
—Pobre mujer. Sabía que le perdería durante unos años. Seguramente se consigue
una buena educación en el extranjero.
—Definitivamente. Pero no lo que se aprende en una buena escuela inglesa.
—¿Lo qué es?
Él levantó la vista.
—¡Caramba! El ser un caballero inglés.
Judith lo estudio con la cabeza ladeada.
—Me temo, milord, que la enseñanza no dio resultado.
Él abrió los ojos como platos. Ella creyó que por una vez lo había sorprendido.
—¿Insinúa que no soy un caballero?
—Por lo que sé —bromeó ella—, un caballero inglés reconocería un nabo nada más
verlo.
Él rió de una manera deliciosamente abierta.
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—Cuán cierto. Así que se puede decir que está completando mi educación de manera
admirable. Vayámonos y continuemos.
Pero cuando estaban de nuevo en la calle, colmados con una absurdamente grande
caja de pasteles, Judith dijo:
—De verdad debo regresar a Mayfield, Leander. Los Hubbies esperarán volver a casa
temprano.
Él echó un vistazo alrededor con melancolía.
—Ha sido realmente divertido. Habrán más días, otros mercados... —Bajó la vista
para mirarla—, pero he aprendido que momentos tan especiales como estos no vuelven
a suceder.
Ella sabía exactamente lo que quería decir. Durante un momento del día había sido
feliz, como no lo había sido desde que era niña.
—Habrá otros —le prometió.
Él asintió.
—Habrá otros.
Judith regresó a casa en un estado verdaderamente peligroso. Ahora sabía que sería
posible, y con demasiada facilidad, enamorarse de Leander Knollis.
Los niños estuvieron encantados con los pasteles, y eufóricos al ver el anillo, prueba
sólida de que todo seguía adelante. Judith ni siquiera se había dado cuenta de que
tuviesen dudas.
Bastian adoptó una postura formal frente a Leander con las manos unidas a la
espalda.
—¿Lord Charrington?
—Sí, Bastian.
—Si va a casarse con nuestra madre, ¿cómo deberemos llamarle?
Leander miró a Judith, pero ella se encogió de hombros. No había considerado aquel
asunto.
Volvió a mirar al chico y a Rosie, quién se había colocado a su lado, realmente
interesada.
—¿Cómo os gustaría llamarme?
Bastian lanzó un vistazo a su hermana.
—No estamos seguros de si debemos llamarle Papá.
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Judith podía contestar con un rotundo no a la última, pues el pobre rey estaba loco.
En cuanto al resto, dijo:
—Creo que debemos tratar este asunto como una misteriosa aventura, queridos.
Descubriremos juntos cada cosa a medida que suceda. No obstante, estoy segura de que
todos los descubrimientos serán maravillosos.
Cuando se sentaron a comer, Rosie dijo:
—Bueno, espero que cuando vayamos a Temple Knollis, nunca más tengamos que
comer cordero frío.
Judith frunció el ceño, pero pensó lo tonto que era de su parte continuar con su frugal
gobierno de la casa mientras se preparaba para la opulencia. Pero por alguna razón
parecía importante continuar como siempre. Quizás era un talismán contra la
posibilidad de que la burbuja estallase.
Una vez acostados los niños, de mala gana desdobló los papeles. Después de leerlos
los dejó caer. ¡Y ella alimentando a sus pobres niños con cordero frío!
Su dinero para gastos menores, únicamente para consumos personales, iban a ser de
miles de libras y suyo para gastarlo como quisiese. Había una meticulosa nota entre
paréntesis estableciendo que el acuerdo consistía en que ella sería responsable de
asegurarse de que esa cantidad cubriese todos sus requerimientos. Aparentemente, Beth
Arden creía que los derechos eran mejor protegidos por las responsabilidades.
Había una generosa cantidad de dinero mensual para los niños sumado al
abastecimiento de los sirvientes de la casa, que estarían bajo la responsabilidad de
Leander. El dinero mensual estaría bajo la dirección de Judith. Incluso había una
pequeña cantidad de dinero personal para el uso independiente de cada niño, con la
estipulación de que iría aumentando con cada cumpleaños. Eso había sido añadido por
otra mano y sospechó que había sido obra de Leander.
Le iba a resultar difícil prevenirlo de malcriar a los niños más allá de lo creíble.
Cada eventualidad había sido tenida en cuenta, incluyendo futuros niños y viudedad.
Sus bienes como viuda le aseguraban una vida cómoda.
Incluso había, para su sorpresa, una disposición para que ellos pudieran vivir
separados. Si alguno o ambos decidieran vivir apartados del otro, Judith tendría la
custodia de Bastian y Rosie y recibiría dos mil libras al año, independientemente de la
causa de la separación, o cualquier acción legal desde cualquiera de las partes.
Incluso aunque aquello implicaba que él se encargaría de la custodia de cualquier
niño nacido de su unión, era extraordinario. Ella podía darle la espalda el día después
de la boda y no volver a hablarle y estaría obligado a pagarle aquel dinero. Que Leander
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Capítulo 7
Una tarde, Patrick Moore, el transportista local, se detuvo frente a la casita de campo
y descargó una pila de cajas en su sala de estar. Judith sabía que contenían los vestidos.
Atraídos por el instinto natural de los niños para los regalos, Bastian y Rosie vinieron
corriendo para ayudarla a abrirlos.
Rosie estaba eufórica con su vestido rosa, Bastian un poco cohibido con su traje, que
estaba hecho a imitación de los de los adultos, pero contento de todos modos. Esperaba
que estuvieran emocionados con su nueva ropa interior, e incluso ella sintió su
satisfacción por los cada vez más tangibles signos del cambio en sus vidas.
Rosie, por supuesto, tenía que probarse su precioso vestido, y Judith la ayudó. Peinó
el cabello de su hija suelto en una brillante cascada de seda oro pálido y lo recorrió con
su mano. Era un pelo precioso pero temía que Rosie, como su padre, tuviera que recurrir
a papeles rizadores para estar a la moda.
Rosie estaba de pie sobre la mesa de la cocina en un intento de mirarse en el pequeño
espejo, luego bajó de un salto dando vueltas a sus faldas, bailando. Judith tuvo que
capturarla antes de que ensuciase su exquisitez.
—Ahora tú, mamá. Muéstranos tu vestido.
Judith sacó con cuidado el vestido de seda color melocotón, maravillándose otra vez
de la belleza de la tela. Se deslizaba por sus dedos como el pecado. El traje de noche sólo
tenía simples volantes fruncidos y caramillo para decorarlo.
—¡Póntelo, mamá!
—Ahora no...
—¡Por favor!
Al final cedió y se acercó a su pequeña habitación bajo el alero para deslizarse en el
vestido. En la misma caja había una enagua de seda color crema, suaves guantes de
cabritilla del mismo color, medias de seda puras adornadas con mariposas de color
melocotón, y unos ligueros blancos de encaje, ribeteados de raso de color melocotón.
Judith recorrió con la mirada su cama de hierro, las tablas levantadas del suelo, y las
manchas de humedad en las paredes encaladas, y pensó que los vestidos se
desvanecerían como si fuera dorado polvo de hadas a su alrededor.
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—Mamá salió corriendo escaleras arriba —dijo Rosie—. Lleva puesto su vestido de
novia.
Judith se inclinó sobre la escalera para escuchar.
—Y vosotros también, creo. Ese es un vestido muy bonito, señorita Rosetta Rossiter,
pero apenas hace justicia a la belleza que lo viste.
—Oh, Papá Leander, dices unas cosas tan encantadoras.
—Sólo a las personas bonitas. Y Bastian va a hacerme sombra, me temo.
—¿Qué va a llevar puesto, señor?
—¿Sabes? No he pensado en comprar nada especial.
—Estoy seguro de que tiene montones de trajes elegantes.
—Sí, eso me temo. Tengo algo de pavo real en el fondo. Podría enviar a Londres a por
un traje especial si supiera lo que vuestra madre va a llevar...
—¡No os atreváis! —exclamó Judith—. No se lo digáis. Debe ser una sorpresa.
Él fue hasta el pie de las escaleras, así que ella se ocultó en su habitación.
—¿Va a bajar usted hoy? Pensé que podríamos dar un paseo.
—Un minuto —dijo Judith, y trató de desabrocharse los botones. No le costó mucho
tiempo darse cuenta de que era imposible. Asomó la cabeza por la puerta otra vez.
Leander estaba todavía al pie de las escaleras, apoyándose contra la pared, con los
brazos cruzados con aire satisfecho.
—No puede desabrocharlo, ¿verdad?
—¿Cómo lo ha adivinado?
Él sólo sonrió, algo perversamente.
—Envíe a Bastian, por favor.
—Yo estoy más cerca.
—No puede ver mi vestido de novia antes del día de la boda.
—¿Desaparecerá en una nube de humo? Una idea encantadora.
Judith pensó en los niños.
—¡Leander!
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—Incluso en esta luz tenue, puedo verla sonrojarse. ¿Se da cuenta de que sólo faltan
tres días hasta nuestra boda? Realmente no tendría importancia si subiera y la ayudara a
salir de su vestido...
Judith recordó el comentario de Beth de que él desearía desnudarla, y pensó que su
cara debía ser como un faro de color escarlata. Lo vio poner un pie en un escalón.
—¡No se atreva!
Él se rió y dijo:
—Una lástima. —Luego fue a buscar a Bastian.
Judith se retiró a su habitación, estremecida.
Se había encontrado cómoda y en realidad bromeaba, pero las promesas para el
futuro eran reales. Sus ambiguas fantasías la alarmaban, pero no podía negar un
cosquilleo de excitación como el que sintió cuando ella y sus hermanas bajaron a
escondidas al río para nadar por turnos, aterrorizadas de que algún hombre pasara por
allí para verlas, pero disfrutando ese mismo terror como parte del regalo.
Se sintió como una muchacha otra vez...
Bastian entró y desabrochó los botones.
—Creo que éste es un sistema muy tonto para sujetar un vestido —dijo él—. ¿Qué
ocurre si estás sola? Te quedarías atrapada dentro.
—Entonces nunca me lo habría puesto en primer lugar, ¿no? De cualquier manera,
éste es el vestido de una dama, y las damas tienen doncellas.
—Tú no.
—Las tendré. Vamos quítate tus galas, cariño, y asegúrate de guardarlas con cuidado
para que no se arruguen.
Judith colgó su vestido cuidadosamente, extendiendo una sábana sobre él para
protegerlo del polvo, luego volvió a ponerse su vestido negro y bajó la escalera. Rosie
estaba a punto de subir, con la ropa de diario en las manos. Judith le dio las mismas
instrucciones y entonces se reunió con Leander en la cocina, sintiéndose algo agitada.
—¿Cree que necesitaré una doncella? —preguntó ella.
Él besó su mano y su mejilla de esa manera extranjera a la cual todavía no se había
acostumbrado.
—Por supuesto. Pero no merece la pena contratar una aquí, cuándo una chica de la
localidad será más feliz en Temple. A menos, es decir, que usted prefiera una
experimentada doncella de tocador londinense.
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—No sea arrogante o la besaré aquí y ahora, y el vicario viene calle abajo.
Judith le sonrió tensamente al Reverendo Killigrew, y él sonrió alegremente en
respuesta.
Tan pronto como el vicario hubo pasado, ella miró a Leander.
Él enlazó la mano de ella en su brazo, pero sus ojos eran fríos.
—Tenemos un acuerdo. Debe dejar de vestir de luto.
—Y así lo haré —dijo ella—, cuando estamos casados.
Él suspiró.
—Estoy seguro de que su primer marido no le regatearía un vestido rosa.
Él todavía creía que estaba apegada a su luto. Le parecía ridículo que Leander
pudiera pensar que la memoria de Sebastian cuestionase la realidad que él representaba.
Pero inmediatamente después se sintió culpable. Sebastian la había adorado y la
apreciaba mucho a su manera, y le había dado dos niños maravillosos. Le parecía mal
hacer a un lado su recuerdo por este joven más bien superficial.
—Lo siento —dijo él bastante contrito—. No la fastidiaré con eso otra vez.
Lo miró, deseando que hubiera algo que decir que le confortase sin ser desleal con
Sebastian. Si había una frase así, ella no podía encontrarla.
Atravesaron andando campos bajo la brisa vivificante, hablando de cosas
impersonales y cotidianas. Los niños recogieron hojas de colores, y frutos secos. Bastian
llegó corriendo con un manojo de castañas de Indias.
Leander sacó un cuchillo y cortó totalmente la cáscara exterior. Al contrario que con
el aro, ésta era aparentemente una materia que él conocía. Los dos varones evaluaron las
lustrosas castañas como expertos, debatiendo cuáles demostrarían ser más fuertes en
combate. Bastian las ensartaría cuidadosamente en una cuerda, y luego las blandiría
contra las de sus amigos, para ver cuál se rompería primero. El ganador tendría un nudo
en la cuerda, un nudo por cada victoria.
—Georgie tiene una campeona —dijo Bastian—. Una de diez. Sin embargo, pienso
que ésta podría vencerlo.
—Yo también lo creo —dijo Leander—. ¿Sabes?, no había oído hablar de las castañas
antes de ir a la escuela.
—¿De verdad? ¿Por qué no?
—No se juega a eso en otros países. Tuve muchísimo que aprender además de griego.
Realmente —añadió pensativo—, mi griego moderno era bastante bueno.
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Faltaban sólo tres días para la boda, y Judith casi había terminado de preparar la
casita de campo para la mudanza. Como consecuencia tenía un aspecto más bien
desolado. Algunos de los artículos más grandes se habían embalado y llevados ya a
Temple Knollis por un transportista. Esto incluía el retrato de Sebastian, sus libros, y sus
diversas cajas de notas y los poemas inéditos. Parecía extraño enviarlos a la casa de su
nuevo marido, pero difícilmente podría deshacerse de ellos, y un día los niños podrían
valorarlos.
Sus ropas nuevas estaban pulcramente apiladas para viajar con ellos. Los niños
embalaron cada uno una caja pequeña de libros y juguetes a partes iguales. Judith había
visto algunas tonterías deslizadas en esas cajas, pero no había hecho ninguna objeción.
Es extraño lo que atesoran las personas.
Ella misma se había opuesto a las batallas sobre tales cosas como su primer vestido de
novia, ahora desgastado y demasiado apretado alrededor del pecho, pero conservado
doblado en lavanda de todos modos. Lo tiró. Había conservado, sin embargo, el poema
escrito a mano que Sebastian había traído a la vicaría el primer día, catorce años atrás.
Se enfrentaba ahora a las últimas decisiones: su pudín de Navidad, y su vino de
bayas. No había absolutamente ninguna razón para conservarlos, y serían apreciados
por algunas personas del pueblo que eran aún más pobres de lo que ella había sido. Por
otra parte...
Rosie entró, con Magpie en los brazos.
—¿Por qué miras tan ceñuda el pudín, Mamá?
—Sólo me pregunto a quién deberíamos dárselo, cariño.
—¿Regalar nuestro pudín? —protestó Rosie. Magpie chilló cuando la estrechó
demasiado fuerte.
—No hay razón para llevarlo a Temple Knollis, Rosie. Estoy segura de que el cocinero
de allí ha horneado docenas, todos mucho mejores que éste.
—¡Pero éste es nuestro! —exclamó Rosie—. ¡Lo batimos y yo formulé mi deseo! ¡Tiene
seis peniques de plata dentro! —Estalló en llanto. Magpie se soltó fuera del peligro y se
escapó. Bastian vino corriendo.
—¡Mamá quiere regalar nuestro pudín de Navidad! —gimió Rosie.
Bastian no lloró, pero sus ojos mostraron su pena a Judith y ella sabía cuándo era
derrotada.
—No. No —dijo—. Lo llevaremos con nosotros. Y el pastel. Y el picadillo.
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—Sólo son los nervios. Cualquier matrimonio es inquietante, supongo. Este más que
la mayoría.
—Creo que resultará muy bien. Ambos sois personas muy sensatas, no sois dados a
extremos.
Judith tragó saliva.
—Eso creo.
Pero se preguntaba si no eran simplemente sus antecedentes —el entrenamiento
diplomático de él, y sus propios años bajo el control de Sebastian— los que mantenían
las cosas encubiertas. Algunas veces sentía hervir la capacidad para los extremos.
Estaban en la casa quitándose sus capas y sombreros. Beth dijo:
—Sería una gentileza para él, lo sabes, si abandonaras el luto.
—Eso creo, pero me parece algo simbólico atenerme al luto hasta el día de mi boda.
—Beth no pareció excesivamente impresionada por esta explicación y Judith añadió—:
Y además, los vestidos nuevos son tan hermosos, y poco prácticos, que no puedo
soportar llevarlos puestos para trabajar en la casa. Y aunque Leander quiere que sea una
dama ociosa, no se da cuenta de cuánto hay hacer para desocupar una casa, embalar los
enseres y prepararse para un viaje.
Beth se rió.
—Eso es cierto, y no hace mucho tiempo yo habría sentido casi lo mismo. Me llevó
cierto tiempo acostumbrarme a actuar con normalidad con las cosas caras. Mis manos
temblaban sólo por coger alguna pieza de porcelana. Y no podríamos explicárselo a ellos
—dijo con una sonrisa—. Han estado rodeados de riquezas toda su vida.
—¿Era tu vida realmente tan sencilla antes de tu matrimonio?
—Oh, sí. ¿No lo sabías? Era una maestra común y corriente en una escuela para
chicas de Cheltenham.
—Pareces una marquesa maravillosa.
—¿De verdad? En medio de la sociedad de Londres, todavía me siento como una
impostora.
Sintiéndose más a gusto que antes, enlazaron sus brazos y fueron a unirse a los
caballeros. Judith guardó para sí misma el hecho de que Beth Arden se había
transformado. Ella podría hacerlo también.
Comieron todos juntos, pero hacia el final de la comida los niños comenzaron a
inquietarse, así es que Judith les dio permiso para jugar en el jardín.
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—Bastian —dijo—, debes vigilar a Rosie. Y no des un paso hacia los caballos sin un
adulto.
Cuándo los niños hubieron salido, Leander preguntó:
—¿Ni siquiera acercarse a ellos, querida? ¿Crees que van a comérselos?
Judith se sintió tonta, y le molestó ser reprendida delante de otros.
—Es bien sabido que los caballos muerden.
—Estos no. Los de Lucien están impecablemente bien educados, tanto como él. —Se
volvió hacia su amigo—. ¿No es verdad?
Pero el marqués dijo:
—No me metas en eso.
Beth diplomáticamente se levantó.
—Vamos a tomar el té en la salita del jardín. Venid cuando hayáis decidido el asunto.
Mientras ella y Judith salían, Lucien se rió.
—Confía en Beth para hacer que parezca como si fuéramos unos hombres
discutiendo.
—En lugar de mi simpática prometida y yo. —Leander contempló la puerta a través
de la cual las señoras habían regresado—. Es peligrosamente sobreprotectora.
—Ha tenido que criar a los niños sola —dijo Lucien—. Parece ser una mujer muy
sensata. Estoy seguro que cambiará, especialmente cuando haya tutores e institutrices
para compartir la carga. Cielos, raramente veía a mis padres excepto a las horas
determinadas, y estoy seguro de que para ti fue lo mismo.
—Eso fue cierto con mi padre. Sin embargo, sospecho que la costumbre no
complacerá a Judith. A decir verdad, no estoy seguro de que me complazca a mí
tampoco. Ha llegado a gustarme tener niños a mí alrededor. ¿Qué vas a hacer cuando
tengáis hijos?
Mientras se levantaban de la mesa y se dirigían hacia la salita del jardín, Lucien lo
consideró.
—Creo que trataré de hacer más cosas con ellos que mi padre. Podría ser, sin
embargo, que tome a Nicholas como ejemplo. ¿Has conocido a su hija, Arabel?
—No. No he visto a Nicholas. Parece muy asentado en Somerset. Iba a hacerle una
visita cuando finalmente baje hasta West Country. Pero seguramente la niña no es
todavía una niña. ¿Cómo “conoce” uno a un bebé?
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10Bedlam: nombre común del asilo de Nuestra Señora de Bethlehem, célebre manicomio londinense. (N.
de la T.)
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Capítulo 8
Judith recogió a Rosie y aceptó con una sonrisa forzada la oferta de los Arden para
que su carruaje las llevase a casa. Había sido tanto culpa suya como de los Ardens el que
se hubiese visto envuelta en aquel desastre. Descubrió algunas lágrimas deslizándose
por su rostro, y furiosa se las quitó restregándose la cara. Abrazó a Rosie. No era una
pérdida. Había tenido suerte de escapar.
Miró a su hija. Aún estaba temblando.
A través de la ventana del carruaje, inspeccionó el paisaje en busca de la figura de un
solitario y asustado chico, pidiéndole silenciosas disculpas por haberle expuesto a aquel
terror. No había señales de él.
Quizás seguía en Hartwell. Quizás debería dar la vuelta. Pero los Arden le habían
prometido que cuidarían y se encargarían de él. Confiaba en ellos hasta aquel extremo, o
más bien, confiaba en Beth. Ya no sabía qué pensar de los hombres.
Tan pronto como llegaron a casa, registró la casita pero Bastian no estaba allí, ni
siquiera en sus escondrijos preferidos. Por supuesto que no estaba. Bastian no podía
caminar hasta casa a la misma velocidad que el carruaje. Judith se sintió tentada de
volver a Hartwell otra vez, con la esperanza de encontrarle por el camino.
Rosie comenzó a sollozar otra vez, así que Judith la puso en su regazo y se obligó a
tranquilizarse. Leander ya no dañaría al chico puesto que ya no tenía derecho a hacerlo.
¡El derecho! ¿Qué derecho tenía nadie para maltratar a un niño inocente?
Bueno, no del todo inocente.
Judith miró a su hija, que sorbía ruidosamente, y le acarició el pelo.
—Todo irá bien, cariño. Todo saldrá bien.
No sabía cómo. Quizás debería haberse quedado con el diamante.
Rosie agachó la cabeza.
—Todo es culpa de Bastian por ir a mirar a los caballos.
—No, cariño. Eso no fue nada tan terrible.
Rosie gimió.
—Entonces... ¡entonces es mía!
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comenzaron a caminar hacia la casa, un brazo alrededor de cada niño. Había sido mejor
que no hubiese llevado puesto ninguna de sus galas. Quizás Lettie Grimsham podría
volver a llevarse las ropas como parte del coste...
De vuelta en la casita, se preguntó sin entusiasmo si habría algún sentido en
disculparse, pero perdió la esperanza. Seguramente Leander estaba complacido conque
hubiese escapado.
Los niños preguntaron si podían abrir el tentador paquete, y les dijo que sí de forma
ausente. Mecánicamente, comenzó a prepararles la cena, pensando en las
complicaciones y la vergüenza de cancelar la boda, preguntándose si podría quedarse
con la casita. Habría nuevos inquilinos listos para mudarse ya.
Recibiría el dinero trimestral de Timothy Rossiter en año nuevo. Gracias a Dios aún
no le había escrito para decirle que ya no era necesario. Comenzó a preguntarse qué
hacer, y se preguntó si debería volver a llevar los anillos de Sebastian ya, o si debería
venderlos para evitar tener que ir a un asilo de pobres.
Entonces se dio cuenta de que no había habido comentarios de los niños ante el
contenido del paquete, y se giró. Cualquier distracción sería bienvenida en aquel
momento.
—¿Entonces, qué era?
Estaban utilizando las ataduras para jugar con Magpie.
—Sólo uno más de los libros de papá.
Judith se secó las manos y se acercó, desconcertada. Tan pronto como vio el contenido
reconoció las hermosas ediciones en cuero azul y dorado. Sebastian había pagado para
que sus poemas fueran hechos con aquel estilo opulento, y luego los había repartido
como regalos. Siempre había enviado uno al Regente, y había recibido un breve
reconocimiento de un adulador.
No le extrañaba que nunca hubiese ganado dinero con ello. Se preguntó qué diablos
se suponía que tenía que hacer con aquel lote atrasado, y cogió la carta que los
acompañaba.
Estimada señora Rossiter:
Espero que estos elegantes volúmenes de los exquisitos poemas de su marido sean la causa
de un dulce recuerdo, no de renovada pena. Me ha causado una gran pena que estas ediciones
especiales de su último opus se retrasaran debido a problemas en adquirir el cuero preciso que
fue requerido.
Sabía, sin embargo, que en vida sus estándares habían sido inmutables, y en su muerte
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Los niños habían puesto la mesa, y habían sacado los cuencos para la sopa que hervía
a fuego lento en el quemador. Los dos la miraron con los ojos abiertos por la ansiedad.
Vieron el anillo y sus caras se iluminaron.
—¡Todo va a salir bien! —chilló Rosie.
Judith la hizo callar.
—Sí, todo saldrá bien —se giró hacia su hijo—. Bastian, no debes pensar que esta
pelea entre Leander y yo fue tu culpa, pues no lo fue. Por otra parte, le heriste al no creer
que cuidaría de ti aunque le decepcionaras con tu comportamiento. Desea hablar
contigo. Quiero que te disculpes.
—¿Aún está enfadado?
Le abrazó.
—En absoluto.
El niño regresó minutos después.
—¡Él me dijo que debo disculparme contigo por haberte disgustado!
A pesar de su exasperación ante las cosas de los adultos, su disculpa sonó sentida. La
mejoró al disculparse con Rosie por dejarla sola, asegurándole a Judith que había sido
totalmente idea suya.
Para no quedarse atrás, Rosie se disculpó por subirse al barco y casi ahogarse.
Judith los abrazó a los dos. Todo saldría bien.
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Capítulo 9
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por la excitación, y la cosa sólo iría a peor. Decidió que debían salir a dar un paseo, para
pasar el tiempo y liberar algo de energía.
Terminaron junto al río cerca del cementerio, el cual como había dicho la última
noche a Leander, era el único lugar tranquilo en Mayfield. La calle estaba ocupada, y los
campos vecinos estaban siendo arados. Uno tenía que recorrer cierta distancia para
encontrar otro espacio abierto adecuado para que los niños corrieran.
El reloj dio las diez y supo que era hora de volver a casa por última vez, y prepararse
para la boda. Mientras volvían sobre sus pasos pasaron junto a la tumba de Sebastian y
se detuvieron. Judith suponía que no la visitaría de nuevo, y no habría ya nadie que le
llevara flores.
A menos que sus devotos admiradores llegaran a rendir homenaje.
Los niños se estuvieron de pie inmóviles con caras solemnes y pesarosas, pero sabía
que no estaban particularmente apenados por su padre, y ella tampoco.
Una vez más sintió una punzada de culpabilidad. Sebastian había hecho, suponía, lo
que había podido.
Leander había enviado a Beth a la iglesia con otra cesta de flores de invernadero.
Ahora estaba sentado sobre su caballo y fruncía el ceño ante la visión de Judith con su
vestido negro de pie junto a esa maldita tumba.
—Bueno, incluso si todavía llora por ti, Sebastian Rossiter —dijo suavemente—, no la
saludarás en la puerta pronto si yo tengo algo que decir al respecto. Y tal vez algún día
te lleves una sorpresa. Está claro que no alcanzaste las profundidades de sus sentidos.
Esta noche borraré todo recuerdo de ti de su memoria.
La pequeña iglesia estaba aceptablemente llena cuando Judith entró del brazo de su
hermano, Rosie y Bastian la precedían. Bastian llevaba el anillo en un cojín de satén.
Rosie esparcía pétalos pasillo abajo.
La mayor parte del pueblo estaba presente, por supuesto, y Leander había hecho
preparativos para que todos festejaran luego en “El Perro y la Perdiz”. La familia de
Judith ocupaba los bancos delanteros, y con esposos y niños ya eran aproximadamente
veinte almas.
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Rosie se detuvo y levantó la mirada hacia él con excitación, deseando decir algo, pero
tímida. Él se inclinó y le besó la frente, después la empujó gentilmente hacia donde su
abuela estaba sentada.
Entonces pudo tomar la mano de Judith y conducirla hasta el altar.
Judith no se avergonzó a sí misma. Pronunció sus votos con clara y madura precisión.
Leander hizo lo mismo, después deslizó el anillo en su dedo para hacerla suya.
Judith había encontrado extraño el no llevar un anillo de boda durante unas semanas,
pero era incluso más extraño tener este otro anillo distinto en su lugar. A causa de sus
cuidados diarios, su mano estaba más pálida y más suave; los anillos eran
completamente diferentes. Este no era su viejo anillo en absoluto.
Comprendió que estaba mirando los anillos, y levantó la mirada rápidamente hacia
él. Él se inclinó hacia delante y la besó ligeramente en los labios. De algún modo
convirtió el breve momento en que sus labios tocaron los de ella en una promesa de
otras cosas que vendrían después, y sintió la sangre caliente inundar sus mejillas.
En la parte de atrás de Hartwell se había preparado comida y bebida. Judith charlaba
con su familia pero se sentía extraña y nerviosa. Tres cuartas partes de su atención
estaban en los niños, que estaban sobreexcitados y comiendo demasiado.
Se alegró cuando llegó la hora de marchar para emprender su primer día de viaje
hacia Temple. Entonces no pudo encontrar a Bastian.
—Está en el jardín con Georgie —declaró Rosie.
Judith se apresuró a salir y llamarle. Después de un momento él vino corriendo.
—Sólo estaba despidiéndome, Mamá.
—Lo sé, querido, pero tenemos que marcharnos ya.
Una alegre ronda de adioses, una lluvia de arroz que los niños encontraron hilarante,
y partieron hacia su nueva vida.
La cabeza de Judith todavía daba vueltas. Los niños estaban positivamente excitados,
y charlaban de todo. Rosie tenía a Mapgie en una canasta especial, pero el maullante
gatito logró salir, para luego gatear sobre el regazo de todo el mundo. Parecía preferir
particularmente el de Bastian, lo cual molestaba a Rosie.
Judith se puso el gatito en su propio regazo para acabar con la discusión.
Ahora Bastian y Rose estiraban el cuello para ver lo que quedaba atrás, y después lo
que venía adelante. Saludaban con la mano a los aldeanos al pasar. Judith alzó al gatito
para rescatar su seda de las garras de Magpie. Leander tomó a Magpie en una firme
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Cuando llegaron a Winchester todavía era de día, y Leander sugirió que pasearan por
la espléndida y antigua ciudad, y visitaran la famosa catedral. Judith dio la bienvenida a
la oportunidad de estirar las piernas y disfrutar de aire fresco, pero se preguntó cuanto
más resistirían los niños. No era tarde, pero habían tenido un día tremendamente
excitante.
Todo pareció ir bien, sin embargo. Leander tenía listas un montón de historias sobre
los viejos tiempos cuando ésta había sido la capital de Wessex, y por tanto de Inglaterra.
Judith estaba tan fascinada como los niños, y su ansiedad se vio aliviada por el modo
tolerante en que él respondía a las preguntas de los niños.
Finalmente, como se temía, estos empezaron una de sus raras peleas, pero él también
se ocupó de eso con firmeza y un toque de humor. Debería haber sabido que un soldado
y diplomático estaría a la altura.
Miró a Judith.
—Un largo día para ellos.
Ella asintió con la cabeza.
—Y excitante. Será mejor meterlos en la cama.
Él asintió y no dijo nada, pero mientras volvían sobre sus pasos hasta la posada,
Judith fue consciente de que la palabra cama reverberaba como las campanas de la
catedral repicando.
Judith y Leander tenían un dormitorio grande con una sala privada que era casi tan
grande como su sala de estar en Mayfield House, y casi tan grande como Hartwell.
Había cortinas de damasco en las ventanas, y sillas tapizadas colocadas ante un fuego
resplandeciente. Una mesa estaba lista para su cena.
Los niños se alojaban en un cuarto adyacente con dos camas más pequeñas. Eso,
también, era magnífico, Bastian y Rosie estaban muy impresionados.
Leander ordenó una cena sencilla, pero de igual modo los niños comieron poco y se
recostaron en sus sillas. Judith los conminó a lavarse y cambiarse, primero a Rosie, luego
a Bastian.
Rosie regresó luciendo su camisón nuevo para besar a Leander.
—Buenas noches, Papá.
Él la abrazó.
—Buenas noches, chiquilla. Mañana habrá más aventuras.
Judith metió a Rosie en la cama, y Bastian salió algo apresurado detrás del biombo. El
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instinto de madre le advirtió que había hecho alguna travesura, pero no podía
imaginarse cuál. Sin embargo había sido rápido, se veía como si se hubiera aseado
cuidadosamente. Él también se dirigió a Leander para desearle las buenas noches.
Luego rápidamente se dirigió hacia su cama.
Judith lo miró de cerca, comprobó la cesta de Magpie. Les había dicho a los niños que
no podían meter al gatito en la cama con ellos. El pequeño bulto de piel estaba allí,
plácidamente dormido.
Decidió que eran los nervios lo que la hacían suspicaz, así que entró junto con ellos a
la habitación. Luego les leyó por un buen rato. Se cercioró de que estaban listos para
dormir sin temor en un lugar extraño, pero también era consciente de que estaba
dilatando su regreso a la alcoba nupcial y al momento de la verdad.
Rosie estaba dormida y casi lo estaba Bastian cuando finalmente cerró el libro y se
levantó. Cuando ella apagó las velas algo corrió sobre sus pies.
Aulló. ¡Un ratón! Asió el atizador y lo persiguió.
—¡No Mamá! ¡Es Blucher!
Ahora Rosie también estaba despierta.
Judith miró fijamente a Bastian.
—¡Dije nada de ratas!
—¡Es un regalo de despedida de Georgie!
Leander llegó en ese momento.
—¿Cuál es el problema?
—¡Bastian tiene una rata!
—¡No! Mamá la ha ahuyentado, estará perdido y se lo comerá un gato. ¡Solamente es
un bebé!
—Se fue detrás del lavamanos —dijo Judith firmemente.
Leander se dirigió allí, se arrodilló, luego con mucha destreza apartó el aguamanil.
Rápido como un rayo atrapó a la pequeña criatura antes que pudiera escaparse.
—No lo mate, por favor —suplicó Bastian llorosamente.
Leander sostuvo en alto a la rata bebé, ella se dio cuenta que lo hizo con absoluto
cuidado, y luego dijo:
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13Los que van a morir te saludan. Frase de los gladiadores antes de empezar la lucha. Se les perdonaba la
vida si la gente los aclamaba con los pulgares arriba. (N. de la T.)
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de agua y lo colocó bajo el paño. La tonta bestia le acarició los dedos con su hocico.
—No me gustan las ratas —protestó y la cubrió otra vez.
Ya no tenía otra excusa para retrasarse, así que se reuniría con su marido en la
habitación.
Encontró a Leander en manga de camisa, bebiendo una copa de vino mientras
observaba atentamente el exterior a través de una oscura ventana. Él la vio, pero no
mostró ningún signo de impaciencia.
—¿Todo en orden?
—Sí. Duermen plácidamente. Excepto la rata. Me siento apenada por este incidente.
—No es un crimen por el cual disculparse. Los niños ahora son de ambos, Judith, no
sólo tuyos. ¿Deseas que me deshaga de esta?
—¿Cómo podríamos?
—Nada más fácil.
—Quiero decir, ¿cómo podríamos ser tan despiadados? —Lo miró—. Creo que estás
muy cómodo con este asunto. Nunca entenderé a los hombres. ¡Las ratas son bichos
horribles!
Él lanzó una carcajada.
—Por lo general, sí. Una rata no arruinará el mundo. Sólo esperemos que en verdad
sea macho.
Judith cerró los ojos.
—No quiero pensar en eso.
El silencio reinó entre ellos y ella dijo:
—No están acostumbrados a dormir en camas ajenas. Pueden despertarse en la
noche...
—Entonces uno de nosotros irá con ellos y los tranquilizará —dijo tranquilamente—.
¿Se asustarían si me ven asomarme sobre ellos por la noche?
—No lo sé. —Permaneció de pie, cruzando las manos delante de ella, insegura de qué
hacer.
Él dejó caer la cortina y se dirigió a la mesa por un poco de vino. Se lo ofreció.
—Ven. Bebe por nuestra felicidad.
Ella la tomó, chocaron las copas y bebieron. Judith pestañeó rápidamente.
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Sebastian.
Pronto se dio cuenta de su error. Después de intentarlo y no encontrar ninguna otra
alternativa, echó un vistazo por el borde del biombo. Él estaba de pie, esperando, su
rostro parecía aburrido, pero había risa en sus ojos.
—¿Tal vez tengas necesidad de mi ayuda, querida mía?
Sólo en algunos aspectos, deseó decir. Se atragantó.
—Los botones...
Él se le acercó. Ella le dio la espalda. Sus ágiles dedos desabotonaron la larga línea de
minúsculos botones; cada roce contra su columna la hacía temblar. Judith sabía que uno
de sus deberes como mujer casada era permitirle desnudarla si ése era su placer, pero no
podía. Dos lámparas ardían, y había un fuego en el hogar. ¡El cuarto estaba tan
iluminado como si fuera de día!
Él terminó. Se habría alejado de él, pero sus manos la agarraron por los hombros. Ella
se detuvo. Sus labios le rozaron la parte superior de su columna y ella sintió el dulzor de
su aliento.
La liberó.
—No te demores—dijo suavemente.
Judith se quitó sus encantadoras ropas. Rápidamente se aseó usando la mitad del
agua del jarrón, y luego se puso su camisón nuevo, que era de suave seda. Nunca había
sentido la sensación de la seda sobre su piel antes de eso, y la sensación de frío la hizo
temblar. Pero esto conmovió sus sentidos de manera inesperada. Cada movimiento que
realizaba hacía que la suave seda susurrara y la acariciara.
Con manos temblorosas vertió el agua sucia en el tazón para esa función, y comprobó
que todo estuviera listo para él. Era hora de abandonar la protección del biombo.
Así lo hizo, y con sólo un breve vistazo a Leander se fue directa a la cama
acomodándose bajo las mantas. Se sentía como un zorro en territorio seguro. Desde la
seguridad del cubrecama podía mirarlo y ofrecerle lo que esperaba fuera una tranquila y
madura sonrisa de invitación.
Él no parecía sino tierno. Sonrió y se ocultó detrás del biombo.
Judith se dio cuenta que se había metido en la cama sin haber cepillado su cabello.
Miró hacia el biombo, pero con seguridad él se estaba lavando, y estaría allí por un rato.
Se deslizó desde bajo las mantas y caminó en puntillas hacia el tocador. Se sacó las
horquillas y se cepilló con determinación el cabello. Trenzaría como siempre la masa de
rizos oscuros o los ocultaría bajo una cofia, pero no tenía cofia y temía carecer del
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—Eres mucho más hermosa de lo que imaginaba. Tu cabello parece una nube de
medianoche...
Judith le echó una mirada, había más caminos en el mar de los que conocía. Aún no
sabía qué hacer, y se sentía como si la arrojaran en un mar cada vez más tempestuoso.
La mano sobre su pecho era en verdad extraordinaria. La seda parecía ser una tela
mágica capaz de transformar el toque más sencillo en... en... No tenía palabras para
describir sus sensaciones. Su beso había sido delicado, y ella se sintió apreciada como
nunca antes.
No obstante, a pesar de las diferencias, sabía que el acto sería igual. En cualquier
momento él la penetraría y todo se acabaría.
Aunque esto no se parecía demasiado.
¡Él posó la boca en su pecho como un bebé! Ella emitió un grito estrangulado de
asombro ante la sensación que la atravesó.
Él alzó la mirada, sonriendo magníficamente.
—Ah, ¿te gusta esto?
—¿Me gusta?
Se puso serio.
—Debes decírmelo.
Gustar no era para nada la palabra precisa así que decidió ser condescendiente con él.
—Sí, me gustó.
Lo hizo otra vez mientras sus manos acariciaban ligeramente la seda de tal forma que
la seda también la acariciara a ella. Se derritió. No estaba en el mar, ella era el mar, un
mar suave, ondulante. Se agarró de sus hombros como si fueran el único punto firme en
el mundo...
—¡Mamá!
El inesperado chillido la hizo saltar en la cama. Rosie gritó otra vez, y entonces se
escucharon los sonidos inequívocos de alguien vomitando. Le dirigió una mirada
desolada y horrorizada a Leander, luego, Judith corrió apresurada al cuarto de los niños.
Leander se recostó y empezó a reír.
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Capítulo 10
Judith descubrió que por lo menos Rosie había logrado llegar hasta el aguamanil, y
que Bastian había salvado a Blucher justo a tiempo.
Limpió el rostro de la niña y tocó su frente. No tenía fiebre. Sólo era un malestar
estomacal, sin duda alguna producto de tanto alimento sabroso y de la excitación del
día.
Judith envió a Bastian de regreso a la cama, pero él se sentó ansiosamente mientras
ella atendía a Rosie.
—Estará bien, Bastian. Vuelve a dormir.
Decidió ignorar a la rata en su almohada. Una crisis a la vez ya era bastante.
—Vomitará otra vez —predijo Bastian pesimisticamente.
Judith temía que tuviera razón. Así que encontró un depósito sin usar y lo colocó
cerca de ellas, después echó en la cama a Rosie y le frotó ligeramente la cabeza mientras
la niña comenzó a dormirse otra vez. Se halló pensando en Leander y en lo que habían
estado haciendo. Había sido extraordinario y bastante agradable, pero le había dejado
una sensación de indisposición. De dolor. Se sentía como si ella también estuviera
enferma. Quizás hubiera algo malo en la cena.
Luego estaba el hecho de que no habían llegado a la parte sustancial, y ella temía que
eso le molestara. No estaba segura, porque nada como esto le había sucedido con
anterioridad. Se dijo en su defensa que fue él quien había insistido en traer a los niños en
su viaje de bodas.
Escuchó cómo se abría la puerta y alzó la mirada con ansiedad. No parecía molesto.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó él.
—No tan mal. Es sólo la excitación, creo yo.
—¿Enviamos por un doctor?
—No, no es necesario.
—Pediré que alguien limpie este lío.
—Es tarde.
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—No tanto.
Regresó en un momento con su chal y le cubrió los hombros. Al rato un criado entró y
vertió toda el agua sucia, dejando limpios todos los depósitos con agua.
Leander retornó con una copa.
—Intenta que tome esto.
—¿Qué es?
—Sólo agua caliente con un poquito de azúcar y brandy. Le ayudará a asentar el
estómago.
Dudosa Rosie bebió un sorbo, pero pronto acabó de beberlo todo. Cuando Judith
intentó moverse, los ojos de la niña se abrieron y gimoteó:
—¡Mamá, no me dejes!
Judith miró desesperadamente a Leander.
Su sonrisa era pesarosa, pero se inclinó para besarla y dijo:
—Quédate aquí. Llevaré a Bastian para que duerma en nuestra cama.
El muchacho se había quedado dormido, así que Leander lo cargó y se lo llevó,
cerrando la puerta entre ellos. Judith suspiró y se dirigió a la cama de Bastian.
Esperaba que esa noche de bodas no fuera una muestra de las cosas por venir.
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otras noches.
Judith se dio cuenta repentinamente por la luz que era tarde. Se incorporó.
—Estaremos listas en un momento.
—Sin prisas. No planeé que viajáramos hoy, es domingo, ¿sabes? Pensé que
podríamos ir al servicio en la catedral si Rosie se levanta.
Rosie brincó.
—Oh sí, mamá. Me encuentro perfectamente.
Ciertamente se veía bien. Judith comprobó otra vez su temperatura entonces dijo:
—Muy bien, pero primero debes comer un poco. Quizás alguna tostada.
—La cual te aguarda tras esa puerta —dijo Leander—. Robé la rosa de la mesa.
Luego, acomodó la flor entre sus cabellos, después de eso se fue.
Judith se miró en el espejo y vio a una extraña, una gitana con las mejillas sonrosadas
y el cabello suelto y enredado adornado con una rosa carmesí. ¿Quién era esa chica? No
Judith Rossiter, ni siquiera la condesa de Charrington.
Los golpes en la puerta dieron paso a una doncella, enviada por milord para asistir a
milady. Judith muy pronto fue apropiadamente vestida con uno de sus nuevos y
elegantes trajes de muselina, de un blanco inmaculado con flores primaverales, su pelo
fue cepillado y arreglado en un casquete de rizos.
—Caramba, gracias —dijo ella, sorprendida—. Es precioso.
La mujer parecía contenta ante el elogio pero dijo:
—Su cabello es muy fácil de manejar, milady. Puedo asegurarle que podría hacer
maravillas sólo con un cepillo y algunas horquillas.
Judith siempre lo había considerado un estropajo inmanejable.
Le solicitó a la criada que ayudara también a Rosie, y ella la peinó con un moño de
sedosos rizos, adornado con una cinta blanca. Rosie estaba encantada y corrió para que
la viera Papá.
Judith la siguió más recatadamente, pero ella también estaba deseosa de mostrarle a
Leander cuán bien se veía.
—Que elegante —dijo suavemente mientras la besaba en la mejilla—, pero te prefiero
despeinada y sonrosada en la cama.
Judith estaba en verdad sonrosada cuando se sentó a desayunar.
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Nunca antes había asistido al servicio en una catedral, los recintos abovedados eran
imponentes. Las voces del coro flotaban y se elevaban, y Judith movió los labios para
seguir los himnos. Aunque generalmente gozaba al cantar los himnos, sabía que no
cantaba bien, por eso no se atrevió a enturbiar esa magnificencia con sus esfuerzos.
Leander, observó ella, era un buen barítono. Bastian evidentemente tenía una voz
dulce que se mezclaba con la de los niños del coro. Rosie cantaba alegremente a toda
voz, por lo cual Judith hizo una mueca de dolor. Su hija había heredado su carencia de
oído.
Tras el servicio, dieron un paseo por la ciudad y tomaron el almuerzo, después se
dirigieron de nuevo a la posada. Por el camino encontraron una pequeña cesta con tapa
para Blucher, y algunos trapos para arroparlo, porque no se podía esperar que las ratas
se preocuparan por esos asuntos.
The Crown tenía jardines, así que se permitió a los niños y a los animales jugar allí
por un rato. Blucher parecía contento de permanecer en los hombros de Bastian, pero
Magpie prefirió perseguir todas las hojas y pajas que veía, y Rosie persiguió a Magpie.
Bastian estaba más interesado en las idas y venidas de la ajetreada posada. Era una
concurrida escala, por lo que había una corriente constante de carruajes de toda clase
que se detenían para reabastecerse.
En un momento uno de los mozos de cuadra le dijo en voz alta:
—Puedes venir a ayudarnos, muchacho, si así lo prefieres.
Bastian miró a Judith y Leander con inquietud. Ambos compartieron una mirada y
Leander dijo:
—¿Nada de caballos, recuerdas?
El rostro de Bastian mostró su desencanto pero dijo un cortés, "no gracias" al mozo de
cuadra.
Judith y Leander compartieron otra mirada y una sonrisa. En verdad ella creía que
esto se resolvería, y esperaba que esa noche ya no se viera tan alicaído.
Aún estaba templado cuando el sol emitía sus últimos rayos así que se sentaron. El
único lugar adecuado era alrededor de una mesa de piedra para jugar al ajedrez.
—Cuéntame sobre tu hogar —dijo ella.
—¿Mi hogar? Oh, te refieres a Temple. Se dice que es la casa más hermosa de
Inglaterra. —Su tono era extraordinariamente suave.
Cualquier mención de Temple Knollis parecía causar inesperadas reacciones pero
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Judith insistió.
—¿Es cierto?
Él se encogió de hombros.
—La belleza está en el ojo del observador, pero probablemente sí lo sea. Mi abuelo
tomó como modelo el Azay-le-Rideau14 en Francia. Consecuentemente Temple Knollis
es perfectamente simétrico al reflejarse en las aguas de un cristalino foso. Se construyó a
partir de una particular piedra rosácea que cambia según la luz. Con cada nube, cada
cambio al pasar lar horas, la edificación también cambia. El lago, o el foso, es parte de un
río embalsado así que la casa está, de hecho, en una isla. Se construyó alrededor un
jardín central llenó de exóticas y fragantes plantas.
Beth Arden le había enseñado un cuadro de Temple Knollis en un libro, así que
Judith sabía la mayor parte de eso. Lo qué ella deseaba entender era porqué el tono de
Leander se volvía tan extraño cuando hablaba sobre él.
—Debes añorarlo mucho —dijo ella.
Él se giró hacia ella.
—¿Yo? Apenas si conozco el lugar. Podemos explorarlo juntos.
—¿Apenas lo conoces? —repitió ella.
Él le sonrió de esa encantadora manera que tenía cuando estaba manipulando una
situación. Había esperado que tales días hubieran quedado en el pasado.
—¿No te lo dije? —dijo él—. Sólo lo he visitado una vez. El año pasado, cuando
regresé a Inglaterra.
—Pero sólo una única visita es suficiente para amar un lugar tan encantador.
—No en una visita de dos horas —dijo Leander serenamente—. ¿Juegas al ajedrez? El
posadero sin duda tiene las piezas.
Judith admitió conocer los movimientos, deseando también conocer los movimientos
del matrimonio. Como esperaba, cuando él se fue, aceptó que había cerrado de golpe la
imaginaria puerta hacia el asunto, pero era un tema que apenas podría evitarse.
Por primera vez se preguntó si había algo mal en Temple Knollis. ¿Podía estar
maldecido o encantado? Eso sí que parecía melodramático, pero claramente había algún
problema.
¿A qué clase de lugar llevaba a sus inocentes niños?
14Castillo francés de estilo renacentista. Construido, entre 1518-1527 sobre una pequeña isla del río Indre,
sus cimientos se elevan directamente del río. (N. de la T.)
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—No. Debe ser alto, almidonado, y demasiado seco. Quizás debería tomarme cierta
libertad y mostrar, también, mi escote.
No del todo segura si bromeaba o no, Judith se batió en retirada.
Ella aún no había estrenado el vestido marfil sobre satén melocotón, y estaba un poco
asustada por cuan bajo era el escote, aunque esto, al menos, significaba que podía
vestirse sin ayuda.
El volante del escote le rozaba los hombros encima de las abultadas mangas, después
descendía entre los pechos hasta reunirse en una rosa de tela justo allí. Después de
algunas pruebas, encogiéndose y girando, la tranquilizó el comprobar que no se
deslizaría y revelaría todo, y cuando se miró en el espejo no fue tan malo, pero cuando
bajó la mirada pensó que se veía desnuda.
Antes de llamar a la doncella para que la peinara, se dirigió nerviosa al salón.
—¿Leander, este vestido... es adecuado?
Él alzó la mirada, sus ojos brillaron y se oscurecieron al mismo tiempo. Se le acercó.
—¡Querida, es exquisito! Qué maravilloso... material.
—Eso no es lo que atrae la vista y lo sabes muy bien
Sus ojos brillaron risueños y apreciativos, y él los dejó vagar acariciadoramente sobre
sus pechos.
—No te preocupes. Casi todas las damas estarán tan expuestas, te lo aseguro. Sólo
que no tendrán nada tan magnífico que mostrar.
Judith colocó la mano sobre la carne expuesta.
—Lo sabía. Mis senos son demasiados grandes para este modelo de vestido.
Él le capturó las manos y tiró de ellas.
—Tonterías. Serás la envidia de todas las mujeres, y yo seré la envidia de todos los
hombres. —Sosteniendo sus manos a los costados, él se inclinó y besó la abertura
expuesta entre sus pechos. Se enderezó—. Un poco más de esto y te tomaré a voluntad
aquí y ahora. Apresúrate, o nos perderemos los primeros bailes.
Judith regresó otra vez para ser peinada, aturdida por la palabra tomaré. Después de
la última noche tenía cierta noción de lo que esta podía significar.
Cuando ingresaron en los salones donde se estaba celebrando el baile, Judith vio que
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Beth y él habían dicho la verdad. Casi todas las damas usaban escotes muy bajos, y
muchas tenían poco que mostrar bajo sus corpiños.
También observó que había pocos hombres que igualaran a Leander en apariencia, y
ninguno lo igualaba en estilo. Él era totalmente sobrio y sencillo, pero poseía un aire que
lo distinguía de los demás.
Los asistentes eran una mixtura de todo tipo como uno se esperaría en un baile
campestre, desde pudientes granjeros hasta aristócratas. El maestro de ceremonias les
saludó y los dirigió hasta una esquina del salón de baile en donde los potentados
locales, lord y lady Pratchett, sir James y lady Withington, formaban su corte. Éste
claramente debía ser su entorno natural.
Los Withingtons era una agradable pareja de mediana edad con un hijo y dos hijas
acompañándolos. El hijo, aproximadamente de veinte años, parecía aburrido, aunque se
animó luego de ver a Judith, y comerse con los ojos sus senos. Él se detuvo
repentinamente, y ella supuso que Leander le había hecho algo.
Las muchachas tenían cerca de dieciséis y dieciocho. La mayor poseía un aire de
tedio, pero la más joven se veía alegre e inquieta. Judith supuso que era su primer baile
con los adultos, y le dio una afectuosa sonrisa.
Los Pratchetts hacían evidente su señorío en estos acontecimientos y no estaban del
todo contentos —su título sólo era de meros vizcondes— al tener un conde en sus
terrenos. Por otra parte, la conexión no podría sino darles más que prestigio. Aún eran
una pareja joven, pero se comportaban como fríos y serios mayores. Judith se cansó
rápidamente de los despectivos comentarios de lady Pratchett sobre cualquier cosa,
acompañados por un:
—...como usted y yo sabemos, mi querida lady Charrington.
—De hecho no lo sé —dijo Judith en el último comentario—. Hasta hace algunos días,
vivía en una cabaña, y mi principal preocupación era cómo conseguiría la siguiente
comida.
La dama se quedó con la boca abierta, pero se salvó de responder ante los primeros
acordes de una melodía. Leander hizo una reverencia, y solicitó a lady Pratchett el baile.
Así pues Judith permitió que lord Pratchett la llevara a la pista de baile, era
consciente de que se había puesto en evidencia a sí misma. Lady Pratchett sin duda
alguna estaba en ese momento quejándose a Leander por su comportamiento. Siempre
supo que esto nunca funcionaría.
Bien, se dijo dándose ánimos, tanto el matrimonio y este baile habían sido idea de él,
así que tendría que afrontar las consecuencias. Se consoló con la idea.
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—No estoy dispuesta a correr ese riesgo. Toda el área podría estar infectada.
Él la condujo hasta la línea de bailarines sin contestar.
Judith estaba preparada perfectamente para luchar sobre ese punto, pero no en
público. Estaba enojada por su comportamiento, sobre todo, por haber mantenido el
secretismo sobre su familia. ¿Qué tenían que ella no debería conocer?
Ella bailó tensa y en silencio. Él apenas parecía notarlo. Cuando la danza estaba
avanzada, sin consultarle, él dijo:
—Nuestro rumbo más inteligente será dirigirnos a Londres y realizar desde allí las
investigaciones pertinentes. Los niños disfrutarán de su estadía, y podrás acrecentar tu
guardarropa.
Judith no tenía ninguna objeción valedera a ese plan, pero se resintió por la forma del
anuncio. No podía esperar a estar a solas con él.
El baile acababa de terminar, y Leander escoltó a Judith hasta sus habitaciones, pero
rápidamente se giró para acudir a su cita con James Knollis. Judith no podía esperar.
—¿Por qué no me dijiste que tenías primos?
Sus cejas se arquearon.
—¿No los tiene todo el mundo?
—No todo el mundo los guarda en secreto.
—Nunca has mencionado a los tuyos.
Eso era incuestionablemente cierto.
—Ellos no tienen ninguna incumbencia en nuestra vida —protestó ella.
—Tenía la esperanza que los míos no tuvieran ninguna incumbencia en ella.
Judith sintió como si se golpeara contra el pulido mármol. Todo lo que él decía era
razonable, y ella detestó eso.
—¿Entiendo que estos primos tuyos viven cerca de Temple Knollis?
—Querida mía —dijo él con voz cansina, arrebatando al apelativo cariñoso toda
emoción—, ellos viven en Temple Knollis.
Su corazón palpitaba.
—¿Y no pensabas advertirme?
—Les dije que se marcharan.
Judith realizó una profunda respiración, asustada ante los indicios de calamidad, y
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Leander regresó a sus habitaciones y se encontró con una cama vacía. Comprobó el
salón en caso de que ella se hubiera sentado a esperarlo, pero sabía que estaría con los
niños. Era una de las cosas de casarse con una mujer con niños. Ella era algo proclive a
abandonarlo en la noche.
Lo cual se tenía bien merecido.
No podía concebir cómo pudo ser tan descortés. Había descubierto que si Judith era
posesiva y susceptible con sus niños, él era igual con sus problemas de familia. ¿Puede el
Etíope cambiar el color de su piel o el leopardo cambiar sus manchas? Había deseado un hogar,
una familia. Había deseado pertenecer a un lugar en el mundo. ¿Pero podía un hombre
que ha aprendido a caminar solo aprender a confiar en otros? El pensamiento de
compartir sus problemas personales con cualquier persona le hizo sobresaltarse. Pero
Judith no era cualquier persona...
Esperaba que su familia obedeciera sus instrucciones y que abandonara Temple. Él y
Judith podrían trasladarse sin contratiempos, y comenzar a construir su nueva vida.
—Infiernos —murmuró él, y eso era una valoración exacta de toda la situación.
Frotó con las manos su rostro, sabía que estaba borracho. El joven James tenía una
cabeza asombrosamente fuerte y había llevado un buen rato poder sonsacarle lo que
quería. Desgraciadamente, después de todos los esfuerzos de Leander, sólo tuvo un
muy breve intervalo entre la borrachera y la inconsciencia. Pero una única pizca de
información había sido obtenida. Ignoraba si había o no difteria, pero tío Charles
aparentemente había sufrido recientemente un golpe después de una convulsión y no
era seguro si viviría.
Cómo se ajustaba eso en el patrón, no lo sabía.
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Se quitó las ropas, y puesto que no debía consideración a ninguna esposa modesta, se
metió desnudo en la cama. De todas formas, ésta no habría sido una buena noche para
consumar su matrimonio, pero lamentó el haber lastimado a Judith, y deseaba poder
decirle eso.
Lo haría por la mañana, y después la llevaría a su cama. Dios, si no la conseguía en su
lecho pronto, ella empezaría a dudar de sus habilidades.
Sus intenciones eran buenas, pero para el momento en que despertó al día siguiente,
Judith y los niños habían estado despiertos por horas, y ya habían regresado de una
caminata. Él tenía dolor de cabeza.
Se sentó para un tardío desayuno, consciente de la fría formalidad de su esposa, y del
dolor subyacente, e intentó ignorar el palpitar en sus sienes16.
Templos. Dios lo guardara de templos de toda clase.
Necesitaba arreglar todo con Judith, pero no podían discutir sus problemas delante
de los niños. Había claras razones del porqué Dios decidía que los niños llegaran
después de la luna de miel.
—¿Su madre les ha dicho que tenemos un cambio de planes? —le preguntó a Bastian
y Rosie—. Debemos ir a Londres por poco tiempo, en vez de ir a Temple.
Evidentemente no se los había dicho.
Rosie puso mala cara.
—Pero quería conocer Temple con tantas ganas.
—No seas tonta, Rosie —dijo Bastian—. Viviremos en Temple antes o después. En
Londres hay todas clases de cosas. Desfiles, teatros, Astley.
Rosie se animó.
—¿Veremos al rey y a la reina?
Judith contestó tranquilamente.
—No al rey, querida. Él no está bien. Pero puede ser que veas a la reina, y a los
príncipes y princesas. —Ella echó un vistazo a Leander—. ¿Cuándo nos marchamos,
milord?
Él observó el uso de su título y su cabeza palpitó aún más. Dejó su desayuno.
16 Juego de palabras intraducible en español. Ya que temple también se refiere a las sienes. (N. de la T.)
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—Tan pronto como estés lista. Hay luna llena. Presionando un poco, podemos
alcanzar Londres hoy. Haré los arreglos.
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Capítulo 11
Sopa, si es posible. Prepare las camas necesarias, las de los niños primero. Póngalos en el
primer piso cerca de la suite principal, por si se despiertan por la noche. ¿Supongo que
no hay fuego en ninguna parte salvo la cocina?
—No, milord.
—No importa. Estaremos pronto en la cama, pero encuentre un par de mantas para
los niños mientras esperan.
Pronto todo era actividad.
Bastian se había vuelto a dormir en una postura desmañada, pero Judith no lo movió
por miedo a despertarlo. El lacayo trajo un candelabro y lo encendió. Una criada se
apresuró a entrar con dos mantas y las arrebujó amablemente alrededor de los niños,
luego salió con una reverencia y una mirada curiosa.
Leander desapareció, para reaparecer con dos vasos y una jarra.
—Brandy —dijo y le ofreció un poco a Judith.
Judith negó con la cabeza. Ella no tenía precisamente frío con su suntuosa capa rusa y
su manguito, pero se sentía helada. Era en su mayor parte agotamiento, pues no había
dormido bien anoche, y había sido un día terriblemente largo. Pero era también por la
brecha entre ellos.
Aquí estaban en su casa, donde el hecho de que estaban casados era tan real como
una roca, pero su relación era más quebradiza que nunca.
Para evitar sentarse frente a él, deambuló por la habitación. Estaba costosamente
amueblada, sí, pero al estilo de la generación anterior, y tenía la calidez de un
descuidado escaparate de muebles. Se preguntó si la casa era alquilada, pero incluso
una pregunta tan simple era demasiado para ella.
Sobre la chimenea había un espléndido retrato de una joven de ansiosos ojos
ambarinos. Las ropas, el estilo, la actitud, todas hablaban de una riqueza arrogante, pero
los ojos eran implorantes.
—Mi madre —dijo Leander quedamente desde atrás—. Henrietta Delahaye, única
heredera de dos grandes fortunas. Esta casa era su dote.
Henrietta sólo podía tener unos dieciséis años de edad cuando se hizo ese retrato.
Judith se preguntó en qué clase de mujer se había convertido, además de una madre
absorbente. Creyó ver un parecido físico con Leander en los finos labios curvados, los
ojos ambarinos y el suave cabello castaño, pero su carácter debía de provenir de su
padre.
Como si le leyera el pensamiento, Leander dijo:
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algunos pedazos de pastel de jamón frío, y queso tostado. Y té. Judith bebió tres tazas,
pero sólo picoteó la comida. Sabía que éste sería un desastroso momento para hablar de
sus problemas, no obstante parecía mal sentarse allí en silencio ignorándolos.
Pero no los ignoraban. El silencio hablaba elocuentemente de ello.
Ella se levantó.
—Debo irme a la cama o también terminarás llevándome arriba.
Su mirada respondió a sus palabras, pero él sólo dijo:
—Buenas noches, entonces. Que duermas bien.
Una criada estaba esperando para ayudarla a quitarse el vestido y cepillarle el
cabello. En unos minutos, o así le pareció, Judith estaba en la cama, demasiado cansada
incluso para preocuparse por el futuro. A pesar de un colchón blando y notablemente
lleno de bultos, se quedó dormida rápidamente.
Judith fue despertada al día siguiente por una criada que encendía el fuego. Había
aceptado este pequeño lujo en la posada sin pensar, pero ahora se dio cuenta de que era
parte de su nueva vida. Si ésta debía ser su nueva vida.
Descansada, sin embargo, sus deprimentes cavilaciones del día anterior no parecían
razonables. Estos últimos días habían sido tensos y frenéticos; era poco sorprendente
que todo no hubiera ido como la seda. Seguramente el Leander que había conocido en
Mayfield no podría ser el monstruo de sus peores fantasías.
Cuando la criada hubo terminado su tarea, se inclinó en una reverencia e hizo
ademán de salir.
Judith dijo:
—¿Sería posible conseguir algo de té?
La mujer pareció alarmada, pero dijo:
—Sí, milady.
A la luz del día y con tranquilidad, Judith estudió su dormitorio. Era tal como había
pensado la noche anterior, y no particularmente atractivo. El mobiliario era pesado y
oscuro, las colgaduras deslucidas por el tiempo. Como si ni Leander ni su padre
hubieran estado mucho tiempo en Inglaterra, supuso que nadie había renovado este
dormitorio desde el último ocupante. ¿Había sido ésa su madre? ¿Su abuela, incluso? El
colchón ciertamente parecía como si pudiera tener cincuenta años o algo así.
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se levanten. Después del desayuno tengo intención de dar una vuelta por la casa, y
discutir la administración de la casa con el personal superior. —Ella asintió—. Eso será
todo, gracias.
Cuando la doncella hubo salido, Judith suspiró y sirvió té de una tetera de plata a una
taza de fina y translúcida porcelana. Sería mucho más feliz siendo amistosa con los
sirvientes, en vez de ser un ama distante, pero sabía que eso sería desastroso. El estilo de
gerencia adecuado en Mayfield House no funcionaría aquí, y en particular no en Temple
Knollis.
Tembló al pensar en el personal de Temple. Probablemente se creían los dueños de la
creación. ¿Qué pasaría si todos esos orgullosos sirvientes se enteraran de su pobreza
antes del matrimonio? Como Leander estuvo en Mayfield sin sus sirvientes, siempre
existía la oportunidad de que no se propagaría la noticia, pero lo dudaba. Cuando los
Arden regresaran a la ciudad, su personal extendería las noticias.
Judith puso en su regazo la humeante taza para estar más cómoda. Entre todas sus
dudas acerca del matrimonio nunca había considerado esto, el esfuerzo diario para
mantenerse en su lugar.
Recobró la compostura. Era tan sólo un reto, y uno menor a otros que había afrontado
en su vida. Le había prometido a Leander que sería una buena esposa, y una buena
condesa. Aunque todo lo demás se cayera a pedazos, podía cumplir al menos con esa
parte de su contrato ¿No era lo que debía hacer una buena esposa y una condesa?
Dirigir su hogar hacia la prosperidad y comodidad. Esta casa, no importaba cuán bien
funcionara, no estaba preparada para unos niños, ni podía proporcionar a Bastian y
Rosie la libertad de la que disfrutaban en Mayfield.
Si sólo iban a permanecer en Londres durante algunos días no merecía la pena
contratar una institutriz o un tutor, pero alguien tendría que cuidar de ellos.
Si éste había sido el hogar de un soltero, podría haber varias maneras en que ella
podría mejorarlo...
Por otra parte, Leander bien podía estar contento tal y como era y se resintiera de la
interferencia...
Judith frotó ansiosamente sus párpados. En unos cuantos días tendría que discutir
estos asuntos con él, pero no ahora. Recordó otra vez la forma en que había hablado “No
te inmiscuyas en mis asuntos personales”. ¿Sus casas eran un asunto personal?
Recordó al Leander que había bromeado con ella, el cómplice explorador del
mercado. ¿Cómo habían llegado a esta desastrosa situación?
Judith se enderezó en la cama y negó con la cabeza. Realmente, era una sarta de
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disparates. Comparó todos aquellos días, durante los que él había aparentado ser
honesto y amable, contra aquél doloroso momento, y disminuyó el daño. Ella era mayor
y lo suficientemente inteligente como para saber que algunas veces las personas decían
cosas que no querían decir, en particular cuando estaban bajo la influencia de emociones
intensas. Entonces, ¿a qué emociones intensas respondía su marido?
Tenía que hacer algo con su casa en Temple Knollis, y su representante allí, su tío
Charles. Él pensaba que su familia trataba de mantenerle a distancia, incluso inventando
historias sobre enfermedades. Él los había calificado como codiciosos.
Pero ¿por qué no discutía todo eso con ella?
Eso, decidió, era lo que se interponía entre ellos, lo que realmente dolía. Que parecía
no confiar en ella.
Emery entró a decir que el baño de Judith estaba listo. Judith entró en su vestidor
para encontrárselo caldeado por un fuego. La bañera humeaba y gruesas toallas
colgaban de una percha para calentarse. Un auténtico paraíso.
Mientras se bañaba, consideró su situación. Sebastian nunca había discutido sus
asuntos personales, incluyendo a su familia, con ella y ella no había protestado. ¿Por qué
estaba tan molesta ahora? Porque Leander había parecido diferente.
Porque Leander era importante para ella de un modo en que Sebastian nunca lo había
sido. Su mano se detuvo y su corazón se saltó un latido.
No debía sentir eso. Era un principio fundamental de este matrimonio, que no fuera
contaminado por el amor. Sabía cuánto odiaría él ser puesto en la injusta posición de
tener que ser el objeto de su devoción, y ser incapaz de corresponderla. Él había vivido
con el dolor de su madre. No quería volver a vivirlo en su matrimonio.
Ella lo había prometido. Lo había prometido.
Y era más que una cuestión de mantener una promesa. Sabía que Leander la
necesitaba. De muchas formas, él estaba solo en el mundo, y era un extranjero en su
país. Desconfiaba de su familia natural. Nadie debería estar tan solo.
No lo dejaría estar tan solo. Construiría un hogar y una familia para él, y sería su
conexión con su herencia.
El agua se enfriaba. Mientras Judith se apresuraba a usar la esponja para limpiarse los
días de viaje, sus nobles intenciones resonaron en su mente. No te inmiscuyas en mis
asuntos personales.
Quizá todo lo que él quería era un ama de llaves y un cuerpo en su cama.
Al pensar en la cama, Judith lanzó una mirada ansiosa a la puerta de su dormitorio y
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—Debe de ser interesante tener una casa con una historia familiar tan larga.
Entonces ella se sobresaltó. Qué cosa tan estúpida para decírsela a un miembro de la
aristocracia, en particular delante de un criado.
Él se sirvió más café.
—La familia de mi madre no es particularmente interesante. Algunas generaciones
atrás fueron sencillos artesanos, luego hicieron dinero con artículos de ferretería, carbón,
y, me temo, con los esclavos.
Judith no supo qué decir a esto.
—Siempre he pensado que esta casa reflejaba más el dinero que buen gusto, sin
embargo si a ti te agrada, estoy encantado. —Su taza se detuvo junto a sus labios, e hizo
una mueca—. Eso ha sonado asombrosamente grosero.
Una burbuja de risa explotó en Judith.
—Y tú eres el perfecto diplomático.
Él le devolvió la sonrisa, y la temperatura subió muchos grados. Su tono era casi una
caricia cuando dijo:
—Tú destruyes todo artificio, querida.
Judith bajó la mirada precipitadamente hacia sus huevos, nada segura de qué hacer
con eso.
—La casa tiene algunas ventajas —comentó él—. Es grande, y tiene una distribución
adecuada, y un jardín espacioso. Además —añadió—, tiene el mejor pasamano de
escalera que he encontrado nunca para deslizarme.
Judith miró hacia arriba.
—¡No se lo digas a Bastian!
Él se rió.
—Si no se da cuenta inmediatamente, no es el niño que yo creía.
Judith percibió entonces los sonidos que él ya había oído: el sonido sofocado de una
risa nerviosa y un pedido de silencio. Luego un wheeee acallado. Ella apoyó la frente en
su mano.
Un momento después, Bastian y Rosie se presentaron, con aspecto de ser unos
perfectos angelitos.
—Buenos días, Mamá. Buenos días, Papá Leander.
Judith aceptó besos de los dos, y les señaló sus sillas. Addison respondió a la llamada
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para servirles.
Para asombro de Judith, este personaje augusto se derretía en presencia de los niños y
parecía inclinado a ofrecerles el contenido entero de la despensa. Judith intervino.
—Creo que bastará con huevos, tostadas y té, Addison.
El mayordomo lo aceptó, pero entonces preguntó a los niños si tenían alguna
preferencia para futuras comidas. Judith compartió una mirada con Leander, y vio que a
él también le había gracia este inesperado aspecto del mayordomo. No vio ningún daño
en permitir a Bastian y Rosie recitar todos sus gustos, no obstante, puesto que su
reciente dieta había sido tan sencilla sus gustos eran en su mayor parte irreprochables:
naranjas, huevos escoceses, gambas, pastel de carne, y, claro está, los helados.
Cuando todas estas materias estuvieron decididas, Leander despidió a Addison,
entonces dijo:
—Espero que estéis totalmente recuperados del viaje.
—Me siento mucho mejor después de un buen descanso y un baño —dijo Judith.
Fue recompensada con una sonrisa.
—Lo confieso, tenías razón todo el tiempo. Un largo viaje inmediatamente después de
nuestra boda, con dos niños excitados además, no fue la decisión más sabia.
La cara de Rosie se arrugó y dijo:
—Siento haber estado enferma.
Tuvieron que tomarse un tiempo en reconfortarla.
Bastian dijo:
—¿Iremos a Temple Knollis pronto, señor?
Él también necesitaba ser reconfortado.
—Desde luego que lo haremos, Bastian, pero tengo que asegurarme primero de que
no hay más enfermedades. No sería divertido llegar allí sólo para enfermar.
Él contestó cordialmente un montón de preguntas sobre Temple, y sobre Londres,
pero entonces se levantó de la mesa. Se volvió hacia Judith.
—Voy a dar instrucciones para que alguien haga averiguaciones sobre el estado de
las cosas en Temple. Deberíamos saber qué ocurre en esta semana.
Ella deseaba tener una oportunidad para hablar con él, pero éste claramente no era
un buen momento o lugar. Iba de camino a la puerta. Había un tema que debía traer a
colación, en cualquier caso.
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—Leander —dijo—, tenemos que considerar qué arreglos hacer para los niños, qué
clase de cuidadores contratar para ellos. También —añadió tentativamente—, podría
haber cambios que hacer en la casa para nuestra comodidad.
Bueno, eso debería ser lo suficientemente sutil.
Él se encogió de hombros expresando sólo una ligera sorpresa.
—Debes hacer como desees. Ésta es tu casa.
Hombres. Eso no la ayudaba en nada.
—¿Recibiremos? —preguntó ella.
—No había considerado el asunto. ¿Deseas hacerlo?
Él parecía genuinamente despreocupado, así es que Judith, agradecida, dijo que no.
Tenía bastantes novedades y problemas de los que ocuparse sin tratar de ocupar su
lugar en la sociedad como condesa de Charrington.
—En ese caso —dijo él—, quitaremos la aldaba de la puerta, y evitaremos dar ningún
indicio de nuestra llegada. Sospecho que estaremos aquí sólo durante un par de
semanas como máximo. —Él regresó a la mesa y depositó un convencional beso en su
mejilla—. Haz lo que gustes, querida. El lugar ha estado descuidado durante años.
Incluso el personal fue contratado sólo unos meses atrás. Antes había sólo un cuidador.
De modo que se fue y Judith se quedó exasperada. Él decía que hiciera lo que
quisiera, pero si lo hacía él sería objeto indudable de alguno de los cambios que ella
hiciera. Además, no estaba claro si por cambio él se refería a mover un sofá, o quitar una
pared. No es que ella contemplase una cosa tan drástica, pero aún así...
—¿Podemos ir a la Torre, Mamá?
Judith fijó su atención en la pregunta de Bastian. Sabía que su frustración tenía menos
que ver con los problemas de la casa que con los problemas con su marido, pero él
parecía haber abandonado su frialdad, y seguramente habría tiempo más tarde para
hablar con él.
Cuando los niños hubieron terminado su desayuno, ella les permitió ir a explorar la
casa. La señora Addison era el ama de llaves, y tan corpulenta como su marido, pero
menos impresionante. Ella se afanaba alegremente en los cuatro pisos y el sótano.
Todo decorado en el mismo estilo macizo y pulcro, costoso y pasado de moda, pero
carente de personalidad en absoluto. Muchas habitaciones parecían como si apenas
hubieran sido usadas.
En opinión de Judith, eran también rotundamente feas.
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Había una zona infantil, pero claramente no había sido usada desde hacía una
generación. Judith decidió que no tenía sentido tratar de reformarla para Bastian y
Rosie, especialmente para lo que prometía ser una corta estancia. Había algunas cajas de
libros y juguetes allí, sin embargo, y un caballo de balancín. Después de asegurarse de
que este último era sólido, dejó a los niños jugando.
El sótano era con mucho la parte más confortable de la casa, siendo la más habitada.
Judith admiró la nueva cocina cerrada.
—Es la primera cosa que compró el conde —dijo la señora Addison, con
aprobación—. Usted no reconocería esta cocina, milady de tan anticuada que estaba.
Nos contrató a Addison y a mí, y nos dijo que hiciéramos el resto, pero le dije sin rodeos
que no había ninguna posibilidad de traer una cocinera que mereciese la pena con
semejante cocina. Preguntó qué se necesitaría y lo encargó, así como así.
—¿Y el resto de casa? —preguntó Judith—. Parece como si no se hubiera hecho
ningún cambio allí.
—El conde no ha pedido nada, milady. Siendo soltero, no recibía más que a algún
amigo de vez en cuando. —Miró a Judith y pareció tomar una decisión. Continuó en un
murmullo—: Había sólo un anciano viviendo aquí hasta hace aproximadamente cinco
años, o es lo que dicen. Un tal señor Delahaye, el abuelo materno del conde. Era un poco
solitario, hasta donde yo sé, aunque el conde vino de visita cuando era un niño. Cuando
él murió, el actual conde y su padre, estaban en el extranjero, así es que el lugar estaba
simplemente cerrado. Estaba bastante bien conservado, pero le diré, milady, que llevó
un poquitín de trabajo dejarla en buenas condiciones.
—Estoy segura de que así fue, señora Addison, pero parece haber hecho un trabajo
maravilloso. La casa está inmaculada.
—Sólo hacía mi trabajo, milady. —Pero la mujer se esponjó.
Judith no podía evitar preguntarse si su ama de llaves sería tan cordial si supiese que
algunas semanas atrás Judith había estado fregando sus propios suelos. Le dio a
Leander las gracias silenciosamente por insistir en que cuidase sus reveladoras manos.
Judith regresó pensativa a la planta baja. Necesitaba un lugar para hacer planes.
Si fueran a pasar mucho tiempo en esta casa, preferiría tener un tocador cerca de su
dormitorio, pero por el momento las habitaciones vecinas serían usadas por los niños.
Después de considerar las limitadas posibilidades, destinó una pequeña antecámara
como biblioteca, y pidió que encendieran fuego en la chimenea.
Estudió sus nuevas habitaciones. El papel pintado a mano estaba descolorido por el
tiempo, pero no ajado; las cortinas eran de un sombrío brocado granate, pero servirían
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para los meses de invierno; la alfombra era una Aubusson tolerable, apenas usada. Era
el mobiliario lo que no le gustaba: una mesa achaparrada y pesada, cuatro sillas duras
de madera, y un par de sillas bajas, incómodas y tapizadas al estilo Reina Ana.
Una revisión mental le dijo que no había nada más confortable en la casa, excepto en
la biblioteca. Ella prefería esa habitación, sin embargo, había sido el refugio del anciano,
y ahora era el de Leander. Era más inteligente no invadirlo.
Si quería un nido agradable tendría que comprar al menos una silla cómoda.
Eso le recordó su excesivamente generosa asignación para gastos. ¿Cuándo
aparecería?
También le recordó el dinero adeudado al editor, y la asignación de Timothy Rossiter.
Ahora que estaba en Londres, podría enviar fácilmente una nota a la dirección de
Timothy para decirle que cesara de pagar la asignación. Por otra parte, podía usar el
dinero para pagar una parte de la factura por los libros. Parecía más apropiado destinar
dinero de la familia de Sebastian a ese propósito que el dinero de Leander.
Estaba asombrada de cuán tacaño era su cuñado. Su dirección, recordó, era Clarges
Street. Pediría a Leander lo que faltaba.
No, la única solución inmediata era pagar la cuenta con su asignación para gastos.
Ella todavía se resistía por tal desperdicio de fondos pero debía pagarla. Eso quería
decir que tendría que recordarle a Leander lo del dinero. Odiaba esa idea, como si ella
tuviera derecho a él. Especialmente cuando no lo había ganado. Se estremeció. Esa era
una horrible forma de plantearlo, pero hasta que realmente fuera su esposa, no tendría
derecho a nada.
Apartó esos pensamientos e hizo una incursión en la biblioteca para buscar una
pluma y papel. Estuvo muy tentada de acurrucarse en el sillón acomodado frente al
fuego, pero no podía estar completamente segura de que Leander no se molestaría.
Perdió la noción del tiempo mientras anotaba lo que era necesario: dos sillas cómodas,
en caso de tener visitas, un escritorio femenino, tarjetas de visita, artículos de papelería,
más libros y juegos para los niños, una guía de Londres, un medio de transporte...
Ella se sentó mordiendo la pluma. ¿Cómo iba exactamente a contactar con el señor
Browne para pagar esa factura? El hecho era que no tenía ni la más leve idea de cómo
salir adelante en Londres. Siempre había vivido en pueblos.
Leander sabía cómo organizarse. Él indudablemente se encargaría por ella de la
deuda si se lo pidiese. Judith era culpablemente consciente de que no quería que
Leander supiera nada de eso. Nunca podría averiguar qué parte había jugado en llevarla
a reconciliarse con él, pero se sentía como si fuera a ser obvio al instante.
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Él estaba sorprendido.
—¿Aquí, tal vez? Has debido llevar una vida excitante, querida. No, aunque estoy
tentado, no me arriesgaré a nuevas interrupciones.
Profundamente avergonzada, Judith trató de tartamudear una disculpa, pero él la
ignoró.
—Necesito hablar contigo. Entremos en la biblioteca. Por mucho que te guste esta
habitación, mi sensibilidad no la soporta.
Leander caminó detrás de Judith hacia la biblioteca, preguntándose si debería aceptar
su invitación para acostarse ahora. Ella debía creer que era la peor clase de tonto tras
cuatro días de matrimonio y sin haberlo consumado todavía. Sin duda Sebastian había
sido rápidamente dejado de lado.
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Capítulo 12
Había sólo un sillón en la biblioteca, y Judith se dirigió hacia la silla de madera, sin
embargo Leander insistió que se sentara en el sillón grande, y se sentó a sus pies en el
escabel. Judith sintió un extraño impulso de acariciar su cabello ondulado, como si fuera
Bastian. Qué hombre tan imprevisible era su marido. Un hombre peligroso en un
momento y un chiquillo al siguiente. Pero todo saldría bien. El calor regresó.
Él tomó su mano y la besó.
—¿Estos días han sido un poco extraños, verdad?
—Semanas un poco extrañas.
Se puso serio cuando dijo:
—¿Lo lamentas?
Encontró su mirada.
—No. ¿Y tú?
—Para nada. —Miró sus dedos y jugó con ellos un momento—. Debo pedirte una
disculpa por mi comportamiento de la otra noche. Fui imperdonablemente grosero.
Esta vez Judith levantó el mentón.
—No lo fuiste, y te he perdonado.
—Eres generosa.
—¿Se supone que debo guardar rencor por los malos entendidos?
Había una pregunta personal en ello y él la captó.
—Estarías dentro de tus derechos, pero tienes razón. Se trata de un caso de malos
entendidos. No quiero excluirte de mi vida.
—Bueno, no me gustaría eso.
Miró el fuego a lo lejos.
—La verdad es que ésta es una extraña historia, y debe dar una mala imagen sobre
alguna parte de mi familia... —Jugó con sus dedos otra vez—. No hago esto muy bien
probablemente. No estoy acostumbrado a revelar mis secretos más íntimos.
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—Buen Dios, sí que es una familia. ¿Cuál es el problema, son difíciles de mantener?
Él frunció el ceño y miró a la distancia.
—El problema es que no sé cuál es el problema. —Sonrió y se volteó a verla—. Voy a
tener que concluir que si alguien se encuentra loco, ese soy yo, ¿verdad?
Reanudó la historia.
—Mi abuelo murió a los noventa, y en ese momento se detuvo el absurdo por lo que a
mí concierne. Poco después de eso, me incorporé al ejército y hubo otras cosas de qué
preocuparse. Fue sólo la muerte de mi padre lo que me planteó de nuevo la cuestión en
la mente. Mi padre estaba convencido de que el tío Charles haría cualquier cosa para
conseguir el lugar para él, y las cartas que había recibido de la mendicidad de éste eran
parte de un complot cobarde para que regresara a Temple. Además se atormentó con las
peticiones de capital adicional y su estado no siempre fue ignorado, y creyó que su
hermano le robaba. Como ya he dicho, no le di mucha importancia al tema, pero cuando
me encontré, para mi sorpresa, que había sobrevivido a la guerra, tuve que hacer algo.
Soy el conde, y ésta es mi única responsabilidad.
«Decidí que lo más atinado era ir y ver Temple por mí mismo, y de ser posible
evaluar a mi tío y su familia. Los años de reprimendas habían dejado rescoldos, así que,
fui de incógnito.
«Todo estaba calculado, vi solamente al ama de llaves y me mostró los alrededores, y
un par de chiquitos que asumí podían ser dos de mis primos. Parecían niños
absolutamente normales, aunque más apropiadamente dóciles. Habría pensado que la
acústica del pasillo era la sala ideal para inventar juegos, pero ellos pasaron de puntillas
como unos ratones nerviosos en una catedral.
—Evidentemente les habrían indicado como comportarse cuando estuvieran
invitados alrededor.
—Supongo que sí —dijo Leander con el ceño fruncido—, pero lo que me sorprendió
de Temple Knollis fue su silencio. Se parecía más a un museo, una catedral o incluso,
una parte deshabitada, aunque el ama de llaves me aseguró que la familia se encontraba
en la residencia. Se sentía como esta casa, pero claro, este lugar ha estado desocupado
durante años...
—Así que no te gustó.
—Para serte sincero —dijo Leander—. No lo sé. Es indiscutiblemente muy hermoso.
Se levantó y tomó una carpeta de un estante, lo abrió en una mesa.
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—No podía desviarme de mi meta por todo eso y no sentía ninguna prisa. Había
llegado a casa para establecerme, pero era nuevo en Inglaterra, y ajeno a mis
responsabilidades como conde. Me empeñé en aprender sobre las propiedades, era una
ardua tarea. Lo visité todo: Cumberland, Sussex, y Rutland. Comencé a aprender sobre
la administración de la propiedad.
—¿Qué resultó de ese confuso arreglo?
—Todo el dinero del condado pasaba a través de Temple, como ves, mi abuelo y mi
tío Charles habían desarrollado una forma muy rara de contabilidad. El hombre de
negocios de Knollis aquí en Londres parecía no tener ningún problema con ello, pero yo
no podía hallar pies ni cabeza en ello, y no conseguí estar seguro de poder confiar en él
tampoco. Bien podía estar aliado con el tío Charles. Seriamente pensé en ir a Temple y
exigir una contabilidad clara, pero entonces recibí una carta de mi tío que demostraba
ser consciente de mi interés por los negocios de la propiedad, y me pidió hacer
exactamente eso.
Se rió, tímidamente.
—Debo admitir que comencé a preguntarme si esto no era un complot maquiavélico
de conseguir que fuera por un medio u otro. En cambio, contraté a un nuevo hombre
aquí para increparlo, y explicármelo todo, en particular el por qué no había tanto dinero
como debería haber.
Judith puso una expresión de alarma fingida.
—¿Trata de decirme que está en la ruina, señor?
Leander sonrió abiertamente.
—No te preocupes. Eso no es factible, aunque podría decirse que había escasez, como
mi padre había reclamado. El Condado de Charrington es muy próspero, pero mi
ingreso es estrictamente adecuado. Mientras yo estaba con el ejército, era suficiente para
mis necesidades. Cuando me presenté en Londres, sin embargo, era obvio que el ingreso
no era tanto como debería ser...
—Entonces, también piensas que tu tío Charles te roba —dijo Judith.
Él mostró una mueca de franqueza.
—No me gusta pensar así de mi familia, pero parece cada vez más una posibilidad.
Judith escuchó en su tono cuánto le importaba su familia. Quizás había esperado
acercarse a su tío y primos, y fue herido por sus acciones. Quizás la generosidad hacia
su familia no había sido una compra de favores, sino un deseo por formar parte de esta.
Y ella lo había impedido.
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—Me gustaba más estar en la casa de campo. Desearía que nos hubiéramos quedado
allí.
Leander continuó animosamente.
—Entonces tendremos que trabajar en mejorar las cosas para vosotros aquí. ¿Qué os
hace falta?
Estaba claro que los niños no podían pensar en nada. Rosie alzó la vista tímidamente.
—No me molesta estar aquí, Papá Leander.
—¿Bastian? —Leander lo apremió.
El niño era reacio a olvidarse de su queja.
—No pienso que sea justo —dijo.
—¿Qué?
—¡Tú dijiste que no podía montar hasta que llegásemos a Temple Knollis, pero no
llegaremos allí hasta dentro de unos meses!
—Ah —dijo Leander, relajándose—. De hecho, estoy determinado a que estemos allí
para Navidad, pero tienes razón. Bastian, cuando tengas una queja legítima, debes
sentirte con la libertad para discutirlo francamente, en vez de estar contrariado. ¿Qué
piensas que sería justo?
Bastian miró a Leander directamente por primera vez, sorprendido por la pregunta.
Su malhumor se fue para ser sustituido por la esperanza.
—¿Cuánto tiempo nos hubiera llevado llegar a Temple Knollis, Papá?
—Cuatro días, quizá.
Bastian contó en su cabeza.
—¡Éste es el cuarto día!
—Entonces si tu madre está de acuerdo, podríamos considerar reanudar mañana tus
ejercicios de equitación.
Dos pares de jóvenes ojos volaron hasta Judith.
—Me parece justo —dijo sobriamente.
Los niños gritaron de alegría.
—Ahora —dijo Leander—. ¿Qué piensas en realidad de esta casa? Vuestra madre y
yo estamos de acuerdo que es fea y pasada de moda, así que no necesitais refrenar
vuestros sentimientos.
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—¿Un golpe para tu ego? —preguntó ella, pero luego dijo—: Lo siento. Eso es apenas
justo. Van a tener problemas con algunos de los cambios, y temo que te culparán la
mayoría de las veces de ellos a ti.
—Supongo que puedo hacerles frente. Me debería hacer más fuerte para la Batalla de
Temple. No me gusta cuando me miran con esa reserva, como si esperaran que yo me
convirtiera en un monstruo de dos cabezas de un momento a otro. Pero no siempre los
puedo mimar. No sería inteligente.
Judith se acercó y enlazó su brazo con el de él.
—Por supuesto que no lo sería. Están en medio de una gran cantidad de cambios, y
todavía están preguntándose que significa todo. Como nosotros. Me cuesta esfuerzo ser
una condesa, y estoy segura que debe ser arduo convertirse en padre de la noche a la
mañana. Pienso que estás desempeñándote espléndidamente.
Leander sonrió ampliamente como un muchachito.
—Gracias. Creo que tú haces muy bien el papel de condesa, también.
—Aunque apenas he empezado. —Judith quiso decir que no había intentando ocupar
su lugar en sociedad pero vio que él leía otro significado. La miró con una apariencia
somnolienta, sensual y la encaminó directamente hacia el comedor. No había olvidado
ese comentario acerca de no restringir los momentos íntimos sólo al dormitorio.
Después de la comida, Leander examinó la lista de Judith, e hizo arreglos para
contratar un carruaje y los caballos de una librea cercana, y para que los montaran los
niños. También le dio a ella un rollo de billetes como parte de su dinero para gastos
diarios, y la autoridad para ordenar a los comerciantes que le enviaran las cuentas a su
hombre de confianza.
Judith miró los billetes, eran más que su asignación trimestral antes de su
matrimonio.
—Eres muy generoso.
Él descartó el comentario con un gesto.
—De nada17.
Cuando descubrió que ella tenía la intención de visitar la tienda de muebles, pospuso
sus planes y la acompañó. Mientras Bastian y Rosie salían con escoltas para explorar las
calles cercanas y los parques, Judith y Leander se dirigieron en un carruaje sin insignia
al establecimiento de Waring y Gillow.
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Capítulo 13
Judith casi esperaba un lugar de mala reputación, pero cuando el carruaje se detuvo,
lo hizo frente a un elegante edificio de piedra, con una placa brillante de latón
anunciando al propietario. El lacayo bajó del pescante y la ayudó a salir, luego la
acompañó al edificio.
Fueron indudablemente el carruaje y el lacayo los que provocaron tan caluroso
recibimiento. Pronto estuvo reunida con el señor Browne, con el lacayo esperando en el
exterior de la oficina.
—¿Un poco de vino, milady? —ofreció el hombre—. No sabía de su venturoso
matrimonio. Por favor, acepte mis más calurosas felicitaciones.
Judith se sirvió un vaso de vino. El señor Browne no tenía tampoco mal aspecto. Era
un caballero bien parecido y robusto de unos cuarenta años, mostrando claras pruebas
de prosperidad. ¿Y por qué no iba a serlo, pensó mordazmente, con idiotas dispuestos a
pagar cien guineas para encuadernar veinte volúmenes de su poesía en cuero de
cordobán, profusamente dorado?
Ella sonrió dulcemente, sin embargo, mientras él alababa el arte y la sensibilidad de
su anterior marido, y reiteraba lo mucho que el señor Rossiter era añorado por sus
devotos lectores.
—Me preguntaba, estimada señora —dijo el hombre al fin, sin ser completamente
capaz de ocultar el brillo hambriento en sus ojos—, ¿si el señor Rossiter dejó alguna obra
inédita...? Le pregunté al señor Timothy Rossiter, pero negó esa posibilidad. Aunque los
poemas estuvieran sin pulir, estaríamos dispuestos a publicarlos...
—No —mintió Judith con firmeza—. Me temo que no. —Pese a toda su aparente
respetabilidad, el hombre tenía los instintos de un tiburón. Olía el dinero ahora que ella
había hecho un buen matrimonio, y esperaba ganar una comisión por otra edición
extravagante—. Sólo he venido a pagar lo que se debía de la última edición. —Sacó el
dinero que ya había contado en el carruaje.
Él lo tomó, hojeándolo con aparente despreocupación, y escribió un recibo.
—Qué triste —dijo, con aparente sinceridad—. Tenía la seguridad de que estaba
trabajando en algo, e incluso su hermano...
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—No puedo suponer cómo esperaba su hermano saberlo —dijo Judith—. Mi marido
tenía poco contacto con su familia.
—Pero señora Rossiter... digo, lady Charrington... el señor Timothy Rossiter era el
albacea de su marido, y actuaba como agente de su marido en lo tocante a su poesía. Era
siempre él quien entregaba los manuscritos y se encargaba del dinero.
—Oh. —Judith encontró extraño que ella no lo supiera, pero Sebastian le contaba
poco sobre sus asuntos. Como él siempre recibía el correo, y sólo le daba los dirigidos a
ella después de abrirlos, pudo haber mantenido contacto con su familia y ella no se
había enterado.
—Bien, puedo asegurarle, señor Browne, que no hay más poemas disponibles —dijo
Judith—. Si Sebastian no estaba satisfecho, quemaba su obra.
Esto era falso, pero no tenía intención de usar el dinero de Leander para publicar las
obras póstumas de Sebastian.
El señor Browne suspiró lúgubremente.
—Trágico. Trágico.
Hipócrita, pensó Judith. Dejó su vaso y se levantó.
—No —dijo ella—, me temo que nuestra asociación profesional ha llegado a su fin,
señor Browne. —En realidad no pudo evitar la satisfacción en su voz—. Buenos días.
Cuando salió, aspiró profundamente. Algo en esa entrevista había sido inquietante, y
temía que el señor Browne fuera un granuja después de todo, pero al menos había
terminado. Aunque se sentía mal por no haberle contado a Leander todo acerca del
encargo de libros, ahora estaba en orden, y podría dejar de pensar en ello.
Ahora el único engaño en su matrimonio era el pequeño asunto de sus excesivamente
cálidos sentimientos hacia su marido, pero probablemente podría mantenerlos bajo
control.
Los niños comieron con ellos en la cena, pero Leander les advirtió que habría muchas
ocasiones en que este no sería el caso. Judith creyó ver algún descontento en la cara de
Bastian por ello, pero no dijo nada. Sospechaba que temía que los matutinos paseos de
equitación se cancelarían si se portaba mal.
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Dio un pequeño suspiro. Había constantes y pequeños roces, causados tanto por el
notable cambio de posición social como por el matrimonio, y no había nada que hacer
salvo abrirse paso a través de todos ellos.
Tenía que reconocer que no podía concentrarse en los sentimientos de los niños
cuando una buena parte de su mente estaba en la cercana noche. ¿Cómo iba a
manejarla? Esperaba poder retirarse como siempre, y hacer que Emery la preparase para
ir a la cama, luego esperaría discretamente en la oscuridad a que Leander viniese a ella.
¿Cuán temprano debería retirarse? ¿Más temprano de lo usual? ¿O quizá así parecería
desvergonzadamente ansiosa? ¿Si se demoraba, parecería ser renuente?
Leander no parecía tener prisa en librarse de los niños. Después de la cena, los
condujo a la biblioteca. Una vez allí, sin embargo, no parecía muy seguro de qué hacer
con su familia, aunque claramente deseaba pasar algún tiempo juntos.
Judith se enterneció.
—Quizá podríamos jugar a las cartas —sugirió.
—¿Whist? —preguntó él, sorprendido.
—Me temo que no...
—¡Al matrimonio! —gritó Rosie, excitada.
Las cejas de Leander subieron rápidamente, y Judith notó que se sonrojaba.
—Es un juego perfectamente irreprochable —le aseguró—. Bastian, ¿tenemos naipes?
Antes de que pudiera contestar, Leander fue al escritorio.
—Tenemos algunos por aquí en alguna parte. —Regresó con un paquete.
—Y necesitaré algunas hojas de papel —dijo Judith, dudando ya de la sabiduría de
esa sugerencia. El sencillo juego de apuestas era uno de los favoritos de los niños pero
siempre generaba excitación y ruido, y ésta era una casa tan digna—. Y algo para servir
de fichas. Generalmente usamos judías.
—Puedo superar eso —dijo él y sacó una caja esmaltada de color negro. La abrió para
dejar caer unas hermosas fichas de marfil pintado encima de la mesa. Judith casi sentía
que debería objetar algo, pero no había nada que los niños pudieran estropear, y ya
estaban cautivados.
—¿Es china esa escritura? —preguntó Bastian.
—Sí.
—¿Puedes decirme lo que pone?
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—Un Matrimonio es un rey y una reina. ¿Correcto? Una Intriga es una reina y una
sota. —Miró a Judith con un brillo malvado en sus ojos—. ¿Creía que habías dicho que
era perfectamente irreprochable? Me da le impresión de que es un poco perverso.
Judith se preguntó cómo podía no haberse dado cuenta de eso antes. ¡Y lo jugaban en
la vicaría!
—Una Conspiración es un rey y una sota —continuó, luego hizo una significativa
pausa—. En realidad debo declinar hacer comentarios sobre eso.
Judith quería que se la tragase la tierra.
—Cualquier par consigue una Pareja, y el as de diamantes consigue la Perfección.
¿Tengo razón?
Cuando los niños asintieron ruidosamente, Leander comenzó a repartir con una
habilidad que invistió el juego infantil de alusiones maliciosas. Quizá eso fue por lo que
todos estaban concentrados en ganar y perder. O quizá fue su promesa de respaldar las
fichas con dinero. Los peniques todavía eran una fortuna para los niños, aunque pronto
recibirían una generosa asignación.
Eso no explicaba por qué Judith se encontraba a sí misma observando los montones
de fichas en las diferentes hojas con toda la avidez de un apostador. Se llamó a sí misma
al orden.
Una vez que recobró el juicio, vio que Leander hacía trampa.
Cuando barajó las cartas, tiró el mazo de forma que podía ver los naipes. Cuando los
repartió, algunas veces deslizaba uno del fondo. El resultado final fue que los niños ni
ganaron ni perdieron excesivamente.
Realmente debería decir algo, pero de hecho su corazón se expandió por ese detalle.
Los niños se reían y gritaban excitados, y se preguntó si debía amonestarles, pero a
Leander no parecía importarle.
De hecho, parecía tan excitado como los niños por cada pequeña ganancia, e igual de
decepcionado por cada pérdida. Una buena parte era fingida, pero se divertía. Todavía
tenía la capacidad de disfrutar de las cosas sencillas, aunque raramente hubieran
formado parte de su vida.
Judith decidió introducir esas cosas sencillas en su vida, y exponerlas ante él como
regalos de amor.
Amor... Ella realmente no debería... Pero admitió que ya era demasiado tarde.
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—No, pero no será mucho, espero. Hablé hoy con Cosgrove, mi procurador, y le dije
que pusiera a más dependientes con los libros de Knollis. Debería tener algo de sentido
pronto. Ciertamente no te recomiendo que desempaques nada salvo las cosas esenciales.
—Se dirigió a atizar el fuego, luego se levantó—. Por cierto, entre nuestras pertenencias,
hay aparentemente una caja de alguna clase de vino.
—Oh sí, mi vino de bayas.
—Bayas —dijo inexpresivamente—. ¿Qué se supone que haremos con eso?
—Beberlo, espero. —No estaba segura cómo explicar el impulso que le había hecho
traerlo.
Él se encogió de hombros.
—Se lo podemos dar al personal.
Judith clavó los ojos en él.
—¿Estás diciendo que no es lo bastante bueno para tus nobles labios?
Su rostro empalideció.
—Claro que no. Lo serviremos con la cena de mañana.
—No está listo para beber aún —apuntó ella—, además de que sin duda habrá
sufrido las sacudidas del viaje.
—Entonces lo beberemos cuando esté listo.
Él manejaba desesperadamente el bochorno. Judith se había sentido herida por un
momento, pero ahora le amaba aún más.
—Sí, lo haremos —dijo dulcemente, intentando no reírse—. Te gustará. De veras que
lo hará.
Ella casi vio el respingo.
—Estoy seguro de ello.
En ese momento, Judith decidió hacer una mezcla de jugo de higo y vinagre para la
primera prueba, simplemente para poner a prueba sus habilidades diplomáticas.
—Una botella estará lista para Navidad —dijo ella.
—Entonces brindaremos en las fiestas con eso en Temple —dijo valientemente.
—O quizá deberíamos guardarlo para algún invitado especial —meditó—. Después
de todo, el vino de bayas es bastante menos común que el de uva. Quizá si el Regente
viene a hacer una visita...
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Una vez que los niños dijeron sus oraciones, les leyó más de la historia del pequeño
Peter, al que se lo habían robado los gitanos, pero que estaba logrando hacer una
fortuna en la marina. Luego revisó que ambas mascotas estuviesen a salvo en sus cajas y
se dirigió a su propia habitación, cerrando cuidadosamente la puerta contigua.
Se sintió como si estuviese cruzando el Rubicón.
A pesar de todo, sonrió al ver su grueso y profundo colchón. Eso había sido un éxito.
Ciertamente había demostrado que podía con esta nueva vida. Una vez que el siguiente
paso estuviese completo y fuese realmente su esposa, todo sería perfecto y la nueva
cama parecía una prometedora señal.
Llamó a Emery y se preparó para ir a la cama. Se puso uno de sus camisones de seda
y se estremeció levemente al pensar que él tal vez quisiese que se lo quitara.
Entonces tuvo un extraño pensamiento.
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¿La habría gustado a Sebastian que ella usara camisones de seda? ¿Sería posible que su
falta de entusiasmo en cumplir sus deberes maritales se debiese a que había hecho las
cosas mal? Su madre nunca le habló de tales cosas...
Por otra parte, además de una familia numerosa, no tenía ningún indicio de que su
padre hubiera disfrutado realizando sus deberes. Sabía por experiencia propia que
bastaba con unas pocas visitas conyugales para concebir un hijo.
¿Sería posible que ella, sus hermanas, su madre y posiblemente sus abuelas lo
hubiesen estado haciendo mal durante generaciones? Sintió un sofocado pánico en la
boca del estómago. ¿La calma de Leander respecto a la enfermedad de Rosie en su noche
de bodas había sido un signo de alivio al ver que no tenía que continuar?
¿No había sido capaz de continuar?
Judith recordó esas vergonzosas ocasiones cuando Sebastian se había metido a su
cama y nada había pasado. Algunas veces la había lastimado, apretándose y empujando
contra ella, pero no la penetraba y sabía que era por que no se había endurecido
apropiadamente. El endurecimiento era señal de que un hombre deseaba a su esposa y
Sebastian claramente no la había deseado...
El pánico creció y empezó a sentirse enferma.
Recordó su noche de bodas. ¿Toda esa jugarreta se debía a que Leander trataba
desesperadamente de endurecerse y no lo había logrado?
La criada había terminado de peinar su cabello en dos trenzas y ahora iba de aquí
para allá pasando el calentador alrededor de la cama una última vez, luego se marchó
llevándose el calentador consigo. Judith sólo se sentó ahí, mirándose en el espejo.
Él había bailado con princesas, probablemente se había acostado con ellas también.
¿Qué podría querer con Judith Rossiter, incluso vestida con seda?
No, no Judith Rossiter. Judith Knollis.
No, eso tampoco. Le había explicado que una condesa utilizaba su título como
apellido. Era Judith Charrington. Tragó y levantó el mentón. Si lo era, era
completamente debido la insistencia de él. Si descubría que no le gustaba, sería el único
culpable. Cumpliría con su deber y entregaría lo que había prometido como mejor
pudiera y si él no era capaz de cumplir con sus deberes. Bueno...
Judith presionó las manos contra su boca. Sería tan embarazoso.
Apagó las velas y se deslizó dentro de la cálida y suave cama. Se acurrucó
inmediatamente en un sedoso hueco como un ratón en un nido, aunque ni siquiera ese
sensual placer pudo tranquilizarla. Sintió que se congelaba mientras lo esperaba.
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Escuchó como el reloj marcaba los minutos y ruidos distantes, aunque no pudo
determinar si eran de Leander preparándose para ir a la cama o los sirvientes realizando
sus tareas. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra, por lo que estar a la luz de las
llamas no le pareció como oscuridad. Deseó que estuviera completamente oscuro.
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—¿Crees que no lo estaba? Y yo que creí que habías apreciado mi noble abnegación.
¿Tú no estabas desilusionada?
—Sí —admitió suavemente. En este privado hueco, profundo debajo de las mantas, la
luz de las velas casi no iluminaba. Era un lugar privado.
La besó en los labios, gentilmente, pero con la boca abierta. Su lengua tentó sus labios
de manera que no pudiera evitar abrirlos. Él retrocedió.
—No te decepcionaré otra vez —le prometió.
—No fue tu culpa...
La silenció con otro beso, más fuerte, más demandante. Judith supo lo que debía
hacer y abrió la boca. Su lengua exploró la de ella. Se lo permitió, sin saber si había algo
más que debiese hacer. Esto no se parecía en nada a como era con Sebastian, incluso la
posición. Con este suave y sedoso nuevo colchón, parecía no haber posibilidad de que se
recostara bien sobre su espalda; simplemente parecían rodar juntos.
Él besó su cuello y su oreja. Sus manos recorrieron suavemente su cuerpo. Sus labios
exploraron su cuello. Una cálida marea la recorrió, bajando sus defensas, tuvo que
luchar para mantenerse lúcida, por tratar de hacer las cosas bien. Luego sus manos
pasaron ligeramente sobre sus pezones y gimió con sorpresa frente a lo dulce que ese
fugaz toque había sido.
Retrocedió por un momento. Luego sus manos sostuvieron su cabeza mientras la
besaba. Su lengua se hizo más ruda y la deslizó dentro y fuera, una y otra vez. Con esta
evidente simulación, Judith hizo una ahogada protesta. Sus labios liberaron los suyos.
—Dios —dijo él—, empezaba a creer que los niños eran producto de la inmaculada
concepción.
Judith luchó por alejarse.
—Lo siento...
Él gruñó.
—Dios, también yo. No lo quise decir de esa manera. Tuve un repentino ataque de
cobardía. Nunca he hecho esto antes, sabes, y tu sí.
—¿Qué? —Tras pensarlo un momento estuvo segura de que no podía estar diciendo
que era virgen.
Escuchó el humor en su voz.
—Hacer el amor a la esposa, en la oscuridad, con ropas de dormir...
Lo estaba haciendo todo mal.
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—Eso es bueno. Pero no puedo con esta tensión. La próxima vez lo haremos a mi
modo. —Su mano acarició suavemente su trasero—. Te gustará, te lo prometo.
En general, Judith pensó que sería bueno ver cómo era que realmente se tenía que
hacer. Y ya somnolienta, se preguntó si cuando lo supiera se lo contaría a su madre y
hermanas...
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Capítulo 14
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beso.
—Qué severa eres. ¿De qué forma la gente no es de carne?
—De ninguna en absoluto —dijo Judith, avergonzada por estar comportándose de
semejante modo a la luz del día—. Aunque Rosie podría llegar a la cuestión de nuestra
alma inmortal. Simplemente espero que piense en el tema.
Él sonrió.
—¿Puedo esperar oír su disertación?
—Por supuesto, aunque no deberías esperar demasiado de una niña de seis años.
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—No hay necesidad de que los dos les compremos un regalo. Los malcriaremos.
—No creo. Y yo también quiero una excusa para registrar en una tienda de juguetes.
Judith sacudió la cabeza hacia él.
—Entonces compre regalos para sus primos, señor.
—Pero ellos quieren matarme —protestó él, de una forma que mostró que no se
tomaba la cuestión en serio en absoluto.
Judith, sin embargo, sintió un escalofrío de alarma ante sus palabras.
—No bromees con eso.
—¿Por qué no? Te he dicho que es una tontería. Sin duda esperan mantenerme a
distancia para poder continuar viviendo en Temple, y sacar grandes cantidades de los
ingresos del conde, pero no llegarían tan lejos como para asesinar. No obstante, no
parece muy apropiado hacerles regalos, cuando tengo intención de echarles a la calle.
—Yo lo habría creído muy deseable. Incluso si tienes que ser firme con ellos, querrás
ser más dulce después...
—Qué bien me conoces ya —murmuró él, avanzando a por otro beso—. ¿Cómo de
fácil es volverte más dulce, legítima esposa mía...? —Pero entonces oyeron a los niños
volver y se separaron. Bastian presentó sus líneas a revisión, y después Leander se los
llevó al centro ecuestre.
Judith ordenó que prepararan el carruaje y fue de compras.
Fue modesta en sus compras, pues después de presentarse con su pago en el
establecimiento del señor Browne, no tenía una vasta cantidad de dinero, aunque era
más de lo que había soñado hacía unas semanas. En consideración, estaba decidida a
informar a Timothy Rossiter inmediatamente de que ya no tenía necesidad de su dinero.
No era culpa de su hermano haber sido un tonto derrochador, y no podía
conscientemente seguir aceptando su dinero. Su extremadamente generosa asignación,
incluso tal y como la había dejado, seguramente sería suficiente para cubrir todas sus
necesidades.
Fue una alegría visitar las tiendas con dinero en la mano. Compró a cada uno de los
niños trompos nuevos.
También le compró a Rosie un arca, completa con animales de madera, y a Bastian un
castillo con soldados de madera.
Compró cinta y alambre para hacer coronas de flores y ramas, sonriendo como una
tonta ante la idea de Leander robándole un beso bajo el muérdago. Oh, ella también
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Los niños estaban en casa cuando volvió, bullendo de excitación por su primer paseo
en la escuela ecuestre. Rosie proclamaba que tenía que tener un atuendo apropiado si
debía mantener la cabeza en alto. La primera impresión que tuvo Judith fue que sería
una ridícula extravagancia ya que cada año crecería y necesitaría uno nuevo, pero
después lanzó la precaución al vuelo y estuvo de acuerdo. Se suponía que ella también
necesitaría uno, si iba a aprender a montar.
Leander había salido de nuevo, dejando un mensaje que decía que no estaría para el
almuerzo, así que los tres comieron juntos como en los viejos tiempos. Excepto que la
comida había sido preparada y presentada por sirvientes, y servida en fino platos de
porcelana china.
Judith miró alrededor con satisfacción. Se estaba acostumbrando a esta vida de
comodidades, y su matrimonio estaba probando ser una delicia. ¿Cómo había llegado a
ser tan afortunada?
Después de la comida, los niños quisieron llevarla de excursión por el área local y
mostrarle sus exploraciones. Judith accedió alegremente y sólo se demoró lo suficiente
como para poner su resolución en acción, y escribir una nota a Timothy Rossiter.
Addison le aseguró que sería entregada en Clarges Street, que aparentemente no estaba
lejos.
Judith se sentía liberada, como si el último amarre de su primer matrimonio hubiera
sido cortado. Se puso en camino alegremente con George y los niños para explorar
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Mayfair.
Fue cuando observaban el desfile de Guardias en Hyde Park que una vaga sensación
de malestar, y un dolor en la espalda, recorrió a Judith. Buscó en su mente. Sí, era el
momento de su flujo menstrual.
Su primera reacción fue desilusión porque pasarían algunos días antes de que
Leander pudiera mostrarle el modo correcto de realizar el acto marital.
Luego estaba la cuestión del embarazo. Tendría que decírselo, y esa no era una
cuestión que las mujeres discutieran con los hombres. Había sido sencillo con Sebastian.
Él siempre le había pedido permiso para visitarla. Ella simplemente decía "lo siento, no
es conveniente esta noche".
Oh, bueno, si Leander acudía a su habitación, le diría lo mismo. Seguramente él lo
entendería.
Pero cuando Leander acudió a ella antes de la cena, cuando estaba sentada en su
estudio escribiendo una carta a su madre, la besó y la tocó de forma que parecía estar
haciendo promesas para la noche, y ella balbuceó.
—Me temo que no es conveniente... ¡quiero decir, es mi momento del mes! —Después
deseó que la tierra se la tragase.
—¿De veras? —dijo él, sólo ligeramente sonrojado—. Espero que no te moleste
mucho.
Judith nunca se había imaginado discutiendo semejante cuestión con un hombre.
—No —dijo, mirando fijamente a su pluma—. Es un pequeño inconveniente.
Él le levantó el rostro hacia él.
—Bueno. Eso no excluye los besos, sin embargo, ¿verdad? —Y procedió a besarla
muy concienzudamente—. Ahora —dijo él—, he pensado que podría gustarte visitar el
teatro esta noche, pero si estás indispuesta...
Judith sintió un escalofrío de excitación.
—Me encantaría. Nunca he estado en un auténtico teatro.
Él sacudió la cabeza, pero sonrió.
—Es una alegría para mí mostrarte el mundo, Judith.
—¿Pueden venir los niños también? —preguntó Judith—. Ellos tampoco han estado
nunca en un teatro, y quien sabe cuándo volverán a tener la oportunidad.
Él pareció haber sido tomado un poco por sorpresa.
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—No estoy seguro. La obra principal es Hamlet, que podría ser un poco sombría para
Rosie.
—Es la del fantasma, ¿verdad? Pero me gustaría intentarlo. Podríamos llevar a
George y Betty, y ellos podrían traer de vuelta a casa a los niños si no es adecuada. —La
mirada burlona de él penetró en su excitación, y se ruborizó—. Oh, lo siento. Sin duda
no es tan simple, ¿verdad?
—No puedo imaginar porqué no —dijo él con una súbita sonrisa—. Introducir a los
niños en Shakespeare. Educando de paso a los sirvientes. Sentaremos una moda.
Judith se mordió el labio.
—Lo siento. Haz caso omiso, por favor.
—En absoluto. Creo que es una excelente idea. Nunca debes dejarte gobernar por la
práctica común. La mayoría de la gente no tiene imaginación. Pero si nos aventuramos
entre la sociedad, debo insistir en que actúes como la condesa. Llevando tu traje de
novia y esto. —Sacó casualmente un aderezo de topacio y ámbar.
—Oh, qué encantador —despreocupadamente añadió:— Me recuerdan a tus ojos.
Él miró las joyas con falsa alarma.
—Dios mío, mujer. Lo siguiente será verte a ti escribiendo odas a mis centelleantes
órbitas.
Judith y los niños estaban encandilados con Covent Garden, tanto por las hermosas
arañas de luces, los techos ornamentados, y la brillante audiencia, como por el escenario.
Bastian y Rosie tuvieron que ser contenidos para evitar que se inclinaran hacia adelante
para estudiar la alegre actividad del foso.
El foso era una vorágine de hombres a la última moda y vivaces señoras; los pasillos
y los palcos eran un escaparate de las más exquisitas sedas y joyas. Betty y George se
sentaban callados en la parte posterior del palco, pero tenían los ojos abiertos de par en
par y su excitación podía palparse. Judith estaba encantada de que su plan los hubiera
llevado allí.
Su palco estaba cerca del escenario, y parecía una posición excelente.
—¿Qué se hace para obtener un palco en el teatro? —preguntó Judith a Leander.
—Muchos alquilan uno para la Temporada, pero su costo es exorbitante. Otros los
alquilan por una noche. Después de todo, nadie asiste al teatro todas las noches, así que
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la gente que tiene un palco lo alquila a los que se lo requieren. El teatro insiste en ello, o
tendrían la mitad de las localidades vacías la mayor parte del tiempo.
—¿Has alquilado este entonces?
—No, he utilizado mis influencias. —Le sonrió—. Es el palco de los Belcraven. El
duque es el padre de Lucien. Cuando ni el duque ni Lucien están en la ciudad, puedo
arreglar fácilmente el ocuparlo.
—¿Sin pagar? —se burló ella—. Qué barato.
Él se colocó una mano dramáticamente en la frente.
—¡Mi conciencia se ha visto repentinamente atacada! La Casa de Vaux
indudablemente se desmorona por falta de guineas.
Ambos estallaron en risas, y los niños exigieron que se les explicara la broma.
Judith fue consciente de que su risa había atraído la atención. Un gran número de ojos
estaban concentrados en su palco mientras la gente se murmuraba unos a otros. Alzó la
barbilla e intentó parecer una condesa, pero se sintió aliviada cuando las luces bajaron, y
el telón se levantó.
El primer acto fue una farsa, y los niños la encontraron muy divertida. Judith se
alegró de que no entendieran todas las bromas. En realidad, había algunas que ella
misma no entendía, pero no tenía intención de pedir una explicación.
En el primer intermedio un buen número de personas se dejaron caer por allí, y
Leander la presentó, pero siempre decía "No estamos oficialmente aquí, por cierto. Sólo
nos hemos detenido un día a dos de camino hacia Temple”
—De otro modo —le susurró a Judith—, los tendrías a todos dejando tarjetas.
Dos jóvenes, sin embargo, se negaron a ser rechazados de ese modo. Sir Stephen Ball,
rubio y de huesos finos, dijo:
—Nada de eso, estaré allí mañana.
El otro Miles Cavanagh, de ojos irlandeses, guiñó un ojo a Judith.
—A sus pies, querida señora. —Besó su mano con una galanura devastadora—. Una
adquisición realmente encantadora para los Granujas.
La música señaló la reanudación del programa y los visitantes partieron. Judith miró
a Leander.
—¿Han dicho que he sido reclutada por tu Compañía de Granujas? No estoy segura
de aprobarlo.
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Él le cogió la mano.
—Aparentemente Nicholas ha decretado que las esposas tienen privilegios de
miembros. Sin las penalizaciones, te alegrará saberlo.
—¿Penalizaciones? —preguntó Judith quedamente mientras el telón se alzaba.
—Tonterías de muchachos. Nos hacíamos una herida en la palma derecha. —
Extendió la mano, e incluso a la escasa luz Judith pudo ver la marca blanca.
—Eso es terrible —susurró ella—. No permitiré que Bastian haga tal cosa. Podría
haberse infectado.
Él sonrió y alzó la mano hasta la boca de ella.
—Bésala entonces.
Judith así lo hizo, agradeciendo que la atención de todo el mundo estuviera en el
escenario. Podía ser su momento del mes, pero su estúpido cuerpo no parecía
comprenderlo. Fue seducida por la áspera calidez bajo sus labios, y el sabor de la piel de
él en su lengua.
Los niños no huyeron ante Hamlet. En realidad, Rosie se subió encima de Judith y se
acurrucó a su costado, y ocultó la cara durante la matanza final, pero pareció disfrutar
de la mayor parte de la obra.
Cuando las luces se encendieron, Judith se giró hacia Leander.
—Gracias. Esto ha sido maravilloso.
Él le devolvió la sonrisa.
—Se te complace fácilmente. ¿Me lo pondrás más difícil? ¿Matar a un dragón?
¿Enfrentarme a un fantasma?
Ella rió ahogadamente.
—Vengo de un ambiente demasiado simple como para tener fantasmas. Es la alta
aristocracia la que está plagada de ellos, mi señor conde.
Bastian hizo una pregunta, y Leander se giró para responderla. Judith comprobó que
todos tenían los abrigos y guantes con los que habían venido. Miró al foso vacío, y jadeó.
La visión de Sebastian mirándola trajo un halo de oscuridad a los alrededores de su
visión. Se aferró a la barandilla delantera del palco, temiendo que caería.
Cuando su visión se aclaró, y parpadeó, no había nada allí. Tomó profundos alientos
para calmar a su palpitante corazón. ¡Y ella pensaba que sería la imaginación de Rosie la
que se vería sobreestimulada por la obra!
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brillantes discursos en la Cámara de los Lores. Este es el señor Miles Cavanagh, a quien
le gusta fingir que es un bribón irlandés, pero de hecho es el propietario de vastos acres
allí. Si le caéis bien puede que un día esté dispuesto a venderos uno de sus magníficos
caballos. Y este es el señor Hal Beaumont. Debería llamarse Mayor, ya que ese es su
rango en el ejército, y se cubrió positivamente de gloria hasta que perdió el brazo, y tuvo
que dejar que otros tipos tuvieran una oportunidad.
Judith jadeó ante esta ruda referencia a la lesión, y vio que los ojos de Rosie se abrían
de par en par. Estaba claro, sin embargo, que el señor Beaumont prefería que la cuestión
se tratara honestamente. Su único comentario fue:
—Nada de perdido, mi querido compañero. Haces que suene como si lo hubiera
olvidado por descuido.
—Y estos, como ya sabéis —dijo Leander orgullosamente, con una mano en el
hombro de cada niño—, son mis nuevos hijos, Bastian y Rossie Rossiter.
Bastian se inclinó y Rosie hizo una reverencia, aunque algo cohibidos al hablar.
—¡Dos nuevos Granujas! —declaró el señor Cavanagh—. Bueno, esto casi supera a
Nicholas, muchacho.
Leander rió.
—Supongo que podría ser cierto. Bastian irá a Harrow pronto, así que puede
mantener vivas las tradiciones de los Granujas. Ya he arreglado su admisión, así que
supongo que los maestros que nos recuerdan estarán temblando en sus zapatos.
Se lanzaron a contar historias de escolares, las cuales Bastian escuchaba con absorta
atención. Las historias implicaban principalmente burlas alegres y logros deportivos, así
que su entusiasmo por los días de escuela creció visiblemente, a pesar de la mención de
ocasionales castigos.
Rosie se sentó callada, lanzando miradas furtivas a la manga vacía de Hal Beaumont.
Cuando el grupo se movió, Judith se encontró hablando con Stephen Ball, el hombre
más callado que los otros dos, pero con ojos que se perdían de poco.
—¿Está usted quizás emparentada con Sebastian Rossiter, lady Charrington?
—Por favor —dijo ella—. Puedo ver cómo funciona esto, y debe llamarme Judith. No
estoy acostumbrada en absoluto al título. En cuanto a Sebastian, fue mi primer marido.
—¿En serio? —dijo él—. Entonces si desea vivir tranquilamente mientras esté aquí en
la ciudad, debemos mantener eso en entre nosotros.
Judith debió parecer desconcertada, porque él añadió:
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—¿Comido? —repitió Hal inexpresivamente—. Qué idea tan... Pero si así fue —dijo
enérgicamente—. Me alegraría. Siempre he odiado que se desperdicie la comida.
La conversación se desvió hacia otros temas. Judith atrapó a Rosie antes de que esta
pudiera decir algo peor.
—Siento haber dicho eso, Mamá —dijo Rosie preventivamente—, pero quería saber.
—Después de un momento añadió—: Supongo que hay más carnívoros en Canadá que
aquí en Inglaterra.
—Sí, creo que así es —dijo Judith débilmente, complacida al menos de restringir la
imagen obsesiva a una tierra distante—. Lobos y osos.
Hubo un largo silencio y Judith comenzó a relajarse. Entonces Rosie dijo:
—¿Tú crees que es un desperdicio ser enterrado, Mamá?
Judith gimió.
Bastian había llegado.
—Tonta. Cuando nos entierran, no nos desperdiciamos. Nos comen los gusanos. Está
en Job. "Y sin embargo, después de mi piel, los gusanos destruyen mi cuerpo”.
—¡Mamá! —gimió Rosie.
Judith condujo rápidamente a los dos niños fuera de allí. Esa noche tenía que dormir
con Rosie e intentar encaminar su nueva comprensión de la mortalidad. Eso, además,
dejaba fuera de cuestión el dormir con Leander esa noche.
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Él sonrió afectuosamente.
—No siento ni uno de los peniques, querida hermana. Sólo desearía que pudiese
haber sido más, pero... —suspiró—. ¿Dónde están los pequeños ángeles de Sebastian?
¿Era así como Sebastian se los había descrito a su hermano?
—Bastian y Rosie están fuera en este momento, montando a caballo. Debe volver otro
día y conocerlos.
Trajeron la bandeja del té y Judith sirvió. Cuando le pasó la taza, dijo:
—Debe perdonar mi ignorancia, señor Rossiter, pues Sebastian hablaba poco de su
familia. ¿Mis hijos tienen más familiares?
Él sorbió un poco de té.
—Ay, no, hermana. O sólo algunos muy lejanos. Éramos sólo Sebastian y yo, y
nuestros padres murieron antes de vuestro matrimonio. Es por eso que pienso que
debería mantener el contacto. Sus hijos son los únicos polluelos en el nido de los
Rossiter.
Judith no pudo negar que sus palabras la hacían sentir incómoda, y descubrió que
estaba contenta de que pronto se mudaran a Somerset. Timothy Rossiter era parte de su
familia, y estaba realmente agradecida por su ayuda, pero no quería que se convirtieran
en íntimos.
—Como dije antes —murmuró—, arreglaré una cita para que nos visite y conozca a
los niños. Ahora, discúlpeme por mencionarlo, pero, ¿hay alguna manera en que pueda
devolverle la ayuda que nos prestó el año pasado? Estoy segura de que mi esposo estará
encantado...
—No, no, querida hermana —chilló algo bruscamente—. Ni siquiera soñaría con ello.
Estoy feliz sólo con ver que sus preocupaciones han terminado, y sé que Sebastian
también lo estaría —dejó su taza y se levantó—. Ha sido un placer enorme volverla a
ver.
Y con eso, se fue y Judith no pudo evitar sentirse agradecida por ello. Era extraño,
nunca antes había tenido que enfrentarse con un familiar del que no se preocupase. No
tenía ni idea de cómo manejar la situación, y sólo podía esperar que se solucionara sola.
Satisfecha, volvió a su libro.
Los niños regresaron. Leander los había dejado allí y se había ido a ocuparse de sus
asuntos. Después del almuerzo, los dos se fueron felices con Betty y George en busca de
más aventuras. Judith aprobó el menú para aquella noche, y autorizó la compra de
especias. Luego, sintiéndose perezosa, aunque impenitente, regresó a su lectura.
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compras, es enviada de vuelta, todo en papel y a través de varios bancos que hay por el
país.
—Pero eso es ridículo —dijo Judith—. Seguramente los administradores de la
hacienda deberían de ser capaces de administrar cantidades razonables.
—Puede que eso sea lo que tú creas. Mi abuelo dispuso las cosas así. Se obsesionó con
controlar el dinero, incluso se volvió mezquino. Probablemente porque no le importaba
lo que pasase en otro sitio excepto en el Temple. Me temo que las haciendas menores
son las que más se han visto afectadas.
—Aún así —dijo Judith, hojeando las desconcertantes hojas de papel—, creo que sería
posible ver si hay dinero que falta.
—En teoría, pero con todo girando y girando en círculos como un molinete, y
pasando por tantas manos, es un enigma. Sin embargo, la realidad es que al final
siempre parece que el dinero no está donde debería estar. Mira, el administrador de la
propiedad de Cumberland se queja de que no ha recibido el dinero que pidió para las
reparaciones. Esta cuenta demuestra que el dinero fue autorizado y sacado. No obstante,
nunca llegó a Cumberland.
Judith movió la cabeza.
—Lo siento. Ese tipo de cosas no tienen ningún sentido para mí.
De hecho, estaba pasmada ante las sumas de dinero que veía reflejadas en el papel.
Cientos de miles de libras.
Leander recogió los papeles con un suspiro.
—Confieso que desearía que me hubiesen enseñado más de estas cosas en lugar de
enseñarme a moverme en laberintos diplomáticos. Oh, bien, sin duda, cuando llegue a
Temple, y ponga mis manos en las cuentas centrales de allí, todo comenzará a resolverse
por sí solo.
—Si queda algo por resolver. Una posible interpretación de estos papeles podría ser
que están quitando el dinero como se quita la nata a la leche.
—Sí, ya lo he pensado —dijo con el ceño fruncido—. Me gustaría mucho llegar allí
antes de que el tío Charles se vaya, dejando únicamente leche detrás.
Aquella tarde, Judith jugó con los niños, les leyó, y fue casi como en los viejos
tiempos, aunque mejor. Ellos le hablaron emocionados sobre St. Paul.
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—Es tan grande, Mamá —dijo Bastian—. Me gustaría mucho ir a misa allí algún día.
—Entonces iremos. Quizás este domingo, si aún no estamos listos para irnos a
Temple.
—¿Nos iremos tan rápido? —protestó Rosie—. ¡Quería ver la abadía de Westminster!
—Entonces os sugiero que vayáis mañana.
—Pero mañana vamos ir a la Torre —dijo Bastian—. ¿Sabes que tienen efigies de
todos los reyes de Inglaterra? ¡Con armaduras!
Judith suspiró y dijo firmemente:
—Hoy es viernes, y seguramente no empezaremos el viaje hasta el domingo, pero si
lord Charrington desea que nos vayamos el lunes, entonces, eso haremos. Tendréis que
elegir lo que queréis hacer mañana, y si no podéis decidiros, tendréis que quedaros en
casa. —Vio sus infelices caras y dijo—: Ya sabéis que pronto volveremos a Londres,
queridos.
Mientras volvía a su cuarto, esperó que fuese verdad. ¿Qué haría si Leander era
hechizado por Temple Knollis como lo habían sido su abuelo y su tío? Viviría con ello,
supuso, aunque el lugar estaba comenzando a dibujarse como siniestro en su mente.
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que hacer para conseguir que la hacienda vuelva a estar bien, y ayudar a la gente en
estos momentos tan duros, voy a necesitar todos esos tesoros.
—¿Tu hombre vio alguna señal de que la familia se estaba preparando para huir?
—No, pero se han vuelto solitarios. Han despedido a la mayoría del personal, y
apenas se les ve. Todo es condenadamente raro.
—Bueno —dijo Judith con una sonrisa de apoyo—, estaremos allí en una semana, y
podremos volver a ponerlo todo en orden.
Él le devolvió la mirada, las doradas llamas del fuego danzaba en sus misteriosos
ojos.
—Me gusta.
Sí, pensó Judith, esto me gusta mucho.
El circo fue un tremendo éxito. A los niños les encantaron los acróbatas, las proezas
ecuestres, y los animales, al igual que a Judith, aunque intentó recordarse
continuamente que debía actuar como lo haría una condesa. A veces no se sentía como
Leander, sino tan joven como Rosie.
También había un auténtico león, y el adiestrador metió el brazo en la boca de la
bestia. Rosie ocultó su cara.
—¡Va a comérselo!
Inmediatamente, a pesar de que el entrenador estaba a salvo, tuvieron que asegurarle
repetidamente de que no había leones vagando libres por Inglaterra.
Cuando volvieron a la casa, los niños estaban excitados y exhaustos. Se lanzaron
sobre la sopa, y no pusieron objeciones a la hora de ir a dormir. Judith y Leander se
habían acomodado para disfrutar de una taza de té cuando ambos niños volvieron a
bajar corriendo las escaleras.
—¡Mamá! Betty está enferma. ¡Muy enferma!
Leander y Judith corrieron a la habitación de Rosie, donde dormía la sirvienta. Betty
estaba tumbada sobre su catre completamente vestida, respirando de una forma áspera
y cansada. Tenía la piel pálida y estaba helada, también había vomitado.
Judith miró a Leander.
—¿Está borracha? —murmuró.
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Al día siguiente, como prometieron, todos fueron al servicio de St. Paul. La semana
anterior en Winchester, pensó Judith, ésta en San Pablo. Cómo había cambiado su vida.
Después de la iglesia a los niños se les permitió visitar a Betty, pues la mujer parecía
notablemente recuperada, aunque se asustaba por todo.
—Oh, milady. De verdad debo hablar con usted. Lo siento tanto...
Judith se apresuró a reconfortarla.
—Betty, no debe preocuparse. Ya veremos lo que el doctor Northrop tiene que decir,
pero sin importar cuál sea su estado, haremos lo que sea más conveniente para usted.
La mujer comenzó a llorar.
—Vamos, vamos —dijo Judith—. Estoy segura de que todavía se siente indispuesta.
Regresaré a hablar con usted cuando el doctor la haya visto.
Envió a los niños con George. Desgraciadamente, no podían visitar la Torre en
domingo, pero tomarían el carruaje y visitarían el Puente de Londres.
Cuando se fueron, Judith se acomodó para terminar de hacer su equipaje, pero
mientras Emery plegaba su camisón de seda de repuesto, se distrajo. Su periodo casi
había terminado, y se preguntó si debería decírselo a Leander. La avergonzaba aún más
que la necesidad inicial de decirle que había empezado, pues podría parecer una
invitación a su cama.
Lo dejaría estar. Él parecía estar familiarizado con estos secretos femeninos, e
indudablemente se percataría en una semana de que debía haber terminado.
Fue al almacén para comprobar las cajas que nunca habían sido desempacadas.
Definitivamente sacaría su vino. Vaciló frente a la caja del puding de Navidad, sin
embargo, para conseguir acostumbrarse al estilo de vida de Leander ya que ella no
podía imaginar que cosas así fueran necesarias en Temple Knollis. Pero al final ordenó
que fueran enviadas en el carruaje de repuesto. Todavía eran significativas.
Leander deseaba llevar a su ayuda de cámara en este viaje, y algunas posesiones de la
casa londinense, así es que Rougemont, el ayuda de cámara, viajaría con este equipaje
adicional. Emery, después de pensárselo, tristemente había anunciado que no quería
dejar Londres, así es que Judith contrataría a una doncella en Somerset.
Con un carruaje de repuesto, habría mucho espacio. ¿Qué más sería necesario?
Ella no tenía ni idea de si en Temple disponía de una buena biblioteca, así es que
decidió llevarse algunos volúmenes de esta biblioteca. Comenzó la selección, a menudo
distrayéndose por un volumen interesante. Tal cantidad y variedad de libros no habían
sido parte de su vida anterior.
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El mayordomo pasó la orden con un gesto, y el pinche de cocina recogió las prendas
de vestir y salió. Algo en su comportamiento hizo a Judith pensar que todo sería lavado
y reutilizado, pero no tenía ninguna objeción.
Al igual que Hal Beaumont, odiaba el derroche.
—Le ruego que me disculpe, milady —dijo Addison en voz baja—, pero es muy
probable que el señorito Bastian haya tragado algo de agua del río, y podría enfermarle.
Primero Betty, ahora Bastian.
—Bastian, ¿crees que tragaste agua? —preguntó Judith.
—No, mamá. George acababa de decir lo sucio que estaba el río con toda la ciudad
usándolo como cloaca, así es que cuando caí pensé que sería mejor si contenía el aliento
y cerraba la boca. Y eso hice. —Su voz rebosaba de orgullo—. Fue gracioso, mamá.
Parecía que no terminaba de caer.
Su fragilidad le estremeció el corazón, y lo abrazó.
—Creo que lo hiciste maravillosamente, cariño. Ahora, dime. ¿Te empujó alguien?
—Por supuesto que lo hicieron —dijo, indignado—. ¿Creías que había saltado?
—No, claro que no —dijo rápidamente, tratando de ocultar su miedo—. ¿Sabes quién
fue?
—No —dijo Bastian, ceñudo—. Pero ¿sabes, mamá?, estuve viendo toda la mañana
otra vez al hombre del guante.
—¿El hombre del guante?
—El que perdió sus guantes ayer. Se le cayeron del bolsillo en la Abadía de
Westminster, así es que corrí tras él y se los devolví. Estuvo muy agradecido. ¿Podemos
comernos ahora los dulces?
Judith se preguntó si desvariaba.
—¿Qué dulces, cariño?
—Los que él nos dio. Betty dijo que no podríamos comerlos sin tu permiso. Eran
frutas de mazapán.
—Bueno, ella estaba enferma y se habrá olvidado de preguntar... —La voz de Judith
se apagó a causa de un terrible pensamiento. Tragó saliva, y luchó para calmarse—. Le
preguntaré cuando suba. Bastian, tú y Rosie debéis quedaros en casa el resto del día.
Judith salió deprisa, deseando que Leander estuviera en casa. ¿Era todo un terrible
complot, o simplemente dos extrañas coincidencias? Pero era Leander cuya vida se
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suponía que corría peligro. ¡Oh, válgame Dios! ¿Qué ocurriría si él estuviera
sucumbiendo ahora mismo bajo un ataque?
—¡Addison! ¿Sabemos dónde está el conde?
—Me temo que no, milady, pero podría enviar a buscarle a los clubes, y a la oficina
del señor Cosgrove.
—Hágalo, por favor. Envíe un mensaje diciendo que necesito que vuelva a casa tan
pronto como sea posible.
Judith subió corriendo las escaleras hacia el cuarto de Betty en el ático. La mujer
estaba dormida, pero Judith la despertó sin piedad.
—¿Milady...?
—¿Betty, comió usted alguno de los dulces que le dieron a Bastian?
La cara de la mujer se contrajo, y comenzó a llorar.
—Oh, milady. Lo siento tanto. Sólo comí uno. Y he estado pensando... sé que es una
locura, pero ¿pudieron ser ellos los que me pusieron enferma?
—Podría ser, sin duda —dijo Judith, hosca—. ¿Qué sucedió con el resto?
—Están en el bolsillo de mi capa, milady.
Judith los encontró, una red dorada de frutas de mazapán de alegres colores, muy
atractivas para un niño. Ella temblaba por lo que podría haber pasado. Ver lo que le
había ocurrido a Betty por comer sólo uno, y ella era una mujer adulta. Sus preciosos
niños podrían haber muerto.
Un golpe en la puerta anunció al médico. Judith rápidamente explicó el curso de los
acontecimientos.
—Sumamente extraño —dijo el médico, y tomó los dulces—. Los examinaré, pero si
consideramos una sustancia nociva... Excúseme mientras examino a mi paciente, lady
Charrington.
El examen fue concienzudo. Al final, le dijo a Betty:
—Creo que se pondrá bien. No detecto debilidad en el corazón.
—Entonces ¿fueron esos dulces, señor? —preguntó la criada.
—Me temo que pudo ser eso, pero en ese caso, su acción impropia hizo el bien, pudo
haber salvado las vidas de los niños.
Judith acompañó al médico escaleras abajo y le sirvió una copa de vino, obligándose a
sí misma a calmar sus nervios.
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Capítulo 16
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Tenía prisa por llegar a la seguridad de la casa de Delaney, así que llegaron hasta
Andover el primer día, sumergidos en la tristeza. Judith y Leander tuvieron cuartos
separados.
Al día siguiente el clima empeoró. Estaba nublado, y caía una llovizna gélida. Judith
sintió pena por los que viajaban fuera en el carruaje.
—Si vamos bien de velocidad, podríamos quedarnos en Redoaks18 hoy —dijo
Leander.
Judith quiso protestar por las prisas, pero ella también quería llegar a la casa, y
agradecía tener casi todo el viaje hecho.
Sin embargo, cuando saboreó la tensión en el carruaje, y vio el distanciamiento con el
que Leander se había envuelto, cuando pensó lo que Charles Knollis había tratado de
hacer con sus niños, sintió que fácilmente podría ceder ante el odio que la embargaba.
El cielo se fue aclarando conforme avanzaba el día, pero también se enfrió; aún
cuando en el carruaje Judith y los niños iban envueltos en mantas, ella no podía
imaginar lo que tenía que ser estar en el pescante del carruaje. En cada cambio, Leander
ordenaba ladrillos calientes para ponerlos en el suelo contra sus pies, y una bebida
caliente con alcohol, agua y azúcar para todos, pensó que para los niños estaba
adecuadamente diluida. Aún así, los adormeció conforme el día fue pasando, y su
irritabilidad fue disminuyendo.
Mientras dejaban la carretera de posta, la luz casi había desaparecido, y la luna era
una mera línea, Judith preguntó repentinamente:
—¿Está tu amigo esperándonos?
—Envié un mensajero delante—dijo Leander—. ¿Pensaste que no lo haría?
—No sé que esperar de vosotros los Granujas. ¿Qué ocurre si no les conviene
tenernos aquí o no están? Los Delaney se sentirán obligados a aceptarnos.
—Lo que conviene o no, no importa —dijo él con rotundidad—. Y si no hubiera
habido nadie en casa, mi mensajero habría regresado.
A ella no le gustaba la situación.
—¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que visitaste a Nicholas Delaney?
Él pensó en ello.
—Oh, nos encontramos brevemente en Salzburgo hace tres o cuatro años. Además
nos hemos carteado.
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—Y habrá comida para usted en el comedor en un abrir y cerrar de ojos, pero estoy
segura de que antes le gustaría tomar un poco de té.
Eleanor se marchó para dar las órdenes, y Judith se acercó a los niños.
—Ésta parece ser una casa muy agradable —dijo ella—, estoy segura de que nos
gustará estar aquí.
—¿Por qué no podemos ir al Temple, Mamá? —preguntó Bastian, con voz
quejumbrosa.
—Podemos, y lo haremos, pero está muy lejos como para hacerlo en veinticuatro
horas. Además, Papá Leander no está seguro de que sus parientes nos den la
bienvenida, llevan mucho tiempo viviendo allí. Él quiere controlar la situación antes de
que lleguemos. Sólo le llevará unos pocos días. —Decidió cambiar de tema—. Cuando
lleguemos, será hora de prepararse para Navidad. Tendremos que hacer nuestras
decoraciones, coger abetos, acebo, y hiedra para adornar la casa. Tendremos que ver si
podemos encontrar muérdago, también.
—Soy hábil encontrando muérdago, Mamá —dijo Bastian excitado.
—Sí, lo sé, pero éste será un lugar nuevo para explorar, así que no sabrás cuales son
los mejores árboles.
Giró la cabeza cuando vio a Leander acercarse con su anfitrión.
—Judith, quisiera presentarte a Nicholas Delaney. Nicholas, ésta es mi mujer, y mis
nuevos hijos, Bastian y Rosie.
Bastian y Rosie lucharon por ponerse en pie para hacer sus reverencias.
—Créeme Lee, nadie como tú hace las cosas con la misma desenvoltura —dijo
Nicholas Delaney con una sonrisa—. No sólo te casas, sino que traes una familia ya
hecha. Sed bienvenidos —dijo con convicción—. ¿He oído algo sobre muérdago?
Mañana teníamos pensado realizar una expendición para buscarlo, y necesitamos toda
la ayuda posible.
—Soy hábil encontrando muérdago —dijo Bastian con orgullo—. ¿Sabe?, los
manzanos son los mejores.
—¿Lo son? Bien, nosotros tenemos un huerto, y si tuviéramos a alguien que trepara a
los árboles...
Judith miró a Leander y sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Todo estaba yendo bien.
Los niños se comieron el pan y la leche, y se fueron a sus camas calientes, en la
habitación al lado de la suya. Judith comió un poco de sopa, pero no aguantó más y
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buscó una cama para sí misma. Se encontró con que ella y Leander compartirían cuarto
y cama, pero estaba tan cansada que se quedó dormida en cinco minutos.
—¿Siempre? Podrías estar en peligro. Iría contigo, pero pienso que debo quedarme
aquí haciendo guardia.
—Eso seguro. Llevaré a mi hombre, George. Él puede ayudarme. —Leander miró la
taza, y levantó la vista—. Nicholas, si me ocurriera algo, ¿cuidarías de Judith y de los
niños?
—Me ofende que necesites preguntar. Te prometo algo más. Si te matan, enviaré a tu
demente familia hasta la boca del infierno. Ninguno de ellos se aprovechará del delito,
te doy mi palabra.
Lo dijo simplemente, pero Leander supo que era una promesa de corazón. Y se sintió
reconfortado.
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Judith se despertó cuando él salía, su lugar en la cama todavía estaba caliente. Lo oyó
en el vestidor. ¿Se iría sin decirle una palabra?
Se apresuró fuera de la cama y se vistió velozmente, aunque las únicas prendas a
mano eran las de viaje. Cuando oyó que salía del vestidor y bajaba las escaleras corrió
para unirse a él.
Él se volvió hacia ella en las escaleras.
—¿Te he despertado? Lo siento.
—Siempre me levanto pronto —dijo ella sintiéndose enferma de repente.
—Escuché ruido abajo y pensé que el desayuno estaría listo. —La cogió de la mano
para conducirla hacia abajo y sintió esparcirse un cálido confort.
—Lo siento —dijo ella con suavidad.
—¿Por qué?
—Por culparte de los accidentes de Bastian.
Se paró en el vestíbulo enfrentándola:
—Pero debe haber sido por mi causa. No hay nada en tu vida que evoque violencia.
—Incluso así —dijo Judith— no fue culpa tuya, fue sólo porque tenía miedo. Los
niños son todo lo que tengo —dijo angustiada—. ¡No, no lo dije en serio!
La acercó para abrazarla.
—Lo sé, Judith, no te angusties, lo aclararé todo y entonces podremos instalarnos en
la bucólica felicidad.
Ella lo miró.
—¿Te gustará? —le preguntó llena de dudas.
Sus ojos le enviaron un cálido mensaje cuando gentilmente la besó en los labios.
—Espero que me guste muchísimo.
Un extraño graznido los hizo separarse, y se volvieron para ver a Nicholas llevando a
cuestas a una niña pequeña.
—Os presento a Arabel —dijo con pesar—. Quisiera haber esperado discretamente,
pero no tiene modales y quiere su desayuno.
Fue delante de ellos hacia el comedor y dejó a la criatura en el suelo.
Ya caminaba, aunque con el titubeo de los principiantes. Trotó felizmente alrededor
de Leander y se agarró a su pierna.
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—Incluso así.
Para asombro de Judith, Leander pareció tomárselo como una especie de orden. Y ella
miró a Nicholas Delaney subrepticiamente como si lo odiara.
El Rey Granuja. En realidad parecía que esta era la cuestión.
Tenía buen aspecto, como todos los Granujas, aunque no había nada espectacular en
su apariencia. Había algo más que sus cálidos ojos marrones, y algo más indefinible que
podría llamarse encanto. Eso, sin embargo, implicaba una vana y superficial cualidad,
en tanto que Nicholas Delaney merecía la palabra profundo.
Se encontró ofendida por la influencia que parecía tener en su amigo.
—No les preocupará que te vayas sin verles —dijo ella firmemente—. Yo se los
explicaré.
Llegados a este punto, el tema parecía irrelevante, ya que Bastian y Rosie, con su
mejor aspecto, entraron cautelosamente en la habitación. Los dos mostraron su interés al
ver a Arabel.
Nicholas hizo las presentaciones, y Judith hubiera jurado que la niñita sonrió
directamente a cada niño, una sorprendente risa de bienvenida. Esta era una casa muy
extraña.
Bastian y Rosie fueron provistos de comida, y Judith se sintió aliviada por su buen
comportamiento, a pesar de que Rosie soltó unas risitas cuando Arabel movió la cuchara
y lanzó un poco de huevo en la cara de su padre. Eleanor no pareció alarmarse. Nicholas
simplemente le lanzó una mirada que borró la sonrisa de su hija.
Cuando Bastian comprendió que Leander salía hacia Temple dijo:
—Desearía ir contigo, Papá Leander.
—No esta vez, Bastian.
Bastian lo miró.
—¿Estará allí el hombre que me empujó al río?
—No lo sé. Eso espero. ¿Algún detalle más sobre cómo era o sobre el hombre que te
dio los caramelos?
Bastian movió la cabeza.
—No vi al hombre que me empujó. El hombre de la Abadía de Westminster era
vulgar. Camisa con botones en el cuello y corbata extravagante, sombrero inclinado para
que no pudiera ver su cara. Parecía realmente ordinario, aunque pienso que quizás le
conocía de algún lugar.
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Esto no sonaba al joven James Knollis, pensó Judith, que se había vestido con la
simplicidad del campo.
—¿Quizás piensas que se parecía a mí? —preguntó Leander, siguiendo la misma
línea, aunque había pequeñas semejanzas familiares también.
Bastian le miró y movió la cabeza enfáticamente.
—Bueno, probablemente sería algún completo desconocido comportándose de
manera peculiar, pero mientras estoy fuera debes quedarte cerca de la casa a no ser que
te acompañe un adulto.
—Pero si voy a buscar muérdago.
Nicholas respondió a eso.
—No creas que vas a dejarnos de lado con ese cuento, jovencito.
La sensación de un círculo sin fin de peligro aterrorizó a Judith, pero se encontró que
estaba más aterraba por Leander, que se marchaba, que por los niños que se quedaban
en casa.
—Leander —dijo de repente—. Quiero ir contigo. —Después movió la cabeza—. ¡Oh,
qué tonta! No puedo dejar a los niños con los Delaney...
Se sentía como una patosa.
—No me preocupa si Bastian y Rosie se quedan —dijo Eleanor.
Para sorpresa de Judith, Bastian dijo firmemente:
—Pienso que Mamá debe ir.
Ella miró a Leander, quién dijo:
—No lo creo, podría ser peligroso...
—Por eso debo ir contigo. Un accidente a un hombre solo es creíble, pero a nosotros
dos ni mucho menos.
—En ese caso —dijo Leander con firmeza—, deberíamos llevar a los niños también.
—No —dijo Judith bruscamente, después, serenándose añadió—: Pero me sentiría
mejor si estuviera contigo, y quizás pueda ayudarte con tu familia. Tengo más
experiencia que tú con las familias.
Leander frunció el ceño pero asintió.
—Muy bien, lo confieso, agradeceré alguien a mi lado.
—Una compañera —dijo Judith en voz baja.
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—“No es bueno que el hombre esté solo” —citó Nicholas de la Biblia—. “Crearé la
ayuda idónea para él”. Pienso que es una idea excelente.
Tan pronto como estuvieron de acuerdo, Judith empezó a repensárselo, pero sabía
que no podría soportar ver a Leander ir de cabeza hacia el peligro y quedarse
esperando. Se sorprendió de la facilidad con que los niños aceptaron el plan.
Cuando estuvo preparada para salir, con su capa rusa, Judith preguntó a Bastian por
qué se había empeñado en que ella se fuera.
—Tú te asegurarás que vuelva, Mamá.
Por un momento pensó que se refería a que lo mantendría a salvo, lo cual parecía
ridículamente optimista, pero entonces se dio cuenta de que los niños no estaban
todavía seguros de su futuro. Habían sido unos tiempos inestables, y ellos todavía
parecían pensar que podría desaparecer como el oro de las hadas. Les abrazó.
—Los matrimonios no se pueden romper, queridos. Estaremos de vuelta en pocos
días y entonces iremos todos juntos a Temple, para nuestra primera fiesta de Navidad.
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Capítulo 17
Hicieron el viaje en la calesa de Nicholas, con George detrás. Hacía frío, pero envuelta
en lana y piel a Judith esto no le preocupó. Sin embargo, sus nervios estaban helados,
puesto que no sabía qué esperar, y medio temía un disparo de pistola desde cada
arbusto.
No obstante, el viaje fue tranquilo, y a primera hora de la tarde coronaron una
apacible colina para ver Temple Knollis sobre su promontorio. El día estaba nublado, sin
mágicas luces jugando sobre la oscura piedra rosada, y aún así, la belleza estaba allí de
todas formas. Con sus perfectas dimensiones y torrecillas, era un palacio de hadas
reflejado en un espejado lago.
Un camino serpenteaba por el prado, que se veía bastante desolado y descuidado,
hasta la calzada que conducía por una arcada al gran patio.
Aunque el parque no tuviera ninguna pared para demarcar sus fronteras y ocultar la
casa del camino, había una casa de guarda construida como una miniatura de Temple.
Estaba vacía y claramente desierta. Las ventanas vacías provocaron en Judith un
escalofrío en la espina dorsal.
Bajaron el camino de grava lleno de baches. Por otra parte, el prado estaba tan
descuidado como parecía, aunque las ovejas estaban afanosamente manteniendo el
prado aseado.
No había nadie a la vista. Judith se dijo que no era sorprendente en diciembre cuando
había poco trabajo exterior que hacer, pero se preguntó si la familia ya se habría
escapado y el personal dispersado. En muchos aspectos se alegraría de ello, pero se
preguntó en qué estado encontrarían la casa.
Había puertas en la entrada, pero Judith adivinó que nunca estaban cerradas. En vez
de atravesarlas, Leander giró la calesa para seguir un sendero que pasaba por el exterior
de las paredes.
—¿Dónde vas? —preguntó ella.
—Parece como si tuviéramos que depender de nosotros mismos —dijo—, entonces
también podríamos ir directo a los establos.
—Pero, ¿dónde están los establos? No hay edificios suplementarios aquí.
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Él se detuvo junto a las amplias puertas dobles de la pared, y George saltó para
abrirlas.
—Hay cámaras alrededor de toda la pared —explicó Leander—. Las despensas,
lechería, zapatería, establos, etcétera. Todos tienen salidas hacia el patio, pero las salidas
principales están en esta línea. De modo que el perfecto patio no necesita ser alterado
por los criados, aunque no lo creas.
Dirigió la calesa hacia el relativo abrigo del establo, y George cerró la puerta detrás.
Judith casi quiso protestar para decir que podrían necesitar una rápida fuga, pero se
contuvo. No importaba que horribles trampas hubieran soportado en Londres, la familia
era poco probable que intentara una masacre a sangre fría.
De todos modos, con algo de suerte, se habrían ido. Rogó fervientemente porque se
hubieran ido.
El establo podía guardar diez vehículos, pero los únicos habitantes eran una antigua
berlina y un calesín ligero. Leander ayudó a Judith a bajar y fueron a explorar.
La siguiente puerta daba a un cuarto de arreos, y más allá de esto estaba el establo.
Un caballo, una jaca robusta, se volvió con curiosidad para mirarlos, sola entre veinte o
más pesebres.
—Había media docena o más caballos aquí cuando lo visité —dijo Leander,
acercándose a la jaca—. Pero esta compañera está cuidada, así que debe haber alguien
más en los alrededores.
—No creo que dejaran el lugar completamente vacío, ¿verdad? Debo decir, que este
es un magnifico establo. —Judith miró alrededor a las paredes de azulejos holandeses, y
a un techo caprichosamente pintado con una escena de Pegaso en el paraíso.
—Nada es demasiado bueno para Temple —dijo Leander secamente—. Vamos,
podemos explorar y descubrir lo peor.
Dejaron a George para que se ocupara de los caballos, y continuaron su camino por
las paredes de las cámaras de Temple Knollis.
—Todos los cuartos están unidos —dijo Leander, mientras atravesaban un cuarto de
forraje. Su voz hacía eco en la magnificencia embaldosada. Y estos eran simplemente los
talleres—. Absolutamente ninguna necesidad de que los criados se aventuren en el
patio, como ves.
Judith miró detenidamente por una ventana mugrienta al patio.
—Esto es tan grande. Un pequeño parque cerrado. Debe ser bonito cuando todas las
plantas están en flor.
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—Sí, lo es.
—Y —indicó ella—, estoy segura que los criados aprecian no tener que salir con el
tiempo frío o lluvioso.
Él se rió.
—Siempre práctica. Estoy seguro que tienes razón. Ven.
Pasaron por los cuartos usados para el almacenaje, y luego por los cuartos usados
para guardar la fruta. Judith se apartó para inspeccionar los anaqueles de manzanas.
—Ninguna fruta mala —dijo ella—. Estos no han estado descuidados por mucho
tiempo.
—La familia estaba aquí hace sólo unos días.
Llegaron al espacio de las uvas, con racimos de uvas que se mantenían frescos en sus
recipientes de cristal, y luego una puerta más grande.
—La casa —dijo Leander—. Aunque sólo, si mi memoria no me falla, la entrada de
los criados, y la cocina. ¿Quieres ir por este camino, o quieres atravesar el patio y entrar
por la puerta del frente?
Por motivos indefinibles, Judith sintió que Leander debería entrar en su casa, por
primera vez, por la puerta del frente, y así lo dijo.
—Bien.
Él abrió de golpe la estrecha puerta del patio. Judith anduvo de un lado a otro y miró
alrededor con admiración. Este era un hermoso lugar incluso en un día nublado... un
paraíso privado y cerrado. Las paredes no estaban encuadradas, sino que tenían una
forma irregular, probablemente siguiendo el Peninsular, estaban cubiertas por la hiedra,
y ramas del rosedal, laburno, y otras plantas, de modo que parecieran una parte de la
naturaleza, no el trabajo del hombre.
Una pequeña torre contenía un palomar, y podía oír los gorjeos guturales de los
pájaros. Le sonrió a Leander.
—Es encantador.
—Sí —admitió él—, pero ¿a qué costo? —Señaló el camino hasta las puertas de roble
talladas y vaciló—. Que me condenen si llamo para entrar a mi propia casa. —Giró la
perilla y abrió la puerta. Se rió con un cierto humor juvenil, y alzó a Judith en sus brazos
para llevarla dentro de la casa.
Ella se reía cuando él la dejó, pero su risa se tornó en asombro cuando miró
alrededor.
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—¡Dios!
—Exactamente.
Judith se habría encontrado en dificultades para expresar lo que pensaba de Temple
Knollis. Era indudablemente hermoso. El vestíbulo dominaba la profundidad de la casa,
con grandes ventanales al final que dejaban entrar la luz, y una exquisita vista del río.
Los cristales superiores de las ventanas eran vidrieras de flores sombreadas de amarillo
y oro, que arrojaban luces mágicas sobre el cuarto.
El piso era de mármol veteado con dorado, y el mismo mármol formaba delgados
pilares a lo largo de la habitación. Los alféizares en las paredes pintadas sostenían
blancas estatuas de mármol; los pedestales sostenían exquisitos jarrones de brillantes
colores. Numerosas puertas conectaban esta recámara, la rica madera dorada y negra de
amboyna19. A un lado, una amplia escalera arqueada con la elegancia de un esplendor
aún mayor.
—¡Dios! —dijo Judith otra vez.
—Extraordinario, ¿no es verdad? —remarcó Leander, paseándose por aquella
magnificencia—. Uno tiene que admirar el gusto de mi abuelo, y luego preguntarse a
quién puede no gustarle.
Judith supo que tenía miedo de tocar cualquier cosa por temor a romperlo. Miró uno
de los jarrones etruscos sobre un pedestal.
—Éstos tendrán que ser movidos antes de que los niños vengan aquí.
Él se dio vuelta.
—Creo que descubrirás... —Él tironeó del jarrón, y éste no se movió—. ¿Ves?, hay un
alambre debajo. Pero no está protegido contra una pelota voladora, por ejemplo.
—Oh, yo nunca los dejaría jugar aquí.
—Pero ese es el punto —dijo él, su voz resonando como en una iglesia—. El lugar
entero se parece a esto. Viste los establos. Ni tú, ni yo, ni los niños, vamos a vivir en un
museo. —Miró alrededor—. Debo admitir, sin embargo, que nada parece faltar.
—Estos son artículos difícilmente transportables.
—Cierto. Déjame pensar... Por aquí, creo... —Se encaminó hacia una puerta y la abrió
hacia una especie de salón de alguna clase.
Amboyna o narra: madera exótica procedente del sudeste Asiático, se utiliza en muebles, instrumentos
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Quizás, pensó Judith, era la sala, pero difícilmente un lugar para pasar agradables
tardes en familia. Los pilares dorados dividían las paredes tapizadas. El techo era un
increíble trampantojo visual del cielo. Los muebles eran de la más fina calidad, cubiertos
de cara seda, y parecían como si acabaran de venir de Waring y Gillow. Tendría
aprensión de sentarse sobre ellos. Quizás el mejor cuarto para caldear sería el de las tres
chimeneas. La casa entera estaba profundamente fría; mantuvo sus manos bien metidas
dentro de su manguito.
Leander alzó la vista y dijo:
—El tercer profeta de la derecha es al parecer mi abuelo, mirando para siempre las
maravillas que había creado.
Judith alzó la vista hacia el hombre de facciones angulosas con el pelo suelto y se
estremeció.
Leander anduvo a través del salón, y abrió otra puerta.
—Ah, sí.
Judith lo siguió y encontró que estaba en un cuarto de platos. Las vitrinas mostraron
cuencos de oro y de plata, y platos para todas las ocasiones.
—Nada falta por lo que puedo ver —dijo Leander—. Extraño, extraño.
Judith recordó sus palabras a Rosie, y dijo:
—¿Tendremos que comer en platos de oro después de todo?
—Desde luego que no.
Leander se encaminó al siguiente cuarto, donde estaban expuestas en filas la
porcelana china, inglesa, francesa, y oriental. Puso las manos sobre las caderas y lo
inspeccionó todo.
—El lugar parece haber sido abandonado intacto. Sólo puedo asumir...
—¿Y qué cree usted que está haciendo? —exigió una voz.
Judith y Leander se dieron la vuelta bruscamente para enfrentar a un joven armado
con una pistola. Era el joven James Knollis. El corazón de Judith saltó en su garganta, y
pensó derribarlo ella misma antes que Leander.
Pero James bajó la pistola, y palideció.
—¡Oh, señor! —dijo.
—Precisamente —dijo Leander, y quitó la pistola de la mano del joven—. ¿Cuándo
regresaste?
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—Y usted ciertamente debe llamarme Judith —dijo Judith—, ya que no uso los títulos
de todos modos.
—Sí —dijo Lucy—. ¿Su matrimonio no lleva mucho tiempo, verdad?
—Más o menos dos semanas.
Judith notó que Lucy no parecía estar bajo la extraña aprensión de que Bastian fuera
hijo de Leander.
Lucy limpió las manos y las caras de los dos más jóvenes, quienes habían terminado.
—Entendí que usted tenía niños, Judith.
—Sí, los dejamos con nuestros amigos por unos días.
Lucy los miró con astucia.
—Ah.
Judith se sorprendió cuando comprendió que Lucy Knollis le caía muy bien. Ya que
era una mujer inteligente, fuerte y con una gran familia.
—¿Cuántos años tienen los niños? —preguntó Lucy.
—Bastian tiene once y Rosie seis.
—Bien, eso es genial. Mi Arthur tiene once años y Elizabeth la pequeña tiene casi seis
años. Tus niños y los míos podrán jugar juntos.
Judith sonrió pero no dijo ni una palabra. Entonces, ¿pensaban quedarse? Si lo hacían
quizás en el futuro tendrían muchos problemas.
—Bastian asistirá a Harrow muy pronto —dijo—. ¿A qué escuelas han asistido tus
niños?
Lucy hizo un gesto despectivo.
—Los mayores asisten a Blundell en Tiverton. No nos gusta enviarlos muy lejos de
casa.
—Eso es una pena —dijo Leander—. Que no se hable más, Arthur asistirá con Bastian
a Harrow. Será muy positivo que tenga un amigo ahí. Y los más pequeño en su
momento también, por supuesto.
Lucy se quedó impresionada.
—Bien... no sé, estoy segura que...
—Tendremos que ver si se llevan bien —dijo Leander apaciblemente.
Judith reconoció que él estaba tratando de manipularlos, y sabía que la familia no
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tenía muchas esperanzas. Excepto que sus intenciones eran buenas. ¿Acaso iba a
permitirles quedarse a pesar de todo? No estaba muy contenta con la idea de intentar
convertir Temple en su hogar con toda esa tribu descalza rondando por ahí,
oponiéndose a todas las modificaciones que quisiera hacer al lugar.
Leander habló nuevamente.
—Creo que Stainings no está tan lejos como para que los niños tengan problemas en
reunirse, creo.
Esta referencia que hizo sobre la propiedad que heredó su tío fue dicha tan
suavemente, que a Judith le tomó un momento entender sus intenciones, pero miró
rápidamente a Lucy. En su mirada no había ningún rastro de resentimiento.
—No, sólo está a una milla. —Se escuchaba un poco de reserva en su tono y Judith
quiso saber la razón.
La comida llegó a su fin, y los niños partieron. Parecía que todos tenían actividades
pendientes. Algunos de los jóvenes se encargaban de cuidar a los niños más pequeños,
pero en otros se ocupaban en mantener la casa en orden. ¿Dónde estarían los sirvientes?
James se quedó atrás, con una actitud belicosa en la mesa, como si esperara que lo
echasen. Como su padre estaba enfermo, indudablemente le correspondía tomar su
lugar para apoyar a su madre.
Lucy sirvió un té muy cargado para todos, entonces se sentó rígidamente en el
extremo de la mesa.
—No pediré perdón, porque no encuentro ninguna razón para hacerlo.
—Madre... —dijo James.
Leander lo detuvo con un gesto.
—El joven James que se encuentra aquí sentado, nos envió a todos a Londres a cazar
patos silvestres con su cuentito de la difteria.
—No veo que daño os han causado sus palabras, sobrino. Lo cierto es que, como
obviamente habrá comprendido, queríamos tener un poco más de tiempo. Teníamos la
esperanza de poner todo en orden o por lo menos solucionar una parte del problema...
—Su voz se redujo un poco—. La verdad es que no tengo experiencia en los negocios.
¿Cómo podría tenerla si me la he pasado amamantando bebés durante veinte años?
—En eso tienes razón. Pero, ¿está enfermo mi tío que no pudo ocuparse de los
negocios?
Madre e hijo intercambiaron miradas.
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—No en su opinión. Pero se encuentra postrado en cama, con la mitad del cuerpo
paralizado, le dejamos que nos dé órdenes pero al final hacemos lo que consideramos
mejor.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó Leander serenamente—. La casa parece estar en
buen estado.
—Oh, sí —dijo Lucy amargamente—, está en buen estado. Es lo único que lo está. —
Miró a Leander con sus hermosos ojos oscuros—. Ya debió haberse dado cuenta que
falta mucho dinero.
—Sí, parece que hay discrepancias...
—¡Nosotros no hemos robado ni un penique! —dijo severamente—. Ni un penique.
¡Todo lo hemos invertido en este maldito palacio!
Judith vio que la mujer estaba a punto de llorar, y sabía que no era de las que lloraban
fácilmente.
—Lo que Madre está diciendo —interpuso James— es que Padre ha estado
manipulando las cuentas para conseguir el dinero para terminar las reparaciones de
Temple. Él abandonó Stainings, el que debería haber sido nuestro hogar, e incluso la ha
hipotecado. Y todo porque tú no querías venir a casa.
—Habría podido venir hace una semana si tú no hubieses interferido.
—¿Qué es una semana? —preguntó el joven amargamente—. Para ese entonces,
nosotros estábamos desesperados, intentando arreglar los negocios turbios de mi padre.
—¿A qué negocios turbios te refieres?
—No sé qué esperabas encontrar aquí —dijo Lucy—, ya que nunca quisiste asumir
tus responsabilidades. Nosotros no podíamos abandonar este lugar hasta que no
vinieras a hacerte cargo de él. No se nos permitió detener el trabajo hasta que estuviera
terminado. Y cuando el viejo conde murió, nos quedamos sin dinero para pagar las
reparaciones, ya que ese dinero pasaría de las manos de tu padre a las tuyas. Así que mi
marido empezó alterando las cuentas, mientras buscaba formas de desviar los fondos
para pagar las facturas... Entonces el administrador de los Cumberland empezó a
investigarnos y a revisar la contabilidad, y mi Charles comprendió que había enredado
todo tan bien que le resultaría muy difícil demostrar su honestidad.
Ella suspiró.
—En ese momento fue cuando me informó del lío en el cual estábamos metidos. El
trabajo ya se había terminado, y habíamos pagado la mayor parte del desembolso.
Tuvimos que despedir a todos los sirvientes, y reducir nuestros gastos, mientras
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bote y pescar en el río, pero sobre todo, siempre han contado con todo nuestro amor de
familia. Charles y yo tuvimos tiempos buenos. Siempre nos hemos amado. Bueno, por
supuesto que lo entiendes, ya que te acabas de casar y todo... bueno, lo siento, por tener
que descargar en ti las responsabilidades de este lugar. Espero que sí puedas hacer de
este sitio un hogar, pero la verdad es que no sé cómo podrás lograrlo.
Lucy se levantó de la mesa.
—Supongo que ahora querreís visitar a Charles. Tratad de no perturbarlo.
El tío de Leander era un hombre huesudo, con una mandíbula belicosa, pero se relajó
tan pronto como comprendió que Leander no quería hacerle ningún daño. Sus palabras
no se podían comprender, y su brazo estaba flácido, pero la visita pareció aclararle los
ojos.
Lucy enderezó su sábana amorosamente.
—Nosotros nos iremos a Stainings muy pronto, mi amor. Qué afortunado que el
Coronel Manners se acabe de ir, y no lo hayamos reemplazado. Tendremos una casa
nuestra por fin.
La mano sana de Charles Knollis rodeó a su esposa y sonrió.
—Ahora —Lucy le dijo a Leander—. Supongo que querrán una cama para pasar la
noche. No hemos aireado ninguna.
Leander asintió, pero Judith tuvo un pensamiento aterrador. Tocó el brazo de
Leander, y cuando él la miró, le susurró:
—Está claro que esta gente no tiene nada que ver con Bastian.
Su mente estaba en otra parte.
—Algún loco, supongo.
—No sé... Leander, ¿hay tiempo de regresar a Redoaks hoy?
La miró fijamente. Pensó que él la regañaría de nuevo por lo sobreprotectora que era,
pero dijo:
—Sí. ¿Por qué no? No tengo ningún deseo de dormir en una cama fría. Por lo que he
oído, nadie excepto mi abuelo, ha dormido en ninguna. Qué lugar tan ridículo es este.
Hicieron arreglos con Lucy para que contratara sirvientes y que la casa estuviese
habitable para cuando regresaran en pocos días.
—Lo haré, sobrino, aquí hay muchas personas que necesitan el trabajo. Pero, ¿te
parece bien si nos mudamos a Stainings? Me encantaría pasar la Navidad en nuestra
propia casa.
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—Claro, entiendo tus sentimientos, porque yo los comparto. También yo deseo pasar
la Navidad en mi propia casa. Siento profundamente todos los problemas que mi
familia ha causado a la tuya.
Lucy sonrió.
—Bien, así son las familias, muchacho. Estoy deseando tenerte aquí pronto y conocer
a los hijos de tu esposa.
Mientras Judith y Leander caminaban por la magnífica casa, ella pensó que sería
ciertamente una labor de Hércules convertir Temple en una casa y llenarlo con la alegría
de la Navidad, pero lo haría todo por Leander. Se sintió muy feliz al comprender que él
ahora tenía su propia familia. Su preocupación principal, sin embargo, era estar con sus
hijos en caso de que los dos no hubieran sido locuras al azar.
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Capítulo 18
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—¿Dónde? ¿Cuándo?
—Hace sólo unos minutos —dijo Nicholas—. Estoy llevando a cabo la búsqueda, pero
no hemos podido lograr sacarle nada a Rosie.
—Permíteme —dijo Judith, y corrió hacia donde escuchaba a su hija llorando. La
encontró en el cuarto del servicio, en los brazos de Eleanor quien lucía preocupada y
aliviada al ver a Judith.
—Judith, lo siento mucho. Estaban jugando aquí, y ahora está desaparecido. ¡Nunca
pensamos que habría algún peligro dentro de la casa!
Judith tomó a Rosie.
—Calla, Mamá está aquí. Debes dejar de gemir, Rosie, y decirnos lo que le pasó a
Bastian.
Rosie intentó hablar tragándose sus sollozos. Todo lo que dijo fue Papá y fantasma.
—¿Fantasma? —preguntó Judith, apartando bruscamente a su hija—. No existen
cosas como los fantasmas, Rosie. Este no es el momento de decir esas tonterías. ¿Estábais
jugando? ¿Bastian está escondido?
Rosie hipó y sus ojos azules lucieron inmensos.
—Pero así fue, Mamá. Era el fantasma de papá. Todo de blanco como en la obra. ¡Se
llevó a Bastian, y ahora él también está muerto! ¡Traté de detenerlo! —Estalló de nuevo
en lágrimas.
Judith abrazó a la niña mientras lloraba y miró a los otros con un horror descarriado.
—Perdóname, Judith —dijo Nicholas—. Pero, ¿hay alguna posibilidad de que tu
marido no esté muerto?
—Ninguna en absoluto. Murió de pulmonía, yo ayudé a enterrar su cuerpo.
—Entonces, ¿quién podría parecerse a él?
Judith recordó de repente que Rosie le había dicho que el hombre que había
empujado a Bastian fuera del puente se parecía a Papá. ¿Habría habido allí más verdad
de la que parecía? Apartó a la niña otra vez.
—Rosie, el fantasma de papá, ¿se parecía al hombre que viste sobre el puente en
Londres?
Rosie tragó y pensó en eso. Ella asintió.
—Pero el hombre que estaba en el puente tenía el cabello más oscuro.
Judith miró a los otros.
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—Sebastian tenía un hermano. Eran muy parecidos, excepto por el color del cabello
que lo tenía más oscuro.
Volvió a mirar a Rosie.
—Ahora, Rosie, dinos con calma el lugar exacto en dónde estabais, y lo que pasó. Te
aseguro que lo que viste no era un fantasma, sólo era alguien haciendo un truco.
La niña apretó sus ojos.
—A mí no me gustan esa clase de trucos, Mamá.
—A mí tampoco, y por eso vamos a ponerle fin a esto. Cuéntanos todo.
—Estábamos aquí jugando con el soldadito. —Judith vio un soldado brillantemente
pintado tirado a su lado sobre la alfombra—. Alguien tocó en las puertas francesas.
¡Bastian las abrió, y allí estaba papá! ¡Se escuchaba como papá! —Empezó a llorar otra
vez y Judith la tranquilizó.
Ella miraba a los demás.
—Timothy Rossiter tenía una voz muy similar a la de su hermano. Me asustaba. —
Volvió a mirar a la niña—. ¿Y qué hizo Papá, Rosie?
—Nos llamó. Dijo que no podría ir al cielo sin nuestra ayuda. Él se lamentaba por
eso...
—¿Y Bastian le hizo caso?
Rosie asintió.
—¡Le dije que no lo hiciera, pero me dijo que todo era igual que en Hamlet! El
fantasma intentó alcanzarme, pero le dije que no iría con él. Entonces huyeron
corriendo.
—¿Hace cuánto tiempo sucedió eso?
Rosie se chupó un nudillo ansiosamente.
—Hace un rato. Yo no quería que Bastian tuviera problemas. Tío Nicholas dijo que
nosotros no deberíamos abandonar la casa sin un adulto... pero entonces él no regresó y
oscureció, y yo tenía miedo...
Judith la abrazó. Nicholas y Leander ya estaban inspeccionando el área afuera de las
puertas francesas.
—Gracias al cielo por la neblina —dijo Nicholas—, hay huellas en el césped. Voy a
buscar una linterna.
Judith pudo ver otras linternas moviéndose en medio de la neblina y sintió valor ante
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Nicholas suavemente empezó a bajar al muchacho, para que la soga pudiera soportar
su peso, en ese momento Bastian dijo:
—¿Piensan que Papá logró ir al cielo?
Leander y Nicholas compartieron una mirada.
—Estoy seguro —dijo Leander—, que tu padre está en el cielo. Pero esto fue un truco.
Hablemos de ello cuando estés abajo.
Comenzó a bajar de rama en rama, percibiendo que se sentía más nervioso al bajar
que al subir. Sus dedos estaban entumecidos y tenía que caminar a tientas con sus pies,
buscando un soporte seguro. Mantuvo el paso con Bastian, aunque el chico no
necesitaba mucha ayuda ya que daba puntapiés para evitar que las ramas lo detuvieran.
Leander sabía que Judith estaba esperándolos abajo, y entonces dijo:
—Estamos bien. Bajaremos muy pronto.
Llegaron a una escalera, con un fornido sirviente en la cima, pero decidieron que era
mejor bajar a Bastian con la soga. Sin embargo, Leander se alegró mucho de poder usar
la escalera para su descenso.
Cuando Bastian estuvo en tierra, su madre inmediatamente lo tomó en brazos, con la
soga colgando de su ropa como un bebé recién nacido unido a su madre. Leander le dio
un par de tirones a la soga para decirle a Nicholas que todo estaba bien y se hundió en
su abrigo, con los dientes temblorosos.
—Vamos —dijo él—. Todos adentro de la casa.
Eleanor tenía sopa preparada para ellos, el fuego ardía mientras se calentaban a su
alrededor. Judith también estaba helada, y alguien le había encontrado una manta
mientras esperaba. Nicholas entró, y después de hablar rápidamente con Eleanor dijo:
—Mi esposa encantadoramente lista no sólo ha pensado en hacer sopa, sino que
también ha encomendado a las personas que están alrededor del área el rastrear a
nuestro amigo. No tenemos muchos vecinos extraños por aquí, por eso estoy seguro de
que encontraremos algún rastro.
Bastian alzó la vista.
—¿No era Papá? Pero era igual que él. Se oía como él. Incluso tenía su anillo.
—Timothy Rossiter recibió el anillo de Sebastian en su testamento —dijo Judith—.
¿Por qué? ¿Por qué está haciéndonos estas cosas tan crueles?
—Para obtener ganancias —dijo Nicholas—. Bastian interfiere entre él y algo que
quiere. ¿Él hereda algo si Bastian muere?
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—No —dijo Judith—. Bueno, obtuvo los derechos sobre la poesía de Sebastian, creo,
pero eso nunca ha dado dinero.
—¿De verdad? —dijo Eleanor—. Pero “Mi novia ángel” estaba en boca de todos
cuando salió. El libro estaba en nuestra biblioteca circulante en Gloucestershire, y estaba
positivamente manoseado de haber sido leído.
—¿Era una edición de cuero dorado? —preguntó Judith con sorpresa.
—No, la encuadernación era en tela —dijo Eleanor, igualmente desconcertada.
—Yo creo —dijo Nicholas—, que tenemos un misterio que necesita investigación,
pero primero debemos llevar a los niños a la cama. —Se anticipó a Judith y le dijo—: Por
esta noche, al menos, un sirviente vigilará cada cuarto.
Bastian parecía mucho más impresionado que alarmado por eso.
—¿Crees que regresará?
—No —dijo Nicholas con una mueca—. Tengo miedo de que te hayas divertido tanto
que te dé por subir a la cima de ese árbol otra vez.
Bastian sonrió abierta y tímidamente en respuesta.
—¿Y Papá realmente está en el cielo?
Judith le contestó.
—Ciertamente, Bastian.
—Ese hombre —dijo Bastian con una mirada escurridiza—, dijo lo habían desterrado
del cielo porque te habías casado de nuevo, Mamá, y porque Papá Leander había robado
sus niños. Dijo que si yo subía al árbol tan alto como pudiera, y renunciaba a Papá
Leander tres veces, podría regresar otra vez... —Su mirada fue hacia Leander y se apartó
de nuevo.
Todos los adultos compartieron una mirada horrorizada.
—Bastian —dijo Judith, mientras escondía su rabia—. Eso es una cruel insensatez. No
debiste creer algo así.
—Pero era como en Hamlet —murmuró Bastian.
Leander puso su mano en el hombro de Bastian. El muchacho no lo miró.
—Ciertamente yo no asesiné a tu padre, muchacho, y no es un error que las viudas y
los viudos vuelvan a casarse, pero eso podremos discutirlo mejor mañana cuando estés
descansado. ¿Sí?
Bastian asintió.
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—Y —agregó Leander—, no voy a pensar mal de ti por lo que hiciste ya que lo creíste
necesario para ayudar a tu padre.
Bastian le dio una mirada agradecida, pero aún apagada. Por lo menos no opuso
resistencia a Leander y a Judith cuando lo llevaron a él y a Rosie a sus camas.
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Me quedé de piedra.
Nicholas dijo:
—Imagino que...
Pero Eleonor lo interrumpió.
—No has descubierto aún alguna razón para eso, lo sabes. Podrían ser pamplinas.
—Mi sensata esposa —dijo Nicholas—. Muy bien, ¿qué ha pasado con los derechos
de la poesía de tu esposo y qué ingresos has recibido por ellos?
—Ninguno —dijo Judith—. En cuanto a los derechos, mi padre se ocupó de todas las
cuestiones legales... Sin embargo, sé que todo ha sido legado a Bastian. Asumí que eso
significaba sólo las copias de libros que ya poseíamos- de cada uno de ellos. Al parecer
no había nada más... Excepto sus papeles. Contienen sus proyectos rechazados y los
poemas en los que estaba trabajando. El señor Browne estaba muy interesado en ellos,
pero yo negué su existencia. No quería pagar otras cien guineas por otro problema. —
Tuvo que hablarle a los Delaney de los libros con cubierta de cordobán.
Eleanor intervino.
—Pero las copias que he visto eran encuadernaciones hechas con tela, así debía ser.
Creo que tengo una aquí. —Se apresuró a salir.
Leander preguntó:
—¿Quién hereda esos derechos si Bastian muere?
Judith agitó la cabeza.
—No tengo ni idea.
—Apuesto a que es Timothy.
—Y yo apuesto, —dijo Nicholas—, a que esos derechos son un buen negocio.
—¿Suficientes para matar por ellos? —protestó Judith—. No puedo jurar que
Sebastian nunca ganó dinero con sus trabajos.
Eleanor regresó con un rojo y delgado volumen. Como había dicho, era muy simple,
pero elegantemente encuadernado en tela como los que Sebastian le había regalado a los
sirvientes. Sobre el lomo se leía Regalos Celestiales por Sebastian Rossiter.
Judith repasó las páginas.
—Es el que contiene “Mi novia ángel” —dijo ella—. No entiendo.
Nicholas se deslizó en su silla para mirar fijamente al techo.
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muy pocas ocasiones abandonaba Mayfield, incluso para ir tan lejos como Guildford.
Antes de que nadie pudiera hablar, dijo:
—Además, desde su muerte ese dinero debería haber sido entregado a Bastian. Mi
padre administra su fideicomiso y os aseguro que él me hubiera informado si hubiera
algún dinero disponible, incluso aunque no pudiéramos tocarlo. Al menos habría
servido para pagar la educación de Bastian.
Leander y Nicholas se miraron.
—Pienso que más probablemente —dijo Leander—, Sebastian fue engañado por su
hermano. Dijiste que Timothy actuaba como su representante, negociando con el
impresor de Londres. Sospecho que Timothy Rossiter se las arregló para guardar todas
las ganancias para él. Fue muy tonto o tal vez muy avaricioso de su parte, hacer que
Sebastian pagara también por sus ediciones especiales de regalo.
Judith se quedó boquiabierta.
—¡Quieres decir que ha estado robando el dinero, mientras yo me esforzaba por
sobrevivir! ¿Y me enviaba esa miserable suma de dinero de manera que yo me sintiera
muy agradecida con él? ¡El muy granuja!
—Por favor —dijo Nicholas—. No le digas granuja. En este lugar ese es un calificativo
honorable. Sin embargo, espero con ansias conocer al caballero. ¿Me pregunto si nuestra
gente habrá hallado algún rastro de él?
Leander se levantó.
—Maldición, que hombre tan ruin. Y además se atrevió a perseguir a un niño
inocente. No hay ninguna duda de que está temeroso de que su robo quede expuesto.
¡Por supuesto! —le dijo repentinamente a Judith—. Tu visita al impresor debió haberlo
asustado de muerte. No sólo porque ya no estabas en el campo donde nunca hubieras
sospechado de sus asuntos, sino porque habías sido elevada a una posición de poder.
Debió haberse reunido contigo para saber si sospechabas algo. Cuando se tranquilizó,
inteligentemente decidió ocuparse de Bastian, para que los derechos de la poesía fueran
legalmente suyos, y así poder ocultar el pasado. —Miró ferozmente a Nicholas—. Él es
mío.
Nicholas se encogió de hombros.
—Si insistes. Pero exijo algunos derechos. No debió hacer travesuras en mi territorio.
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Capítulo 19
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problema.
—Pero Nicholas —protestó Eleanor—. Faltan solo diez días para la Navidad.
—No te preocupes. Regresaremos, y se habrán encargado de forma adecuada del
villano. Así podremos celebrar más tranquilos. En cuanto a la Navidad —dijo mientras
miraba a Judith y a Leander—, creo que Temple aún no estará listo para vosotros, ¿por
qué no os quedais aquí?
Judith y Leander se miraron y Judith contestó.
—Gracias, pero queremos pasar nuestra primera Navidad en casa, aunque no esté
preparada. Lucy, la tía de Leander está poniendo en orden todo lo relacionado con los
sirvientes y si no hay suficientes provisiones, tengo mi propia comida de Navidad.
Habrán pasteles y tortas de carne y frutas y —agregó con una sonrisa— vino de bayas.
Leander puso los ojos en blanco.
—En cuanto a eso, podría pedir provisiones de Londres.
—Me temo que no llegarán a tiempo para Navidad —señaló Judith.
—Muy bien —dijo Leander con un suspiro forzado—te dejo a ti la Navidad.
Poco después, subieron a su cuarto, pero antes fueron a inspeccionar a los niños.
Una vez en la cama, Leander la abrazó y la besó tiernamente.
—Este matrimonio ha sido bastante caótico, ¿verdad? Te compensaré por ello.
—Esto no ha sido culpa tuya —dijo Judith con voz soñolienta. Los últimos días la
habían dejado exhausta.
—Considero que mi trabajo es hacerte feliz, Judith. Y lo haré.
Judith quiso contestarle convenientemente, pero el sueño la venció y su voz se apagó.
Cuando despertó, Leander ya se había ido, su lado de la cama estaba frío. Se dio prisa
para bajar a desayunar y descubrió quera era la única que había tardado en levantarse.
Eran casi las diez de la mañana y todos los demás ya habían desayunado. Nicholas y
Leander se habían marchado, pero antes de irse Leander había charlado con Bastian
quien ya estaba empezando a dejar extraña aventura detrás.
—Papá Leander se va a ocupar de ese hombre —dijo con orgullo y gozo.
—Pienso que Papá Leander es muy valiente —dijo Rosie—. Subió a ese árbol tan alto.
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—Ah —dijo Nicholas—. Veo que ha leído esa parte de la Biblia, señor, donde dice que
escoger un buen nombre es más importante que tener riquezas. Lamento que usted no
hubiera sido tan sabio antes. Siéntese.
Rossiter los miró con la boca abierta pero obedeció.
Nicholas se levantó y fue hasta la maleta de Rossiter. A pesar de sus débiles protestas,
la abrió y sacó de ella una peluca rubia. La hizo balancear en el aire ante su prisionero.
—Alégrese de que su sobrino Bastian aun esté vivo y sano porque de lo contrario ya
lo hubiéramos matado. Pero Bastian viviría mejor si recibiera la herencia que le
corresponde, ¿no cree?
Rossiter se levantó débilmente, moviendo temblorosamente la boca.
—Yo... pediré ayuda.
Leander arremetió contra él y lo mantuvo de pie con una mano apretada en su
garganta. Lo sacudió como a una rata.
—Hágalo y lo denunciaré por intento de asesinato, maldita basura.
Nicholas esperó un momento antes de decir.
—Lee.
Leander aflojó sus dedos con renuencia y dejó caer a Rossiter sobre la silla
sacudiendo sus manos desagradablemente.
—Está loco —jadeó Rossiter mientras se apretaba la garganta.
—Cállese —dijo Nicholas con un suspiro—. Timothy Rossiter, no tenga ninguna duda
de que podríamos denunciarlo por intentar acabar con la vida de su sobrino Bastian en
tres ocasiones. También podemos demostrar que usted ha estado desfalcando a su
hermano, a su viuda y a su heredero. Y una visita al señor Algernon Browne bastará
para que sepamos cual ha sido la cantidad de dinero que ha ganado Sebastian Rossiter
con su poesía durante todos estos años.
La expresión de Rossiter confesó su culpa.
—Yo nunca quise herir al muchacho —gimoteó—. Simplemente es... todo es tan fácil
para ustedes —profirió bruscamente—. Han nacido ricos, pasan ociosos todo el tiempo...
Leander le gruñó y él se quedó petrificado en su silla, pálido como un cadáver
excepto por el terror que se veía en sus ojos.
—No vamos a matarlo —dijo Nicholas con disgusto—. No vale la pena ni hacer el
esfuerzo. Incluso voy a contener al conde para que no le dé una paliza, si obedece todos
nuestros requerimientos.
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vida la deprimía y sabía que debería enfrentar ese problema algún día, pero tenía
miedo. ¿Se contrariaría y la enviaría lejos? Parecía ridículo, pero conocía sus
sentimientos al respecto, aprendidos de las dificultades que tuvo en su niñez, que
estaban más arraigados que la razón.
No sabía cómo iba a soportar perderlo, pero era aún mucho peor saber lo que él podía
perder. Él necesitaba compañía, un vínculo, alguien que lo conectara con el mundo. Pero
ella dudaba de sí misma. Leander Knollis, conde de Charrington, soldado, diplomático,
lingüista, conde, seguramente no necesitaba a Judith Rossiter.
Al segundo día el mozo de cuadra regresó de Hope Norton para informar que
Nicholas y Leander habían capturado a Timothy Rossiter sin dificultades y que lo
habían llevado a Londres. Judith redujo su vigilancia sobre los niños y los dejó jugar en
los alrededores de la casa.
Sin embargo no dejaba de observarlos desde la ventana.
—Esto es terrible —dijo a Eleanor—. No sé cuando dejaré de preocuparme por ellos.
Antes le permitía a Bastian vagar por el campo sin ningún cuidado. ¿Qué pasará si
Timothy dispuso que acaben con su vida?
Eleanor se acercó y envolvió un brazo alrededor de ella como si fuera su hermana.
—No lo ha hecho, creo que no es más que un vil bribón, que no se decide a actuar sin
estar acorralado. Superarás tus miedos. Leander y Nicholas se harán cargo de todo.
—No estoy acostumbrada a que los demás se ocupen de mis asuntos —confesó
Judith.
Comprendió que le era desleal a Sebastian. Sin embargo, él había sido para ella como
un hermano. Ahora Leander tenía toda su obediencia, porque se la había ganado.
—Así era yo —dijo Eleanor— hasta que me casé. ¿Verdad que es agradable? Pero no
he olvidado mis años difíciles, porque me enseñaron a sobrevivir por mí misma y me
han dado fuerza para cuidar de Nicholas cuando él me necesita.
—¿Es cierto eso? —preguntó Judith—. ¿Te necesita?
—Oh, sí. Y estoy segura que Leander te necesita a ti también, incluso aún más. —
Llevó a Judith hasta un sofá y sirvió té para ambas—. Nicholas ha estado preocupado
por él.
Judith lucía sorprendida.
—Pensé que no se habían visto durante años.
—Es verdad, pero eso no evita que lo haga. Actualmente, Nicholas intenta no
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entrometerse en la vida de los demás, pero es muy duro para él resistirse. —Le sonrió—.
Esa es una de las razones por las cuales vivimos en West Country, para no caer en la
tentación. Nicholas aún mantiene vigilados a todos los Granujas y la muerte del señor
Darius Debenham ha sido muy difícil de aceptar. Sabes que murió en Waterloo, y
Nicholas, siendo como es, siente que pudo haberla prevenido... De cualquier forma, a
menudo habla de Leander, preocupado por su soledad. Supe que su familia no era
particularmente normal.
Judith decidió ser franca.
—Pienso que sus padres eran horribles.
—Nicholas se encontró algunas veces con el padre de Leander en el extranjero, y le
pareció un ser muy egoísta. Dijo que su maestría en materia diplomática consistía en la
extraña habilidad que tenía de leer las mentes de las personas y de su hábito en verlos
como animales entrenados que obedecían ciegamente sus órdenes. Estoy sorprendida de
que Leander no sea como él.
Judith mordisqueó un bizcocho.
—Sospecho que fue afortunado de que su padre lo ignorara, salvo por ocasionales
sermones y en su disciplina. —Miró súbitamente a Eleanor—. ¿Crees que a los niños hay
que pegarles?
Eleanor pestañeó sorprendida.
—Sólo si se lo merecen.
—Oh.
—Yo fui golpeada muchas veces cuando era niña. Fui una especie de prueba para mis
padres.
Judith dijo:
—¿Tú le pegarías a Arabel?
—No —dijo Eleanor con seguridad, entonces se mordió el labio—. Pienso que eso es
algo que debo discutir con Nicholas. ¿Eso te preocupa?
—Es algo sobre lo que Leander y yo hemos hablado —dijo Judith—. Él cree que a
Bastian le pegarán en la escuela.
—Me temo que tiene razón. Recuerdo una discusión que escuché una vez acerca de
que si la rudeza convierte a los hombres en brutos o es una consecuencia de su
brutalidad innata.
—Leander no es un bruto.
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Eleanor sonrió.
—Tampoco lo es Nicholas. Ni siquiera Lucien de Vaux, aunque haya mucha violencia
intrínseca en él.
Judith miró su taza. Habiendo tocado un tema tan difícil, se preguntó si sería posible
hablar sobre los deberes maritales con Eleanor Delaney. La oportunidad podría estar
muy próxima, y con todos los problemas y los sustos que había tenido en su breve
matrimonio, sentía que debía manejarlo mejor la próxima vez.
—¿Hay algo de lo que te gustaría hablar, Judith? —preguntó Eleanor gentilmente.
Judith la miró.
—Quiero hablar sobre el lecho matrimonial.
Eleanor se ruborizó un poco.
—Oh. No me importa...
Judith se lamió los labios.
—Sebastian... Sebastian siempre venía a mi cuarto cuando ya estaba en la cama, en la
oscuridad. Lo hacía todo bastante rápido. Yo... creo que a Leander le gusta de un modo
diferente... y me pregunto si eso es normal...
—Normal —dijo Eleanor, y Judith pudo ver que ella estaba un poco avergonzada—.
Me temo que no puedo decírtelo. Nicholas y yo...
—Oh, por favor —dijo Judith rápidamente—. Lo siento. No debí preguntártelo. ¿Pero
cómo alguien puede saber... —preguntó frustrada—... si nadie habla de eso?
Eleanor sonrió.
—Es cierto. Pero existen libros que hablan de eso.
—¡Libros!
—Sí. Pero yo puedo decirte que muchas cosas son normales para nosotros. A veces
hacemos el amor en la oscuridad, otras veces con luz. Algunas veces... —dijo bastante
colorada—... en el exterior.
Judith trató de no sorprenderse.
—Ya veo.
—Judith —dijo Eleanor—. Esto es atrevido de mi parte, pero... ¿disfrutabas haciendo
el amor con Sebastian?
—¿Disfrutar...? —Judith nunca había pensado en ese acto como en hacer el amor—. No
—respondió.
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texto... describía las cosas más extrañas. Repentinamente cerró el libro. Quizá algún día
sirviera de algo, pero por el momento temía que la haría asustarse y rechaza
inmediatamente a Leander. Qué ocurría si él quería que ella...
Se levantó y dio vueltas por el cuarto, consciente de que esas extrañas sensaciones
eran similares a las que había sentido con Leander cuando habían dormido juntos.
Tenía su respuesta. Sebastian y ella lo habían hecho de la forma equivocada y ahora
debía animar a Leander a que le mostrara como hacerlo de la forma correcta, y no poner
reparos a las extraordinarias cosas que él esperara. Y aquel extraño sentimiento que
había experimentado, junto con la sensación de dolorosa decepción, sin duda tenían
relación con ese orgasmo, lo cual, en su nivel más simple, no tenía nada que ver con el
amor.
Se preguntaba qué había querido decir Eleanor Delaney, con aquella frase, pero alejó
ese pensamiento. Al menos, ahora no sentiría temor de revelar demasiado durante sus
deberes maritales.
Mientras hacía el amor, pensó traidoramente.
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Capítulo 20
Leander, Nicholas y Rossiter tardaron cuatro tediosos días en llegar a Londres, ya que
encontraron mucha nieve sobre el Downs. Al llegar, fueron a la casa de Nicholas en
Lauriston Street, donde el personal estaba bien entrenado para aceptar lo inusual.
Encerraron a un acobardado Rossiter en un cuarto con llave, y luego Leander salió para
establecer la magnitud del crimen del hombre. Era sábado y si no llegaba pronto a la
imprenta antes de que la cerraran, sin duda conseguiría poca información antes del
lunes.
Algernon Browne no tuvo reparos en entregar la información al esposo de la viuda de
Sebastian Rossiter y se espantó cuando comprendió lo que había sucedido.
—Créame, milord, no sabía nada de eso. Yo sólo me entrevisté con el señor Rossiter,
el señor Sebastian Rossiter, una sola vez. Supongo que él prefería no viajar, y menos a
Londres. Firmó los papeles para que su hermano actuara como su agente en todo. Mire
—dijo, mostrándole un documento—. Tengo una copia.
Leander lo miró. Eso era comprensible. Sebastian Rossiter debió haber sido un
condenado idiota.
—¿Cómo no se dio cuenta de que estaba ganando dinero por su trabajo?
El señor Browne se encogió de hombros.
—La única correspondencia que yo mantuve con él estaba relacionada con sus
ediciones especiales. Él pagó directamente por ellas... —palideció—. ¡Dios mío! ¡Eso
quiere decir que su hermano robó todas sus ganancias y dejó que pagara por las
ediciones especiales! Y su viuda... ¡La condesa...! ¡Milord, insisto en que usted le
devuelva el dinero!
A Leander le fueron entregadas algunas letras bancarias. Las aceptó porque sintió
que eso podría aliviar la conciencia del hombre, aunque la verdad era que él no había
hecho nada mal.
—Y usted debe creer —dijo Browne con apremio—, que yo no tenía idea de que su
viuda estaba viviendo en tan penosas circunstancias. Ninguna en absoluto.
Revisaron los libros y establecieron que en veinte años Timothy Rossiter le había
estafado a su hermano alrededor de treinta mil libras.
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Para el lunes, esperaban que Leander y Nicholas regresaran, pero sólo si habían
terminado sus asuntos con increíble velocidad. Judith intentaba no mirar el camino de
los viajeros, pero no podía evitarlo. En el poco tiempo en que se conocían, ella y Leander
nunca se habían separado más de un día, y por eso odiaba no estar a su lado.
Necesitaba encontrar algo que hacer para que la espera fuera más soportable.
Se dio cuenta de que estaba deseando empezar la tarea de convertir Temple en su
hogar.
Se sentía nerviosa por ir allí sin Leander, pero si esperaba hasta su regreso, no podría
preparar el lugar a tiempo para la Navidad. Así que se lo dijo a los niños.
—Oh, sí, Mamá. ¡Vamos!
Cuando Judith se lo comentó a Eleanor, Eleanor insistió en ir con ellos.
—Yo también estoy inquieta esperando el regreso de Nicholas. No nos hemos
apartado durante casi un año. Sin embargo, siempre he querido conocer al famoso
Temple Knollis. Llevaremos a algunos sirvientes, por si acaso no tienes los suficientes.
Nos divertiremos mucho.
Al siguiente día tomaron dos carruajes, uno para Judith, sus hijos y una sirvienta, y
otro para Eleanor, Arabel y su niñera. Judith pensó que la niña tenía una niñera, pero
que esta no tenía un trabajo muy pesado. Un carruaje había sido enviado más temprano
con más sirvientes y comestibles. Judith tenía planeado cocinar, por eso Eleanor había
contribuido con algunas de las provisiones de Readoaks.
Cuando Temple Knollis estuvo a la vista, Judith apreció nuevamente su perfección,
pero eso sólo sirvió para enfatizar la magnitud de la tarea que tenía que realizar. Bein
podía tratar de vacía el río con una ecuchara. Sin embargo, la llevaría a cabo.
Se alegró mucho de ver a una persona cruzando el patio, evidencia clara de que la
casa estaba siendo ocupada. Quizá la tía Lucy había contratado a los sirvientes.
Después de una pequeña vacilación, guió a los carruajes al patio, para que todos
pudieran entrar al magnífico vestíbulo y verlo en toda su gloria.
—Oh, Dios —dijo Eleanor al entrar—. ¿Es magnífico pero también aterrador, verdad?
Y muy frío. —Su respiración era visible cuando habló.
—Cielos —dijo Judith—. Nunca debí permitir que vinieras. Me temo que
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—Llévenos allí.
Recogieron a los niños y bajaron a un corredor incrustado con tableros de madera
dorada brillante de bordes finamente tallados. De las paredes colgaban cuadros
resplandecientes y objetos preciosos que decoraban todas las esquinas y las mesas.
Intimidados de nuevo, los niños andaban en puntillas sigilosamente y Arabel
permanecía en silencio en los brazos de Eleanor, chupándose concienzudamente su
dedo pulgar.
La sirvienta abrió la puerta que daba a una habitación. Estaba bastante oscuro. Entró
y echó las cortinas hacia atrás para dejar entrar algo de luz. Pero aún no se podía ver
nada. Y eso era porque todas las paredes y el techo estaban cubiertos con oscuras
pinturas en paneles.
—Oh, Dios —dijo Judith. Tenía el presentimiento de que había repetido esa expresión
varias veces. Pero el cuarto era pequeño, sólo dos veces más grande que su salón de la
cabaña y contenía varias sillas y una chimenea.
—Jenny por favor, envíe a alguien para que encienda el fuego y sírvanos el té.
La sirvienta se dio prisa para salir. Los niños observaban fijamente alrededor, con los
ojos desorbitados, luego se sentaron en el asiento de la ventana y miraron hacia el río.
Nadie se quitó la chaqueta.
—Sabes —dijo Eleanor mientras inspeccionaba una pared—, pienso que esas pinturas
son reales. Quiero decir, viejas. Han sido usadas virtualmente para empapelar las
paredes.
—Es extraordinario ¿no? —respondió Judith—. Pero realmente me gusta. Se siente
como si estuviéramos en una caja de joyas. —Caminó para mantener el calor—. Ahora
puedes ver lo duro que será convertir este sitio en un hogar, sobre todo para alguien
como yo.
—¿Por qué será especialmente duro para ti? —preguntó Eleanor.
—Porque no estoy acostumbrada a esto.
—Pero esa podría ser tu ventaja. No te dejes intimidar por el lugar. Haz lo que
quieras.
Judith sonrió temblorosamente.
—No estoy segura de poder hacerlo. Mis gustos y los de Leander no siempre son los
mismos. —Le contó la historia del vino de bayas a Eleanor y que al final habían
terminado riendo.
—Pero ese es el punto —declaró Eleanor—. Estoy segura de que le gustará después
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de probarlo.
Judith deseó poder estar tan segura.
Un muchacho trajo leños e hizo un montón, luego encendió el fuego y en pocos
momentos este crujía alegremente. Temple demostró su belleza cuando la chimenea la
expuso en todo su esplendor.
Pronto el frió se alejó de la pequeña habitación y al momento de tomar el té, todos
estaban sintiéndose mucho más cómodos.
—El problema es —dijo Judith—, que dudo que todos podamos vivir aquí.
Ella y Eleanor dejaron a los niños con las dos sirvientas, se pusieron los abrigos y
exploraron el lugar. Aunque Temple Knollis no era una casa espectacularmente grande,
tenía corredores tortuosos, lo que hacía que se perdieran a menudo, pero al seguir en
línea recta siempre encontraban el vestíbulo central. Como la casa estaba construida
alrededor de él, este proporcionaba un punto de encuentro.
Había diez alcobas preparadas, dos eran claramente para el amo y su señora. De
hecho la alcoba del amo era la única que parecía haber sido usada, probablemente por el
primer conde. Judith no estaba completamente segura de que Leander quisiera dormir
allí, pero sin embargo se la asignó ya que estaba equipada con una gran cama decorada
con querubines tallados y con su escudo de armas, además que los frescos de las
paredes recreaban escenas venecianas.
Su alcoba continuaba con el tema veneciano y la cama parecía una góndola dorada.
La cabecera era puntiaguda y un sinfín de sedas verdes pálidas colgaban de las paredes
que también estaban decoradas con frescos de escenas al aire libre. Quizá nunca podría
hacer el amor en exteriores, pero en esa habitación sentiría como si lo estuviese
haciendo.
Las demás habitaciones eran más normales, aunque estaban empapeladas con frisos,
pinturas o tapices. Las alfombras y los ropajes eran de la más fina calidad, hechos
exclusivamente para cada recámara. Tenían esparcidas pinturas, esculturas y objetos de
arte con engañosa despreocupación.
Eleanor escogió un cuarto al azar, y puso en el siguiente a Arabel y a su niñera.
—Me temo que la muchacha no estará satisfecha con el cuarto de los niños de
Redoaks después de dormir en este esplendor.
Judith ordenó que se encendiera el fuego en todas las habitaciones, entonces Eleanor
le preguntó:
—¿Crees que haya alguna posibilidad de encontrar una guardería o un salón de
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clases aquí?
Preguntaron y sí, lo había. Cuando Judith vio los cuartos de los niños, su corazón se
emocionó. El anciano lord Charrington, en medio de sus grandiosos planes, había
incluido una guardería perfecta. Incluso estaba ubicada en el lado plano de Temple,
aunque no pudo resistir la tentación de decorar las paredes con pequeños querubines en
bajorrelieve.
Cerca del salón de clases, había lugar suficiente para jugar, pero era adecuadamente
pequeño para ser cómodo, además la luz entraba a raudales por las grandes ventanas.
Había también cuatro habitaciones pequeñas muy convenientes para los niños, dos de
ellas incluían camas infantiles y habitaciones auxiliares para las niñeras y los
instructores de la escuela.
El primer conde había esperado tener niños allí, pero no a los de Charles Knollis sino
a los de su heredero. Qué familia tan triste, casi trágica había sido.
Tragó antes de decir:
—Pienso que los niños estarán felices de mudarse aquí, si tienen algunos sirvientes
que les hagan compañía. Podrías comenzar con ellos aquí y luego continuar.
Para su sorpresa, Bastian y Rosie estuvieron encantados. Habían encontrado muy
opresiva la parte principal de la casa, pero les gustó mucho su especial dominio. Se
dispuso que dos sirvientas de la casa durmieran cerca y cuidaran de ellos.
Eso las animó para hacer un recorrido general a su nueva casa. Prefirieron hacerlo en
completo silencio porque sus exclamaciones de asombro eran ya bastante redundantes.
Todo era perfecto, hermoso y lleno de objetos preciosos cuidadosamente escogidos.
Judith pudo entender lo oprimida que estaba Lucy, ya que al intentar cambiar algo
podría destruirlo. Aún así, tal y como estaba ahora, el lugar no tenía vida.
¿Qué podría hacer ella?
Los cuartos principales aún permanecían fríos, por eso comieron en el pequeño cofre
y permanecieron allí hasta que se fueron a dormir.
Esa noche Judith subió a su ridícula cama, deseando desesperadamente que Leander
estuviera allí ayudándola con la casa. Cuando se hundió en el lujoso colchón estalló en
risas, pero sus lágrimas se combinaron con ellas.
No podía dormir, ya que en todo momento su mente se debatía con el problema de la
enorme casa. Al final, decidió que un ataque directo y descarado era la única solución y
con esa idea, por fin se durmió.
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Al siguiente día, Judith convocó a sus tropas, es decir, a todos los que habitaban la
casa, en el vestíbulo principal. Ya tenía preparado un discurso en su cabeza y se dispuso
a hacerse escuchar, aunque la desconcertó el eco que resonó en el vestíbulo ante sus
palabras. La inclinación natural de las personas fue cuchichear en susurros y pensó que
su tono firme les haría creer que estaba dándoles un sermón.
—Temple Knollis —dijo—, es una casa muy hermosa y su construcción duró muchos
años. Sin embargo, ahora está terminada y es tiempo de que la convirtamos en un hogar.
Y para que lo sea todos debemos sentirnos cómodos aquí.
Ella intentó medir la reacción de los sirvientes, pero sus caras rurales y toscas no le
dijeron nada. Estaba preocupada por que ellos también pudieran considerar a ese lugar
como una urna intacta.
—Debemos cuidar todos los objetos preciosos —dijo—, pero en un hogar se espera
que después del uso, las cosas se dañen. Aquí eso no será más un desastre. —Hubo
movimiento entre los sirvientes pero no pudo interpretar su reacción—. Asegurar
nuestra comodidad —continuó audazmente—, ese debe ser el objetivo de todos los
cambios que hagamos. Cuando tengan alguna idea no duden en venir a mí para ponerla
en práctica.
Hizo una pausa en caso de que alguien quisiera hacer un comentario, pero nadie dijo
nada. Pensó que en términos generales, era preferible que no hubiera sirvientes
superiores. Ninguna de las personas presentes se atrevería a llevarle la contraria y los
sirvientes que contrataría le serían incondicionales.
—La primera cosa que quiero es que se conserve encendido el fuego en cada
chimenea. Debemos alejar el frío de esta casa. Si no hay suficiente leña, debe buscarse.
No duden en informar a todo el mundo que pagaré por la leña de mejor calidad. —Eso
iluminó muchos ojos. Eran tiempos difíciles, y el dinero escaso—. También quiero
conseguir más sirvientes, si conocen a alguien que necesite trabajar, díganle que puede
venir a verme.
Eso causó que muchos sonrieran prudentemente.
—Lo siguiente, es mover todas esas estatuas del vestíbulo, y esas macetas al corredor
que lleva al salón de baile. —Asumía que por lo menos eso despejaría el cuarto y se
podría ver lo grande que era en realidad.
Aún nadie se había amotinado.
—Entonces —dijo—, la mayoría de nosotros saldremos a buscar musgo. Quiero que
este lugar esté listo para la Navidad. Los que se queden pueden preparar pasteles de
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Pardoe y una buena comida inglesa es justo lo que queremos. La pregunta es, ¿qué
necesitamos en materia de suministros y dónde podemos obtenerlos?
—Tenemos lo esencial, milady. La señora Knollis previno eso y por ello hay frutas y
algunas provisiones en la bodega. Lo que no tenemos son productos extranjeros como
almendras, naranjas y limones. Tampoco hemos conseguido muchas gallinas. Por aquí
no hay granjas, sabe, y las granjas más cercanas no están acostumbradas a enviar
provisiones a la casa grande.
Judith suspiró.
—Bien, comente que compraré todo lo que haya. Debemos sobrevivir. —Se preguntó
cuánto tiempo le duraría el dinero que Leander le había dejado y cuando regresaría para
darle más. Probablemente la propiedad producía dinero, pero ella no se sentía con
derechos de meterse en eso. Supuso que Temple tenía buen crédito, pero no le gustaba
deberle a las personas sencillas.
Robó una rodaja de manzana y dijo con anhelo:
—Sin embargo, desearía que pudiéramos tener un ganso para Navidad.
Como respuesta a sus oraciones, George entró y descargó ruidosamente un ganso en
el suelo.
—¿Qué quieres hacer con esto, Millie? —entonces vio a Judith y se tocó la frente—.
Buenas tardes, milady.
—Buenas tardes George, ¿de dónde viene esto?
El hombre sonrió abiertamente.
—De Londres, milady, enviado en una diligencia nada menos. Nunca he visto algo
como eso. ¡Toda una diligencia llena de comida!
—¡Una diligencia! ¿Quién hizo tal cosa?
El hombre escondió una sonrisa.
—El conde, milady.
Judith estalló en risa.
—Ciertamente extravagante. Traiga todo, entonces. —Observó con una tonta sonrisa
como los patos y pollos, quesos y carnes conservadas, un jamón y un salmón ahumado
eran descargados. Luego trajeron bolsas grandes de nueces y frutas.
—Bien, señora Pardoe —dijo Judith—. Creo que no pasaremos hambre en Navidad.
La mujer sonrió abiertamente.
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—Apuest a que no, milady. Estoy preparando pasteles de carne picada y frutas, y
pronto probará las mejores tartas de limón de este lado de Londres.
Judith se marchó para contarle la historia a Eleanor.
—¿Envió una diligencia llena de suministros? Qué maravilloso. Nicholas dijo que
Leander vivía en su propio mundo extravagante.
Lo mismo pensaba Judith. El entorno natural de Leander era un mundo extravagante
lleno de tesoros y lugares y ella deslucía deliberadamente su propio palacio privado.
Miró ansiosamente el cuarto de dibujo.
Algunos artículos delicados habían sido removidos y las sillas se habían dispuesto
para la comodidad, no para la elegancia. Una manta de bebé cubría el sofá de raso de
oro y una muñeca de trapo decoraba la alfombra. Magpie estaba enroscada frente al
fuego.
—Oh querida —dijo.
Eleanor la tocó suavemente.
—No le importará. Nadie podría querer vivir en este lugar como estaba antes. Está
volviendo a la vida.
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Capítulo 21
Judith rezó para que Eleanor estuviera en lo correcto y continuó con sus planes.
Reagrupó a sus tropas para salir a buscar musgo y encontró a un pequeño grupo de
personas esperando en la calzada, como si tuvieran miedo de atravesar la calle. Todos
estaban en busca de trabajo y algunos eran muy jóvenes. Sin duda muchos de ellos sólo
tenían curiosidad, y esperaban que una jornada de trabajo les proporcionara un vistazo
a la famosa casa. Sin embargo, otros lucían desesperados y vestían ropas estropeadas
por el uso que ella conocía bien.
Imprudentemente, Judith los empleó a todos. Algunos se encargaron de traer la leña
y a los más débiles se les ordenó ayudar en la casa, pero la mayoría salió con ella a
buscar ramas para la Navidad. Le agradó ver a Bastian y a Rosie mezclándose con los
niños del pueblo sin ninguna timidez. ¿Y por qué no iban a hacerlo? Habían sido niños
de pueblo hasta hacía muy poco tiempo.
Judith charlaba con sus empleados mientras caminaba. Las personas perdieron
pronto su temor y le hablaron sobre las historias locales y las costumbres de su pueblo.
Estaban realmente orgullosos de Temple, pero al mismo tiempo se sentían algo
abandonados.
Por casi dos generaciones el señor de esas tierras no se había hecho cargo de ellas ni
de su gente. Por eso no esperaban que si por ejemplo, había goteras en el tejado, se
pudieran arreglar pronto, o se les diese a los más pobres una ayuda desde la gran casa
en Navidad. Ese tipo de caridad estaba en las manos del vicario y de algunos de los
arrendatarios más adinerados, pero en esos tiempos de postguerra los recursos eran
muy limitados.
Judith determinó que Temple contribuiría con su parte de ahora en adelante, y
aunque dudaba que tuviera suficiente comida, ya pensaría en algo. Si en Temple
tuvieran que comer pan y queso, ella se aseguraría que los pobres tuvieran sus viandas.
Le pidió a Eleanor que supervisara el trabajo de los empleados y se encaminó
decididamente hacia el pueblo. Cuando estaba a mitad de camino comprendió que
podría haber utilizado la calesa.
Se rió. Estaba acostumbrada a caminar.
El vicario estaba dentro y se sitió encantado y azorado de encontrarse con la condesa
tan inesperadamente. Algo que Judith no había tenido en cuenta. Vio su imagen
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sonrosada y azotada por el viento reflejada en un espejo. Oh, estaba llevando el rol de
condesa demasiado mal.
Dejó de lado esos pensamientos.
—Reverendo Molde, debe perdonarme por aparecer tan repentinamente aquí, pero
he venido con la intención de que me permita conocer los nombres de las personas
necesitadas. Deseo brindarles caridad navideña.
El hombre le proporcionó la lista con presteza.
—Todo será bienvenido, lady Charrington. Hacemos lo que podemos, pero pasamos
por tiempos difíciles.
—Sí, y el conde y yo estamos muy agradecidos por vuestro trabajo. Sin embargo, le
aseguro que en el futuro estaremos tomando más seriamente las responsabilidades que
tenemos con nuestros vecinos. Esperamos que usted pueda aconsejarnos al respecto.
El hombre se lo aseguró de muy buena gana.
—Ahora —dijo—, debo regresar a casa, allí todavía hay muchas cosas por hacer.
Todos asistiremos al Servicio de Navidad. ¿Será posible que pueda acompañarnos en la
cena del día de entrega de regalos?
Se despidió con los más sentidos agradecimientos del Reverendo Molde resonando
en sus oídos. Entendía lo dura que podía ser la vida en un vicariato, ya que se debían
soliviantar las necesidades caritativas de la parroquia y las de la propia familia.
Además sabía lo halagadora que era una invitación a la casa grande.
En una mano sentía el placer de proveer tal alegría, pero en la otra se sentía como una
verdadera impostora. Pero era la condesa de Charrington. Si no cumplía con sus deberes
nadie lo haría por ella.
Disfrutó el breve paseo de regreso. Luego se detuvo y se apoyó en una verja para
poder contemplar la tierra de Leander.
La casa de Leander.
Su casa.
Y él, como todo lo demás, estaban a su amoroso cuidado.
Al regresar a Temple, casi se desmaya. El vestíbulo estaba invadido por personas que
ordenaban el musgo y lo cortaban en manojos para decorar la estancia, algunos sólo
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Leander se dio prisa en buscar a Judith. Notó los cambios en la casa, había un
endiablado número de personas y un caos infernal, pero lo que más le preocupaba era
encontrar a su esposa. Llegó a Readoaks junto con Nicholas y allí se enteraron de que
sus esposas e hijos se habían marchado, por eso los siguieron hasta a Temple.
Un campesino que sonreía abiertamente le dijo que creía que la condesa estaba en la
biblioteca y Leander fue hasta allí. Abrió la pesada puerta hecha de paneles y la escuchó
llorando. Se heló al instante. Maldición. Debió haber previsto que esa casa era una
responsabilidad muy grande para cualquiera, incluso para Judith.
Estaba sentada con la cabeza gacha entre sus manos, llorando como si su corazón
estuviera roto. Se acercó y se arrodilló a su lado.
—¿Judith? ¿Qué te sucede? No deberías llorar así…
Lo miró con los ojos abiertos empañados de lágrimas, rojos de tanto llorar.
—¿Leander? ¡Oh, Leander, yo no puedo cantar!
Estuvo a punto de reírse de su absurda declaración, cuando un libro resbaló de sus
dedos. La poesía de Rossiter. Seguramente descubrió el retrato estropeado de su primer
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marido y por eso estaba llorando de pena. El dolor en su pecho era extraordinario.
¿Sería posible que los corazones se rompieran de verdad?
La levantó, se sentó y la puso en su regazo.
—Lo mandaré a arreglar —dijo, pensando que era estúpido lo que había dicho. Al
enamorarse, todo se había puesto de cabeza y se había convertido inevitablemente en un
idiota. La sostuvo firmemente mientras se sonaba la nariz con un pañuelo y le apartó los
mechones húmedos de los ojos. Quería besarla, pero quizá eso no sería lo más
apropiado.
—Lo siento —dijo—. Debes pensar que soy una perfecta idiota.
Lo único que podía hacer era bromear sobre aquello.
—¿Por qué pensaría eso? —la atormentó—. Acabas de darte cuenta de que ahora
vives en este mausoleo y estás considerando las formas más dolorosas de matarte.
Le premió con una risita.
—No es cierto. He tomado la decisión de domarlo —lo miró con cautela—. Ordené
que las estatuas y los jarrones fueran movidos a otro lugar. Pensé que si los niños
jugaban en el vestíbulo podrían acostumbrarse más rápidamente a su nueva casa.
—Vale la pena intentarlo. Parece que en este momento tenemos a todo el pueblo en el
vestíbulo.
No parecía disgustado, por eso Judith tuvo valor.
—Y creo que una mesa de billar también colocada allí también ayudaría.
Leander sonrió abiertamente.
—Excelente idea. Tengo debilidad por ese juego. Les compraré a los niños el equipo
de raqueta y volantes para jugar al bádminton. Eso podría hacerlos felices.
Judith sonrió y envolvió los brazos alrededor de su cuello.
—Oh, Leander, estoy muy contenta de que hayas regresado.
Pudo sentir la atontada sonrisa que estiraba sus mejillas.
—¿De verdad?
—Mucho. ¿Qué pasó en Londres?
Rápidamente le relató lo acontecido, mientras deseaba soltar su pelo, besarla
salvajemente, explorarla, penetrarla y perderse en su calor...
—¿Treinta mil libras? —dijo Judith, aunque apenas podía entender lo que le estaba
diciendo. Quería besarlo. Apartar el pelo que resbalaba en su frente e introducir la mano
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Cuando estuvo sobre ella, sintió su delicioso peso. Cuando estuvo sobre él, se perdió
en la profundidad de sus ojos, mientras sus manos le quitaban el vestido y liberaban su
carne para el deleite de sus labios.
Le desabrochó el chaleco y le quitó la camisa para poder acariciar su estómago con la
lengua, se embriagó con su sabor y con el olor de su piel. Lo pellizcó con los dientes,
llena de extrañas necesidades y exploró su ombligo.
¿Qué le estaba haciendo?
Él se encogió de hombros, estaba sin la chaqueta y el chaleco. Sin su camisa.
—Judith. Dios mío. No deberíamos... —Pero no paró de acariciar sus pechos con sus
labios y hacerle cosas maravillosas en ese lugar.
Judith echó su cabeza hacia atrás y gimió. Leander trató de detener sus gemidos con
su mano, mientras sonreía.
—¡Oh amor! Esto no iba a ser así. —Aun así no se detuvo.
Lo miró.
—¿Qué ocurre? ¿Qué?
—Te lo mostraré.
Entonces la penetró. Su cuerpo lo apretó.
—Oh, Dios. Oh, señor. Oh querido. Eso duele. ¡Vas a hacerme enfermar otra vez!
—Oh, Judith. No. No esta vez. Ven conmigo.
—¿Qué?
—Vamos al cielo.
Y como si de un sueño se tratara, Judith se vio acostada en la biblioteca, totalmente
desnuda, retorciéndose con Leander, y buscando algo tan terriblemente doloroso que si
no lo encontraba pronto moriría. Eso no le importó.
Sus labios capturaron los de ella mientras deslizaba la mano hasta el punto en donde
estaban unidos.
La sensación creció y creció. ¡Sabía que explotaría por eso! Lo hizo y siguió
destrozándose y destrozándose hasta que se liberó de sus ataduras, se dejó ir y encontró
lo que estaba buscando.
Sus sentidos descendían en círculos desde la cima, moviéndose en espiral lentamente
hasta llegar a la tierra, a la realidad, a un Leander que le sonreía, aplastando su cuerpo,
con su dulce pesadez...
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nosotros les culpemos —dijo ella a toda prisa—. Sé que ha sido incapaz de controlar las
cosas como hubiese deseado.
—Eso es verdad. —Sonrió Lucy a Judith—. Leander fue un hombre afortunado el día
que la conoció, querida.
El brazo de Leander se envolvió sobre Judith.
—¿Verdad? Y notablemente visionario cuando no acepté un no por respuesta.
Judith rió al recordar ese primer encuentro.
—Vaya con el diplomático con pico de oro.
Él la miró fijamente.
—He descubierto que la diplomacia no es la llave para los secretos del corazón.
Judith se dio cuenta de que estaban descuidando a Lucy, aunque a la sonriente mujer
parecía no importarle.
—Gracias por venir —dijo Judith—. Espero que venga tan a menudo como pueda.
Nuestros niños deberían ser amigos, y necesitamos manadas regulares para traer vida a
este lugar.
Lucy rió en silencio.
—Estoy segura que ustedes dos pronto comenzarán una manada propia.
Judith se ruborizó. Lucy salió corriendo para atrapar a dos de sus hijos quienes se
dirigían hacia la cerveza sazonada.
Judith y Leander se acercaron al tío de él e intercambiaron saludos navideños. El
hombre mayor no podía hablar bien, pero quedó claro que estaba encantado de ver a
Leander en su casa. Le agarró la mano a Leander.
—Bienvenido. Bienvenido.
Leander se arrodilló y le besó la mano. Su tío le tocó la cabeza como dándole una
bendición. Judith besó la mejilla de Charles Knollis.
—Gracias —dijo ella. Sabía lo que significaba para Leander tener una familia, y una
que lo amara.
Bastian y Rosie vinieron corriendo, llenos de preguntas, y Leander explicó otra vez lo
que había pasado en Londres. Les aseguró que Timothy Rossiter estaba seguro surcando
los mares.
Entonces Judith, Leander, Bastian, y Rosie vagaron por el vestíbulo como una familia,
saludando y siendo saludados. Más naranjas aparecieron y Bastian y Rosie salieron para
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ofrecerlas a los niños. Alguien comenzó una canción, y ásperas voces de campo se
elevaron sin pretensiones de armoniosidad o elegancia.
¡Brindemos! salud para el amo,
Y una larga vida.
Ya que él ha sido tan atentoo
Y listo para dar.
Bebed, bebed, bebed alegremente.
Nasal, áspero, el coro se alzó para llenar el prístino vestíbulo.
¡Brindemos! salud para su señora
Por su amable cuidado,
Es correcto y apropiado
Que lo pase bien,
Bebed, bebed, bebed alegremente.
Judith no tuvo ninguna duda en participar con el coro, su imperfecta voz se perdía en
la elevación. Leander cantó, también, muchísimo mejor, más melodiosamente.
¡Brindemos! Por sus niños,
Los animados jóvenes duendecillos,
La línea de él será larga ahora
Si él lo sabe hacer.
Bebed, bebed, bebed alegremente.
Rosie y Bastian se rieron tontamente sobre esto, pero ellos, también, participaron en el
coro.
Y esta es una casa elegante
Que noble debe permanecer,
Nosotros rezamos por que sea bendita
Como ninguna en la tierra.
Bebed, bebed, bebed alegremente.
Judith casi podía imaginarse las paredes de mármol absorbiendo este áspero sonido,
tradicional y siendo transformado en algo más verdadero en la buena tierra Inglesa.
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Eleanor y Nicholas de repente aparecieron al lado de ellos, con una botella de vino y
cuatro copas.
—¿No te gusta la cerveza especiada? —preguntó Leander—. Fuera de aquí. Estoy
trabajando para ser un buen inglés.
Nicholas tenía un brillo pícaro en sus ojos.
—Entonces esto es definitivamente justo lo que necesitas. —Giró la botella así la
etiqueta claramente inscrita Bayas 1814 podía ser vista.
Leander gimió.
—¿Es que mi amor debe ser puesto a prueba tan pronto?
—¡Ja! —declaró Judith—. Si lo hiciera a mi modo, afrontarías el jugo de higo y
vinagre, miserable. —Tomó la copa que Nicholas había servido y se la pasó a Leander.
Todos los ojos estaban sobre él cuando lo probó, y Judith podía ver el control que
ejerció sobre sí mismo. Bebió cautelosamente a sorbos, luego se relajó ante el asombro.
—Notable. Está muy bien. De verdad. —Puso su brazo alrededor de Judith—. No es
algo por lo que esté sorprendido. Todo lo que tocas está bien y acertado. ¿Te ofendería si
te dijera que tú realmente eres “Mi novia ángel”?
La sonrisa de Judith fue radiante.
—Como podría, ya que si tengo alas y aureola, mi más querido Granuja, es debido a
que me los proporcionas tú.
FIN
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