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KATE DANON
Título original: Nicole en el espejo
Autora: Kate Danon
© Victoria Rodríguez Salido
1º Edición: Mayo 2020
Portada: Alexia Jorques
Imágenes de Portada: Adobe Stock
Imágenes interiores: Pixabay
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de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin
autorización previa y por escrito de los titulares del Copyright. La infracción de dichos
derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
A todos los que se atreven,
a todos los que siguen a su corazón,
a todos los que disfrutan de vivir,
como Nicole
INDICE
NICOLE EN EL ESPEJO
PRÓLOGO
CAPITULO 1
NICOLE
CAPITULO 2
CAPITULO 3
NICOLE
CAPITULO 4
CAPITULO 5
NICOLE
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
NICOLE
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
NICOLE
CAPITULO 13
CAPITULO 14
NICOLE
CAPITULO 15
CAPITULO 16
NICOLE
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
NICOLE
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
NICOLE
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
NICOLE
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPITULO 31
NICOLE
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
CAPITULO 35
CAPITULO 36
CAPITULO 37
CAPITULO 38
CAPITULO 39
NICOLE
CAPITULO 40
CAPITULO 41
CAPITULO 42
CAPITULO 43
EPILOGO
FIN
NOTA DE LA AUTORA
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
PRÓLOGO
Diciembre de 1896, Londres
El paseo por los jardines no alivió la presión que Catherine sentía sobre su
frente. Era consciente de que podía renunciar en ese mismo instante a la
alocada idea de intentar resolver el misterio que parecía rodear a la muerte de
Nicole. Excepto ella, todos creían que su hermana había sido víctima de un
accidente, por lo que nadie le reprocharía que lo dejara estar.
Sin embargo, la duda le punzaba en el corazón con una insistencia
enfermiza.
Por unos momentos, volvió a pensar que se estaba volviendo loca. ¿Y si
era ella la que, destrozada por la ausencia de su gemela, la veía en los espejos
y se imaginaba conversaciones imposibles?
No. No podía estar perdiendo el contacto con la realidad hasta ese punto.
Se negó a aceptar esa posibilidad y supo que la mejor manera de deshacerse
de su fantasma, o lo que fuera, era resolver el enigma. Tal vez consiguiera
demostrar que la teoría del accidente era cierta y, entonces, ambas podrían
descansar en paz. En el peor de los casos, si encontraba algo sospechoso y
turbio, acudiría a Scotland Yard para que los agentes de la ley procedieran
con las investigaciones oportunas.
Tras su paseo, que no sirvió para sosegar su ánimo, entró de nuevo en la
casa y se dirigió a la alcoba de su hermana. Respiró hondo antes de entrar y
giró el pomo, consciente de que allí dentro la nostalgia la atacaría como un
perro rabioso.
Todo estaba igual que cuando Nicole vivía. Todo, excepto que el reloj de
péndulo que colgaba de una de las paredes estaba parado, y que el espejo de
su tocador estaba tapado con un crespón negro. Catherine recordó que, siendo
niñas, su vieja aya les había contado una vez el porqué de aquella extraña
tradición. Fue cuando murió su abuelo y las gemelas descubrieron el espejo
de su dormitorio cubierto con aquella tela negra que las asustó.
«Sirve para que el alma del conde no quede atrapada y prosiga su camino
hacia el cielo», les había dicho.
Catherine lo había olvidado. En ese momento, al rememorarlo, pensó que
la tradición no había funcionado con su pobre hermana, porque su alma había
quedado atrapada de todas maneras. Una chispa furiosa brotó entones de su
pecho y, en un arrebato infantil, se acercó hasta el espejo y arrancó el crespón
de un fuerte tirón.
Para su turbación, su propia imagen tardó en aparecer en la superficie
pulida y, cuando se materializó frente a ella, se dio cuenta enseguida de que
volvían a ser los ojos de Nicole los que la observaban desde el otro lado.
—¿Por qué no ha funcionado contigo? —le preguntó sin miramientos,
mostrándole la tela que tenía en las manos.
—Puede que, porque soy muy cabezota, Cat. O porque nuestro vínculo, al
ser gemelas, es más fuerte que una estúpida superstición. Tal vez tendríais
que haber tapado también el espejo de tu habitación, porque fue allí donde
me di cuenta por primera vez de que estaba atrapada.
Catherine tiró el crespón al suelo y se giró, contrariada. Nicole tenía razón,
nadie había caído en la cuenta de que su conexión era más fuerte que aquellas
antiguas creencias esotéricas.
—Dime qué debo buscar, Nicole —le habló a su hermana, repasando cada
rincón de la alcoba deshabitada—. Dame un hilo del que tirar.
A su espalda, la imagen del reflejo mostró una sonrisa satisfecha, aunque
ella no pudiera verla.
—Tengo muchas lagunas en mis recuerdos, Cat, pero me vienen escenas
de un cuaderno donde escribía a menudo. Tiene que ser una especie de diario
o agenda. Búscalo.
La joven registró la habitación a conciencia. Miró en todos los cajones, en
el fondo de su armario, en las cajas de sombreros que acumulaba en uno de
los rincones... Nada. De rodillas en el suelo, miró hacia el espejo y compuso
una mueca de desesperación.
—¡Bajo la cama! —exclamó entonces Nicole.
—Ya he mirado.
—No. Hay una tabla del suelo suelta bajo la cama. Levántala, tiene que
estar ahí.
Catherine obedeció y, en efecto, encontró una rendija entre la madera que
le permitió meter las uñas y tirar de la tablilla. De aquel insólito escondite,
sacó un cuaderno ajado y tan manoseado, que la joven se preguntó cómo era
posible que jamás hubiera descubierto a su hermana anotando cosas en él.
—¡Lo tengo!
Salió de debajo de la cama y acudió al tocador, donde se sentó y comenzó
a hojear su contenido.
—Ve al final, Cat. Si hay algo importante relacionado con mi muerte,
debe de estar en las últimas hojas.
Así lo hizo. Repasó la letra de su hermana con el corazón acelerado,
esperando encontrar allí escritas las palabras que resolvieran el misterio.
—Qué raro —dijo, al cabo de unos minutos—, hablas de Betsy, nuestra
criada. Aquí pones que, para poder ayudarla, tenías que encontrar a un tal
Gideon Spencer. ¿Te dice algo ese nombre?
—No. ¿No dice nada más?
Catherine siguió leyendo y se topó con el nombre del individuo que tan
mala impresión le había causado.
—Aquí mencionas a tu «amigo» Arrow —le explicó a su hermana,
mientras sus ojos repasaban aquella información. De pronto, se abrieron
como platos e irguió la cabeza para buscar el rostro de Nicole—. ¿Querías su
ayuda para colarte en un club de caballeros? ¿Llegaste a hacer algo así?
Nicole puso cara de concentración y frunció los labios, intentando rescatar
de sus recuerdos sus aventuras pasadas.
—Sí, es probable que consiguiera colarme. Ya sabes que cuando se me
metía algo en la cabeza...
A Catherine se le desencajó la mandíbula.
—Pero, ¿cómo? ¿Cómo eras capaz de hacer esas cosas sin que nos
enterásemos? ¡Estabas completamente desatada! ¿Cuándo fuiste? ¿Te
descubrieron? ¿Cómo pudiste...?
—¡Shhh, Cat! ¡Cuántas preguntas! Aunque me acordara, que no es el caso,
no tenemos tiempo para que te lo explique todo. Lee el diario y busca pistas,
es lo único que puedo decirte. No me juzgues, te lo ruego. Sé que hay algo
importante que descubrir, algo tan grave que terminé en el fondo del Támesis
por esa causa.
Catherine se puso seria. Miró el reflejo de su hermana con un profundo
dolor instalado en el centro de su pecho.
—¿Y mereció la pena? Padre y madre no son los mismos desde que te
marchaste. Es como si parte de ellos mismos hubiera muerto junto contigo. Y
yo... te echo de menos, Nicole. Tengo la sensación constante de que olvido
algo, de que me falta algo; cuando doy mis paseos, me detengo de repente
con la certeza de que me he dejado alguna tarea sin terminar, algún libro sin
leer, alguna prenda de mi vestuario sin ponerme... Pero no es nada de eso.
Eres tú la que me falta. Ya nunca voy a ser una persona completa, Nicole.
Dime, ¿mereció la pena eso tan importante que descubriste? ¿Tu maravillosa
aventura en busca de una gran historia que contar fue de verdad tan
maravillosa como para compensar lo que vino después?
La última pregunta había sido cruel y Cat lo sabía. Sin embargo, estaba tan
dolida con ella por dejarla sola que no midió sus palabras. Los ojos de Nicole
mostraron su tristeza y una de sus manos se apoyó contra la superficie del
cristal.
—No lo sé, Cat. No lo recuerdo. Supongo que no; nada merece la pena si
como recompensa se obtiene un final como el mío.
—¿Recuerdas...? —Catherine tuvo que tragar un nudo en la garganta antes
de proseguir—. ¿Recuerdas si te dolió? ¿Sufriste mucho?
Le desgarraba imaginar cómo habría ocurrido todo, si su hermana había
sido consciente de que la estaban asesinando, si había llegado a padecer un
infierno antes de que se le escapara el último aliento.
—Por suerte para mí, no recuerdo nada de esa parte, Cat. Tengo imágenes
confusas, de mí misma corriendo por un puente. Había nieve, tenía frío y
calor al mismo tiempo. Me ardía el pecho. Alguien me perseguía. Esa
sensación no se me va, es la que me indica que, sin lugar a dudas, lo que me
ocurrió no fue producto de la mala suerte.
Las dos hermanas se quedaron mirando la una a la otra durante un tiempo.
Catherine no se había percatado de que estaba llorando. No así el reflejo en el
espejo.
—Está bien —se limpió las lágrimas, cerró el diario y se levantó de la
butaca—. Lo leeré todo más despacio e intentaré encontrar esa pista que nos
falta.
Nicole asintió y Cat volvió a colocar el crespón negro sobre el espejo
antes de salir de la habitación y disimular, una vez fuera, para que nadie en
aquella casa se percatara de lo que se traía entre manos. Sus padres ya habían
perdido a una hija por una de sus estúpidas aventuras. No iba a preocuparles
más de la cuenta revelando que ahora era ella la que se veía inmersa en una
búsqueda de la verdad que, por mucho que tratara de obviarlo, iba a resultar
bastante peligrosa.
«Sé que las normas de la señora Hobley no permiten el contacto con las
madres que han entregado a sus bebés en adopción, como ya se le explicó en
su momento, para evitar inconvenientes y arrepentimientos. Pero, en este
caso, me he permitido hacer una excepción porque circunstancias que no
vienen al caso lo requieren. Se han dado situaciones en las que, por
desgracia, la madre quiere recuperar a su hijo o, al menos, intenta ponerse
en contacto con él para verlo una última vez. Con esta nota, le adjunto la
cantidad de cien libras, dinero suficiente para disuadirla de ello. Su bebé
está sano y salvo y no debe preocuparse por él. Le ruego que lo olvide para
siempre. De lo contrario, aténgase a las consecuencias».
Cat releyó aquellas líneas un par de veces, sin salir de su asombro. La letra
era apretada y parecía estar escrita con prisas, sin cuidado alguno. Tampoco
había ninguna firma.
—¿Es de ella? —preguntó, con un estremecimiento.
—No, imposible —contestó Betsy, algo más calmada y centrada en lo que
quería explicarle—. Esta nota me la entregó un hombre y vino hasta aquí para
buscarme. Yo no sabía quién era, pero es cierto que trajo una bolsa con ese
dinero para mí. Nunca lo toqué; lo ahorré para el futuro, por si acaso. Es
imposible, como le decía, que la nota fuera de Amelia Hobley. Yo tuve que
pagarle a ella veinticinco libras para que se hiciera cargo de mi pequeño. Era
una estafadora, una asesina a la que no le importaba ir al infierno a cambio de
unas monedas. ¿Acaso iba a devolverme esa suma multiplicada por cuatro,
así como así? Jamás lo hubiera hecho.
—Entonces, ¿quién era el hombre que te entregó la nota? ¿La persona que
adoptó a tu bebé?
Los ojos azules de Betsy se ensombrecieron antes de contestar.
—Eso era lo que lady Nicole trataba de averiguar, porque yo se lo pedí. Lo
único que sabía era que el joven que me trajo aquel mensaje y el dinero se
llamaba Gideon Spencer. Pero no creo que él se quedara con mi niño. Verá,
el día que vino a buscarme se cruzó en la entrada de servicio con Helen,
nuestra cocinera, y ella lo conocía del barrio donde crecieron, porque era un
pilluelo que siempre se estaba metiendo en problemas. Me dijo que, a pesar
de ser ya un hombre, era inconfundible. Tenía la cara marcada en la mejilla
izquierda por un navajazo y se apreciaba a pesar del espeso bigote que lucía.
En aquel momento, no quise saber más. La última advertencia de la nota me
había metido el miedo en el cuerpo, no solo por mí, sino también por el
destino de mi pequeño. No quería hacer nada que pusiera su futuro en peligro
y quise creer que en verdad se encontraba a salvo, en el seno de una buena
familia.
—Hasta que leíste la noticia sobre Amelia Hobley —infirió Cat.
Betsy asintió con gravedad.
—No podía vivir con esa culpa, la duda me corroía las entrañas. ¿Había
entregado a mi bebé voluntariamente a una mujer para que lo asesinara poco
después?
—¡Oh, por el amor de Dios, Betsy! ¡Tú no podías saber lo que hacía ese
demonio con los niños!
—Eso no es consuelo, lady Catherine. Se supone que yo debía
proporcionarle un futuro mejor, una vida mejor. Confié en ella... —Betsy
volvió a enterrar la cara entre sus manos y fue presa de angustiosos sollozos.
Poco después, se limpió la nariz con el pañuelo y prosiguió hablando—. Lady
Nicole me sorprendió un día llorando, poco después de conocer que habían
detenido a Hobley por sus crímenes. Me obligó a contarle mis penas y yo
abusé de su buena fe. Sabía que ella me ayudaría, porque no soportaba las
injusticias y le encantaba desentrañar misterios. Prometió que averiguaría lo
que había sido de mi hijo para que pudiera respirar tranquila. Pero tuvo que
ocurrir algo malo, estoy segura. Su hermana descubrió algo turbio en todo
este asunto y ahora está muerta, por mi culpa.
Más lágrimas. Betsy lloró desconsolada sobre el hombro de Cat, que
estaba tan estupefacta que no sabía qué decir. Las piezas empezaban a encajar
en aquel extraño rompecabezas y ella necesitaba retirarse a su alcoba para
poder mirarse en el espejo. Si le refrescaba a Nicole la memoria contándole
aquella historia, era probable que los recuerdos empezaran a fluir.
Esperaba que así fuera, porque intuía que la criada no se equivocaba y
que, efectivamente, en aquel asunto existía una mano negra que había
terminado con la vida de su hermana. Y esta vez, no era solo la tranquilidad
de espíritu de Betsy la que estaba en juego.
También lo estaba la suya y la de Nicole.
CAPITULO 10
Unos minutos antes, Derek ponía el pie sobre el estribo para bajar del
carruaje que lo dejó frente a mansión de los vizcondes de Mitford. Sus ojos se
elevaron hacia la fachada del señorial edificio y dudó. Hacía mucho tiempo
que no se presentaba en ningún salón de baile y sabía que sería la comidilla
de la alta sociedad londinense. Estuvo tentado de volver a subir al coche y
ordenar al cochero que lo sacara de allí lo más rápido posible. Antes que
enfrentarse de nuevo a la jauría engalanada con sedas y joyas que lo esperaba
en el interior, prefería regresar al club Foxhunter y dejar que Louis «puños de
roca» lo golpeara hasta dejarlo sin sentido.
Pero entonces cerró los ojos y la imagen que lo había perseguido durante
aquellos días se le apareció, nítida y deliciosa, para borrar cualquier titubeo
de su mente.
No había dejado de pensar y pensar en ella, en un bucle incansable que lo
agotaba. La veía de negro, el primer día que la conoció, algo retraída y, sin
embargo, con las armas preparadas tras el escudo protector que había
levantado ante lo que pudiera encontrar en aquel barrio de mala muerte. La
soñaba vestida de muchacho, con los ojos verdes espantados y aquel maldito
mechón pelirrojo asomando bajo su gorra, que fue su perdición en la pelea.
La deseaba, maldita fuera su estampa, al recordarla sentada en la salita de su
madre, llevando el vestido verde oscuro que resaltaba unos atributos
femeninos en aquel cuerpo más que apetecibles.
Y por eso se exponía de nuevo a los cuchicheos que tanto odiaba y tanta
desgracia le habían acarreado a su familia. Por ella. Nada más que por ella y
por evitar, en la medida de lo posible, que acabara aquella velada
comprometida con alguno de los candidatos que su madre tuviera a bien
presentarle.
Caminó decidido hacia el interior y atravesó las dobles puertas principales,
flanqueadas por sendos lacayos que se ofrecieron rápidamente a recoger su
sombrero y su capa para guardarlos. Derek avanzó un poco más, y ya en el
quicio de la entrada al salón, el mayordomo de los Mitford le saludó con una
elegante reverencia.
—Milord, es un auténtico honor. —Nada más decirlo, se giró hacia el
interior y lo anunció con voz potente al resto de los asistentes—: Su
excelencia, el marqués de Hartington.
Para su infortunio, la música todavía no había empezado a sonar y el
reclamo se escuchó en todos los rincones del salón. Derek detectó cómo todas
las cabezas se giraban hacia él y cómo un asombro silencioso se extendía por
el ambiente durante varios segundos. Tal y como había temido, su presencia
era motivo de conmoción general.
Prosiguió su camino, tan erguido como le permitía su columna vertebral, y
saludó en primer lugar a los anfitriones, que recibían a los rezagados como él
con infinita paciencia. Avanzó después entre la gente y sus ojos buscaron el
escandaloso tocado de plumas de su madre, que había encontrado ridículo
cuando se lo mostró pero que, en aquellos momentos, era uno de sus mayores
aliados para dar con ella entre la multitud. Con alivio, lo distinguió al fondo
de la sala y pasó entre todas aquellas personas sin detenerse a saludar a nadie,
con la mirada clavada en su objetivo.
—¡Vaya sorpresa me has dado! —exclamó la marquesa viuda cuando
llegó hasta su lado e hizo una elegante reverencia tanto a ella como a la dama
que la acompañaba—. Ignoraba que tuvieras la intención de asistir.
—Ha sido una decisión de último minuto —se excusó.
Sus ojos se posaron entonces sobre la figura de lady Catherine, que
parecía no haberse repuesto aún del desconcierto ante su presencia. La
encontró fascinante con aquel vestido azul que su madre, con su particular
forma de manipular la situación, le había obligado a elegir para ella.
—¿Cuál de estos vestidos crees que le sentará mejor a una joven dama
pelirroja? —le había preguntado con tono inocente, después de llamarlo para
que acudiera a su saloncito privado.
Había extendido sobre el sofá tres modelos distintos, todos de fiesta, todos
llamativos y con escotes tan pronunciados que Derek había fruncido el ceño
al verlos.
—¿Qué estás tramando, madre?
—No tramo nada, querido. Me preocupo por mi protegida, eso es todo.
—Creo que el conde de Bellshire puede proporcionar a su hija un
vestuario más que adecuado sin tu intervención.
—Con todo lo que ha sufrido esa familia, hará mucho tiempo que no
encargan nada nuevo. Y esa joven se merece estrenar un precioso vestido
porque, a fin de cuentas, y por desgracia, es como si estrenara una nueva
vida. Debe seguir adelante y dejar atrás el dolor. Créeme, un vestido nuevo
ayudará a que no se sienta tan incómoda.
—Lo dudo mucho.
—No seas aguafiestas, Derek. ¿El de color melocotón?
El joven marqués se fijó en las puntillas que rodeaban el escote, que
bajaba más de un palmo desde la altura de los hombros, y estuvo a punto de
ahogarse al imaginar cómo le quedaría el vestido a lady Catherine.
—El azul —le gruñó a su madre antes de darse la vuelta para abandonar la
habitación. Al menos, había elegido el mal menor.
Ahora que podía admirar cómo le sentaba su elección a la dama, supo que
no se había equivocado. Sin resultar vulgar, aquel escote era toda una
tentación para cualquier caballero que se le aproximara.
Al pensar en ello, su gesto se agrió, porque maldita la gracia que le hacía
aquello. Su repentino malhumor ocasionó que saludara a la acompañante de
su madre con evidente tirantez.
—Lady Catherine, su belleza esta noche es un placer para los sentidos.
Ella, ante aquel tono áspero, se envaró.
—¿Se está burlando de mí, milord?
Derek lamentó su poco tacto. Pensó en un modo de arreglar el
malentendido, pero su madre, su amantísima y entrometida madre, estaba ahí
para mortificarlo un poco más.
—¡Oh, vamos, querida! Debe disculpar a mi hijo, está desentrenado —la
dama se giró para llamarle la atención—. ¿No es así, Derek? Dile ahora
mismo a Catherine que está preciosa. Pero dilo de corazón.
Quiso que la tierra se lo tragara. La expresión de lady Catherine, algo
retraída y a la defensiva, daba fe de que esperaba cualquier cosa de él.
—Está usted preciosa, milady —susurró Derek, mirando a su madre de
reojo con fastidio. Acto seguido, tomó la mano femenina antes de que ella
pudiera resistirse y se la llevó a los labios para besarla. Sin dejar de mirarla a
los ojos, y esta vez con un sentimiento sincero, añadió—: De corazón.
Una introducción de violines sonó en aquel momento y ninguno de los dos
apartó la mirada. El maestro de ceremonias anunció que el baile iba a dar
comienzo y las parejas del salón fueron hacia la pista central.
Catherine, totalmente subyugada por aquellos iris oscuros que parecían
querer atrapar su alma, intentó recobrar el habla. El tacto de sus dedos
enguantados y la poderosa influencia de su cercanía impidieron que pudiera
articular una sola palabra.
Y era imperante que reaccionara, pues había prometido la primera pieza a
uno de los caballeros que había conocido aquella noche. Si mal no recordaba,
se trataba de lord Ostler, que en esos instantes estaría ya buscándola para
llevarla al centro del salón.
—¿Me concede este baile, lady Catherine?
La voz del marqués acarició cada fibra de su cuerpo. Desconcertada, trató
de poner en orden sus emociones y no dejarse llevar por el huracán Arrow.
Estaba descubriendo, a pasos agigantados, lo peligroso que resultaba aquel
hombre para su cordura. ¡No podía comprenderlo! ¿La insultaba primero y
después la invitaba a bailar?
—¡Oh, querido, no va a poder ser! —lady Lowell acudió al rescate y se
enganchó del brazo de su hijo para separarlo de ella—. Catherine tiene el
carnet de baile completo.
—A excepción del primer vals, milady —replicó Cat con rapidez.
De inmediato, se mordió la lengua. Y, en cuanto vio la sonrisa satisfecha
que la marquesa viuda exhibió, comprendió que había vuelto a caer en su
trampa. Por no mencionar que se había puesto en evidencia al reaccionar de
aquella manera: como si estuviera deseosa de concederle a ese hombre un
hueco en su apretada agenda de baile. Lady Lowell había sido la responsable
de que dejara esa casilla sin rellenar en su carnet, y ella, tonta y confiada,
había supuesto que ese tiempo lo dedicarían a salir a la terraza para respirar
aire fresco y para tomar algún refrigerio. Ahora comprendía su juego. Había
estado reservando aquel momento para su hijo.
—En ese caso —susurró lord Hartington, sin disimular su contrariedad—,
sería un honor que anotara mi nombre para el vals.
—Por supuesto, milord —Cat le hizo una reverencia perfecta antes de
alejarse entre la gente en busca de su pareja.
Lord Ostler, un joven que heredaría el título de barón a una edad bastante
avanzada, a juzgar por la salud de hierro de su padre, le dedicó una sonrisa
pretenciosa antes de tomar su mano derecha para la marcha, el baile que
inauguraba la fiesta. Mientras avanzaban en silencio, lo miró con disimulo y
no pudo evitar compararlo con el marqués.
Derek Lowell, o el señor James L., o como Nicole se empeñaba en
llamarlo, Arrow, eclipsaba a todos los hombres presentes en aquel salón.
Mientras danzaba al ritmo de la música, sus ojos no dejaban de recorrer la
sala, buscándolo por su altura y el espeso cabello negro. Lamentó las normas
de la buena conducta que la obligaban a cumplir con todos esos caballeros
que le habían solicitado una pieza, porque lo cierto era que no deseaba pasar
el tiempo con ninguno de ellos si el marqués estaba disponible.
Por supuesto, su interés no tenía nada que ver con el hecho de que, de toda
la sala, era el único hombre que conseguía dejarla sin aliento con solo una
mirada. No... no era eso, se dijo a sí misma, mientras giraba entre el resto de
las parejas en la pista de baile y escuchaba, muy lejana, la incesante cháchara
de lord Ostler. Simplemente, debía encontrar un momento para hablarle con
confianza y pedirle esa ayuda de la que aún no disponía por pura obcecación.
¿Cuándo era el turno del primer vals? Se preguntó, al tiempo que sonreía
como una boba porque su pareja se reía de alguna chanza que ella ni había
escuchado ni, posiblemente, habría encontrado graciosa de haberlo hecho. La
marcha, la polca, la cuadrilla... «Es el cuarto baile, Cat», recordó, para su
tortura.
Aún tendría que soportar a otros dos caballeros más antes de poder
reunirse de nuevo con lord Hartington.
Esa noche, Derek estuvo bastante callado durante la cena. Martha intentó
comenzar una conversación hasta tres veces mientras daban cuenta del primer
plato, pero lo dejó por imposible cuando escuchó las respuestas evasivas y
sinsentido de su hijo. Algo le rondaba la mente y, si era lo que ella
imaginaba, dejaría que se sumergiera en sus pensamientos hasta que se le
arrugara la piel.
Si hubiera podido introducirse en su cabeza, habría aplaudido de pura
satisfacción.
Porque lo cierto era que Derek se iba a volver loco de tanto pensar en esa
mujer. En su beso fascinante, en lo mucho que disfrutaba de todos y cada uno
de los momentos que pasaba a su lado. El día del baile, mientras giraban al
compás del vals, lo tuvo muy claro. Su dulce cuerpo parecía flotar entre sus
brazos cuando la guiaba por todo el salón y jamás había sentido que encajase
tan bien con otra persona. El sutil aroma de rosas que ella exhalaba lo
envolvió y selló para siempre en su memoria las sensaciones de aquel
momento. Sus ojos lo hipnotizaron, sus labios fueron una tentación constante
y su descarada actuación fingiendo la torcedura de su tobillo lo terminó de
conquistar. Ella se avino con tanta facilidad a su propuesta, que la habría
cogido en brazos en aquel mismo instante y habría abandonado con ella la
mansión de los Mitford sin importarle lo que pudieran decir. Y no
precisamente para sentarla en una butaca toda la noche, como ocurrió para su
frustración.
Aquella misma mañana, cuando Oliver le contó lo que había averiguado
de Gideon Spencer, le escribió una nota para informarla de inmediato. Sin
embargo, cuando dobló el papel y su amigo estiró la mano para recoger el
encargo, pensó que el mensajero tendría la suerte de verla, y él no.
—Déjalo, yo mismo la entregaré —le había dicho.
Oliver lo miró y le dejó claro con su gesto que sus cambios de opinión le
resultaban un incordio. No dijo nada, sin embargo; se dio la vuelta y se
marchó por donde había llegado dejándole a solas con sus excentricidades.
Después de cómo resultó el encuentro con ella, Derek no se arrepintió de
su decisión. Sabía que no debía haberla besado; que aquel momento de
debilidad podría haberles comprometido de haber sido descubiertos, como
bien le había advertido su madre el día del baile.
Pero no pudo reprimirse.
Fue incapaz de no besarla.
Esa mujer lo consumía y, de un día para otro, sin ser consciente de cómo
había ocurrido, ya la tenía dentro de su cabeza... y metida en su sangre. La
deseaba. Lo excitaba de un modo ilógico y salvaje, en los momentos más
inoportunos. Si aquella mañana ella no se hubiera apartado, si no lo hubiera
empujado, no habría podido asegurar su virtud. En ese instante, mientras
cenaba, solo con recordar el sabor de sus labios y la calidez de su boca, su
miembro cobró vida.
Con un gruñido ahogado, tomó su copa de vino y bebió largos tragos para
bajar la calentura de su cuerpo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Martha, que no se perdía detalle de
los cambios continuos en su expresión.
—Sí, madre —se limpió la boca con la servilleta y se levantó para
abandonar la mesa—. Tendrás que disculparme, esta noche voy a salir y debo
prepararme.
—¡Oh, Derek! Solo espero que hoy no regreses con un ojo morado como
otras veces —protestó—. Más te valdría andar cortejando a una dama que
escabulléndote a Dios sabe qué antro para pelearte con el primero que te
encuentres.
Él se detuvo a su lado y se agachó para depositar un beso en su mejilla.
Antes de incorporarse, se inclinó sobre su oído para susurrar:
—Tal vez no me conozcas tan bien como supones, madre. Mi ocupación
de esta noche, me temo, tiene más de cortejo que de simple entretenimiento
entre hombres.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó la marquesa, ofendida al entender
que su hijo hablaba de un encuentro con alguna mujerzuela—. ¡Es una falta
de respeto que compartas las aventuras de cama con tu madre!
Derek no pudo más que reírse ante su gesto indignado.
—No te alarmes, no es lo que estás pensado. Te diré, madre, que tus malas
artes como casamentera están empezando a dar sus frutos. Tal vez, después
de darme tanto la tabarra, consigas que por fin siente la cabeza.
Esto último lo dijo cuando atravesaba ya las puertas del comedor para
salir. Martha se quedó inmóvil, tan estupefacta que la reacción tardó en
llegar.
—¡Espera, Derek, vuelve aquí ahora mismo y explícame a qué te refieres!
—le voceó.
Después, al ver la censura en las caras de los sirvientes que merodeaban
alrededor de la mesa, cayó en la cuenta de que una dama distinguida no
vociferaba como una tabernera del puerto y carraspeó, muy digna. Se limpió
también la boca con suaves y elegantes toques y se levantó, dispuesta a
perseguir a su hijo por toda la casa hasta que le aclarase aquel último
comentario.
Por desgracia para ella, Derek ya había abandonado Hartington House.
Eran casi las nueve de la noche y tenía una cita a la que acudir.
NICOLE
—Me encantaría ir contigo. Daría lo que fuera por salir de aquí un rato.
Cat se acercó al espejo y me observó con melancolía.
—Yo también daría cualquier cosa por verte a este otro lado —me dijo,
con voz rasposa.
No quería que se entristeciera antes de su noche de aventura, por lo que
cambié de tema con rapidez.
—Fíjate, estás increíble.
Ella se miró y se pasó las manos por la camisa de hombre que llevaba.
Así, vestida de muchacho, no parecía ella misma. De hecho, hacía varios días
que mi hermana estaba distinta. Sabía que conocer a Arrow había
desestabilizado todo su mundo y que era muy probable que aquel hombre
estuviera acaparando toda su atención. Los había visto bailar juntos. Yo había
bailado con el reflejo de lord Hartington, y jamás un caballero se me había
acercado tanto como en esa ocasión. Entre mi hermana y él había surgido
algo, estaba convencida, pero esperaría a que ella quisiera contármelo.
O tal vez no.
—¿A qué hora se supone que aparecerá?
No hizo falta que le aclarase a quién me refería. Se ruborizó ante mi
pregunta, esquivó mis ojos y se paseó por toda la habitación, buscando su
gorra de lana.
—Dijo que vendría a las nueve. Ya casi es la hora.
—Cat, ten mucho cuidado, por favor.
—¡Oh, vamos! Derek es un caballero, jamás haría algo que no...
—¿Derek? —la interrumpí. Vaya, vaya, vaya. Pues sí que escondía cosas,
después de todo—. Sé que el marqués es un caballero. O, al menos, tiene un
título —bufé, porque el recuerdo que tenía de él no era precisamente muy
galante—. Sin embargo, el hecho de que lo llames Derek ya me alarma.
—¿Quieres que vaya con él a un club de hombres, disfrazada de
muchacho, para investigar juntos, y pretendes que le siga llamando lord
Hartington?
—Touché —le di la razón—. Sin embargo, mi anterior advertencia no
tenía nada que ver con tu nuevo amigo, Cat. Ya eres mayorcita para saber
hasta dónde debes llegar con un hombre. Lo que me preocupa es que no sepas
hasta dónde arriesgar para averiguar si Gideon Spencer sabe algo... o es mi
asesino. —La miré fijamente—. Si intuyes que corres peligro, si ves que
puedes salir perjudicada de alguna manera, no sigas adelante. Prefiero
quedarme aquí encerrada en este espejo para siempre a que te pase algo malo
por mi culpa.
Cat se acercó de nuevo al tocador.
—Ojalá pudieras venir conmigo —dijo esta vez, repitiendo mis palabras
—. Seguro que tú sabrías cuándo llega el momento de huir. Siempre tuviste
mucho instinto para escabullirte de los problemas.
—Bueno, no siempre —rebatí, abarcando con un gesto el escenario que
ahora era mi hogar.
Cat apretó los labios y miró por el tocador, buscando algo. Abrió uno de
los cajones y sus ojos se iluminaron.
—¡Lo tengo! —exclamó, sacando un pequeño espejo de mano que cabía
perfectamente en su bolsillo.
—¿Estás de broma? Con eso no puedes ni verte la cara entera.
—No, pero bastará. ¿Te acuerdas del susto que me diste cuando me reflejé
en la bandeja de plata de los pastelitos? Esto servirá. Si hay alguna parte de
mí que se vea en el espejo, tú podrás oír lo que pasa en todo momento.
Asentí, entusiasmada.
Cat se guardó el espejito con una enorme sonrisa en los labios. Sin
embargo, de pronto, pareció congelarse en su rostro y, poco a poco,
desapareció. Se sentó sobre la banqueta del tocador, abatida, y me miró de
una forma extraña.
—Antes de que nos vayamos tengo que preguntarte una cosa, Nicole.
—Dime.
—Se trata... se trata de lord Hartington.
—¿Ya no es Derek? —intenté bromear ante su repentina seriedad.
—¿Era él?
—¿A qué te refieres? —No sabía adónde quería llegar.
—¿Era él? —repitió—. El hombre por el que llorabas el otro día. Dijiste
que no te acordabas, pero necesito saberlo. ¿Sigues sin recordarlo?
—¿Por qué necesitas saberlo? —le pregunté yo a mi vez, con suavidad.
Catherine parpadeó cuando sus ojos se empañaron.
—Necesito saberlo, Nicole.
Apoyé mi mano contra la superficie del espejo y ella hizo otro tanto, en
aquel gesto que se estaba convirtiendo ya en costumbre. Con nuestras palmas
juntas, aunque no podíamos tocarnos, nos sentíamos más cerca la una de la
otra.
—No. No era él, Cat.
Escuché cómo exhalaba un suspiro de alivio.
Fue cuando supe que mi hermana se había enamorado.
CAPITULO 15
Catherine corrió en la oscuridad, entre los arbustos del jardín, sin dejar de
mirar hacia atrás. Temía que alguien la hubiera visto descender por la celosía
de madera de la fachada, desde la ventana de su habitación hasta el suelo, y
esperaba llegar al punto de encuentro sin contratiempos.
Vio la silueta del roble muy cerca y les imprimió velocidad a sus piernas.
Miró una vez más hacia atrás, y chocó contra un duro pecho masculino que
estuvo a punto de tirarla al suelo. Por suerte, las manos grandes de Derek la
sujetaron a tiempo.
—Me encanta cuando una bonita dama se lanza a mis brazos —la miró de
arriba abajo y frunció el ceño con teatralidad—, aunque no vaya vestida
como tal.
Cat se revolvió para que la soltara. No podía pensar cuando él estaba tan
cerca.
—Creo que mi atuendo es el único posible dado el lugar al que nos
dirigimos —rebatió.
En la penumbra, ella pudo distinguir la sonrisa en su cara. Los dedos de
Derek apresaron el mechón rebelde que siempre se le escapaba de la gorra y
lo recolocaron dentro para ocultarlo.
—Tienes razón. ¿Vamos?
El marqués le ofreció su mano y ella dudó un momento. No necesitaba
sujetarse a él para salir del jardín, puesto que se lo conocía de memoria y
podía recorrerlo sin problemas en la oscuridad. Pero las ganas de sentir el
calor de su piel pudo más que el sentido común y aceptó la ayuda.
Y, por descontado, el contacto la estremeció hasta los huesos.
Juntos, abandonaron la propiedad de los condes y Derek la condujo a
través de algunas calles hasta el lugar donde un coche negro sin emblemas los
esperaba. En lo alto del pescante, un joven rubio de aspecto rudo y gesto
irascible los esperaba junto al cochero.
—Este es Oliver —le presentó el marqués—. Nos acompañará esta noche.
El aludido le hizo un gesto cortés con la cabeza.
—Milady, puede contar conmigo para lo que necesite. —El significado de
aquella frase y el tono con el que fue pronunciada no coincidían. Aquel
hombre parecía enfadado con ella, aunque no tenía ninguna lógica pues
nunca antes se habían visto.
—Gracias, Oliver.
Derek le abrió la puerta para que subiera y, cuando ambos estuvieron
acomodados, se pusieron en marcha.
—Disculpa los modales de mi amigo —le pidió, cuando el otro ya no
podía oírlos—. Es iracundo por naturaleza, no es nada personal. Pero
comprobarás que es leal y que, bajo esa fachada malhumorada, hay un buen
corazón.
—Es un alivio saberlo —suspiró Cat.
—Bien. Ahora quiero que me escuches con atención —Derek se inclinó
hacia delante—. Hay una serie de reglas que deberás cumplir cuando estemos
allí dentro.
Ella frunció los labios ante su advertencia. Quiso replicarle, pero él no la
dejó.
—La primera —le dijo muy serio—, no hagas ese mohín con la boca. Es
demasiado femenino y te delatará. La segunda, no hables. Déjame a mí o a
Oliver. La tercera, no te apartes de mi lado. Si algo ocurriera y tuviésemos
que separarnos, Oliver se quedará contigo. No estarás sola en ningún
momento. La cuarta, no te sientes en el regazo de ningún hombre esta vez.
Catherine se tensó.
—Aunque no lo creas, no voy buscando regazos donde aterrizar cuando
tropiezo —respondió—. Y respecto al resto de las normas, trataré de
cumplirlas, aunque no prometo nada.
Se sostuvieron la mirada durante una pequeña eternidad, pero ninguno dijo
nada más. Al final, Catherine apartó la vista y se dedicó a observar el paisaje
por la ventanilla.
El resto del trayecto hasta el puerto lo hicieron en silencio, aunque ambos
deseaban abordar el tema que los carcomía desde esa mañana: el beso. Sin
embargo, no era el momento ni el lugar, y más si tenían en cuenta la misión
que los aguardaba en el Foxhunter. Tenían que estar concentrados en su
cometido, que no era otro que encontrar a Gideon Spencer y averiguar lo que
pudieran de la nota que le entregó tiempo atrás a Betsy.
Yendo con Derek y con Oliver, colarse esta vez en el club le resultó
mucho más fácil. Los tres se dirigieron a la sala de juego, donde las mesas ya
estaban casi llenas y los hombres apostaban de manera convulsiva todo lo
que llevaban en los bolsillos.
—Allí —les señaló Oliver con disimulo—. En la mesa donde juegan a los
dados. Aquel de la barba y camisa gris es Spencer —les informó.
Derek se aproximó y saludó a todos los que se sentaban en torno a aquella
mesa.
—Buenas noches, caballeros ¿Habría sitio para uno más?
Uno de los jugadores lo miró con sorna al reconocerlo.
—¡Pero si es «el marqués»! ¿Hoy no tienes ganas de que te tumben sobre
la lona como el otro día? —se carcajeó.
—Me hiciste perder mucho dinero, amigo. —Para su sorpresa, fue el
mismísimo Gideon el que le echó en cara su lamentable actuación frente a
Louis «puños de roca».
—Aquí tienes una oportunidad inmejorable de recuperarlo —le ofreció
Derek, sacando del bolsillo interior de su chaqueta un buen fajo de billetes.
Las miradas codiciosas de todos los jugadores se centraron en aquel botín.
Cat los observó uno a uno y casi pudo ver cómo se relamían ante la
posibilidad de conseguir pingües ganancias aquella noche.
—Tome asiento, por favor, señor «marqués» —lo invitó el hombre que se
había reído de él momentos antes.
Derek ocupó una de las sillas que quedaba libre y miró por encima del
hombro a sus dos acompañantes.
—Podéis esperarme en la barra tomando unas cervezas o, si lo preferís, id
a ver las peleas.
—Pero... —Cuando Cat intentó protestar, Oliver la aferró por el brazo y
tiró de ella para evitar que hablara más de la cuenta.
La condujo hasta el mostrador donde servían las bebidas y antes de darse
cuenta le había puesto una jarra de cerveza en la mano.
—¡Yo debería estar también sentada en esa mesa! —siseó, furiosa.
—¿Sabe jugar al hazzard? Porque, para enfrentarte a esos jugadores, no
solo hay que conocer el bien reglamento, también debes tener mucha suerte.
Por no mencionar, además, que tienen muy mal perder y su reacción ante una
derrota es bastante imprevisible.
Cat abrió los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Beba un trago. Nos están mirando.
Oliver se llevó su propia jarra a los labios y bebió. Ella observó la suya
con curiosidad. Nunca había bebido cerveza y no sabía lo que podía esperar.
La probó. Le resultó tan amarga que hizo una extraña mueca.
—Más vale que disimule mejor —le recomendó Oliver—. ¡Maldita sea!
Hay un hombre ahí detrás que no le quita ojo.
Ella contuvo la curiosidad y no se volvió enseguida. Se llevó de nuevo la
jarra a la boca y así, con la mitad de la cara tapada, inspeccionó la sala.
Estuvo a punto de atragantarse cuando reconoció al mismo individuo sobre el
que había caído la vez anterior, cuando tropezó y terminó sentada en su
regazo.
—¡Oh, Dios mío, Oliver! Es el hombre del que tuve que escapar la otra
noche. ¿Crees que se acuerda de mí?
—Creo que tiene dudas, porque no deja de mirarla. Disimule.
Cat intentó adoptar una pose más masculina copiando la postura de su
acompañante. Oliver la observó con aire crítico y movió la cabeza con
disgusto. La joven adivinó que ganarse la simpatía de aquel guardaespaldas le
iba a costar bastante. Se preguntó si cambiaría alguna vez su gesto
malhumorado por una sonrisa, pero no se atrevió a preguntárselo. Por el
momento, debía conformarse con tenerlo allí, a su lado, velando por su
seguridad.
Como no lo veía dispuesto a entablar conversación, Cat se distrajo
mirando hacia la mesa donde Derek disputaba su partida. Vio que Gideon se
carcajeaba escandalosamente y los ojos le brillaban con la fiebre del juego.
Observó que Derek, a su lado, le rellenaba el vaso con el licor que estuviera
bebiendo y le reía las gracias. Estaba claro que intentaba ganarse su confianza
y ella deseó que funcionara.
Después, una idea tenebrosa cruzó por su mente. ¿Y si Gideon era el
asesino de Nicole? Lo observó con más detenimiento. Era un hombre de piel
cetrina, con la cara cubierta de una tupida barba negra que ocultaba parte de
sus rasgos. Llevaba el cabello oscuro bien recortado y sus ropas, aunque
humildes, no estaban viejas ni andrajosas. Debía tener un buen trabajo,
infirió, aunque ahora se estuviera dejando el jornal sobre aquella mesa de
apuestas. Pensó en sacar el espejito de su bolsillo para comprobar si Nicole
era capaz de reconocerlo, pero desde allí iba a resultar complicado que viera
la cara de Spencer. Y más, si tenía en cuenta que para que su hermana
apareciera al otro lado, ella también debía reflejarse en él. La postura
resultaría bastante llamativa y no podía arriesgarse. Además, ¿desde cuándo
un muchacho se miraba la cara en un espejo de mano de señorita?
—Le está dejando ganar —escuchó que le decía Oliver, a su lado.
—¿Derek?
—Cuidado —siseó—, aquí es «el marqués».
—¿Le deja ganar para hacerse amigo suyo?
—Un hombre relajado, eufórico y borracho suelta su lengua con mucha
facilidad. Esperemos que consiga sonsacarle algo.
Cat asintió y bebió otro sorbo de aquel brebaje que, a fuerza de darle
tragos, estaba encontrando agradable.
La puerta de la sala se abrió y los nuevos visitantes llamaron la atención
de todo el mundo. Un hombre joven muy bien vestido, seguido por dos
policías que llevaban sus porras en las manos, entraron como si fueran los
dueños del lugar. El nerviosismo se extendió como una ola en la orilla de una
playa y Cat fue testigo de cómo muchos de los jugadores dejaban sus mesas y
se levantaban con prisas por marcharse.
—Tranquilidad, caballeros —habló el hombre del traje elegante—.
Investigamos un caso y solo queremos hacer algunas preguntas.
Sus palabras, lejos de sosegar a los presentes, aceleró las huidas. Los
policías interceptaron rápido a los que trataban de salir para interrogarles de
malos modos.
—Conozco a ese caballero —musitó Cat—. Es el inspector Luther
Anderson, hablé con él en el baile de los Mitford. —Se volvió hacia Oliver
para darle la espalda al recién llegado—. Si me ve, seguro que él también me
reconocerá.
—Salgamos de aquí.
Oliver cogió de nuevo su brazo y la guio hacia la sala del fondo, donde se
escuchaban los gritos de los que disfrutaban con las peleas de boxeo, en la
sala contigua.
—¿Y Der... «el marqués»? —preguntó, echando furtivas miradas hacia la
mesa que ocupaba.
—Tranquila, nos encontrará.
El jaleo a su alrededor aumentaba de volumen y el nerviosismo
generalizado era contagioso. Cat temía que se produjera algún altercado más
serio y aceleró el paso, deseosa de escapar de aquel lugar. Sin embargo, antes
de que pudieran alcanzar la puerta que buscaban, un enorme cuerpo se
interpuso, cortándoles el paso.
—Disculpad, pero tengo un asunto pendiente con la chica —les dijo el
tipo que no había dejado de mirar a Cat desde que entraron en el lugar.
—¿Qué chica? —preguntó Oliver, colocándose delante de ella para
protegerla.
El hombre puso las manos en sus caderas y dio un paso al frente para
plantarle cara.
—Esa que escondes a tu espalda, amigo. El otro día me cayó encima por
causalidad y, mira por donde, no soy de los que desperdician las
oportunidades que me depara el azar.
—Yo te recomendaría que lo dejaras estar —murmuró Oliver con voz
arrastrada.
Catherine observó que su acompañante apretaba los puños, preparándose
para la pelea. Dio un paso hacia atrás, alarmada porque la situación se estaba
poniendo realmente fea. A su alrededor, el desconcierto aumentó cuando más
agentes de policía se personaron en la sala para unirse al inspector en sus
pesquisas. Demasiados uniformes para un lugar lleno de tramposos y de
individuos pendencieros.
No supo quién dio el primer puñetazo. Vio a Oliver lanzarse contra el
enorme cuerpo del hombre que los hostigaba y, de pronto, a su alrededor,
estallaron otras peleas que convirtieron el lugar en un auténtico caos. No solo
eran los policías contra algunos de los asistentes. Tras un rápido vistazo, Cat
comprobó que era un todos contra todos en un intento alborotado de escapar
antes de que llegaran más efectivos de Scotland Yard. Aquello se había
convertido en una redada en toda regla y, desesperada, miró a su alrededor
buscando ella también una salida.
Con Oliver ocupado en defenderla y Derek desaparecido en medio de
aquel jaleo, Cat se agachó para evitar que algún objeto volador le alcanzara
en la cabeza y se arrastró hasta detrás del mostrador donde servían las
bebidas. ¿Cómo iba a salir de allí? Su corazón latía frenético y estuvo a punto
de parársele cuando una mano grande y fuerte la apresó por el hombro.
—¡Nicole!
Catherine miró hacia arriba y vio al inspector Luther Anderson con medio
cuerpo sobre la barra de madera, inclinado sobre ella. De nuevo la miraba
como el día del baile, como si no pudiera creer que la tuviera delante.
—¡Vamos, levanta! ¡Te sacaré de aquí!
Ella se dejó guiar, mas cuando estuvieron frente a frente, lo sacó de su
error.
—Soy Catherine, señor Anderson.
Luther pareció estupefacto durante unos segundos. El dolor que Cat
vislumbró en sus ojos se le clavó en el alma, hasta que él parpadeó y volvió
en sí.
—Por supuesto —le dijo—. Discúlpeme. Se parecen ustedes tanto que
yo...
Se le quebró la voz. Catherine sintió una enorme curiosidad por saber más
cosas del inspector y de la relación que había mantenido con su hermana,
pues algo le decía que aquel hombre, siendo un desconocido para su familia,
sentía con demasiada intensidad la falta de Nicole. Sin embargo, no era el
momento. Lo recordó con un estremecimiento cuando un objeto volador, más
concretamente una botella, pasó rozando su cabeza y se estrelló contra la
pared a su espalda.
—¡Sáqueme de aquí! —le rogó, aferrándose con miedo al poderoso brazo
de su inesperado salvador.
Luther Anderson asintió y se movió en busca de la salida. La escoltó
apartando de su camino a empujones a todo aquel que se interponía y
esquivando los cuerpos que estaban enzarzados en alguna pelea.
Cat miró alrededor, buscando a Derek entre aquella turba furiosa que
trataba de escapar de los agentes de policía. Se dio cuenta de que en ese
momento los hombres de uniforme se habían multiplicado e interrogaban a
todos los que conseguían acorralar. Estaban buscando algo... o a alguien. Para
su consternación, no fue capaz de localizar al marqués, así que se dejó llevar
y abandonó el lugar junto al inspector.
Este la condujo hasta su coche y le abrió la puerta para que subiera.
—Vamos, la acompañaré a casa.
Ella echó un último vistazo a la puerta del Foxhunter antes de asentir y
seguir sus instrucciones.
Cuando ya estuvieron a salvo, el hombre no se anduvo por las ramas.
—Disculpe mi lenguaje, lady Catherine, pero ¿qué diablos hacía en ese
antro de mala muerte?
—Estaba... yo quería... —suspiró al no poder encontrar palabras que
definieran su proceder—. Verá, inspector —dijo al fin, armándose de valor
—, hay ciertas cosas sobre el fallecimiento de mi hermana que no me
quedaron muy claras.
—¿Y buscaba respuestas ahí dentro?
—Así es.
Luther pareció sorprendido y sus ojos color avellana brillaron en la
penumbra del interior del carruaje.
En el silencio que siguió a la confesión de Cat, la joven pudo admirar la
planta del inspector. En verdad era un hombre muy atractivo y elegante,
alguien que sin duda hubiera llamado poderosamente su atención femenina si
otro hombre no lo hubiera hecho primero.
—Cuénteme qué es lo que la perturba —le pidió—. ¿Qué sospechas tiene
respecto al accidente de Nicole?
Cat dudó. Ignoraba si podía confiar en el inspector, dado que desconocía
la identidad del responsable de que su hermana «sufriera» el citado accidente.
Una idea la asaltó en ese momento, puesto que la noche del baile el mismo
señor Anderson le había revelado que conocía a Nicole y que había
lamentado su muerte. Con disimulo, metió la mano en su bolsillo y sacó el
pequeño espejito para dejarlo sobre el asiento. Estaba convencida de que, si
colocaba sus dedos encima, su reflejo bastaría para que Nicole pudiera
escuchar todo lo que hablaban allí dentro.
—Le ruego que confíe en mí —volvió a hablar Luther al intuir su dilema
—. Precisamente, esta redada que acaba de presenciar la he organizado por el
mismo motivo que la ha llevado a usted a disfrazarse de muchacho para
indagar en ese lugar.
—¿Cómo... cómo dice?
—Llevo meses torturándome, sin poder dormir bien por las noches,
sufriendo esta angustia que a veces me impide hasta respirar —le confesó con
pasión—. Sé que hay algo muy turbio tras la muerte de Nicole. —La miró y
su gesto delató un dolor que iba más allá de la simple preocupación de un
agente de la ley por llevar a cabo sus funciones—. Siempre he sospechado
que no fue un accidente.
CAPITULO 16
El silencio se instaló por unos momentos entre los dos ocupantes del
coche. El corazón de Catherine latía acelerado, debatiéndose entre el miedo a
confiar en ese hombre y la posibilidad de haber encontrado un verdadero
aliado en su búsqueda.
«¿Y Derek?», pensó. El marqués también quería ayudarla, pero intuía que
el interés de Luther Anderson era muy distinto. Derek se había limitado a
ofrecerle su apoyo y sus recursos, mientras que el inspector, por lo que había
dicho, ya estaba investigando por su cuenta.
—¿De qué conocía a mi hermana? —le preguntó de pronto, rompiendo el
silencio.
Aun en la penumbra de aquel compartimento, Cat hubiese jurado que
Anderson enrojecía.
—Nicole vino a las dependencias de Scotland Yard, en la época en que se
destapó el escándalo de Amelia Hobley y se descubrieron sus horripilantes
crímenes. Quería toda la información que pudiéramos facilitarle, sobre todo
de los niños que habían pasado por sus manos. Tenía mucho interés en
encontrar el nombre de uno de ellos para averiguar qué había sido de él.
—¿Qué nombre?
—Timmy Bendel.
Catherine recordó de Betsy se apellidaba Bendel. Ese sería el nombre que
le puso al bebé, aunque dudaba que la nueva familia del niño lo hubiera
conservado.
—¿Lo encontraron?
—No. Como ya le expliqué a Nicole, Amelia Hobley no llevaba un
registro de los niños que le entregaban. Al menos, nosotros no lo
encontramos cuando registramos su casa.
—¿Y qué hizo mi hermana ante ese contratiempo?
Luther dejó que sus labios formaran una sonrisa de añoranza.
—Me convenció para que la acompañara a la vivienda de Hobley. Quería
inspeccionarla ella misma, por si a los experimentados agentes de la ley se
nos había pasado algo por alto.
Cat comprendió que, lejos de ofenderle, la propuesta de Nicole le había
sorprendido.
—¿Lo hizo? ¿La acompañó?
—Era muy difícil decirle que no a su hermana. Muy difícil...
Luther desvió la vista hacia la ventanilla y tragó saliva. Catherine adivinó
que se había dejado llevar por los recuerdos y que le costaba seguir hablando.
Antes de darse cuenta de lo inapropiado de la pregunta, sus labios se
movieron con voluntad propia.
—¿Sentía usted algo por Nicole? —El inspector giró la cabeza muy rápido
y la miró con los ojos avellanas muy abiertos. Ella se dio cuenta de su error y
trató de disculparse—. ¡Oh, perdóneme! Al parecer, se me están contagiando
las maneras directas de mi hermana. No es asunto mío, olvide la pregunta,
por favor.
—No, tranquila —respondió al cabo de unos momentos—. Es que nadie
llegó a saberlo nunca. Puede que ni ella se diera cuenta de que este modesto
detective le profesaba una admiración que sí, como bien ha adivinado, se
convirtió en algo mucho más profundo con el paso de los días en su
compañía.
—Mi hermana era muy perspicaz, señor Anderson.
—Cierto. Pero no me dio tiempo a averiguarlo, ni me dio tiempo a
confesarle lo que sentía. —La mirada del inspector volvió a perderse en la
noche, tras la ventanilla—. No tuvimos ninguna oportunidad.
A Catherine le dolió el alma y no supo qué contestar. Se preguntó si aquel
era el amor del que habló Nicole, ya que no era Arrow como ella había
pensado todo ese tiempo. Aun así, no consideró oportuno continuar
indagando acerca de los sentimientos del hombre; ya le preguntaría a su
hermana cuando estuviera a solas. Apretó entre los dedos el espejito que
había sacado de su bolsillo y rezó para que ella estuviera escuchando la
conversación.
—Bueno, y dígame, señor Anderson, ¿encontraron alguna pista mi
hermana y usted cuando visitaron la casa de Amelia? —preguntó, cambiando
de tema de manera radical.
Él negó con la cabeza.
—Solo horror, lady Catherine.
Cat se estremeció. No podía ni imaginarse entrando en la vivienda de un
monstruo como Hobley. Allí dentro seguro que respiraron el mal en estado
puro.
—Y esta noche, en el Foxhunter, ¿buscaba algo relacionado con el caso de
mi hermana?
Luther entrelazó sus manos sobre el regazo y la miró con ciertas dudas
antes de hablar. Catherine imaginó que también a él le costaba confiar en una
desconocida.
—Cuando Nicole murió, creí volverme loco —le dijo al fin—. No podía
aceptar que hubiera sufrido un accidente. La conocía; en el poco tiempo que
pudimos pasar juntos pude vislumbrar su valentía y admirar su excepcional
manera de ver el mundo. Me intrigaba el motivo por el que ella estaba en el
puente de Waterloo a esas horas y no me entraba en la cabeza que hubiera
caído desde lo alto. ¿Qué estaba haciendo para precipitarse al vacío? No... no
era posible. Intuí que había alguien más tras lo sucedido. Mi mente se
desquició y veía culpables por todos lados. Mi superior, el inspector jefe
Thompson, me envió lejos de Londres una temporada para investigar otros
casos porque no pudo disuadirme de la idea de que había una mano negra tras
el supuesto accidente. Decidió retirarme del caso con la esperanza de que
olvidara mi obsesión. Era eso, o expulsarme de Scotland Yard —susurró,
esbozando una sonrisa triste—. Volví unos días antes del baile de los
Mitford. Y, como ha podido ver, he retomado las investigaciones en el punto
donde las dejé.
—Han pasado ya seis meses, inspector —musitó Catherine, impresionada
con su relato.
—¿Cree que he olvidado en este tiempo? Todo lo contrario. Lo único en lo
que podía pensar estando lejos era en que el culpable aún no había pagado
por lo que hizo —comentó, frunciendo el ceño.
—¿Qué buscaban usted y sus hombres en el club?
—A un hombre. Repasé las notas que tenía con los datos que me dio su
hermana y vi un nombre al que no había prestado mucha atención la vez
anterior.
—¿Gideon Spencer?
El rostro de Luther demostró su sorpresa.
—¿Usted también?
—Sí. Di con ese nombre por casualidad, apuntado en el diario de mi
hermana.
—¿Y había otras pistas que yo deba saber?
—No. Es lo único que tenemos. Eso, y la esperanza de que todo esto tenga
que ver con la búsqueda de ese hijo que Betsy dio en adopción. Porque, si no
es así, no sé en qué otra aventura podría estar inmersa Nicole que la llevara
aquel fatídico día hasta el puente.
En ese momento, el coche se detuvo y Catherine se inclinó para mirar por
la ventanilla.
—Hemos llegado —le explicó Luther—. ¿Quiere que la acompañe dentro?
—No. Mis padres no saben... —Cat movió la cabeza, incapaz de confesar
que se había escapado—. Por favor, señor Anderson, le ruego que me guarde
el secreto.
Él meditó la respuesta unos segundos.
—Lo haré, lady Catherine. A cambio, debe prometerme que no se pondrá
en peligro de esta manera nunca más. Es una locura lo que ha hecho esta
noche, ¿no ha pensado en cómo destrozaría a su familia si a usted también le
ocurriera algo malo?
La joven enrojeció por la reprimenda. El inspector tenía razón, no había
pensado en eso.
—No volveré a hacerlo. Pero usted...
—Sí —la interrumpió él, leyéndole la mente—, la pondré al día en cuanto
averigüe algo nuevo. Y si necesito su ayuda, también se la pediré. —Luther
se inclinó hacia ella y le tomó una de las manos con confianza—. Pero, por
favor, por favor, no haga que también tenga que investigar alguna desgracia
relacionada con usted.
Catherine se miró en los ojos color avellana. Estaban tan cerca que la
penumbra no fue impedimento para que se diera cuenta de la preocupación
que brillaba en el fondo de sus pupilas.
—Se lo prometo —susurró, antes de abrir la puerta para apearse.
Bajó del coche y se giró para despedirse. Ninguno de los dos dijo nada
más. Catherine le hizo un gesto con la cabeza y Luther golpeó el techo con su
bastón para que el conductor se pusiera en marcha.
Mientras se alejaba de Bellshire Manor, el inspector Anderson dejó vagar
su mirada por el sitio que antes había ocupado lady Catherine. Sus ojos se
detuvieron sobre un objeto que ella se había dejado olvidado, un pequeño
espejo de mano con marco de plata. Lo recogió y lo observó, extrañado. Se
miró en él y le sobrevino una extraña palpitación. Sin saber por qué, la
imagen de Nicole regresó a su mente, tan nítida como si la tuviera enfrente en
esos momentos.
—Te echo de menos —confesó a la nada, sin saber por qué había sentido
la necesidad de hacerlo.
Después, la cordura lo sosegó y revisó aquel espejo con extrañeza. Si lady
Catherine iba disfrazada de muchacho, ¿para qué necesitaba algo así?
Una vez que el coche del inspector Anderson se perdió calle arriba, Cat
atravesó la verja que delimitaba la propiedad de su familia. Se internó por los
jardines y evitó el camino principal para dirigirse a la fachada por donde
treparía de nuevo hasta su cuarto.
Aquella era la parte más complicada de escaparse. Aunque la celosía
llegaba hasta su ventana, las enredaderas que la cubrían complicaban la tarea
de apoyar bien los pies para no resbalar. Por no mencionar que sus dedos
siempre terminaban con alguna herida o arañazo por la fuerza con la que se
agarraba a las ramas ante el vértigo que la invadía.
Se encontraba a menos de cinco pasos de la casa cuando alguien la atrapó
por detrás y le tapó la boca con la mano. El corazón le saltó en el pecho de
puro pánico y se revolvió, aterrada.
—Shhh, Cat, no grites —le susurró una voz conocida en el oído—. Soy
yo, Derek.
El alivio relajó su cuerpo por completo. Se apoyó contra el pecho del
hombre y exhaló el aire de los pulmones en cuanto él liberó su boca.
—¡Me has dado un susto de muerte! —le reprochó.
—¿Yo a ti? —Derek la cogió de los hombros y la giró para mirarla a la
cara. Catherine se sorprendió al encontrarlo tan angustiado—. ¡Me he vuelto
loco pensando en lo que podía haberte ocurrido! Has desaparecido sin más en
medio de una terrible pelea. ¡Te he buscado por todas partes!
—Yo no... No pretendía preocuparte. Topé con el inspector Anderson y
me reconoció. Cuando el ambiente se volvió peligroso me sacó de allí para
ponerme a salvo.
—¿Y no se te ocurrió avisarme?
—¡No te vi! Había hombres peleando entre sí, vociferando, botellas y
sillas que volaban y más y más policías invadiendo el lugar. Tuve miedo —
confesó al fin.
Derek suspiró y soltó sus hombros, que había estado apretando más de la
cuenta por el estado de nervios en el que se encontraba.
—Oliver te vio abandonar el club en compañía de Anderson.
Ella abrió la boca y se alejó un paso.
—Y si lo sabías, ¿por qué esa preocupación?
Los ojos negros del marqués destellaron con furia.
—¡Porque no sabía si estabas a salvo con él!
La indignación prendió también en el pecho de la joven.
—¡Por el amor de Dios, Derek! ¡Es un agente de la ley!
—Podría contarte unas cuantas cosas de algunos agentes de la ley que
conozco —bufó él—. Créeme, no te gustaría saber lo que yo sé.
Catherine no supo qué contestar a eso, pero el enfado continuaba latente.
—Si me hubieras dejado quedarme contigo, tal vez no me hubiera tenido
que marchar con él cuando todo estalló.
—Te dije que Oliver te protegería.
—Oliver estaba ocupado peleando con el hombre de la otra noche —
respondió ella, con los dientes apretados. Le parecía increíble que tuviera que
darle tantas explicaciones cuando estaba allí, sana y salva, aunque no fuera
por él—. Si te quedas más tranquilo, el inspector ha sido todo un caballero y
me ha traído a casa sin dilación.
—A mí me han parecido años. —Los ojos atormentados de Derek
buscaron los suyos y ella sintió que todo su cuerpo temblaba ante aquella
confesión. Él avanzó, tomó su rostro entre las manos y habló de nuevo—. Me
estaba consumiendo en este jardín; cada minuto que pasaba sin verte llegar
era una agonía.
—Estoy bien —musitó Cat, conmocionada por la fuerza de las emociones
que él dejaba traslucir.
Derek bajó la cabeza y depositó un suave beso en sus labios. Comparado
con el que habían compartido esa misma mañana, a la joven le resultó tierno.
Y muy breve.
Él se apartó enseguida y Cat deseó que no lo hubiera hecho. ¿Qué le
ocurría con ese hombre? Ni siquiera tendría que haberle permitido esa
pequeña intimidad; pero allí estaba, anhelando que volviera a estrecharla
entre sus brazos y la arrastrara al torbellino de pasión que se generaba cuando
sus lenguas entraban en contacto.
—Vamos, ve a dormir —le recomendó—. Me quedaré hasta que estés a
salvo en tu habitación.
Cat se sintió frustrada. Sabía que Derek obraba de la forma más correcta,
sin embargo, no podía evitar desear más.
Mucho más.
Se dio la vuelta y avanzó hacia la celosía. Antes de aferrarse a la madera
para empezar a trepar, se giró hacia él una última vez. La curiosidad la asaltó
de repente y la llenó de culpabilidad, porque había olvidado por completo el
verdadero propósito de aquella escapada nocturna.
—¿Has conseguido averiguar algo de Gideon Spencer?
—No. Pero tranquila, tarde o temprano nos dirá lo que queremos saber.
—¿Vas a volver para buscarlo otro día?
Derek titubeó antes de contestar. Cat detectó algo raro en su tono cuando
lo hizo.
—Sí, por supuesto. Volveré. Pero tú no lo harás.
La joven había pasado miedo suficiente aquella noche como para hacerle
caso en esta ocasión.
—No, no lo haré —lo observó unos segundos y él le sostuvo la mirada sin
pestañear. Cat tenía la sensación de que entre los dos empezaba a crearse una
complicidad única y un sentimiento muy cálido se expandió por todo su
cuerpo—. Buenas noches, lord Hartington.
—Buenas noches, lady Catherine.
NICOLE
Me dolía el pecho.
O me hubiera dolido si hubiera tenido un pecho, aunque no era el caso.
Sin embargo, el dolor sí estaba. De alguna manera, en algún punto de mi
ser... o quizá en todo mi ser.
Al materializarme en el cuarto de Cat, noté que me ahogaba. Ella no se dio
cuenta enseguida, porque no se había mirado al espejo adrede. Simplemente,
había pasado por delante de él con la mirada perdida, acariciándose los labios
como si su mente se encontrara en otro lugar. Se sentó en la cama vestida de
muchacho y continuó así durante un lapso de tiempo largo.
En el fondo, lo agradecí, porque tampoco yo tenía ganas de hablar.
Me dolía...
Quise llorar, y tal vez estuviera llorando, aunque mi imagen no lo
reflejara. Mi exterior era el reflejo de Cat, pero en mi interior estaba él.
Luther.
No había podido verlo, pero le había escuchado hablar. Mi corazón había
vibrado con cada palabra suya y hubiese querido gritarle para confesarle todo
aquello que una vez sentí, que todavía seguía sintiendo... a pesar de hallarme
al otro lado. Por lo poco que había podido escuchar, por su tono impregnado
de tristeza, intuí que él también hubiera querido confesarme que me amaba.
¿Acaso por eso me había citado aquella noche en el puente? ¿Para declararse?
Al pensar en eso, mis alarmas se activaron.
¡Oh, Dios mío! ¡La nota, su nota! De pronto regresó a mi memoria, la veía
como si la tuviera delante.
¡Había quedado con él, por eso estaba aquel día en el puente!
Pero él no llegó nunca, ¿o sí? ¡No, era imposible que Luther fuera el
responsable de lo ocurrido! E ilógico, puesto que, por la conversación que
había mantenido con Cat, también él buscaba a mi asesino.
Además, mi corazón y mi alma no querían creerlo.
—Cat —llamé a mi hermana, que continuada sumida en su ensoñación.
Ella levantó la cabeza y me miró, sin levantarse de la cama.
—Nicole, lo lamento tanto —dijo, para mi sorpresa.
—¿Qué lamentas?
—El señor Anderson... y tú... Era él, ¿verdad? Él es el hombre del que
estabas enamorada.
—Sí.
—¿Has escuchado lo que ha dicho? Estoy convencida de que él también te
amaba, Nicole. Si hubieras visto sus ojos cuando me hablaba de ti...
—Cat, escucha. Tengo algo que contarte —la interrumpí. Por algún
estúpido motivo, no quería que me tuviera lástima—. Debes buscar otra cosa
en mi habitación.
—¿Qué cosa? —se levantó, intrigada, e hizo el amago de acudir hasta el
tocador.
—No, mejor vuelve a sentarte. Es preferible que estés sentada para
escuchar lo que acabo de recordar.
CAPITULO 17
Hienas.
Todos ellos no eran sino hienas que se reían de sus semejantes sin
compasión. Se habían mofado de su hermana Rose y habían criticado cada
aspecto de su vida hasta que ella no pudo soportarlo más. Habían esgrimido
la moral intachable como vara de medir y habían decidido que Rose no daba
la talla, cuando cada uno de ellos tenía escondidos en el armario muchos más
pecados que los que le achacaban a ella.
Allí, delante de sus ojos, tenía una prueba más de la podredumbre que
asolaba el círculo social en el que había nacido. La mujer de la que se había
enamorado se entregaba a los brazos de otro hombre después de haber
confesado que lo amaba a él.
Aunque, un momento. En realidad, ella jamás había pronunciado tal
confesión. Él lo había dado por sentado, porque Cat era dulce y correspondía
a todas sus caricias. Porque lo miraba con los ojos brillantes, porque se reía
con él, porque aceptaba con alegría todas sus atenciones, pero... jamás le
había dedicado una palabra de amor. Solo él había quedado expuesto al
confesar lo que sentía, solo él había entregado su corazón sin reservas.
Y, aquella noche, Cat lo había despedazado.
Fue testigo de sus apasionados besos con el inspector. Oculto entre las
sombras del jardín de Bellshire Manor, había visto llegar a Anderson y un
dolor penetrante y profundo le abrió los ojos ante la evidencia de la traición.
Apenas escuchó lo que hablaban porque usaban el tono susurrante propio de
los amantes, aunque dudaba que hubiera podido oír algo de todas maneras
con aquel zumbido furioso latiendo en sus oídos. La sangre se convirtió en
ácido en sus venas al ver cómo se abrazaban, cómo se besaban y se adoraban
el uno al otro con gestos y caricias. Por supuesto, no se quedó a ver el final de
aquella escena de amor. Había tenido suficiente para echar más leña al fuego
de la amargura que ardía en su interior desde hacía ya demasiado tiempo.
Se marchó cegado por la ira. Trató de ajustar su respiración al latir
frenético de ese dolor que notaba por todo el cuerpo, producto de los celos y
de aquel hecho irrefutable: Cat lo había engañado de la manera más vil.
Se ahogaba. Tuvo que detenerse y apoyarse contra una fachada para no
caer al suelo, derrumbado.
Cat no lo amaba. Aquella era la conclusión final de lo que había visto en el
invernadero. Aquella era la certeza que lo estaba matando por dentro.
Mas no se dejaría aplastar de aquel modo. Si el marqués de Hartington
tenía que soportar ser humillado y despreciado, Arrow no tenía por qué
hacerlo. Arrow devolvería el golpe, y haría tanto daño como pudiera. Para
eso había sido creado, para vengarse de todo aquel que hiciera daño a su
familia y a él mismo. Empezaría por romper una promesa, igual que ella
había roto la que nunca había pronunciado pero que había quedado implícita
en cada uno de sus gestos. Y después... Después ya decidiría si el castigo
debía ser mayor. Tenía en sus manos el poder de destrozar para siempre a
lady Catherine Beckett. El problema era que, por más que le pesase, aun la
amaba demasiado.
Se alejó de Bellshire Manor con el ánimo ensombrecido y unas ansias de
venganza desproporcionadas. Lo que le había dicho a Oliver esa misma
mañana era cierto: la gaceta Golden Arrow había sido creada para castigar a
todos los hipócritas de aquella podrida sociedad. Y Catherine Beckett, para su
asombro y desolación, era una más en aquella manada de hienas.
CAPITULO 30
Notó humedad en las mejillas y se dio cuenta de que estaba llorando. Cada
una de aquellas palabras destilaba una amargura que Cat no podía
comprender. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué Derek arremetía de ese modo
contra el vizconde, cuando le había prometido que no lo haría? El artículo era
tan dañino y mordaz que se sintió aludida de un modo extraño. Pensó en el
pobre Greyson. A pesar de que el muchacho estaría en la academia Eton,
alejado del núcleo familiar, estaba convencida de que alguno de sus
compañeros le pondría aquel periódico delante de la cara solo por el placer de
observar su reacción. Porque en eso, por desgracia, Arrow acertaba de lleno:
la maldad del ser humano necesitaba de ese morbo para alimentarse.
Dobló otra vez el papel y se limpió las lágrimas. Necesitaba una
explicación y acudiría de inmediato a Hartington House para que el
responsable de aquel despropósito se la diera. La publicación de aquel
artículo iba ligada a una promesa que él había roto y, al darse cuenta de ese
detalle, su congoja trocó en furia.
Cuando el mayordomo del marqués de Hartington le abrió la puerta de la
mansión, Catherine notó enseguida que el ambiente de la casa estaba
enrarecido. El hombre se hizo a un lado para que tanto ella como su doncella
Polly pudieran acceder al recibidor.
—Pasen por favor a la salita, ahora mismo avisaré a la marquesa viuda de
su llegada.
—En realidad —lo retuvo antes de que se alejara—, he venido a ver al
marqués. Tengo que hablar con él de un asunto importante.
—Su excelencia no se ha levantado todavía. Al parecer, no ha pasado
buena noche y se encuentra algo... indispuesto.
—¡Catherine, querida!
Martha salió a recibirla con expresión atribulada y los brazos abiertos en
un gesto de impotencia. La abrazó con cariño y después se enganchó a su
brazo para conducirla a su saloncito privado.
—Polly...
—Sí, milady —respondió presta la doncella—. La esperaré en la cocina
como la vez anterior, no se preocupe.
Catherine le agradeció a su fiel acompañante su buena disposición y
caminó con su futura suegra para encontrar un poco de intimidad en sus
dominios.
—Hoy es un aciago día para la alta sociedad londinense. Es horrible,
horrible... —dijo Martha en cuanto estuvieron a solas. Ocuparon las butacas
que quedaban frente a la chimenea, que estaba encendida a pesar de que no
hacía tanto frío en la calle—. He ordenado que prendieran el fuego para poder
quemar esa inmundicia de periódico —le explicó a su visitante.
—No puedo dejar de pensar en la vizcondesa y en su hijo Greyson. ¿Cómo
se lo habrán tomado?
—Mal, por supuesto. Una noticia así destruye no solo a la persona
implicada, sino a toda su familia. —La marquesa viuda cerró los ojos y
suspiró con tristeza—. Lo sé muy bien.
—¿A qué se refiere?
—Nosotros pasamos por algo parecido hace unos años, con mi hija Rose.
No existía Golden Arrow por aquel entonces, pero tampoco hizo falta. La
encontraron en una situación comprometida con un joven del que estaba muy
enamorada y la noticia corrió de boca en boca sin que nadie mostrara la más
mínima compasión. Después, varios periódicos de la ciudad se hicieron eco
de la caída en desgracia de la hija del marqués de Hartington; supongo que tú
aún eras demasiado niña como para acordarte.
—Si mis padres se enteraron de aquello, nunca lo compartieron con mi
hermana Nicole y conmigo. Preferían mantenernos al margen de esa clase de
cotilleos.
Martha asintió con la cabeza.
—Muy sabios, tus padres. El caso es que mi pobre Rose no lo soportó y
ella... mi querida niña... —la mujer sacó un pañuelo y sollozó por aquel
desgarrador recuerdo. Catherine abandonó su butaca, se puso de rodillas a sus
pies y tomó una de sus manos para consolarla—. Rose se quitó la vida,
Catherine. Así de venenosa puede llegar a ser esta sociedad. Y el marqués, mi
amado esposo, después de conocer la noticia y de desesperar por no haber
podido ayudar a su propia hija, sufrió un ataque al corazón.
—¡Oh, Martha! —la joven se tapó la boca, horrorizada con aquel relato.
Sintió el dolor de la pérdida que había sufrido esa mujer, y Derek...
¡Derek! ¿Cómo podía haber escrito un artículo tan espantoso, si él mismo
había sufrido en el seno de su familia un escarnio similar? La siguiente
pregunta la formuló sin pensar, tan aturdida se encontraba.
—Y, habiendo padecido la misma injusticia, ¿cómo es posible que él se
haya atrevido a escribir...?
Martha volvió los ojos hacia ella, muy abiertos, y Catherine detuvo su
lengua. Demasiado tarde. Ambas mujeres se observaron calibrando la
situación, evaluándose. Al final, fue la marquesa viuda la que se atrevió a
romper el silencio.
—¿Lo sabes?
Cat se mordió el labio inferior antes de confesar. Era obvio que Martha
también conocía el secreto.
—Sí. De hecho, me encontré antes con Arrow que con lord Hartington. El
día que vine a tomar el té ya lo había visto antes, aunque ignoraba quién era
en realidad.
—Pensé que al conocerte a ti se había acabado. Que Arrow se había ido de
una vez por todas y para siempre. Cuando me habló de ti, supe enseguida que
algo había cambiado en su interior, lo notaba. Parecía que esa ansia de
venganza que lo dominaba desde que perdimos a Rose y a su padre se diluía
según pasaban los días en tu compañía. Por eso supe que eras la mujer idónea
para él; no porque fuera evidente que estaba loco por ti, que lo está, sino
porque conseguías que él volviera a ser el hombre que era antes. Antes de la
oscuridad y el rencor que lo devoraba por dentro.
—Así que, con esos artículos pretende desquitarse por lo ocurrido con su
hermana. ¿Y no le importa infligir a inocentes como Greyson el mismo daño
que sufrió su familia? Esto tiene que acabar —dijo, resuelta, poniéndose en
pie—. Iré a hablar con él ahora mismo, porque, además, me debe una
explicación.
—¿Qué explicación?
Catherine, que estaba ya casi en la puerta, se detuvo un instante.
—Me prometió que no publicaría esta historia, Martha. A cambio, yo me
casaría con él. Así que, o no me valora lo suficiente como para mantener la
promesa que me hizo, o ha cambiado de opinión respecto a la boda. En
cualquier caso, solo él tiene la respuesta.
Martha, completamente desconcertada, se dejó caer hacia atrás en la
butaca y sus ojos se perdieron en un punto del infinito. No podía ser... Derek
no podía ser tan tonto como para echarse atrás respecto a ese matrimonio.
Además, ¡amaba a Catherine! Ella lo conocía mejor que nadie y sabía que los
sentimientos de su hijo eran sinceros. Entonces, ¿qué había ocurrido?
—No suspendas esa boda, Derek, no la suspendas... —murmuró, con un
hilo de voz.
CAPITULO 31
Catherine recorrió la mansión con tal decisión, que ningún miembro del
servicio se interpuso en su camino para ver si necesitaba algo o para
preguntarle siquiera adónde se dirigía. Todos dieron por hecho que actuaba
por encargo de la marquesa viuda, pues momentos antes estaba reunida con
ella, y la dejaron llegar sin impedimentos hasta la misma puerta del señor de
la casa. Llamó con energía, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho por
las expectativas de aquel encuentro.
—¡Derek, soy Catherine! Necesito hablar contigo.
Unos segundos después, la puerta se abrió y Oliver apareció al otro lado,
interponiéndose entre ella y el verdadero ocupante de la habitación.
—Su excelencia está indispuesto, no recibe visitas —le dijo, plantándose
delante para dejárselo muy claro.
Catherine se sorprendió al ver el rostro magullado del rubio y uno de sus
brazos en cabestrillo. Entendió que aquel había sido el resultado de dejarle
solo con Gideon y sus esbirros para que ellos pudieran escapar del East End
sanos y salvos.
—¿Qué mal le aqueja?
—Nada que no se le pase tras vaciar una o dos botellas de whisky, milady.
A Catherine le sorprendió el tono desdeñoso que le dedicó. Oliver nunca
había sido amable con ella, pero, de alguna manera, siempre había intuido
que no lo hacía adrede. Esa vez fue distinto. Allí parado en medio de la
puerta, el guardaespaldas del marqués le mostraba una antipatía descarada.
Cada vez entendía menos lo que estaba sucediendo.
—Déjala entrar —se escuchó la voz ronca de Derek, en el interior.
Oliver se giró para mirar por encima de su hombro.
—No creo que sea buena idea. No estás en condiciones de...
—¿Y desde cuándo te has convertido en mi madre? ¡Déjala entrar, a ver
qué demonios quiere!
La joven se sobresaltó al escuchar el exabrupto y la forma en que hablaba
de ella. Ahora estaba segura de que algo le ocurría, porque el Derek que
conocía jamás le hablaría de ese modo. Cuando Oliver se apartó, sus pies
decidieron que a lo mejor no era tan buena idea entrar allí, después de todo.
—Milady, la recibirá ahora. Yo que usted aprovecharía la oportunidad,
nunca se sabe cuándo puede cambiar de parecer. Ya hemos comprobado que
las opiniones y los gustos de la aristocracia londinense son como las veletas,
se mueven en función de la dirección del viento que más les favorezca.
—¡Oliver! —lo reprendió Derek.
El rubio le hizo un gesto seco con la cabeza antes de marcharse por el
pasillo de la mansión y ella entró en la habitación, cerrando la puerta tras de
sí. La estancia estaba en penumbra, a pesar de que el sol ya lucía muy alto en
el cielo. Un extraño olor a alcohol, sudor y tinta impregnaba el aire, y la cama
estaba sin deshacer, por lo que dedujo que Derek no había dormido allí esa
noche. Cuando al fin lo localizó, sentado en su butacón junto a la ventana, se
dio cuenta por su aspecto que, en realidad, no había dormido en ningún lado.
El marqués vestía la modesta ropa de su disfraz habitual, con la camisa color
crema arremangada hasta los codos, pantalones oscuros, tirantes y unas botas
gastadas y viejas por el uso. Llevaba el pelo revuelto, barba de un par de días
y sendas ojeras circundaban sus ojos enrojecidos por la falta de sueño y quizá
también por el alcohol, a juzgar por la botella casi vacía que había en la
mesita de al lado. Las manos, apoyadas sobre los reposabrazos del butacón,
estaban manchadas de tinta negra.
—¿Has trabajado durante toda la noche? —le preguntó.
—Siempre he sabido que eras muy inteligente, lady Catherine. Así es,
tenía una buena historia que contar, y lo he hecho.
—¿Por qué?
—Porque es lo que hago. Porque solo así encuentro un poco de paz
interior. —Derek aferró la botella y dio un trago largo.
—No es cierto. La venganza no nos consuela, no sana nuestras heridas.
Muy al contrario, las empeora.
Él ladeó la cabeza y la miró con curiosidad.
—¡Qué sabrás tú de mis heridas! —espetó con sequedad.
—Tu madre me lo ha contado, Derek. Lo que les pasó a Rose y a tu padre.
Los dedos del marqués se crisparon en torno a la botella y, de pronto, con
un bramido animal, la lanzó contra la pared logrando que estallara en mil
pedazos. Catherine se llevó una mano al pecho y dio un paso atrás, asustada.
—¡No tenía derecho! —exclamó él, levantándose para ir a su encuentro.
Ella dio otro paso más hacia atrás—. No ha debido decírtelo, es algo privado
de esta familia, es algo nuestro...
Al ver que él rebajaba el tono y hundía los hombros, Catherine sintió la
necesidad de consolarlo. Levantó la mano y acarició su mejilla rasposa con
ternura.
—Yo casi soy de la familia, Derek. Puedes contármelo todo, dentro de
unos días nos casaremos y seré parte de tu...
—No.
Derek apartó la cara y se alejó. La mano de Cat quedó suspendida en el
aire y sus ojos se desenfocaron ante el doloroso latido que emitió su corazón
tras aquella negativa. Su cuerpo lo había notado ante aquel gesto de
desprecio, algo había cambiado de manera definitiva entre ellos.
—¿No?
—He roto mi promesa, Cat, así que te libero de nuestro compromiso. Era
tu condición, no la mía, ¿recuerdas? Si publicaba la historia, no habría boda.
Catherine sentía tanto dolor en esos momentos, que apenas logró sacar voz
suficiente para contestar.
—¿Has preferido hundir a Baxter Detherage antes que casarte conmigo?
Los ojos negros del marqués la perforaron antes de contestar.
—No, querida Cat. He preferido salvaguardar mi corazón en vista de lo
que en realidad significo para ti.
—¿De qué estás hablando? —Catherine se llevó las manos a la cabeza,
desbordada—. ¡Lo significas todo para mí! ¿Acaso no lo he demostrado con
creces? ¡Aquí mismo, en esta habitación, sobre esta alfombra que ahora
pisoteas como estás pisoteando mis sentimientos! ¿No vas a casarte
conmigo... después de haberme entregado a ti? ¡Eso no es digno de un
caballero!
De dos zancadas, Derek se pegó a ella. Furioso, sus ojos echaban chispas
al hablar.
—¿De verdad me creías un caballero? He hecho cosas muchos peores que
desvirgar a una dama sobre el suelo de mi habitación. Y tú has sido testigo y
cómplice de algunas de ellas, por cierto. Me pediste que te ayudara a
encontrar a Gideon Spencer y lo hice. Lo secuestré, y luego ordené a Oliver
que lo hiciera desaparecer...
—¡Basta! —Catherine respiraba con dificultad, alterada por la marea de
emociones que la sacudía sin control. El pecho de Derek también subía y
bajaba de manera errática, estaba tan fuera de sí como ella misma—. Derek,
no lo entiendo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha pasado? Ese artículo que has
escrito es tan cruel... y habla de unas cosas que... que parece que hables...
—De ti —terminó él la frase, dejando a Cat muda de asombro—. Y así es.
Eres como ellos, no entiendo cómo no lo vi antes. Eres igual que los demás.
Los ojos verdes se abrieron de espanto ante aquella afirmación.
—¿Por qué dices eso? —musitó, afónica, desgarrada por la vil acusación.
—¡Porque estabas con otro hombre, Cat! ¡Lo besaste igual que me habías
besado a mí, lo abrazaste igual que me abrazabas a mí! ¡Me has roto el
corazón!
Derek la miraba con dolor infinito. Y, al mismo tiempo, como si tuviera
ante él a una extraña. No supo qué fue lo que más la destrozó, si ver el daño
que le había causado o comprender que la complicidad que compartían había
desaparecido por su culpa. Cayó de rodillas porque las piernas no la sujetaron
y notó cómo todo su cuerpo se hacía cada vez más y más pesado. Una ola de
calor estuvo a punto de ahogarla y la dejó pálida y temblorosa.
—No es lo que piensas, Derek. Lo que pasó con Luther... no es lo que tú
piensas.
—Le he dado muchas vueltas, créeme, y no encuentro ninguna explicación
que aplaque este dolor. No hay ninguna circunstancia posible en la que tú
termines en los brazos de otro hombre sin que yo me sienta traicionado.
—Sí, la hay. Y si me lo permites, te explicaré...
—Cat, en este momento, tu insistencia me pone muy furioso. He bebido
más de la cuenta, no he dormido, y solo quiero que desaparezcas de mi vista.
—Derek se acuclilló frente a ella con los ojos brillantes de lágrimas no
derramadas. Apretaba la mandíbula con fuerza después de cada frase—. Me
utilizaste. Pensaste que si te entregabas a mí yo no podría suspender la boda
porque mi honor de caballero me dictaría que hiciera lo correcto. Y, de este
modo, pescabas un buen partido, ¡un marqués, nada menos!, sin renunciar a
tu historia de amor con el siempre elegante y solícito señor Anderson. Pues,
lo siento, pero no. —Derek bajó el tono para añadir la puntilla final—. Y da
gracias a que decidí publicar la historia de Detherage en lugar de la tuya,
porque ganas no me faltaron.
La joven sabía que hablaba desde la rabia y el dolor, pero no por ello
acusó menos el golpe. Cerró los párpados y lágrimas calientes y espesas
cayeron por sus mejillas.
—Nunca pretendí «pescarte», Derek. Jamás lo haría. Me entregué a ti con
amor, y te acepté con amor. Pase lo que pase, no me arrepiento, no hubiera
querido que mi primera vez fuera con otra persona. Pensé que todas las
demás veces también las compartiría contigo, que bailaríamos juntos el resto
de nuestros días y con nadie más, como dijiste. —Sin fuerzas, se levantó del
suelo y se tambaleó. Derek se incorporó al mismo tiempo y extendió su brazo
para ayudarla; ella lo rechazó levantando las manos a modo de barrera—. Ya
puedo yo sola, gracias.
Fue hacia la puerta y él retrocedió hasta la cama, donde se dejó caer.
Catherine lo miró un momento antes de abandonar la habitación y se le partió
el alma al verlo, con la cabeza hundida entre sus manos y los codos apoyados
en las rodillas. Era la imagen de la derrota. Sin embargo, cuando aferró el
picaporte para salir, sus ojos se cruzaron por casualidad con los de su
hermana, que había estado allí todo el tiempo, en el espejo sobre la cómoda.
Nicole parecía enfadada, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño
tan fruncido que apenas se distinguía el verde de su mirada. De algún modo,
aquella chispa rebelde la contagió, porque él se había regodeado tanto en sus
propias miserias que no era capaz de mirar más allá o de permitir siquiera que
ella le diera su explicación. Y, si era verdad que la quería, entendían el amor
de muy distinta manera.
—Sé que no lo necesitas, visto lo visto, pero si esa gaceta tuya, cruel y
mezquina, te ayuda a sentirte mejor, tienes mi permiso para contar mi historia
en el próximo número. Solo te pido que mantengas el nombre de Luther
Anderson en secreto; aunque no lo creas, él es inocente y bastante ha sufrido
ya. Yo soy la inmoral, la descocada, la bruja pelirroja que juega con los
sentimientos de los hombres en su propio provecho. Ponme los apelativos
que prefieras, a mí ya no me importa.
Salió después de su airado comentario y cerró dando un portazo.
NICOLE
Los dos días siguientes fueron muy amargos para Cat. Yo la observaba
con preocupación y un sentimiento de culpa que no se me iba. Por ayudarme,
su futuro con el marqués se había truncado irremediablemente. ¡Maldito
Arrow! Siempre supe que era un hombre orgulloso y arrogante, pero me
enfurecía que se hubiera mostrado tan intransigente, tan cerrado de mollera.
¿Cómo no podía ver lo mucho que Cat lo amaba? De acuerdo, si había
presenciado la escena del invernadero, era lógico que pensara de ella lo peor.
Casi a oscuras, iluminados tan solo por unas cuantas velas, en un sitio
solitario y escondido... ¡Cualquiera se hubiera sentido traicionado al ver
aquello! Pero que no quisiera escucharla, que no quisiera saber sus motivos,
me encolerizaba. Porque estaba destrozando dos corazones, no el suyo solo.
Y lo ignoraba porque no le había permitido que le hablara de mí.
Cat vagaba ahora como un alma en pena por nuestra casa. No le había
contado nada a nuestros padres, como si en el fondo de su alma aún esperara
que ocurriera un milagro que arreglara aquel desastre. Le resultaba muy duro
plantarse ante ellos y explicarles que ya no habría boda y que, además, la
única hija que les quedaba había sido deshonrada y no había ya expectativas
de conseguir un buen matrimonio.
—No tienes por qué decirles que el marqués y tú... ya sabes —le dije,
cuando me confió sus tribulaciones—. No serías la primera dama que no
llega virgen al matrimonio. Siempre hay maneras de engañar al esposo en la
noche de bodas.
—¡Nicole! —protestó ella, con las mejillas encendidas—. No engañaré a
nadie. Más aún, no me casaré con nadie solo para encubrir esta circunstancia.
Prefiero convertirme en una solterona.
—Sabes que puedes haberte quedado embarazada, ¿verdad? Hay mujeres
a las que les pasa, basta con una sola vez.
El rostro de Cat palideció. Se humedeció los labios con la lengua y sus
ojos se perdieron en algún punto del reflejo del espejo.
—No, a mí no me pasará. No debe suceder, Nicole. Puedo asumir que
jamás me casaré, no me importa, pero no podría darles ese disgusto a padre y
a madre.
—Por desgracia, será la suerte quien decida y no tu voluntad. Ese marqués
tuyo es un tonto redomado —se me escapó, por último.
El rostro de Cat se apagó un poco más al escucharme y me mordí la
lengua. O me la hubiera mordido de haber tenido, que no era el caso. Mi
hermana amaba a ese hombre a pesar de todo y yo deseaba escapar de mi
confinamiento para poder ir a verlo y decirle cuatro cosas a ese cabeza dura.
—¿Por qué no hablas con su madre? Martha es sin duda una persona
mucho más comprensiva que él —volví al ataque. Necesitaba hacer algo,
porque ella se encontraba en esa situación precisamente por querer ayudarme
a mí.
—La marquesa viuda ha intentado hablar conmigo estos días, pero no he
sido capaz de recibirla. ¿Qué voy a contarle? ¿Qué pensará de mí cuando
Derek le explique el motivo de la anulación de la boda?
—¿Qué te hace pensar que no se lo ha contado ya?
—El hecho de que padre y madre no lo saben.
—O mucho me equivoco o, por lo poco que conozco a esa mujer, sí que lo
sabe. Apuesto lo que quieras a que en la intimidad de su saloncito está
urdiendo algún plan para volver a uniros, mientras bebe té. Ella no se rendirá
tan fácilmente como vosotros dos, Cat. Estaba demasiado eufórica con la idea
de esa boda como para renunciar a ella así, sin más.
—Sin más no, Nicole. El asunto es grave y tiene muy mala solución, por
no decir ninguna.
—Cuéntale a ella la verdad. Que estoy aquí, que besaste a Luther por mí,
para librarme de esta maldición.
—Sí —Cat suspiró con cansancio—, algo que, después de todo, tampoco
funcionó.
—Pídele que te acompañe al gabinete de esa médium de renombre al que
pensabas acudir, madame Treanor, y así comprobará que todo lo que dices es
verdad.
—No sé si funcionará, aunque no pierdo nada por intentarlo.
—¡Claro que no! —me alegré de ver que por fin se encendía un brillo de
esperanza en su mirada—. Venga, no esperes más, escríbele una nota y
envíala hoy mismo, antes de que te arrepientas.
Cat me dejó ver por fin un asomo de su sonrisa.
—Tu pasión es agotadora, Nicole, aunque contagiosa.
Di palmas en mi lado del espejo cuando mi hermana abrió uno de los
cajones de su tocador y sacó una hoja de papel, la pluma y el tintero. Sin
embargo, nada más redactar el encabezamiento, unos golpes en la puerta la
distrajeron de su tarea. Era Polly, avisándole de que tenía visita. Observé
cómo las mejillas de Cat perdían el color por un momento para estallar en
llamas al segundo siguiente con la esperanza de que la persona que la
esperaba en el salón fuera Derek.
—¿Quién es?
—Es el joven Greyson Detherage, milady. Y parece bastante angustiado,
si me lo permite.
Cat no se dio cuenta, pero, al oírlo, apretó tanto la pluma que sostenía
contra el papel, que derramó una mancha de tinta sobre la última palabra
escrita. Las dos sabíamos por qué estaba el muchacho en nuestro salón y lo
que sin duda alguna lo afligía. La horrible verdad sobre su padre, sobre su
familia, que Arrow no había tenido problema alguno en airear.
—Bajo ahora mismo, Polly. Muchas gracias.
—Pobre Greyson —dije en cuanto la doncella se marchó—. Cat, hazme
un favor, colócate frente a la vitrina de las copas cuando hables con él.
Quiero enterarme de todo y podré veros a través del reflejo del cristal de la
puerta.
—Ojalá pudieras hablar tú con él en esta ocasión, Nicole. Yo no sé qué
podré decirle para consolarlo y mucho me temo que ha venido por eso.
Cat se limpió los restos de tinta de sus dedos con un pañuelo, se atusó el
peinado y salió de la habitación con el gesto abatido, sin que a mí se me
ocurriera un buen consejo para enfrentar aquella situación.
CAPITULO 32
Luther Anderson estaba convencido de que una fuerza superior guiaba sus
pasos y conseguía que los acontecimientos inexplicables que se sucedían en
su vida desde que había regresado de Bristol parecieran meras casualidades.
Pero no... no podían ser solo eso, se dijo, cuando el destino volvió a realizar
otro malabarismo e hizo que coincidiera con el marqués de Hartington en la
mismísima puerta de la mansión de los vizcondes Detherage.
Él acababa de llegar y, antes de que pudiera tocar la campanilla para que
le abrieran, el elegante carruaje del marqués se detuvo frente a la entrada.
Cuando lord Hartington descendió del coche, sus miradas se quedaron
enganchadas durante unos larguísimos segundos. Después, el caballero
avanzó con decisión hasta situarse a su lado y le dirigió un seco saludo con la
cabeza.
—Señor Anderson, es el último hombre con el que esperaba encontrarme.
—Milord, lo mismo digo.
Se midieron de nuevo sin disimulos, conscientes de que tenían una
conversación pendiente desde hacía tiempo. Sin embargo, ambos debían
resolver primero un asunto mucho más urgente y, sin necesidad de
manifestarlo, pactaron una tregua momentánea hasta completar la misión que
los había llevado hasta ese punto. Pronto averiguarían que sus intereses, en
aquella ocasión, eran exactamente los mismos.
—¿Qué le trae por aquí, inspector? —preguntó Derek, al tiempo que
llamaba a la puerta.
—Tengo que hablar con Detherage.
—¡Vaya! Qué casualidad, yo también.
Ninguno dijo más, dado lo confidencial de sus mutuas averiguaciones.
Esperaron, muy tensos, a que el mayordomo les abriera la puerta y le
anunciaron, casi al unísono, su deseo de entrevistarse con el dueño de la casa.
—El vizconde ha salido hace unos minutos, señores.
—¿Sabe usted dónde ha ido? ¿O si tardará en volver? —preguntó Luther.
—No lo sé. Pero puedo avisar a lady Detherage, tal vez ella pueda
ayudarles.
—Sí, por favor —le pidió Derek.
—Si son tan amables, esperen en el salón.
El mayordomo se marchó escaleras arriba en busca de su señora y los dos
hombres siguieron las instrucciones que les había dado.
Derek miraba de reojo a su rival, sin poder evitar recordar la escena del
beso con Cat. Deseaba reprochárselo para después poder retarlo a una pelea,
pues el inspector sabía, al igual que toda la sociedad londinense, que
Catherine era su prometida y aun así se había atrevido a tocarla. La sangre le
hervía en las venas y tuvo que echar mano de todo su temple para no lanzarse
contra él en esos momentos. Quizá por eso, porque estaba concentrado en
respirar despacio para no descontrolarse, su sorpresa fue mayúscula cuando el
propio Anderson sacó el tema que lo desquiciaba.
—Sé por qué me mira con ese odio, milord. Por lo poco que conozco a
lady Catherine, le habrá hecho partícipe de nuestro encuentro en el
invernadero.
Derek se giró hacia él como un rayo. Lo fulminó con los ojos y apretó los
puños a ambos lados de su cuerpo.
—¿Tiene la desfachatez de restregármelo por la cara?
—No era mi intención —contestó Anderson, con una parsimonia que
enervó aún más al marqués—. Pero quería que supiera, si ella no se lo ha
dejado claro, que no besé a su prometida.
—No es algo que tenga que imaginarme, inspector, porque tuve la mala
fortuna de verlo con mis propios ojos. Labios contra labios, abrazo estrecho...
Juraría que sí, que la besó a conciencia.
Luther esbozó una sonrisa triste y sus ojos castaños se desviaron para
perderse en el infinito.
—Besaba a Nicole, aunque sea difícil creerlo. A día de hoy, incluso a mí
me cuesta entenderlo. Catherine solo fue el instrumento necesario para llegar
hasta el amor de mi vida. Lo que su prometida hizo por mí no podré pagarlo
jamás, y lamento los perjuicios que pueda haber ocasionado. Pero, para serle
sincero, no me arrepiento...
Antes de que terminara la frase, el puño de Derek se había estrellado
contra su mandíbula.
—Yo tampoco me arrepiento de lo que acabo de hacer —le siseó con
furia.
—¡Ejem!
Los dos hombres se giraron hacia la puerta. Derek con la respiración
agitada y los ojos violentos, y Luther frotándose la cara, algo aturdido. El
mayordomo de los vizcondes los miraba con un claro gesto de censura, pero
mantuvo el tipo para anunciar a su señora.
—Lady Detherage.
La dama entró en el salón con el rostro encendido. Era evidente que había
escuchado, o incluso visto, lo que allí había ocurrido.
—Excelencia, señor Anderson... —los saludó con cierta tirantez, pues no
era de buen gusto que las visitas se pelearan en su salón.
—Disculpe la escena que acaba de presenciar, milady. Ofendí gravemente
a lord Hartington y me temo que hemos errado el momento elegido para
solventar nuestras diferencias.
—Es evidente —coincidió la dama—. ¿Qué desean? Últimamente no me
encuentro muy bien y me temo que no estoy en disposición de ser una buena
anfitriona.
Derek sintió un pellizco de culpabilidad al darse cuenta de las profundas
ojeras en el bello rostro de la vizcondesa. Sus ojos azules estaban más
apagados que de costumbre y parecía haber envejecido años en unos pocos
días. Como Catherine ya le advirtiera, su artículo sobre las infidelidades de
Detherage había hecho mucho daño al resto de la familia.
—Queríamos saber si usted puede ayudarnos a encontrar a su esposo, lady
Detherage. Al parecer —le dijo, mirando de reojo a Anderson—, ambos
tenemos que hablar con él. En concreto, yo tengo un asunto un tanto delicado
que me gustaría…
—Déjese de delicadezas —estalló ella con despecho, para sorpresa de los
dos hombres—. ¿Tiene que ver con esa amante suya? Ustedes, los hombres
poderosos, se encubren unos a otros y son capaces de comprar con dinero la
reputación de las personas. Pero me temo, milord, que por mucho que ayude
usted a restituir la imagen de mi esposo, jamás podrá borrar de mi corazón la
enorme decepción que siento. Así que poco me importa lo que piensen los
demás. Dígale a su madre y a su prometida que no necesito ninguna gala
benéfica para que la sociedad me acepte de nuevo. Sé que mi hijo Greyson
pretende ayudarme, sin embargo, no es lo que deseo. Tengo la intención de
marcharme lejos de Londres, señores, alejarme de un hombre que me ha
insultado de este modo atroz y se ha burlado de mis sentimientos. No es la
primera vez que me ocurre, por desgracia, pero en esta ocasión no pienso
quedarme llorando en un rincón por el desamor. Empezaré una nueva vida en
el campo, alejada de cualquier hombre que pretenda herirme de nuevo. Y
ahora, si me disculpan, no puedo ayudarles. No sé dónde está mi marido
infiel.
La vizcondesa hizo amago de darse la vuelta para marcharse, pero Luther
intervino para detenerla.
—Cuando dice que no es la primera vez que sufre por amor, ¿se refiere al
señor Colton Lockhart?
La frase fue como un dardo envenenado que paralizó a la mujer a medio
camino de la puerta. Se giró despacio y lo miró incrédula, llena de tristeza al
escuchar ese nombre después de tantos años.
—¿Cómo lo sabe?
Derek miraba a uno y a otro alternativamente, sin entender lo que ocurría.
Era evidente que Anderson, al igual que él, había estado investigando a esa
familia por su cuenta.
—Tengo que contarle algo, lady Detherage, algo que no le va a gustar. Por
favor, tome asiento. Lord Hartington, si nos permite un momento a solas...
—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Derek—. Creo que yo también debo
escuchar lo que tiene que contar, porque, o mucho me equivoco, o mi
intuición me dice que ambos estamos hoy aquí por el mismo motivo.
—Lo dudo mucho, milord.
—Usted está investigando lo que le ocurrió a Nicole Beckett, y su
hermana, es decir, mi prometida, también quiere saberlo. La estoy ayudando
en ese menester, así que, si lo que tiene que decirle a lady Detherage tiene
que ver con este caso, me quedo.
—¿De qué están hablado, por el amor del cielo? —la vizcondesa se llevó
una mano a la frente, desconcertada—. Me voy a volver loca...
—Por favor. —Luther señaló el sofá para que la dama tomara asiento.
Cuando lo hizo, habló despacio y con toda la delicadeza de la que fue capaz
—. Ayer regresé de Bristol, lady Detherage, y tengo que comunicarle que
encontré al desaparecido Colton Lockhart.
Ella lo miró fijamente y su pecho comenzó a subir y a bajar con rapidez.
—¿Lo encontró?
—Perdón —intervino Derek—. Perdón por la interrupción, pero, ¿quién es
Colton Lockhart?
—Fue mi primer amor —contestó la vizcondesa—. Yo era muy joven.
Acababa de debutar en sociedad y me enamoré de él tan rápido que creí que
todo era un sueño. Y debió de serlo, porque antes de que pudiéramos
anunciar nuestro compromiso él desapareció como por arte de magia. Se
rumoreó que había tenido un idilio con una actriz de teatro, que lo
descubrieron y que no tuvo más remedio que huir para no deshonrar a su
familia con un escándalo. Yo no quería creerlo, pero no pude averiguar la
verdad porque no volví a saber nada de él. Se marchó y no me dejó ni una
nota de despedida. Yo le amaba como jamás llegué a amar a mi esposo.
Aunque, me quedó muy claro en aquel entonces que el sentimiento no era
recíproco. —La mujer miró al inspector antes de proseguir—. ¿Cómo está?
¿Le ha explicado por qué se marchó? ¿Por qué nunca volvió?
—No ha podido explicarme nada, milady. Y nunca volvió porque no pudo
hacerlo —dijo Luther, atreviéndose a coger su mano para que el impacto
fuera menor.
—¿Qué... qué quiere decir?
Los ojos de la vizcondesa ya se habían llenado de lágrimas antes de que el
inspector confirmara lo que tanto se temía.
—Lockhart está muerto. Lleva muerto muchos años. Me atrevería a decir
que casi tantos como los que lleva desaparecido.
Ella hizo una brusca aspiración que derivó en un sollozo desgarrado.
—Lady Detherage, esto es importante, necesito saberlo. Cuando estaba
enamorada de Colton, Baxter le declaró su amor y usted lo rechazó, ¿verdad?
—Sí, así es. Le expliqué que no podía amarlo porque mi corazón
pertenecía a otro hombre. Pero luego... —la vizcondesa hipó y sacó un
pañuelo para limpiarse las lágrimas—, cuando Colton desapareció, Baxter se
portó muy bien conmigo a pesar de lo cruel que fui con él. Fue mi amigo, mi
consuelo... y terminó convirtiéndose en mi esposo.
Derek cruzó la mirada con el inspector. En sus ojos encontró la verdad que
terminó de colocar las piezas que faltaban a su rompecabezas.
—¿Sabe dónde ha ido su esposo? Su mayordomo nos ha comentado que
estaba reunido con alguien y que se ha marchado hace un rato.
—No. ¿Por qué ese empeño en hablar con él, milord? Ya le he dicho que
no quiero que su madre y su prometida me ayuden.
—No es por el asunto de su infidelidad, milady —Derek sentía un nuevo
respeto por aquella dama, mas no quiso abrumarla en esos momentos con
toda la información de la que disponía—. Pero es muy importante. Debemos
hablar con él cuanto antes.
—No sé dónde puede estar. Últimamente no hablamos mucho.
Una voz llegó entonces desde la puerta y llamó la atención de los tres
ocupantes del salón.
—Creo que yo sí sé adónde ha ido.
El joven Greyson se encontraba allí, con el rostro demudado. Tenía un
papel en la mano y parecía que su contenido lo había afectado seriamente.
—¿Qué es eso? —le preguntó la dama.
—Es una nota que he encontrado en el despacho, madre. ¿O tal vez no
debería llamarte así?
Los ojos azules del muchacho estaban desolados. Casi tanto como los de
la vizcondesa cuando escuchó aquella pregunta.
—¿Qué estás diciendo? ¿A qué viene esto?
Greyson se acercó y le entregó el papel sin disimular su resentimiento.
Tanto Luther como Derek se inclinaron sobre el hombro de la dama para leer
también lo que decía la nota.
Catherine notaba una desazón cada vez mayor en la boca del estómago.
Cuando descendió del carruaje del vizconde, frente al número sesenta de St.
Jame’s Street, supo que había pecado de imprudente al no avisar a sus
acompañantes antes de salir. Las ansias por descubrir la verdad, los nervios y
la indignación por saber que muy pronto tendría frente a ella al asesino de
Nicole le habían jugado una mala pasada. Miró con aprensión la fachada del
edificio de Brook’s, uno de los clubs para caballeros más exclusivos de
Londres, y se preguntó cómo haría lord Detherage para que ella pudiera
entrar allí en su compañía. Que todos los clubs elitistas de aquella calle
prohibían el acceso a las mujeres era una realidad contra la que nada podían
hacer. Para colarse en el Foxhunter se había disfrazado de muchacho, pero
dudaba mucho que aquella treta funcionara en un lugar que tenía el privilegio
de contar como socios a los miembros más encumbrados de la sociedad.
—Venga conmigo, querida —le susurró el vizconde, tomándola del codo
con suavidad—. Iremos por la parte de atrás.
Ella lo siguió sumisa, dejándose llevar por la decisión con la que Baxter
accedió al lugar tras entregar una jugosa propina al hombre que les abrió la
puerta.
—El señor Thompson lo espera en su sala privada —le anunció el
empleado de Brook’s.
—Gracias, Tony. Como siempre, cuento con tu discreción.
—Por supuesto, milord —aseguró el tal Tony, mirando de soslayo a la
mujer que lo acompañaba.
¿Qué diantres pasaría por su mente?, se preguntó Cat, azorada. ¿Tal vez
que ella era una de sus amantes y que habían elegido aquel lugar para su cita?
El hombre no parecía escandalizado, por lo que la joven se preguntó si
aquella era una práctica habitual del vizconde.
«Céntrate, Cat, por el amor de Dios», se reprendió en silencio. «¿Por qué
estás aquí? Para averiguar lo que le sucedió a Nicole, así que no pienses en
nada más».
Avanzaron por los elegantes pasillos del club. El suelo era de madera
pulida y oscura y las paredes, adornadas con una sucesión de retratos de
ilustres caballeros, estaban forradas de tela gris a rayas. Dejaron atrás varias
puertas hasta que llegaron a la que daba acceso a la sala de uso exclusivo del
vizconde y sus invitados. Al entrar, Catherine se fijó en que era un sobrio
saloncito provisto de un mueble bar, un diván de color rojo oscuro junto a la
chimenea, y una mesa con cuatro sillas en el centro de la estancia donde, muy
posiblemente, los caballeros pasarían el tiempo jugando a las cartas. Del
techo colgaba una lujosa lámpara de araña y sobre la repisa del hogar había
un reloj de bronce con motivos florales y dos pequeñas ninfas desnudas a
cada lado.
Thompson, tal y como les habían advertido, les esperaba dentro dando
paseos de un lado a otro de la habitación. Se detuvo cuando entraron y miró
fijamente a Catherine con sus ojos de comadreja.
—¿Qué hace ella aquí?
La antipatía que la joven le profesaba se acrecentó ante su evidente
descortesía. Sintió repulsión ante su orondo aspecto y su excesiva papada.
Sus ojos examinaron sus manos, de dedos gruesos y nudillos peludos, y una
furia repentina se adueñó de todo su ser al imaginar que esas mismas manos
habían podido empujar a su hermana desde lo alto del puente de Waterloo.
Con lord Detherage a su lado para enfrentarlo, no tuvo miedo de abordar la
cuestión de su presencia en aquel lugar.
—He venido para poder mirarlo a la cara mientras confiesa cómo engañó a
mi hermana para terminar con su vida.
Thompson, por un momento, se mostró anonadado. Miró a Catherine
desconcertado y, luego, sus ojos pasaron al vizconde.
—¿De qué demonios habla esta mujer? —preguntó.
—Lo sabe, Charles —se limitó a decir lord Detherage.
—¿Ella también sabe lo de Greyson?
—Al igual que mi hermana, lo he averiguado, señor Thompson. ¿Qué
piensa hacer ahora? ¿Asesinarme como hizo con ella?
—¿Qué? —El hombre se horrorizó ante la acusación. Dio un paso hacia
ella y Catherine reculó para alejarse, buscando el refugio de lord Detherage
que no se movía de su lado—. ¿Se ha vuelto loca? ¿O es que acaso el
inspector Anderson le ha contagiado la fiebre por sus descabelladas teorías?
¡Su hermana Nicole cayó al río por accidente!
—¿Un accidente que, tal vez, usted ocasionó? —lo presionó Cat, sin
amilanarse.
Thompson movía la cabeza y su papada temblaba de indignación. Sus ojos
pasaban de los de Catherine a los de su amigo Baxter, confundido.
—¿Y se puede saber por qué haría yo algo así? ¡Yo ni siquiera conocía a
su hermana!
—Por eso le resultó mucho más sencillo, ¿verdad? Sé que usted haría
cualquier cosa por lord Detherage, porque él lo ayudó a convertirse en
inspector jefe de Scotland Yard —explicó Catherine, poniendo las cartas
boca arriba por fin—. Usted sabía que Greyson era adoptado y juró guardar el
secreto. Pero cuando mi hermana Nicole lo averiguó quiso proteger a su
amigo y a su familia. No podía permitir que nadie más supiera que el
muchacho no tenía sangre Detherage en sus venas y devolvió el favor que él
le hizo tanto tiempo atrás de la manera más vil: silenciando la voz de mi
hermana para siempre. Usted era el único que sabía que Nicole y el señor
Anderson mantenían una relación, sabía que ella acudiría al puente si era el
propio Luther el que la citaba y le envió una nota haciéndose pasar por él.
Después, imagino que fue sencillo para un hombre de su envergadura
empujarla sin más a las oscuras aguas del río.
El rostro de Thompson palideció conforme Cat hablaba. Sus ojos negros
se movían deprisa, alterados y confusos.
—Baxter, ¿qué demonios...?
El vizconde avanzó con paso decidido hacia él. Catherine pensó que su
intención era la de tranquilizarlo para que confesara al fin, pero lo que hizo a
continuación jamás podría haberlo imaginado. Sin titubeos, y con una rapidez
pasmosa, Detherage sacó una pequeña pistola del bolsillo de su chaqueta y
disparó contra la sien de Thompson, que cayó desplomado al suelo en el acto.
Cat contuvo una exclamación de horror y se echó hacia atrás hasta que la
pared le impidió seguir huyendo. No podía creer lo que acababan de ver sus
ojos, su cabeza no era capaz de procesar lo ocurrido. Temblando, se llevó una
mano a los labios para no ponerse a gritar de manera histérica.
—Se equivoca en sus suposiciones, querida Catherine. No fue nada
sencillo empujar a su hermana por la baranda del puente —susurró Baxter
con parsimonia, sin apartar la mirada del cuerpo caído de su amigo. Después,
se giró hacia ella y le mostró el arma—. Siempre la llevo conmigo. Mi
pequeña Derringer es la única en la que puedo confiar, aunque, por suerte,
con su hermana no tuve que utilizarla. Nadie se habría creído la teoría del
accidente si su cadáver hubiera presentado una herida de bala en la cabeza.
Cat estaba tan pasmada, que no pudo pronunciar ni una sola palabra y lo
observó con ojos aterrados. Baxter sacó un pañuelo y limpió la culata de la
pistola antes de volverse hacia ella y colocarla en su mano derecha. La joven
sostuvo el arma, impotente, sin entender cuál era su intención.
—Acaba de vengar usted a su hermana —le aclaró el vizconde.
—Él no... no era culpable —consiguió articular Cat, a duras penas, pues la
cruda verdad se le había presentado ante los ojos al ser testigo de la frialdad
de aquel hombre a la hora de acabar con su mejor amigo.
—No. Pero ahora todos pensarán que sí. Y fue usted misma la que me dio
la idea al sospechar de Charles, ¡es el asesino ideal! Tenía un motivo para
asesinar a su hermana, disponía de los medios y propició la oportunidad.
Además, como él se encargó de las investigaciones después de su muerte, le
resultó muy fácil hacer creer a todo el mundo que había sido un accidente,
ocultando así su fechoría.
—Será su palabra contra la mía, milord. Jamás admitiré haber disparado
esta pistola.
—¡Oh, no hará falta, querida! Todos lo darán por hecho cuando
encuentren su cadáver flotando en el río con el arma entre sus ropas.
La joven inspiró hondo para no desmayarse ante aquel anuncio. Notaba las
piernas débiles, apenas la sujetaban. Observó al hombre que siempre había
creído bondadoso y amable y comprobó hasta qué punto se escondían los
monstruos en aquella sociedad.
—Da igual lo que me haga, no se saldrá con la suya. Tarde o temprano
alguien lo descubrirá, al igual que descubrieron que engañaba usted a su
esposa con una amante.
—Querida, ya me he salido con la mía en muchas ocasiones. Esta vez no
será diferente, porque a las personas, en general, les gustan las historias
morbosas y estarán deseando creer en la que yo mismo difundiré: desde que
su hermana murió, usted ha intentado encontrar culpables donde no los había.
Al final, trastornada de dolor, volcó toda su amargura en la figura del
principal responsable en la investigación del accidente. Averiguó que
Thompson había enviado lejos al inspector Anderson que, tan trastornado
como usted misma, se empeñaba en convencerla de que todo había sido
producto de una mente malvada y asesina. Eso la hizo pensar que era
culpable y que intentaba deshacerse de cualquiera que pusiera en duda su
versión de los hechos. Así, planeó su venganza y terminó con su vida de un
disparo en la sien, porque sabía que, de ese modo, no erraría el tiro. —Los
ojos de Baxter se oscurecieron antes de finalizar la disertación—. Sin
embargo, se dio cuenta de que impartir justicia no le reportó la paz que
buscaba. La muerte de Thompson no le devolvió a su hermana, por lo que,
enloquecida, acudió al mismo lugar en el que la había perdido... solo para
poder reunirse con ella y acabar con su dolor.
—El puente —susurró Cat, hipnotizada por el macabro relato.
—El mismo puente, eso es. Aunque, esta vez, no será un accidente, sino el
suicidio de una joven incapaz de superar la pérdida de su gemela.
Catherine miró la pistola en su mano y Baxter le leyó el pensamiento.
—No se esfuerce, es demasiado pequeña y solo hay sitio para una bala.
Sin embargo, esta otra tiene cuatro en cargador —espetó, sacando otra
Derringer un poco más grande del bolsillo de su chaleco—, así que hará todo
lo que yo le diga o será mucho peor.
—¿Mucho peor que morir lanzándome desde un puente? —preguntó Cat,
sacudiéndose parte de su miedo para hacer frente a ese hombre abominable.
—Conozco métodos de hacerle daño sin causarle la muerte, Catherine.
Créame, si le meto una bala en la espalda puedo dejarla impedida para el
resto de su vida, o puedo dejarla ciega; o puedo, simplemente, apalearla hasta
que su cabeza se olvide de sus seres queridos y de sí misma. Usted elige.
Catherine lo miró con un odio tan intenso que, por un momento, Baxter se
encogió sobre sí mismo. Mas se sobrepuso rápido, porque él tenía el control
de la situación. La joven observó el cuerpo inerte de Thompson en el suelo y,
con renuencia, asintió con la cabeza.
Mientras abandonaban el club, Catherine buscó con desesperación un
espejo. O alguna superficie donde verse reflejada. Y la encontró en el cristal
de la ventana del carruaje del vizconde, cuando el empleado del club, al que
Baxter había sobornado, le abrió la puerta para que subiera. Miró los ojos de
Nicole, que estaban horrorizados al verla en compañía del que, ahora sí, había
reconocido por fin como su asesino.
—Él se quedó con mi espejo de mano. Debes encontrar el modo, avísale
—dijo en voz alta.
—Disculpe, ¿decía usted algo? —preguntó Tony, que no había entendido
el mensaje.
—No, hablaba sola —se excusó.
Una vez se acomodó en el carruaje, Baxter se sentó frente a ella. La
observó con el ceño fruncido.
—¿Qué demonios le ha dicho a Tony? Si pretendía ponerlo sobre aviso,
olvídelo. Compré la lealtad de ese hombre hace mucho tiempo y aún le pago
para que guarde todos mis secretos.
—No le he dicho nada, milord. Es, simplemente, que cuando estoy
nerviosa suelo murmurar entre dientes.
Él se recostó en el asiento y una sombra oscura cruzó por su rostro
mientras la observaba.
—Tranquila. Todo habrá terminado antes de que se dé cuenta.
Lo que había sido una tarde encapotada con un cielo gris que amenazaba
lluvia, se había convertido en una noche con niebla cuando el carruaje de lord
Detherage se detuvo a la entrada del puente de Waterloo. Catherine pensó
que la mala suerte se cebaba con ella y que, por contra, la fortuna sonreía al
monstruo que tiraba de su brazo para que descendiera del vehículo.
—Esto no tiene por qué acabar así, Baxter —le dijo, prescindiendo de
cualquier tipo de formalidad; el hombre no la merecía—. Recapacite, tarde o
temprano todos sus crímenes saldrán a la luz. Es demasiada casualidad que
yo termine en el fondo del río, como mi hermana. Esta vez no los convencerá,
la gente que me conoce sabe que yo jamás haría algo así.
—Es tarde y no tengo más opción. Sabe usted demasiado.
Catherine miró en todas direcciones, desesperada. Había otras personas
cruzando el puente en esos momentos, pero la espesa niebla londinense le
impedía ver con nitidez sus rostros, al igual que ellos tampoco podían ver el
terror en su gesto. Además, notó el cañón de la pistola del vizconde en la base
de la espalda y su advertencia le llegó como un veneno derramado sobre su
oído.
—Conocí a un hombre que recibió un disparo en la columna vertebral;
créame, el dolor es insoportable. Se volverá loca y deseará haber muerto.
La joven se estremeció ante la expectativa. Sin embargo, no podía aceptar
ese destino con tanta docilidad. Si de todas maneras iba a morir, ¿qué perdía
por intentarlo?
Mientras caminaban hacia el centro del puente, Cat esperó a ver alguna
silueta más cruzándose en su camino. En cuanto detectó la presencia de otro
ser humano, clavó el codo con todas sus fuerzas en el estómago de Baxter y
salió corriendo hacia la figura que se recortaba entre la niebla.
—¡Socorro, ayúdeme! —gritó.
—¿Qué ocurre? —escuchó una voz masculina y, al momento, el rostro de
un hombre vestido con ropas humildes, que llevaba un saco de verduras a la
espalda, apareció de la nada con gesto alarmado.
—¡Socorro! —volvió a gritar Cat, sin dejar de correr.
Entonces sonó un disparo y ella, por instinto, se agachó cubriéndose la
cabeza. Escuchó las pisadas del vizconde entre sus propios jadeos
angustiados y al momento lo tuvo a su lado, aferrándola de nuevo por el
brazo para incorporarla. La zarandeó con violencia, fuera de sí.
—¡Mire lo que ha hecho! —exclamó, empujándola para que observara el
cuerpo caído del desconocido, frente a ella.
La bala le había dado de lleno en la frente y yacía boca arriba, con los ojos
espantados y las verduras que llevaba en la bolsa desparramadas a su
alrededor. Catherine contuvo una arcada cuando la culpabilidad perforó su
corazón.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Era un disparo?
—¿Qué ha ocurrido?
Distintas voces les llegaron desde otras partes del puente y Baxter se
apresuró. Estrujó su brazo con extrema crueldad y tiró de ella hacia la
baranda del puente. Cat se resistió con todas sus ganas, pero la desesperación
parecía dotar al vizconde de una fuerza sobrehumana. Un tirón definitivo la
estampó contra la piedra del antepecho y la dejó sin respiración. Antes de que
el aire volviera a entrar en sus pulmones, las manos del hombre la aferraron
por las piernas y la elevaron para empujarla al vacío.
—¡Déjala en paz, maldito bastardo! —gritó entonces una voz masculina
que Cat reconocería en cualquier parte.
Sin embargo, era tarde. Alguien golpeó al vizconde y este la soltó. Su
precaria postura, unida a la fuerza del impacto, la precipitó por encima de la
barandilla y su estómago dio un vuelco cuando notó el vacío que se abría ante
ella. Gritó, aterrada, un segundo antes de que una mano firme y salvadora la
aferrara de la muñeca. Notó un doloroso tirón en el brazo y supo que se había
dislocado el hombro. Pero no había caído. Estaba suspendida en el aire, con
aquella mano fuerte como único punto de anclaje a la vida.
Miró hacia abajo y no distinguió nada, excepto la blancura helada y vacía
de la niebla. Escuchó un grito. Escuchó un disparo. Todo a la vez. Todo
mezclado en aquel aterrador momento en el que no era consciente de si
estaba viva o, por el contrario, se encontraba ya inmersa en una pesadilla de
muerte.
—¡Cat, amor mío, mírame!
La calidez de aquella voz le arrancó un sollozo y obedeció. Sus ojos se
llenaron de lágrimas al contemplar el rostro preocupado de Derek, que la
sostenía desde lo alto y la llamaba para que no se rindiera.
—Derek...
—¡Vamos, dame la otra mano! ¡Te subiré!
El dolor en el hombro la debilitaba, mas intentó por todos los medios
alcanzar a Derek con la mano que le quedaba libre. Sus dedos se rozaron,
pero el vaivén de su cuerpo suspendido en el aire los alejó.
—¡No puedo! —se lamentó, al tiempo que se perdía de nuevo en el vacío
bajo sus pies.
—Cat, Cat... mírame —insistió él, esta vez con más calma—. Mira mis
ojos, Cat, estoy aquí, quédate conmigo.
Ella alzó la cabeza. Vio el amor de Derek en la expresión de su rostro y
cogió aire. Tomó impulso y movió su brazo hasta que encontró, esta vez sí, la
mano firme del hombre. Él tiró entonces para elevarla y la joven gritó de
dolor. Pataleó hasta que sus pies encontraron el pretil del puente y los apoyó
para que la tarea de subir fuera más sencilla. Cuando quiso darse cuenta, se
encontró apretada contra el pecho masculino, envuelta en la seguridad de sus
fuertes brazos.
Las piernas no la sostenían. Se encontraba aturdida, desorientada y, de
pronto, los labios de Derek llenaron todo su rostro de besos desesperados.
—Creí que te perdía, creí que no volvería a verte —le susurraba.
Catherine parpadeó y se fijó en sus ojos. Pudo leer el tormento que había
sufrido y su corazón recuperó la esperanza.
—Has venido a por mí —musitó.
—Siento no haber llegado antes.
—Pero, ¿cómo? ¿Cómo has sabido...?
—Perdóname, dulce Cat. —Derek acunó sus mejillas pálidas entre las
manos—. Tú tenías razón, el amor puede con todo. No he sido yo quien te ha
encontrado, ha sido Luther.
—¡Luther! —Cat dio un paso atrás, sorprendida y algo alarmada—. No,
Derek, yo... no lo amo. No es posible que él...
—Shhh —El marqués colocó un dedo sobre sus labios—. Me explicaré
mejor: el amor de Luther por tu hermana Nicole es el que nos ha traído hasta
ti.
Los ojos de Cat volvieron a llenarse de lágrimas al escuchar aquello.
—¿Ella... ha podido...?
—Ni yo mismo lo entiendo —empezó a explicar Derek; entonces, un grito
desde algún punto cercano del puente reclamó de forma súbita su atención.
—¡Milord, socorro! ¡Ayúdeme, milord!
—¿Ese es Greyson? —preguntó Cat, limpiándose los ojos al tiempo que
escudriñaba a través de la niebla porque era incapaz de distinguir nada.
Derek y ella siguieron el sonido de aquella voz hasta que dieron con el
muchacho. Lo encontraron arrodillado junto al cuerpo caído de un hombre y
Catherine lamentó que el joven presenciara el lamentable incidente con su
padre.
Mas, cuando se acercaron, se llevó una mano a la boca por la impresión,
porque el que yacía tirado en el suelo con una herida de bala en el pecho era
Anderson, y no el vizconde como había pensado.
—¡Oh, Dios mío, Luther! —gritó, abalanzándose sobre él. Cayó a su lado
y le abrió la chaqueta solo para comprobar que la mancha oscura de sangre se
había extendido y había empapado el chaleco y la camisa—. ¡No! ¿Qué ha
pasado?
—El marqués —comenzó Greyson, traumatizado por lo que acababa de
presenciar—, el marqués corrió hacia mi padre y lo embistió cuando la
empujaba por la barandilla. Lo apartó y pudo sujetarla, pero él se revolvió.
Entonces, el inspector... Él se interpuso en su camino y mi padre disparó. —
El chico movió la cabeza, aturdido por las imágenes—. A pesar de estar
herido, el señor Anderson continuó forcejeando y lo apartó del marqués para
que pudiera socorrerla. Hasta que se desplomó sobre el suelo. Mi padre… —
Greyson cogió aire y sus ojos brillaron desolados— ... mi padre me miró un
instante y yo no pude reconocerlo. Era un extraño, lady Catherine. Un
hombre enloquecido, un... asesino. Se dio la vuelta y desapareció entre la
niebla.
—Luther, ¿me oye? —Derek se había arrodillado también junto al
inspector y trataba de que abriera los ojos. Por el leve movimiento de su
pecho, se intuía que su cuerpo aún conservaba un hálito de vida.
Su rostro estaba muy pálido. Emitió un gemido ronco y parpadeó. Trató de
enfocar la vista y Catherine se inclinó sobre él, cogiéndole la mano para que
supiera que no estaba solo.
—Luther...
Los ojos castaños observaron su rostro y una sonrisa de paz transformó su
gesto dolorido.
—Nicole —musitó.
—Soy Cat. Luther, quédese con nosotros, aguante. —La joven se limpió
las lágrimas con la manga—. Avisaremos al médico, se pondrá bien.
—Veo a Nicole —volvió a decir, desviando los ojos.
Levantó la mano que le quedaba libre en el aire. Catherine pensó que la
buscaba a ella, pero, en su lugar, el inspector acarició algo que no era visible
para ninguno de los presentes, salvo para él. Un instante después, la mano
cayó de golpe, inerte, y sus ojos se quedaron ya fijos mirando ese punto del
infinito...
...un punto en el que, Cat estaba convencida, Nicole lo estaba esperando.
CAPITULO 41
La boda del marqués de Hartington con lady Catherine Beckett fue tal y
como sus madres habían planeado. Incluso mejor, porque el tiempo
acompañó con un día agradable y despejado, no faltó ninguno de sus
invitados —a excepción de la vizcondesa Detherage, que se había retirado
una temporada al campo por razones obvias—, y no se produjo ningún
contratiempo que empañara aquellos momentos de felicidad.
Lady Lowell no podía ser más feliz. Como una gallina clueca, miraba con
adoración a su hijo en lo alto del altar, con su chaqué de novio, impecable,
regio y elegante, y tan guapo que Martha estaba convencida de que no era
amor de madre, que realmente Derek era el hombre más apuesto de aquella
iglesia. Y Catherine estaba espectacular. Adorable con su vestido blanco —
aunque ella conocía su secreto y sabía que no debería usar ese color—,
bellísima con aquel recogido plagado de pequeñas flores blancas repartidas
por su cabello pelirrojo y un rubor muy sospechoso en las mejillas. ¿Tal vez
su nuera llevaba ya en su vientre a su futuro nieto? Martha se agitó en su
banco de la primera fila al pensarlo y pareció ensanchar una talla de pura
satisfacción.
Más tarde, durante la recepción que ofrecieron a los invitados, todos se
mostraron entusiasmados con la encantadora pareja. Los dos jóvenes se
entregaron por completo en su papel de protagonistas y le dedicaron su
tiempo con una enorme sonrisa a todo aquel que se acercaba a felicitarlos. Al
fin, cuando el baile comenzó, Derek pudo disfrutar de unos instantes a solas
con su esposa. Habían elegido un vals para empezar, porque para ellos tenía
un significado especial; los dos volvieron a sentir, girando uno en brazos del
otro, que no había otra pareja con la que la armonía en cada paso fuera tan
perfecta.
Derek, perdido en los ojos verdes de Cat, la apretó contra su cuerpo y se
inclinó sobre su oído para hablarle.
—Quiero irme de aquí. Esto es una tortura.
—¿Bailar conmigo es una tortura? —bromeó Catherine, que lo conocía lo
suficiente como para saber a qué se refería.
Derek gruñó con los labios pegados a su oreja.
—Sí, lo es. Porque a mí me gustaría terminar este baile de una manera que
escandalizaría a todos los presentes.
—¿Y cómo, exactamente, lo terminarías? —Catherine le acarició la nuca
con dedos juguetones y notó cómo su esposo se estremecía entre sus brazos.
—Contigo debajo de mi cuerpo, dulce Cat.
Ella notó aquel deseo recorriendo cada fibra de su ser. Se miraron a los
ojos y el mundo dejó de existir a su alrededor.
—Tengo unas ganas locas de besarte —continuó Derek—. Creí que
cuando nos casáramos podría hacerlo siempre que quisiera.
—Y podrás, cuando estemos a solas.
—Finge que te tuerces un tobillo. —Catherine estalló en carcajadas al
oírlo—. ¿Por qué te ríes? Lo digo completamente en serio.
Ella movió la cabeza sin perder la sonrisa. Adoraba a ese hombre.
—No podemos usar la misma táctica dos veces, todo el mundo se dará
cuenta de que es un engaño.
—¿Y qué? Me importa muy poco lo que puedan pensar. Solo quiero
sacarte de aquí y llevarte a la cama más cercana.
—Señor marqués, me está escandalizando con sus proposiciones.
—Pues acabo de empezar, señora marquesa. Aún queda mucha noche por
delante, así que prepárate para lo que vas a oír a partir de ahora. —Los ojos
negros de Derek brillaron con anhelo—. Vamos, en el siguiente giro, tropieza
y yo te sostendré.
—¡No pienso hacer tal cosa! He prometido varios bailes después de este: a
mi padre, al joven Greyson y a su amigo Gilbert, por ejemplo. Soy la novia,
debo atender a los invitados.
—De eso nada. Eres mi esposa, yo soy tu prioridad. Además, permitiré
que bailes con tu padre, incluso con Greyson, pero ese amigo suyo no me
agrada. No quiero verte cerca de él.
Catherine frunció el ceño al oírlo. ¿Se había vuelto loco?
—¿A qué viene esto?
—Viene a que antes lo he visto, cuando te ha saludado. Y te miraba de una
forma que no me ha gustado nada. ¡El descarado te ha seguido con los ojos
cuando te has alejado!
Catherine volvió a reír y, esta vez, fue ella la que se apretó contra él.
—Derek, mi amor, ¡tiene dieciséis años! Yo soy una vieja para él, no
pensarás que el muchacho...
—Cat, yo también he tenido dieciséis años, sé lo que pasa por su
depravada mente adolescente. Si yo me hubiera encontrado con una dama tan
bella como tú, que me sonriera del modo en que tú les sonríes a todos, estaría
pensando en una única cosa... constantemente.
—Cada uno es libre de pensar en lo que quiera —musitó ella, enternecida
por los celos ilógicos del marqués.
—No si sus pensamientos giran en torno a mi esposa —declaró con
pasión.
Ella se detuvo de golpe, en mitad de la pista de baile, y fundió sus ojos
verdes con lo de Derek. Le acarició el mentón con dedos temblorosos, se alzó
de puntillas y buscó sus labios para besarlo sin importarle que todas las
miradas de aquella sala estuvieran centradas en ellos.
—Juegas con fuego, marquesa —susurró Derek, encantado con su
atrevimiento.
—Tres bailes más, Derek, los suficientes para no ser desconsiderados, y
podrás sacarme de aquí.
—Tres bailes, pero ninguno con Gilbert Hake.
Catherine le sonrió, seductora.
—Está bien. Para cuando llegue su turno, ya me habré torcido el tobillo...
A ninguno de los dos les importó que sus respectivas madres no vieran
con buenos ojos su huida temprana de la fiesta. Algunos caballeros
bromeaban sobre las prisas de los recién casados y entendían a la perfección
que el marqués quisiera estar a solas con su flamante esposa. En el coche que
los aguardaba a la salida se encontraron con Oliver, que sería el encargado de
llevarlos hasta la mansión Hartington, pues el chófer de la casa se quedaría
para esperar a la marquesa viuda.
—Lady Lowell —se dirigió a Cat cuando la vio aparecer, abriéndole la
puerta del carruaje—, mis más sinceras felicitaciones. Es usted una novia
muy bonita.
—Gracias, Oliver. ¿Ya no me guardas rencor?
El rubio desvió los ojos hasta Derek y su gesto serio se tornó
malhumorado, como era costumbre en él.
—¿Qué le has contado?
—Es mi esposa, no tengo secretos para ella. Le expliqué lo que pensabas
de su aventura con Anderson.
—No sé por qué sigo a tu lado —gruñó Oliver, dejando muy claro lo que
pensaba de la indiscreción del marqués. Después, sus ojos regresaron a
Catherine—. Señora, le pido perdón si en algún momento he llegado a
ofenderla con mi actitud.
A Cat le hizo gracia que la disculpa sonara como una regañina, pero ya
conocía el carácter huraño de aquel hombre y posó una mano sobre su brazo
con una sonrisa.
—Nunca me has ofendido, Oliver, todo lo contrario. Valoro mucho la
lealtad ciega que sientes por Derek y eso te convierte en una de las personas
más importantes de nuestra vida. Espero, con el tiempo, ganarme tu
confianza y tu amistad del mismo modo, y que pueda contar contigo siempre
que te necesite.
Sin ella saberlo, con aquel gesto y aquellas palabras, Cat acababa de
conseguir justo lo que le estaba pidiendo. Oliver esbozó algo parecido a una
sonrisa azorada y asintió con sequedad con la cabeza, invitándoles a subir sin
más dilación para no alargar aquel incómodo momento.
—Espero llegar a gustarle algún día —murmuró la joven una vez dentro,
cuando ya no podía oírla.
—Oliver ya está loco por ti, aunque no lo admita —le dijo Derek—. Por
eso le molestó tanto lo que ocurrió entre Anderson y tú.
—Vaya, pues tendré que tener mucho cuidado en el futuro para no volver
a defraudaros a ninguno de los dos.
—No lo harás —susurró Derek, cogiéndola para acomodarla en su regazo
—, puesto que no volverás a besar a otro hombre en toda tu vida. No tendrás
necesidad, porque yo te daré todos los besos que necesites, cuando quieras,
donde quieras y como los quieras.
Ella se removió, ansiosa, y le rodeó el cuello con los brazos.
—Necesito uno. Ahora. En los labios. Y que sea de los buenos... —le
pidió, siguiéndole el juego.
Derek le mostró su sonrisa ladeada, encantado con la respuesta. Durante el
resto del trayecto hasta Hartington House, se dedicó a besarla a conciencia,
tal y como ella deseaba, separando sus bocas únicamente para coger aire y
poder continuar con aquella actividad tan placentera. Para cuando llegaron a
su destino, ambos estaban acalorados y la sangre en sus venas bullía de
impaciencia. Atravesaron el camino de entrada a toda prisa, casi atropellaron
al mayordomo que les abrió la puerta principal y subieron las escaleras con
Derek tirando de una Cat que no podía seguirle el ritmo.
Cuando alcanzaron la habitación del marqués, cerraron la puerta y se
miraron el uno al otro con los ojos brillantes y la respiración acelerada.
—Dios mío, Cat, ¡cuánto te amo! —exclamó, incapaz de contener entre
sus labios todo lo que le explotaba en el pecho.
Se acercó a ella, ahora más despacio, tomándose su tiempo, y se inclinó
para besarla con suavidad en el cuello. Inhaló su delicado aroma a rosas y
notó la vena que latía frenética en la garganta femenina. Emitió un gruñido de
satisfacción al saber que ella estaba igual de excitada. Sin embargo, ahora que
sabía que ya la tenía para él toda la noche, no deseaba apresurarse. Quería
acariciarla, besarla y amarla como se merecía. Y, si era posible, unas cuantas
veces... Sus manos buscaron los enrevesados botones de la espalda del
vestido y fue desabrochándolos uno a uno, mientras compartían sus bocas y
los suspiros que acompañaban a cada beso. Tardó bastante en desnudarla,
porque, al mismo tiempo, las manos de Cat también le habían ido despojando
de todas sus prendas. Y así, uno frente al otro, sin la barrera física de la ropa
entre sus cuerpos, se fundieron en un abrazo íntimo que los llenó de
satisfacción.
—Mi dulce Cat, eres la mujer más maravillosa que jamás he conocido —
le susurró Derek al tiempo que le mordía el lóbulo de la oreja.
—Sigue diciéndome esas cosas, esposo, pero en la cama —le pidió ella,
cogiendo su mano para tirar de él hasta el lecho.
Se dejaron caer sobre el colchón y la buena voluntad de Derek se evaporó
en cuanto tuvo el cuerpo suave y tibio de Cat bajo su propio cuerpo. Aquella
mujer lo llevaba a la locura, porque lo buscaba y se retorcía exigiendo lo que
sabía muy bien que encontraría. Antes de darse cuenta, ella lo había
acomodado entre sus piernas y lo incitaba para que no la hiciera esperar más.
—Derek... —lo llamó, con los labios entreabiertos y los ojos verdes
nublados de deseo.
Él la besó profundamente al mismo tiempo que se hundía en ella,
consciente de que en el mundo no había nada comparable a la emoción que
sentía en esos momentos. La amó con una pasión entregada, con las ganas de
convertir ese instante en un recuerdo eterno, con el corazón lleno de todo lo
bueno que se había despertado en él tras conocer a esa mujer. Cat había
conseguido desterrar de su mundo la amargura que lo acompañaba desde que
había perdido a su hermana y a su padre, y esa noche, con cada caricia y cada
beso, él le devolvió el favor hasta que ambos se quedaron dormidos,
completamente extenuados el uno en brazos del otro.
—No pongas esa cara —le susurró Derek, pasándole un brazo por la
cintura y besándola en el cuello—. Hay otros artículos muy interesantes en
este último número. Y son todos amables, como verás. Solo noticias alegres y
que destacan lo mejor de nuestra sociedad.
—Eso no importa, Derek. Te matará. Y yo seré la siguiente, por habértelo
permitido.
Nada más decirlo, escucharon que llamaban a la puerta principal. John, el
mayordomo, acudió al reclamo y, al momento, la voz de la marquesa viuda se
elevó en la entrada hasta rebotar contra las paredes.
—¡Derek James Lowell! ¿Dónde estás? ¡Exijo de inmediato una
explicación a este desatino!
Los recién casados se miraron a los ojos. Ella, con el espanto más
absoluto, y él, con el regocijo que le reportaba su última travesura.
—Corre —le susurró, tirando de Cat para ponerla en pie—. Escaparemos
por la puerta de la cocina.
—Pero, ¿te has vuelto loco? Soy una dama respetable, no huiré como un
conejo asustado.
—¿Quieres quedarte y discutirlo con ella?
—¡¡Derek James Lowell!! —la escucharon gritar de nuevo, fuera de sí.
Cat no lo pensó más. Agarró sus faldas para no tropezar y salió corriendo
en la dirección contraria. Su esposo la siguió, conteniendo una carcajada. Si
había pensado que sus aventuras habían terminado con aquel último número
de Golden Arrow, se había equivocado por completo. Al lado de esa increíble
mujer, todos los días estarían llenos de excitantes vivencias y auténtica
felicidad.
FIN
NOTA DE LA AUTORA
Siempre que escribo una novela histórica de este género, me gusta aclarar
que se trata de una ficción romántica y, como tal, tanto los personajes que
aparecen en ella como los hechos que acontecen durante la historia son
ficción. Aunque, en este caso, tengo que decir que hay una excepción. Uno de
los personajes existió en realidad y sus abominables actos ocurrieron en aquel
Londres de finales de siglo XIX. Amelia Elisabeth Hobley (más tarde Dyer,
cuando se casó) fue una de las asesinas en serie más brutales de la historia.
Una perversa decisión de la Inglaterra victoriana (la Ley de Enmienda de la
ley de Pobres, que liberó de toda obligación de pago y sostén a los padres de
hijos ilegítimos), favoreció su vena sangrienta y comenzó a ofrecerse como
“agente de adopción o de crianza” a todas esas madres solteras que sufrían
doble asfixia: el estigma social y el brutal trabajo en las fábricas para
mantener apenas a sus hijos. Les requería a cambio un pago en cuotas o total
y adelantado con tarifa única. Los bebés de los que se hacía cargo pasaban
hambre y los más llorosos eran sedados con una mezcla de alcohol y
opiáceos. Muchos murieron por narcotismo o desnutrición severa, pero, con
el tiempo, ella misma los asesinaba ahorcándolos con cintas. Convirtió el
crimen masivo, serial, como modo de vida y fortuna. Finalmente, tras
encontrar varios cadáveres en el río Támesis, fue ahorcada en 1896 por 12
crímenes probados, aunque los cálculos policiales alcanzaron 200 o 300
casos.
Para terminar, solo me queda añadir una disculpa por las licencias que
haya podido tomarme (y que, de hecho, me he tomado) a la hora de contar
esta historia ambientada en la Inglaterra victoriana. Siempre intento ser lo
más fiel posible a las costumbres de la época durante la que transcurre la
trama, pero, en ocasiones, son los propios personajes los que sacan los pies
del tiesto y soy incapaz de reconducir sus modales para que no se conviertan
en anacronismos andantes. Lo dicho, se trata de ficción romántica y espero
que haya cumplido con su cometido y la hayáis disfrutado.
AGRADECIMIENTOS
Esta historia surgió de un sueño que tuve. Recuerdo que aquel día me
desperté emocionada y, durante el desayuno, les conté a mi marido y a mis
hijas la historia que se me había ocurrido, en la que había un fantasma dentro
de un espejo y le pedía ayuda a su hermana gemela para investigar la
identidad de su asesino. Me miraron alucinados, resignados a mis desvaríos,
y me dieron todo su apoyo para que escribiera una novela con ese argumento
que, así contado de primeras, era todo un disparate. Gracias a los tres por
escucharme, por aguantarme, y por aportar ideas en los momentos de
bloqueo, os quiero muchísimo.
Mi agradecimiento también a las personas que se han leído la novela antes
de que saliera publicada y me han ayudado a corregir errores, a pulirla y,
sobre todo, a aplacar los nervios que tenemos todos los autores cuando la
fecha del estreno se acerca. Gracias a Elena Castillo, la primera en darme su
entusiasta opinión, que siempre me sube la moral cuando creo que lo que he
escrito no alcanza el nivel que los lectores se merecen. Gracias por nuestras
charlas y los momentos de risas en la distancia, que espero que sean muchos
más. Gracias a Eva Rodríguez, mi lectora cero más crítica, cuyas revisiones
logran que el texto quede mucho más redondo y coherente. Tu ayuda es
inestimable, gracias, amiga. Gracias a Mónica Maier y a Irene Ferb,
compañeras y amigas, por estar siempre ahí, a un mensaje de distancia.
Espero que pronto podamos vernos otra vez en una de nuestras quedadas que
ya echo mucho de menos. A Irene, además, mi agradecimiento no solo por
ejercer de lectora cero, sino por ser una heroína en esta época tan complicada
que estamos viviendo de emergencia nacional. A pesar de estar dándolo todo
en tu puesto de trabajo como enfermera de la UCI, has sacado tiempo para
leer el manuscrito y darme tu opinión. Eres increíble, y hago extensible mi
agradecimiento a todos tus compañeros sanitarios, nuestros ángeles de la
guarda en esta lamentable situación.
Gracias a toda mi familia. En especial, a mi madre, cuya opinión es muy
importante porque es lectora de romántica de toda la vida y tengo muy en
cuenta su criterio. A mi padre, por leer la novela aunque no es un género que
le guste especialmente, y por enviarme las erratas que ha ido encontrando por
el camino. A mi hermana Inma, que no quería que escribiera esta historia
porque no le veía futuro y, sin embargo, al final, ha confesado que sí, que le
ha gustado y que es mejor de lo que esperaba. A mi cuñada Alicia, que me
animó muchísimo cuando la terminó de leer y me aseguró que la
novela iba a gustar al público dándome alas para seguir
adelante... ¡ojalá tengas razón, Ali!
Y, por último, mi agradecimiento eterno a todos los lectores que le habéis
dado una oportunidad a esta historia. Sin vosotros la novela no es nada, solo
palabras sobre un fondo blanco. Para que cobre vida, necesita ser leída.
Espero de corazón que la hayáis disfrutado.
SOBRE LA AUTORA
Si te ha gustado esta historia, puedes encontrar las otras dos novelas que
tengo autopublicadas en Amazon, tanto en papel como en formato Ebook:
La Joya de Meggernie
El Secreto de Malcom
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