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Seminario Ortodoxo de Formación para Iberoamérica

Instituto de Teología San Juan Damasceno

Universidad del Balamand

SOFI271: LOS SACRAMENTOS


LA VIDA SACRAMENTAL EN UNA ERA SECULAR
LECCIÓN 12 - SECCIÓN 3
12.3. La presencia de Cristo en los Sacramentos y “el Sacramento
del hermano”

El completo mensaje de Cristo tiene como propósito la disipación de


todas las fronteras y la superación del instinto del hombre caído, para que éste
se abra a la presencia de Cristo y haga de su hermano un sacramento. Pero, de
hecho, ¿qué es un sacramento? Es un acto del Espíritu Santo que hace
presente a Cristo, tal como Él nos lo prometiera. Siempre hay un vínculo
entre nosotros y las Personas Divinas: en el Bautismo, el Espíritu Santo nos
“injerta” en Cristo; en la Eucaristía nos volvemos un solo Cuerpo con Él;
con la Crismación recibimos el don del Espíritu Santo, para que podamos
cumplir con los mandamientos; con el arrepentimiento entramos
nuevamente en el Cuerpo, si es que hemos salido de él; con la Santa Unción
nos volvemos nuevamente miembros sanos y santos, si nos hemos
enfermado; con el Matrimonio, Cristo se hace presente en la iglesia
doméstica y con la Ordenación Sacerdotal se realiza el Cuerpo de Cristo.
En todos estos casos, siempre por medio de la Gracia del Espíritu Santo,
toma lugar un fortalecimiento del Cuerpo de Cristo y de la relación
personal de los fieles con las Personas Divinas.
De esta forma, los sacramentos se presentan como importantes intervalos
de tiempo en nuestra relación personal con Cristo. No son simples eventos que
simplemente se extienden por un instante, porque, por ejemplo, la duración del
Matrimonio no se limita al tiempo que toma la celebración del sacramento, que
es tan sólo la inauguración de la presencia de Cristo en la vida familiar. La
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realización de los sacramentos constituye un tiempo poderoso, el momento más


evidente de una relación, entre Dios y nosotros, que se extiende para toda la
vida. Así las cosas, realmente no es tan relevante el número de sacramentos,
porque, de hecho, no existe sino uno solo: el de la presencia de la Palabra de
Dios entre los fieles, la del “Emanuel” —Dios está con nosotros— en el seno de
la Iglesia, la de Dios entre nosotros, en Su Cuerpo.

En este sentido, podemos hablar con justicia del “Sacramento del


hermano”: la revelación —por medio del Espíritu Santo— de la presencia de
Cristo en nuestro semejante. Dios está presente y escondido en cada enfermo, en
cada forastero, en cada hambriento, en cada recluso. O, como en la “Parábola
del buen samaritano”, en donde los roles se invierten. El samaritano, es decir, el
forastero —el hereje, si queremos— baja de su montura, pone un poco de vino y
aceite en las heridas de aquel a quien encuentra tendido, lo lleva y lo
encomienda al dueño de la posada, diciendo, “si tuvieses que gastar más,
cuando vuelva te lo remuneraré por completo”. En estas palabras reconocemos
al mismo Señor Jesucristo cuidando de aquel hombre herido por los
malhechores, que no son otra cosa que los demonios. Cuidando de los enfermos,
entramos en comunión con Cristo. Y esto es ya un misterio, un sacramento,
porque Cristo se hace presente en él. ¿Pero en dónde radica la acción del
Espíritu Santo? El Espíritu Santo es Aquel que nos lleva a descubrir la presencia
de Cristo en el otro.
¿Cuál es el vínculo que une el Sacramento del Altar con el
“Sacramento del hermano”? Durante la Divina Liturgia, antes de
pronunciar el Credo, decimos: “Amémonos los unos a los otros, para
profesar unánimes nuestra fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo,
Trinidad consustancial e indivisible”. La primera parte de la frase se sitúa
en el plano de la relación entre hermanos; sin esta relación, es imposible
dar testimonio del misterio de la Santísima Trinidad. Así, el acto del
espíritu que da testimonio de la Trinidad y los vínculos del corazón que

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unen a los cristianos en el amor son absolutamente complementarios. No


podemos dar testimonio del misterio de la Santísima Trinidad sin tener una
experiencia, al menos relativa, del amor al prójimo; de lo contrario,
estaríamos cayendo en lo falso y en la hipocresía.
Reencontramos, así, los dos polos del mensaje de Cristo, retomando
los textos fundamentales del Antiguo Testamento: “Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo”, Cristo une esos dos mandamientos
en uno solo. Así, no podemos separar, sin caer en herejía, en el sentido más
profundo de la palabra, la dimensión vertical de la dimensión horizontal, el
misterio del Altar del misterio del hermano. Cualquier dicotomía entre
estas dos dimensiones sería un acto de verdadera esquizofrenia.
Descuidando el “Sacramento del hermano”, caemos en el ritualismo,
en una especie de esteticismo litúrgico. La Liturgia se vuelve un refugio, un
momento de reunión: todo es bello, nos sentimos como si estuviéramos en el
Cielo... pero cuando esta acaba, seguimos actuando como antes. El
“Sacramento del Altar” sin el “Sacramento del hermano” es una blasfemia
permanente. Y, a la inversa, el “Sacramento del hermano” sin el del Altar
lleva al mismo resultado, porque no tardará en enfriarse, en degenerar en
una suerte de activismo, haciéndonos olvidar que nuestro prójimo es la
imagen de Dios y convirtiendo el servicio a nuestros semejantes en una
suerte de cuestión meramente social. Y es que desde el momento en que
separamos el “Sacramento del Altar” del “Sacramento del hermano”, el
mal empieza a vencer.

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