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ANTOLOGÍA DE CUENTOS
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Curso de Nivelación e Ingreso Escuela Agropecuaria (UBA)
A mitad de camino entre Saranno y Legnano, junto a un gran bosque, estaba "Cascina Piana",
que disponía de tres patios. En ella vivían once familias. En la granja existía un solo pozo para
el agua, y era un pozo raro, porque, si bien había polea para la cuerda, en cambio no había ni
cuerda ni cadena. Cada una de las once familias de la casa tenía colgada una cuerda de la polea
y se la llevaba celosamente a casa. Un solo pozo y once cuerdas. Y si no lo creéis, id a informaros
y os contarán, como me lo han contado a mí, que las once familias estaban desavenidas, se
despreciaban continuamente, y que antes que comprar entre todos una buena cadena y colocarla
en la polea a fin de que pudiera servirles a todos, habrían llenado el pozo de tierra y de yuyos.
Estalló la guerra y los hombres de la granja tomaron las armas, recomendando a sus mujeres
muchas y variadas cosas, y entre ellas la de no dejarse robar la cuerda correspondiente.
Luego vino la invasión alemana. Los hombres se hallaban lejos y las mujeres tenían miedo, pero
las cuerdas se encontraban siempre a buen recaudo en las once casas.
Un día, un niño de la granja fue al bosque a recoger un haz de leña y oyó un lamento que salía
de unos matorrales. Era un partisano1 herido en una pierna, y el niño corrió a llamar a su madre.
La mujer estaba asustada y se retorcía las manos; luego dijo: -Lo llevaremos a casa y lo
mantendremos escondido. Confiemos en que también alguien ayude a tu papá, ahora soldado, si
lo necesita. No sabemos siquiera dónde está y si vive todavía.
Escondieron al partisano en el granero y llamaron al médico, diciendo que era para visitar a la
abuela. Pero las demás mujeres de la granja habían visto a la abuela precisamente aquella
mañana, sana como un pollito, y adivinaron que en el fondo había algo escondido. Antes de que
transcurrieran veinticuatro horas, toda la granja se enteró de que había un partisano herido en
aquel granero, y un viejo campesino dijo: -Si se enteran los alemanes, vendrán aquí y nos
matarán. Todos tendremos un triste fin.
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La Resistencia partisana fue un movimiento armado de oposición al fascismo y a las tropas de
ocupación nazis instaladas en Italia durante la Segunda Guerra Mundial.
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Pero las mujeres no lo consideraron así. Pensaban en sus esposos lejanos y que quizás ellos
también estuviese heridos y tuvieran que esconderse, y suspiraban. Al tercer día, una mujer tomó
un salamín del cerdo que habían hecho matar y se lo llevó a Catalina, la mujer que escondió al
partisano, diciéndole: -Ese pobrecito tiene que alimentarse. Dale este salamín. Poco después
apareció otra mujer con una botella de vino; luego, una tercera con una bolsita de harina de maíz
para la polenta, y luego una cuarta con un trozo de tocino; y antes del anochecer, todas las
mujeres de la granja se habían presentado en casa de Catalina, habían visto al partisano y le
habían entregado sus regalos, en tanto que se enjugaban una lágrima.
Y durante todo el tiempo que necesitó el partisano para curarse de su herida, las once familias
de la granja lo cuidaron como si se tratara de un hijo, y nada le faltó.
El partisano se curó, salió al patio a tomar el sol, vio el pozo sin cuerda y se asombró muchísimo.
Enrojeciendo, las mujeres le explicaron que cada familia tenía su propia cuerda, pero no pudieron
darle una razón satisfactoria. Habrían tenido que decirle que eran enemigas entre sí, pero esto ya
no era verdad, porque habían sufrido juntas y juntas ayudaron al partisano. Aunque todavía no
se habían dado cuenta de ello, el caso es que se habían convertido en amigas y hermanas, y ya
no había motivo algo para tener once cuerdas.
Entonces decidieron comprar una cadena con el dinero de todas las familias, y ponerla en la
polea. Y así lo hicieron. Y el partisano sacó el primer cubo de agua, y fue como la inauguración
de un monumento.
FIN
La escopeta
JULIO ARDILES GRAY
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La
paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con
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la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja
por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había
un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado,
Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo. "Ya que no es la paloma -se dijo- no me
voy a volver a la casa con las manos vacías."
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso
a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó. "Que extraño -
se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como éste."
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció
que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta
misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los
tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo,
esta vez como un perfume agridulce y verde. Seduce
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para
apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no
pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes
ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en
lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía
del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en
sí. "Me estoy volviendo muy abriboca" -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más
acá, pero el arma había desaparecido.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
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"Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No
puedo perder así un arma tan hermosa."
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón. Al entrar al pueblo fue cuando comenzó
a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le
parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en
aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un
hilo de voz:
-Era...-dijo sonriendo con tristeza-.Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció
don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y
trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.
FIN
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El enamorado y el otro
LILIANA BODOC
Lucano, el grande, estaba sentado sobre un cajón de manzanas que alguien había olvidado en la
pista mayor del circo.
Dos hombres lo acompañaban. Ambos eran delgados. Ambos tenían el cabello oscuro y
ondulado. Nariz recta uno, nariz recta el otro. Ojos oscuros y ojos oscuros. Uno tenía un hoyuelo
en medio del mentón; el otro también. Un metro con setenta y tres centímetros de estatura,
cuarenta y cinco centímetros de hombro a hombro.
Los dos hombres, idénticos desde antes de nacer, aguardaban junto a Lucano para conocer a la
nueva asistente del acto de magia. La anterior los había abandonado sin aviso, y hubo que buscar
con urgencia una reemplazante.
- Han de estar vistiéndola con lentejuelas - dijo Lucano, que hablaba como un mago de cuento.
Los gemelos trabajaban en el circo realizando diversas tareas. Reparaban los daños eléctricos,
se ocupaban de ciertos efectos de sonido. Y, en las peores funciones, se reían desde un rincón
oscuro procurando contagiar al público mientras los payasos se daban bofetadas. Sin embargo,
había algo mucho más importante que todo eso. El motivo por el que los gemelos se habían
incorporado al circo era su participación en el truco central de Lucano, el grande. Conocido
como Sultán de la Magia.
El circo donde Lucano trabajaba no tenía dinero para costear efectos especiales.
- Por eso- decía el mago-, a falta de las estructuras apropiadas con las que cuentan mis colegas
afamados, a falta de pasadizos y de espejos, a falta de la bendita tecnología, bueno es tener un
par de gemelos. Uno se incinera aquí, y el otro reaparece por allá. El número del hombre
incinerado y vuelto a la vida sin una sola quemadura llevaba varios años de exitosa ejecución.
Jamás una sospecha había siquiera rozado el estremecimiento que provocaba en los
espectadores. Y siempre arrancó tantos aplausos como la troupe completa del circo era incapaz
de conseguir.
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A causa de las muchas repeticiones, el número había dejado de ensayarse tiempo atrás. Pero, por
esos días, las cosas eran diferentes. El reemplazo de la asistente del mago obligaba a ensayar el
acto de magia para que la función fuera perfecta.
El gran Lucano estaba explicándoles a los gemelos que la señorita reemplazante no tenía
experiencia circense. Y que, en realidad, se trataba de la muchacha que preparaba café en un bar
de las cercanías.
- ¡Pero el arte se esconde en los sitios menos pensados! - afirmaba el mago a viva voz.
De estos asuntos hablaban el gran Lucano y los gemelos, cuando la reemplazante apareció en la
pista vestida con traje de escena: zapatos rojos, medias negras con rombos, traje ceñido. Más su
cabello lánguido y rubio.
- Buenos días - dijo uno de los gemelos. El otro, ya irremediablemente enamorado, no fue capaz
de pronunciar palabra.
- Bien, queridos míos - dijo Lucano con la voz brillante que usaba para dirigirse al público -. ¡Es
hora de comenzar...!
La primera función del domingo estaba a pocas horas de distancia. Y había mucho que ajustar
antes del debut de la nueva asistente.
- ¿Margarita?
- ¡Ya está! Es cuestión de decirlo en francés - Lucano habló con el acento apropiado -:
¡Marguerite! Desde ahora te llamarás Marguerite.
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Esa misma tarde, un poco después de la hora anunciada, el elenco completo del circo recorría la
pista a modo de presentación. Una voz en off acompañaba el inicio del espectáculo.
Detrás de las lonas, el mago, los gemelos y Marguerite ultimaban detalles. Lucano aclaraba su
garganta porque deseaba que el saludo saliera con el volumen y el brillo apropiados.
Marguerite hacía crujir los dedos; nerviosa por la inminencia de su presentación artística. El
enamorado procuraba tranquilizarla. Mientras su hermano aflojaba los músculos preparándose
para introducirse en la caja negra.
Por fin, la voz en off anunció el gran acto de magia. Lucano y Marguerite entraron a escena
tomados de la mano. Cuando la joven recorrió la pista con paso ágil y los brazos en alto, Lucano
se dio la razón a sí mismo "El arte se esconde en los sitios menos pensados".
Las cosas estaban saliendo bien, muy bien, mejor que nunca. Marguerite iba y venía. Llevaba y
traía naipes mentirosos, anillos que se transformaban en pañuelos de colores, y pañuelos de
colores que desaparecían adentro de una manzana.
- Y ahora, maravilloso público - dijo Lucano -, un hombre va a ser incinerado ante vuestros
incrédulos ojos.
El mago chasqueó los dedos. Y señaló al hombre que entraba al escenario acompañado por un
haz de luz.
- Miren a este hombre con detenimiento - invitaba Lucano -. Obsérvenlo de pies a cabeza puesto
que pronto quedará prisionero en la caja que está frente a ustedes.
A esa altura, Marguerite ya se sentía como en su casa. Así que, mientras Lucano mostraba que
la caja no tenía trampa alguna, ella desparramaba sonrisas y soplaba besos.
Después se hizo silencio. El hombre se introdujo en la caja que, a la vista del público, fue
severamente cerrada.
Marguerite quitó la capa roja que colgaba de los hombros del gran Lucano, y se la entregó. El
mago hizo girar la capa en el aire, y la dejó caer sobre la caja. Realizó unos cuantos pases con
ambas manos. Luego quitó la capa y se la devolvió a su bella asistente.
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Dentro de la carpa, las respiraciones se quedaron a mitad de camino: después de todo, un hombre
podía estar sufriendo una muerte atroz en ese mismo instante.
El mago aguardó a que las llamas cubrieran por completo la caja. Para entonces, Marguerite le
estaba acercando un extinguidor casero.
El gran Lucano apagó el fuego. Y con el taco de su bota deshizo los restos del incendio. Algunas
personas del público se pusieron de pie para ver mejor. El hombre no estaba allí ni vivo, ni
muerto. De pronto, un spot iluminó el trapecio más alto del circo.
Lucano, Sultán de la Magia, sabía sobre muchas cosas. Conocía la magia falsa y la magia
verdadera. Podía conjurar en treinta y tres idiomas. Pero algo hubo que escapó a su sagacidad.
Algo que arruinó la función de aquel domingo, y dejó una mancha en su honra profesional. Lo
que Lucano olvidó es que el amor transforma a las personas.
Uno de los dos gemelos gateaba bajo el escenario, que estaba bastante separado del suelo, hacia
la parte trasera del circo. Su hermano, el idéntico, el enamorado, se balanceaba en el trapecio
muy cerca del techo de la carpa.
Apenas el hombre pisó la pista, y tomó la mano de Marguerite para realizar su paseo ante el
público, se oyó un murmullo de descontento. Al principio, Lucano se mantuvo tranquilo. Sin
embargo, más se mostraba el hombre y más crecía el murmullo.
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Indiferente a los insultos que comenzaban a caer como piedras del cielo, el enamorado miraba a
Marguerite. Su hermano, el otro, se ocultaba detrás de los telones. Y Lucano intentaba seducir
al público con su voz brillante.
Pero no hubo voz ni brillo que alcanzaran para convencer a la gente. Definitivamente, el hombre
que estaba allí no era el mismo que se había metido en la caja negra.
Una ancianita de aspecto amable fue la primera en tirar un puñado del aserrín que cubría el suelo.
Enseguida, muchos la imitaron. Al poco rato, aquello era una gritería y una lluvia de aserrín
cayendo sobre el gran Lucano deshonrado.
Horas más tarde, cuando la fuerza pública había desalojado el lugar, cuando Lucano había
agotado su caudal de lágrimas y lamentos, cuando llegó la noche y el aserrín terminó de caer,
Marguerite y el enamorado seguían besándose en medio de la pista.
FIN
Kamshout y el otoño
(Leyenda sélknam)
GRACIELA RESPÚN
En Tierra del Fuego, en la tribu sélknam, había un joven indio llamado Kamshout al que le
gustaba hablar.
Le gustaba tanto, que cuando no tenía nada que decir -y eso era muy notable porque siempre
encontraba tema- repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
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—Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio —le sugería una amiga.
—Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así,
cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? —respondía Kamshout.
— ¡No quiero escuchar una palabra más! —gritaba, de vez en cuando, el malhumorado cacique.
—Una palabra más... —repetía Kamshout. Por su charlatanería, toda la tribu sintió su ausencia
cuando tuvo que partir.
— ¡Lo sé! —respondía otro. Ahora puedo oír cantar a los pájaros.
—Yo lo extraño —decía una. Pero enmudecía inmediatamente, ante las miradas de reprobación.
Y pasó el tiempo. Y Kamshout regresó y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar
dónde nadie puede escucharte?
Repetía y repetía a quien quisiese oírlo (pero más a quien no) que en el Norte, los árboles
cambian el color de sus hojas.
(Y los que lo oían imaginaban, tal vez, un pan recién sacado del fuego.)
De árboles desnudos.
(Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor.)
Porque era demasiado. Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.
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¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes?
¿Quién iba a tragarse el cuento de que los árboles pierden su follaje y luego les brota otro nuevo?
Desesperado por convencerlos de que decía la verdad, Kamshout contó lo mismo sin parar.
Día y noche, sin parar. Segundo tras segundo hasta que sus palabras se fueron encimando una
con otra y se convirtieron en un extraño sonido.
Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.
¡Era él! No había duda. Era su voz, que ahora sólo decía: kerrhprrh, kerrhprrh... hasta el
cansancio.
Kamshout volaba sobre las hojas, y a al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.
Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y
enamorada.
Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío, volvió
Kamshout, acompañado de su nueva familia.
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O tal vez solo era un grupo de loros haciendo kerrhprrh sin cesar desde las copas de los árboles.
FIN
En las profundidades de un bosque cercano al río Paraná, en una tribu guaraní, vivían dos jóvenes
indios que casualmente habían nacido el mismo día a la misma hora. Uno se llamaba Güiratá y
era considerado inepto para todo, de escasa simpatía y feo como masticar cascote; llamábase el
otro Taragüí: bello era y valiente. Por verse superado por sus camaradas era que Güiratá
despreciaba a Taragüí y sobre todo porque ambos cortejaban a la misma indiecita, Irupé, la de
la voz melodiosa y los cabellos negrísimos. Irupé prefería a Taragüí, obvio.
Cuenta la leyenda que cierta vez, para vencer a su rival, Güiratá mandó a buscar a Japón un arco
con controles electrónicos que tiraba flechas teledirigidas. Excepcional y moderna era el arma:
podía regularse la fuerza de la fecha, imprimirle al tiro la trayectoria deseada, aun la más
caprichosa, y hasta mostraba en una pequeña pantalla el momento en que la presa era atravesada.
Una joya. Demás está decir que con tal arma Güiratá pensaba despanzurrar a Taragüí.
Durante el primer mes que Güiratá ensayó con su nuevo arco tirando contra un blanco que venía
en el mismo estuche, murieron ensartados por sus tiros ciento veintitrés indios de su tribu, ciento
ochenta y nueve cotorras, diecisiete yacarés, un misionero jesuita y catorce conquistadores
españoles de la expedición de Albar Núñez Cabeza de Vaca.
Taragüí asistió a los ciento veintitrés velorios de los indios muertos. También fue Irupé (la de la
voz melodiosa, etc.). A la altura del velorio número setenta y seis ya Taragüí la pasaba a buscar
por su choza y antes de ir al velatorio daban un pequeño paseo por el río. Cuando fueron al
número ciento once, el apuesto indiecito le declaró su amor a Irupé. Ella no le respondió sino
hasta el velorio ciento veintidós, cuando emocionada le dijo "yo también te quiero". Al velorio
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ciento veintitrés, el último, fueron tomados de la mano. Escondido detrás de unas matas de
apereá, Güiratá los vio pasar. Trinaba de envidia.
Como se sabe, en toda leyenda guaraní algún indígena se convierte en pájaro o árbol. Cuando
Güiratá se dio cuenta de que sus prácticas con el arco eran una verdadera catástrofe para la tribu
y para la Naturaleza en general, no dudó en que los dioses lo castigarían convirtiéndolo por lo
menos en cotorra renga, palo borracho o surubí bocón.
Decidió culpara a Taragüí de todas sus trapisondas: con la excusa del casamiento de este con
Irupé (dos lunas después del último velorio), le regaló a su amigo el arco supermoderno. Pensó
que los dioses culparían a Taragüí al ver en su propia casa la prueba de sus crímenes.
Precisamente en esa semana estalló la guerra con los esquimales y Taragüí, con su arco
supermoderno al que rápidamente aprendió a manejar con destreza, se convirtió en héroe de los
guaraníes, venciendo él solo a una división completa de acalorados esquimales. En cambio
Güiratá presentó un falso certificado médico para justificarse ante el cacique por haber estado
todo ese tiempo encerrado en una cueva, arrebatado de cobardes temblores.
En los años que siguieron, Güiratá intentó varias veces eliminar a su rival, aunque falsamente
trataba de aparentar que lo estimaba como a un viejo amigo. Resumimos solo tres de esos
intentos criminales a fin de no fatigar al joven lector:
2. Puso uranio enriquecido en el paquete de la yerba mate del héroe, pero justo esa semana
Taragüí decidió dejar el mate y el cigarrillo.
3. Provocó la caída de una piedra de ciento veinte toneladas en dirección a la casa de Taragüí,
pero un pequeño error de cálculo hizo que la roca borrara del mapa la vivienda contigua,
casualmente propiedad de Güiratá.
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Pasaron los años. Los rivales se hicieron ancianos temblequeantes y refunfuñantes. Cada día
Güiratá llevaba a cabo un nuevo atentado terrorista contra Taragüí, consistente en esconderle su
dentadura postiza o avisarle que pagaban la jubilación cuando aún no era la fecha, con el
propósito de hacerlo caminar de gusto. Por una u otra cosa, las trapacerías de Güiratá siempre
fallaban.
Fueron al cielo juntos. Luego, se presentaron ante el Gran dios Tupá para que este les otorgara
otra vida.
Tupá preguntó:
Hubo un instante de indecisión. Todavía tenía una miguita de pan atravesada en la garganta, por
lo que Güiratá se apresuró a contestar:
- Muy bien -dijo Tupá-. Güiratá vivió una vida desgraciada y Taragüí fue feliz. Esta vez,
entonces vamos a variar: Güiratá será un Príncipe Guaraní y Taragüí un sapo del Paraná.
Desesperado, el Güiratá verdadero intentó explicar que por error había dicho los nombres al
revés. Pero ya era tarde: lo único que alcanzó a salir de su boca fue un "croac...".
FIN
El puente de arena
LILIANA BODOC
A veces, los cuentos son retumbos y destellos de hechos ciertos. Contamos lo que ocurrió. Otras
veces, los cuentos son pedazos de sueños. Contamos para que ocurra.
El soldado fue tomado prisionero en los últimos días de la guerra. Y aguardaba su destino en un
campamento enemigo situado muy cerca del mar. Ese mismo amanecer había escuchado los
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sonidos de una escaramuza lejana. Sin embargo, no alentaba esperanzas en su corazón. Nadie
vendría a rescatarlo... Pertenecía al ejército derrotado, y sólo podía recordar muertos.
La guerra que estaba terminando se parecía a cualquier otra. Corrió la gente hacia el horizonte
pero el horizonte era un abismo. El campesino sacudió el árbol de naranjas y, en vez de frutos
dorados, cayeron pájaros sin alas. Se despertó una niña sobre un lecho incendiado. Las fotos se
quedaron solas porque ya no había nadie que supiera sus nombres.
El prisionero caminó hacia la orilla del mar seguido de cerca por un soldado que lo custodiaba.
El soldado tarareaba una canción que el prisionero no podía comprender. Y, aun así, pensó que
aquella no parecía una canción de victoria.
Cuando llegaron a la orilla, el soldado señaló el agua. Por primera vez en muchos días el
prisionero tuvo ganas de sonreír. Con apuro desató los cordones de sus botas, se descalzó y
corrió hacia el mar sacudiendo los brazos tal como hacía cuando era un niño.
El prisionero había pasado su vida entera cerca del mar, en un sitio donde la tierra era de arena.
Y hasta que la guerra llegó a la pequeña aldea de pescadores, fue feliz con su amada, su red y su
bote.
Pero esos días habían quedado atrás, tapados por el humo de una guerra que él no entendía.
El prisionero regresó a la orilla. El soldado le miró la ropa empapada y alzó la cara al cielo como
diciendo que aún había tiempo para estar al sol.
Entonces, el prisionero se arrodilló sobre la arena húmeda y comenzó a levantar una montaña.
Sus castillos de arena eran famosos y celebrados en su aldea. Los pescadores se juntaban a su
alrededor para verlo trabajar. Y cuando la obra estaba terminada esperaban juntos, comiendo
pescado frito y tomando cerveza, hasta que la marea la deshacía.
El soldado se acercó al prisionero con andar lento, procurando disimular su curiosidad.
Su sonrisa desdeñosa escondía un recuerdo de veranos fríos, junto a un mar que no quería jugar
con los hombres. Quizá por eso, su abuelo le había enseñado a levantar castillos de arena que no
se comparaban con ningún otro. Luego esperaban juntos, abrazados para darse calor, hasta que
llegaba la marea.
El soldado observó la obra del prisionero. Al parecer, ese hombre sabía lo que estaba haciendo.
Pero, por mucho que se esforzara, su castillo jamás alcanzaría el esplendor de aquellos que su
abuelo le había enseñado a construir.
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Animado por los recuerdos, y deseoso de ganar otra batalla, el soldado comenzó su propio
castillo.
El prisionero erguía una torre y el soldado trazaba pasadizos. El prisionero levantaba escaleras.
El soldado, rampas zigzagueantes. Con minaretes y campanarios, crecieron los castillos de arena
blanca. Y nadie, ni el mar mismo, hubiese podido decir cuál de los dos era más bello.
El prisionero terminó de moldear la última torre. Y supo que ya no podía hacer otra cosa.
El soldado se sacudió las manos... Eso era todo.
Los hombres se miraron en silencio. Muy pronto llegaría la marea a barrer la playa.
El prisionero y el soldado entendieron que solamente había un modo de lograr que la arena se
hiciera inolvidable.
No es posible saber cuál de los dos sonrió primero.
Y acaso no importe.
Pero de ambos lados comenzó a avanzar un puente. Un magnífico puente de arena que unió dos
castillos y a dos hombres a orillas de la guerra.
FIN
El libro
SYLVIA IPARRAGUIRRE
El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se
levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzó su cara
en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al
sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir,
de canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras y hojas
de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni
título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó
distraído las primeras páginas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin
capítulos ni apartados. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.
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Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En
una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el
correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres
capítulos más adelante apareció, completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza;
el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada
toscamente de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los
que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuando logró calmar
un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro. Recorrió las páginas sin ver las palabras.
Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su
cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos por el pelo. Se
levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a mirarse asombrado al espejo, como si
necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto.
Con el índice entre las páginas, va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio
transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en
diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el
bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia
creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar.
Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la tentación
cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minutos
para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una
respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y
transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna
razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar
zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el
impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento
cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban
el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la
trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.
FIN
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La piedra negra
MARCELO BIRMAJER
Otra cosa que me pasaba de chico es que perdía todos los útiles de la cartuchera, y a veces la
cartuchera también. Mis padres debían comprarme cada día un nuevo lápiz, una nueva goma o
un nuevo compás (¿todavía siguen usando compás y transportador en la escuela?), y una
cartuchera por semana. Yo creo que existen ciertas personas cuya atención solo puede ser
atrapada por algunos hechos muy llamativos, y no les queda atención para ninguna otra cosa. Es
el día de hoy que sigo perdiéndolo todo: los lentes de sol, el control remoto del televisor, una
ojota, los papeles donde anoto las direcciones en los viajes. Por eso, me paso buena parte de la
vida buscando. Es curioso, porque por un lado debo buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-
, pero también busco historias para contar, busco sabiduría en las historias de otros escritores, y
busco la verdad. ¿Qué es la verdad? Bueno, cómo debe vivir uno para sentirse completo, qué es
el bien y qué es el mal, qué es el alma... En fin. Del mismo modo que no busco una sola cosa
material: buscando el control remoto encuentro las llaves, buscando la agenda encuentro la
lapicera, etcétera; tampoco busco una sola cosa cuando busco las demás: en busca de una historia
puedo encontrar un consejo, o en la persona más inesperada puedo encontrar una buena historia.
La actitud del buscador siempre debe ser un poco distraída: no sea cosa que por buscar con
demasiada atención una sola cosa se pierdan muchas otras.
No sé si mis reflexiones les están resultando lo suficientemente claras; de modo que, por las
dudas, como siempre, contar una historia. No necesariamente porque mi historia vaya a dejar del
todo claro el asunto de los buscadores, sino porque, si no queda del todo claro, al menos habrán
disfrutado de un cuento.
Cierta mañana de enero me hallaba caminando con mi padre por las playas de Miramar. Yo
debía tener doce años. Como mi piel nunca se ha llevado bien con el sol, acostumbraba pasear
por la playa a horas muy tempranas. Siete y media u ocho de la mañana, para poder disfrutar del
mar y el cielo a pleno sin convertirme en un piel roja. El mar en las primeras horas del día es un
espectáculo distinto: las aguas son plateadas, y la espuma es más blanca. El cielo es de un celeste
discreto, como si estuviera apareciendo por primera vez. La brisa marina es fría, pero es un frío
hospitalario. Mi padre caminaba silencioso, con las manos entrecruzadas tras la cintura; y yo
zigzagueaba entre los restos de las olas y la arena húmeda. De pronto, mi padre se detuvo y vi
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que su mirada se clavaba en un punto de la arena húmeda. Inclinó apenas la espalda y recogió
algo del suelo. Me lo mostró.
Era una piedra negra. Una piedra ovalada como un camafeo, reluciente y lisa. Era tan negra que
parecía la matriz del color negro, el modelo del que se había partido para luego ir distribuyendo
los matices del negro por el resto de los objetos.
-Tal vez no haya ninguna piedra como esta en todo el mundo -dijo-. Está aquí tirada, y a nadie
le interesa. Pero tal vez sea la piedra más negra del mundo, y tal vez no haya ninguna otra piedra
igual. En ese caso, valdría más que el oro.
Yo extendí la mano para que depositara allí la piedra negra; pero mi padre, con una agilidad que
pocas veces le he visto, llevó su brazo y su mano hacia atrás y lanzó la piedra más allá de las
olas, al centro del mar.
Desde entonces, busco la piedra negra. Cuando buscaba los útiles, cuando busco el control
remoto, cuando busco una buena historia o cuando busco la verdad, busco la piedra negra. ¿Y
qué significa la piedra negra? Lo sabré si alguna vez la encuentro.
FIN
Cassette
ENRIQUE ANDERSON IMBERT
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que
cuando crezca pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del
progreso. Entretanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al
presente: que Blas comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos
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de comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que
descubra, que invente. La educación en el conocimiento del pasado todavía no es materia para su
clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra anécdota en la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una
vez. Blas sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy
airosa se dirige hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera,
siguió con la vista en una mañana como ésta y al seguirla pensaba en un niño de una época
anterior que también la miró y en tanto la miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y
la nube ha desaparecido.
Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un
juguete. Es una cassette.
Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música
estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del
siglo XX a las que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción.
"Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica - había comentado el tutor - los pasatiempos
se sucedían como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la
grabadora, de la radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine parlante y policromo.
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Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las
informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos
matemáticos.
Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve
qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga.
¡Ah, podrán presentarle cosas para que él piense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o
asá!
Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por
el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan
los ojos:
- ¿No sería posible - se dice - mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más
personal, más íntima, más libre, sobre todo más libre?
Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que
funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se
apague en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir
su desarrollo hacia adelante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno
fastidioso... Todo esto sin molestar a nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues
nadie, sino quien use tal cassette, podría participar en la fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que
operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por ejemplo, la conversación entre una
mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de llegar de la nebulosa Andrómeda,
tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de seres vivos.
Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de
cada paisaje, la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código
de signos. No como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras
impresas en láminas cosidas en un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración
entre un artista solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
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- ¡Esto sí que será una despampanante novedad! - exclama el niño -. El tutor me va a preguntar:
"¿Terminaste ya tu deber?" "No", le voy a contestar. Y cuando rabioso por mi desparpajo, se
disponga a castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué
proyectazo le traigo!"...
(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se
distrajera con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro
Blas de nueve años, dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en
2132, acaba de reinventar el libro.)
FIN
Cuánto se divertían
ISAAC ASIMOV
Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy
ha encontrado un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le
había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras
se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior,
contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra
pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la
tiraría.
-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy.
Él tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?
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-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.
-De la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había
hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie
había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con
perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie
esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de
nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y
aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde
debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron
aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba
demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años
de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. -Y acarició de nuevo la cabeza
de Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez,
se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había
borrado por completo.
-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de
años -y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
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-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -Leyó el libro por encima del hombro de
Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y
todos los chicos iban allí.
-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño
al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de
Margie llamó:
-¡Margie! ¡Escuela!
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-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.
-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del
brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba
encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados
y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario
regular.
-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios.
Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el
abuelo del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban
en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las
mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran
personas…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto
se divertían.
FIN
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Octavio, el invasor
ANA MARÍA SCHUA
Estaba preparado para la aterradora violencia de la luz y el sonido, pero no para la presión, la
brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan
distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo
desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y la angustia del pasaje
esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación caía sobre él.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse con la experiencia que
acababa de atravesar. Pero después de la transmigración había tenido unos meses de descanso,
casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz
llegaban muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.
Ahora, en cambio, sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado al
otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo?
Un alarido se escapó de su boca y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso
mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
—Octavio —contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física
que sólo puede proporcionar la brusca interrupción del dolor.
Octavio descubrió, como un elemento más del horror en el que se encontraba inmerso, que era
in-capaz de organizar en percepción sus sensaciones: con toda probabilidad debían estar sonando
en ese momento voces humanas, pero no conseguía distinguirlas en la masa indiferenciada de
sonido que lo asfixiaba.
Otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo. La luz lo
dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre un cuerpo tibio y blando. Dejó
de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado,
tranquilizador, que había escuchado durante su convaleciente espera, en los meses que siguieron
a la transmigración. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicable-mente seguro, en paz.
Allí estaba, por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta
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vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo
hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre, se quedó, por
primera vez en este mundo, profundamente dormido.
Despertó un tiempo después, imposible calcular cuánto. Se sentía más lúcido y comprendía que
ninguna preparación previa hubiera sido suficiente para responder coherentemente a las brutales
exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en
toda su crudeza. Era razonable que la transmigración no se hubiera intentado jamás en
especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su
cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la tierra o, al
menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la
adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales
en los que esa lengua se ha constituido. La palabra cabeza, por ejemplo, había comenzado a
cobrar su verdadero sentido (o al menos uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo
empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo (que latía aún
dolorosamente, deformada) como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas espacio-temporales.
Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces
de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas que obtuvieron inmediata respuesta: eran
nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería
necesario esperar mucho más de lo previsto antes de empezar a organizarse para proseguir con
los planes. Su extraño cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente, y Octavio lanzó
un largo aullido, al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible,
lloraron juntos la nostalgia del planeta natal.
—Qué cosa —dijo la más joven—. Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian,
enseguida se arma el coro.
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—Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones —dijo la otra, que
consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de escuchar siempre los mismos
comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación
donde lo esperaba su madre.
—Toc, toc. Buenos días, mamita —dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa
y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era
capaz de reconocer aquellas que se repetían y supo, entonces, que la mujer que creía ser su madre
lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos
ambienta-les. De acuerdo con sus instrucciones, Octavio debía conseguir que se lo alimentara
artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.
—Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a
la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya
no tiene hambre —dijo la abuela de Octavio.
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming in, que consistía en permitir que los bebés
permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada.
Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la
autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos
detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba,
a veces, alguna remota vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio
comenzó a gritar otra vez. Fue alzado en el aire y llevado hasta ese lugar cálido y mullido del
que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo
evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran. Desesperado, frenéticamente, buscó
alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo
que hacía, Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí
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Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer
despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la
mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran toda-vía totalmente incoordinados.
Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras,
aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba
inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que
sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus
planes de dominio, hacer sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta.
Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una
descarga eléctrica había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo
llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las
tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que
intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa; era lógico prever que trataría
de librarse de él por cualquier medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito
hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso. Aulló de
dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los pobres resultados
de su acción, que podía tener, por otra parte, terribles consecuencias para su propia persona. Sin
hacer caso de él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando
para calmarlo.
Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que
le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor
desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de pensar en el momento en el que
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por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo
comunicarlo, serviría, en cambio, para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese
otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y vigilado de cerca por la mujer, el Traidor tuvo que
contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban
en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. En dos oportunidades sus abrazos le
produjeron un principio de asfixia: cada vez volvía a rescatarlo la intervención de la mujer.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se
esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca
en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer
lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los
antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la
atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios.
—¡Qué divino! —decían casi todos. Y la palabra divino, que hacía referencia a una fuerza
desconocida y suprema, le parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera
descuidando en la ocultación de sus poderes.
—¡Qué divino! —decía la gente—. ¡Cómo levanta la cabecita! —Y cuando Octavio sonreía,
insistían complacidos—: ¡Éste sí que no tiene problemas!
Octavio conocía ya las costumbres de la casa, y la repetición de ciertos hábitos le daba una
sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumergirlo en un terror
descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones
ascéticas, Octavio no temía ya entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo
cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, le gustaba que lo cambiaran, dejando al
aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba más que nada el contacto con la piel
de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por
mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba
atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
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Octavio ni siquiera tenía pruebas de que subsistieran en toda su fuerza los poderes con los que
debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente,
ya no los tenía: desde allí y a causa de su traición, debían de haberlo despojado de ellos. En
varias oportunidades se encontró por la calle con otros como él y se alegró de comprobar que
aún eran capaces de responder a sus vibraciones. No siempre, sin embargo, obtenía contestación.
Una tarde de sol, en la plaza, se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que
rechazó con fuerza su aproximación mental.
— ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener un bebé en brazos!
Un día, cuando Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos
objetos con las manos, él y el hombre quedaron solos en la casa. Por primera vez, torpemente,
el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina
que mojó la cara de su padre.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido
razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.
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— ¿Viste qué mirada que tiene? A veces me parece que entiende todo —decía la mujer, que
tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
—Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina —contestaba el doctor, sonriendo. Y
Octavio de-volvía una sonrisa que ya no era solamente una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía
mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con
más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé
rechazaba la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía
sentirse satisfecho y aun agradecido de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina
de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior
ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el
piso. Pronto llegaría el momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba
con soñar con el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin
embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos. A veces su vida anterior le resultaba difícil
de recordar, o la recordaba brumosa y caótica como un sueño.
En forma inesperada, y al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio
comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo
asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada nuevo humano que se acercaba a
él podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio
en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía esa tranquilizadora mezcla de odio y
desprecio por el Traidor. Ale, a su vez, parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba
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algunas veces sin utilizar sus muestras de cariño para disimular un ataque. Octavio no quería
confesarse hasta qué punto, lo comprendía ahora, se sentía próximo a él.
Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas
dejándolos al cuidado de otras personas, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su
pena. Octavio llegó al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos,
pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara
algún lenguaje que pudiera aproximar-los.
Y llegó, por fin, la palabra. La primera palabra. La utilizó con éxito para llamar a su lado a la
mujer, que estaba en ese momento fuera de la habitación. Octavio había dicho claramente
«Mamá». Ya era, para entonces, completamente humano. Una vez más la milenaria, infinita
invasión había fracasado.
FIN
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas
y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es
alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el
hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del
Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan
ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se
expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
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Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio
que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario
y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito
del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del
Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux,
no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para
la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del
lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos
geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero
ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro
de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño
topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo
falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que
separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que
ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan
diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por
los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo
extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y
tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando
la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se
vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le
apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un
cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias
y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que
le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le
parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta
posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
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El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas,
mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y
paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña
lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul,
mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a
jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba
rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas
tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente
inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas
“calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en
ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra
parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra
emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más
pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde
resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el
suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar
quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos
apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera
silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya
nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para
mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe
lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan
anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio,
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pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el
bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita
la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita
como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo
habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se
descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre
su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar.
Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una
reverencia de Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de
una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se
ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas.
Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que
las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte
del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo
esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón.
Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras
Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de
los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los
embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un
pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los
gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos,
sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes
pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los
espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero
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marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando
castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay
desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos
partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires,
porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo,
y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la
Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo,
tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte
aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su
adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en
verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme,
para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose
que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado
que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se
para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta
servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su
imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el
moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a
la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un
escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos
en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado
en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña
una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La
Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve
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al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los
encajes lúgubres. Aún tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel
se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los
ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde
se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que
emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a
pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo
es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo
único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que
urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la
Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las
fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los
lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la
frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota,
soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura,
titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la
casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño.
Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las
habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del
aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una
fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aún se ven los
fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia
imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos
hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada
oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra
el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí
largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien
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FIN
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SECCIÓN ACTIVIDADES
Comencemos con algunos datos del contexto que te ayudarán a comprender la historia. El cuento
transcurre en Italia, en Cascina Piana. El mapa te muestra el lugar preciso:
En cuanto al tiempo, es la época de la Resistencia partisana, un movimiento armado que actuó entre
1943 y 1945 en Italia, durante la Segunda Guerra Mundial, integrado por personas que se oponían al
fascismo y al nazismo –partidos que gobernaban Italia y Alemania en aquellos años- por considerarlos
regímenes antidemocráticos y totalitarios.
a) Estos datos explican algunos de los hechos referidos en esta historia. ¿Cuáles, por ejemplo? Anotá
aquellos sucesos del cuento que se aclaran a partir de la información proporcionada sobre el contexto.
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b) Anotá tres razones por las que imaginamos a Cascina Piana como un caserío.
Un “pozo de agua” como el del cuento, se refiere a un aljibe, que se construye al realizar una
perforación o excavación profunda en la tierra hasta llegar a un depósito de agua subterráneo.
En la superficie, el pozo se rodea de un brocal, sobre el que se instala una roldana o polea para subir y
bajar, atado a una cuerda o cadena, el balde que permite recolectar agua.
c) Reconocé y anotá cada una de las cuatro partes que componen el aljibe o pozo de agua en los
recuadros vacíos del dibujo.
Para encontrar la información necesaria te sugerimos visitar este enlace
Dentro del apartado titulado “Tipología tradicional” hallarás la respuesta…
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La enemistad entre las familias era la razón por la cual nunca se habían decidido a adquirir una única
cadena, útil a todos. Sin embargo, un día algo empieza a cambiar…
¿QUIÉN APARECE?
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Este cuento pertenece al género fantástico. Como todos los géneros, el fantástico agrupa relatos de
una misma clase o grupo, es decir, cuentos que comparten ciertas características. Detengámonos en
algunas de ellas que te ayudarán a comprender este y otros cuentos del género:
En un mundo conocido se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes que
conocemos o por la lógica que gobierna el mundo que habitamos.
El tiempo es otro protagonista. Crea mundos engañosos que envuelven a los personajes y disuelven
los límites de la realidad ficcional.
d) En el caso de “La escopeta”, ¿qué pasa con el tiempo en determinado momento de la historia?, ¿qué
alteración ocurre en cuanto al tiempo?
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Por ejemplo:
f) Completá las frases que recuperan los núcleos o acciones principales del cuento. Al finalizar este
recorrido de ocho momentos, seguramente la historia te resultará mucho más clara y comprensible.
Descubrimiento
Revelación de la Sensación de Regreso al
de.......................
mujer ................ ........................... .......................
...........................
........................... ........................... para...................
...........................
a) Indicá en qué párrafo se describe a los gemelos y qué características de ellos se presentan.
b) Redactá, según hayas imaginado a los hermanos, algún otro rasgo físico de ambos. Seguí el estilo
que utiliza la narradora.
c) Lucano es un nombre que proviene del gentilicio de Lucania, antigua región de Italia del sur.
Marguerite es el nuevo nombre de Margarita, a través del cual se le dio en el cuento un “aire francés”.
Sin embargo, los gemelos no tiene nombre propio en el texto. ¿Por qué creés que no se les asigna uno?
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1. A partir de las siguientes definiciones de diccionario, armá en el recuadro en blanco una nueva
que sintetice todos sus aspectos.
2. ¿Por qué creés que Lucano era conocido como “el Sultán de la magia”?
e) Explicá el sentido de estas expresiones dichas por el mago y determiná en qué circunstancias las
dice:
2. Por eso, a falta de las estructuras apropiadas con las que cuentan mis colegas afamados, a falta
de pasadizos y de espejos, a falta de la bendita tecnología, bueno es tener un par de gemelos.
Marco:
Complicación 1: Complicación 2:
Resolución: Resolución:
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g) Esta historia transcurre en un circo; contestá estas preguntas acerca de su número principal:
1. ¿Cuáles eran las tareas que realizaban los gemelos en el circo? ¿Cuál era su principal función?
2. ¿En qué consiste el acto central de magia de Lucano y cuál es la fundamental intervención de
los gemelos en él?
3. ¿Qué tareas realiza la asistente?
h) A partir de este enunciado extraído del texto y de lo que ocurre en la historia, completá la oración
que figura debajo: Lo que Lucano olvidó es que el amor transforma a las personas.
Este cuento se titula “El enamorado y el otro” porque...
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
La función de las leyendas es explicar un suceso extraño o una particularidad del mundo mediante el
relato de hechos sobrenaturales. Estas explicaciones no están necesariamente relacionadas con lo
religioso. Generalmente en estos textos se incluyen detalles de la geografía local. Y en cuanto a la época,
pueden situarse en un momento histórico identificable.
a) ¿Qué característica de Kamshout podés observar en este diálogo? ¿Qué contradicción encierran
sus palabras?
—Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio —le sugería una amiga.
—Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira
con la boca cerrada, ¿no es cierto? —respondía Kamshout.
b) El joven sélknam se alejó de su tribu para “cumplir con los ritos de iniciación”, ¿cuál de estos
significados responde al concepto “rito de iniciación”?
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...........................................................................................................................................................
...........................................................................................................................................................
e) Resumí qué ocurre con Kamshout luego de que se fuera de su tribu, transformado.
f) Un recurso muy usado en esta narración es la repetición. Esto genera un ritmo dinámico en el
relato.
1. Marcá en el texto dónde se utiliza.
2. ¿Te gustó el uso de este recurso o no? Justificá tu respuesta.
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2. El prefijo “tele” es de origen griego y quiere decir “a distancia” o “lejos”. ¿Qué sentido tiene en
esta frase del cuento el adjetivo “teledirigidas”?
...Güiratá mandó a buscar a Japón un arco con controles electrónicos que tiraba flechas
teledirigidas.
3. El adjetivo “inepto” (aplicado a Güiratá en el relato) deriva del sustantivo “ineptitud”, que quiere
decir “inhabilidad o falta de capacidad”. ¿Qué ejemplo de que Güiratá es un inepto podés citar?
4. ¿Con qué sinónimos reemplazarías los sustantivos destacados en negritas en las siguientes
oraciones? También te ofrecemos la lista de los sinónimos que los podrían sustituir.
Por verse superado por sus camaradas era que Güiratá despreciaba a Taragüí.
Sinónimos posibles: compañeros, socios, consocios, cómplices, compinches, correligionarios.
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5. Uno de los recursos humorísticos de este texto es jugar con los nombres de los protagonistas.
Contestá:
¿Qué relación hay entre el juego con ambos nombres y el conflicto que plantea el cuento?
b) Como leíste, “La pésima suerte de...” es una parodia. Subrayá qué características de las leyendas
aparecen en “La pésima suerte...”.
d) Otra forma de generar humor es la incoherencia temporal. Las confusiones de épocas o el situar
algo fuera de su tiempo se llaman “anacronías”. Listá o marcá en el texto qué cuestiones no se
corresponden con la supuesta época en que se ubica la historia de Taragüí y Güiratá.
e) Mencioná los intentos fallidos de Güiratá por eliminar o perjudicar a Taragüí, excepto el último.
f) ¿Qué motiva a Güiratá a llevar a cabo todos estos actos? Señalá con una cruz las opciones
correctas que completarían el enunciado: Güiratá detesta a Taragüí porque...
g) Releé este párrafo del cuento. Elegí una situación e imaginá por qué falló.
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Pasaron los años. Los rivales se hicieron ancianos temblequeantes y refunfuñantes. Cada día Güiratá
llevaba a cabo un nuevo atentado terrorista contra Taragüí, consistente en esconderle su dentadura
postiza o avisarle que pagaban la jubilación cuando aún no era la fecha, con el propósito de hacerlo
caminar de gusto. Por una u otra cosa, las trapacerías de Güiratá siempre fallaban.
h) Explicá cómo se produjo el último fracaso de Güiratá y determiná qué consecuencias tuvo.
b) A pesar de las diferencias, son muchas las “cosas” que acercan al soldado y al prisionero.
Comenzando por los castillos de arena, realizá un listado de ideas que te permita relacionar a ambos
muchachos.
c) Leé atentamente la siguiente cita: “Esos días habían quedado atrás, tapados por el humo de una
guerra que no entendía”.
a. ¿Por qué creés que el prisionero no entendía esa guerra? ¿Pensás que el soldado sí la
comprendía?
b. ¿Alguna guerra es comprensible? Expresá tu opinión.
d) Leé las primeras líneas y las últimas del cuento: ¿qué sentido podés otorgarle a esas palabras?
b) El libro que el hombre encuentra aparece mencionado de diferentes maneras a lo largo del
relato. Buscalas y transcribilas:
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“Libro”:
1-
2-
3-
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b) Releé los siguientes tres párrafos del cuento y luego completá las oraciones que aparecen
debajo con las expresiones que figuran en negrita.
“Del mismo modo que no busco una sola cosa material: buscando el control
remoto encuentro las llaves, buscando la agenda encuentro la lapicera, etcétera;
tampoco busco una sola cosa cuando busco las demás: en busca de una historia
puedo encontrar un consejo, o en la persona más inesperada puedo encontrar
una buena historia.”
“Era una piedra negra. Una piedra ovalada como un camafeo, reluciente y lisa.
Era tan negra que parecía la matriz del color negro, el modelo del que se había
partido para luego ir distribuyendo los matices del negro por el resto de los
objetos.”
“Desde entonces, busco la piedra negra. Cuando buscaba los útiles, cuando
busco el control remoto, cuando busco una buena historia o cuando busco la
verdad, busco la piedra negra. ¿Y qué significa la piedra negra? Lo sabré si alguna
vez la encuentro.”
una historia, en la persona más inesperada encuentra una buena historia
una piedra ovalada como un camafeo, reluciente y lisa
no lo sabe, lo sabrá cuando la encuentre - la piedra negra
el control remoto y encuentra las llaves, la agenda y encuentra la lapicera
El narrador encuentra………………………………………………………………………………………………………..
Al mismo tiempo el narrador busca cosas y encuentra otras: ……………………………………………
………………………….………………………………………………………………………………………………………………..
Pero también busca otras cosas que no son materiales, por ejemplo: ………………………………
………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
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c) Subrayá las oraciones más apropiadas para interpretar el sentido de estas frases extraídas
del texto.
1. “La actitud del buscador siempre debe ser un poco distraída: no sea cosa que por buscar
con demasiada atención una sola cosa se pierdan muchas otras.”
El que busca encuentra.
El que busca mucho, pierde también mucho.
Es preferible buscar sin mucha atención para no perder más cosas.
3. “Es curioso, porque por un lado debo buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-, pero
también […] busco la verdad.”
La verdad para el narrador es:
Un conjunto de objetos personales.
Sentimientos y valores como el bien y el mal, el alma.
Personas con historias para contar.
b) En el texto se hace referencia a varios elementos que forman el campo semántico de la literatura.
¿Cuáles son? ¿Cómo se los menciona en el texto?
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b) Dice el texto: “(…) hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.” ¿Te
parece correcta esta afirmación? ¿Por qué?
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¿Cuál de ellas se relaciona más con la cita “Hoy Tommy encontró un libro de verdad”? (Elegí
solo una).
Según la imagen que elegiste, ¿qué aporta un libro? ¿Por qué los “telelibros” no pueden
reemplazarlos?
d) ¿Por qué los libros son tan importantes en la vida de las personas y en la historia de la humanidad?
...................................................................................................................................................................
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
LUGAR es el espacio
geográfico en el que se sitúan
los personajes y donde ESPACIO se vincula con cómo siente,
cómo experimenta un personaje un
suceden los acontecimientos.
lugar determinado. Es decir, cómo
vive o habita ese lugar, qué
experiencia tiene de él, cómo se
relaciona y reacciona ante él.
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b) Es probable que en tu casa, en tu barrio, en el club, tengas un espacio favorito en el que te sientas
a gusto, seguro o tranquilo. Para otros quizás sea un lugar más, pero para vos tiene otro significado.
¿Cuál es “tu espacio”?
Podemos decir que Octavio llega a un LUGAR, la Tierra. Sin embargo el modo de relacionarse, sentir y
experimentar su relación con ese hábitat, se transforma. El ESPACIO, al inicio, es vivido de una manera
diferente hacia el final del cuento.
c) Completá las celdas, describiendo cómo experimenta Octavio el espacio terrestre al inicio y al final.
Estos cambios en el modo en que Octavio experimenta el ESPACIO terrestre están muy relacionados
con la categoría TIEMPO. Vemos que la vida de Octavio se ha desdoblado en el espacio y el tiempo.
“Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la Tierra”
En esta cita se hace referencia a otro espacio (su planeta de origen) y a otro tiempo (el tiempo previo
a su llegada a la Tierra).
El fragmento anterior, y los que vos encuentres y transcribas, muestran que hay tiempos y espacios
diversos en la vida de Octavio, que lo enfrentan a realidades impensadas, y hacen de este cuento un
relato fantástico. COMPARTÍ TUS FRAGMENTOS
e) Copiá citas textuales que sean una muestra de cada una de las siguientes etapas en la evolución de
Octavio:
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b) Reemplazá los términos que se indican debajo por una palabra o expresión
correspondiente, según las definiciones básicas que aparecen extraídas del diccionario de
la RAE.
“…tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor […].”
Ensimismarse es abstraerse en los propios pensamientos, en la propia intimidad.
¿Con qué otra palabra podés sustituir “ensimismarse”?
c) ¿Cuáles de los siguientes temas te parece que están presentes en la historia? En clase
explicá tu elección.
e) Después de tu lectura del cuento, animate y dibujá al hombrecito del azulejo. Completá la
imagen con una descripción sobre las características físicas y de la personalidad de Martinito.
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