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Cuentos de Enrique Anderson Imbert

Alas

Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Un tarde me trajeron un niño descalabrado;


se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos
alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:

-¿Por qué no volaste, m’hijo, al sentirte caer?

-¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Espiral

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no


despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi
cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica
a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi
cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última
vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con
los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos.
Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno
de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos
simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un
salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que
era yo otra vez.
La fama

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:

-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mi cuándo?

La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras
apresuraba la carrera:

-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de


Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a
tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.

-¡Ah, te lo agradezco mucho!

-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

Las estatuas

En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del


profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante traviesa salió a
escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos:
leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen
el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por
adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día
siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo
sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.

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