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SANTIDAD E HISTERIA

Simone de Beauvoir, Luce Irigaray, y Teresa de Ávila

Zenia Yébenes Escardó

En gracia me ha caído el decir vuestra


reverencia que en viéndome me conocerá
¡No somos tan fáciles de conocer las mujeres,
que muchos años las confiesan y después
ellos mismos se sorprenden de lo poco que
han entendido!

Teresa de Ávila, Carta al P. Ambrosio


de San Benito, 21 octubre 1576

El mundo se engendra en el delirio fuera del


cual todo es quimera… ¿Cómo no sentirse
cercano a santa Teresa, quien tras habérsele
aparecido Jesús un día, salió de su celda
corriendo y se puso a bailar en medio del
convento, en un arrebato frenético, batiendo
el tambor para llamar a sus hermanas a fin de
que compartieran su alegría? […] El fuego de
su alma no se ha apagado jamás puesto que
nosotros nos calentamos en él todavía

Emile Cioran, De lágrimas y de santos

Posesión y convulsión

El enigma de la histeria tiene que ver con el de algo vinculado al cuerpo (normalmente
femenino) que socava su control; que lo obliga a contorsionarse; que apunta a su
vivencia como exterioridad. El cuerpo sentido por quien lo habita, como otra cosa que
él mismo. El cuerpo que muestra visiblemente que vive su propia vida; que está siempre
dispuesto a dejar de obedecer a quién lo posee. Entonces una de dos: “o bien ese cuerpo
se escapa como trozo de naturaleza; o bien otro invisible se apodera de él […] o bien
las convulsiones son naturales […] –el cuerpo atravesado contra las leyes naturales
contra sí mismo-, o bien son sobrenaturales […] dando los dioses (o diablos) testimonio
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de sí mismos en el cuerpo de los hombres, arrancándoselo”1. En La voluntad de saber


Michel Foucault escribe lo siguiente: “La enfermedad nerviosa no es por cierto, la
verdad de la posesión pero la medicina de la histeria no carece de relación con la
antigua dirección de obsesas”2. En su reconocida obra Hysteria Beyond Freud, Sander
L. Gilman, Roy Porter y G.S Rousseau añaden: “la intersección de la religión y la
medicina, o de la histeria y la posesión, [son] temas que sin duda merecen más atención
que la que han recibido”3. A finales del siglo XIX e inicios del S.XX- la analogía del
misticismo con la histeria aparece en los discursos médicos y religiosos configurando
una nueva relación entre el cuerpo y la psique. He de señalar sin embargo que- como
Nancy Caciola y Moshe Sluhovsky han mostrado de manera convincente- la posesión es
ya explicada por causas naturales, preternaturales o sobrenaturales, desde por lo menos
la alta Edad Media. Habría que recordar que unas y otras no eran en absoluto
excluyentes. Médicos y teólogos estaban de acuerdo en que el demonio podía poseer a
un sujeto aprovechándose de la debilidad de su constitución física; a través – por citar
un ejemplo- de la bilis negra y los vapores uterinos que causaban respectivamente la
melancolía y la sofocación del útero4. Tal y como señala Roy Porter: “Las mentes del
Medioevo y el Renacimiento podían contemplar a la locura como religiosa, moral o
médica; como divina o diabólica, como buena o como mala”5. La distinción entre lo
natural, lo preternatural, y lo sobrenatural, admitida por la teología y la medicina como
causa de ciertos padecimientos es aquí altamente ilustrativa. Efectivamente, lo natural
era la actuación que se adecuaba al obrar de la naturaleza del universo material; lo
preternatural la actuación que iba más allá del obrar de la naturaleza del universo
material fruto de la actuación de una naturaleza creada -ya fuera angélica o demoniaca;
lo sobrenatural –finalmente- era una actuación que iba más allá de cualquier
naturaleza creada, y que se consideraba propia sólo de Dios. Ahora bien, lo que estas

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1
Gladys Swain, “El alma, la mujer, el sexo y el cuerpo: Las metamorfosis de la histeria a finales del siglo
XIX” en Diálogos con el insensato, “Asociación española de neuropsiquiatría, Madrid, 2009, p. 203.
2
Michel Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, Siglo XXI, México, 2007, p. 142.
3
Sander L. Gilman, “Introduction: The destinies of Hysteria”, Sander L. Gilman, Roy Porter y G.S
Rousseau, Hysteria Beyond Freud, University of California Press, Berkeley, 1993, p. xvi
4
Nancy Caciola, Discerning Spirits: Divine and Demonic Possession in the Middle Ages, Cornell
University Press, New York, 2003; Moshe Sluhovsky, Believe Not Every Spirit: Possesion, Mysticism
and Discernment in Early Modern Catholicism, The University of Chicago Press, Chicago, 2007. Michel
Foucault señala la aparición de la posesión en los siglos XVI y XVII. A mi modo de ver ello es debido a
la escasa atención que prestó a la Edad Media como muestran los estudios a los que me acabo de referir.
Cfr. Michel Foucault, “Clase del 26 de febrero de 1975”, Los anormales, FCE, México, 2006, pp.187-
213.
5
Roy Porter, A social History of Madness: The World through the eyes of the Insane, Dutton, New York,
1989, p.13.
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distinciones señalaban era que ciertos fenómenos de santidad manifestaban


características que eran contempladas como peligrosamente cercanas a los síntomas de
la locura y a los de la posesión demoniaca. La epifanía divina podía compartir el modelo
semiótico de la perturbación orgánica o diabólica haciéndose así difícil su
discernimiento6. Michel Foucault asevera que la posesión aparece en el núcleo interno,
donde el cristianismo se esfuerza por instalar sus obligaciones discursivas, en el cuerpo
mismo de los individuos. En el momento en que trata de poner en funcionamiento unos
mecanismos de control y discurso individualizadores y obligatorios, aparece lo que va a
ser su marca o firma: la convulsión.

La carne convulsiva es el cuerpo atravesado por el derecho de examen, el cuerpo


sometido a la obligación de la confesión exhaustiva y el cuerpo erizado contra ese
derecho y esa obligación. Es el cuerpo que opone a la regla del discurso total el
mutismo o el grito. Es el cuerpo que opone a la regla de la dirección obediente las
grandes sacudidas de la rebelión involuntaria, o bien las pequeñas traiciones de las
complacencias secretas. La carne convulsiva es, a la vez, el efecto y el último punto de
inversión de esos mecanismos de cerco corporal que había organizado la nueva oleada
de cristianización […] Es el efecto de esta cristianización en el plano de los cuerpos
individuales7.

Lo que es específico desde finales del siglo XVIII - es sin embargo que el itinerario del
misticismo tradicional es reemplazado no ya por el discernimiento no excluyente entre
causas naturales, preternaturales o sobrenaturales; sino por la visión- cada vez más
circunscrita- de la psicopatología8. Una vez más, Foucault explica:

La convulsión no deja de ser en los términos de la dirección de conciencia, aquello


mediante lo cual los dirigidos van a sublevarse corporal y carnalmente contra sus
directores […] hace falta un corte radical que transforme la convulsión en un fenómeno
autónomo, ajeno, completamente diferente en su naturaleza de lo que puede pasar dentro

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
6
Las técnicas de discernimiento fueron fundamentales para la constitución de lo que Michel de Certeau,
refiriéndose a la mística denominó la ciencia de los santos. Cfr. Michel de Certeau, La fábula mística
S.XVI y XVII, UIA, México, 1993. También puede leerse las lúcidas páginas que Barthes dedica a Ignacio
de Loyola en Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, Cátedra, Madrid, 1997, pp.51-92.
7
"Michel Foucault, “Clase del 26 de febrero de 1975”, Los anormales, Op Cit, p.199.
8
Para observar las transformaciones recientes de las políticas eclesiales con respecto a la canonización.
Cfr. Kenneth L. Woodward, Making Saints: How the Catholic Church Determines Who Becomes a Saint,
Who Doesn´t and Why, Touchstone, New York, 1996. Son especialmente esclarecedoras las páginas
dedicadas al proceso de Alexandrina Da Costa, fallecida en 1955; en las que se muestra cómo la Iglesia
suele optar por reconocer las virtudes de un sujeto sin pronunciarse por la veracidad o no de los
fenómenos extraordinarios que le acaecen.
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del mecanismo de la dirección de conciencia. Y esa necesidad, claro está, se volverá tanto
más urgente en la medida en que las convulsiones se articulen más directamente en una
resistencia religiosa o política. De modo que […] se urde toda una historia: la de la
convulsión como instrumento y apuesta de una justa de la religión consigo misma y de la
religión con la medicina. […] La importancia de lo que en esa época, en la patología del
siglo XVIII, se llamaba “sistema nervioso” proviene de que sirvió precisamente como
primera gran codificación anatómica y médica de ese dominio de la carne que el arte
cristiano de penitencia había recorrido hasta entonces simplemente con la ayuda de
nociones como los movimientos, las atracciones, las titilaciones, etcétera […] El tipo
nervioso es, desde el siglo XVIII, el cuerpo racional y científico de esa misma carne […]
Expulsada del campo de la dirección espiritual, la convulsión heredada por la medicina,
va a servirle de modelo de análisis para los fenómenos de locura. Pero, mientras
penetraba más y más en la medicina, la Iglesia Católica tendía de manera creciente a
desembarazarse de esa convulsión que le estorbaba, a alejar del peligro de la convulsión
esa carne que controlaba, y tanto más cuanto que aquella servía al mismo tiempo a la
medicina en su lucha contra la Iglesia. Cada vez que los médicos hacían análisis de la
convulsión, era al mismo tiempo para mostrar hasta qué punto los fenómenos […] no eran
en realidad más que fenómenos patológicos9.

Hay que tener en cuenta que el interés por la observación médica de los eventos
milagrosos provenía de ambos lados: mientras que la Iglesia apelaba al prestigio
creciente de la autoridad científica para reafirmarse; los médicos mostraban un interés
creciente en la fisiología que subyacía en los fenómenos considerados mórbidos o
anormales que se pretendían sobrenaturales. La popularidad en ascenso de las
explicaciones científicas estimulaba simultáneamente la apertura de la Iglesia a la
colaboración científica y la necesidad del establishment médico de probar la
superioridad del método científico en todas las esferas de la vida humana, incluyendo
los asuntos de fe10. El imperativo epistémico de conocer los secretos del cuerpo humano
apuntaba así a lo que Foucault llamará "el espacio discursivo del cadáver: el interior
revelado”11. Si la profanación del cuerpo a menudo seguía el curso de la degeneración
patológica; el cuerpo se develaba asimismo como una entidad sacramental desde que
revelaba, en todo su esplendor, la verdad científica. Según David Knowles antes de
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
9
Michel Foucault, Clase del 26 de febrero de 1975”, Los anormales, Op Cit,pp.208-211.
10
Los médicos participaban en los procedimientos de canonización desde la Edad Media, pero este papel
se acentúa sin lugar a dudas y pasa de la colaboración con preeminencia de la Iglesia a la colaboración
con preeminencia de la Ciencia, en el siglo XIX. Cfr. Joseph Ziegler, “Practitioners and Saints: Medical
Men in Canonization Processes in the Thirteenth to Fifteenth Centuries,” Social History of Medicine 12
(1999): 191–225. La relación entre la medicina y la religión se ejemplariza en el caso de Lourdes. Cfr.
Ruth Harris, Lourdes Body and Spirit in the Secular Age, Penguin, London, 1999, pp.320-356; Suzanne
Kaufman, “Miracles, Medicine and the Spectacle of Lourdes: Popular Religion and Modernity in Fin-de-
Siècle France”, Ph.D. diss., Rutgers University, 1996, pp.147-321 o Jason Szab “Seeing Is Believing?
The Form and Substance of French Medical Debates over Lourdes,” Bulletin of the History of Medicine
76 (2002): 199–230.
11
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica: Una arqueología de la mirada médica, Siglo XXI,
México, 2007, p.270.
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hablar demasiado a la ligera del desencantamiento del mundo12, habría que señalar que a
finales del siglo XIX el interés por la histeria corrió paralelo a una fascinación por el
espiritualismo en general, por el mal y el diablo, y por lo que se consideraban formas
degradadas de misticismo afectivo. El yo parecía ocupar el espacio visible de lo
mórbido. Así, el sujeto corporal y patológico atraía la atención tanto de la clínica como
de la literatura del realismo y del naturalismo, que se lo apropiaba como campo de
conocimiento13. Desde el exterior de la Iglesia esta fascinación se reflejaba, por
ejemplo, en la avidez con la que médicos y alienistas se concentraban en experiencias
consideradas irracionales y subliminales; y desde el interior, en la forma en la que
teólogos católicos estudiaban los textos y las vías de los místicos de forma cuasi

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12
Me refiero a la conocida expresión de Max Weber que permite un doble planteamiento. Por una parte
constata el agotamiento del poder que antes poseyeron las religiones para determinar de manera
significativa las prácticas sociales y para dotar de sentido la experiencia global del mundo. Pero además
ofrece un criterio para evaluar el papel de la Ilustración. Esto es, sin embargo, una cuestión que conviene
plantear en un contexto coherente. No se trata de un juicio, que sería contrario a la neutralidad axiológica,
sobre si el movimiento de las Luces ha fracasado al no poder ofrecer una forma civil de esperanza al
mundo. El desencantamiento del mundo, suscitado por el pluralismo de valores, no sería imputable a la
“racionalización” como tal, sino a la forma racionalista de concebir la racionalización, que Weber
denomina «intelectualización». Considero que la secularización es un fenómeno bastante más complejo
que en muchos casos implica desplazamientos y mutaciones, más que sonoras rupturas. El argumento
clásico de la secularización de Europa en este periodo puede verse magistralmente ilustrado en Owen
Chadwick’s The Secularization of European Mind in the Nineteenth Century, Cambridge University
Press, Cambridge, 1975. Frente a él se puede recordar por ejemplo que la Francia de finales del siglo
XIX experimenta una renovación espiritual en los centros urbanos patente en construcciones como la
basílica del Sagrado Corazón en París. Cfr. Raymond A. Jonas, “Restoring a Sacred Center: Pilgrimage,
Politics, and the Sacré-Coeur,” Historical Reflections 20 (1994): 95–123; Thomas Kselman, “The
Varieties of Religious Experience in Urban France,” en Hugh Mc Leod (Ed), European Religion in the
Age of Great Cities, 1830–1930, Routledge, London, 1995, pp. 165–190. La influencia de lo sobrenatural
en el campo y su incidencia la ha estudiado Judith Devlin, The Superstitious Mind: French Peasants and
the Supernatural in the Nineteenth Century, Yale University Press, New Haven, 1987. Catherine Labouré
comienza a tener visiones marianas en 1830, algo relativamente frecuente en el periodo. Cfr. Barbara
Corrado Pope, “Immaculate and Powerful: The Marian Revival in the Nineteenth Century,” en Clarissa
W. Atkinson, Constance H. Buchanan, and Margaret R. Miles (Eds), Immaculate and Powerful: The
Female in Sacred Image and Social Reality, Beacon Press, Boston,1985, pp. 173–200. La aparición
mariana más famosa es la de Lourdes en 1858. Cfr. Ruth Harris, Lourdes (ver nota 8); Suzanne K.
Kaufman, “Miracles” (ver nota 8). La concretización de lo sobrenatural ocurrió de otras maneras. Cfr.los
trabajos sobre la posesión demoniaca en Morzine. Jacqueline Carroy, Le mal de Morzine: De la
possession à l’hystérie (1857–1877), Solin, Paris 1981; Ruth Harris, “Possession on the Borders: The
‘Mal de Morzine’ in Nineteenth-Century France,” Journal of Modern History 69 (1997): 451–478;
Laurence Maire, Les possédées de Morzine (1857–1873) Presses Universitaires de Lyon, Lyon, 1981. Cfr.
Nicole Edelman, Voyantes, guérisseuses et visionnaires: Somnambules et médiums en France, 1785–
1914, Michel, Paris, 1995; Sofie Lachapelle, “A World Outside Science: French Attitudes toward
Mediumistic Phenomena, 1853–1931” (Ph.D. diss., University of Notre Dame, 2002)
13
" Cfr. Cristina Mazzoni, “Mystical Languages of Illness: Naturalism in France and Italy” en Saint
Hysteria: Neurosis, Mysticism and Gender in European Culture, Cornell University Press, New York,
1996, pp.54-89. Cfr. Gian Paolo Biasin, Literary Diseases: Theme and Metaphor in the Italian Novel,
University of Texas Press, Austin, 1975. Cfr. Elizabeth Bronfen, Over her Dead Body: Death, Feminity
and the Aesthetic, Routledge, New York, 1992. Cfr También Dominique de Courcelles, “Arrobamientos
de los escritores y contemporaneidad mística” en Victoria Cirlot y Amador Vega (Eds), Mística y
creación en el siglo XX, Herder, Barcelona, 2006, pp.139-156.
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científica, a través de observaciones y comparaciones, que buscaban ser consideradas


solventes14. Foucault advierte, una vez más

La Iglesia descalifica la convulsión, o deja que la medicina la descalifique. Ya no quiere


oír hablar de nada que recuerde esa invasión insidiosa del cuerpo […] En cambio va a
exaltar la aparición de la Virgen: una aparición a distancia, a la vez próxima y lejana, en
cierto sentido al alcance de la mano, y no obstante inaccesible. Pero, de todas formas las
apariciones del siglo XIX (la de la Salette y la de Lourdes son características) excluyen
absolutamente el cuerpo a cuerpo. La regla del no contacto, del no cuerpo a cuerpo, de la
no mezcla del cuerpo espiritual de la Virgen con el cuerpo material de quien es objeto del
milagro, es una de las reglas fundamentales en el sistema de aparición que se introduce en
el siglo XIX […] En lo sucesivo el sujeto [de la aparición] va a ser el niño, el niño
inocente15.

El consenso generalizado en la profesión médica que fue cobrando relevancia


significativa – aunque no sin disidencia- fue el de considerar el cuerpo convulso en el
ámbito místico, como una histeria no diagnosticada, a menudo desbordada por cierta
erotomanía. Así lo hicieron Jean-Martin Charcot (1825-1893), Cesare Lombroso (1835-
1909) o Richard von Kraft-Ebing (1840-1902)16, por citar algunas figuras
representativas. Hay que recordar además que los síntomas que distinguían a la histeria

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14
" David Knowles, “What is Mysticism?” en Richard Woods (Ed), Understanding Mysticism, Image,
New York, 1980, pp.521-528"
15
Michel Foucault, “Clase del 26 de febrero de 1975”, Los anormales, Op cit, p.211.
16
" Charcot develó el origen tanto psicológico como neurológico de la histeria. Consiguió definir con
precisión todos sus síntomas y distinguió entre el caso normal de histeria y la que denominó «crisis
general de histeria. Fue un pionero en la aplicación de técnicas como la hipnosis en el tratamiento de
afecciones psiquiátricas, algo que impresionó a Sigmund Freud que fue su alumno. En el campo de la
neuropatología, Charcot fue el primero en dilucidar el origen y la sintomatología de enfermedades como
la esclerosis amiotrópica lateral, la esclerosis múltiple, la denominada enfermedad de Charcot (el proceso
de desintegración de ligamentos provocada por la ataxia locomotora), la hemorragia cerebral y su relación
con los aneurismas miliares. Lombroso desempeñó en la universidad de Turín, sucesivamente, las
cátedras de Medicina legal, Psiquiatría y Antropología criminal. concepción del delito como resultado de
tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los
delincuentes habituales (asimetrías craneales, determinadas formas de mandíbula, orejas, arcos
superciliares, etc.). Sin embargo, en sus obras se mencionan también como factores criminógenos el
clima, la orografía, el grado de civilización, la densidad de población, la alimentación, el alcoholismo, la
instrucción, la posición económica y la religión. Kraft-Ebing fue un psiquiatra alemán. Se le considera el
iniciador de la clasificación y sistematización de la patología sexual. En 1886 publicó Psychopathia
Sexualis, obra en la cual analiza con extremo detalle las principales formas de lo que entonces se
consideraban "desviaciones sexuales" y que ahora se conocen como parafilias. Allí equiparaba el
masoquismo que en el hombre era una patología, a la exacerbación de las características esenciales de una
naturaleza femenina que se plasmaba en su vivencia del amor y la religiosidad. Para ahondar en estos tres
personajes. Cfr. Henri F. Ellenberg, The Discovery of the Unconscious: The History and Evolution of
Dinamic Psychiatry, Basic, New York, 1970, y sobre todo Cristina Mazzoni, Op cit, pp.17-53. Este
último trabajo me ha resultado imprescindible.
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recibían, significativamente, el nombre de estigmas17. Efectivamente, en el contexto


progresivamente polarizado de medicalización e ideologización de finales del siglo
XIX, los estigmas de origen religioso y los estigmas de la patología, comparten
nosología. Para Charcot, y muchos otros, los signos externos como las convulsiones, los
desmayos, o la sensación de parálisis, apuntaban a una única causa: “c'est toujours la
chose genitale", confiará él mismo a sus colegas aunque sin admitirlo nunca
públicamente18. Nos hallamos ante la raíz del descubrimiento freudiano en el que la
histérica convertirá progresivamente los terrores del cuerpo en una sintomatología de la
psique. La histeria se transformará así en el indicador de un desplazamiento en la
economía subjetiva. La división entre un sí subjetivo y un sí – que se somete o bien al
orden natural o bien al orden preternatural (o sobrenatural); se transformará en una
división que ya no apela a ningún orden externo; sino a una división puramente
subjetiva. Los indicios de la mutación aparecen a veces en lugares insospechados. En
1882, con motivo del tercer centenario de santa Teresa de Ávila, Guillaume Hahn –
jesuita belga y discípulo de Jean Martin Charcot- escribe la memoria “Les phénomenes
hystériques et les révélations de sainte Thérèse”, y llega a la conclusión de que “Teresa
es un caso de histeria orgánica en su más alto grado. Es decir, padeció la grande
hystérie o hystérie épileptique, sin que ésta llegara a afectarla en el plano intelectual o
moral; aunque una franja de sus revelaciones puede explicarse como alucinaciones
personales”19. En respuesta a Hahn, el Abate Morel escribirá: “La histeria goza de mala
reputación; e incluso cuando se asocie a un número de mujeres que han de ser
compadecidas; se vincula a cierto sentido de vergüenza que parece sacrílego cuando se
intenta aplicar la misma etiqueta de deshonor a santa Teresa”20. La insistencia del buen
abate en desvincular la cuestión médico-fisiológica del ámbito moral y religioso, revela
hasta qué punto lo médico implicaba los valores y puntos de referencia de la moral y
viceversa. Es el cuerpo el que – como veremos- significa la convergencia del dominio
médico y religioso, en los que el cuerpo está hecho para “confesar”, para “revelar sus
secretos”. Pero, ¿de qué cuerpo hablamos?
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
17
Martha Noel Evans, Fits and Starts: A Genealogy of Hysteria in Modern France, Cornell University
Press, New York, 1991, p.26.
18
Ibídem
19
Cfr. Charles de Smedt “Les phénomenes hystériques et les révélations de sainte Thérèse” Rev. Des
Questions Historiques 35 (1884): 533-550. Smedt – también él jesuita y famoso bolandista- comenta
favorablemente el libro de Hahn que tras mil peripecias acabará en el índice de libros prohibidos. Ha
estudiado el caso Tomás Álvarez, Teresa a contraluz. La santa ante la crítica, Monte Carmelo, Burgos,
2004.
20
Jules Morel, "Sainte Thérèse." La Controverse et le Contemporain, nouvelle serie, 2 (1884): 638-51.
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Teresa de Ávila: El cuerpo a examen

Habría que comenzar, de manera precisa, por detenerse en eso con lo que tiene que
ver la histeria: Su condición reveladora del destino femenino21. El cuerpo femenino,
cuyo poder generador viene a recordar la menstruación con implacable regularidad, es
considerado como perteneciendo a la naturaleza, de manera más sensible que la otra
mitad de los seres. Lo que la histeria señala es la irrupción abierta de esa virtualidad
desposesiva que la condición femenina es. Lo latente para el conjunto de la especie
humana, en la mujer resulta flagrante. La mujer es ese ser vivo virtualmente
desdoblado entre su propiedad subjetiva, y la naturaleza que se apodera de ella, y obra
en ella desbordándola irremisiblemente, en aras de la reproducción de la especie. Las
teorías que individualizan a la matriz como un ser aparte22 a lo que tratan de dar carne,
es a esa autonomía del orden natural en el seno de un cuerpo femenino que sufre inerme
sus efectos. Aunque la anatomía fantasmagórica de la histeria será barrida por un
conocimiento más positivo a partir del siglo XVI, perdura la necesidad imaginaria que
alimenta y rige las representaciones. Así, si bien desde Willis y Sydenham se ha puesto
en duda su origen uterino23; si en los siglos XVII y XVIII la histeria es asociada a la
hipocondría, como enfermedad general del sistema nervioso; o a la epilepsia, por la
rigidez convulsiva y los ataques; lo cierto es que pese a Charcot24 o al descubrimiento
freudiano hasta bien entrado el siglo XX, la preponderancia social de las imágenes
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
21
Cfr. Gladys Swain, “El alma, la mujer, el sexo y el cuerpo”, op cit, pp.199-213.
22
"Platón dice en el Timeo: “Los así llamados úteros y matrices en las mujeres —un animal deseoso de
procreación en ellas, que se irrita y enfurece cuando no es fertilizado a tiempo durante un largo período y,
errante por todo el cuerpo, obstruye los conductos de aire sin dejar respirar— les ocasiona, por la misma
razón, las peores carencias y les provoca variadas enfermedades, hasta que el deseo de uno y el amor de
otro, como si recogieran un fruto de los árboles, los reúnen y, después de plantar en el útero como en
tierra fértil animales invisibles por su pequeñez e informes y de separar a los amantes nuevamente, crían a
aquéllos en el interior, y, tras hacerlos salir más tarde a la luz, cumplen la generación de los seres
vivientes”. Para Platón el útero es un animal dentro de un animal. Es decir, además del cuerpo, animal
que siempre puede volverse incontrolable, la mujer tiene además un órgano animal incontrolable, el útero.
Cfr. Platón, Timeo (Edición bilingüe), Universidad Católica de Chile, Santiago, 2004, p.55.
23
Thomas Willis (1622?- 1675) y Thomas Sydenham (1624-1689) fueron los primeros médicos, a fines
del siglo XVII, en otorgar una etiología distinta a las afecciones histéricas e hipocondríacas, pues las
suponían dependientes directamente de un regulador unitario de las funciones del organismo. Las
llamaron “enfermedades nerviosas" bajo el supuesto de que los nervios eran conductores de los agentes
de la sensación y el movimiento (los “espíritus animales", según la denominación tradicional de la época)
que, originados en el cerebro, llegaban a todas las partes del organismo. Cfr. Cfr. Michel Foucault,
Historia de la locura en la época clásica I, FCE, México, 1998, pp.432-461; Andrew Scull,
“Neurologie”, Hysteria: The Biography, Oxford University Press, Oxford, 2009, pp. 24-42.
24
Hacen énfasis en los hallazgos de Charcot ,Marcel Gauchet y Gladys Swain, El verdadero Charcot,
Nueva Visión, Buenos Aires, 2000. También Héctor Pérez Rincón, El teatro de las histéricas. De cómo
Charcot descubrió entre otras cosas que también había histéricos, FCE, México, 1998.
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tradicionales limitarán asimismo la histeria a la cuestión femenina. Para muestra, un


botón. Aunque Charcot pasó a la historia – entre muchas cosas- por haber señalado que
la histeria no era específicamente femenina; aunque utilizó genéricamente el masculino
plural en sus referencias a los endemoniados y extáticos a quienes diagnosticará como
histéricos; cuando se trate de especificar un caso de éxtasis feminizará el artículo y
aludirá a “Une extatique” (una extática). Hay que recordar además que no sólo la
inmensa mayoría de sus pacientes fueron mujeres (a pesar de que él negó la relación
entre la histeria y su etimología ligada al útero) sino que el misticismo que describirá se
vinculará al misticismo afectivo que tradicionalmente se ha considerado femenino25. Tal
y como escribirá atinadamente Michel Foucault:

En el proceso de histerización de la mujer el “sexo” fue definido de tres maneras: como lo


que es común al hombre y a la mujer; o como lo que pertenece por excelencia al hombre
y falta por lo tanto a la mujer; pero también como lo que constituye por sí solo el cuerpo
de la mujer, orientándolo por entero a las funciones de reproducción y perturbándolo sin
cesar en virtud de los efectos de esas mismas funciones26.

Así, pese a que a menudo se señala que la histeria imita todas las enfermedades; hace
que sus síntomas evolucionen de manera diferente; desaparezcan brutalmente; o cedan
su lugar a otros no menos caprichosos; entre todos los místicos cristianos será Teresa de
Ávila (1515-1582), quien se convertirá, a partir del siglo XIX, en el blanco privilegiado
de la caracterización de la patología y de la asociación de ésta con el misticismo. Las
enfermedades prolongadas de Teresa, los fenómenos extraordinarios que rodearon su
vida (como el éxtasis o la levitación) la sensualidad que permean sus escritos y la
relevancia de su figura como reformadora de una orden religiosa, la transformarán, por
en la santa patrona de las histéricas por excelencia. Ante descripciones como las
siguientes:

Es tan excesivo que el sujeto le puede mal llevar y así algunas veces se me quitan todos
los pulsos casi, según dicen las que algunas veces se llegan a mí de las hermanas que ya
más lo entienden, y las canillas muy abiertas y las manos tan yertas que yo no las puedo

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
25
Tradicionalmente se ha distinguido entre un misticismo especulativo, predominantemente masculino,
cuyo representante eximio sería el Maestro Eckhart y los representantes de la vía apofática o negativa; y
un misticismo afectivo, predominantemente femenino, y caracterizado por un marcado énfasis extático y
visionario. Esta distinción ha sido lúcidamente criticada por Amy Hollywood, The Soul as Virgin Wife,
University of Notre Dame Press, Indiana, 2001.
26
Michel Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, Op cit, p.185.
108"
"

algunas veces juntar y así me queda dolor hasta otro día en los pulsos y en el cuerpo, que
parece me han descoyuntado27.

Otra vez me estuvo cinco horas atormentando [el demonio] con tan terribles dolores y
desasosiego interior y exterior, que no me parece se podía ya sufrir. Las que estaban
conmigo estaban espantadas y no sabían qué hacer ni yo cómo valerme […] eran grandes
los golpes que me hacía dar, sin poderme resistir, con cabeza, cuerpo y brazos; y lo peor
era el desasosiego interior, que de ninguna suerte podía tener sosiego28

Jean-Martin Charcot no vacilará en referirse a Teresa como una “histérica indudable”29,


algo que destacarán numerosos diagnósticos de la época. Éxtasis, alucinaciones y
visiones, devendrán asimismo objeto de experimentos repetidos con pacientes de los
nosocomios, consideradas las sucesoras de las místicas del Medioevo, en el París del
siglo XIX. A este respecto cabe recordar el estudio de Pauline Lair-Lamotte por Pierre
Janet o el de Louise Lateau llevado a cabo por Désiré Magloire- Bourneville30. Para la
Escuela de la Salpêtrière dichos fenómenos de carácter neurológico eran atribuibles a
una patología histérica. Charcot trataba de reproducirlos bajo la hipnosis, que él mismo
consideraba una histeria experimental31. Esta “neurologización” tenía por objeto no sólo
descartar toda concepción no natural, sino también patologizar fenómenos visionarios,
ya fueran católicos, espíritas, o más generalmente de carácter ocultista32. Los
experimentos hospitalarios, llevados a cabo, se aseveraba, según los más estrictos
protocolos científicos, se hacían constar y publicar en libros y revistas médicas.
Destacaban a este respecto lo llevados a cabo en la Salpêtrière, en torno al mismo
Charcot; o los del Hospital de la Charité en torno a Jules Luys (1828-1897). Hay que
recordar que la meta de Charcot era someter los síntomas mutantes y proteicos de la
histeria a leyes positivas; y asegurar además su completa predictibilidad. En el ataque
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
27
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 20.12, en Obras completas, B.A.C, Madrid, 1997, pp.111-
112.
28
Ibíd, capítulo 31. 3, p.165.
29
Jean-Martin Charcot et Paul Richer, Les démoniaques dans l’art suivi de La foi qui guérit, Macula,
Paris, 1984, p.114.
30
Cfr. Pierre Janet, De la angustia al éxtasis (2 vols), FCE, México, 1992; Désiré-Magloire Bourneville,
Science et miracle: Louise Lateau ou la stigmatisée belge, Delahaye, Paris, 1875; también Jacques
Maître, “De Bourneville à nos jours: Interprétations psychiatriques de la mystique,” Évolution
psychiatrique 64 (1999): 765–778. Del mismo autor, Una célebre desconocida Madeleine Le bouc/
Pauline Lair Lamotte (1853-1918), Epéele, México, 1998.
31
Cfr. Jacqueline Carroy- Thirard, Hypnose, suggestion et psychologie, l’invention des sujets, PUF, Paris,
1991
32
Para un análisis de los debates entre las diversas aproximaciones científicas que reivindicaban católicos,
positivistas y espíritas Cfr. Nicole Edelman, “L’invisible (1870-1890) une inscription somatique”,
Ethnologie française 2 (2003):593-600. Cfr. también los capítulos dedicados a la relación ciencia y
religión; y a la relación entre espiritismo, ocultismo y ciencia en Lynn L. Sharp, Secular Spirituality:
Reincarnation and Spiritism in Nineteenth Century France, Lexington, New York, 2006, pp.123-200.
109"
"

histérico- enseñaba-: cuatro periodos se sucedían con regularidad mecánica: 1) la


rigidez tónica epileptoide; 2) los espasmos clónicos o grandes movimientos; 3) las
attitudes passionnelles (fase alucinatoria en la que intervenían alucinaciones y poses
que iban del éxtasis místico a la seducción; 4) el delirio terminal33. Visiones,
apariciones y alucinaciones concentraban la atención de los alienistas, pero hay que
tener en cuenta que, tal y como advierte George Didi-Huberman, el saber psiquiátrico
“debe ser sometido a un examen más allá de sus afirmaciones, designaciones y
descubrimientos: ya que también es como una difracción de su propio discurso, en
conductas a menudo contradictorias”34. Efectivamente, Charcot estudiaba
científicamente los fenómenos extáticos que ligaba a la histeria, a través de un método
que era tan cuestionado como la hipnosis. Sus contemporáneos frecuentemente
comentaban sobre su mirada intimidatoria que le permitía lograr que sus pacientes
reprodujeran- cuando él así lo deseaba- un ataque histérico. En 1875, cuando una
paciente diagnosticada de histeria sanó tras ser hipnotizada por el que era llamado a su
pesar, el gran mago de la Salpêtrière, el rumor de un milagro acaecido provocó la
publicación de un artículo en La semaine religieuse35. Como si lo sobrenatural que
Charcot se esforzaba en reprimir, de una u otra manera, se obstinara en regresar. A
partir de ese momento, se producirá una deriva a lo largo de la cual el desdoblamiento
de la personalidad se impondrá como fenómeno cardinal de la histeria revelando la
clave de su verdadera naturaleza. No es que las manifestaciones corporales
desaparecieran en lo más mínimo del cuadro- más bien al contrario- pero podemos decir
que a partir de la sugestión hipnótica de Charcot dichas manifestaciones se
subordinarán a los fenómenos de disociación del yo. En el mundo sin Dios de la
neurosis, la sintomatología patológica de la histeria era la única epifanía de la posesión
y el éxtasis que se podía aspirar contemplar.

En esta arena, los teólogos católicos por su parte, se debatían en reconocer que una
persona podía ver a la Virgen, los ángeles e incluso a ciertos muertos; a propósito de
estos últimos se advertía en el Dictionnaire de théologie catholique: “Dios [...] [podrá]

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
33
Jean –Martin Charcot, Leçons du mardi à la Salpêtrière, policlinique 1887-1888, notes de cours de
MM. Blin, Charcot, Colin, t.1, Bibliothèque des Introuvables , Tchou, Paris, 2002, p.223. Cfr. Josef
Breuer y Sigmund Freud, Estudios sobre la histeria en Sigmund Freud, Obras completas, t.2, Amorrortu,
Buenos Aires, 2006, p.39.
34
Georges Didi-Huberman, La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la
Salpêtriere, Cátedra, Madrid, 2007, p.20.
35
Jacqueline Carroy-Thirard, “Possesion, extase, hystérie au 19e siècle”, Psychanalyse à l´université 5.19
(1980):507.
110"
"

tener buenas razones para querer excepcionalmente, y raramente, estos retornos


momentáneos de almas, que han abandonado la tierra”36. En cuanto a los ángeles, "es
más a menudo revestidos de forma humana que se muestran a los hombres”37. Quedaba
por saber cómo Dios comunicaba su espíritu a sus criaturas: “De cuatro formas […] por
los efectos externos, por la imaginación, por un influjo directo sobre la inteligencia o
por una luz especial [...] A veces, en efecto, las formas sensibles son producidas
exteriormente por Dios y se presentan al elegido. Para evitar caer en la ilusión y en la
alucinación, es necesario que se proporcionen pruebas en favor de la acción divina que
se ha manifestado sobre su sentido”38. Las pruebas a las que se referían los católicos
irán adoptando progresivamente una presentación científica. La alucinación se
distinguía así de la aparición porque – a diferencia de ésta- no implicaba la existencia
real del objeto de percepción. El Dictionnaire de spiritualité aclaraba: “En la
alucinación son las disposiciones mórbidas las que intervienen; en la visión es la gracia
la que opera”39. La cuestión era que las visiones que se producían a través de la gracia,
favorecían solamente a unos cuantos elegidos- como los niños videntes de las
apariciones marianas del s. XIX y XX- y que por lo tanto no había presencia objetiva de
aquello que era visto, aunque se señalase su carácter real. ¿Cómo era posible distinguir
entonces entre la visión real de la gracia divina y la alucinación patológica? El esfuerzo
de los pensadores católicos a partir de 1880, consistirá en proporcionar pruebas
contundentes que tengan solvencia a partir de lo que se considera el epítome de la razón
en las civilizaciones avanzadas: la ciencia. Los católicos batallaban por la posibilidad
de establecer una ciencia católica frente a una ciencia laica que a sus ojos caía en
excesos materialistas. Así, el pensador católico Imbert-Gourbeyre comenzará el primer
apéndice de su obra apologética La stigmatisation, l´extase divine et les miracles de
Lourdes (1894) recogiendo la aseveración de Charcot para descartarla: “la santa Teresa
histérica – escribirá- es un viejo cliché de los librepensadores”40. Lo interesante es que
Imbert- Gourbeyre empleará argumentos médicos para atacar lo que consideraba
aseveraciones sin pruebas: diagnósticos retrospectivos espurios41. Sus rivales no
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
36
A. Vacant, E. Mangenot, É. Aman, Dictionnaire de théologie catholique, t.13, Letouzey et Ané,
Paris,1937, pp.1640-1641.
37
Ibídem
38
Ibíd, p.2586
39
Ibíd, p.949
40
Antoine Imbert-Gourbeyre, La stigmatisation, l´extase divine et les miracles de Lourdes: Response aux
libres penseurs, Jérôme Millon, Grenoble, 1996, p.533. Para lo relacionado con Imbert- Gourbeyre Cfr.
Cristina Mazzonni, Op cit, pp.25-27; pp. 43-44; pp. 158-159.
41
Ibidem
111"
"

lograban salir indemnes – según él- del rigor que un método estrictamente científico
requeriría. Su antagonista más que Charcot (aunque ciertamente también éste aparece,
como hemos visto, mencionado) era el padre Hahn: El jesuita belga – a quien hemos
aludido con anterioridad- que diez años antes había escrito que santa Teresa si bien
desde el punto de vista orgánico era una histérica; no lo era intelectualmente. Para
Imbert- Gourbeyre, la distinción era “una herejía médica” un “absurdo”42. Hay que
señalar que la tesis del padre Hahn suscitó una controversia apasionada. Su obra pasó a
formar parte del Index de libros prohibidos, aunque la Iglesia no pudo evitar que futuros
médicos como Gilles de la Tourette, se acabaran apoyando en su trabajo para apoyar el
diagnóstico de que la mística no era sino una forma de histeria43.

Los argumentos de Imbert- Gourbeyre fueron finalmente los siguientes: consideraba


imposible diagnosticar el padecimiento de Teresa sin mayor evidencia médica; no
obstante había que excluir la histeria porque se trataba de una forma de locura que
hubiera sido reconocida en la época por los contemporáneos de la santa, y que hubiera
imposibilitado que llevara a cabo las acciones por las que fue posteriormente conocida.
Imbert-Gourbeyre concluía señalando que decir que “Teresa era una histérica” equivalía
a decir “que la santa nunca había existido”44. Lo cierto es que, sin embargo, Imbert-
Gourbeyre acertaba en que ni los profesionales, ni los teólogos, ni Teresa misma,
atribuyeron a la histeria un papel activo en sus aflicciones. Aunque como veremos, sí
dudaron del carácter de las mismas, no las vincularon a ningún problema ni sexual ni
uterino, y sus inquietudes más bien se ciñeron a atribuirlas a algún poder diabólico y
preternatural, que no obstante podía ver facilitada su labor por el carácter lábil de la
naturaleza femenina. Aunque en la época de Teresa a la sexualidad femenina que se
consideraba desquiciada se le atribuía a menudo el furor uterinus45, no fue ése
exactamente su caso. En el siglo XVI ciertamente se establecían conexiones entre el
sexo, las pasiones y la locura, pero esas conexiones no eran establecidas como en los
siglos XIX y XX. La atención de Teresa y de sus contemporáneos se centró más que en
la histeria -y en una acepción estrictamente ligada al furor uterino- en la melancolía que,
según Jennifer Radden, “incluía estados que hoy consideraríamos psicóticos; estados
maniacos; todo tipo de delirios; parálisis y otros síntomas somáticos así como estados
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
42
Ibíd, pp.537-538
43
Ibíd, p.561.
44
Ibíd, p.552
45
Cfr. H.C Erik Midelfort, A History of Madness in Sixteenth-Century Germany, Stanford University
Press, California, 2000, p.6.
112"
"

de disociación”46. La melancolía implicaba suposiciones como las que se reflejaban en


la famosa obra del médico Johann Weyer De Praestigiis Daemonum (1563) que
enfatizaba la asociación entre las brujas, la demonología y la sintomatología médica y
que signaba la influencia de estos factores en el incipiente método empírico y científico
de la modernidad temprana47. En 1621 Paolo Zaccchia publicará un tratado decisivo
Quastiones medico legales, en el que señalará- contradiciendo a Hipócrates- la
propensión natural de las mujeres no sólo al mal específicamente femenino de la histeria
sino a la melancolía, epítome mismo de toda forma de locura, y subrayará la necesidad
de un cuidadoso discernimiento48 . Veamos brevemente cómo se contempló el caso de
Teresa de Ávila en su propio contexto, en el siglo XVI. Teresa suscribía muchas de las
ideas y asunciones sobre la melancolía, como la causa humoral de multitud de
padecimientos –incluyendo la sofocación del útero-; y la creencia de que el diablo
jugaba un papel al producir el desequilibrio de los humores. Como señala Moshe
Sluhovsky debemos destacar que en este periodo había: “Tres búsquedas de la verdad
[…] la verdad del encuentro con lo divino; la verdad de los movimientos interiores del
alma; la verdad de los signos somáticos del cuerpo […] En la tentativa por escrutinizar
y discernir […] se desarrollan nuevos marcos explicativos de las relaciones entre lo
demoniaco y lo divino; el alma y el cuerpo; la interioridad y la exterioridad; lo natural y
lo sobrenatural”49. Teresa en su Vida escribía lo siguiente:

Comenzó su Majestad a darme muy ordinario oración de quietud y muchas veces de


unión, que duraba mucho rato. Yo, como en estos tiempos habían acaecido grandes
ilusiones en mujeres y engaños en que las había hecho el demonio, comencé a temer,
como era tan grande el deleite y suavidad que sentía, y muchas veces sin poderlo excusar
[…] me determiné a tratar con una persona espiritual para preguntarle qué era la oración
que yo tenía, y que me diese luz si iba errada, y hacer todo lo que pudiese por no ofender
a Dios50.

Todo aquello que sucedía entre el alma y Dios debía ser sometido al parecer de
aquellos que eran expertos en la relación entre Dios y los hombres: los teólogos. Teresa
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
46
Jennifer Radden, Moody Minds Distempered: Essays on Melancholy and Depression, Oxford
University Press, New York, 2009, p.30.
47
Cfr. Benjamin G. Kohl (Editor), H. C. Erik Midelfort (Editor), On Witchcraft: An Abridged Translation
of Johann Weyer's De Praestigiis Daemonum, Pegasus Press, California, 1998
48
H. C Erik Middlefort, Op cit, p.220.
49
Moshe Sluhovsky, Op cit, p.1.
50
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 23.2, en Op cit, p126.
113"
"

acudió a los letrados de su época (que valoraban más la doctrina que la experiencia) y a
los espirituales (que enfatizaban que el conocimiento de Dios podía alcanzarse a través
de la oración). Aunque ella misma subrayará que: “veía en mí grandísima seguridad de
que era Dios; en especial cuando estaba en oración y veía que quedaba de allí muy
mejorada y con más fortaleza; […] en distrayéndome un poco tornaba a temer y a
pensar si quería el demonio, haciéndome entender que era bueno”51. Explicaba entonces
cómo había comenzado a escuchar locuciones divinas. Para Teresa las locuciones
podían provenir o bien de Dios o bien del diablo, o bien de un intelecto frágil asediado
por la melancolía. En unos y otros casos lo ideal era en principio: “tomarse como una
tentación de cosas de la fe, y así resistir siempre, para que se vayan quitando; y sí se
quitarán porque llevan poca fuerza consigo”52. Teresa proponía adoptar, más que un
marco médico, un marco espiritual de referencia, pero no porque se hubiera decantado
por alguna causa en especial de lo que le acaecía al sujeto, sino por la convicción de que
el marco espiritual podía ser más efectivo para lograr el autocontrol y la disminución de
su sufrimiento: “Si es de Dios […] antes crece cuando es probado […] mas no sea
apretando mucho el alma y inquietándola; porque verdaderamente ella no puede más”53.
Si las locuciones eran verdaderamente divinas, decía ella, la diferencia era que no se
podían ni repeler ni revivir, y no había más remedio que aceptarlas:""

Son unas palabras muy formadas, mas con los oídos corporales no se oyen, sino
entiéndense muy más claro que si se oyesen; y dejarlo de entender, aunque mucho se
resista, es por demás. Porque cuando acá no queremos oír, podemos tapar los oídos o
advertir a otra cosa, de manera que, aunque se oiga no se entiende. En esta plática que
hace Dios al alma no hay remedio alguno, sino que, aunque me pese, me hacen
escuchar54.

Ella pensaba que si el demonio pretendía hacerla pecar no podía hacer nada contra su
deseo de abandonarse a sí misma y hacer únicamente la voluntad de Dios:

¿De qué temo?, ¿Qué es esto? Yo deseo servir a este Señor, no deseo otra cosa sino
contentarle; no quiero contento ni descanso ni otro bien sino hacer su voluntad [...],

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
51
Ibídem
52
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las moradas, 6.3.4, en Op cit, p.532
53
Ibíd, 6.3.3, p.531.
54
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 25.1, en Op cit, p.134.
114"
"

siendo yo sierva de este Señor y Rey […] ¿por qué no he de tener fortaleza para
combatirme con todo el infierno? […] venid todos, que siendo sierva del Señor yo quiero
55
ver qué me podéis hacer .

Era todavía más difícil para ella explicar sus visiones porque había que traducir en
palabras algo que no eran palabras. Entonces había intentado “poner en comparaciones
para darme a entender; y cierto, para esta manera de visión, a mi parecer, no la hay que
mucho cuadre”56. Sus visiones habían sido de tres tipos: corporales (excepcional y muy
raramente) y sobre todo, intelectuales e imaginarias. Las visiones intelectuales habían
consistido en la percepción de la cercanía de Cristo estando situado a su lado derecho.
Cuando el confesor le preguntaba en qué forma lo veía, ella le explicaba que en realidad
no lo veía sino que lo sentía, como se siente a una persona que está cerca de nosotros en
la oscuridad57. Estaban además las visiones imaginarias: aparecía en su mente la imagen
de Cristo: primero las manos, después el rostro, luego toda su figura. Teresa misma
señalaba que no era “como los dibujos de acá, por muy perfectos que sean, que hartos
he visto buenos; es disparate pensar que tiene semejanza lo uno con lo otro en ninguna
manera, no más ni menos que la tiene una persona viva a su retrato, que bien que esté
sacado, no puede ser tan natural que, en fin, se ve es cosa muerta”58. Tenemos que tener
presente que los límites de lo posible no han permanecido inmutables y que las
experiencias de las que hablaba Teresa, tenían sentido. Como escribe Moshe Sluhovsky:

En todo caso de posesión divina o diabólica hubo algo que persuadió a los
contemporáneos que estaban confrontando una causalidad divina o demoniaca más que
una enfermedad orgánica como la locura, la histeria, la parálisis, la imbecilidad o la
epilepsia, clasificaciones, todas ellas, que no eran ajenas en la modernidad temprana. La
etiología demoniaca o divina existía codo a codo con las definiciones naturalistas. Si
elegían no emplear estas definiciones naturalistas y describían ciertos comportamientos
como “posesión” no era debido a lo inadecuado de su inteligencia o su conocimiento
médico […] Debemos empezar reconociendo la coherencia de su sistema de organización
del conocimiento59.

Al escucharla, los letrados a quienes consultó en primera instancia, no vacilaron en


declarar a Teresa endemoniada. Ella en cambio subrayaba: “Viene con grandes efectos
y ganancias interiores que ni los podría haber si fuese melancolía ni tampoco el
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
55
Ibíd, capítulo 25.19, p.139.
56
Ibíd, capítulo 27.3, p.143.
57
Ibídem
58
Ibíd, capítulo 28.7, p.150
59
Moshe Sluhovsky, Op cit, pp.2-3.
115"
"

demonio haría tanto bien ni andaría el alma con tanta paz y con tan continuos deseos de
contentar a Dios y con tanto desprecio de todo lo que no la lleva a Él”60. Posteriormente
ella alertará a sus monjas sobre los confesores que pueden equivocarse y atormentar a
sus dirigidas y subrayará como “así como aunque más letras tengan, hay cosas que no se
alcanzan”61. Teresa compartía con su época la idea de una naturaleza femenina
especialmente proclive a los ataques del demonio, que podía aprovecharse a través de la
debilidad de dicha naturaleza:

De un peligro os quiero avisar que he visto caer a personas de oración, en especial


mujeres, que como somos más flacas, ha más lugar para lo que voy a decir, y es que
algunas, de la mucha penitencia y oración y vigilia, y aun sin esto, son flacas de
complexión; en teniendo algún regalo sujétales el natural y como sienten contento alguno
interior y caimiento en lo exterior y una flaquedad, cuando hay un sueño que le llaman
espiritual, que es un poco más de lo que queda dicho, paréceles que es lo uno como lo
otro y déjanse embeber. Y mientras más se dejan, se embebecen más; porque se
enflaquece más el natural y en su seso les parece arrobamiento. Y llámole yo
abobamiento, que no es otra cosa más de estar gastando tiempo allí y gastando su salud
[…] Bien creo que haría el demonio alguna diligencia para sacar alguna ganancia, y no
comenzaba a sacar poca […] También podría haber alguna de tan flaca cabeza y
imaginación, como yo las he conocido, que todo lo que piensan les parece que lo ven: es
harto peligroso [….] como es también natural junto con lo sobrenatural, puede el
demonio hacer más daño62.

El diablo, observaba Teresa en Las Fundaciones, “sujeta aquel alma tomando por
medio este mal [la melancolía]”63. No obstante, en la actitud ambivalente propia de su
discurso asimismo advertía:

Comencemos por el tormento que da topar con un confesor tan cuerdo y poco
experimentado que no hay cosa que tenga por segura; todo lo teme, en todo pone duda
como ve cosas no ordinarias, en especial si en el alma que las tiene ve alguna
imperfección (que les parece han de ser ángeles a quien Dios hiciere estas mercedes y es
imposible mientras estuvieren en este cuerpo), luego es todo condenado a demonio o
melancolía. La pobre alma que anda con el mismo temor y va al confesor como a juez, y
ése la condena, no puede dejar de sufrir tan gran tormento y turbación que sólo entenderá
cuán gran trabajo es quien hubiere pasado por ello. Porque éste es otro de los grandes
trabajos que estas almas padecen, en especial si han sido ruines, pensar que por sus

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
60
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las moradas, 6.8.3, en Op cit, p.553
61
Teresa de Ávila Cuenta de conciencia, 57ª. 29, en Op cit, p.624.
62
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las moradas. 3.11-14 en Op cit, pp.506-507.
63
Teresa de Ávila, Libro de las Fundaciones, capítulo 7.3 en Op cit, p.700.
116"
"

pecados ha Dios de permitir que sean engañadas […] cuando el confesor la asegura,
64
aplácase aunque torna; más cuando él ayuda con más temor es cosa casi insufrible .

Penetrar la carne, hacerla pasar por el filtro del discurso exhaustivo y el examen
permanente era tarea de un confesor que debía poseer la dirección de la carne sin que el
cuerpo la objetase con el fenómeno de resistencia que constituía la posesión65. A Teresa
le preocupaba la posibilidad de discernir la melancolía de las aflicciones de origen
sobrenatural o preternatural. Ahora bien, no asociaba la facultad del discernimiento
entre lo natural, lo preternatural, y lo sobrenatural, a una potestad única del confesor
vinculada al género, la jerarquía eclesiástica, o la erudición, sino que como ella misma
señalaba: “Bien creo yo que no estará en este engaño quien tuviere talento de conocer
espíritus y le hubiere el Señor dado humildad verdadera; que éste juzga por los efectos y
determinaciones y amor y dale el Señor luz para que lo conozca. […] como digo, dalo el
Señor a quien quiere y aun a quien mejor se dispone”66. Así, las monjas mismas debían
practicar el discernimiento “la discreción” “cuando hay gran distraimiento y turbación
en el entendimiento” y distinguir cuando éste “viene de indisposición corporal” de “las
vueltas de los humores” y no “atormentar al alma a lo que no puede”67. Sin negar la
consulta a los confesores, ella confiaba en la propia capacidad del sujeto para discernir
lo que le acaecía: “Siéntese, a mi parecer, cuándo es espíritu de Dios o procurado de
nosotros con comienzo de devoción que da Dios […] si es del demonio, alma ejercitada
paréceme lo entenderá”68. No había sin embargo, con confesor o sin él, experiencia que
no retuviese cierta sombra de duda. De esta manera, al describir su ascenso a la sexta
morada considerada el inicio de la culminación de su itinerario espiritual, a través de la
tercera persona ella misma confesaba haber estado:”temerosa de esta visión (porque no
es como las imaginarias que pasan de presto, sino que duran muchos días y aun más que
un año alguna vez), [así] se fue a su confesor harto fatigada. El la dijo que si no veía
nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía. Ella le dijo
que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que lo que sabía es que era
Él el que la hablaba y que no era antojo […] aunque le ponían hartos temores”69. La
ambivalencia teresiana no desaparecía: “esto del conocimiento propio jamás se ha de
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
64
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las Moradas 6.1.8, en Op cit, p.526.
65
Michel Foucault, “Clase 26 de febrero de 1975” , Los anormales, Op cit, p.202.
66
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 39.10, en Op cit, p.218.
67
Ibíd, capítulo 11.15-16, p.74
68
Ibíd, capítulo 15.10, p.90.
69
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las moradas, 6.8.3, en Op cit, p.553.
117"
"

dejar […] porque no hay estado de oración tan subido que muchas veces no sea
necesario tornar al principio”70.
Es posible contemplar el itinerario teresiano como un conjunto de prácticas complejas,
centradas en un discernimiento que interioriza la noción de un yo que se vigila a sí
mismo, y que localiza la verdad en el interior del alma moderna. Recuerdo aquí la idea
de Roland Barthes cuando refiriéndose a la cultura de Occidente apunta a esa especie de
inagotable radiofonía interior a la que llamamos alma. Se ha dicho que este factor es el
que habría sido el novum del cristianismo, el nacimiento de una nueva antropología en
la que Dios habla a hombres y mujeres, y hombres y mujeres hablan a Dios. De tal
diálogo habría nacido una nueva forma de introspección. Los fenómenos “anormales”,
que atraerán nuevamente la atención en el siglo XIX y XX, cesaban al llegar a la
culminación del camino espiritual. Teresa los contemplaba como producto de una
dialéctica en la que el sujeto debía transformarse radicalmente en la conciencia de
sentirse permanentemente habitado por la divinidad. Los fenómenos extraordinarios
servían asimismo para preparar a la naturaleza humana para esta inhabitación, o para
que Dios mostrase públicamente sus designios. Finalizaban por completo una vez
habían logrado su cometido, y Teresa misma no cejaba en insistir en que no eran lo más
importante. La cumbre de su itinerario espiritual se parecía, curiosamente, a una
asombrosa paz cotidiana en medio de las dificultades. El momento de contemplar había
sido sobrepasado. El alma tornaba al mundo, a la exterioridad, trabajando activamente como
Cristo desde que tenía su fortaleza:

En llegando aquí el alma todos los arrobamientos se le quitan […] se les quita esta
gran flaqueza que les era harto trabajo y antes no se quitó. Quizá es que la ha
fortalecido el Señor y ensanchado y habilitado; u pudo ser que quería dar a entender en
público lo que hacía con estas almas en secreto, por algunos fines que su Majestad
sabe, que sus juicios son sobre todo lo que acá podemos imaginar […] Esto les hace
andar más cuidadosas y procurar sacar fuerzas de su flaqueza […] Mientras más
favorecidas de su Majestad andan más acobardadas y temerosas de sí […] Yo os digo
hermanas que no les falta cruz, salvo que no les inquieta ni les hace perder la paz, sino
que pasan de presto como una ola, algunas tempestades y torna bonanza; que la
presencia que traen del Señor les hace que luego se les olvide todo71.

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
70
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 13. 15, en Op cit, p. 81
71
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las moradas, 7.3.12-15, en Op cit, pp.577-578
118"
"

En las lecturas posteriores de Teresa de Ávila, sin embargo- y tal como asevera Amy
Hollywood- la lectura de su cuerpo fue a menudo más importante que la de sus propios
textos72. Así, en el siglo XIX y XX, la controversia teresiana se centró en la escultura
ambigua de Bernini el éxtasis de santa Teresa de 165273. Todo el sensoespiritualismo
del barroco parecía encontrar un punto de representación máxima en la representación
de este éxtasis. La totalidad de Teresa era, pues, la totalidad del éxtasis. La obra entera,
la capilla entera, creaba un espacio o teatro para ver y, en ese espacio que posibilitaba el
ver, y en cierto modo, crear al espectador (creyente o simple voyeur), la interioridad
total se constituía en representación total: el éxtasis era ya una representación. Ciertas
líneas profundas de la espiritualidad teresiana, habrían sido entonces, cuando no
clausuradas, sí consideradas con una muy particular cautela74. Habría que recordar que
el éxtasis de santa Teresa de Bernini, capturaba una de las escasísimas visiones
corporales que, según ella misma, experimentó:

nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma. Dicen los que
lo saben mejor que yo, que es más perfecta la pasada que ésta, y ésta más mucho que las
que se ven con los ojos corporales. Esta dicen que es la más baja y adonde más ilusiones
puede hacer el demonio, aunque entonces no podía yo entender tal, sino que deseaba, ya
que se me hacía esta merced, que fuese viéndola con los ojos corporales, para que no me
dijese el confesor se me antojaba75.

Habría que recordar además que ésta acaeció al inicio de su camino espiritual y que
Teresa no le otorgó el carácter significativo que adquiriría posteriormente. Había visto
un ángel delante de ella, a su izquierda, y lo describía así: “No era grande sino pequeño,
hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que
parece todos se abrasan”76. El ángel llevaba en sus manos un dardo largo de oro acabado
en una punta de fuego y Teresa relataba su actuación: “Este me parecía meter en el
corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
72
Amy Hollywood, “Beauvoir, Irigaray and The Mystical”, Hypatia 4 (1994): 160
73
La escultura- joya del barroco- se encuentra en la capilla Cornaro, en la Iglesia de santa María de la
Victoria de Roma. Santa Teresa aparece en éxtasis y ambos lados en palcos, los miembros de la familia
Cornaro son representados en palcos, contemplando el fenómeno.
74
Cfr. José Ángel Valente, “Teresa in capella Cornaro” en Variaciones sobre el pájaro y la red precedido
de La piedra y el centro, Tusquets, Barcelona, 2000, pp.53-59.
75
"Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 28 .4, en Op cit, p.149.
76
Ibíd, capítulo 29.13, pp.157-158
119"
"

llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”77. La sensación


que le producía era doble: dolorosa y gozosa a un tiempo. El dolor le hacía prorrumpir
en quejidos, pero iba acompañado de tan excesiva suavidad que no deseaba que acabara
nunca. Teresa analizaba entonces la entidad de aquel dolor y concluía: “No es dolor
corporal sino espiritual, aunque no deja el cuerpo de participar algo y aun harto”78.

La interpretación de la santidad como síntoma-propia del siglo XIX y XX- se verá


mediada por la representación de Bernini del éxtasis de Teresa y oscilará entre la
ninfomanía – caracterizada según Richard von Kraft-Ebing por “un deseo sexual
excesivo”79- y la histeria en la que, según el mismo autor “la vida sexual se excita
anormalmente”80. Jean Garrabé ha señalado como cada cultura “escoge las
enfermedades en las que el sufrimiento físico o psíquico […] termina por convertirse en
el medio metafórico para aludir a lo innombrable, la muerte y la locura”81. Según
Garrabé, se trata de enfermedades cuyo protagonismo perdura mientras sus
manifestaciones patológicas parezcan implicar un misterio inquietante. Para Teresa de
Ávila y sus contemporáneos ése parece haber sido el caso, más que de la histeria, de la
melancolía. Aunque en ocasiones – y sobre todo al referirse a las mujeres- las fronteras
entre ambas no estuvieran claramente delimitadas. Efectivamente si bien sólo las
mujeres podían sufrir de sofocación del útero o de furor uterino, su condición femenina
las hacía particularmente proclives a la forma de locura general que parecía englobar y
sobrepasar a ésta: la melancolía82. En nuestra cultura: “la parálisis general, identificada
a principios del siglo XIX, ocupó ese sitio prominente hasta que lo perdió a raíz del
descubrimiento de su etiología sifilítica […] Entonces la reemplazó la histeria como
modelo de la locura, hasta que a su vez dejó de ser inexplicable”83. Hay que recordar
además, que si la histeria se caracterizaba por su sintomatología siempre cambiante, el
siglo XIX se obsesionó con la construcción de las grandes taxonomías universales de la

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
77
Ibídem
78
Ibídem
79
Richard von Kraft-Ebing, Psychopathia Sexualis, with Special Reference to the Antipathic Sexual
Instinct: A medico- Forensic Study, Scarborough, New York, 1978, pp.329-330.
80
Ibíd, p.330
81
Jean Garrabé, La noche oscura del ser: Una historia de la esquizofrenia, FCE, México, 1996, p.11
82
Hay que señalar que esta visión que encontramos en los textos de Teresa de Ávila o en los tratados de
demonología y de medicina del periodo; disiente de la visión de los filósofos renacentistas que
consideraban, siguiendo cierta herencia clásica, que la mujer no podía ser melancólica puesto que la
atrabilis si bien de manera ambivalente implicaba el ingenio y el avezamiento en las artes Cfr.Juliana
Schiesari, The Gendering of Melancholia: Feminism, Psychoanalysis, and the Symbolic Loss in
Renaissance Literature, Cornell University Press, New York, 1992.
83
Jean Garrabé, Op cit, p.11.
120"
"

enfermedad basada en la asunción de que cada pathos tenía características que se podían
fijar; idea que hará precisamente del mal histérico el ámbito recurrente84. Sea como sea,
ninfomanía e histeria remitían a una sexualidad aberrante y a su órgano metonímico: el
útero a través de la lectura de un cuerpo en convulsiones cuyas características había que
precisar con la mayor nitidez. Charcot inauguró esta tradición eminentemente visual en
Les démoniaques dans l´art (1886) escrito en colaboración con Paul Richer, obra en la
que transformaba las metáforas religiosas en metáforas científicas a través de la
tentativa de apropiación del discurso psiquiátrico de toda una tradición iconográfica.

A través de lo que él mismo denominaba medicina retrospectiva, interpretaba una


serie de pinturas religiosas que lidiaban con los fenómenos del éxtasis y la posesión
demoniaca en términos de la sintomatología de la histeria. La elección de Charcot de la
representación visual como el objeto metonímico privilegiado de su interpretación del
misticismo como histeria, apuntaba a la exclusión de los escritos de los místicos y a la
orientación visual, casi obsesiva, de sus diagnósticos. La intensa visibilidad de la
histeria parecía provocar una suerte de colusión entre su nosología y la iconografía que
Charcot rastreaba a lo largo de los siglos. Como Freud remarcará en el obituario de
Charcot: “No fue un rumiador de pensamientos, ni un pensador, sino una naturaleza
artísticamente dotada en sus propios términos, un visual, un vidente"85. Charcot
identificaba el espacio perceptible de la histeria al espacio del éxtasis y la posesión tal y
como fueron recogidos por la historia del arte, de manera que la mirada clínica y la
artística coincidieran punto por punto. La histeria se volvía visible en su formulación,
porque se desplegaba en espacios específicos: En primer lugar, en el espacio de la
Salpêtrière. En segundo lugar, en el espacio agudamente definido y agudamente
definidor del método anatomo-clínico, que transformaba el cuerpo en un mapa de zonas
histerógenas, una geografía corporal imaginaria lista para ser fotografiada, dibujada,
clasificada y – finalmente- re-producida. Esta reproducción acabó formando parte de un
catálogo – análogo al de la iconografía religiosa de Les démoniaques dans l´art- en la
obra de Désiré-Magloire Bourneville y Paul Regnard publicada en tres volúmenes entre
1876 y 1880, bajo el título significativo Iconographie photographique de la Salpêtrière.
Como señala Anne Golomb Hoffman:

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
84
Cfr. Jan E Goldstein, Console and Classify: The French Psychiatric Profession in the Nineteenth
Century University of Chicago Press, Chicago, 2002, pp.322-378
85
Sigmund Freud, “Charcot” en Obras Completas, t.3, Op cit, p.14
121"
"

Bourneville hace uso de una analogía reveladora al describir lo que sienten los médicos la
primera vez que presencian un ataque de histeria. Dibuja una comparación con la
respuesta de toda la población de una ciudad [se refiere a Loudun] reunida en la Iglesia
para observar como doce miembros de una orden religiosa eran presa de una posesión
(Bourneville and Regnard 1876, 25). La analogía sugiere que presenciar es correr el
riesgo de verse arrastrado y formar parte de lo que uno ve. El ataque histérico como […]
el estado de posesión ejerce una fuerza en el espectador que ha de ser resistida […]
Presumiblemente la fotografía proporcionada la medida tan necesitada de un soporte
técnico que disociaba al sujeto del objeto incrementando la distancia en tiempo y espacio
que les separaba86.

Se trataba de fotografías de pacientes (todas mujeres) con epígrafes tan elocuentemente


ambiguos como “éxtasis” (confundido a veces como “Erotismo” y comparada a la
actitud atribuida “a visionarias como santa Teresa”), “Beatitud” o “Crucifixión”.

Un éxtasis. Éxtasis, raptus, excessus mentis, dilatatio mentis, mentis alienatio, formas
atestadas, tradicionales, de una frontera entre la locura…y la mística. […] Evocar, e
incluso convocar, a las grandes místicas para dar cuenta, describir y justificar en la
historia el escándalo y la belleza reunidos de los éxtasis histéricos. […] Resulta realmente
crucial ese momento en que una “gran forma” nosológica […] viene a nacer como por
transfiguración de una “gran forma” de la iconografía religiosa más clásica ¿o debería
decir más bien “barroca”?87

El análisis de esta iconografía emprendida con agudeza por Georges Didi-Huberman


ilumina el silenciamiento del sujeto femenino. La fotografía habla por la mujer. La
asociación íntima de la feminidad y el cuerpo es puesta de relieve en el archivo de la
Salpêtrière. El cuerpo femenino sirve de metáfora viva para lo que se consideran la
características propias de las mujeres: la flexibilidad y la" sugestibilidad. Para Charcot el
éxtasis de Teresa representado por Bernini, se vinculaba con la tercera fase de la crisis
histérica, en la que las mujeres eran más propensas a las alucinaciones gozosas que los
hombres: porque “En ellos, las alucinaciones gozosas son casi inexistentes”88. Más aún
“incluso las muchachas más vulgares […] bajo el imperio de la alucinaciones de orden
religioso adquirían actitudes de una expresión tan bella, verdadera e intensa que las
actrices más consumadas no sabrían hacerlo mejor; ni los más grandes pintores podrían

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
86
Anne Golomb Hoffman, “Archival Bodies” American Imago, 66- 1, ( 2009):21
87
Georges Didi-Huberman, Op cit, p.194.
88
Jean- Martin Charcot y Paul Richer, Op cit, p. 102
122"
"

encontrar modelos más dignas de su pincel”89. El método anatomo-clínico se


caracterizaba por lo que Foucault llamaba el nacimiento de la mirada, que se desplazaba
en la percepción médica desde finales del siglo XVIII marcando el inicio de la medicina
positivista. Para Charcot, contemplar una obra de arte equivalía a contemplar el cuerpo
de su paciente y viceversa. Así el arte expresara la presencia de lo que se consideraba
inefable – como en el éxtasis místico- ; Charcot reducía la “presencia de esta ausencia”
al objeto de su mirada porque- como el mismo Foucault advertía- la mirada que era
experiencia clínica, “equilibrio precario” entre discurso y espectáculo, descansaba “en
un postulado formidable: que todo lo que es visible es enunciable, y que es
íntegramente visible porque es íntegramente enunciable”90. Didi-Huberman cita a
Albert Londe, el director de fotografía de la Salpêtrière quien señalaba – a finales del
siglo XIX- que la fotografía tenía la habilidad de “mostrar a los ojos de todos la imagen
del sujeto estudiado”91. La aseveración de Londe apoyada por la supuesta imparcialidad
de la fotografía92 develaba la relación dicotómica del observador a lo observado, en la
que el término negativo – patología, degeneración, femenino- servía como contrapeso
necesario a la norma positiva- objetividad científica, salud, masculinidad- que podía así
ser formulada y elevada.

Fue sin embargo Charcot quien al apuntar que un evento psicológico podía producir
síntomas fisiológicos, e incluso neurológicos, como la parálisis local, sin que mediara
simulación ninguna en el sujeto; hizo posible el abandono de la definición antigua de la
histeria como enfermedad del sistema nervioso, hacia la definición moderna de
neurosis. A partir de aquí, y ello es lo que nos importa, la separación respecto de la
voluntad del sujeto que vendrá a exhibirse en el cuerpo del sujeto, ya no será
comprendida más que como algo que reenvía a una división en el seno mismo de la
conciencia. Tiene razón Gladys Swain cuando señala que la metamorfosis de la histeria
que se opera entre 1880 y 1900 provee entonces, cuando se la analiza en profundidad,
una doble lección. Revela la importancia de una herencia; y abre paso a la significación
de una ruptura93. La histeria es, por un lado, aquello a través de lo cual nos

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
89
Ibíd, p. 109
90
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, Op cit, p.167.
91
Georges Didi- Huberman, Op cit, p.68.
92
"Didi Huberman dilucida a lo largo de este libro esta supuesta identidad de la fotografía, en lo que él
llama “paradoja de la evidencia espectacular”, una paradoja que se basa en que la fotografía no es sino
una práctica del artificio, como lo muestran en un único ejemplo, las poses de la Salpêtrière, Op cit,
pp.82-91.
93
Gladys Swain, “El alma, la mujer, el sexo”, Op cit, p.209.
123"
"

introducimos, de manera privilegiada, en el antiguo sistema de las representaciones del


cuerpo. Por otro lado, es aquello a través de lo cual aprehendemos la parte corporal, si
puede decirse, de lo que se presenta a partir de Freud, como descubrimiento del
inconsciente. Desde el primer punto de partida, Freud aparece como el heredero y el
prolongador a su pesar, del arraigamiento secular de la histeria en la sexualidad
femenina. En Estudios sobre la histeria (1893-1895) obra que escribió con Breuer, éste
último aseveraba: “la patrona de la histeria, santa Teresa, fue una mujer genial de
grandísima capacidad práctica”94. La aseveración de Breuer nos conduce al prefacio de
la obra en el que ambos autores – Freud y él mismo- explicaban que el origen de la
histeria correspondía “a traumas que no han sido suficientemente abreaccionados […]
La naturaleza misma del trauma excluía una reacción […] o porque circunstancias
sociales la imposibilitaron o porque se trataba de cosas que el enfermo quería olvidar y
por eso adrede las reprimió […] A esas cosas penosas, justamente, se las halla luego en
la hipnosis como base de fenómenos histéricos (delirios histéricos de monjes y
religiosas, de mujeres abstinentes, de niños bien educados)”95. La primera de las
lecciones pues, nos abre a esa herencia que sigue vinculando feminidad, misticismo e
histeria. Efectivamente lo que en la traducción de José Luis Etcheverry aparece como
“monjes” en el original alemán se lee “heiligen” que respondería más bien en español al
término genéricamente neutro “santos”. No obstante Estudios sobre la histeria lidia
únicamente con casos de mujeres. Los santos se vinculan así a las mujeres incontinentes
y a los niños (kinder en alemán. Otra palabra aparentemente neutra desde que los niños
bien educados víctimas de la histeria que aparecen en la obra son, sin ninguna
excepción, niñas)96.

El segundo punto de partida signa, no obstante, el lugar de un desplazamiento. La


decisión de Breuer de subrayar los aspectos positivos de la personalidad de Teresa de
Ávila, dibuja significativamente la originalidad del hallazgo freudiano. Efectivamente,
un pensador como Imbert-Gourbeyre defendía a Teresa de Ávila de la acusación de
histerismo porque la histeria y la santidad eran incompatibles. Si las histéricas simples-
escribía- son “volubles, irritables, tienden a la exageración, la manipulación y los
afectos sensuales; carecen de juicio […] no pueden llevar a cabo ningún esfuerzo serio”

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
94
Josef Breuer y Sigmund Freud, Estudios sobre la histeria, en Sigmund Freud, Obras Completas, t.2, Op
cit, p.242.
95
Ibíd, pp.35-36.
96
Cfr. Cristina Mazzoni, Op cit, p.42.
124"
"

las grandes histéricas son todavía peores, y se caracterizan por “un espíritu de
recusación y pelea, amor al hurto, fingimiento e infamia; por la imposibilidad de
someter las pasiones; e incluso por cierta perversión moral”97. Freud en cambio en su
obra junto a Breuer señalaba- refiriéndose en concreto al caso de Emmy von N- que
ambos solían sonreír

Cuando comparábamos su cuadro de carácter con la pintura que de la psique histérica se


arrastra de antiguo, a través de los libros y de la opinión de los médicos. Si de la
observación de la señora Cäcilie M. habíamos concebido que una histeria de la forma más
grave es conciliable con las más ricas y originales dotes- un hecho que por otra parte
ponen bien en evidencia las biografías de las mujeres importantes para la histeria y la
literatura98.

Teresa de Ávila era incluida en este catálogo de mujeres notables. Ya en la introducción


de su obra conjunta los autores aseveraban que: “entre los histéricos uno encuentra a los
seres humanos de más claro intelecto, voluntad más vigorosa, mayor carácter y espíritu
crítico”99. Una aseveración que Breuer volverá a recoger justo antes de definir a santa
Teresa como patrona de la histeria y como “mujer genial de gran capacidad práctica”. Él
mismo señalará- y con ello se alejará de autores como Charcot- que “si bien en virtud de
la enfermedad el rendimiento real suele volverse imposible”; el suele implica que ello
no acaece siempre y que había casos – como el de Teresa- en el que la histeria no
excluía “grado alguno de unas dotes psíquicas efectivas”100. Si para Imbert- Gourbeyre
decir que santa Teresa era histérica equivalía a decir que no había existido; para Freud y
Breuer santa Teresa podía haber sido histérica y aun así haber sido santa Teresa.

En 1893, Freud escribía: “Yo afirmo, por el contrario, que la lesión de las parálisis
histéricas debe ser por completo independiente de la anatomía del sistema nervioso,
puesto que la histeria se comporta en sus parálisis y otras manifestaciones como si la
anatomía no existiera o como si no tuviera noticia alguna de ella”101. Freud
descorporizaba la histeria, dejando en evidencia la anatomía imaginaria que regía sus
manifestaciones. La parálisis histérica, y era la neurología quien lo señalaba, no
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
97
Antoine Imbert -Gourbeyre, La stigmatisation, t.2, Op cit, p.434.
98
Josef Breuer y Sigmund Freud, Op cit, p.121.
99
Ibíd, p. 242
100
Ibídem
101
Sigmund Freud, Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices,
orgánicas e histéricas, en Obras completas, t.1, Op cit, p. 206. El énfasis es el del autor.
125"
"

obedecía a las leyes objetivas de la fisiología nerviosa. Respondía a un cuerpo


representado, a un cuerpo interiorizado, a un cuerpo subjetivo. Accedemos aquí al
fenómeno fundamental alrededor del cual gira la transformación de la histeria: una
subjetivación del cuerpo junto con la internalización de la experiencia del
desdoblamiento personal. Esto se debía, una vez más, a un cambio mayor en el estatuto
del cuerpo: su apropiación subjetiva, el acontecimiento esencial para la formación de la
idea contemporánea del sujeto.

La relación problemática de ser seres dotados de invisible interioridad con un cuerpo


visible, relación difícil en la que la secesión del cuerpo amenaza con destruir el yo -tal y
como se atisba en las convulsiones; era experimentada por Teresa de Ávila como
división entre un orden natural y visible y un orden sobrenatural o preternatural
invisible, cuyo discernimiento era ineludible. La división era experimentada en el siglo
XIX como división entre las leyes objetivas de la fisiología- la parte de uno sometida al
orden natural-, y el orden de un yo puramente subjetivo; y se transformará en un
movimiento que podemos detectar claramente a partir de Charcot, y que culminará en
Freud, en una división únicamente subjetiva. La relación de alteridad había mutado así
en relación de identidad. El cuerpo-objeto se había transformado en cuerpo-persona,
cuerpo apropiado, completamente integrado a la identidad individual, cuerpo psíquico.
En Estudios sobre la histeria, Breuer mismo reconocía: “La psique escindida es aquel
demonio de quien la observación ingenua de épocas antiguas, supersticiosas, creía
poseídos a los enfermos. Es cierto que en estos reina un espíritu ajeno a su conciencia
despierta; sólo que en realidad no les es ajeno, sino que es una parte de ellos
mismos”102. Si las teorías medievales y renacentistas de la posesión demoniaca trataban
de explicar la pérdida de control sobre el propio cuerpo a través de la presencia en él de
Otro; si los neurólogos del siglo XIX lo hacían a través de las leyes objetivas de un
sistema nervioso que se imponía sobre el sujeto; a partir de Freud, el Otro se transforma
en la escisión de la psique primero, y después en el inconsciente. Vuelve a explicar
Gladys Swain:

En primer lugar, parece claro que no se puede despreciar en semejante terreno la


aportación de las ciencias biológicas y médicas y, especialmente en este caso, la
aportación de los adelantos decisivos de la neurofisiología. Sin duda, no resulta
exagerado decir que las investigaciones del sistema nervioso central provocaron, en la
segunda mitad del siglo XIX, una transformación radical de la imagen del hombre […]

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
102
Josef Breuer y Sigmund Freud, Op cit, p.259.
126"
"

En la perspectiva que nos interesa, recordemos solamente la unificación, a través del


esquema reflejo, del modelo de funcionamiento del eje cerebroespinal. Se trata de uno de
los golpes más severos, implícitamente, que se podían asestar a la representación tópica
de una exterioridad mutua entre el autómata corporal y la presencia pensante. […]
Pensemos, también, insistiendo en el mismo sentido, en la formación de nociones como la
de cenestesia, en la emergencia de la idea de una conciencia del cuerpo, en la progresiva
reunificación de las bases del intelecto y del afecto. Se verifica así, una vez más, el
arraigo múltiple de la ruptura antropológica sobre la cual vivimos en el seno de las
ciencias de la naturaleza. La relación del hombre con su cuerpo ha sido repensada
también, y primero, en sus fundamentos materiales y fisiológicos. Se comprende mejor
por qué había sido necesario recibir una sólida formación biológica y neurológica para ser
Freud. Segundo factor a tener en consideración […] la transformación de la economía
subjetiva inducida por el despliegue de una lógica social individualista. Por diversos
signos, se puede estimar que los dos o tres últimas décadas del siglo XIX han marcado un
desenlace y un giro en el remodelado general de nuestras sociedades por el movimiento
multisecular de la “igualdad de condiciones” y de la identidad de los seres, ya sea en el
plano de las instituciones, de la cultura o de las mentalidades. Sin duda alguna, hay que
comprender este nuevo régimen de la posesión de sí en que el cuerpo se ha hecho
psíquico como la cara interna de lo que se capta desde fuera como no destacado en la
autosuficiencia de los individuos103.

Con este momento, y con este proceso, debemos relacionar, en particular, la gran crisis
de la identidad femenina que se manifiesta en ese entonces; desde la obsesionante
“cuestión de la mujer” hasta el nuevo impulso tomado por el movimiento feminista. La
confrontación entre la imagen tradicional de aquella que no se pertenece porque la vida
requiere de ella, y la visión emergente de la pertenencia íntima y subjetiva del cuerpo,
no podía ser más que frontal. Era en la mujer, y con respecto a la mujer, que se
constituían las tensiones que originaban la metamorfosis de la histeria que se
reflejaban en ella. En el centro de las disquisiciones de pensadoras de la condición
femenina y el movimiento de la mujer como Simone de Beauvoir y Luce Irigaray, una
vez más, se hallaba la que el siglo anterior había sido la atracción del debate entre la
ciencia positivista y la ciencia de los santos; la patrona de las histéricas: Teresa de
Ávila. En la peliaguda cuestión de la herencia y el legado de lo que podría ser una
historia de las mujeres, ahora eran las mismas mujeres las que se preguntaban ¿qué
hacer con la histérica? Ella, en medio de todos los avatares, seguía siendo el cuerpo de
la verdad, o más bien el teatro de la verdad sobre el cuerpo. Al cambiar, se mantenía: se
volvía aquella cuyo desorden develaba la economía subjetiva de la corporeidad, aquella
cuyo cuerpo en retirada exhibía la fractura interna del sujeto contemporáneo.

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
103
Gladys Swain, “El alma, la mujer, el sexo y el cuerpo”, Op cit, pp.210-211.
127"
"

¿Las histéricas mis hermanas?

Una escena nos sirve para encuadrar la cuestión que vamos a dilucidar a continuación.
En un intercambio publicado por primera vez en 1975, Hélène Cixous -que se asociará
al movimiento francés de mujeres con énfasis en el psicoanálisis “Psych et Po104”-; y la
filósofa y antropóloga marxista y feminista Catherine Clément, discuten sobre el poder
político de la histeria. Su conversación cierra una obra en la que Clément comparaba la
caza de brujas del siglo XVI con el fenómeno de la histeria de los siglos XIX y XX.
Hélène Cixous por su parte, vinculaba los personajes literarios desde Kleist a
Shakespeare con Teresa de Ávila y el caso Dora de Sigmund Freud. “santa Teresa de
Ávila – escribía Cixous al respecto- era aquella mujer loca que sabía mucho más que
todos los hombres y que sabía cómo transformarse en pájaro bajo el impulso del amor”.
Teresa – sugería Cixous- era una histérica, “y las histéricas son mis hermanas […] pero
yo soy lo que Dora hubiera sido si la historia de las mujeres hubiera comenzado”105. La
histérica es aquella que declara querer todo, pero: “El mundo no le da gente que sea
todo; siempre son pedacitos. En lo que ella proyecta como una demanda de totalidad, de
fuerza, de certidumbre; ella demanda a los otros de una manera que les resulta
intolerable y que les previene de funcionar cómo funcionan (sin su pequeña economía
restringida). Ella [la histérica] destruye su cálculo”106.

Catherine Clément, cuyo ensayo trataba de equilibrar el reconocimiento de la


creatividad de la bruja y de la histérica, con el reconocimiento de las relaciones de
poder que no obstante las circunscribían en las sociedades patriarcales; retaba lo que
contemplaba como la valorización idealista de la histeria de Cixous, y argumentaba que
la transgresión de Dora a través de sus síntomas corporales era “estrictamente individual
y delimitada” y por lo tanto sin mayor alcance, o efectividad política. Cixous insistía en
que no buscaba “fetichizar a Dora” sino usarla como el nombre de “cierta fuerza que

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
104
Sobre el movimiento de mujeres Psy et Po (Psicoanálisis y política). Cfr. Monique Remy, Histoire des
mouvements de femmes: De l'utopie à l'intégration, L'Harmattan, Paris, 1990.
105
Hélène Cixous y Catherine Clément, The Newly Born Woman, University of Minnesota Press,
Minneapolis, 2008, p.99.
106
Ibíd, p.155. Este pasaje tiene resonancias indiscutiblemente batailleanas. Cfr. Las lúcidas páginas que
dedica Derrida a la obra de Bataille en Jacques Derrida, “De la economía restringida a la economía
general: Un hegelianismo sin reserva” en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989,
pp.394-382.
128"
"

hace que el pequeño circo no funcione más”107. En la histeria irrumpía lo que no


podía:”ser oprimido incluso en la lucha de clases, la libido- el deseo; es a partir del
deseo que revives la necesidad de que las cosas realmente cambien. El deseo nunca
muere, pero puede ser sofocado por mucho tiempo”108.

A Clément, lejos de convencerla, le preocupaba que el deseo anhelado por Cixous


pudiera ser destructivo y, finalmente incompatible con los proyectos emancipatorios
con los que Cixous y ella misma se hallaban comprometidas. La persona obsesiva –
aseveraba- a través de la fuerza de su deseo destruía la emancipación al sumarse con
fuerza al “ritual” y “la rigidez de las estructuras” en vez de cuestionarlos radicalmente
en sus cimientos. Para Cixous, sin embargo, se debía de distinguir cuidadosamente la
obsesión de la histeria: “Cuando Freud dice que el nivel cultural el obsesivo tiende a la
religión y el histérico al arte, me parece que está en lo cierto. Lo religioso es algo que
consolida, que re-encerrará, que sellará y asegurará lo que es ya rígido en el ámbito
social. Hay una diferencia entre lo que hace a las cosas moverse y lo que las detiene; es
lo que mueve las cosas lo que las transforma”109. Las místicas o por lo menos Teresa de
Ávila – aquella mujer loca- se situaban, no del lado de la religión, sino del de la
histeria. Desde una lectura influida por Freud, Cixous efectuaba una transvaloración;
revertía radicalmente el despliegue de las categorías médicas a través de las cuales
ciertos textos y experiencias femeninas eran patologizadas. Así, mientras que ciertas
lecturas- hemos visto la de Charcot- que identificaban el misticismo con la histeria
reducían la forma erótica y afectiva de este misticismo a la enfermedad, minando así su
valor religioso; Cixous argumentaba que la histeria – y las formas de misticismo que se
le asociaban- señalaban el retorno de un deseo reprimido que desataba una fuerza
liberadora que operaba dentro del poder conservador y reificante de la creencia y la
práctica religiosa.

Cixous no retaba la concepción de que había una brecha entre la religión y estas
formas de misticismo extremo, algo aceptado incluso por autores católicos como
Imbert-Gourbeyre; pero revertía la valoración de una y de otra. Su yuxtaposición de
misticismo e histeria funcionaba dentro de una oposición entre estructuras sociales
dominantes – como la religión- que ella contemplaba como represivas y opresivas; y el

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
107
Hélène Cixous y Catherine Clément, Op cit, p.157
108
Ibíd, pp.157-158
109
Ibíd, p.157
129"
"

deseo, el lugar para Cixous de la irrupción de un exceso místico disruptivo y liberador.


La evocación del misticismo, feminidad e histeria que he reseñado aquí brevemente, es
un topos recurrente en los textos que se producirán en – y en torno a- el movimiento
francés de las mujeres. Este topos tiene su lugar fundacional en Simone de Beauvoir que
incluirá en El segundo sexo (1949) una discusión sobre el misticismo como justificación
de la existencia femenina – en la que jugarán un papel fundamental las disquisiciones
sobre la histeria y sobre Teresa de Ávila. El testigo será recogido por autoras como
Cixous, Kristeva o Clément, pero tal vez el contrapunto más intenso a la vía abierta por
Beauvoir lo constituya – como habremos de ver- Luce Irigaray.

Simone de Beauvoir y Luce Irigaray explorarán los problemas de la inmanencia y la


trascendencia en relación con las mujeres y sus cuerpos. Ambas intentarán articular el
significado y la posibilidad de una subjetividad para las mujeres que exponga y mine la
comprensión de ésta como un Otro que sirva de soporte a la subjetividad masculina. La
mujer como Otro es la mujer como inmanencia y como cuerpo; como la base material
que permite la trascendencia masculina de las limitaciones inherentes a la corporalidad.
Beauvoir e Irigaray cuestionarán, directa e indirectamente, la ambivalencia que se crea
cuando las mujeres se vinculan a la naturaleza, la materialidad y la inmanencia que
apunta a la vivencia del cuerpo como exterioridad. Del cuerpo sentido por quien lo
habita, como otra cosa que él mismo; como lo que está siempre dispuesto a dejar de
obedecer a quién lo posee; y que implica que la mujer sea percibida como peligro
potencial, como alteridad no sólo marcada por la negatividad sino también por el exceso
de lo que, en cierto sentido, trasciende al hombre. En una cultura sin dioses, la
negatividad y el exceso signará la división subjetiva: ese algo en el cuerpo que somos de
lo que no logramos apropiarnos y que – a partir de Freud como hemos visto- se desliza
de la discrepancia con el orden natural objetivo, a la discordancia interna que se
descubre en el cuerpo interiorizado, aceptado y subjetivado.
En una cultura constituida a partir de su relación con lo divino, se apuntará a una
conexión con lo sobrenatural que simultáneamente reflejará y desestabilizará ciertos
modelos de subjetividad (masculina). Beauvoir e Irigaray contemplarán el misticismo
como un ámbito ineludible puesto que es uno de los que históricamente han permitido
que las mujeres reivindiquen el acceso a la trascendencia y en el que han explotado las
ambigüedades de una alteridad femenina que ha oscilado entre la nada y el exceso, entre
la inmanencia y la trascendencia, en la que la subjetividad masculina la ha inscrito. La
130"
"

objeción de Catherine Clément que hemos delineado sobre la valorización del


misticismo en su asociación con la histeria, suscita no obstante preguntas cruciales
sobre qué es aquello que está en juego cuando el feminismo regresa a los escritos de
mujeres como Teresa de Ávila; porque tal y como Clément sugiere, los textos de las
místicas operan siempre dentro – aunque a menudo de manera peligrosamente
subversiva- de las sociedades patriarcales. Veámoslo más despacio.

Místicas o histéricas: De hermanas mayores y hermanas menores

Comencemos por señalar que no deja de ser sintomático que el primer ejemplo con el
que Beauvoir ahondará en la cuestión de la mística femenina [y el que es citado de
manera más extensa] no pertenece a ningún escrito místico sino a la reproducción que
un médico realizaba en una patografía, de una de sus pacientes diagnosticada de
erotomanía. La posición de Simone Beauvoir acerca de las condiciones de la mujer está
expresada, como bien se sabe, en El segundo sexo. En el prólogo la autora asume su
propia subjetividad sexuada: “Si quiero definirme, estoy obligada antes de nada a
declarar: «Soy una mujer»; esta verdad constituye el fondo del cual se extraerán todas
las demás afirmaciones. Un hombre no comienza jamás por presentarse como individuo
de un determinado sexo: que él sea hombre es algo que se da por supuesto”110. El
marco conceptual y teórico en el que Simone de Beauvoir situaba entonces su
concepción de la mujer era el existencialismo sartreano:

La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista. Todo sujeto se plantea


concretamente a través de proyectos, como una trascendencia; no alcanza su libertad sino
por medio de su perpetuo avance hacia otras libertades; no hay otra justificación de la
existencia presente que su expansión hacia un porvenir infinitamente abierto. Cada vez
que la trascendencia recae en inmanencia, hay degradación de la existencia en «en sí», de
la libertad en facticidad; esta caída es una falta moral si es consentida por el sujeto; si le
es infligida, toma la figura de una frustración y de una opresión; en ambos casos es un
mal absoluto. Todo individuo que tenga la preocupación de justificar su existencia,
experimenta esta como una necesidad indefinida de trascenderse. Ahora bien, lo que
define de una manera singular la situación de la mujer es que, siendo como todo ser
humano una libertad autónoma, se descubre y se elige en un mundo donde los hombres le
imponen que se asuma como lo Otro: se pretende fijarla en objeto y consagrarla a la
inmanencia, ya que su trascendencia será perpetuamente trascendida por otra conciencia
esencial y soberana. El drama de la mujer consiste en ese conflicto entre la

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
110
Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Sudamericana, Buenos Aires, 1999, p.3.
131"
"

reivindicación fundamental de todo sujeto que se plantee siempre como lo esencial y las
111
exigencias de una situación que la constituye como inesencial .

Beauvoir dirigía su atención a la religiosidad femenina, y en especial a las experiencias


místicas de las mujeres dentro de la tradición cristiana, en dos secciones estrechamente
interconectadas de El segundo sexo: “Situación y carácter de la mujer” y “La mística”.
En ambas, Beauvoir leerá la religiosidad femenina o bien como identificación con el
hombre o bien con el Otro del hombre. La religión – lejos de ser un antídoto para esta
situación- era más bien una extensión del mismo sometimiento: “El amor le ha sido
asignado a la mujer como su vocación suprema, y, cuando esa vocación se la dirige a un
hombre, busca a Dios en él: si las circunstancias le prohíben el amor humano, si ha
sufrido una decepción o es exigente, optará por adorar a la divinidad en Dios mismo”112.
Beauvoir, sin embargo, rehusaba la posibilidad de vincular la cuestión a la sublimación
sexual porque, como ella misma señalaba, uno de sus desacuerdos con Freud radicaba
en “la insuficiencia de un sistema que hace descansar exclusivamente en la sexualidad
el desarrollo de la vida humana”113. Beauvoir negaba la teoría del inconsciente porque le
parecía que hacía inviable la elección consciente y la responsabilidad. Su lectura del
misticismo apuntaba más bien a subrayar cómo a través de ciertas elecciones no
inconscientes, sino históricamente señaladas, incluso las mujeres que parecían haber
trascendido el lugar que los hombres les habían asignado como su Otro, vivían aún en la
fantasía romántica socialmente asignada a ellas en razón de su sexo. Desde que a las
mujeres sólo se les permitía lograr la trascendencia a través del varón, en ausencia de
éste acudían a un Dios que no obstante también era un hombre: “Amor humano y amor
divino se confunden, no porque este sea una sublimación de aquel, sino porque el
primero es también un movimiento hacia un trascendente, hacia lo absoluto. En todo
caso, se trata para la enamorada de salvar su existencia contingente al unirla con el Todo
encarnado en una Persona soberana”114. Así, mientras que en el caso de la patología de
la erotomanía la paciente aseveraba: “Cada vez que busco a Dios, encuentro un
hombre”115; la mística veía a Dios en el varón, y en ausencia del varón. Madame Guyon
en el siglo XVII (1648-1717) amaba a su confesor el padre La Combe: como a “Dios
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
111
Ibíd, P.9
112
Ibíd, p.321.
113
Ibíd, p.16.
114
Ibíd, p.321
115
Ibíd, p.322.
132"
"

presente bajo la apariencia de un hombre”. Sería demasiado esquemático- añadía


Beauvoir- “decir que estaba verdaderamente enamorada de un hombre y que fingía amar
a Dios: amaba también a aquel hombre, porque a sus ojos era algo distinto de sí mismo
[…] lo que ella buscaba indistintamente era la fuente suprema de los valores”116. Al ver
negada su trascendencia por el hombre que le aseguraba que sólo podía obtenerla no a
través de sí misma, sino a través de él; al verse por sí misma condenada a la pura
inmanencia; la mujer buscaba la fuente del significado, la posibilidad de trascender, a
través de un sujeto masculino ya fuera divino o humano. La materialidad de este deseo,
no obstante, variaba. La erotomanía podía implicar formas sexuales pero también
platónicas; y lo mismo sucedía con la mística. Al hacer esta distinción Beauvoir
reforzaba la conexión entre el cuerpo y la sexualidad. Efectivamente, la sexualidad
implicaba la materialidad del cuerpo; cuando ésta no se presentaba se trataba de una
erotomanía o una mística desexualizada. Mientras que como hemos visto para Freud la
sexualidad tendrá que ver cada vez más no con un orden natural externo sino con la
absorción del cuerpo en la esfera psíquica, con su representación y apropiación
subjetiva; Beauvoir hacía una lectura de ésta biológicamente esencialista que la
inclinaba a favorecer su trascendencia, o por lo menos su subordinación, en la tentativa
de reconocer simultáneamente la importancia de un cuerpo específicamente situado, y
la posibilidad abierta de trascenderlo o subordinarlo, para abrir una puerta a una
emancipación que sería imposible si anatomía fuera destino:

Estos datos biológicos son de suma importancia: representan, en la historia de la mujer,


un papel de primer orden; son elemento esencial de su situación: en todas nuestras
descripciones ulteriores tendremos que referirnos a ellos. Porque, siendo el cuerpo el
instrumento de nuestro asidero en el mundo, este se presenta de manera muy distinta
según que sea asido de un modo u otro. Por esa razón los hemos estudiado tan
extensamente; constituyen una de las claves que permiten comprender a la mujer. Pero lo
que rechazamos es la idea de que constituyan para ella un destino petrificado. No bastan
para definir una jerarquía de los sexos; no explican por qué la mujer es lo Otro; no la
condenan a conservar eternamente ese papel subordinado117.

Se hacía patente en la insistencia de Beauvoir en que, si bien la mística tenía indudables


manifestaciones corporales el cuerpo no era nunca la causa “de las experiencias

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
116
Ibidem
117
Ibíd, p.15
133"
"

subjetivas, puesto que, bajo su figura objetiva, es el sujeto mismo, y este vive sus
actitudes en la unidad de su existencia”118. Simone de Beauvoir trataba de ver a la mujer
como un ser de elección que había tenido que elegir entre afirmarse como trascendencia
o alienarse como objeto; contemplaba a la mujer como un ser capaz de libertad, aunque
esta libertad estuviera alienada, históricamente, en la subordinación al hombre. Su
finalidad era mostrar que el significado de la mística no debía de ser comprendido en
términos corporales o cuasi naturales – como pensaban los que subrayaban el furor
uterino; o la virtualidad desposesiva que definía a la condición femenina en virtud de su
cuerpo marcado, cuyo poder generador vendría a recordar la menstruación con
regularidad implacable. La mística había de ser comprendida desde que un proyecto
cultural en el que la identidad femenina históricamente se reducía a lo que de ella
habían hecho, elegido y dicho los hombres.

Simone de Beauvoir afirmaba repetidamente que la condición de víctima de la mujer,


de súbdita del hombre, no era un dato natural sino el fruto de elecciones existenciales
que podían documentar en cierto grado una complicidad de la propia mujer con la
opresión que sufría: “cuando el hombre considera a la mujer como el Otro, entonces
encuentra en ella una complicidad profunda. De este modo la mujer no se reivindica a sí
misma como sujeto, porque no tiene los medios concretos para ello, porque experimenta
la relación necesaria con el hombre sin admitir reciprocidad, y porque muchas veces se
complace en la parte de Otro”119. Las mujeres no eran ni histéricas ni místicas por
naturaleza porque la mujer no “nacía se hacía”, y si bien a menudo era víctima de la
opresión; lo cierto era que también a menudo podía ser cómplice, y moralmente
responsable. Había así diferencia entre las mujeres que caían en la histeria, y Teresa de
Ávila. Lo que disminuía al sujeto histérico frente a ella – aclaraba Beauvoir- no era

el hecho de que su cuerpo exprese activamente sus obsesiones, sino que su libertad sea
hechizada y anulada; el dominio que un faquir adquiere sobre su organismo no le hace
esclavo del mismo; la mímica corporal puede estar envuelta en el impulso de una libertad.
Los textos de Santa Teresa apenas se prestan a equívocos y justifican la estatua de
Bernini, que nos muestra a la santa en trance a causa de los excesos de una fulminante
voluptuosidad; no sería menos falso interpretar sus emociones como una simple
«sublimación sexual»; en primer lugar, no existe un deseo sexual inconfesado que adopte
la figura de un amor divino. La misma enamorada no es en principio presa de un deseo
sin objeto que se fijaría en seguida en un individuo; es la presencia del amante la que
suscita en ella una turbación inmediatamente intencionada hacia él; así, con un solo
movimiento, Santa Teresa trata de unirse con Dios y vive esa unión en su cuerpo; no es
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
118
Ibíd, p.323
119
Ibíd, p.6
134"
"

esclava de sus nervios y sus hormonas; más bien hay que admirar en ella la intensidad de
120
una fe que penetra hasta lo más íntimo de su carne .

Mientras que la histérica se degradaba porque el lenguaje del cuerpo sólo era elocuente
y digno en tanto estuviera determinado por una subjetividad soberana; Teresa de Ávila
lograba poseer en los movimientos mismos de su cuerpo, esta conciencia “sana y libre”.
Siguiendo la tradición visual que hemos visto con anterioridad, Beauvoir aludía al
éxtasis de santa Teresa según Bernini. Si para el padre Hahn –a quien nos hemos
referido ya- Teresa de Ávila había sufrido de histeria sin que ello hubiera afectado su
capacidad intelectual y su agencia moral; para Beauvoir, Teresa no era una histérica,
porque se apreciaba una continuidad entre sus escritos- que apenas se prestaban a
equívoco- y la representación corpórea de sus éxtasis, y porque ambos apuntaban a un
erotismo controlado por un sujeto que no era esclavo “de sus nervios ni de sus
hormonas”. Beauvoir valoraba lo que ella concebía la capacidad de Teresa para la
acción como una respuesta activa y autoconsciente para su amante – en este caso Dios-
que no obstante en lugar de replegarla sobre sí misma, la impulsaba a trascender; a
incidir en el mundo. Lo que ella consideraba esencial era que el valor teresiano de la
experiencia mística se medía, no según la manera en que había sido subjetivamente
vivida (el ateísmo de Beauvoir la hacía distanciarse de ello) sino según su alcance
objetivo en el mundo:

El asombroso destino de Santa Teresa de Jesús se explica más o menos de la misma


manera […] de su confianza en Dios extrae una sólida confianza en sí misma; al llevar al
punto más elevado las virtudes que convienen a su estado, se asegura el apoyo de sus
confesores y del mundo cristiano: puede superar la condición común de una religiosa;
funda monasterios, los administra, viaja, emprende, persevera con el denuedo aventurero
de un hombre; la sociedad no le opone obstáculos; ni siquiera escribir es una audacia: sus
confesores se lo ordenan. Santa Teresa pone brillantemente de manifiesto que una mujer
puede subir tan alto como un hombre cuando, por un sorprendente azar, se le presentan
las mismas oportunidades que a un hombre121."

Una vez más en cercanía incómoda con Imbert-Goubeyre, Beauvoir subrayaba que la
centralidad de Teresa de Ávila radicaba en haber sido una mujer de acción. Algo que

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
120
Ibid, p.323
121
Ibíd, p. 36.
135"
"

como el mismo Imbert-Goubeyre señalaba frente al padre Hahn, no podía decirse de las
histéricas, incapaces de actuar de manera consistente, ni tampoco – añadía Beauvoir, y
ahora sí solamente ella- de sus “hermanas menores”; hermanas una vez más como la
histérica de Charcot, pero también como santa Margarita de Alacoque o la misma
Madame Guyon. Teresa de Ávila lograba a través de su experiencia mística"plantear de
una manera completamente intelectual (sin importar cuán erróneamente formulada) el
dramático problema de las relaciones entre el individuo y el Ser trascendente. Para Beauvoir
su mérito radicaba entonces en haber vivido como mujer una experiencia que planteaba
preguntas universales y cuyo sentido sobrepasaba toda especificidad sexual122." Ella era, sin
embargo, “una deslumbrante excepción. Lo que nos ofrecen sus hermanas menores es
una visión esencialmente femenina del mundo y de la salvación; no apuntan a un
trascendente, sino a la redención de su feminidad”123. Las hermanas menores de Teresa
se caracterizaban entonces porque sus acciones en lugar de buscar trascender e incidir
en el mundo conducían a un repliegue sobre sí mismas, a un girarse hacia el exterior
sólo para ver en él la multiplicación de su propia imagen:

El vínculo entre la acción y la contemplación adopta dos formas muy diferentes. Hay
mujeres de acción, como Santa Catalina, Santa Teresa, Juana de Arco, que saben muy
bien qué objetivos se proponen y que arbitran lúcidamente los medios necesarios para
alcanzarlos: sus revelaciones no hacen más que dar una figura objetiva a sus certidumbres
y las animan a seguir los caminos que se han trazado con toda precisión. Hay mujeres
narcisistas como madame Guyon o madame de Krüdener que, al término de un silencioso
fervor se sienten de repente «en un estado apostólico». No se muestran muy precisas
respecto a sus tareas, y -al igual que las damas caritativas aquejadas de agitación- se
cuidan poco de lo que hacen, con tal de que sea algo. Así, después de haberse exhibido
como embajadora y novelista, madame de Krüdener interiorizó la idea que se hacía de sus
méritos: no fue para hacer triunfar ideas definidas, sino para confirmarse en su papel de
inspirada por Dios, por lo que tomó en sus manos el destino de Alejandro I. Si basta a
menudo un poco de belleza y de inteligencia para que la mujer se sienta revestida de un
carácter sagrado, con mayor razón se considera encargada de una misión cuando se sabe
elegida por Dios: predica entonces doctrinas inciertas; funda, de buen grado, sectas, lo
cual le permite realizar, a través de los miembros de la colectividad a la cual inspira, una
embriagadora multiplicación de su personalidad124.

Beauvoir sin embargo, no explicaba cómo Teresa se deslizaba de una experiencia


mística- femenina y bastante discutible que- como veremos en breve- era la de sus

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
122
Ibíd, p.323
123
Ibidem
124
Ibíd, p.326
136"
"

hermanas menores- a esa experiencia cuasi metafísica que ella admiraba, y cuyo sentido
sobrepasaba toda especificación sexual. Beauvoir valoraba asimismo la coherencia que
ella percibía en Teresa; entre su conciencia y su cuerpo y la capacidad de autocontrol de
la mística carmelita. No obstante pasaba por alto el proceso mismo a través del cual la
fe de Teresa era en sí misma un objetivo que devenía y se transformaba en y sobre su
cuerpo; en y sobre su texto.

Efectivamente, Cuando concluya a finales de 1565 la redacción que hoy conocemos


del Libro de la Vida, Teresa de Ávila tendrá cincuenta años. Escribirlo supuso hacer un
alto en el camino y desde allí mirar tranquilamente hacia atrás. La escritora contemplaba
un personaje por más que sintiera fluir el hilo que la unía a él. Su tarea biográfica no era
sólo especular –dar cuenta de lo ocurrido- sino sobre todo, constructiva: dar sentido y
coherencia interna a los hechos de esa vida, a partir de una necesidad de narrar. Esa
necesidad era el motivo inmediato de la escritura, pero también había una verdadera
necesidad interior de leer (para uno mismo y para los demás) estos hechos no tal como
ocurrieron (si se pudiera saber qué significa esa expresión) sino dotados de
trascendencia, como se pensó y sintió que ocurrieron. El diálogo, en efecto, sostendrá la
composición de la obra teresiana: primero, diálogo con Dios; pero, luego, y no menos
importante, diálogo con los confesores para los que escribe el relato, y después a medida
que se vaya ampliando el arco de su influencia, para todos los letrados o lectores
espirituales que querrán leerlo; y por último, aunque no pueda saberlo cuando escribe,
con un público lector heterogéneo y que a través de los siglos fue haciéndose cada vez
más y más numeroso. Esta forma dialogada llevará dentro la fuerza de un núcleo, de una
tensión direccional: la vida se veía, se recordaba, como impulsada por agentes
incontrolables, que quien escribía sentía como del orden del destino o la divinidad,
hacia un momento clave, de total transformación, en el que un modo nuevo de vivir y
ser comenzaba125.

Según señalaba Bajtin, la conciencia humana no puede ponerse en contacto directo


con la existencia, que sólo puede dirigirse a ésta a través del medio ideológico que la
rodea, a través de las formas en que ese medio se expresa, es decir, a través de la lengua,
del gesto, del mito, de la tradición oral y escrita. Formas todas ellas de las que no se

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
125
Cfr. Las espléndidas y absolutamente ineludibles biografías de Consuelo García Valdés, Teresa de
Jesús la escritora, Omega, Madrid, 2001; y Rosa Rossi, Teresa de Ávila: Biografía de una escritora,
icaria, Barcelona, 1984.
137"
"

puede decir que enmarquen la conciencia, sino que propiamente la conforman y


constituyen. No hay algo exento de tales redes, a lo que dar expresión, sino que ese
algo, la conciencia, existe sólo en la expresión. Desde esta perspectiva la figura que una
autobiografía pintaría tendría el leve espesor de un espejismo. Personaje y autora
coincidían en Teresa presentando ante quien leía la aparente coherencia y solidez de un
yo real; y, sin embargo, ese yo era fruto de una selección -de momentos, de
perspectivas, de niveles lingüísticos- dentro del múltiple, denso e inaprensible flujo del
yo que vivía.

La raíz de la escritura teresiana tomaba su energía de dos fuentes: una, íntima de


necesidad vital de alcanzar conocimiento en la expresión, y otra, externa, a modo de
conciencia vigilante que no dejaba en ningún momento de actuar, que era un ojo
exterior, la mirada del juicio de los otros que ella sabía inevitable. Habría que hacer aquí
por lo menos, dos puntualizaciones. Una, que la obra de Teresa se fue escribiendo a
medida que el proceso de su vida espiritual se completaba, y que lo que escribía en su
primera cuenta de conciencia en 1560, fue ahondado y más profundamente vivenciado
en el Libro de la Vida acabado cinco años después, y aun más en Las Moradas, de
1572. La segunda, que no será sino en Las Moradas, el último gran texto teresiano, que
Teresa mostrará diferentes percepciones de sus aprehensiones extraordinarias, y que su
relación con la corporalidad pasará de la tensión a la conciliación con mayores o
menores vicisitudes. Al admirar la experiencia que consideraba sin fisuras de la
intensidad de una fe que penetraba hasta lo más íntimo de su carne, y en la que el sujeto
gozaba de un autocontrol pleno, Beauvoir soslayaba la dialéctica y complejidad de un
proceso vital bastante intrincado; cuya ambigüedad no desaparecía del todo porque:
“esto del conocimiento propio jamás se ha de dejar, ni hay alma en este camino tan
gigante que no haya menester muchas veces tornar a ser niño y a mamar (y esto jamás
se olvide, quizá lo diré más veces porque importa mucho) porque no hay estado de
oración tan subido que muchas veces no sea necesario tornar al principio”126. La
ambivalencia se detectaba asimismo en la interpretación de Beauvoir del misticismo
femenino. Efectivamente, al reflexionar Beauvoir en las hermanas menores de santa
Teresa, aquellas místicas más próximas a la histeria, señalaba que al negar y destruir su
carne en aras de imitar el sufrimiento de Cristo en la cruz; la libertad que estas mujeres

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
126
Teresa de Ávila, Libro de la vida, Capítulo 13.15, en Op cit, p.81
138"
"

creían obtener en su cuerpo, o a pesar de él, permanecía inaccesible. Ciertamente –


escribía Beauvoir:

el ascetismo también ha sido practicado por monjes y religiosos. Pero el encarnizamiento


con que la mujer escarnece su propia carne adopta caracteres singulares. Ya se ha visto
hasta qué punto es ambigua la actitud de la mujer con respecto a su cuerpo: es a través de
la humillación y el sufrimiento como lo metamorfosea en gloria. Entregada a un amante
como objeto de placer, se vuelve templo, ídolo; desgarrada por los dolores del parto, crea
héroes. La mística va a torturar su carne para tener derecho a reivindicarla; reduciéndola a
la abyección, la exalta como instrumento de su salvación. […] en sí mismos, esos
esfuerzos de salvación individual no podrían desembocar sino en el fracaso; o la mujer
entre en relación con un irreal, su doble o Dios, o crea una relación irreal con un ser real;
en cualquier caso, no realiza aprehensión alguna del mundo, no se evade de su
subjetividad; su libertad permanece mistificada; solo hay una manera de realizarla
auténticamente, y consiste en proyectarla sobre la sociedad humana por medio de una
acción positiva127.

Era por ello que Beauvoir se refería al narcisismo de las hermanas menores de Teresa de
Ávila, porque sus acciones no tenían ninguna incidencia material en el mundo. Ella
criticaba los atajos ilusorios a través de los cuales la narcisista, la enamorada y la
mística, se esforzaban individualmente en transformar su prisión en libertad, en
encontrar la trascendencia en la inmanencia, porque sus respuestas sólo consistían en
afirmar su libertad en el mundo de la irrealidad, no en la realidad. Es necesario recordar
que en El segundo sexo, Beauvoir aseveraba que el sujeto lograba el ser y la
trascendencia sólo a través de la elección y la acción. Si no se luchaba contra las
constricciones materiales y los hechos contingentes de la propia condición humana; si
se consentían o se era complaciente con ellos; se perdía la posibilidad de trascender, se
caía en la inmanencia y el estancamiento, y el sujeto se veía irremisiblemente sometido
a las mismas condiciones y contingencias que era su deber moral combatir. Beauvoir
parecía mantener y reforzar la serie entera de jerarquías dualistas en las que
tradicionalmente había descansado el privilegio masculino: masculino/femenino;
razón/sin razón; cultura/naturaleza; sujeto/objeto; mente/cuerpo; yo/otro;
trascendencia/inmanencia. El objetivo no era provocar una disrupción en la jerarquía,
sino que la mujer se reposicionara a sí misma del lado masculino de la ecuación.
Teresa de Ávila – una de las místicas que Beauvoir admiraba junto a Catalina de Siena-
era caracterizada así como “de un tipo bastante viril” en marcado contraste con el
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
127
Simone de Beauvoir, Op cit, pp. 324-326.
139"
"

misticismo femenino y narcisista de sus hermanas menores, como madame Guyon, que
bordeaba el masoquismo y la histeria128. Y sin embargo, al examinar la situación de la
mujer Beauvoir se percataba – a diferencia del Sartre de El Ser y la nada- de que no
todos los sujetos tenían la misma capacidad para ser libres; de que si las constricciones
externas no se comprendían como limitantes de la libertad, no podían considerarse
opresivas en el sentido estricto del término129. La cuestión peliaguda era que una vez se
reconocía la importancia de la situación y la sujeción a las circunstancias, la posibilidad
de una trascendencia pura era menoscabada.

La ambigüedad de Beauvoir era notoria en su discusión sobre la sexualidad. Así, ella


insistía en la necesidad de la relación con el hombre porque en ella se obtenía una
autenticidad en la que cada uno de los amantes se sentía simultáneamente cómo él
mismo, y como otro, que no parecía poder darse en relaciones entre mujeres o en
relaciones entre hombres130. La autenticidad no obstante se fundaba: “en el
reconocimiento recíproco de ambas libertades; […] ninguno renunciaría a su
trascendencia, ninguno se mutilaría; los dos juntos descubrirían en el mundo valores y
fines”131. Ello sólo era posible si la mujer renunciaba a ser el Otro del hombre. Al
reclamar su propia autonomía y su limitada trascendencia, las mujeres hacían posible
una valoración de la alteridad sin subordinaciones jerárquicas. Las mujeres entonces
obligaban a los hombres a reconocer que el Otro/la carne/la naturaleza/la contingencia/
existían dentro de ellos mismos y que no podían proyectarlos en ellas.

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
128
Ibíd, pp. 324-325.
129
La cuestión de por qué las mujeres aceptan ser el Otro del hombre es una cuestión de enorme alcance
en la obra de Beauvoir. Al hacer una distinción entre las mujeres moralmente responsables y las mujeres
oprimidas; Beauvoir da un paso más allá de la ética existencialista sartreana porque asume que la libertad
no es igual con independencia del contexto. Cfr. Simone Beauvoir, Pour une morale de l ámbiguité,
Gallimard, Paris, 2003. Me parece que la dicotomía entre unas y otras podría evitarse a través de
Foucault que al señalar que el poder no es algo que se posea sino que es sistémico, creativo y regulador,
nos apunta una posibilidad de explicar cómo los deseos y las necesidades humanas se crean y mantienen
a través de ideologías y prácticas; ello permitiría comprender simultáneamente a la mujer como oprimida
por las estructuras de dominación y como implicada en el proceso de su propia opresión.
130
La propia sexualidad de Beauvoir, su relación con Sartre, ha sido objeto de múltiples estudios.
Beauvoir niega constantemente cualquier componente sexual en sus relaciones con mujeres y niega que
estas relaciones puedan tener ningún valor en la economía de las relaciones de poder como sí pueden
tenerlo las relaciones auténticas entre hombres y mujeres. La discusión de Beauvoir en torno al
lesbianismo, no deja de ser ambivalente. Por un lado, señala que no es un asunto biológico ni de un
desarrollo afectivo detenido; sino más bien una tentativa de conciliar la autonomía con la pasividad de la
carne; por otro lado señala que representa un complejo de inferioridad masculino. Esta ambivalencia se
rastrea a lo largo de El segundo sexo. Por un lado y en cierto sentido, Beauvoir piensa que las mujeres son
inferiores y que deben tener complejo de inferioridad porque así se las ha constituido culturalmente. Por
otro lado no queda claro como constestar esa inferioridad si es tan culturalmente persuasiva. Cfr. Amy
Hollywood, “Beauvoir, Irigaray and the Mystical”, Op cit, p. 180.
131
Simone de Beauvoir, Op cit, p.320
140"
"

La histeria – recordemos lo visto con anterioridad- era a la vez la matriz y la mujer.


Pero era mucho más aún. Era la expresión de una verdad más general, simplemente
patente en la mujer como reproductora. Expresión que se refería a la relación de los
seres dotados de invisible interioridad- hombres y mujeres- con su cuerpo visible;
relación de problemática esencia, puesto que se veía constitutivamente acosada por una
siempre posible rebelión del cuerpo, destructora del sujeto. De ahí, el permanente
remordimiento de la literatura: la histeria es femenina, pero siempre hay casos de
histeria masculina. Raros, nos apresuramos en agregar. Pero ¡cuán indispensables y
elocuentes! De ahí la necesidad de erigir un equivalente masculino, simétrico a la
histeria: la hipocondría. Lo que se expresaba en ambas- histeria e hipocondría- era lo
incognoscible o irrepresentable del cuerpo; era lo inconciliable que resultaba para el ser
pensante la máquina orgánica que lo soportaba. Al cuerpo sustraído al poder subjetivo
de la histérica, correspondía así el cuerpo angustiante cuyos signos eran indescifrables
por la razón del hipocondríaco.

Según Beauvoir, la posibilidad de la autenticidad de la relación entre el hombre y la


mujer, radicaba entonces en el reconocimiento masculino de la autonomía femenina. El
hombre debía reconocer en él mismo las constricciones materiales que achacaba a la
mujer y percatarse de que si en él no socavaban su capacidad de trascender; tampoco en
ella. Sólo así la mujer dejaría de ser el Otro del hombre y una relación de igualdad
podría ser establecida. La relación hegeliana del señor y el siervo parecía un marco
ineludible en este desplazamiento132. La alteridad y la lucha eran necesarias, si bien al
final se subsumieran en el movimiento dialéctico. Ello situaba a las mujeres en la
posición imposible de ser capaces de lograr la libertad únicamente a través del
reconocimiento masculino de la misma autonomía que las mujeres debían lograr.

Beauvoir admiraba a Teresa de Ávila porque había sido una “mujer viril”, capaz de
actuar en un mundo masculino; pero esta capacidad “viril” dependía y se legitimaba a
través de la autoridad masculina. El éxito de Teresa, no obstante, se percibía como
sobredeterminado e indeterminado, porque Beauvoir no lograba explicar cómo era que
ella conseguía alcanzar simultáneamente la “virilidad”, y el reconocimiento desde su ser
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
132
Recordemos el famoso pasaje en la Fenomenología: “La verdad de la conciencia independiente es por
lo tanto la conciencia servil. Es cierto que ésta comienza apareciendo fuera de sí, y no como la verdad de
la autoconciencia. Pero así como el señorío revelaba que su esencia es lo inverso de aquello que quiere
ser, así también la servidumbre devendrá también, sin duda, al realizarse plenamente lo contrario de lo
que de un modo inmediato es; retornará así como conciencia repelida sobre sí misma y se convertirá en
verdadera independencia”, en G.W.F Hegel, Fenomenología del espíritu, FCE, México, 2007, p.119
141"
"

mujer. La cuestión se volvía más compleja, porque al leer sus textos, era evidente que
Teresa aceptaba muchas de las características de la relación erótica con un Dios
masculino que Beauvoir criticaba en sus hermanas menores- o en la paciente
caracterizada de erotomanía a la que se hacía múltiples referencias en El segundo sexo.
Haría faltan otros modos de analizar el poder para observar que Teresa, como Dora o
muchas de sus hermanas menores, se veían forzadas a trabajar con y contra las
ideologías sobre el género de su época, para lograr obtener voz y autoridad.

Teresa de Ávila se percataba intuitivamente de esto. Sabía, por ejemplo, que aunque la
escritura autobiográfica era frecuente en conventos y monasterios, donde muchas
monjas anotaban sus experiencias, ella estaba tomando la palabra como algo que de
suyo no le correspondía; que para ser comunicativamente eficaz debía usar códigos
aceptados por la cultura en la que ella misma se inscribía, y tener siempre en cuenta los
hábitos de interpretación de su momento; sabía que ella hablaba desde las orillas, que no
era para ella, por su condición de mujer, el cauce central, que estaba reservado a los
letrados, a los varones que sí habían accedido al saber y a las lenguas antiguas, a su
vehículo, a sus modos de transmisión. Teresa sabía de la observación y vigilancia a la
que sus escritos iban a ser sometidos. Sabía que los lectores varones la juzgarían y no
sólo literariamente o con el juicio de una experiencia que se confronta con otra, sino
ideológica y penalmente. Su reacción era la de extremar la cautela. En sus escritos
abundaba retóricamente la protesta de ignorancia. Con la prudencia de quien procedía
de familia de judíos conversos, y a la vez, quería defender una experiencia religiosa
personal e íntima, Teresa tuvo que tomar precauciones ideológicas y de ortodoxia
doctrinal. En la posición de Teresa podríamos distinguir, a efectos del análisis, dos
capas o modos: en primer lugar, se erigía en autora; pero -pese a ello, y en segundo
lugar - observaba los códigos que regían la actitud femenina, asumiendo la retórica de la
ignorancia, de la fragilidad – “flaca” y “ruin” son adjetivos que se aplica a sí misma a
cada paso- y de la aparente sumisión a los varones (reforzada en su caso por el voto de
obediencia a superiores y confesores). Y, no obstante, en Teresa por su virtualidad
expansiva, ello se traducía en una reafirmación del yo que buscaba en el lugar de la
escritura un pasar de objeto a sujeto, donde la identidad femenina se mostrase a veces
latente o a veces con violencia inusitada:
142"
"

Parece ser atrevimiento pensar yo he de ser alguna parte para alcanzar esto. Confío yo,
Señor mío en estas vuestras siervas que aquí están, que veo y sé no quieren otra cosa ni la
pretenden sino contentaros; por Vos han dejado lo poco que tenían y quisieran tener más
para serviros con ello. Pues no sois Vos, Creador mío, desagradecido para que piense yo
daréis menos de lo que os suplican, sino mucho más ni aborrecisteis Señor de mi alma,
cuando andabais por el mundo las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha
piedad, y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres, pues estaba vuestra
sacratísima Madre en cuyos méritos merecemos- y por tener su hábito- lo que
desmerecimos por nuestras culpas. ¿No basta Señor, que nos tiene el mundo acorraladas
(...) para que no hagamos cosa que valga nada para Vos en público, ni osemos hablar
algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan
justa? No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como
los jueces del mundo, que como son hijos de Adán y en fin todos varones, no hay virtud
de mujer que no tengan por sospechosa133.

Fragmento inusitadamente fuerte que fue por lo mismo, duramente censurado y que
hubo de ser suprimido134. Si bien Beauvoir admiraba en Teresa que de su confianza en
Dios extraía una sólida confianza en sí misma que le permitía superar la condición
común de una religiosa; Beauvoir no reparaba en que ello era posible porque Teresa –
como muchas de sus hermanas- aceptaba muchas de las características de la relación
erótica con un Dios hombre. Efectivamente, en Teresa de Ávila la referencia a la
humanidad de Cristo era en primer lugar, altamente significativa en el contexto de la
reforma luterana y punto de disputa que podía signar la pertenencia a la ortodoxia o a la
heterodoxia. La referencia a la humanidad de Cristo fue uno de los puntos más
defendidos por el humanismo cristiano renacentista y por un catolicismo que se
defendía de la heterodoxia a través del Cristocentrismo. En segundo lugar, para Teresa
prescindir de la corporalidad divina era un error, porque implicaba dejar fuera del
esquema de salvación el propio cuerpo y la materialidad del mundo y “querernos hacer
ángeles estando en la tierra (...) es desatino”135. El alma, pensaba, necesita tener arrimo
para elevarse pues aunque: “algunas veces el alma salga de sí o ande muchas tan llena
de Dios, que no haya menester cosa criada para recogerla, esto no es tan ordinario que
en negocios y persecuciones y trabajos, cuando no se puede tener tanta quietud, y en
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
133
Teresa de Ávila, Camino de Perfección, Códice del Escorial 3.7, en Op cit, pp.249-250.
134
El texto fue censurado por Fray Domingo Báñez – confesor de Teresa en una época- y sobre todo por
el padre García de Toledo, quien ejerció su cometido concienzudamente: tachó párrafos polémicos,
incisivos e irónicos, como la apología de las mujeres y la reprehensión a los Inquisidores; párrafos
teológicamente conflictivos, como la interpretación del Salmo 8, o moralmente dudosos, como el
concepto que de los agravios personales tenía Teresa. Todos estos retoques y modificaciones serán
llevados a cabo en un plazo no muy largo, pues el nuevo autógrafo será concluido en el mismo año que el
primero, éste el manuscrito que se conoce como el Códice de Valladolid que tampoco se vio libre de
enmiendas. Para ahondar en estas vicisitudes Cfr. Olvido García Valdés, Teresa de Jesús, la escritora,
Omega, Madrid, 2001.
135
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 22.10, en Op cit, p.123
143"
"

tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hombre y vémosle
con flaquezas y trabajos, y es compañía, y habiendo costumbre es muy fácil hallarle
cabe sí”136. En tercer lugar, la humanidad de Cristo era además clave hermenéutica para
discernir si aquello que le acaecía era fruto del demonio, de la melancolía o de la acción
divina. Efectivamente, en la humanidad de Cristo y tal y como narraban las Escrituras,
la más alta contemplación no obstaculizaba nunca la acción. En el caso de la
melancolía sí, porque era ”abobamiento, que no es otra cosa más de estar gastando
tiempo allí y gastando su salud”137; en el caso del demonio también, porque apuntaba a
la pasividad y: “cuando es demonio no sólo deja malos efectos mas déjalos malos”138 ;
Si se trataba de la acción de Dios en cambio se deseaba trabajar activamente para
servirle: “ servir a este Señor, no […] otra cosa sino contentarle; no […] contento ni
descanso ni otro bien sino hacer su voluntad”.139Habría que señalar que en Teresa era
cierto que la relación erótica con la humanidad de Cristo no era la única que se
desplegaba, y que Las moradas permitían atisbar un topos espiritual extremo donde
cesaban los medios, y no había éxtasis barrocos sino que más bien lo que podríamos
llamar la no representación. Ello, no obstante estaba lejos de constituir una
singularidad específicamente teresiana. Encontramos en Madame Guyon – tan
denostada por Beauvoir- que la relación erótica con el Dios hombre, daba paso a un
amor puro que trascendía esta relación de género y se transformaba en una de carácter
cada vez más inasible. Como Teresa, Madame Guyon anhelaba que la experiencia
mística pudiera constituir la base para actuar en el mundo140. Al ignorar estas cuestiones
que Teresa compartía con sus hermanas, Beauvoir la distinguía cuidadosamente y
coincidía con quienes negaban la adscripción de la santa como patrona de las histéricas.
Teresa no era ni una histérica, ni una hermana menor. No era esclava de su cuerpo ni de
sus hormonas, y sus acciones no se mantenían en el mundo ilusorio del delirio místico,
sino que tenía incidencia real en el mundo. La histeria – pensaba Beauvoir con Charcot-
implicaba la ausencia de control; pero además, y aquí coincidía con Imbert-Gourbeyre,
impedía la acción eficaz. En este movimiento Beauvoir hacía por lo menos dos cosas.
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
136
Ibidem
137
Teresa de Ávila, El castillo interior o Las Moradas 6.1.8, en Op cit, p.526.
138
Teresa de Ávila, Libro de la vida capítulo 25.10, en Op cit, p.136.
139
Ibíd, 25.19, p.139.
140
Madame Guyon estaba interesada –como Teresa- en una reforma religiosa, en su caso a través de la
conversión de los protestantes. Su estatus como mujer laica probablemente dificultó – además de otras
cuestiones- su relación con el medio eclesial. Cfr. Marie- Florine Bruneau, Women Mystics Confront the
Modern World: Marie De L'Incarnation (1599-1672) and Madame Guyon (1648-1717), State University
of New York Press, New York, 1998.
144"
"

En primer lugar, esbozaba una tensión en su concepto de histeria estrechamente ligado


a la feminidad. Efectivamente, ella reclamaba que la diferencia entre la histérica y
Teresa de Ávila no era un erotismo, presente tanto en una- recordemos a Bernini-
como en otra- recordemos la Iconographie photographique de la Salpêtrière -; sino el
hecho de que en la primera era el sujeto quién estaba al control, y en la segunda, las
hormonas y los nervios. Ahora bien, si la histeria estaba del lado de las hormonas y los
nervios, la falta parecía en caer del lado de una sexualidad femenina comprendida en
términos estrictamente biológicos; una sexualidad que había que trascender para lograr
la libertad. La tensión del planteamiento de Beauvoir tenía que ver entonces con que –
lejos de Freud- parecía retornar a un sujeto no dividido en el seno de su misma
conciencia; sino entre un orden natural – leído de manera biologicista- y un orden
puramente subjetivo que lograría trascender el género y hacer posible la emancipación.
El orden puramente subjetivo habría de imponerse sobre el natural a través de la
elección consciente, pero la pregunta que habría que responder –o por lo menos
considerar si habría que responder- sería la siguiente: este orden puramente subjetivo y
que trascendía el género ¿a quién y desde que lugar liberaba? Aunque Teresa era
reconocida por Beauvoir como una mujer cuya experiencia soprepasaba toda
especificación sexual, no debemos olvidar que Beauvoir misma la definía como mujer
viril. Beauvoir parecía dar a entender que el sujeto masculino era aquel que haber
podido trascender la inmanencia de su cuerpo y había alcanzado así la universalidad,
mientras que el femenino había quedado condenado (no debido a su naturaleza, que
siempre era posible trascender, sino debido a elecciones históricas y conscientes) a la
inmanencia de los nervios y las hormonas. Así, se trataba de trascender como los
varones lo habían hecho. Ello sólo podía ser posible si el hombre como hemos visto
reconocía en él mismo las constricciones materiales que achacaba a la mujer, y se
percataba de que si en él no socavaban su capacidad de trascender; tampoco en ella. Ello
sólo podía ser posible si la mujer asimismo elegía dejar de ser el Otro del hombre:

Cuando, por fin, le sea posible a todo ser humano colocar su orgullo más allá de la
diferenciación sexual, en la difícil gloria de su libre existencia, solamente entonces podrá
confundir la mujer su historia, sus problemas, sus dudas y sus esperanzas con los de la
Humanidad; solo entonces podrá intentar descubrir en su vida y sus obras toda la realidad
y no únicamente su persona. En tanto que tenga que seguir luchando para convertirse en
un ser humano, no podrá ser una creadora141

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
141
Simone de Beauvoir, Op cit, p.346
145"
"

La cuestión que plantearán posteriormente a Beauvoir distintas pensadoras; será si la


universalidad- per se- no era en sí misma una construcción específica menos neutral de
lo que ella pretendía; una construcción que- lejos de lo que ella pensaba- tenía mucho
que ver con la propia constitución de un sujeto -y de un cuerpo- eminentemente
masculino. Y sin embargo, Beauvoir hacía algo más. Presentaba a Teresa como una
mujer absolutamente excepcional, “una mujer viril”142, “una deslumbrante
excepción”143, imbatida por los estigmas que asediaban a las demás pero que, por lo
mismo, parecía una referencia bastante inofensiva para luchar contra la opresión social,
cultural e institucional a la que el común de las mortales - sus hermanas menores-
estaban sujetas. El “mejor” misticismo- las especulaciones teológicas e intelectuales
llevadas a cabo por Teresa de Ávila- era esencialmente varonil; el “peor” misticismo-
que no incidía en el mundo y se refugiaba en la fantasía- era esencialmente femenino.
La acción era considerada masculina; la pasividad (o la acción mal dirigida) femenina.
Las histéricas, las hermanas menores, eran criticadas no sólo por ser el Otro del Dios
masculino en una institución eminentemente patriarcal, sino de igual forma, e
irónicamente, por su falta de atributos viriles.

Místicas e histéricas: Mistéricas

La atracción que desde finales del siglo XIX ejercen las formas extremas de misticismo
cristiano específicamente femeninas, en vinculación con la histeria, se caracterizó por
un énfasis en lo visual que tendió a omitir sus escritos -como hemos visto en el caso de
Teresa de Ávila; y a favorecer en cambio la representación visual de sus éxtasis. La
popularidad en ascenso de las explicaciones científicas estimulaba simultáneamente la
apertura de la Iglesia a la colaboración científica y la necesidad del saber médico de
probar la superioridad de su método. La Iglesia se esforzaba por mostrar que era capaz
de distinguir el grano de la paja, y defender verdades eternas en un mundo que no
obstante era moderno. La medicina anhelaba mostrar cómo en el mundo sin Dios de la
neurosis la convulsión histérica era el único éxtasis que se podía aspirar a contemplar.
La fascinación no obstante no sólo alcanzaba a la ciencia y a la Iglesia; el movimiento
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
142
Ibíd, p.324
143
Ibíd., p.323
146"
"

feminista ejerció su reflexión en torno al misticismo y la histeria como ámbitos


privilegiados en los que se había desplegado un imaginario femenino en el que la
cuestión del cuerpo de la mujer, se develaba asimismo esencial.

Autoras como Simone de Beauvoir trataron arduamente- lo acabamos de ver- de


deslindar la histeria de la verdadera mística, y de establecer diferencias entre ambas para
evitar que -a través de la asociación con la patología- se impidiera valorar una
experiencia genuina en la que la mujer, si bien muy excepcionalmente, podía alcanzar la
libertad más allá de su sexo. Beauvoir, contemplaba a la histérica como regida por sus
hormonas y sus nervios, esclava de la inmanencia de un cuerpo (femenino) que en aras
de la emancipación, había de trascender. La mística, por lo menos en el caso de Teresa
de Ávila, mostraba en cambio la posibilidad de una trascendencia capaz de
transformarse en acción positiva en el mundo. Beauvoir parecía coincidir con la mirada
clínica previa a Charcot que contemplaba a la histeria como división entre las leyes
objetivas de la fisiología- la parte de uno sometida al orden natural-, y el orden de un yo
puramente subjetivo que había de imponerse. Ahora bien, mientras que Beauvoir
celebraba la habilidad singular de Teresa para trascender su cuerpo, Luce Irigaray-
psicoanalista, filósofa y lingüista- apuntará a mostrar en ella- una experiencia corpórea
– y singularmente femenina- de la trascendencia. Para ella, desde esta perspectiva, no
habrá que deslindar la mística de la histeria, sino aprovechar deliberadamente su
asociación para dar luz a un nuevo imaginario femenino.

En 1974, Irigaray publicaba su obra Espéculo de la otra mujer, que podría


considerarse como una respuesta al planteamiento de Beauvoir; pero también como una
respuesta al Seminario Aun (Encore) que Jacques Lacan dedicó, entre 1972 y 1973, a la
cuestión de la mujer, de Dios y del goce (jouissance). Si Freud era uno de los lectores
inscritos en su obra con los que Beauvoir se medía; otro tanto podría decirse de Irigaray,
sólo que en su caso este lector era Lacan; y el psicoanálisis- aunque vuelto contra sí
mismo- una herramienta indispensable. Si Beauvoir apostaba por la división rigurosa
entre trascendencia e inmanencia, situando a la histérica y las hermanas menores en esta
última, y a Teresa de Ávila en la primera; Irigaray apostará como he señalado, por una
trascendencia que se enraizará en la inmanencia.

El objetivo de Irigaray en sus textos era develar lo que ella denominaba el “imaginario
femenino”, o la cara reprimida de la subjetividad masculina. Este imaginario femenino
147"
"

era, por lo menos, doble: por un lado se constituía en soporte material tácito de la
identidad masculina; por otro, implicaba la posibilidad de una nueva constitución
subjetiva basada en una relación nueva con el lenguaje. Irigaray – a diferencia de
Beauvoir- rechazaba de entrada el punto de partida masculino, pero asimismo se
percataba de que: “toda teoría del sujeto habrá estado siempre adaptada a lo
masculino”144 y de que asumirse como sujeto implicaba invariablemente asumir esta
posición. La propuesta de Irigaray era apostar por descubrir otra forma de escritura y de
inscripción de lo femenino dentro de un discurso irremisiblemente gobernado por esa
búsqueda de la identidad y la semejanza especular, que caracterizaban al discurso
engendrado por el imaginario fálico masculino145. Ello explica la dificultad que acarrea
una lectura lineal de un texto, que para empezar, no es lineal, y que no responde a las
expectativas convencionales del lector.

En Espéculo Irigaray dedicaba un capítulo al misticismo femenino, que intitulaba “La


mistérica” (La mystérique). Se trataba de un neologismo, en el cual hacía referencia al
capítulo de Beauvoir en El segundo sexo llamado como hemos visto “la mística” (La
mystique); pero que asimismo apuntaba al misterio (mystére) y a la histérica
(hystérique). Habría que señalar que la economía de la histeria regía a lo largo de todas
las páginas de Espéculo. La histeria – recordemos- era aquel pathos enigmático que se
caracterizaba por imitar todos y cada uno de los síntomas posibles. La estrategia de
Irigaray será adoptar una posición análoga a la de la imitación de los síntomas orgánicos
de la histérica e imitar a los autores clave de la filosofía occidental con la finalidad de
mostrar sus puntos ciegos: Platón, Kant, Hegel, el discurso onto-teológico de la mística,
Freud, o Lacan, serán algunos de los elegidos. No se trataba de proponer una imagen de
la identidad femenina, sino de criticar las representaciones que el hombre había hecho
de la mujer, pero para mostrar en y a través de ellas, que había algo de la mujer que
iba más allá y que superaba esas representaciones. Efectivamente, Irigaray rescataba la
lección del psicoanálisis de la descorporización de la histeria, de la anatomía
imaginaria que regía sus manifestaciones y que respondía a un cuerpo representado, a
un cuerpo interiorizado, a un cuerpo subjetivado. No obstante, al querer enfatizar cómo
las imágenes que el hombre había tenido de la mujer habían constituido su represión, y

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
144
Luce Irigaray, Espéculo: De la otra mujer, Akal, Madrid, 2007, p.119.
145
Hay que señalar que no todo el mundo estaría de acuerdo en que el Logos es producto de un
imaginario fálico masculino. Cfr. Michèle Le Doeuff, Hipparchia´s Choice: An Essay Concerning
Women, Philosophy etc, Blackwell, Cambridge, 1991.
148"
"

simultáneamente proponer que a partir de la apropiación y lectura estratégica de dichas


imágenes era posible dar cabida a otro imaginario; Irigaray a menudo parecía apostar
por la identificación del imaginario con un cuerpo femenino que, en su literalidad,
amenazaba con reinstituir los dualismos que ella intentaba deconstruir. Ello se debía a
su oscilación entre por un lado la reconstrucción de una genealogía; y por otro, la
autoconstitución de una nueva identidad femenina.

Según Irigaray, había una alteración originaria sobre la que se habrían construido los
fundamentos de la racionalidad occidental y del psicoanálisis. Esta alteración se refería
al asesinato de la mujer-madre, un suceso mucho más arcaico todavía que el parricidio
al que se había referido Freud en Tótem y Tabú, y en el que él mismo había situado el
origen de la civilización. La lógica del Uno y el predominio del Mismo con respecto a
lo múltiple que habían caracterizado al pensamiento occidental, llevaban a pensar lo
femenino como falta, no- lugar, sustracción respecto al lo masculino. Irigaray revisaba
la filosofía de Platón del que desvelaba el movimiento de apropiación de la materia por
parte del Logos y la exclusión de lo femenino para aspirar a las ideas eternas; el
pensamiento de Aristóteles, que calificaba a la mujer como varón fallido, y la reducía a
madre-materia, a vaso y receptáculo; el de Descartes, que con el “yo pienso” quería
conquistar su seguridad eliminando toda realidad objetiva; el de Kant, del cual
subrayaba la cancelación del empirismo y la inmediatez de la relación con la madre,
para poder constituir el objeto trascendental; y finalmente el de Hegel, en quien lo
femenino aparecía como eterna ironía de la comunidad.

Para comprender lo que estaba en juego en Espéculo era necesario sin embargo revisar
las páginas que Lacan dedicó a “Dios y el goce de L/a mujer” en su seminario Aun. Al
final de la sección, Lacan se refería al misticismo femenino como modo de de explicar
la cuestión del placer en la mujer. Aun estaba dedicado precisamente a la cuestión de la
mujer, aunque su autor declarara, paradójicamente, que nada podía decirse al respecto.
Tras organizar la sexualidad masculina y la femenina en torno a la función fálica, Lacan
aseveraba que la mujer sólo podía ser descrita como un sujeto barrado (tachando L/a)
porque no había: “La mujer puesto que […] por esencia ella no toda es”146. En la
economía fálica la mujer era sujeto tachado, ausencia de falo, ausencia de plenitud,
falta. Su goce estaba vinculado con esa falta; era un goce distinto – suplementario dirá

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
146
Jacques Lacan, Seminario XX Aun, Paidós, Buenos Aires, 2006, p.89.
149"
"

Lacan no complementario147- que no se vinculaba con la posesión y la totalidad, y que


por ello estaba más allá del falo. Ahora bien, ello implicaba que, puesto que el orden
simbólico había sido organizado bajo el signo de la economía fálica; este goce quedara
sin poder ser simbólicamente articulado, sin poder ser nombrado. Lacan subrayaba no
obstante que no bastaba ser mujer para experimentar este goce: “Hay un goce de ella, de
esa ella que no existe y nada significa. Hay un goce suyo del cual quizá nada sabe ella
misma a no ser que lo siente: eso sí lo sabe. Lo sabe, desde luego, cuando ocurre. No les
ocurre a todas”148. ¿Cómo vinculaba Lacan la sexualidad con la mística?

Después de advertir a su audiencia que leyera los escritos de la mística flamenca


Hadewijch d´Anvers, señalaba con respecto a Teresa de Ávila: “Basta ir a Roma y ver la
estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas”149. Al
afirmar la suficiencia de la mirada para comprender el mensaje de Teresa (“Basta ir y
ver”), Lacan optaba por apoyarse no en los escritos de Teresa, sino en la representación
que de uno de sus éxtasis había hecho la mano masculina de Bernini. Esta falacia visual
regresiva ocurría a pesar de la distinción propia (¿y sintomática?) que Lacan hacía de su
lectura de la mística y la de predecesores como Charcot: “A fines del siglo pasado, en la
época de Freud, había mucha gente, honesta por demás, en torno a Charcot y a otros,
que buscaba afanosamente reducir la mística a un asunto de joder. Pero todo bien
mirado, la cosa no es así”150. La gente honesta en torno a Charcot, en un esfuerzo por
hacer lo invisible visible, interpretaba erróneamente el éxtasis místico como placer
sexual; descartando el discurso de la mística como un discurso delirante que
difícilmente lograba ocultar la histeria de la paciente. Para Lacan, el goce de la mujer y
el de la mística era problemático porque a diferencia del hombre era “más allá del
falo”151 y no se podía reducir a “un asunto de joder”152. A diferencia de Charcot, Lacan
declaraba su admiración por los místicos “gente capaz” cuyo saber era “una cosa
seria”153. Los místicos solían ser fundamentalmente mujeres, y si había hombres era
porque adoptaban la posición de ser “no todo”; el lugar del sujeto barrado, la posición
femenina dentro de la economía fálica. Había “mujeres en su mayoría o gente capaz
como san Juan de la cruz […] Uno puede colocarse también del lado del no-todo. Hay
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
147
Ibíd, p.89-90
148
Ibíd., p.90
149
Ibíd, p.92.
150
Ibíd, pp.92-93
151
Ibíd, p. 90
152
Ibíd, p.93
153
Ibíd, p.92
150"
"

allí hombres que están tan bien como las mujeres […] A pesar no diré de su falo sino de
lo que a guisa de falo les estorba”154. Lacan aseveraba que los escritos de los místicos
no eran: “ni palabrería, ni verborrea son lo mejor que hay para leer”155. A pesar de ello
los místicos podían ser definidos como: aquellos que “sienten, vislumbran la idea de
que debe de haber un goce que esté más allá. Eso se llama un místico”156. Un goce –
habría que añadir- que no era ni fálico ni complementario al falo (ni clitoriano, ni
vaginal). Ahí radicaba el error de la gente honesta que rodeaba a Charcot, en no haber
comprendido que al ser más allá del falo, este goce no tenía correlato ni físico ni
simbólico.

Era en esta alteridad que el goce de l/a mujer se identificaba en Lacan con el goce
místico. Los místicos como l/a mujer dicen ”que lo sienten, pero que no saben nada”157.
La pregunta no obstante era si – tomando prestada la expresión de Janet Beizer- el
cuerpo ventrílocuo de la histérica y la mística no era elegido para “evocar el proceso
narrativo en el que el discurso de la mujer se reprimía para ser expresado como un
cuerpo inarticulado de lenguaje que debía ser subtitulado por un narrador masculino”158
(en este caso psicoanalista). A pesar del reclamo de Lacan de leer a los místicos; a
pesar de que él mismo pidiera incluir sus Escritos junto a ellos porque “son del mismo
registro”159; Lacan como ventrílocuo, sólo expresaba la mudez del espectáculo
marmóreo de Bernini; ¿pero cómo se podía vincular ese silencio con todas las palabras
que aparecían en los escritos prolíficos de Teresa? Veamos como Irigaray apuntaba la
cuestión.

Hay que recordar que el Logos- para ella- era una construcción eminentemente
masculina dedicada a resolver la cuestión del propio fundamento (también masculino), y
dejando a la mujer los aspectos más difíciles de cargar sobre sí, como la muerte, la sin
razón, o la materialidad del cuerpo. El impasse en el que el hombre confinaba a la mujer
la desposeía de su lenguaje y de su sexo y la volvía una histérica:

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
154
Ibídem
155
Ibidem
156
Ibidem
157
Ibidem
158
Janet Beizer, Ventriloquized Bodies: Narratives of Hysteria in Nineteenth Century France, Cornell
University Press, New York, 1994, p.9.
159
Jacques Lacan, Op cit, p.92
151"
"

La mujer dispone justamente de demasiado pocas imágenes, figuraciones,


representaciones, para poder re-presentarse en esa falla, esa falta, ese agujero […] lo que
la mantiene cabalmente en una carencia, un vacío, una falta psicótica si se quiere: una
psicosis latente pero no realizada, por falta de una sistematicidad significante practicable
[…] Sus pulsiones están, en cierto modo, de vacaciones: no catexizadas, en realidad, en la
estructuración de una psicosis, ni en el autoerotismo , ni en la edificación de un
narcisismo, ni en el deseo, el amor, por su primer objeto, ni en la apropiación, el tener –
aunque sólo fuera dando el rodeo de la sublimación- de su sexualidad, de su sexo, etc.
Sólo le queda la histeria160.

La imitación histérica de las mujeres era vista por Irigaray como un síntoma de la forma
en la que el discurso funcionaba diferencialmente para ambos sexos. Que la mujer –
más que hablar directamente- debía imitar el discurso; era condición lógica y estructural
de un sistema de lenguaje que sólo permitía la representación positiva de un sexo. Las
poses en la que la histérica imitaba el placer del goce sexual, las contorsiones, las
contracturas, la afasia, apuntaban a la incapacidad de las mujeres para asumir las
formas discursivas imperantes del deseo y la feminidad. La histeria revelaba la
mascarada femenina, sus poses, sus silencios, su aparentemente (asintomática)
complicidad con las normas discursivas vigentes. La histeria aclaraba Irigaray:

habla en el modo de una facultad gestual paralizada, de un discurso imposible y


prohibido…habla como síntomas a lo que no puedo o sobre lo que no puedo hablar…Y el
drama de la histeria es que está insertado de manera esquizoide entre ese sistema gestual,
ese deseo paralizado y encerrado dentro del cuerpo y un lenguaje que ha sido aprendido
en la familia, en la escuela […] la histeria es silenciosa y al mismo tiempo imita, como no
podría ser de otra manera, imita /reproduce un lenguaje que no es suyo, lenguaje
masculino, caricaturiza y deforma, miente, engaña, como siempre se ha acusado a las
161
mujeres de hacer.

Irigaray reconocía que habían sido Josef Breuer y Freud quienes habían comprendido
que la causa del pathos de la histeria no era una degeneración orgánica sino una
relación simbólica; pero les acusaba de no haber proseguido en su intuición porque se
habían dedicado a tratar el deseo reprimido de la mujer como si fuera ella, y no el
orden simbólico, el locus de la patología. Irigaray no concebía la histeria de manera
celebratoria, como si fuera alguna suerte de heroísmo cultural – como sí parecía
hacerlo, por ejemplo, Cixous- ; pero lejos asimismo del rechazo tajante de Beauvoir
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
160
Luce Irigaray, Op cit, pp.60-61
161
Luce Irigaray, This sex Wich Is Not One, Cornell University Press, New York, 1985, pp. 136-137
152"
"

creía que era posible derivar de la histeria- en tanto ámbito privilegiado de lo


femenino en Occidente- un método de imitación que le permitirá asumir
deliberadamente un rol femenino; y señalar desde ahí, y de manera estratégica, los
puntos ciegos del orden simbólico. Irigaray no pretendía idealizar un pathos; sino a
través de la imitación histérica subrayar la lógica viciosa y enloquecedora del
falogocentrismo para incitar la reserva de una mímesis productiva que pudiera dar pie
a un nuevo imaginario femenino. Era este último aspecto el que la distanciaba de
Lacan, en quien percibía el riesgo irremisible de dejar a la mujer en un orden
masculino en el que ésta o bien enmudecía extática, o bien se condenaba a expresar su
deseo en negativo, a través del síntoma.

A este respecto, su tratamiento de la mística en relación con la histeria era altamente


ilustrativo. Como veremos, Irigaray señalará dos cosas: la mística y la histérica
repetían “imitaban” la mascarada que se esperaba de ellas; pero si la mística era
histérica; era una histérica en la que el goce no se restringía. A diferencia de Beauvoir
– Imbert-Gourbeyre o el Abate Morel- Irigaray no distinguía tajantemente entre la
mística (Teresa de Ávila) y la histérica. Pero no lo hacía – y ello la diferenciaba de
Charcot y sus epónimos- porque pensaba que había que partir de la experiencia de la
feminidad en la historia, y reapropiarse de ella estratégicamente; para abrir la
posibilidad de habitar una morada propia, y atisbar un nuevo imaginario que hiciese
mayor justicia a la experiencia de las mujeres. Es por eso que a partir de aquí no nos
referiremos ni a la mística ni a la histérica de manera clara y distinta, sino que –
siguiendo a Irigaray- una aludirá implícitamente a la otra.

Si Luce Irigaray leía el cuerpo, o los textos de la mistérica, era sin embargo- y como
he sugerido con anterioridad- una cuestión bastante difícil de dilucidar. En ella, no
obstante, las motivaciones eran distintas a las de Lacan, y no hay que olvidar que le
costaron la expulsión de la Escuela freudiana de París fundada por éste.
Efectivamente, Irigaray pensaba que todo discurso estaba inextricablemente anclado
en la lógica falogocéntrica que favorecía la representación y la contemplación y que
descansaba sobre la represión del tacto, la corporalidad, y la mujer. Irigaray ligaba el
discurso con el privilegio otorgado al ver, favorecido por la economía falogocéntrica.
Ello hacía que no acabara de sentirse cómoda con los textos y tampoco con los textos
místicos. Mientras que podían ser contemplados como un topos para la autonomía
femenina; los textos estaban siempre implicados en la posición observadora masculina
153"
"

que irremisiblemente tenía que adoptar el sujeto hablante: “Elevándose a una


perspectiva que dominaría el todo, en el punto de vista más poderoso, [este sujeto] se
escinde de su asidero material, de su relación empírica […] que él pretendería
vigilar”162. Irigaray favorecía no la visión del cuerpo desde el lugar del espectador,
sino el cuerpo “marcado”, el cuerpo “tocado”, que percibía como una manera de
escapar del lenguaje y del énfasis en lo visual y la representación; un énfasis que
servía para reinscribir a la mística dentro de la economía masculina de la mirada
clínica. Irigaray comenzaba su discusión señalando así que se refería a “lo que
conforme a una perspectiva todavía teo-lógica, onto-teo-lógica, se llama discurso o
lenguaje místicos”163 . El lenguaje mistérico era topos

Lugar en el que ella habla – o él valiéndose de ella- del deslumbramiento de la fuente


de luz, lógicamente rechazada, de la efusión del “sujeto” y del Otro en un
abrazo/acoplamiento que les confunde como términos, del desprecio de la forma en
cuanto tal, del recelo de este obstáculo a perseverar en el goce que constituye el
entendimiento, de la aridez desolada de la razón… Y, de nuevo, de “espejo
164
ardiente .

Ese lugar, casi único en el que las mujeres habían hablado y actuado públicamente, era
asimismo el lugar en el que los hombres intentaban “hablar a mujeres, escribir a
mujeres, sermonear o confesar a mujeres”165 y en el que no obstante su subjetividad
masculina había sido subvertida. De ahí la referencia al “espejo ardiente” como reflejo
invertido. Y sin embargo, el “espejo ardiente” al que Irigaray se refería provenía de un
epígrafe de Ruysbroek el Admirable. Más que a los textos mistéricos de las mujeres,
Irigaray aludía a los de los hombres. Ello no deja de ser sorprendente, porque el
espejo era una metáfora central en el misticismo cristiano y una metáfora de la que la
misma Irigaray se servía en su análisis del Otro mujer en la filosofía occidental (el
título de su libro era, precisamente, Espéculo). Efectivamente el espejo hacía
referencia a una imagen de la mujer que la reflejara tal y como el hombre quería verla,
y hacía referencia a un instrumento tradicionalmente utilizado en ginecología para
explorar las entrañas; pero apuntaba asimismo a las características desestabilizadoras

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
162
Luce Irigaray, Espéculo, Op cit, p.119
163
Ibíd, P.175.
164
Ibídem
165
Ibídem
154"
"

de la subjetividad (masculina) que implicaba esta imagen femenina especular si se la


imitaba estratégicamente; y si al buscar explorar la interioridad de lo femenino, se
topaba- repentinamente- con su carácter de exterioridad.

El espejo aparecía – como he señalado ya- en múltiples textos de la mística


femenina166. Teresa de Ávila- a quien Irigaray aludía a lo largo de La mistérica sin
nombrarla- escribía al respecto de Cristo en Las Moradas: “No nos vemos en este
espejo que contemplamos, adonde nuestra imagen está esculpida”167. Teresa
comenzaba diciendo como “estando una vez en las Horas con todas, de presto se
recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda”168. En el centro se le
representaba Cristo “nuestro Señor tal y como lo suelo ver”. A continuación, Teresa
señalaba una nueva característica: “Parecíame en todas las partes de mi alma le veía
claro como en un espejo”. El término espejo planteaba entonces un problema. Por una
parte el espejo era Teresa; por otra parte el espejo era algo que podía ser contemplado
por Teresa; pero además: “Digamos ser la Divinidad como un muy claro diamante,
muy mayor que todo el mundo, o espejo, a manera de lo que dije del alma”169. Como
señalaba Michel de Certeau:

Es inútil pues fatigarnos en querer comprender la belleza de ese diamante que como el
“Vidrio” de Marcel Duchamp, es irrompible y completamente cerrado como una piedra
preciosa, pero al mismo tiempo es transparente y dócil a la luz como si únicamente se le
opusiera una nada […] Brillan en esa joya translúcida, semejantes a los destellos de mil
memorias: modelos de la Jerusalén bíblica (imagen apocalíptica) o judía (imágenes
mesiánicas del retorno, tan obsesivas entonces entre los marranos o los expulsados);
modelos del paraíso (imágenes del origen), del jardín de placeres (una erótica y una
estética), del cielo (imágenes cosmológicas y astrológicas); ficciones de arquitecturas
perfectas (imágenes matemáticas y geométricas); espacios militares (tan frecuentes en
Teresa) […] este hermoso objeto, uno y múltiple, está sin embargo dividido en dos
aspectos opuestos: a veces cristal y diamante, a veces castillo. La comparación oscila
entre lo intacto y lo histórico […] Hay insinuación del otro hasta en el icono que
representa al Otro. Alteración en abismo que se va repitiendo de imagen en imagen, de
espejo en espejo170.

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
166
Aparece, entre otros, en Platón, Plotino, San Atanasio Gregorio de Nisa, y singularmente en
Marguerite PoreteCfr. Victoria Cirlot y Blanca Garí, La mirada interior: Escritoras místicas y visionarias
en la Edad Media, Siruela, Madrid, 2008; Amy Hollywood, The Soul as Virgin Wife, Op cit; Victoria
Cirlot, Figuras del destino: Mitos y símbolos de la Europa medieval, Siruela, Madrid, 2005.
167
Teresa de Ávila, El castillo interior o las Moradas 7.2.8, en Op cit, p.572.
168
Teresa de Ávila, Libro de la vida, Capítulo 40.5, en Op cit, p.224.
169
Ibíd, capítulo.40.10, p.225.
170
Michel de Certeau, La fábula mística S.XVI y XVII, UIA, México, 1993, p.233.
155"
"

Pese a que la relación entonces era más compleja que una simple relación especular
en la que el alma femenina se vería implicada con un Dios masculino; pese a que el
lector acababa dudando sobre qué y/o quién reflejaba a qué y/o quien; era el texto de
Ruysbroek y no el de Teresa -que nunca citaba- el que impulsaba la reflexión de
Irigaray sobre los múltiples sentidos del término speculum, creador y simultáneamente
destructor de identidad, soporte de la subjetividad masculina y causa de su subversión
dentro del discurso místico. El texto de Irigaray aludía y elaboraba otras metáforas del
misticismo cristiano; desde el juego paradójico entre oscuridad y luz; hasta el cuerpo
“tocado” de la mistérica. La pregunta era cual era el estatus que se le otorgaba a estas
metáforas. Ella comenzaba por señalar que el hombre- confesor o seguidor- que al ir
tras la mujer topaba con el espejo ardiente que creaba y subvertía su identidad de
varón omnisciente: “se ha prestado a tales excesos ha aceptado el recurso, el rodeo de
tales metáforas que ya apenas tienen el estatuto de figuras”171. Irigaray asumía el
reclamo de que las metáforas nunca eran adecuadas al objeto místico; de que eran
tentativas de nombrar una “experiencia” que no podía circunscribirse al lenguaje en
tanto era “instante inaferrable de su acontecimiento”172. El lenguaje místico apuntaba
más allá del lenguaje mismo y los hombres que seguían este sendero detrás de las
mujeres dejaban “de reconocerse como sujeto” se dejaban llevar: “allí donde por
encima de todo no querían ir: a su pérdida en la atípica, atópica misteria”. He aquí el
topos – continuaba Irigaray- en el que “los más pobres en ciencia, los más ignorantes,
fueron los más elocuentes, los más ricos de/en revelaciones. Históricamente pues, las
mujeres. O, al menos, lo femenino”173. El asunto a dilucidar y que Irigaray dejaba sin
plantear era cómo la elocuencia podía abrazar aquello que se situaba más allá del
lenguaje. La cuestión se desplazaba a lo largo de “La mistérica” porque en tanto que
“el alma” se escapaba de los confines de la representación y el discurso masculino,
perdía la identidad, el soporte y la habilidad de nombrarse a sí misma y a sus deseos.
Al desplazarse de la lógica objetivizante de la mirada a la del tacto (el cuerpo tocado),
en la que las distinciones sujeto/objeto y yo/otro, se volvían más fluidas el alma
perdía su vínculo con un lenguaje que se enraizaba en estas distinciones. Ella- escribía
Irigaray- no puede

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
171
Luce Irigaray, Espéculo, Op cit, p.176.
172
Ibíd, p.179
173
Ibíd, p.176. Cfr. Sobre este mismo aspecto, Michel de Certeau, Op cit, pp.34-40.
156"
"

Especificar lo que quiere […] [las] palabras desfallecen. Presintiendo un quedar por decir
que se resiste a todas las palabras, que apenas podría balbucearse. Para el que todos los
términos están demasiado gastados, y son demasiado débiles, para traducir de manera
sensata. Porque ya no se trata de suspirar por ningún atributo determinable, algún modo
de la esencia, algún rostro de la presencia. Lo que se espera no es ni un esto, ni un
aquello, ni siquiera un aquí ni un allí. Sin ser, ni tiempo, ni lugares designables. Así,
pues, más vale negarse a todo discurso, callarse o limitarse a un clamor tan poco
articulado que apenas forma un canto174.

Al repetir la sugerencia de Lacan de que el goce femenino y el goce místico se ligaban;


Irigaray parecía eludir a las mujeres de manera de una manera que Lacan – si bien con
ambigüedad- lograba, en cierto sentido, evitar. Efectivamente a pesar de su énfasis en la
contemplación del éxtasis de Bernini, Lacan – como hemos visto brevemente- una vez
había aseverado que el goce de l/a mujer era un goce del que ella no sabía nada,
aseveraba asimismo que ese goce quedaba inscrito- de una u otra forma- dentro de
textos que no contaban nada para la lógica del conocimiento. Textos como los de los
místicos que no eran “ni palabrería ni verborrea” sino “lo mejor que hay para leer”.
Lacan no citaba a los místicos pero afirmaba imitarlos a través de su práctica retórica y
lingüística, y por ello proponía que se consideraran sus Escritos dentro de la misma
tradición mística. Si bien Irigaray seguía y subvertía muchas de las proposiciones de
Lacan, en este punto su rechazo a los textos místicos que percibía como
irremisiblemente vinculados a la economía fálica del lenguaje, hacía que peligrosamente
se volviera al cuerpo como lugar de inscripción del goce. Desde esta perspectiva corría
el riesgo de reasegurar una lógica de la especularidad -advertida por ejemplo en Charcot
o Kraft-Ebing - justo en el momento en que se esforzaba por evitarla.

A diferencia de Beauvoir que asumía desde el inicio la irrealidad del “alma” o de


“Dios” y de cualquier trascendencia que no fuera la acción en el mundo; Irigaray
debido a sus supuestos psicoanáliticos creía en cosas que no se podían ver. Cosas más
allá del falo como el goce de los místicos o el de l/a mujer: “Con lo cual – escribía por
ejemplo Lacan […] considerarán todos que creo en Dios. Creo en el goce de la mujer
en cuanto está de más”175. Irigaray describía el alma como aguardando pasivamente a un
Dios que estaba más allá de toda representación: “abandono sin previsión. Sin el recurso
a una actividad voluntaria y concertada […] Atenta espera en la nada de proyecto, de

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
174
Ibíd, p.177
175
Jacques Lacan, Op cit, p. 92.
157"
"

proyecciones”176. Ella no obstante aseguraba cómo este lenguaje dependía de la


superación de la subjetividad tal y como era definida en las teorías masculinas. Así, sólo
aquellos a quienes se percibía como otros, o como carentes dentro de la economía
fálica tenían un acceso particularmente privilegiado a este goce. A pesar de su deseo
de no repetir el énfasis masculino en lo visual, en su rechazo a los textos Irigaray se
desplazaba de la irrepresentabilidad de “Dios” o del “goce” a la visualización de su
inscripción en el cuerpo de la mística: “en su propio cuerpo [el de ella], Él habrá inscrito
tanto más si cabe sus voluntades aunque ella sea menos hábil para leerlas, más pobre en
lengua, más loca en afirmaciones, más estorbada por un aumento de materia (s) del que
históricamente se le habrá hecho depositaria, más inmovilizada en/por planos
especulativos que paralizan su deseo”177. Al valorar este cuerpo inscrito, este cuerpo
tocado, Irigaray anhelaba afirmar un orden del tacto en el que los vínculos entre
interior y exterior, entre cuerpo y espíritu fueran continuamente minados:

En ella y/o fuera de ella, porque en su goce sus entrañas se abren y se expanden
indefinidamente […] Extraña economía de la especula (riza) ción de la mujer, que en su
espejo parece siempre remitir a una trascendencia. Que (se) aparta (para) el que se acerca,
que gime de la separación de quién con más firmeza la aprieta en su abrazo. Pero que
además llama al dardo que ensartándola más adelante le habrá, al mismo tiempo,
arrancado el vientre178.

La alusión era, una vez más a Teresa de Ávila. El pasaje volvía hacer referencia al
éxtasis de Bernini aunque Iriagaray imitaba las palabras de Teresa en el que ésta
relataba la actuación de un ángel que llevaba en sus manos un dardo largo de oro
acabado en una punta de fuego que parecía meter en su corazón algunas veces, y que le
llegaba a las entrañas. “Al sacarle – decía Teresa- me parecía las llevaba consigo, y me
dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”179. Como Lacan, Irigaray acentuaba el
carácter visual- y visionario- del momento, y simultáneamente lo deconstruía. Al
enfatizar la violencia de la experiencia de Teresa y al desplazar el lugar del corazón por
el de sus vísceras – siguiendo una metáfora que Teresa misma utilizaba una página antes
de narrar su éxtasis- Irigaray desestabilizaba las fronteras entre el adentro y el afuera,
desplazándose más allá de Bernini, al vientre impúdico de la santa. Literalmente, las
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
176
Luce Irigaray, Op cit, P.178
177
Luce Irigaray, Op cit, p.181
178
Ibíd, pp.183-184
179
Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 29.13, en Op cit, p.158
158"
"

entrañas de Teresa creaban su interioridad como otra distinta a la del varón, y no


representada por él. Aunque el placer de Teresa todavía estaba constreñido por las
representaciones y prescripciones masculinos (el discurso onto-teológico al que
recordemos que se refería Irigaray), su violencia interrumpía continuamente las normas
masculinas y creaba ese espacio interior del que hablaba Teresa. Afirmar la agencia
femenina (la conciencia sana y libre de Beauvoir) no era para Irigaray prescindir de la
agencia de Otro; más bien la agencia femenina era creada en y a través de la experiencia
de este Otro: “Y si por Dios ella no se siente violada, ni siquiera en sus fantasmas de
violación, se debe a que Él nunca habrá acotado su orgasmo (incluso) histérico.
Comprendiendo [Él] toda su violencia”180. La violación aparente del cuerpo de la
mística no era subvertida a través de su agencia activa en el encuentro sexual (como en
el caso de Beauvoir) sino creando un isomorfismo en la radicalidad del deseo de la
mistérica y el de lo divino.

Luce Irigaray describía a los confesores y a los mirones que condenaban a la


mistérica: “Escandalizados o inquietos ante la idea de que se golpee terriblemente, de
que se clave agujas en el vientre, se queme para apagar el fuego de la concupiscencia, se
desolle por todas partes, revivando y apaciguando en esas prácticas extremas sus
pasiones adormecidas”181. Contemplaba de manera no exenta de peligro, la abyección
de la mística – la que compartía con la histérica y las hermanas menores denostadas por
Beauvoir- como una forma de “recobrar su pureza en el fondo del abismo”. Al abrazar
las prácticas consideradas más repugnantes dentro de la economía masculina, la mística
imitaba histéricamente la humillación a la que se veía implícitamente asociado lo
femenino en el imaginario de Occidente: “las tareas más serviles, los comportamientos
más forzosos y degradantes para forzar el desprecio que se tiene, que ella tiene de sí
misma […] la sangre, las costras, el pus, eliminados en los demás y absorbidos por ella,
serán aquello que la limpiarán de toda mancha”182; de toda mancha, ¿y de todo estigma
histérico? Efectivamente, si tras haberse atrevido a repetir hasta el extremo la abyección
y la repugnancia la mistérica encontraba el amor divino se debía a que Dios estaba más
allá de lo que podía esperarse en la economía falogocéntrica: el amor se imponía “por
encima de todo cuanto haya podido decirse con anterioridad”183 y se abría la posibilidad

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
180
Ibíd, p.184."
181
Ibíd, p.181
182
Ibíd, p.182
183
Ibídem
159"
"

de un más allá del orden simbólico masculino. Irigaray no obstante, se percataba de que
en lo extremo del gesto lo que se mostraba era la implacabilidad de una lógica que
dejaba muy poco margen y que orillaba a la posibilidad -siempre al acecho- de la
autodestrucción: “El objeto de repugnancia permite a la institución, como a una familia,
constituirse y manifestarse de acuerdo con una ley que tendría como fórmula: todas
menos una, pero una que sostiene la abyección o locura interior de todas”184.

A diferencia de Beauvoir, a Irigaray le interesaba destacar que si había un más allá


que podía atisbarse desde aquí; este más allá (del falo), en la mística femenina podía
precisamente ser Cristo en quien lejos de contemplar el amor divinizado que la mujer
sentía por el varón descrito por Beauvoir o por Kraft-Ebing, Irigaray contemplaba “ese
plus de femenino de todos los hombres”185. Cristo – escribía.- era el modelo que “en su
crucifixión le abre una vía de redención en la decadencia en la que se encuentra”186.
Habría que precisar que Irigaray coincidía aquí con toda una tradición de la mística
femenina del Medioevo- rastreada desde la historia por Caroline Walker-Bynum- que
percibía el cuerpo de Cristo como esencialmente femenino. En efecto, el cuerpo de
Cristo, un cuerpo abierto que redimía a través de la herida que sangraba; era
comparado con el sexo de la mujer y con el proceso de dar vida. Cristo alimentaba a sus
hijos con su carne y con su sangre, del mismo modo que la madre amamantaba a su
criatura con su propio cuerpo187. Irigaray escribía: “De esta suerte, ¿toda herida no era
inconfesable y todo desgarrón vergonzoso? ¿Una llaga podía ser sagrada? […] Y lo que
ella descubre en esa divina pasión, ella no tiene ni la voluntad ni el poder de traducirlo
[…] en la insondable llaga que es la fuente de nuestra comprensión maravillada y de
nuestra ebriedad”188.

Al enfatizar la inmanencia, Irigaray parecía olvidar a veces, que la libertad de la que


hablaba Teresa parecía descansar en la fragilidad del juego entre inmanencia y
trascendencia; Irigaray, por ejemplo, escribía: “apenas necesito un alma, me basta

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
184
Michel de Certeau, Op cit, p.52
185
Luce Irigaray, Op cit, p.182
186
"Ibidem
187
Caroline Walker Bynum, Jesus as Mother: Studies in the Spirituality of the High Middle Ages,
University of California Press, Berkeley, 1982; Caroline Walker Bynum, Holy Feast and Holy Fast: The
Religious Significance of Food to Medieval Women, University of California Press, Berkeley, 1987;
Caroline Walker Bynum, Fragmentation and Redemption: Essays on Gender and the Human Body in
Medieval Religion, Zone Books, New York, 1991.
188
Luce Irigaray, Op cit, p. 183
160"
"

contemplar la abertura de tu cuerpo amoroso”189. Aunque ella misma señalaba que el


goce de la mística al descubrir el cuerpo de Cristo no se vinculaba a la contemplación de
un tormento físico sino a la redención de un cuerpo (femenino), y a la posibilidad que
ello brindaba de establecer una nueva constitución subjetiva basada en una relación
nueva con el lenguaje; lo cierto era que el desplazamiento no dejaba de suscitar
interrogantes porque el cuerpo con el que la mística se identificaba no dejaba de ser un
cuerpo que era feminizado en tanto que herido y crucificado. Era asimismo, a través de
una imitación de índole histérica, que la mística abría en la economía falogocéntrica la
posibilidad de un nuevo imaginario. No obstante, a lo mejor estos escollos podrían ser
evitados- o por lo menos matizados- si Irigaray hubiera prestado atención a la
importancia que Teresa otorgaba en sus escritos al cuerpo de Cristo resucitado. Un
cuerpo que si bien conservaba las huellas de su sufrimiento, era glorioso por algo más
que éste y que le abría a una relación con lo divino que apuntaba, precisamente al lugar
extremo en el que los medios cesaban.

Ello nos conduce a una última apreciación sobre nuestro recorrido. La histeria fue la
metáfora – metáfora encarnada, de efectos irremisiblemente materiales- a través de la
cual se trató de dilucidar la relación con el cuerpo. Como hemos visto, el cuerpo
femenino se contempló- históricamente- como modelo privilegiado de una desposesión
de sí [o posesión por otro] que- no obstante- afectaba a unos y a otras. La desposesión
de sí pudo tener causas naturales, preternaturales o sobrenaturales. La desposesión no
obstante se juzgó posteriormente como el resultado de la división entre el orden natural
objetivo y el orden puramente subjetivo. La mística se transformó en la histérica;
algunos buscaron dilucidar la posibilidad de una experiencia mística femenina que
pudiera deslindarse de la patología. Para otros fue tarea imposible. La histeria sin
embargo sufrió una nueva metamorfosis y abrió paso a una división en el seno de la
misma conciencia. La confrontación entre la imagen tradicional de aquella que no se
pertenecía, porque la vida requería de ella, y la visión emergente de la pertenencia
íntima y subjetiva del cuerpo, se hizo que el desplazamiento en la economía subjetiva se
percibiera con mayor agudeza en la mujer. Curiosamente, si la mirada clínica del siglo
XIX- XX tendió a tratar de comprender la mística femenina a través de un diagnóstico y
análisis retrospectivo de la patología; Beauvoir e Irigaray serán herederas de la
interpretación de la santidad como síntoma -propia del siglo XIX y XX- que se verá
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
189
Ibidem.
161"
"

mediada por el énfasis visual, ejemplificado en la representación del éxtasis de Bernini;


y en la lectura del cuerpo como si fuera un signo. Recordemos a Beauvoir: “Los textos
de Santa Teresa apenas se prestan a equívocos y justifican la estatua de Bernini, que nos
muestra a la santa en trance a causa de los excesos de una fulminante voluptuosidad”190;
pensemos ahora en Irigaray que se desplazaba de la irrepresentabilidad de “Dios” o del
“goce” a la visualización de su inscripción en el cuerpo de la mística. Parece que una y
otra trataban la descripción de Teresa de Ávila y la interpretación de esta experiencia
extática, como si fuera completamente transparente.

No habría necesidad, parecían sugerir, de analizar o incluso- una vez más- de citar su
texto (aunque este fuese- en el caso de Irigaray- estratégicamente imitado y también
suplantado). Pero sin negar en absoluto que los escritos de las mistéricas suelan estar –
aunque en diversos grados- mediatizados por una agencia masculina; la evidencia que
poseemos son los textos, y la mística debe ser aproximada a través de ellos191 .
Mujeres como Teresa de Ávila comprendían sus textos y otras enseñanzas como modos
primarios de su acción en el mundo. Así por ejemplo al escribir la última parte del
Libro de la vida defendía con subterfugios la necesidad de escribir y de salvar del
olvido, aquello de lo que había tenido precisamente necesidad de escribir:

Como se enfadará vuestra merced de la larga relación que he dado de este monasterio y
va muy corta para los muchos trabajos y maravillas que el Señor en esto ha obrado que
hay de ello muchos testigos que lo podrán jurar. Y ansí pido yo a vuestra merced por el
amor de Dios que si le pareciere romper lo demás que aquí va escrito, lo que toca a este
monasterio […] lo guarde y, muerta yo, lo dé a las hermanas que aquí estuvieren, que
animará mucho para servir a Dios […] cuando vean lo mucho que puso su Majestad en
192
hacerla por medio de cosa tan ruin y baja como yo .

Estos textos a duras penas aparecen en los análisis de Beauvoir o de Irigaray. Pese al
erotismo controlado que le atribuía Beauvoir y que probablemente a la misma Teresa le
hubiera sorprendido; de lo que sí tenemos evidencia en sus mismos escritos, es de que
ella luchó por mantener la autoridad que le permitía interpretar su experiencia; y de que
frente a confesores, letrados e inquisidores utilizó todas las estrategias textuales
precisas para ello, desde la aseveración rigurosa a la retórica de humildad extrema. Aún
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
190
Simone de Beauvoir, Op cit, p.323
191
Amy Hollywood, The Soul Virgin Wife, Op cit, p.21
192
"Teresa de Ávila, Libro de la vida, capítulo 36.29, en Op cit, p.202
162"
"

más, el conocimiento de los textos de la mística femenina tanto en Beauvoir como en


Irigaray, es limitado y esencializante; ambas extraen de unas cuantas figuras – en las
que destaca Teresa de Ávila- una figura general: “Mística” o “Mistérica”. Aunque en
estas páginas sigo a menudo esta caracterización, hay que aclarar la necesidad
perentoria de reconocer los textos en su especificidad que cimientan sus descripciones.
El misticismo cristiano es enormemente diverso y esta diversidad retaría – en mi
opinión- ideas como la de que hay una sola mística femenina. Así, el énfasis en el
cuerpo, central a la visión que de la mística tenían nuestras autoras, fue algo que, por
ejemplo, muchas autoras del siglo XIV intentaron subvertir. Lo central para muchas de
estas mujeres era reclamar el derecho a interpretar su propia experiencia y es central
contemplar las vicisitudes y las estrategias que desplegaron en sus textos para alcanzar
su objetivo. Algunas por ejemplo intentaron deslindarse de una comprensión corporal de
la experiencia y urdieron metáforas que por serlo, no habían de ser comprendidas en su
literalidad. Otras optaron por borrar de sus escritos la primera persona o por situarlas en
lugares muy específicos. Ciertas aproximaciones contemporáneas han explorado
asimismo cómo mientras las mujeres describían experiencias en términos espirituales
sus hagiógrafos las literalizaban y las volvían corporales193.

Si la cuestión del diagnóstico retrospectivo- de histeria o de cualquier otra cosa- se


presenta ciertamente dudosa porque como señala Arthur Kleinman implica imponer las
propias categorías culturales como si no fueran también culturales; y borrar así la
experiencia de los sujetos y el contexto epistémico en el que tuvieron lugar los
eventos194; lo interesante a este respecto sería no racionalizar, naturalizar o
psicopatologizar de antemano, sino más bien dilucidar qué es lo que sucede con una
etiología para que tenga sentido en un determinado contexto y para que se constituya
para nosotros en clave hermenéutica; mientras nos percatamos de los desplazamientos
en la definición y configuración del término. “Cada ser grita en silencio pidiendo ser
leído de otra manera” – escribe Simone Weil195. Y añade: “Leemos pero también somos
leídos por otros. Interferencias entre ambas lecturas. Obligar a alguien a que se lea a sí
mismo como le leen los demás (esclavitud). Obligar a los demás a que nos lean como
"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
193
Cfr. Catherine Mooney (Ed), Gendered Voices: Medieval Saints and Their Interpreters, University of
Pennsylvania Press, Philadelphia, 1999; Karma Lochrie, Margery Kempe and the Traslations of the
Flesh, University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1991; Ulrike Wiethaus (Ed), Maps of Flesh and
Light: The Religious Experience of Medieval Women Mystics, Syracuse University Press, Syracuse, 1993.
194
Arthur Kleinmann, “Depression, Somatization, and the New-Cross-Cultural Psychiatry”, Social
Science and Medicine 11 (1977):3-10.
195
Simone Weil, La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 2007, p.168.
163"
"

nos leemos a nosotros mismos (conquista). Mecanicismo. La mayoría de las veces,


diálogo de sordos”196. La actividad diagnóstica que a menudo hemos visto sorda en
estas páginas se transformó en el “ábrete sésamo de los enigmas de la existencia: el
éxtasis religioso, la desviación sexual y por encima de todo el misterio de los misterios:
La mujer”197. Si una de las cuestiones acuciantes a través de las cuales el feminismo
rastrea una posible genealogía en la que la mística como instancia que hace visible a la
mujer es hasta cierto punto inevitable, es la cuestión del cuerpo y sus manifestaciones;
si no es posible, efectivamente partir sin ninguna pregunta y ésta parece ser una de las
claves de nuestro tiempo, la tentación- à la Beauvoir- entre discernir un misticismo
verdadero y un misticismo falso y menos bochornoso, ha sido una alternativa recurrente.
No obstante esta diferencia implicaría una evidencia más o menos evidente entre la
mística y su “otro patológico”; una diferencia que como intuye oscuramente Irigaray no
es fácil establecer. Como señala Michel de Certeau: “Entre la locura y la verdad los
vínculos son enigmáticos aunque no necesarios; pero es quizá más erróneo sostener el
conformismo social como criterio para la experiencia espiritual. El balance psicológico
responde a ciertas normas sociales (que en cualquier caso están sujetas al cambio) y que
los místicos exceden una y otra vez”198. Ello implica que habría que conceder cierta
autonomía a la mística si uno no desea diagnosticar mecánicamente la santidad como
síntoma histérico. El dolor de la histérica, la jouissance de la mística, y de aquellos que
gritan en silencio por ser leídos de otra manera, permanecen inarticulados hasta que les
prestamos un oído atento. Finalmente se trata – escribe Michel Foucault- “de la
curiosidad, esa única especie de curiosidad, por lo demás, que vale la pena practicar
con cierta obstinación: no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que
permite alejarse de uno mismo”199.

"""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""""
196
Ibíd, p.168.
197
Roy Porter, “The Body and the Mind, the Doctor and the Patient: Negotiating Hysteria”, Sanders L.
Gilman et al, Op cit, p.277.
198
Michel de Certeau, “Mysticism”, Diacritics, 22-2 (1992):22.
199
Michel Foucault, Historia de la sexualidad II. El uso de los placeres, Siglo XXI, México, 2007, pp.11-
12.
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