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Fascismo Nace A La Izquierda
Fascismo Nace A La Izquierda
Erwin Robertson
Reseña del libro "El nacimiento de la ideología fascista" de Zeev Sternhell, Mario
Sznajder y Maia Asheri; (traducción de Octavi Pellisa). - 1ª ed. - Madrid : Siglo XXI,
1994, 418 p.
Que Mussolini fue miembro del partido socialista es un hecho conocido. Hecho
problemático, en especial para una de las interpretaciones dominantes del fascismo; a
saber, que éste fue la reacción alentada o dirigida por el gran capital contra el avance del
proletariado. En tal evento, aquel hecho y la evolución consecutiva debían ser
entendidos como oportunismo, incoherencia o, en el mejor de los casos, como una
cuestión de conversión que no deja huellas en el pasado de un hombre. La obra de Zeev
Sternhell -profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalem- y sus colaboradores ha
puesto toda esta materia bajo otra luz. En su interpretación, la comprensión histórica del
fascismo no puede disociarse esta ideología de sus orígenes de izquierda.
Desde luego, toda una pléyade de historiadores y filósofos abordó hace ya tiempo el
problema del fascismo: cada uno según sus particulares orientaciones espirituales, con
sus propios puntos de vista y sus personales prejuicios, pero no sin altura: Ernst Nolte,
Renzo de Felice, James A. Gregor, Stanley Payne, Giorgio Locchi, y "last but not
least", el joven investigador hispano-sueco Erik Norling, entre otros. No es que la
"vulgaris opinio" aludida arriba goce hoy de autoridad intelectual. Pero Sternhell viene
a aportar la valorización de fuentes hasta aquí tal vez descuidadas y, con ellas, la
novedosa interpretación que es objeto de este comentario. Estudioso en particular del
nacionalismo francés (suyas son "Maurice Barrés et le nationalisme français", "La
droite revolutionarie" y "Ni droite ni gauche, L´ideologie fasciste en France"), el
profesor israelí no se cuida de los criterios de la corrección política. Es notable leer
sobre el tema páginas en las que está ausente la edificación moral, en las que no se ha
estimado oportuno advertir al lector que se interna en terrenos peligrosos; en los que no
hay,en suma, demonización ni tampoco el afán de achacar polémicamente a la izquierda
una incómoda vecindad.
Estos dicípulos son también estudiados por Sternhell (capítulo II). Son los
"revisionistas revolucionarios", la "nouvelle école" que ha intentado hacer operativa una
síntesis nacional y social, no sin tropiezos y desengaños. Allí está Edouard Berth,
quien junto a Georges Valois, militante maurrasiano (futuro fundador del primer
movimiento fascista francés, muerto en un campo de concentración alemán), ha dado
vida al "Círculo Proudhon", órgano de colaboración de sindicalistas revolucionarios y
nacionalistas radicales en los años previos a 1914. Aventada esa experiencia por la
guerra europea, Berth pasará por el comunismo antes de volver al sorelismo. Está
también Hubert Lagardelle, editor de la revista "Mouvement Socialiste", hombre de
lucha al interior del partido socialista, donde se ha esforzado por hacer triunfar las tesis
del sindicalismo revolucionario (por el contrario, en 1902 han triunfado las tesis de
Jaurés, que presentan el socialismo como complemento de la Declaración de Derechos
del Hombre). Ante la colaboración sorelista-nacionalista, Lagardelle se repliega hacia
posiciones más convencionales; pero en la postguerra se le encontrará en la redacción
de "Plans", expresión de cierto fascismo "técnico" y vanguardista -en ella colaborarán
nada menos que Marinetti y Le Corbusier- y, durante la guerra, terminará su carrera
como titular del ministerio de trabajo del régimen de Vichy. Trayectorias en apariencia
confusas pero que revelan la sincera búsqueda de "lo nuevo". De Alemania les viene el
refuerzo del socialista Roberto Michels, quien, a la espera de construir su obra maestra
"Los partidos políticos", anuncia el fracaso del SPD, el partido de Engels, Kautsky,
Bernstein y Rosa Luxemburg. Michels observará también que el solo egoísmo
económico de clase no basta para alcanzar fines revolucionarios; de aquí la discusión
sobre si el socialismo puede ser independiente del proletariado. El ideal sindical no
implica forzosamente la abdicación nacional, ni el ideal nacionalista comporta
necesariamente un programa de paz social (juzgado conformista), precisa a su vez
Berth, quien espera de un despertar conjunto de los sentimientos guerreros y
revolucionarios, nacionales y obreros, el fin del "reinado del oro". En fin, la "nueva
escuela" desarrolla las ideas de Sorel, por ejemplo en la fundamental distinción entre
capitalismo industrial y capitalismo financiero. Resume Sternhell su aporte: "...a esta
revuelta nacional y social contra el orden democrático y liberal que estalla en Francia
(antes de 1914, recordemos) no falta ninguno de los atributos clásicos del fascismo más
extremo, ni siquiera el antisemitismo" (p. 231). Ni la concepción de un Estado
autoritario y guerrero.
Sin embargo, en general, los revisionistas revolucionarios franceses fueron teóricos, sin
experiencia real de los movimientos de masas. De otro modo ocurre con el sindicalismo
revolucionario en Italia (capítulos III y IV de la obra de Sternhell). Allí Arturo
Labriola encabeza desde 1902 el ala radical del partido socialista; con Enrico Leone y
Paolo Orano llevan adelante la lucha contra el reformismo, al que acusan de apoyarse
exclusivamente en los obreros industriales del norte, en desmedo del sur campesino, y
por el triunfo de su tesis de que la revolución socialista sólo sería posible por medio de
sindicatos de combate. De Sorel toman esencialmente el imperativo ético y el mito de la
huelga general revolucionaria. La experiencia de la huelga general de 1904, de las
huelgas campesinas de 1907 y 1908, foguean a los dirigentes sindicalistas
revolucionarios, entre los cuales la nueva generación de Michele Bianchi, Alceste de
Ambris, Filippo Corridoni. Al margen del partido socialista y de su central sindical, la
CGL -anclados en las posiciones reformistas-, los radicales forman la USI (Unión
Sindical Italiana), que llegará a contar con 100.000 miembros en 1913. A su vez, los
sindicalistas revolucionarios animan periódicos y revistas. Labriola y Leone
emprenden la revisión de la teoría económica marxiana, especialmente la teoría del
valor, siguiendo al economicista austríaco Böhm-Bawerk; he ahí, dice Sznajder, el
aspecto más original de la contribución italiana a la teoría del sindicalismo
revolucionario. Ahí se encuentra también la noción de "productores" (potencialmente
todos los productores), contrapuesta a la clase "parasitaria" de los que no contribuyen al
proceso de producción. Por fin la tradición antimilitarista e internacionalista, cara a toda
la izquierda europea, no será más unánimemente compartida por los sindicatos
revolucionarios. En 1911, la guerra de Italia con el Imperio Otomano por la posesión de
Libia producirá una crisis en el sindicalismo revolucionario: unos dirigentes (Leone, De
Ambris, Corridoni), fieles a la tradición socialista, se oponen enérgicamente a esta
empresa -y por mucho que les disguste estar junto a los socialistas reformistas-; otros
(Labriola, Olivetti, Orano) están por la guerra, tanto por razones morales (la guerra es
una escuela de heroísmo) como por razones económicas (la nueva colonia contribuirá a
la elevación del proletariado italiano), y así coinciden con los nacionalistas de Enrico
Corradini, a quienes los ha acercado ya la crítica al liberalismo político. Mas en agosto
de 1914 aun quienes -en el seno del sindicalismo revolucionario- habían militado en
contra de la guerra de Libia, están a favor de la intervención en el conflicto europeo al
lado de Francia y contra Alemania y Austria; al combate contra el feudalismo y el
militarismo alemán se agrega la posibilidad de completar gracias a la guerra la
integración nacional y de forjar una nueva élite proletaria que desplazará del poder a la
burguesía. En octubre de 1914, un manifiesto del recién fundado Fascio Revolucionario
de Acción Internacionalista, suscrito por los principales dirigentes sindicalistas
revolucionarios, proclama: "...No es posible ir más allá de los límites de las
revoluciones nacionales sin pasar primero por la etapa de la revolución nacional
misma... Allí donde cada pueblo no vive en el cuadro de sus propias fronteras, formadas
por la lengua y la raza, allí donde la cuestión nacional no ha sido resuelta, el clima
histórico necesario al desarrollo normal del movimiento de clase no puede existir..."
Nación, Guerra y Revolución...ya no serán más ideas contradictorias.
Señala Sternhell que siempre se ha tendido a subestimar el papel central que Mussolini
ha jugado entre todos los revolucionarios italianos. El futuro Duce "aporta a la
disidencia izquierdista y nacionalista italiana lo que siempre ha faltado a sus homólogos
franceses: un jefe". Un hombre de acción, un líder carismático, pero a su vez un
intelectual capaz de tratar con intelectuales y de ganarse el respeto de hombres como
Marinetti, el fundador del futurismo, Michels, el antiguo militante del SPD alemán
devenido uno de los clásicos de la ciencia política, o aun Croce, representante oficioso
de la cultura italiana frente al fascismo. Y Mussolini es toda una evolución intelectual,
no el hallazgo repentino de una verdad, ni el oportunismo, ni siquiera la coyuntura de
postguerra. Mussolini es ante todo el militante socialista, incluso como líder de los
fascistas. De joven se tiene evidentemente por marxista, de un marxismo revisado por
Leone y, sobre todo, por Sorel, en quien ve un antídoto contra la perversión
socialdemócrata a la alemana del socialismo. Otra influencia decisiva es Wilfredo
Pareto y su teoría de circulación de las élites (en cambio, Sternhell no destaca la
influencia de Nietzsche, a quien Mussolini ha leído tempranamente en Suiza). El joven
socialista se sitúa pues en la órbita del sindicalismo revolucionario, aun cuando discrepa
de las tácticas: duda de la virtud de las solas organizaciones económicas y ve en el
Partido el instrumento revolucionario.
La idea de Estado, que parece ser sólo caracteristica del fascismo, es, sin embargo, el
último elemento que toma forma en la ideología fascista. En todo caso señala Sternhell
que toda la ideologìa fascista estaba elaborada antes de la toma del poder: "La acción
política de Mussolini no es el resultado de un pragmatismo grosero o de un
oportunismo vulgar más de lo que fue la de Lenin" (p.410). El jurista Alfredo Rocco,
proveniente de las filas nacionalistas, ha "codificado" y traducido en leyes e
instituciones los principios fascistas y nacionalistas (visión mística y orgánica de la
nación, afirmación de la primacía de la colectividad sobre el individuo, rechazo total sin
paliativos de la democracia liberal). Pero es un Estado que, a la vez, se quiere reducido
a su sola expresión jurídica y política; que quiere renunciar a toda forma de gestión
económica o de estatalización, como anunciaba Mussolini desde 1921. No es, pues, o
no es todavía, el Estado totalitario. El fascismo en el poder,en suma, no se asemeja al
fascismo de 1919, menos aún al sindicalismo revolucionario de 1910. Pero, se pregunta
Sternhell: "¿el bolchevismo en el poder refleja exactamente las ideas que, diez años
antes de la toma del Palacio de Invierno, animaban a Plekhanov, Trotsky o Lenin?"
Ha habido una larga evolución, sin duda. Y con todo -concluye el autor-, el régimen
mussoliniano de los años 30 está mucho más cerca del sindicalismo revolucionario o del
"Círculo Proudhon" que lo que el régimen estaliniano está de los fundamentos del
marxismo.
Como conclusión, Sternhell da una mirada a las relaciones entre el fascismo y las
corrientes estéticas de vanguardia en el siglo XX. El futurismo, desde luego (futuristas y
fascistas han dado justos la batalla por el "intervencionismo", y Marinetti es uno de los
fundadores de los Fasci), pero también el vorticismo, lanzado en Londres por Ezra
Pound, que es en cierto modo una réplica al futurismo, aun cuando comparte con él
rasgos esenciales. "Los dos atacan de frente la decadencia, el academicismo, el
estetismo inmóvil, la tibieza, la molicie general... Tienen una misma voz de orden:
energía, y un mismo objetivo: curar a Italia y a Inglaterra de su languidez" (p. 424). De
Pound se conoce de sobra su opción política. Sternhell destaca también el papel de
Thomas Edward Hulme, antirromántico, antidemócrata en política, traductor al inglés
de Sorel. "revolucionario antidemócrata, absolutista en ética, que habla con desprecio
del modernismo y del progreso y utiliza conceptos como el de honor sin el menor toque
de irrealidad" (p. 429). Hulme es pues, para el autor, un representante de esa rebelión
cultural que brota por doquier, antirracionalista, antiutilitarista, antihedonista,
antiliberal, clasicista y nacionalista y que precede a la rebelión política.
Las generaciones de los años 20 y 30, que ya conocen la experiencia fascista, rehacen el
camino del inconformismo. Así un Henri de Man, en 1938 presidente del partido
socialista belga, uno de los grandes teóricos del socialismo en la época, seguido sólo
ante Gramsci y Lukacs, reemprende su propia revisión del marxismo y no será ilógico
que, cuando su país capitule ante Alemania en 1940 llame a los militantes socialistas
belgas a aceptar la nueva situación como un punto de partida para construir un nuevo
orden: "La vía está libre para las dos causas que resumen las aspiraciones del pueblo: la
paz europea y la justicia social". No muy diferente es en Francia el caso de Doriot.
¿Cómo ha podido surgir el fascismo en la historia europea y mundial? La explicación
coyuntural no puede sino desembarcar en trivialidades. Se debe comprender al fascismo
primero como un fenómeno cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal,
democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad.
Mas expresa también "la voluntad de ver la instauración de una civilización heroica
sobre las ruinas de una civilización bajamente materialista. El fascismo quiere moldear
un hombre nuevo, activista y dinámico". No obstante presentar esta vertiente
tradicionalista, este movimiento contienen en sus orígenes un carácter moderno muy
pronunciado, y su estética futurista fue el mejor cartel para la captura de intelectuales,
de una juventud que se agobia en las estrecheces de la burguesía. El elitismo, en el
sentido de que una élite no es una categoría social definida por el lugar que se ocupa en
el proceso de producción, sino un estado de espíritu, es otro componente mayor de esa
fuerza de atracción. El mito, como clave de interpretación del mundo; el
corporativismo, como ideal social que da a amplias capas de la población el sentimiento
de que hay nuevas oportunidades de ascenso y de participación, constituyen también
parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce los problemas económicos y
sociales a cuestiones, ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, "servir a la
colectividad formando un cuerpo con ella, identificar los propios intereses a los de la
patria, comulgar en un mismo culto los valores heroicos, con una intensidad que
desplaza al boletín de voto en la urna". Es por todo esto que el estilo político desempeña
un papel tan esencial en el fascismo. El fascismo vino a probar que existe una cultura no
fundamentada en los privilegios del dinero o del nacimiento, sino sobre el espíritu de
banda, de camaradería, de comunidad orgánica, de "Bund", como se dijo en Alemania
en la misma época.