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X Congreso Argentino de Antropología Social

Buenos Aires, 29 de Noviembre al 02 de Diciembre del 2011

Grupo de Trabajo:

GT 47-Antropología de la muerte y el morir. Abordajes transdisciplinares

Título del Trabajo:

Deliciosas criaturas sepultadas.


El cuerpo femenino en la mercantilización del luto en la Argentina

Diego F. Guerra. UBA-CEIRCAB TAREA (UNSAM)-CONICET-Université Rennes 2.

X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 1
Deliciosas criaturas sepultadas.
El cuerpo femenino en la mercantilización del luto en la Argentina

En agosto de 2010 la empresa polaca ZPD Lindner escandalizó por segunda vez a
los medios de su país y algunos voceros de la Iglesia al editar –como lo había hecho un
año antes– un calendario ilustrado en el que jóvenes modelos escenificaban,
semidesnudas, diversas situaciones ligadas al producto fabricado por la empresa.
Puesto en estos términos, el episodio sorprende por su banalidad y escasa
novedad, toda vez que la utilización publicitaria de diversos grados de erotismo es una
práctica que se ha extendido por todo el mundo industrializado a lo largo del último siglo.
La industria de las pin-up girls tuvo un desarrollo continuado desde la segunda mitad del
siglo XIX y accedió a niveles masivos con la expansión de la industria fotográfica,
especialmente en las primeras décadas del siglo XX. Calendarios posteriores como el de
Pirelli, editado desde 1964, facilitarían el acceso de los almanaques eróticos a un grado
mayor de legitimación sobre la base de un erotismo más velado y esteticista y la
participación de prestigiosas modelos y fotógrafos del mundo de la alta costura.
Así, pues, no deberían existir razones para la sorpresa y la indignación mediáticas
despertadas por Lindner… excepto, quizás, por tratarse de la más importante fábrica de
ataúdes de Polonia.
La portada del calendario 2010 es una vista del cielo desde el fondo de una fosa,
con una pala clavada en la tierra. A esto le siguen doce modelos posando sobre ataúdes,
en ropa escasa y actuando diversos y convencionales personajes: la novia de blanco, la
colegiala, la campesina, la sepulturera… El calendario del año siguiente presenta
escenas más elaboradas, siempre con el producto como fondo: la “viuda” inconsolable
que llora y bebe martinis sobre el ataúd de su esposo. El marido a punto de matar al
amante de su mujer, la que se arrastra a sus pies vistiendo un sugestivo conjunto de
lencería negra transparente. Mujeres que acarician armas de fuego. Una pareja teniendo
sexo sobre un féretro. Etcétera. En un interesante giro discursivo –por cuanto lo erige en
juez de una materia que no se supone sea de su competencia– el sacerdote católico
Tadeusz Rubnik proclamó que “la muerte no es sexy” (s/d 2009b), mientras numerosos
medios locales y de otros países cumplían con las expectativas publicitarias de la
empresa al plantear el efímero debate de si corresponde aplicar al ámbito de la muerte lo
que no se cuestiona en otros rubros comerciales (s/d 2009a). Aunque también hay que
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decir (hablando de la memoria a corto plazo de los medios) que casi todas las notas
olvidan que los calendarios eróticos forman parte desde hace algún tiempo de las
estrategias de marketing de otras empresas del ámbito funerario, como la italiana CISA
SRL que los edita desde 2004 (Fig. 1).
A primera vista, pareciera que los últimos años están siendo testigos de un cambio
radical en la política publicitaria de las empresas de pompas fúnebres y afines en buena
parte del mundo, y especialmente en los países más desarrollados. Se verifica, ante todo,
una fuerte tendencia a la ampliación de la oferta de servicios mediante ideas novedosas,
orientadas a nuevos nichos de mercado, a la vez que una necesidad de descontracturar
la imagen de empresarios y trabajadores del ramo cuya distancia con el público se trata
de acortar, especialmente a través del humor. Así, el sitio web de CISA
(www.cofanifunebri.com) ofrece, junto al calendario de sus cofani, un extenso
merchandising de llaveros en forma de ataúd, ceniceros que recuerdan las
consecuencias finales del hábito de fumar, remeras negras (¿para usar en el entierro?)
con la frase “te dije que estaba enfermo”, joyas ad-hoc y alcancías-calavera, entre
muchos otros productos. Los ingleses de Creative Coffins (www.creativecoffins.com),
fabricantes de féretros ecológicamente amigables, llevan el sentido de su nombre al
punto de ofrecer enterrar a sus clientes en imitaciones a escala de i-phones, cajas de
bombones o guitarras eléctricas, mientras los alemanes Königsfeld & Brandl apuntan a lo
que acertadamente consideran el sector con mayor poder adquisitivo al diseñar
primorosas urnas y ataúdes con estampas homoeróticas (s/d 2010b).
En su Historia de la sexualidad, Michel Foucault (2002:12) señalaba que la mejor
manera de aparecer como un enunciador audaz y novedoso es alegar que existe
represión cuando no necesariamente la hay, para luego desafiarla desde el discurso. Los
comentarios –en sus sitios web y declaraciones de prensa– de los responsables de estas
iniciativas, por lo general dan por sentado que su idea resultará chocante al sentido
común imperante, es decir, el escándalo como reacción está en el horizonte de las
consecuencias previsibles: “Naturalmente, hubo gente que se horrorizó cuando los
exhibimos [a los ataúdes gay] en la vidriera”, relata Michael Königsfeld, “pero realmente
son hermosos y de buen gusto… como nuestros clientes” (s/d, 2010b). El imaginario de
este sentido de ruptura se posiciona frente a un estado de cosas marcado por la
solemnidad y el silencio culpable: aquel “tabú de la muerte” que Philippe Ariès (2000)

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atribuía a la modernidad consumista del siglo XX, cuyo hedonismo, decía, resulta
incompatible con los aspectos más escabrosos del final de la vida.
El problema, sin embargo, parece un poco más complejo. Para comprender los
fenómenos arriba enunciados en su adecuada dimensión debemos considerarlos como
parte de un proceso histórico temporal y geográficamente más amplio, y que tuvo sus
orígenes hace poco más de un siglo, cuando algunos enterradores y cocheros
comenzaron a consolidarse como prestadores de un servicio más sofisticado y
estandarizado, en el marco de un mercado de consumo de masas en fuerte crecimiento.
El propio Ariès señala esta tendencia, encabezada en su momento por los Estados
Unidos, como un factor clave para entender las transformaciones registradas en los años
siguientes en la actitud cultural frente a la muerte.1
Este proceso tuvo repercusiones directas en la Argentina. En el último tercio del
siglo XIX, la consolidación del Estado liberal y su modelo agroexportador generaron un
excedente económico que canalizó las ansias de progreso y modernidad de la élite
establecida en el poder desde 1860. Con el crecimiento de la población y el surgimiento
de una clase media urbana y cosmopolita, se consolidó un amplio abanico de industrias
destinadas a satisfacer las múltiples necesidades impuestas por la vida moderna. Entre
ellas estaban –al igual que en los países centrales que servían de modelo– las empresas
de pompas fúnebres. Con el andar de los años, elegantes cocherías como Mirás y Lázaro
Costa trascenderían los límites del rito funerario para situarse en el imaginario del público
como verdaderos referentes de buen gusto y sofisticación, de un modo que resulta
revelador de las transformaciones operadas en los discursos de la época sobre la muerte.
Fue precisamente en el marco de estos discursos –más exactamente, en avisos
publicitarios de alcance masivo– que estas y otras empresas que lideraban el mercado
explicitaron por primera vez los nexos entre imagen, erotismo y consumo que otros rubros
comerciales sistematizarían más tarde; estos mecanismos discursivos, y su relación con
la modernización del lenguaje de la publicidad en los albores del siglo XX, constituyen el
tema del presente trabajo.

1
Para Ariès (2000: 82-83) el sentido del embalsamamiento en el luto norteamericano del siglo XX “bien podría ser el de
cierto rechazo a admitir la muerte (…) y este sentido se volverá tanto más patente cuanto que la muerte es objeto de
comercio y de beneficios. No se vende bien lo que carece de valor por ser demasiado familiar y común, ni lo que
produce miedo, horror y pena”.
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Morir a la moderna
Por su carácter pionero y su grado de erudición, los trabajos de Philippe Ariès
(1987; 2000) han ejercido una fuerte influencia en un extenso corpus de estudios
histórico-culturales y sociológicos sobre la muerte en el Occidente moderno, los cuales
tienden a mantener, con matices, su misma hipótesis de base: la modernidad de masas
que rige el siglo XX se relaciona conflictivamente con la muerte, lo que se evidencia en
una larga lista de instancias discursivas y de representación, ritos de duelo y prácticas
ligadas al morir y los procesos terapéuticos en fase terminal (Elias, 1987; Ruby, 1995;
Barley, 2000; Príamo, 1990). Tomando prestado el concepto al psicoanálisis, Ariès
(2000:72) entiende este conflicto en términos de represión: en una tendencia verificada
desde fines del siglo XIX y cuyas razones de fondo desconocemos, dice, “la muerte,
antaño tan presente, por ser tan familiar (…) se vuelve vergonzosa y un objeto de
censura”. Historiador medievalista de la escuela de mentalidades, Ariès no puede evitar
una visión idealizada de la premodernidad europea, de cuyo examen a largo plazo extrae
un panorama dominado por una tosca pero saludable familiaridad con la muerte, que el
ulterior proceso de modernización habría echado por tierra.
Así, en su relato la consolidación de la noción burguesa de individuo a partir del
siglo XVIII tendría una doble y contradictoria consecuencia: por un lado, la exaltación
romántica de la muerte del otro (tal el título del capítulo dedicado al siglo XIX) con sus
dosis parejas de horror y sublimación erótica, de exacerbación de un duelo prolongado y
caracterizado por las crisis histéricas y la fascinación enfermiza por el mundo de
mausoleos y cipreses que poblaba la urbanística del cementerio decimonónico. Por el
otro, lo que parece –en una lógica un tanto mecánica– la consecuencia previsible de tanta
intensidad: un agotamiento de las energías que habría llevado, en una cultura tan
demandante de las fuerzas productivas del sujeto como es la del siglo XX, a un paulatino
abandono de las obligaciones hacia el moribundo y el difunto. Abandono que se traduce
en una creciente minimización del tiempo y el despliegue escenográfico dedicados al luto,
así como en una tendencia a la desaparición de la muerte de los discursos y las
representaciones que rigen la vida cotidiana (Ariès, 2000).
Volveré más adelante sobre esta lectura de un proceso histórico tan amplio, que
ha recibido algunas críticas en sus aspectos más deterministas. Si es verdad que, como
señala Elias (1987), su organización de las fuentes plantea un pasado demasiado
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hermoso para ser real (lo que problematizaría su imagen de la contemporaneidad como
fuente única del conflicto), también lo es que algunas de las relaciones planteadas por
Ariès entre la industrialización y despersonalización del rito y de la gestión hospitalaria del
morir, por una parte, y la brecha emocional y cultural que el siglo XX pareciera abrir entre
vivos y muertos, por otra, generalmente resultan respaldadas por los documentos cuando
se estudia un contexto más específico, como él mismo lo hiciera en Francia (Ruby, 1995;
Barrán, 1990; Diodati, & Liñan, 1993). Al menos en lo que hace, en términos de Foucault
(1992), al orden del discurso.
En el caso de la Argentina, esta tónica se observa especialmente en los múltiples
relatos que acompañaron el proceso de modernización desarrollado a partir del último
tercio del siglo XIX. En este período, rico en testimonios escritos de los cambios
acelerados que atravesaba la sociedad –desde libros de viajeros hasta la compilación de
tradiciones y la literatura de memorias (Bond Head, 1960; Latino, 1984; Ebelot, 2001;
Battolla, 1908)–, predomina una visión que articula la nostalgia por la “sencillez” de las
viejas maneras, con una inequívoca celebración del progreso que había erradicado los
aspectos más “bárbaros” de esa rémora colonial que había sido, en la opinión dominante,
el rosismo. Cien años antes de Ariès, los cronistas evocan una perdida cotidianidad de la
muerte cuya erradicación había sido uno de los puntos principales del proyecto civilizador
(Barrán, 1990; Salessi, 1995) y que se traducía en rústicos velorios festivos en pueblos
con calles de tierra, donde los aspectos más crudos de la muerte convivían con
borracheras, banquetes y efusiones sexuales, que los viajeros europeos comentaban con
una mezcla de asombro, fascinación y rechazo.2
En las décadas que siguieron, la etiqueta del luto impuesta por el nuevo sentido
del decoro se volvería cada vez más compleja y rigurosa, y sus miles de pequeños
pormenores pondrían en marcha una poderosa maquinaria industrial y comercial
destinada a abastecerlos. Fue así que con los años ganaron el mercado los abanicos de
luto, los pianos silenciosos para que las niñas continuaran sus ejercicios sin romper el
silencio obligado; los retratos fotográficos del muerto y sus parientes; las tarjetas y sobres

2
En 1886 José Ceppi, periodista italiano de La Nación que firmaba con el seudónimo Aníbal Latino (1984:206)
celebraba que “la gente bien educada ha desterrado ya hace tiempo la inconcebible costumbre de expresar con dulces
y botellas, ó sea con una especie de festín, el profundo dolor causado por la muerte de algún miembro de la familia,
costumbre que no sin horror, vemos practicarse todavía por gentes de la clase baja”.
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de condolencias impresos con borde negro; los guantes, las sombrillas, los sombreros, y
un extenso e imaginativo etcétera (Peña, 1998).
Fue precisamente en este contexto que surgieron y se consolidaron las empresas
de pompas fúnebres. Al principio modestos consignatarios de coches de alquiler cuyos
servicios incluían el de trasladar cadáveres al cementerio, estas empresas enriquecieron
sus prestaciones al calor de las nuevas exigencias de la “muerte civilizada”, incorporando
lacayos de librea, carrozas fúnebres ricamente decoradas y una amplia variedad de
coches para los acompañantes del cortejo. Favorecidos por el aumento de la población y
de las distancias –tras la ampliación del ejido urbano en 1880– algunos de estos
emprendedores, en su mayoría de origen inmigrante, pasaron en poco tiempo a ser
propietarios de sendas flotas de coches fúnebres y de paseo, cuya demanda iba más allá
de los entierros3 para incluir casamientos, bautismos, carnavales y circuitos obligados del
ocio burgués, como el corso por Florida o las veladas en el Teatro Colón. Todo esto
sentaría las bases del lugar que ocuparon las cocherías más importantes como referentes
de confort y de buen gusto, con una importancia propia de las grandes tiendas de ropa y
las joyerías.
Un buen ejemplo de esta inserción en el imaginario social es el del español Marcial
Mirás. Nacido en Galicia en 1854 y llegado a la Argentina en 1870, Mirás había
comenzado, al igual que otros, como cochero y agente de pompas fúnebres a comienzos
de la década del ochenta. Diez años después su empresa ya se había afirmado como
una de las principales de Buenos Aires, en una carrera ascendente que continuaría
durante la siguiente centuria. Desde fines del siglo XIX y hasta el gobierno de Raúl
Alfonsín, Mirás fue proveedor exclusivo de la Presidencia de la Nación y se hizo cargo de
las exequias de personajes como Leandro Alem, Bartolomé Mitre y Juan Domingo Perón,
entre muchos otros. Esta y otras instancias de figuración –como el préstamo de carros al
Corso de las Flores y otras galas de beneficencia– contribuyeron a convertir al

3
En 1894 existían al menos 43 empresas sólo para la ciudad de Buenos Aires, que atendían un promedio diario de 3
entierros de primera clase, 25 de segunda y 10 de tercera (Dos de Bastos, 1895). Aunque el autor no cita la fuente, sus
datos (unos 13.870 decesos anuales) prácticamente coinciden con los que arroja el censo de ese año: 649.000
habitantes y una tasa de mortalidad del 20,6 ‰, lo que da un total de 13.370 muertes. Cfr. Gobierno de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires – Indicadores demográficos, publicado online en
http://www.buenosaires.gov.ar/areas/hacienda/sis_estadistico/indicadores_demograficos.php?menu_id=18717. En todo
caso, la relación entre ese total y el número de cocherías (43) da un promedio anual de 322 entierros para cada una:
casi un servicio diario per cápita.
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empresario en una encarnación del ideal, tan caro a la época, del inmigrante exitoso,
trabajador, filántropo y hombre de mundo. Diversos testimonios señalan a Mirás como el
responsable de grandes innovaciones en el rubro, desde los primeros procesos de
embalsamamiento hasta la importación de los primeros automóviles (Guerra, 2010;
Alarcón, 2002; Parga, 1994). Y lo más importante, de un novedoso sistema empresarial
que le permitió reducir los precios del servicio a menos de una décima parte sin sacrificar
la calidad, lo que los puso al alcance de las aspiraciones de ascenso de una vasta clase
media.4
Una recorrida por los medios de la época nos revela hasta qué punto Mirás supo
capitalizar el poder de la prensa escrita a la hora de construir su propio personaje. El
desafío público a la competencia lanzado desde las páginas de El Diario durante 1894;
las caricaturas en Don Quijote donde aparece ligado a los más altos estamentos del
poder; los reportajes en Caras y Caretas y en la Revue Illustrée du Rio de la Plata, son
sólo algunas de las publicaciones que documentan su sostenida presencia mediática en
los años que rodearon el cambio de siglo.5
Tras la aparición de Caras y Caretas –primer semanario ilustrado de tirada masiva
de la Argentina– sus estrategias de figuración se volcarían decididamente hacia el terreno
de la publicidad, en el que fueron precisamente sus avisos los que introdujeron una serie
de cambios decisivos.

4
A comienzos de la década de 1890 un entierro de primera clase podía costar entre 2.000 y 5.000 pesos, según la
calidad del carruaje y la cantidad y raza de yuntas de tiro. A partir de la contienda de precios que sostuvo Mirás entre
1894 y 1896 a través de anuncios en El Diario, los precios bajaron drásticamente hasta llegar al rango de valores que
aparece en los avisos publicados en 1902 en Caras y Caretas: 600 pesos por un entierro de primera calidad y no más
de 250 pesos por uno medianamente digno, a cuatro caballos.
5
En 1900 Mirás inauguraba una lujosa ampliación de su local en Balcarce 202 a la que Caras y Caretas dedicó una
nota en su sección principal, ilustrada con cinco fotografías que muestran sus “espléndidos establos, higiénicos,
frescos y ventilados” y otras modernas instalaciones que cuentan con ascensor eléctrico, depósito de coches –landós,
milords, victorias y una larga lista–, sastrería propia, y mucho más. Para entonces la casa estaba dotada de 170
empleados y 180 caballos sólo de paseo, y los primeros –cocheros y lacayos– estaban organizados bajo un reglamento
“tan militar, que parece redactado por el propio Kaiser” (s/d, 1900). Durante sus dos primeros años de existencia, el
semanario publicó otras tres notas dedicadas al empresario, la primera ya en el número 5 (De Profundis, 1898; Ramiro,
1899).
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La muerte chic
Publicada entre 1898 y 1941, Caras y Caretas introdujo en la Argentina el modelo
del magazine ilustrado de frecuencia semanal, temática heterogénea y tirada masiva que
en los últimos años del siglo XIX se había popularizado en Estados Unidos y Europa, de
la mano de publicaciones como Harper’s, Punch, Le Rire o Blanco y Negro. Como señala
Richard Ohmann, su miscelánea de temas y su carácter eminentemente visual las
convertían en un equivalente impreso de los department stores cuyas vidrieras ofrecían el
mundo de objetos de la época en clave de mercancía y espectáculo:
Nos hemos acostumbrado a las formas discontinuas, desde el vaudeville hasta el
fluir del entretenimiento televisivo y las noticias y los comerciales, al punto de que
tales yuxtaposiciones nos parecen normales. El siglo XIX ya las había hecho
familiares para la gente de las ciudades, en espacios públicos como la sala de
exhibiciones y la tienda de departamentos. Las revistas las llevaron al interior de los
hogares, a las manos, ante los ojos (Ohmann, 1996:224).

En este proceso fue clave la introducción de la imagen fotográfica, que por primera
vez se imprimía por medios fotomecánicos en la prensa de gran tirada. Ello determinó
que las revistas como Caras y Caretas echaran mano de la fotografía tanto como les
fuera posible, utilizándola no sólo para ilustrar sus reportajes sino también en sus
espacios publicitarios, donde la imagen se integró como medio de apelación al lector y
exhibición del producto (Rogers, 2008; Félix-Didier & Szir, 2001).
Hay que señalar, además, que en este nuevo tipo de prensa la publicidad ocupaba
un lugar central, toda vez que constituía la principal fuente de financiamiento, condición
sine qua non de los bajos precios de venta y, por ende, de la popularidad de las revistas.
Los avisos, cuyo número y tamaño aumentaban con el tiempo, modificaron rápidamente
su lenguaje en atención al nuevo protagonismo de la imagen y al concepto de lector-
espectador disperso que, al decir de Michel de Certeau (1996), “vagabundea” por sus
páginas. Abandonando el viejo estilo de largos y apretados textos declarativos como el
que se aprecia en la Fig. 2, las publicidades buscaron hacerse más atractivas y
pregnantes mediante la incorporación de la imagen y la reducción del texto, al que
añadieron interés visual variando tipografías, tamaños y espacios en blanco (Rocchi,
1999).
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Las casas funerarias –que ya entonces se contaban entre los principales
anunciantes de Caras y Caretas– se sumaron a esta dinámica desde los primeros años
del semanario. Sus anuncios a página completa (Fig. 3) desplegaban sendas fotografías
de carruajes ricamente decorados, elegantes capillas ardientes circundadas de cirios y
cubiertas de paños negros, y amplias cocherías donde se alineaban lacayos
impecablemente uniformados y carrozas enganchadas a yuntas de caballos de pura
sangre. Junto a estas imágenes un texto más bien escueto consignaba el nombre,
dirección y teléfono de la empresa, una breve afirmación de la calidad del servicio que
anclaba el sentido connotado por la ilustración, y unas pocas especificaciones tarifarias.
La relativa uniformidad visual que los tres anunciantes más regulares en el rubro –
Mirás, Lázaro Costa y Artayeta Castex– mantenían entre sí, sería quebrada desde marzo
de 1902 por los anuncios del primero, quien iniciaría una agresiva campaña de
diferenciación y competencia de precios que, hasta donde puede observarse, le dio
buenos resultados.6 En el terreno que nos interesa, este éxito implica una respuesta
favorable del público a los cambios introducidos en el lenguaje publicitario, lo que
convierte a los avisos de Mirás en documentos elocuentes de las transformaciones
operadas, tanto en ese ámbito, como en el de los discursos sobre la muerte y la
administración del rito por estas empresas.
A partir de esa fecha, los anuncios de Mirás tomarán un partido por lo visual aún
más marcado que el de sus colegas. La mínima presencia del texto que éstos mantenían

6
Como en años anteriores, el éxito de la campaña de Mirás se observa ante todo en el terreno de los precios. Hasta
marzo de 1902 Artayeta Castex mantiene su tarifa mínima de dos años atrás, de 230 pesos por un ataúd imitación
ébano y 10 carruajes de acompañamiento (el más caro, de 600 pesos, incluye ataúd tallado, doble cajón metálico con
manijas europeas y “1 carruaje imperial para coronas, 3 carruajes de duelo con lacayos y 30 carruajes de librea para
acompañamiento”). Tras los avisos de marzo de Lázaro Costa ofreciendo un servicio similar por 200 pesos y de Mirás
por 50 (carroza de dos caballos) y 180 (de cuatro), ese mismo mes Artayeta comienza a bajar su tarifa mínima, primero
a 190, luego a 170 y finalmente a 160 pesos por lo que ahora califica lacónicamente como “un servicio correcto”. Al año
siguiente las tarifas de Costa y Artayeta bajarán de nuevo, esta vez hasta 150 pesos. Paralelamente, la competencia
parece haber tenido unos efectos igualmente elocuentes en el formato de los avisos: Artayeta Castex optará por
abaratar el costo de impresión del aviso reemplazando las fotografías a página completa por marcos art-nouveau
estándar, mucho más económicos. Lázaro Costa oscilará, durante 1902, entre reducir a la mitad el tamaño de los
avisos y sustituir la fotografía del carruaje por un sencillo grabado manual, más bien genérico; todo ello, mientras Mirás
mantiene los mismos precios, los avisos a página completa, y el particular estilo que los caracteriza y que se analizará
a continuación. Con esto se relaciona el segundo indicador de la victoria comercial del español: el modo en que desde
1903, Lázaro Costa (principal competidor y futuro socio) se dedicará a copiar desembozadamente el estilo impuesto
por Mirás un año antes.
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estaba destinada a asegurar la correcta lectura del anuncio, al consignar por escrito una
información sobre el servicio que la imagen ilustraba; además de ciertos datos de tipo
práctico sobre cómo y dónde contratarlo. Mirás, en cambio, no sólo reemplazó buena
parte de la argumentación escrita por un despliegue analítico de imágenes de los
componentes del servicio (coches, lacayos, caballos y accesorios) exhibidos por
separado (Fig. 4); sino que con frecuencia, llevó su laconismo al extremo de eliminar
incluso toda información sobre direcciones o teléfonos de su empresa, desentendiéndose
de facilitar el modo de llegar hasta él en caso de necesitarlo.
Este giro discursivo tiene varias implicancias. Desde el punto de vista de la
estrategia comercial, la eliminación de la palabra se relaciona con la búsqueda de una
apelación al lector más directa, inmediata y efímera, acorde, como ya se dijo, con las
prácticas de lectura propias del magazine. En este sentido, lo que se vuelve prioritario no
es ya la enunciación exhaustiva de las bondades de un determinado servicio o producto,
sino la construcción de lo que Fernando Rocchi (1999) ha calificado como un “puente tan
directo como abstracto” entre lector y anunciante, y que se volverá central en la cultura
del consumo del siglo XX: me refiero al concepto de marca.
En ese sentido apunta, por ejemplo, el hecho de que Mirás casi siempre redacte
sus avisos en primera persona e interpele a su cliente potencial en segunda, firmando al
pie con su nombre como si se tratara de una carta; así como la estudiada arrogancia de
omitir direcciones y teléfonos de su empresa, aun en avisos que incitan explícitamente a
“llamar por teléfono” (Fig. 4). Al recordar que “no hay empleada del teléfono que no os dé
enseguida comunicación cuando digáis ‘con Mirás’” (Caras y Caretas, 16 de agosto de
1902) el funerario exhibe una total confianza en su propia fama, cimentada precisamente
por esos otros mecanismos de instalación de su nombre en la memoria colectiva.
Estos silencios se complementan con otra maniobra, aparentemente contradictoria:
la de presentar didácticos razonamientos, frecuentemente extensos, acerca de cómo se
puede reorganizar el sistema de producción para reducir sensiblemente los precios sin
sacrificar la calidad. Honrando la función de Caras y Caretas como una “guía para la vida
moderna” (Rogers, 2008), Mirás se desentiende de la descripción de sus servicios para
transmitir a su futuro cliente, en sentencias como “muchos pocos hacen un gran mucho”,

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nociones elementales de racionalidad empresaria y producción en serie, las mismas,
quizás, que pudo observar en sus publicitados viajes a los Estados Unidos.7
Así, el “laconismo” de Mirás lo es sólo en términos de una creciente omisión de
referencias al servicio específico que presta, en la medida en que lo que le interesa
vender es menos una determinada mercancía que la idea –más abstracta y abarcadora–
de que cualquier servicio o producto ofrecido por su empresa estará garantizado por las
nociones de calidad y buen gusto asociadas a su marca. Este desplazamiento de las
referencias contrasta visiblemente con las explícitas alusiones de sus competidores a
“traslados de cadáveres”, cementerios y tipos de ataúdes que acompañaban a una
inequívoca iconografía de féretros, carruajes oscuros y pórticos de la Recoleta.
Precisamente en relación con esto último, y volviendo a la importancia de lo visual
en esta nueva etapa de la publicidad, ¿qué iconografía acompañaba, en los avisos de
Mirás, a este giro discursivo que silenciaba lo funerario y privilegiaba lo chic, lo moderno y
la promesa de placeres formulada por el consumo?
Entre otras cosas: mujeres.

Los ángeles de Marcial


Aunque sigue siendo un tema relativamente poco explorado por la teoría
fotográfica, algunos autores (Tagg, 2005; Montero, 2006) han señalado la importancia
histórica de la fotografía en el desarrollo de una lucrativa industria de imágenes de
cuerpos desnudos y escenas de sexo más o menos explícito. La era de la
reproductibilidad técnica inaugurada por el sistema de positivo-negativo a partir de la
década de 1850, imprimió a este tipo de imágenes un impulso sólo comparable al que
proyectaría simultáneamente en la producción decimonónica de retratos; a la vez, ambos
géneros –retrato y pornografía– actuaron como garantes comerciales de la expansión
internacional del nuevo dispositivo, al plantear una demanda extensa motorizada, entre
otros factores, por el deseo (Montero, 2006).

7
En algunos de sus avisos Mirás se presenta en tercera persona como alguien que “viaja actualmente por Europa y los
Estados Unidos” (Fig. 5). Aunque faltaban algunos años para la salida del Ford T y la difusión del método de cadena de
montaje, de sus dichos se desprende que en estos viajes el empresario español tuvo alguna clase de contacto con los
primeros experimentos norteamericanos sobre la organización científica de la producción; quizás con el primer trabajo
de Frederick Winslow Taylor, Piece rating system, que se había publicado en 1895. En todo caso, las descripciones de
las instalaciones de su local y de la estricta organización del personal hacen pensar que incorporó estas ideas en la
medida que le fue posible.
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A finales del siglo XIX la “segunda industrialización” (Tagg, 2005) de la fotografía
profundizó la tendencia masificadora de la imagen a través de tres instancias principales:
la amateurización en la producción de fotos, inaugurada con la aparición de la primera
cámara Kodak en 1888; la industria de las tarjetas postales, que facilitó la circulación y el
coleccionismo de copias fotográficas producidas en grandes tiradas, y la inserción de la
fotografía, mediante la técnica del halftone, en la prensa masiva encarnada en el
magazine.
Por su carácter más inherentemente privado, los dos primeros de estos
dispositivos tuvieron resultados más inmediatos en la producción de imágenes eróticas
(Príamo, 1999). En el caso de las revistas, la necesidad de abarcar una amplia variedad
de intereses las convirtió por norma general en publicaciones de consumo más bien
familiar, donde todo lo que superara el velado erotismo de cierta estética art-nouveau
quedaba inevitablemente excluido (Rogers, 2008). Recién alrededor de los años veinte,
cuando la expansión de la prensa ilustrada generó nichos de lectura más específicos,
empezaron a aparecer revistas que apuntaban a intereses más sectorizados, como los
deportes, la política y el mundo femenino. Esta diversificación incluyó también a la
temática picaresca y prostibularia, cuyo primer ejemplo argentino, el semanario Media
Noche, apareció en 1926: precisamente cuando los valores de tirada de Caras y Caretas
iniciaban una tendencia descendente que continuaría hasta el cierre de la revista en
1941.8
Los temas que abarcaba Caras y Caretas en sus primeros años dan cuenta de su
orientación familiar, que si bien incluía –acorde con su ideología modernista– debates
progresistas sobre cuestiones como el divorcio y una mirada relativamente flexible hacia
los movimientos de reforma social, en cambio dejaba fuera toda posibilidad de inserción
de imágenes sexuales. A la vez, ciertos elementos nos indican hasta qué punto la revista
buscó mantener un nexo también con este nicho del mercado; muy especialmente, en los
discursos publicitarios.
Así, en una serie de avisos de cigarrillos Turista publicados en 1903, la imagen
grabada de una incuestionable pareja burguesa que pasea por el campo solía aparecer
acompañada de un texto que ofrecía, como premio canjeable por paquetes vacíos,

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“cuentos gráficos sólo para hombres”. Lo interesante de esta inequívoca oferta es que
aparecía sólo cuando el anuncio –que por lo demás no variaba– salía en las páginas
interiores de la revista. Cuando el aviso iba en contratapa –mucho más visible y en
colores– la referencia era eliminada, lo que evidencia claramente la conciencia que los
responsables del semanario tenían acerca de sus límites en este campo.
Volviendo a los avisos de Mirás, en ellos la imagen hace explícita su autonomía
frente a la palabra, algunas veces (Fig. 5) independizándose completamente tanto del
texto como del servicio fúnebre ofrecido (de modo que texto, imagen y servicio funcionan
como tres unidades independientes entre sí); y otras (Fig. 7), conectándose con el texto y
desentendiéndose ambos por igual de referirse al producto en sí.9
Aunque los contenidos de la imagen son variados –y nunca se repite el aviso de la
semana anterior– la mayoría parece elegida por su capacidad para llamar, del modo que
sea, la atención del lector deteniéndolo en esa página. La pregnancia de las imágenes se
basa, en algunos casos, en sus elementos estrafalarios a veces potenciados por el texto
–como la imagen del bebé fumador y con anteojos que “mira las cosas con calma” (Caras
y Caretas, noviembre de 1902)–; en otros, en una sistemática apelación a la belleza
femenina.

8
Con una tirada inicial de 15.000 ejemplares, para 1904 Caras y Caretas publica 80.700 en 1904 y 110.700 en 1910. El
descenso comienza en 1927. Sobre la diversificación de contenidos de las revistas en el período de entreguerras, cfr.
Amar, 2005.
9
Resulta interesante analizar estos avisos a la luz de las categorías con que Ohmann clasifica los modos de uso de las
imágenes en publicidades ilustradas de la época. La mayoría de las imágenes utilizadas por Mirás se resiste a la
clasificación tripartita, de herencia peirciana, del autor: no son “íconos” del producto, en el sentido en que no lo
representan, ni a su situación de uso; tampoco es claro que sean “índices” de la utilización del producto en términos de
distinción social u otras consecuencias beneficiosas obtenidas por su adquisición (sí, en cambio, los de Lázaro Costa
de 1903: mujeres cuya enunciada pertenencia a la élite incluye ser clientas adictas de la empresa); su carácter
“simbólico” es menos discutible en el sentido de que la asociación a un determinado significado es claramente
arbitraria, pero la mayoría de las veces el texto (a diferencia de los anuncios “simbólicos” de Ohmann) no se ocupa de
establecer la conexión con el significado, que queda flotante.
En todo caso, los avisos ilustrados de Mirás sí se ajustan a la situación general caracterizada como de una gradual
negociación de un lenguaje por parte de lectores y anunciantes: “los lectores de los anuncios de revistas aprendieron a
construir su significado principalmente bajo el tutelaje de la propia nueva generación de publicitarios, quienes a ve ces
explicaban las anomalías, a veces aludían a ellas sutilmente, a veces las ignoraban. Ambas partes de este intercambio
estaban aprendiendo una especie de lenguaje. Aprender un lenguaje es volverse un tipo particular de persona, una que
conoce la sintaxis, las relaciones lógicas, el léxico, los conceptos. (…) [Los lectores] se convirtieron en el ‘usted’
invocado por esa voz proveniente de ninguna parte” (Ohmann, 1996:201).
X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 14
En este aspecto, Mirás utiliza imágenes con orígenes diversos, que en algún caso
(como la melancólica niña de la Fig. 5) podrían pensarse como alusivas a la tradición de
alegorías femeninas en bajorrelieves de tumbas y participaciones de luto. Otras, en
cambio, como la decididamente mundana cocotte de la Fig. 8, con su vestido de noche,
sus joyas y maquillaje, dejan muy pocas dudas al respecto. De hecho, la Fig. 5 es una
prueba de los lazos que el mundo publicitario mantenía con las colecciones de postales y
figuritas eróticas –así como de la libertad de apropiación de motivos gráficos en una era
incipiente de la profesión de diseñador y los derechos sobre la imagen (Malosetti & Gené,
2009)– ya que la fotografía en cuestión pertenece a una de las tantas series de bellas de
la época, editada en Montevideo por los Cigarrillos Londres (Fig. 6).
Al recorrer uno de los álbumes en que estas imágenes se coleccionaban
encontramos un heterogéneo catálogo de fotografías cuya temática se conecta en varios
puntos con la de los avisos de Mirás. Las series de bataclanas y bellezas célebres –la
Bella Otero, Cleo de Mérode y otras, siempre identificadas por sus nombres– conviven
con otras de colegas más anónimas que exhiben enaguas y pantorrillas o escenifican
situaciones picarescas; toreros famosos –en cierto modo el equivalente masculino de las
“bellas”–, paisajes de todo el mundo; niños, finalmente, de ambos sexos, en situaciones
que van de la más edulcorada inocencia a lo más carnavalesco, como cuando aparecen
fumando o vistiendo ropa de adultos.
La variedad de temas y la libertad del usuario para organizar la colección
reproducen en el álbum la misma lógica miscelánea que caracteriza a las revistas, donde
todo lo que es digno de ser contemplado, imitado o poseído se somete al rasero
homogeneizador y serializador de la imagen técnicamente reproducible (Sekula, 1989;
Guerra, 2010); aunque aquí, claro está, con una mayor libertad para incluir ciertos temas
cuyo consumo era netamente privado.

Eros, Tanathos & Co.


Al caracterizar el “tabú de la muerte”, Ariès hace suyas las categorías del sociólogo
inglés Geoffrey Gorer, cuyo trabajo de 1955 llevaba el sugestivo título de Pornography of
death y fue el primero en interpretar los silencios culturales sobre la muerte en el siglo XX
en el sentido de una represión de corte freudiano, equiparable a la que actúa sobre la
sexualidad. En un pasaje que Ariès cita repetidamente –incluso dos veces en un mismo

X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 15
libro–, Gorer definía al duelo contemporáneo como algo que se vive a solas, con el mismo
tipo de placer culpable “as if it were an analogue of masturbation” (in Ariès, 2000:76/228).
Ahora bien, la realidad histórica de la represión contemporánea sobre el sexo fue
categóricamente puesta en duda por Michel Foucault (2002) en el primer tomo de su
Historia de la sexualidad: obra lamentablemente inconclusa, por cuanto su autor no llegó
a profundizar precisamente en el estudio de la era moderna. Pero su hipótesis de base y
su metodología, expresadas en esta primera parte, son claras: Foucault plantea que, lejos
de constituirse en represora de la vida sexual, la cultura moderna se caracteriza por haber
multiplicado en una escala sin precedentes la cantidad y variedad de discursos sobre el
sexo; y que en todo caso, los silencios efectivamente existentes deben ser considerados
en este marco más amplio, no ya como consecuencias directas de un proceso de
censura, sino como parte de una profunda reorganización de los discursos que se
corresponde, a su vez, con una reestructuración del poder al que éstos responden.
En un capítulo sugestivo, donde este enfoque se conecta con una particular
manera de entender el lugar de la muerte en la sociedad contemporánea, Foucault acuña
el concepto de “biopoder” para definir un tipo de poder cuyo principal interés no es ya la
administración de la muerte (entendida como pena capital) sino la administración y el
disciplinamiento de la vida.10
Si articulamos esta mirada con la idea de que “las relaciones de poder son, ante
todo, productivas” y las prácticas de interdicción señalan menos la esencia del poder que
sus límites (Foucault, 2002:157) algunos giros históricos en la representación y los
discursos sobre la muerte bien podrían ser repensados bajo una luz un tanto menos
reductiva que la que los convierte en el mero reflejo de un “tabú”.
Más concretamente, sugiero que en vez de pensar el estilo publicitario introducido
por Mirás como el ajuste a una “censura” que lo habría llevado a eliminar “incómodas”
referencias a féretros, cementerios y cadáveres, los analicemos como un indicador de la
reconfiguración moderna de los discursos sobre los ritos mortuorios; los cuales, en la
medida en que se convirtieron en uno más de los ítems del confort del siglo XX,
gestionado por profesionales ajenos al entorno familiar y estandarizado bajo los
parámetros de la producción seriada y la competencia comercial, aparecieron enunciados

10
Varios pasajes del libro parecen una refutación deliberada a Ariès, como cuando afirma que “El cuidado puesto en
esquivar la muerte está ligado menos a una nueva angustia que la tornaría insoportable para nuestras sociedades que
al hecho de que los procedimientos de poder no han dejado de apartarse de ella” (Foucault, 2002: 130).
X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 16
como parte de un imaginario colectivo que los ligaba a nociones sobre el consumo como
vehículo de placer, a la imagen publicitaria como activadora del deseo, y a la fotografía –
signo y mercancía a la vez– como generadora de una ilusión de posesión (Ohmann,
1996; Barthes, 2004).
En ese sentido hay que destacar el profundo efecto de contagio que los avisos de
Mirás tuvieron tanto en sus competidores como –según lo demuestra una recorrida por
ejemplares de Caras y Caretas de los años siguientes– sobre el resto de los anunciantes.
Entre otras innovaciones, estos anuncios inauguraron la utilización sistemática del
recurso a lo carnavalesco y estrafalario, al deseo motorizado por el cuerpo femenino, a la
discursividad insistente y explícita sobre la modernidad y el buen gusto, y a las constantes
operaciones de shock que renovaban, en cada número, el desafío de volver a sorprender
e interesar al lector.
Sin ir muy lejos, su competidor Lázaro Costa no sólo incorporó desde 1903 las
referencias verbales de su colega a lo “chic” y a la capacidad de hacer competitivos los
precios sin sacrificar la calidad; también, y sobre todo, sistematizó el recurso a las
imágenes de “bellas” que, semana tras semana, proclamaban –aún más explícitamente
que las niñas de Mirás– su doble condición de objetos de deseo e indicadores de
distinción. Cortesanas de hombros desnudos que acarician gatos y anuncian su adicción
a los carruajes descubiertos de la empresa (Fig. 9); doncellas casaderas cuyo príncipe
azul gasta landó, y exigentes damitas para las que una velada en el Colón nada vale sin
el coche adecuado, renovaban semanalmente un eficaz y lucrativo contrato publicitario
entre belleza, clase, deseo y elusión de la temática mortuoria.
Junto a esto, surgen otras omisiones y aclaraciones sugestivas, parte de una
nueva etiqueta del decoro privado y de la necesaria separación de la esfera de los vivos y
los muertos: en un aviso de 1907, Mirás se toma la molestia de aclarar –dos veces– que
sus coches de remise no sólo se reservan para uso exclusivo de sus abonados, sino que
además “en ningún caso son aprovechados estos carruajes para entierros”; comentario
subrayado más abajo al subtitular el apartado “Servicio Fúnebre” como una “sección
completamente independiente de la de carruajes de paseo” (Caras y Caretas, 14 de
septiembre de 1907). Una explicación que parecía innecesaria cinco años antes, y que
aparece cuando hace tiempo que ninguno de los tres anunciantes habla ya de cadáveres
ni de estilos de capilla ardiente.

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Silencios incómodos, aclaraciones redundantes, imágenes y textos que esquivan
aspectos fundamentales del producto que ofrecen a la mirada deseante del consumidor,
pero que también destacan otros cuyo protagonismo en las nuevas prácticas de luto
contribuirán a consolidar. Nuevas normas, solemnidades reales y aparentes, guiños
cómplices de humor negro a una etiqueta que fingen transgredir cuando, quizás, lo que
más están haciendo es afirmarla.
Marcial Mirás, afirmaba en 1899 un cronista de Caras y Caretas, “nos ha hecho
risueña y agradable la idea de morir” (Ramiro, 1899). Una expresión tan exagerada como
reveladora del poder de transformación de los discursos y prácticas ligados a la muerte
que desplegarían los profesionales de la pompa fúnebre durante el siglo que estaba por
comenzar. A la luz de las estrategias de mercadeo adoptadas cien años después por
empresas líderes del mundo desarrollado, quizá el cronista no anduviera tan errado.

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Anexo - Imágenes

1. “Mayo”, del calendario ZPD Lindner 2011, Polonia (izq.), y “Agosto”,


del calendario Cofani Funebri 2011 de la empresa CISA SRL, Italia (der.).

2. Caras y Caretas, julio de 1900 3. Caras y Caretas, mayo de 1902

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4. Caras y Caretas marzo 1902 5. Caras y Caretas, 6. Figurita nº 6 de la serie III,
agosto de 1902 Cigarrillos Londres, ca. 1900.
Museo Fernández Blanco

7. Caras y Caretas, 8. Caras y Caretas, 9. Caras y Caretas,


noviembre de 1902 septiembre de 1902 febrero de 1903

X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 22

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