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Gutiérrez Campoverde, Hagi Eduardo, Cantos Ludeña, Rafael David, & Durán Ocampo,
Armando Rogelio. (2019). Vulneración del debido proceso en el procedimiento penal
abreviado. Revista Universidad y Sociedad, 11(4), 414-423. Epub 02 de septiembre de 2019.
Recuperado en 05 de junio de 2020, de http://scielo.sld.cu/scielo.php?
script=sci_arttext&pid=S2218-36202019000400414&lng=es&tlng=es.
País: Argentina
Gisella Villalba
1. Introducción [arriba]
En el presente artículo se realizará una descripción referente a los orígenes de ésta garantía,
como así también, se analizarán diferentes situaciones que permitirán observarla con claridad.
Una de las consecuencias más importantes de este derecho es que no se puede obligar ni
inducir al acusado a reconocer su culpabilidad, pero también el derecho a que de su negativa o
el silencio del imputado frente a preguntas concretas o frente a su mentira, no se pueden
extraer conclusiones de culpabilidad; ello guarda gran similitud con el utilizado por la Carta
Magna de los Estados Unidos, en la Enmienda V, la cual establece que “nadie será obligado a
ser un testigo contra sí mismo”.
Michel Foucault dio nacimiento a los modelos de verdad que todavía están vigentes en nuestra
sociedad[1], no sólo de los requisitos para la certeza de culpabilidad que borre toda inocencia,
sino también respecto de cuáles son los medios a través de los que se obtiene esa evidencia
que permite resolver la imputación dirigida a un individuo.
Una explicación descriptiva sobre cuál era la posición del acusado en las distintas prácticas
judiciales resulta ilustrativa[3].
En el sistema acusatorio, el acusado era un sujeto colocado en una posición de igualdad con el
acusador. Por ello, podía resistir la imputación ejerciendo su derecho a defenderse. En el
sistema inquisitivo, el acusado representaba un objeto de persecución, en lugar de un sujeto
de derechos con posibilidad de defenderse de la imputación deducida en su contra, de allí que
era obligado a incriminarse a sí mismo, mediante métodos crueles para quebrar su voluntad y
obtener su confesión, cuyo logro constituía, aún oculto, el centro de gravedad del
procedimiento. De allí que la tortura se convierta en el centro de gravedad de toda la
investigación, en donde la regulación probatoria sólo cumplía el fin de requerir mínimos
recaudos para posibilitar el tormento.
La reacción de dicho procedimiento, a partir del triunfo del Iluminismo, intentó que el
imputado vuelva a ser un sujeto de derechos, correspondiéndose su posición jurídica -durante
el procedimiento- a la de un inocente, reacción que no lograra arribar a sus más altas
aspiraciones. Aquel intento de una experiencia acusatoria que sólo duró los años de la
Revolución. En el Código termidoriano de 1795 y después el napoleónico de 1808 dieron vida
aquel “monstruo, nacido de la unión del proceso acusatorio con el inquisitivo”, al que se
dominara “proceso mixto”[4]. Si bien se conserva la averiguación de la verdad histórica como
método del procedimiento penal, la utilización de cualquier medio para alcanzarla, se
transformó en un valor relativo, importante, pero subordinado a ciertos atributos
fundamentales de la persona humana, plasmados en garantías y derechos individuales. No
obstante, como más adelante se observará, únicamente se prohibió la utilización de la tortura,
más no hubo ninguna consagración expresa de un resguardo contra la autoincriminación.
Ferrajoli señala que el interrogatorio del imputado es donde se han manifestado y se han
medido las diferencias más profundas entre los métodos inquisitivos y acusatorios[5].
En la república romana, un hombre libre no podía ser obligado a declarar. Pero al comienzo de
la era del principado vino a contemplarse la posibilidad de someter a tortura a un hombre libre
acusado de un crimen, principalmente cuando era de lesa majestad. Así el interrogatorio del
imputado, representaba el “comienzo de la guerra forense”, es decir “el primer ataque” del
acusador contra el reo para obtener de él, por cualquier medio, la confesión.
Este tipo de juramento fue siendo desplazado. Ya en el período de franco se había implantado
una restricción con referencia a los testigos son sacramentales: al menos en una parte de ellos
debía ser elegida por el adversario del jurante, aumentándose así la seguridad de que el
juramento era veraz. Es que un cambio se operaba en la idea del objetivo de la prueba: ya no
se trataba sólo de la verdad formal, sino que la finalidad era convencer a los jueces y escabinos
de la verdad real.
No obstante, había ciertas limitaciones formales sobre el poder de las cortes eclesiásticas, para
el uso de este nuevo recurso: el acusado no podía ser expuesto a su juramento en la ausencia
de alguna presentación, es decir, sin el respaldo de la acusación bajo juramento hecho por
cierto número de vecinos.
Sin embargo, en la práctica, el procedimiento significaba que un individuo podía ser llamado
ante la corte y tener que responder a un amplio interrogatorio sobre sus asuntos personales
sin que interese la naturaleza o la fuerza de las acusaciones en su contra.
En Inglaterra, ésta garantía -como parte integrante del constitucionalismo moderno- comienza
a gestarse y a desarrollarse a partir de una reacción frente a ciertos métodos instructorios. En
palabras del Juez Brown, en “Brown v. Walker”, esta doctrina posee su origen en una protesta
en contra de los inquisitivos y manifestantes injustos métodos de interrogación a personas
acusadas de un crimen, los que tuvieran consagración en el sistema del procedimiento penal
continental. En el continente, si bien se llega a prohibir el uso de esos métodos, lo cierto es
que no se establece ningún reconocimiento expreso de la máxima nemo tenetur... como uno
de los resguardos de todo individuo.
El juramento inquisitivo fue adoptado por dos cortes británicas la Star Chambert y las Courts of
High Commision, con fines esencialmente políticos. Se exigía al procesado un juramento ex
officio, aun cuando no existiese ningún cargo contra él, de modo tal que su testimonio se
convertía en el proceso.
Tal como lo señalara Holdsworth[7], el aspecto más resistido de esos procedimientos era el
mencionado juramento ex officio, aquel que se exigía al indagado sin que existieran cargos
previa y concretamente formulados. Tal era el medio más eficaz para obtener información con
respecto a las directivas de los opositores a la Iglesia establecida.
La autoincriminación requerida y el uso del juramento no estaban confinados a las cortes
eclesiásticas y a las Courts of High Commission y a la Star Chamber. En los juicios criminales se
esperaba del acusado que tomara un papel activo en los procedimientos, incluso
frecuentemente en su propio detrimento. Era examinado antes del juicio por jueces de Paz, y
los resultados de este examen eran reservados para el uso del juez en el juicio. Sólo en un
número limitado de clases de casos el examen era bajo juramento. Esto no era una muestra de
compasión para con el acusado, sino que se creía que suministrando un juramento se podía
llegar a permitir sin querer que el acusado pusiera ante el jurado una negación de culpabilidad
que tuviera influencia por estar hecha bajo juramento. Una vez que se encontraba
formalmente acusado, el imputado era requerido a declarar y a someterse a juicio; el fracaso
de algunas veces resultaba en extremas formas de tortura. Luego de que el juicio había
comenzado, el acusado estaba sujeto a una interrogación vigorosa. Él, otra vez, no era
colocado bajo juramento, porque permitirle tomar el juramento sería brindarle un medio muy
fácil de evitar su responsabilidad.
La Corona al generalizar estas prácticas inquisitivas, se enfrentó con los tribunales de Derecho
Común. Hacía el año 1568 el Juez Dyer, presidente de la Court of Common Pleas, otorgó una
orden de habeas corpus liberando a un prisionero que había sido forzado a tomar juramento.
En dicha concesión, justificó la objeción al juramento con la máxima nemu tenetur seipsum
prodere, esto es: ningún hombre podrá ser forzado a producir evidencia contra sí mismo.
Sir Edward Coke protagonizó muchas batallas judiciales en defensa del derecho a no
autoincriminarse, en sentido coincidente con Dyer, pero correspondió al editor John Liliburne
el honor de dar fecha cierta al derecho de no suministrar pruebas contra si mismo. Arrestado e
interrogado en la Star Chamber en 1637-1638 por imprimir libros sediciosos en Holanda e
importarlos a Inglaterra, Lilburne negó los cargos ante el interrogatorio del Procurador
General. Al ser preguntados sobre otros temas se negó a responder. Al rehusarse a prestar
juramento que le exigía la Star Chamber dijo que éste era “... un pecaminoso e ilícito
juramento... contrario a la práctica del mismo Cristo... contrario a la misma ley de la
naturaleza, porqué ésta tiende a preservarse a si misma...”. Por dicha negativa fue multado y
torturado. El día 3 de noviembre de 1640, en la primera reunión del Parlamento presentó una
petición y fue dejado en libertad. La Cámara de los Comunes, el 4 de mayo de 1641, resolvió
que “la sentencia de la Star Chamber contra John Liliburn es ilegal, y contraria a la libertad de
la persona; y también sangrienta, cruel, malvada, bárbara y tiránica”. La Cámara de los Lores,
con fecha 13 de febrero de 1645 estableció que dicha sentencia debía ser anulada por “ilegal y
muy injusta, contraria a la libertad de la persona, a la ley del País y a la Carta Magna... y que el
mencionado Liburne será por siempre absolutamente libre y totalmente absuelto de dicha
sentencia y de todos los procedimientos que de ella deriven, tan entera y ampliamente como
si nunca hubiera existido”.
Ante estas circunstancias, es que el Parlamento, en 1641, abolió tanto las Courts of High
Commission como la Star Chambers, prohibiendo la administración del juramento ex officio
ante la investigación de hechos penales. La reforma, no obstante, afectó únicamente al
procedimiento ante los tribunales de la Corona, ya que la práctica de la interrogación previa al
juicio se mantuvo inmodificable hasta 1848, pese a que, a partir del 1700, fue deplorada la
extracción no libre de una respuesta. Hasta 1696 no se impuso el deber de dar copia de la
acusación y permitir la asistencia del abogado, recién en 1701 se acordó el derecho a hacer
comparecer compulsivamente los testigos de descargo en casos de delitos graves.
No obstante ello, en el sistema anglosajón con el derecho del acusado a declarar en el juicio.
Está claro que una cosa es estar obligado a declarar a requerimiento de la parte contraria y
otra muy distinta hacerlo por propia iniciativa. El derecho del acusado a declarar en su defensa
surge recién a finales del siglo pasado. Hasta 1899 se entendía que estaba inhabilitado para ser
testigo por estar interesado. La innovación provendría de la ley del Parlamento inglés de 1898,
la Criminal Evidence Act, que reconoció al imputado la calidad de testigo en su propio juicio,
debiendo en consecuencia prestar el correspondiente juramento.
Por otra parte, cabe destacar que en el sistema anglosajón el tormento tuvo una presencia
mucho menos cierta y concreta. La única práctica que, al parecer, gozó de cierta difusión fue la
así llamada, peine forte et dure, que era aplicada al prisionero que se obstinaba en no
responder a la pregunta sobre su culpabilidad o inocencia en el trámite del arraigo. Pero se
trata de una práctica muy lejana a la obtención de confesión bajo tormento. Tenía lugar una
vez que había una acusación formal ante el tribunal de enjuiciamiento al que era llevado el
acusado. En esa situación se esperaba que respondiese por sí o por no a los cargos que le eran
explicados y, en caso de negativa, que aceptase a someterse a juicio.
Tal como señalara un miembro de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, el juez
Moody en “Twining v. New Jersey”, “el derecho a no ser obligado, bajo ninguna forma de
procedimiento legal, a revelar como testigo pruebas contra sí mismo, está universalmente
establecido en el derecho norteamericano, aunque puedan existir diferencias en cuanto a sus
exactos alcances y límites. Al tiempo de la formación de la Unión el principio de que ninguna
persona pueda ser obligada a testimoniar contra si misma estaba incorporada al common law
como rasgo distintivo de otros sistemas jurídicos.
Así, en la Declaración de Derechos de Virginia, proclamada el 12 de junio de 1774 se establecía
en el art. 8 que “en todos los juicios criminales... (el acusado)... no puede ser obligado a
suministrar pruebas contra sí mismo”, antecedente que fuera de singular importancia en el
establecimiento de la quinta enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, la cual
establece que “nadie será obligado a juicio criminal a ser testigo contra sí mismo”.
2.3 En Argentina
Las provincias del Plata se enfrentaron con un pasado colonial que les transmitía, entre otros,
las Leyes de Partidas, las que influenciadas por las prácticas de la inquisición establecían los
tormentos como institución jurídico-procesal. No obstante, el tormento se aplicó pocas veces
durante la colonia, por lo menos en Buenos Aires.
Por su lado, Joffre dice, en los procesos existentes en el archivo de los tribunales, solamente se
aplicó el tormento en la supuesta conspiración de los franceses en 1797, donde el alcalde don
Martín de Alzaga aplicó ese método a los acusados. Agrega que la medida debió ser
considerada repugnante al espíritu del público, por las disculpas que luego formuló.
Es en éste punto en el cual Helie[9] realiza una distinción que es importante tener en cuenta:
no confundir este tipo de interrogatorio, que naciera con la intención de obtener la confesión
del prevenido, con la audiencia de éste previa a todo enjuiciamiento. Ya que, en sus palabras,
una de las reglas de la justicia natural es que nadie puede ser condenado sin haber tenido la
posibilidad de ser escuchado, que no es otra cosa que su derecho a ser oído, su derecho de
defensa mismo.
Sin embargo, en otro pasaje de su obra, señala cómo el interrogatorio es considerado uno de
los actos esenciales del procedimiento, en el cual toda sagacidad, experiencia y habilidad se
tornan necesarias con el fin de “penetrar el disfraz del acusado, de sacar de su boca la
confesión de su acción” y obtener así, la prueba del crimen.
Si bien no hizo falta esperar a la Revolución Francesa para que se produzca algunas reformas,
ninguna de ellas suprime definitivamente esta práctica.
Idénticas herramientas adopta el Code d’instruction criminelle de 1808, el que por ley sintetiza
y enquista un sistema inquisitivo reformado, que se tornará propio del derecho continental, en
el cual el interrogatorio del acusado conserva esa ambivalencia de fines: ser un medio de
defensa y de instrucción, y en el que el juez de instrucción puede entender en las explicaciones
brindadas para verificarlas, consignando sus denegatorias y sus confesiones, y buscando
encontrar, a partir de estas declaraciones, la verdad de los hechos investigados.
Como veremos, en tanto éste se vea obligado a hablar lejos está de poder decirse que se
consagra el derecho al silencio.
Ésta es una de las consecuencias que se desprenden de una reciente tesis que se diera a
conocer en Francia. Su autora, Charlotte GIRARD[10], destaca -como una de las ideas centrales
de su estudio- que la prohibición de contar con abogado defensor, establecida en el derecho
positivo, originó la imposibilidad para el acusado de mantenerse callado, ya que ninguna
persona había en su lugar que pudiera asegurar su defensa.
Con posterioridad, en 1997, en el caso “Saunders v. Reino Unido”, la Corte Europea expandió
esta noción, refiriéndose a la legislación que autorizaba a realizar interrogatorios compulsivos
en el caso de fraudes fiscales de cierta trascendencia, al establecer que “el derecho a no
incriminarse a sí mismo estuvo generalmente reconocido como un estándar internacional que
subyace en el corazón de la noción del debido proceso legal bajo la disposición del artículo 6
de la Convención”.
Pero fue en el caso “John Murray v. Reino Unido” en el que tuvo que pronunciarse, respecto
de las disposiciones de la Ley de Evidencia Criminal de Irlanda del Norte de 1988.
John Murray había sido arrestado en una casa que pertenecería, por los dichos de un
informante, al I.R.A. La policía le denegó, por cuarenta y ocho horas, el acceso a un abogado
(amparándose en una de las nuevas leyes de seguridad) y en el transcurso de ese tiempo fue
interrogado durante doce oportunidades. En todas ellas, Murray permaneció callado. Idéntico
proceder tuvo en el juicio, el cual se llevó adelante sin jurados. En la sentencia que lo condenó,
se realizaron inferencias adversas que fundaron su responsabilidad.
De esta manera, la Corte entendió que, en el caso, las inferencias llevadas a cabo eran, tal
como señala el ordenamiento irlandés, “una materia del sentido común” y que no aparecían
como injustas o irrazonables en esas circunstancias ante la evidencia reunida en contra de
Murray. No obstante, entendió que se había afectado el debido proceso legal en cuanto se le
denegó a éste la posibilidad de contar con un abogado defensor en la estación de policía, en
tanto se afectan los derechos de todo acusado establecidos en el artículo 6 de mención.
Estas últimas consideraciones permiten afirmar que pocas van a ser las modificaciones que
sufra el sistema procesal penal inglés, a pesar de que éste haya incorporado hasta el “Brexit” a
su derecho interno la Convención Europea de Derechos Humanos, a través de la sanción de la
Ley de Derechos Humanos (Human Rights Act 1998).
En primer lugar este aspecto de la garantía fue tratado por la Corte Suprema de Justicia de la
Nación en uno de sus primeros pronunciamientos. En el fallo “Mendoza”[11], el procesado fue
citado por el fiscal a absolver posiciones bajo juramento. Pese a su protesta el juez le ordenó a
Mendoza prestar declaración en esos términos, lo que dio lugar a un planteo de nulidad. La
Corte hizo lugar a la nulidad impetrada. Dijo así que “... este mandato (sic) judicial... es
contrario al art. 18 de la Constitución Nacional que dice en una de sus cláusulas: nadie puede
ser obligado a declarar contra sí mismo, y que por consiguiente (la orden judicial) adolece de
nulidad absoluta”.
Concluida la audiencia, el director del diario fue condenado por el juez de menores a una pena
de arresto de diez días, condena que se basó principalmente en los dichos vertidos en la
audiencia. Agotadas las vías ordinarias, la sentencia fue recurrida ante la Corte por la vía del
recurso extraordinario.
La Corte revocó. Con cita de Mendoza, dijo que la garantía en examen había sido afectada,
puesto que “... el juramento entraña, en verdad, una coacción moral que invalida los dichos
expuestos en esa forma, pues no hay dudas de exigir juramento al imputado a quien se va a
interrogar, constituye una manera de obligarle a declarar en su contra”.
También agregó que la declaración de quien es juzgado por delitos, faltas o contravenciones,
debe emanar de la libre voluntad del encausado, quien no debe verse siquiera enfrentado con
un problema de conciencia, cual sería colocarlo en la disyuntiva de faltar a su juramento o
decir la verdad.
Por otra parte, en el fallo “Rodríguez Pamias”[13], en el mismo, un juez de instrucción había
dispuesto el libramiento de un exhorto a fin de que un juez de otra jurisdicción examinara a un
testigo. Al advertir el juez exhortado que las preguntas que debía formularle al testigo eran en
realidad imputaciones sobre su supuesta participación en un delito, se negó a cumplir con el
acto.
La Corte Suprema, compartió los fundamentos del juez exhortado, afirmando que “... la
prohibición de obligar a una persona a declarar contra sí misma se ve violada si se interroga
como testigo, bajo juramento de decir verdad, a la persona que según el interrogatorio
aparece como sospechada de ser autor o cómplice de los supuestos hechos que se trata de
esclarecer”.
La Corte ha ido limitando el campo de aplicación de esta garantía, siempre dentro del ámbito
del procedimiento judicial.
En “Cincotta”, fue sentado el principio, con invocación de precedentes de los Estados Unidos,
de que la identificación en rueda de presos “no resulta violatoria de la cláusula que veda la
exigencia de declarar contra sí mismo”.
Otro caso de interesante es “Bacque” publicado en Fallos 249:530. Allí a raíz de una denuncia
por el delito de estafa, el denunciado fue intimado por el juez de instrucción que hiciera
entrega de la documentación en su poder relativa a las operaciones tildadas de defraudadoras.
En base a esa documentación el magistrado decretó el procesamiento del denunciado. Su
defensor planteó la nulidad del requerimiento a presentar tal documentación, la del auto de
procesamiento y la de los actos complementarios. Invocó para ello la doctrina emanada del
caso “Boyd” en los Estados Unidos, en el cual se entendió que en un requerimiento a producir
pruebas incriminatorias dirigido al acusado equivalía a compelerlo a declarar contra sí mismo.
Sin embargo, en otros fallos la Corte limitó el alcance de la garantía analizada, tal es el caso
recaído en “González Bonorino”[14]. En el mismo la defensa interpuso recurso extraordinario
contra la sentencia condenatoria, como elemento desfavorable al procesado, a la negativa de
éste a prestar declaración indagatoria en un primer momento.
La Corte desestimó el recurso. Afirmó que la prohibición de obligar a alguien a declarar contra
sí mismo, no resultaba violada por el pronunciamiento que a los efectos de descalificar las
exculpaciones del acusado, computó toda suerte de probanzas directas, indirectas y
circunstanciales. El criterio emanado de este fallo resulta difícil de compatibilizar con el
principio procesal según el cual la negativa a declarar no hace presunción en contra del
procesado, a la negativa de éste a prestar declaración indagatoria.
El criterio emanado de este fallo resulta difícil de compatibilizar con el principio procesal según
el cual la negativa a declarar no hace presunción en contra del procesado. Si como la Corte
afirmó en este caso, el sentenciante pudo válidamente utilizar esa negativa a declarar como
elemento descalificador de las exculpaciones de aquél, parece imposible poder adjudicarle a
ese principio rango constitucional.
Cuando la cuestión parece no haberse presentado ante la Corte, diversos tribunales inferiores
han sentado el criterio de que la garantía de no ser obligado a declarar contra uno mismo
protege al testigo que declara falsamente a fin de no incriminarse.
En efecto, a través de numerosos pronunciamientos dichos tribunales han entendido que “si
de las preguntas formuladas en juicio puede derivar responsabilidad personal para el testigo,
ha de entenderse que declara en causa propia y por lo tanto no le es exigible la verdad de los
hechos sobre los que versa el interrogatorio”.
Un caso más reciente “G.M.L.”[15], resuelto por la Cámara Nacional de Casación Penal, por su
Sala III, planteó una cuestión adicional. Allí se discutió la responsabilidad por falso testimonio
del directivo de un banco, quien había declarado al parecer con falsedad en un expediente
comercial. La causa penal que se le siguió entonces por falso testimonio fue sobreseída,
señalándose que los hechos por los que se le preguntó al imputado en el fuero comercial,
guardaban conexión con aquellos que investigaba la Justicia Penal en la causa abierta a raíz de
la caída de ese mismo banco. Tal circunstancia, se afirmó en el fallo, equivalía a preguntarle al
imputado por hechos propios de los que podía derivar su propia responsabilidad criminal, en
fracción a la garantía contra la autoincriminación.
La Casación coincidió con el criterio de los jueces que habían sobreseído al imputado. Hizo
notar que deben excluirse de falso testimonio las manifestaciones del testigo que, de
pronunciarse con veracidad sobre hechos en los cuales él mismo es actor -o que no le son
totalmente ajenos- podría resultarle un perjuicio o una eventual responsabilidad de tipo penal.
Ello así, porque en estos casos la falta es cometida por la necesidad de salvarse o protegerse a
sí mismo de un daño a la libertad o al honor.
La Casación indicó además que al ser interrogado el imputado en el juicio comercial, se había
omitido hacerle saber lo prescripto en el art. 444 del CPCN, acerca de su derecho a rehusarse a
contestar preguntas “si la respuesta lo expusiere a enjuiciamiento penal o comprometiese su
honor”.
¿Qué debemos hacer si quien ha sido alertado de que tiene derecho a no contestar preguntas
cuando “la respuesta lo expusiere a enjuiciamiento penal” declara de todas maneras y lo hace
falsamente?
Pero de todas maneras, mi impresión es que la Corte debió haber sido más explícita acerca de
qué casos de urgencia autorizarían la práctica de tomar la declaración judicial del detenido en
sede policial, atento a la importancia de este acto procesal.
Sin embargo, lo que no se observa del fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, es
que debió haber incluido alguna referencia tendiente a desalentar a los magistrados a que de
cualquier forma exhorten a los acusados a renunciar a su derecho a negarse a declarar.
Este caso tramitó bajo la órbita de la Justicia Militar. Llegado el caso a la Cámara Federal de
Apelaciones de La Plata, ésta anuló las condenas dictadas y declaró la inconstitucionalidad
señalando que la misma, además de garantizar al procesado la posibilidad de exigirle
juramento o promesa de decir verdad, y simplemente hacer referencia a una eventual
exhortación a producirse en ella (considerando n° 8).
En estos dos casos, la Corte terminó afirmando la validez de las condenas dictadas, resaltando
las circunstancias de que a los imputados se les había hecho conocer su derecho a negarse a
declarar.
Al respecto, no habría inconveniente en que ése fuera el standard para juzgar la validez de
declaraciones prestadas ante los jueces, en la medida que al imputado le quedara muy claro
que él no tiene ninguna obligación de declarar, que no hacerlo no perjudica sus posteriores
chances de demostrar su inocencia, y que esa negativa tampoco afecta otros derechos suyos
tales como, por ejemplo, la obtención de una excarcelación. Pero para ello, sería de suma
importancia que se le reconociera jerarquía constitucional tanto al derecho del imputado de
negarse a declarar, que no hacerlo no perjudica sus posteriores chances de demostrar su
inocencia, y que esa negativa tampoco afecta otros derechos suyos tales como, por ejemplo, la
obtención de una excarcelación.
La Corte desechó este agravio en forma sumaria. Dijo así que: “... un examen del acta... donde
consta la declaración indagatoria del acusado, permite concluir que el magistrado actuante dio
cumplimiento en dicha ocasión con el mandato constitucional de que nadie debe ser obligado
a declarar contra sí mismo, toda vez que en la citada actuación consta que el procesado no se
opuso a que se le tomara declaración indagatoria... Lo dicho permite concluir que la
mencionada declaración... ha cumplido con el requisito constitucional de emanar de la libre
voluntad del nombrado”.
Una de las razones esgrimidas por los defensores de los sistemas inquisitivos que estructuran
la figura de un juez de instrucción para la investigación de los delitos, es que la presencia de
este magistrado desde los primeros momentos del procedimiento implica una garantía de la
legalidad de tales procedimientos.
En el Código Procesal Penal, tanto en su versión anterior como la sancionada según la ley
23984, determinan que una vez cumplido un arresto la persona detenida debe ser puesta
“inmediatamente a disposición del juez competente” (en el Código vigente, ver art. 286 que
consagra la obligación del policía que ha practicado una detención sin orden judicial, de “...
presentar al detenido inmediatamente en un plazo que no exceda de seis horas ante la
autoridad judicial competente”).
También por las mismas razones, entre las obligaciones y facultades acordadas a los agentes
de policía no figura la de tomar declaración a la persona detenida. Esa declaración debe ser
tomada por el juez inmediatamente luego de encontrarse el detenido “a su disposición”.
Ahora bien, en los primeros casos en que la validez constitucional de estas declaraciones
policiales fueron cuestionadas, nuestros tribunales tomaron en general una posición sui
generis. Así, si bien en su mayoría afirmaron la validez de estas “espontáneas” a tales
declaraciones les fue acordado un status inferior al de la confesión judicial. Por otro lado, a los
efectos de poder obtener la nulidad de una espontánea por violar la garantía constitucional en
examen, nuestros tribunales exigieron a quien la invocaba un requisito de casi imposible
cumplimiento, tal como algunos casos ilustrarán:
En el caso Mansilla[19], analizándose el valor de una confesión retractada, la Corte dijo que: el
procesado se retracta ante el juez de lo confesado ante la policía invocando intimidaciones y
violencias que no están probadas aunque de todos modos a la confesión retractada no puede
atribuírsele valor probatorio si no está corroborada por otras constancias de la causa.
c) en el caso Colman[20], la Corte tuvo oportunidad de negarle todo valor a una confesión
policial, sin exigirle al procesado la demostración de que su “espontánea” había sido extraída
mediante violencia o coacción. En este caso un extranjero con mínimo dominio del castellano
había confesado en dependencias policiales su supuesta participación en un delito, sin que se
le ofreciese los servicios de un intérprete.
Cuándo es que la declaración de un imputado es prestada de manera libre y voluntaria como
para que pueda ser tenida en cuenta a los fines de dar solución a un conflicto penal, en los
casos examinados, la Corte, si bien afirmó con algunas vacilaciones la validez de las
declaraciones “espontáneas” al menos reconoció la existencia en ellos de una cuestión federal,
otorgando así a los afectados la revisión con base constitucional de la legalidad de los
procedimientos.
- En Romano[21], una condena impuesta en las instancias ordinarias fue apelada ante la Corte,
invocándose la violación del art. 18 de la CN. El procesado Romano alegó que se había ejercido
violencia contra su persona, obligándoselo así a confesar un delito que no había cometido.
La Corte desestimó el recurso prácticamente “in limine”, afirmando que la sentencia apelada
contenía fundamentos de hecho y de derecho común suficientes para sustentarla, por lo que
no era revisable en la instancia extraordinaria. La Corte entendió que no debió ni siquiera
haber sido concedido.
Este criterio fue reafirmado en la causa “Fiscal c. Nacif”[22]. Allí ante una sentencia
condenatoria dictada por la Justicia Federal de Mendoza fue interpuesto recurso
extraordinario, y, entre otros agravios, los apremios sufridos por los procesados al recibirles la
declaración por la autoridad militar a cargo del sumario de prevención.
-En el caso Montenegro[26], aquel había sido condenado por el delito de robo ante los
tribunales inferiores, habiendo constituido su confesión extrajudicial la base de la prueba en su
contra. Las constancias de la causa eran plenamente demostrativas, a este respecto de los
apremios que había sido sometido en dependencias policiales previo a su confesión. Pese a
ello, la Cámara consideró que la declaración prestada en tales constituía “una grave
presunción en contra del acusado”.
Fue importante el reconocimiento del Alto Tribunal de que existía una cuestión federal,
abandonando así el peligroso criterio emanado de otros pronunciamientos.
Esta exclusión de la confesión de Montenegro, por lo demás, significó escalón inicial sobre el
que pocos años después apoyaría la Corte su doctrina sobre la invalidación de prueba obtenida
como consecuencia de un allanamiento ilegal, de acuerdo a “Fiorentino”.
La sentencia condenatoria fue igualmente confirmada, sobre la base de las pruebas obtenidas
distintas de la confesión, en especial los reconocimientos de las víctimas de los robos y la
declaración del comerciante.
El defensor de Ruiz interpuso recurso extraordinario, allí sostuvo que la condena era violatoria
del art. 18 de la Constitución, puesto que la prueba de cargo había sido reunida a partir de los
tormentos aplicados a su defendido.
La Corte consideró el recurso formalmente procedente. Señaló así que estaba en juego el
alcance de la garantía constitucional que establece que nadie puede ser obligado a declarar
contra si mismo, agregando además que las circunstancias fácticas se encuentran aquí de tal
modo ligadas al planteo constitucional que resulta imposible darle solución sin atender a ellas.
Para dos miembros de la Corte, los doctores Augusto Belluscio y Gustavo Bossert, una
confesión policial sólo sería válida si los funcionarios policiales hubiesen observado ciertos
requisitos tendientes a asegurar la espontaneidad de las declaraciones. Por ejemplo, que el
interrogatorio se conduzca en presencia del defensor del acusado, o que el Ministerio Público
acredite que existió una renuncia libre al derecho de contar con un letrado.
Otro miembro de la Corte, señaló que no correspondía acordar ningún valor a una confesión
policial rectificada luego ante el juez de la causa. Los votos restantes, prefirieron hablar de
indebida fundamentación en la sentencia condenatoria, sin mencionar la conexión entre lo
que se discutía y la garantía contra las declaraciones compulsivas en causa penal.
El art. 316 de ese Código, determinaba los requisitos que debía reunir una confesión, pasó a
incluir un párrafo señalando que la confesión “debe ser hecha ante el juez competente”, y que
“la prestada ante la autoridad de prevención carecerá de valor probatorio y no podrá ser
usada en la causa”.
Sin embargo, se observó luego de esa ley que las declaraciones “espontáneas” de los
detenidos siguieron siendo un fenómeno corriente. Los funcionarios policiales siguieron
conduciendo interrogatorios de personas bajo su custodia mientras que los tribunales, al
parecer, era dable advertir la siguiente actitud. Pero la prueba obtenida a partir de esa
confesión era considerada válida. Por ejemplo, si la espontánea conducía a un testigo cuya
declaración incriminaba al imputado, los jueces no apoyaban una sentencia condenatoria en la
confesión inválida, con lo cual, a su manera cumplían con la prescripción de “no usarla” en la
causa.
La declaración del testigo, sí era considerada válida. En el caso, “Cohan de Broger”[29], llegó a
admitirse como prueba en contra del procesado el testimonio del policía que escuchó de boca
del detenido su confesión.
Ahora bien, teniendo en cuenta los casos “Montenegro y Ruíz” las presiones y/o violencias de
las que pudieran ser objeto no habrían de dejar secuela alguna demostrativa de las mismas.
Sin embargo, frente al claro texto del art. 18 de la CN era evidente que algo debía hacerse, a
fin de colocar a los ciudadanos a cubierto de la arbitrariedad policial, y mantener la eficacia de
los procedimientos destinados a la averiguación de un delito.
El CPPN en su art. 184 establece que “Los funcionarios de la Policía... No podrán dirigirle
preguntas para constatar su identidad previa lectura que en ese caso se le dará en alta voz de
los derechos y garantías...”.
Ello, siempre que se le haga saber al sospechoso que le asisten los derechos de nombrar
defensor previo a declarar ante un juez, y que a esa instancia el imputado tendrá derecho a
negarse a declarar.
Un análisis más en profundidad de lo que ocurrió en los Estados Unidos con el caso Miranda.
Éste caso fue una solución de compromiso ante diversos intereses en pugna. La cuestión de la
validez de los interrogatorios policiales estaba siendo tema de fuerte discusión en los Estados
Unidos, que se centraba en torno a los interrogatorios de personas en custodia pues se
entendía que esos interrogatorios tenían una insita carga de coacción.
En este caso la Corte no prohibió los interrogatorios policiales, pero puso en cabeza de los
funcionarios de la policía la obligación de formularle a los imputados las advertencias más
conocidas en la actualidad.
Al mismo tiempo, casos posteriores de la Corte Estadounidense dejaron en claro que las reglas
de “Miranda”, rigen sólo cuando una persona ha sido detenida, y la policía inicia respecto de
ella un interrogatorio. No rigen en cambio cuando la policía hace simples indagaciones
tendientes a esclarecer un hecho previo a un arresto y tampoco cubren la situación de quien
de manera voluntaria, esté o no detenido, habla a la policía sin que ésta haya buscado iniciar el
diálogo.
De esta forma, será necesario que el juez vea nítidamente los casos en que alguien ha sido ya
detenido, de los que se refiere a simples encuentros entre la policía y simples sospechosos,
previno a una detención.
Al respecto, las indagaciones que la policía haga acerca de las actividades del sospechoso, o las
preguntas que se le formulen tendientes a esclarecer su situación, sólo implicarán violación a
la garantía constitucional en examen en la medida en que esté afectada la voluntariedad de
dichos del sospechoso. En ese caso, sería claramente contraria a derecho la utilización de
cualquier forma directa o indirecta de amenazas, coacción o intimidación. Pero si la policía esta
tratando de esclarecer un hecho dudoso y, sin haber privado de su libertad a nadie, dirige
simplemente preguntas a una persona y ésta responde con dichos que la incriminan, no parece
que eso implique transgredir derechos de los imputados. Tampoco parece que no cumplan los
contenidos del CPPN, cuando veda a los funcionarios, interrogar.
Por eso, resulta clara la redacción del art. 184 del CPPN, cuando dispone que la policía “...
reciba declaración...”, pudiendo solo “... dirigirle preguntas para constatar su identidad...”,
aparece, quizás no por casualidad, inmediatamente luego de los incisos que autorizan a
aquélla a “... Aprehender a los presuntos culpables...” (art. 8°) y “... usar de la fuerza pública en
la medida de la necesidad...”.
Lo que antecede hace recordar al fallo Miranda cuando el personal policial debe realizar la
lectura de derechos a la persona que es detenida.
Es por eso, que se puede tener como válidos los dichos incriminatorios de un detenido bajo la
órbita policial a condición de que:
a) Este haya sido suficientemente alertado por la policía de que goza del derecho
constitucional de no contestar ninguna pregunta a la policía, ni siquiera las destinadas a
constatar su identidad.
b) El imputado sepa que será llevado inmediatamente ante el juez para que preste allí la
declaración que desee, previo a lo cual podrá entrevistarse con un abogado.
d) Se encuentra a cargo del Estado la demostración de que todos estos principios han sido
observados, para poder “utilizar” en contra del imputado cualquier dicho que lo incrimine
vertido durante su detención policial, sea que esa utilización esté dada por la confesión misma
del imputado, o por los dichos del policía que la escucho.
EL TRATAMIENTO DEL AUTOFAVORECIMIENTO DEL IMPUTADO. SOBRE LAS CONSECUENCIAS
SUSTANTIVAS DEL PRINCIPIO DE NO AUTOINCRIMINACIÓN
INTRODUCCIÓN
Como hemos visto, el tratamiento del sistema de reglas que nos interesa reconstruir tiene su
origen en un principio que aparentemente compete ante todo al derecho procesal penal, a
saber, el principio de no auto-incriminación1. El principio de no autoincriminación constituye
una decisión constitucional ligada a un arreglo institucional mucho menos evidente de lo que
su consideración natural actual sugiere. Esto es: más allá de que la práctica y la literatura
actual tiendan a considerarlo como un "pilar esencial del sistema acusatorio"2 o como parte de
todo Estado de derecho3, pese a la "extraña moralidad" que tiende criticársele, se trata más
bien de la expresión de inmunización de un arreglo institucional relativamente reciente y cuyos
contornos no son especialmente claros. Sin conocer el origen y la función de este arreglo
institucional, el sistema de reglas en cuestión no puede ser comprendido en forma completa.
Pese a conectar con la máxima latina nemo tenetur prodere seipsum, el principio de no
autoincriminación es contingente al establecimiento de un sistema acusatorio de persecución
penal4; este es parte de ese arreglo institucional5. Al revés, uno puede incluso considerar que
el arreglo institucional denominado "sistema acusatorio" en sentido amplio es una
consecuencia de la consagración de formas de trato estatal excluyentes de presión a la
autoincriminación. Así no se trata solo de que una cierta concepción del modo correcto de
ejercicio de la persecución penal incluya entre uno de sus componentes a la no
autoincriminación, sino también de que su inclusión hizo necesaria una reformulación más o
menos completa de las reglas de un sistema de persecución. Esto es especialmente claro si uno
mira la historia del derecho procesal penal continental: este se ha visto determinado por la
renuncia política a formas de trato que hicieran uso de la autoincriminación.
Uno puede observar esta verdadera transformación del sistema de forma clara en el derecho
continental. En el sistema inquisitivo anterior al siglo XIX, la existencia de una obligación
completa del imputado de colaboración con su propia persecución era constitutiva del
sistema. La obligación de sinceridad del imputado en relación con su propia culpabilidad era,
por lo mismo, natural.
En el derecho inglés, la cuestión tuvo una evolución algo más compleja. Ya en el siglo XVIII fue
consagrada una regla de exclusión del valor probatorio de la confesión obtenida bajo coacción,
sin limitar el pleno valor probatorio de la confesión del imputado en los casos en que no se
cumplieran las condiciones que definían esa forma de coacción prohibida (en lo esencial,
promesa de favorecimiento o tortura)16. La evolución hacia la consagración de un "privilegio"
de no autoincriminación vino dada por el complemento que a ello supuso la regla de la
descalificación de interesados. De acuerdo a esta regla, la asunción de una posición de interés
en el juicio -partes en el proceso civil, imputado en el proceso penal- implicaba descalificación
de la condición probatoria de sus propias declaraciones. La adición de la regla de la
descalificación de interesados a las limitaciones en la obtención de la confesión hizo que pese
a la ausencia de una consagración completa del privilegio, en la práctica el imputado no
pudiera afectar negativamente su propia persecución. Las partes tenían una obligación de
guardar silencio como forma de resguardo del proceso y, paternalistamente, de ellos mismos
en relación con la comisión de perjurio o falso testimonio. El imputado se encontraba, con ello,
en algún sentido obligado a guardar silencio, pero ya no por consideración a sus derechos sino,
al revés, por asunción general de no fiabilidad17. Solo la racionalización del proceso penal
durante el siglo XIX consagró un verdadero privilegio a guardar silencio, cuya contracara es
precisamente el restablecimiento de una relativa capacidad del imputado para constituir
prueba contra sí mismo18.
En todo esto, en ningún caso existía una consagración de un derecho a autofavorecerse, sino
solo de un derecho pasivo a no autoincriminarse. La redacción de la probablemente más
famosa expresión del privilegio de no autoincriminación, la Quinta Enmienda de la
Constitución de los Estados Unidos, es particularmente clara en el establecimiento de este
vínculo. De acuerdo a este, "nadie puede ser constreñido a ser testigo contra sí mismo". El
privilegio de no autoincriminación es literalmente una eliminación de la exigibilidad coactiva
de la obligación de asumir una posición de testigo respecto de sí mismo: o, lo que es lo mismo
desde el punto de vista de la valoración de la prueba, es expresión de una exigencia de
voluntariedad de toda confesión penal.
El vínculo entre el proceso político de abolición de la tortura y la primera evolución del sistema
de garantías procesales es, en esto, explícito y sigue teniendo vigencia: las manifestaciones
propiamente procesales del principio de no autoincriminación son, como veremos, en lo
esencial limitantes de la exigibilidad de ciertas actuaciones del imputado (esto es, limita la
exigibilidad de aquellas actuaciones que puedan resultar incriminatorias) o de las
consecuencias que pueden seguirse procesalmente en relación con esas actuaciones. Así, pese
a ir más allá de la pura protección frente a la tortura, la insistencia en la calificación actual de la
Quinta Enmienda como un derecho "a guardar silencio" sigue dando cuenta de este origen19.
Como veremos a continuación, esta es la misma lógica que puede reconocerse en el derecho
procesal penal chileno.
En parte, estas manifestaciones siguen siendo expresivas del viejo derecho a callar. El énfasis
del crucial artículo 93 g) CPP en relación con la cuestión puramente pasiva de guardar silencio
es expresivo del mantenimiento de la fijación en el lado pasivo del privilegio, lo que es propio
del tratamiento procesal penal de este. Lo mismo sucede en las situaciones en que la posición
de testigo puede implicar autoincriminación: el artículo 305 CPP, llamativamente nombrado
"principio de no autoincriminación", se concentra en establecer un derecho a no responder
preguntas que puedan incriminar, es decir levanta la obligación constitutiva de la posición de
testigo de declarar. En relación con la obligación relativa al contenido de las declaraciones, las
manifestaciones procesales del principio de no autoincriminación no tienen referencia directa.
En particular, el artículo 98 inciso tercero CPP sigue consagrando una especie de obligación
simbólica de sinceridad ("exhortar a decir la verdad"). Lo central en el establecimiento del
segundo tipo de manifestación del principio de no autoincriminación es, por ello, antes una
cuestión sustantiva penal que procesal penal. El sistema tiende a eliminar las consecuencias
que se siguen de las obligaciones de sinceridad que impone el sistema cuando su
cumplimiento implica autoincriminación.
La fijación del derecho procesal penal en extensiones pasivas del privilegio no implica que no
se haya producido un cambio categórico en la interpretación de la extensión del derecho a la
defensa y del principio de no autoincriminación. Pero ese cambio categórico se manifiesta en
materia penal sustantiva. Esto es: solo la evolución posterior tendió a transformar al privilegio
pasivo de no autoincriminación en un derecho limitado de autofavorecimiento, cuya extensión
es fijada por el derecho penal sustantivo antes que por el derecho procesal penal.
Más allá de la exención de pena en los artículos 206 y 269 bis CP, el Código Penal consagra una
especie de exención similar en el caso del encubrimiento en el artículo 17 inciso final CP. Por la
estructura misma del encubrimiento, esa exención se aplica solo a parientes y no, en cambio,
al autor o partícipe mismo del delito. Esto tiene una explicación estructural más o menos
obvia. El tratamiento del encubrimiento como figura de las reglas sobre participación de la
Parte General implica que en él hay accesión a un injusto ajeno. Si el injusto admite ser visto
como propio (principal o auxiliar), la cuestión de la accesión por encubrimiento simplemente
no se plantea.
En la consagración de esta variante sustantiva del privilegio de no autoincriminación (o, en su
caso, incriminación de parientes), el derecho chileno confirma completamente la evolución
general comparada de este. Más allá de la exención de pena a los parientes en caso de
encubrimiento incluida en el Código Penal desde su texto original, cuyo reconocimiento resulta
necesario dada la estructura misma del encubrimiento chileno, el falso testimonio no conocía
exenciones de pena hasta 2005. Solo el artículo 2° de la Ley 20.074, adecuatoria de la reforma
procesal penal22, introdujo la exención que hoy conoce el artículo 206 CP. En el caso de la
obstrucción a la investigación, el artículo 269 bis CP conocía desde su introducción por la Ley
19.077 (entonces: obstrucción a la justicia) una exención de pena similar a la existente
actualmente (aunque con referencia al antiguo artículo 201 del Código de Procedimiento
Penal, el que de la misma forma que el artículo 302 CPP establecía las exenciones de la
obligación de declarar de parientes del reo). La consagración comparativamente temprana de
la exención de pena en el caso de la antigua obstrucción a la investigación no es, pese a sus
apariencias, una excepción a la evolución general, en el sentido de que consecuencias pasivas
(eliminación de obligaciones de colaboración) de la no autoincriminación anteceden a las
consecuencias activas (eliminación de consecuencias negativas por ciertos actos de
autofavorecimiento). La obstrucción a la justicia, en la forma que conoció hasta la Ley 20.074,
era consagratoria de un deber activo de colaboración con la investigación23. Ese deber activo
es el que era levantado por la exención de pena hasta el 2005, cuando la obstrucción a la
investigación pasó a ser consagratoria de una obligación puramente pasiva. Con ello, en la
primera recepción del privilegio de no autoincriminación, su consagración era necesaria: se
trataba del levantamiento de una obligación de colaboración con la incriminación propia o de
un pariente. Algo similar sucede con la exención de la obligación de declarar del imputado y de
los parientes en el antiguo Código de Procedimiento Penal. No es que el sistema chileno no
levantara antes de la Ley 20.074 la obligación activa central vinculada al testimonio, esto es, la
obligación de declarar. Al contrario, una exención de esta obligación existía, por cierto, al
menos desde la promulgación del Código de Procedimiento Penal (en el caso de los testigos:
artículo 222, posterior 201, del Código de Procedimiento Penal). Pero en cuanto pura
eliminación de la obligación activa de declarar de los parientes, su posición admite ser vista
dentro de la primera evolución del sistema de persecución penal. La Ley 20.074 extendió los
efectos de esta exención, en cambio, a parte de la obligación pasiva del testigo (no hacer
declaraciones falsas).
Esta evolución compleja también permite explicar el extraño contenido de la exención del
artículo 269 bis CP. De acuerdo a este, se encuentran exentas de pena "las personas a que se
refieren el inciso final del artículo 17 de este Código y el artículo 302 del Código Procesal
Penal". Transcrito, estas personas son: "(los encubridores de su) cónyuge o de sus parientes
legítimo por consanguinidad o afinidad en toda la línea recta y en la colateral hasta el segundo
grado inclusive, de sus padres o hijos naturales o ilegítimos reconocidos (...)" (artículo 17 CP) y
"el cónyuge o el conviviente el imputado, sus ascendientes o descendientes, sus parientes
colaterales hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad, su pupilo o guardador, su
adoptante o adoptado" (302 CPP). Al analizar este listado, debiera ser inmediatamente
llamativa la ausencia del propio imputado en la lista. El privilegio de no autoincriminación es
ante todo un derecho del imputado; este derecho puede tener, por cierto, efecto reflejo en los
parientes, pero no es un privilegio exclusivo de estos. La no inclusión expresa del imputado se
encuentra presente en toda la corta historia de los delitos de obstrucción a la
justicia/obstrucción a la investigación en Chile. En esto, el error parece derivarse de haber
adoptado un sistema de referencias relativo al testimonio y al encubrimiento. Esta forma de
referencia funciona respecto del falso testimonio por la razón sencilla que, a diferencia del
derecho anglosajón, el imputado (y la parte en materia civil) no puede ser testigo. Como el
falso testimonio es un delito especial propio24, la exclusión del imputado tiene lugar por no
ser autor posible del delito y no requiere de limitación a causa del privilegio de no
autoincriminación. Algo similar sucede en el caso del encubrimiento. El autor o partícipe no
necesitan ser privilegiados, como reconocimiento de una ausencia de obligación de
perjudicarse a sí mismo respecto a la persecución del Estado, porque no pueden acceder a un
injusto ajeno si el injusto es propio. En cambio, esta forma de tratamiento no funciona en la
obstrucción a la justicia/investigación, la que constituye un delito común e independiente del
injusto original25.
Por supuesto, esta solución alemana no es sistemáticamente necesaria. El texto del § 145 d
StGB permite extender la punición a todos los casos que sean subsumibles en su ámbito de
aplicación sin ser aplicable el encubrimiento o la imputación falsa. Con ello, sería formalmente
admisible una interpretación que sostuviera que la punibilidad se extiende también a los casos
en que haya causación de desperdicio de recursos de la persecución sin desvío hacia un
tercero. La literatura y la jurisprudencia han limitado, sin embargo, la aplicabilidad del § 145 d
StGB precisamente a los casos en que hay desvío hacia un tercero sin ser constitutivo de
imputación falsa.
Al igual que en Chile, en Alemania el principio de no autoincriminación fija así límites dentro de
los cuales la abstención de autofavorecimiento no es exigible. "La actividad de las autoridades
encargadas de la persecución penal se encuentra libre de protección respecto de influencias
del imputado siempre que solo se trate de la conducción del proceso concreto. Las
investigaciones pueden ser afectadas, falseadas o destruidas por él; corrección, completitud,
celeridad, efectividad de la actividad de persecución no se encuentran protegidas penalmente
respecto del imputado36". Pero "(e)l §164 StGB muestra que la influencia del imputado
encuentra sus límites allí donde la acción de autofavorecimiento lesiona bienes jurídicos de
otro". Esto quiere decir que el derecho reconoce un privilegio a favorecerse a sí mismo
"mientras el comportamiento solo se dirija contra su persecución penal o la ejecución de la
pena a su respecto, no en cambio, en los casos en que el comportamiento de
autofavorecimiento afecte bienes jurídicos ulteriores37". Una conclusión de esta clase es casi
unánimemente aceptada por la literatura alemana.
En España, una interpretación de esta clase del alcance del privilegio en casos de
autofavorecimiento ha sido explícitamente reconocida tanto por el Tribunal Constitucional
como por el Tribunal Supremo. En el caso del Tribunal Supremo, en su sentencia N° 243 de 25
de enero de 2013, este declaró explícitamente que
El hecho de que el procesado no esté obligado por juramento o promesa a decir verdad y que
no pueda ser reo de falso testimonio, no supone que pueda mentir y acusar a otros de manera
impune. Las acusaciones inveraces a otros imputados pueden ser constitutivas de un delito de
acusación y denuncia falsa (...).
La solución sistemática presente en el derecho penal del common law a los problemas de
cruce entre no sanción del autofavorecimiento y afectación de bienes jurídicos ulteriores es
mucho más extrema que en el derecho continental43. En los Estados Unidos, la Corte Suprema
ha interpretado que incluso el testimonio en la investigación que niega falsamente sustentos
de la propia culpabilidad (el así llamado "simple no exculpatorio") no caen dentro de
protección constitucional y, por lo mismo, son punibles por falso testimonio si las leyes
estatales formalmente lo permiten44. Dada la particular evolución del derecho del common
law, en el que el falso testimonio del imputado es en general formalmente posible45, ello hace
que el ámbito de punición sea particularmente extenso. Lo mismo sucede en las hipótesis
recurrentes en que el imputado declara como testigo respecto de otro imputado, en general
con el objeto de favorecerse a partir de la desviación de culpabilidad a otro. Si la declaración es
falsa, no hay ninguna razón sustantiva que excluya la punibilidad46. La vertiente sustantiva del
principio de no autoincriminación es por ello en el derecho penal del common law
particularmente débil. Su relevancia se concentra en la cuestión procesal relativa al deber de
declarar del todo.
Las conclusiones que pueden ser sacadas de estas dos primeras secciones se dejan resumir
fácilmente. No existen razones constitucionales para extender el ámbito de acción estratégica
permitida del imputado a los casos en que haya afectación de bienes jurídicos individuales o
colectivos distintos de la administración de justicia, incluyendo aquellas situaciones en las
cuales se cree una situación probatoria falsa tal que ello tenga entidad para desviar la actividad
persecutoria hacia un tercero. Al contrario, una interpretación del privilegio de no
autoincriminación que vaya tan lejos -desconocida en el mundo occidental- pondría en peligro
la viabilidad del privilegio mismo. La aceptación del autofavorecimiento por imputación formal
o informal falsa de otro implicaría, por el incentivo que supone el autofavorecimiento, una
puesta en peligro general frente a la persecución penal.
3) EL AUTOFAVORECIMIENTO A TRAVÉS DE IMPUTACIÓN FALSA DE OTRO EN EL DERECHO
CHILENO
El autofavorecimiento por imputación falsa de tercero, como situación típica ideal, se deja
describir de la siguiente forma. El autor de un delito desvía el foco persecutorio de sí mismo a
través de la entrega de información falsa a las autoridades encargadas de la persecución. La
información entregada tiene por objeto incriminar a un tercero como parte de la estrategia de
desviación. La relativa frecuencia criminológica de esta conducta hace que sea un problema
dogmático penal tratado con relativa frecuencia en el derecho comparado. En Chile no parece
haber, en cambio, tratamiento dogmático de este tipo.
La situación típica ideal descrita puede, en abstracto, subsumirse en dos tipos: la imputación
falsa (denuncia o acusación calumniosa en Chile) y la obstrucción a la investigación (simulación
de delitos por medio de engaño sobre los intervinientes en Alemania). En general, ambos tipos
se relacionan entre sí de forma similar a la relación que tienen hurto y robo. La imputación
falsa es un tipo con requisitos de punibilidad más estrictos y con una pena más elevada que el
supuesto básico de obstrucción a la investigación (269 bis CP inciso primero), salvo
parcialmente en la hipótesis de imputación falsa de una falta. Así, mientras la pena prevista
para la acusación o denuncia calumniosa en el artículo 211 CP es de presidio menor en su
grado máximo, medio o mínimo, dependiendo respectivamente de si el delito imputado es
crimen, simple delito o falta, y multa, la pena prevista para la obstrucción a la investigación es,
en general, equivalente a la denuncia o acusación calumniosa de falta. La única situación en
que la penalidad de la imputación falsa de delito o crimen no es más elevada que en la
obstrucción a la investigación es en el caso de la producción del resultado ulterior previsto en
el inciso segundo del artículo 269 bis CP, en cuyo caso la estructura es precisamente similar a
la de la imputación falsa: no hay pura afectación a la administración de justicia, sino también a
bienes jurídicos individuales (por solicitud de medidas cautelares o acusación), con lo que las
condiciones de punibilidad son también más exigentes. Existiendo una relación de esta clase,
el artículo 269 bis inciso segundo CP y el artículo 211 CP en la hipótesis de imputación de
simple delito se encuentran en relación de alternatividad: el concurso se siempre aparente, ya
que las estructuras y disvalores de injustos son equivalentes, pero la subsidiariedad del 269 bis
CP frente al 211 CP ya no es necesaria.
Parte de los requisitos adicionales que producen la calificación de la imputación falsa en la
situación normal se explican por la necesidad de identificar condiciones bajo las cuales
intereses individuales del tercero sean efectivamente afectados. Esto es precisamente lo que
también se da en el caso del artículo 269 bis inciso segundo CP. En Alemania, el gran requisito
que distingue ambos tipos (y que, de hecho, explica la tipificación del engaño respecto a los
partícipes en el § 145 d inc. 2 StGB) es el requisito de determinación del imputado
falsamente47. Mientras el § 145 d inc. 2 StGB se satisface sin necesidad de determinación de
otro partícipe, el § 164 StGB requiere de determinación de este. En lo demás, los requisitos son
similares: (i) la acción debe tener lugar ante una autoridad con competencia para recibir
denuncias; y (ii) la acción debe tener entidad suficiente para desviar recursos de la persecución
penal hacia la persecución del tercero. Precisamente ello explica el que el derecho alemán
haga explícita la relación entre ambos tipos: de acuerdo al § 145 d inc. 1 frase final StGB, la
conducta solo es punible conforme a dicha disposición si no es punible de acuerdo al § 164
StGB.
La falta de aplicabilidad del privilegio es, por supuesto, formalmente evidente en el caso del
artículo 211 CP. Pero ella también tiene lugar incluso formalmente en el artículo 269 bis CP.
Quienquiera sostener que la argumentación desarrollada en este artículo es sustantivamente
convincente pero contradictoria con la falta de distinción en el artículo 269 bis inciso final CP
entre situaciones de autofavorecimiento normal y autofavorecimiento agresivo, incluido el
artículo 269 bis inciso segundo CP, pasa por alto el hecho que dicha disposición solo hace
referencia a las personas a que se refieren el inciso final del artículo 17 del CP y el artículo 302
del CPP. En ninguno de los dos casos hay referencia al autor/ imputado, en los términos
penales y procesales penales respectivos. Si esto constituye un error, su solución por vía
interpretativa general -esto es, incluyendo tanto el caso del imputado como de sus parientes-
solo puede darse en los supuestos en que la construcción de una interpretación no cubierta
explícitamente por la norma pero que abarque in bonam partem a este sea justificable. La
primera parte de esta opinión ya demostró que no solo no existen razones para no aplicar el
derecho a la defensa y el privilegio de no autoincriminación a las situaciones de
autofavorecimiento que implican afectación de intereses de terceros, sino que una conclusión
de este tipo es peligrosa en relación con el mismo principio que pretenden aplicar. Si, por ello,
aquello que justifica con razón incluir al imputado entre los favorecidos por el artículo 269 bis
inciso final es el derecho a la defensa y el principio de no autoincriminación, entonces esa
razón simplemente no resulta aplicable cuando el autofavorecimiento es agresivo. Esto ya es
de por sí una buena razón para introducir una distinción en el inciso final del artículo 269 bis
CP: dicha exclusión de penalidad tiene buenos motivos para ser aplicada en los supuestos en
que la entrega de antecedentes falsos no implique afectación de intereses ulteriores. Esto es
así, por ejemplo, no solo en los casos de negación de participación, sino también cuando hay
construcción de una relación de hechos falsa. En estos casos, hay buenas razones para aplicar
formalmente la regla del inciso final a los parientes y, por extensión interpretativa, al
imputado. En casos, en cambio, en que la estrategia de defensa sea agresiva con intereses
ulteriores, el inciso final del artículo 269 bis CP tiene que ver limitada interpretativamente su
extensión.
CONCLUSIONES