cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo» . –Intentábamos hacer poesía –decía el periodista–, intentá-bamos dejar que pasara el tiempo y mantenernos vivos para verqué vendría después.–Pues ya has visto, cerdo asqueroso, lo que vino después–replicaba el tanquista.A veces, el periodista hablaba del suicidio. En un principio no quisimos aceptarla realidad. Pero así como los ojos seacostumbran poco a poco a las sombras,nos fuimos acostumbrando a la idea ydescubrimos, entonces, que en la casahabía un tiradero de adjetivosespantoso:En la tina del baño, sobrenadaban lomugroso y lo superfluo.En la alacena se había metido lodespoblado, y lo inútil había invadidolos libreros.Bajo las alfombras, se escondían looriental y lo evidente.En mi novela había caído lo hiperbólico y lo vacío.Y tuvimos la sensación de que loagobiante y lo desesperanzadomerodeaban en el aire a punto de caer enla tarea que emprendimos. - ¿Blanca?, será Blanca de Castilla., y luego, sin mover la cabeza lanzó furtivamente a derecha e izquierda miradas indecisas y sonrientes. Mientras que Swann denotó con el esfuerzo penoso e inútil que hizo para sonreírse que juzgaba el chiste estúpido, Forcheville dio muestra de que apreciaba la finura de la frase, y al propio tiempo, de que estaba muy bien educado, porque supo contener en sus justos límites una jovialidad tan franca que sedujo a la señora de Verdurin. -¿Qué? ¿Qué me dice usted de un sabio así? -preguntó a Forcheville.. No se puede hablar seriamente con él dos minutos seguidos. También en su hospital las gasta usted así? Porque entonces .decía volviéndose hacia el doctor. aquello no debe de ser muy aburrido y tendré que pedir que me admitan.-Creo que el doctor hablaba de ese vejestorio antipático llamado Blanca de Castilla, y perdónenme que así hable. ¿No es verdad, señora? .preguntó Brichot a la dueña de la casa, que cerró los ojos, medio desmayada, y hundió la cara en las manos, dejando escapar unos gritos de reprimida risa.- ¡Por Dios, señora! No quisiera yo ofender a las almas virtuosas, si es que las hay aquí en esta mesa sub rosa... Reconozco que nuestra inefable república ateniense .pero ateniense del todo podría honrar en esa Capeto oscurantista al primer prefecto de Policía que supo pegar. Sí, mi querido anfitrión, sí .prosiguió con su bien timbrada voz,que destacaba claramente cada sílaba, en respuesta a una objeción del señor Verdurin., nos lo dice de un modo muy explícito la crónica de San Dionisio, de una autenticidad de información absoluta. Ninguna patrona mejor para el proletariado anticlerical que aquella madre de un santo; por cierto que al santo también le hizo pasar las negras .eso de las negras lo dice Suger y San Bernardo., porque tenía para todos. -¿Quién es ese señor? -preguntó Forcheville a la señora de Verdurin. Parece hombre muy enterado.-¿Cómo? ¿No conoce usted al célebre Brichot? Tiene famaeuropea.-¡Ah!, es Brichot .exclamó Forcheville, que no habla oído bien. ¿Qué me dice usted? .añadió, mirando al hombre célebre con ojos desmesuradamente abiertos.. Siempre es agradablecenar con una persona famosa. ¿Pero ustedes no invitan más que a gente de primera fila? ¡No se aburre uno aquí, no! Pocos días después del asesinato de Paula Sánchez Garcésapareció cerca de la carretera a Casas Negras el cadáver de unajoven de diecisiete años, aproximadamente, de un metro seten-ta de estatura, pelo largo y complexión delgada. El cadáver pre-sentaba tres heridas por arma punzocortante, abrasiones en lasmuñecas y en los tobillos, y marcas en el cuello. La muerte, se-gún el forense, se debió a una de las heridas de arma blanca.Iba vestida con una camiseta roja, sostén blanco, bragas negrasy zapatos de tacón rojos. No llevaba pantalones ni falda. Traspracticársele un frotis vaginal y otro anal, se llegó a la conclu-sión de que la víctima había sido violada. Posteriormente unayudante del forense descubrió que los zapatos que llevaba lavíctima eran por lo menos dos números más grandes que losque ésta calzaba. No se encontró identificación de ningún tipoy el caso se cerró. Walter se transformó en una plaga. Lode menos es que se pusiera a hablar decosas que nadie entendía y de personasque para los amigos del abuelo noexistían ni existirían nunca: las películasde Pudovkin o de Fritz Lang, lahermenéutica de Dilthey, la obra deSaussure o Lukasiewicz; la escultura deNaum Gabo o la pintura de Kokoschka;la teoría del flogisto o las disputacionesDe Quolibet, la poesía de Trakl o lamúsica de Gulielmus Dufay: esto y losÍdolos del Mercado de Bacon, el periodo llamado Sturm und Drang, ellibro de Caird sobre Hegel, laPalingenesia Universal y la diferenciaentre el poeta Samuel Taylor Coleridgey el músico negro Samuel ColeridgeTaylor, era como si Walter estuvierahablando en griego. Y Walter no era tantonto como para no darse cuenta que anadie le interesaba (como no fuera a donPróspero pero sólo cuando el asuntocoincidía con la letra de la enciclopediaque estaba leyendo), que él conocierapersonalmente a Darii y Ferio, quehubiera leído a Sheridan Le Fanu y todaslas leyendas sobre vampiros surgidas enIliria, o que él supiera que Buto era enla mitología egipcia la designación del caos infinito, que la palabra alemanaWeltanschauung se refería a toda unaconcepción del mundo, o que losclientes de Madame Sosotris le teníanmiedo al futuro.A nadie, tampo