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Deliraba. Principio de fiebre cerebral, habían dicho los médicos; y lo repetían todos los
compañeros de oficina que volvían de a dos, de a tres, del hospicio, donde habían ido a
visitarlo.
Parecían experimentar un gusto particular en dar el anuncio con los términos científicos
tomados de los médicos, a algún colega que llegaba tarde y que encontraban por la calle:
-Frenesí, frenesí.
-Encefalitis.
-Inflamación de la membrana.
-Fiebre cerebral.
Y querían parecer afligidos; pero estaban en el fondo contentos, incluso por el deber
cumplido; en la plenitud de la salud, salían de ese triste hospicio al alegre azul de la
mañana invernal.
-¿Morirá? ¿Enloquecerá?
-¡Mah!
-Pobre Belluca.
Y a ninguno se le cruzaba por la cabeza que, dadas las especialísimas condiciones en que
ese pobre infeliz vivía desde hacía tantos años, su caso podía ser también naturalísimo; y
que todo lo que Belluca decía y que parecía un delirio, síntoma del frenesí, podía ser la
explicación más simple de ese caso tan natural.
Verdaderamente, el hecho de que Belluca la tarde anterior se había rebelado con altivez
contra su jefe y que después, ante la áspera reprensión de éste, por poco no se le había
tirado encima, daba una razón valedera para suponer que se trataba de una verdadera y
perfecta alienación mental.
Porque hombre más manso y sometido, más metódico y paciente que Belluca no se
habría podido imaginar.
Circunscripto… sí, ¿quién lo había definido así? Uno de sus compañeros de oficina.
Circunscripto, pobre Belluca, dentro de los límites angostísimos de su árida tarea de
contable, sin otra memoria que no fuese de partidas abiertas, partidas simples o dobles o
de transferencia de fondos, y de desfalcos y de cobros parciales y de envío de cartas;
notas, libros maestros, registros de partidas, memorias y otras cosas más. Fichero
ambulante: o más bien, viejo burro que tiraba calladísimo de la carreta, siempre paso a
paso, siempre por la misma calle, con semejantes anteojeras.
Ahora bien, cien veces este viejo burro había sido azotado, fustigado sin piedad, para risa
de los demás, por el gusto de ver si se lograba hacerlo enfadar un poco, hacerle al menos
alzar las orejas caídas, o si no, que hiciera alguna leve señal de que quería dar algún
puntapié. ¡Nada! Había recibido los azotes injustos y las crueles punzadas en santa paz,
siempre, sin respirar siquiera, como si apenas lo tocasen, o mejor, como si ya no los
sintiese más, habituado como estaba desde hacía años y años a los continuos y solemnes
golpes de la suerte.
Parecía que la cara, de golpe, se le hubiese ensanchado. Parecía que las anteojeras se le
hubiesen caído de golpe y se le hubiese descubierto, abierto de par en par, de improviso,
a su alrededor, el espectáculo de la vida. Parecía que los oídos de golpe se le hubiesen
destapado y percibieran, por primera vez, voces, sonidos nunca advertidos.
Tan alegre, con una alegría vaga y plena de aturdimiento, se había presentado en la
oficina. Y en todo el día no había concluido ninguna tarea.
Por la tarde, el jefe entró en su oficina, examinó los registros, los papeles:
-Nada, -había respondido Belluca, siempre con esa sonrisa entre avergonzada y estúpida
en los labios.
-Ha silbado.
-¿El tren?
-Sí, señor. ¡Y si supiera a dónde llegué! A Siberia… o bien… a las florestas del Congo… ¡Se
llega en un instante, señor Cavaliere!
Los otros empleados, ante los gritos del jefe enfurecido, habían entrado en la oficina y, al
escuchar hablar así a Belluca, habían lanzado risotadas propias de locos.
Ahora el jefe –que aquella tarde debía de estar de malhumor- ofendido por aquellas
risotadas, había montado en cólera y maltratado a la víctima de tantas de sus crueles
bromas.
Pero esta vez, la víctima, ante el estupor y el terror de todos, se había rebelado, había
injuriado, gritando siempre aquella extravagancia del tren que había silbado, y que, por
Dios, ahora no más, ahora que él había oído silbar el tren, no podía más, no quería más ser
tratado de ese modo.
Lo habían sujetado con todas las fuerzas, atado y arrastrado al hospicio para locos.
Continuaba todavía aquí hablando de ese tren. Imitaba el silbido. Oh, un silbido bastante
quejoso, como lejano, en la noche; acongojado. E inmediatamente después, agregaba:
Y miraba a todos con ojos que no eran más los suyos. Esos ojos, habitualmente sombríos,
sin brillo, fruncidos, ahora les reían llenos de luz, como los de un niño o un hombre feliz; y
frases sin construir le salían de la boca. Cosas inauditas, expresiones poéticas,
imaginativas, raras, que tanto más asombraban cuanto que no se podía de ningún modo
explicar cómo, por qué prodigio, florecían en su boca, es decir, en alguien que hasta ese
momento no se había ocupado más que de cifras y registros y catálogos, permaneciendo
como ciego y sordo frente a la vida: una maquinita de contabilidad. Ahora hablaba de los
azules frentes de las montañas nevadas, elevadas al cielo; hablaba de viscosos cetáceos
que, voluminosos, en el fondo de los mares, con la cola hacían una coma. Cosas, repito,
inauditas.
Quien vino a referírmelas, junto con la noticia de la improvisa alienación mental, quedó
sin embargo desconcertado, pues no notó en mí ni admiración ni la más leve sorpresa.
Mi silencio estaba lleno de dolor. Mecí la cabeza, con los bordes de la boca contraídos
hacia arriba amargamente, y dije:
Camino del hospicio, donde el pobre estaba siendo atendido, continué reflexionando por
mi cuenta:
“A un hombre que vive como Belluca ha vivido hasta ahora, es decir una vida imposible,
la cosa más obvia, el incidente más común, cualquier levísimo tropiezo imprevisto, qué sé
yo, con un guijarro en la calle, puede producir efectos extraordinarios, de los cuales nadie
puede dar explicación, si no piensa precisamente que la vida de ese hombre es imposible.
Es necesario llevar la explicación hasta allí y conectarla con esas condiciones de vida
imposibles, y ella aparecerá ahora simple y clara. Quien vea solamente una cola, haciendo
abstracción del monstruo al que pertenece, podrá estimarla por sí misma monstruosa.
Será necesario volver a unirla al monstruo, y ahora no parecerá más tal, sino que debe ser,
perteneciendo a ese monstruo, muy natural”
Era su vecino y, no solamente yo, sino todos los otros inquilinos de la casa se
preguntaban cómo era posible que ese hombre pudiera resistir en esas condiciones de
vida.
Tenía consigo a tres ciegas, la mujer, la suegra y la hermana de la suegra: estas dos,
viejísimas, por cataratas; la otra, la mujer, sin cataratas, ciega pura; párpados como
muros.
Las tres querían ser servidas. Chillaban de la mañana a la noche porque nadie las atendía.
Las dos hijas viudas, acogidas en casa después de la muerte de los maridos, una con
cuatro, la otra con tres hijos, no tenían jamás ni tiempo ni ganas de ocuparse de ellas;
apenas daban alguna ayuda solamente a la madre.
Con la escasa renta de su empleúcho de contable ¿podía Belluca alimentar a todas
aquellas bocas? Se procuraba otro trabajo por la noche, en casa: papeles para copiar. Y
copiaba entre los chillidos endiablados de esas cinco mujeres y de esos siete chicos hasta
que todos ellos, los doce, encontraban lugar en las tres únicas camas de la casa. Camas
amplias, matrimoniales; pero tres.
Finalmente se hacía silencio y Belluca continuaba copiando hasta bien entrada la noche,
hasta que la lapicera se le caía de la mano y los ojos se le cerraban solos.
Y bien, señores: a Belluca, en estas condiciones, le había sucedido un hecho muy natural.
Se reía de los médicos y de los enfermeros y de todos sus colegas que lo creían
enloquecido.
Señores, Belluca se había olvidado desde hacía tantos y tantos años –pero propiamente
olvidado- de que el mundo existía.
Dos noches atrás, habiéndose arrojado a dormir extenuado, en aquel mísero diván, tal
vez por el excesivo cansancio, insólitamente no había logrado conciliar el sueño en forma
inmediata. Y de repente, en el silencio profundo de la noche, había oído, desde lejos,
silbar un tren.
Le había parecido que los oídos, después de tantos años, quién sabe cómo, de repente se
le hubiesen destapado.
Se había mantenido instintivamente bajo la manta que todas las noches se tiraba encima,
y había corrido con el pensamiento detrás de ese tren que se alejaba en la noche.
Estaba, ¡ah! estaba fuera de esa casa horrenda, fuera de todos sus tormentos, estaba el
mundo, tanto, tanto mundo lejano, al cual ese tren se dirigía…Florencia, Boloña, Turín,
Venecia… tantas ciudades, en las cuales él de joven había estado y que ahora,
ciertamente, esa noche centelleaban de luces sobre la tierra. ¡Sí, conocía la vida que se
vivía allí! ¡La vida que en otro tiempo había vivido él también! Y esa vida continuaba; había
continuado siempre, mientras él acá, como una bestia vendada, giraba la barra del molino.
¡No había pensado nunca en ello! El mundo se había cerrado para él, en el tormento de su
casa, en la árida, híspida angustia de su contabilidad… Pero ahora, le volvía a entrar, como
por trasvasación violenta, en el espíritu.
¡Le bastaba!
Iría, apenas repuesto totalmente, a pedir excusas al jefe y retomaría como antes su
contabilidad. Solamente que el jefe, a partir de ahora, no debía pretender demasiado de
él como en el pasado: debía concederle que de tanto en tanto, entre una partida y otra
para registrar, se hiciera una escapada, sí, a Siberia… o más bien, más bien… a las florestas
del Congo:
-Se llega en un instante, señor Cavaliere mío. Ahora que el tren ha silbado.
LUIGI PIRANDELLO