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Rodolfo Contreras

1-6-20

Eros y metafísica en la Literatura Mexicana

Palinuro de México: todas las novelas, todos los cuerpos, todas las muertes.

Every life is many days, day after day. We walk through


ourselves, meeting robbers, ghosts, giants, old men, young
men, wives, widows, brothers-in-love. But always meeting
ourselves.

-James Joyce, Ulysses.

«¿Cuál dios, oh Palinuro, te arrebató a nosotros y te


precipitó en medio del piélago? Dímelo pronto, porque
Apolo, que antes nunca me había engañado, sólo me engañó
al vaticinarme que cruzarías seguro la mar y llegarías a las
playas ausonias. ¿Es ésa, di, la fe prometida?»

-Virgilio, Eneida. 341-373

Palinuro de México comienza con una muerte y culmina con un nacimiento, pero para ambas
ocasiones la novela no modifica ni un ápice el ánimo de recepción o despedida. Es decir: el
funeral y el bautizo, o sea muerte y vida, actúan como pretextos necesarios para que el mexicano
arroje la casa por la ventana. Desde aquí notamos dos inversiones: la del proceso orgánico, de esa
suma arbitraria de días en el calendario que llamamos vida humana, que la medicina mide, para
que el hombre se vuelva la medida de todas las cosas, o, más bien, que las cosas se hagan a la
medida del hombre; y la de lo solemne, la de la ceremonia para el difunto, que deja de ser un
oficio funesto para volverse una fiesta de vida, y viceversa. Medicina y fiesta son arterias que

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irrigan de sangre Palinuro de México, novela concebida constantemente como cuerpo que se
erotiza, y que difiere la muerte con un espíritu dicharachero.
Pues, así como esos tomos médicos no acaban porque las ediciones actuales introducen un
concepto nuevo, una pieza magistral de literatura como ésta, desbordante por su magnitud, su
extensión y su profusión, revela su desapego a la rigidez literaria a través de la verborrea
incesante. La novela, revisando desde el ojo crítico de la medicina otras instancias como la
imaginación, la memoria y el lenguaje, da fe a la ambición de unir cuerpo y espíritu. Conque no
puede menos que descubrir su miscelánea voluntad por vivir en la absoluta dispersión de un
humor fantástico (que no con pocos motivos Ibáñez Molto califica de surrealista), en la
desproporción de su cuerpo que encara la simetría humana con la fusión de todas las voces
culturales, y en el ineludible compromiso social que milita desde sus esquinas más imaginativas.
Más que una novela, Palinuro de México abre sus páginas con la desvergüenza rebosante de un
cuerpo asimétrico, grotesco, variado, ingenioso, voluptuoso, desmesurado, jovial, alegre,
ocurrente y, por todo ello, profundamente mexicano.
La lista inacabable de adjetivos insiste en la clave multifacética de la novela que sólo puede
responder a la “ambición totalizadora casi monstruosa” que González Crussi notifica en su
prólogo a la edición del 2013 que publicó el Fondo de Cultura Económica. Aspiración por crear
una novela absoluta, ya presente en colosos literarios como Ulises, La Montaña Mágica o En
busca del tiempo perdido, cumbres a las cuales Palinuro les rinde solemnes homenajes
caracterizados por su espíritu chabacano y juvenil. Pero está claro que estas novelas apenas ponen
el acento en esta obra donde, mezclándose con la algarabía presente en el juego de palabras, el
albur, el chiste y la parodia, cobra vida el pesado lenguaje oximorónicamente muerto de la
racionalidad médica.
En todo su esplendor, esta novela desconoce el encasillamiento organizador. Philippe Lacoue-
Labarthe y Jean-Luc Nancy teorizan en El absoluto literario sobre la naturaleza indefinible de la
novela. En ella se da “la unión […] de la poesía y la filosofía, la confusión de todos los géneros
arbitrariamente delimitados por la poética antigua, la interpenetración de la antiguo y lo moderno,
etc.” Añaden a continuación: “el Género es […] un Individuo, un Todo orgánico capaz de
engendrarse a sí mismo […], un Mundo, el Organon absoluto. (341). La novela delpasiana
asimila discursos pertenecientes a textos culturalmente dispares, así como a la oralidad
parroquiana de la cantina de Pepes, con el objeto de integrarlos en su materia y constituir aquel

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cuerpo expansivo que el papel no agota. La ambición totalizadora impide que la novela cese, que
después del punto final haya una sólida conclusión; e incluso, con las continuas analepsis, estira
su comienzo más allá de la primera página.
Podríamos decir que lo que le dota de aliento a este organismo novelesco no es tanto la
historia o la fábula, entendidas como la cadena de acontecimientos que fraguan la marcha de
algún individuo; algo de eso está, por supuesto, en cada uno de los capítulos de esta imponente
obra, pero lo que inaugura la preciosa inventiva en esta novela es el tratamiento impecable de la
palabra. La superposición de registros lingüísticos de órdenes de procedencias distintas deshace
cualquier jerarquía de la palabra. Es decir: las disertaciones traviesas que Palinuro sostiene con el
narrador, con Molkas y con Fabricio están a la misma altura que las conversaciones de los
parroquianos caricaturescos, que los eruditos monólogos del primo Walter donde la desesperanza
corroe sus palabras, y que las intervenciones enciclopédicas de Don Próspero. No obstante, esta
enumeración supone restringir hasta cierto punto las fuentes inagotables que componen la novela;
también ella está hecha de todas las lecturas, de ese acervo personal que nutre a cada autor y le
moldea un sello particular; con lo cual la totalidad se instituye en un perfil, en un individuo:
Palinuro. Novela que es a la vez el personaje, el narrador y que, en palabras del propio autor,
“recrea la persona que fui, la que pude ser, la que quise haber sido” (García 27).
Este indicio sobre la representación de la personalidad refuerza la idea que sostenemos, según
la cual esta novela se configura, a través del juego especular que emprende con el lenguaje, como
un cuerpo si bien no humano, sí literario, multiforme e incesante, con una organicidad que casi
empata con la biológica. Como efecto de esta ambición que agiganta Palinuro de México,
observamos una dispersión que señorea sobre el narrador y los agentes narrativos, que a su vez
repercute en la consagración de la identidad. Porque, ¿qué define la capacidad de asegurar el
“yo”? Álvarez Lobato investiga los recursos que emplean los Palinuros (hasta ahora distinguimos
el personaje, el narrador y la “novela”) para buscarse a sí mismos. Es para ella “uno de los
problemas fundamentales de la novela de Fernando del Paso: la búsqueda de identidad, individual
e histórica” (125). En la erección de poder decir quién es quién, el novelista mexicano muestra
una preocupación verídica por la alteridad en su novela.
Conviene subrayar cómo György Lúkacs en Teoría de la novela aborda la complejidad latente
en ese género problemático: “La composición de la novela es una fusión paradójica de elementos
heterogéneos y discretos en una organicidad repetidamente denunciada, recusada” (113). (Las

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cursivas son nuestras.) Dentro de la vena romántica, el filósofo húngaro concita en la integración
literaria que posibilita el epos de la novela la respuesta a la pregunta formulada en el párrafo
anterior. La identidad novelesca o su esencia está necesariamente determinada por el cuantioso
número de influjos cuyo rastro, de un modo u otro, aparece en la textura.
Textura que aquí llamaríamos la profusa epidermis de Palinuro: para él resulta vital la
absorción de los focos culturales, conque su discurso abundante y festivo va de lo corporal a lo
intelectual y viceversa. Son numerosos los ejemplos donde es notoria la expresividad del
personaje, pero por la discusión que dinamita el asunto, nos centraremos en “Mi primer encuentro
con Palinuro”, donde el narrador toma distancia y delinea el perfil de sí mismo, es decir, de
Palinuro a través del otro:

Y así fue, te juro que no lo voy a olvidar: bajo aquella luz de celofán oleoso, en medio del cuarto y a tiro de
flecha de la ventana que daba a la calla y a la tarde, estaba Palinuro desnudo de la cintura abajo y de la cintura
arriba, recetándose un baño de asiento en una tina de aluminio llena de vinagre. Para entonces era tal el escándalo
y reincidía tanto aquel vaivén dulcísimo del Invierno de Vivaldi donde se demoraba un helecho de notas esbeltas,
que tuve que acercarme al tocadiscos y apagarlo. Palinuro se levantó escurriendo vinagre, se puso su chaleco de
rombos de colores, levantó un brazo en actitud flamígera, y dijo: “Pero antes de continuar, hermano, déjame
saludarte: ¡Salve! Bienvenido a esta reencarnación decadente de los personajes más conocidos de la fauna
medicoliteraria…” (46).

La extravagancia que recalca el narrador se manifiesta en las oposiciones que con soltura
resuelve Palinuro. Las abluciones avinagradas, que más tarde nos enteramos se las recetas para
deshacerse de las ladillas púbicas, chocan por su naturaleza grotesca con el entorno musicalizado
por Vivaldi. A partir del encuentro, descubrimos la dualidad que traza al narrador y a Palinuro:
ellos son uno mismo, pero requieren la escisión con bisturí que la medicina, en el plano en el que
no sucede la novela, es incapaz de brindar. Para Álvarez Lobato: “La existencia humana no puede
resumirse en una sola verdad, en un solo sexo o en una sola ideología, sino que debe revisarse en
su complejidad y ambigüedad” (134). Para conocerse no basta lo que uno pueda decir de sí
mismo: Palinuro es un individuo poliédrico en cuyo curso vital descubre episodios que le han ido
fraguando la identidad, que ora pertenecen al presente, ora figuran en su memoria infantil. Toda
su genealogía, que comparte con su inefable prima Estefanía, le ha dado dos sangres: la biológica
y la espiritual. Pero es claro que Palinuro exige de un narrador (él mismo desdoblado) o de
Estefanía para empezar a descubrir su identidad genuina, y no mantener solamente la apariencia

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arlequinesca que le confiere el chaleco de rombos, símbolo de la obra, pues con el postulado de
Álvarez Lobato es la prenda con lo que “los personajes aprenden a mirar la realidad desde el arte,
la inversión, lo inacabado, lo fragmentado…” (131). En este punto el erotismo innovador
delpasiano interviene decisivamente.
Palinuro se reconoce y descubre también y principalmente en los lances amorosos con
Estefanía: nuevos acercamientos rehacen el cuerpo, la identidad, el espíritu y la racionalidad. El
ritual erótico se aleja de toda convención, porque, como la medicina examina nuevas
posibilidades de abarcar la totalidad corporal, la cópula entre los primos se desliza hacia terrenos
inexplorados por la mayoría de las parejas. Por ejemplo, el encuentro en “La muerte de nuestro
espejo”, donde la comunicación falla y los personajes recurren a la gestualidad y a otros
lenguajes silenciosos para expresarse: “Un día la besé en francés. Ella se limitó a bostezar en
sueco. Yo la odié un poco en inglés y le hice un ademán obsceno en italiano. Ella fue al baño y
dio un portazo en ruso. Cuando salió, yo le guiñé un ojo en chino y ella me sacó la lengua en
sánscrito. Acabamos haciendo el amor en esperanto” (149). El acto copulativo hecho en
esperanto cercena los disensos de pareja y juega simultáneamente con la consigna de esta lengua
inventada, según la cual hermanaría a todos los terrestres bajo un mismo idioma.
Otro ejemplo que se aboca al descubrimiento personal, pero no de Palinuro, emerge de “Unas
palabras sobre Estafanía”: la descripción que emprende Palinuro de ella lo lleva a utilizar cuanto
adjetivo conozca para nombrarla (así como los amantes dicen “te quiero” en el capítulo antes
mencionado), a la vez que narra su baño de semen y las alocadas penetraciones para las que
ambos se disfrazan. Tal parece que aquí los personajes, desde todas las posibilidades concebibles,
buscan expresarse su cariño, aunque para ello necesiten transgredir la “normalidad” de la relación
sexual. Nos parece, empero, que “Todas las rosas, todos los animales, todas las plazas, todos los
planetas, todos los personajes del mundo” plantea una renovación en la forma de hacer al amor:
hacerlo desnudos-vestidos o vestidos-desnudos. Fernando del Paso metaforiza la piel, la que se
esconde debajo de la ropa, e invierte el recubrimiento, de modo que los vestidos que se adaptan a
sus cuerpos o el body-paint modifica la exigencia para el rito erótico: “Nunca supe cuál de las dos
formas de hacer el amor fue mi favorita. […] siempre fue un gran placer comenzar haciendo el
amor con una carne ajena, y acabar haciéndolo en la propia” (632). La extravagancia de ambos
primos los traslada de la extrañeza del Otro hacia la certeza del cuerpo personal. En pocas
palabras, los primos van encontrándose a medida que exploran la otredad más distante.

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Justo porque el erotismo se aleja de cualquier anquilosada restricción es que la imaginería
exuberante del novelista mexicano crea esta sensación de corporeidad. Como en pocas obras, el
Verbo se hace carne. En numerosos episodios eróticos, la palabra cancela el simple informe
detallado del coito; el derroche de vocabulario erudito se mezcla con la finura lingüística y con la
jerga, y converge en una narración íntima los amoríos incestuosos. A partir de ellos, de sus
inspecciones sexuales que con no poco humor escribe el acreedor del Cervantes, el mundo es
inaugurado. Y, dentro del del rito erótico ocupa una posición primordial el espacio de sus coitos
clandestinos; se vuelve el ombligo del mundo para ellos, donde se solazan casi a diario. Una
fotografía donde Estefanía aparece sentada bajo un roble americano es el primer objeto que
trueca el simple espacio habitacional en un hogar, el cual da la pauta para la apertura del resto de
objetos:

Con el tiempo, mandamos hacer una pared especial para colgar la fotografía y más adelante, cuando habíamos
ahorrado lo suficiente, mandamos hacer tres paredes más. […] Por otra parte, nos pareció que lo más conveniente
para la fotografía era que nuestro cuarto tuviera cuatro pisos abajo y arriba sólo el cielo que se transparentaba por
un tragaluz que mandamos hacer especialmente a fin de que los pájaros, los gatos, los aviadores y sobre todo el
pobre hombre que limpiaba el tragaluz, tuvieran oportunidad de ver el retrato. […] Como es natural, mandamos
hacer una ciudad alrededor de nuestro edificio y decidimos que fuera la ciudad de México por la simple y casi
única razón que ya habíamos nacido en ella. Después mandamos hacer un país alrededor de la ciudad, un mundo
alrededor del país, un universo alrededor del mundo, y una teoría alrededor del universo […] En otras palabras,
tuvimos que mandar hacer -también a la medida- un tiempo antes del retrato y un tiempo después (113-115) (Las
cursivas son del autor).

La objetividad del mundo sufre un trastocamiento necesario: debido al capricho de los


amantes, el mundo existe como sostén verosímil de su escenario para la cópula poetizada. Este es
precisamente el punto que Ibáñez Molto subraya en su lectura del capítulo: “Sponsalia
Planetarum y el cuarto de la Plaza de Santo Domingo”:

En efecto, este surrealista humor de Fernando del Paso está basado en el absurdo, en la incongruencia, en la
radical alteración de un orden lógico y en el triunfo absoluto de la fantasía y la libertad creadora del autor sobre la
realidad. Por ello, el cuarto de la Plaza de Santo Domingo, escenario del multiforme amor de los amantes, de su
erotismo, pero también de la muerte de su hijo, se construye, literariamente, partiendo de algo tan nimio y
accesorio, aunque simbólico, como «la fotografía de Estefanía sentada bajo un roble a, y mediante una

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concatenada y humorística progresión, siempre referida al retrato, se alcanzan las categorías absolutas del espacio
y del tiempo. (160).

Este “simbolismo” que recalca el investigador, entre otras menciones de validez proverbial
que desarrollaremos más tarde en este texto, sirve para principiar cómo aquí el hombre no es la
medida de todas las cosas, sino que las cosas están hechas a su medida. En el cuarto se efectúa la
misma actuación que en el altar. El contacto entre los cuerpos mueve toda la realidad; el orgasmo
va descomponiéndola, en la dimensión donde cada acto amatorio organiza nuevas imágenes
narrativas. Cada vez que los primos cometen incesto, realizan proezas inéditas con la realidad,
conocida sólo desde el lenguaje. La alusión esporádica del consumo de cannabis en la novela
podría sugerir una explicación creíble pero sosa de la exaltación en este placer corporal que
relaja, suelta, pausa y libera.
Pero, aunque esta erotización otorgue univocidad al cuerpo, ¿genuinamente configura la
identidad? ¿La afianza a una certidumbre que no es pasajera? Sí, los cuerpos se reconocen cada
vez que las pieles se responden, sin rechazo magnético; pero esta gala deleitosa dura lo que
aguantan las máquinas biológicas. No dudamos que Palinuro y Estefanía vayan hallándose
tomados de las manos y de otras cosas, pues la pareja aprovecha su larga juventud para planificar
el porvenir; pero, como hemos dicho, el conocimiento corporal sólo es válido durante el rito
erótico, y la identidad no se resuelve tan sólo en la cáscara humana que los obligan a portar.
Llegado este punto, nos parece preciso rescatar este pasaje donde muere el espejo de Palinuro
y Estefanía:

“Eso es exactamente lo que quiero -dijo-, que hagan pedazos a nuestro espejo y a nuestros recuerdos […]
“Entonces, ¿estás segura de lo que quieres?”, le pregunté. “Sí. Eso es lo que quiero exactamente. Que cada uno se
lleve un pedazo tuyo o mío. Que venga un águila y se lleve tus ojos…” Quedé un poco resentido por la
ocurrencia y le dije en venganza: “Que venga una cacatúa y se lleve tu lengua.” “Que venga un murciélago y se
lleve tu sangre.” “Que venga un colibrí y se lleve tu clítoris.” “Que venga un buitre y se lleve tu miembro.” “Que
venga un ave del Paraíso y se lleve tu alma”, le dije, y nos quedamos callados (del Paso154-155).

Observamos que el ser se desmiembra. El cuerpo, pese a ser canallesco, indómito y excesivo, se
corrompe, y la franca algarabía juvenil de Palinuro, de Estefanía, de Molkas, de Fabricio e
incluso el primo Walter, traduce la ausencia de una cara fija. El humor contrarresta la angustia y
el vacío de la existencia: en el organismo novelesco y en los personajes aparecen poros hechos

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por esta pérdida de los recuerdos que la muerte del espejo simboliza. Esta angustia se enlaza con
la que experimentan los personajes cuando en “Una historia, otras historias”, los adjetivos se
desprenden de los objetos, de forma que los primos deben inventariarlos para asignarles el
correcto. Y es también emblemático que el primer adjetivo que a Estefanía se le ocurre sea
“absurdo”. Ibáñez Molto agrega: “Las raíces del absurdo son, algunas veces, la más estricta
realidad” (164).
Aquí el Paraíso privado se empequeñece, a pesar de la tentativa por edificar el cosmos a partir del
cuarto. Por desgracia, la realidad vence la fantasía, y no al revés: “Palinuro en la escalera o el arte
de la comedia” ahuyenta el erotismo por completo y pone de manifiesto el tema vedado, lejano,
que la impulsiva sexualidad desaforada de los primos difiere con sus hazañas. Hablamos de la
muerte, que sobrevuela la novela.
Y es que la ceremonia erótica es también una de esterilidad, y el autor mexicano la lleva (con
su muerte implícita, su negación a crear) hasta las últimas consecuencias. Más allá de la
plasticidad que destaque Álvarez Lobato desde lecturas del grotesco literario, el sincretismo
impreso por del Paso catapulta al lector hacia el Palinuro virgiliano y al de Connolly, cuyas
relevancias rescata la académica mexicana: “En ambos casos, sin embargo, el meollo del mito de
Palinuro no se encuentra en el naufragio, sino en el desasosiego posterior del personaje, ya que
solamente pueden traspasar la corriente del Estigio las almas de quienes recibieron sepultura, a
los insepultos corresponde una larga espera de cien años” (125). En este mundo de padecimientos
infranqueables, la risa aligera la carga de todos nuestros pesares; nunca, empero, disuelve la
certidumbre de la muerte, que es la que circunda la medicina. Ese cúmulo de saberes actúa como
prótesis, como mejoramiento del cuerpo, como instrumento, aunque siempre esté en la periferia
de la vida: “´¿Por qué hablas tanto de la muerte?´ ´Es la muerte la que habla por mis labios: ya te
acostumbrarás como estudiante a la muerte de todos los días. Pues como dijo Claude Bernard: La
vie, c´est la mort. Aunque prefiero lo que dice el divino marqués, que consideraba la muerte
como una de las preciosas leyes de la naturaleza” (del Paso 50-51) (Las cursivas son suyas).
Ver la novela como cuerpo insiste en la capacidad de concebirse más allá de los límites
corporales o, en todo caso, de las interacciones biológicas del ser humano, y recurrir a la
medicina como los zancos que trasladan el organismo arlequinesco de Palinuro y Palinuro hacia
lo que trasciende la vida. Nos referimos no únicamente a la ternura en el abrazo de Estefanía ni
de la erotización hiperbolizada y extravagante de ambos primos, sino de la memoria, de la

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conversación sobre todo y sobre nada, de la acrobacia perpetua que traza con el lenguaje (desde
la estilización del vocabulario médico hasta el desapego adjetival de las cosas que ya destacamos
un poco más atrás, pasando por la dócil prosopoeya del espejo o del cuarto, confiriéndoles vida,
catalogándolos como seres vivos); de esos párrafos inmensos donde el fluido narrativo adquiere
una polifonía riquísima en matices, en asunciones enciclopédicas y giros lingüísticos netamente
mexicanos; de la pregunta eterna por la identidad que justifica perseguirla, y también de la
excesiva arbitrariedad del Estado que hiere en la flor roja por la que Palinuro se desangra.
A lo largo de la novela vemos, en cada capítulo, pequeñas muertes que, sumándose, fulminan
paulatinamente a Palinuro: la del joven que nuestro héroe ve ser diseccionado en el anfiteatro; la
del espejo de los primos que ya hemos comentado; la de las certezas sobre la soberanía propia
que pone en jaque el primo Walter en “La erudición del primo Walter y las manzanas de Tristam
Shandy”; la de la mujer que satisface la necrofilia de los tres amigos en “Más confesiones: la
buena y mala leche de Molkas”; la de Mamá Clementina y la del hijo de Palinuro y Estefanía en
“Trabajos de amor perdidos”; la de la salud colectiva en la catedral dedicada a atender la
enfermedad en “La última de las Islas Imaginarias: esta casa de enfermos”; o de las ilusiones del
primo Walter en su última aparición, en “Del sentimiento tragicómico de la vida”. Con muertes
como la materna, la de la creatividad o de la imaginación, ¿Palinuro sí estará abocado a esa
voluntad del fracaso o a esa resignación que Álvarez Lobato señala?
Más bien, por el espíritu mexicano del protagonista es que la muerte subyace cada anécdota,
cada recuerdo, cada pretexto que nivela los capítulos entre ellos y los adereza con el ingenio
delpasiano. Una holografía de la palabra no puede tener cabida más que en la poderosa
imaginación y en el fecundo sentido del humor que distingue la novela de otras. La muerte limita
el ariete docto de los especialistas médico y es ella quien moldea la novela en compañía del
espíritu de la medicina. Ya en el distintivo que inicia la novela el lector reconoce ese sabor a
fantasmagoría que funge como una pátina no muy gruesa que encierra la jovialidad de Palinuro,
contenido, tristemente, por los márgenes:

La ciencia de la medicina fue un fantasma que habitó, toda la vida, en el corazón de Palinuro. A veces era un
fantasma triste que arrastraba por los hospitales de la tierra una cauda de riñones flotantes y corpiños de acero. A
veces era un fantasma sabio que se le aparecía en sueños para ofrecerle, como Atenea a Esculapio, dos redomas
llenas de sangre: con una de ellas, podía resucitar a sus muertos queridos; con la otra, podía destruirlos y
destruirse a sí mismo (del Paso 7).

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Notable íncipit que presagia la dualidad profunda de Palinuro, que a veces se traduce en el
desdoblamiento de personalidad (o de agente narrativo-narrador) o que transforma su
pensamiento en una combinación de todo lo que sabe. Asimismo, menciona aquellas privaciones
de la medicina que, por fortuna, para la literatura no son tales. El recuerdo literario recrea los
personajes muertos, los resucita, les insufla de una vida que esté en consonancia con el ritmo
pródigo de la narrativa, y los trasvasa de memoria en memoria, reflejando su contradictoria, pero
humana existencia. Mas destruirlos implica la grotesca labia de Palinuro, la parodia excesiva, la
jiribilla fálica, el humor color petróleo que también es un elemento altamente mexicano. Su
espíritu está, como el de la medicina, arraigado a la certidumbre del final; estar conscientes de él
les permite retardar su inminente arribo.
Desviemos la mirada por un momento de la novela y dirijámosla hacia nuestros cultos,
tradiciones e historia: octubre, mes de muerte, se convierte en una fiesta excesiva, en un toreo a la
parca, en un carnaval donde la catrina y el catrín hacen de la huesuda una entidad altamente
sexualizada. A través de la mofa prolongada diferimos la ominosa carga de la finitud humana.
Incluso el funeral es una fiesta. Esto se vincula con el calvario de Palinuro, que se vuelve una
comedia en el guion que es “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”. Como en las
pastorelas o en los desfiles, nuestra vena humorística desolemniza los asuntos más graves, como
la religión o la muerte. Por el conocimiento premonitorio de lo que ocurrirá el dos de octubre, en
el lector pervive una angustia creciente; la ignorancia del personaje por su funesto porvenir
también invita a un repaso de toda nuestra historia de violencia.
La desgracia atroz estampa el ideario mexicano; las tragedias se congregan, empero, en
algunos episodios que marcan un antes y un después en el curso de los acontecimientos: la
masacre de Tlatelolco dejó una herida que dista de cicatrizar. Quizá la más profunda y la más
indignante. Incluso aquí nos arriesgamos, aunque bien podría extenderse hacia otra investigación,
una familiaridad muy peculiar entre la lírica de Óscar Chávez sobre el ´68 y Palinuro de México.
De esta alusión tan sólo queremos resaltar el tratamiento irónico y paródico de las desgracias, que
caricaturiza a los responsables de éstas y en el cual emerge la tenacidad del arte ante la represión.
La risa no pretender faltarles el respeto a los caídos, sino exhibir la voluntad vital que a costa del
horror continúa.

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La ironía juega aquí su cruel papel: pese a toda la sapiencia de Palinuro, le llega la muerte en
una agonía escalonada, la cual representa el ascenso lento y gradual del héroe al cielo (Álvarez
Lobato 129). La tragicomicidad de México apremia más que nunca en este capítulo que, como
“Circe” de Ulysses, instala la fantasía de los personajes frente a la película agobiante del mundo
material. Del Paso hace del movimiento estudiantil un carnaval exuberante que está delante de
ese diálogo de sordos, mudos y ciegos que se desarrolla en la escalera. Como telón de fondo, la
indiferencia y el olvido, pero todavía Palinuro tiene la lucidez suficiente para contar cómo
esquivó la represión estatal: “Palinuro: ¡Sí, allí estoy, véanme todos: por poco me aplasta un
tanque con dos metralletas largas como cuernos, si no fuera porque un amigo mío de la
Preparatoria le dio un quite muy a tiempo, ¡que encendió las hurras de mi corazón! ¡Pero en un
momento dado mi capa, o en otras palabras mi chaleco de rombos salió volando…!” (611).
La novela toca el episodio histórico no de un modo tangencial, sin que tampoco éste la defina
por completo. El contexto es de suma relevancia porque aniquila el sueño juvenil de los sesenta al
enfrentarlo contra una cobertura de totalitarismo; del Paso lo aprovecha para indicar la
indiferencia, la ignorancia, el adormecimiento de las masas (la rama mojada por el Leteo) y aun
el olvido (la angustia del piloto de pasar tantos años en el inframundo por su insepulto cuerpo).
Quizá, de todas las muertes indicadas, la más onerosa. El reconocimiento corporal otorgado por
el concúbito erótico finaliza, como hemos dicho, demasiado pronto; pero para que Palinuro
trascienda hace falta que nazca como novela, como personaje literario. El entusiasmo del
estudiante de medicina persiste hasta su último aliento, dándonos en su lucha vehemente un
mensaje que todavía tiene validez: “TODOS (arrojándose unos a otros las antorchas, como
malabaristas): ¡Cada estudiante muerto es una antorcha viva! ¡Cada antorcha viva es un
estudiante muerto! ¡Cada estudiante muerto es una antorcha viva! ¡Cada antorcha viva es un
estudiante muerto!” (del Paso 620).
Este es el momento donde Palinuro se vuelve un ícono, un símbolo nacional que “trasciende
las lecturas de Virgilio y Connolly: no sucumbe ante la rama mojada en las aguas del Leteo que
le ofrece el dios del Sueño, aquí, a pesar de la furia del Estado, permanece despierto, construye la
memoria histórica y hace un llamado a que México despierte” (137). Nuestro héroe se
inmortaliza ya no con un simple cabo o en cada lectura que se ha hecho de la novela: su vida
engaña del único modo posible a la muerte. Del amor entre el narrador (Palinuro) y su prima nace
Palinuro: es necesario que todo mundo se entere del acontecimiento; que los personajes ficticios

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de la televisión, del cine o de la literatura le den la bienvenida a Palinuro, quien ya no es aquel
Palinuro virgiliano cuyo nombre prestará a un fenómeno geológico; es el Palinuro de México.

Bibliografía:

1. Álvarez Lobato, Carmen. “IDENTIDAD Y AMBIVALENCIA. UNA LECTURA DE


PALINURO DE MÉXICO DESDE ELGROTESCO.” Redalyc. El Colegio de México.
Enero-junio, 2008. Web. 10-4-20. https://www.redalyc.org/pdf/602/60211170005.pdf
2. Del Paso, Fernando. Palinuro de México. D.F: Fondo de Cultura Económica, 2019.
Impreso.
3. ---. “Entrevista con Fernando del Paso: un juntador de palabras.” Entr. Elvira García.
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http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/ojs_rum/index.php/rum/article/view/16241/1
7789
4. Ibáñez Molto, María Amparo. “Humor surrealista en Palinuro de México.” Dialnet plus.
Universidad de La Rioja. Web. 20-4-20. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/5740
5. Lukács, György. Teoría de la novela. D.F: Penguin Random House, 2018. Impreso.
6. Lacoue-Labarthe, Philippe y Jean Luc-Nancy. El absoluto literario: teoría de la
literatura del romanticismo alemán. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012. Impreso.

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