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Suplemento Cultural El País. 24-07-2009.

Idea Vilariño

Idea Vilariño
Antonio Muñoz Molina 8 MAR 2008

Lo que mejor recuerdo de Montevideo es la mirada de Idea Vilariño. Alrededor de la mesa en la


que los comensales hablaban con el fervor rioplatense por discutirlo todo sólo ella permanecía en
silencio y observaba, una mujer de setenta y tantos años con la piel lisa y brillante y los rasgos
afilados, con unos ojos en los que permanecía intacto el fuego frío de la juventud. Hay personas
que nos miran desde una cercanía inmediata; Idea Vilariño miraba como emboscada en el interior
de sí misma, y rodeada de gente parecía tan a solas como en esa habitación que es el espacio
visible o implícito de casi todos sus poemas: la habitación del insomnio, la de la soledad al mismo
tiempo orgullosa y desgarrada, la del amor furioso y sobre todo la de la ausencia y la
rememoración pasional y desengañada del amor, la habitación de no esperar nada y sin embargo
seguir esperando unos pasos en la escalera y unos golpes en la puerta, debajo de la cual se ha
encendido a deshoras la luz del descansillo.
Miraba como emboscada en el interior de sí misma, y rodeada de gente parecía tan a solas como en esa habitación
que es el espacio visible o implícito de casi todos sus poemas

García Lorca escribió en una carta que quería escribir una poesía "de abrirse las venas": exactamente eso es lo que
uno siente leyendo algunos de sus poemas de amor, una celebración simultánea de la ebriedad y de la desgracia

En un viaje anterior a Montevideo yo había descubierto los poemas de Idea Vilariño pero no me
había encontrado con ella. Entre la gente cordial y conversadora de esa ciudad ella era una sombra
poderosa, como la de Onetti, que aún vivía, omnipresente y a la vez lejano, muy enfermo, en
Madrid. Idea Vilariño era el nombre inscrito en la dedicatoria de Los adioses y una leyenda
dibujada ambiguamente entre la literatura y el chisme de capital pequeña, densa de vapores
intelectuales y sentimentales. Hablaban de ella, pero Idea Vilariño no aparecía. Contaban que
tenía la salud frágil y que no era muy frecuente verla en público. En la exposición de homenaje a
Onetti su cara seria y su mirada de cuarenta años atrás estaba en los márgenes de algunas
fotografías. Fotos de escritores jóvenes, urgidos por una cierta vocación de posteridad, con el
cosmopolitismo extremado y un poco melancólico de quien se sabe muy lejos de las capitales
veneradas del mundo; fundadores de revistas de vida corta y difusión escasa, muy buscadas al
cabo de muchos años por investigadores obstinados; acompañante de algún viajero eminente al
que agasajan con temerosa devoción y junto al que posan en las fotos como exponiéndose al
resplandor solar de su celebridad. En la foto de la visita de Pablo Neruda a Montevideo Idea
Vilariño está entre los literatos jóvenes que lo acompañan: también en otra junto a Juan Ramón
Jiménez y a Zenobia Camprubí, los dos afables y viejos, cansados de destierro.
Querida Idea enlutada con verde mirar lento, le escribió Juan Ramón en una carta. En esas fotos
antiguas que yo veía antes de conocerla Idea Vilariño tiene, a diferencia de quienes la rodean, una
conciencia muy clara de estar posando, una actitud de mirada intensa y presencia ensimismada y
letárgica que parece aprendida de Virginia Woolf o Greta Garbo o Juliette Gréco: la musa
distinguida y pálida que toma de pronto las riendas de su propia vida imponiendo su presencia en
un círculo de hombres, escribiendo poemas que al cabo de muy poco tiempo ya se han despojado
de cualquier rastro de retórica y de musicalidad evidente, han adquirido una mezcla de
desbordamiento impúdico y rigor expresivo que lo deja a uno sin respiro desde la primera lectura.
Volví de mi primer viaje a Montevideo sin haber conocido a Idea Vilariño, pero en el largo vuelo de
regreso vine leyendo sus poemas de amor, en el avión casi a oscuras, a la luz de esa pequeña
lámpara que sigue encendida para el viajero insomne cuando a su alrededor todo el mundo
duerme y por la ventanilla sólo se distingue una noche sin estrellas al fondo de la cual uno sabe no
sin aprensión que está la gran negrura oceánica. García Lorca escribió en una carta que quería
escribir una poesía "de abrirse las venas": exactamente eso es lo que uno siente leyendo algunos
de sus poemas de amor, igual que los mejores de Luis Cernuda o de Pedro Salinas, una celebración
simultánea de la ebriedad y de la desgracia, sin complacencia, sin término medio, con una
capacidad de iluminación y de estremecimiento que probablemente no puede alcanzarse sin
renunciar a la vergüenza, y que tal vez sólo se encuentra en estado puro en algunas formas de
canción popular, en el bolero y en el tango.
Ese es el mundo en el que uno queda atrapado como en un cepo al leer los poemas de Idea
Vilariño. Su respiración es sincopada, con algo de los heptasílabos de Pedro Salinas, o con las
cadencias todavía más quebradas de William Carlos Williams, como un aliento que se ahoga a
causa de la excitación y de la impaciencia y de la imposibilidad de decir. No hay paisaje exterior, ni
explicaciones, ni adornos, ni nombres, sólo los amantes encerrados en esa habitación que será
también la de la soledad y la espera, y la de un dolor demasiado cruel como para que lo designe la
blanda palabra añoranza: Por qué / aún / de nuevo / vuelve el viejo dolor / me rompe el pecho /
me parte en dos / me cubre de amargura. / Por qué / hoy / todavía. El pudor expresivo multiplica
el efecto de la falta de vergüenza: en un poema titulado Seis la mujer cuenta las veces que su
amante ha gemido al correrse; en otro se está viendo en un espejo al arrodillarse delante de él.
Guardé y releí durante años aquel libro que había traído de Montevideo, y que tenía algo de
revelación clandestina. Hace unos días, inesperadamente, en una librería de Madrid, encontré una
edición flamante de la poesía completa de Idea Vilariño, publicada en uno de esos volúmenes
hermosos y austeros de Lumen. Y al mismo tiempo y también por sorpresa me llega un libro de
homenaje a ella editado por Ana Inés Larre Borges para la Academia Nacional de Letras de
Uruguay, lleno de fotos, de cartas, de fragmentos de diarios, de tajantes afirmaciones políticas
inmunes al descrédito de la realidad y no mitigadas por el paso del tiempo.
Las fotos, los poemas leídos de nuevo, me han devuelto el recuerdo preciso de la mirada de Idea
Vilariño, en un segundo viaje a Montevideo del que ya va haciendo demasiados años. Hay
ciudades que se le quedan a uno tan presentes que pierde la conciencia del tiempo que lleva sin
volver a ellas. Onetti había muerto y yo hablaba de su literatura en una sala donde estaban
mirándome, sentadas en la primera fila, la mujer que había vivido con él más de cuarenta años y la
que había escrito para él esos poemas de amor descarado y clarividencia sin consuelo. En uno de
ellos cuenta las noches que pasaron juntos: no más de nueve. En otro, escrito en 1958, profetiza lo
que ocurrirá en 1994: No te veré morir. El "verde mirar lento" que había visto Juan Ramón Jiménez
mantenía su fulgor muchos años después del final de la juventud: la atención afilada en la cara
muy seria, la furia nunca apaciguada que traspasa como una herida cada uno de esos poemas.

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