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Cartas a la muerte del Venerable Padre Bernardo Francisco de

Hoyos
Bernardo de Hoyos (1711-1735) es considerado el primer apóstol de la
devoción y culto al Sagrado Corazón de Jesús en España. El 12 de
enero de 1996, el Papa Juan Pablo II leyó el decreto en el que se
declaraban las virtudes en grado heroico del P. Bernardo de Hoyos, y
sigue adelante su proceso de beatificación.

Se muestran a continuación una carta necrológica y dos cartas de


edificación escritas a la muerte del P. Bernardo de Hoyos, ocurrida el
29 de noviembre de 1735, pocos meses después de su ordenación
sacerdotal, cuando Bernardo de Hoyos tenía solamente 24 años.
 

 
Carta necrológica
 
(Carta muy breve, simplemente para dar la noticia de su muerte. La escribió el P.
Manuel de Prado, Rector del Colegio de San Ignacio de Valladolid, donde Bernardo
de Hoyos acababa de fallecer. Esta carta se puede ver reproducida en la revista
"Mensajero del Corazón de Jesús", Año 1952)

Hoy martes, 29 de noviembre, se ha servido el Señor de llevar para sí,


como esperamos, al P. Bernardo de Hoyos. Lo que participo a V. R.
para que se sirva mandar se le hagan en esa casa los sufragios
acostumbrados como a difunto de nuestra Provincia de Castilla.

Dios nuestro Señor guarde a V. R. muchos años.


Valladolid y noviembre 29 de 1735.
Muy siervo de V. R.
JHS
Manuel de Prado, S. I.
     

     
Cartas de edificación
     
DOS CARTAS DE EDIFICACION QUE SOBRE LA MUERTE Y
VIRTUDES DEL P. BERNARDO FRANCISCO DE HOYOS DE LA
COMPAÑIA DE JESÚS DIRIGIO EL P. MANUEL DE PRADO DE LA
MISMA COMPAÑIA A LOS SUPERIORES DE LA PROVINCIA DE
CASTILLA

 INTRODUCCION (Revista “Mensajero del Corazón de Jesús”, Noviembre 1885)

A 29 de este mes en que estamos de noviembre se cumple el tercer


quincuagenario, o sea los 150 años justos de cuando se comunicaba a
las casas de la Compañía de Jesús, de la provincia de Castilla, la
nueva inesperada y no poco misteriosa de la muerte de uno de sus
hijos, a quien, sin embargo, parecía haber escogido el cielo para que
con el tiempo fuera una de sus mayores glorias: el P. Bernardo
Francisco de Hoyos. Solo se anunciaba en aquel primer aviso que su
muerte, a la temprana edad de 24 años, había sido preciosísima, sin
duda, en el acatamiento del Señor; pero que, para mayor seguridad, y
conforme a lo dispuesto en la Compañía, se hiciesen por su alma los
sufragios acostumbrados en ella por el descanso eterno de sus
difuntos.

Nadie, fuera de unos pocos a quienes constaba de la santidad


asombrosa del P. Bernardo, pensaba sino en encomendarle a Dios,
cuando, trascurrida apenas una semana del impensado aviso, se leía
en los refectorios de la Provincia una larga carta del mismo autor, el P.
Manuel de Prado, fecha a 6 de diciembre, en que se daba cuenta de
las virtudes y gracias admirables del joven, hasta entonces ocultas y
desconocidas. Fue en todos extraordinaria la conmoción que produjo
su lectura: todos bendecían al Señor que los quiso enriquecer en sus
mismos días con los ejemplos y dones prodigiosos de un Hermano y
compañero tan siervo de Dios, y pedían al P. Prado, Rector del Colegio
de San Ignacio de Valladolid, donde aquél acababa de fallecer, se
dignase enviarles más pormenores acerca de la vida y muerte de a
quien todos amaban, unos por haberle tratado familiarmente en sus
estudios, y otros por las noticias más circunstanciadas y menos
sabidas que ya poco a poco se iban extendiendo de su santa
conversación y costumbres angelicales. Hacíanse sobre todo grandes
elogios de su virginal modestia, condición afabilísima y ardiente
caridad: algunos más allegados a él publicaban de paso algo de lo que
sabían de su elección y divino llamamiento para propagar por España
la devoción naciente al Sagrado Corazón de Jesús, cuyos progresos
admiraban todos, ignorando los más el principio y mano oculta que los
fomentaba.

No podía dejar de ver el P. Prado en esta piadosa conmoción la


suavísima providencia del Señor que la dirigía, ni quería hacerse sordo
a las peticiones de sus Hermanos; que cada vez con más urgencia le
rogaban se sirviera descubrirles, para gloria de Dios, cuanto supiese o
pudiese descubrir de su querido hijo el P. Bernardo: Pero ni aun así y
todo se avenía por su cuenta a darles gusto, aunque más él lo
deseaba, mientras no se lo mandase expresamente su Provincial, o en
cosa que no se estilaba ni se estila sino en rarísimas y bien probadas
ocasiones. Parecíale que, para la común edificación de la Provincia,
bastaba ya con su carta de 6 de diciembre; y quizá le contenía también
aun más en su retraimiento la idea o aprensión de que no se
atribuyese a alabanza propia el menor empeño que de su parte se
notara en realzar la memoria del P. Bernardo: porque, al fin, él le había
admitido en la Compañía, siendo después su Maestro de novicios,
luego su director espiritual por algún tiempo, teniendo, por último, la
gloria y satisfacción de que muriese en sus brazos el bendito joven.
Mas Dios se encargó de librarle de este compromiso de su humildad.
Porque, hallándose perplejo entre el temor y el deseo, le llegó orden
terminante de su Provincial, el P. Francisco de Miranda, de que,
mientras se disponía una Vida copiosa del santo P. Bernardo,
declarase él en una nueva Carta de edificación más en particular,
como él mismo advierte en ella, las virtudes y dones con que el cielo
adornó su alma: Así lo ejecutó inmediatamente el celoso Rector de
Valladolid, escribiendo luego la segunda y remitiéndola impresa a
todas las casas de la Provincia, con fecha de 25 de abril de 1736.

Es ésta en cuanto al orden y método la misma primera, más


completa y acabada, y aun, por eso, bastante quizás a juicio de
algunos sola ella para el logro de lo que pretendemos hoy con su
reproducción, que es lo mismo justamente que pretendió su autor al
escribirla: conviene a saber, dar una muestra exacta y una suma, larga
en datos si corta en palabras, de la eminente santidad del P. Bernardo
Francisco de Hoyos, mientras sale a luz, que ya cierto no puede tardar
en salir, su Vida maravillosa escrita por el P. Juan de Loyola a ruego y
mandato del solícito Provincial, P. Miranda. Pero, esto no obstante,
hanos parecido hacer una cosa apacible a nuestros lectores en no
darles sola la segunda carta más extensa del P. Prado, sino precedida
de la primera más breve, ya porque, siendo ésta todavía inédita, se
leerá con gusto, ya también porque ella fue el medio de que se valió el
Señor para que, al fin, se hiciera público y tan querido ya en nuestra
España el nombre del devotísimo P. Bernardo.

Haga el mismo Señor que su lectura produzca, como deseamos, en


todas las almas piadosas y amantes del Corazón Sagrado de Jesús,
los efectos saludables de ardoroso celo que produjo en los primeros
apóstoles de esta tierna devoción entre los hijos de la Compañía.

Redacción del MENSAJERO DEL CORAZÓN DE JESÚS.


     

     
Carta Primera
 
CARTA PRIMERA DEL P. MANUEL DE PRADO (A 6 DE DICIEMBRE
DE 1735) SOBRE LA MUERTE Y VIRTUDES DEL P. BERNARDO
FRANCISCO DE HOYOS

P.C.

Martes, 29 del pasado, fue Nuestro Señor servido de llevar para sí,
como esperamos, al P. Bernardo de Hoyos, de 24 años de edad, 9 de
Compañía, y 7 de Escolar aprobado (1), recibidos a tiempo los
Sacramentos, y dicha la recomendación del alma en presencia de la
Comunidad. Su enfermedad fue un tabardillo de los muchos que
infestan a esta ciudad, y que, prevaleciendo a todo remedio, le acabó
en el decimocuarto de su enfermedad.

(1) Como que había nacido a 21 de agosto de 1711, entrado en la Compañía a 11 de


julio de 1726, y hecho los votos del bienio a 12 de julio de 1728.

Los grandes y sólidos fundamentos de virtud que el P. Bernardo echó


en el Noviciado, y que cada día iba perfeccionando, llegaron a levantar
en su alma un edificio de perfección más que ordinaria, pero casi toda
ella interior; porque, aunque su exterior fue siempre muy ajustado, sin
que se le notase falta alguna digna de reprehensión, sin embargo,
procuraba encubrir con santo artificio los grandes caudales de virtud
que se ocultaban en su alma, y que solamente los pudieron reconocer
los que más de adentro le trataron.

En las virtudes propias de un Religioso, observó el P. Bernardo una


suma exacción.

En la pobreza fue muy exacto, sin que jamás sus parientes, por más
instancias que le hiciesen, pudiesen recabar el que recibiese de ellos
cosa alguna; y aun para las cosas de devoción y algunas otras
menudencias que recibía de los domésticos, vivía prevenido con las
licencias que tenía apuntadas en un papel, y que, aun sin ser
necesario, las renovaba cada mes.

De la virtud de la obediencia, se puede decir que la observó el P.


Bernardo con todas las circunstancias que, para su perfección, nos
prescribe nuestro gran Padre San Ignacio, no haciendo cosa alguna
que no fuese regulada por la voluntad del Superior o de su Director.

En la castidad fue singular el cuidado con que andaba para no


manchada con la más leve culpa; y los más remotos asomos de
tentaciones que sintiese contra esta virtud, eran para su purísima alma
las más terribles aflicciones, de que comunmente procuraba librarse
con una especialísima guarda de sus sentidos, sin que jamás hubiese
mirado con advertencia a mujer alguna al rostro. Pero, porque conocía
bien el P. Bernardo que, para conservar esta virtud en toda su
hermosura y esplendor, era necesario valerse de algún soberano
patrocinio, no dejó de solicitarle su cuidado; porque entre sus papeles
se ha encontrado uno muy tierno y afectuoso hacia nuestro Angel en la
pureza San Luis Gonzaga, en que le toma por patrono y protector de
su castidad, ofreciendo al Santo el procurar imitar sus virtudes y
ejemplos con las mayores veras de su espíritu, y prometiéndole
celebrar todos los años su fiesta con especial afecto. Ni se olvidaba. el
P. Bernardo, para este mismo fin, de la mortificación y maceración de
su cuerpo, en que fue necesario que la obediencia le pusiese los
límites para no exceder con daño notable de su salud. Testigos son de
esto los muchos instrumentos que después de su muerte se le
encontraron, de cilicios, cadenillas y varios géneros de disciplinas,
entre las cuales se hallaron unas sembradas de agujas, que muestran,
en la mucha sangre de que están bañadas, los rigores con que trataba
su cuerpo.

La mansedumbre y humildad, como virtudes de que tan expresamente


se nos propuso por ejemplar Cristo Jesús, fueron muy amadas del P.
Bernardo. Nunca se le oyó decir mal de persona alguna, ni se le notó
palabra o acción que pudiese zaherir a otros. Todos le encontraban
pronto para su alivio, y siempre de un mismo temple, risueño y
apacible, sin que jamás se le viese alterado o menos sufrido. Tuvo
siempre bajísimo concepto de sí mismo; y, para ejercitarse más en la
humildad, fuera de otras muchas cosas que hacía, tenía un confidente
suyo, a quien decía de rodillas sus faltas, pedíale penitencia por ellas,
y concluía este humilde acto con besarle los pies.

Todas estas virtudes las coronaba con la reina de todas ellas, la


caridad y amor de Dios. Era en él tan ardiente, que muchas veces se
veía obligado a prorrumpir en tiernos coloquios para templar y
desahogar por la boca los incendios en que se abrasaba su corazón.
Este amor era el blanco adonde se enderezaban todos sus
pensamientos, todas sus palabras y acciones. Oyósele decir que, si
conociese que Dios se complacía más en que dejase cualquier obra de
virtud, por más afición que la tuviese, la dejaría prontamente,
desocupando su corazón de aquel afecto, y dejándole en la misma
tranquilidad que gozaba.

Quien así andaba tan solícito en agradar a Dios, y en procurar para su


alma las virtudes, no es mucho que llegase a lograr del mismo Dios
muchos de aquellos favores y gracias con que Su Majestad suele
regalar a sus escogidos. Apuntaré solamente en general algo de lo
mucho que en esta materia se pudiera decir.

Comunicóle el Señor un don especialísimo de oración, en que, fuera


del tiempo destinado para todos, gastaba otros muchos ratos en este
santo ejercicio; y aun se puede decir que estaba todo el día en oración:
pues llegó a lograr una continua presencia de Dios, con aquel modo
singular que se concede por privilegio a muy pocos. En esta fragua de
la oración concebía su alma tanto fuego divino, que a veces, por no
poderlo sufrir, se veía precisado a buscar algún alivio. Aquí le
descubría Dios los más ocultos misterios de su Divinidad: aquí recibía
maravillosas ilustraciones para la acertada conducta de su vida, y aun
también para la de algunos otros: aquí se le comunicaban aquellas
luces celestiales con que en materias de espíritu hablaba con tan
propios términos, tanta claridad y distinción, que admiraba aun a los
más prácticos en esta dificultosa ciencia.

Sin embargo de todos estos favores, no quiso Dios exceptuar al P.


Bernardo de aquella ley ordinaria con que suele tratar a sus siervos.
Porque tiempos hubo en que, suspendiendo el Señor sus dulzuras, se
hallaba de repente en un desamparo y sequedad tan grande, que le
traía sumamente afligido. Mas no por eso cesaba un punto el P.
Bernardo en su modo de vida, prosiguiendo con admirable constancia
en sus acostumbrados ejercicios de virtud; hasta que, compadecido el
Señor, y viendo la fiel correspondencia de su siervo, mandaba cesar la
tempestad.

Aunque el P. Bernardo tuvo muy tierna y particular devoción con


muchos Santos, y en especial con la Reina de todos ellos, María
Santísima, sobresalió en él la que tuvo en estos últimos años al
Sagrado Corazón de Jesús. Las perfecciones y finezas de este divino
Corazón, era la materia más ordinaria de su oración. Este era el centro
de sus amores, el objeto de sus delicias; y no parece sabía pensar en
otra cosa que en este adorable Corazón, en tanto grado, que, aun en
medio del delirio que padeció en su enfermedad, prorrumpió en un
coloquio tan concertado, tan devoto, y con tanto fervor de espíritu; que
puso en admiración a cuantos nos hallábamos presentes.

Los favores que de tan tierna devoción recibió el P. Bernardo, fueron


muchos, que no refiero particularmente por no hacer más larga esta
carta. Pero no es digno de omitirse el haber merecido que el Señor le
comunicase alguna parte de aquellas penas que su divino Corazón
padeció por la redención del mundo. Y aunque estas penas las
padecía el P. Bernardo, por lo común, en lo interior de su espíritu, sin
embargo, alguna u otra vez se derivaban al cuerpo, y con tan sensible
efecto, que le hacían temblar, estremecerse y perder casi los sentidos.
En varios tiempos del año, pero con especialidad los primeros viernes
de cada mes, dedicados singularmente al culto del Corazón de Jesús,
le daba el Señor a sentir tan vivamente los dolores que su Sagrado
Corazón padeció en el Huerto, que, para declararlos de alguna
manera, decía que no se admiraba de lo que nos dejó escrito San
Buenaventura cuando dijo que, si los dolores que el Corazón de
Jesucristo padeció, se dividiesen entre todos los hombres, bastarían a
quitarles la vida.

Habiendo sido, pues, la del P. Bernardo tan inocente y religiosa como


se ha visto, nos podemos persuadir que está ya gozando de Dios; mas,
para cumplir con mi obligación, suplico a V. R. se sirva mandar se le
hagan en su santo Colegio los sufragios acostumbrados, como a
difunto de esta Provincia, si ya no se le han hecho en fuerza de mi
primer aviso.

Nuestro Señor guarde a V. R. los muchos años que yo deseo y le


suplico.
Valladolid, y diciembre 6 de 1735.
Muy siervo de V. R.
JHS
MANUEL DE PRADO.
     

 
Carta segunda
 
CARTA SEGUNDA Y MAS LARGA DEL P. MANUEL DE PRADO (A 25
DE ABRIL DE 1736) SOBRE LA MUERTE Y YIRTUDES DEL P.
BERNARDO FRANCISCO DE HOYOS IMPRESA YA EL MISMO AÑO
EN VALLADOLID Y REPRODUCIDA CON ALGUNAS NOTAS Y
MAYOR CLARIDAD EN EL TEXTO

P. C.

En carta de 6 de diciembre del año pasado (1) participé a V. R. el


dichoso tránsito que hizo de esta vida a la eterna, en 29 de noviembre,
el P. Bernardo Francisco de Hoyos, de 24 años de edad, 9 de
Compañía, y 7 de Escolar aprobado. Pero, porque en dicha carta solo
manifesté como en compendio y en general, el gran caudal de virtudes
que en los pocos años que vivió en la Compañía, adquirió el P.
Bernardo, se me ha mandado que en carta más extensa declare más
en particular las virtudes y dones con que el cielo adornó su alma. Esto
es lo que voy a ejecutar ahora; previniendo a V. R. que el espíritu del
P. Bernardo, en medio de haber sido muy singular, fue concordemente
aprobado por varias personas de prudencia, virtud y letras.

(1) En efecto, está fechada en el original a 6, como arriba se habrá visto, y no, como
se dice en el impreso de esta segunda, a diez de diciembre de 1736.

Pero, antes de descender a cosas particulares, me ha parecido


proponer aquí una breve y general idea de su espíritu. Fue tan
ciegamente rendido, que jamás tuvo otro juicio ni otra voluntad, que la
voluntad y juicio de sus Superiores y Directores. Su afabilidad fue bien
conocida de todos: y su humildad tan profunda, que los extraordinarios
favores con que Dios frecuentemente le regalaba, jamás le movieron al
menor aprecio de sí mismo. Su virtud, aunque singular, fue siempre
ajena de aquellas singularidades y extravagancias que suelen hacerla
sospechosa: su semblante, siempre sereno, aun en medio de las
muchas contradicciones que padeció, y de las penas interiores que
sobremanera le afligieron en el tiempo de sus frecuentes y
penosísimos desamparos. Sentía en sí mismo una como innata
inclinación a lo más perfecto. Aspiraba a una perfección elevada, pero
escondida a los ojos de los hombres; amable y dulce, pero sólida y
nada pueril. Y, en fin, para significarlo todo en una palabra, lo diré con
las mismas con que el P. Bernardo se declara: Siéntese mi corazón
llevar por las sendas que el dulcísimo San Francisco de Sales conduce
a su Teótimo a lo elevado de la perfección.

Viniendo, pues, a tratar en particular de las virtudes del P. Bernardo,


comenzaré por las que son más propias de un Religioso. En la pobreza
fue tan exacto, que jamás sus parientes, por más instancias que le
hicieron, pudieron recabar el que recibiese de ellos cosa alguna. Para
las cosas de devoción y algunas otras menudencias que recibía de los
domésticos, vivía prevenido con las licencias necesarias; de las que
sólo se valía en los casos repentinos: porque, si la cosa lo permitía,
acudía primero por la licencia. Aun para las cosas muy pequeñas que
pudieron ofrecérsele en su estado de Estudiante, no quiso jamás tener
un real, ni admitirle de persona alguna que se le ofrecía con singular
cariño. Y para cerrar del todo la puerta a las ofertas de parientes y
conocidos, pidió a uno de sus Directores que le diese por limosna lo
poco que podía necesitar para encuadernar las Materias (1). Y
hablando el P. Bernardo de esta limosna, dice así: La limosna de V. R.
recibo como tal, y he usado de ella a más no poder, por las
circunstancias de Estudiante: que, en adelante, me parece que ni aun
esto se compadecerá con mi vocación particular. Tenía especial
complacencia en haber renunciado por Cristo todos los bienes
temporales; y añadía que, si fuera señor de todas las cosas del mundo,
las abandonaría todas, y reputaría por estiércol. Aun en las cosas de
devoción que tenía para su uso, quería que fuesen las más pobres,
observando con singular delicadeza la perfección de esta virtud: por
donde, hallándose una vez con una estampa grande de la Virgen, no
paró hasta trocarla con otra más pequeña. Dios me da a entender, dice
en una de sus cartas, que me quiere pobre, no sólo en el afecto, sino
también en el efecto, y desnudo aun de lo que en otros se compadece
con el rigor del voto.

(1) Es decir, las que dictaban en clase los maestros y copiaban los discípulos.

De la virtud de la obediencia se puede decir que la observó el P.


Bernardo con todas las circunstancias que para su perfección nos
prescribe nuestro gran Padre San Ignacio. Porque se puede decir sin
temeridad que el P. Bernardo tenía un entendimiento sin curiosidad, un
espíritu sin propio juicio, un juicio sin voluntad propia, y un corazón
todo rendido a las más ligeras insinuaciones de los Superiores. A éstos
miraba y respetaba como a Dios, y como a tales les hacía en su interior
una profunda reverencia siempre que los encontraba. Escribiendo una
vez a uno de sus Superiores mediatos sobre cierto negocio de no
pequeña importancia, concluye así la carta: Yo no quiero más que lo
que V. R. quisiere, ni me pasa por el pensamiento otra cosa: V. R. es
otro Dios para mí. En otra ocasión, en que se le prohibió escribir
difusamente sus cosas, y sólo se le permitió el dar cuenta de los
favores más especiales que recibía del Señor, dice así, escribiendo a
uno de sus Directores: Supuesta la determinación de nuestro P.
Provincial, o, por mejor decir, la de nuestro Amor Jesús: que para mí
es la misma una que otra. Ni era menor el rendimiento y obediencia
que observaba con sus Directores. No se atrevía a ejecutar de nuevo
cosa alguna, por mínima que fuese, ya de penitencia, ya de devoción,
sin el permiso de alguno de ellos. Nada les tenía oculto de cuanto le
pasaba por su alma; y en todo lo que le mandaban, les obedecía con
admirable docilidad. Tal fue siempre el espíritu del P. Bernardo: dar
cuenta de todo a sus Directores, obedecerles en todo, y sujetar a la
dirección de su obediencia aun las mismas luces que recibía de Dios
en la oración. No puede haber mejor señal de que las cosas
extraordinarias que pasaban en su alma, y de que se dará alguna
escasa noticia en esta carta, no procedían ni de ilusión del demonio ni
de la viveza. de la imaginación ni de las industrias (1) de la hipocresía,
que la simplicidad con que daba cuenta a sus Directores de lo que
pasaba en su alma, y la fidelidad puntual con que ejecutaba lo que le
prescribía la obediencia. Oíalos como al mismo Cristo, siendo para él
sus palabras otros tantos oráculos. Y la causa de esta confianza entera
y de esta sujeción tan ciega, era el temor que siempre le afligía de ser
engañado. Por eso, escribiendo a uno de sus Directores, le dice así:
Dame Dios una seguridad tan grande en obedecer a V. R., que me
pareciera evidente señal de ser engañado, el faltar en algo a ello.

(1) En el impreso dice: ni la viveza... ni las industrias.

En la virtud de la castidad observó el P. Bernardo la perfección que nos


pide nuestro Santo Padre en las Reglas, procurando imitar la pureza
angélica (1) en cuerpo y mente. Para su más exacta custodia le previno
el Señor muy de antemano con un aborrecimiento grande al vicio
opuesto, como se verá por el suceso siguiente. Siendo aún niño de
ocho a diez años, y entrando por casualidad en un cuarto de su casa
algo oscuro, reparó que se hacía alguna cosa menos honesta: y fue tal
el sobresalto y horror que le causó aquel infeliz espectáculo, que, sin
poder contenerse, salió dando voces y clamando: La ira de Dios viene
sobre esta casa. Quien tanto aborrecía este vicio aun cuando niño,
bien se deja conocer lo que haría cuando más crecido, y en todo el
resto de su vida. Los más remotos asomos de tentación que sintiese
contra esta virtud angélica, eran para su purísima alma las más
terribles aflicciones; de que comunmente procuraba librarse con una
especialísima guarda de todos sus sentidos. Jamás miró
advertidamente el rostro de mujer alguna; y tenía hecho firme propósito
de ejecutarlo así toda su vida. Si alguna vez, por acaso o por descuido,
tropezaban sus ojos con semejantes objetos, procuraba sobresaltado
recogerlos, como si. hubiera visto a un basilisco. Si, por casualidad, oía
alguna cosa que desdijese algo de la perfección de esta virtud, se
inmutaba sensiblemente, manifestando en la mudanza de color,
modestia de su rostro y gravedad en el semblante, cuánto desdecían
de la limpieza de su alma aun las sombras del vicio opuesto. Era tanta
la vigilancia y cuidado con que celaba la guarda de su pureza, que aun
en el mismo sueño se reconocieron sus efectos. Por dos ocasiones,
como él mismo lo refiere, se halló asaltado entre sueños de una
tentación impura: pero fue tan esforzada la resistencia que hizo, que
despertó, no sólo sobresaltado y lleno de horror, sino también cubierto
de sudor, por la congoja y pena que le causaba representación tan fea.

(1) En el impreso se introdujo por descuido la frase no hay después de la palabra


angélica.

Pero, porque conocía bien el P. Bernardo que una virtud tan angélica
no se podía conservar en toda su hermosura sin su buena hermana y
compañera la mortificación, no dejó de practicar esta virtud con todo
cuidado. Y por lo que toca a la mortificación y maceración de su
cuerpo, se sabe de cierto que las disciplinas y cilicios eran muy
frecuentes, más o menos según el orden y disposición de los
Superiores o Directores: porque fue necesario que en este punto le
pusiese límites la obediencia, para que no excediese con daño notable
de su salud. Testigos son de esto los muchos instrumentos que,
después de su muerte, se le encontraron de cilicios, cadenillas y varios
géneros de disciplinas; entre las cuales se hallaron unas sembradas de
agujas, que mostraban bien, en la mucha sangre de que estaban
bañadas, los rigores con que trataba a su carne. Y sin embargo, no
cesaba de insistir con su Director para que le concediese más
penitencias, alegando tenía más fuerzas de las que se pensaban. Los
deseos, le dice, y como innata propensión a más penitencias, si bien
dentro de los límites de la obediencia, son tales, que me persuado a
que Dios me quiere llevar por aquí. Desde que conoció la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús se abstenía todos los viernes de todo
género de bebida. En las mortificaciones de cosas pequeñas fue muy
exacto, fervoroso y constante. Muchas veces pasaban de ciento
cincuenta las veces que se mortificaba al día; y siempre que se
sentaba en algún banco o silla, jamás se arrimaba a los respaldos. De
aquí nacían los grandes deseos que tenía de padecer, y que bien
claramente se reconocieron en el tiempo de su última enfermedad:
porque, hallándose, por el excesivo fuego de la calentura, fatigado de
una sed tan ardiente, que apenas se le percibía lo que hablaba, jamás
se le oyó quejarse de ella, ni menos pedir el más ligero refrigerio. Arde
mi corazón, escribe a uno de sus Directores, en deseos de padecer: y
la bebida más dulce para mí sería agotar hasta las heces, si mi
flaqueza pudiera, el cáliz de los trabajos. No estoy gustoso cuando me
falta algo que padecer; antes pienso tengo ofendido al Señor, quien
dispone que, poco o mucho, por este o por aquel lado, no falte alguna
cosilla que ofrecerle.

Siendo la mortificación interior incomparablemente más preciosa, y


como el alma que anima las mortificaciones exteriores, no se descuidó
de ella el P. Bernardo. Es cosa singular la vigilancia con que andaba
en la mortificación de sus pasiones. Era, en lo natural, de genio vivo,
colérico y ardiente, pero rara vez se dejaba vencer de su viveza. En
una sola ocasión, y muy a los principios de su Noviciado, se sabe que
dio una respuesta poco suave a otro connovicio suyo: pero fue tal la
tristeza que concibió por esta falta, que no paró hasta conseguir de los
Superiores el borrarla por medio de alguna penitencia; y aun en estos
últimos años la tenía muy presente para llorarla. En lo demás se tiene
por cierto, y lo testifican personas que le trataron muy de cerca, que
jamás se le oyó decir mal de persona alguna, ni se le notó palabra o
acción que pudiese zaherir a otros. Todos le encontraban pronto para
su alivio, y siempre de un mismo temple, risueño y apacible; sin que
jamás se le viese alterado o menos sufrido. No falta persona que
asegure haber observado en el P. Bernardo una suma tranquilidad y
dominio aun en los primeros movimientos de las pasiones, en algunos
lances en que se le ofrecieron motivos bastantemente sensibles y
capaces de alterar a quien no anduviese con un sumo cuidado y
vigilancia en reprimirse; lo que ejecutaba con un género de disimulo,
que parecía no le tocaba nada de lo que se decía contra él. La
paciencia, dice otra persona, se la probé muchas veces muy de
propósito (1), por varios caminos y en tales materias que parece le
habían de tocar en lo vivo: pero, con pasmo y admiración mía, jamás
noté en él otra cosa que una cara de risa, un profundo silencio; y, si
alguna vez respondía, era con una paz y serenidad de ánimo, que no
se adquiere fácilmente sino después de una continua y fervorosa
mortificación de las pasiones.

(1) En el impreso: y muy de propósito.

Esta rara afabilidad y mansedumbre, tan recomendada de nuestro


divino Salvador, se vio acompañada en el P. Bernardo con aquella
humildad de corazón de que tan expresamente se nos propuso por
ejemplar el mismo Señor. Cuando le sucedía algún contratiempo (que
fueron no pocos, y de no poca monta), solía repetir aquella máxima de
Santa Teresa de Jesús: Sólo se puede seguir o que Dios sea alabado
o yo despreciado: de todo me consuelo. Tenía algunos confidentes
suyos a quienes decía de rodillas sus faltas: rogábales se las
reprehendiesen ásperamente; pedíales penitencia por ellas, y concluía
este humilde acto con besarles los pies. Al tiempo de recibir los
sagrados órdenes, viéndose asaltado de un reverente miedo, acudía
siempre al Superior, pidiéndole de rodillas su bendición y que se lo
mandase expresamente, para que de esa suerte, como él decía,
pudiese suplir de algún modo su grande indignidad. Siempre andaba
con unos ardientes deseos de vivir abatido, oculto al mundo, olvidado y
despreciado de todos: y, para que no se quedasen en puros deseos,
pedía al Superior que, según el Señor le inspirase, le ejercitase en
semejantes actos. Efectos eran todos estos del bajo concepto y vivo
conocimiento que tenía de sí mismo. Este le hacía considerarse
desnudo de todo bien, y, como él mismo escribe, identificado
prácticamente con la nada y con la miseria misma: y, cuando sobre
esto mismo cargaba un poco más la consideración, se confundía sobre
manera, y decía que no se hallaba a sí mismo, y que quisiera huir de
Dios de pura vergüenza. De aquí nacían aquellos temores que en
varias ocasiones afligieron terriblemente su espíritu, de si estaba iluso,
si engañaba a sus Directores, si todas sus cosas eran puras
imaginaciones de su fantasía o fingimientos artificiosos de su soberbia.
No puedo explicar, escribe a uno de ellos, el martirio que estos
temores causaron en este pobre corazón, despedazándome las
entrañas de sentimiento y dolor. Nacía de este mismo conocimiento
que, cuando por necesidad refería alguno de los favores recibidos de
Dios, lo hacía de un modo que claramente se conocía no le
ocasionaban aprecio alguno de sí mismo. Decía que todo era
sobrepuesto: y se explicaba con el oportunísimo ejemplo que trae San
Francisco de Sales, de las acémilas que en las recámaras de los
príncipes llevan grandes preciosidades, y, con todo eso, en quitándoles
la carga, se quedan unas bestias de poco valor. Así lo conocía el P.
Bernardo, y deseaba que todos lo conociesen así, y que le tratasen
como él merecía. Si bien, añade el mismo Padre, no se me cumple
este deseo, y sólo se suelen ofrecer algunas niñerías que me sirven de
consuelo: y encomiendo particularmente al Señor a quien me da algún
gusto en esto.

Todas estas virtudes las coronaba el P. Bernardo con la reina de todas


ellas la caridad y amor de Dios. Era en él tan ardiente, que muchas
veces se veía obligado a prorrumpir en tiernos coloquios para templar y
desahogar por la boca los incendios en que se abrasaba su corazón.
Se sabe de cierto que algunas veces eran tales estos incendios, que,
no pudiendo contenerse allá dentro el volcán, reventaba hacia fuera,
dejando dolorida y con crecidas ampollas toda aquella parte del pecho
que corresponde al corazón. De aquí nacían aquellas ansias que
frecuentemente le hacían suspirar por aquella patria celestial, y que le
obligaban a pasar en vela no poco tiempo de la noche, para desahogar
su corazón. Unas veces, teniendo ya por pesada la vida, solía decir:
Quando veniam, et apparebo ante faciem Dei? (1). Otras, pareciéndole
que se dilataba mucho el destierro en este valle de lágrimas, repetía:
Heu mihi, quia incolatus meus prolongatus est! (2). Otras, en fin,
deseando se rompiesen ya las cadenas que aprisionaban su espíritu,
clamaba con el Apóstol: Cupio disolvi, et esse cum Christo (3). Estaba
en una ocasión hablando de Dios con un confidente suyo: y
preguntándole éste, si quería morir de amor de Dios, la respuesta fue
inmutarse repentinamente, empezar a derramar copiosas lágrimas, y
decirle: ¡Ay Hermano mío, no sabe qué punto me ha tocado! Efectos
eran también de este divino amor en que el P. Bernardo se abrasaba,
los ardientes deseos de amar más, y de que los hombres amasen a la
infinita bondad de nuestro Dios. Pero de ninguna otra suerte se podrán
bastamente ponderar estos deseos, que trasladando aquí las palabras
con que el mismo Padre se explica. Son tales, dice, que no se
contienen en lo posible, sino que se adelantan a fingir quimeras. Si
pudiera amar con el amor de todas las criaturas infinitamente
multiplicadas, me parece no quedara satisfecho. Si, renunciando al
cielo y abrazando el infierno, amara más a mi Dios, lo hiciera
gustosísimo. Del mismo modo deseo amen a Dios todos los hombres:
este deseo me hace pedir continuamente por los pecadores. Quisiera
subir a la región del aire, y dar una voz que sonase en todo el mundo :
¡Hombres, amad a aquella bondad infinitamente amable! Si recelo que
Dios puede ser ofendido por algún hombre, no halla consuelo mi
espíritu hasta ver si puedo remediarlo o impedirlo, aunque sea dando
la vida: ¿qué digo la vida? diera yo por estorbar una ofensa de Dios,
todo cuanto Dios me puede dar, excepto su amor. Cuando reconozco
que de algún modo se extiende el divino amor, no puedo contener las
lágrimas de consuelo. Paréceme mía la ganancia: miro la gloria de mi
Dios como cosa propia: y así, el corazón, asomándose por los ojos, o
dando saltos, cuando no le concedo el desahogo de las lágrimas,
muestra su grande regocijo. Era a veces tan excesivo este fuego de
amor con que interiormente se abrasaba, que le parecía se hallaba en
peligro de muerte, juzgando dejar la vida a las dulces violencias del
amor. Yo no sé cómo vivo, escribe a su Director, y cómo no me acaba
de consumir el Señor con el fuego de su amor, cuyas llamas son tan
vivas, que es imposible vivir. Ando desatinado: no sé como es esto: yo
me veo a punto de muerte, y quisiera siempre estar así. Una noche de
Navidad, después de haber hecho algunas extraordinarias penitencias,
se retiró con un confidente suyo (4) a disponer su corazón con santas
conversaciones para celebrar el tierno misterio del Nacimiento del Niño
Dios. Pero, a pocas palabras fue tal el accidente de amor que le
sobrevino, que no sólo se asomó por los ojos en abundantes lágrimas,
sino que también se difundió por todo el cuerpo, causando una notable
y dulce conmoción; pero tal, que le postró todas las fuerzas, quedando
como yerto entre los brazos de su confidente. Para explicar la fineza
con que el P. Bernardo amaba a su Dios, basta saber que en este su
amor no permitía se mezclase respeto alguno, ni de esperanza, ni de
temor: por donde solía decir que, si el Señor viese le amaba por la
dulzura del amor o por la esperanza de la gloria, le privase de uno y
otro; y concluía: ¡Oh, que es gran cosa amar por amar! Y yo juzgo que
no amará por otro fin quien conociere por experiencia cuán amable es
por sí sola la bondad infinita de Dios. De aquí le nacía el no admitir en
su corazón amor alguno de las criaturas, que no fuese por Dios, en
Dios y para Dios; de que pone por testigo al mismo Señor. Por lo
menos estaba cierto que ninguna de ellas tenía dominio sobre su
corazón advertidamente: y solía decir que, si lo conociera y,
arrancándose el corazón, pudiera purificarle en el fuego, de semejante
escoria, lo hiciera gustosísimo.

(1) Psal. XLI, 3.


(2) Psal. CXIX, 5.
(3) Desiderium habens dissolvi et esse cum Christo, clamaba el Apóstol (ad Philipp.
1, 23).
(4) El H. Juan Lorenzo Jiménez.

De este amor tan abrasado para con Dios nacía también el amor para
con los prójimos y celo de sus almas. Se le había infundido un deseo
ardiente de que todos los hombres amasen a Dios, y solía decir que
derramaría gustosísimo toda su sangre porque ninguno le ofendiese.
Este deseo de la salvación de las almas, aun mucho antes que fuese
sacerdote, le consumía interiormente. De aquí nacía el prorrumpir en
aquella nunca bastantemente ponderada celosa expresión del Apóstol,
con que desearía apartarse de Cristo, si fuese posible, por la salvación
de sus hermanos (1). De aquí, aquellas instantes súplicas y fervorosas
oraciones a Dios, para que con su gracia avivase en los predicadores
el celo de la conversión de las almas. De aquí, aquel abrasado afecto
con que decía: Se me parte el corazón de dolor, cuando considero hay
quien ofenda a mi Dios; y diera mil vidas para sacar una alma de
pecado. Pero no dejó de costarle caro este celo. En una ocasión
conoció por especialísima luz del cielo, que cierta persona conocida
suya se hallaba en pecado mortal, cuyo infeliz estado le mostró Dios
en la figura de un horrible monstruo. Hallóse sobresaltado con la vista
de tan espantoso espectáculo, y agitado su corazón de compasivo
celo, hizo cuantas diligencias le permitía su estado, para que aquella
miserable alma (2) se restituyese a la gracia de su Señor. Llevó muy a
mal el demonio tan caritativos oficios; y, encendido en rabiosa furia
contra el P. Bernardo, le atormentó tan desapiadadamente, que casi le
dejó sin sentido, y oyó una terrible voz que le decía: ¿Piensa él que ha
salido aquella alma de pecado? Pues no, que la tengo muy dominada:
pero ya pagará él lo que ha hecho. Y fue que el P. Bernardo había
escrito repetidas veces a dos Jesuitas, para que empleasen toda su
industria y todo su celo en la conversión de aquella alma. Después que
se ordenó de sacerdote, y en los pocos meses que pudo practicar los
ministerios correspondientes a este estado, son indecibles las santas
industrias de que usaba, el consuelo grande que sentía, y el singular
celo con que se aplicaba a la administración del Sacramento de la
Penitencia. Habíale prevenido el Señor con una clarísima luz, en que
conoció muy al vivo la excelencia de tan importante ministerio.
Mostrósele una bella fuente, que, saliendo del Corazón Sagrado de
Jesús, destilaba por siete conductos de oro purísimo la preciosa
sangre del Cordero inmaculado, que particularmente corría por un
hermoso caño, cuya llave manejaban los sacerdotes. La noche antes
que había de practicar este santo ministerio, como también en la
oración de la mañana siguiente, enviaba su Angel Custodio a convidar
a los de los pecadores, para que se los trajesen a su tribunal. En éste
predominaba la mansedumbre y la suavidad del P. Bernardo, en tanto
grado, que llegó a formar escrúpulo de no reprehender bastantemente
el pecado por ponderar la grandeza de la misericordia de Dios. Y aun
por eso no había persona que una vez se confesase con él, que no
saliese prendado de su dulzura, y con ánimo resuelto de continuar en
adelante logrando tan eficaz como apacible dirección.

(1) Optabam enim ego ipse anathema esse a Christo pro fratribus meis. (Ad Rom, IX,
3).
(2) En el impreso falta esta palabra.

Quien tan solícito andaba en agradar a Dios y en procurar para su


alma las virtudes, no es mucho llegase a lograr del mismo Dios
muchos de aquellos favores y gracias con que Su Majestad suele
regalar a sus escogidos. Si yo dejara correr la pluma en asunto tan
dilatado como el que aquí se ofrece, pudiera dar abundante materia,
así para glorificar a Dios en su siervo, como para admirar la grandeza
de los dones que tan a manos llenas le comunicó. Pero me contentaré
con apuntar algo de lo mucho que se podía decir: porque, ni debo
hacer libro una carta, ni quiero que pierdan mucho tiempo los que con
una cierta escrupulosa y, tal vez, presumida crítica, se ponen muy
despacio a dudar sobre todo cuanto Dios obra de maravilloso en sus
escogidos. Comunicóle el Señor un don especialísimo de oración. A
este santo ejercicio, no menos útil que necesario para adquirir la
perfección, se aplicó con tanto cuidado el P. Bernardo, que, fuera del
tiempo destinado para todos, gastaba muchos otros ratos en él: y en
algunos tiempos de mayor devoción, como Semana Santa, Nacimiento
de Cristo y otros, empleaba muchas horas extraordinarias en la
oración. Es verdad que a los principios de su Noviciado observó en ella
con exacta puntualidad el método que nuestro Padre San Ignacio nos
prescribe en su libro de oro de los Ejercicios. Pero, pasados pocos
meses, y desde el día de San Francisco Javier del año de 1726, le
empezó el Señor a comunicar un don tan sobrenatural de oración, que,
como afirman sus Directores, le fue poco a poco elevando a una
contemplación altísima, subiéndole por todos aquellos grados que nos
enseñan los más experimentados en la Teología Mística. Diré algunos
de los maravillosos efectos que causaba en el P. Bernardo, después
de haber declarado el modo de presencia de Dios que solía traer.

En los principios era regular, y por los métodos ordinarios que le


enseñaban; pero después contínua, y con aquel modo singular que se
concede por privilegio a muy pocos, y que sólo Dios puede enseñarle.
Todas las criaturas que más al vivo representan a su Criador, eran
otras tantas centellas que levantaban en su corazón un volcán de
sagrado fuego. Los actos de amor de Dios, escribe a su Director, son
muy frecuentes, y mi voluntad está continuamente como reclinada en
el seno de su Amado con un consuelo y certeza grande de que está
presente. Con esta presencia de Dios andaba continuamente el P.
Bernardo; y, siendo ella tan admirable como se deja ver, no lo es
menos la expedición tan concertada con que daba cumplimiento a
todas las ocupaciones que estaban a su cargo, por exteriores que
fuesen. Pero ello era así, que ni el estudio ni el trato con los hombres,
ni alguna otra obra exterior, eran capaces de distraer su voluntad,
entregada siempre a su Dios. Jamás se reconoció mejor tan singular
privilegio, que en las funciones literarias que ejercitó en público.
Hablando en una de ellas y día en que se celebraba el Patrocinio de
Nuestra Señora, dice así: En lo interior salió tal, que en la fuga de los
argumentos estaba la parte superior derretida en dulzuras con nuestra
dulcísima Madre, y como riéndose de la ocupación de los sentidos. De
donde no se tendrá por increíble lo que con toda sinceridad confesó el
P. Bernardo a sus Superiores: que ni la unión con Dios le impedía el
estudio, ni éste aquélla.

Volviendo, pues, a su oración, ésta era la fragua donde concebía su


alma tanto fuego divino, que a veces, por no poderlo sufrir, se veía
precisado a buscar algún alivio: y, como él mismo dice, solía hacer una
impresión tan dulce, pero tan eficaz, en su alma, que, redundando
parte en el cuerpo, quedaba éste como desmayado, y a pique de dar
consigo en tierra, si no solicitaba algún arrimo. Aquí se le comunicaban
aquellas luces celestiales con que en materias de espíritu hablaba con
tan propios términos, tanta claridad y distinción, que admiraba aun a
los más prácticos en esta dificultosa ciencia. Es cosa que pone
admiración, ver a un joven de tan pocos años, y empleado siempre en
las precisas tareas de la filosofía y teología: verle, digo, tan práctico en
la Sagrada Escritura, no sólo del Nuevo, sino también del Viejo
Testamento, como si por muy largos años no hubiera sido otro su
estudio. Todos los días leía algo en este sagrado libro; y por la grande
reverencia que le tenía, lo hacía de rodillas. Muchos eran los secretos
y misterios que descubría en esta lección divina: y, quien atentamente
leyere sus cartas, admirará los varios y oportunos sentidos que
comunica a sus sagradas cláusulas. Por donde no debe ser increíble lo
que en una de sus cartas dice a su Director por estas palabras: La
noche de Navidad, y en tiempo de los Maitines melliflui facti sunt caeli.
Es cosa de admiración y de mucha confusión para mi ingratitud, ver
cuán a manos llenas franquea la divina bondad sus secretos a esta
infiel criatura. En cada verso de los Salmos, en cada palabra, se
suspendía mi espíritu; porque entendía, concebía y veneraba unos
secretos grandes, que, ilustrando el entendimiento, llevaban tras sí
toda la voluntad en avenidas o inundaciones de dulzuras.

En la oración era donde recibía el P. Bernardo maravillosas


ilustraciones del Señor para la acertada conducta de su vida: unas
veces declarándole lo que había de hacer; otras, previniéndole contra
las astucias y engaños del demonio: ya ordenándole la materia de su
oración por los días de la semana; ya señalándole los medios de que
debía usar para vencer las tentaciones que le esperaban. El Señor me
asiste tan sensiblemente, dice en una de sus cartas, que parece le
siento en mí; y con sus soberanas luces me enseña a amarle, a
despegar mi corazón de todo lo criado, y aspirar a una alta perfección.
Ni se estrechaban estas divinas luces a arreglar solamente la conducta
de su vida, extendiéndose también a la de algunos otros. Fuera de las
acertadas máximas de perfección que, obligado de la obediencia,
prescribió a varias personas, se sabe por testimonio de algunas el
singular fruto que el P. Bernardo hizo en sus almas con su trato y no
menos sabia que eficaz dirección. A este fin le manifestaba el Señor
los movimientos más ocultos del corazón ajeno. Por lo menos tengo el
testimonio de dos personas fidedignas, que me aseguran haber
experimentado en sí mismas esta verdad; y aun añade una de ellas,
que, andando bien confusa, sin acabar de distinguir ciertos
movimientos de su corazón, se los descubrió el P. Bernardo con tanta
claridad, como si los viera presentes.

Quien tan favorecido se hallaba de Dios en una materia singularmente


reservada a su Providencia, no es mucho lograse también el favor de
ver como presentes los sucesos futuros. No me detendré, aunque
pudiera, en referir muchos casos. No digo nada de las anticipadas
noticias con que Dios le prevenía, así del día en que habían de
empezar, como del día en que tendrían fin los desamparos de que se
hará mención. Un Jesuita de prudencia, virtud y letras (1), tiene por
cierto haberle comunicado Dios el don de profecía: pues varias cosas
que le prenunciaba sobre la devoción al Corazón de Jesús, todas ellas
las ha visto cumplidas. Otro, no menos autorizado que el primero (2),
estaba determinado a perseverar en cierto Colegio, en caso que la
obediencia se lo dejase a su arbitrio. Comunicó este pensamiento con
el P. Bernardo, quien, después de algunos días, le dijo que se dejase
gobernar, porque para el año siguiente le pondría Dios en donde
quería le sirviese en adelante. Así sucedió: porque el Superior, sin
dejarle arbitrio, le señaló otro Colegio, donde por razón de su empleo
perseverará muchos años. Añade esta misma persona que, por lo que
toca a su interior, va experimentando lo que le dijo el P. Bernardo le
sucedería en adelante. Consultósele sobre el estado de cierta señora
noble: y, habiéndolo encomendado a Dios muy despacio, conoció, en
fin, que a dicha señora la quería Dios para que le sirviese en el estado
de Religiosa; y así lo escribió a quien le hizo la consulta. El modo con
que Dios manifestó al. P. Bernardo este suceso, lo refiere el mismo
Padre por estas palabras: Vi un hermoso corderito blanco, a quien
seguían muchas almas purísimas; y entre ellas conocí a la de esa
señora, que andaba tras el cordero y quería ser del número de las que
más de cerca le seguían; y, volviéndose el cordero con dulcísima
benignidad, la dijo: Sígueme; con que entendí la quería Dios para
Esposa suya. El suceso confirmó la verdad de esta visión; porque,
contra todo lo que la prudencia humana podía prometer, la señora
entró Religiosa.

(1) El P. Pedro de Calatayud.


(2) El P. Juan de Loyola.

Sin embargo de todos estos favores y algunos otros que apuntaré, no


quiso Dios exceptuar al P. Bernardo de aquella ley ordinaria con que
suele tratar a sus escogidos. Porque tiempos hubo en que,
suspendiendo el Señor sus dulzuras, se hallaba en un desamparo y
sequedad tan grande, que le traía sumamente afligido: y, aunque
fueron frecuentes estos desamparos, sólo describiré aquí el más
principal, y que le duró por más tiempo. El día, pues, 14 de noviembre
de 1728, día en que se celebraba el Patrocinio de la Virgen, quiso esta
soberana Señora fortalecer y armar a su siervo para la batalla que tan
cerca estaba: porque, después de haber comulgado y estando dando
gracias, se le apareció la gran Reina de los Angeles, y mirándole con
toda la benignidad de su apacibilísimo rostro, le dijo estas palabras:
Para que veas te he de patrocinar, he querido empiece el desamparo
en este día de mi Patrocinio. Llegada la tarde, y estando rezando el
Rosario, reconoció que su Angel de Guarda, cuya presencia le era muy
familiar, se apartaba de su lado, y que le cercaban cuatro demonios.
Causóle esta mudanza de objetos el pavor que se deja bien conocer: y,
aunque la visión duró poco, se halló luego su alma en un triste penoso
desamparo.

Representábasele con gran viveza que Dios estaba irritado contra él:
que le había dejado de su mano, y que tenía ya sobre su cerviz la
espada vengadora de su Justicia. De aquí le nacía una tristeza tal en
su alma, y una tan profunda melancolía en su cuerpo, que todo le daba
en rostro. Hallábase enfadado consigo mismo: la oración le ponía
horror: la misa era el lugar de su martirio: los ejercicios espirituales le
causaban tedio: la misma recreación le servía de mayor tormento.
Viéndole en este (1) estado los demonios, le excitaban tales furias y
rabiosos ímpetus, que muchas veces, si el Señor no le ayudara, se
diera contra las paredes, y se despedazara a sí mismo. A estas furias
se juntaban las tentaciones de blasfemias contra Dios, contra la Virgen
y contra los Santos, tan horrorosos, que sólo el acordarse de ellas le
hacía temblar. Después de tan penosa batería, solían los demonios
fingir que se retiraban, no como quienes huían vencidos, sino como
quienes insultaban con la victoria. Pero no huían: quedábanse como en
emboscada, para lograr más fácilmente su tiro, y renovar con mayor
fiereza la guerra. Así era: porque, cesando las otras tentaciones, le
dejaban en su alma una desesperación tan furiosa, que se daba ya por
perdido. Ni le faltaban al honestísimo joven furiosos asaltos contra su
pureza: porque se le representaban objetos tan torpes, tan feos y con
tan sensibles impresiones, que le ponían en un extremo peligro,
causándole tal pena y tormento, que sólo quien la ha experimentado,
como él dice, lo podrá concebir. Cuando en este tiempo se llegaba a la
sagrada comunión, le afligían sobre manera los demonios. Unas veces
le atemorizaban con voces, y le decían: ¿Dónde va el deshonesto, el
soberbio, el blasfemo? Apártese, que, si llega, será luego confundido
en el profundo del infierno. Otras veces le apretaban fuertemente la
garganta para que no pudiese pasar la Forma. Otras, en fin, le
incitaban con vehementísimos impulsos a que la arrojase en tierra y la
pisase. Finalmente, eran tales las penas interiores que padecía, que
perdía el sentido; y se comunicaban al cuerpo en tanto grado, que
cuantos artejos y miembros tenía, se le deshacían de dolor. Siendo
esto así, no es mucho que, escribiendo a su Director, prorrumpiese en
estas sentidas expresiones: Esta carta va regada con lágrimas que
brotan de mis ojos; y me parece que soy la criatura más infeliz que de
mujeres ha nacido.

(1) En el impreso falta esta palabra.

Así proseguía el P. Bernardo, sin que por eso padeciese menoscabo


alguno su admirable constancia en los acostumbrados ejercicios de
virtud, hasta que, compadecido el Señor, y viendo la fiel
correspondencia de su siervo, mandó a los vientos, calmó su furia, y
sobrevino la más agradable y deseada bonanza.

Amaneció, pues, el día 17 de Abril de 1729, día aquel año de la


gloriosa Resurrección del Señor, y día también en que había de cesar
su desamparo. Fue así: porque, hallándose despierto al mismo dar las
tres de la mañana, se vistió luego; y, arrojando su atribulado espíritu en
los brazos del Señor, empezó a traer a la memoria el misterio que en
este día celebraba la Iglesia. Aun no bien había hecho esta sagrada
reseña, cuando súbitamente le pareció percibir allá en lo interior de su
alma aquellas palabras de los Cantares: Surge, propera, amica mea...,
et veni: jam enim hiems transiit, imber abiit et recessit (1). A estas tan
alegres como dulces palabras se siguió luego el ver por visión
intelectual al Santo Angel de su Guarda, que con una hermosa
bandera, y en forma de batalla, arrojaba a los cuatro demonios
asistentes a los calabozos infernales. Con esta vista, y con favor tan
especial del Señor, prorrumpió el P. Bernardo, todo lleno de gozo, en
aquellas palabras del Salmo 123: Benedictus Dominus, qui non dedit
nos in captionem dentibus eorum. Anima nostra sicut passer erepta est
de laqueo venantium: laqueus contritus est, et nos liberati sumus (2).
Querer ahora referir los favores y regalos que en este dichoso día y los
siguientes recibió su alma, no me sería fácil, por exceder toda
ponderación; pues aun al mismo P. Bernardo que los experimentó, le
faltan palabras para explicarse. Sólo diré que los cielos, que antes
parecían de bronce, empezaron a destilar dulzuras en tanta
abundancia, que dejaban anegada su alma en un mar de amorosos
incendios. Aquí fue cuando oyó distintamente la voz del Señor que le
decía: Veni de Libano, sponsa mea, veni de Libano (3): y animada su
alma con la licencia que tan cariñosas palabras la permitían, se arrojó
con tan dulce violencia entre los brazos de su Amado, que quedó sin
sentido por algún tiempo. Este fue el modo con que el P. Bernardo se
vio libre de su penoso desamparo, cuyo dichoso fin, y que había de ser
en este mismo día, se lo había manifestado Dios la noche de Navidad.
Así se lo tenía declarado el mismo Padre a su Director: y, admirándose
ahora de la puntualidad con que el Señor cumplía su palabra, oyó que
se le decía: Coelum et terra transibunt; verba autem mea, non
transibunt (4).

(1) Cant. II, 10,11.


(2) Aunque en el impreso se cita el Salmo 113, el testimonio es del CXXIII, 6, 7.
(3) Cant. IV, 8.
(4) Marc. XIII, 31; Luc. XXI, 33.

Pero no se piense que fue ésta la única vez que probó el Señor la
fidelidad de su siervo: porque, como ya dije, se repitieron con bastante
frecuencia estos penosos desamparos. Y es así; porque no hubo año
que no los padeciese, especialmente por los tiempos de Adviento y de
Cuaresma: señal no despreciable que nos asegura de que su espíritu
nada tuvo ni de hipocresía ni de ilusión ni de artificio, templando el
Señor, por contraveneno de la vanidad, con el acíbar de la tribulación
las dulzuras de los extraordinarios favores que le hacía. Ya quedan
apuntados algunos: pero aún me es preciso permitir a la pluma algunos
otros, con la ocasión de las particulares devociones que profesaba el
P. Bernardo.

Fue particularísimamente devoto de San Francisco de Sales, así por el


amor divino de que siempre estuvo poseído su corazón, como por la
sabia dulce conducta que nos dejó en sus escritos para conseguir la
perfección. El año de 1730 se preparó el P. Bernardo para celebrar la
fiesta de este Santo con una fervorosa novena, en que le pedía con
instantes súplicas le alcanzase de Dios aquellas admirables virtudes
con que había resplandecido en esta vida. Agradó tanto al Santo este
corto obsequio, con la súplica que en él se le hacía, que quiso
galardonarle por sí mismo: porque, llegándose el día de su fiesta, y
estando el P. Bernardo dando gracias después de haber comulgado,
vio por visión intelectual al glorioso Santo vestido de pontifical, que,
después de haberle declarado algunas cosas pertenecientes a su
interior, le dijo: que desde este día le tomaba por su Hijo espiritual: que
le dirigiría por medio de sus Padres espirituales: que en las cosas
arduas le dirigiría por sí mismo; y que practicase su doctrina con
aprobación de los Padres espirituales. Dicho esto, se despidió el
Santo, echándole su bendición. Desde este tiempo todas las noches
daba in spiritu cuenta de conciencia a su Santo Director. Una de estas
noches, en que le parecía no haber dado a sus obras todo el lleno de
perfección que debía, se hallaba muy corrido, sin atreverse a dar la
cuenta de conciencia. Pero acordándose de la afabilidad con que el
Santo recibía a sus Hijos espirituales, se determinó a ejecutado. Dio
finalmente su cuenta de conciencia; y le pareció que el Santo le decía:
Non invenio opera tua plena (1); pero con tanta suavidad y dulzura, que
causó en su espíritu grandes alientos y deseos de la perfección.
Estando una vez en oración, son palabras del P. Bernardo, me dijo el
Santo: Audi, fili mi, disciplinam Patris tui (2); y después me fue
poniendo delante mis faltas e imperfecciones, y enseñándome el modo
de renovar mi espíritu, examinando lo imperfecto que mezclo en mis
obras y lo perfecto que dejo. En suma, cerró toda su dulcísima
instrucción con advertirme que todas mis faltas positivas dependían de
deslizar al extremo de hacerme nimiamente todo a todos, y no
observar el medio necesario en lo del Apóstol: Omnibus omnia (3).

(1) Apocal. III, 2.


(2) Prov. I, 8.
(3) Omnibus omnia factus sum, ut omnes facerem salvos, decía el Apóstol (I ad Cor.
IX, 22).

A los Santos de nuestra Compañía no podré bastantemente explicar la


devoción que el P. Bernardo les tenía; pero ella se dará bien a conocer
por los singulares favores que le hicieron. San Luis Gonzaga y San
Estanislao de Kostka fueron para su amante corazón los Benjamines
de sus tiernos afectos. A estos dos Santos, como tan encendidos en
amor de Dios, les encomendaba su corazón, para que de su parte le
presentasen a su Amado. Ni quedó sin correspondencia esta devoción:
porque los mismos Santos quisieron por sí mismos agradecérsela a su
devoto. Dirélo con las mismas palabras con que el P. Bernardo lo
refiere. El día de nuestro pequeño San Estanislao tuve un buen rato,
porque vinieron los dos mis amigos San Luis y San Estanislao: y,
aunque la visita fue muy breve, yo quedé muy tierno todo el día, y aun
toda la octava. No es fácil declarar el consuelo que tuve con estos mis
dos Hermanos. Ellos se me acercaban más cariñosamente al paso que
yo me encogía de tratar con ellos, no sólo por mi ninguna virtud, sino
también por la diversidad de estados; mas ellos parece deponían la
majestad de bienaventurados en lo afables y humanos que me
hablaban.

La devoción que el P. Bernardo tenía a San Francisco Javier, fue muy


singular, así por el celo de la conversión de las almas que tanto
resplandeció en este santo apóstol, y de que se hallaba tan abrasado
el mismo Padre, como también por haber sido en su día cuando Dios le
visitó la primera vez con sus luces, y se echaron con más firmeza y
seguridad los primeros cimientos de la elevada perfección a que subió
después (1). Por eso no sabía llamarle sino con el renombre de Patrón
suyo: y era tanta la confianza con que acudía al Santo en todas sus
necesidades, que jamás dejó de llevar asegurado en el corazón el
favorable despacho de su pretensión. Los efectos correspondían a su
gran confianza: pues nos asegura el mismo P. Bernardo que nunca le
hizo novena en que no le hubiese concedido lo que le pedía; y esto,
aun estando en el siglo. Varias fueron las visitas con que el santo
apóstol llenó de indecibles consuelos el alma de su devoto; pero yo me
contentaré con proponer aquí una sola, y con las mismas palabras con
que el P. Bernardo la refiere. San Francisco Javier, mi especial
abogado y patrón, me visitó en su día, llenando mi pobre espíritu de
celestiales favores, y comunicándome una centella de aquel divino
celo de la mayor gloria de Dios y salvación de las almas, que le hizo
hacer tanto por Dios.

(1) Tal vez ignoraba el P. Prado que, además de esto, ya el cura que bautizó al P.
Bernardo le había dado por Abogado a San Francisco Javier, como consta de su fe
de bautismo.

Por lo dicho se deja conocer cuál sería la devoción que tenía el P.


Bernardo a nuestro Padre y Patriarca San Ignacio. Regalábase con el
Santo como lo suele hacer un hijo con su padre: y, fuera del tierno
amor que como a tal le tenía, le robaban todos sus afectos aquellos
incendios de amor divino, y aquella gran santidad que, por
especialísima luz del cielo, reconoció en el alma de nuestro Santo
Padre uno de los días en que se celebraba su fiesta. Yo, Padre mío,
escribe a su Director, no sé siquiera insinuar la gran santidad de
nuestro Santo Padre como la entendía: no es creíble, Padre mío, no es
creíble a quien le falta la luz del portentoso esfuerzo de la divina
bondad que miraba en tan gran Santo: a quien, después de haber
comulgado, vi por visión intelectual, lleno de gloria y muy cerca del
trono de la Santísima Trinidad. Parecióme hallarme entre los coros
angélicos que celebraban la fiesta del Santo. Miróme el Santo, y yo
quedé confuso y deshecho en lágrimas, reconociendo cuán
indignamente cumplo con la obligación de Hijo de San Ignacio. Por eso
no cesaba el P. Bernardo de rogar instantemente (1) al Santo, le
alcanzase gracia del Señor para no degenerar de los pensamientos de
tan buen Padre. Pedíale al Santo con tiernos suspiros y fervorosos
afectos, le reconociese por Hijo suyo; favor que, habiéndole felizmente
logrado, nos le refiere por estas palabras: Día de nuestro Santo Padre,
vi al Santo en el cielo, como otras veces: y, aunque asombrado y
corrido a vista de la santidad pasmosa de tal Padre, no dejé de
protestar ser su Hijo; y el Santo, sin embargo de mi ingratitud, no se
dedignó de reconocerme por tal.

(1) En el impreso dice por error instantáneamente.

Si los favores y gracias que recibimos de los Santos, son argumento


de la devoción que les tenemos, no fue pequeña la que el P. Bernardo
tuvo con el Santo Angel de su Guarda; pues fueron muchos y grandes
los favores que recibió de su mano. Veíale con mucha frecuencia a su
lado; unas veces instruyéndole en lo que debía hacer; otras, como
complaciéndose de lo bueno que había hecho. Teníale, digámoslo así,
tan a su mandar, que, cuando tenía necesidad de levantarse antes de
lo acostumbrado, con pedírselo a su Angel por la noche, se hallaba
siempre despierto a la hora misma que había pedido, En una sola
ocasión le negó su Angel este favor; lo que el mismo P. Bernardo, para
confusión suya, nos dejó escrito por estas palabras: Pedí a mi Angel
me despertase tres cuartos antes de la hora de levantar, para
prepararme para la comunión. No me despertó, siendo así que,
siempre que se lo pido, lo hace. Pensé si sería por mi culpa, y entendí
era por haber el día antecedente dicho una palabra que era algo falta
de caridad, aunque la dije sin mucha advertencia. Lloréla mucho; pedí
perdón al Señor y al Angel (era esto en tiempo de oración), cuando le
vi como otras veces consolándome y dándome a entender se me
había ya perdonado la falta. Y no es justo pasar aquí en silencio una
singular mudanza que experimentó el P. Bernardo.en la asistencia de
su Angel; porque, siendo así que, antes de ser sacerdote, se le ponía
siempre a su mano derecha, después que recibió el orden de
presbítero, reconoció que se le ponía a la siniestra; todo, sin duda, en
significación de la gran dignidad sacerdotal, tan venerada aun de los
mismos ángeles.

Para hablar dignamente de la singular devoción que el P. Bernardo


tuvo siempre a la gran Reina de los Angeles María Santísima, Señora
nuestra, y de los favores con que esta soberana Señora regaló a su
siervo, sería necesario que la pluma se dilatase aun más allá de lo
prometido. Pero, para no exceder los precisos límites de una carta, me
contentaré con decir algo de lo mucho que se podía decir. ¿Qué diré,
son palabras del P. Bernardo escribiendo a su Director, de la Madre
del Amor Hermoso, María Santísima? Es nuestra Madre: como tal se
muestra, y yo aspiro a ser Hijo suyo. Ya sabe V. R. las mercedes
singulares que he recibido por este acueducto de las gracias; tiene
dominio despótico sobre mi corazón, sobre mi alma y sobre mi espíritu,
como V. R. no ignora. Para fomentar esta devoción, tenía dispuesta y
firmada una Carta de Esclavitud a esta soberana Reina, que renovaba
frecuentemente; y en señal de tan apreciable servidumbre, traía
continuamente a su cuello una cadenita de alambre. Mas, como el
amor, cuando es grande, vive siempre confiadamente alentado para
emprender cosas mayores, no se contentó el del P. Bernardo con
entregarse por esclavo de la Santísima Virgen: aspiró también a la
dignidad de especial Hijo suyo. A este fin dispuso y firmó también una
devotísima carta, toda llena de amor y de ternura para con esta
soberana Reina, ofreciéndose por Hijo suyo. En ella hace renuncia en
sus divinas manos, de toda su alma, de su corazón y de todas sus
potencias, para que de allí adelante sea dirigido como un hijo pequeño
de su amorosa madre. En ella se obliga y promete mostrarse
verdadero Hijo de tan soberana Madre, ejecutando cuanto juzgase ser
de su divino agrado. En ella pide y suplica instantemente a la
Santísima Virgen, le mire desde aquel día como a Hijo verdadero suyo,
y que le asista con su poderosa intercesión para corresponder
dignamente a la obligación en que le ponía el nuevo estado. Fuera de
esto, saludábala frecuentemente con unas palabras de que, para este
mismo fin, usaba Santa Gertudis, a quien, como también a nuestro
difunto, significó la Santísima Virgen lo mucho que le agradaba esta
salutación, y los favores que por su medio recibían. Y, para no
defraudar a la devoción de los que quisieran aprovecharse de ella,
pongo aquí sus palabras: Ave, lilium candidum Sanctissimae
semperque tranquillae Trinitatis: ave rosa coelicae amaenitatis, de qua
nasci et cujus lacte pasci dignatus est Christus: divinis amoris tui
influxibus pasce me. Con estas y semejantes devociones logró,
finalmente, el P. Bernardo que la Santísima Virgen le recibiese por
especialísimo Hijo suyo.

Muchos y muy singulares sucesos pudiera referir en comprobación de


esta verdad, y de los favorables influjos que de tan amorosa Madre se
derivaban en el P. Bernardo; pero yo sólo trasladaré aquí uno u otro de
los más comunes. En el tiempo de aquel penoso desamparo que arriba
queda insinuado, se halló una vez acometido de una tentación
deshonesta, tan furiosa y terrible, que le obligó a clamar de lo más
íntimo de su corazón a la Madre de la pureza, María Santísima.
Lograron toda su eficacia las súplicas; porque en un momento se
sosegó la tempestad, obedeciendo los vientos de la tentación a la
imperiosa voz de la Virgen, y serenándose todo su interior con la vista
de la Estrella del Mar. Fue así, porque en medio de aquellos clamores
se le apareció la Reina del cielo, rodeada de multitud de ángeles, cuya
dulcísima y suavísima voz resonó clara y distintamente en lo interior de
su alma, diciéndole: Hijo, pronta estoy a socorrerte: en nada has
ofendido a mi Hijo: todavía te resta lo más que padecer. Andaba en
otra ocasión el P. Bernardo extrañamente afligido con unos grandes
temores de que iba errado por el camino que llevaba: que todo lo
pasado había sido imaginación y fingimiento: que desengañase a sus
Directores; que, de no hacerlo así, caería en desgracia de Dios, pues
los tenía cautelosamente engañados. No es creíble la tristeza y
congoja con que se veía oprimido su corazón, sin que, por más que
clamase a los Santos de su devoción, y aun a la Santísima Virgen,
recibiese por entonces todo el consuelo que necesitaba su espíritu. Así
pasó toda una víspera de San Juan Bautista, hasta el día siguiente, en
que, después de haber comulgado, cesaron los temores con la
presencia de la gran consoladora de los afligidos. Mi dulcísima madre,
escribe el mismo P. Bernardo a su Director, María Santísima, se me
dejó ver por visión intelectual, tan amorosa y amante, como una madre
a un hijo muy querido; y, además del alborozo que causó en mi alma
esta vista, que verdaderamente fue muy tierna, me consoló como
Madre, diciéndome no había que temer: que ella era mi Madre, y
cuidaba de mí como de Hijo regalado: que no permitiría ella, siendo mi
Madre, lo que no permitiera mi madre natural, si estuviese en su mano:
que, como su Santísimo Hijo me había dicho, el mismo temor era la
mejor señal: pero que esto era para probar mi espíritu; y que por esta
causa no me había respondido, cuando el día antecedente la invoqué
afligido.

A la devoción de la Santísima Virgen juntaba el P. Bernardo, en grado


más eminente, la de su Hijo Santísimo, Cristo Jesús. No podré
bastantemente explicar cuáles hayan sido en este venturoso joven los
afectos, las ternuras y las amorosas expresiones de su corazón para
con nuestro amabilísimo Jesús. Sería necesario tener un corazón
como el suyo, cautivo también del amor divino, para referirlo
dignamente: Contentaréme, pues, con trasladar aquí las palabras del
mismo Padre: No acierto, dice, a apartarme de mi buen Jesús; éste es
mi camino, mi vida, mi verdad: y puedo decir con mi San Bernardo:
Nihil mihi sapit sine Jesu. En mi corazón está esculpida su imagen, y
en él está transformada mi alma. A este Dios Hombre quiero, a este
Dios Hombre amo; éste es el centro de mi corazón. Ni en la oración ni
en la presencia de Dios, ni en otro ejercicio alguno, puedo apartarme
de Jesús. Quien leyere sus cartas, hallará bien comprobada esta
verdad; pues en casi todas ellas se hallan repetidos los afectos y
ternuras hacia nuestro amabilísimo Jesús. Tenía para su devoción una
estampa del Niño Jesús en ademán de disparar una saeta; y solía
decir, que no le podía mirar, sin que le hiriese su corazón. Siendo esto
así, no se debe tener por increíble que una alma tan abrasada en el
amor de Jesús recibiese de este Señor alguna parte de aquellos
favores que tan a manos llenas suele comunicar a sus escogidos. Se
sabe por testimonio que nos dejó escrito el mismo Padre, que el año
de 1730, a 15 de agosto, día de la Asunción de la Santísima Virgen,
hallándose presente esta soberana Señora, su Angel de Guarda y
algunos otros Santos de su devoción, se desposó su bendita alma con
el divino Esposo Jesús. Y no parando aquí tan singular favor, añadió el
Señor: Ahora podrás firmarte Bernardo de Jesús, como tu Hermano N.
Y, para mayor firmeza de este suceso, no dejaré de notar aquí lo que
nos advierte el mismo P. Bernardo; y es que hasta este lance ni se le
había dicho ni escrito que el otro su Hermano se firmaba así: pero es
cierto que así lo hacía (1).

(1) El otro su Hermano era el P. Agustín de Cardaveraz. Véase Principios del


Reinado del Corazón de Jesús en España (pags. 17-20).

Como tenía tan a mano a su amado Jesús en la adorable Eucaristía,


era muy tierna y singular su devoción para con este Augusto
Sacramento. Aquí encontraba todo su consuelo, y aquí recibía nuevos
aumentos el amor. Este día pasado de la fiesta del Corpus, dice en uno
de sus papeles, se renovó en mi pecho con nuevas creces el amor al
divino Amor Sacramentado: y me parece es el único alivio para quien
desea con ansia verse con su Dios en la gloria. En tiempo de dar
gracias después de comulgar, experimenté en mí mismo lo que ha
tiempo me dijo el Señor; esto es, que no tenemos los mortales tiempo
más feliz que aquél en que tenemos a Dios dentro de nosotros: de
donde nace en mi espíritu el mirar las comuniones como vislumbres de
la gloria. Parece hay entre este Divino Sacramento y mi corazón una
celestial simpatía con que, como por instinto natural, se deja sentir su
presencia. No es aprensión, sino experiencia; pues al ir a visitarle, aun
cuando voy divertido, siento en el corazón un no sé qué, que me
recuerda del Amado. Siento las vísperas de comunión un celestial
impulso, que previene el corazón con delicias y consuelos;
causándome fastidio todo otro manjar de la tierra. En las comuniones
es donde tengo mi bienaventuranza en la tierra, que creo no se
distingue de la del cielo sino en la visión y claridad. Este es el teatro de
los divinos favores; aquí recibe mi alma nuevos alientos, nuevas
fuerzas, nuevos y crecidos dones. Y es así que en las comuniones era
donde se corría el velo de aquel Sancta Sanctorum, y entraba su alma
a gozar más de cerca y participar más de lleno las inefables dulzuras
de su Amado: porque entonces era cuando de aquella copiosísima
fuente de las gracias vertía el Señor sobre el corazón de su siervo sus
favores, ya por sí mismo, ya por su dulcísima Madre y otros Santos sus
devotos. Ya quedan referidos algunos, y pudiera decir otros muchos, si
no me lo impidiera o el temor de no ser fácilmente creído, o, por lo
menos, la nota de ser nimiamente prolijo. Sin embargo, no puedo dejar
de referir el que recibió el día 5 de febrero de 1730: y lo haré con las
mismas palabras con que el P. Bernardo lo manifestó a su Director, y
que denotan se repitió no pocas veces. Habiendo recibido, dice, la
Sagrada Forma en la comunión, se me llenó la boca de aquel néctar
divino que la Forma destila las más veces que la recibo; y, al pasar, se
difundió en el cuerpo, fortificándole, y causando en el alma el mismo
efecto, como otras veces; que éste es un favor con que recompensa el
Señor lo que yo padecía cuando en el desamparo no podía pasar la
Sagrada Forma por ardid de los demonios. Siendo esto así, no se
extrañarán en el P. Bernardo las fervorosas ansias con que suspiraba
por la comunión. En su última enfermedad deseaba que le mandasen
dar el Santo Viático para acallar sus fervores. Recibióle con la
devoción que se deja conocer; y, después de haber dado gracias por
espacio de una hora con singulares afectos de ternura, que no
pudieron ocultarse a los que le observaban muy de cerca, dijo a uno de
ellos: ¡Oh, si el Corderito dispusiese venir por acá siquiera cada tercer
día!

Como este Sacramento de Amor tuvo su origen como de su fuente, del


Corazón Sagrado de Jesús, sobresalió en el P. Bernardo la devoción
ardiente que profesó a su divinísimo Corazón. Sus inefables
perfecciones y excesivas finezas eran, estos últimos años, la materia
más ordinaria de su oración. Este era, como él decía, el objeto de sus
afectos, el centro de su amor, el blanco de sus deseos, el término de
sus esperanzas, el campo de sus delicias, el motivo de sus
complacencias, el incentivo de sus gozos, la vida de su alma y el alma
de su vida. No parece sabía pensar en otra cosa que en este adorable
Corazón: en él habitaba, en él vivía, y en él deseaba morir. Entre los
tiernos afectos con que respiraba en su última enfermedad, se le oía
decir: ¡Oh, cuán bueno es habitar en el Corazón de Jesús! Hallóse
entre sus papeles un ofrecimiento de sí mismo y de todas sus cosas al
Corazón de Jesús: en él hace renuncia y donación perfecta de todo el
mérito y satisfacción que pudiese tener en el santo sacrificio de la
misa, oraciones, obras de penitencia, humildad, obediencia, y de todas
las demás virtudes que ejerciese por todo el tiempo de su vida, para
que el divinísimo Corazón de Jesús pudiese disponer de todas ellas a
su arbitrio. De aquí es que, preguntándole varias veces en su última
enfermedad, si quería morir, la respuesta que siempre daba, era decir:
Yo quiero lo que el Corazón de Jesús quisiere. Los ardientes deseos
de que se extendiese por toda España el culto y devoción al Sagrado
Corazón de Jesús, le tenían continuamente empleado en procurarle. A
este fin, no sólo multiplicaba sus oraciones, penitencias y ruegos ante
el divino atacamiento (*), sino que también, ya que su estado no le
permitía otra cosa, escribía frecuentemente a cuantos Jesuitas podía
tratar con confianza. Testigo es de esta verdad un celoso Misionero de
nuestra Compañía, bien conocido en nuestra España, por el apostólico
empleo de sus tan fructuosas misiones (1). Lo que puedo decir, escribe
este celoso Misionero, es que en el P. Hoyos, no sólo resplandeció un
gran celo del bien de las almas, sino, con especialidad, el de dilatar el
culto al Sagrado Corazón de Jesús. El fue el impulso y motor para que
yo publicase esta devoción desde el púlpito, para que la insinuase a
varias y muchas comunidades de Religiosas, y la abrazasen muchas
almas pías en estos dos reinos de Murcia y de Valencia: para que yo
fundase las Congregaciones del Corazón de Jesús en Lorca, Orihuela,
San Felipe, Elche, Novelda, Aspe, Petrel, Villena, Almansa y
Onteniente. Ni se debe extrañar en el P. Bernardo tanta solicitud en
promover el culto y devoción al Sagrado Corazón de Jesús: porque
llegó a conocer, por luz del cielo, que esta dulcísima devoción había
sido una traza admirable de nuestro gran Dios para endulzar el camino
de la virtud, para volver por la honra de su Unigénito Hijo, para renovar
el mundo, y para dar el lleno al cumplimiento de las obligaciones que
tenemos a este Dios Hombre.

(*) Se puede entender que es una errata de imprenta, y que quiere decir acatamiento.
(1) El P. Pedro de Calatayud.

Los favores que de tan afectuosa devoción recibió el P. Bernardo,


fueron muchos y muy singulares. En varias ocasiones logró la dicha de
que nuestro amabilísimo Jesús le mostrase su adorable Corazón, todo
abrasado en llamas de amor, y todo también lastimado con la corona
de espinas y demás insignias con que ha querido simbolizarnos sus
penas. Yo diré aquí solamente lo que sobre este punto le sucedió en
una de estas ocasiones, después de haber comulgado. Teniendo a mi
dueño Jesús Sacramentado en mi pecho, dice, escribiendo a su
Director, empezaron a recogerse los sentidos y potencias. A este
tiempo se me mostró el Sagrado Corazón de Jesús, todo hecho un
fuego, arrojando llamas y despidiendo por la herida un volcán de amor,
convertido en rayos clarísimos de luz. Quedó absorta mi alma, y
mucho más cuando la convidaba el mismo Jesús a entrar dentro de Su
Corazón; pues, atemorizada de su bajeza y de aquella infinita
grandeza e inmensa copia de llamas, se encogía y sumergía en su
nada. Pero, sin saber cómo, se halló dentro de aquel divino Corazón,
por un modo tan sobrenatural, imperceptible y soberano, que no hay
pensar explicarle con lo grosero de las expresiones de nuestra lengua.
Yo bien quisiera dar a entender una sombra siquiera de lo que aquí,
dentro de este cielo animado de la Divinidad, sentí, vi y oí: Sed non
licet homini loqui (1). Sólo la memoria me confunde y anega en un
piélago de dulzura y confusión juntamente; porque, luego que entró el
alma en aquel sacrosanto Corazón, se sintió toda penetrada de aquel
seráfico fuego, en que ardía el adorable Corazón de Jesús,
deshaciendo con sus ardores todas las frialdades, tibiezas y toda
mezcla de aficiones terrenas. De lo que se ha dicho sobre la devoción
del P. Bernardo al Sagrado Corazón de Jesús, y de muchas otras
particularidades pertenecientes a este mismo asunto, que de propósito
se omiten, no se debe tener por increíble el testimonio de cierta
persona de calificada virtud, que nos aseguró haber visto al P.
Bernardo dentro del Corazón de Jesús.

(1) Arcana verba, quae non licet homini loqui (II ad Cor. XII, 4).

Pero como este amabilísimo Señor quería hacer a su siervo muy


semejante a su adorable Corazón, no solo amante, sino también
paciente, le comunicó parte de aquellas penas que su divino Corazón
padeció por la redención del mundo. Y aunque todas ellas las padecía
el P. Bernardo, por lo común, en lo interior de su alma; sin embargo,
alguna u otra vez se derivaban al cuerpo, y con tan sensible efecto,
que le hacían temblar, estremecerse y perder casi los sentidos. En
varios tiempos del año, pero con especialidad en los primeros viernes
de cada mes, dedicados singularmente al culto del Corazón de Jesús,
le daba el Señor a sentir con acerbísimos dolores las penas que su
Sagrado Corazón padeció en el Huerto. Y porqué con ningunos otros
colores se podrán representar más al vivo que con las palabras con
que el mismo P. Bernardo se explica, me ha parecido trasladarlas aquí.
Aquella soberana luz, escribe a su Director, que me descubrió lo que
padeció el Sagrado Corazón de Jesús, fue tan contínua en mí, como
imponderable el dolor que en mi corazón producía. Yo no sé cómo
explicar lo que padecí con este sorbito que Jesús se dignó darme a
gustar del cáliz amargo de su Corazón, sino diciendo que mi alma
estuvo todo este tiempo anegada en un mar de penas, y sumergida en
un abismo de amargura tal, que hubiera sido capaz de quitarme
muchas veces la vida, si el Señor no me hubiera fortalecido. Pero ecce
amaritudo mea in pace amarissima (1): porque jamás tuve mayor
consuelo que gustando las heces de este cáliz, que para mí era la
mayor dulzura. Al mismo tiempo que se estremecía toda la naturaleza,
oprimida de un colmo inmenso de penas, dolores, amarguras y
tristezas mortales, a ese mismo tiempo no quisiera por todo el mundo
apartar de los labios este vaso de amargura. Sentía en mí una sed
insaciable de agotarle; aunque bien conocía no podía ni aun tanto sin
un especial esfuerzo del Todopoderoso. Pero en medio de esta sed
insaciable de padecer más y más, no estaba insensible; que bien lo
sentía, y toda la naturaleza bramaba entre tantas penas: y me parece
estaba más sensible a todo, al paso que en todo hallaba nuevos
motivos de dolor y sentimiento; porque aun en aquellas cosas que de
suyo son gustosas a la naturaleza, me ponía el Señor acíbar, de modo
que todas me daban tedio.

(1) Ecce in pace amaritudo mea amarissima, dice el texto (Isai. XXXVIII, 17).

Este es el ajustado modelo de gracias y virtudes que en tan breve


tiempo nos formó en este venturoso joven la divina gracia. Pero es
preciso confesar a V.R. que, así como protesto no ser mi intención se
dé más crédito que el que lleva de suyo una fe puramente humana y
falible, a los favores sobrenaturales que quedan referidos: así también
debo advertir que los que aquí se han trasladado, sobre ser de los más
comunes, son muy pocos en comparación de los que se pudieran
decir. Su verdad o verisimilitud queda ya, a mi parecer, bastantemente
comprobada: porque aquella su constante y rendida obediencia a los
Superiores y Directores; aquella humildad tan profunda con que medía
su pequeñez y se aniquilaba hasta la misma nada; aquellos temores de
si estaba engañado y engañaba a otros, que extremadamente le
afligían; aquel abrasado celo de la salvación de las almas; aquellos
ardientes deseos de amar a Dios, y de que todos le amasen: todas
estas virtudes, que tan constantemente profesó por toda su vida el P.
Bernardo, ni pudieron tener comercio con las virtudes falsas, ni ser
fruto de las ilusiones y engaños del demonio. Sin embargo, V. R. podrá
formar el juicio que su prudencia le dictare, mientras yo quedo
venerando los incomprensibles juicios de Dios, que ha querido llevarse
para si en la flor de sus años a un joven de quien, con el tiempo, nos
podíamos prometer un gran ministro de su gloria, un celoso predicador
de su evangelio, y un perfecto ejemplar de todas las virtudes.

Nuestro Señor guarde a V. R. los muchos años que deseo y le suplico.


Valladolid, y abril 25 de 1736.
Muy siervo de V. R.
JHS
MANUEL DE PRADO.

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