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Hoyos
Bernardo de Hoyos (1711-1735) es considerado el primer apóstol de la
devoción y culto al Sagrado Corazón de Jesús en España. El 12 de
enero de 1996, el Papa Juan Pablo II leyó el decreto en el que se
declaraban las virtudes en grado heroico del P. Bernardo de Hoyos, y
sigue adelante su proceso de beatificación.
Carta necrológica
(Carta muy breve, simplemente para dar la noticia de su muerte. La escribió el P.
Manuel de Prado, Rector del Colegio de San Ignacio de Valladolid, donde Bernardo
de Hoyos acababa de fallecer. Esta carta se puede ver reproducida en la revista
"Mensajero del Corazón de Jesús", Año 1952)
Cartas de edificación
DOS CARTAS DE EDIFICACION QUE SOBRE LA MUERTE Y
VIRTUDES DEL P. BERNARDO FRANCISCO DE HOYOS DE LA
COMPAÑIA DE JESÚS DIRIGIO EL P. MANUEL DE PRADO DE LA
MISMA COMPAÑIA A LOS SUPERIORES DE LA PROVINCIA DE
CASTILLA
Carta Primera
CARTA PRIMERA DEL P. MANUEL DE PRADO (A 6 DE DICIEMBRE
DE 1735) SOBRE LA MUERTE Y VIRTUDES DEL P. BERNARDO
FRANCISCO DE HOYOS
P.C.
Martes, 29 del pasado, fue Nuestro Señor servido de llevar para sí,
como esperamos, al P. Bernardo de Hoyos, de 24 años de edad, 9 de
Compañía, y 7 de Escolar aprobado (1), recibidos a tiempo los
Sacramentos, y dicha la recomendación del alma en presencia de la
Comunidad. Su enfermedad fue un tabardillo de los muchos que
infestan a esta ciudad, y que, prevaleciendo a todo remedio, le acabó
en el decimocuarto de su enfermedad.
En la pobreza fue muy exacto, sin que jamás sus parientes, por más
instancias que le hiciesen, pudiesen recabar el que recibiese de ellos
cosa alguna; y aun para las cosas de devoción y algunas otras
menudencias que recibía de los domésticos, vivía prevenido con las
licencias que tenía apuntadas en un papel, y que, aun sin ser
necesario, las renovaba cada mes.
Carta segunda
CARTA SEGUNDA Y MAS LARGA DEL P. MANUEL DE PRADO (A 25
DE ABRIL DE 1736) SOBRE LA MUERTE Y YIRTUDES DEL P.
BERNARDO FRANCISCO DE HOYOS IMPRESA YA EL MISMO AÑO
EN VALLADOLID Y REPRODUCIDA CON ALGUNAS NOTAS Y
MAYOR CLARIDAD EN EL TEXTO
P. C.
(1) En efecto, está fechada en el original a 6, como arriba se habrá visto, y no, como
se dice en el impreso de esta segunda, a diez de diciembre de 1736.
(1) Es decir, las que dictaban en clase los maestros y copiaban los discípulos.
Pero, porque conocía bien el P. Bernardo que una virtud tan angélica
no se podía conservar en toda su hermosura sin su buena hermana y
compañera la mortificación, no dejó de practicar esta virtud con todo
cuidado. Y por lo que toca a la mortificación y maceración de su
cuerpo, se sabe de cierto que las disciplinas y cilicios eran muy
frecuentes, más o menos según el orden y disposición de los
Superiores o Directores: porque fue necesario que en este punto le
pusiese límites la obediencia, para que no excediese con daño notable
de su salud. Testigos son de esto los muchos instrumentos que,
después de su muerte, se le encontraron de cilicios, cadenillas y varios
géneros de disciplinas; entre las cuales se hallaron unas sembradas de
agujas, que mostraban bien, en la mucha sangre de que estaban
bañadas, los rigores con que trataba a su carne. Y sin embargo, no
cesaba de insistir con su Director para que le concediese más
penitencias, alegando tenía más fuerzas de las que se pensaban. Los
deseos, le dice, y como innata propensión a más penitencias, si bien
dentro de los límites de la obediencia, son tales, que me persuado a
que Dios me quiere llevar por aquí. Desde que conoció la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús se abstenía todos los viernes de todo
género de bebida. En las mortificaciones de cosas pequeñas fue muy
exacto, fervoroso y constante. Muchas veces pasaban de ciento
cincuenta las veces que se mortificaba al día; y siempre que se
sentaba en algún banco o silla, jamás se arrimaba a los respaldos. De
aquí nacían los grandes deseos que tenía de padecer, y que bien
claramente se reconocieron en el tiempo de su última enfermedad:
porque, hallándose, por el excesivo fuego de la calentura, fatigado de
una sed tan ardiente, que apenas se le percibía lo que hablaba, jamás
se le oyó quejarse de ella, ni menos pedir el más ligero refrigerio. Arde
mi corazón, escribe a uno de sus Directores, en deseos de padecer: y
la bebida más dulce para mí sería agotar hasta las heces, si mi
flaqueza pudiera, el cáliz de los trabajos. No estoy gustoso cuando me
falta algo que padecer; antes pienso tengo ofendido al Señor, quien
dispone que, poco o mucho, por este o por aquel lado, no falte alguna
cosilla que ofrecerle.
De este amor tan abrasado para con Dios nacía también el amor para
con los prójimos y celo de sus almas. Se le había infundido un deseo
ardiente de que todos los hombres amasen a Dios, y solía decir que
derramaría gustosísimo toda su sangre porque ninguno le ofendiese.
Este deseo de la salvación de las almas, aun mucho antes que fuese
sacerdote, le consumía interiormente. De aquí nacía el prorrumpir en
aquella nunca bastantemente ponderada celosa expresión del Apóstol,
con que desearía apartarse de Cristo, si fuese posible, por la salvación
de sus hermanos (1). De aquí, aquellas instantes súplicas y fervorosas
oraciones a Dios, para que con su gracia avivase en los predicadores
el celo de la conversión de las almas. De aquí, aquel abrasado afecto
con que decía: Se me parte el corazón de dolor, cuando considero hay
quien ofenda a mi Dios; y diera mil vidas para sacar una alma de
pecado. Pero no dejó de costarle caro este celo. En una ocasión
conoció por especialísima luz del cielo, que cierta persona conocida
suya se hallaba en pecado mortal, cuyo infeliz estado le mostró Dios
en la figura de un horrible monstruo. Hallóse sobresaltado con la vista
de tan espantoso espectáculo, y agitado su corazón de compasivo
celo, hizo cuantas diligencias le permitía su estado, para que aquella
miserable alma (2) se restituyese a la gracia de su Señor. Llevó muy a
mal el demonio tan caritativos oficios; y, encendido en rabiosa furia
contra el P. Bernardo, le atormentó tan desapiadadamente, que casi le
dejó sin sentido, y oyó una terrible voz que le decía: ¿Piensa él que ha
salido aquella alma de pecado? Pues no, que la tengo muy dominada:
pero ya pagará él lo que ha hecho. Y fue que el P. Bernardo había
escrito repetidas veces a dos Jesuitas, para que empleasen toda su
industria y todo su celo en la conversión de aquella alma. Después que
se ordenó de sacerdote, y en los pocos meses que pudo practicar los
ministerios correspondientes a este estado, son indecibles las santas
industrias de que usaba, el consuelo grande que sentía, y el singular
celo con que se aplicaba a la administración del Sacramento de la
Penitencia. Habíale prevenido el Señor con una clarísima luz, en que
conoció muy al vivo la excelencia de tan importante ministerio.
Mostrósele una bella fuente, que, saliendo del Corazón Sagrado de
Jesús, destilaba por siete conductos de oro purísimo la preciosa
sangre del Cordero inmaculado, que particularmente corría por un
hermoso caño, cuya llave manejaban los sacerdotes. La noche antes
que había de practicar este santo ministerio, como también en la
oración de la mañana siguiente, enviaba su Angel Custodio a convidar
a los de los pecadores, para que se los trajesen a su tribunal. En éste
predominaba la mansedumbre y la suavidad del P. Bernardo, en tanto
grado, que llegó a formar escrúpulo de no reprehender bastantemente
el pecado por ponderar la grandeza de la misericordia de Dios. Y aun
por eso no había persona que una vez se confesase con él, que no
saliese prendado de su dulzura, y con ánimo resuelto de continuar en
adelante logrando tan eficaz como apacible dirección.
(1) Optabam enim ego ipse anathema esse a Christo pro fratribus meis. (Ad Rom, IX,
3).
(2) En el impreso falta esta palabra.
Representábasele con gran viveza que Dios estaba irritado contra él:
que le había dejado de su mano, y que tenía ya sobre su cerviz la
espada vengadora de su Justicia. De aquí le nacía una tristeza tal en
su alma, y una tan profunda melancolía en su cuerpo, que todo le daba
en rostro. Hallábase enfadado consigo mismo: la oración le ponía
horror: la misa era el lugar de su martirio: los ejercicios espirituales le
causaban tedio: la misma recreación le servía de mayor tormento.
Viéndole en este (1) estado los demonios, le excitaban tales furias y
rabiosos ímpetus, que muchas veces, si el Señor no le ayudara, se
diera contra las paredes, y se despedazara a sí mismo. A estas furias
se juntaban las tentaciones de blasfemias contra Dios, contra la Virgen
y contra los Santos, tan horrorosos, que sólo el acordarse de ellas le
hacía temblar. Después de tan penosa batería, solían los demonios
fingir que se retiraban, no como quienes huían vencidos, sino como
quienes insultaban con la victoria. Pero no huían: quedábanse como en
emboscada, para lograr más fácilmente su tiro, y renovar con mayor
fiereza la guerra. Así era: porque, cesando las otras tentaciones, le
dejaban en su alma una desesperación tan furiosa, que se daba ya por
perdido. Ni le faltaban al honestísimo joven furiosos asaltos contra su
pureza: porque se le representaban objetos tan torpes, tan feos y con
tan sensibles impresiones, que le ponían en un extremo peligro,
causándole tal pena y tormento, que sólo quien la ha experimentado,
como él dice, lo podrá concebir. Cuando en este tiempo se llegaba a la
sagrada comunión, le afligían sobre manera los demonios. Unas veces
le atemorizaban con voces, y le decían: ¿Dónde va el deshonesto, el
soberbio, el blasfemo? Apártese, que, si llega, será luego confundido
en el profundo del infierno. Otras veces le apretaban fuertemente la
garganta para que no pudiese pasar la Forma. Otras, en fin, le
incitaban con vehementísimos impulsos a que la arrojase en tierra y la
pisase. Finalmente, eran tales las penas interiores que padecía, que
perdía el sentido; y se comunicaban al cuerpo en tanto grado, que
cuantos artejos y miembros tenía, se le deshacían de dolor. Siendo
esto así, no es mucho que, escribiendo a su Director, prorrumpiese en
estas sentidas expresiones: Esta carta va regada con lágrimas que
brotan de mis ojos; y me parece que soy la criatura más infeliz que de
mujeres ha nacido.
Pero no se piense que fue ésta la única vez que probó el Señor la
fidelidad de su siervo: porque, como ya dije, se repitieron con bastante
frecuencia estos penosos desamparos. Y es así; porque no hubo año
que no los padeciese, especialmente por los tiempos de Adviento y de
Cuaresma: señal no despreciable que nos asegura de que su espíritu
nada tuvo ni de hipocresía ni de ilusión ni de artificio, templando el
Señor, por contraveneno de la vanidad, con el acíbar de la tribulación
las dulzuras de los extraordinarios favores que le hacía. Ya quedan
apuntados algunos: pero aún me es preciso permitir a la pluma algunos
otros, con la ocasión de las particulares devociones que profesaba el
P. Bernardo.
(1) Tal vez ignoraba el P. Prado que, además de esto, ya el cura que bautizó al P.
Bernardo le había dado por Abogado a San Francisco Javier, como consta de su fe
de bautismo.
(*) Se puede entender que es una errata de imprenta, y que quiere decir acatamiento.
(1) El P. Pedro de Calatayud.
(1) Arcana verba, quae non licet homini loqui (II ad Cor. XII, 4).
(1) Ecce in pace amaritudo mea amarissima, dice el texto (Isai. XXXVIII, 17).