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CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN – MISIONEROS VICENTINOS

PROVINCIA DE COLOMBIA – SEMINARIO INTERNO, CHINAUTA - 2020


Programa: FORMACIÓN ESPIRITUAL Asignatura: ESPIRITUALIDAD VICENTINA I
TALLER No. 7
Tema JESUCRISTO, VIDA NUESTRA
Actividad Lectura, análisis y comentario de texto
A partir de la lectura del Artículo: “JESUCRISTO, VIDA NUESTRA”, del P. Antonino Orcajo,
responder las siguientes preguntas:
1. Indicar las formas como el Espíritu Santo es el Maestro que te orienta en tu seguimiento de
Jesú s.
2. Escribir dos experiencias con las cuales puedas testimoniar e ilustrar la fuerza divina del
Espíritu Santo, que te ha convertido en testigo de la muerte y resurrecció n de Jesú s.
3. Hacer una lista de las especiales intervenciones que el Espíritu Santo ha realizado en tu
historia vocacional.
4. Qué te emociona y qué te inquieta de la recomendació n de san Vicente de Paú l: “Vaciarse de
sí mismo para revestirse de Jesucristo”?
5. Para ti ¿qué significa y qué implica «Buscar primero el Reino de Dios y su justicia…» (Mt
6,33)?
6. Desde tus conocimientos y experiencias, a las tres reglas para descubrir a Jesucristo y
revestirse de su Espíritu, que propone San Vicente de Paú l, segú n el escrito del P. Antonio
Orcajo, proponer otras tres reglas má s.
7. Comentar la afirmació n de San Vicente: «nada me agrada que no sea en Jesucristo».
8. ¿Qué es lo fá cil y qué lo difícil de “ver a Dios en todas las personas”?
9. ¿Qué opinas de la manera como Vicente de Paú l dice que miraba y obedecía al Sr. General y
a la Sra. Generala de las Galeras?
10. Elaborar una oració n de agradecimiento o sú plica donde se aplique la regla de “Juzgar de las
cosas como juzgó Jesú s”.
11. Escribir una pequeñ a exhortació n en la que recomiendes a un compañ ero practicar la regla
de “Obrar siempre in nomine Domini”.
12. Propiciar un momento de oració n personal o comunitario para leer y meditar la segunda
carta de Pablo a Timoteo, y hacer un decá logo con las recomendaciones que má s te
llamaron la atenció n de este texto.

JESUCRISTO, VIDA NUESTRA

P. Antonino Orcajo, C.M.

Las reflexiones siguientes giran todas en torno al Espíritu de Jesú s, señ or y dador de vida.
Jesucristo es criatura del Espíritu (cf. Mt. 1, 18-20: Lc. 1,35), ungido por el Espíritu como Mesías
(cf. Lc. 4,18), portador y dador suyo (cf. Jn 39; Hch 2,23), El Espíritu actú a particularmente en
Jesú s, como él mismo dice: “El Espíritu es el que da vida… Las palabras que os he dicho son
espíritu y vida” (Jn. 6,63).
El seguimiento implica un deseo de configurarse con “el hombre Cristo-Jesú s” (1 Tim 2,5),
por la participació n de su Espíritu, haciéndolo todo por Cristo, con él y en él. Como enseñ a la
Gaudium et Spes: “El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito

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entre muchos hermanos (cf. Rm 8,29); Col 3, 10-14), recibe las primicias del Espíritu, las cuales le
capacitan para cumplir la ley nueva del amor (cf. Rm 8, 1-11). Por medio de este Espíritu, que es
prenda de la herencia (Ef.1-14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la
redenció n del cuerpo (Rm 8,23). La cristificació n no es un medio má s para el creyente, sino el fin
señ alado por seguimiento de Jesú s.
Esta orientació n de la vida cristiana da consistencia y actualidad a las enseñ anzas de
Vicente de Paú l, a quien no se le oculta la complejidad y riqueza del término espíritu, que, como
ocurre con las traducciones de la Escritura, no sabe si llamarlo con mayú scula o minú scula.
Cuando habla del Espíritu de Dios, de Jesucristo, del Hijo, o simplemente del Espíritu Santo, se está
refiriendo a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad; pero, cuando emplea el término genérico
de espíritu, puede designar el talante espiritual de Jesú s, una fuerza sicoló gica, intelectual, o un
principio inmaterial, ético, opuesto a lo sensible, a lo corporal, a lo sensual.

I. «El Espíritu de Jesucristo extendido por todos los cristianos»


La participació n del Espíritu de Jesú s no es restrictiva de un grupo selecto de cristianos,
sino que se extiende a todos los bautizados, pues «en un mismo Espíritu, todos tenemos acceso al
Padre» (Ef 2,18, y «todos los bautizados en Cristo estamos revestidos de Cristo» (Gal 3,27):
«Cuando se dice: el Espíritu de nuestro Señ or está en tal persona o en tales obras, ¿có mo se
entiende esto? ¿Es que se ha derramado sobre ellas el mismo Espíritu Santo? Sí, el Espíritu Santo,
en cuanto su persona, se derrama sobre los justos y habita personalmente en ellos. Cuando se dice
que el Espíritu Santo actú a en una persona, quiere decirse que ese Espíritu, al habitar en ella, le da
las mismas disposiciones e inclinaciones que tenía Jesucristo en la tierra, y éstas le hacen obrar, no
digo que con la misma perfecció n, pero sí segú n la medida de los dones de este divino Espíritu».
Luego se entiende por Espíritu de Jesú s, en primer lugar, el Espíritu Santo, persona divina,
don y dador de vida, que todo lo crea, cuida y conserva. El Espíritu convierte a los bautizados en
hijos adoptivos de Dios y en templos de la divinidad: «El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rm 5,5; cf. Rm 8,14; Gal
4,6). El Espíritu como persona distribuye sus dones segú n quiere (cf. 1 Cor 12,11), sobre todo los
siete de sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y temor de Dios, así como los
frutos del «amor, alegría, paz… y libertad, porque donde está el Espíritu del Señ or, allí está la
libertad» (Gal 5,22; 2 Cor 3,17). El dinamismo de los dones y frutos otorga a los bautizados las
mismas disposiciones interiores del Hijo de Dios para con su Padre y con los hombres. La fuerza
divina del Espíritu los convierte en testigos de la muerte y resurrecció n de Jesú s hasta los confines
de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso, es justo concluir: «El Espíritu de Jesucristo está extendido por
todos los cristianos que viven segú n las reglas del cristianismo; sus acciones y sus obras está n
penetradas del Espíritu de Dios».
Pero, desgraciadamente, no todos los cristianos viven segú n las exigencias del bautismo.
Los hay que ignoran su nacimiento «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5), quienes desconocen que «hijos
de Dios son todos y só lo aquellos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios» (Rm 5,14), y quienes
no se percatan que «ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios»
(Rm 5,16).

II. «Vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo»


La vida del bautizado está fundida en la vida de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra
santificació n y salvació n; queda sepultada en Cristo, para que, así como él fue resucitado de la
muerte por la fuerza del Espíritu del Padre, también nosotros empezá ramos una vida nueva (cf.

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Rm 6,3-5). Todos los consejos de san Vicente van orientados hacia la prá ctica de esta mística:
«Acuérdese —escribe al P. Portail— de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y
que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar
oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como
Jesucristo».
A otro sacerdote de la Misió n le recomienda la misma prá ctica, atendida la vocació n y
misió n del seguidor de Jesú s: “Le pido a nuestro Señ or que podamos morir a nosotros mismos
para resucitar con él, que él sea la alegría de nuestros corazones, el objeto y el alma de sus
acciones y su gloria en el cielo. Así será si nos humillamos ahora como él se humilló , si
renunciamos a nuestras satisfacciones para seguirle, llevando nuestras pequeñ as cruces, y si
entregamos voluntariamente nuestras vidas, como él dio la suya por nuestro pró jimo, a quien él
ama tanto y quiere que nosotros le amemos como a nosotros mismos”.
La vida en Jesucristo conduce a la santidad verdadera, “asunto éste má s del Espíritu Santo
que de los hombres”. San Vicente no distingue, de acuerdo con la doctrina de san Pablo, entre “vida
en Cristo” y “vida en el Espíritu”, fó rmulas que se intercambian fá cilmente en el lenguaje
escriturístico. La expresió n original ”bautizados en Cristo” –eis Christon- indica un movimiento,
una tensió n hacia la incorporació n plena en Cristo Jesú s. Los textos paulinos expresan dicha
comunió n vital por el uso corriente del prefijo “con”. Los bautizados en Cristo han muerto con él –
conmortui-, han sido injertados en él –complantati-, vivificados con él –convivificati-. Con razó n
comenta san Agustín: “El cristiano es otro Cristo, y nada má s verdadero. Pero es preciso no
equivocarse. Otro no significa aquí diferente. No somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero.
Estamos destinados a ser el Cristo ú nico que existe”.

III. Vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo


El revestimiento del Espíritu de Jesú s, (expresió n den hondo sabor paulino), no indica una
mera envoltura superficial y externa, sino una penetració n profunda que urge a obrar desde
dentro con los mismos sentimientos de caridad del Hijo de Dios, a permanecer unidos a él, como el
sarmiento a la vid, para dar fruto (cf. Jn 15,5-8). El vacío de sí mismo es un paso simultá neo con el
revestimiento de Jesú s. Existen otras fó rmulas equivalentes que explican la misma realidad
espiritual: «despojarse del hombre viejo y de las obras de las tinieblas, para revestirse del hombre
nuevo y de las armas de la luz» (cf. Ef 4,23-24; Rm 13,12 y otros). San Vicente maneja
indistintamente todos estos consejos para exhortar a la santidad basada en la vivificació n del
Espíritu de Dios. Al P. Durand le aconseja: «Debe vaciarse de sí mismo para revestirse de
Jesucristo».
El vacío hecho en nombre de Dios, a semejanza del anonadamiento de Jesú s en la
encarnació n —kénosis—, lejos de crear esterilidad, prepara al hombre para ser auténtica criatura
nueva. El Espíritu se encarga de llenar con sus dones y frutos el vacío que el hombre viejo ha
hecho, liberá ndose del pecado y demá s esclavitudes, «para caminar segú n el Espíritu y no segú n
las apetencias y pasiones de la carne» (Rm 8,1-13; Gal 5,16-26).

IV. «Se necesita vida interior»


El vacío fertilizado por la presencia del Espíritu produce vida interior; lo constata la
Escritura y la experiencia de los santos, que encuentran en el himno Veni Creator Spiritus y en la
secuencia Veni Sancte Spiritus los anhelos má s profundos de trabajar por la consolidació n del
Reino de Dios. A propó sito del consejo evangélico: «Buscad primero el Reino de Dios y su
justicia…» (Mt 6,33), comenta san Vicente: «Hay que buscar el Reino de Dios. Eso de buscarlo no es

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má s que una palabra, pero me parece que dice muchas cosas. Quiere decir que debemos obrar de
tal forma que aspiremos siempre a lo que se nos recomienda, que trabajemos incesantemente por
el Reino de Dios, sin quedarnos en una situació n có moda y parados, prestar atenció n a su interior
para arreglarlo bien… Buscad a Dios en vosotros, ya que san Agustín confiesa que, mientras lo
andaba buscando fuera de él, no pudo encontrarlo… Se necesita vida interior, hay que procurarla;
si falta, falta todo».
La semá ntica del verbo buscar —zetein en griego, quaerere en latín— incluye en su raíz
cierta tensió n del hombre por encontrarse consigo mismo y con Dios. La experiencia de san
Agustín confirma la necesidad de ser interiores, de saber entrar dentro de sí mismo, donde se
gusta la presencia del Espíritu de Dios y se actualiza vivencialmente el Reino encarnado y
predicado por Jesú s. De nuevo insiste san Vicente: «Procuremos, hermanos míos, procuremos
hacernos interiores, hacer que Jesucristo reine en nosotros; busquemos, salgamos de ese estado
de tibieza y de disipació n, de esa situació n secular y profana, que hace que nos ocupemos de los
objetos que nos muestran los sentidos, sin pensar en el Creador que los ha hecho».
En las exhortaciones vicencianas no quedan plenamente reflejados nuestros actuales
planteamientos sobre la secularizació n y el secularismo. Estos fenó menos socio-religiosos
contienen hoy aspectos má s amplios que los simplemente contemplados por san Vicente, aunque
ya en su tiempo apareciera la «secularizació n», con la paz de Westfalia (1648), para designar la
transferencia de terrenos y propiedades de la Iglesia al Estado. En labios de san Vicente, la
situació n secular —de saeculum— significa una actitud de mundanidad, de apego a las realidades
terrenas, a lo sensorial, sin excluir el derecho a «usar y gozar de las criaturas en pobreza y con
libertad de espíritu, segú n el dicho de san Pablo: «Todo es vuestro: vosotros sois de Cristo, y Cristo
es de Dios (1 Cor 3,22-23)».
Lo mismo cabe decir del estado «profano» —pro-fanum, que significa una actitud de
frialdad y de alejamiento de la religió n. El hombre profano se niega a entrar en el santuario
interior donde habita el Espíritu, animando y santificá ndolo todo. El profano prefiere detenerse en
la periferia del templo, atraído por el espejismo de lo creado y por la figura que pasa de este
mundo.
El concepto de lo «sagrado» también ha evolucionado mucho desde el Renacimiento hasta
nuestros días. Es innegable la prevalencia de lo «sacro» en el pensamiento de san Vicente, pese a
sus esfuerzos por no caer en una sacralizació n de los fenó menos atmosféricos, culturales y
cú lticos. Su temperamento prá ctico y realista le ponía en guardia contra el fetichismo y lo má gico
de las gentes. No pocas de las ironías del Santo recaían sobre esas gentes crédulas e ingenuas.

V. Reglas para descubrir a Jesucristo y revestirse de su Espíritu


El bautizado adulto puede servirse de tres reglas para crecer en la plenitud de vida en
Cristo: contemplarle en la vida y acontecimientos de los hombres, juzgar como él juzgó y obrar
como él actuó . Tales criterios contribuyen a «entrar en el Espíritu de Jesú s a fin de realizar sus
acciones». El creyente encuentra en Jesú s la razó n de su ser y de su hacer: «No solamente no
conocemos a Dios sino por Jesucristo, sino que tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino
por Jesucristo. No conocemos la vida, la muerte, sino por Jesucristo. Fuera de É l, no sabemos lo
que es ni nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos». En la misma línea, afirma
san Vicente: «nada me agrada que no sea en Jesucristo».

a) Ver a Dios en todas las personas

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El Espíritu actualiza en la historia a Jesucristo, su persona, sus palabras y sus obras. Por la
primera regla enunciada, el cristiano descubre a Jesú s presente en todas las personas que ostentan
alguna autoridad y en los má s débiles. «Cuando Dios quiso llamarme —dice el Sr. Vicente—a casa
de la Sra. Generala de las galeras, yo miraba al Sr. General como a Dios y a la Sra. Generala como a
la Santísima Virgen… No recuerdo haber recibido nunca sus ó rdenes má s que como venidas de
Dios; no sé que haya obrado nunca en contra de eso».
El Santo atribuye a ese espíritu de fe las bendiciones que recibieron sus obras. De igual
modo se había comportado san Francisco de Sales. El descubrimiento de Dios y de su Hijo en la
persona sobre todo de los pobres sensibiliza el juicio y acció n del creyente comprometido.

b) Juzgar de las cosas como juzgó Jesús


El segundo criterio consiste en “tener como regla inviolable la de juzgar en todo como ha
juzgado nuestro Señ or”. Se trata de ajustar nuestras creencias a los principios evangélicos
apartá ndonos de la ideología del mundo y de sus normas de conducta. A fuerza de preguntarse
uno có mo juzgaría Jesú s tal acontecimiento o có mo se comportaría ante tal situació n, se consigue
su Santo Espíritu. “Cuando tenga que actuar –recomienda al P. Durand– haga esta reflexió n: ¿Es
esto conforme con las má ximas del Hijo de Dios? Ademá s, cuando se trate de hacer alguna obra
buena, decir: Señ or, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasió n? ¿Có mo instruirías a
este pueblo? ¿có mo consolarías a este enfermo de espíritu o de cuerpo?”

c) Obrar siempre in nomine Domini


La tercera regla es consecuencia de las dos anteriores y da unidad al proyecto existencial
del cristiano, cuyo ideal no ha de ser otro que el de “obrar siempre en el nombre del Señ or» –in
nomine Domini–. San Pablo había exhortado: “Todo cuanto hagá is, de palabra o de obra, hacedlo
todo en el nombre del Señ or Jesú s” (Col 3,17). Y es que no le basta al cristiano con obrar, sino que
ha de hacerlo todo como bien, como Jesú s, “de quien se dice en el Evangelio que todo lo hizo bien”
(Mc 7,17)”.
Obrar siempre en el nombre del señ or implica una teología de la acció n. En el nombre del
señ or hay que ir y venir, hacer o dejar de hacer, acudir a la oració n o salir de ella… El nombre del
Señ or es “el ú nico nombre sublime” (Sal 148, 13): “Ante él se dobla toda rodilla en el cielo y en la
tierra” (Fil 2,10). Jesú s promete su presencia a los que se reú nan en su nombre (cf.Mt 18-20) y
concede lo que s ele pide al Padre en su nombre (cf.Jn.14,13; 15,16). Los apó stoles actú an siempre
en el nombre de Jesú s. San Pedro dice al tullido que pedía limosna junto a la puerta del templo:
“No tengo plata ni oro, pero de lo que tengo te doy: en nombre de Jesú s, el nazareno, ponte a
andar” (Hch 3,6).
De igual modo, el cristiano hace todo en el nombre del Señ or Jesú s, rechaza lo que es
indigno del nombre que lleva y cumple cuanto en él se significa”.

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