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—Querido mal’ak, te contaré algo...

Fue así como supe de «K», alguien de quien ya había oído hablar por Jaiá, la esposa del
anciano Abá
Saúl, y por Yu, el chino. Este último la llamaba «Kui».
Escuché con especial atención y, estoy seguro, también lo hicieron los cielos, y los olivos, y
las colinas de
Beit Ids. Todos prestaron oído a una historia que, probablemente, es cierta.
«K», o «Kui», era una criatura perfecta, imaginada por el Padre Azul. Hoy la
identificaríamos con un
ángel, pero, a juzgar por las palabras del Maestro, era mucho más. No importa. Yo la
imaginé a mi
manera, y Él asintió. Por mucho que pudiera acertar, siempre me quedaría atrás. «K» no era
varón, ni
tampoco hembra. Era, simplemente. Reunía en su naturaleza —no material— todo lo que
podamos
estimar como complementario: luz y ausencia de luz, sonido y silencio, realidad y
promesas, yo y tú, el
uno que produce dos, la fuente que mana hacia el exterior y, sobre todo, hacia el interior, el
haber y el no
haber, el áhab que se basta a sí mismo, pero que no puede detenerse, lo cerrado, que sólo
puede ser
concebido si está abierto, la quietud y la aspiración, lo que actúa sin actuar, lo amarrado y lo
instintivo, la
mitad de cada sueño, la libertad y el Destino, lo inminente que nunca es lo que vemos que, a
su vez, nos
ve, pensar y ser, el rojo del «adiós» y el azul del «vamos»...
El insistió en el término qéren, que podríamos traducir por dual o dualidad. «K», en
definitiva, sería lo
que hoy entendemos como un ser (?) con la propiedad de presentar, o poseer, dos estados
diferenciados e,
incluso, opuestos, y mucho más...
Pero un día (?), «K» descubrió que existen el tiempo y el espacio, a los que jamás tuvo
acceso. Sintió
curiosidad y quiso experimentar. Y se asomó al tiempo. Entonces ocurrió algo nuevo: «K»
se dividió en
dos. Una parte se hizo mujer; la otra apareció como un varón. Eran las reglas del juego. Si
deseaba vivir
en el tiempo —es decir, en la imperfección—, tenía que aceptar la nueva dualidad ( siempre
vive en el
«Dos»). Y muy a su pesar, «K» mujer, y «K» hombre, siguieron rumbos distintos. A veces
coincidieron y
vibraron, pero los encuentros fueron breves, y la vida terminó distanciándolos. Ella lo
añora, y él, a su
vez, la mantiene viva en su corazón, pero ninguno de los dos conoce el secreto de «K». El
juego prohíbe
la reunión definitiva, al menos en los mundos materiales. Él vive, y ella vive igualmente, y
experimenta.
Ella crece, y él crece. Ella lo ama, y él la ama, pero no saben por qué. Ignoran que fueron, y
serán, «K». Y llegará el momento en el que mujer y hombre retornarán a su primitivo
estado —la forma espiritual— y
serán «K». Entonces, a su áhab natural, habrá sido añadida la vivencia humana, el amor,
con minúscula.
Mensaje recibido.
Y me atreví a preguntar:
—¿ «K» existe?
La respuesta fue rotunda:
—Itay! (¡Existe!)
—¿Y qué lugar es ése?
—No es un lugar, mi querido mal’ak: «K» no vive en el tiempo y en el espacio. De nuevo
debo
aproximarme a la realidad, pero no es la realidad. «K» vive en la eternidad...
Y empleó el término ‘alam, que en arameo quiere decir «tiempo remoto», en una
aproximación,
efectivamente, al concepto de eternidad.
Jesús advirtió mi sorpresa, y matizó:
—Todos seréis «K» algún día. A eso he venido: para anunciaros la esperanza. En realidad,
la vida es un
sueño..., pasajero. Cuando llegue el momento, tú, ella, todos, recuperaréis lo que,
legítimamente, es
vuestro...
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Fueron treinta y nueve días de reflexión, de constante comunicación con el Padre
de los cielos, y de lo que El llamó el At-attah-ani. No he logrado traducirlo, y dudo que
exista una
aproximación medianamente certera, salvo para los grandes iniciados. Descomponiendo la
expresión
aparecen at (pronombre femenino que significa «tú»), attah (pronombre masculino, que
también quiere
decir «tú») y ani («yo»), todo ello en hebreo. At, en arameo, es una palabra de especial
significación en lo
concerniente a la expectativa mesiánica. Simboliza el «milagro», el «prodigio», o la «señal»
que
acompañaría a dicho Libertador de Israel. Pues bien, por lo que alcancé a comprender —y
no fue
mucho—, el At-attah-ani consistió en un «proceso» (?) por el que el At (lo Femenino, con
mayúscula)
aprendió (?) a convivir (?) con el attah (lo masculino), con un resultado «milagroso»: un ani
(yo),
integrado por la doble naturaleza anterior: la divina y la humana. Quedé tan perplejo como
confuso. Fue
otro de los misterios que no me atreví a destapar. Él lo dijo, y yo lo creo. Durante esas casi
seis semanas
en Beit Ids, las naturalezas humana y divina del Hombre-Dios aprendieron (?) a convivir y a
ser «uno en
dos». Ese fue el «milagro»: el «tú» (femenino) y el «tú» (masculino) se reunieron en una
sola criatura, y
apareció el Hombre-Dios. Como dije, escapa a mi ridícula comprensión, y ahí quedó, como
un acto de
confianza en la palabra de un amigo.
«Uno produce dos», dijo Yu. «Dos es Uno», añade quien esto escribe. De nuevo, la
dualidad. De nuevo,
«K»...
Como decía Él, quien tenga oídos, que oiga...

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