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El jazz empezó a existir cuando el mercado dijo que existía algo llamado jazz.
No antes. Y eso ocurrió en marzo de 1917 en una compañía discográfica de Nueva
York.
Llega el tren. La conductora lo prepara para viajar hasta la otra punta, apaga
las luces, lo cierra, dice que ya vuelve y cruza corriendo a buscar un po-boy en lo de
Gene. El tipo larga una carcajada: “¡Nueva Orleans!”, exclama, y pronuncia “Ñú
Orlíns”, como buen lugareño.
―¿Sabés qué hace único al jazz en Nueva Orleans? ―pregunta el tipo del
trombón. Se muere de ganas por dar su respuesta, pero mantiene el suspenso.
Entonces levanta el vaso vacío de plástico y le da un golpecito con el dedo índice. Y
antes de explicarse, larga otra carcajada.
En la prehistoria
Nueva Orleans es una localidad portuaria levantada en el delta del Mississippi,
unos 170 kilómetros río arriba del Golfo de México. Se fundó como colonia francesa,
luego fue colonia española, después volvió a Francia hasta que Napoleón Bonaparte
se la vendió a Estados Unidos. Fue uno de los centros más importantes del comercio
atlántico de esclavos africanos; a la vez, residencia de la colectividad de personas de
color libres ―criollos, migrantes caribeños― más grande, próspera y educada del
país. Una combinación curiosa: un puerto de tradición colonial española y francesa,
de cultura caribeña, criolla, negra, francoparlante y cosmopolita, enclavado en el
corazón de la economía esclavista y la política segregacionista de los estados del
algodón del sur.
Al poner en escena esta imagen del “jazz tradicional”, una especie de visión
de un tiempo mítico anterior a 1917, la extraña y singular Nueva Orleans se hace eco
del imaginario social más importante del sur: la noción de comunidad. La música le
da un lugar a cada uno en esa comunidad, y a la vez, le brinda una explicación de
por qué ocupa ese lugar. La música ofrece placer, alivio, un refugio, pero nunca una
posibilidad de cambio dentro de los límites de esa comunidad. Para obtener algo más
de la vida hay que romper con esos límites; y las herramientas bien pueden ser las
músicas oídas y aprendidas en esas mismas comunidades. El blues se puede contar
de esta manera; también el jazz.
Marcelo Pisarro, “El jazz, un universo que oxigena y asfixia”, La Nación, Ideas, Buenos Aires,
domingo 26 de marzo de 2017, p. 7.