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La Nación, Ideas, Buenos Aires, domingo 26 de marzo de 2017

El jazz, un universo que oxigena y asfixia


Marcelo Pisarro

Cien años atrás, la primera grabación comercial de jazz puso un


origen oficial a un género musical que en Nueva Orleans —la ciudad
menos norteamericana de Estados Unidos— atraviesa la vida social,
reafirma valores y justifica desigualdades.

NUEVA ORLEANS, LUISIANA.- El jazz se inventó hace exactamente un siglo.


La afirmación es discutible, por no decir desacertada, pero la opinión de las personas
que estuvieron allí también cuenta. La canción “Livery Stable Blues” de la Original
Dixieland Jass Band se publicó en marzo de 1917 y, por convención, arbitraria como
toda convención, obtuvo la medalla de primera grabación comercial de jazz. Ya había
registros en cilindros fonográficos tomados por folkloristas que recolectaban los
vestigios de la cultura musical del delta del Mississippi, a la que creían próxima a
extinguirse, pero no estaban destinados a ser lanzados al mercado como
divertimento. Eran una curiosidad para anticuarios y etnógrafos, no fragmentos de
un género musical vivo capaz de producir dólares y centavos.

Para muchos oyentes el disco de pasta quebradiza de la Original Dixieland


Jass Band fue su experiencia inaugural con esa música rara, excitante, alborozada y
pasatista que, parecía evidente, guardaba relación con los negros del sur del país.
Algunos se rieron, otros se horrorizaron, unos cuantos establecieron vínculos con
ritmos que conocían (el ragtime y las coon songs, por ejemplo), muchos más
corrieron a anunciar la novedad. Y todos dejaron sus billetes sobre el mostrador.

La emergente industria del entretenimiento de masas del siglo XX, cuyo


propósito era vender la mayor cantidad de objetos replicados en serie en el menor
tiempo posible, estaba colocando los cimientos de una música cuyo valor subjetivo
se mediría según las respuestas objetivas que generara: número de copias vendidas,
número de semanas en las listas de éxitos, número de nuevas versiones que ese
éxito autorizaba. El acontecimiento mismo de la canción se evaluaba por el
acontecimiento de los intercambios económicos que la canción propiciaba. Ésa fue la
historia de la música de tradición popular del Occidente industrial del siglo XX y, si
tal aseveración puede tomarse por cierta, la “jazzmanía” de la década de 1920 resultó
la prueba piloto y el detonante.

La Original Dixieland Jass Band venía de Nueva Orleans, Louisiana, en el sur


de Estados Unidos, pero había obtenido cierto reconocimiento en los clubes de
Chicago y Nueva York, en el norte, donde estaban la fama, los contratos y el dinero.
Nadie en Nueva Orleans consideraba a ese sonido una primicia; hacía décadas que
se lo escuchaba en las calles, las casas y las cantinas. La edición de “Livery Stable
Blues” fue la piedra basal para hacer, de la vieja música del puerto sureño, el sonido
de moda de las grandes metrópolis modernas. Las personas que durante décadas
habían tocado esa música, o una muy parecida, ocuparon el lugar de antepasados y
precursores, en el mejor de los casos, o de fantasmas y construcciones sociológicas
difusas, casi siempre.

El cornetista local Buddy Bolden, que no dejó ninguna grabación y que


posiblemente ya tocaba la música que se conocería como “jazz” antes de que la
esquizofrenia lo mandara al manicomio en 1907, cuando tenía 30 años, donde quedó
encerrado hasta que murió un cuarto de siglo más tarde, es un fantasma. “Las bandas
callejeras de bronces” de los siglos XIX y XX, “los esclavos africanos” que en los siglos
XVII y XVIII bailaban y cantaban en el Congo Square del barrio Tremé, son
construcciones sociológicas, abstracciones, fuerzas históricas borrosas, no un
conjunto de individuos concretos con vidas y muertes específicas.

El jazz empezó a existir cuando el mercado dijo que existía algo llamado jazz.
No antes. Y eso ocurrió en marzo de 1917 en una compañía discográfica de Nueva
York.

Cerveza en vaso de plástico


El tipo está sentado en la parada final de la línea Rampart-St. Claude del
tranvía, en el cruce de las avenidas St. Claude y Elysian Fields, en el límite entre los
barrios Marigny y Seventh Ward. Lleva un estuche con un trombón. Esta noche tiene
una fecha en Canal Street, la avenida que sale en las tarjetas postales; no le interesa
demasiado, sólo es plata. Después tiene otra fechita en un club de la Frenchmen
Street que le divierte bastante más; siempre se pone lindo en la Frenchmen Street.

Come un po-boy (un sándwich de mariscos en una baguete) que compró en


la esquina, en el Gene’s Po-Boy, un tugurio que vende las más deliciosas y grasientas
hamburguesas de Marigny. Por la cerveza fue al local de la cadena de farmacias
Walgreens que está en la esquina opuesta; ahí se consigue Abita, una marca de
Louisiana, mejor que la Budweiser y la Miller de Gene’s. Bebe en un vaso de plástico.
Los buenos farmacéuticos cuidan esos detalles.
Esta línea se habilitó a fines de 2016. El hombre, un negro grandote de 55 o
60 años, se ríe: “Tenemos tranvía nuevo pero todavía no tenemos agua potable”. Es
una referencia al huracán Katrina; doce años después siguen juntando los cascotes
de sentido para entender qué fue lo que ocurrió.

Llega el tren. La conductora lo prepara para viajar hasta la otra punta, apaga
las luces, lo cierra, dice que ya vuelve y cruza corriendo a buscar un po-boy en lo de
Gene. El tipo larga una carcajada: “¡Nueva Orleans!”, exclama, y pronuncia “Ñú
Orlíns”, como buen lugareño.

“Nueva Orleans es lo opuesto de Estados Unidos ―señaló un escritor regional,


Mark Childress, en 2005, cuando el 80% de la ciudad estaba bajo el agua y quedó
en claro cuán sola, cuán lejos está NOLA del resto del país―. Nueva Orleans no es
rápida ni enérgica ni eficiente, no es una ciudad calvinista bien ordenada. Es lenta,
vaga, soñolienta, sudorosa, calurosa, húmeda, perezosa y exótica”. Y agregó: “Para
los forasteros es un lugar para ir de fiesta y comer una comida demasiado rica; para
la gente que vive ahí es más complicado: es el hogar”.

―¿Sabés qué hace único al jazz en Nueva Orleans? ―pregunta el tipo del
trombón. Se muere de ganas por dar su respuesta, pero mantiene el suspenso.
Entonces levanta el vaso vacío de plástico y le da un golpecito con el dedo índice. Y
antes de explicarse, larga otra carcajada.

En la prehistoria
Nueva Orleans es una localidad portuaria levantada en el delta del Mississippi,
unos 170 kilómetros río arriba del Golfo de México. Se fundó como colonia francesa,
luego fue colonia española, después volvió a Francia hasta que Napoleón Bonaparte
se la vendió a Estados Unidos. Fue uno de los centros más importantes del comercio
atlántico de esclavos africanos; a la vez, residencia de la colectividad de personas de
color libres ―criollos, migrantes caribeños― más grande, próspera y educada del
país. Una combinación curiosa: un puerto de tradición colonial española y francesa,
de cultura caribeña, criolla, negra, francoparlante y cosmopolita, enclavado en el
corazón de la economía esclavista y la política segregacionista de los estados del
algodón del sur.

El trompetista Louis Armstrong es el icono de la ciudad, el monumento en el


parque, el nombre en el aeropuerto, el suvenir turístico fabricado en China, la placa
conmemorativa, pero también él se marchó para tocar en los clubes de Chicago,
filmar películas en Hollywood y morir en Nueva York. Hizo carrera en un género ya
establecido que, en esta adaptación discutible y desacertada, comenzó con la
animada “Livery Stable Blues” y en el camino les ofreció a los músicos algo más que
notoriedad y fortuna. El jazz se volvió arte respetable, un espectáculo serio, un
encuentro social formal en el que pueden reprenderte con un chistido si hacés ruido
al abrir el envoltorio de un caramelo.

Acaso por eso no hay demasiado entusiasmo por el centenario de “Livery


Stable Blues”: porque su aparición convirtió a la música de Nueva Orleans en
prehistoria. No figura en el calendario de conmemoraciones oficiales ni tiene espacio
en el kilométrico Jazz Fest que, este año, celebra “las profundas conexiones históricas
de Nueva Orleans con Cuba”. Nadie está tocando la canción en los clubes de la
Frenchmen Street, ni frente a los escaparates de las tiendas de la agradable calle
Royal, ni en los pórticos de las casas de Tremé, ni en los cafés ocupados por la
bohemia burguesía universitaria de la zona de Audubon, ni en las tabernas
pobretonas de Algiers, al otro lado del río. Y por supuesto, nadie esperaría oírla en
ese sumidero que es la Bourbon Street, una calle que parece siempre con resaca.

Al golpear el vaso de plástico, el tipo del trombón sentado en la parada de


Elysian Fields estaba sugiriendo otra manera de entender el jazz. Quería decir que,
en Nueva Orleans, el jazz se baila, se canta, se salta y se grita, se toca en la calle y
en bares ruidosos atestados de gente, en el Mardi Gras y en los cortejos fúnebres;
que se transpira, se responde, se bebe, se ríe y se llora, se abraza, se brinda con los
que todavía están por los que ya se fueron; se festeja ―como escribió F. Scott
Fitzgerald en El Gran Gatsby― toda la tristeza y todas las posibilidades de la vida.

Esto es cultura hegemónica, ciertamente, y puede darte oxígeno al igual que


puede asfixiarte. El jazz está presente en todas partes, en todo momento. Pasa
desapercibido, se lo alaba, se lo resiste, se lo reinventa, atraviesa las políticas
públicas centrales y la vida cotidiana de los distritos marginales, construye jerarquías,
normaliza desigualdades, establece diferencias en el acceso a los bienes materiales
y simbólicos, reafirma valores compartidos, los erosiona, los ignora, se compromete,
se desentiende. El jazz es capaz de edificar un universo concluso y estático en el que
cada uno desempeña un papel más o menos previsible. También es capaz de crear
los puentes de fuga.

Al poner en escena esta imagen del “jazz tradicional”, una especie de visión
de un tiempo mítico anterior a 1917, la extraña y singular Nueva Orleans se hace eco
del imaginario social más importante del sur: la noción de comunidad. La música le
da un lugar a cada uno en esa comunidad, y a la vez, le brinda una explicación de
por qué ocupa ese lugar. La música ofrece placer, alivio, un refugio, pero nunca una
posibilidad de cambio dentro de los límites de esa comunidad. Para obtener algo más
de la vida hay que romper con esos límites; y las herramientas bien pueden ser las
músicas oídas y aprendidas en esas mismas comunidades. El blues se puede contar
de esta manera; también el jazz.

Nueva Orleans no es ningún paraíso. Al puerto casi no llegan barcos; es difícil


hallar trabajo; posee una de las tasas más altas de pobreza y de asesinatos del país.
La corrupción política y la brutalidad policial son casi tan grandes como el número de
personas sin hogar que cada día deambulan buscando algo que comer o un lugar
seco donde dormir. Por no hablar del racismo, la discriminación y la xenofobia.
Después de la inundación unas 100.000 personas nunca regresaron a la ciudad, es
decir, un cuarto de la población, la mayoría de ellos negros, pobres y viejos: más
fantasmas, más abstracciones sociológicas. El jazz, como toda la buena música
sureña, siempre puede ofrecer consuelo, aunque nunca esperanza.

Marcelo Pisarro, “El jazz, un universo que oxigena y asfixia”, La Nación, Ideas, Buenos Aires,
domingo 26 de marzo de 2017, p. 7.

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